Entrevisté

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Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)
Entrevista con Rita Guibert
Siete voces
(México: Organización Editorial Novaro, S.A., 1974)
Mi persecución en busca de un autor —un viaje de París a Barcelona, una espera de
dos semanas en un hotel catalán, llamadas de larga distancia, cables de Nueva York
a España— en realidad comenzó sólo después de haberle entregado a Gabriel
García Márquez, durante nuestro segundo encuentro en Barcelona, donde lo
conocí, un cuestionario escrito preparado por indicación suya. Es que García
Márquez, cuya resistencia a los periodistas es bien conocida, se negaba, como lo
había hecho Cortázar, a una entrevista grabada. Después de leer el cuestionario
prometió, mientras tomábamos el té, completarlo en pocos días; sugirió además
que esperara por sus respuestas en Barcelona para poder completar la entrevista
con las preguntas que seguramente provocarían sus declaraciones. Desde ese
momento no logré ni verlo, ni hablarle más, aunque unos días antes de mi partida
me hizo saber por su mujer, Mercedes, que enviaría el manuscrito a Nueva York,
promesa que nunca cumplió.
Seis meses más tarde, cuando García Márquez vino a Nueva York para recibir el
título honorario otorgado por la Universidad de Columbia, contestó, sin demora,
mi llamado telefónico. Al día siguiente nos encontramos a las siete de la mañana en
el Plaza Hotel donde tomamos el desayuno después de persuadir al maitre d’ que
nos dejara entrar al comedor, incidente provocado, no por el bigote a lo mafioso de
este autor colombiano; simplemente porque andaba sin corbata. Luego, en el salón
desolado del Persian Room (cabaret del Plaza), concluimos en menos de tres horas
la conversación —esta vez grabada— de la entrevista pendiente por tan largo
tiempo.
García Márquez (Gabo, como lo llaman sus amigos) nació en 1928 en Aracataca,
pueblito colombiano en las cercanías de una finca bananera de Macondo, pueblo
más pequeño aún perdido en el medio del país, que García Márquez solía explorar
cuando era niño.
Años más tarde llamaría Macondo a las tierras mitológicas donde se desarrollan
algunos de sus cuentos, ciclo que cierra con Cien años de soledad novela que
comienza a escribir a los 18 años bajo el título de La casa. “Pero entonces no tenía
ni aliento, ni la experiencia vital, vital ni los recursos literarios para escribir una
continúa novela así y la dejé.” Finalmente, en 1967, después de muchas penurias y
frustraciones literarias se publica en Buenos Aires Cien años de soledad (su quinto
libro), provocando, como escribió Mario Vargas Llosa, “un terremoto literario en
América Latina. La crítica reconoció en ella una obra maestra y el público refrendó
este juicio agotando desde entonces, sistemáticamente, las reediciones, que, en
algún momento, alcanzaron el ritmo asombroso de una por semana. Su autor se
convirtió de la noche a la mañana en un ser casi tan famoso como un gran
futbolista o un egregio cantante de boleros”. En 1969, la Académie Française lo
selecciona como el mejor libro extranjero del año; sus otras traducciones son
aclamadas con el mismo entusiasmo y, aunque “es una desgracia tener que
reconocerlo —dice García Márquez a González Bermejo cuando lo entrevista para la
revista española Triunfo— las mejores críticas se han hecho en los Estados Unidos.
Es decir, son lectores profesionales, conscientes, muy bien formados, algunos
progresistas, otros tan reaccionarios como se supone que tienen que ser, pero como
lectores son estupendos”.
García Márquez no se considera un intelectual, sino “un escritor que entra
precipitadamente a la arena, como un toro, y después ataca”. Para él la literatura es
un juego muy sencillo; “en un panorama literario que dominan Rayuela y Paradiso,
Cambio de piel y Tres tristes tigres —nos dice Emir Rodríguez Monegal— todos
trabajos experimentales al límite de la experimentación misma; obras complejas
que exigen mucho del lector”, García Márquez, en Cien años de soledad, “con una
olímpica indiferencia por la técnica exterior se larga a narrar, con increíble
velocidad y aparente inocencia, una historia absolutamente lineal y cronológica,
una historia como las de antes: con su principio, su medio y su fin”. Y, como dijo el
mismo García Márquez a Luis Harss, “es tal vez el menos misterioso de todos mis
libros porque el autor trata de llevar al lector de la mano para que no se pierda en
ningún momento ni quede ningún punto oscuro”.
De la misma manera, García Márquez es llevado al éxito tomado de la mano de sus
amigos, ya que fueron sus amigos los que llevaron a la imprenta, en 1955, el
manuscrito de La hojarasca, encontrado en su escritorio después que él parte para
Italia, en 1954, como corresponsal de El espectador. Luego, en París, en 1957,
cuando Rojas Pinilla ya había clausurado el diario (su única fuente de ingresos),
García Márquez, viviendo a crédito en un hotelito del Barrio Latino, termina El
coronel no tiene quien le escriba; considerándolo de poco valor literario entierra el
manuscrito “amarrado con una corbata de colores en el fondo de una maleta”.
Vuelve a Colombia para casarse con Mercedes —la misma Mercedes de “ojos
adormecidos” comprometida con el Gabriel de Cien años de soledad— y se traslada
por unos dos años a Venezuela donde, mientras se gana la vida como periodista,
escribe Los funerales de Mamá Grande. De Caracas va a Nueva York como
corresponsal de Prensa Latina, agencia noticiosa de Cuba revolucionaria. Renuncia
al cabo de unos meses; recorre el sur de los Estados Unidos y llega a México en
1961 donde se radica por varios años. En México son nuevamente sus amigos los
que tramitan la publicación (1961-1962) de los dos últimos libros, “y ellos,
finalmente —sigue contando Vargas Llosa—, lo obligaron a enviar a un concurso
literario en Bogotá el manuscrito de una nueva novela escrita en México, después
de aconsejarle que cambiara el título original, Este pueblo de mierda, por uno
menos procaz: La mala hora... Lo cierto es que, sin la obstinación de sus amigos,
García Márquez sería quizá aún hoy un escritor inédito”.
En la actualidad, García Márquez se puede permitir vivir como un “escritor
profesional” con los derechos casi exclusiva mente ganados con Cien años de
soledad —la saga de Macando y los Buendía, que comienza en un mundo “tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que
señalarlas con el dedo”; un mundo donde vuelan las alfombras; resucitan los
muertos; una lluvia que dura exactamente cuarenta años, once meses y dos días. El
primer Buendía pasa sus últimos años atado a un castaño de su huerto
murmurando en latín; cuando finalmente muere caen del cielo pequeñas flores
amarillas; Ursula, su mujer, vive por generaciones y generaciones; Aureliano
descubre que la literatura es “el mejor juguete que se había inventado para burlarse
de la gente”; y según Alfonso, “el día en que los hombres viajen en primera clase y
la literatura en el vagón de carga”, “el mundo habrá acabado por joderse”. La
crónica termina cuando el linaje de los Buendía, después de un esfuerzo familiar de
más de cien años tratando de evitar que se cumpla una antigua profecía, llega a su
fin cuando de la unión incestuosa nace un niño con cola de cerdo que es devorado
por un ejército de hormigas. Esta saga confirma lo que ya había dicho el autor:
“Todo le es permitido a un escritor siempre que sea capaz de hacerlo creer.”
Posdata: Antes de partir de Nueva York, García Márquez, que después de nuestra
entrevista quedó viviendo de incógnito en otro hotel de la ciudad, llamó para
despedirse y “enviarme un besito como gesto de ternura”. Le pregunté cómo habían
pasado las vacaciones neoyorquinas. “Magnífico —dijo—. Mercedes y yo tuvimos
tres días deliciosos de compras.” “¿Visitaron los museos? ¿Fueron al campo?” “Por
supuesto que no, y puedes agregar a todo lo que te he dicho que no me gusta ni el
arte ni la naturaleza.”
R.G: La resistencia de García Márquez a los periodistas es bien conocida, y en este
caso significó mucha persuasión y varios meses de espera.
G.G.M: Mira, yo no tengo absolutamente nada contra los periodistas. Hice ese
trabajo y sé lo que cuesta. Pero si en esta época de mi vida contesto todas las
entrevistas que me quieren hacer no podría trabajar. Además, ya se queda uno sin
nada que decir. Sabes..., me he dado cuenta que justamente por mi simpatía por los
periodistas las entrevistas han terminado por ser para mí una especie de género de
ficción. Para que el reportero tenga algo nuevo que llevar se busca cómo dar a la
misma pregunta una respuesta distinta. Ya no se dice la verdad y la entrevista deja
de ser periodismo para convertirse en una novela. Es creación literaria, ficción
pura.
