44 En Albéniz diagnosticamos un desfase entre lo que se consigue en Europa y los logros operísticos que logran subir a escena en la España decimonónica. Un desfase que, por cierto, acompaña a los reinados borbónicos en contraste con el buen ritmo creativo que caracterizó a nuestro país en tiempo de los Austrias. Conviene meditar sobre ello: Merlín se termina en 1902 y Margarita la Tornera, de Ruperto Chapí, es del año 1909. En definitiva, acá se manejan argumentos conectados con el primer romanticismo en la época en que los referentes operísticos van por otros derroteros, como en el caso de Tosca o Elektra, rigurosamente contemporáneas. En el caso de Albéniz, hablamos además de una trama legendaria, propia del cantar de gesta, que ya se había quedado anticuada en la época de Wagner. Y conste que también eran disparatados en su tiempo libretos como el de Tristón e Isolda y los de la tetralogía del Anillo: ajenos por completo a la moda, pero concebibles gracias a la genialidad de un creador sublime. Por lo demás, ante una reformulación del tiempo musical de un calibre como el que supone el primer acto de Parsifal, poco importa lo que cuente o deje de contar Gurnemanz. Carente de un genio como éste, el operismo español hubiera podido seguir el sendero definido por Antonin Dvorak con Rusalka. Esto es: la obra de un autor periférico que la cultura centroeuropea dominante puede asumir. En el caso de Dvorak, sabemos que disfrutó de la protección de Brahms, el gran neoclásico que encarna los valores de la tradición germánica (lo que no quiere decir que fuese un músico conservador: Schoenberg ha puesto las cosas en su sitio en su célebre ensayo Brahms el progresivo). Gracias a Brahms, obtuvo el apoyo del editor Simrock, que le publicó en 1878 la primera serie de las Danzas eslavas y los Cantos moravos. Es evidente que el recorrido internacional de Dvorak, doctor por la Universidad de Cambridge e instalado en el Conservatorio Nacional de Nueva York, tampoco tiene equivalencias en la música española de su época. Recordaré una vez más lo que dijo Giulio Ricordi en 1889, cuando se cerró la Scala y el Estado tuvo que respaldar su reapertura: «la ópera es la industria más importante de Italia». Por consiguiente, la ópera es asimismo un producto que se extiende en un proceso de colonización cultural. Veamos por qué. A excepción de Italia, el espectáculo autóctono de los distintos países europeos es una fórmula músico-dramática que alterna diálogos y canciones: el Singspiel alemán, el masque o semiópera inglesa, la opéra-comique francesa y nuestra zarzuela. 45 Cuando el modelo italiano se implanta en el extranjero, surgen las distintas óperas nacionales. Ya he mencionado el caso de La flauta mágica, compuesta por Mozart después de haber firmado tres óperas en italiano con Lorenzo Da Ponte. No hay duda de que costó implantar esta fórmula en Alemania, pero aún fue un proceso más complejo en otros países. Por ejemplo, la verdadera tradición operística inglesa comienza bien entrado el siglo XX, y gracias, sobre todo, a Britten. No es casualidad que la ópera haya nacido en un país católico. El sentido ritual y eficazmente escenográfico del catolicismo atrajo a los románticos, y nutrió el curso que condujo a la fórmula operística. Es notable que en España ese curso se detuviera en un determinado estrato: en el folclore maravilloso de la Semana Santa, en los autos sacramentales o en esa ópera litúrgica -pero ópera en toda ley- que viene a ser el Misterio de Elche. Pese al fracaso evolutivo aquí descrito, hubo momentos en que el operismo español trasmitió una energía esperanzadora. La Dolores (1895) de Tomás Bretón, y Margarita la Tornera (1909), de Ruperto Chapí, son obras musicalmente soberbias. Su problema -un problema reiterado y extendido- es que tienen unos libretos infumables. No obstante, desconocemos muchas óperas de Chapí