¿RESTAURACIÓN O RENOVACIÓN? 200 AÑOS DESPUÉS

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UARM
SILEX
N.º 3
ISSN 2310-4244
Julio-diciembre 2014
Lima-Perú
Revista interdisciplinaria de la
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
¿RESTAURACIÓN O RENOVACIÓN? 200 AÑOS DESPUÉS
LA ANTIGUA COMPAÑÍA AMERICANA EN EL IMAGINARIO DE LA NUEVA COMPAÑÍA:
APUNTES PARA UN BICENTENARIO, de Pierre-Antoine Fabre
JOSÉ DE ACOSTA, SJ. CREATIVIDAD INTELECTUAL Y PASTORAL EN EL
COLONIAL , de Claudio Burgaleta, S.J.
PERÚ
LAS RAZONES DEL PROBABILISMO, de Luis E. Bacigalupo
LA HISTORIA DEL PERÚ SEGÚN VIZCARDO Y GUZMÁN, de Francisco Quiroz
LOS DESENCUENTROS DEL RETORNO: LA SJ EN EL PERÚ DEL XIX, de Luis E. Torrejón
ENSAYOS
LA REFORMA PROTESTANTE Y LA REFORMA CATÓLICA, de Jeff Klaiber, S.J.
ANTONIO RUIZ DE MONTOYA, DEFENSOR DE LOS NATIVOS DEL PARAGUAY, de
Armando Nieto, S.J.
COLEGIOS JESUITAS EN EL PERÚ AL MOMENTO DE LA EXPULSIÓN, de Adolfo
Domínguez, S.J.
EPISTEMOLOGÍA PATRIÓTICA EN LA OBRA DE LOS EXILIADOS JESUITAS, de Liliana
Regalado
IGNACIO ELLACURÍA Y SU FILOSOFÍA DE LA REALIDAD HISTÓRICA , de Carlos P.
Lecaros
RESEÑAS DE LIBROS
Capital in the Twenty First Century de T. Piquety/Minería, conflicto social y diálogo de C.
Bedoya y otros/Perú: Medios, memoria y violencia de M. Schäffauer y otros/Del régimen
hispánico de Rafael Sánchez-Concha
SILEX
DIRECTOR
Ernesto Cavassa, S.J.
SUBDIRECTOR
Bernardo Haour, S.J.
MIEMBROS DEL CONSEJO EDITORIAL
Manuel Burga / Rafael Fernández Hart, S.J. / Catalina Romero
Aldo Vásquez / Rafael Vega-Centeno / Fernando Villarán / Birgit Weiler
COORDINADOR DE LA PRESENTE EDICIÓN
Juan Dejo, S.J.
EQUIPO EJECUTIVO
José Carlos Alvariño / Juana Virginia Paz / Aldo Pancorbo
Revista Silex n.° 3: ¿Restauración o renovación? 200 años después
ISSN 2310-4244
Julio-diciembre 2014
© De la presente edición: Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Av. Paso de los Andes 970 / Pueblo Libre / Lima 21 - Perú
Telf. (0051-1) 719-5990 (a) 128
Lima, Perú, diciembre de 2014
Todos los derechos reservados
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.º 2013-16480
DISEÑO Y PRODUCCIÓN EDITORIAL:
Fondo Editorial de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
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www.uarm.edu.pe
IMPRESO EN EL PERÚ POR:
Editatú Editores e Impresores de Victoria Nureña Torres
Pumacahua 922 - Jesús María
[email protected]
CONTENIDO
Colaboran con este número 5
1. Presentación 11
2. Artículos
La antigua compañía americana en el imaginario de la nueva.
Apuntes para un bicentenario
Pierre-Antoine Fabre
15
José de Acosta, S.J. Creatividad intelectual y pastoral en el Perú colonial 33
Claudio Burgaleta, S.J.
Las razones del probabilismo: una exposición sucinta de sus fundamentos Luis E. Bacigalupo
43
La historia del Perú según Vizcardo y Guzmán
Francisco Quiroz
59
Los desencuentros del retorno. La Compañia de Jesús en el Perú del XIX
Luis A. Torrejón
79
3. Ensayos
La reforma protestante y la reforma católica
Jeffrey Klaiber, S.J.
101
Antonio Ruiz de Montoya, defensor de los nativos del Paraguay
Armando Nieto, S.J.
117
Colegios jesuitas en el Perú al momento de la expulsión Adolfo Domínguez, S.J.
125
Epistemología patriótica en la obra de los exiliados jesuitas Liliana Regalado
161
3
Ignacio Ellacuría y su filosofía de la realidad histórica Carlos P. Lecaros
4. Reseñas de libros
173
Capital in the Twenty First Century de Thomas Piquety
Fernando Villarán
193
Minería, conflicto social y diálogo de Cesar Bedoya y otros
Miguel Cortavitarte
196
Perú: Medios, memoria y violencia. Conferencias de Lima y de Hamburgo
de Markus Schäffauer y otros
Hidegard Willer
199
Del régimen hispánico. Estudios sobre la Conquista y el orden virreinal peruano
de Rafael Sánchez-Concha
Juan Dejo, S.J.
202
COLABORAN EN ESTE NÚMERO
Luis Eduardo Bacigalupo
Es doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Se desempeña como director académico de responsabilidad social de la Pontificia
Universidad Católica del Perú y como profesor principal del Departamento de Humanidades de la misma universidad.
Principales publicaciones:
Los jesuitas y la modernidad en Iberoamérica: 1549-1773 (2007), Los orígenes
medievales del liberalismo político (2000), Desafíos éticos de hoy (1998), Intención
y conciencia en la Ética de Abelardo (1992).
Claudio Burgaleta, S.J.
Es doctor en Teología Histórica y Sistemática por el Boston College. Se desempeña como profesor asociado de la Escuela de Graduados en Religión y Educación Religiosa (GSRRE) de la Universidad de
Fordham. Enseña teología pastoral y sistemática en esta escuela desde
el año 2006.
Principales publicaciones:
La fe de los hispanos. Diversidad religiosa de los pueblos latinoamericanos (2013),
Manual de cristología para los católicos de hoy (2010), Manual de teología para
los católicos de hoy (2009).
Miguel Cortavitarte
Abogado, egresado de la Maestría en Ciencia Política de la Pontifica
Universidad Católica del Perú. Director del Instituto de Ética y Desarrollo, perteneciente a la Unidad de Investigación e Incidencia de la
Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
5
Publicaciones recientes:
“Qué se puede hacer con el Perú: Ideas para sostener el crecimiento
económico en el largo plazo” en: Intercambio (2014), “Industrias Extractivas: Conflicto social y dinámicas institucionales en la región andina”
en: Intercambio (2013), “Iniciativas Anticorrupción desde la Sociedad
Civil” en: Informe de la Lucha contra la Corrupción en el Perú 2011-2012
(2012).
Adolfo Domínguez, SJ
Licenciado en Filosofía y Letras en la Pontificia Universidad Católica
del Perú. Magister en Historia en la Pontificia Universidad Católica del
Perú. Estudios de Teología en Heythrop College de la Universidad de
Londres. Se ha desempeñado como profesor de Ciencias Sociales en
la Universidad San Cristóbal de Huamanga (2008-2009) y actualmente,
es docente de Humanidades en la Universidad Antenor Orrego (sede
Piura).
Publicaciones recientes:
“La Compañía de Jesús y la evangelización de Huachos y Yauyos” en:
Anuario de la Compañía de Jesús- Provincia del Perú (2006).
Pierre-Antoine Fabre
Es doctor en Historia. Se desempeña como director de estudios en
la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de Paris (EHESS).
Dirige además, en esta escuela, el Centro de Antropología Religiosa
Europea (CARE).
Principales publiaciones:
Décréter l’image? La XXV ème session du Concile de Trente dans le texte
(2013), Ignace de Loyola, Journal des motions intérieures (2007), Le lieu de
l’image (1992), Deux cents ans de prévoyance, Paris, Caisse des Dépôts et Consignations (1989).
6
Jeffrey Klaiber, S.J. (1943-2014†)
Sacerdote jesuita desde 1974, estudio historia en la Universidad de
Loyola (Chicago) y en la Universidad Católica de América (Washington,
D.C.), donde obtendría el grado de doctor en Historia con una tesis
sobre el APRA.
Fue jefe del Departamento de Humanidades y presidente de la Comisión de Fe y Cultura de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y
decano de la Facultad de Educación y Ciencias Humanas de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. En ambas universidades se desempeñó además como docente.
Principales publicaciones:
Los jesuitas en América Latina, 1549-2000: 450 años de inculturación, defensa de los derechos humanos y testimonio profético (2007), La Iglesia en el Perú
(1988), Religión y revolución en el Perú: 1824-1976 (1980).
Carlos P. Lecaros
Es licenciado en Economía (Universidad Inca Garcilazo de la Vega)
y en Filosofía (Universidad José Simeón Cañas – UCA, El Salvador),
magíster en Filosofía (Universidad Nacional Mayor de San Marcos), y
candidato a doctor en Filosofía en la misma universidad. Se desempeña
como consultor internacional en formulación y evaluación de planes,
programas y proyectos de asistencia humanitaria, promoción humana y
desarrollo regional y local, y como docente en la Universidad Antonio
Ruiz de Montoya.
Principales publicaciones:
Teilhard de Chardin: de la utopía al reino (2005), Socialización y unificación
social en el pensamiento de Teilhard de Chardin (2003).
Armando Nieto, S.J.
Es licenciado en Historia y Derecho (Pontificia Universidad Católica
del Perú), en Filosofía (Universidad Alcalá de Henares (Madrid)) y en
Filosofía y Teología (Sankt Georgen en Frankfurt am Main (Alemania
7
Federal). Se desempeña como profesor principal del Departamento de
Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Integró
la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia en representación de la Asamblea Episcopal del Perú y es presidente de la
Academia Nacional de la Historia.
Principales publicaciones:
Francisco del Castillo. El Apóstol de Lima (1992), La primera evangelización
en el Perú. Hechos y personajes (1992), “La Iglesia Católica en el Perú” en
Historia del Perú, tomo XI. Lima, Juan Mejía Baca, Editor (1980).
Liliana Regalado de Hurtado
Es doctora en Historia y profesora principal del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde ha
sido directora académica de Investigación y decana de la Facultad de
Letras y Ciencias Humanas.
Principales publicaciones:
El rostro actual de Clío. Historiografía contemporánea: Desarrollo, cuestiones y
perspectivas (2002) y Clío y Mnemósine. Estudios sobre historia, memoria e historia del tiempo reciente (2007). Luis Alberto Torrejón
Es historiador por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con
estudios de maestría en Sociología en la misma universidad. Se
desempeña como docente en la Universidad Peruana de Ciencias
Aplicadas y en la Universidad del Pacífico. Es director de la Escuela Preuniversitaria de la Universidad del Pacífico.
Principales publicaciones:
Rebeldes republicanos: la turba urbana de 1912 (2010).
Francisco Quiroz Chueca Es historiador, con dos doctorados: uno en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos y otro en la City University of New York. Tiene
8
además dos maestrías, una en la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos (donde actualmente es docente) y otra en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Principales publicaciones:
Artesanos y manufactureros en Lima colonial (2008), Historia del Callao. De
puerto de Lima a provincia constitucional (2007) y Gremios, razas y libertad de
industrias en Lima colonial (1995). Fernando Villarán
Ingeniero industrial por la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) y
magister en Economía por la Pontificia Universidad Católica del Perú
(PUCP).
Ha sido Ministro de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE), presidente de la Comisión Organizadora del CEPLAN, miembro del Consejo Nacional de Educación (CNE), funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y director de COFIDE.
Actualmente es decano de la Facultad de Ingeniería y Gestión de la
Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
Publicaciones recientes:
La picadura del escorpión ¿Nos hemos librado de la crisis económica mundial?
(2012)
9
PRESENTACIÓN
Un 21 de julio de 1773, el papa Clemente XIV suprimía la Compañía
de Jesús. Para ese entonces, ya había sido expulsada de los territorios
portugueses, franceses y españoles tanto en Europa como en el continente americano. El siete de agosto de 1814, otro papa, Pio VII, hizo
pública la bula Sollicitudo omnium Ecclesiarum por la cual se restauraba a
esta misma congregación religiosa en todo el mundo. Habían transcurrido 41 años y 17 días entre ambos acontecimientos. En esos años,
como lo recordó el actual papa Francisco, la Compañía subsistió “gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa” (homilía en la
iglesia del Gesù, en Roma, el 27 de setiembre del 2014). Ellos hicieron
posible que ese siete de agosto de hace doscientos años, estuviesen
presentes en la misma iglesia del Gesù, unos 150 jesuitas escuchando
la lectura de la bula papal. La presión de las monarquías católicas sobre
Roma había conseguido la extinción de los jesuitas en sus reinos; no
lograron hacerlo en Prusia y en Rusia, donde la Compañía siguió desarrollando su misión apostólica.
El actual Superior General de la Compañía, el P. Adolfo Nicolás, al
acercarse el Bicentenario, animó a la Compañía a no pasarlo por alto y
a hacer un adecuado y valiente examen de conciencia sobre los acontecimientos. La supresión de la Compañía tuvo graves consecuencias en
la educación (se cerraron o transfirieron setecientos colegios repartidos
por tres continentes), en las misiones entre indígenas (como, por ejemplo, las famosas “reducciones” guaraníes y otros pueblos originarios
del continente) y, en general, en toda la obra apostólica desarrollada
por los 23,000 jesuitas que existían entonces.
¿Qué ocurrió para que se tomara una medida de tan graves
consecuencias? ¿Cuáles son las lecciones aprendidas? ¿Cómo es la
Compañía que renace de sus cenizas, esa que algunos han llamado una
“segunda Compañía”? A lo largo de este año 2014, todas las provincias
11
y regiones jesuitas se han abocado a explorar un poco más en profundidad este periodo poco estudiado de su historia. Las instituciones
académicas han dedicado conferencias, talleres, seminarios y publicaciones a fin de cumplir este objetivo. La Universidad Antonio Ruiz de
Montoya y la Biblioteca Nacional del Perú (BNP) organizaron conjuntamente el Simposio Internacional “El Imaginario Jesuita en los Reinos Americanos, Siglos XVI- XIX” que se desarrolló los días 19 y 20
de agosto, con la presencia de conferencistas nacionales y extranjeros.
Durante el mismo mes, en la casa O´Higgins del Centro de Lima y con
el apoyo de la Pontificia Universidad Católica del Perú, se llevó a cabo
una exposición abierta sobre la Misión de la Compañía de Jesús en el
Perú, ayer y hoy.
Nuestra revista Sílex ha querido sumarse a la conmemoración de este
acontecimiento con la publicación, en este tercer número, de algunas
de las ponencias del Simposio sumando además otros artículos y ensayos que abordan la temática de la presencia de la Compañía de Jesús
en el Perú.
El número se abre con el aporte del Dr. Pierre-Antoine Fabre, uno de
los investigadores más reconocidos en el campo de la historiografía
jesuita y ponente principal en el Simposio Internacional antes mencionado. A este trabajo se suman también los de Claudio Burgaleta, Luis
Bacigalupo, Francisco Quiroz y Luis Torrejón, profesores de las Universidades de Fordham (Nueva York), Pontificia Universidad Católica
del Perú, Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Universidad
del Pacífico respectivamente. Los tres últimos son también docentes
en nuestra casa de estudios.
El número incluye además un conjunto de ensayos. El primero de
ellos, de Jeffrey Kleiber S.J., es un artículo inédito que publicamos en
su homenaje. El P. Klaiber, profesor de la PUCP y de nuestra Universidad, falleció repentinamente a comienzos de año, legándonos una
extraordinaria producción intelectual. Nuestra revista se suma así al
merecido homenaje que Jeff ha recibido de muchas instituciones como
reconocimiento a sus aportes históricos.
12
Incluimos también el trabajo del P. Armando Nieto Vélez S.J., presentado con ocasión de recibir el reconocimiento como profesor honorario de nuestra Universidad el pasado doce de junio. El autor quiso
centrar su atención en el jesuita del s. XVII, defensor de los indígenas
y escritor de su propia síntesis espiritual, de quien la Universidad toma
su nombre.
No queremos plantear la historia como una mirada al pasado. Como
bien dice el Dr. Juan Dejo S.J., “el ejercicio de la memoria nos lleva a
aquello que llamamos la memoria futuri, propia de la fe, estrechamente ligada a la esperanza… El acto de estar presente con la mirada puesta en
el Reino, y en Dios, nos abre a la dimensión utópica que no debemos
perder nunca, pues es constitutiva de nuestra fe y de nuestro instituto.
Y quien dice utopía, quien dice Reino, afirma la memoria del compromiso de fidelidad al Señor. No hay futuro posible sin compromiso. Y
compromiso radical” (homilía en la iglesia de San Pedro, en la celebración de la Restauración de la Compañía, el siete de agosto de 2014).
Desde esa perspectiva utópica que lleva a un compromiso radical, incluimos también el artículo de Carlos Lecaros sobre “Ignacio Ellacuría
S.J. y su filosofía de la realidad histórica”. Ellacuría, profesor de la Universidad Centroamericana, fue asesinado el 16 de noviembre de 1989
junto con otros cinco jesuitas y dos personas laicas en el campus de la
Universidad. Él y sus compañeros representan la Compañía de Jesús
que surge después del Concilio Vaticano II a partir de las orientaciones
del P. Arrupe y de la Congregación General 32. ¿Una “tercera Compañía” tal vez? Con la incorporación de este artículo de uno de los
miembros de nuestro claustro universitario, deseamos rendir homenaje
a estos “artesanos de la paz”, asesinados hace 25 años en pleno ejercicio de su misión.
¿Restauración o renovación? Con esa pregunta iniciábamos el
Bicentenario al que hemos querido dedicar este número. Esperamos
que la lectura de estos trabajos ayude a responderla.
El Director
13
LA ANTIGUA COMPAÑÍA AMERICANA EN EL
IMAGINARIO DE LA NUEVA:
APUNTES PARA UN BICENTENARIO1
Pierre-Antoine Fabre
École des Hautes Études en Sciences Sociales, Paris
Resumen
La interpretación de la discontinuidad histórica que plantea la supresión de la
Compañía de Jesús y el problema que genera para su propia identidad como
institución, se reflejan en la manera como se procesa el hecho de describirse
a sí misma luego de la restauración. Este imaginario encuentra sus primeras
respuestas en el recuerdo de su obra en América, por parte de escritores jesuitas americanos.
Palabras clave
Compañía de Jesús, jesuitas, restauración, América.
Abstract
The interpretation of the historical discontinuity posed by the suppression of the Society of
Jesus and the problem it creates for his own identity as an institution, are reflected in the way
that the fact of describing itself is processed after the resaturation. This imaginary finds its
first answers in the memory of its work in America, by Jesuit American writers.
Key words
Society of Jesus, jesuits, restauration, America.
La primera expresión de este artículo fue la conferencia inaugural del Simposio de
agosto del 2014 sobre “El imaginario jesuita en los reinos americanos, siglos xvi-xix”.
Es un placer agradecer aquí de nuevo a Juan Dejo, SJ. y a sus colegas limeños por
esta invitación. También revisé para esta ocasión unos argumentos producidos para la
introducción del volumen que dirigimos con Elisa Cárdenas y Jaime Humberto Borja.
La Compañía de Jesús en América latina después de su restauración. México: Universidad Iberoamericana, 2014.
1
15
Mi contribución en este artículo se inscribe en la continuidad de una
elección personal, seguida desde hace treinta años: la cooperación con
la Compañía de Jesús, que no es para mí solo un objeto histórico, sino
un sujeto histórico, así como un actor historiográfico. De allí la importancia particular que le doy desde hace algunos años al problema de la
relación entre la antigua y la nueva Compañía, no porque yo postule
entre la una y la otra una identidad, sino antes bien, una relación.
¿Qué es el imaginario?
Es una pregunta que no se puede dar como evidente en la apertura de
una reflexión sobre “el imaginario jesuita en los reinos americanos” –es
decir, sobre una institución religiosa–, una cultura, una práctica espiritual en la que el tema de la imaginación ocupa un lugar fundacional a
través de la función o las funciones que le adscribe el fundador de esta
institución, Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales.
Este imaginario no es el conjunto de las imágenes atribuidas a la Compañía de Jesús en el continente americano. No se trata del trabajo que
consiste en imaginar lo que fue esta Compañía. Es aquello que queda
cuando se retiran las imágenes sin por ello substituirles la producción
de la imaginación. Es aquello que precede al trabajo de la imaginación
simbólica. Es aquello que, en el trabajo de los Ejercicios espirituales, se
convierte en lo Real, algo Real que es otro nombre para lo impensable,
lo inimaginable. Algo Real que dichos Ejercicios designan como el Dios
encarnado –y aquí yo retomo la terminología analítica de Jacques Lacan, ya que me parece que estos tres términos: imaginación simbólica, imaginario, real, permiten comprender de mejor manera la íntima relación,
teórica y práctica, en la historia intelectual y espiritual de la segunda
mitad del siglo xx, de un cierto número de jesuitas con el psicoanálisis
lacaniano–2.
De otro lado, es necesario subrayar que este “imaginario jesuita” es una
expresión un tanto extraña ya que ella podría significar el imaginario de
los jesuitas así como a la vez, el imaginario sobre los jesuitas. Pero esta
2
Aquí el autor hace referencia a una corriente de jesuitas de origen francés (NT).
16
posible confusión aumenta el interés, en particular sobre este periodo, por la relación entre la antigua y la nueva Compañía, en donde la
frontera de estas dos se vuelve permeable: en particular desde el punto
de vista de una interpretación penitencial de la supresión de la Compañía –sabemos que esta dinámica autocrítica de la Compañía de Jesús
es consubstancial a su propia historia, comenzando por los orígenes
oscuros del nombre mismo de “jesuita”–.
Aquello que es necesario comenzar a hacer es comprender cuál es la
fuente del paso de la historia de la antigua Compañía a un “imaginario”. Enseguida, tratar de encontrar en la historiografía del siglo xix los
elementos de una estrategia de producción imaginativa de la antigua
Compañía, trabajo del cual no podré sino indicar la dirección a tomar.
Lo primero será encontrar tres problemas esenciales. El primero de
estos problemas fue uno de los puntos de partida de la investigación
que Martín Morales SJ, Patrick Goujon SJ y yo planteamos en 2010: el
silencio historiográfico en todo el primer periodo de la restauración de la
Compañía, hasta la empresa llevada como un compromiso por la Compañía en los Monumenta Historica Societatis Iesu, así como en la Historia
de la asistencia de España de Antonio Astrain, entre los años 1890 y el
principio del siglo xx.
El segundo problema se refiere a una cierta especificidad de la “nueva”
Compañía de Jesús en el paisaje político y religioso del siglo xix europeo. En todos estos últimos años, la dinámica de las investigaciones
sobre la supresión y la restauración de los jesuitas fue en un inicio esencialmente “internalista”, de un lado porque la historiografía religiosa
del siglo xix no ofrecía los mismos recursos que los de la época moderna (la cual cuenta con un gran número de historiadores de la cultura,
la sociedad, el Estado, de la historia religiosa); de igual modo, tanto en
Europa como en América, la historia religiosa del siglo xix no es un
tema mayor por motivos muy profundos, vinculados al proceso de la
“secularización” –hasta donde sabemos hoy los límites de este concepto–. Por otro lado, porque faltaba esclarecer lo que podría llamarse
un enigma, o al menos una excepción histórica, una doble excepción
17
incluso: la destrucción y la reconstrucción de una misma institución,
reivindicada como idéntica a ella misma, después de un eclipse de cuarenta años; la destrucción y la reconstrucción de esta institución por otra
misma institución, el papado romano.
Fuimos conducidos a relativizar progresivamente la discontinuidad de
estos dos periodos, observando de cerca las etapas intermedias y la
continuidad supuesta de una misma institución, y esto aún más porque
la gran supresión de fines del siglo xviii se inscribe en una serie de
rupturas, expulsiones y prohibiciones. Pero hay que tomar en cuenta
también –y es aquí donde nos dirigimos hacia una perspectiva mucho
más amplia, no solamente “internalista”– que el pasado jesuita, en el
siglo xix, no es aquel de los benedictinos o de los cistercienses, ni de los
dominicos o de los franciscanos. No es el pasado medieval, el cual alimenta el antimodernismo del catolicismo romántico, y no es tampoco,
de manera más general, un pasado dorado, un pasado de leyenda dorada: es el pasado de una “religión” –para retomar esta palabra antigua
que designaba a las órdenes religiosas en el siglo xvi– asesinada por su
propia Iglesia y que o debía declararse culpable, o debía denunciar a la
Iglesia –lo que hicieron numerosos exjesuitas después de la supresión
de 1773–. Desde este punto de vista, es importante pensar también en
términos de discontinuidad entre la Antigua y la Nueva Compañía. Desde
luego, la Compañía de Jesús restablecida, como el tribunal romano del
Santo Oficio3, son instituciones que niegan la modernidad. Pero no es
“antimoderna” en el sentido medieval de las órdenes mendicantes o de
las órdenes antiguas, como lo hemos dicho. Lo es, como lo era ya, por
una parte, en su modernidad contrarreformista. La Compañía no tiene otro
pasado que aquel de esta modernidad paradójica que la coloca en la
época contemporánea como una de sus encarnaciones más singulares
–y que explica, sin duda, la intensidad del antijesuitismo del siglo xix
y que nos orienta hacia una lectura continuista de la relación entre las
dos Compañías4.
Acerca de este punto, recomendamos una investigación en curso de David Armando,
especialista italiano del periodo revolucionario.
4
Historiográficamente, es posible profetizar que un resultado del Bicentenario de la
Restauración será también un desarrollo de los trabajos sobre el siglo xviii donde se
3
18
Una muy extraña figura, entretejida de “modernidad” y de “antimodernidad”; una figura en la cual podría reconocerse la Compañía de Ignacio de Loyola, simultáneamente lanzada durante la refundación de una
sociedad cristiana pulverizada por las Reformas y durante la conquista
de las nuevas ciencias, a la vez que –con frecuencia, vivido por los mismos sujetos– de los nuevos espacios para la Iglesia católica universal;
pero una figura que podría ser también aquella de la Compañía “entregada” al mundo posrevolucionario, a sus Estados-naciones, a sus masas de escritores, habitados por una religión del pueblo, a sus médicos
del alma y del cuerpo, a todo aquel que la conducirá a tomar un lugar
tumultuoso y central en el modernismo católico de fines del siglo xix.
¿Puede hablarse de una unidad de la Compañía de Jesús en sus más
de cuatro siglos? Sí: la unidad de sus conflictos íntimos, entre una
modernidad que fue lo suyo en su tiempo –si se la compara con otros
grandes cuerpos religiosos– y una antimodernidad que fue una de sus
misiones específicas. Es, sin duda, mediante esta unidad conflictiva que
su historia habla aún hoy a nuestra posmodernidad.
El tercer problema fue aquel al que llegamos por la historiografía de la
Compañía de Jesús en la historia de la América contemporánea: cómo
la Compañía pasó de ser una institución misionera para participar plenamente en la independencia política y cultural de las nuevas naciones
americanas, conservando –por su naturaleza misma de congregación
católica universal y, por lo tanto, romana– una relación específica con la
antigua metrópolis europea, ya no bajo el ángulo de la Corona española
sino de la Santa Sede romana.
La diligencia de Fernando VII para reconocer a la “nueva” Compañía
en 1814 es doblemente significativa de este punto de vista: atestigua la
inquietud de la monarquía española ante este gesto romano, sin dejar
de testimoniar el hecho de que Roma fue la primera en reconocer la
restauración de la Compañía, mientras que España fue la primera en
propiciar su supresión, primero de sus colonias y después de la metrópolis misma antes del decreto final de 1773.
vuelven muy tensos estos conflictos internos a la Compañía entre modernismo y antimodernismo.
19
La historia se escribe, entonces, en espejo. La crisis de la relación de
la Compañía de Jesús y de la Santa Sede bajo el pontificado de Juan
Pablo II –con la persecución de la teología de la liberación y otros confrontamientos políticos y espirituales– puede ser considerada como el
último episodio hasta entonces de una larga historia compartida desde
la época moderna, junto al conjunto de los efectos de desfase o de
superposición entre dos historias paralelas, la de una Iglesia romana,
todavía moderna, y la de una sociedad americana, ya contemporánea.
