Auffray Una madre ejemplar

Anuncio
Margarita Bosco: Una Madre Ejemplar
A Auffray SDB
PREFACIO1
A pedido de numerosos lectores de nuestra “Vida del B. Don Bosco”, hemos sacado de ella
las páginas en que aparecía la atrayente figura de la madre del Santo, Mamá Margarita.
Pero, si en dicha biografía, nuestra pluma se detuvo con complacencia sobre los métodos
de educación de esa mujer admirable, esbozó apenas el papel representado por ella en la
obra naciente del Beato. El librito, que hoy presentamos al público, llena ese vacío.
Los capítulos nuevos que encontrará el lector –más o menos la mitad- han sido copiados
de las “Scene morali di famiglia”, del P. Lemoyre, escritas con los recuerdos de Don Bosco
y casi dictadas por él, y que nos dan un retrato de cuerpo entero de ese modelo de madre.
En esta hora en que la célula social, la familia, está expuesta a los asaltos del mundo, de la
literatura, de la legislación; en estos momentos también en que muchas madres olvidan o
descuidan los deberes esenciales de su cargo, hemos pensado que no debía dejarse
perder semejante ejemplo: al lado, o mejor dicho, por encima de las teorías, nada supera a
una lección de vida, dada por un gran corazón.
Confiamos en que estas páginas fortalecerán a algunas madres en la alta idea que deben
tener de su misión; sostendrán el esfuerzo de las que estuvieren a punto de desalentarse
en el rudo trabajo de la formación de sus hijos; enseñarán a algunas la mejor manera de
proceder para encarrilar y mantener en el camino del deber las almas de sus pequeños;
abrirán quizás los ojos a algunas otras que no pensaban en la sublime tarea que les
incumbía. A todas les demostrarán las repercusiones lejanas de la primera educación. El
Beato Don Bosco, ese hombre de las creaciones maravillosas, ese educador insigne, ese
santo de vida tan atrayente ¿hubiese sido lo que fue con otra madre? Cabe dudarlo.
Tomad pues este libro: leedlo, releedlo, prestadlo, hacedlo circular, dadlo de regalo; con él
penetrará el espíritu del evangelio en nuestros hogares, para consolidarlos o rehacerlos.
¿Quién no siente que, en medio de la crisis moral por que atravesamos, la obra urgente es
la restauración religiosa de la familia, base de la raza y de la nación?
A todas las mujeres de la Acción Católica que sienten en su corazón el deseo de ser
“madres de una raza santa”, ofrecemos este modelo de energía, abnegación y espíritu
cristiano en la educación de sus hijos.
Una verdadera joven cristiana
Capriglio es un encanto de aldeíta piamontesa, prendida en la ladera de una de ls múltiples
colinas que rodean la llanura de Monferrato. Forman un verdadero rosario estos villorrios
cuyas casitas se desparraman como gigantes cuevas de topos, surgiendo del sueño a
escasa distancia una de otras. En estas ondulaciones maduran los grandes vinos de Italia,
pues nos hallamos en pleno país de Asti. Quinientas a seiscientas almas pueblan la aldea,
muy desparramada: aunque la mayoría de las casas se agazapan en torno de la iglesia, hay
granjas y quintas que distan media hora de la parroquia.
En este rincón de verdes arboledas, en este oasis de paz y de silencio, aislado de todos los
grandes caminos, nació, el 1º de abril de 1788, la pequeña cuya historia pasamos a
relatar.
1
De la edición francesa de 1931.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
1
En la pila bautismal, adonde, según es costumbre en el católico Piamonte, la llevaron el
mismo día del nacimiento, recibió el nombre de Margarita; Margarita Occhienna, hija de
Melchor Occhienna de Dominga Bossone.
Sus padres eran campesinos acomodados, que contaban a la sazón con dos hijos, y
tuvieron después otros dos.
Los ejemplos que de ellos recibió fueron excelentes, a juzgar por algunos rasgos de su
juventud que, después de su muerte, sesenta años más tarde, contaba su hijo. Esos
hechos demuestran una fuerza de voluntad poco común, una “habilidad de espíritu”
particular y, sobre todo, una vigilancia del corazón muy cristiana.
Cuando llega la primavera, toda esa región del Monferrato es un encanto: las colinas se
cubren de tupidas frondas o despliegan sus pámpanos las viñas, mientras en los estrechos
vallecitos verdean las praderas donde pace el ganado.
En todas direcciones hay paseos que solicitan la impaciencia de la juventud. A menudo, los
domingos por la tarde las amigas de Margarita, almas ligeras y disipadas, trataban de
asociarla a su pandilla bulliciosa.
-No, gracias, no insistan.
-¿Por qué?
_Prefiero quedarme con mis padres.
-Un paseíto no hace mal nunca.
-Si ya lo di esta mañana, al ir a Misa; cuatro kilómetros, ida y vuelta, es bastante.
Y dejaba partir a esa cabecitas huecas...
A veces, la audacia de éstas llegaba aún más lejos. En aquellos tiempos, las fiestas
lugareñas atraían ya a la juventud de las aldeas vecinas, que acudían en grupos, sobre
todo para el baile. Este se celebraba generalmente en la plaza del pueblo, y dos o tres
músicos alquilados para la circunstancia, se encargaban de dar animación a los bailarines,
hasta entrada la noche, y más también. El peligro de semejantes diversiones puede ser
grave; ¿no podría decirse otro tanto de la vuelta de esa juventud, de noche, por caminos
desiertos y oscuros? Las jóvenes juiciosas de Capriglio lo sentían instintivamente y se
abstenían; pero, en cada nueva ocasión, las buenas amiguitas volvían a la carga. Bien
acicaladas como convenía a las circunstancias se detenían frente a la casa de Occhienna.
-¿Y, Margarita, vienes esta vez?
-¿A dónde corren tan arregladas?
-A Buttigliera, donde hay fiesta.
-Ya conozco esas fiestas: no me llaman la atención.
-Vamos a bailar, habrá música y nos divertiremos en grande.
-No, gracias.
-Pero, ¿por qué?
-Si se los digo, se van a enojar.
-Dilo.
-Pues bien, quien quiera divertirse en compañía del diablo no podrá pretender un día ser
feliz en compañía de Jesucristo.
Y Margarita plantaba a sus compañeras, tan desencantadas que, ciertos días, se volvieron
algunas derecho a casa.
¡Era una linda muchacha esta piamontesita! El aire puro del campo, las faenas rurales, una
alimentación sobria pero sana, daban a sus mejillas y a toda su persona ese aspecto de
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
2
salud, esa frescura que subrayan el encanto de la juventud. Eso solo debía atraerle
simpatías.
Pero además era juiciosa. Se destacaba entre todas por una virtud francamente simpática,
alegre, abierta, sin artificio. A esta virtud algunos la envidiaban; otros la habrían querido
comprometer. Y he aquí por qué, cada domingo, en el momento de salir para la segunda
Misa, a la cual acudía sola, pues, sus padres habían asistido a la primera, ella encontraba
a dos pasos de su casa un grupo de jóvenes que pretendían acompañarla hasta la iglesia.
Nada podía desagradarle más. Pero ¿cómo librarse de estos inoportunos? Se le ocurrió
una idea: partió para la iglesia mucho antes de la hora y su compañía acostumbrada,
cansada de aguardarla, volvió a su casa o cariacontecida se dirigió al templo. Pero el juego
fue descubierto y de nuevo los molestos se instalaron a la puerta de la casa de Margarita
una media hora antes de su marcha. ¿Qué hacer? Comenzó contestando amenamente a
los saludos de estos muchachos y luego, con paso muy suelto y hasta precipitado, se
apresuró en su camino hacia la iglesia. Durante los primeros minutos los jóvenes siguieron
sus pasos, pero como cuanto más adelantaba ella tanto más ellos alargaban sus trancos,
sucedió que los campesinos, un tanto pesados y además enfundados en sus trajes
domingueros, comenzaron a resoplar como fuelles para conservársele a la par. A poco
comprendieron que, corriendo así detrás de la joven (que por lo demás reía de ellos, a
hurtadillas), desempeñaban el papel de tontos y abandonaron la partida.
El regreso de la iglesia era cosa más fácil. Margarita volvía en compañía de una viejita
célebre por sus reflexiones como latigazos y sus aceradas respuestas. Con ella no había
temor. Su presencia constituía el escudo más seguro.
Se ha comprendido que esta niña era tan traviesa como virtuosa. Tampoco era miedosa.
Aquel año, una nueva ofensiva del enemigo había atraído por toda la región de Asti
destacamentos de tropas austriacas que naturalmente vivían a expensas de los
campesinos. Una tarde de octubre, Margarita estaba disponiendo en el harnero para
hacerlas secar allí, las espigas de maíz cosechadas la víspera, cuando a dos pasos de su
casa surgió un pelotón de caballería. Se apearon los hombres en el campo vecino y
soltaron sus caballos que, atraídos por el olor del maíz fresco, se precipitaron sobre él.
Ante este espectáculo, Margarita no pudo contenerse: se metió entre la caballada, y con
gritos y palmadas trata de espantarla; pero el maíz era por demás sabroso, y los jamelgos
seguían sin inmutarse su merienda, ante la mirada socarrona de las tropas. Volviéndose
entonces hacia los soldados, la joven los increpó en su dialecto, abochornándolos con su
indisciplina y tratándolos duramente; estos, que no entendían ni una palabra de piamontés
se divertían sobremanera al ver la furia de la paisana. Margarita comprendió entonces que
debía manejárselas sola; empuñando la horquilla de pasto, cayó en medio de los caballos,
golpeándolos primero con el cabo y luego con los dientes, en las ancas y en los hocicos de
los animales, hasta poner fin al improvisado banquete.
Ante el desparramo de los caballos por el campo, salieron los soldados de su plácida
satisfacción, y corrieron hasta atarlos, sólidamente por cierto, a los árboles vecinos, que
era lo que les correspondía haber hecho desde un principio; pero nunca se imaginaron que
una campesina de dieciséis años sería capaz de hacer frente a la invasión de su
hambrientos animales.
Era no conocerla.
Los años se suceden y no se parecen
Esta joven que se nos presenta tan lista y a la vez tan prudente, tan piadosa y tan valiente, no
pensaba e su rincón perdido de Capriglio sino en vivir como había vivido hasta ese día. Se veía muy
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
3
bien creciendo, entrando en años y envejecer en medio de los suyos, atenta a su salud y
necesidades, rodeando de cálido afecto a los sobrinitos que el cielo enviaría probablemente a sus
hermanas y hermanos. Ninguna ambición albergaba ese corazón de cristiana, sino la de proseguir
oscuramente esa vida de trabajos, regulados por el manejo de la casa y la marcha de las cuatro
estaciones. Pero el cielo había dispuesto de distinta manera.
El mundo cambia poco; hace un siglo, en las remotas campiñas piamontesas, los muchachos
juzgaban a las jóvenes lo mismo que hoy en día. Las muchachas disipadas, aturdidas, propensas a
las diversiones sirven para entretener, se aceptan como compañeras de placer, para ocupar las
horas de descanso forzoso, pero nunca se busca entre ellas a la esposa, por temor de labrarse su
propia desgracia.
En Murialdo, la aldea más próxima, un buen muchacho, llamado Francisco Bosco, había quedado
viudo el año anterior; casado muy joven, a los dieciocho años, había tenido un chico que, en 1812,
tenía ya ocho años. La preocupación, que le ocasionaba ese pobre huerfanito, se veía redoblado por
el estado de la anciana abuela inválida. Poseía algunas hectáreas al sol, tres animales en su establo
y dos sirvientes, pero la madre, la dueña de casa hacía demasiada falta en esa humilde cabañuela
de los Becchi, vecina de Murialdo. Resolvió volver a casarse. Por lo demás, se lo aconsejaban
vivamente, murmurando un nombre al oído, pues la virtud y la capacidad de Margarita Occhienna no
habían quedado encerradas dentro de los límites de su aldea. Hasta más allá de Capriglio se citaba
como una perla rara a esta joven de veintitrés años. Además la gente se visitaba de una aldea a otra
y Francisco Bosco había podido comprobar por sus propios medios que en lo referente a esta
criatura la realidad igualaba, cuando menos, a la fama.
Un día pidió su mano.
Consultada, Margarita comenzó por rehusar. No se creía hecha para ese estado de vida. Pero su
padre la aconsejó: el partido era excelente; Francisco era un cristiano completo y poseía algún bien;
su madre enferma era la mejor de las ancianas, dulce y resignada como ninguna; en cuanto al niño,
darle pronto una madre era hacerle una obra de caridad.
Margarita aceptó estas razones. Su corazón compasivo se conmovió ante el niñito que crecía sin
madre y ante esa pobre anciana, la cual ciertamente carecía de tantos cuidados y aceptó. Y el 6 de
junio de 1812, en la iglesia de Capriglio, unió su corazón al de Francisco Bosco.
La víspera, según la tradición local, hubo alrededor de la casa explosión de cohetes, fuegos de
salva, farándulas conducidas por un violinista de ocasión, mucha alegría ruidosa; pero la mañana
del matrimonio, al pie de los santos altares, rodeados por sus parientes y amigos y en el silencio de
la humilde iglesia, había tan sólo dos cristianos conscientes de la gravedad de los juramentos que
iban a cambiar y pidiendo a la Eucaristía la fuerza necesaria para aceptar y cumplir los deberes de
su nuevo estado.
Esa misma tarde, los esposos Bosco se radicaron en los “Becchi”, grupos de casas dependientes de
la aldea de Murialdo y de la comuna de Castelnuovo.
Esta aglomeración desparrama sus ocho o diez luces en la cumbre de una de esas pequeñas
colinas que ondulan el valle del Po desde Chieri. Algunas casitas de labradores, una residencia
bastante opulenta, algunos prados descendiendo las pendientes, un horno común y, por todas
partes por donde se extendía la mirada, una aglomeración de colinas cubiertas de bosques en cuyas
espesuras se refugiaban los desertores de Napoleón: tal era la imagen del villorrio. Enfrente y como
un dedo erguido hacia el cielo, dominaba el paisaje el campanario de Buttigliera, sobre una lengua
de terreno que cierra el horizonte hacia el este.
En este marco encantador, Margarita Bosco conoció cinco años de felicidad pura. El cielo bendijo su
unión y le envió dos hijos: José nació el 8 de abril de 181 y Juan vino al mundo el 16 de agosto de
1815. este último, cuya historia durante cuarenta años se mezclara con la de la madre, será el
fundador de la gran familia salesiana, un santo, el Bienaventurado Juan Bosco.
Toda esta nidada de honrados corazones vivía, pues, feliz sobre este rincón de tierra piamontesa,
testigo de sus afanes cotidianos, cuando brutalmente la desgracia vino a despeñarse sobre el
hogar.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
4
Un atardecer de mayo y después de una ruda jornada de trabajo que lo había hecho transpirar
abundantemente, Francisco Bosco cometió la imprudencia de penetrar en el sótano del propietario
vecino, en cuya casa trabajaba. Salió de allí con una neumonía violenta, que en cuatro días lo llevó a
la tumba. Fue el más lejano y doloroso recuerdo de infancia del pequeño Juan. Más tarde, a los
treinta años del suceso, todavía lo recordaba. En las noches de verano, cuando, rodeado por los
primeros chicos de su patronato de Turín, evocaba delante de ellos su más tierna niñez, más d una
vez se le oyó relatar la terrible escena: “No tenía aún dos años cuando murió mi papá –decía- y no
recuerdo sus rasgos. Sólo recuerdo estas palabras de mi madre: “Ya no tienes padre, Juancito”.
Todo el mundo salía de la cámara mortuoria, pero yo me obstinaba en permanecer allí. “Ven, Juan,
ven”, insistía mi madre tiernamente. “Si papá no viene yo no quiero irme”, respondía. “Vamos, hijo:
ya no tienes padre”. Y con estas palabras la santa mujer, estallando en sollozos me arrastraba. Yo
lloraba porque ella lloraba, pues, ¿qué puede comprender un niño de esa edad? Pero esa frase: “Ya
no tienes padre, Juancito”, me ha quedado en la memoria. Desde este primer dolor y hasta la edad
de cinco años no tengo otro recuerdo de mi infancia.
Una madre que conoce su oficio
Desaparecido el jefe de la familia, su viuda empuñó las riendas de la dirección y pudo verse qué
mujer superior era esa aldeana sin letras pero cuya fe valía por todas las experiencias. El trabajo de
sus brazos, su valor, su buen humor y su confianza en Dios hicieron marchar la casa como en
tiempos de su marido. Su suegra, enferma y casi clavada en el lecho, recibió todos los cuidados y
presidió el humilde hogar como la abuela más venerada; sus hijos, sus tres hijos, entre quiénes no
hacía diferencia aun cuando el primero fuera de otro matrimonio, fueron criados con dulzura y
firmeza en el ejercicio de las virtudes cristianas por esta madre admirable que, desde los
veintinueve hasta los cuarenta y cinco años, no tuvo un momento de reposo hasta tanto no vio a
cada uno bien encaminado.
Esta pobre piamontesa poseía el sentido innato de la educación. Nada ni nadie, ya sea el sacerdote
desde la cátedra o en el catecismo, o el maestro en la escuela, puede reemplazar a la madre: ella
sola forma los corazones. ¡Tarea sublime instintivamente comprendida por Margarita Bosco así
¡cómo se dedicaba a ella!
En la base de esta educación, como en su cumbre, está Dios. Cada mañana y cada noche, delante
del Crucifijo, los chicos en línea, con las dos mujeres atrás, se arrodillaban y la oración de esos cinco
corazones solicitaba el pan cotidiano, la fuerza para el deber, el perdón de toda culpa. Apenas había
abierto la razón en esos pequeños cerebros, se les llevaba ante el Sacerdote para confesar los
primeros pecados. En todas las ocasiones se les recordaba la presencia del gran testigo de nuestros
actos y pensamientos, testigo que mañana será Juez. “Dios os ve, hijos míos, repetía la madre
frecuentemente. –Dios os ve. Yo puedo estar ausente. Él siempre está ahí”. Por lo demás, ella
aprovechaba hasta la menor ocasión para grabar la idea del Creador en la variedad de sus
aspectos en el corazón de sus hijos. Una noche estrellada, desde el umbral de la casa les decía:
“Todos esos astros maravillosos han sido puestos allá arriba por Dios. Si el firmamento es tan
hermoso ¿qué no será el Paraíso?” o bien, ante una de esas magníficas auroras que, sobre la
cintura nevada de los Alpes limitadores del horizonte, ponía tintes de hermosura sin par: “¡Cuántas
maravillas ha hecho Dios para nosotros, hijos míos!” el granizo había asolado en todo o en parte la
humilde viña de la familia: “Inclinemos la cabeza, hijos míos, -murmuraba- Dios nos lo quita. Él es el
Dueño, para nosotros es una prueba, para los malos, un castigo”. Y cuando, las noches de invierno,
apelotonados alrededor de un leño llameante, oían silbar el viento del norte o martillar el techo la
lluvia glacial: “Hijos míos, ¡cuánto debemos amar a Dios que nos suministra todo lo necesario!
Verdaderamente es nuestro padre, nuestro padre que está en los cielos”.