y tampoco hemos tenido acceso a las últimas de Bretón, cuya obsesión era la ópera en español. No conozco Tabaré (1913) ni Farinelli (1903), que en su momento cosecharon buen éxito. Y sin embargo, a tenor de cómo es la música de Los amantes de Teruel (1879), cabe imaginar que alguno de los discípulos de Bretón hubiera podido dar un salto que, en alguna medida, pudiera equipararse al dado por Alban Berg o por Janácek (o por el Bartók de El castillo de Barbazul). Quizá es mucho suponer, pero doy por cierto que la República estaba en perfecta sintonía con las vanguardias artísticas europeas: el Concierto para violín de Berg se estrena en Barcelona, en el curso del Festival de la SIMC, y Schoenberg concluye en aquella ciudad el segundo acto (que acabará siendo el último) de Moses und Aron. Es lástima que a la burguesía no le interesaran esos propósitos. Incluso se intentó imponer por parte del teatro la condición de que Los amantes de Teruel se tradujera al italiano para presentarla en eí Real. Creo que es Antonio Pena y Goñi quien bromeó con el hipotético título de aquella absurda traducción: Gli amanti di Terollo. El gusto burgués -quién lo duda- se decantó hacia la zarzuela, un género con exponentes tan sublimes como el citado Chapí, creador de 46 La revoltosa (1897), y en especial, Federico Chueca, autor de La GranVía (1886) y de Agua, azucarillos y aguardiente (1897). Creo que había en ello una cierta condescendencia: la zarzuela estaba muy bien, era muy divertida, pero lo serio era la ópera, y eso está en italiano o en alemán. Dejémoslo claro: Chueca es un creador magnífico, tan limitado como Johann Strauss y Jacques Offenbach, pero no inferior a ellos, y en mi opinión, superior a ambos por el gracejo popular de sus composiciones y, sobre todo, por su variedad. Lo demuestra el comienzo de Agua, azucarillos y aguardiente, donde el folclore infantil se confunde de forma prodigiosa con melodías originales. Por esta vía, el don admirable de compositores como Chueca es digno de encomio, pero colisiona con una terca realidad, y es que nos movemos en un tipo de espectáculo de horizontes limitados, inviable para reformular o recrear la música operística cantada en español. Ni que decir tiene, Chueca es un autor popular, no un autor burgués: su territorio no era la ópera, ni maldita falta que le hacía. Fueron las condiciones externas las que obligaron a hombres del talento de Bretón o Chapí a ser zarzuelistas. A Tomás Bretón la única creación que le reportó beneficios económicos fue La verbena de la Paloma (1894), una obra maestra comparable (a su escala, lógicamente) con El rapto en el serrallo. Sin duda, se trata de un caso único, no sólo por su categoría musical o por su influencia -La revoltosa no hubiera existido sin La verbena-, sino especialmente porque es el único ejemplo de un teatro musical en castellano donde hay una incidencia de lo que se llamó el verismo. Aclararé que el verismo ha sido un movimiento trascendental en la historia de la ópera, aunque sus autores sean de segunda fila (Sólo salvo de esta generalización al Ruggiero Leoncavallo de / Pagliacci y a Giacomo Puccini, responsable de esa maravillosa trilogía verista formada por La Bohéme, Tosca y Madame Butterfly). Sin duda, es un síntoma grave que el verismo no apareciera en el espectáculo cantado en español. El motivo, probablemente, sea de orden político. Debemos entender que la truculencia argumental de los veristas producía escándalo. A partir de ese prejuicio, es fácil entender que una trama como la de Jenüfa, de Leos Janácek, hubiera sido imposible de escenificar en aquella España convulsa y ahogada en sangre. El máximo interés de la burguesía autóctona consistía en halagar al poder y a los militares sediciosos, y por tanto, no cabía fomentar un espectáculo donde se mostraran las condiciones de vida de las clases Anterior Inicio Siguiente