En esta orientación problemática, la historia de las misiones americanas se impuso progresivamente como un lugar central. Vale la pena
volver a trazar las vías –accidentadas– de esta puesta al día. El punto
de partida, ya evocado, fue un profundo silencio historiográfico en el
extenso primer periodo, desde la Restauración de la Compañía hasta el
la empresa llevada a cabo por la Monumenta Historica y de la Historia de la
Compañía de Astrain, como ya se mencionó.
Tres tipos de síntomas aparecen cuando se buscan los restos de una escritura de la historia de la “antigua” Compañía después del Breve Pontificio
de 1814. En principio, no se conoce ningún escrito publicado sobre la
historia de la Orden por un miembro de la Compañía antes de los últimos
años del siglo xix, a excepción de un pequeño grupo de respuestas a los
dos panfletos de Edgar Quinet y de Jules Michelet en 1844 (volveremos
a estas respuestas, pues ellas nos informan –por medio de la excepción–,
esta “regla del silencio”). Desde 1829, el gobierno de la Compañía produce
(notémoslo quince años después de la restauración de 1814) una serie de
decretos llamando a retomar el trabajo historiográfico. En 1829 la XXI
Congregación General (la numeración de las congregaciones pasó por encima de la supresión) “recomienda a los PP. provinciales reunir en sus provincias los documentos y de asegurar su envío a Roma […], en particular
para el periodo después de la restitución de la Compañía (praecipue restituta
Societate)”. Este decreto reafirma a Roma como centro de escritura. Postula
igualmente que se escribirá la historia de la Compañía “restituida”. Ahora
bien, todo lo que viene a continuación nos va a mostrar que la historia que
finalmente se escribirá escapa, por una parte al menos, al centro romano
y, de otro lado, que la formulación del decreto cubre otra realidad: la parálisis, desde mucho tiempo ya, de la historiografía de la Compañía de Jesús.
20
Estos dos aspectos están estrechamente ligados: tratan, uno y otro, de la
escritura de una historia universal como efecto y prueba de la centralidad
romana de la institución.
La XXXIII Congregación General, en 1833, vuelve a lanzar el llamado de la XXI (este no fue entonces tampoco escuchado). En 1892,
la XXIV Congregación General “recomienda ampliamente a Nuestro
Padre Luis Martín la reanudación y la continuación (resumatur et continuatur) de la historia de la Compañía”. Luis Martín justifica la empresa
en el prefacio que da al Atlas geograficus Societatis Iesu de Louis Carrez en
1894: la causa de la gloria de Dios no está solamente en los actos (rebus
gestis), sino en la conmemoración de estos actos (sed etiam earundem commemorationem). Discurso apologético de la historia: vamos a volver a lo
mismo para comprender mejor las ambivalencias del positivismo documental de los Monumenta Historica, igualmente lanzados en este año
de 1894. El Atlas de Louis Carrez es una obra importante: herramienta
de trabajo aún frecuentada hoy día, que permite, también al final del
siglo xix (es publicado en París en 1900), bosquejar bajo el refugio de la
“geografía” una diferenciación histórica de las dos Compañías, la “antigua” y la “nueva”. Luis Martín recuerda en sus Memorias una indicación
dada a Carrez: “A las casas de la antigua Compañía reservarles un signo
de color negro, a las de la nueva Compañía, indicarlas con otro color”.
De la muy larga e insistente latencia de la historiografía de la Compañía
entre su restauración y el fin del siglo, Luis Martín testifica en sus Memorias: “Una de las cosas que más me recomendó la última Congregación
General fue la historia de la Compañía, tantas vezes emprendida y impulsada [sic] sin fortuna por algunos de mis predecesores” (Martín 1988:
769, 753).
¿Cómo dar razón de este silencio historiográfico que más que un
silencio es una afasia, una amnesia afásica? Una primera hipótesis sería,
como lo recordamos al comenzar, que la Compañía “restituida”, tal
como había sido “destituida” –como lo reivindica el Breve Pontificio
de 1814– no podía hacer la historia de la “antigua” Compañía, delimitada como tal en un tiempo abierto en 1540 y cerrado en 1773, mientras que ella misma se pretendía como su continuación idéntica.
21
¿Cómo calificar ese pasado? Un pasado que no es pasado, en el doble
sentido de su paso al presente y también, en los primeros años de la
Restauración, de un pasado todavía incomprendido, no concebido: el
pasado propiamente traumático de una Compañía suprimida por el
mismo soberano Pontífice, quien la había fundado, en una especie de
acto infanticida que permaneció atravesado en la memoria y que acosa
el presente de la nueva institución. Como ese personaje propiamente
fantástico, errante en varios relatos del acontecimiento romano de la
Restauración, entre estos el de J.M.S. Daurignac en 1863 – que marca
seguramente uno de los primeros frutos de la producción imaginativa en la
Compañía restaurada, retomado de la Gazeta de Roma en el mismo 1814–:
“El 7 de agosto de 1814, la ciudad de Roma resonaba con gritos de
alegría […] El papa sale de su Palacio, la multitud redobla sus aplausos y sus aclamaciones; ella acompaña y sigue al Papa hasta el Gesù.
Ahí […] están reunidos todos los venerables Padres de la Orden […]
Entre ellos, se distingue al padre Alberto de Montaldo, de ciento
veintiséis años y quien entró a la Compañía el 12 de septiembre de
1706, ciento ocho años antes del día en que se le concedió ver el
solemne restablecimiento de la misma” (Daurignac 1863: 194).
Una Compañía, pues, privada de pasado, cambiada en el presente por
su restitución. Esta primera hipótesis encuentra, sin embargo, una serie
de objeciones. En el caso singular y, a decir verdad, único, que nos ocupa, de una institución interrumpida y retomada como si nunca hubiera
sido cesada (como si se despertara solamente de un largo sueño, “[…]
de una noche pesada […]”, escribe José María Castañiza en México, en
1816) (Castañiza 1816), continuidad y discontinuidad forman en realidad una pareja indisociable, pues si la Compañía de Jesús debía ser restituida de forma idéntica, faltaba que ella hubiera sido hasta ese punto
suspendida, que efectivamente ninguna especie de evolución la hubiera
afectado, contrariamente a las monarquías del Antiguo Régimen en la
época de las restauraciones. La continuidad se paga al precio de la ruptura tajante de un cuerpo vivo, ella misma sumerge este cuerpo en un
letargo, una especie de adormecimiento del que emergerá por un despertar, un regreso, pero ciertamente no por una resurrección. Resurrección de un cuerpo transformado, reformado, lo que no es justamente
el caso, a pesar de las numerosas tentativas de “reforma” durante el
22
tiempo de la supresión de esta Compañía que regresó a lo idéntico. Si
se acepta esta proposición, se hace menos fácil comprender por qué el
pasado de la “nueva” Compañía no habría podido constituirse.
Una segunda objeción vendría de las excepciones al silencio historiográfico que parecieron dominar lo esencial del siglo. Hemos evocado más
arriba los libros de combate de Ravignan y de Arsène Cahour en contra
de Quinet y Michelet. Retengamos aquí a Ravignan. Su obra De l’existence
de l’Institut des jésuites perfila de dos maneras la historia de la “antigua”
Compañía y, desde este punto de vista, no transgrede el trato general de
la época. Por otro lado, confunde los siglos modernos (1540-1767) en
una larga duración donde los jesuitas se otorgan un pasado que no tienen, el de los monasterios de una edad de oro medieval, tan reivindicado
por los movimientos de las reformas benedictinas contemporáneas.
Sobre un solo punto –aunque fundamental para nosotros aquí–, en América Latina, Ravignan hace excepción, articulando con precisión en su
escritura la Compañía de Jesús tal como esta había vivido y tal como
consideraba que debía revivir: “[…] Tal fue exactamente la parte de los
Jesuitas en la cuestión de las ceremonias chinas y de los ritos forzudos.
/ Ellos mueren; sus hermanos de hoy, felices después de sesenta años
de recolectar su herencia, han reanudado y van a continuar sus trabajos” (De Ravignan 1844: 102). ¿Cómo comprender este paso, más allá
del hecho de que las misiones de China de 1773 son uno de los signos
de la supervivencia en la historia de la Compañía de Jesús, después de
su supresión, ya que un pequeño número de jesuitas permanece alojado –y no en recogimiento, como en Prusia o Rusia–, como si la Orden
no hubiera sido suprimida? Podemos formular la hipótesis de que la
historia misionera de la Compañía corta de su pasado un objeto de la
historia, en este doble sentido que sería un pasado definitivamente perdido –la América de la primera colonización europea esencialmente–,
pero que la “nueva” Compañía quisiera encontrar bajo otra forma a
aquella de la segunda colonización europea, reorientada hacia África
y Asia. La misión de China hace aquí efectivamente el relevo entre
las exploraciones modernas y las implantaciones contemporáneas; un
pasado que habría entonces que reconfigurar y que en consecuencia, se
encontraría a una buena distancia histórica.
23
De esta hipótesis, encontramos una prueba complementaria por la historiografía
americana de la Compañía de Jesús durante el tránsito al siglo xx, cuando los
jesuitas de Argentina, Perú, Chile o Brasil, que ya no son en su mayoría
europeos, inventan en el pasado de las misiones de la época moderna, un nuevo origen americano de la Compañía, -–especialmente en el
triángulo de oro de las misiones de Paraguay–. Aquí habían convergido
religiosos alemanes, españoles, italianos, franceses, portugueses, cuya
única coincidencia era el haberse convertido en americanos, que, sin embargo, ya no eran más, pues en el proceso se habían transformado en
esta tierra de confines imperiales, en argentinos, chilenos, peruanos.
Así, la discusión acerca de la excepción misionera al silencio de la Compañía de Jesús sobre su historia moderna atravesó el siglo para descubrirnos el paisaje de la historiografía jesuita después de las independencias americanas. Se podría seguir esta trayectoria hasta la Primera
Guerra Mundial, pero no más allá (para tomar un solo ejemplo, los
grandes libros de Rafael Pérez sobre La Compañía de Jesús en Colombia
y Centroamérica después de su Restauración (1896) o La Compañía de Jesús
restaurada en la República Argentina y Chile y el Uruguay y el Brasil (1901)
ya no son concebibles después y hasta nuestro propio tiempo, donde
esta historiografía internacional desapareció en beneficio de las historias nacionales). Me parece que habría mucho que pensar con esta
constatación, pues creo que permite adivinar quizás una evolución de
la mirada hoy día mismo, como, por ejemplo, con estudios sobre zonas
fluctuantes sobre diversas fronteras, como sucede entre el sur del Perú
y el norte de Chile.
Es a este punto al que queríamos llegar. El lanzamiento de los Monumenta Historica Societatis Iesu, en 1894, o aquel de la Historia de Antonio Astrain en 1902, es contemporáneo de otras iniciativas en las que
Roma ya no era el centro y ni siquiera Europa. Rafael Pérez señala en
el “Prefacio” de su Historia de Colombia y de América central:
El R.P. Rafael Cáceres, que por muchos años había manejado el
archivo de la Misión Centro-Americana, días antes de morir manifestó su voluntad de que se nos transmitiesen muchos escritos
que él poseía relativos a este asunto: cumplióse religiosamente, y,
24
entre otros preciosos documentos, hallamos la Historia latina de la
Misión de Guatemala escrita de mano de dicho Padre, la cual aunque
compendiosa es muy completa. (Pérez 2012: vi)
Pero esta evolución fue progresiva y se desarrolló en oposición con
otra orientación: en 1829 el gobierno de la Compañía pide el envío a
Roma de toda la documentación necesaria para el trabajo de los historiadores; inversamente, después de la Congregación de 1892, Luis
Martín reporta en sus Memorias: “Había tomado con gran interés este
problema enviando al P. Cecilio Gómez Rodeles a Madrid y a Roma a
recoger documentos para la Historia de Castilla” (Martín 1988: 753)5.
Se distinguirá, para terminar, en manera de síntesis de esta introducción enriquecida de varios documentos que encontramos recientemente, tres grandes etapas en la elaboración de una escritura americana de
la Compañía de Jesús.
Primera etapa
Después de 1773, la lectura “catastrófica” de la Supresión6 produce
una interpretación providencialista de la historia de la Compañía de Jesús: la Supresión no es comprendida como la consecuencia del pasado
(salvo en una perspectiva negativa que queda, en su esquema esencial,
como escatológica: una prueba –un mártir– sobre la vía de la salvación)7, sino como el anuncio del porvenir de la lectura exacerbada,
en Hervás y Panduro, por ejemplo, o en el abad francés Jean-Baptiste
Fiard8, por la Revolución Francesa y sus consecuencias en las que la
supresión de los jesuitas sería entonces como un primer signo.
Hace falta escuchar aquí la resonancia particular de tal discurso en los
exjesuitas exiliados en Italia que no estaban todavía comprometidos –la
mayoría no lo estarían jamás– en la gestación del restablecimiento de la
Agradecemos a R. Danieluk por la referencia.
Véase sobre esta dimensión, Fabre 2013.
7
Véase, por ejemplo, en Pomposo 1816, al que volveremos a remitirnos: “Dios quitó
a los jesuitas del mundo para castigarlo y Dios los restituye al mundo para salvarlo”.
8
Nos remitimos a los trabajos de David Armando.
5
6
25
Orden a partir del núcleo conservado en Rusia, al que progresivamente
se unieron antiguos o “futuros” jesuitas, más allá de una serie de crisis
que acarrearán el abandono de las perspectivas apocalípticas por una
intención propiamente restauradora. Antes de este viraje9, el horizonte
de una Iglesia radicalmente reformada en los ensayos revolucionarios
se reanuda con el milenarismo de las primeras misiones americanas,
como vamos a verlo en un breve escrito de 1816.
Notemos, al releer los Jésuites de Ravignan, que solo la historia de las
misiones de evangelización daba lugar a una especie de pasaje de testimonio en su intento de retrato ampliamente deshistoricista de 1844.
Veremos que es también el caso de los primeros escritos americanos
de la Restauración: pero no será solamente en nombre de una historia
pasada, realmente pasada, como podía serlo aquella de las misiones
modernas en el mundo nuevo del siglo xix, sino también en nombre
de una historia recomenzada, aquella de la Iglesia nueva, de la nueva
Iglesia primitiva de América, confirmada esta vez más allá de un periodo que conoció el crimen supremo del infanticidio de la Compañía de
Jesús por el que el papa de Roma había creado la Orden.
Segunda etapa
José María Castañiza10, a quien ya hemos citado, publica la Relación del
restablecimiento de la sagrada Compañía de Jesús en el Reyno de la Nueva España y
de la entrega de sus religiosos del real seminario de San Ildefonso de Mexico en 1816:
“Amaneció este dia [19 mayo del 1816] tan claro y dichoso después de una
noche pesadissima y tant larga que seguramente había durado el casi medio
siglo que los Jesuitas nos ocultaron sus luces […]” (Castañiza 1816: 59)11.
Se consultará útilmente acerca de este punto el notable artículo de Anne-Sophie Gallo (Gallo 2013). Véase también Fabre (2015).
10
Castañiza era coautor espiritual de tres votos desde el 15 de agosto de 1773. Fue
parte del pequeño número de aquellos que atraviesan el periodo de la supresión y que
regresan a México después del exilio.
11
La integridad del opúsculo es un apasionante relato de las festividades del regreso,
abierto por un relato, concluido por una serie de sonetos ligados a arcos y emblemas,
según una forma literaria que nos recuerda otro relato, aquel que marca la primera instalación de la Compañía de Jesús en México, en 1578, que celebra también osamentas,
9
26
Estos decenios que habrá durado la expulsión de los jesuitas en México
no son más que el “horror de una profunda noche”, como lo escribe
Racine acerca de la noche del crimen en su Athalie.
Agustín Pomposo Fernández de San Salvador escribe en 1816, en Los
jesuitas quitados y restituidos al mundo: “[…] tenebroso dia del 25 de mayo
del 1767! No olvidemos que en todas partes cogió de sorpresa a todos
los jesuitas la noticia de su destierro […] Feliz, faustoso, glorioso dia el
19 de mayo 1816”. Y prosigue:
“Yo, fixando la via en solo tres diluvios espantosos, veia la misericordia de
Dios […] salvar el justo Noe […] salvar el justo Loth […] salvar a los justos
jesuitas y darle con mayor perfeccion la semejanza de su Cristo Jesus […]
les quito del mundo que no era digno de ellos, de una manera que cercados
de sus perseguidores en todas partes y a la vista de ellos, parecian ya los que
aún viven a los huesos descarnados y muy secos que vio Ezechiel”.
Encontramos aquí la inspiración apocalíptica de la literatura del exilio:
la Compañía “restituida” no es solamente aquí la obra de una restauración, sino de una resurrección –palabra de la que pudimos constatar
su ausencia en la literatura europea contemporánea–, más allá de los
reformistas radicales de los años 1780-1790– y que, hay que subrayarlo,
procede de un autor, Pomposo, que no es él mismo un jesuita. Pero lo
que más llama la atención es que Pomposo resucita también un muy
antiguo cuerpo de leyendas cuyo surgimiento sorprende en este inicio
del siglo xix. Él agrega, en efecto, a su discurso, un “Apéndice de algunas historias sacadas del P. Alegre que persuaden la predicación del apóstol
Santo Tomás o tal vez de San Mateo y santo Marco en América”, donde la
palabra “resurrección” es mencionada en los términos de los tiempos
donde “el abismo llamó al abismo” (Pomposo 1816).
¿De quién fueron precursores en América estos apóstoles? ¿De los
misioneros del siglo xvi o de aquellos que hoy reaniman sus osamentas
disecadas? Ahora bien, la obra de Pomposo es también una historia
de la antigua Compañía. El título completo es: Los jesuitas quitados y
pero que son reliquias de las catacumbas romanas, que no resucitan. Véase, sobre las
festividades de 1578, Fabre 2015b (por publicarse).
27
restituidos al mundo, quitados por el filofismo de la irrelligion para destruir el altar
y el trono: restituidos por la misericordia de Dios para remediar los infinitos males
en que aquel sistema nos ha submergido. Historia de la antigua California y de los
trabajos apostolicos de aquellos hombres de Dios en ella; traduccion en parte de la
obra posthuma del Padre Clavijero en italiano y en parte tomada de varias obras
impresas y de la historia de la provincia de la compagnia de Jesus de nueva espana
que dexo escrita el padre alegre y no se ha impreso.
La demostración está hecha: la resurrección americana de la Compañía
de Jesús es también la condición de posibilidad del primer relato de
historia de la “antigua” Compañía que fue publicado en el siglo xix.
Pero no es el caso, debido a que es en adelante otra Compañía, una
Compañía transfigurada por su resurrección y no restaurada de manera
idéntica, inseparable de su imagen pasada, causa del silencio historiográfico que hemos podido señalar en el espacio europeo. Nos parece
entonces posible proponer la hipótesis de una historia americana de la
Compañía de Jesús que no es, que no es más, y que en 1816 ya no es
solamente una historia de la Compañía de Jesús en América.
Tercera etapa
Hemos evocado previamente el desarrollo de una historia americana de
la Compañía de Jesús, que no es más que una historia europea de las
misiones americanas, sin ser tampoco una yuxtaposición de historias nacionales, en razón de las formas de compromiso –a menudo contradictorias– de los jesuitas en los procesos de independencias y de los Estados
independientes en su relación con la herencia del catolicismo colonial.
Quisiéramos solamente aquí proponer una última hipótesis, entre todas las que esta introducción ha propuesto como sugerencias para trabajos aún por venir. A menudo nos hemos interrogado, en el marco
de las investigaciones recientes sobre la historia de la “nueva” Compañía12, sobre la evolución de los Monumenta Historica Societatis Iesu, que se
Véanse en particular los trabajos reunidos en las Mélanges de l’Ecole Française de Rome,
“De la suppression à la restauration de la Compagnie de Jésus: nouvelles recherches”,
coordinadas por Pierre Antoine Fabre, (2014).
12
28
abren en los últimos años del siglo xix sobre una serie de volúmenes
dedicados, primero, a los miembros fundadores de la Compañía de
Jesús: (Ignacio de Loyola, seguido por Jerónimo Nadal, Diego Laínez,
etc.), para enseguida consagrarse a las misiones de evangelización.
Nos podemos preguntar si ese cambio, del que la documentación informa poco, podría estar ligado a la tentativa del gobierno romano de
la Compañía por mantener una voz “central” (romana y europea) en
la producción de la historia de las misiones jesuitas, mientras que esta
historia se escribía –en su vertiente narrativa– fuera de Europa, como
nos lo muestran las obras de Rafael Pérez y otros, pero que las fuentes,
es decir, la materia prima de los Monumenta como edición de fuentes,
permanecían históricamente cautivas de los archivos romanos.
Y es precisamente en esta vertiente narrativa que se podrían identificar
los marcos de una producción del imaginario de la historia americana de la
Compañía de Jesús que no sea ya en un imaginario solidario del silencio
historiográfico, como el que nos dice Castaniza habría sido el de esta
“larga noche” del periodo de la supresión. Pero tampoco es la realidad
–o, al menos, sus huellas en las fuentes–, aunque sí una imagen; para
ser más precisos: una imagen literaria. ¿Por qué no ver en ello una de
las raíces de la predilección de la nueva Compañía de Jesús por las
obras literarias, en particular, por la novela?
Quisiera acabar con este pasaje, conmovedor, del prefacio de Rafael
Perez a su Historia del 1901:
“Tal fue el principio de la célebres reducciones que dieron a la
Iglesia tanta gloria, al cielo tantas almas, y a la Compañía de Jesús
tantos mártires, y tantas persecuciones, por haber resuelto el problema
de la civilización por medio de la fe y de la religión solamente”.
¿Qué significa esta “resolución”? ¿Suprimir o realizar? Pues en realidad
queda aquí un problema fundamental, el problema de la relación entre
civilizar y evangelizar, entre lo civil y lo religioso, un problema que fue la
cruz de las misiones de China, por ejemplo, cuando se trataba de saber
si los “ritos chinos” eran aceptables como ritos civiles o rechazables
como ritos religiosos. Pero, precisamente, la “resolución del problema
29
de la civilización” es la resolución de esta contradicción, que fue –y por
eso digo una cruz–, una de las causas de la supresión de la Compañía
de Jesús, después del fallecimiento de su política a favor de la adopción
de los ritos confucianos, cuando el papado la condenó. Resolución de
una contradicción: ¿no define esto el mito, según la comprensión antropológica? ¿Y el mito no es una vía privilegiada en la producción imaginativa en la historia humana? Aquí estamos de vuelta hacia nuestra
pregunta inicial. Y aquí podemos entender, por una vía más, el peso de
la historiografía americana de la Compañía de Jesús en la historia de la
nueva Compañía.
Referencia bibliográfica
CASTAÑIZA, José María
1816
Relacion del restablecimiento de la sagrada Compagnia de Jesus en el
Reyno de la Nueva Espagna y de la entrega de sus religiosos del real
seminario de San Ildefonso de Mexico.
DAURIGNAC, J. M.
1863
Histoire de la Compagnie de Jésus.
DE RAVIGNAN, François-Xavier
1844
De l’existence et de l’institut des jésuites. París.
FABRE, Pierre-Antoine
2013 “La Suppression de la Compagnie de Jésus (1773):
Interprétations eschatologiques et hypothèses historiographiques”. Por publicarse en: E-Spania. París.
2015a “Nouveaux récits de fondation”. Por publicarse en: De la
fondation. Ginebra: Droz.
2015b “Reliques romaines à Mexico (1575-1578): histoire d’une
migration”. Por publicarse en: S. BACIOCCI, S. y C.
DUHAMELLE. Corps saints des catacombes, Roma: Editions
de l’Ecole Française de Rome.
30
GALLO, Anne-Sophie
2013 “Réflexions et jalons pour une histoire de ‘l’ identité jésuite’
pendant la suppression de la Compagnie de Jésus (17621814)”. En: Europa moderna. Lyon.
MARTÍN, Luis
1988
Memorias. Roma: MHSI.
PÉREZ, Rafael
2012
“Prefacio”. En: La Compañia de Jesús en Colombia y Centro
América después de su restauración. Parte 1, Ulan Press.
POMPOSO FERNÁNDEZ DE SAN SALVADOR, Agustín
1816
Los jesuitas quitados y restituidos al mundo. México, por don
Mariano Ontiveros.
31
JOSÉ DE ACOSTA, SJ: CREATIVIDAD INTELECTUAL
Y PASTORAL EN EL PERÚ COLONIAL
Claudio Burgaleta
Fordham University, New York
Resumen:
El autor resalta la visión humanista de José de Acosta, reseñando sus obras
principales, su relación con los pueblos americanos y las fuentes filosóficas de
su formación.
Palabras clave
José de Acosta, filosofía.
Abstract:
The author highlights the humanist vision of José de Acosta, reviewing his major works ,
his relationship with the American people and the philosophical sources of his formation.
Key words
Jose de Acosta, philosophy.
33
Introducción
La presencia de la Compañía de Jesús en el Perú colonial del siglo xvi
destaca por sus actividades docentes, pastorales e intelectuales (Klaiber
2007: 17-106). No hubo otro jesuita que brillara en esos tres campos
como el padre José de Acosta (1540-1600). La presente ponencia repasará brevemente la vida de este insigne miembro de la Compañía y
se detendrá en describir y evaluar sus contribuciones más creativas al
mundo cultural y eclesial del Perú colonial.
La vida y obra de Acosta
José de Acosta nació en Medina del Campo, Castilla la Vieja, España,
en una familia mercantil acomodada, en 1540, año en que la Compañía
de Jesús fue aprobada por el papa Pablo III11. Las raíces de la familia
eran portuguesas y muy probablemente de tradición judía, aunque este
último punto no se ha podido establecer con certeza. A los doce años
el joven José se escapó del hogar de sus padres para entrar en la Compañía en la gran ciudad universitaria de Salamanca.
No fue el primero de su familia que optó por la vida religiosa, ya que
otros cinco de sus hermanos hicieron lo mismo, tres de ellos con los
jesuitas. Se educó en Alcalá de Henares, gran centro universitario humanista, y en Salamanca, donde brillaba el tomismo de Francisco de
Vitoria, O.P. Enseñó en varios colegios de la Compañía, incluyendo el
de su natal Medina del Campo, donde coincidió como maestrillo con
otro famoso personaje del Siglo de Oro, el joven San Juan de la Cruz,
que fue becado de ese centro educativo.
El sueño de Acosta fue ir a las Indias para salvar almas, sin embargo,
sus talentos intelectuales y administrativos –ya tenía reputación como
orador sagrado, teólogo y dramaturgo antes de llegar al Perú– determinaron que su labor apostólica no sea directamente como misionero,
Para un tratamiento más amplio de la vida de Acosta véase BURGALETA, Claudio
M., S.J. José de Acosta, S.J. (1540-1600): His Life and Thought. Chicago: Loyola Press, 1999,
pp. 3-72.
1
34
sino indirectamente a través de sus escritos y servicio como provincial
de los jesuitas en el Perú. Llegó a Lima en 1571 y permaneció en estas
tierras por casi quince años. Durante esta década y media de trabajo
apostólico, Acosta se convertirá en un personaje de peso en la sociedad
colonial, ejerciendo gran influencia en todas sus capas sociales como
predicador, teólogo, consultor de la Inquisición y hombre de confianza
de obispos y virreyes. Por ejemplo, fue gran amigo de San Toribio de
Mogrovejo, arzobispo de Lima, y colaboró con este en la redacción de
los decretos del Tercer Concilio Provincial de Lima y su famoso Catecismo Trilingüe en castellano, quechua y aimara (Acosta, 1985). Además
escribirá importantes textos misionales y etnográficos como De Procuranda Indorum Salute (1588) (Acosta, 1984, 1987) y la Historia natural y
moral de las Indias (1590) (Acosta, 1986), que tendrán varias ediciones y
serán traducidos a varias lenguas europeas.
En 1576 es nombrado segundo provincial de la Compañía en el Perú y
acepta del virrey Francisco de Toledo la reducción de Juli, en el borde
peruano del lago Titicaca. Fue una decisión controvertida entre los primeros jesuitas peruanos. Se pensaba que una parroquia de amerindios
contradecía la prohibición de las constituciones jesuitas de no aceptar
cura de almas que significase un compromiso permanente que pusiera
a riesgo la movilidad que San Ignacio quería para la orden. Sin embargo, esta decisión de Acosta tendría un impacto tremendo en la obra de
la Compañía, así como en la Iglesia en el continente, ya que la reducción de Juli se convertiría en el laboratorio y modelo para las famosas
misiones jesuitas del Paraguay entre los guaraní.