Y sin embargo, durante esos años terribles, lo necesario por lo cual esa madre daba gracias a Dios
se reducía a veces a muy pocas cosas. 1815 y 1816, para el Piamonte particularmente, fueron
duros por los deshielos tardíos y una sequía sin igual que aniquilaba las cosechas del país. La pobre
casa de los Becchi conservaba el cruel recuerdo de una noche en la cual no tenían nada,
absolutamente nada, que comer. Hacía dos días, un amigo recorría la campiña y los mercados para
comprar a cualquier precio lo necesario para alimentar esas cinco bocas: trabajo perdido. Había
regresado con las manos vacías. La pobre mujer no sabía a qué santo encomendarse ante los tres
pequeñuelos y la abuela extenuados por el hambre. Quedaban en el establo las dos humildes
bestias a las que toda la familia campesina pide una parte de su alimentación diaria: una vaca y su
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
5
ternero. Pero, sacrificar una, ¿no era comprometer el provenir si la escasez se prolongaba? El alma
de Margarita estaba perpleja: era el momento de rezar. La familia reunida se puso de rodillas para
implorar el consejo del Cielo, después de lo cual, y como decidida por su oración, la madre
acompañada por el vecino se encaminó derecho al establo. Algunos minutos después el ternero
estaba sacrificado; pocas horas más tarde todos esos estómagos apaciguaban los sufrimientos que
los torturaban hacía varios días.
Esta madre vigilante no pensaba solamente en las necesidades del cuerpo. Sobre todo pensaba en
la formación del alma y comenzaba por nutrir los pensamientos de sus hijos con la pura doctrina de
la fe. Esta mujer no sabía leer ni escribir, pero habría recitado de memoria el catecismo y toda la
Historia Sagrada, especialmente, la vida de Nuestro Señor. De su memoria, toda esta doctrina de
vida pasaba machacada pacientemente a la de sus hijos. Sus tareas cotidianas la hubieran podido
dispensar de esta ocupación de la cual se había encargado el diligente Cura de Castelnuovo; pero
en Italia, aun en nuestros días, el catecismo para niños no se enseña sino en Cuaresma y los chicos
debían recorrer diez kilómetros diarios para ir a la iglesia. Margarita prefirió enseñarles ella misma
todo lo que sabía, haciendo luego comprobar y terminar la instrucción por el Cura Párroco.
Mantenía también a los tres chiquillos alejados de las compañías peligrosas, escasas por cierto en
aquel entonces; pero la oveja sarnosa, capaz de infectar el rebaño entero, se encuentra en todas
partes y siempre; y los pequeños Bosco se codeaban sin saberlo con malos compañeros. Pero la
madre, sí lo sabía.
-“Mamá, ¿podemos ir a jugar con Fulano, que nos llama?
-“Sí, hijitos”.
Y los niños corrían alegres al frente de la casa.
A veces, un “no” muy decidido respondía al deseo de los niños, y entonces por todo el oro del
mundo no hubieran traspuesto la puerta de entrada.
Mamá Margarita tenía también el talento de sacar del más pequeño incidente de la vida diaria
provechosas lecciones para el alma de sus hijos. Un día, “Juanito” descubrió en el tronco de un
sauce un nido de pajaritos y ardió en deseos de apropiárselo enseguida; pero calculó mal, y su
mano, que había deslizado entre dos ramas, quedó presa como en un cepo; en vano trató de
zafarse; tuvo que llamar a su mamá, que, después de ponerlo en libertad, le dijo: “¿Ves, Juanito?”
así es como la justicia de Dios y de los hombres acaba por apresar a los que no respetan los bienes
ajenos.
En otra ocasión, Margarita había resuelto dar a un pariente lejano, un perro guardián, grandote, muy
cariñoso con los chicos, pero que gravaba en demasía el humilde presupuesto familiar. Lo llevaron a
su nuevo dueño; pero los niños no habían regresado todavía y ya el perro estaba en su primitiva
casilla. Nuevamente lo condujeron a su actual propietario, y para mayor seguridad lo ataron con una
cadena; pero, en el primer instante de libertad, el buen dogo huyó, y volvió a los Becchi; entonces
Margarita, enfadada, fue a tomar un palo; pero, en vez de disparar, el pobre perro agachó el lomo,
prefiriendo los golpes al despido. Enternecida, la madre dijo entonces a sus hijos: “¡Qué fidelidad y
qué apego los de este animal. Si tuviéramos todos la misma sumisión hacia nuestro Creador,
¡cuánto mejor andaría el mundo, y cuanta gloria sacaría Dios!”.
¡De cuántas virtudes no era teatro esa morada! Ante todo, Margarita quería que sus hijos fuesen
trabajadores; ni sombra de ocio en sus jornadas. A los cuatro años, el pequeño Juan sacaba hebras
de los tallos del cáñamo; más tarde, él, así como sus hermanos ayudaban en los humildes trabajos
domésticos: cortar leña, sacar agua, pelar legumbres, barrer los cuartitos, llevar las bestias al
campo, limpiar el establo, sacudir los frutales del prado, recoger las ramas secas en los bosques
vecinos para alimentar la llama bajo la olla, colgar las espigas del maíz en los aleros del granero
para hacerlas secar, vigilar la cocción del pan, ordeñar las vacas y mil cosas más. En los Becchi se
trabajaba.
Y se llevaba una vida voluntariamente dura. Esta madre previsora quería preparar sus hijos para las
dificultades de la vida forjándoles el alma resistente a todo. En la humilde cabaña, tanto en verano
como en invierno, el sol hacía levantar a todos. Nada de mañanas perezosas; se sacudían y
después: ¡hop! Arriba. El desayuno estaba reducido a la más simple expresión: una rebanada de pan
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
6
seco; las caminatas a pie, bien largas, no asustaban a ninguna de esas piernitas y más tarde
veremos a Juan ir a clase cuatro veces diarias andando veinte kilómetros. Por la tarde, si un
mendigo de paso solicitaba sus servicios, o por la noche, si un vecino enfermo apelaba a su caridad,
nuestros muchachos enseguida estaban levantados y se prestaban a todo buen oficio. Y cuando
volvían a su lecho no los acogía un colchón de lana o fucos, sino otro de sanas y ásperas hojas de
maíz. Educación sólida, un poco a la espartana, que tornó a estos tres niños en vigorosos varones
que nunca eludían un trabajo algo pesado.
Tampoco protestaban frente a la más insignificante orden de la madre. Mamá Margarita quería ser
obedecida y lo era. Cada jueves se encaminaba a Castelnuovo con la manteca y los huevos y antes
de salir, distribuía las tareas a los muchachos. Al regresar por la tarde, antes de sacar de la canasta
el pedazo de torta que les traía cada vez era menester que le rindieran cuentas: “Antonio, José,
Juan, veremos si mi trabajo está hecho y bien”. Y cada uno debía probar su plena obediencia a la
madre. “Está bien –decía entonces Margarita, feliz y orgullosa- está bien, he aquí vuestro pedazo de
torta”.
Los de los Becchi eran pobres, muy pobres, pero precisamente por eso siempre tenían lugar para el
mendigo que llamaba. Los clientes no faltaban, pues la hospitalidad de la casa era conocida. La
mayor parte de las veces se trataba de pordioseros o de vendedores ambulantes. A veces también,
desertores del ejército de Napoleón, escondidos en los bosques vecinos o auténticos bandidos
perseguidos por la gendarmería. Caída la noche, esa gente venía a golpear en la puerta que siempre
se abría. Al viajero de paso se tendía la escudilla de sopa y la rebanada de polenta enseñándole en
el pajar cercano el lugar que le aguardaba.
A veces, carecía del tiempo de guarecerse porque los carabineros aparecían al pie de la salida: era
necesario escurrirse por una puerta mientras éstos, entrados por la otra, eran invitados a sentarse,
beber un poco de vino, entrar en calor y disponer como en su casa. Sucedió también cierto día que
los desgraciados perseguidos no tuvieron tiempo para escapar y, temblorosos, se escondieron en el
establo, separados de los gendarmes por una pared a través de la cual podían oír las
conversaciones inquietantes de Pandora, contando sobre las huellas de quienes estaban, pero el
derecho de asilo nunca fue violado bajo el techo de Margarita: la gendarmería sabía que la casa se
abría a todos: a ellos como a sus clientes, sin distinción, con toda caridad y por eso sus
investigaciones de detenían en el umbral de la buena morada. Y todos estos buenos amigos, como
los llamaba Margarita, cuando llegaba el momento de retirarse, no dejaban, por lo menos en signo
de agradecimiento de doblar la rodilla con la familia, encontrando, en el fondo de la memoria,
fragmentos de oraciones para contestar al Padrenuestro y al Avemaría. Antes de abandonar el lecho
caritativo, los mercachifles permitían a sus huéspedes echar frecuentes miradas sobre la pacotilla
de su comercio para asegurarse que no vendían mercadería dañosa para las almas.
Margarita se ingeniaba para acostumbrar a sus hijos a estas virtudes cuyo ejemplo modelaba el
corazón de sus muchachos, más por la dulce firmeza de sus procederes que por el acento de la
autoridad que impone la práctica. Con un exquisito sentido de la medida sabía mantenerse a igual
distancia de la severidad que levanta la voz, se muestra intransigente, apela a los medios violentos,
y de la falsa dulzura que trata de conseguir sus fines por la adulonería y los mimos. Ni tontas
caricias, ni gritos salvajes: la calma, la serenidad, el dominio de sí, la verdadera dulzura, armas
poderosas, casi siempre victoriosas. No golpeaba a sus hijos, pero no les cedía nunca; amenazaba
con proceder pero se rendía al primer signo de arrepentimiento; cerraba los ojos ante esos
pecadillos que cobran tanta importancia a los ojos de ciertos padres modernos, pero los abría bien
grandes anta las malas tentaciones de sus hijos para corregirlos de inmediato. Sonreía ante los
accesos de ruidosa alegría de sus muchachos, pero no les toleraba ningún capricho.
Sobre todo inspiraba a sus hijos, para hacerse obedecer, una ternura muy viva hacia ella y un
extremo temor de desagradarle. Y este doble sentimiento alimentado en el corazón de estos tres
pequeños cristianos, la hacía llegar a su fin.
Un terceto de cabecitas rebeldes
¡Cuán curiosos muchachos los hijos de Margarita Bosco! Tres cabezas, tres naturalezas distintas.
Antonio, el mayor, el medio hermano, era violento, grosero, celoso, sin la menor delicadeza de
sentimientos, orgulloso de su mayor edad y de sus músculos fuertes, poco dotado por el lado del
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
7
espíritu, sabiendo sin embargo leer y escribir, pero lleno de desprecio para todo cuanto no era
trabajo físico: por lo demás, aunque hosco, capaz de buenos impulsos.
José, dulce y tranquilo, era a veces un niño terriblemente caprichoso. Antes que obedecer una orden
de su madre, se arrojaba al suelo. Pero ella sin perder la sonrisa, lo tomaba en las pinzas de sus
robustas manos y lo llevaba, lo arrastraba al sitio de la orden. “Es inútil que te empecines –decía
ella- mira que puedo más que tú sabes que no cedo nunca”. Este muchachito también poseía un
espíritu ingenioso, sabía aprovechar todo y nunca se encontraba sin medios. Habría sido un
excelente comerciante, si la vida en los campos no le hubiera retenido en la aldea.
Juan, por el contrario, poseían una naturaleza ardiente y voluntariosa a la vez, inteligente y serio,
hablaba poco y observaba mucho. Esa cabecita redonda, sólida, cubierta de cabellos ondulados,
escondía una rara energía de volunta y un talento imitativo sin par; además, sentimiento, mucho
sentimiento y un sentido innato del deber. Añadan a estos dones una imaginación que nunca
descansaba, que, desde el umbral de su infancia hasta el término de su vida, irá edificando sin
cesa: hoy nuevas diversiones, mañana sueños, más tarde vastos proyectos de apostolado.
Estos tres hermanos ¿se entendía entre sí? José y Juan perfectamente y esto mientras vivieron; pero
con Antonio, era otra cosa; abusaba de su mayor edad para tratar de imponer su voluntad; y de su
fuerza, para dominar a sus hermanos. Como lo veremos, si la infancia de Juanito fue dolorosa, fue
por culpa de Antonio, su medio hermano. Es increíble lo que tuvo que sufrir el pequeño, de los nueve
a los quince años, por culpa del hermano mayor cuya envidia se empeñaba en querer que aquél
fuera un campesino, cuando Dios, por mil señales evidentes, manifestaba que lo había elegido para
su servicio y provecho de las almas. Esa envidia hacia sus hermanitos se evidenciaba a veces
brutalmente. ¡Cuántas veces tuvo que intervenir Margarita para sustraer a sus hijos de las
trompadas de Antonio, o para consolarlos después de alguna batalla, en que sus fuerzas aunque
aliadas, habían sido derrotadas! En esos momentos, dominando el dolor que le causaba ver a sus
propios hijos maltratados por el que no era suyo, se contentaba con avergonzar a ese muchacho
grande, nueve años mayor que sus hermanos, por abusar así de su fuerza. A veces, éste tomaba a
mal la observación y descargaba el resto de su mal humor sobre esa madre tan paciente: algunos
días le vieron cerrar los puños, y adelantarse amenazador, con palabras hirientes en los labios: “¡Ah,
madrastra, madrastra –exclamaba- si no me contuviera!”.
Margarita, cuyo brazo nervioso hubiera podido, con dos cachetadas, enfriar esa cólera, retrocedía un
paso, y muy tranquila clavando los ojos en los del niño enfurecido, le decía: “Eres injusto, Antonio, la
rabia te vuelve malo, siempre te he llamado mi hijo, porque te he considerado como tal, siéndolo de
mi querido Francisco, tu padre. Sabes muy bien que podría darte el castigo que mereces; pero no,
nunca emplearía con mis hijos semejantes medios; eres mi hijo y no te pegaré. Ahora, has lo que
quieras”. Y lo dejaba plantado, absorto, avergonzado, domado por ese magnífico dominio de sí, que,
con el tiempo, transformó esa naturaleza violenta en la de un perfecto hombre de bien, estimado y
considerado por cuantos lo rodeaban.
Más tarde, cuando Juan, ya sacerdote, rodeado por una multitud de niños, evocaba todas aquellas
escenas de su infancia, verá a la madre frente a tres voluntades de muchachos no siempre dóciles
ni manuables, recordará los métodos de paciencia, de sonriente autoridad que desplegaba para
conseguir dominarlos, y tratará de copiar a esa madre. Esta humilde mujer analfabeta fue después,
sin saberlo, la que formó su pensamiento.
Un sueño profético
Hemos llegado a una página misteriosa, a la historia de un sueño, que no sólo llenará de emoción el
alma del menor de los hijos de Margarita, sino que orientará definitivamente su vocación.
Una mañana, al despertar, el pequeño Juan que tendría entonces unos nueve años, contó que se
había visto en sueños, de noche, delante de la puerta, en medio de una turba de niños que
vociferaban, gritaban, blasfemaban y hacían mil fechorías. Con argumentos y después a fuerza de
golpes, quiso hacerlos callar. Pero un personaje misterioso, acercándose, le dijo: “No, nada de
violencia. Dulzura, si quieres ganar su amistad”. Entonces esos pilluelos que, por un momento, se
habían convertido en fieras de toda clase, se transformaron en tímidos y dóciles corderitos, mientras
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
8
que una voz acariciadora de mujer le decía: “Toma tu cayado y llévalos a pacer. Más tarde
comprenderás el sentido de esta visión”.
“Quizá seas pastor de ovejas, cabras y otros animales, le dijo plácidamente José.
“A no ser que te hagas jefe de bandidos”, agregó Antonio con amargura.
“No demos importancia a un sueño”, murmuró la juiciosa abuela.
Pero Margarita, envolviendo a su hijo en una amorosa mirada, pensó: ¿Quizá un día será sacerdote?
Fue ella quien aceptó. En los años siguientes, el pequeño Juan habló varias veces
confidencialmente con su mamá de su ardiente deseo de ser sacerdote.
“Sacerdote, sacerdote, -respondía la madre- es fácil decirlo; pero ¿por qué quieres serlo? ¿qué idea
te empuja?
“Escuche, madre, -respondía Juan- si puedo llegar un día al sacerdocio, consagraré mi vida a los
niños; los atraeré, los amaré y me haré querer; les daré buenos consejos y me prodigaré para la
salvación de sus almas”.
Y ese programa de apostolado ya lo ponía en práctica a su alrededor, en los Becchi. Durante una
corta temporada que pasó, a la edad de nueve años, en casa de una tía suya, sirvienta del cura de
Capriglio, había aprendido a leer de corrido, y ese modesto talento le servía para animar las largas
veladas de invierno. En las granjas de la villa se disputaban al pequeño lector, por la vida y colorido
que sabía dar a su relato. Encaramado sobre un banco o una silla, para dominar bien a su público,
emprendía la lectura de los “Reali di Francia”, ante el más sencillo, diverso y atento auditorio;
durante horas y horas, esos buenos piamonteses permanecían suspensos de los labios de Juan.
Superfluo es decir que la sesión se encuadraba entre dos señales de la cruz y dos fervientes
Avemarías.
Durante el buen tiempo, se convertía en juglar, payaso, saltimbanqui. En un pedazo del prado de los
Bosco, a la derecha de la casa, ataba una cuerda, de un peral a un cerezo, extendía una alfombra, y
los domingos por la tarde, ejecutaba, ante un público numeroso y de todas las edades, un programa
completo de pruebista de circo, gimnasta, multiplicaba los saltos mortales, hacía las medias lunas,
caminaba con los pies en el aire, etc; prestidigitador, multiplicaba por diez una docena de huevos,
cambiaba el agua en vino, estrangulaba un pollo y lo resucitaba, sacaba monedas de plata de la
nariz de los espectadores; equilibrista, saltaba, corría, bailaba sobre la cuerda floja, se colgaba de
un pie, luego de dos, en fin, ejecutaba mil proezas de audacia y agilidad.
A su entender, todo este programa de diversiones no era sino un medio, -el mejor de todos- para
atraer a sí a las gentes e la aldea, que debían pagar su “cotización”, rezando previamente un buen
rosario y escuchando sin duda algún pedazo, fielmente repetido, del sermón del Cura de Murialdo.
El que demuestra tal precocidad de espíritu, un amor al bien tan expeditivo, tanto conocimiento de
la doctrina cristiana, parece que posee lo necesario para acercarse al Sacramento de la Eucaristía.
Para Pascua, a fines de marzo de 1826, en la iglesia parroquial de Castelnuovo, recibió por primera
vez la Hostia Divina. De tan grande acontecimiento sólo nos quedan como recuerdos precisos los
consejos dados por Mamá Margarita a su hijo menor, al atardecer de ese día: “Hijo mío, -le dijotengo la dulce esperanza de que Dios ha tomado verdaderamente posesión de tu corazón esta
mañana; prométele conservarte bueno y puro hasta el fin de tu vida. Comulga a menudo, pero ten
cuidado con los sacrilegios y para eso confiésate con franqueza. Sé obediente, asiste de buena gana
al catecismo y los sermones, y huye de los malos compañeros como de la peste.
En el manuscrito en que Juan anotó más tarde esos sabios consejos, se lee a continuación: “Me
esforcé en poner en práctica esas recomendaciones, y desde ese día me pareció que mi vida
mejoraba. Aprendí sobre todo obedecer, a someterme, yo que antes oponía a menudo mi capricho a
las órdenes y consejos de quienes me mandaban”.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
9
Una vocación bien probada
¿Quién había de creer que el sueño de sus nueve años, que en fondo del alma del pequeño Juan
confirmaba todo un mundo de antiguos deseos, iba a sembrar la discordia en ese hogar hasta
entonces apacible? Sin embargo, fue lo que sucedió; un obstáculo, que parecía a veces
infranqueable, surgió entre el llamado del cielo y los esfuerzos del pequeño Bosco para
corresponder a él, la voluntad obtusa, pero tenaz, de Antonio, el hermano mayor. Cerca de seis
años, ese muchachón de cortos alcances se opuso a la clara vocación del niño, con el vano pretexto
de que había nacido campesino. En el fondo, había mucha envidia en esa alma sin grandeza, que no
podía tolerar la idea de que su hermano vistiera sotana, lo que le abriría un mundo de estima y
consideración y, sobre todo, lo substraería de la dura vida campesina.
