La terrible inocencia del arte - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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El confesionario
Jorge Majfud
A la hora en que la gente termina de salir por fin de sus oficinas y los
embotellamientos en las afueras de Manhattan comienzan a disolverse lentamente,
a esa hora en que los comercios del downtown cierran sus puertas y bajan sus
cortinas de acero hasta las casas de mascotas, adelantándose, con precaución y
estrépito, a la oscuridad precoz de los atardeceres de un invierno que todavía no
llega, un hombre ligero y sin prisa camina hacia el sur, escondido detrás de una
barba blanca, casi amarilla por un misterioso efecto del atardecer, con la mirada
fija en sus próximos dos pasos, tal vez pensativo o simplemente cansado, con una
bolsa de tela gris en la espalda que deja adivinar el cuerpo ahora frío y tímido de
un saxo. Luego se detiene. Deja de murmurar pensamientos largos e indescifrables,
pensamientos que arrastran reflexiones poco claras sobre los efectos del atardecer
en el ánimo melancólico de alguien que se narra a sí mismo su propia vida, y entra
en un viejo edificio del Village, reciclado y extremadamente pulcro en su interior,
alfombrado contra los pasos indiscretos, iluminado estratégicamente para que sus
salas y pasillos dejen ver los pies y los cuerpos que entran y salen, disimulando con
imprecisión los rostros que los acompañan. Un olor agradable de velas frutales
llena cada recinto, mientras diferentes pantallas informan al cliente sobre los
servicios accesibles esa noche. El hombre de la barba blanca, ahora azul, se acerca
a una de las máquinas y lee con cuidado. Con un dedo, también azul, elige una
opción en la pantalla y la máquina le extiende un ticket que dice F. y, sin querer o
sin pensarlo, como un hombre cansado que se sumerge distraídamente en un sueño
profundo, continúa reflexionando sobre las cosas que lo envuelven y se introducen
en esa repentina nostalgia, como un huracán mudo e invisible se introduce en una
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casa y extrae de ella los muebles, los pedazos de puertas, los cuadros que colgaron
allí por años y los va desparramando por la ciudad. Diferentes pasillos lo
conducen, como en un aeropuerto, a una pequeña puerta que vuelve a repetir F.
Entra y deja el bulto en una pequeña mesita. Se sienta al lado y espera. Mira: la
cámara F es pequeña y familiar, apenas más grande que un cuarto de baño y
desprovista de los aparatos que se pueden encontrar en uno de esos.
Una de las paredes mayores es de vidrio y comunica visualmente con la otra
cámara gemela, tan parecida a la anterior que cualquiera confundiría el cristal
transparente con un espejo, si no fuera por el detalle de que del otro lado no se
encuentra el que mira.
El músico espera que se encienda la luz roja. Generalmente no demora más
de tres o cuatro minutos, pero hay que considerar que a esta altura del año la gente
está más concentrada en su trabajo. No tardará; de todas formas, no tardará en
encenderse la luz y el tiempo sólo comenzará a correr desde entonces: cinco
minutos. Y mientras repite “no tardará”, saca el saxo de la bolsa y comienza a tocar
algunas notas sin demasiado orden. Sospecha del correcto funcionamiento de uno
de los botones. El temor de que el instrumento se descomponga le recuerda los días
de su juventud. Hasta que por fin se enciende la luz y aparece alguien.
Alguien. Como era de esperar, es una mujer. Una mujer muy joven con
uniforme de empleada, aunque nunca es posible determinar si lo que la persona
lleva se corresponde realmente con alguna de sus actividades diarias o ha sido
elegida para la ocasión. Casi siempre es así. Como la máscara de calavera que lleva
puesta. Mucha gente opta por las máscaras, porque si bien Nueva York es infinita,
siempre queda la posibilidad de que uno reconozca en la calle a alguien que pudo
haber visto en un Confesionario, deformado por la luz azul pero en ocasiones
reconocible por la fuerza de sus ojos.
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A juzgar por sus piernas, se podría decir que la joven aún no ha terminado la
secundaria. Hay otros detalles que lo confirman: su timidez, por ejemplo. Ha
pasado un minuto y aún se mantiene de pie, explorando con su máscara de muerte
la cámara, como si fuese la primera vez que entra a una, mirando a través del
cristal como si quisiera reconocer al hombre de barba blanca, sentado en una silla,
contra la otra pared, con un saxo sobre las rodillas y con la mirada triste, fija en
ninguna parte. Por un instante piensa que el hombre es ciego, pero es sólo una
impresión pasajera. Sería absurdo y además acaba de mover los ojos hacia sus pies.
Eso le recuerda que el tiempo se va y que hay que comenzar. Entonces tantea con
una mano la solidez del cristal, como un movimiento instintivo y que sólo sirve
para perder más tiempo. Sabe que tiene tres centímetros de espesor y que es
antibalas, pero igual se asegura con disimulada fuerza. Luego verifica que ha
cerrado la puerta con llave y comienza a desnudarse.