Al regresar a España en 1587, Acosta se involucró en las intrigas de la
corte de Felipe II y su política religiosa, especialmente su oposición al
superior general de la Compañía, Claudio Aquaviva, SJ, y sus diseños
para ejercer un control real más directo sobre la orden en territorios
españoles. Esas maniobras culminarán en la V Congregación General
de la Compañía, la primera de estas reuniones internacionales de los
jesuitas llamada para elegir al fallecido superior general. Acosta saldrá
de esta congregación que trató de destituir a Aquaviva perdiendo y
obteniendo el menosprecio de sus hermanos jesuitas. Será considerado
35
el líder de un grupo de conversos o cristianos con raíces judías que
bajo “influencia diabólica” trató de socavar el gobierno legítimo de
Aquaviva. Los eventos son demasiados complejos para repasar en esta
ponencia. Vale decir que a causa del papel jugado por Acosta en ellos,
fue considerado persona non grata en la Compañía y las historias posteriores escritas por los jesuitas de esos eventos. Sin embargo, Acosta fue
protegido por Felipe II y muere en 1600 como superior en Salamanca.
A modo de balance de la vida y obra de Acosta, debemos mencionar
que no pocos autores contemporáneos, tanto teólogos como historiadores, han valorado la labor misional de Acosta negativamente22. Lo
comparan con grandes hombres proféticos de la Iglesia del siglo xvi,
como los obispos Bartolomé de las Casas y Vasco de Quiroga, y lo juzgan no suficientemente opuesto a las crueldades coloniales. A mi juicio,
muchas de estas valoraciones pecan de anacrónicas y de no tomar en
cuenta que las circunstancias de Acosta no eran las mismas que la de
estos otros, pero para discutir este punto haría falta otra ponencia. No
obstante, Acosta jugó un papel importante en la vida de la sociedad e
Iglesia colonial por sus fundaciones educativas, su aceptación de Juli,
su apoyo a las reformas del III Concilio de Lima y su producción literaria. A esta última turno ahora para destacar la creatividad y originalidad
intelectual de José de Acosta.
Para tratamientos más críticos que el mío de la vida y la teología de Acosta véase
ABRIL CASTELLÓ, Vidal. “Cuestión incidental: ¿fue lascasista José de Acosta?”.
En Vidal Abril Castelló. Francisco de la Cruz, Inquisición, Actas 1. Anatomía y biopsia del
Dios y del derecho Judeo-cristiano-musulmán de la conquista de América. Corpus Hispanorum
Pace 29. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992, pp. 108-110;
BRADING, David A. The First America: The Spanish Monarchy, Creole Patriots, and the
Liberal State 1492-1867. Cambridge: Cambridge University Press, 1991, pp. 184-195;
CERVANTES, Fernando. The Devil in the New World: The Impact of Diabolism in New
Spain. New Haven: Yale University Press, 1994, pp. 25-34; RIVERA, Luis N. A Violent
Evangelism: The Political and Religious Conquest of the Americas. Louisville: Westminster/
John Knox, 1992, pp. 133-136, 150-152, 158-159, 164-165, 206-207, 220-223, 264265; TRIGO, Pedro. “Evangelización en la colonia. De Procuranda Indorum Salute: una
teología patética”. En Revista Latinoamericana de Teología 20, 1990, pp. 163-188; y ZEVALLOS, Noé. “El Padre José de Acosta”. En Pablo Nguyen Thai Hop. Evangelización y
Teología en el Perú: luces y sombras del siglo xvi. Lima: CEP, 1991, pp. 179-198.
2
36
La creatividad teológica de Acosta: el humanismo
teológico jesuita
Acosta desarrolló un estilo teológico original e híbrido que llamo humanismo teológico jesuita33. Este humanismo teológico jesuita se caracteriza por un estilo muy retórico que tiene como fin apelar al corazón
de su lector para que trabaje a favor de la evangelización y salvación de
los amerindios. Emplea las fuentes tanto de los humanistas como de
los escolásticos y la espiritualidad ignaciana. Sobre todo, el humanismo
teológico jesuita de Acosta se caracteriza por su estilo ecléctico, ya que
elaboró una manera de hacer teología que integró varias corrientes teológicas de la temprana modernidad para servir su objetivo apostólico
principal: la salvación y la evangelización de los amerindios.
El humanismo teológico jesuita tiene sus raíces en el humanismo renacentista (Kristeller 1979: 22-23). La prosa elegante y literaria de Acosta,
principalmente en latín, se parece a la de los humanistas que se preocupaban por una expresión escrita que fuera clara e imitase el estilo
literario de los clásicos grecorromanos. Además, la preocupación de
Acosta por temas morales relacionados con la conquista de América y
la evangelización y salvación de los amerindios hace eco del enfoque
humanista sobre temas éticos. Las frecuentes referencias de Acosta a
la historia sagrada y antigua para fundamentar sus argumentos también
están en la línea cultural, literaria y pedagógica del movimiento humanista europeo de los siglos xiv al xvi.
El humanismo de Acosta tiene una semblanza más que pasajera en lo
que el gran estudioso del humanismo europeo, Paul Oskar Kristeller,
llamó el humanismo cristiano (Ídem: 72, 78)44, o sea, la teología elaborada por los humanistas e influenciada por sus intereses intelectuales
en los clásicos grecorromanos y de la antigüedad cristiana, la filología y
la elegante y pulida expresión literaria. La teología de Acosta se parece
a la de los humanistas en que se aparta del uso de conceptos especulaPara un tratamiento más amplio del humanismo teológico jesuita, véase BURGALETA.
José de Acosta, S.J. (1540-1600), pp. 73-116.
4
“Paganism and Christianity”.
3
37
tivos preferidos por la escolástica a favor de un estilo narrativo similar
a las obras clásicas tan estimadas por los humanistas cristianos, es decir,
la Biblia y los escritos de los padres de la Iglesia.
Acosta evita el formato de la quaestio o pregunta, del comentario, y la
elaboración sistemática y coherente de la fe cristiana siguiendo los artículos del Credo, como ocurre en las grandes summae de la escolástica.
Prefiere, con los humanistas, el ensayo teológico ecléctico (Ídem: 2829, 31)55. Estos ensayos eran sumamente retóricos y preocupados con
mover los corazones de sus lectores a favor de la acción. Sus temas con
frecuencia abordaban temas morales vigentes. Las dos grandes obras
teológicas de Acosta, De Procuranda y la Historia natural y moral de las
Indias, fueron escritas no para los especialistas teológicos de la universidad, sino para un círculo de lectores más amplio. En el caso de De Procuranda, escrita en latín, es para lectores formados humanísticamente;
sin embargo, la Historia, escrita en castellano, no supuso tal formación
humanista o educación universitaria profesional. La Historia fue escrita
para los intelectualmente curiosos que tenían un interés en conocer las
novedades del Nuevo Mundo (Ídem 1974: 24-25).
Sin embargo, Acosta, formado en el pensamiento de los dominicos de
Salamanca, el llamado tomismo de la primera escuela de Salamanca,
nunca rechazó las opiniones del doctor angélico, como lo hicieron humanistas prominentes como Valla (Ídem 1967: 75-90) y Erasmo (Ídem
1979: 72)66. Otros humanistas como Pico della Mirándola, Ficino y
Bandello eran grandes admiradores de Santo Tomás de Aquino (Ídem
1967: 90-123). Acosta está en esta línea, que se comprueba en la manera que en el De Procuranda emplea el método teológico del tomismo
abierto de la primera escuela de Salamanca.
Al igual que los tomistas abiertos de Salamanca, emplea las Sagradas Escrituras, los padres de la Iglesia, los escolásticos y los cánones de los concilios ecuménicos y provinciales. En el De Procuranda utiliza estas fuentes
de manera muy similar a como lo utilizaban los dominicos de la primera
escuela de Salamanca, o sea, como textos de prueba, independientemen5
6
“The Humanist Movement”.
“Paganism and Christianity”.
38
te de su sentido original y contexto. La preocupación humanista por un
análisis de los textos que fuera filológico y contextual no juega un papel
en el De Procuranda, como jugará en otros escritos de Acosta, por ejemplo, en su inacabado comentario de los salmos demuestra su destreza en
el análisis filológico de estos77. Y la manera como Acosta apela a la historia en la Historia natural y moral de las Indias se parece mucho a la manera
humanista de entender a la historia y emplearla en sus escritos.
Debe notarse que la manera en que Acosta entiende la historia no
es nuestra manera de entender la historia crítica. El famoso historiador mexicano Edmundo O´Gorman ha establecido que para Acosta,
y para muchos humanistas, la historia era una narración bien escrita
constituida de todo tipo de hechos verdaderos del pasado, incluyendo la historia, religión, organización política y socioeconómica de un
pueblo (O´Gorman 1972: 222-230). Para Acosta, la historia era más
amplia de lo que nosotros entendemos como tal y comprendía lo que
hoy llamaríamos las perspectivas de las ciencias humanas o sociales
como la Economía, la Sociología, la Etnología y la Antropología. Y
como buen humanista, Acosta entendía que la historia tenía un fin moral. Los eventos del pasado que recuenta están en función de instruir
al lector en las acciones que este debe tomar. La Historia natural y moral
de las Indias se preocupa por el gobierno de las Indias y el impacto que
tal gobierno tendría en la evangelización y salvación de los indígenas.
La teología humanista de Acosta tiene su semejanza más estrecha con
lo que Jerómino Nadal, S.J. llamó “la teología mística”. Nadal fue un
gran colaborador de San Ignacio y recibió el encargo de este de explicar el espíritu de la orden y sus Constituciones a jesuitas a lo largo
de continente europeo88. Para Nadal, la teología mística que debiera
caracterizar la manera de hacer teología de la Compañía tenía que ser
Jose de Acosta, “In Psalmo Davidis comentarii. [1598-1600]”. Ms. 659, Biblioteca
General de la Universidad de Salamanca, España.
8
Para un tratamiento más extenso de la vida y teología de Jerónimo Nadal, S.J. véase
BANGERT, William V., S.J. Jerome Nadal, S.J. (1507-1580): Tracking the First Generation
of Jesuits. Chicago: Loyola University Press, 1992; y NICOLAU, Miguel, S.J. Jerónimo
Nadal, S.J. (1507-1580): sus obras y doctrinas espirituales. Madrid: Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, 1949.
7
39
práctica o pastoral, en sintonía con la acción del Espíritu Santo en el
mundo y que movía el corazón del lector a actuar por el bien de las almas. En palabras de Nadal, la teología debía de ser spiritu, corde y practice.
Según Nadal, la teología mística de la Compañía buscaba incorporar la
teología positiva y la precisión de la escolástica en un estilo retórico elegante que reflejaba el interés de los humanistas por la piedad o espiritualidad y la moralidad. A diferencia de la escolástica, que se enfocaba en
probar o destituir tesis verdaderas o falsas, la preocupación de Nadal era
motivar a las buenas obras. Acosta aplica estas preocupaciones de Nadal
en sus escritos, poniéndolos al servicio de la evangelización y la salvación
del mundo indígena con que se encontró en el Perú del siglo xvi.
Sin embargo, Acosta no es un imitador de Nadal. Era consciente de que
su contexto en el Nuevo Mundo era diferente del de Europa y, por lo
tanto, su teología tenía que servir a esa diferente realidad. En el De Procuranda, Acosta argumenta que hace falta teólogos para las Indias porque:
[…] nuestros teólogos de España, no importa cuán famosos e ilustres sean, no obstante, caen en no pocos errores cuando juzgan
asuntos de las Indias. Aquellos que están en las Indias pueden verlo
con sus propios ojos y tocarlo con sus propias manos. Y aunque
fueran teólogos menos ilustres, no obstante pueden razonar más
lógicamente y acertar con más frecuencia (Acosta 1984: 95).
Acosta incorpora en sus escritos varios elementos de ese contexto
americano con el cual se encontró al llegar al Perú. Por ejemplo, se vale
de lo mejor que la filosofía natural aristotélica aportaba sobre las Indias
y relatos históricos y etnográficos de los imperios inca y azteca. Lo novedoso de esto debe subrayarse ya que muchos de sus contemporáneos
consideraban a los indígenas como pueblos bajo el dominio de Satanás.
Sin embargo, Acosta no tuvo reparos de describir estas sociedades no
para condenarlas, sino reconociendo en ellas sujetos idóneos para la
evangelización y preparados por Dios para la misma a causa de esas
mismas culturas.
El optimismo e interés de Acosta por los pueblos americanos y las
novedades físicas y zoológicas del Nuevo Mundo ejemplifican lo que
40
José Antonio Maravall identifica con el humanismo renacentista español (Maravall 1984: 92-105). Esta forma de humanismo ibérico que
nace durante el auge del Imperio castellano se interesaba por lo exótico
en el Nuevo Mundo y creía que los españoles vivían en un periodo
privilegiado de la historia. Esta forma de chauvinismo imperial estaba
convencido que se podía progresar más allá de los logros de los antepasados y que un mundo y futuro mejor eran factibles por sus esfuerzos.
Conclusión
Esta ponencia ha argumentado que un ejemplo de la creatividad jesuita
durante la Colonia fue la manera de hacer teología de José de Acosta,
SJ. El humanismo teológico jesuita visto en sus dos grandes obras,
De Procuranda y la Historia natural y moral de las Indias, incorpora de una
nueva y creativa manera varias corrientes teológicas del siglo xvi. En
continuidad con lo mejor de la teología europea en que fue formado,
Acosta forjó una narración teológica elegante que logró incorporar las
novedades que encontró en tierra americana tanto de topografía, flora,
fauna, diferentes pueblos y sus culturas. Consciente de que la teología
también era una herramienta para acercar a la gente a Dios y mejor
servir al prójimo, no descuidó la responsabilidad social que esta tiene
para potenciar el Reino de Dios entre los hombres y las mujeres de hoy.
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de Anglería, Gónzalo Fernández de Oviedo y Valdes, Fray Bartolomé
de las Casas, Joseph de Acosta. México: Sep/Setentas.
42
LAS RAZONES DEL PROBABILISMO
Una exposición sucinta de sus fundamentos
Luis E. Bacigalupo
Pontificia Universidad Católica del Perú
Resumen:
El autor aborda, desde un punto de vista filosófico, la validez del probabilismo
como guía racional de las decisiones morales de nuestro tiempo, y como ayuda
para reconfigurar el sentido cristiano.
Palabras clave
Probabilismo, filosofía, moral, ética, cristianismo, religión.
Abstract:
The author discusses, from a philosophical point of view, the validity of probabilism as a
rational guide for the moral decisions of our time, and as an aid to reconfigure the Christian
sense.
Key words
Probabilism, philosophy, moral, ethics, christianism, religion.
43
1.
The marriage between rhetoric and casuistry comes to light from the epistemological
foundations of the Ciceronian rhetoric—the theory of probability. Robert A.
Maryks (2008: 112)
Estoy de acuerdo con esta tesis de Maryks. Desde su punto de vista, la
espiritualidad jesuita debería caracterizarse por sus fundamentos epistemológicos, así como por cierta antropología que también me gustaría
comentar, pero no en esta ocasión. Me ocuparé solo de la epistemología implícita en esa espiritualidad, uno de cuyos principales aspectos
parece ser, en efecto, la aplicación de un principio retórico según el cual
se debe acomodar prudentemente todo discurso a las circunstancias.
Ese principio se conoce como decoro.
‘Casuística’ es una palabra con mala reputación, por lo que conviene
usarla poco. Sus connotaciones son negativas, pero en su sentido más
desnudo solo se refiere a un acomodo moralmente neutral de la mente
a las circunstancias concretas. Es decir, decoro.
Como educadores de la juventud y misioneros, los jesuitas debían familiarizar a sus estudiantes y oyentes con el propósito principal de su
enseñanza. Para ello basaron sus estrategias en las lecciones de cultura
grecorromana que supieron impartir. En particular, trasmitieron en las
aulas y aplicaron en los sermones los conceptos humanitas y civilitas, tal
como los había elaborado Cicerón. Por esa vía, el estudio de la retórica se hizo indispensable para el ministerio jesuita y fue así como sus
alumnos aprendieron el decoro o —si se quiere— el astuto arte del
acomodamiento.
Como ‘casuística’, también ‘acomodamiento’ suena mal, pero no era
un arte nuevo ni exclusivo de los jesuitas. Aunque los escolásticos durante la Edad Media preferían las distinciones dialécticas para sostener
sus opiniones en las discusiones académicas, dominaban también la
retórica y las técnicas de persuasión. Pero los jesuitas, tal vez influenciados por el humanismo, rescataron a la retórica del papel más bien
servil que los escolásticos medievales le habían asignado. Cualquiera
que haya sido la razón que los llevó a hacerlo, en la Ratio Studiorum
44
(1599) la retórica se colocó como un punto importante del programa
educativo jesuita.
Como todos sabemos, el adjetivo ‘retórico’ tiene un uso peyorativo.
Hace falta rescatar el valor de esa vieja terminología. Quisiera para ello
referirme a la teoría de la probabilidad, que se halla en el corazón de
la retórica.
Si nos atenemos a su exposición en Ad Herennium II, II 3 (2004: 63),
queda claro que la probabilidad tiene su asiento en la esfera jurídica. La llamada causa conjetural (causa coniecturali) establecía su marco
epistemológico sobre la base de una séxtuple partición: probabilidad,
comparación, signo, prueba presuntiva, comportamiento posterior y
prueba confirmatoria. Solo me ocuparé aquí de la primera de esas partes. ¿Qué es la probabilidad? Cicerón (o quien haya sido el autor del Ad
Herennium) la define por su función. La probabilidad de una conjetura
sobre una acción se prueba mediante la exposición convincente de un
motivo y del modo de vida de quien realizó la acción.
La calidad de las conjeturas alegadas es lo que interesa a los veedores
de la causa. Pero también en los asuntos que no refieren a acciones
judiciales una opinión —que eso es una conjetura— es probable bajo
el mismo principio epistemológico. Por un lado, tiene que haber un
motivo para sustentar esa opinión y no otra relativa a una acción, y ese
motivo se busca en la voluntad que tengan ciertas autoridades de sostenerla (bonis auctoribus munita). Esa buena disposición de los entendidos
implica, a su vez, que la opinión favorecida tiene para ellos probabilidad intrínseca o razonabilidad.
Pensando acerca de las opiniones, uno puede comprender sin demasiado esfuerzo que son el material del que están hechas las creencias. Por
lo tanto, si cualquier autoridad moral, sea un maestro de escuela o un
predicador, quisiera persuadir a alguien de la solidez de ciertas creencias, tendría que considerar con una lógica muy cuidada las opiniones a
favor y en contra de tales creencias.
Persuadir es la misión del educador y del predicador. Ahora bien, cuando la verdad no está disponible, es decir, cuando hay que conjeturar,
45
solo se puede persuadir con argumentos probables, y para lograrlo estos deben ser argumentos capaces de generar confianza y menguar las
dudas. Dado que las opiniones, más que los conocimientos verdaderos,
están en la base de las decisiones diarias, la probabilidad aparece como
el sostén de la conducta humana.
La retórica es el arte de persuadir a la gente para que adopte y siga una
opinión probable. Es importante destacar aquí dos cosas. Primero, que
cualquier opinión probable se adopta en contra de la probabilidad de
la opinión opuesta. Y segundo, que la persuasión no produce conocimiento verdadero. La clave de una adecuada comprensión de la epistemología del probabilismo está en esta peculiar condición: No procura la
producción de conocimiento verdadero, es decir, no pretende entender científica o empíricamente un hecho porque la persuasión no se aplica a los
hechos, sino a la calidad moral de ciertas acciones.
2.
Probabile autem genus est orationis […] si est auctoritas et pondus in verbis, si sententiae vel graves vel aptae opinionibus hominum et moribus. Cicero (1942: 326)
¿Qué es persuadir a alguien acerca de la probabilidad de una conjetura
moral? Es alcanzar una comprensión de la calidad de la acción, es decir,
generar una creencia acerca de si tal acción es buena o mala, si ha de
hacerse o evitarse. La persuasión produce creencias morales y solo se
puede alcanzar por medio de pruebas retóricas sólidas. Si las acciones
son buenas o malas se determina en función de qué motivos o hábitos
hay detrás de la voluntad de realizarlas o evitarlas.
No obstante, esas creencias son probables, es decir, no son conocimiento verdadero. ‘Probables’ significa que son capaces de ser probadas en
su propio ámbito epistemológico, y cuando lo llegan a ser se abrazan
con certeza práctica. Práctica, no teórica, es decir, sin la demostración
apodíctica que impera en el terreno del saber científico.
Los jesuitas, además de educadores, eran sacerdotes, lo que significa
que tenían que escuchar a la gente en confesión. Con la retórica clásica como pilar de su formación, habían aprendido casuística. Guiados
46
por los astutos consejos de Cicerón, habían asimilado la lógica de la
probabilidad. En consecuencia, junto con el penitente, el confesor jesuita buscaba un motivo y escudriñaba los hábitos sobre los que se
sostenía el pecado confesado. Cuando estos factores se hallaban, la
conversación debía considerar cómo la acción beneficiaba en cada caso
al penitente y si se debía a vicios de larga data.
Como podemos ver, ese es un razonamiento puramente contingente.
Después de todo, la moral no es una ciencia. A causa de su contingencia, nadie podía probar científicamente la veracidad de las aseveraciones y los acuerdos alcanzados en dichas conversaciones. La única
prueba razonable que debe darse a las creencias morales, inevitablemente, constará de argumentos probables, lo cual es enteramente doctrina de Cicerón.
Ahora bien, hay pruebas extrínsecas, que son testimonios, y para valorar
un testimonio el juez (que en el confesionario jesuita es el propio penitente) tomará en cuenta la calidad de la fuente, es decir, quién está
hablando, y la calidad del argumento, es decir, qué y cómo se dice.
En ese ejercicio de introspección, “lo que se está diciendo” será siempre una proposición moral, que llamaremos, a efectos de este análisis, ‘p’ (no me centraré en el confesionario, porque eso me obligaría
a analizar acciones realizadas, sino en un asunto que podría haberse
conversado con un director espiritual, lo que permite que sea una acción posible).
Sea ‘p’: Si una nación entera de infieles no quiere oír el Evangelio, y sus autoridades políticas me impiden predicarlo en sus jurisdicciones, mi deber es buscar que
mediante alguna forma de coacción la Palabra de Dios les sea anunciada.
La pregunta es si ‘p’ es una opinión probable. Para que lo sea se deben
satisfacer tres condiciones:
1. Que la acción que prescribe ‘p’ esté de acuerdo con la persona, el
tiempo y el lugar, es decir, que la nación entera no quiera oír y que a
esta persona se le impida en efecto la prédica, aquí y ahora.
47
2. Que las causas de esa acción sean evidentes o consensuales, es decir,
que para cualquier observador sea comprensible que el deber del predicador es encontrar los medios para superar esas barreras.
3. Que la posible acción coactiva no se contradiga con la ley, la moral o
la religión, es decir, que no caiga bajo ninguna prohibición legal o moral.
Ahora bien, sea ‘-p’: Si una nación entera de infieles no quiere oír el Evangelio,
y sus autoridades políticas me impiden predicarlo en sus jurisdicciones, ni yo ni nadie
puede obligar a esas personas a oírlo.
Para este análisis, llamemos Pedro a nuestro personaje central. Los estatutos epistémicos básicos que se pueden obtener de esta contraposición de opiniones son tres:
Opinión: Pedro cree que es probable que ‘p’, entendida esta creencia
como el asentimiento racional a ‘p’, pero con la aceptación simultánea de que
también es probable que ‘-p’.
Duda: Pedro cree que es probable que ‘p’, entendida esta creencia
como la inclinación a dar asentimiento a ‘p’, pero con el temor de que quizás
sea mejor asentir a ‘-p’.
Certeza: Pedro cree que es probable que ‘p’, entendida esta creencia
como el asentimiento racional a ‘p’, con adhesión total y sin temor de que sea
mejor asentir a ‘-p’.
Para determinar la probabilidad extrínseca de ‘p’ puede ponerse esto:
Pedro cree que es probable que ‘p’, debido a que muchas personas sabias,
autoridades respetables, así como las creencias de personas ordinarias consultadas y
el comportamiento ejemplar de otros, todos avalan ‘p’.
Para ilustrar la probabilidad intrínseca de ‘p’ pongo esto: Pedro cree
que es probable que ‘p’, porque hay un fuerte apoyo lógico para ‘p’, es decir,
porque la probabilidad de ‘p’ es racionalmente defendible.
Sin embargo —y esto es crucial para mi enfoque—, si Pedro cree con
toda certeza que ‘p’ es intrínseca o extrínsecamente probable debe, sin
embargo, admitir que, en un sentido especulativo, también es probable que ‘-p’.
48
Por lo tanto, tenemos que admitir que la duda nunca desaparece del todo
cuando se obtiene certeza moral. Debe permanecer al menos algún tipo
de duda cuando tiene sentido decir: Pedro cree que es probable que ‘p’,
pero también reconoce que, en el nivel especulativo, es probable que ‘-p’.
La palabra clave para resolver el problema aquí es ‘especulativa’. Esta
cualidad se deriva de la naturaleza epistemológica de las opiniones.
Puesto que no son conocimiento, las opiniones no eliminan a sus contrarias. Lo que significa que ‘p’ coexiste especulativamente con ‘-p’.
Por lo tanto, si Pedro adquiere certeza moral de la probabilidad de ‘p’,
entonces cree que, en las circunstancias del caso, ‘p’ es probable y ‘-p’
prácticamente improbable.
¿Cómo podríamos conocer con verdad la voluntad de una nación entera
de infieles? Tanto Pedro como su confesor se manejan en un terreno
práctico que no pertenece al reino de la conciencia verdadera, donde
el conocimiento apodíctico del objeto supuestamente determina qué
debe hacerse. Ellos están pisando el suelo inestable de la duda ética,
donde la opinión convertida en creencia es la única guía de la acción.
La lógica deóntica lo pondría así: Si Pedro cree que es probable que ‘p’, entonces actuar según ‘p’ está permitido. Suponiendo, desde luego, que no existe
una clara legislación moral ni civil contra ‘p’, podríamos imaginar al
confesor de Pedro —llamado Juan, para este propósito— diciéndole
que de todos modos ‘p’ está prohibido; pero, a pesar de ello, Juan estaría en la misma condición lógica de Pedro: ambos asumen la hipótesis
del bien (valor), ambos se encuentran en la necesidad de construir una
teoría sobre la bondad o maldad de ‘p’ (razonamiento), y ambos, eventualmente, deberán obtener una norma de acción vinculante respecto
de ‘p’ (una creencia libre de toda duda práctica).
Ninguno, sin embargo, puede esperar que su razonamiento sea suficiente para convertir esas creencias en conocimiento, porque no es posible conocer con verdad la voluntad de una nación entera. Si no existe
legislación explícita sobre la acción de ‘gestionar apoyo coactivo para predicar
donde uno no es bienvenido’, las opiniones a favor y en contra de esa acción
seguirán siendo probables.
49
Espero que a partir de esto se pueda entender mejor por qué el probabilismo tuvo un impacto negativo en la política europea de los siglos
xvii y xviii. El sistema promovió razonamientos que se liberaban del
yugo de la ley; animó a la gente a seguir una opinión probable, aunque
esta fuera menos segura y más arriesgada que la opinión contraria; y
permitió hacerlo incluso con una buena conciencia.
Pero no nos dejemos distraer por la historia. Quedémonos en el terreno de la lógica.
3.
The heart of the probabilist debate is conscience, conceived of as moral judgement.
More precisely it is the last, concrete, part of a moral decision process modeled as
a meta-ethical argument whose conclusion ‘dictates’ the performance or non-performance of a possible future action. Walter Redmond (1998: 392)
Los pasos básicos de la lógica deóntica serían más o menos estos:
Paso 1: Es obligatorio o permitido hacer lo bueno, y está prohibido
hacer el mal (esto se puede llamar la hipótesis de la sindéresis).
Paso 2: Una acción tiene valor ético cuando se realiza con buena intención y bajo determinadas circunstancias que le dan su legitimidad (esta
es la tesis de la scientia moralis).
Paso 3: La aplicación de la sindéresis y la scientia moralis a ​​un caso moral
incierto genera una opinión probable de la cual tenemos certeza (esta
es la conclusión).