Por dos veces, el obstáculo detuvo en su camino a Juan Bosco tan lleno de buena voluntad.
Unas semanas después de su primera Comunión, al comenzar la primavera de 1826, la Providencia
pareció querer encaminar al niño hacia el término de sus deseos.
Ese año, el jubileo, que unos meses antes atrajera a Roma cerca de 400 mil peregrinos, acababa de
hacerse extensivo a toda la cristiandad; en la diócesis de Turín, podía ganarse de marzo a
septiembre. La familia Bosco, más cerca de Buttigliera que de Castelnuovo, resolvió seguir los
ejercicios de dicha parroquia, que convocaba a sus feligreses durante ocho días. Buttigliera está a
cuatro kilómetros de los Becchi; no era pues cosa del otro mundo recorrer dieciséis kilómetros
diarios para asistir a los dos sermones, por la mañana temprano, y las dos instrucciones de la noche
¡bien valían esa molestia, las gracias del jubileo!
Después de la última predicación, volvían en grupos ya entrada la noche, separándose en el cruce
de los caminos; unos iban rumbo a Becchi, otros a Capriglio, otros a Murialdo. Un sacerdote,
anciano septuagenario, volvía cada día en compañía de esos buenos cristianos; era Don Calosso,
capellán de Murialdo; a pesar de su edad avanzada, se recorría los dieciséis kilómetros diarios para
obtener en el ocaso de su vida las gracias del perdón del jubileo. Andando, observaba desde
principios de la semana, a ese chiquillo de cabello enrulado y de paso ligero que, un poco alejado de
los demás, parecía prolongar en el recogimiento la palabra de los misioneros.
-“Hola pequeño –le dijo una noche- ¿de dónde vienes?
-De los Becchi.
-¿Has comprendido algo del sermón de esta noche?
-Pero todo, señor cura.
-¡Oh! Todo es mucho. Veamos: repíteme cuatro frases de la instrucción y te daré cuatro sueldos.
-¿Cuatro frases del primer punto y del segundo?
-Del que quieras. ¿Recuerdas por lo menos el tema desarrollado?
-Sí, el predicador ha hablado de la necesidad de no postergar su conversión.
-¿Y qué dijo sobre esto?
-Había tres partes en su discurso. ¿Cuál queréis que os repita?
-La que quieras.
-Bien. Os repetiré las tres”.
Y sin vacilar, el muchachito expuso impecablemente los tres puntos de la primera instrucción de esa
noche. “Al pecador obstinado en su vicio ciertamente un día le faltarán el tiempo, la gracia y la
voluntad de la conversión”.
Alrededor, las buenas gentes del villorrio se habían congregado y los kilómetros del camino
desfilaban, desfilaban sin sentir. ¡Tanto había cautivado la atención general el encanto de esa
palabra infantil y la admiración por tan maravillosa memoria!
-“Muy bien –dijo Don Calosso al oír las últimas palabras del niño- muy bien. Veo que has retenido
perfectamente la primera instrucción. Pero ¿la segunda?
-¿La segunda? ¿la queréis completa también?
-No. Dime algunas palabras solamente.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
10
-Y bien: lo que me ha llamado más la atención es el encuentro del alma del condenado con su
cuerpo cuando resuenen las trompetas sagradas despertando a la humanidad para el juicio final”.
Y a continuación, Juan se puso a recitar el diálogo con el que la palabra del predicador había
dramatizado la escena.
El buen anciano no pudo contener la emoción ante semejante memoria. Prodigioso era este niño.
¡Qué precocidad de talento! Y de inmediato, en su pensamiento surgió la pregunta: a quién y para
qué podían servir esos dones? ¿Qué hará en la vida ese niño tan bien dotado? ¿Fuerza útil, fuerza
perdida, fuerza nociva? ¿Quién lo sabe?
Y el diálogo entre el sacerdote y el niño se reanudó inquieto, curioso, apretado.
-“Cómo te llamas, hijo mío? ¿Quiénes son tus padres? ¿A qué escuela vas?
--Me llamo Juan Bosco; perdí a mi padre cuando tenía dos años; mi madre tiene que alimentar cinco
bocas. Sé leer y escribo un poco.
-¿No te has atrevido a meter la nariz en una gramática?
-¿Qué es eso?
-¿Te gustaría estudiar?
-¡Oh! Sí.
¿Por qué no lo haces?
-Mi hermano Antonio no quiere.
-¿Por qué?
-Dice que para trabajar la tierra siempre se sabe bastante.
-¿Para qué querrías estudiar?
-Para ser sacerdote.
-Y ¿para qué querrías ser sacerdote?
-Para atraerme a los niños, enseñarles la religión e impedir que sean malos. Me he percatado que
cuando se extravían es por que nadie se interesó por ellos... pero perdonadme, señor cura. Estamos
en casa. Doblo aquí para subir a los Becchi.
Efectivamente el niño y su grupo habían llegado al pie de la eminencia que corona la aldea. El
camino no había parecido largo a nadie.
-“¿Sabes ayudar Misa? –preguntó el anciano a guisa de saludo.
-Un poco.
-Entonces, ven a ayudarme mañana. Tengo algo que decirte”.
El niño acudió y después de su Misa el buen sacerdote sondeó un poco más el alma del joven
campesino. Sacó en conclusión, que estaba llamado a un trabajo más elevado que el de la tierra.
Debía arar, sembrar, cosechar, almacenar, sí, pero en el campo de las almas.
-Di a tu madre que venga a verme el domingo; combinaremos todo lo concerniente a tu porvenir”.
Margarita Bosco fue a ver a Don Calosso el domingo siguiente y quedó decidido que Juan iría todas
las mañanas a Murialdo a tomar lecciones de latín. Durante el resto del día continuaría trabajando
en el campo, porque Antonio estaba allí, vigilando celoso, obtuso y tiránico. Estuvo a punto de
enfurecerse cuando se enteró de la resolución tomada. Sólo se apaciguó pensando que esas
famosas clases comenzarían dentro de seis meses en otoño, cuando los trabajos más duros
escaseaban en el campo.
Y el niño pasó un año delicioso en casa del buen párroco de Murialdo. Siempre lo recordaba con
emoción.
Después de tres meses de gramática italiana inició el estudio del latín hacia Navidad. Las primeras
declinaciones fueron duras para masticar, nos confiesa él mismo. Pero atacó el obstáculo con tanta
tenacidad que para Pascua ya había visto enteramente la gramática latina. “Vuestro hijo es un
prodigio de memoria –decía el excelente Don Calosso a Mamá Margarita cuantas veces se
encontraban- hay que seguir mandándomelo”. Así lo habría querido la pobre mujer, pero
desgraciadamente esas pocas horas de clase quitadas al trabajo campesino tuvieron el don de
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
11
exasperar a Antonio apenas comenzó la primavera. Inútilmente el pequeño Juan duplicaba sus
esfuerzos en la tarea, sólo estudiaba a escondidas, a la ida o a al vuelta o ya anochecido, después
de terminado el trabajo: la simple vista de un libro enloquecía a ese muchachón de veinticinco años,
y enfurecía. Un día no aguantó más.
-“Basta: no quiero ver más esas gramáticas en casa. No hacen falta para vivir. Me he desarrollado y
fortalecido sin haber metido jamás la nariz en esos libracos.
-Razonas muy mal –contestó Juan.
-Habría que probarlo.
-Y bien, nuestro burro es todavía más fuerte que tú y nunca fue a clase. ¿Querrías parecértele?”
Antonio dio un salto para alcanzar a su hermano y abofetearlo, pero el muchachito había
desaparecido enseguida de lanzarle su flecha.
Otras veces el pesado campesino agobiada al niño a sarcasmos para quitarle el gusto del estudio:
“¿Ven a ese señorito? –decía- no es más que un palmo y eso quiere estudiar. ¿Por qué? Por pereza.
Quiere vivir a sus anchas mientras nosotros continuaremos comiendo nuestra polenta. ¿Crees que
aquí todos sudaremos y penaremos para pagar tus estudios? Era, vamos empuña el pico, nuestro
hogar no necesita sabios”.
Si encontraba a su hermano menor con un libro en la mano, cuando no podía hacer otra cosa –día
de lluvia o de fiesta- se lo arrancaba y estampándolo en la pared decía: “Te he repetido cien veces
que no quiero verte con la nariz metida allí. Tú naciste para ser campesino como yo. Métetelo en la
cabeza”.
La situación era demasiado tirante para poder prolongarse. Mamá Margarita lo comprendió. En el
otoño siguiente, por amor de la paz, interrumpió las lecciones y como con este gesto, tan penoso
para dos corazones, todavía no lograba apaciguar la animosidad del mayor, se decidió al gran
sacrificio y exclamo entre sollozos: “Es mejor que te alejes, Juan. Como ves, Antonio no se calma.
Parte a la buena de Dios: ve a buscar trabajo en las granjas vecinas. Si no lo encuentras, llega hasta
Moncucco y pregunta por la familia Moglia, es rica, es buena te acogerá. Partirás mañana”.
Y al día siguiente, una glacial mañana de febrero de 1829, con su pobre lío bajo del brazo en el cual
dos camisas y algunos pañuelos envolvían sus querido libros, el valiente hombrecito partió a la
buena de Dios.
Dios velaba sobre sus pasos y, tal como su madre había previsto, lo dirigía a Moncucco. En casa de
los Moglia, como en todas las granjas por donde había pasado, no querían darle colocación: en ese
momento el trabajo faltaba y los peones no se necesitaban hasta fines de marzo; pero rogó de tal
modo al jefe de la familia que acabó por tomarlo. Debía permanecer dos años bajo este techo
hospitalario, peón de granja ejemplar que, habiendo entrado sin sueldo, vio aumentar
sucesivamente su salario, a 15, 30, 50 liras anuales, tan leales y honestos eran sus servicios. De los
trece a los quince años llevó en Moncucco la vida de los Becchi, durante la semana corría con la
atención del establo y el domingo, en el patio de la granja, reunía los pocos muchachos de la aldea
para enseñarles el catecismo, recitarles fragmentos de oficios o contarles hermosos cuentos.
Durante el verano, a la sombra de una morera, celebraba este embrión de patronato rural, menos
numeroso pero no menos atento que el del burgo paterno. Su deseo de llegar al sacerdocio, más
violento que nunca devoraba ese joven corazón: lo confesaba a sus amos.
-“Pero ¿cómo podrás llegar a estudiar, Giovannino? –preguntaban éstos- en nuestros días se
necesitan de nueve a diez mil francos para llegar a ser sacerdote: ¿dónde los hallarás?
-Nolo sé, pero estoy seguro que llegaré”.
Y para no dejar enmohecer las enseñanzas de Don Calosso, continuaba repasando la gramática
latina estudiada con el buen sacerdote, en los campos, mientras cuidaba los animales o en la granja
las tardes de reposo.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
12
En diciembre de 1829 pareció terminar la pesada prueba: una mañana, camino del prado de
pastoreo, se encontró con su tío Miguel Occhienna, campesino enriquecido en la ganadería y que
siempre le demostró simpatía.
-“Hola Juan, ¿estás contento en lo de Moglia?
-¿Cómo quiere que esté contento? Todos aquí son muy buenos conmigo, por cierto, pero no hay que
hacerle, no puedo ahogar en mi corazón el deseo de estudiar y veo que los años pasan, pasan.
Dentro de poco cumpliré quince años.
-¡Pobre Juancito! -dijo el tío, enternecido- bueno, esto corre de mi cuenta, deja tu rebaño en casa de
tus patrones; échate tus trapitos al hombro y vuelve a los Becchi: yo voy a Chieri, de donde volveré
esta noche; de pasada hablaré con tu madre y todo se arreglará. Ya verás”
feliz hasta donde es de imaginarse, volvió Juan a despedirse de sus buenos amos; éstos le habían
cobrado tal afecto, que se les desgarraba el corazón al ver alejarse al pequeño boyero piadoso, dócil
y trabajador, que durante veintidós meses había sido como una sonrisa de Dios bajo su techo.
Al anochecer de ese día, en los Becchi, la madre no quiso recibirlo, para que Antonio no creyese que
la vuelta al hogar había sido combinada entre ella y su hermano Miguel. El pobrecito, tiritando, tuvo
pues que esperar, en una zanja vecina, el regreso de su tío. Cuando éste pasó ya de noche, recogió
a su pobre sobrino transido, y trepó con él a los Becchi. Ahí, consiguió que entrara en razón el
terrible hermano y Juan tomó nuevamente su lugar en el hogar paterno.
Más no se hallaba al final de sus sufrimientos. Solicitados por su excelente tío, los curas de
Castelnuovo y de Buttigliera se excusaron cuando les pidieron que continuaran las lecciones de latín
al niño ya medio “cepillado”. “Demasiado trabajo –dijeron ambos- demasiado trabajo. ¡No damos
abasto! ¿Cómo podríamos asumir esa responsabilidad suplementaria?”. Entonces se volvieron hacia
Don Calosso, en quien debían haber pensado antes; la edad y los achaques lo habían obligado a
renunciar y vivir retirado en Murialdo mismo. Aceptó con entusiasmo el volver a tomar su discípulo, y
lo que es más, en su bondad, le dijo el admirable anciano: “No tiembles por tu porvenir, Juancito
mío, yo pensaré en ti, te ayudaré mientras viva y si Dios me llama a Sí, he tomado mis disposiciones,
para que puedas llegar al término de tus estudios”.
Todo obstáculo parecía haberse desvanecido, y la ruta, ante la imaginación deslumbrada del niño,
se abría recta, clara, fácil de recorrer. ¡Cómo adelantaría!
¡Ay! Una vez más vio alzarse la voluntad formal del hermano mayor entre el deseo único de su vida y
su realización, en adelante asegurada. Pero entonces, intervino la madre; habría aguantado hasta
ese día, con la esperanza que su mansedumbre acabaría por romper la oposición de Antonio. Viendo
que todos sus esfuerzos eran inútiles, tomó la determinación que iba a asegurar a la vocación del
menor, la tranquilidad del hogar y el porvenir de sus tres hijos. Pidió la repartición judicial de los
bienes paternos. Antonio trató de oponerse, pero en vano, Margarita se mantuvo firme, cansada de
esas luchas en que podía zozobrar toda una felicidad humana y divina. Meses más tarde fue
proclamada la división de condominio y Antonio, sin dejar la aldea, se alejó de la casa paterna. ¡Al
fin podrían respirar los demás!
El final de una prueba
Esa vocación, defendida por la madre con tanta prudencia y valentía, había triunfado del obstáculo
principal que se alzaba ante ella; mas no era ése el único; otro, también terrible, amenazaba
detenerla en su camino: era la pobreza.
El buen Don Calosso, que tomó sobre sí el adelanto de su discípulo y prometió luego asegurarle su
pensión en el Seminario, cayó fulminado por un ataque de apoplejía. No había hecho testamento,
sus sobrinos heredaron pues sus bienes, sobre los cuales sin embargo, unos minutos antes de
entrar en agonía, había expresado (¡ay! Por señas) su voluntad de reservar lo necesario para llevar a
término la vocación de su discípulo. Juan se encontraba de nuevo en alta mar y tenía quince años
cumplidos.
¿Qué partido tomar? A pesar del año escolar ya avanzado, resolvió la madre que el muchacho iría a
Castelnuovo al curso de latín que dictaba un sacerdote de la localidad, al lado de la escuela
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
13
primaria. ¡Con cuánta alegría se prestó Juanito al proyecto! Al principio, el entusiasmo le hacía
recorre, sin resollar, los veinte kilómetros diarios que lo llevaban y traían de la escuela, mañana y
tarde; para hacer economías, se le veía andar descalzo, con los zapatos al hombro, y al entrar al
pueblo se los ponía. Pero semejante trajín hubiera acabado por agotarlo: por ello empezó a no volver
para el almuerzo llevando consigo la bolsita de género que contenía su frugal alimento. Ciertas
noches de invierno en que la borrasca arreciaba y la nieve cubría los caminos, no volvía y se alojaba
en un cuchitril que le prestaba una familia amiga. Al último, Mamá Margarita comprendió que el
interés de su hijo estaba en radicarse definitivamente en Castelnuovo; trató pues con un buen
hombre del lugar, un tal Roberto, sastre, quien consintió en llevar a Juan a su casa, mediante la
módica pensión en mercaderías, (huevos, granos y vino).
Fue la segunda separación de madre e hijo; al dejarlo no hizo ella más que una recomendación,
pero ¡tan sencilla, tan protectora! “¡Sobre todo, Juancito mío, ama mucho a la Santísima Virgen!”.
La partida de Juan señaló la dispersión definitiva de la familia, pues poco tiempo antes José había
arrendado una granja que codiciaba hacia mucho; demasiado pobre para afrontar solo los gastos de
la empresa, se había asociado con un amigo, Febraro. La granja se llamaba el Sussambrino;
Margarita dividía, pues, desde ahora, sus preocupaciones y fatigas entre este nuevo hogar y el de
los Becchi que había quedado desierto.
En el Sussambrino fue Juan a reunirse con ella, cuando llegaron las vacaciones. Durante esos tres
meses de asueto volvió a su primer oficio, llevando cada día los animales a pastoreo, trató de no
perder nada de las nociones de gramática latina penosamente adquiridas en ese año. ¿Qué sería el
siguiente?; se hacía esa pregunta con angustia, cuando recibió una doble respuesta del cielo y de la
tierra.
Una mañana de agosto, un vecino de la granja, llamado Turco, lo encontró con cara de contento le
preguntó:
-“¿Porqué estás tan campante hoy, Giovannino? Hace un tiempo te veía por lo menos preocupado,
mientras que ahora...
-¡Oh! Es que ahora estoy seguro de llegar a ser sacerdote.
-¡Bah! ¿cómo así?
-Anoche tuve un sueño que me lo aseguró. Vi venir hacia mí a una gran señora que apacentaba un
rebaño. Se acercó, me llamó por mi nombre y me dijo:
-“Juan, hijo mío, ¿ves este rebaño? Pues bien te lo confío.
-Pero ¿cómo haré, señora, para cuidarlo y preservar tantas ovejas y corderos? No tengo pastoreo
donde llevarlos.
-No temas nada –dijo ella entonces- o velaré sobre ti y te ayudaré”. Y desapareció. “Como usted ve –
dijo Juan- ahora puedo estar tranquilo”.
Y así lo fue tanto más cuanto que después de la respuesta del cielo llegó la de la tierra también
cargada de esperanzas. Su madre lo mandaba a Chieri, la pequeña ciudad próxima, distante apenas
veinte kilómetros, para proseguir en ella sus estudios con regularidad y en las escuelas oficiales del
lugar. Había encontrado una buena mujer, la señora Matta, domiciliada en Chieri mismo, para vigilar
a su propio hijo, externo en el Colegio, que consentía en tomar a Juan como pensionista por veintiún
liras mensuales o un poco menos, si Juan aceptaba desempeñar el puesto de sirviente. Aceptó
incontinenti y el acuerdo se celebró.