R.G: No me opongo a la ficción como una parte de la realidad...
G.G.M: Esa podría ser una buena entrevista.
R.G: En Relato de un náufrago —reportaje escrito en 1955 para El espectador de
Colombia y publicado en 1970 por una editorial de Barcelona— relatas las odiseas
de un marinero que vivió diez días a la deriva en una balsa. ¿Hay en esa historia
algo de ficción?
G.G.M: En ese reportaje no hay ni un solo detalle inventado. Eso es lo formidable.
Si hubiera imaginado esa historia lo diría, inclusive con mucho orgullo. Entrevisté a
ese muchacho de la marina de guerra colombiana —como lo cuento en el prólogo
del libro— y me relató su historia minuciosamente. Como era de un nivel cultural
bastante regular él no sabía que muchos detalles que me contaba espontáneamente
eran importantísimos y se sorprendía de que a mí me llamaran tanto la atención.
Yo, haciendo una especie de trabajo de psicoanálisis lo ayudaba a recordarlos —por
ejemplo, una gaviota que vio volando sobre su balsa— y de esa forma logramos
reconstruir toda su aventura. ¡Fue un cañonazo! La historia completa —que se
publicó por entregas en El Espectador— se había planeado hacerla en cinco o seis
episodios, pero hacia el tercero se había armado tal alboroto de lectores, había
subido tanto la circulación del periódico, que el director me dijo: “no sé cómo lo
haces, pero a esto le sacas por lo menos 20 episodios”. Lo que hice entonces fue
enriquecer más cada detalle.
R.G: Tan buen periodista como escritor...
G.G.M: Comí muchos años de eso, ¿verdad?..., y ahora como escritor. Ambos
oficios me han dado para comer.
R.G: ¿Extrañas el periodismo?
G.G.M: Mira, de verdad el oficio de periodista me ha dejado una gran nostalgia. Lo
que pasa es que ahora no lo podría hacer como reportero raso, que es como a mí
me gustaba..., ir al lugar de la noticia, ya sea una guerra, una pelea, o un concurso
de belleza, y tirarse en paracaídas, si fuese necesario Aunque el trabajo de escritor,
sobre todo como lo hago ahora, tiene las mismas fuentes que cuando era periodista,
la elaboración ya es de gabinete, en cambio aquello era en caliente. Cuando hoy leo
algunas de las cosas que escribí como periodista me tengo una inmensa
admiración, mucho más que como novelista cuando tengo todo mi tiempo para
trabajar. Aquello era distinto porque yo llegaba al periódico y el jefe de redacción
me decía: “tenemos una hora para entregar esta noticia”. Creo que ahora sería inca
paz de escribir una de esas páginas ni en un mes.
R.G: ¿Por qué? ¿Hay una mayor conciencia del lenguaje?
G.G.M: Creo que se necesita un cierto grado de irresponsabilidad para ser escritor.
En esa época yo tenía unos veinte años y no me daba mucha cuenta de la dinamita
que tenía entre manos en cada hoja que sacaba. Ahora, sobre todo después de Cien
años de soledad, soy muy consciente por la enorme atención que el libro ha
despertado..., un boom de lectores. Ya no pienso que lo que escribo es para que lo
lean mi mujer y unos cuantos amigos, sé que hay mucha gente que lo está
esperando. Cada letra me pesa, ¡pero no te imaginas cómo! Entonces me muero de
envidia de mí mismo, de cómo cuando era periodista despachaba eso con tanta
facilidad. Era formidable poderlo hacer...
R.G: ¿En qué forma afectó tu vida personal el éxito de Cien años de soledad?
Recuerdo que en Barcelona dijiste: “estoy cansado de ser García Márquez”.
G.G.M: Es que me ha cambiado la vida. No sé dónde me preguntaron cuál era la
diferencia entre antes y después de ese libro y dije que después “hay siempre como
400 personas más”. Es decir, antes sólo tenía mis amigos, ahora hay además una
enorme cantidad de gente que me quiere ver, quiere hablar conmigo: periodistas,
universitarios, lectores. Cosa curiosa... muchísimos lectores no tienen interés en
hacer preguntas, sólo quieren hablar sobre el libro. Eso, que es muy halagador, lo
es caso por caso; pero sumados se convierten en un problema en la vida de uno. Me
gustaría complacer a todos, pero como no es posible tengo que estar haciendo
perradas. . . , ¿verdad? Diciendo, por ejemplo, que me voy de una ciudad cuando en
realidad lo que hago es cambiar de hotel. Esas son las cosas que hacen las vedettes,
algo que siempre he detestado, y yo no quiero estar en el caso de la vedette, es una
imagen que me molesta mucho. Hay, además, un cierto problema de conciencia por
estar burlando a la gente y sacándole el cuerpo... ; pero tengo que hacer mi vida y
llega un momento en que digo mentiras. Bueno, esto lo reduzco a una frase que es
más cruda de como tú la dices. Yo digo: “estoy de García Márquez hasta los
cojones”.
R.G: Sí, pero, ¿no temes que esa actitud, aunque involuntaria, termine por ubicarte
en una torre de marfil?
G.G.M: Ese es un peligro que veo permanentemente y me lo digo todos los días. Por
eso fui hace algunos meses a la costa del Caribe, en Colombia, donde acabo de
recorrer las Antillas Menores, isla por isla. Me di cuenta que por estar huyendo a
estos contactos había quedado reducido a los cuatro o cinco amigos que tengo en
cada lugar donde vivo. En Barcelona, por ejemplo, alternamos siempre con unas
cinco parejas, gente con la que tenemos toda clase de afinidades. Desde el punto de
vista de mi vida privada, y por mi carácter, eso es estupendo..., es lo que me gusta,
pero llegó un momento en que comprendí que esa vida estaba afectando mi novela
El súmmum de mi vida —que había sido ser escritor profesional— se cumple en
Barcelona y de pronto me di cuenta que serlo es terriblemente perjudicial. Yo
llevaba la vida del perfecto escritor profesional.
R.G: ¿Y en qué consiste la vida de un escritor profesional?
G.G.M: Mira, te cuento cómo es un día típico. Siempre me despierto muy
temprano, a eso de las seis de la mañana. Leo el periódico en la cama, me levanto,
tomo un café oyendo música de la radio y alrededor de las 9 —después que se han
ido los niños al colegio— me siento a escribir. Escribo sin interrupción de ninguna
clase, hasta las dos y media, que es cuando los niños regresan y empiezan los ruidos
de la casa. Durante toda la mañana no he atendido el teléfono.. .,mi mujer ha
estado filtrándolo. Entre dos y media y tres, almorzamos. Cuando me he acostado
tarde la noche anterior hago una siesta hasta las cuatro de la tarde. Desde esa hora
hasta las seis leo oyendo música, siempre escucho música, salvo cuando escribo
porque le pongo más atención a la música que a lo que estoy escribiendo. Luego me
voy por ahí a tomar un café con quien tenga una cita y por la noche siempre hay
amigos en la casa. Bueno..., creo que esta es la situación ideal para un escritor
profesional, la culminación del que ha estado trabajando exclusivamente para
hacer eso. Pero de pronto encuentras que, cuando ya lo eres, eso es esterilizante. Yo
me di cuenta que estaba metido en una vida completamente estéril —todo lo
contrario del reportero que era y que quería ser— que afectaba la novela que estaba
escribiendo, una novela hecha a base de experiencias frías, en el sentido de que ya
no me interesaban mucho, cuando mis novelas son en base a historias viejas pero
con experiencias frescas. Por eso me fui a Barranquilla, la ciudad donde me crié y
donde tengo mis amigos más viejos. Pero... recorro todas las islas del Caribe, no
tomo notas, no hago nada, estoy por ahí dos días, me voy a otro lado..., me
pregunto, ¿a qué vine? Yo mismo no entiendo muy bien qué es lo que estoy
haciendo, pero sé que estoy tratando de aceitar esa maquinaria que se ha ido
anquilosando. Sí, hay una tendencia natural —cuando resuelves una serie de
problemas materiales— a aburguesarte, a meterte en una torre de marfil, pero yo
tengo el impulso, y además el instinto, de salir de esa situación..., estoy en una
especie de tira y afloja. Inclusive en Barranquilla —donde estoy pasando una
temporada que puede ser larga o corta, pero que tiene mucho que ver con esto de
no aislarme— me doy cuenta que me estoy perdiendo una gran zona que me
interesa por mi tendencia a reducirme a un pequeño grupo de amigos. Pero no soy
yo, es el medio que me impone esa condición y tengo que defenderme. Como ves,
un argumento más para decir —sin dramatismo, pero por cuestiones de trabajo—:
“estoy hasta los cojones de García Márquez”.