Si volvemos ahora a la casuística, debemos introducir en ella una nueva
función, a saber, la invención. Inventio es la capacidad de producir una
conclusión precisa, llamada a resolver cualquier incertidumbre práctica
y convertirse en un mandato obligatorio. Esto es claramente un razonamiento ad hoc. Para Pedro el “invento” vendría a ser el resultado
casuístico de todas sus esperanzas, la tranquilidad de su conciencia.
Para el confesor probabilista de Pedro el “invento” sería la producción
racional de certeza práctica, la meta de su ministerio.
50
Para los efectos dramáticos de nuestro análisis hemos asumido que Pedro y Juan tienen certezas contradictorias en cuanto al imperativo “‘p’
debe realizarse”. Como se advierte, ‘p’ es claramente una acción posible.
Se pone en el futuro, como todavía no realizada. En su posibilidad es absolutamente neutral, es decir, ni moralmente buena ni moralmente mala.
En su probabilidad, por el contrario (siempre suponiendo que Pedro
y Juan son buenos cristianos), se supone que ‘p’ es una acción posible
sobre la que no se ha legislado con claridad, lo que significa que el conocimiento verdadero de su valor moral (licitud o no-licitud) no se puede
conseguir en ningún lugar que no sea la propia conciencia.
Por lo tanto, puesto que Pedro no puede decidir realizar ‘p’ sobre la
base de una conciencia verdadera, tiene dudas de conciencia legítimas acerca de la probabilidad de ‘p’. Si él no se decide a actuar según
‘p’ porque su propio juicio moral (sindéresis) no lo persuade, ni lo
persuade la autoridad de personas más sabias que él, pero por alguna
razón mantiene, sin embargo, la intuición de que no debe excluir la
probabilidad de ‘p’, Pedro necesita desesperadamente un confesor, de
preferencia un jesuita, o al menos uno que entienda y domine la scientia
moralis como casuística.
Los jesuitas fueron bien conocidos por su doctrina moral, que sostenía
algo así: Si es lícito seguir una opinión probable que ha sido concebida de forma
especulativa como probable sin arriesgar ningún error lógico, entonces también puede
ser lícito seguir en la práctica una sólida opinión probable sin correr el riesgo de
cometer pecado mortal.
¿Hace falta recalcar el hecho de que estamos hablando de personas que
creen en la vida eterna? Se trata de católicos que creían, además, que
no había salvación fuera de la Iglesia (extra Ecclesiam nulla salus), y para
quienes la salvación se lograba solo por medio de los sacramentos. El
sacramento de la confesión, en particular, jugaba un papel importante
cuando la amenaza de muerte era inminente. Estresado por las dudas
en sus últimas horas, si el moribundo tenía suerte, un confesor jesuita
entraba a su habitación y se sentaba a su lado. La difícil tarea del confesor era la de esquivar la posibilidad de que el mortecino pecase, tanto
formal como materialmente, antes de abandonar este mundo.
51
En ese trance, el confesor jesuita recuerda las enseñanzas del gran
maestro de Salamanca, Bartolomé Medina (1527-1581), quien, a pesar
de que era dominico, dijo una vez: possumus opinionem probabile sequi relicta probabiliori (podemos seguir una opinión probable dejando de lado la
más probable). Una nueva comprensión de la ética surgió de esa sola
declaración, que afectó la relación entre el derecho y la libertad de una
manera, digamos, sísmica.
Todo auténtico problema moral enfrenta opiniones favorables a la
ley, es decir, aquellas que representan la no-licitud de la acción posible
enunciada en ‘p’ (no es lícito coactar a nadie que no quiera oír el Evangelio), con opiniones que favorecen la libertad, es decir, aquellas que
representan el carácter lícito de esa misma acción (hay circunstancias
que hacen lícito coactar a quienes no quieren oír el Evangelio).
En términos generales, se afirma que Medina y la mayoría de los jesuitas tomaron el camino de la libertad. Siempre buscaron la solución
liberal a los problemas de la incertidumbre moral, especulativa y práctica. La tesis principal del nuevo sistema declaró que, en caso de duda
razonable sobre la licitud o no-licitud de una acción posible, puede
seguirse una opinión sólidamente probable, dejando caer la que usualmente se considera más probable.
Espero haber expuesto las cosas de tal manera que, llegados a este
punto, al lector no le cueste aceptar que los jesuitas fueron capaces de
mejorar la tesis de Medina debido a su formación retórica. De hecho,
la solidez mencionada como una especie de garantía para la opinión
probable es un concepto retórico. Solidez significa que una opinión se
sostiene en buena conciencia, con buena voluntad.
No es necesario señalar aquí la trascendencia de este principio ético en
la filosofía moderna. Sí habría que subrayar, sin embargo, que la buena
voluntad también es el fundamento del probabilismo.
La buena voluntad es el principio moderno de la moralidad e implica
la exclusión de malicia en la evaluación de las opiniones en conflicto.
Entonces, si quisiéramos ser todavía más precisos, diríamos que una
opinión sólidamente probable se basa en los siguientes requisitos:
52
1. Debe descansar sobre razonamientos sanos, es decir, con fundamento lógico, y no meramente en emociones.
2. No debe implicar ningún absurdo.
3. No debe contradecir la Escritura, la tradición, los padres o las definiciones de la Iglesia.
Por lo tanto, cuando Pedro y Juan estaban charlando, el espectro de
opiniones dudosas era mucho menos amplio que lo que supone el lector común de nuestro tiempo, y lo que hoy llamamos ‘opinión liberal’
podría haber sido entonces algo que a nosotros nos podría costar un
poco más reconocer como tal.
4.
Si el rey y el reino ponen resistencia al mismo tiempo, yo creo que pueden ser
obligados a que permitan entrar en su territorio a los predicadores del Evangelio.
Francisco Suárez, S.J. (1966: 380)
La incertidumbre especulativa está motivada por la convicción epistemológica —ciceroniana, medieval y moderna temprana— de que las
decisiones morales se basan en argumentos probables y no en certezas
especulativas. El jesuita Escobar y Mendoza (1589-1669) creía que la
incertidumbre especulativa en la moral debía ser bienvenida porque
hacía que el yugo del Señor fuese tolerable. El dominico Domingo de
Soto (1494-1560) y Tomás Cayetano (1469-1534) distinguieron entre
incertidumbre especulativa y práctica con el fin de hacer hincapié en lo
mismo. Y estaba claro para todos ellos que en condiciones de incertidumbre especulativa no había pecado.
Pero me gustaría sostener aquí que eso no era realmente el problema.
Confesores de todo tipo sabían que en un número considerable de casos no había ninguna esperanza de alcanzar el conocimiento de lo que
es bueno y lo que es malo, que había que contentarse con ‘inventar’ una
opinión sólidamente probable. En ese sentido, el verdadero problema
que los jesuitas pretendieron resolver con el probabilismo era cómo
53
alcanzar certeza práctica a pesar de la persistencia de la incertidumbre
especulativa, es decir, cuando esta no podía eliminarse debido a la ausencia irreparable de conocimiento verdadero.
Maryks ha demostrado de manera convincente que el Directorio de
Confesores de Juan Alfonso de Polanco (1553) enfrentó ese problema. Cuando Pedro se sentaba junto a su confesor con una conciencia
dudosa, Juan —quien como confesor, sin duda, había leído el Directorio— recordaba que Polanco apelaba a su corazón. Desde el fondo
de su corazón, el confesor debía alentar al penitente a seguir el curso
de acción “más humano” frente a la incertidumbre especulativa, con
las únicas condiciones de respeto a la equidad y la acomodación a las
circunstancias de persona, tiempo y lugar.
Es bien sabido que Polanco era el secretario personal de Ignacio de
Loyola. Por lo tanto, podemos confiadamente decir que desde el principio había un sentido de humanismo en el ministerio jesuita que hace
una diferencia aplastante si se compara con el rigor moral de jansenistas, calvinistas y gente por el estilo, que estaban obsesionados por el
deseo de evitar cualquier riesgo del pecado, por mínimo que fuese.
Pero ¿qué significa exactamente “el curso de acción más humano”?
Mi única pista para descifrar ese punto crucial es la hipótesis de una
opción preferencial por la libertad. In dubio pro libertate o, como dice
el famoso axioma, lex dubia non obligat. Eso significa que, para un considerable número de jesuitas de esos días gloriosos, era mucho mejor
correr el riesgo de hacer mal que limitar la libertad de conciencia del
penitente. Eso no se hizo por temeridad, sino por respeto absoluto a
las enseñanzas de Ignacio. Su comprensión de la conversación entre
Jesús y el alma cristiana tenía implicaciones morales muy claras.
“Si el rey y el reino —dice la cita de Suárez que encabeza este acápite—
ponen resistencia al mismo tiempo, yo creo que pueden ser obligados a
que permitan entrar en su territorio a los predicadores del Evangelio”.
Esta es, en sus propias palabras, la opinión probable ‘p’ de nuestro
análisis, y respecto de ella, Suárez dice a continuación que “es concesión del derecho natural y no puede negarse sin una causa justa.
54
Además, pueden ser obligados a que permitan a estos predicadores
anunciar la palabra de Dios, sin coacción y sin engaño, a todos los que
quieran oírla; porque moralmente hablando, nunca faltarán algunos
particulares que la oigan voluntariamente”. No puede haber un planteamiento más liberal y más afín al desarrollo posterior del Derecho
Internacional que estar de acuerdo con ‘p’: Si una nación entera de infieles
no quiere oír el Evangelio, y sus autoridades políticas me impiden predicarlo en sus
jurisdicciones, mi deber es buscar que mediante alguna forma de coacción la Palabra
de Dios les sea anunciada.
En la opción tomada por Suárez, la coacción no tiene que implementarse necesariamente con arcabuces y cañones, pero sí mediante una
causa justa. La libertad, que para Suárez es de derecho natural, impide
que la persona humana sea reducida a servidumbre sin un título legítimo. “El derecho natural no prescribe que todo hombre permanezca
siempre libre (…) sino que únicamente prohíbe que esto se haga sin
el libre consentimiento del hombre o sin un motivo y poder justos”
(1966: 36). En el caso de ‘p’, no se coacta la libertad de las personas
obligándolas a aceptar una fe que no les place, sino solo se coacta al
reino que les impide escuchar libremente el mensaje del Evangelio. “La
comunidad política perfecta es libre por derecho natural y no está sujeta a ningún hombre fuera de ella, sino que ella misma en su totalidad
tiene el poder político que es democrático, mientras no se cambie. Sin
embargo, [un reino] puede ser privado de tal poder ora por voluntad
propia, ora por quien tenga para ello un título legítimo y poder justo”
(Ibíd). La pretensión de ‘p’ no es coactar a las personas, sino solo a los
Estados con el fin de que permitan la libre circulación de las creencias.
En ese sentido, la solidez de la opinión probable ‘p’ la brinda su pleno
acuerdo con la ley natural, que para Suárez es la libertad y el consentimiento de las buenas voluntades (1966: 167).
Antes de cerrar el artículo, me gustaría añadir un colofón. Mi revisión
de estos interesantes temas de ética y epistemología me ha hecho ver
que por lo menos dos grandes personajes del probabilismo jesuita fueron abogados. Así como ocurre con la casuística, el acomodamiento y
la retórica, también se podría decir que no todo lo que se dice de los
abogados es necesariamente verdadero. Dos personajes, formados en
55
la tradición jurídica, tuvieron una influencia excepcional en la historia
del probabilismo. Uno de ellos fue Juan Azor, profesor de Teología
Moral en el Colegio Romano, quien se hizo cargo de la versión final de
la Ratio Studiorum (1599). Azor distinguió la competencia externa de la
ley de la jurisdicción interna de la conciencia, es decir, separó legalidad
de moralidad mucho antes que Kant. El otro fue Francisco Suárez,
quien definió las reglas internas del probabilismo utilizando normas
jurídicas externas bien establecidas, con lo cual instauró un patrón de
razonamiento moral de gran trascendencia histórica: a pesar de ser ámbitos separados, las reglas bien establecidas de la legalidad se deben
trasladar a la moralidad.
Todo lo cual me induce a asumir que el probabilismo es un sistema
moral que resuelve toda posible incertidumbre moral enteramente
dentro de las formas de la legalidad, es decir, utilizando máximas externas adecuadamente promulgadas, con la misma lógica de las causas
conjeturales. Pero el sistema le recuerda constantemente al agente moral el principio supremo de la moralidad, es decir, la última regla de oro
interna, la única regla que puede, en última instancia, asegurar derechos
subjetivos y determinar el deber de realizar o evitar una acción con
conciencia cierta, a pesar de todas las otras opiniones: la voluntad libre
de hacer el bien por el bien mismo (teológicamente hablando: por el
Bien Supremo del hombre; jesuíticamente hablando: ad maiorem Dei
gloriam).
Por último, opino que el probabilismo fue un sistema moral bastante
bien diseñado para hacer frente a las dudas morales de los fieles de su
tiempo, pero que los jesuitas demostraron no ser lo suficientemente
prudentes al no sopesar los riesgos políticos que la aplicación de un
sistema tan liberal traería consigo. No estoy seguro, sin embargo, si el
probabilismo fue la razón principal de la supresión de la Compañía de
Jesús a fines del siglo xviii. Pero eso es, otra vez, historia.
Desde un punto de vista filosófico, creo que el probabilismo está muy
bien equipado para ser una guía racional de la conducta en nuestro
tiempo; creo que el sistema es capaz de superar las dicotomías estériles
56
en las que los católicos de hoy parecen estar estancados cuando discuten
acerca de la moral. En tal sentido, sería conveniente hacer esfuerzos
para comprender plenamente su lógica, aplicarla a los debates actuales
y hacerla compatible con la estética y la ética del siglo xxi. Tal vez eso
ayude a comprender mejor el decoro de nuestro tiempo y, sobre esa
base, a reconfigurar el sentido cristiano de la buena vida, más allá de las
subculturas involucradas.
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57
LA HISTORIA DEL PERÚ SEGÚN
VISCARDO Y GUZMÁN
Francisco Quiroz
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Resumen:
El autor compara los postulados de Juan Pablo Viscardo y Guzmán (s. XVIII), con los de Bartolomé Herrera (s. XIX) y con los de Vargas Ugarte (s. XX),
dando cuenta de una reelaboración del discurso respecto de la emancipación
y acerca de la madurez del criollo americano.
Palabras clave
Vizcardo y Guzmán, historia, emancipación.
Abstract:
The author compares the tenets of Juan Pablo Viscardo y Guzman (s.XVIII), with Bartolomé Herrera`s (s. XIX) and those of Vargas Ugarte (s. XX), pointing out a reworking
of the speech regarding emancipation and about the maturity of American criollo.
Key words
Vizcardo y Guzman, history, independence.
59
Introducción
Un aspecto escasamente estudiado en Juan Pablo Viscardo y Guzmán
es la visión de la historia peruana que manejaba, a pesar de que la historia sirve de base a su pensamiento político y a su propuesta separatista.
En efecto, Viscardo sustenta la necesidad de separarse de España en la
experiencia que Hispanoamérica tiene desde el tiempo de la Conquista
y, por eso, su visión de la historia peruana es crucial en el entendimiento de otros aspectos de su vida y obra. Me propongo discutir cómo
Viscardo entendía el devenir de su patria y cómo esta perspectiva influye en la visión que se tendrá de la historia peruana en generaciones
futuras, en particular, en la historiografía de los siglos xix y xx.
David Brading (1973) señala que un elemento central del patriotismo criollo mexicano colonial es su rechazo a lo español1. Sin embargo, en el Perú
esto no ocurre. Considero que la diferencia puede explicarse por divergencias muy grandes en la trayectoria política e intelectual del Perú y México.
La pugna entre orientaciones históricas es una de las características
centrales de la historiografía peruana desde sus albores en el siglo xvi
(o, incluso, desde antes). Si los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega
(1609 y 1617) cuestionan las bases de la historia imperial española en
los Andes, autores criollos rechazan el cusqueñocentrismo garcilasiano
y, en contraposición, elaboran una versión historiográfica limeñocentrista cuya cima es la Lima fundada de Pedro Peralta Barnuevo (1732).
Garcilaso y Peralta elaboran historias generales del Perú contrapuestas
una a la otra que sustentan diferentes proyectos políticos. Sin embargo,
ambos reconocen el lugar del Perú como parte del imperio español y
de la cultura española aunque Garcilaso privilegiase una opción encomendero-incaísta serrana y Peralta sea vocero de la élite criolla peruana
costeña (limeña) (Quiroz 2012).
Esto ha sido tenido como una “debilidad” historiográfica peruana por Antonello
Gerbi (1960: 291-292), Francisco Esteve Barba (1964) y, más recientemente, por David Brading (1991: 449-450). En realidad, es común considerar que las primeras historias generales del Perú datan más bien del siglo xix (Vargas Ugarte 1951: 105-106, 306;
Porras 1954: 255-264).
1
60
La gran rebelión andina de 1780-1783 es un factor a tener en cuenta
debido a su impacto en la reafirmación de actitudes pro hispánicas entre los propietarios criollos y mestizos por los altos niveles de violencia
étnica y social desplegados durante su desarrollo. No es, entonces, extraño que la orientación política de los criollos peruanos de ese tiempo
haya sido más reformista que radical.
La crítica a España por parte de Viscardo Guzmán es una cumbre nunca
antes alcanzada por los criollos en el Perú. Como se ha visto, la historia
había sido hasta ese tiempo un campo de polémica entre tendencias políticas internas, pero ninguna versión atraviesa la línea de la crítica separatista. Viscardo esgrime ideas separatistas basadas en la historia.
Así, Viscardo formula una versión coherente de la historia peruana
rompiendo con la tradición pro española de la historiografía del criollo
colonial peruano2. Como se verá luego, la imagen viscardiana de la
historia española en América que sustenta este paso y que, a la vez, de
esto deriva será central en la aparición de los nuevos modelos interpretativos de la historia en la República.
La historia antiespañola de Juan Pablo Viscardo y
Guzmán
Estando en Italia en 1781, Juan Pablo Viscardo y Guzmán Zea (17481798) escribe una carta con referencias a la rebelión de Túpac Amaru
iniciada el año anterior y que involucra a una vasta porción de la sociedad
y del territorio andino. En ese escrito, Viscardo asume una posición
inclusiva al ver el potencial insurgente de indios, mestizos y criollos.
Pero, al parecer, los resultados sociales del levantamiento tupamarista
y de los sucesos revolucionarios en Francia a partir de 1789 harán que
Viscardo modifique su concepto del accionar de indios y mestizos. Si
bien mantiene la idea separatista, en medio de la radicalización de la
Ser crítico de España y ser indigenista son cosas muy diferentes. Por ejemplo, Anthony Pagden cree ver en Viscardo al autor que –como Clavijero en México– considera
el colonialismo como un tiempo de interrupción del pasado glorioso incaico y busca
unificar los objetivos políticos de los criollos con los de los indios (1990: 117-128).
2
61
Revolución Francesa en que escribe su famosa Carta se dirige solamente
a los criollos, recurriendo al Derecho natural ilustrado en búsqueda de
sustento para su discurso reivindicativo e histórico3.
Aparte de un discurso doctrinal sustentador de la justicia que asiste a
los criollos americanos para separarse políticamente de España4, la Carta a los españoles americanos de Viscardo contiene una “historia” del Perú
que apunta en la misma dirección. Esta historia narra los hechos de la
conquista y llega hasta el siglo xviii mostrando en una línea continua
la acción de España en el Nuevo Mundo que entiende sumamente negativa. Viscardo resume su condena histórica a España en estas cuatro
expresiones: “ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación”5.
“El Nuevo Mundo es nuestra patria, su historia es la nuestra”. Con esta
frase se inicia la Carta de Viscardo señalando desde un principio la importancia que la historia tendrá en su argumentación. En efecto, Viscardo muestra una historia de tres siglos “en lo que respecta a las causas y
efectos más dignos de atención”, descartando de esta manera lo prehispánico como irrelevante para los fines que persigue pero, en la práctica,
El padre Vargas Ugarte señala que Viscardo debió escribir la Carta estando en Francia en 1792 dejando abierta la posibilidad de haberla iniciado a fines del año anterior
(1971: 49, 51, 78, 83-84). Esto explicaría la redacción en lengua francesa del original,
que debía ser presentada a las autoridades revolucionarias de Francia, pero Viscardo
sale de Francia y fija su residencia en Inglaterra.
4
Viscardo se basa en las doctrinas políticas modernas de Francia e Inglaterra, pero sobre
todo en las ideas del neoescolasticismo jesuítico de Francisco Suárez y Juan de Mariana
del siglo xvi y xvii español. Así, Viscardo representa a la doctrina populista que significa
una teoría del poder civil ligado a la intervención del pueblo en la constitución de la autoridad o soberanía del monarca: un contrato social llamado pactismo o contractualismo que no
incluye a la totalidad de la población sino solamente a una parte del cuerpo social aristotélico-tomista. Como es conocido, recién con la Constitución de Cádiz de 1812 la nación será
tenida como el origen y el repositorio de la soberanía en Hispanoamérica. Pero incluso
luego de 1812, el concepto de nación seguirá siendo restringido. Sobre las concepciones
filosóficas de Viscardo, ver Rivara de Tuesta (2000 II: 64-65) y Brading (1991: 535-540).
5
Así aparece en la Carta derijida a los españoles americanos por uno de sus compatriotas. Por P.
Boyle, Londres: 1801, edición facsímil en Viscardo y Guzmán (1998 II: 364), mientras
que en la versión original francesa de 1799 y en el manuscrito francés hallado en Nueva
York se emplea “esclavitud” en vez de “servidumbre” (1998 I: 205-218). La edición de
1998 sirve para las citas que se hacen a continuación.
3
62
negando la historia incaica como parte de la historia peruana. Lo que sí
le interesa es poner de relieve los sacrificios de los conquistadores para
dominar el Nuevo Mundo y desde el principio subraya (con el cronista
Antonio de Herrera) que todo se hizo sin que el gobierno español hiciese
el menor gasto (1998 II: 364; nota en p. 2 de la edición de 1801).
Como consecuencia de esto, a los conquistadores les correspondía “un
mayor y mejor derecho que a los antiguos godos de España, de adueñarse enteramente del fruto de su arrojo y gozar de su felicidad”, pero
“su amor por el país natal” los lleva a entregar los territorios por ellos
descubiertos y conquistados a la corona española. Sus descendientes y
los que llegaron luego –continúa la argumentación de Viscardo–, hemos
respetado, conservado y venerado sinceramente el cariño de nuestros
Padres por su primera Patria; por ella hemos sacrificado infinitas riquezas
de todo tipo, sólo por ella hemos resistido hasta aquí, y por ella hemos
en todo encuentro vertido con entusiasmo nuestra sangre (1998 I: 206).
Viscardo revisa la historia y halla que la corte española ha incumplido
los compromisos que contrajo, primero con Cristóbal Colón y, luego, “con los otros conquistadores que le dieron el imperio del Nuevo
Mundo bajo condiciones solemnemente estipuladas”. Al señalar que
esto se produce desde un comienzo, Viscardo va más allá de lo aducido
por los criollos en el siglo xviii que consideran que el pacto colonial es
roto solo por la España de los Borbones. Los conquistadores y sus descendientes (los criollos) son “despreciados y calumniados, perseguidos
y arruinados”, según cuenta el “sincero Inca Garcilaso de la Vega”. El
monstruo virrey Francisco de Toledo es tenido como un hito central en
los despojos que denuncia. Pero ya en tiempos de Viscardo, la corona
española ha intensificado sus ataques gracias a su conversión en un
régimen absolutista y arbitrario (1998 I: 209-210)6.
La argumentación central es que España es considerada por Viscardo
como una tutora que vive en el fasto y la opulencia con los bienes de su
pupilo (América). Esta concepción de España como tutora de un pupilo es
clave para entender el nuevo modelo interpretativo de la historia peruana a
6
Sobre el pacto colonial, ver Mario Góngora (1965).
63
establecerse luego de la independencia. Los pupilos (criollos) alcanzan un
estado de razón (madurez y mayoría de edad) en que deben separarse de
sus progenitores. Para Viscardo, la madre tutora trata de “perpetuar nuestra minoridad” pues “con el más grande terror ve llegar el momento que la
naturaleza, la razón y la justicia han prescripto para emanciparnos de una
tutela tan tiránica”. Para Viscardo, entonces, los criollos han superado ya la
“minoridad” por su razón y esto les da el derecho y el deber de emanciparse (1998 I: 211 y II: 382). Como se verá luego, historiadores criollos desde
el siglo xix republicano justificarán post factum la separación del Perú de una
potencia con la que comparte raza, religión y tradición, como una actitud
natural y biológica de madurez que significa antes la “emancipación” del
hijo maduro que la “independencia” política (Bartolomé Herrera).
Viscardo llega a esta conclusión por la vía de la economía (tiranía mercantil), en una actitud que dice mucho del destinatario de su mensaje:
los criollos de América. En efecto, en su visión la historia económica
muestra con claridad el despotismo de la metrópoli tanto en el sistema
fiscal como en el monopolio que impide el comercio con otros países.
El tema comercial permite a Viscardo hablar de independencia natural dada
la distancia geográfica que separa a España de sus colonias americanas:
La naturaleza nos ha separado de España por medio de inmensos
mares; un hijo que se encontrara a semejante distancia de su padre,
sería un insensato si para atender hasta sus más pequeños intereses,
esperara las resoluciones de aquel. En tal caso, el derecho natural
emancipa al hijo; ¿y un pueblo numeroso que no necesita, no recibe y no depende en nada de otro, deberá en semejante caso seguir
sometido como un esclavo? (1998 I: 215).
La expresión españoles americanos no es ambigua. Se refiere de manera
precisa a los criollos a quienes va dirigido su proyecto y la historia que
esboza tiene esta dirección inequívoca (Vargas Ugarte 1971: 80). No
obstante esta orientación elitista, la idea de nación cultural que Viscardo
maneja va acompañada de elementos que caracterizan a una nación
moderna, objetiva, étnico-cultural (territorio, sociedad, economía, religión, lengua, mentalidades, idea del pasado común) que Miguel Maticorena identifica como un cambio hacia la concepción moderna de
64
nación como una comunidad con un proyecto o idea de futuro (1999:
179, 190 y 201).
Es entonces posible pensar que Viscardo se encuentra en el intermedio
entre una concepción tradicional de cuerpo de nación y la noción moderna
de nación cuando vislumbra la conformación de una nación criolla americana que en la segunda mitad del siglo xviii está ya madura como para
emanciparse (Vargas Ugarte 1971: 81-82). Cual hijo que alcanza la mayoría de edad, el criollo americano puede y debe separarse de sus progenitores (España) para seguir desarrollándose. Ya la separación geográfica
es una independencia de facto y, por eso, Viscardo entiende la separación
como un paso necesario y perfectamente factible. La historia muestra
este proceso de maduración y, de otro lado, las acciones de España por
impedir la separación. El rompimiento debería ser natural, pero si los
padres lo impiden, la resistencia de la metrópoli exige que sea violento.
El turno de la historiografía prohispánica republicana
La independencia se produce en el Perú sin modificar las estructuras
sociales, políticas, económicas y culturales del país. En este contexto, la historiografía que busca justificar la separación política mantiene
los desencuentros que caracterizan a la historiografía peruana colonial.
Para empezar, varios exprotagonistas de las luchas escriben historias
reivindicativas de la población peruana en vista de la tendencia a glorificar a los extranjeros y limeños (Juan Basilio Cortegana, José Manuel
Valdez y Palacios). Además, las indecisiones al ingresar a la modernidad occidental generan controversias entre hispanistas y, digamos, no
hispanistas al momento de evaluar el legado español en la conformación de la nacionalidad peruana.
Conforme se consolida la República, interesa evaluar en su conjunto
la civilización peruana. De un lado, el discurso histórico progresivo de
los criollos requiere de etapas previas de alta civilización para valorar
su propio tiempo como la superación de todas ellas, pero, de otro lado,
debe efectuar ciertos artilugios intelectuales a fin de justificar la persistencia de elementos sociales y culturales no modernos. Además –y esto
65
es también central–, las elites dominantes criollas encuentran que no
es conveniente renegar de manera absoluta del legado español del país
como se estaba haciendo para legitimar la separación política.