Pero había que vestirle darle y darle su modesto ajuar, ¿dónde hallar con qué pagar todo eso y el
trimestre adelantado de pensión? El joven Bosco se armó de todo su valor y, de puerta en puerta,
fue a pedir a los buenos campesinos de Murialdo que le ayudaran en su piadoso propósito, por lo
menos en especie. Nadie eludió esta caridad y su bolsa se llenó de granos, queso y huevos, cuya
venta unida a una ofrenda del Cura de Castelnuovo, solicitada por un feligrés, permitió a Juan
encaminarse, al comenzar noviembre, hacia Chieri, la ciudad de sus sueños, tan religiosa y tan
buena, que antes, hacia el siglo XVI, había abrigado durante varios meses a San Luis Gonzaga. El fin
de la gran prueba parecía cercano. Siete años de tormento terminaban en una dilatada esperanza. A
pesar de la estación, el sol brillaba en el corazón de este joven de dieciséis años, que, el 4 de
noviembre de 1831, emprendía el camino de Chieri. Sus anchos hombros se doblegaban al peso de
una bolsa de harina y de otra de maíz que, al pasar por Castelnuovo, vendería para adquirir libros,
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
14
cuadernos y plumas, pero su corazón se expandía ante el pensamiento que en lo sucesivo tenía el
camino abierto.
Esta vez no se engañaba
El triunfo de una vocación
Chieri, donde el más joven de los hijos de Margarita iba a permanecer cerca de diez años, es una
pequeña ciudad piamontesa reclinada al pie de los últimos contrafuertes de los Alpes. Ciudad de
estudiantes y de fábricas de tejidos, pero también ciudad de conventos. ¿Qué orden religiosa no
tiene allí su iglesia y su monasterio?
La vida que debían llevar los estudiantes pobres como el joven Bosco era muy dura. En nuestros
días, una vocación sin recursos acaba por encontrar el bienhechor o la beca instituida que
permitirán estudiar. Entonces, era muy raro. ¿Cómo se las arreglaban?
A menudo, heroicamente.
Por lo general, esos pobres estudiantes tomaban pensión en casa de conocidos que les ofrecían
techo, lecho y pan. Se pagaba en dinero o especies con bolsas de cereales, patatas, castañas o
brentas de vino; se pagaba también en servicios, poniéndose al volver de clase a disposición del
dueño para toda clase de tareas. Los padres suministraban la alimentación. Y así, por ejemplo, cada
sábado se veía llegar a Mamá Margarita con su gran pan para la semana y su provisión de maíz,
harina y castañas. Sobre decir que hasta en las peores noches de invierno –el cual al pie de las
montañas suele ser cruel- se ignoraba la dulzura de una llama. Se soplaba en los dedos, se
golpeaban los pies y se volvían a inclinarse sobre los libros. Y estos libros, este papel, este tintero,
estas plumas y todo lo demás, había que comprarlo con el sudor de la frente, colocándose a diestra
y siniestra, unos para dar lecciones, otros para trabajos de escritura, los demás para servicios
manuales.
La parte de miserias que tocó al hijo de Margarita no fue pequeña. Para pagar su pensión, aceptó
con alegría, no sólo el empleo de sirviente en casa de su alojadora, sino también el de profesor para
su hijo. Así vivió dos años, después de los cuales, habiendo terminado los estudios su alumno, Juan
tuvo que buscarse otro techo a igual precio. Fue el de un confitero-fondero cuyo negocio lindaba con
la plaza mayor de Chieri. Sus dos últimos años de humanidades transcurrieron en ese café que
limpiaba por la mañana antes de partir para el curso y en el cual por la noche, a pedido de los
jugadores de billar, quedaba de guardia para contar los puntos. Su habilidad le hizo aprender pronto
la confección de las especialidades del lugar, hasta llegar a ser maestro, al punto que el patrón
varias veces le ofreció hacer su fortuna comercial.
La proposición le hacía sonreír y, durante sus horas de alivio, continuaba estudiando su latín con
intensidad; todavía se muestra, bajo la escalera del confitero, el oscuro reducto donde se alojaba y
en el cuál, después de haber cerrado las puertas del café, a la vacilante luz de una vela de sebo,
estudiaba sus lecciones y redactaba sus deberes.
Nunca le faltó valor y sin embargo Dios sabe cómo lo necesitó en ciertos momentos. Tenía dieciocho
años, trabajaba desde el alba hasta tarde en la noche, sus músculos o su pensamiento no
descansaban un minuto: ¡qué gasto de energía! Para mantener tal esfuerzo habría necesitado un
régimen substancioso. ¿Ay! Aparte de la sopa tradicional proporcionada por su huésped, no tenía
para engañar su apetito más que la magra ración semanal de maíz, patatas y castañas que le traía
su madre. Más de una vez el estómago de este muchacho grande estaba en los talones y sus
camaradas se percataban de ello. Uno, cuyo nombre de Blanchard nos ha sido conservado para la
historia, se apiadaba frecuentemente y su postre pasaba a menudo de su bolsillo al de su
compañero necesitado.
A pesar de estos obstáculos, quizá por ellos mismos, el joven estudiante adelantaba a razón de dos
cursos por año. Así terminó en tres años su preparación para el Seminario Mayor.
Hasta ahora, bien o mal, a fuerza de privaciones y sacrificios había podido afrontar los gastos de sus
estudios, pero, en vísperas de entrar al Seminario Mayor, se preguntó con angustia como pagaría su
pensión. No más servicios, el reglamento y los escasos asuetos de la casa no los habrían permitido,
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
15
y una cuenta implacable para saldar cada trimestre. Los humildes recursos de su Madre, acrecidos
con caridades seguras, nunca habrían bastado. Entonces pensó hacerse religioso entrando en los
Franciscanos. Los Padres tenían en Chieri un convento que frecuentaba asiduamente. Su vida
frugal, llena de abnegación y oraciones, le había sonreído y él había conquistado las simpatías de
los de la orden. Sin embargo, antes de dar el paso decisivo, quiso consultar con su párroco, Don
Dassano. Hay que creer que las razones de Juan no le convencieron, pues a los pocos días le vemos
asediar a Mamá Margarita para empujarla a influir sobre su hijo para que abandonara ese camino.
“Ya no sois joven –la dijo- dentro de algunos años os hallaréis un poco cansada. Y ¿quién os
recogerá si no es Juan, convertido en vicario o cura? En vuestro interés está obligarlo a renunciar a
ese proyecto. En el suyo también, por lo demás, ya que, con las dotes que posee, no puede menos
de triunfar en la vida, con lo cual os honrará.” La anciana madre dejó hablar a su pastor, le dio las
gracias efusivamente por su interés, pero guardó su pensamiento para sí.
-“Ayer recibí la visita del Señor Cura –dijo a su hijo- ¿Parece que quieres hacerte Franciscano?
-Sí, mamá y creo que no os opondréis.
-Dios me libre. Sólo te pediré que estudies bien tu vocación. Después de esto, haz lo que quieras. Lo
importante es salvar tu alma. El Señor Cura deseaba que te disuadiera de ese propósito, en
consideración a mí y a mis últimos días. Esto no tiene nada, nada que ver en el asunto, no te
amargues por mi porvenir. De ti no quiero nada, ni espero nada, todavía más, recuerda esto: he
nacido pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. Y te aseguro que, si por casualidad te decidieras
por la vida de parroquia y llegas a enriquecerte, nunca pondré los pies en tu casa. No lo olvides”.
Este obstáculo de la pobreza, levantado contra la vocación de Juan, fue felizmente apartado por las
generosidades y el consejo de un santo sacerdote de la región, el abate Cafasso, residente en Turín,
quien le disuadió de entrar en el Convento. El 25 de octubre de 1835, a la edad de veinte años,
revestía pues la sotana en la iglesia de Castelnuovo y cinco días más tarde se despedía de su madre
en los Becchi para ingresar al Seminario Mayor.
La víspera de la partida, cuando ya se habían retirado los amigos y conocidos que habían acudido a
saludar al joven seminarista, ella llamó aparte a ese hijo de su ternura y con los ojos clavados en los
suyos, con un acento que siempre recordaría hasta en el invierno de su vida, hizo este conmovedor
pedido: “He aquí que tú, hijo mío, has revestido la sotana. Adivina la dicha y la dulzura que este
acontecimiento pone en mi corazón. Pero recuerda que no es el hábito el que honra al estado, sino
la práctica de las virtudes. Si por desgracia llegas a dudar de tu vocación te imploro que no
deshonres este uniforme. Quítatelo enseguida, pues prefiero que mi hijo sea modesto campesino, a
que sea sacerdote negligente de sus deberes. Cuando viniste al mundo, te consagré a la Santísima
Virgen; cuando comenzaste tus estudios, te recomendé casi exclusivamente la devoción a Nuestra
Señora; ahora te suplico que le pertenezcas por completo. Ama a quienes la aman y si algún día
llegaras a ser sacerdote propaga sin cesar la devoción hacia esta buena madre...”
Se detuvo vencida por la emoción. Su hijo lloraba. Después de un largo silencio le dijo: “Madre,
antes de abandonarla para esta nueva vida, permítame que le agradezca cuanto hizo por mí. Sus
consejos, grabados en el alma, serán como el tesoro del cual todos los días sacaré algo.
La tarde siguiente, el abate Juan Bosco franqueaba la pesada puerta del Seminario Mayor de Chieri;
allí debía permanecer seis años, alimentado, sostenido, puede decirse, por la caridad de todos. Ya
ella lo había vestido de pies a cabeza el día de la toma de su hábito; un notable del lugar había
facilitado la sotana, el alcalde dio el sombrero, el cura proporcionó la capa y otro feligrés los botines.
Un sacerdote eminente de Turín, Don Guala, Director del Colegio Eclesiástico , tan rico como
caritativo, fue quien pagó su primer año de Seminario. Y para los siguientes he aquí como se las
arregló el buen Juan: primero, cada año, obtuvo el premio de sesenta francos asignado al alumno
que había merecido las mejores notas de conducta y de trabajo; a partir del segundo año de
filosofía, se le concedió la media gratuidad con la cual frecuentemente se recompensaba a los
seminaristas estudiosos y necesitados; en el segundo año de teología, fue nombrado sacristán y por
esto recibió sesenta francos de remuneración: el remanente de la pensión –y era todavía algo- fue
saldado por Don Cafasso.
Juan estuvo seis años en el Seminario Mayor: dos años de filosofía y cuatro de teología. La víspera
de su ordenación, los profesores emitieron una última apreciación sobre él, pusieron frente a su
nombre: Plus quam optime: Mejor que muy bien.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
16
Al terminar sus años de Seminario, tuvo un tercer sueño, tan expresivo como los dos primeros y que
le vino a confirmar la voluntad del Cielo. Al pie de la granja de su hermano se extendía un ancho
valle que a sus ojos tomó repentinamente el aspecto de una populosa ciudad. Por sus calles y
plazas hormigueaban una juventud abandonada a sí misma que jugaba, gritaba, blasfemaba. Los
insultos poseían el don de sacarle de quicio; se lanzó hacia esos desgraciados y les intimó que se
callaran, pero como no lo hacían, los amenazó con golpearlos. Trabajo perdido. Entonces pasó a los
hechos y maltrató a los más desvergonzados. Estos contestaron, golpe por golpe, con fuertes
puñetazos.
Agobiado por el número, el abate huía, pero un personaje misterioso le cortó la retirada y le ordenó
volver hacia esos desgraciados y corregirlos mediante la persuasión. Por toda respuesta el soñador
enseñó los coscorrones recibidos. Entonces el desconocido le presentó a una gran Señora, que se
adelantó hacia él: “He aquí a mi Madre –dijo- sigue su consejo”. La dulce aparecida le envolvió en
una mirada llena de bondad y murmuró: “Si quieres ganar el ánimo de esos muchachos, no los
trates a puntapiés o puñetazos, pero sí conquístalos mediante la dulzura y la persuasión”. Así lo hizo
entonces y, como en el primer sueño, esos niños se cambiaron primero en bestias salvajes para
transformarse en seguida en los más mansos corderos.
Aguardando que surgiera la ocasión de transformar de ese modo el corazón de los niños, el abate
Juan Bosco terminaba su formación en el Seminario Mayor. Fue ordenado subdiácono en
septiembre de 1840 en Turín; diácono en la primavera del año siguiente y sacerdote el 26 de mayo,
fiesta de San Felipe Neri.
Era un domingo. El jueves siguiente, para satisfacer los deseos de sus compatriotas, cantó la Misa
Mayor en Castenuovo y presidió la procesión de Hábeas. Para festejar el acontecimiento hubo gran
festín en la parroquia donde el arcipreste había invitado a todos los parientes de Juan, todo el clero
de los alrededores y las personalidades del lugar.
Pero el nuevo sacerdote tenía prisa en sustraerse a estas ruidosas demostraciones de estima, para
encontrarse a solas con su madre, frente a sus recuerdos comunes.
Al caer la noche, ascendieron pues ambos a los Becchi. Se supone la oleada de sentimientos tan
intensos como dulces que debían embargar los corazones de ambos. Estos caminos, esos
senderos; ¡cuántas veces los había recorrido quince años atrás, alucinado por el sueño sublime y he
aquí que de golpe, ese sueño se había tornado realidad! La última pendiente por subir atravesaba el
prado al cual, una noche de invierno, se vio transportado en sueños y había oído la voz de la Virgen
que le trazaba su camino con toda claridad. También él había sido llevado por vías misteriosas pero
seguras. Una mano de mujer y de madre –la más excelsa de todas las mujeres, la más tierna de
todas las madres- había tomado su mano de niño y, a través de la prueba, le había llevado a esa
cúspide: al sacerdocio. No había tenido más que dejarse conducir; no desesperarse nunca.
¡admirable historia! Al evocarla en esa hora recogida y tranquila, en esa humilde decoración de toda
la juventud, el hombre sintió que una intensa emoción embargaba su corazón. Le faltaron palabras
para traducirla y una ola de lágrimas brotó de sus ojos. El pequeño Juan de antes, el humilde
pastorzuelo, hecho sacerdote, expresaba así la embriagadora gratitud de su alma.
Algunos pasos más y la pareja franqueaba el umbral de la cabaña, testigo de tantas escenas de
alegría y lágrimas. La madre encendió la vela, fue a disponer todo para el reposo nocturno, luego,
como hacía veinte años, las oraciones de la noche se elevaron al cielo desde esos dos corazones
puros. Cuando estuvieron nuevamente de pie, la anciana madre, que, durante toda esa jornada
colmada de emociones, había estado más bien silenciosa, tomó entre sus manos las de su hijo y
con palabra grave y dulce le dijo: “Hete ya sacerdote, mi Juan. En lo sucesivo, cada día dirás Misa.
Recuerda esto: empezar a decir la Misa es empezar a sufrir. No lo percibirás de inmediato, pero un
día, con el tiempo, verás que tu madre tenía razón. Cada mañana, estoy segura, rezarás por mí. No
te pido otra cosa. En adelante piensa sólo en la salvación de las almas y no te preocupes por mí””
¡Admirables palabras! Terminaremos este capítulo con esta escena de pura belleza sobrenatural.
También ella nos da la clave de todo un porvenir. Más tarde, cuando el hijo nos deslumbre por la
grandeza de sus empresas, la pasión por Dios y las almas, su fe intrépida y tranquila, nos
recordaremos de la humilde campesina de los Becchi, de la pobre mujer sin letras, pero de tan
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
17
elevado espíritu, su madre, quien lenta, pacientemente durante quince años de miserias y
privaciones había formado ese corazón de sacerdote.
Renato Bazin, el gran escritor católico, ha escrito: “Hay madres que tienen alma de sacerdote”.
¡Cuán justa, cuán apropiada es esta palabra cuando pensamos en la humilde campesina de los
Becchi, que había sufrido y soportado tanto para ver ese día!
Orígenes dolorosos de una gran Obra
A salir del seminario, el joven sacerdote estaba indeciso entre varios empleos que le ofrecían; por
último, siguiendo los consejos de su confesor Don Cafasso, un santo, aceptó ingresar al Instituto de
San Francisco de Asís, donde algunos sacerdotes jóvenes se preparaban para su vida de
apostolado, estudiando la ciencia de las almas bajo la dirección de sabios y piadosos maestros.
Se entregaba entre tanto a mil obras de caridad: catecismo, visitas a los enfermos en los hospitales,
a los detenidos en las cáceles, a los pobres en sus miserables tugurios.
Turín, donde se había radicado, era a la sazón una capital en vías de engrandecimiento, con las
plagas morales de nuestras ciudades modernas. El joven apóstol descubrió pues en sus primeras
actividades piadosas, miserias que jamás habaría podido imaginar.
A su paso por los hospitales, vio las peores enfermedades consumiendo a pobres criaturas apenas
formadas; en las cárceles, vio a los peores canallas mezclados fatalmente con otros semi-culpables,
con jóvenes más débiles que pervertidos, acabando de corromperse; en las buhardillas, vio la
miseria de las familias numerosas, su hacinamiento, el abandono moral de los niños; en la ciudad,
en fin, en cada esquina, vio una cantidad de jóvenes obreros, atraídos por las nuevas industrias y la
construcción de edificios y que no hallaban un alojamiento saludable y moral. La juventud, siempre y
en todas partes, era la víctima en esa sociedad mal hecha, en ese mundo de pasiones e intereses
desenfrenados. Comprendió entonces claramente el significado de su sueño de otrora: pastor de
ovejas descarriadas; ésa era su misión. Se preguntaba cómo se las arreglaría, y por dónde
empezaría; mas la respuesta no tardó en llegar.
En la mañana del 8 de diciembre de 1841, se disponía a decir Misa en la Iglesia de San Francisco
de Asís. Mientras se revestía con los ornamentos, oyó el ruido de una pelea y volvió la cabeza: el
sacristán zamarreaba a un muchacho, tratándolo de mendigo y de inservible: “Si no sirves ni para
ayudar a Misa, puedes marcharte de aquí”, gritaba; y como el chico, asustado, no se movía, lo
empujó brutalmente afuera. Don Bosco le ordenó enseguida al hombre que lo hiciera entrar de
nuevo.
-“Vamos –le dijo- no tengas miedo, ¿cómo te llamas?
-Bartolomé Garelli.
-¿De dónde eres?
-De Asti.
¿Tienes padres?
-Han muerto.
-¿Tu edad?
-Dieciséis años.
-¿Sabes leer y escribir?
-No sé nada.
-Por lo menos, ¿sabes rezar?
-No sé nada”.
Don Bosco le propuso entonces que siguiera los cursos de catecismo de la parroquia; pero el niño
confesó que le resultaría demasiado humillante encontrarse, a su edad, entre puros chicuelos que
reirían de su ignorancia.
-“Bueno –exclamó Don Bosco- si quieres, te enseñaré yo mismo el catecismo”. El muchacho aceptó
y recibió esa misma tarde su primera lección.
Ese discípulo, llevado por la Providencia, una mañana de invierno, a la sacristía de una iglesia de
Turín, trajo enseguida nuevos compañeritos al maestro; pronto pasaron de ciento. ¿Dónde albergar
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
18
todos esos muchachos que, cuando ya caía la tarde, acudían a Don Bosco? Era la pregunta que se
formulaba el joven sacerdote, cuando, en colaboración con otro sacerdote, amigo suyo, el Abate
Borel, fue encargado de dirigir un refugio, fundado por una descendiente de Colbert, la Marquesa de
Barolo.
A ese local transportó Don Bosco su domicilio y su modesto cuarto fue el punto de reunión de sus
protegidos; pero pronto resultó demasiado estrecho; los niños, más de trescientos, desbordaban por
los corredores y la escalera.
El apóstol convirtió entonces dos piezas del refugio, una en clase y la otra en capilla; apenas
instalado con sus “pilluelos”, la marquesa, contrariada sin duda por la turbulencia de los chicos, le
significó que se mudara. Entonces empezó una cacería desordenada en busca de albergue. Con
apoyo del Arzobispo, se le permite ocupar un viejo santuario abandonado, la iglesia de San Martín;
pero los vecinos, cuyo reposo perturbaban los chicos, exigen que la policía haga desbandar esa
turba. Don Bosco consigue el usufructo de otra iglesia, San Pedro in víncoli, pero el cura, amigo de
su tranquilidad, reclama y le quitan la concesión. Entonces, durante dos meses, reúne su tropilla al
aire libre, en el campo; pero el invierno se aproxima y no puede catequizar bajo la lluvia; alquila tres
piezas en un barrio, mas, ¡ay! Los inquilinos se quejan y el dueño de la casa acaba por despedir al
buen Padre. Cansado de luchar y como hubiese terminado el invierno, alquila un prado; pero el
propietario se percata que el pisoteo de esa pandilla infantil destruye hasta la raíz del pasto, e
intima al locatario para que se marche.