R.G: Siendo consciente del problema te será más fácil sobrepasar la crisis.
G.G.M: Es que tengo la impresión de que la crisis ha durado mucho más de lo que
yo creía, mucho más de lo que creía el editor, mucho más de lo que creían los
críticos. Siempre encuentro a alguien que está leyendo mis libros, alguien que tiene
la misma reacción que tenían los lectores hace cuatro años, es como si estuvieran
saliendo, como hormigas, lectores de cuevas. Es una especie de fenómeno.
R.G: Que no deja de ser halagador.
G.G.M: Sí, me parece muy halagador, pero lo que ofrece dificultades es el manejo
práctico de ese fenómeno. No solamente tengo la experiencia de la gente que ha
leído el libro y de lo que ha significado para ellos (he oído cosas enormes), sino
también el de la popularidad. Estos libros me han dado una popularidad que se
parece más a la de los cantantes y actores de cine que a la de los escritores. Todo
eso termina también por ser fantástico y me llegan a suceder cosas extrañas como
esta. Desde cuando trabajaba de noche en el periódico soy muy amigo de los
choferes de taxi de Barranquilla porque iba a tomar café con los que estaban
estacionados en la vereda de enfrente. Muchos siguen siendo choferes y ahora,
cuando me llevan, no me quieren cobrar, pero el otro día, evidentemente uno que
no me conocía, cuando llegamos a mi casa, al pagarle, me dice muy
confidencialmente: “¿sabe que aquí vive García Márquez?” “Usted cómo lo sabe”, le
pregunté. “Es que yo lo he traído muchas veces”, me contestó. Te das cuenta que el
fenómeno se está convirtiendo al revés y el perro se está mordiendo la cola; el mito
me está llegando a mí.
R.G: Anécdotas para una novela...
G.G.M: Sería la novela de la novela.
R.G: Los críticos se han ocupado extensamente de tu obra. ¿Con cuál de ellos estás
más de acuerdo?
G.G.M: No quisiera que mi respuesta pareciera despreciativa, pero ja realidades —y
sé que es difícil que me lo crean— que juzgo poco a los críticos. No sé por qué, pero
no comparo lo que yo pienso con lo que ellos dicen. No sé mucho si estoy de
acuerdo o no...
R.G: ¿No te interesa la opinión de los críticos?
G.G.M: Me interesaba mucho al principio, ahora, bastante me nos. Encuentro que
han dicho pocas cosas nuevas. Hubo un momento en que dejé de leerlas porque en
cierto modo estaban condicionando —y de algún modo me estaban diciendo—
cómo debería ser mi próximo libro. Una vez que los críticos racionalizaban toda mi
obra yo iba descubriendo cosas que no me convenía descubrir. Mi trabajo dejaba de
ser intuitivo.
R.G: Melvin Maddocks, de Life, dijo de Cien años de soledad: “Es la intención de
Macondo ser tomado como una especie de cuento surrealista de Latinoamérica? ¿O
es que García Márquez lo intenta como una metáfora para el hombre moderno y su
sociedad enferma?”
G.G.M: No es nada de eso. Yo quise exclusivamente contar la historia de una
familia que durante cien años hizo todo lo posible por no tener un hijo con cola de
cerdo v, precisamente, por las medidas que tomaron por no tenerlo terminaron
teniéndolo. En síntesis, ese es el argumento. Del libro, pero eso de simbolizar...
pues, nada. Alguien que no es crítico decía que probablemente el interés que el
libro había despertado era porque por primera vez se cuenta realmente la vida
privada de una familia de la América Latina..., entramos al dormitorio, al baño, a la
cocina, a todos los rincones de la casa. Por supuesto, yo nunca me dije “voy a
escribir un libro que tenga interés por todo eso”, pero una vez escrito, y cuando me
lo dicen, pienso que a lo mejor tienen razón. Al menos este concepto es interesante,
y no toda esa mierda del destino de los hombres, etc.
R.G: Pienso que un tema que predomina en tu obra es el de la soledad.
G.G.M: Es sobre el único tema que he escrito, desde el primer libro hasta el que
estoy escribiendo, que es ya una apoteosis del tema de la soledad; el del poder
absoluto, que es lo yo considero debe ser la soledad total. Es un proceso que vengo
tratando desde el principio. El del coronel Aureliano Buendía —el de sus guerras y
el de su marcha hacia el poder— es verdaderamente una marcha hacia la soledad.
Todos los miembros de la familia no sólo están solos -lo he dicho muchas veces en
el libro, tal vez más de lo que hubiera debido- sino que es la anti solidaridad,
inclusive, de los que duermen en la misma cama. Pienso que los críticos que más
han acertado son los que han llegado a la conclusión de que todo el desastre de
Macondo —que es también un desastre telúrico— viene de esa falta de solidaridad,
la soledad de cada uno tirando por su cuenta. Eso ya es entonces un concepto
político, y que lo sea me interesa. Dar a la soledad un contenido político como yo
creo que debe ser el contenido político.
R.G: ¿Había, al escribirlo, la intención consciente de dar un mensaje?
G.G.M: Nunca pienso en dar ningún mensaje. Tengo una formación ideológica y no
logro —ni quiero, ni trato— salir de ella. Chesterton decía que él era capaz de
explicar el catolicismo partiendo de una calabaza o de un tranvía. Creo que uno
puede escribir Cien años de soledad, un cuento de marineros, o describir un
partido de futbol y siempre habrá un contenido ideológico. Son los lentes
ideológicos que uno tiene puestos y que sirven para explicar, no en este caso el
catolicismo, pero otra cosa que no sé qué será. No hay en mí el propósito
preconcebido de decir en un libro esto o aquello. Me interesa exclusivamente la
conducta de los personajes, pero no lo que esa conducta pueda tener de ejemplar o
reprochable.
R.G: ¿Te interesan los personajes desde el punto de vista psicoanalítico?
G.G.M: No, porque necesitaría una formación científica que no tengo. Sucede al
revés. Desarrollo mi personaje, y lo trabajo, creyendo valerme solamente de
elementos poéticos. Una vez que el personaje está armado, algunos profesionales
me dicen que es un análisis psicoanalítico. Me encuentro entonces con una serie de
bases científicas que no tengo y que jamás he soñado. En Buenos Aires —tú sabes
que es una ciudad de psicoanalistas— algunos hicieron una reunión para
analizar Cien años de soledad. Llegaron a la conclusión que era un complejo de
Edipo bien sublimado y no sé cuántas cosas más me dijeron. Encontraron que los
personajes —desde el punto de vista psicoanalítico— eran perfectamente
coherentes, casi parecían casos médicos.
R.G: También hablaron de incesto...
G.G.M: A mí lo que me interesaba era que la tía se acostara con el sobrino, no las
raíces psicoanalíticas del hecho.
R.G: No deja de ser extraño que siendo el machismo una de las idiosincrasias de la
sociedad latinoamericana sean en tus libros las mujeres de personalidad fuerte,
estable o —como tú mismo has dicho— masculinas.
G.G.M: Eso no era consciente en mí, me lo han hecho ver los críticos que me han
creado un problema porque ahora me es más difícil trabajar con ese material. Pero
no cabe duda que es la fortaleza de la mujer en la casa -en la sociedad como está
establecida, particularmente en la América Latina- la que permite que los hombres
se lancen a toda clase de aventuras quiméricas y extrañas que es lo que hace a
nuestra América. Esa idea me vino de unos episodios reales que contaba mi abuela
de las guerras civiles del siglo pasado, que más o menos equivalen a las guerras del
coronel Aureliano Buendía. Me contaba que Fulano de Tal se iba a la guerra y decía
a su mujer: “tú verás qué haces con tus hijos”, y la mujer, durante un año o más, era
la que mantenía la casa. Al tratarlo literariamente yo veo que si no fuese por las
mujeres que se hicieron cargo de la retaguardia no hubiera habido las guerras
civiles del siglo pasado que son importantísimas en la historia del país.
R.G: ¿Es eso una indicación de que no eres antifeminista?
G.G.M: Lo que sí soy, definitivamente, es antimachista. El machismo es cobardía,
falta de hombría.