Es en estas circunstancias, y con motivo de los 25 años de la separación
se entiende mejor, la aparición de un discurso histórico pro español y
católico del sacerdote Bartolomé Herrera (1846). El criollismo limeñocentrista de Peralta Barnuevo es modificado para dar cabida a un Perú
español sin España y que, gracias al desarrollo de la conciencia criolla,
ha alcanzado su madurez como para separarse de su metrópoli (madre)
a fin de iniciar una nueva vida autónoma. La independencia no se entiende como una ruptura política y cultural, sino como una separación
“biológica”: emancipación. Esta reivindicación tiene eco en grupos de
criollos limeños que se sienten más hispanos que anglosajones y, por
supuesto, más hispanos que andinos, y para los que la hispanidad debe
seguir brindando la seguridad de su pertenencia a una modernidad que
en el mundo occidental hace ya mucho tiempo que lidera la cultura noreuropea. Manuel de Odriozola, Manuel de Mendiburu, Manuel Atanasio Fuentes y Ricardo Palma reconocen la superioridad del Perú republicano con respecto a sus periodos anteriores, pero cada quien a su
manera retoma lo colonial como un tiempo de vigencia de elementos
vinculantes y valores positivos en la formación de la nación peruana.
Bartolomé Herrera Vélez (1805-1864) usa sin mencionar el origen las
ideas de Viscardo para sustentar su posición hispanista y católica. Al
igual que para Viscardo, la gran preocupación de Herrera y de los historiadores de su tiempo no es el pasado, sino el presente y el futuro.
No estaba en cuestionamiento la grandeza anterior del Perú, sino el
fundamento histórico del nuevo régimen republicano en un país con
una composición étnico-cultural compleja y recientemente salido de
un largo régimen colonial en circunstancias que dejaban serias dudas
acerca de la pertinencia de la separación y de la convicción con que los
grupos de poder habían actuado.
El discurso del 28 de julio de 1846 –joya del pensamiento ultraconservador y reaccionario en el Perú– es famoso por la doctrina expuesta acerca de la soberanía de la capacidad. Por encargo del presidente Ramón
66
Castilla, Herrera lee el discurso en el Te Deum por los 25 años de la proclamación de la independencia ante las principales autoridades políticas,
eclesiásticas, culturales y diplomáticas. También por iniciativa del gobierno, ese mismo año Herrera publica el discurso agregándole una serie de
notas aclaratorias que son tan importantes como el propio texto original.
Con Herrera, la historia vuelve a ser providencialista. Al igual que muchos otros autores –desde Joseph de Acosta, Garcilaso de la Vega y
Blas Valera hasta otros más modernos–, Herrera ve en el incario un
momento de preparación de los Andes para recibir el Evangelio (preparatio evangelica). En palabras del discurso de Herrera al cumplirse el
primer cuarto de siglo de vida independiente,
El imperio de los Incas, a quien Dios envió a reunir y preparar
estos pueblos, para que recibiesen la alta doctrina de Jesús, había
llegado al mayor grado de prosperidad y de adelanto posible, atendiendo su aislamiento. Los principios fundamentales, sobre [los]
que Dios ha establecido el orden del mundo moral, eran su lejislacion. La tierra estaba arada ya y dispuesta para recibir el Evangelio
(1929-1930 [1934] I: 74).
Siguiendo el argumento de esta afirmación, Herrera revela el secreto de
Dios, el deux ex machina: Dios elige a la Corona española para cumplir la
tarea por la fuerza que ha cobrado España con la unión de Castilla y Aragón, y la toma de Granada: los Reyes Católicos “eran entonces los más a
propósito para traer la civilización completa, esto es cristiana, a los vasallos
de los Incas”. Además, la mano de Dios dispone la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa para facilitar las cosas a la España “ansiosa de propagar la
fe y de ensanchar sus dominios”. Herrera concluye que “el Perú necesitaba
ya el bautismo: España extendía sus brazos vigorosos para recibir en ellos
pueblos que ofrecer a la Iglesia” (1929-1930 [1934] I: 75).
Los españoles destruyen los ídolos nativos despejando el camino para
la soberanía del Dios cristiano, el “verdadero Pachacámac”, y así poder
fundar “el nuevo Perú, el Perú español y cristiano cuya independencia
celebramos” (1929-1930 [1934] I: 75-76. Subrayado en el original).
67
Esa última frase resume la concepción de Herrera acerca de la trayectoria histórica del país. El Perú es un país español y cristiano situado en
América del Sur. Herrera explica en una nota la extensión que esto tiene:
Basta tener ojos para saber que el Perú de ahora no es el de los
Incas. Las razas que España trajo a habitar en este suelo han formado con la indígena un pueblo nuevo enteramente. Todos sentimos, como miembros del cuerpo social creado por los españoles
y animado por el espíritu español, que su ser, sus necesidades íntimas, todo en él es diverso del que gobernaron los Incas; y que por
consiguiente es también diverso su destino del que se consumó
en aquel imperio con la muerte de él al descubrirse la América. Es
tan claro esto que no merecía la pena de decirse; y con todo es necesario decirlo, porque hay quienes lo hayan olvidado (1929-1930
[1934] II: LXV-LXXXI, cita de I: 86 nota).
La cita ha sido manipulada por una historiografía conservadora y nacionalista que quiere ver a Bartolomé Herrera como su abanderado en la
promoción de una nación peruana nominalmente integrada pero guiada
por lo criollo, lo occidental. En realidad, un país nuevo formado por españoles e indígenas no implica una fusión igualitaria. Herrera era profundamente contrario a considerar al indígena como par pues para él es
la inteligencia el don que marca la diferencia entre quienes pertenecen a
una sociedad con todos los derechos y quienes simplemente no.
Se refería Herrera a los “muchos españoles peruanos” –que se hacen
llamar Hijos del Sol– que “en tiempos recientes identifican de buena fe
la independencia del Perú con la reconquista del imperio de los incas
y hasta se creen indios” y afirman que “los españoles europeos los
conquistaron y les hicieron grandes daños”. Les explica que los indios
no estaban en condiciones de “tomar parte activa e intelijente en esa
revolución” y que, de haberlo hecho y asumido actitudes en contra de
los españoles como en otro tiempo, ¿no habría tenido el Perú la suerte que le preparaba Tupac-Amaru? Los hombres civilizados hubieran
perecido a manos de una ferocidad salvaje […] el cristianismo habría
desaparecido y con él todos los monumentos y todos los hábitos de
cultura que bajo su influjo había formado la razón española.
68
Herrera acepta la independencia pero indicando que se produce bajo
los principios “falsos” de la Revolución Francesa y, por eso, la república debe rectificar la situación creada. La separación era inevitable y,
para explicarla, Herrera recurre a una argumentación que aparece en la
Carta de Viscardo a fines del siglo anterior: la madurez de la nación peruana en el seno de la nación española, aunque a Viscardo le interesara
más la nación hispanoamericana y Herrera tenga en mente elementos
religiosos más que naturales en la formación de la nación.
Tres siglos nos llevó la madre patria en sus brazos. Nos aseguró el catolicismo, la unidad de la fe que se iba perdiendo, junto con el orden y
el reposo público en Europa; nos comunicó sus costumbres, sus leyes,
su ciencia, su sangre, y su vida; nos formó nación. Pero una nación es
un conjunto de medios ordenados por la Providencia, para que cumpla sus miras con inteligencia y con voluntad propia. Era preciso, pues,
que la nación peruana cumpliera de este modo su destino7.
La nación peruana debe cumplir una misión que asegure su destino
nacional. Así como, una vez cumplida su misión de unidad política y
de lengua, el Imperio romano se desploma “para que viviera con su
vida propia cada fragmento de él […] con la monarquía española debía suceder esto mismo”. En esto, sin embargo, también interviene la
mano divina. Dios, que “muda los tiempos y las edades y que transfiere
y constituye los reinos”, según cita Herrera a Daniel (c. II v. 21), hace
que en toda la América surjan “varones esforzados que proclamasen el
principio de la emancipación” (1929-1930 [1934] I: 78).
Con esto, Herrera cambia los términos de la discusión: la independencia es un proceso de maduración que desemboca en la emancipación de
una colonia que ya puede vivir sin la tutela de una metrópoli. Es más,
en un argumento que también será desarrollado posteriormente por la
Herrera (1929-1930 [1934] I: 77). Herrera vincula la nación con lo racial, lo cultural
y lo religioso para que la nación peruana entre fácilmente en la nación iberoamericana.
Al igual que autores criollos desde al menos el siglo xvii, Herrera circunscribe su atención a los criollos, quienes coinciden en raza con los peninsulares. Dice Herrera que
la nación es “un conjunto de hombres que forman una raza aparte, que por su lengua,
por su religión y por sus hábitos, tienen más semejanza y más vínculos entre sí que con
el resto del género humano” (II: 106-107).
7
69
historiografía conservadora (Alvarado 2013), Herrera niega el carácter
colonial del dominio español por haber este sido de consenso. Es decir, los territorios españoles de ultramar más que colonias eran partes
del reino español. De acuerdo con el derecho político y de gentes, la
obediencia pacífica y espontánea de los súbditos da legitimidad a los
gobiernos y en Hispanoamérica los súbditos colaboran con erogaciones voluntarias con la corona española y todo esto demuestra que formábamos una parte de la gran nación que gobernaba el rei de España
e Indias. Era preciso pues que no conociésemos el patriotismo, para
no amar a esa nación que era nuestra patria, ni a ese gobierno que era
nuestro gobierno (1929-1930 [1934] I: 92).
Ahora, la emancipación también será obra de la providencia divina. España se esfuerza por retener a sus hijos pero todos llegan a emanciparse
de su progenitora. Inclusive, “más fuertemente asido que los otros,
al fin ayudado de ellos, y conduciendo de la mano a Bolivia, saltó el
Perú”, afianzando de manera irrevocable en Ayacucho la separación
política de Hispanoamérica. Con esto, Herrera descarta la discusión
de si Lima participa o no en la gesta. La obra de Dios no se discute.
La única fuente del derecho a la separación la encuentra Herrera en
la voluntad divina. Reconoce Herrera que este es un procedimiento
diferente a lo hecho antes, “pero es también elevar la independencia de
la clase de mero capricho a la de derecho: es darle un carácter sagrado e
inviolable” (1929-1930 [1934] I: 94).
De esta manera, Herrera abre la puerta para revalorar la imagen española del Perú y de la nación peruana en tiempos en que la influencia
de la modernidad noreuropea y protestante viene incrementándose en
desmedro de la hispanidad y el catolicismo con los que los sectores
sociales dominantes se han identificado por tres siglos. Esta visión,
políticamente conservadora, sigue su curso en la historiografía peruana
(sobre todo, la limeña), que de manera creciente tiene en lo colonial español un tema central de sus intereses. Es cierto que la visión histórica
de Herrera tendrá que esperar al siglo siguiente para alcanzar su aceptación y desarrollo por la historiografía hispanista, pero ya en el xix se
reivindica la historia colonial luego de haber sufrido las inclemencias
70
de las batallas ideológicas durante la guerra separatista. Historiadores
como Odriozola, Mendiburu, Fuentes, Lorente, Polo, y literatos como
Palma, tendrán lo colonial como parte muy importante de la trayectoria
histórica peruana.
Vargas Ugarte y las bases de la historiografía
conservadora y nacionalista contemporánea
La madurez del Perú para la separación será el punto clave en la elaboración de un nuevo modelo de interpretación de la historia de la separación política del Perú entre 1821 y 1824. Mientras este acontecimiento
se va convirtiendo en el eje central de la trayectoria histórica peruana,
su interpretación ha de basarse en lo dicho por Juan Pablo Viscardo en
la Carta y recogido por Bartolomé Herrera en 1846, aunque sin el halo
americanista y providencialista que le imprimieran, respectivamente,
Viscardo y Herrera.
Pese a las condiciones coloniales, los peruanos habían logrado desarrollarse en todos los aspectos alcanzando un nivel de madurez que
los obligaba a exigir el término de la tutela de España. A la autonomía
económica se sumaban la capacidad política, la calidad social y el nivel
cultural alcanzado por los peruanos como para iniciar una vida separada ya de sus progenitores (España). Sin embargo, España se empecina
en mantener la tutela de su pupilo (América) entorpeciendo su desenvolvimiento y su progreso, lo que justifica el rompimiento (incluso
violento) de los americanos con España. Todo esto se produce en el
contexto de afirmación identitaria de los peruanos en términos de una
nación diferente en relación con los demás hispanoamericanos. Es decir, la nación peruana precede a la independencia.
Si Viscardo y Herrera se referían a los criollos, para la historiografía
conservadora y nacionalista del siglo xx el término “peruanos” será
usado más ampliamente, pero siempre teniendo a los criollos como los
líderes del movimiento separatista.
El padre Rubén Vargas Ugarte, S.J. establece las bases de esta versión
de la historia peruana. Para empezar, haciéndose eco de lo exigido por
71
Bartolomé Herrera, el foco de los intereses de la historiografía debe
ser el Perú a partir de la conquista europea. Afirma Vargas Ugarte que
los cursos de historia del Perú deben comenzar “por el estudio de la
Conquista, ameno e interesante y con el cual, lógicamente, empieza el
verdadero Perú, nacido de la fusión de dos razas, la conquistadora y la
conquistada (1951: 19-20, 27).
En efecto la amplia y fructífera obra de Vargas Ugarte se inicia con la
conquista y abarca todo el tiempo de dominación española, la independencia y la República. Si bien la actitud de Vargas Ugarte hacia el tiempo colonial es positiva, está muy lejos de ser una historia apologética
de la labor de España en el Perú, criticando situaciones y personajes
cuando lo estima necesario.
Interesa su posición sobre la guerra separatista por estar directamente relacionada con las ideas expuestas en este ensayo. Es evidente la
idea de que la separación es un proceso progresivo y ascendente desde
situaciones en que faltaba la dirección correcta y el sentimiento patriótico en la población, hasta que la causa patriota se identifica como
una corriente casi única y generalizada en el territorio y en los sectores
sociales y étnicoculturales del país.
Vargas Ugarte considera que la separación fue obra de los criollos peruanos. Sin ignorar la participación de los “extranjeros” del sur (argentinos y chilenos) y del norte (colombianos), hace énfasis en que fueron
los peruanos los protagonistas visibles e invisibles de todo el proceso.
Sin embargo, el papel que se asigna a otros grupos sociales y étnicoculturales en la separación es solo complementario. Al explicar que
Viscardo no era indigenista, Vargas Ugarte aclara que la raza indígena
“tuvo un papel secundario en la lucha por la independencia” (1971:
80). En la primera nota que añade a la reproducción de la versión de
1801 de la Carta, Vargas Ugarte señala:
El título mismo de la carta nos demuestra que Viscardo ni desconocía ni renuncia a su origen hispánico y comprendía, además, que
la emancipación no había de producirse como una reivindicación
de la raza indígena ni había de ser obra de ésta sino de los criollos,
72
es decir de los españoles americanos. Los sucesos le dieron la razón, porque en realidad quienes llevaron a cabo la independencia
fueron los criollos y los mestizos, sin que esto quiera decir que no
se deba conceder alguna participación al elemento indígena (1971:
97 nota 1).
Desarrollando la idea de que la independencia se inicia con la crisis política española a partir de la invasión napoleónica a la península; Vargas
Ugarte comienza su discurso historiográfico en 1809 dando cuenta de
los motines, conjuraciones e insurrecciones en diversas partes de Hispanoamérica. La “revolución” sincronizada espontáneamente tiene antecedentes desde 1780 pero resalta que se trata de un tiempo en el que se
van acentuando y arraigando los factores que contribuyen a la formación
del “germen revolucionario” americano, esto es, “el sentimiento americanista, el despertar de la conciencia nacional con una más clara visión
de los derechos del individuo y el natural deseo de romper las trabas que
impedían el desenvolvimiento económico de estos países”. Sin embargo,
las manifestaciones anteriores a 1819 (la expedición libertadora de San
Martín) en el Perú no llegan a adquirir un carácter general e incluso se tienen actitudes ambivalentes de los patriotas hasta que aparece de manera
nítida el ideal de la libertad (1958: 11-12).
Al referir las manifestaciones previas a 1819, Vargas Ugarte resalta
el “fermento revolucionario” que se produce en los pueblos al hacer
causa común de manera casi natural pero circunstancias ajenas hacían
que los esfuerzos no se coronasen con el éxito. Uno de esos episodios
truncos se produce en la rebelión del Cuzco en 1814 que él llama de
Pumacahua, fracasada por falta de dirección, tal como ocurriera con
la encabezada por Túpac Amaru en 1780, pese a la participación de
mestizos dirigidos por José Angulo. El desastre se produce también
por la “falta de cooperación del elemento indígena” (1958: 45-48, 64).
Le interesa principalmente porque a raíz de la expedición a Huamanga en esta rebelión se “logró prender el fuego de la insurrección en
muchos lugares de la comarca, donde hasta la consumación de la independencia se mantuvo vivo el amor a la libertad” (1958: 56). Pero la
población indígena no estaba preparada:
73
Si exceptuamos la comarca de Guamanga, en donde el elemento
nativo y sobre todo el mestizo respondió a la voz de la patria, en
todas partes asomó la traición. En el Alto Perú las masas indígenas
solo hicieron su aparición en los instantes del saqueo y cuando
del pillaje se prometían obtener alguna utilidad. Aun en la misma
Guamanga, los ejemplos de Huanta y de Talavera, en la comarca de
Andahuailas, demuestran que aun estaba lejos el indio de participar
las ideas de los americanos y no tenía concepto de la patria. Las defecciones y las traiciones fueron muchas y pocos los que como los
Angulo, Becerra, Francisco Monroy, el cura Muñecas y Hurtado de
Mendoza, cayeron con las armas en las manos” (1958: 64).
Suscribe Vargas Ugarte la idea del fidelismo arraigado y de la fortaleza
de España en el Perú en tiempos del virrey Fernando de Abascal para
entender el retraso del Perú en la lucha por su separación. Pero resalta
la participación de los criollos y mestizos en las acciones venideras.
Incluso, los indígenas –elemento “conservador por hábito y poco permeable a las nuevas ideas” (1958: 69)– van siendo ganados por el patriotismo y hasta harán grandes sacrificios por la libertad.
Muestra una tendencia ascendente en la independencia. De los precursores hasta un proceso generalizado caracterizado por la creciente
consciencia de los peruanos en torno a la necesidad de separarse gracias a la asunción de una identidad patriota. Así, conforme se acerca
la hora decisiva cada nueva conspiración y levantamiento cuenta con
mayores adeptos entre la población. Esto se aprecia en las anotaciones
de Vargas Ugarte al respecto. Sobre la conjuración de 1818 en el Callao dice que: el número de patriotas en Lima y el Callao era ya muy
crecido. Las ideas de libertad habían llegado ya al mismo pueblo y el
propio Pezuela hubo de confesarlo más tarde, al ver el entusiasmo con
que las poblaciones del norte de la capital recibieron a la escuadra de
Cochrane (1958: 169).
Considera que San Martín sí tuvo éxito en levantar el país a favor de la
separación, aunque se haya demorado mucho más de lo que muchos
hubiesen deseado (1958: 197). Esto se observa en las numerosas manifestaciones de apoyo a la separación que menciona ya en tiempos de
San Martín. Siempre teniendo en cuenta el protagonismo de los crio74
llos, Vargas Ugarte remarca la actitud decidida de mestizos, indígenas y
esclavos. Para él, en junio de 1821 el pueblo de Lima estaba a punto de
levantarse en contra del virrey La Serna (1958: 286).
En el caso de la población afroperuana, resalta que en 1820, por ejemplo,
quinientos esclavos se agregaron al ejército sanmartiniano en la hacienda
Caucato (Pisco), aunque luego se mencionan solo treinta, que fueron
apodados los infernales por el gorro rojo que usaban, y luego afirma que
los esclavos desertaban para dedicarse a robos (1958: 224, 247, 323 nota
1, 384). No deja de mencionar a mujeres y sacerdotes (1958: 232).
Lo más resaltable, sin embargo, es la atención que presta Vargas Ugarte
a la acción consciente y efectiva de los llamados montoneros y guerrilleros como grupos auxiliares en toda la campaña separatista en la
sierra y costa centrales. Es en realidad el verdadero ejército peruano
(1958: 228-234, 251-252, 481). Inclusive, explica el apoyo que la causa
realista tenía en los pueblos por el uso del terror de parte del ejército
del virrey (1958: 342).
La independencia del norte (Trujillo, Lambayeque, Piura, Chachapoyas) hizo que “medio Perú se puso a las órdenes de San Martín y a
Huaura fluyeron hombres y dinero para la causa patriota” (1958: 244).
Resalta Vargas Ugarte el júbilo de la población en los días centrales de
la juramentación y proclamación de la independencia en julio de 1821
(1958: 297-300). Pese a que muchos sectores sociales empiezan a tener
dudas acerca de lo acertado de la labor de San Martín, Vargas Ugarte
afirma que
Los naturales [indios], por lo general, ni tenían por qué desconfiar
de San Martín ni tampoco dudaron de su sinceridad. Estaban con
él. La espontaneidad con que los departamentos del Norte habían
secundado sus planes; el ardor con que los habitantes, aun de las
regiones dominadas por el enemigo, se habían declarado por la
Patria, todo, en fin, probaba claramente que el país no deseaba otra
cosa que la libertad. De otro modo San Martín no habría podido
sostenerse (1958: 303).
75
Haciendo cuentas, Vargas Ugarte muestra que las tropas colombianas
no eran muy numerosas pues en las batallas decisivas no pasaban de
4000 hombres. De aquí concluye que en Ayacucho combatieron muchos más peruanos de los que generalmente se cree (1958: 477- 479).
Adelantándose a versiones muy conocidas posteriores, Vargas Ugarte
afirma que “es conveniente que se conozca lo que el Perú hizo de su
parte por obtener la libertad y se disipe la falsa versión de haber logrado nuestro país la independencia merced tan solo a la ayuda de los
extraños” (1958: 480).
La idea que atraviesa la historiografía peruana conservadora y nacionalista se vincula de esta manera a los postulados de Juan Pablo Viscardo y Guzmán acerca de la madurez del criollo americano, pasando
por modificaciones que a mediados del siglo xix hiciera el sacerdote
Bartolomé Herrera en el sentido de que la independencia debe ser entendida como un proceso natural de emancipación. Ironías del destino,
un planteamiento revolucionario en el siglo xviii (Viscardo) da pie para
una reelaboración conservadora en el siglo xix (Herrera) y nacionalista
en el xx (Vargas Ugarte).
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Obra completa. Lima: Ediciones del Congreso del Perú.
78
LOS DESENCUENTROS DEL RETORNO:
LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN EL PERÚ DEL XIX
Luis E. Torrejón
Universidad del Pacífico
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Resumen
El autor parte del intento de expulsión de la Compañía de Jesús del Perú en
1886, a los pocos años de su retorno, para hacer una semblanza del padre
Ricardo Cappa, S.J., polémico historiador que con sus escritos motivó esta iniciativa, enfrentando a los sectores más radicales del liberalismo con la Orden.
Palabras clave
Jesuitas, anticlericalismo, masones.
Abstract
The author starts with the attempt of expulsion of the Jesuits of Peru in 1886, a few
years after their return, and makes a semblance of father Ricardo Cappa, S.J. controversial
historian who with his writings prompted this initiative, confronting the most radical liberals
with the Order.
Key words
Jesuits, anticlericalism, masons.
79
Introducción
El 23 de octubre de 1886 la Cámara de Diputados del Congreso del
Perú votó la expulsión de la Compañía de Jesús. El escrutinio fue de
65 votos a favor y 18 en contra. La noche siguiente, el Senado hizo lo
propio: convocó a sesión secreta y con tan solo cuatro votos en contra
sancionó la medida (Nieto 1978: 76). El argumento: la Ley del 23 de
noviembre de 1855, dada en el contexto de la Revolución Liberal o
Moralizadora encabezada por Ramón Castilla, que no estaba vigente
desde la Constitución de 1860. Esta ley prohibía: “[…] el establecimiento de la Compañía de Jesús, como comunidad, como congregación, como cuerpo docente y bajo cualquier otra forma”.
El Presidente de la República, general Andrés A. Cáceres, quien vetó la
medida y nunca firmó la orden de expulsión, pues tenía una deuda de
gratitud con la Compañía1, se reunió con los superiores de la Orden en
la provincia y acordaron que lo mejor era el retiro temporal del Perú
hasta que los ánimos y animadversión contra esta se aquietasen. Los
jesuitas partieron en dirección a Bolivia y Ecuador, para luego algunos
marchar a España. Dos años después, en 1888, regresarían y reabrirían
sus obras.
Pero ¿qué generó la decisión del Congreso y quiénes impulsaban –personas y sociedades– el debate e incluso el encono contra los jesuitas?
Aparentemente, era un asunto sencillo. El sacerdote español Ricardo
Cappa S.J., profesor del Colegio de la Inmaculada, publicó en 1885
Historia del Perú: Colón y los españoles (Lima: Imprenta del Universo) y en
1886 Historia compendiada del Perú, con algunas apreciaciones sobre los viajes
de Colón y sus hechos (Lima: Carlos Prince). Este segundo libro fue redactado para uso de los estudiantes del Colegio de la Inmaculada. En
estos textos, de acuerdo a la opinión del Congreso y algunas sociedades
Durante la batalla de Miraflores, el general Cáceres y dos de sus ayudantes fueron
heridos y, terminada esta fueron traídos a Lima y atendidos en el hospital de sangre de
San Pedro, a cargo de la Compañía. El alto mando chileno ordenó la búsqueda de la
oficialidad peruana herida en todos los hospitales y ambulancias de la ciudad. Llegados
a San Pedro, los jesuitas negaron la presencia de Cáceres y sus ayudantes, que habían
sido escondidos por el superior de la comunidad, P. Gómez de Arteche, en su celda.
1
80
masónicas y anticlericales, se vertían opiniones sobre los incas, Colón,
la conquista y la independencia que herían el honor nacional.
En un primer momento, Eugenio Larrabure y Unanue, y luego Ricardo
Palma escribieron una refutación y otros artículos en el diario El Nacional que se editaron en un opúsculo (Palma 1886), en los que buscaron
impugnar los escritos del P. Cappa. El hecho dio lugar a una crispada
polémica que movilizó a radicales liberales, masones y anticlericales,
quienes organizaron mítines, actos de protesta y publicaciones contra
la Compañía. Todos estos hechos terminaron por polarizar la sociedad
y presionaron al Congreso para que tome una decisión sobre la presencia de la Orden de San Ignacio en el Perú.
Para abordar el complejo entramado alrededor de la nueva expulsión de
la Compañía de Jesús, nos proponemos realizar tres aproximaciones que
nos permitan establecer algunas explicaciones a los desencuentros entre
los sectores más radicales del liberalismo de la sociedad civil peruana y la
Compañía de Jesús, que se reincorporaba a la vida nacional. En primer lugar, queremos brevemente narrar el retorno de los jesuitas y los conflictos
iniciales que se generaron. Sabemos que los orígenes son determinantes en
toda experiencia de vida al constituir una puesta en escena que, con pocas
variaciones, se va a repetir en el futuro. En segundo término, queremos
saber quién es el personaje de esta historia. Para ello debemos realizar una
aproximación a su biografía que permita establecer los rasgos colectivos
que porta, es decir, qué historia, más allá de la personal, nos están narrando. Y, finalmente, queremos ver sucintamente la posguerra del Pacífico
en términos de experiencia que proporciona el material para una nueva
narrativa del Perú. La guerra plantea a los dilemas nacionales nuevas complejidades y la gestación de un nuevo discurso de nación que terminará colisionando con el que construyó el P. Cappa desde su experiencia española.
Los conflictos del retorno
Los jesuitas, al momento de su nueva expulsión, tenían poco tiempo
en el Perú. Su retorno había sido tardío. Tras su expulsión del reino
español, decretada por Carlos III en su Pragmática Sanción de 1767, la
Orden será suprimida por mandato del papa Clemente XIV en 1773.
81
Será el papa Pío VII quien la restaure en 1814, pero su regreso al Perú
no ocurriría hasta 1871, luego de 104 años de ausencia.
El retorno fue posible gracias a las gestiones realizadas por monseñor
Manuel Teodoro Del Valle, obispo de Huánuco, quien aprovechando
su estancia en Roma para participar del Concilio Vaticano I, solicitó
al prepósito general, P. Pedro Beckx, que destine un grupo de jesuitas
al Perú para que colaboren en la formación del clero diocesano en el
nuevo Seminario Conciliar de San Teodoro.