Con este último golpe, Don Bosco se desalienta, comprende que ha llegado la época de la gran
tribulación anunciada por su buena madre, y su alma se resigna; pero ¡qué dolor lo embarga al
pensar que tendrá que decir “adiós” a todos esos pequeños y volverlos a lanzar a los peligros de la
calle! ¡Ninguna casa, ningún asilo, ningún campo quería recibirlos! Agobiado bajo el peso de su
carga, Don Bosco, de rodillas, rezaba, mientras sus pobres niños lloraban.
En ese momento, un buen hombre entró en el prado y le dijo: “¿Es cierto que busca alojamiento?
Tengo un compañero, llamado Pinardi, que tiene un espléndido cobertizo y desea alquilarlo, ¿quiere
que vayamos a verlo?”
Don Bosco lo siguió; el espléndido cobertizo era una especie de perrera, de techo bajísimo y
agujereado en varias partes.
-“Es demasiado bajo –dijo Don Bosco decepcionado.
-Eso es lo de menos –repuso el hombre- cavaremos el suelo unos cincuenta centímetros y le
pondremos piso de madera; además, tendrá el goce del terreno que rodea el cobertizo y todo por
trescientos francos anuales.
-¿Con contrato? –se aventuró a preguntar Don Bosco, aleccionado por sus desventuras.
-Con contrato y todo estará listos el domingo”.
Se cerro el trato, volvió Don Bosco a su prado y el sol poniente alumbró una escena realmente
enternecedora: esas pobres criaturas, al saber que tenían desde ahora y para siempre un asilo
seguro, no podían contener su alegría; bailaban, cantaban, reían, aclamaban a su amigo grande,
quien, en el acto, rezó con ellos –y sólo Dios sabe con cuanto fervor- un rosario en acción de gracias.
Ese cobertizo providencial se hallaba situado en el bario del Val d’Occo o Valdocco, el Valle de los
Matados (occisi); no era un sitio como otro cualquiera, puesto que en los primeros tiempos del
cristianismo, decapitaban ahí a los mártires; pero ahora, por desgracia, era uno de los barrios pero
conceptuados de la ciudad. Saltimbanquis, domadores de osos, bandidas de toda especie
acampaban allí; los cubrían fondines y tabernas, refugios de una población maleante; y el domingo,
como los días de fiesta, esta barriada excéntrica, con sus diversiones groseras, constituía el punto
obligado para la concentración de la juventud de ambos sexos. Por eso, no fue uno de los menores
beneficios de la naciente obra, el saneamiento de sus alrededores y la transformación paulatina del
aspecto moral de ese barrio, hoy uno de los más sólidamente cristianos de Turín.
Mientras tanto, el número de niños agrupados en el Oratorio de Valdocco crecía sin cesar; ya
alcanzaba a setecientos. También se desarrollaba la obra: además del patronato dominical, Don
Bosco (que había palpado la ignorancia lamentable de esos pobre pequeños) se había hecho
institutor y había abierto un curso de adultos asiduamente concurrido. Como no podía bastar a todo
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
19
y asegurar el adelanto de todos los cursos, pensó en hacerse ayudar por los más despejados de sus
jóvenes. Los llamó aparte, les dio lecciones particulares y desde que comenzaron a “andar con
seguridad”, los echó al agua, según su expresión pintoresca, es decir, les confió la instrucción y el
cuidado de una división de pequeños, bajo su vigilancia.
Desgraciadamente, el pobre abate no pudo resistir durante mucho tiempo a la acumulación de esas
ocupaciones con el empleo de capellán de las huerfanitas, la visita a las cárceles, la enseñanza del
catecismo, la búsqueda de trabajo para sus niños. Al comenzar el mes de julio de 1846, una
neumonía violenta lo tumbó de golpe.
Una noche de domingo, después de agotadora jornada de patronato dominical, el joven apóstol,
vuelto a su alojamiento, se desvaneció de agotamiento. Fue necesario transportarlo a su lecho y
desde entonces la fiebre no le dejó. En ocho días, estuvo al borde de la tumba.
El domingo siguiente, el abate Borel acompañado por los mayores del patronato, sollozando
amargamente, le administró el viático. Su madre y su hermano José estaban presentes: acudieron a
su cabecera de moribundo.
Pero la oración de sus pequeños, oración obstinada y fervorosa, acompañada de heroicos actos de
sacrificio ofrecidos a Dios para su curación, libró del peligro al joven sacerdote a quien fue menester
imponer una larga convalecencia después de tan intenso sacudón. La pasó en los Becchi. Sólo la
tierra natal podía restablecerlo completamente.
Tres meces de absoluto descanso le devolvieron suficientes bríos para creerse en estado de volver a
uncir el yugo a fines de octubre. Además, lejos de sus clientes de miseria, sufría demasiado.
Resolvió partir el 1 de noviembre.
Despedido por la Marquesa de Barolo, quien no admitía atendiera simultáneamente a su
huerfanitas y a esa banda de muchachones, había alquilado cuatro piezas en el primer piso de la
casa Pinardi. A lo menos esto le permitía vivir en medio de su obra. Pero la casa Pinardi y los dos
edificios contiguos (uno de los cuales se llamaba “Fonda de la Jardinera”) no eran precisamente
islotes de santidad. Aun durante los días de trabajo el escándalo se ostentaba
desvergonzadamente. Un sacerdote solo no podía alojarse ahí sin despertar sospechas. Era
menester encontrar alguien seguro , irreprochable, que compartiera el pobre techo del abate: “Lleva
a tu madre”, le dijo el Deán de Castelnuovo, el buen Don Cinzano, siempre benévolo.
Ya había pensado en llevar a su madre pero nunca se atrevió a proponérselo. ¡Su pobre madre! Ya
no era joven y se había ganado el derecho a descansar un poco en la paz solitaria de los Becchi. ¡Oh
Dios! ¿Qué iba a ofrecerle él a cambio de las humildes tareas cotidianas del hogar? La molestia, el
ruido, las exigencias, la mala educación de setecientos mozos. Ella tendría que sacrificar todos sus
recuerdos de juventud, toda su pobre vida reglamentada y uniforme, la tranquilidad de sus prados,
la dulzura de sus amistades, a cambio de una existencia desarraigada, atropellada, en plena ciudad
febril. Y además, por el simple hecho de aceptarle, pasaría a depender de él, ella le obedecería,
subordinaría su existencia a la suya. No, no podía ser así. Pero ¿qué otra solución había? Entonces
se llenó de valor y le participó su deseo. “Si crees que Dios lo quiere –contestó sin vacilar- cuenta
conmigo.”
Emprendieron el camino el día siguiente de los difuntos, 3 de noviembre de 1846. los días
anteriores, enterada de la miseria que iba a encontrar en Valdocco, Mamá Margarita había aceptado
un doloroso sacrificio. En el fondo de su ropero y perfumado de alhucema, descansaba su traje de
joven desposada. Allí dormía hacía treinta años, despertando de tiempo en tiempo, en su fiel
pensamiento los mejores recuerdos de amor, el amado marido muerto, toda su juventud... del
sombrío rincón sacó la hermosa tela que había abrigado los más fuertes latidos de su corazón y
corrió a venderla. ¡oh! ¡nada caro! A fin de tener algún dinero para sufragar los primeros gastos.
¡Santa, santa mujer! Campesina que no sabía leer pero cuyo corazón rivalizaba con los más nobles.
Y una mañana de noviembre bajaron a pie hacia Turín; ella llevaba en una canasta todas sus cosas,
un poco de ropa, sus instrumentos de buena ama de casa; él tenía debajo del brazo un misal,
algunos cuadernos y su breviario. El camino era largo, cuarenta kilómetros, siete horas de marcha.
Para un convaleciente y una anciana era demasiado. Por eso llegaron extenuados. En el cruce del
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
20
Rondo allí donde el Corso Reina Margarita corta el Corso Valdocco, encontraron un amigo, Don Vola,
quien, viéndolos agotados y polvorientos, les preguntó:
-“¡Oh! ¿de dónde vienen así, tan cansados y cubiertos de polvo?
-De los Becchi.
¿A pie?
-A pie. ¿qué quieres? Nos falta esto.
Y el gesto completaba el pensamiento.
-Y ¿dónde te alojarás?
-En la casa Pinardi junto con mi madre.
-¿Qué medios de vida tienes ahora que estás sin empleo?
-He aquí una pregunta, querido amigo, que me costaría contestar, pero confiaremos en Dios y Él
pensará en nosotros.
-¿Os esperan en lo de Pinardi?
-¿Lo imaginas?
-Entonces ¿qué comerán ustedes esta noche?
-No te preocupes, después veremos.
-Mi pobre Don Bosco, me das lástima. Quisiera hacer algo por ti. Espera, espera”
y diciendo esto, el buen sacerdote revolvía sus bolsillos.
-“Esta noche no tengo ni un céntimo. Se ve que cambié de sotana. Por lo menos acepta esto –dijodesprendiendo su reloj.
-¿Y tú?
-¡Oh yo! Yo tengo otro. Vende esa alhaja, tendrás algo para empezar a vivir”.
Y el generoso amigo los abandonó.
-“Como ves, madre, la Providencia piensa en nosotros” –subrayó Don Bosco.
Doscientos metros más y ya estará en casa. El humilde alojamiento los aguardaba en el primero
piso de la casa Pinardi. Dos de las cuatro piezas estaban amuebladas, si puede llamarse mobiliario
a un miserable lecho, una mesa de madera blanca, una silla de paja; lo estrictamente necesario
para trabajar, descansar, vivir.
Era noche cerrada hacía rato.
Mientras su madre empezaba a preparar la pitanza, Don Bosco, a la débil luz de una vela, colgaba a
la cabecera de las camas una pila de agua bendita, una palma y una imagen piadosa.
Como lo hacían cada noche desde que esperaban su regreso, algunos jóvenes se habían
congregado bajo su balcón preguntándose frente a esa ventanas pálidamente iluminadas, si
realmente era él. No se atrevían a subir porque no estaban seguros. Pero he aquí que, de pronto y
en medio del silencio de esa hora tranquila, se oyó una hermosa voz de tenor acompañada por otra,
más débil, de mujer. Ambos entonaban un cántico que Silvio Péllico había compuesto en honor del
Ángel de la Guarda.
Habitante del paraíso celestial
¿qué haces aquí junto a mí?
¡Oh almas simples! ¡Oh corazones puros! Por toda riqueza, en el pobre alojamiento, no había más
que el precio del lindo traje de novia y el reloj del amigo Vola; el mañana era inseguro; esta noche,
para la comida no había nada pronto. Estaban agotados, exhaustos. Pero toda la dicha del Paraíso
triunfaba en sus corazones.
Y cantaban, cantaban...
En colaboración
La buena madre llegó a casa del hijo en el momento oportuno, pues, por impulso de las
circunstancias y la educación del joven sacerdote, el floreciente patronato de San Francisco de
Sales tendría, en 1847 y 1849, dos casas más en otros dos lugares de la ciudad, y se completaba
después con un internado lleno de vida.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
21
En efecto, pronto comprendió el joven abate Bosco que las influencias exteriores destruían
fácilmente el bien realizado en el patronato. El santo sacerdote sólo podía tener a su lado a los
niños el domingo y las noches de los demás días. Pero durante todo el día estaban expuestos a la
perniciosa influencia del taller, a los peligros de la calle, a los escándalos de los malos ejemplos;
para defender a esas almas frágiles, era menester alejarlas del mundo corrompido que las pervertía.
Pero ¿cómo conseguirlo con esa falta de recursos? La misma Providencia obligó a Don Bosco a
acoger definitivamente algunos de esos desgraciados.
Una noche de primavera, al volver a su casa, encontró en una encrucijada del camino, una banda de
matones, que le hubiese hecho alguna mala pasada, si no los hubiera llevado a la fonda vecina a
tomar una copa, y dos también; después de haberlos amansado con eso, les dijo un sermoncito.
-“Ahora que somos amigos –les dijo- me van a hacer el favor, ¿me oyen?, de no blasfemar como lo
hicieron hace rato al verme cerca; es muy feo y atrae el castigo divino.
-Sí, sí, Don Bosco, tiene razón. Pero... ¿sabe? No es culpa nuestra, se nos escapa... la costumbre...
pero desde ahora, ya verá.
-Bueno, vuelvan entonces con juicio a sus casas, y el domingo los espero en la mía, ahí abajo, en la
casa Pinardi.
-Volver a casa –dijeron algunos de esos infelices- sería difícil.
-Pero ¿dónde duermen ustedes de noche?
-En cualquier parte, en el asilo nocturno por cuatro reales, en casa de un amigo, en una caballeriza,
donde se puede; nunca en un mismo sitio dos noches seguidas.
-En ese caso –dijo Don Bosco no escuchando más que su buen corazón- vengan conmigo”.
Y rodeado de esa pandilla poco tranquilizadora, emprendió la bajada hacia el Valdocco, donde su
pobre madre, al no verlo llegar, le aguardaba ansiosa. Bajo el techo del cobertizo, había un granero,
donde quedaban algunos restos de paja; Don Bosco condujo allí sus “bandidos”, previamente
munidos con una sábana y una cobija cada uno, y después de haberles hecho rezar mal que mal
una corta oración, les dio las buenas noches. A la mañana siguiente, contento con su encuentro de
la víspera, trepó de nuevo al granero para despertar a su gente, decirla una palabrita de corazón y
mandarla al trabajo. ¡Ay! todos habían volado antes del alba, llevándose sábanas y cobijas para
venderlas. La primera tentativa fue un desastre.
La segunda fue mejor. Poco tiempo después, una noche del mes de mayo de 1847, Don Bosco y su
mamá terminaban de comer, cuando oyeron llamar a la puerta; era un niño de quince años; afuera
diluviaba y el pobrecito estaba calado hasta los huesos. Se moría de hambre; tímidamente pidió un
pedazo de pan. Margarita Bosco lo hizo sentar delante del fuego, le dio los restos de la comida y
cuando el pobre hambriento hubo devorado el festín, mientras calentaba sus miembros helados,
Don Bosco lo interrogó.
Era un huérfano, aprendiz de albañil; había bajado de la montaña con tres francos en el bolsillo,
pensando encontrar trabajo en Turín; pero se le habían agotado los tres francos, el trabajo no
aparecía y se encontraba sin techo y sin abrigo. Margarita le propuso a su hijo recoger al niño; con
ocho ladrillos, tres tablas y el colchón de Don Bosco, le preparó una camita en la cocina, donde se
durmió como un bendito. Este nuevo huésped, cuyo nombre no se ha conservado, permaneció con
sus bienhechores hasta el invierno, trabajaba afuera, pero volvía fielmente cada noche a la posada
de Dios; cuando llegó el invierno, se volvió a su pueblo y debió morir sin duda al poco tiempo, pues
nunca más volvieron a saber de él.
En junio del año siguiente, Don Bosco trajo, una noche, un pobre chiquillo, para que Mamá
Margarita lo albergara; lo había encontrado en la vía pública, apoyado a un árbol, con el cuerpo
estremecido por los sollozos; la mamá había muerto la víspera y el propietario, para cobrarse, había
echado mano a los miserables muebles, y había cerrado el cuarto con llave. ¡Cómo resistir a
semejante espectáculo de miseria! Don Bosco adoptó al niño. Más adelante, otros siete chicos
igualmente dignos de interés, vinieron a llenar el pobre local del Valdocco –dos estrechos cuartosdonde se apiñaron como pudieron. ¡Humilde origen de los inmensos edificios que, con sus cuarenta
dormitorios, alojarán, unos años después, un millar de niños del pueblo!
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
22
Pero esas dos piezas eran por demás exiguas para contener más desdichados.
-“No hay más que una solución –dijo Don Bosco- comprar esta casa, el dueño me la dejarían en
treinta mil francos.
-¿De dónde vas a sacar ese dinero? No tenemos más que deudas, -murmuró la madre.
-Dígame, su usted lo tuviera ¿me lo daría?
-Por supuesto.
-Entonces, ¿por qué suponer que el Señor que es rico, será menos generoso que usted?”
y las limosnas afluyeron: diez mil, veinte mil francos llovieron de golpe; la casa se compró y se pagó
en unos días.
Pronto iba a poblarse de un mundo de trabajadores esta humilde casa, semejante a tantas otras
diseminadas en los arrabales de Turín, fuera de su antiguo camino de circunvalación. Todos los
aprendices que pudo abrigar, los acogió, llegándose así a treinta. Treinta niños para alojar,
alimentar, buscarles colocación en la ciudad. Sin mayores dificultades, Don Bosco les encontraba
trabajo y todas las mañanas, después de Misa, con su “pagnota” en el bolsillo o en la boca, partían
para la fábrica o los andamios. Volvían a mediodía con un apetito feroz; para saciarlo, Don Bosco les
servía una “minestrota de rara densidad, o unas gachas tan rubias como consistentes, a menudo
preparados por él; como bebida, el agua cristalina de la fuente contigua, y todavía para costearse un
segundo plato, Don Bosco les daba cinco reales a cada uno. Con cinco reales en aquel entonces
¡qué no se podía conseguir!
El refectorio era de lo más romántico; se sentaban unos en la escalera, otros en alguna viga
olvidada ahí; éstos, al borde de la fuente, aquellos en el mismo umbral de la cocina. Concluido el
almuerzo, se pasaba a la canilla a limpiar el plato; en cuanto a los cubiertos, cada cual los guardaba
en el bolsillo para la próxima comida. Entre todos esos grupos circulaba Don Bosco, alegre el
semblante, vistiendo algún delantal improvisado, brindando el cucharón humeante a los que
querían repetir.
Era una familia, en la pura acepción de la palabra, la compenetración plena de los corazones.
Vueltos los muchachos a su trabajo, y terminada de lavar la vajilla, se sentaba Mamá Margarita al
lado de la ventana y, ayudada a menudo por su hijo, remendaba, zurcía, recosía hasta entrada la
noche, cuando no le tocaba el turno al copioso lavado semanal.
A los treinta años, sólo tenía que atender a tres chiquillos y a los sesenta pasados, su hijo le
confiaba docenas de muchachos, cuyas ropas debía conservar limpias y decentes. ¡Vaya si era ése
un ocaso de vida laborioso! pero la buena viejecita sólo se quejaba a menudo por no poder dar
abasto.
Algunas veces, sin embargo, se le acababa la paciencia ¿quién se sorprenderá por eso? En dos
ocasiones, la humilde mujer estuvo a punto de descorazonarse ante los excesos de indisciplina de
sus hijos adoptivos que (no hay que olvidarlo), eran hasta ayer pequeños anarquistas en ciernes. La
historia ha conservado el recuerdo de esos instantes de mal humor, bien cortos, por cierto, como
rápida tormenta en un cielo generalmente tranquilo y sereno.
En esa época, 1848, Italia estaba en plena efervescencia política; ansiaba, por un lado, rechazar
fuera de la península a Austria y los Borbones, dueños de los dos tercios de su suelo, y por otro lado,
anhelaba formar con todos los distintos estados que la componían un gran reino bajo el cetro de la
Casa de Saboya.