R.G: Volvamos a los críticos. Sabrás que algunos han insinuado que Cien años de
soledad podría ser un plagio de La La Recherche l’Absolu, de Balzac. Günter Lorenz
lo sugirió en la reunión de escritores en Bonn, en 1970. Luis Cova García, en la
revista hondureña Ariel, publicó el artículo “Coincidencia o plagio”, y una
especialista en Balzac, la profesora Marcelle Bargas, en París, hizo un estudio de las
dos novelas e hizo notar que los vicios de una sociedad y de una época realzados
por Balzac habían sido trasladados a Cien años de soledad.
G.G.M: Es curioso, alguien que sabía de este comentario me mandó el libro de
Balzac, que yo no había leído. Como ahora no me interesa Balzac —si bien es
sensacional y leí todo lo que pude en su momento— lo miré por encima. Me llamó
la atención porque decir que una cosa viene de la otra es bastante ligero y
superficial. Inclusive, aunque esté dispuesto a aceptar que sí, que lo había leído
antes, que inclusive decidí plagiarlo, lo que podría haber en mi libro de La
Recherche serían unas cinco páginas, y en última instancia un personaje, el
alquimista. Bueno, fíjate, cinco páginas y un personaje contra 300 páginas y unos
doscientos personajes que no son del libro de Balzac. Creo entonces que los críticos
deberían buscar 200 libros más para ver de dónde salieron los otros personajes. No
tengo, además, ningún temor al concepto de plagio. Si mañana tuviese que
escribir Romeo y Julieta lo haría, y creo que sería estupendo poder volverlo a
escribir. Edipo rey, de Sófocles, un libro del que he hablado mucho y pienso que es
el fundamental de mi vida, desde que lo leí por primera vez me ha asombrado por
su absoluta perfección. En una oportunidad encontré en un lugar de la costa de
Colombia una situación muy cercana a lo que es el drama del Edipo rey, y estuve
pensando en escribir algo que se llamara Edipo alcalde. En ese caso no me
hubieran dicho que era plagio porque empezaba por decir que era un Edipo. Me
parece que este concepto de plagio ya se acabó. En Cien años de soledad yo mismo
puedo decir dónde creo encontrar Cervantes, Rabelais —no en cuanto a calidad—,
sino por cosas que he agarrado y puesto ahí. Pero también puedo decir, línea por
línea —y este es un punto al que nunca llegarán los críticos— de qué episodio o de
qué recuerdo de la vida real viene cada una. Es una experiencia muy curiosa hablar
de estas cosas con mi madre porque ella sí recuerda el origen de muchos episodios
y, naturalmente, es más fiel narrador que yo porque no lo ha elaborado
literariamente.
R.G: ¿Cuándo empezaste a escribir?
G.G.M: Desde que tengo memoria. El recuerdo más antiguo que tengo es que
dibujaba “cómicos” y ahora me doy cuenta que posiblemente lo hacía porque
todavía no sabía escribir. Siempre he buscado medios para contar y me he quedado
con la literatura, que es el más accesible. Pero pienso que mi vocación no es la de
escritor sino la de contador de cuentos.
R.G: ¿Es que prefieres la palabra hablada a la escrita?
G.G.M: Por supuesto. Lo estupendo es contar un cuento y que ese cuento muera
ahí. Para mí lo que sería ideal sería contarte la novela que estoy escribiendo y estoy
seguro que produciría el mismo efecto que busco al escribirla, pero sin todo ese
trabajo. En mi casa, a toda hora, cuento los sueños, lo qué me pasó y lo que no me
pasó. A mis hijos no les cuento las historias de Callejas sino cosas que suceden, y
eso les gusta mucho. Vargas Llosa, en el libro sobre la vocación literaria que está
escribiendo, García Márquez, historia de un deicidio, donde toma como ejemplo mi
obra, dice que soy un semillero de anécdotas. Tratar de que me quieran por un
buen cuento que conté..., esa es mi verdadera vocación.
R.G: He leído que cuando termines El otoño del patriarca escribirás cuentos y no
novelas.
G.G.M: Tengo un cuaderno donde voy enumerando y tomando notas de cuentos
que se me ocurren. Ya tengo unos 60 y me imagino que llegaré a 100. Lo que es
curioso es el proceso de elaboración interna. El cuento —que surge de una frase o
de un episodio— o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me
ocurre. No tiene un punto de partida y después entra o sale un personaje. Voy a
contarte una anécdota para que te des cuenta por qué misteriosos caminos llego al
cuento. En Barcelona, una noche, había gente en casa y se fue la luz. Como el daño
era local llamamos a un electricista. Mientras él arreglaba el desperfecto, yo, que lo
alumbraba con una vela, le pregunto: “¿Cómo diablos es este daño de la luz?” “La
luz es como el agua —me dijo—, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un
contador.” En esa fracción de segundo se me ocurrió, completito, completito, este
cuento:
En una ciudad donde, no hay mar —puede ser París, Madrid, Bogotá— viven en un
quinto piso un matrimonio joven con dos niños de 10 y 7 años. Un día los niños
piden a sus papás que les regalen un bote con remos. “¿Cómo vamos a regalarles un
bote con remos? —Dice el padre—. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando
vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.” Los niños se emperran que
quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: “Si sacan el primer puesto
en el colegio se los regalo.” Los niños sacan el primer puesto, el padre compra el
bote y cuando lo suben al quinto piso les pregunta: “¿Qué van hacer con esto?”
“Nada —le contestan— queríamos tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.” Una
noche, cuando los padres se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la
luz —como si fuese agua— empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro
de altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la cocina. Cuando
ya es hora que regresen los papás lo guardan en el cuarto, abren los sumideros para
dejar que la luz se vaya, reemplazan el bombillo y... aquí no ha pasado nada. Ese
juego se les vuelve tan formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más
alto, se ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las mesas,
hacen pesca submarina... Una noche, la gente que pasa por la calle al notar que por
las ventanas está chorreando luz y que está inundando la calle, llaman a los
bomberos. Cuando los bomberos abren la puerta encuentran a los niños —que
distraídos con su juego habían dejado que la luz llegara hasta el techo— ahogados,
flotando en la luz.
¿Dime, cómo este cuento completo, tal como lo conté, se me ocurrió en una
fracción de segundo? Claro, como lo cuento mucho, cada vez le encuentro un
ángulo nuevo —cambio una cosa por la otra, agrego un detalle—, pero la
concepción es la misma. En todo esto no hay nada voluntario ni predecible,
tampoco sé cuándo se me va a ocurrir. Estoy a merced de la imaginación que es la
que me dice cuándo sí o no.
R.G: ¿Ya está escrito ese cuento?
G.G.M: Lo único que anoté es: “número 7, Niños que se ahogan en la luz.” Eso es
todo. Pero este cuento, así como todos los demás, lo tengo en la cabeza y lo reviso
periódicamente. Por ejemplo, voy en un taxi y recuerdo el cuento número 37. Lo
reviso completo y me doy cuenta que se me ha ocurrido un episodio..., que las rosas
que tengo previsto no son rosas sino violetas. Ese cambio ya se incorporó al cuento
y me lo anoto en la cabeza. Lo que olvido es porque no tiene para mí valor literario.
G.G.M: ¿Por qué no los escribes cuando se te ocurren?
G.G.M: Si estoy escribiendo una novela no puedo estar mezclando, no puedo sino
trabajar en ese libro aunque me lleve más de 10 años.
R.G: ¿Inconscientemente, los cuentos no se han incorporando en la novela que
estás escribiendo?
G.G.M: Estos cuentos están en compartimientos completamente separados y no
tienen nada que ver con el libro del dictador. Eso me sucedió con Los funerales de
la Mamá Grande. La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, porque es un
bloque que prácticamente lo trabajé todo al mismo tiempo.
R.G: ¿Nunca se te ha ocurrido que podrías ser actor?
G.G.M: Tengo una inhibición terrible frente a las cámaras y al micrófono. En todo
caso sería el autor o el director.
R.G: Has dicho en una oportunidad: “Yo soy escritor por timidez. Mi verdadera
predisposición es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un
truco que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. En mi caso ser
escritor es un hecho descomunal porque soy muy bruto para escribir.”
G.G.M: Qué bueno que me leas eso. Eso de que mi verdadera vocación es la de ser
prestidigitador corresponde de exactamente a todo lo que te he dicho. Me
encantaría tener éxito en los salones contando cuentos, como el prestidigitador lo
tiene sacando conejos de un sombrero.