De esta manera, el 15 de septiembre de 1871 llegan al Callao cuatro jesuitas procedentes de Francia. Se alojaron en el Hotel Europa esa primera
noche y a partir del día siguiente recibieron la hospitalidad de la orden
mercedaria en su convento. La llegada fue casi secreta, ya que estaban de
paso por Lima para dirigirse a Huánuco. Sin embargo, se narra que hubo
“[…] bromas pesadas a los ensotanados, por parte de mozos de cordel
y de algunos italianos, los cuales preparaban precisamente en aquellos
días una manifestación pública antipapal para celebrar la entrada del rey
Vittorio Emanuele II en Roma” (Nieto 1978: 16).
Durante la segunda mitad del siglo xix, Lima y Callao contaban con
una importante colonia de inmigrantes italianos, un gran número de
los cuales, incorporados a la vida laboral a través de los más diversos
oficios y empresas, provenían de provincias italianas que habían luchado contra la dominación austriaca (Milán, Venecia, Parma, Modena,
Cerdeña y la Toscana) y los Estados Pontificios, para obtener la independencia y conseguir la Unidad Nacional. Estas luchas nacionales,
teñidas de liberalismo, socialismo y anarquismo, eran en gran medida
radicales y anticlericales, y muchos de sus miembros estaban organizados en sociedades masónicas o carbonarios. Es decir, provenían de esa
experiencia heterogénea de unidad que fue El Resurgimiento italiano.
La lucha por la unidad de Italia tiene una arista importante para explicar el anticlericalismo que tuvo este movimiento y que va a derivar en
parte del conflicto con los jesuitas en el Perú. La Unidad implicaba la
emergencia de un Estado Nacional donde se tenía que optar entre una
Iglesia romanizada, sujeta al papa, y otra que respondiese al orden jurídico nacional y a sus intereses. Además, en el caso italiano, el problema
82
tenía otra faceta: la unidad implicaba anexar los Estados Pontificios
para dar continuidad al territorio y acabar con la monarquía de origen
feudal que el Pontífice encabezaba.
Por otro lado, los jesuitas no solo eran reconocidos como una orden
religiosa muy disciplinada con una importante producción intelectual,
sino que realizaban un cuarto voto: obediencia al papa. Esto los convertía en la vanguardia de la lucha por mantener todas las prerrogativas del
Vaticano y del papa, en contra del surgimiento de un Estado Nacional.
En efecto, la unificación italiana culminó con la toma de Roma por
parte de los ejércitos de Vittorio Emanuele II, Rey de Cerdeña, un 20
septiembre de 1870. El papa no aceptó la anexión de los Estados Pontificios y se encerró en el Vaticano, declarándose prisionero e iniciándose la Cuestión Romana. El tema se resolverá en 1929 cuando el papa
Pío XI firme el Tratado de Letrán con Benito Mussolini y se reconozca
al Estado Vaticano y al papa como su gobernante.
Regresando a septiembre de 1870, estos sucesos de la península itálica
generaron una intensa polémica en el Perú, donde continuaba inconclusa la definición sobre el rol de la Iglesia y su relación con el Estado.
La presencia italiana —comprometida con la causa del Rey Vittorio
Emanuele II, el Conde de Cavour y Garibaldi2—, participó activamente en el debate interno a través de actos públicos y publicaciones
que fueron determinantes para que este asunto terminase siendo parte
de la agenda política del momento. Una prueba de lo que venimos
comentando fue el nacimiento de dos periódicos limeños que se enfrentaron a partir de sus posiciones políticas frente a la Unidad Italiana
y sus implicancias para la Iglesia universal.
El obispo de Huánuco, Manuel Teodoro del Valle, quien pidió el regreso de los jesuitas al Perú, editó un periódico denominado La Sociedad,
que se publicó entre 1870 y 1880. Tenía por finalidad defender al papa
No olvidemos que Giuseppe Garibaldi tuvo que huir de Italia cuando el movimiento
Joven Italia de Mazzini, al cual pertenecía, fue derrotado. En su periplo llegó al Perú en
1851, donde hizo varias amistades entre italianos, masones y bomberos. Un ejemplo
es Andrés Dall´Orso, fundador, el 25 de enero de 1873, de la Compagnia Italiana di
Pompieri Volontari Garibaldi.
2
83
y sus derechos territoriales a través de combatir a los liberales anticlericales. En el Perú esto significaba oponerse a los italianos inmigrantes
que cada septiembre organizaban las celebraciones por la península itálica. Se proclamó “diario ortodoxo y conservador” (Gargurevich 1991:
76) y, en palabras de Porras, era un “intransigente órgano conservador,
heredero de las tradiciones del atrabiliario Católico (1855-60) de don
Bartolomé Herrera, terco periodismo al margen de la vida” (Porras
Barrenechea 1970: 34-35). Estaba dirigido por Manuel Tovar3, futuro Arzobispo de Lima (1898-1907) y ministro de Justicia y Culto del
general Miguel Iglesias (1885-1886), y Pedro José Calderón, quien en
1874 fundaría el Partido Conservador Peruano, y contó con la ayuda
del presbítero José Antonio Roca y Boloña4. Un año después de su publicación, el diario inicia sus ataques contra el Partido Civil que acababa
de fundarse (1871) y que dirigido por Manuel Pardo y Lavalle estaba
asociado al liberalismo de corte anticlerical y a las logias masónicas.
Un año después de publicarse La Sociedad, un grupo de comerciantes italianos comprometidos con la Unidad publicaron La Patria. Este
periódico se editó entre 1871 y 1882 y tuvo como director a Tomas
Caivano5. Se lo organiza con la finalidad ya dicha de defender la Unidad Italiana y, además, de luchar contra el proyecto romanizador de
Monseñor del Valle. Era una publicación que defendía la libertad de
pensamiento y el anticlericalismo. Sin embargo, al poco tiempo de fundado se vendió y perdió sus ideales originales.
Hasta aquí la narración de los hechos nos va ubicando dentro de una
polémica que tiene como núcleo la relación entre el Estado, la Iglesia y
la sociedad civil. Además, siendo un debate que tiene un origen tanto
foráneo como nacional, se le dará especial repercusión allí donde el
Tuvo a su cargo la oración fúnebre en los oficios celebrados en la Iglesia de La Merced el 15 de enero de 1884 en honor a los caídos en la defensa de Lima.
4
Fue el encargado, en 1890, de la oración fúnebre durante los oficios celebrados en la
Iglesia de La Merced en homenaje a quienes murieron cumpliendo con su deber en la
Guerra del Pacífico.
5
Abogado italiano nacido en Caserta (Nápoles). Llegó al Perú en 1870 y ejerció la abogacía
y el periodismo. Publicó en Italia la primera historia de la Guerra del Pacífico: Historia de la
Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. Florencia: Tipografía dell´Artedellastampa, 1883.
3
84
espacio público tuvo mayor desarrollo, es decir, en los espacios básicamente urbanos.
Sin embargo, esta polémica no era nueva en la historia del Perú del
siglo xix. A lo largo de ese siglo se pueden identificar varias coyunturas donde se cuestiona, desde el Estado o la sociedad civil, el rol de la
Iglesia. Una primera ocurre durante la independencia, cuando se trata
de establecer cuál es el rol de la Iglesia y del Real Patronato, cuál debe
ser el destino de las propiedades eclesiásticas y de los diezmos. Una
segunda coyuntura se dio con los debates que nacieron en el contexto
de la Revolución Liberal y la guerra civil entre Rufino Echenique y
Ramón Castilla, entre 1854 y 1856. Estos inauguraron una etapa de
confrontación, que duraría hasta 1860, en la que, en un primer momento, los liberales promulgaron la Constitución Liberal de 1856, de
signo radical y anticlerical. Pero el sector conservador o ultramontano,
con Castilla a la cabeza, dejaron sin efecto esta Carta, promulgando la
de 1860, de corte moderado. Una tercera etapa es la que se inicia tras
la derrota en la Guerra del Pacífico, y que durará hasta 1930. En esta,
la presencia conjunta del liberalismo, el positivismo, el socialismo y el
anarquismo tendrá el rol protagónico en el proceso de secularización
de la sociedad, así como en el establecimiento de un espacio público
cada vez más abierto y tolerante.
Los jesuitas se incorporan a la vida nacional cuando la segunda etapa
se está cerrando y se inicia la tercera, caracterizada por la presencia
de nuevas ideologías que imprimirán una nueva velocidad al proceso
de secularización y modernización de la sociedad, básicamente limeña.
Pero la trayectoria de colisión que terminó en la expulsión de 1886 no
solo fue edificada por los liberales anticlericales y masones peruanos
e ítalo-peruanos. Se edificó también con los textos del padre Ricardo
Cappa y el conjunto de ideales a los cuales fue fiel.
85
Trayectoria del P. Ricardo Cappa Manescau, S.J.,
(1839-1897)6
Nuestro personaje nace en Madrid, hijo de José Cappa y de la Torre
(originario de Melilla, capitán de infantería retirado y subinspector de
correos en Andalucía), en una familia de origen toscano. A los trece
años ingresa al Colegio Naval Militar de Cádiz7 y nueve años después
lo encontramos de alférez de marina, sirviendo en diversas dotaciones
navales que viajan al África y a las Antillas. Su destacada labor lo hizo
merecedor a la condecoración de la Medalla de África.
En 1862 zarpó en la escuadra que Isabel II envió a América dentro de su
“política de prestigio” o de “exaltación patriótica”8: una expedición científica y diplomática al Pacífico que tenía por objeto restablecer el prestigio colonial que se había perdido luego de la emancipación hispanoamericana. La expedición, usando como excusa los sucesos de la hacienda
Talambo, ocupó las islas guaneras de Chincha en 1864. El verdadero
objetivo era lograr que el Perú firmase un tratado en el que aceptara una
deuda con España por la independencia. Los hechos terminaron en los
combates de Abtao y del 2 de mayo de 1866, en los que la Armada española fue derrotada, reafirmándose la independencia de Hispanoamérica.
El alférez Cappa no participó de todos estos sucesos. En 1864, luego
de la toma de las islas Chincha, fue enviado a España por razones de
salud y, una vez superados sus males, destinado a la dotación de unidades que navegaban por el Mediterráneo, hasta el 18 de marzo de 1866,
en que hace su ingreso a la Compañía de Jesús.
La información para reconstruir el itinerario vital del padre Cappa la hemos consultado en:
O’NEILL, C. y DOMÍNGUEZ, J.M. Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús: AA-Costa
Rica. <www.cervantesvirtual.com>; <www.archivobiograficoecuador.com/tomos/tomo1/
Cappa-Ricardo.htm>; <www.cervantesvirtual.com>; <http://www.misionjesuitaperuana.
com/#!la-restauracin-en-el-per/c12ql>, <www.blasonari.net>; y el importante trabajo de:
NIETO, A., S.J. Historia del Colegio de la Inmaculada. Años iniciales de guerra y adversidad.
7
Algunas biografías señalan que ingresó a la Real Compañía de Guardia Marinas. Ver:
<www.blasonari.net>.
8
Esta política hizo que España participase en diferentes aventuras coloniales, como la
expedición franco-española a Indochina entre 1857-62; la participación en la Guerra
de Crimea de 1853 a 1856 y, en 1859, la Guerra de África.
6
86
En 1868, España vive una revolución liberal que derroca a la reina
Isabel II y se inicia el denominado Sexenio Democrático. Esta etapa se
encuentra signada por la búsqueda de un régimen político democrático
y uno de sus logros será la I República Española, entre 1873 y 1874, y
una consecuencia, la nueva supresión de la Compañía en España. De
esta manera, el P. Cappa y su Orden partirán al exilio en Francia. Ahí
realizará estudios de filosofía, entre 1869 y 1872, y en este último año
será profesor de matemáticas en la casa de probación de la provincia
de Castilla establecida en el pueblo de Poyanne, en la frontera sur francesa, limítrofe con Cataluña.
Entre 1872 y 1876 el P. Cappa vive en Ecuador. Originalmente enviado a Quito como profesor de la Escuela Naval, fue redestinado al
Politécnico confiado a la Compañía por el presidente Gabriel García
Moreno, cuando aquella no pudo iniciar sus labores. En el Politécnico
enseñará análisis algebraico, cálculo diferencial y geometría descriptiva,
y será director del observatorio astronómico adjunto. De manera paralela, ultimó un tratado de cosmografía9 y colaboró con el padre Joseph
Epping10 en la redacción de un tratado de Geometría.
Desde 1875 España había cambiado su orientación política y se encontraba en una ofensiva de los sectores conservadores y monárquicos que
logran la restauración de los Borbones (1875-1931). Esta nueva situación permite, en 1877, que la Compañía de Jesús retorne a España. El
P. Cappa recibe esta noticia en Poyanne, adonde ha regresado en 1876
para estudiar Teología. Concluidos sus estudios en 187811, puede partir
El Tratado de cosmografía del P. Ricardo Cappa fue publicado en Bruselas por la Imprenta de Alfred Vromant en 1877.
10
El Padre jesuita Joseph Epping fue un astrónomo y matemático alemán. Junto a los
padres jesuitas Johann Strassman y Franz X. Kugler recuperó los secretos del conocimiento celeste de la antigua Mesopotamia al descubrir la explicación matemática de las
tablas astronómicas babilónicas que se estudiaban y transmitían a través de una casta
de sacerdotes-astrónomos.
11
En 1878 Alfred Joseph Deberle publica Historia de la América del Sur desde su descubrimiento hasta nuestros días, escrita en vista de todas las obras de los más reputados autores y de
documentos auténticos, muchos no publicados hasta el día, tomados de varios archivos y bibliotecas
públicas y particulares de América y España, por R. C. (americano), en Barcelona con Jané
hermanos. Sabemos que parte de este texto fue encargado al P. Cappa y que lo escribe
durante sus estudios en Poyanne.
9
87
a Manresa, en Barcelona, donde el año siguiente realiza la tercera probación, última etapa de su formación, luego de la cual es enviado al Perú.
Llega al Callao el 2 de agosto de 1879 en compañía de tres sacerdotes y
tres hermanos. Constituían los refuerzos pedidos por la provincia para
consolidar el trabajo que se realizaba en Lima y el Colegio de la Inmaculada, el que habían fundado el año anterior. Sin embargo, los hechos
determinaron otras prioridades.
En abril de 1879, Chile le había declarado la guerra al Perú y se pidió
sacerdotes para las ambulancias nacionales del Ejército del Sur. El P.
Cappa es destinado a la de Tacna y se embarca a las pocas semanas de
haber llegado. De Tacna se traslada con el ejército a Arica y en abril de
1880 retorna al Callao. Todo indica que este retorno se debió a que el
ejército del general Buendía, tras las batallas de San Francisco y Tarapacá, se replegó hasta Tacna, donde las fuerzas aliadas (Perú y Bolivia) se
reagruparon y el personal de las ambulancias era ya suficiente.
Durante 1880, mientras se vivía la derrota en la campaña de Tacna y
Arica, Lima inicia los preparativos para la guerra. Los jesuitas continuaron con las labores en el Colegio de la Inmaculada y empezaron a
frecuentar los cuarteles de Artillería y de Ingenieros para administrar
los sacramentos. En los días previos y durante las batallas de San Juan y
Miraflores, en enero de 1881, el P. Cappa y sus compañeros estuvieron
acompañando a la tropa. Llegaban en el ferrocarril a Chorrillos y de allí
caminaban o alquilaban alguna acémila para llegar hasta los parapetos y
defensas donde se encontraban los soldados.
Pese a las dificultades lógicas de la derrota y la posterior ocupación, los
jesuitas cuidaron de enfermos y heridos en San Pedro hasta marzo de
1881, en que fueron trasladados al Hospital San Bartolomé. De manera
paralela, el 3 de marzo se reabrió el Colegio de la Inmaculada, cuyo
local debió ser compartido con los estudiantes sanmarquinos, permaneciendo esa situación durante los siguientes dos años.
Los días previos a la firma del Tratado de Ancón (octubre de 1883), y
cuando Lima vive la agitación de estos acontecimientos, llega al Callao
la fragata española Navas de Tolosa. Los jesuitas españoles (casi todos
88
lo eran) fueron invitados a subir a bordo ya que en ella se encontraban
antiguos compañeros y amigos del P. Cappa. El hecho, estamos seguros, no pasó desapercibido, ya que durante la polémica se le recordará
al P. Cappa su pasado de oficial de marina al servicio de la restauración
colonial.
Finalizada la guerra, el P. Cappa estableció las conferencias de San Vicente de Paul en Santa Rosa (1884), continuó con sus clases de Física,
Matemáticas e Historia en el Colegio de la Inmaculada y junto con sus
compañeros daban clases de religión en las escuelas dominicales de
artesanos y trabajadores.
En 1885 y 1886 el P. Cappa, como lo mencionamos en la introducción,
escribió dos textos de historia donde, en resumidas cuentas, calificaba
de bárbaro al imperio incaico, alababa la colonización española y cuestionaba a los héroes de la independencia. Los hechos desataron una
intensa polémica, no exenta de actitudes intransigentes y violentas, que
terminaron con la intervención del Congreso. Este dio su veredicto y
con la intervención del presidente Cáceres la Compañía abandonó el
Perú, dirigiéndose a Bolivia, Ecuador y España.
El P. Cappa partió a La Paz, a integrarse a la plana docente del Colegio
San Calixto y un año después sus superiores lo destinaron nuevamente
a España. La década que le quedaba de vida estuvo en la residencia
Isabel La Católica de Madrid, consagrado a la investigación histórica y
visitando algunos repositorios en Madrid, París y Viena.
La dimensión de su trabajo, en esta la etapa final, es considerable. Publica una importante obra histórica, cuyos mejores ejemplos son los
siguientes: Estudios críticos acerca de la dominación española en América, cuyos
veinte tomos se imprimieron en Madrid por la Librería Católica de
Gregorio del Amo (1889-1897); La Inquisición española, por la Librería
París-Valencia (1888), y La conquista del Perú (con facsímiles é inéditos), de
la que el P. Cappa es coautor, con Marshall H Saville, Museum of the
American Indian, Heye Foundation y Huntington Free Library, publicada en Madrid por la Imprenta de A. Pérez Dubrull (1888). En 1890
se edita el libro de Antonio Zarandona, S.J. Historia de la extinción y
89
restablecimiento de la Compañía de Jesús, en cuya caratula dice: “[…] brevemente anotada y aumentada por el P. Ricardo Cappa”. En 1892 –nuevo
centenario del descubrimiento de América– participa en el Congreso
Geográfico Hispano-Portugués-Americano celebrado en Madrid con
la ponencia: Influencia del Cristianismo en la civilización de los pueblos americanos (octubre de 1892), que se publicara en 1893 en Madrid por Memorial de Ingenieros.
El padre Cappa murió en noviembre de 1897.
Un pasado no compartido
¿Qué hizo posible la expulsión de la Compañía de Jesús? Creemos que
más allá de las personas que participaron en estos sucesos, lo que estaba
en discusión eran dos maneras de mirar el pasado, pero como nos lo
recuerda Benedetto Croce: “por remotos o remotísimos que parezcan
cronológicamente los hechos que entran en ella, es, en realidad, historia
referida siempre a la necesidad y a la situación presente”. Efectivamente,
el asunto es cómo miran el presente.
El P. Cappa es formado como oficial de marina, con todos los
conocimientos profesionales que ello implica: navegación, física,
matemática, astronomía y militar. Luego, descubre el llamado a la
vida religiosa e ingresa a la Compañía de Jesús para iniciar la exigente
formación de su Orden: filosofía, teología y todo lo necesario para la vida
eclesial. Pero no descuidemos una tercera formación: la de un español
del siglo xix que no era ajeno al sistema pendular monarquía-república
en que se debatió la política española en esos años, guerras carlistas de
por medio, y que recién finalizará con la guerra civil de 1936-39.
Las diversas facetas de la formación del P. Cappa van a terminar condensadas en sus trabajos de historia. En ellos irá armonizando sus diferentes elecciones vitales como las experiencias vividas. Pero ¿dónde
está el principio de esta elección? Él mismo nos lo narra:
A los pocos días de mi llegada al Perú, 2 de agosto de 1879, pasé
a la tercera ambulancia del ejército. Hallándome en ella en Tacna
trabé amistad con un coronel boliviano. “Los españoles, me dijo
90
un día, solo enseñaron a los americanos a que hiciesen la señal de
la cruz”. No es poco, le dije, mas después procuré por deferencia
dulcificar la respuesta, y continuamos en nuestra anterior buena
armonía. Confieso que mi admiración subió de punto cuando a
solas recapacité lo que había oído. Este fue el origen del trabajo
histórico que he emprendido; causas análogas lo acrecieron fuera
de Tacna, y el agrado que esta ocupación me proporciona no lo ha
disminuido. (Vidart Schuch 1892-93: 298)
De esta manera, el P. Cappa inicia la tarea de aproximarse al pasado
desde los dilemas que el presente plantea. El primer libro que publica
está dedicado a Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, con
el que se propone limpiar la leyenda negra que se ha escrito sobre este
marino y los españoles que participaron de la aventura. Le sigue Estudios críticos acerca de la dominación española en América, en el cual enaltece la
obra civilizadora y evangelizadora de España en los múltiples campos
de la vida colonial y de los inicios republicanos. Continúa con el texto
sobre la historia de la Inquisición, donde se va a desviar de las historias
de torturas y horror para defender la necesidad de estas instituciones
que salvaguarden el orden colectivo. Finalmente, están sus anotaciones
a la historia de los jesuitas del P. Zarandona, donde se reencuentra con
su Orden y su misión.
En resumen, la historia que vamos reseñando tiene dos dimensiones.
Por un lado, va limpiando la leyenda negra de la España del descubrimiento, conquista y virreinato, para legitimar a la España que busca
reconstruir su pasado colonial y monárquico. Y, por otro, el P. Cappa
recapitula su propia existencia. Marino y religioso que se busca en el
pasado para redefinir a Colón y a la Colonia como mitos ejemplares al
servicio de un presente necesitado de arquetipos para enfrentar tiempos difíciles y llenos de sombras.
Por su parte, el Perú de las décadas de 1870 y 1880 era un país en crisis.
Se ha agotado el recurso guanero que nos permitió vivir una “prosperidad falaz”12, la inestabilidad política ubica al país permanentemente al
borde de una guerra civil y no se han podido destruir todas las bases
12
Esta definición fue acuñada por Jorge Basadre.
91
de la sociedad corporativa colonial. Sin embargo, las décadas de prosperidad guanera sí han permitido, a nivel urbano, ir complejizando el
tejido colectivo y que vaya emergiendo un espacio público con relativa
autonomía (ver gráfico 1).
Es este espacio público, que durante la posguerra está en recomposición social y redefiniendo su discurso nacional luego de la derrota,
el que permite explicar la reacción ante las publicaciones del P. Cappa.
Veamos los principales emergentes durante la polémica.
Ante la primera publicación del P. Cappa en 1885 surge Eugenio
Larrabure y Unanue (1844-1916). Periodista de La República (1871-72),
director en 1877 del diario oficial El Peruano, diplomático en España en
1879 y ministro de Relaciones Exteriores (1883-84) de Miguel Iglesias.
Al momento de la polémica era presidente del Ateneo de Lima, la
institución científica y cultural más prestigiosa de la ciudad, donde se
organizaban las veladas literarias y políticas de mayor importancia.13
En el Ateneo de Lima participaba la intelectualidad de la ciudad como: Manuel
González Prada, Clemente Palma, Magdalena Badani, Javier y Mariano Prado, Pablo
Patrón, Carlos Cisneros, Mariano Cornejo, José Santos Chocano, Hildebrando Fuentes, Enrique Guzmán y Valle, Federico Villarreal, Claudio Rebagliati, Carlos Lisson,
13
92
Ante la segunda publicación quien responde, con ironía y violencia, es
nuestro tradicionista Ricardo Palma, en esos momentos director de la
Biblioteca Nacional. El periódico El Nacional, nacido en 1865, durante
el conflicto con España, publicó los varios artículos que luego se editarán en un opúsculo. Palma, escritor y periodista desde muy joven,
colaboró o fundó más de cuarenta publicaciones, siempre de crítica y
debate político donde la lucha contra dictadores fue un denominador
común. Además, tenía una visión del pasado manifestada en sus Tradiciones que se vio violentada por la propuesta hispanista del P. Cappa.
Nuestros dos personajes son, en términos modernos, líderes de opinión.
Tienen presencia en la sociedad civil, los medios y el Estado, son capaces
de convocar colectividades que debaten y son importantes en la forja de
una agenda política. Si bien lo dicho tiene una de las claves explicativas de
la expulsión, Palma tiene la clave organizativa: pertenecía a la masonería.
Nuestro tradicionista se había iniciado en 1855 en la Logia Chalaca
Concordia Universaly, se cuenta que hizo burla festiva del papa (Holguín Callo 1994: 629) como demostración de su militancia. En este
punto terminan vinculados los masones peruanos con los masones italianos del Perú (en su gran mayoría pertenecientes a las bombas Roma
o Garibaldi): en su pensamiento anticlerical y el nuevo discurso nacional que se necesitaba después de la guerra.
La Guerra del Pacífico generó una profunda herida en la nación en
ciernes que éramos. De ella salimos urgidos de explicaciones, que se
irán elaborando con Ricardo Palma, Manuel González Prada, Víctor
Andrés Belaunde, José de la Riva Agüero, Pedro Dávalos y Lisson y
muchos otros. Pero si en algo estaban de acuerdo todos era en que
las respuestas a la derrota eran muchas, y ninguna convincente, pero
la experiencia solidaria frente a la inmolación14 nos permitía sentirnos
una colectividad.
German Leguía, José Matías Manzanilla, Víctor Maurtua, Antonio Miro Quesada, José
Toribio Polo, Alberto Ulloa, Felipe de Osma.
14
La defensa de Lima en enero de 1881 fue el gran acontecimiento que fue diseñando
esta respuesta. Ver: TORREJÓN, L. “Ritual y nación: el caso de la procesión cívica al
Morro Solar”. En: Historia y Cultura Nº 25.
93
Cómo se eligió a los que iban a encarnar la inmolación, única recompensa ante la derrota, no lo sabemos. Pero los acontecimientos dieron
su cuota de historia. En 1905 se inaugura el monumento a Francisco Bolognesi Cervantes, masón iniciado en 1860 en la Logia Virtud y
Unión, y en 1946 se inaugura el monumento a Miguel Grau Seminario,
masón iniciado en 1859 en la Logia Virtud y Unión Nº 3.
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97
ENSAYOS
LA REFORMA PROTESTANTE Y LA
REFORMA CATÓLICA
Jeffrey Klaiber, S.J.
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Pontificia Universidad Católica del Perú
En el trascurso de pocos años, desde 1517 cuando, según la leyenda
popular, Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la Iglesia del
Palacio de Wittenberg, y 1546 cuando fallece, la Europa católica se partió en numerosas iglesias cristianas que competían entre sí: católicos,
anglicanos, luteranos, calvinistas y anabaptistas. La reforma protestante
fue el fin del cristianismo medieval en el que la gran mayoría de los
europeos eran católicos. El término “protestantes” es algo ambiguo
puesto que los “reformadores” protestantes no reformaron realmente
la Iglesia católica, sino que rompieron con ella y fundaron otras iglesias.
En el lado católico, el término “contrarreforma” que es usado con frecuencia para describir la reacción católica, es también ambiguo porque
el principal propósito de los reformadores católicos era reformar su
propia iglesia, no atacar a los protestantes. Por supuesto que hubo una
“contrarreforma” en el sentido de que los príncipes católicos hicieron
la guerra a los príncipes protestantes, y los príncipes protestantes montaron su propia contraofensiva.
Ambos movimientos –que son vistos con frecuencia como fuerzas
contrapuestas y hostiles–, en realidad comparten un origen común y
tienen las mismas influencias intelectuales y sociales. A fines de la edad
media, la mayoría de cristianos practicaba una suerte de religiosidad
popular caracterizada por numerosas devociones, creencias piadosas
y supersticiones. Pero una mentalidad crítica nueva alimentada por el
renacimiento y el movimiento humanista cuestionó muchas de estas
101
creencias populares. En el plano espiritual, muchos europeos cultos
anhelaban que el cristianismo fuese más auténtico, basado en la escritura e inspirado por el ejemplo de los primeros cristianos. En realidad,
mucho antes de la reforma, aparecieron numerosos movimientos reformistas de amplia aceptación. En el siglo xiii, los franciscanos llamaban a los cristianos a retornar a la pobreza radical de Jesús y sus
discípulos. En los siglos xiv y xv florecieron los Fratres Vitae Communis (Hermanos de la vida común) en Alemania y los Países Bajos.