Esta fiebre guerrera iba cundiendo, y el patronato de Valdocco no siempre conseguía defenderse de
esas brisas bélicas; nadie pensaba, nadie hablaba más que de guerra; sólo se tarareaban tonadas
guerreras; los juegos y los sueños eran de guerra. Al salir de clase o del taller, se formaban bandos,
en los baldíos de las plazas y se ejercitaban en el manejo de las armas; grandes maniobras o
guerrillas eran la diversión del día, no siempre inocente, pues a menudo hubo cabezas maltrechas y
sangre derramada.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
23
Inútil decir que esta pasión hacia parecer muy aburridos los oficios religiosos, los sermones o la
explicación del catecismo; la juventud desertaba de la casa de Dios. ¿cómo retenerla a pesar de
todo? Don Bosco rumió largamente el problema y, por último, su espíritu práctico resolvió encauzar
para el servicio de Dios ese entusiasmo juvenil mal canalizado. En la época de la primera guerra de
la independencia italiana, se había ganado la amistad y los servicios de un excelente “bersagliere”,
que acababa de finalizar la dura campaña del 48; el buen sub-oficial se había puesto a disposición
de Don Bosco para toda clase de servicios de orden militar; nuestro apóstol aceptó presuroso el
ofrecimiento y rogó enseguida a su amigo que adiestrara a sus muchachos en la “guerra chica”, así
les retendría en el patronato con el aliciente del momento.
Trato hecho, el monitor eligió entre los jóvenes más ágiles y mejor entrenados y empezó su
educación militar; el gobierno consintió en prestar doscientos fusiles de madera, inofensivos; se
consiguieron otros tantos bastones para acabar el equipo y el “bersagliere” regaló su propio clarín a
los jóvenes reclutas.
Estos, en pocas semanas, estaban tan bien adiestrados, que representaban ya simulacros de
combate a todo el mundo infantil de Don Bosco y a todos los curiosos atraídos hacia esos baldíos
por la fama de esos soldaditos en ciernes.
Pero un día, la cosa se puso fea. Cerca del patio donde maniobraban los niños, Mamá Margarita
había conseguido, a fuerza de cuidados y trabajos, formar una pequeña huerta, rodeada de cerco,
donde como buena campesina, cultivaba todas las legumbres útiles para sazonar el caldo o
completar el “menú”; hasta tenía un sitio especial para las hierbas destinadas a los conejos.
Aconteció pues que, un domingo en la tarde, el “bersagliere” tocó la diana y reunió sus tropas para
un asalto; estaban repartidas en dos campos, el de los vencedores y el de los vencidos; todo estaba
admirablemente combinado: las diversas maniobras, los movimientos, el ataque final; para dar
ánimo a la tropa, tenía, no solamente el entusiasmo combativo de la juventud, sino también, por
desgracia, un público numeroso de espectadores. Ese fue el causante del desastre, con sus gritos,
pataleos, excitaciones y bravos embriagadores. ¡Ah, qué público! ¿A cuántas tonterías empuja a
menudo a los pobres mortales saturados de vanidad!
Al principio todo anduvo bien; el programa se desarrollaba punto por punto, según el orden
establecido, y cada bando representaba su papel con seriedad y sangre fía, en conciencia; los
movimientos previstos se efectuaban matemáticamente y toda esa gente menuda evolucionaba
sobre el terreno como tropa de línea; el “bersagliere” dominaba con la vista el campo de batalla y
era dueño de sus tropas; los mismos espectadores se posesionaban del juego, animando con
entusiasmo a los muchachos.
Pero la carga final estropeó todo. Por una parte el clarín que tocaba un aire difícil, por otra el
estallido de los aplausos, el furor de un ejército que se sentía contemplado, todo debía traer el
desastre. El ejército vencido fue primeramente acorralado contra la valla y después arrojado al otro
lado. Presionado por el vencedor franqueó el ligero obstáculo, aplastándolo y en un abrir y cerrar de
ojos, los maravillosos tablones de Mamá Margarita quedaron invadidos, pisoteados, devastados.
Todo el fruto de varios meses de trabajo quedó aniquilado en treinta segundos por ese ejército
embriagado de gloria, al cual la concurrencia misma incitaba a la destrucción. Fue lamentable.
Tanto más cuanto que en ese preciso instante la desventurada mujer apareció en la puerta de la
cocina y vuelta hacia su hijo que, impotente había asistido a la destrucción, exclamó con una voz
que daba pena: “Mira, Juan, lo que han hecho tus “bersaglieres”, el huerto ya no existe”.
A lo cual Don Bosco contestó: ¡Mi pobre mamá! ¿qué quieres que haga? ¡Son jóvenes!”
Esta vez, aun cuando refunfuñando, la buena madre se resignó y volvió a su cocina, ya que no
convencida cuando menos casi apaciguada. Pero otra vez la tentación asumió una forma más
aguda. Posiblemente, hacía semanas y meses, esos pilluelos del Patronato abusaban de la
paciencia de la santa mujer. Como no decía nada, soportaba todo y conservaba su sonrisa en medio
de sus travesuras, hasta ante sus pequeñas maldades, se creyeron autorizados para llevar su
audacia más a fondo.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
24
La Fontaine, el fabulista que nunca se equivoca, ha dicho que esa edad no tiene piedad. Los jóvenes
huéspedes de Don Bosco dieron tan abundantes pruebas a Mamá Margarita de esa crueldad
inconsciente que un día ella perdió toda su paciencia. Alguna travesura de mayor calibre había
hecho desbordar el vaso. De ahí que excitadísima se apersonó con su hijo: “No puedo más. Eres
testigo de todo el trabajo que me tomo: está mal recompensado. Esas criaturas son intolerables.
Hoy he encontrado pisoteada en el suelo la ropa lavada que había tendido; ayer corrían entre mis
legumbres. ¡Y que muchachuelos mal educados o negligentes!
Unos vuelven a la noche con sus trajes hechos trizas, otros sin corbatas, sin medias, sin pañuelos.
Estos me esconden las camisas y aquellos vienen a apoderarse de mis cacerolas sólo por diversión.
Tardo horas en juntar todo. Te digo que ya estoy cansada, esto no puede seguir así. ¡Y pensar que
estaba tranquila hilando en los Becchi! ¡Déjame que vuelva allá para acabar mis días!”.
Por toda respuesta Don Bosco señaló a su madre el crucifijo colgado de la pared.
La gran cristiana comprendió, sus ojos se llenaron de lágrimas. “Tienes razón –exclamó- tienes
razón”. Y bajó a ponerse de nuevo el delantal.
Hijos dignos de esa Madre
Afortunadamente, no todos los protegidos de su hijo se parecían a esos terribles muchachos. Un
trágico suceso lo demostró años después. Al finalizar julio de 1854, el cólera se abatió sobre Turín.
Los casos se multiplicaron con rapidez desconcertante: al finalizar la primera semana, se
declaraban hasta 50 y 60 por día y la proporción de defunciones alcanzaba a veces hasta el 60%.
En tres meses se contaron 2,500 casos, de los cuales 1,400 fatales. La insalubridad de ciertos
barrios y la suciedad repulsiva de numerosas bohardillas colaboraron activamente en esta excesiva
mortandad.
El barrio de Valdocco, donde estaba la obra, fue más probado que otros: en octubre contaron 400
muertos. El Oratorio de Don Bosco vivía en medio de una cintura de apestados, entre quienes la
muerte segaba gran proporción de vidas, porque los parientes de los enfermos huían aterrados ante
los primeros signos del mal, abandonándolos a su suerte. Para acabar con el mal, cercándolo, en
Consejo Municipal abrió los lazaretos en los dos puntos más contaminados de la ciudad. Pero
entonces, se planteó un problema: ¿dónde hallar los abnegados voluntarios que descubrirían los
casos aislados y rápidamente trasladaran los infortunados hasta esos abrigos?
Don Bosco, quien, desde los primeros días, se había multiplicado a la cabecera de los enfermos y
agonizantes, llevándoles los auxilios de su ministerio y de su caridad, comprendió pronto, frente a la
difusión del mal, que sólo un equipo de jóvenes podía procurar ese beneficio a la ciudad castigada.
Entonces, sin vacilar, llamó a sus mayores, catorce se inscribieron enseguida y unos cuantos días
más tarde su ejemplo era seguido por otros treinta. Con estos cuarenta voluntarios se cumplió una
excelente tarea metódicamente organizada.
Una parte de estos jóvenes prestaba servicio en los lazaretos, otra en las familias. Un grupo
reducido había sido encargado de explorar las casas obreras para descubrir allí los desgraciados
abandonados por sus parientes, y en el Oratorio siempre había un piquete de guardia pronto a
contestar al primer llamado. Para solicitar su intervención no se tenía en cuenta que fuera día o
noche. Durante casi dos meses consecutivos, estos cuarenta jóvenes permanecieron alerta. Sin
embargo, ni uno solo de ellos sufrió contaminación de la peste; la protección de la Santísima Virgen
era visible, pues, si en los primeros tiempos de su nuevo oficio, se habían esmerado en sujetarse a
la profilaxis indicada lavándose y desinfectándose después de cada expedición, al final no la tenían
en cuenta, abandonándose a la Providencia.
Muchos de estos desventurados auxiliados en sus buhardillas por esos jóvenes voluntarios se
encontraban en un estado de completa miseria. Por eso la buena Mamá Margarita se vio obligada a
vaciar los armarios de la casa: sábanas, colchas, camisas, toda la reserva de la ropa blanca se
agotó. Para ayudar esas lamentables miserias, cada uno de los pequeños protegidos de Don Bosco
no quería conservar más que lo puesto y el más sumario ajuar de cama. Un día un niño vino a
implorar una sábana para un enfermo acostado sobre un miserable colchón. Mamá Margarita había
buscado por cajones y rincones sin hallar nada, cuando encontró un mantel, escapado, no se sabe
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
25
como, de la repartición general. “Toma, muchacho, aquí tienes”. Y el niño, contento, corrió cual
flecha para envolver mullidamente en fina tela a su pobre protegido.
La buena anciana pensaba en todo, especialmente en el alma de sus protegidos, incluso la de su
hijo. Sí, nunca la perdía de vista. Hasta cuando la fama de sus virtudes hubo ceñido como aureola la
frente de su hijo, continuó considerándolo como su Juan, el niño a quien ella debía mantener en el
ascendente camino del deber. ¡Cuántas veces por la noche, al volver muy tarde de un sermón
pronunciado en la ciudad, o de un retiro predicado en alguna aldea, o de una visita a algún enfermo,
ella suavemente, preguntaba:
-“Juan, ¿rezaste esta noche? No te olvides, ¿eh?”.
Y Juan que en el camino no había dejado de pasar su tiempo murmurando las oraciones, para
proporcionarle el mayor de los placeres, le contestaba:”Voy a rezar enseguida, mamá”.
Y en abate Bosco, vuelto a ser el niño de los Becchi, se arrodillaba ante su cama y por segunda vez,
elevando su alma a Dios, rezaba las oraciones de la noche.
Rejuvenecida treinta años
El abate Juan encontró en su madre la más activa e inteligente de sus ayudas para cimentar
sólidamente su naciente obra. No sólo, y era mucho, lo alivió de la mayor parte de los cuidados
materiales, sino que además, como he hecho comprender al final del capítulo anterior, rejuveneció
como trenita años, si es permitida la expresión, para ser con sus hijos adoptivos la misma madre
que en los Becchi, que de mil maneras se ingeniaba para corregir, transformar y empujar al bien el
corazón de esos muchachos.
Sentía particular debilidad por quienes daban trabajo a su hijo. Si encontraba una de esas cabezas
alocadas que nadie podía dominar, le decía a boca de jarro: “Y bien ¿cuándo empezarás a
obedecer? Casi todos tus camaradas se esfuerzan por mejorar. Tú no. Eso no puede ser. Trata de
ser juicioso durante todo un día. ¡Si supieras cuán agradable es sentirse estimado por sus
compañeros, ver la cara contenta de los maestros, tener la conciencia tranquila!
Si le tocaba un perezoso, lo amonestaba así: ¿Sabes que tu vicio es uno de los más feos?
Demuestras que no tienes corazón. Don Bosco se mata buscando con que nutrirte y alojarte: los
días le son cortos. Y tú, durante ese tiempo, no hacer nada. ¿Qué vas a hacer mañana en la vida?
¿Cómo ganarás tu pan? Has elegido el mejor camino para terminar en la cárcel”.
“Eres peor que los animales –increpaba a uno de esos que no sueñan más que con peleas y golpes¿has visto que los caballos, las ovejas, las vacas, se acometan entre sí como haces tú con tus
compañeros? Esos irracionales son más inteligentes que tú. No olvides que quien quiere venganza
un día será castigado por el Señor”.
Y al que engulle hasta enfermarse: “¡Qué glotón eres! Las bestias comen hasta satisfacer su apetito
y se detienen. Tú vas más allá: comes sin tener ganas. Es el mejor medio para arruinarte la salud.
¿quieres morir joven? ¿quieres terminar tus días en un hospital? ¡Qué feo defecto! Trata de
corregirte pronto para ser todo un hombre.
La espontaneidad y la franqueza de estas amonestaciones adquirían un colorido especial en los
labios de esta campesina, pues las subrayaba con una de esas palabras que constituían una
expresión del terruño, un proverbio de la religión, que, envolviéndolas como en una sonrisa, las
grababa intensamente en las livianas cabezas de esos pilluelos.
Mirad qué graciosa escena. Entre dos montañas de ropa para remendar amontonadas en dos sillas,
Mamá Margarita cose. Frente a ella hay un muchacho que ha detenido a su paso por el balcón;
quince años, aspecto de persona cohibida; ayer buen chico, dócil y piadoso, pero hoy catalogado
entre los malos elementos. “¿Quién te ha dado vuelta sí, hijo mío? Te encuentras ahora entre los
indisciplinados. Y ¿por qué abandonas la oración? Sin la ayuda de Dios, no se llega a nada. Tengo
miedo que acabes mal si no te corriges. Tú conoces lo que dicen por mi aldea: No han nada más
fácil que descender, pero elevarse ¡cuánto cuesta!”.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
26
“Sí, yo te daré este pedazo de chocolate –dice la misma a otro que, codicioso de la golosina, ya
tendía la mano- pero antes debes contestarme, ¿desde cuándo no has ido a confesarte?
-Quería ir, pero no he tenido tiempo.
-¿Y el sábado pasado?
-Había demasiada gente.
-¿Y el domingo?
-No estaba preparado.
-Sí, ya me percato de lo que sucede. Recuerdo el proverbio piamontés: una mala lavandera jamás
encuentra sitio conveniente en el lavadero.”
Otro ruega: “Mamá, cóseme el botón.”
-Toma, aquí te doy hijo y aguja. Cóselo tú mismo. En esta vida hay que saber bastarse a sí mismo.
Nuestros padres decían que quien no es capaz de cortarse las uñas de las dos manos no llega a
ganarse el pan. Atiende ese consejo”.
Ante sus propios ojos, un descabellado hace tiras su pañuelo para atar una pelota de su
manufactura.
-¿No te da vergüenza? –reprende Mamá Margarita.
-Pero si mi pañuelo es un andrajo.
-Recuerda nuestro proverbio: para pelar, si falta el cuchillo, están las uñas. Con un andrajo todavía
se puede hacer algo”.
Este dicho lo repetía con frecuencia, sea para subrayar el valor del tiempo, el oro de los minutos;
sea para apuntar la utilidad de las cosas más pequeñas o para enseñar el arte de hacer varias
cosas a un mismo tiempo, cuando es posible hacerlo.
Otras veces, alguno de esos pillos, después de haberle escamoteado un diente de ajo o una cebolla
para sazonar su pan, o enseñaba con aire triunfante a otro compañero, sin sospechar que la
anciana no le perdía un solo movimiento hacía rato: “Muy bien –exclamaba ella- muy bien. Esto
justifica lo que siempre se dice, la conciencia es como las cosquillas; unos las sienten pero otros no.
Veo que eres de éstos. Te felicito”.
Y después de esta ironía giraba sobre sus talones.
Así como estaba lista para corregir de esta manera ingeniosa, también lo estaba para perdonar. Por
lo demás, una de sus máximas era: hecha la herida, enseguida se debe vendar. Como todos los
educadores cristianos, pensaba que es malo dejar que el niño o el adolescente “rumien” su
humillación. Desde el primer momento, el Padre Bosco había elegido la conciencia de sus chicos
como principal colaboradora. A cada momento apelaba a ella y nada era mejor a sus ojos, que ver
como sus hijos aceptaban voluntariamente un castigo merecido, llegando hasta imponérselo ellos
mismos.
Por ejemplo: en el Oratorio era axioma corriente que quien no trabaja no tiene derecho de comer.
Los aprendices habían llegado a estropear el latín de San Pablo que, según contaban, decía así: Qui
non aborat non mangiorat. No era raro ver de cuando en cuando alguno de esos muchachotes a
quien Don Bosco acababa de recriminar su pereza, que se negaba entrar al refectorio y se
condenaba a pan duro.
Mamá Margarita adivinaba el motivo de ese aislamiento y se acercaba al culpable “Veo que has
hecho una de las tuyas. Siempre perezoso e indisciplinado ¿verdad? ¿A dónde irás a parar, pobre
hijo mío? Mira a Don Bosco que por vosotros se mata de trabajo de día y de noche; ¿no te
avergüenza refocilarte en la haraganería mientras comes su pan? En la primera oportunidad le
pedirás perdón y te corregirás. ¿Lo prometes? Mientras tanto toma esto”. Y le pasaba una especie
de “sandwich”. Una galleta de maíz, en cuyo medio había puesto un pedazo de queso o de salame.
“Y sobre todo, no le cuentes a nadie. Me harías hacer un papel muy feo. Dirán que ayudo a los
malos”. Conmovido hasta las lágrimas, el culpable aceptaba el regalo y su corazón, impresionado
por tanta bondad, prometía enmendarse. A menudo así sucedía.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
27
La bondad de esta mujer no tenía límites. ¡Cuántas noches, a pesar de hallarse extenuada por sus
laboriosas jornadas, se quedaba esperando hasta las once o las doce, a los aprendices detenidos
en el trabajo por las horas suplementarias! Cuando llegaban, encontraban la sopa caliente y una
porción de legumbres con pan a discreción. No tenían derecho a ellas, pues los cinco sueldos de la
mañana entregados por Don Bosco, se suponía que cubrían los gastos de sus pedazos de pan y
porción de legumbres, pero la caritativa anciana no hacía cuentas tan estrictas.
Del mismo modo, difícilmente resistía los reiterados pedidos de los pequeños que mendigaban un
suplemento de comida.
-“Mamá, deme una “pagnota” –rogaba un chicuelo.
-Pero ya merendaste.
-Sí, pero ¡tengo hambre!
-Bueno. Toma, pero no la enseñes a nadie, sino tus camaradas vendrán a pedirme otra, no podré
negarme y mañana en el patio se recogerán cortezas de pan.
-No temas, Mamá, no lo diré a nadie.
Dos minutos después, todos lo sabían, y como un alud cayeron los demás en la cocina de Mamá
Margarita quien, en la primera ocasión, les daba un buen reto.
-“Y bien, me prometiste no hablar de la “pagnota” que te di. ¿así cumples tu palabra?
-¿Qué quieres, mamá? Me preguntaron dónde la conseguí. ¿debía decirles una mentira?
-No, nunca se debe mentir. Pero otra vez...
-¡Oh! Otra vez también me la dará. Estoy seguro.”
Y era cierto. No podía rehusar nada a esos pequeñuelos, por poco que golpeasen a su corazón.
Cuando, hacia 1852, se fundó la sección de los estudiantes de latín que iban a la ciudad a seguir
sus cursos, los muchachos regresaban con el estómago en los talones. Entonces se presentaban a
su mamá, recibían su merienda tradicional y se quedaban allí mismo, petrificados en elocuente
postura.