R.G: ¿Cuesta mucho trabajo el proceso de escribir?
Muchísimo trabajo, cada vez más. Cuando digo que soy escritor por timidez es
porque lo que debería hacer es llenar esta sala, salir y contar el cuento, pero mi
timidez no me lo permite hacer. Todo lo que hemos hablado yo no podría hacerlo si
hubiera dos personas más en la mesa. Tengo la impresión que no controlaría la
audiencia. Entonces, lo que quiero contar, lo hago escrito, solito en mi cuarto, y con
mucho trabajo. Es un trabajo angustioso pero sensacional. Vencer el problema de
la escritura es tan emocionante y alegra tanto que valía la pena todo el trabajo; es
como un parto.
R.G: Después de tu primer contacto en 1954 con el Centro Cinematográfico
Experimental de Roma has escrito guiones y dirigido películas. ¿No te interesa más
ese medio de expresión?
G.G.M: No, porque el trabajo en cine me reveló que lo que el escritor logra contar
es muy poco. Inciden tantos intereses, tantos compromisos, que al final queda muy
poco de la historia original. En cambio yo me encierro en un cuarto y escribo exacta
me lo que me da la gana. No tengo que tener un editor que me dice “quíteme este
personaje o episodio y póngame otro”.
R.G: ¿El impacto visual del cine no es mayor que el de la literatura?
G.G.M: Creía que sí, pero me di cuenta que el cine se limita. Ese alcance visual es
una desventaja con respecto a la literatura. Es tan inmediato, tan contundente, que
es muy difícil que el espectador vaya más allá. En literatura uno puede llegar
mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo, y de toda
índole.
R.G: ¿No piensas que la novela va a desaparecer?
G.G.M: Si desaparece es porque desaparecerá quien la escriba. Es difícil imaginar
una época de la historia de la humanidad en que se hayan leído tacitas novelas
como en esta. Se publican novelas completas en todas las revistas —masculinas y
femeninas—, en los periódicos; y para los niveles casi analfabetos hay las dibujadas
que son la apoteosis de la novela. Lo que podríamos empezar a discutir es sobre la
calidad de las novelas que se están leyendo, pero eso ya no tiene nada que ver con el
público lector, sino con el nivel cultural que el estado le ha dado. Volviendo al
fenómeno de Cien años de soledad —que no quiero saber a qué se debe, ni quiero
analizarlo, ni que me lo analicen por ahora— sé de lectores —gente sin preparación
intelectual— que han pasado del “comic” a ese libro y lo han leído con el mismo
interés que las otras cosas que le presentan porque lo menosprecian
intelectualmente. Son los editores que, pensando en un público de cierto nivel,
publican cosas de muy baja calidad literaria, y lo curioso es que ese nivel también
consume libros como Cien años de soledad. Por eso pienso que hay un auge de
lectores de novela. Se leen novelas en todas partes, a todas horas, en todo el
mundo. El cuento contado seguirá interesando siempre. El hombre llega a su casa y
se pasa contando a su mujer lo que le pasó, o lo que no le pasó, para que su mujer le
crea.
R.G: En la entrevista de Luis Harss (Los nuestros) dices: “Tengo ideas políticas
firmes..., pero mis ideas literarias cambian con la digestión”" Hoy, a las 8 de la
mañana, ¿cuáles son tus ideas literarias?
G.G.M: Yo he dicho que quien no se contradice es un dogmático y todo dogmático
es un reaccionario. Yo me contradigo a cada minuto y particularmente en materia
literaria. Por mi método de trabajo no podría llegar al punto de la creación literaria
sin contradecirme, rectificarme y equivocarme permanentemente. Si no fuese así
estaría escribiendo siempre el mismo libro. No tengo una receta.
R.G: ¿Tienes un método para escribir la novela?
G.G.M: No siempre el mismo, tampoco para buscarla. El hecho de escribirla es lo
menos problemático e importante. Es conseguir armarla y tenerla resuelta de
acuerdo a como la veo.
R.G: ¿Podrías discernir si es análisis, experiencia o imaginación lo que determina
ese proceso?
G.G.M: Si tratara de hacer ese análisis creo que perdería mucha espontaneidad.
Cuando quiero escribir algo es porque siento que eso merece ser contado. Más aún,
cuando escribo un cuento es porque a mí me gustaría leerlo. Lo que pasa es que me
siento a contarme un cuento. Ese es mi sistema de escribir, pero si es más
intuición, experiencia o análisis, tal vez tenga una sospecha de cómo es, pero evito
profundizar mucho en esto porque siempre trato —ya sea por mi personalidad y
por mi sistema de escribir— de defenderme de la mecanización de mi trabajo.
R.G: ¿Cuál es el punto de partida de las novelas?
G.G.M: Una imagen que es totalmente visual. Imagino que hay escritores que
empiezan con una frase, una idea o un concepto. Yo sólo parto de una imagen. El
punto de partida de La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro; El
coronel no tiene quien le escriba, un viejo esperando; el de Cien años, un viejo que
lleva a su nieto a un circo para conocer el hielo.
R.G: Todas empiezan con un viejo...
G.G.M: La imagen protectora de mi infancia era un viejo; mi abuelo. A mí no me
criaron mis padres, ellos me dejaron en casa de mis abuelos. Mi abuela me contaba
cuentos y mi abuelo me llevaba a ver cosas. Entre eso se fue haciendo mi mundo.
Ahora me doy cuenta que siempre veo la imagen de mi abuelo mostrándome cosas.
R.G: ¿Cómo se desarrolla esa primera imagen?
G.G.M: La dejo cocinando..., no es un proceso muy consciente. Todos mis libros los
he pensado por muchos años. Cien años por 15 o 17 años, y el que estoy escribiendo
lo empecé a pensar hace mucho tiempo.
R.G: ¿Cuánto tiempo lleva escribirlos?
G.G.M: Es más bien rápido. En menos de dos años —que creo es buen tiempo—
escribí Cien años de soledad. Antes escribía siempre cansado, en las horas libres
que me dejaba otro trabajo. Ahora, ya que no tengo la presión económica y no
tengo nada más que hacer que escribir, quiero darme el lujo de hacerlo cuando
quiero, por impulsos. El libro del viejo dictador que vive 250 años lo estoy
trabajando de otro modo, dejándolo para ver por dónde se va él solo.
R.G: ¿Corriges mucho lo que escribes?
G.G.M: He ido cambiando. Mis primeras cosas las escribía de un solo tirón y
después corregía mucho sobre el papel, sacaba copias, volvía a corregir. Ahora me
queda algo que creo es un vicio. Voy corrigiendo línea por línea a medida que voy
trabajando, de manera que cuando termino una hoja ya está casi lista para el
editor. Si tiene una mancha o una equivocación ya no me gusta.
R.G: No puedo creer que seas tan ordenado...
G.G.M: ¡Terriblemente! No puedes imaginar la limpieza de esas hojas. Además,
tengo máquina de escribir eléctrica. En lo único que soy ordenado es en el trabajo,
pero es un problema casi sentimental. La hoja que acabo de terminar está tan
bonita, tan limpia, que da lástima dañarla con una corrección. Pero, dentro de una
semana ya no la quiero mucho —la que quiero es la que estoy trabajando— y
entonces puedo corregirla.
R.G: ¿Y las galeradas?
G.G.M: En las de Cien años cambié solamente una palabra, aunque Paco Porrúa,
director literario de Sudamericana, me dijo que cambiara todo lo que quisiera. Creo
que lo ideal sería escribir un libro, imprimirlo y después corregirlo. Cuando uno
manda algo a la imprenta y después lo lee impreso es como si hubiese dado un paso
adelante o atrás, que es importantísimo.
R.G: ¿Lees los libros una vez publicados?
G.G.M: Cuando llega el primer ejemplar cancelo todo lo que tenga que hacer y me
siento —pero inmediatamente— a leerlo todo. Ya es otro libro distinto del que
conozco porque se ha establecido una distancia entre el autor y el libro. Esa es la
primera vez que lo leo como lector. Esas letras que están ahí no son las de mi
máquina de escribir, no son mis palabras, son otras que andan en otro mundo y
que no me pertenecen. Después de esa primera lectura no he vuelto a leer
jamás Cien años de soledad.
R.G: ¿Cómo y cuándo determinas el título?
G.G.M: El libro encuentra su título tarde o temprano. Es algo a lo que no le doy
mucha importancia.
R.G: ¿Comentas con tus amigos lo que estás escribiendo?