Sin duda es una joven vergonzosa. Sus caderas aún no se destacan
excesivamente del resto del cuerpo: predomina su altura, cierto parecido con algún
personaje de El Greco que ha visto la semana anterior en el MOMA, acentuado por
esa luz fría del confesionario, a un paso de ser confirmada o descartada por un
sentimiento trágico que amenaza con instalarse del otro lado del cristal. La máscara
no es lo más apropiado, piensa el músico. Una vez un hombre se suicidó en un
confesionario. Pero es preferible no recordar esas cosas ahora; bastante tiempo le
ha llevado limar las aristas filosas de algunos recuerdos. De acuerdo, el olvido es
un arte de moda, aunque es mal practicado: los médicos nos obligan a recordar lo
más desagradable de nuestra existencia, aquello que la sensibilidad echó a los
sótanos de la memoria, al tiempo que la estupidez se divierte destruyendo lo que
queda en el salón principal.
No ha terminado de desnudarse completamente, pero se detiene. Observa
otra vez a través del cristal. El viejo que le ha tocado en la gemela no se ha movido
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desde que ella entró. No está ciego. Tampoco está muerto. Podrían haberla
engañado poniendo un maniquí, uno de esos hologramas animados que alguna vez
estuvieron de moda, antes que volvieran los hombres de carne y hueso. Pero no;
está tan vivo como triste. Su tristeza se contagia a través del vidrio. Es como la
pobreza: salpica. Una amiga le había contado que los hombres, apenas las ven
entrar, se pegan contra el cristal, casi siempre exponiendo lo suyo, y tarde o
temprano terminaban por ensuciarlo. Incluso, una vez le había tocado una mujer
que mordía el cristal como si estuviese rabiosa, allí mismo donde otros hombres
habían hecho sus necesidades esparciendo su semen idiota. De esta historia le
había quedado en la retina la imagen casi imposible de una mujer mordiendo un
vidrio por el lado plano, hasta que en la casa de otra amiga descubrió a una perra
haciendo lo mismo para pedirle a su dueña que le abriese la puerta del fondo. De
todas formas no había de qué temer, porque así como la seguridad de aquellos
recintos era implacable, también lo era la higiene: un minuto después de
desocupada la sala, se llenaba automáticamente con una espesa radiación, por lo
cual no había posibilidades de contagio alguno.
Eso le habían contado de los hombres. No era el caso de este viejo. Así que
se sintió segura del todo y terminó por desnudarse. Se paró cerca del cristal y dio
media vuelta, con la punta de los pies resistiéndose al giro. Luego se quedó
mirándolo un instante. Él también la miraba, aunque ahora sus ojos demostraban
sorpresa, más sorpresa que desinterés. Ella insistió y fue mucho más allá: con el
corazón agitado, se sacó la máscara y lo miró a la cara. Una sonrisa viva se formó
en sus ojos y en su boca, un segundo antes que sonara la alarma. Excederse un
minuto del tiempo límite significaría el pago de un ticket nuevo, por lo que la
joven tomó apresuradamente la ropa que estaba en el suelo, se vistió y salió sin
volver a mirar hacia atrás.
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El músico salió sin la misma prisa, notando que la joven había olvidado su
máscara en el piso. Imaginó que en ese preciso instante ella estaría saliendo por la
Quinta, mientras su camino lo conducía lentamente a la Sexta. En la Quinta tal vez
tomaría un taxi y se perdería entre los diez millones de anónimos que habitan la
ciudad. No volvería a ver esa sonrisa y esa mirada viva, o casi viva, que había
esperado ver (eso lo pensaba ahora) durante años, desde que se inventaron los
confesionarios. Durante años sólo había visto mujeres ensayando y repitiendo
poses de todo tipo, esperando furiosas que él reaccionara a sus encantos intentando
romper inútilmente el cristal, como si les hiciera falta algo del peligro que se
evitaban en los confesionarios.
Era noviembre. La conmemoración de Acción de Gracias marcaba un
dramático descenso en la población de pavos salvajes. Algunos copos de nieve
flotaban en el aire mientras en la pantalla de Time Square el presidente, como cada
año, le perdonaba la vida a un gran pavo blanco.
Jorge Majfud
The University of Georgia
*Jorge Majfud*. Escritor uruguayo (1969). Graduado arquitecto de la
Universidad de la República del Uruguay, fue profesor de diseño y
matemáticas en distintas instituciones de su país y en el exterior. En el
2003 abandonó sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente
a la escritura y a la investigación. En la actualidad ensaña Literatura
Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. Ha
publicado *Hacia qué patrias del silencio* (novela, 1996), *Crítica de la
pasión pura*(ensayos 1998), *La reina de América* (novela. 2001), *La
narración de lo invisible*(ensayos, 2006). Es colaborador de *La
República**, El País, La Vanguardia, Monthly Review, Political
Affaires, Rebelion*, *Resource Center of The Americas*, *Revista
Iberoamericana*, *Tiempos del Mundo,* *Jornada*, *Milenio*, *Página/12,* etc. Es miembro
del Comité Científico de la revista *Araucaria* de España. Ha colaborado en la redacción de
diferentes enciclopedias. Sus ensayos y artículos han sido traducidas al inglés, francés,
portugués y alemán. Ha sido expositor invitado en varios países. En 2001 fue finalista del Premio
*Casa de las Américas*, Cuba, por la novela *La reina de América*. Ha obtenido recientemente
el Premio *Excellence in Research Award in humanities & letters*, UGA, Estados Unidos, 2006.
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