-“Y bien, marchaos, porque ya estáis servidos.
-Pero esto no puede pasar, mamá.
-¿Por qué?
-¡Demasiado seco! ¿un pedacito de queso o de salame lo empujaría muy bien.
-Goloso. ¿no te da vergüenza? Agrace al Señor el pan blanco que te da.
-Mamá –insistía el pequeño latinista con aire lamentable –mamá, le aseguro que no pasa.
Y Margarita terminaba por cortar la rebanada de Salame.
Pequeñeces. Todas estas son pequeñeces. Pero, a pesar de su insignificancia ¡cuán alto proclaman
la maternal bondad de esta mujer que era el verdadero Ángel Custodio, la Providencia de esta
colmena bulliciosa de trabajo y oración, fundada, celda por celda, por el alma de apóstol de su hijo.
Diez años de abnegación, oración y pobreza
Como lo recuerda el mármol colocado debajo de la pieza donde murió, Margarita permaneció cerca
de diez años al lado de su hijo. Este último período de su vida puede dividirse así: durante unos
siete años, fue, sin exageración, el alma de la casa; luego, durante los tres últimos años, se hizo un
lado, para dar paso a los primeros discípulos de su hijo que vistieron sotana, y, sin embargo, esos
“padrecitos” jóvenes, hasta el día de ayer, le debían todo; todavía le seguían dando el nombre de
madre. Pero eso no importaba, habían revestido el hábito sagrado y ella desaparecía, les dejaba su
lugar, llegando hasta ofrecer su obediencia.¡Qué ejemplo de espíritu de fe y de humildad! Al mismo
tiempo, renunciaba a seguir desempeñando el papel principal que había tenido hasta entonces.
Durante los primeros años de la obra naciente, fue el brazo derecho en la casa y, en ciertas
ocasiones, la reemplazante de su hijo. El joven apóstol estaba afuera tan a menudo visitando
prisiones y hospitales, predicando, subiendo y bajando las escaleras de los bienhechores y patrones
de sus hijos espirituales, que en la casa hacía falta una mano y un mando para dirigir la empresa.
Mamá Margarita los suministraba. Más de uno se admiraba como, a pesar de las ausencias
reiteradas y prolongadas, la obra marchaba tan bien. La contestación era ésa: un pensamiento
vigilaba prudente, atento, firme, capaz de resolver toda dificultad, de prevenir todo daño. Ningún
incidente la tomaba de sorpresa. Recibía a las visitas, trataba con las autoridades, desenredaba los
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
28
asuntos más difíciles, compraba, vendía, negociaba con una sencillez, de tan buena fe y con un
buen sentido común tan sólido, que su hijo no lo habría hecho mejor. Sin duda, hasta el fin de sus
días fue la campesina analfabeta de los Becchi, pero muy contados eran los que conseguían
sorprender su experiencia. Por eso, su hijo descansaba en ella con entera tranquilidad.
Entre los que rodeaban al hijo, bienhechores, amigos, o celebridades que se le acercaban, sólo se
oían elogios de la valiente mujer.
A veces sucedía que algunos de los personajes que visitaban a Don Bosco la encontraban. En
aquellos tiempos no había sala de espera. Entonces, para guarecerse del sol, la lluvia o
simplemente del aire frío que barría el balcón donde aguardaban, más de uno de estos señores
empujaba la puerta de Mamá Margarita y entraba. La acogida de la virtuosa anciana era tan
respetuosa como encantadora, adelantaba la silla, ofrecía la tradicional taza de café, deploraba la
pobreza del lugar... y volvía a su trabajo después de pedir mil disculpas. Pero mientras cosía o
cortaba, el visitante rara vez dejaba de proponerle un tema, hacerle preguntas (no siempre fáciles),
pedir su parecer sobre tal o cual suceso del día sin excluir los problemas teológicos o políticos. Era
maravilloso ver como se desempeñaba esa mujer sin instrucción. Naturalmente, no tenía respuesta
para todo. Pero su dilatada experiencia, su agudeza intelectual, así como su ciencia religiosa, le
permitían decir su palabra sobre muchos asuntos. Salpicaba sus opiniones con refranes o dichos
evangélicos. Cuando no entendía con claridad la pregunta, tenía un modo propio de eludir la
cuestión o de zafarse de ella con una deliciosa salida.
Ella agasajaba con la más profunda gratitud a todos los benefactores de la obra de su hijo que la
honraban trabando conversación con ella. La frase tantas veces repetida: “Rogaré a Dios que salde
nuestra deuda de agradecimiento colmándolos de prosperidad”, no era un dicho sin sentido en su
boca. Mamá Margarita rezaba sin cesar. Cada mañana iba a Misa y comulgaba a menudo. Por la
tarde, nada podía hacerla omitir su visita al Santísimo Sacramento. Entre estos dos ejercicios
piadosos, entre las oraciones de la mañana y de la noche, los labios de la santa mujer no cesaban
de musitar oraciones. En voz baja las decía continuamente. A veces resultaba divertido oírla
intercalar sus frases latinas entre sus órdenes dadas a sus muchachos, o dos respuestas solicitadas
por los proveedores.
“Vamos, trae la leña para el fuego...Et dimite nobis debita nostra sicut et nos... ¿quieres pelarme
estas papas de una vez?... dimittimus debitoribus nostris, et ne nos inducas in tentationem... ¿por
qué no tomas esta escoba y barres la escalera que está muy sucia? Sed libera nos a malo. Amen.
“ Eia ergo, advocata nostra... No, hoy no necesito aceite... Illos tuos missericordes oculos ad nos
converte ... Mira esa sábana que el viento arrancó de la soga donde secaba: vuelve a ponerla en su
sitio...Et Jesum benedictum fructum ventris tui. ¿Quieres dejar el gato en paz? ¡qué te ha hecho el
animalillo? Post hoc exilium ostende… No se puede rezar tranquila en esta casa de tanto barullo…O
clemens, o pia, o dulcis Virgo María...”
a veces oyendo su soliloquio desde el cuarto de al lado, un niño absorbido por su trabajo o un abate
ocupado en coser los botones de su sotana, le decía: “Mamá, ¿con quién peleas?
-Con nadie, hijo mío. Rezaba un poco por el más malo de todos ustedes”.
Una de sus mayores alegrías era descubrir algún niño verdaderamente piadoso entre los alumnos
de la casa.
“Aquí tienes buenos muchachos –decía a su hijo- pero ninguno como Domingo Savio.
-¿Cómo lo sabes, mamá?
-Lo veo rezando siempre. Se queda en la iglesia aun después de los oficios y a menudo lleva a ella a
varios amigos para rezar un rosario. Todos los días sale del patio para hacer una visita al Santísimo.
Muchas veces, por rezar, olvida su desayuno. Al pie del tabernáculo está como un ángel del Paraíso.
-En cambio –añadía el hijo- hay otros distintos... pero aguardemos.
-Esperemos; eso es”.
Y en verdad, la confianza de la pobre mujer, esperaba que, mediante la oración, volverían, se
convertirían los espíritus rebeldes de la casa. Por lo demás, se lo hacía saber. ¿Qué me han dicho?
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
29
Tú no quieres hacer nada aquí. Entonces, ¿a qué has venido? Sabes que cuando Don Bosco te
admitió andabas de vagabundo, sin pan y sin trabajo. ¿ a dónde acabarás? Seguramente en la
cárcel si no es a dos pasos de aquí en el Rondo, donde se ejecuta a los grandes criminales. La
pereza conduce a todo, créemelo... no, no te alejes, tengo algo que decirte. Prométeme cambiar.
Hay remedio para todo; trata de tornarte aplicado, trabajador, evitar las malas compañías.. Me dirás
que es difícil. Tienes razón. Pero si rezas y pides a Dios, verás como lo consigues. Con la ayuda de
Dios de la Santa Virgen, se triunfa en todo... Ea, vete a jugar, pero vuelve pronto a conversar
conmigo en la cocina”. Y el niño que iba con una gota de remordimiento en el corazón y un germen
de deseo de convertirse en la voluntad.
“Vivió en este alojamiento diez años de abnegación, de oración y de pobreza”, dice el mármol, que
colocado bajo las arcadas de la gran casa, recuerda el papel que ella desempeñó allí. Muy justo
epígrafe. Fueron en verdad diez años de miseria, los pasados bajo el techo de su hijo. La pobreza
era de rigor en la casa. He aquí, por ejemplo, la comida diaria del pobre abate Bosco compuesto por
él y preparado por su madre. Primer servicio: la sopa que tomaba con sus chicos; segundo y último
servicio: una pitanza cocinada el domingo y que debía durar hasta el jueves por la noche,
generalmente una torta. Para el viernes y el sábado, Mamá Margarita cocinaba otro plato, pero esta
vez “de vigilia”. Y se volvía a hacer lo mismo cincuenta y dos veces en el año.
Nunca llevó Mamá Margarita otro traje que el de todos los días. Lo cosía, zurcía, remendaba, pero
nunca lo cambiaba. Al fin, su hijo tuvo como vergüenza y un día le dijo: “Mamá, usted sabe que aquí
viene gente acomodada casi de la sociedad distinguida. ¿No le parece que su traje, ya no es
adecuado?
-¡Lo encuentras sucio?
-¡No, por Dios! ¡Ni una mancha! Pero ¡cuántos remiendos! ¿Cuántos pedazos! Verdaderamente esto
queda mal.
-Y que hacer Juan? Sabes mi miseria.
-Mire, mamá. Aquí tiene veinte francos. Compre con que hacerse otro. La Providencia se encargará
de devolvernos esta suma.”
Pasan quince días y el traje nuevo no aparece.
-“Y bien. ¿Y ese traje, mamá?
-¡Pero un traje cuesta caro, hijo mío!
-Pues por eso le di veinte francos.
-¡Ah! Tus veinte francos están lejos. Necesitaba sal, azúcar y aceite. Después vi uno de tus
muchachos sin zapatos y le compré un par. Con el resto, compre un retazo para cortar un par de
pantalones a otro desgraciado. Así que tú ves.
-Has hecho bien, pero persisto en mi idea, su traje no es conveniente.
-Pero, dime cómo hacer.
-Tome, he aquí otros veinte francos, pero estas vez exijo que los gaste exclusivamente en su traje.
-Está tranquilo, Está tranquilo. Uno de estos días lo verás sobre mis hombros”.
¡Ay! Su hijo nunca lo vio aparecer. Y cuando su anciana madre debió ser sepultada, fue vestida con
el miserable traje que llevaba. Constituía todo su guardarropa.
Ese año la casa estaba sumida en tal pobreza que su cadáver fue a la fosa común.
Parecía que aún más allá de la tumba Mamá Margarita quería seguir siendo pobre.
Las angustias de una madre
Durante cerca de cuatro años, del 1852 al 1856, la pobre mujer pasó muy malos ratos en esa “casa
Pinardi”, que nada protegía del exterior, ni rejas, ni cerco, ni una pared alta. De resultas de una
valiente campaña de prensa, llevada a cabo por su hijo contra los protestantes de Turín, cuya
propaganda frenética hacía numerosas víctimas, aquellos habían jurado la muerte de Don Bosco; en
varias ocasiones fue alevosamente atacado por mercenarios armados por esos miserables,
agazapados en las sombras.
Un domingo en la tarde, mientras el ministro del Señor explicaba a “los mayores” una lección de
catecismo, en la clapilla –cobertizo de su primer local- un malhechor pagado por los enemigos de
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
30
Don Bosco, se encaramó sobre los hombres de un compañero, saltó la pared bajita que rodeaba la
casa, y por la ventana del santuario descargó su carabino sobre el Padre; el bandido había apuntado
bien, pues la bala pasó entre las costillas y el brazo levantado de Don Bosco para incrustarse en la
pared; un grito de angustia salió del pecho de los pequeños oyentes seguido por un silencio trágico;
los pobres niños no podían creer a sus ojos y permanecían aterrados ante el atentado. “Vamos –dijo
Don Bosco con su mejor sonrisa- sigamos la lección. El hombre era un mal músico, o mejor, dicho, la
Santísima Virgen le hizo perder el compás. ¡Lástima que ésta es mi mejor sotana, y me la ha roto!
Otra vez, ya de noche, vivieron a buscarlo con pretexto de socorrer a un moribundo del vecindario.
Antes de salir, Don Bosco, por precaución, llamó a cuatro de sus muchachos grandes para
acompañarlo.
-“No se tome esa molestia –dijeron los dos hombres que había ido a buscarlo- nosotros lo
acompañaremos a la vuelta.
-¡Oh! –dijo Don Bosco- lo hago para que estos pobres muchachos tomen un poco de aire; les servirá
para estira las piernas; me esperan afuera.
En la casa del supuesto moribundo, Don Bosco se encontró con unos cuantos alegres mozalbetes
que bebían y aparentaban comer castañas.
-“Espere un minuto aquí –dijo entonces uno de los hombres- voy a preparar al enfermo.
-¿Unas castañas, Padre? –preguntó uno de los convidados sentados a la mesa.
-Gracias, no tomo nada entre las comidas.
-Entonces, una copita de vino; es de Asti y del mejor.
-No, no insista; tampoco bebo.
-Pero por hacernos el gusto, por acompañarnos.”
Y sin esperar respuesta, el hombre llenaba las copas. No se le escapó a Don Bosco que la botella se
terminó al llenar el último vaso de ellos que, para llenar el suyo, empezaron una segunda, puesta
de lado sobre la chimenea.
-¡A su salud, Padre!
-¡A la de ustedes! –dijo Don Bosco- levantando su copa y volviéndola a dejar caer sobre la mesa.
-¿Cómo, no bebe nada?
-Ya les he dicho, nada entre comidas.
-¡Ah! No nos va a hacer la afrenta, -dijeron entonces amenazadores esos hombre que veían
escapárseles la ocasión- si no toma a las buenas este vaso, lo tomará a la fuerza.”
Y ya los gestos empezaban a traducir las palabras, cuando, de un salto, Don Bosco llegó a la puerta
y la abrió.
Sus cuatro muchachos estaban allí; les rogó que entraran. Al ver esos tremendos mocetones, los
hombres se sentaron, con aire medio molesto.
-“Aquí tienen –dijo Don Bosco con un aire de lo más inocente- uno de mis muchachos no les va a
desairar su excelente Asti”.
Y al decir esto, hizo ademán de tomar el vaso que quedó sobre la mesa.
-“No, no –dijeron esos miserables- a usted lo hemos invitado, no a esos jóvenes.”
La contraprueba era por demás elocuente. Don Bosco no insistió y pidió ver al moribundo, pues a
eso había ido. Lo llevaron a un cuarto del segundo piso, donde, sumergido entre una pila de
frazadas, se hallaba uno de los dos bandidos que habían ido a buscarlo a Valdocco. Don Bosco
aparentó no darse por entendido, pero el hombre no pudo representar su papel hasta el fin y se
echó a reír diciendo: “Otra vez me confesaré.”
Don Bosco se retiró y escoltado por sus hijos volvió al oratorio, alabando a Dios por haberle librado
de semejante peligro.
Un domingo en la tarde, en el verano de 1855, un atentado casi idéntico volvió a poner en peligro la
vida de Don Bosco, pero esta vez no se libró sin heridas. Vinieron a rogarle acudiese a llevar los
últimos sacramentos a una mujer que vivía en la casa Sardi, en la vecina calle Cottolengo.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
31
La noche era oscura y como el Padre había escapado hacía poco de una celada, resolvió llevar
consigo dos compañeros.
-“Es inútil –dijo el desconocido que había ido a llamar a Don Bosco- que se molesten sus niños, yo
mismo lo acompañaré a usted.”
Esas palabras aumentaron las sospechas de Don Bosco y produjeron el efecto contrario al que
esperaba el desconocido; en vez de llevar dos muchachos, Don Bosco designó cuatro para
acompañarle; dos de ellos, Jacinto Arnaud y Santiago Cerrutti, eran bien plantados y capaces de
derribar a un buey.
Llegó la pequeña expedición a una casa bastante aislada; dos de los jóvenes permanecieron al pie
de la escalera; los otros dos subieron y se quedaron en el descanso, mientras Don Bosco entró solo.
Al verlo entrar, cuatro jóvenes forzudos se pusieron de pie y le dieron las buenas noches, tratando
de mostrarse amables. Pero Don Bosco se fijó en sus caras “de pocos amigos” y además notó que
todos tenían cachiporras de dimensiones nada tranquilizadoras.
Se aproximó a la cama donde estaba la supuesta enferma, presa de un ataque de asma,
perfectamente simulado; para moribunda, tenía buen semblante y hasta por demás rozagante.
Don Bosco rogó a los circunstantes que se alejasen un poco para poder hablar cómodamente con la
enferma y prepararla a una buena confesión.
-“Pues bien, mi buena señora; ¿está usted dispuesta a reconciliarse?
-Sí, lo quiero –repuso la otra con una voz que distaba mucho de ser débil- pero antes, ese
sinverguenza tiene que pedirme perdón y se puso a proferir un torrente de insultos.
-¿Te vas a callar, miserable piojosa? –rugió uno de los presentes derribando de un revés la única
vela.”
La pieza quedó sumida en completa oscuridad en el mismo instante Don Bosco recibió un
bastonazo que lo hubiese desmayado, de no darle en el hombro.
Sin perder su sangre fría, se apoderó enseguida de una silla y con ella se tapó la cabeza. Los golpes
caían como granizo sobre este improvisado casco que le protegía el cráneo. Así pudo llega a la
puerta y tan pronto como puso la mano sobre el pestillo, arrojó la silla a los asaltantes y se encontró
con los dos jóvenes que le aguardaban.
Todo fue tan rápido que quedaron absortos e inmóviles.
Una vez en la calle, los muchachos vieron con terror que Don Bosco estaba cubierto de sangre.
Felizmente no tenía heridas graves. Sólo que, mientras se protegía la cabeza con la silla, un
bastonazo le arrancó la carne del pulgar izquierdo dejando el hueso al descubierto.
Fácilmente se comprende como viviría angustiada la pobre madre. Las tardes en que Juan no había
vuelto a casa a la hora de costumbre, no podía estarse quieta. Despachaba a su encuentro a los
más fuertes de los alumnos y no descansaba hasta verlos de regreso. Estos cuatro años de angustia
sin cuento (precisamente los últimos cuatro años de su vida) fueron los más duros que conoció.
Pedía al cielo sin cesar que apartara la desgracia o, por lo menos, hiciera surgir el socorro a tiempo.
Dios oyó este ruego de una madre doliente, del modo más admirable.
Para proteger la tan preciosa vida de su hijo, puso a su lado a un perrazo providencial llamado “Il
Grigio” (el gris) por el color de su pelambre, el cual, en muchas circunstancias, le sacó de los peores
peligros.
¿Cómo lo conoció? Desde las últimas casas habitadas hasta el alojamiento de Don Bosco, había un
espacio bastante malo que franquear. El Patronato estaba más allá de la ciudad, en pleno campo,
entre terrenos baldíos, en los cuales, de tarde en tarde, se levantaba un cuerpo de edificio o una
posada de mala traza.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
32
Suelo atorrentado, cortado por el Doira, y en el cual, a cada paso, se chocaba con matorrales
espesos, plantaciones de moreras o acacias. Estos terrenos accidentados, esas plantaciones
estrechas, ofrecían a los malandrines el mejor abrigo para acechar a su víctima.