G.G.M: Cuando cuento algo es porque no estoy muy seguro de eso y generalmente
no queda en la novela. Siento, por la reacción del que está escuchando —no sé por
qué raro conducto eléctrico— si va a funcionar o no. Aunque sinceramente me diga
“estupendo, sensacional”, hay algo en sus ojos que me está diciendo que eso no
sirve. En la época en que estoy trabajando en una novela les doy a mis amigos una
tabarras que no te imaginas. Tienen que aguantarse todo eso y después se llevan
una sorpresa cuando leen el libro —como los que estuvieron conmigo mientras
escribía Cien años— porque no encuentran ninguno de los episodios que les conté.
Les había hablado del material de desecho.
R.G: ¿Piensas en el lector?
G.G.M: En cuatro o cinco personas determinadas, que es el público que yo me
nombro cuando estoy escribiendo. Pensando en lo que pueda gustarles o
molestarles voy poniendo o sacando cosas y así voy armando el libro.
R.G: ¿Acostumbras guardar el material que se ha ido acumulando en la
preparación?
G.G.M: No guardo nada. Cuando la editorial me comunicó que recibió mi primer
manuscrito de Cien años de soledad, Mercedes me ayudó a tirar un cajón con notas
de trabajo, gráficos dibujos, memorándums. Lo tiré, no sólo para que no se sepa
cómo está hecho el libro (eso es absolutamente privado) sino porque ese material
se vende. Venderlo es como vender mi alma y no voy a permitir a nadie, ni siquiera
a mis hijos, que lo hagan.
R.G: ¿De lo que has escrito qué es lo que más prefieres?
G.G.M: La hojarasca, el primer libro que escribí. Creo que de ahí parte mucho de lo
que hice después. Es el más espontáneo, el que está escrito con más dificultades,
con menos recursos técnicos. Sabía entonces menos astucias, menos porquerías de
escritor. Es un libro que lo encuentro bastante torpe, bastante indefenso, pero
completamente espontáneo y de una sinceridad tan bruta que ya no la tienen los
demás. Yo sé hasta qué punto La hojarasca sale de las tripas al papel. Los demás
también salen de las tripas, pero ya hay un aprendizaje..., se los elabora, se los
cocina, se les echa sal y pimienta.
R.G: ¿Cuáles son las influencias de las que eres consciente?
G.G.M: El concepto de influencia es un problema para los críticos. Yo no lo tengo
muy claro, no sé exactamente lo que quieren decir. Considero que influencia
fundamental en mi literatura es La metamorfosis de Kafka, aunque no sé si los
críticos al analizar mi obra encuentran una influencia directa incorporada en los
libros. Yo recuerdo el momento en que compré el libro y cómo a medida que lo iba
leyendo me iban dando muchos de seos de escribir. De esa época —por el año 1946,
cuando terminé el bachillerato— vienen mis primeros cuentos. Probablemente una
vez que le diga esto al crítico —ellos no tienen un detector, necesitan que el propio
autor le dé ciertos elementos— encuentre la influencia. Pero, ¿qué clase de
influencia? Me hizo dar ganas de escribir. Influencia decisiva, y eso tal vez se note
más, es Edipo rey. Es una estructura perfecta donde el investigador descubre que él
mismo es el asesino; una apoteosis de perfección técnica. La de Faulkner lo han
dicho todos los críticos. Yo lo acepto, pero no como lo creen ellos, que lo ven como
un autor que lee Faulkner, lo asimila, se siente impresionado y consciente o
inconscientemente, trata de escribir como él. Eso es más o menos lo que yo
entiendo, rudimentariamente, como una influencia. La que yo reconozco de
Faulkner es completamente distinta. Nací en Aracataca, región bananera donde
estaba la United Fruit Company. Es en esa región en la que la Fruit Company
construye pueblos, hospitales, sanea ciertas zonas; donde me crío y tengo mis
primeras experiencias. De pronto, muchos años después, leo a Faulkner y
encuentro cómo todo ese mundo —el de la gente del Sur de los Estados Unidos del
que él habla— se parece al mundo mío, que está hecho por la misma gente.
Además, cuando después viajo por el Sur de los Estados Unidos compruebo —en
esos caminos polvorientos y calurosos, en la misma vegetación, en los árboles, en
las mansiones— la analogía de los dos mundos. No hay que olvidar que Faulkner de
algún modo es un autor latinoamericano. Su mundo es el del Golfo de México. Lo
que yo he encontrado son afinidades de experiencias, que no son tan disparatadas,
como podría parecer a primera vista. Bueno, ese tipo de influencia, por supuesto
que sí, pero es muy distinta a la que señalan los críticos.
R.G: Otros hablan de Borges, Carpentier, y creen ver la misma línea telúrica y
mitológica de Rómulo Gallegos, Evaristo Carrera Campos, Asturias...
G.G.M: Que siga o no la misma línea telúrica..., no sé. Es el mismo mundo, la
misma América Latina, ¿verdad? Borges y Carpentier, no. Los leí cuando estaba
bastante adelantado escribiendo. Es decir lo que he escrito lo hubiera hecho de
todas maneras sin Borges y sin Carpentier, pero no sin Faulkner, o lo hubiera
escrito de otro modo si no lo hubiera leído. Creo también que a partir de un cierto
momento he recorrido un camino en el que buscando mi propio lenguaje,
purificando el trabajo, he tratado de eliminar la influencia de Faulkner, que la hay
mucho en La hojarasca, pero ya no en Cien años de soledad. No me gusta, además,
hacer esta clase de análisis. Mi posición es la de creador, no la de crítico. No es mi
oficio, no es mi vocación, no me siento fuerte.
R.G: ¿Qué libros lees ahora?
G.G.M: No leo prácticamente nada, ya no me interesa. Leo reportajes y memorias
la vida de hombres que han tenido poder, memorias y confidencias de secretarias,
aunque sean falsas— como interés profesional para el libro que estoy haciendo. Mi
problema es que soy —y siempre he sido— muy mal lector. Donde un libro aburre
ahí lo dejo. No leo ni por respeto, ni por devoción, ni por obligación. Cuando niño
empecé a leer Quijote, me aburrió, lo dejé por la mitad. Después lo volví a leer y
releer pero porque me gustó, no por ser un libro obligatorio. Ese ha sido mi método
de lectura y al escribir tengo el mismo concepto. Estoy siempre con el terror de cuál
es la página en la que el lector se va aburrir y va a tirar el libro. Trato entonces de
que no se aburra y que no me haga lo mismo que hago a los otros. Las únicas
novelas que leo ahora son las de mis amigos porque me interesa saber que están
haciendo, pero no por un interés literario. Durante muchas sañas leí, devoré,
muchas novelas, sobre todo las de aventuras donde pasan muchas cosas, pero
nunca tuve un método de lectura. Como no tenía medios económicos para comprar
libros leía lo que me caía en las manos, libros que me prestaban mis amigos que
eran casi todos profesores de literatura o gentes que estaban en esto. Lo que
siempre leí, casi más que novelas, es poesía. En realidad empecé por la poesía,
aunque no he escrito poesía en verso, y siempre trato de buscar soluciones poéticas.
Creo que mi última novela es un larguísimo poema sobre la soledad de un dictador.
R.G: ¿Te interesa la poesía concreta?
G.G.M: Ya perdí de vista la poesía. No sé exactamente por dónde van, qué están
haciendo, o qué quieren hacer los poetas. Pienso que es importante que se hagan
toda clase de experimentos y que se busquen nuevos caminos de expresión, pero es
muy difícil juzgar algo en el proceso de experimentación. A mí no me interesan. Los
medios de expresión que quería tener ya los tengo resueltos y no me puedo meter
ahora en otras cosas.
R.G: Has mencionado que siempre escuchas música...
G.G.M: Me gusta mucho más que todas las demás manifestaciones del arte, aún
más que la literatura. Cada día que pasa la necesito más y tengo la impresión de
que actúa en mí como una droga. Cuando viajo siempre llevo conmigo una radio
portátil con auriculares y tengo el mundo medido por los conciertos que puedo
escuchar; de Madrid a San Juan de Puerto Rico se oyen exactamente las Nueve
Sinfonías de Beethoven. Recuerdo que viajando con Vargas Llosa en tren por
Alemania —un día de mucho calor y que estaba de muy mal humor—, en un
momento, tal vez inconsciente, me aislé para escuchar música. Mario me dijo
después: “es increíble, te ha cambiado el humor, te has tranquilizado.” En
Barcelona, donde tengo la oportunidad de tener un equipo completo, me ha
pasado, en días en que estaba muy deprimido, de escuchar música desde las dos de
la tarde hasta las cuatro de la mañana sin moverme. Mi pasión por la música es
como un vicio secreto del que casi nunca hablo. Forma parte de lo más profundo de
mi vida privada. Yo, que no tengo ningún apego a los objetos —los muebles y cosas
de la casa no los considero míos sino de mi mujer y de mis hijos—, lo único que
quiero son los aparatos de música. La máquina de escribir la necesito, pero por mí
la tiraría. Tampoco tengo biblioteca. Libro leído lo tiro, lo voy dejando por todas
partes.