Su miembro más famoso, Tomás de Kempis (1380-1471), autor de la
Imitación de Cristo, alababa las virtudes de la vida interior apartada del
mundo. Estos y otros movimientos consideraban la forma de vida monástica y religiosa como el modelo para los cristianos.
Pero la Edad Moderna temprana se manifiestó también en una apreciación novedosa del mundo como opuesto al monasterio. Esta nueva
opinión encuentra su expresión más importante en el movimiento Devotio Moderna que llamaba a vivir el cristianismo al máximo en el mundo. Lutero mismo se inició como monje y terminó como consejero
espiritual de cristianos habitantes del mundo. En el lado católico, tanto
Tomás Moro (1475-1535) como Erasmo de Rotterdam (1466-1536)
tuvieron experiencias en monasterios en algún momento de sus vidas.
Ambos abandonaron el monasterio y se hicieron modelos de hombres
laicos. Al mismo tiempo, ambos criticaron los excesos y la pomposidad
de la iglesia oficial. En su tratado Enchiridion militiis christiani [Manual
del soldado cristiano] (1503), Erasmo alaba las virtudes de la moderación
y la austeridad. En particular, Erasmo estudia la escritura con miras a
persuadir a los europeos de volver a un cristianismo más simple.
Pero la reforma no puede ser entendida solo como un movimiento
religioso. El poder político y el nacionalismo incitaron a los príncipes
protestantes a romper con Roma mientras que los príncipes católicos
buscaban reimponer el orden católico en Europa. El nacionalismo influía con mucha frecuencia en las elecciones papales. Durante el llamado “cautiverio babilónico del papado” (1309-1376) siete papas –todos
franceses– vivieron en Aviñón, al sur de Francia, bajo la influencia del
rey de Francia. Esa crisis no había llegado a su fin todavía cuando la Igle102
sia se dividió entre dos aspirantes al papado, un cardenal francés y otro
italiano. Este cisma finaliza en el Concilio de Constanza (1414-1418).
Dos reformadores tempranos, John Wycliffe en Inglaterra y Juan Hus
en Bohemia, predicaron doctrinas muy similares a las de Lutero, aunque
tuvieron suertes muy diferentes. Wycliffe negaba la necesidad de tener
un Papa, clamaba por una iglesia más simple y tradujo partes de la Biblia
al inglés. Fue condenado por las autoridades eclesiásticas pero obtuvo
la protección de nobles poderosos y así se libró de ser juzgado como
hereje. Pero Hus, en Bohemia, fue convocado al Concilio de Constanza
donde fue procesado y quemado (1415). Lutero mismo fue librado de
un final similar por su protector, el príncipe Federico, elector de Sajonia.
Finalmente, en la búsqueda de un arreglo pacífico, en 1555 los príncipes
luteranos y católicos arribaron en la Paz de Augsburgo al principio cuius
region, eius religio (de quien es el reino, es la religión). Según este acuerdo, luteranos y católicos se dividieron Europa según líneas políticas y
geográficas. Fue la geopolítica –y no la teología– la que determinó qué
religión debía practicar la mayoría de los europeos.
La reforma emerge y se difunde de tres focos principales: Martín Lutero
en Alemania (Sajonia); Ulrich Zwinglio (1484-1531) y Juan Calvino (15091564) en Suiza, y Enrique VIII en Inglaterra. Un cuarto grupo, los anabaptistas, deriva de Zwinglio y otros reformistas y forma pequeñas comunidades en Suiza, el sur de Alemania, Moravia y los Países Bajos. Lutero dio
los primeros pasos. En 1517 retó al dominico Johann Tetzel (1465-1519) a
debatir sobre las indulgencias que Tetzel colectaba para construir la basílica
de San Pedro en Roma. El debate no se llevó a cabo. En ese tiempo Lutero
era un monje y era católico. Pero copias de las 95 tesis fueron enviadas hacia el resto de Europa llamando la atención de muchos. Dos años después,
en 1519, Lutero finalmente sostuvo un debate público en Leipzig con otro
dominico, Juan Eck (1486-1543). En ese tiempo, Lutero sostuvo que la
Iglesia no necesitaba de un Papa pues no debía tener otra cabeza que el
mismo Cristo. Al negar al papado, se expuso a la excomunión. En 1520, la
Iglesia católica declara a Lutero formalmente hereje. Federico de Sajonia
lo proteje en Wittenberg, donde enseña y predica. Federico es el primer
príncipe en aceptar la doctrina de Lutero.
103
Más o menos al mismo tiempo, independientemente de Lutero, en la
Suiza germánica, Ulrich Zwinglio llevó a cabo su propio rompimiento
con Roma. Más tarde, en 1536, Juan Calvino llegó a Ginebra expulsado de su Francia nativa e inició la predicación de doctrinas similares a
las de Zwinglio. En realidad, después de un tiempo los seguidores de
Zwinglio unirán sus fuerzas con las de Calvino. Ambos, Zwinglio y
Calvino representan las “iglesias reformadas” en el sentido de que ellos
“reforman” el luteranismo al eliminar elementos que consideraban demasiado católicos. Finalmente, al romper tanto con Lutero como con
Zwinglio y Calvino, los anabaptistas constituyen la reforma “radical”.
Todos los reformadores en la Europa continental –los anglicanos tomaron un camino algo diferente–, consideraban que solo la escritura
debe ser la base de la fe cristiana. También sostenían que la fe en Cristo
y su gracia son esenciales para la salvación. Desde su punto de vista,
la Iglesia católica había acumulado muchas tradiciones que no estaban
basadas en la Biblia. Principalmente, ellos rechazaban la idea de una
iglesia jerarquizada que subordina a los fieles comunes a una casta sacerdotal mediadora entre Dios y la feligresía.
Sin embargo, había también diferencias importantes. Lutero mantuvo
algunas devociones católicas (especialmente hacia la Virgen María) y
permitía el uso de imágenes sagradas. También consideraba dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía, mientras que Zwinglio y Calvino
consideraban que la eucaristía no era un sacramento sino solo un recordatorio simbólico de la Última Cena. Además, los dos reformadores en
Suiza rechazaron por completo el uso de imágenes. Más aún, para ellos
la doctrina de la predestinación se convirtió en un dogma central. Para
Lutero, la fe en Cristo era lo central. Pero Calvino creía que la fe por
sí sola no era suficiente: uno debe ser además elegido o predestinado.
Finalmente, en la Ginebra de Calvino la fe y la vida cívica estaban más
estrechamente entrelazadas que para Lutero. Bajo la guía de Calvino, la
municipalidad daba reglas de comportamiento de la vida cotidiana de
todos los ciudadanos. En efecto, todos en Ginebra terminaron siendo
la iglesia visible y no solamente feligreses.
104
De su lado, los anabaptistas creían que Lutero y Calvino no habían
hecho lo suficiente. Consideraban que para la salvación se requería de
un nuevo bautismo ya en la edad adulta. Para ellos, el bautismo de
niños no era un mandato bíblico. Además, los anabaptistas aceptaban
revelaciones posteriores a las hechas por los apóstoles. En este sentido,
los anabaptistas estaban cerca de la tradición mística católica para la
que Dios continúa hablando con individuos elegidos en una forma especial. Los anabaptistas son también antecesores del pentecostalismo
moderno porque el bautismo a edad adulta es considerado en realidad
un bautismo hecho por el Espíritu Santo. Finalmente, a diferencia de
Lutero o Calvino, los anabaptistas renunciaron al uso de la violencia
para difundir su mensaje ni buscaban el apoyo del Estado, que en ningún caso es considerado como legítimamente constituido por Dios.
Como resultado de estas posturas más radicales, los anabaptistas fueron perseguidos tanto por los Estados protestantes como por los católicos.
A diferencia de los reformadores en el continente, Enrique VIII rompió con Roma no por razones teológicas sino por consideraciones meramente políticas. El Papa negó la anulación de su matrimonio con
Catalina de Aragón para que pudiese tener un hijo. En 1534 el Parlamento decretó el Acta de Supremacía por la que el rey era reconocido
como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra. Por supuesto, al igual
que los príncipes luteranos, Enrique actuó según razones de Estado
e intereses nacionales: su soberanía versus la autoridad pontificia. Al
principio, la Iglesia anglicana mantuvo numerosas de las formas del
catolicismo. Con el tiempo, en especial durante el reinado de Isabel
I, ciertos elementos del protestantismo fueron incorporados a la fe
anglicana y se puso mayor énfasis en la Biblia. Al final, el anglicanismo
buscaba establecer un término medio entre las tradiciones católicas y el
protestantismo. Por ejemplo, tradicionalmente la Iglesia de Inglaterra
reconoce solo dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía, pero mantiene en un nivel menos sacramental a los otros cinco (confirmación,
confesión, votos sacerdotales, matrimonio y extremaunción).
105
La reforma católica
A pesar de haber habido numerosas demandas de reforma en la Iglesia
católica antes de Lutero, se hizo poco. La Iglesia mostraba muchos
síntomas de una gran burocracia que ejercía su monopolio y carecía
de rivales importantes. El Concilio de Constanza puso fin al cisma de
Occidente y mandó al papa a realizar reformas. En vez de eso, los papas del renacimiento reforzaron los signos exteriores de poder secular.
Nicolás Maquiavelo hace un crudo retrato de Alejandro VII (14921503), el papa Borgia, quien es descrito como un maestro de intrigas
políticas por el poder. Los papas y obispos practicaban el nepotismo.
Alejandro tenía un hijo, César Borgia, nombrado cardenal a la edad de
18 años. Muchos obispos eran terratenientes ausentistas: tenían dos o
tres diócesis, pero vivían solo en una de ellas.
En el nivel local, el panorama general era variado. Algunos de los párrocos, por lo regular en las áreas urbanas, estaban bien preparados y daban
buenos sermones. Pero otros, en especial en el campo, tenían escasa preparación teológica. Su nivel educativo estaba solo un poco por encima
del de sus parroquianos. Adicionalmente, había miles de sacerdotes a los
que el historiador de la Iglesia Joseph Lortz llama “proletariado clerical”,
por no pertenecer a parroquia alguna y no contar con un salario fijo
(Lortz 1968: I, 97). Algunos eran capellanes de cofradías y hermandades o de familias adineradas. Pero la mayoría vagaba de lugar en lugar
en búsqueda de oportunidades para decir misas o celebrar sacramentos.
Estaban tan mal capacitados que contribuían poco a la formación de los
laicos. Los conventos y monasterios estaban llenos de religiosos sin vocación. Por supuesto, algunas de las órdenes religiosas se habían autorreformado, como los agustinos, la orden de Lutero. En España, el cardenal
Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo de 1495 a 1517 y confesor de
la reina Isabel, emprendió una amplia reforma de los monasterios.
Una de las quejas más recurrentes se refería al dinero: elevadas imposiciones económicas de la Iglesia e ingresos excesivos por misas y
otros sacramentos. Los sacerdotes incluso exigían pagos para ejercer
los numerosos ritos y servicios sacramentales –la bendición de sembríos, invocaciones para que llueva, oraciones por los difuntos– que los
106
creyentes solicitaban de manera cotidiana. En sí mismo, el concepto de
indulgencias era inocente (hacer una buena obra o rezar por el perdón
de pecados), pero la doctrina cristiana se trivializaba por la forma en
que se ofrecían apelando a la imaginación combinada con distorsiones
teológicas.
La reforma católica se llevó a cabo en diferentes niveles: el Concilio de
Trento; el clero y los religiosos; nuevas órdenes religiosas, en especial
aquellas dedicadas a la educación, como la de los jesuitas; piedad popular; arte y música.
El Concilio de Trento se pospuso mucho en parte por rivalidades políticas entre los príncipes católicos y en parte porque los papas mismos
se negaban a ceder su autoridad a un nuevo concilio en este tiempo.
Finalmente, el concilio fue convocado por el papa Paulo III (15341549) en la norteña ciudad italiana de Trento. Sesionó 25 veces en tres
distintos periodos y concluyó en 1563. Tres papas (Paulo III, Julio III y
Paulo IV) presidieron las sesiones. Además de papas, participaron tres
cardenales, cuatro arzobispos y 22 obispos, así como cinco generales
de las mayores órdenes religiosas. Cerca de cincuenta teólogos actuaron como consejeros de los obispos, pero solo los obispos tenían derecho al voto. El concilio se planteó tres objetivos principales: refutar
las doctrinas protestantes y poner en claro las enseñanzas católicas, imponer disciplina y reformar el clero. Entre otras enseñanzas y prácticas,
el concilio reafirmó los siete sacramentos tradicionales como medios
necesarios para la salvación; la presencia real de Cristo en la eucaristía;
la veneración de santos y el uso de imágenes sagradas. Además, el concilio de Trento rechazó el concepto luterano de justificación (la sola
fe) y se reafirmó en la posibilidad de la salvación a través del ejercicio
del libre albedrío con la ayuda de la gracia de Dios. El concilio además
mantuvo la tradición junto a la escritura como fundamento de la fe. Por
“tradición”, la Iglesia católica entendía las prácticas y costumbres que
no son mencionadas de manera explícita en la escritura pero que los
cristianos creían que estaban enraizadas en la Iglesia temprana o representaban la revelación continua de Dios. Además, la tradición incluye
el magisterio enseñado por la iglesia por el que un concilio o el papa en
107
comunión con los obispos podían definir un dogma. En este caso, un
dogma no es considerado como una nueva creencia sino que es tenido
como una creencia mantenida siempre por los cristianos.
Resumiendo estas aclaraciones, el concilio autorizó la publicación del
Catecismo Romano (1566), que se convirtió en el texto estándar (normativo) para todos los demás catecismos. Además, se publicó un misal estándar para imponer uniformidad a la liturgia. Finalmente, para
reforzar la uniformidad y la ortodoxia, el papa Paulo III instituyó la
Inqusición romana (1542), diferenciada de las inquisiciones española
y portuguesa.
Al mismo tiempo, el concilio promulgó ciertos decretos disciplinarios.
Entre otros, los obispos debían residir en sus diócesis y efectuar visitas pastorales regulares. De lejos, la innovación más importante fue
la indicación de establecer seminarios en cada diócesis. Esto significó
una nueva estandarización para la formación del clero. A pesar de que
esta reforma no tuvo un efecto inmediato, hacia el siglo xvii el nivel de
educación del clero era notoriamente mayor, especialmente en el clero
francés.
Aunque no aparezca en ninguno de los decretos dados, el logro más
importante del Concilio de Trento fue la aparición de un catolicismo
militante y observante de los mandatos de la Iglesia. Los católicos de
base tenían ahora una idea clara de lo que debían creer y practicar. Pero
el Concilio de Trento debe ser analizado también por lo que no hizo. El
concilio reformó al clero, pero dedicó muy poca atención a los laicos.
A pesar de que la escritura fue reafirmada como el pilar fundamental
de la fe, la Biblia no era promovida como un libro de lectura habitual
por los católicos, en parte como una respuesta a la sola escritura de los
protestantes. Finalmente, la nueva militancia alimentó una mentalidad
sectaria antiprotestante tal y como, por cierto, una mentalidad similar
anticatólica emergió en la otra parte de la línea divisoria.
Pero la reforma llegó también desde abajo. Ciertos obispos como Carlos Borromeo (1534-1584), el cardenal arzobispo de Milán, destacaron por su celo reformista. Surgieron nuevas órdenes religiosas que
108
promovían reformas. Dos místicos en España, Teresa de Ávila (15151582) y Juan de la Cruz (1542-1591) fundaron la orden de los carmelitas descalzos para varones y mujeres.
Ninguna orden fue más importante que la Sociedad de Jesús, o Jesuitas,
fundada por Ignacio de Loyola. Los ejercicios espirituales que parten
de la propia experiencia de conversión de Ignacio, significaron una
nueva espiritualidad para los cristianos en el mundo. Cuando la orden
fue aprobada por el papa Pío III en 1540, se le encomendó servir a la
Iglesia en las tareas que el papa considere más urgentes. Combatir el
protestantismo no aparece de manera explícita entre las tareas asignadas, tampoco la educación aparte de la enseñanza del catecismo a los
niños. Sin embargo, muy pronto los jesuitas descubrieron la importancia de la educación. En un tiempo muy reducido, los jesuitas fundaron colegios (escuelas previas al nivel universitario) en toda la Europa
católica. Hacia 1556, los jesuitas tenían 236 colegios en Europa y el
Nuevo Mundo. También enseñaban y ostentaban cargos importantes
en muchas de las principales universidades en ambos mundos.
Los jesuitas se propusieron elevar la calidad de la educación de los hombres católicos. Dado que sus colegios eran sostenidos por benefactores
ricos o por el Estado, sus colegios eran gratuitos y abiertos para ricos y
pobres. Los colegios hacían énfasis en el estudio de las humanidades clásicas, pero también se fomentaban prácticas piadosas como confesarse y
asistir a misa. Los colegios no tenían la intención de combatir al protestantismo de manera directa, sino formar ciudadanos con conciencia cívica que a su vez realizacen la reforma moral en la sociedad. A pesar que
los jesuitas no incluían doctrinas protestantes en sus colegios, de todas
maneras admitían estudiantes luteranos en Alemania y husitas en Praga.
Además, los jesuitas fundaron seminarios, en particular el Colegio Romano
(1551), para formar a sus propios estudiantes, pero también admitían
seminaristas del clero secular. Algunos jesuitas destacaban más allá de
sus instituciones. El jesuita holandés Pedro Canisio (1521-1597) fue un
gran teólogo, predicador y escritor. Canisio escribió un catecismo para
los estudiantes de las universidades y tuvo un papel importante como
teólogo en el Concilio de Trento. El cardenal jesuita Roberto Belarmino
(1542-1621) también escribió catecismos para los jóvenes.
109
En un plano más popular, el sacerdote español José de Calasanz fundó una escuela primaria para niños pobres en Italia (1597), que floreció posteriormente como todo un sistema de escuelas elementales en
Hungría, Polonia y España.
Sus teorías educativas influenciaron a Jean Baptist de La Salle (16511719), fundador del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas al servicio especialmente de los pobres. Su congregación fundó
también escuelas normales para la formación de profesores y proporcionaba cursos dominicales para trabajadores.
Las ursulinas –fundadas en 1535 por Ángela de Mérici (1474-1540)–
fueron la primera orden femenina dedicada a la educación de muchachas. Establecieron escuelas y monasterios en Italia, Alemania, Irlanda
y Francia. Hacia inicios del siglo xviii, solo en Francia habían fundado
350 monasterios.
Otras órdenes y congregaciones se especializaron en el trabajo predicador y pastoral, en particular los oratorianos, los teatinos, los capuchinos y los vicentinos. Los oratorianos, fundados por Felipe Neri
(1515-1595) y los teatinos son sacerdotes seculares que elevaron el nivel de la prédica religiosa. Los capuchinos, fundados por Mateo Bascio
(1495-1552) y aprobados en 1528, buscaban retornar a la pobreza de
San Francisco. Su prédica estaba dirigida de manera especial hacia los
pobres. San Vicente de Paúl (1581-1660) fundó la Congregación de la
Misión (también conocida como misioneros lazaristas o vicentinos) y
cofundó las Hijas de la Caridad. Los vicentinos predicaban el retiro
para los seminaristas y fundaron varios seminarios. También los jesuitas fundaron numerosas casas de retiro especializadas en los ejercicios
espirituales de San Ignacio de Loyola. Los jesuitas, capuchinos y vicentinos desarrollaron también misiones populares en las áreas rurales.
Contrastes y similitudes
Las órdenes religiosas tienen similares enfoques en sus estrategias de
evangelización o reevengelización. Los protestantes también vieron en
110
la educación de la juventud un instrumento importante. Los protestantes se apoyaron de manera especial en el Estado para fundar escuelas que incrementen los estudios de la Biblia. Philipp Melanchthon
(1497-1560) influyó en la reforma educativa en Alemania al enfatizar
los estudios humanísticos y de la Biblia. En Strasburgo, Jean Sturm
(1507-1589) fundó un gimnasio (escuela secundaria) en estos mismos
términos. El clérigo moravo Jan Amos Comenio (1592-1670) promovió la educación universal para niños y niñas. En 1530 se abrió una escuela para niñas en Wittenberg. Muchas iglesias proporcionaban educación gratuita para los trabajadores y campesinos los días domingo.
Tanto las devociones como los servicios religiosos sintieron el impacto de los dos movimientos reformistas. En general, en ambos lados
mejoró el nivel de predicación. Los servicios protestantes eran más
austeros aunque promovían el canto. La Biblia se convirtió en el libro estándar para los protestantes, pero también usaban catecismos.
A manera de contraste, para los católicos los libros estándar eran los
catecismos mientras que la Biblia fue relegada a los seminarios y las
rectorías parroquiales. La imprenta sirvió mucho a los protestantes al
hacer más acequibles la Biblia y libros de cánticos y rezos para el uso de
los creyentes. En un contraste muy grande, en el mundo católico florecieron la arquitectura, la pintura y la música barrocas. El estilo barroco
–que encuentra su major expression en las iglesias jesuíticas– buscaba
despertar los sentidos y elevaba los corazones y las mentes hacia Dios.
Por supuesto, para Calvino, las imágenes eran una distracción en la
búsqueda de lo divino.
Para los protestantes, el nuevo modelo de cristiandad era el hombre
cristiano en el mundo contribuyendo a la sociedad y a la iglesia. Se
esperaba que el pastor y su esposa fuesen modelo de decoro para la comunidad de creyentes. En el mundo católico, la forma de vida contemplativa y religiosa continuaron siendo el modelo superior, aun cuando
las nuevas órdenes y congregaciones educativas y hospitalarias eran
muy estimadas por su contribución a la sociedad. En particular, la espiritualidad jesuítica se orientaba hacia las personas laicas y solemnizaba
el trabajo religioso en el mundo.
111
Los reformistas en ambos lados se propusieron –aunque con poco éxito– reevangelizar las áreas rurales. En el campo reinaba la religiosidad
popular, una mezcla de creencias cristianas y tradiciones folclóricas,
mientras que los protestantes buscaban extirpar la religiosidad popular
y re evangelizar a los campesinos, los católicos buscaban corregir los
abusos y las exageraciones manteniendo muchas de las prácticas tradicionales. Al mismo tiempo, Roma impuso estándares elevados para la
canonización: a partir del Conclio de Trento no se aceptan solicitudes
de reconocimiento de milagros que no estén debidamente documentados. El énfasis se hacía en virtudes heroicas y en labores caritativas.
Todos los fundadores de las órdenes y congregaciones educativas han
sido canonizados.
Las dos reformas han generado estados confesionales: proposiciones
dogmáticas precisas definen lo que los ciudadanos o súbditos deben
acatar y profesar en una región determinada. Ambas reformas esperaban que el Estado haga cumplir las obligaciones religiosas.
No se toleraban otras creencias religiosas. El antisemitismo prevalecía
tanto en los Estados católicos como en los protestantes. La tolerancia
tuvo que ser aceptada finalmente como una necesidad pragmática para
poner fin a las interminables guerras de religión que destruyeron Europa desde la guerra entre los cantones suizos en 1531 hasta el fin de la
Guerra de los Treinta Años (1618-1648).
A pesar de que ambas partes buscaban elevar el nivel del comportamiento moral, en lo político ninguna de ellas pensaba realizar cambios
sociales importantes y, menos, apoyar movimientos apocalípticos o
mesiánicos. Lutero condenó a Tomás Münzer y el levantamiento campesino (1524-1525) en el sur de Alemania en términos muy directos.
En los siglos xvii y xviii, el cambio social era promovido por grupos
disidentes como los metodistas y los cuáqueros, ambos impulsores de
una reforma penitenciaria y favorables a la abolición de la esclavitud.
Tanto los protestantes como los católicos estuvieron alineados muy
estrechamente con los Estados nacionales, que se legitimaban gracias
a la confesión en particular que apoyaban. El luteranismo se convirtió
en la religión oficial en la mayor parte de los estados norgermánicos y
112
en Escandinavia; el calvinismo en Suiza y Escocia; el anglicanismo en
Inglaterra. El catolicismo nacional se estableció como la religión en
la Europa católica y en América Latina. Pero el papado –reafirmado
en el Concilio de Trento– mantuvo su carácter universal y se opuso a
los intentos que realizaban las monarquías católicas por subordinar la
Iglesia al Estado. Como resultado, hubo más tensiones entre el papado
y las monarquías católicas y, en particular, con el absolutismo de los
borbones en Francia, España y Portugal, que entre el papado y las
iglesias protestantes y sus respectivos gobiernos nacionales. Debido
a los estrechos lazos entre la Iglesia y el Estado, los liberales y francmasones en la Europa católica y América Latina eran en su mayoría
anticlericales.
En ambos lados, la tendencia a fundamentar sus argumentos con referencias a la Biblia y a las autoridades afecta negativamente la razón
y el pensamiento crítico. Esto se manifestó muy especialmente en el
caso de Galileo (1633). La Inquisición romana condenó el heliocentrismo, que ya había sido propuesto por Copérnico, porque era percibido
como un ataque a la Escritura. Tanto en los países protestantes como
en los católicos, los académicos y científicos debían presentar sus descubrimientos con mucha cautela a fin de no ofender a las autoridades
religiosas. El escepticismo ilustrado del siglo xviii fue mayormente una
reacción al dogmatismo de los siglos xvi y xvii.
Las reformas tuvieron poco impacto fuera de Europa. Los protestantes ingleses, puritanos y anglicanos fundaron comunidades en América
del Norte, pero llevaron a cabo pocos intentos de cristianizar a los indígenas. En contraste, la Europa católica envió oleadas de misioneros
para evangelizar el Nuevo Mundo y Asia. Francia, España y Portugal
asumieron como una política oficial la evangelización de los pueblos
nativos del Nuevo Mundo. La convocatoria a evangelizar provocó entusiasmo al inicio porque se percibía que las nuevas almas ganadas en
América compensaban la pérdida de almas por el protestantismo en
Europa. Pero el Concilio de Trento echó una sombra en el proceso. En
Europa, la nueva ortodoxia emanada del Concilio de Trento colocó el
catolicismo de las clases bajas y, en particular, de los campesinos bajo
113
escrutinio. Del mismo modo, se producían dudas acerca de si los indios
del Nuevo Mundo y los negros esclavos eran auténticamente cristianos
o seguían siendo paganos.
No existen fechas específicas para establecer el fin de estas dos reformas. La Guerra de los Treinta Años puso fin a las guerras religiosas
pero no a las divisiones que subyacen a las diferencias entre ambos
lados. Para los protestantes, la fundación del Concilio Mundial de Iglesias (1948) fue un paso muy importante dado hacia la unidad cristiana.
Para la Iglesia católica, el Concilio Vaticano II (1962-1965) acabó oficialmente el periodo tridentino. En particular, el concilio enfatizó dos
temas ausentes en la iglesia tridentina: participación de laicos y la importancia del estudio de la escritura por parte de los creyentes. Desde
ese momento, los encuentros ecuménicos y los servicios intercredos se
han convertido en una norma en muchas partes del mundo cristiano.
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115
ANTONIO RUIZ DE MONTOYA,
DEFENSOR DE LOS NATIVOS DEL PARAGUAY
Armando Nieto Vélez, S.J.
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Antonio Ruiz de Montoya, célebre organizador de las reducciones del
Paraguay, nació en Lima el 13 de junio de 1585, hijo de padre sevillano y de madre criolla. Se educó en el colegio de San Martin, dirigido
por los jesuitas, pero, más aficionado a las diversiones que a los libros,
cayó pronto en una vida de libertinaje. Circunstancias providenciales le
hicieron ver los pecados y vanidades en que estaba inmerso. El 20 de
mayo de 1605 hizo las ejecuciones espirituales de San Ignacio durante
una semana en el Colegio Máximo de San Pablo, de las que salió con el
propósito de cambiar radicalmente el rumbo de su vida.
Entró en el Noviciado de Lima el 11 de noviembre de 1606, masel año
siguiente —habiendo dado muestras de vocación misionera— viajó
con otros novicios a Chile, y de allí siguieron viaje al Noviciado de
Córdoba del Tucumán. El 12 de noviembre de 1608 hizo los votos de
pobreza, castidad y obediencia. Su deseo principal era incorporarse de
inmediato a las misiones del Guayra, “la obra de mayor empuje misional que vieron las Indias”, en frase del historiador salesiano Cayetano
Bruno.