Una tarde del otoño de 1852, Don Bosco que acababa de abandonar el Asilo de alienados en las
afueras de la ciudad, vio surgir a su lado una cabeza de perro manso. En el primer momento
retrocedió asustado, pero cuando vio que el animal tenía aspecto pacífico y que aceptaba las
caricias, siguió tranquilamente su camino. Llegado a la puerta del patronato, el perrazo dio media
vuelta y se fue con su mismo andar tranquilo. La escena se renovaba todas las noches que Don
Bosco regresaba tarde y solo a casa; su compañero le aguardaba en una vuelta de la calle o en una
encrucijada solitaria y le proporcionaba la más amigable de las compañías.
Esta compañía no siempre fue inútil. Una noche de invierno en que regresaba bastante tarde, rozó
en el Corso Reina Margarita con un individuo que, oculto tras un árbol, le descerrajó dos tiros a boca
de jarro. Felizmente, sólo estalló la cápsula. Entonces el hombre se arrojó sobre Don Bosco para
acabar con él quien sabe de que modo. Seguramente lo habaría estrangulado o desmayado en un
abrir y cerrar de ojos, si en ese preciso momento no hubiera estallado un aullido formidable y un
animal enfurecido no hubiera saltado sobre las espaldas del asaltante. El miserable apenas tuvo
tiempo para huir, mientras que Don Bosco, repuesto de su emoción, acariciaba agradecido el pelo
del animalote.
Otra vez, dos sicarios pagados por los protestantes, trataron de hacerle “el golpe del padre
Francisco”, en una calle oscura cercana a “La Consolata”. Delante de él caminaban dos hombres de
siniestro aspecto quienes, con toda evidencia, regulaban el andar conforme al suyo; ¡Esto va mal!
Pensó Don Bosco y volvió hacia atrás para regresar a la ciudad y buscar protección. Al ver esto, los
miserables se precipitaron sobre él y le encapucharon al cabeza con una bolsa. Debatiéndose Don
Bosco, logró zafarse de esa mala cogulla, pero entonces el más robusto lo amordazó de tal modo
que no le permitía pedir auxilio. Iba a quedar completamente a merced de ellos, cuando un terrible
rugido se oyó junto a él, era el “Gris”, en un segundo libertó a su dueño, quien ya completamente
dueño de sus movimientos, vio como uno de los agresores huía a toda carrera, mientras el otro,
derribado en el suelo, era tenido a raya por los colmillos del animal, aplicados a su garganta. “Llame
usted a su perro, me ahorca. –Lo haré si me prometes ser bueno. –Todo lo que usted quiera”, dijo el
malandrín que no aguantaba más. Entonces Don Bosco habló a su can quien soltó la presa y el
hombre huyó velozmente.
En otra circunstancia, el valiente perro hizo frente a toda una banda. Don Bosco acababa de
enderezar por la avenida desierta que, costeando las últimas casas de la ciudad, le conducía desde
el mercado a su casa. Hacía mucho que era noche cerrada. De pronto, de un rincón sombrío se le
echó encima un individuo con un garrote enhiesto. Don Bosco todavía era veloz para correr, pero el
miserable tenía piernas más rápidas y enseguida lo alcanzó. Entonces, pasando a la ofensiva, Don
Bosco le dio tan tremendo puñetazo en el pecho que el hombre cayó al suelo bramando de dolor.
Como respuesta, de todos los zarzales vecinos surgieron unos sujetos, puestos en acecho para
ayudar al asaltante en caso necesario.
Don Bosco estaba perdido, unos segundos más y caería derribado, cuando se oyó el feroz ladrido
del “Gris”. En pocos saltos se plantó en el lugar. Daba vueltas y más vueltas alrededor de Don
Bosco, gruñendo con elocuencia y mostrando sus impresionantes colmillos.
Uno a uno los bandidos se desgranaron en la campiña circundante.
En verdad era un animal curioso, cuyos procedimientos variaban según las circunstancias. Una
noche, en vez de ofrecer su compañía, impidió decididamente que Don Bosco saliera de su casa. Se
acostó en el umbral de la puerta y no hubo forma de moverlo. Esa vez parecía enojado con su
dueño, se veía que en caso necesario lo habría empujado con el pecho dentro de la casa. Antes de
acudir a ese medio supremo, rugía con el hocico cerrado. Mamá Margarita que hacía más de media
hora se oponía a la salida nocturna de Don Bosco le dijo: “Si no quieres escucharme a mí, por lo
menos atiende a este animal, tiene más razón que tú”. Don Bosco atendió al perro e hizo muy bien,
pues, menos de un cuarto de hora después, llegó un vecino a suplicarle que esa noche no se dejara
ver, porque él había sorprendido una conversación de la cual surgía que esa noche se preparaba un
atentado contra él.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
33
“Grigio” desapareció un día junto con las persecuciones sectarias que se iban agotando por
cansancio y por medio de sus terribles colmillos. Podía retirarse, los días del apóstol ya no estaban
amenazados. Su misión se había concluido. Pero en la historia de los fenómenos sobrenaturales
quedará como un hermoso ejemplo de lo que una madre que tiembla pro la vida de su hijo puede
obtener del corazón de Dios.
El segundo de los tres hermanos
En los capítulos anteriores, la vida de Mamá Margarita se ha fundido, por decirlo así, con la del
último de sus hijos, Juan, el apóstol de la juventud popular. A nadie le llama la atención que una
madre cristiana, cuando tiene el insigne honor de dar uno de sus hijos al Señor, no es raro verla
acabar sus días bajo el techo de ese hijo. Muy a menudo es ¡ay! El único refugio que se le abre
espontáneamente. ¡Cómo se equivocan aquellas madres que al recibir la primer confidencia de la
vocación de su hijo exclaman: “¡Vas a abandonar a tu anciana madre!” como si los hijos que se
casan no la abandonaran. Estos parten a fundar un hogar en el cual no siempre habrá la acogida
benévola que un corazón de madre podría esperar, pues es menester decirlo, de los dos amores
que llevan a los hijos lejos del corazón materno: el amor de Dios y el amor de las criaturas, el más
celoso, el más exclusivo, el más absoluto, no es el amor de Dios.
Pero, si nos hechos hecho comprender bien, se habrá visto que Mamá Margarita no vino a Turín a
pedir a su hijo un refugio para los días de su ancianidad, alma abnegada había acudido para traerle
la ayuda necesaria a su apostolado. ¿Qué habría hecho en los hogares de sus otros dos hijos? Sola
en los Becchi ¡qué solitario final de vida! Acá, por el contrario, continuaba sirviendo. La vocación de
su hijo, tan bien defendida durante quince años en Castelnuovo, conocería, gracias a ella, su pleno
desarrollo. ¡Qué vida admirable de unidad la de esta cristiana!
Estas preocupación principal, sin embargo, no le impedía pensar en sus otros dos hijos. Ambos
habían marchado bien. Del mayor, el terrible Antonio, no sabemos mucho, tan sólo que, pocos años
después de la partición de los bienes familiares, se casó en los alrededores tuvo muchos hijos.
Posiblemente conservó el carácter odioso que le hemos conocido. En el hogar no debió ser de muy
dulce trato pero, por testimonio general, se sabe que hasta el final de su existencia, fue un cristiano
honesto, leal y justo. La educación dada por la madre sacó todo lo posible de esa ingrata naturaleza.
Por el contrario, el segundo fue para Mamá Margarita y para Don Bosco el hijo perfecto y el hermano
ideal. Casó temprano, tuvo dos hijos, un varón y una mujer, y vio prosperar sus negocios. Su
modesto bienestar le permitió llevar apreciable ayuda material a la obra de su hermano en muchas
ocasiones. Durante la cosecha y la vendimia, no sólo apartaba de lo suyo un diezmo cuantioso para
los protegidos del abate Bosco, sino que tendía su mano en beneficio de ellos entre sus amigos,
vecinos y conocidos, llegando así, año tras año, con cosecha mala o buena, a expedir varios carros
de comestibles para el Patronato de San Francisco de Sales. Al comenzar el otoño, ayudaba a
hospedar, en los Becchi, a los treinta, cincuenta o cien niños que su hermano llevaba tras de sí en
colonia de vacaciones y nunca quiso aceptar un solo centavo como retribución de tan considerable
servicio.
Un día de mercado en Moncalleri, alrededor de Turín, cayó al Oratorio a saludar a su hermano. Ese
día, Don Bosco estaba en apuros, debía levantar importantes documentos, a mediodía y no tenía un
centavo en caja. Sin la menor intención y sólo por aliviar su pena, confió su angustia a su hermano.
-“Por lo que veo –contestó José- tú tienes necesidades más imperiosas que yo. Pensaba volver esta
noche a Chieri con dos terneritos. Me habrían costado trescientas liras. Acéptalas.
-De ningún modo. Compra tus terneros.
-No. Gustoso los sacrifico por ti.
-Bueno. Acepto tu dinero pero en préstamo. Te lo devolveré en cuanto pueda.
-¿Cuándo puedas? Pero mi pobre Juan, nunca podrás. Tú ves, es mejor que los aceptes pura y
simplemente.”
Y las trescientas liras pasaron del bolsillo del segundo al del menor.
Las sólidas virtudes de este cristiano le habían valido la estimación de todos los corazones. No
había resentimiento familiar que no fuera a ventilarse amigablemente ante su tribunal.. ¡Cuántos
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
34
pleitos se pudieron evitar gracias a su sabiduría imparcial, a su arte de persuadir y a su autoridad
obedecida! ¡Y cuántas miserias alivió su bolsillo incansablemente generoso! No se contaban los
deudores insolventes a quienes saldaba deudas. ¡Corazón de oro que sólo tenía amigos u obligados
en los hogares circundantes!
Una mañana de invierno, en la época en que los caminos piamonteses barrosos, helados o llenos de
nieve, alejan a los peatones, Don Bosco lo vio entrar en su cuarto.
-¿Qué te trae por acá con semejante tiempo?
-No lo sé. De golpe sentí la necesidad de pagar unas pequeñas deudas y purificar mi conciencia.
Siento que no debo demorar.
Entonces, ¿quedarás uno o dos días con nosotros?
-Imposible, esta tarde regreso.”
Y no hubo nada que hacer para demorarlo.
Pero algunos días después volvió al escritorio de su hermano.
-“He venido a pedirte un consejo. Antes he sido fiador de fulano. Pero ¿si me muero y se vuelve
insolvente?
-Querido, con tu muerte se extingue la fianza.
-No importa, me molestaría que un acreedor sufriera perjuicio por haber confiado en mi palabra.
-Tranquilízate, si te ocurre alguna desgracia, yo tomaré tu lugar”.
Y la desgracia llegó.
Pocas semanas después, José se fue a la cama herido por una fiebre brutal, y en poco tiempo
estuvo a las puertas de la muerte. Juan corrió a su cabecera y en enero de 1863, en los Becchi y
entre sus brazos, este hermano modelo pasó de esta vida al Seno de Dios.
Una muerte de predestinada
La obra de la madre y del hijo, bendecida por Dios, había dado saltos prodigiosos desde 1846. al
principio se trataba de un grupo de niños a quienes se enseñaba el catecismo; este grupo pronto se
transformó en patronato y éste a su vez creció, creció. Durante un año buscó donde cobijarse, pero,
en cuanto halló el sitio, todos sus engranajes se pusieron en marcha y de modo especial esos
cursos nocturnos que atraían y mantenían bajo la influencia de Don Bosco una juventud cada vez
más interesada.
Pero, entre esta clientela, había desgraciados a quienes acechaban la miseria o el peligro; era
necesario abrigarlos y he ahí que, al margen del patronato, se abre un embrión de internado. No
será completo en los comienzos, pues Don Bosco carecía de trabajo para esos brazos, así como
también faltaban maestros para los mejores de esos pequeñuelos a quienes encaminaba hacia los
estudios secundarios.
Pero tan pronto como disponga de locales se establecerán los talleres y apenas tenga maestros
empezarán las clases. Para construir aquellos y establecer éstas necesitó cerca de cinco años.
En 1852, en vez de la humilde capilla arreglada en el cobertizo de la casa Pinardi, Don Bosco ya
había erigido una pequeña iglesia dedicada a San Francisco de Sales, en la cual podían cobijarse
cerca de seiscientos niños. A lo último, la casa Pinardi desapareció, para dar lugar a un magnífico
cuerpo de edificio de dos pisos en el cual más de ciento cincuenta niños alojados a expensas de
Don Bosco se dedicaban al estudio a trabajos profesionales.
Parecía que la ayuda de todos los minutos, su anciana y querida madre, transformada en la de todo
ese mundillo, sólo esperó el establecimiento definitivo de la obra para abandonar esta vida donde
trabajó tanto. Ya no la necesitaban; la casa estaba terminada; sus hijos despertaban simpatías en
todas partes. Un grupo de valientes cristianas, impelidas por su ejemplo, fundaron un taller y
velaban por la ropa de esos ciento cincuenta pequeños. Siempre persistía un punto negro: la
miseria. Pero ¡bah! Ahí estaba la Providencia para saldar las diferencias. Entonces ¿qué tenía que
hacer en este mundo de miserias? Su tarea estaba terminada, bien terminada.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
35
Así pensó el Cielo, que permitió que en pocos días una pulmonía doble la pusiera a las puertas de la
muerte. Era a fines de noviembre de 1856. su constitución de piamontesa robusta luchó más de
una semana con el mal, pero éste triunfó al fin. El 24 de noviembre, el buen abate Borel, su
confesor, le llevó el viático. Juan y José, sus dos hijos, estaban presentes, aplastados por el dolor.
Toda la casa rezaba; una ola de tristeza ahogaba a los corazones infantiles que habían hallado en
ella una ternura arrebatada por la muerte. De esta abnegación, que se extendía a la herencia de esa
miseria de su hijo, podía repetirse el verso célebre:
Chacun en a sa part, et tous l’ont tout entier.
Era el ojo vigilante de la casa; la solicitud siempre despierta; la fatiga sin cansancio, era la madre, es
decir, todo. Y ahora los iba a abandonar. Semejante pensamiento postraba a todos los chicuelos y a
todos los muchachones. Se empecinaban en creer que el Cielo les haría el milagro esperado por sus
oraciones.
Creyó conveniente no hacerlo.
Cuando la admirable mujer se percató que se había perdido toda esperanza, llamó a sus hijos y les
expresó sus deseos supremos.
Me voy –dijo a Juan- y voy a dejar los cuidados materiales de la casa en otras manos. El camino será
duro, pero la Santísima Virgen no dejará de ayudaros. Oye mis consejos: en tus empresas nunca
busques el brillo, el esplendor; en la cumbre, la gloria de Dios y en la base la pobreza de hecho.
Muchos aman la pobreza, pero en los demás. No olvides que la enseñanza más eficaz consiste en
hacer uno mismo lo que se pide a su prójimo. Me encomiendo a las oraciones de todos. Desde que
sea admitida en el seno de la Misericordia Divina no cesaré de rezar por la obra.
“En cuanto a ti, José, vela atentamente por conservar a tus hijos en la condición en que los ha
colocado Dios, salvo si quieren consagrarse al estado sacerdotal o religioso. Campesinos son y
campesinos deben ser. Lo importante se que ganen su pan honradamente. Si cambian de estado,
no harán sino derrochar los pocos bienes adquiridos con tu sudor. Continua haciendo cuanto
puedas a favor del Patronato. La Santísima Virgen te lo devolverá en días felices.”
Algunos instantes antes de recibir el Viático y la Extremaunción, dijo: “Antes era yo, Juan, quien te
ayudaba a recibir los Sacramentos de la Iglesia; ahora eres tú quien ayuda a su anciana madre a
recibir los dos últimos sacramentos del cristiano. Me acompañarás a rezar las oraciones de los
difuntos... como vez, respiro con dificultad. Dilas en voz alta, que así las repetiré por lo menos con
mi deseo.”
Por fin llegó la noche final. Tuvo como un presentimiento. Por eso su ternura se hizo más intensa en
esa hora suprema. “Dios sabe cuanto te he querido durante mi vida, Juan. Mas espero que allá
arriba te amaré mejor. Me voy con el corazón tranquilo. Creo haber hecho cuanto pude. A veces
puedo haberte parecido severa, pero la orden del deber se expresaba por mis labios. Di a nuestros
queridos niños que he trabajado por ellos y que los amo con ternura de madre; que favorezcan mi
alma con la caridad de una fervorosa comunión.”
Estas recomendaciones habían agotado su aliento ya muy breve. Se detuvo un rato y luego añadió:
¡Adiós! Juan. Acuérdate que esta vida es puro sufrimiento. Las verdaderas felicidades están más
allá. Y ahora, ve a tu cuarto a rezar por mí. Por última vez: ¡adiós!”
El hijo vacilaba en cumplir orden tan cruel, perola agonizante elevó sus ojos al cielo como diciendo:
sufres y me haces sufrir. Retírate, nos volveremos a encontrar arriba.”
Se alejó, pero para volver una hora después.
El cierto momento, la madre descubrió su presencia y le suplicó: “Dame este gusto, por favor, el
último que te pido, sufro doblemente de verte sufrir; déjame, ve a rezar por mí. Adiós, Juan”.
Esta vez, el hijo obedeció.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
36
A las tres de la mañana oyó el paso de su hermano dirigiéndose a su cuarto. Comprendió y abrió la
puerta, los dos hermanos se miraron en silencio, para estallar enseguida en un sollozo, que causaba
dolor a los que lo oían.
Dos horas más tarde, Don Bosco salía del colegio, acompañado por uno de los “antiguos”; iba a la
Consolata, la iglesia preferida de su madre, a decir su Misa por el descanso del alma de la humilde
cristiana, cuya oculta abnegación le había evitado tantas preocupaciones y tareas. “Y ahora –de dijo
a la Virgen Consolata antes de dejar su Santuario- tenéis que ocupar el sitio vacío. Una madre es
indispensable en mi gran familia; ¿quién lo será, sino Vos? Todos mis hijos, os los confío, velad
sobre su vida y sobre su alma, ahora y siempre.”
Puede decirse que jamás acto de confianza fue tan plenamente ratificado por el cielo; durante
treinta y dos años, hasta el fin de la vida de Don Bosco, la Reina del cielo pareció descender a la
tierra para colaborar con él en la salvación de las almas, en reemplazo de Margarita Occhiena,
“Mamá Margarita” emigrada al Paraíso.
Cuatro años después
Una mañana radiante de agosto de 1860, quizá el 5, día de nuestra Señora de las Nieves.
Don Bosco cruza la placita de la Consolata; va a entrar al santuario tan caro a la piedad de los
turineses, cuando de repente a dos pasos del peristilo del templo, divisa a su madre. ¿Alucinación?
¿Sueño? ¿Aparición? Titubea.
Para salir de dudas, interpela a la visión.
“¿Usted aquí? ¿No ha muerto, pues?
-Sí, pero a pesar de eso, estoy viva.
-¿Feliz?
-Más de lo que puede expresarse.”
No hay sombra de duda, las facciones, la voz, la entonación son las de su “mamá”.
Y prosigue el diálogo:
-Después de su muerte, ¿entró usted enseguida al Paraíso?
-No.
-¿Puede revelarme algo de las alegrías del más allá?
-Imposible.
-Al menos, deme una idea, por pequeña que sea, de su felicidad.”
Entonces la visión se transforma: las facciones de la humilde mujer resplandecen, sus ropas
adquieren un brillo maravilloso, su aspecto todo reviste una majestad sin igual. A su alrededor hay
un palpitar de alas, de legiones de espíritus bienaventurados. Abre la boca y deja escapar un canto
melodioso que embelesa al hombre que lo escucha desfallecido.
Don Bosco permanece allí, embriagado, mudo absorto.
Por último, de los labios de la madre salen estas últimas palabras:
“Te espero, porque tú y yo somos inseparables”
Y la visión se esfuma después de ese llamado rico en esperanza y henchido de ternura.
www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com www.salesianos-leon.com
37
Descargar