R.G: Volviendo a esa declaración donde dices: “tengo ideas políticas firmes”.
¿Cuáles son esas ideas políticas?
G.G.M: Creo que el mundo debe ser socialista, va a serlo, y tenemos que ayudar
para que lo sea lo más pronto posible. Pero estoy muy desilusionado con el
socialismo de la Unión Soviética. Ellos llegaron a esa forma del socialismo por
experiencias y condiciones particulares y tratan de imponer a otros países su propia
burocratización, autoritarismo y falta de visión histórica. Eso no es socialismo y es
el gran problema de este momento.
R.G: Con motivo del encarcelamiento y “confesión” firmada del poeta cubano
Heberto Padilla, intelectuales internacionales —que siempre habían apoyado la
Revolución Cubana— enviaron, en un mes, dos cartas de protesta a Castro. Después
de la primera carta —que tú también firmaste—, Castro, en su discurso del 1 de
mayo, dijo que se trataba de “intelectuales seudorrevolucionarios que desde los
salones de París tratan de juzgar la revolución”, y que “la revolución no necesita el
apoyo de burgueses traficantes de intrigas”. Según comentaron las agencias
internacionales eso indicaba una ruptura de los intelectuales con el régimen
cubano. ¿Cuál es tu posición?
G.G.M: Cuando todo eso salió a luz, las agencias internacionales y los periódicos
colombianos, naturalmente, empezaron a presionarme para que diera mi opinión,
porque de alguna manera yo estaba metido en eso. No quise hacerlo hasta no tener
una información completa y poder leer las versiones taquigráficas de los discursos.
No podía opinar en materia tan grave en base a los montajes de las agencias
informativas. Además, yo ya sabía en ese momento que venía a la Universidad de
Columbia a recibir el Doctorado en Letras. Eso se prestaba a que quien no estuviese
en antecedentes de que se trataba de una decisión anterior pensara en que venía a
los Estados Unidos porque había roto con Castro. Por eso hice una declaración a la
prensa, para que quedara completamente clara mi posición con respecto a Castro,
al doctorado y a mí venida a los Estados Unidos después de 12 años que se me
niega la visa.
(Recopilación de las declaraciones de García Márquez a la prensa
de Colombia, 29 de mayo de 1971.)
... La Universidad de Columbia no es el gobierno de los Estados
Unidos, y es en cambio un reducto del inconformismo, de la
honradez intelectual y de los tiradores de piedras que han de
aniquilar el sistema decrépito de su país. Yo entiendo que esta
distinción se me otorga, primordialmente, por ser escritor, pero
quienes me la otorgan no ignoran que soy un enemigo infinito del
orden imperante en los Estados Unidos... Es bueno que se sepa que
estas decisiones sólo las consulto con mis amigos, y en especial con
los choferes de taxis de Barranquilla, que son los campeones del
sentido común... El conflicto de un grupo de escritores
latinoamericanos con Fidel Castro es un triunfo efímero de las
agencias de prensa. Tengo aquí los documentos relacionados con el
asunto, inclusive la versión taquigráfica del discurso de Fidel
Castro, y aunque en efecto hay algunos párrafos muy severos,
ninguno de ellos se presta a las interpretaciones siniestras que les
dieron las agencias internacionales. Por cierto que se trata de un
discurso en el que Fidel Castro hace planteamientos fundamentales
en materia cultural, pero los corresponsales extranjeros no dijeron
nada de eso, sino que escogieron con pinzas y ordenaron como les
dio la gana algunas frases sueltas, para que pareciera que Fidel
Castro decía lo que en realidad no había dicho... Yo no firmé la
carta de protesta porque no era partidario de que la mandaran. En
realidad, yo creo que esos mensajes públicos son inútiles para los
fines que uno se propone, y en cambio, muy útiles para la
propaganda enemiga... Sin embargo, en ningún momento pondré
en duda la honradez intelectual y la vocación revolucionaria de
quienes firmaron la carta, entre los cuales se encuentran algunos
de mis mejores amigos... Cuando los escritores queremos hacer
política, en realidad no hacemos política sino moral, y esos dos
términos no son siempre compatibles. Los políticos, a su vez, se
resisten a que los escritores nos metamos en sus asuntos y por lo
general nos aceptan cuando les somos favorables, pero nos
rechazan cuando les somos adversos. Pero esto no es una
catástrofe. Al contrario, es una contradicción dialéctica muy útil,
muy positiva, que ha de continuar hasta el fin de los hombres,
aunque los políticos se mueran de rabia y aunque a los escritores
les cueste el pellejo... El único asunto que queda pendiente es el del
poeta Heberto Padilla. Yo, personalmente, no logro convencerme
de la espontaneidad y la sinceridad de la autocrítica de Padilla. No
entiendo cómo es posible que en tantos años de contacto con la
experiencia cubana, viviendo el drama cotidiano de la revolución,
un hombre como Heberto Padilla no hubiera tomado la conciencia
que tomó en la cárcel de la noche a la mañana. El tono de su
autocrítica es tan exagerado, tan abyecto, que parece obtenido por
métodos ignominiosos. Yo no sé si de veras Heberto Padilla le está
haciendo daño a la revolución con su actitud, pero su autocrítica sí
se lo está haciendo, y muy grande. La prueba de ello está en el
despliegue que la prensa enemiga de Cuba le ha dado al texto
divulgado por Prensa Latina... Si de veras hay un germen de
stalinismo en Cuba lo vamos a saber muy pronto, porque lo va a
decir el propio Fidel Castro... En 1961 hubo una tentativa de
imponer métodos stalinistas, y el propio Fidel Castro lo denunció
en público y lo extirpó en su embrión. No hay ningún motivo para
pensar que ahora no ocurriría lo mismo, porque la vitalidad de la
Revolución Cubana, su buena salud, no pueden haber disminuido
desde entonces... Por supuesto que no rompo [con la Revolución
Cubana]. Más aún: de los escritores que protestaron por el caso
Padilla, ninguno ha roto con la Revolución Cubana, hasta donde yo
sé. El .propio Mario Vargas Llosa hizo esa advertencia en una
declaración posterior a su famosa carta, pero los periódicos la
relegaron al rincón de las noticias invisibles. No: la Revolución
Cubana es un acontecimiento histórico fundamental en la América
Latina y en el mundo entero, v nuestra solidaridad con ella no
puede afectarse por un tropiezo en la política cultural, aunque ese
tropiezo sea tan grande y tan grave como la sospechosa autocrítica
de Heberto Padilla...
R.G: ¿Se están cumpliendo con la Revolución Cubana las aspiraciones de los
intelectuales?
G.G.M: Lo que creo que es muy grave es que los intelectuales tenemos la
tendencia a protestar y a reaccionar exclusivamente cuando nos afecta a
nosotros, pero no hacemos nada si le pasa lo mismo a un pescador o a un
cura. Lo que hay que hacer es ver el fenómeno integral de la revolución, ver
cómo los aspectos positivos pesan, infinitamente, sobre los negativos. Claro,
esas manifestaciones como las del caso Padilla son peligrosísimas, pero son
obstáculos que creo no serán difíciles de eliminar. Si no se puede sería
doloroso porque todo lo que han hecho —en alfabetización; educación,
independencia económica— es irreversible y durará mucho más que Padilla y
Fidel. Esa es mi posición y de ahí no me muevo. No estoy dispuesto a echar a
la basura una revolución cada diez años.
R.G: ¿Estás de acuerdo con el socialismo del Frente Popular Chileno?
G.G.M: Yo ambiciono que toda la América Latina sea socialista, pero ahora la
gente está muy ilusionada con un socialismo pacífico, dentro de la
constitución. Todo eso me parece muy bonito electoralmente, pero creo que
es totalmente utópico. Chile está abocado a un proceso violento muy
dramático. Si bien el Frente Popular va avanzando —con inteligencia y mucho
tacto, a pasos bastante rápidos y firmes— llegará un momento en que encontrará un muro que se le opone seriamente. Los Estados Unidos por ahora no
están interfiriendo, pero no van a cruzarse de brazos. No van a aceptar de
verdad que sea un país socialista. No lo van a permitir, no nos hagamos
ilusiones.
R.G: ¿Es que sólo ves la solución en la violencia?
G.G.M: No es que yo la vea como una solución, pero creo que ese muro, en un
momento, sólo se podrá franquear con violencia. Desgraciadamente creo que
es inevitable, que será así. Pienso que lo que está sucediendo en Chile es muy
bueno como reforma, pero no como revolución.
R.G: Refiriéndote a la penetración cultural imperialista, has dicho en la
entrevista a Jean-Michel Fossey, que los Estados Unidos tratan de atraer a los
intelectuales dando becas y creando organismos donde se hace mucha
propaganda.
G.G.M: Creo, pero a fondo a fondo, en el poder corruptor del dinero. Si a un
escritor, sobre todo en sus comienzos, se le da una beca o una subvención —
venga de los Estados Unidos, de la Unión Soviética o de Marte— de alguna
manera lo compromete. Por gratitud, o inclusive para demostrarse que no lo
han comprometido, esa ayuda está afectando su trabajo. En los países
socialistas todavía es mucho más grave porque se supone que el escritor es un
trabajador del Estado. Ese ya es el mayor compromiso de su independencia.
Si escribe lo que quiere, o lo que siente, corre el riesgo de que un funcionario
(seguramente un escritor fracasado) decida si eso se puede publicar. Por eso
pienso que mientras el escritor no pueda vivir de sus libros debe hacerlo de
trabajos marginales. En mi caso ha sido el periodismo y la publicidad, pero
nunca nadie me pagó para escribir.
R.G: Tampoco aceptaste el cargo de cónsul de Colombia en Barcelona.
G.G.M: Siempre me negué a ser funcionario público, pero ese puesto lo
rechacé porque no quiero representar ningún gobierno. Creo haber dicho en
una entrevista que a la América Latina le basta con un Miguel Ángel Asturias.
R.G: ¿Por qué dices eso?
G.G.M: Su conducta personal es un mal ejemplo. Es Premio Nobel, Premio
Lenin, y se va a París de embajador de un gobierno reaccionario como es el de
Guatemala. Un gobierno que está peleando contra guerrillas que representan
todo lo que él dijo representar durante toda su vida. Creo que ese paso de
reconciliación con el gobierno fue para conseguir el Premio Nobel. Al aceptar
la embajada de un gobierno reaccionario, el imperialismo ya no lo ataca
porque es juicioso, y la Unión Soviética tampoco porque es Premio Lenin. Se
me ha preguntado últimamente qué opino de que Neruda sea embajador. Yo
no he dicho que el escritor no debe ser embajador —aunque yo nunca lo
seré—, pero no es lo mismo representar al gobierno de Guatemala que al
Frente Popular chileno.
R.G: Ya te habrán preguntado muchas veces cómo es que vives en España, un
país con esa dictadura.
G.G.M: Si yo tuviera que estar de acuerdo con los regímenes de los países en
que vivo, ya casi no me quedaría ninguno donde vivir. Por fortuna, un país es
mucho más que su gobierno. España, bajo cualquier régimen, ha sido y
seguirá siendo siempre uno de los países más apasionantes del mundo.
Además, yo creo si un escritor tiene que escoger para vivir entre el cielo y el
infierno, escogerá el infierno: hay mucho más material literario.
R.G:
También
hay
infierno
—y
dictadores—
en
América
Latina.
G.G.M: Es bueno que aclare esto. Yo tengo 43 años y he pasado tres en
España, uno en Roma, dos o tres en París, siete u ocho en México y el resto en
Colombia. No he dejado de vivir en una ciudad para irme a otra. Es peor que
todo eso. No vivo en ninguna parte, lo que ya es un poco angustioso. Además,
no estoy de acuerdo con esa idea que ha surgido —tan comentada últimamente— de que los escritores viven en Europa para darse la gran vida. No es
así. Uno no anda buscando eso, el que la quiere la encuentra en cualquier
parte, y muchas veces se vive muy difícilmente. Pero no me cabe la menor
duda de que es muy importante para un escritor latinoamericano tener en
determinado momento la perspectiva de la América Latina desde Europa.
Para mí el ideal sería poder ir y venir, pero 1) es muy caro y 2) tengo la
limitación del avión que me molesta mucho..., aunque vivo metido en los
aviones. La verdad es que en este momento me da lo mismo vivir en cualquier
parte. Siempre encuentro gente que me interesa, ya sea en Barranquilla,
Roma, París o Barcelona.
R.G: ¿Por qué no Nueva York?
G.G.M: A Nueva York se debe la limitación de mi visa. Viví en esta ciudad en
1960 como corresponsal de Prensa Latina, y aun que no hice nada fuera de
ser corresponsal —recoger información y mandarla— cuando salí para ir a
México me retiraron la tarjeta de residente y me pusieron en el “black book”.
Cada dos o tres años la he vuelto a pedir pero siguieron negándomela
automáticamente. Ahora me han dado la visa múltiple. Creo que era más bien
un problema burocrático. Nueva York, como ciudad, es el gran fenómeno del
siglo xx, y por eso termina por ser una limitación en la vida de uno no poder
venir, aunque sea por una semana, todos los años, pero no creo que tenga
nervios para vivir en ella porque me resulta abrumadora. Los Estados Unidos
es un país extraordinario, porque un pueblo que hace semejante aparato
como es esto y como es el resto del país —que no tiene nada que ver con el
sistema y con el gobierno— puede hacerlo todo. Creo que son los que harán
una revolución socialista grande, y buena, además.
R.G: ¿Qué puedes comentar sobre el título que te ha otorgado la Universidad
de Columbia?
G.G.M: No logro convencerme... Lo que me tiene absoluta mente perplejo y
me desconcierta no es ni el honor ni el homenaje -si bien esas cosas puedan
ser ciertas- sino que una universidad como Columbia decida escogerme a mí
entre 12 hombres del mundo entero. Lo último que esperaba en este mundo
era un doctorado en letras. Mi camino ha sido siempre antiacadémico (no me
gradué de la universidad de derecho para no ser doctor) y de pronto me
encuentro en la mata de la academia. Pero es algo que no se parece en nada a
mí, está fuera de mi camino. Es como si le dieran el Premio Nobel a un torero.
Mi primer impulso fue no aceptarlo, pero prácticamente tuve un plebiscito de
amigos y nadie podía entender por qué motivos iba a rechazarlo. Podría haber
expuesto motivos políticos, pero no hubieran sido reales porque todos
sabemos, y lo escuchamos en los discursos, que no es el imperialismo el
sistema imperante en la universidad. El aceptarlo no constituía entonces un
compromiso político con los Estados Unidos y no había ni para qué hablarlo.
Era más bien una cuestión moral. Yo continuamente reacciono contra las
solemnidades —soy del país más solemne del mundo— y me preguntaba:
“¿Qué hago yo en una academia de letrados con toga y birrete?” A insistencia
de mis amigos acepté el título doctor honoris causa y ahora me alegra
muchísimo, no sólo el haberlo aceptado sino que además sea para mi país, y
para la América Latina. Todo ese patriotismo que uno dice no importarle llega
un momento en que si tiene importancia. En estos últimos días, y más aún
durante la ceremonia, pensaba en las cosas raras que me suceden. Llegó un
momento en que pensé que así debe ser la muerte. . ., es algo que sucede
cuando uno menos lo espera, algo que no tiene nada que ver con uno. En este
momento también me han ofrecido hacer una edición de mis obras
completas, pero me niego rotundamente a eso mientras viva porque siempre
me ha parecido un homenaje póstumo. En la ceremonia tenía la misma
sensación, que esas cosas le suceden a uno después de muerto. El tipo de
reconocimiento que yo he querido y que aprecio es el de la gente que me lee y
que me habla de mis libros, pero no con admiración o fervor, sino con cariño.
De la ceremonia en la universidad lo que real mente me llegó, y no te
imaginas en qué forma, fue cuando en la procesión de regreso, los
latinoamericanos que prácticamente habían tomado el campus, muy
discretamente salieron al camino v me decían: “Arriba la América Latina.”
“Adelante, América Latina.” “Empuja la América Latina.” En ese momento,
por primera vez, me conmoví y me alegré de haber aceptado.
Bibliografía
http://www.literatura.us/garciamarquez/guibert.html
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