Ruiz de Montoya fue ordenado sacerdote en Santiago del Estero en
1612. En seguida se puso en camino hacia las reducciones del Loreto y San Ignacio, en plena selva paraguaya, trabajada por dos jesuitas
italianos:Cataldino y Maseta. Montoya se entrega de inmediato –entre
austerísimas privaciones– a la labor misionera y humanizadora con los
nativos y la penosa tarea de aprenderla lengua guaraní, en la que iba a
distinguirse nítidamente.
117
Fue, por lo pronto, superior interino de las reducciones de Loreto y
San Ignacio, para las que se construye nuevas iglesias, en una de las
cuales instala el Santísimo Sacramento. No le faltaron adversidades y
hasta calumnias, que provenían de encomenderos españoles y aun de
eclesiásticos vinculados a estos. El cacique principal. Miguel Atiguayé,
contradijo valerosamente a los encomenderos: “se les quiere mal (a los
padres), por lo mucho que nos quieren a nosotros… Nuestros hijos
saben leer, saben escribir, saben música, lo que nunca supo nuestra
nación. Nada nos piden”.
En 1628 Montoya es nombrado superior de las reducciones del Guayrá.
Funda dos nuevas: Encarnación y San Javier, y luego San José, San Pablo, Arcángeles, Santo Tomé y Jesús María (1625-1628). A partir de
esos años se hace sentir, cada vez con más fuerza, la oposición de los
paulistas, acaudillados por Antonio Raposo Tavares. El mejor biógrafo
de Ruiz de Montoya, José Luis Rouillon S. J. (Rouillon 1997: 235) la
describe así:
“Antonio Reposo Tavares, la más siniestra figura de los bandeirantes.
De los capitanes de la expedición que partió de Sao paulo en era uno
agosto de ese año fatídico de 1628 […] Formaban la bandeira unos 900
vecinos y dos mil doscientos indios tupís. Esta vez iban con el proyecto
declarado de destruir las reducciones jesuíticas. Antes de salir ya habían
dicho que tenían determinado de saquear nuestras aldeas y destruirlas.
Se dividió la tropa en cuatro compañías dirigidas por Antonio Reposo
Tavares, Pedro Vaz de barros, Blas leme y Andrés Fernandes”.
Los saqueos de los paulistas devastaban sin piedad las reducciones de
la Compañía. Ruiz de Montoya trataba, con los demás padres, de organizar la defensa de los indígenas, pero los esforzados empeños de
los nativos no podían sobreponerse a la furia de los ataques de los
portugueses.
Relata la entrada de los paulistas a la reducción de Jesús María: “El día
de San Francisco Javier del año de 1637, estando celebrando la fiesta
con misa y sermón, 140 castellanos de Brasil con 150 tupís, todos muy
bien armados con escopetas, vestidos de escupiles, que son el modelo
118
de dalmáticas estofadas de algodón, con que vestido el soldado de pies
a cabeza, palea con seguridad de las saetas; a son de caja, bandera tendida y orden militar, entraron por el pueblo disparando, y sin aguardar
razones, acometiendo a la iglesia, disparando sus mosquetas. Habíamos
recogido a ella la gente del pueblo, cuya pared también servía al no
acabado cerco: hallamos allí dos sacerdotes y dos hermanos nuestros,
que viéndose apurados de balazos, se aplicaron los hermanos e indios a
la defensa justa y los padres a ponerles ánimo” (Ruiz de Montoya1992:
220)1.
Otro asalto de los bandeirantes se dirigió contrala reducción de San
Cristóbal, causando destrozos y rapiñas, llevándose consigo a numerosos indios, destinados como mano de obra barata en sus plantaciones.
Además de las reducciones de Jesús María, San Cristóbal y Santa Ana,
los paulistas asolaron la de Santa Teresa, San Joaquín y la Visitación.
Como consecuencia de estas desoladoras aventuras, España perdía
grandes territorios que actualmente integran los estados brasileños de
Paraná y Rio Grande do Sul.
Al relatar tales tropelías de los paulistas, Ruiz de Montoya lamenta la
impotencia en que quedaban las reducciones, carentes de defensa armada. Para evitar la pérdida de las poblaciones no halló otro camino
que viajar a España para solicitar la intervención del propio monarca.
Llega a Madrid en 1638 y pide audiencia con Felipe IV. El monarca le
promete amplia ayuda. Incluso autorizara a los guaraníes a usar armas
de Ruiz de Montoya se dispone a tan importante misión, llevando consigo una carta del Obispo de Tucumán, que recomienda al monarca
la justicia del encargo. Aunque en su libro Conquista espiritualno consta
nombre del prelado, sabemos que se trata del agustino Melchor de Maldonado, quinto Obispo de Tucumán (1632-1661), quien en la misiva
cuenta los abusos de “los moradores de San Pablo del Brasil, ayudados
de los tupís, causando estragos, muertes y cautiverios en los indios reEn realidad esta publicación reproduce la obra original de Ruiz de Montoya, titulada
Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias del Paraguay,
Paraná, Uruguay y Taga, que se editó por primera vez en Madrid en 1639 y vuelta a publicar en Madrid en 1892.
1
119
cién convertidos; y los Religiosos padecen injurias, sufren blasfemias,
malos tratamientos, heridas y afrentas; asaltando los pueblos de los ya
cristianos; matando muchos inocentes, llevándose muchos cautivos al
Brasil, profanando los templos, altares e imágenes de Dios […] haciendo la misma ruina e los religiosos que no los pueden defender”2.
Montoya llega a Madrid en 1638 y solicita ser recibido por el rey Felipe
IV. Estamos en septiembre de 1638. Se reúne con varios miembros
del Consejo de Indias como preámbulo al encuentro con el monarca.
Relata Reuillon: “Llevo Antonio ala audiencia los dos memoriales impresos. Que si su majestad se servía pasar por ellos los ojos, se lastimaría su Real Corazón y movería el amor de sus vasallo al remedio”. El
jurista Juan de Solórzano testifica la atención que le merecieron al Rey
aquellos memoriales de lo cual dio cuenta al propio Montoya con estas
palabras: “Mucho le han picado al Rey sus memoriales, porque los leyó
y luego no los envió al Consejo (de Indias) con este recado: ‘mirad de
las cosas que ese religioso me avisa; son de tanto peso, que mi persona
había de ir al remedio. Remediado con todo cuidado’”.
El rey designó una comisión de seis consejeros. Por esos días el propio
Montoya cayó seriamente enfermo, y los médicos le aplicaron trece
sangrías. Bastante maltrecho por el dolor, la fiebre y el agotamiento,
llego a la sesión del Consejo y su testimonio de la realidad de las reducciones causó verdadera impresión a los consejeros.
Conviene recordar que las circunstancias políticas de aquellos tiemposno eran fáciles en cuanto a que todavía ese año las coronas de España
y Portugal estaban unidas (solo en 1640 se produce la sublevación antiespañola en Portugal y este país se independiza de España). Por lo
cual es explicable que la posición de Ruiz de Montoya fue impugnada
por las calumniosas imputaciones de agentes de los palistas residentes
en Madrid.
Por fin se llegó a tratar del tema de la autorización del uso de armas
de fuego por parte de los nativos, como medio necesario en la defensa
2
La carta de Maldonado tiene fecha de 11 de agosto de 1637.
120
propia de las reducciones. Felipe IV comprendió lajusticia del pedido
del jesuita. Pero tampoco acepto de inmediato proceder a la autorización respectiva. Surgieron por parte de algunos personajes, entre ellos
el gobernador del Paraguay, Pedro de Lugo, objeciones contra la dicha
autorización. Había el temor justificado de que los indios volvieran las
armas contra los españoles. El mismo padre general de los jesuitas,
MuzioVitebleschi, decía: “por ningún caso los nuestros defienden los
indios con armas”. En documentos de la época se aprecia que incluso
la Real Audiencia de Charcas y los provinciales jesuitas Mastrillo, Vásquez Trujillo y Boroa habían opinado que los nativos se defendieran
conarmas de fuego. Con todo, la autorización susodicha no se otorgaba por parte del monarca, con la consiguiente molestiade Ruiz de
Montoya.
El misionero aprovecha su permanencia en Madrid y las demoras de la
burocracia para publicarlos manuscritos que llevaba consigo. Aquí hay
que citar la mencionada Conquista espiritual, en que traza una descripción del Paraguay, de sus habitantes, costumbres y leyendas, así como
de las invasiones de los paulistas. También dio a la imprenta el Tesoro
de la lengua guaraní y el Arte y vocabulario de la lengua guaraní (1640), que
son obras imprescindibles en la bibliografía americanista, pero también
representan un monumento de probidad científica y constancia.
La estancia de Ruiz de Montoya en España tuvo además dos importantes resultados. Por una parte, el papa Urbano VIII entregó la bula
Commissumnobis del 22 de abril de 1639, en que condenaba las abusivas
prácticas de los bandeirantes del Brasil; y por otra, el padre general de
la Compañía,Vitelleschi, disponía el envío de treinta misioneros para
las Reducciones.
Infelizmente para Montoya, la sublevación de Portugal y subsiguiente
separación de España (1640) afectó negativamente los objetivos de los
misioneros, ya que quedaban favorecidos los intereses de los paulistas.
El viaje de regreso a Sudamérica ocurrió el 7 de agosto de 1640. Le
llegaban a Montoya infaustas noticias. Nuevos asaltos de los paulistas a
las poblaciones nativas e incluso la muerte de dos jesuitas a manos de
121
los invasores. La citada bula papal fue rechazada en el Brasil. Los jesuitas de São Paulo tuvieron que abandonar el colegio por los alborotos
suscitados contra ellos, lo que obligo a Montoya a volver a Madrid para
obtener nuevas cedulas en favor de los guaraníes, sobre todo las que
autorizaban el uso de armas de fuego.
Finalmente, se puso en camino hacia Cádiz, en cuyo puerto se embarcó hacia el Perú, a donde llegó en 1643. Se presentó de inmediato en
el palacio virreinal ante el marqués de Mancera, don Pedo de Toledo
y Leiva, a fin de obtener la autorización de las armas de fuego, como
única forma de detener los asaltos de los paulistas. Pudo lograr del
virrey la provisión aprobatoria (15 de enero de 1646). Concretamente,
se enviarían de Lima 75 “bocas de fuego”, esto es, 73 arcabuces y dos
mosquetes, “con sus correspondientes botijas, frescos y frasquillos de
pólvora, y otro tanto desde La Plata, más de 70 quintales de plomo,
todo a costa de la Real hacienda” (Rouillon1997: 322).
A pesar de que su salud estaba debilitada, se puso en camino al Paraguay hacia marzo de 1646. Siguió la ruta de Potosí y Chusisaca; continuó hacia Salta, pero sorpresivamente recibe carta de su superior el P.
Juan Pastor, ordenándole regresar de inmediato a Lima. No se le dieron razones de esta decisión. Probablemente, según los autores Maeder
y Maggi,hacía falta Montoya en Lima, ya que aquí actuaría como experimentado gestor ante las autoridades virreinales. Además, los sesenta
años de su edad y su salud quebrantada aconsejaban su residencia en la
capital del virreinato.
Una nueva fase de su existencia se le abre en Lima. Conoce en el Colegio Máximo de San Pablo (hoy San Pedro) al padre Francisco del Castillo, joven sacerdote, nacido en 1615, y fervoroso religioso con deseos
misioneros. El magistrado espiritual que ejerció Ruiz de Montoya se
plasmó en su obra Sílex del divino amor3.
Es un verdadero tratado místico, escrito hacia 1650. Fue publicado por primera vez
por José Luis Rouillon S.J. y el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del
Perú. El estudio introductorio tiene 116 páginas, el texto 26 páginas.
3
122
Ruiz de Montoya pasó los últimos años de su vida en la hacienda Bocanegra (en el Callao) y en el Colegio de San Pablo. Retirado en la hacienda, aumentó el enfermo sus austeridades y oraciones, ofreciéndolos
por su amada provincia del Paraguay. Fue conducidode urgencia a San
pablo, en donde falleció el 11 de abril de 1652.
A los funerales asistió el virrey Conde de Salvatierra. Los restos fueron
sepultados bajo el presbítero dela iglesia. Al conocer la noticia del fallecimiento los misioneros del Paraguay manifestaron el deseo de poseer
los despojos del padre Antonio. Vinieron desde allá los encargados del
traslado. El increíble viaje concluyo en la Reducción de Nuestra Señora
de Loreto. No se sabe dónde fue enterrado. En algún lugar de las abandonadas reducciones debe de hallarse la tumba del heroico misionero
limeño, cuyo esforzado temple evoca el de San Francisco Javier.
Bibliografía
ROUILLON, José Luis
1997
Antonio Ruiz de Montoya y las reducciones del Paraguay. Asunción.
RUIZ DE MONTOYA, Antonio
1992
Amor del indio. Lima: EAPSA.
123
COLEGIOS JESUITAS EN EL PERÚ AL MOMENTO
DE LA EXPULSIÓN
Adolfo Domínguez, S.J.
Introducción
Desde su fundación en 1540, la Compañía de Jesús había sido reconocida como una orden religiosa que estuvo abocada a la formación de la
juventud, en las distintas latitudes donde laboraba. La corona española
entendió que los miembros de esta orden eran los religiosos idóneos
para llevar la empresa formativa y educativa que se perseguía con el fin
de afianzar la fe católica entre sus súbditos, o bien iniciarla entre otros
tantos que recién se abrían a esta fe.
Un ‘colegio’ podía ser entendido como un espacio/centro de múltiple
finalidad para la Compañía de Jesús. Principalmente, era visto como
lugar de asiento de los religiosos desde donde se realizaban misiones
dentro o fuera de las ciudades; segundo, era un espacio donde se formaban los jóvenes jesuitas en Gramática Latina, Artes (Filosofía) y
Teología; también era un espacio donde se formaban jóvenes seglares
y otros religiosos, los cuales recibían los mismos cursos; un espacio
donde se administraba una escuela de primeras letras y contabilidad
para los infantes de las ciudades donde se encontraban; ciertamente,
eran espacios que disponían de importantes bibliotecas; y también podían ser espacios desde donde se realizaban investigaciones de corte
científico y medicinal.
A continuación, presentaré los principios en los que se basó la educación jesuita en su primer periodo, y luego, los derroteros que siguieron
los colegios que fueron fundados por la Compañía de Jesús en el actual
territorio peruano.
125
Principios de la educación jesuita en los colegios
La Compañía de Jesús inició su ministerio de la enseñanza seis años
después de su fundación en 1540. Sus dos primeros colegios fueron los
de Gandía (1546) y Mesina (1548) (O´Neil 2001: 3293). En una primera época, el mismo Ignacio de Loyola dio un conjunto de normas útiles
que debían seguir los primeros colegios jesuíticos, además de indicar
que debían contemplar las normas del Colegio Romano. Para 1558, ya
existía un pequeño tratado educativo sistemático en este colegio y se
denominó: Ratio Studiorum Collegii Romani (Razón de los estudios del
Colegio Romano).
El cuarto general de la Compañía de Jesús, Claudio Acquaviva, en
1583, invitó a seis jesuitas a Roma, con el fin de que compartieran sus
experiencias pedagógicas y que, a la vez, reunieran toda la información
y escritos existentes sobre los modos de cómo se impartían las lecciones. Este hecho dio como resultado la aparición de un documento
en 1586, al que se denominó: Razón e institución de los estudios por seis padres. Más tarde, este documento pasó a consulta y fue modificado por
un grupo de expertos que lo examinaron. De esta manera, apareció
otra redacción, presentada como un texto didáctico-escolástico (ídem:
3294) que buscaba orientar a los profesores con reglas claras; por tal
motivo, no debía entenderse como un tratado teórico, sino más bien
práctico. Finalmente, salió a la luz el tratado Ratio Studiorum (Razón de
los estudios) que fue usado por todos los colegios de la Compañía a
partir de 1591. Este documento permaneció vigente hasta la disolución
de la Compañía de Jesús por parte del papa Clemente XIV en 1773.
Una de las líneas principales de la educación jesuítica se afincaba en los
estudios humanistas. Los religiosos habían reconocido que los colegios
para tres lenguas (collegium trium linguarum) formaban a los alumnos en
las destrezas de la eloquentia perfecta. Era importante formar a los jóvenes en el arte de la retórica y la escritura, y por ello se creía que el latín
podía servir perfectamente como una buena base para explotar esta
facultad. Incluso, el teatro en los colegios jesuíticos tuvo la finalidad
de afianzar las destrezas retóricas y argumentativas en los alumnos. Las
126
presentaciones o exposiciones de los estudiantes se realizaban dentro
del marco de las festividades llamadas renovatio studiorum (renovación de
los estudios).
La Ratio Studiorum, además de las lenguas clásicas, también se orientaba
a los estudios de Lógica, Física y Metafísica, según el sistema aristotélico. Esto se daba durante tres años, mientras que la Teología se estudiaba en cuatro años, siguiendo la propuesta de la Summa Theologica (ídem:
3296). La Ratio Studiorum no solo ordenó la pauta pedagógica en los
colegios, dictaminando las normas y estudios que se debían seguir; sino
también permitió entender la universalidad de la “inventiva jesuita” en
todas las regiones donde se dio.
Finalmente, los jesuitas emplearon como método pedagógico una serie de trabajos y artificios simbólicos para que pudieran ser develados
por sus alumnos. Estos artificios eran portadores de mensajes ocultos
(valores y virtudes a imitar). Dentro de esta doctrina simbólica se encontraban los emblemas, las empresas, los arcos triunfales y los jeroglíficos. Los emblemas, por ejemplo, se presentaban como acertijos
especiales que los alumnos debían descifrar ayudados por sus maestros. En ellos, se graficaban las “virtudes” (la prudencia, por ejemplo)
que el estudiante debía considerar y aprender para conservar su buena
disposición delante de esta sociedad de corte jerárquico y estamental.
Asimismo, los jesuitas –como otros personajes ilustrados– construyeron importantes alegorías, a través de los “arcos triunfales”. En los
arcos triunfales se buscaba representar tanto las virtudes del personaje como aquellas otras “virtudes” que se debían tomar en cuenta
para su gobierno. Estos “arcos triunfales” fueron, sin duda, una forma
“sugerente” y “soterrada” de “educar” al gobernador o personaje importante (Barriga 2010: 90), como también al pueblo que accedía a las
representaciones.
Después de haber presentado los lineamientos pedagógicos de la educación jesuita clásica, nos compete presentar el derrotero histórico de
los colegios de la Compañía de Jesús que existieron hasta el momento
de su expulsión del Perú, en 1767.
127
Colegios de la formación de la provincia peruana
Los cinco primeros colegios jesuitas de la provincia peruana fueron:
el Colegio Máximo de San Pablo en Lima (1568), el Colegio de Transfiguración en Cuzco (1572), el Colegio de Potosí (1576), el Colegio
de La Paz (1578) y el Colegio de Santiago en Arequipa (1578). Estos
primeros colegios se ubicaron en las ciudades de vital importancia en
el virreinato peruano a fines del siglo xvi. De estas, tanto Lima como
Potosí tuvieron una importancia continental, mientras que Cuzco, Arequipa y La Paz4 detentaron una relevancia regional (Maldavsky 2013:
38-39).
Colegio Máximo de San Pablo de Lima
Desde su fundación en 1568, el Colegio Máximo de San Pablo de Lima
se convirtió en el centro de operaciones de la Compañía de Jesús desde
donde partieron sus distintas misiones al vasto territorio del virreinato
del Perú. Los jesuitas solían llamarlo simplemente el Colegio de Lima.
El Colegio Máximo de San Pablo muy pronto adquirió una vital importancia en la capital del virreinato, ya que fue reconocido como un
espacio de intelectualidad e investigación a nivel continental. Desde
su inicio, este colegio acogió a las juventudes de Lima como de otras
ciudades del virreinato.
Producto de ese rápido reconocimiento institucional por parte de la
población, el Colegio Máximo de San Pablo tuvo un enfrentamiento
académico con la Universidad de San Marcos. Esta última había visto
decrecer el número de su alumnado, el cual ahora asistía a las aulas del
Colegio de San Pablo. Por ello, exigió al virrey Toledo que fuera la única institución académica en ofrecer titulación. Toledo, que también se
había enemistado con los jesuitas porque los consideraba desobedientes al negarse a cumplir con las recomendaciones de la corona sobre la
Los jesuitas eligieron tener un asiento en La Paz porque esta ciudad se encontraba a
medio camino entre el Cuzco y La Plata (sede de la Audiencia de Charcas) (Maldavsky
2013: 39).
4
128
evangelización indígena, accedió a la petición de San Marcos (Martín
2001: 30). A pesar de que el Colegio de San Pablo no podía ofrecer
títulos académicos, sin embargo siguió contando con un buen número
de alumnos durante sus dos siglos de existencia.
La enseñanza académica de San Pablo estuvo dominada por la tradición escolástica, aún en plena vigencia en España. Como bien afirma
Brading, la educación jesuítica puso bastante énfasis en la memoria y la
argumentación como método demostrativo siguiendo el modelo lógico
que empleó el doctor Angélico, Tomás de Aquino (Brading 2004: 352).
El Colegio de San Pablo ofreció cursos de Gramática Latina, Artes (Filosofía) y Teología, Además, se impartieron cursos de gramática de lenguas americanas1 que los misioneros utilizarían en su trabajo pastoral
(Martín 2001: 60-63). El teatro también ocupó un lugar importante en
este colegio como en los otros colegios jesuitas. Los jesuitas utilizaron
el teatro como una expresión artística que permitía la transmisión de
una visión definida del mundo y de valores éticos y cristianos. Diversas obras fueron escritas y representadas en San Pablo (destacan los
famosos “autos sacramentales” que se presentaban con ocasión de las
celebraciones propias del calendario jesuita).
El Colegio de Lima llegó a poseer la mejor biblioteca de Sudamérica
durante la colonia (Martín 2001: 97 y ss.). Hubo textos no solo de Teología, Filosofía, Gramática Latina, y Lenguas, sino también de autores
clásicos, de ciencias exactas, de ciencias derivadas y de ciencias naturales. También se encontraron libros de últimos avances científicos para
la época como la Opera Omnia de Newton, y las obras de Galileo y de
Kepler. Esta biblioteca se convirtió en la base de la Biblioteca Nacional
del Perú a principios del siglo xix.
Este colegio contaba con un reloj en la fachada de su iglesia. Debió
haber sido colocado algún tiempo después de la inauguración de esta
en 1638. Este reloj resistió, incluso, al terremoto de Lima de 1746 y
Se fomentó entre los alumnos la elaboración de poemas, siguiendo los patrones y
estilos que estaban en boga en Europa. Se escribieron muchos en lenguas amerindias
como el quechua, aimara, guaraní y la de los indios de Moxos.
1
129
fue por mucho tiempo el único que funcionaba en Lima después de tal
evento sísmico (Vargas Ugarte 1960 t. II: 457).
San Pablo, desde un inicio, fue sinónimo de crisol de distintos grupos
étnicos. No fue un espacio exclusivo para los españoles y criollos, sino
que también acogió a mestizos2 y mulatos. Esta situación de apertura
también trajo complicaciones al colegio porque se alzaron muchas voces de la población limeña hispana, en las últimas décadas del siglo xvi
y primeras décadas del siglo xvii que deseaban un espacio exclusivo
para su educación. La presión social, en ese sentido, forzó a que los
jesuitas solo admitiesen en sus aulas a “las gentes serias” o población
hispana, fomentando así cierto exclusivismo social.
San Pablo se convirtió en el modelo educativo de los otros colegios
jesuitas que fueron fundados en el virreinato peruano. Ciertamente, el
Colegio Real de San Martín, también regentado por la Compañía de
Jesús recibió toda su pauta formativa y educativa a partir de las Constituciones ya existentes del Colegio de San Pablo.
Ya desde 1568, los jesuitas impulsaron una pequeña escuela de primeras letras para niños y jóvenes indígenas. Esta experiencia de escuelas
de primeras letras va a ser replicada en casi todos los colegios de la
Compañía de Jesús en el Perú. Las escuelas de primeras letras principalmente estuvieron abocadas a impartir doctrina cristiana y a la enseñanza de lectura, escritura y contabilidad básica (matemáticas).
El rector del Colegio de Lima era un referente religioso y, en ocasiones,
político al que recurrían virreyes, oidores, arzobispos y otras personalidades para realizar consultas sobre asuntos de vital importancia para el
estado. El rector de San Pablo usualmente participaba de los actos oficiales y era reconocido como una figura pública de la ciudad. En cierto
sentido, era la cabeza de la Compañía de Jesús en Lima, debido a que
el Provincial, por lo general, se encontraba fuera de la ciudad realizando sus viajes de visita a los distintos colegios de la Compañía en este
territorio. Un claro ejemplo de la importancia del rector del Colegio de
El mestizo más famoso de esta primera época fue, sin duda, Blas Valera (de origen
noble indiano, natural de Chachapoyas).
2
130
Lima, se pudo ver en el contexto del ajusticiamiento del gobernador
de Paraguay, D. José de Antequera, el 5 de julio de 1731. Él, durante la
rebelión de comuneros de Paraguay, había expulsado a los jesuitas de
Asunción. El virrey Castelfuerte dispuso una orden de captura a Antequera y ordenó a que fuera trasladado a Lima. Antequera recibió la
pena de la horca por el levantamiento, pero antes de su ejecución llamó
al rector del Colegio de San Pablo para pedirle perdón por los excesos
que cometió contra los jesuitas en Asunción. El P. Tomás Cabero no
solo lo perdonó a nombre de la Compañía de Jesús sino que le envió
a un sacerdote jesuita para que lo asista al momento de la ejecución
(Vargas Ugarte 1965 t. IV: 56).
El Colegio de San Pablo quedó seriamente dañado con el terremoto de
Lima en 1746. Ciertamente, el edificio había resistido bastante bien el terremoto de 1687, sin embargo, el sismo de 1746 dañó seriamente la estructura de la iglesia y del colegio mismo. San Pablo demoraría bastante tiempo
para quedar totalmente reconstruido (Vargas Ugarte 1963 t. IV: 128).
Finalmente, el Colegio de Lima podía subsistir principalmente de las
rentas de su hacienda de San Juan, en el valle de Surco y de la hacienda
La Huanca en Chancay3.
Colegio de la Transfiguración en Cuzco
El Colegio de la Transfiguración desde su fundación fue el principal
asiento de los jesuitas y su centro de operaciones desde donde realizaban sistemáticamente las misiones a distintos pueblos cercanos a la
ciudad del Cuzco.
Este fue el segundo colegio fundado por la Compañía de Jesús en el
territorio del virreinato del Perú, en 1572. Los jesuitas llegaron a Cuzco
en enero de 1571, acompañando al virrey Toledo que iniciaba su visita
por diferentes regiones del virreinato (Vargas Ugarte 1963 t. I: 71).
Las haciendas jesuitas jugaron un rol importante en la economía de los colegios de
la Compañía de Jesús. Gracias al cultivo y comercialización de productos extraídos
de ellas, los jesuitas pudieron solventar los gastos que demandaban los colegios y sus
misiones en torno a ellos.
3
131
Abrieron una residencia desde donde impartieron catequesis y enseñaron primeras letras a los niños indígenas y españoles de la ciudad.
Fundaron, luego, un colegio en el antiguo local inca del Amarucancha
con el nombre de Transfiguración. Allí mismo ofrecieron las primeras
cátedras de Gramática para los hijos de españoles (Altamirano 1704:
327), y cátedras de Artes y Teología a partir de 1578.
El Colegio de la Transfiguración va a presentar algunos problemas para
la misma Compañía de Jesús en la primera década de su existencia. Así,
por ejemplo, en un documento de la Congregación Provincial celebrada en Panamá, se expresó lo siguiente: “convenía suprimir las clases de
gramática, por no haber suficiente número de escolares en la ciudad
[...]” (Vargas Ugarte 1963 t. II: 220). Ciertamente, la realidad cuzqueña
difería de manera importante de la del Colegio de Lima. Ante la falta
de alumnado y de profesores, la Compañía de Jesús cerraron temporalmente el Colegio de la Transfiguración, pero mantuvieron el local
construido y, sobre todo, su iglesia, la cual se va a convertir en un lugar
importante para la ciudad del Cusco, puesto que atraerá a distintos
grupos sociales de la ciudad y sus alrededores.
Desde su llegada, los jesuitas muy pronto jugaron un papel político y
religioso en Cuzco. Francisco de Toledo había enviado capturar al último inca de Vilcabamba, Túpac Amaru. Ante esta situación, el provincial
Ruiz de Portillo decidió intervenir y ordenó al Hermano Gonzalo Ruiz
para que instruyera al inca en todo lo referente a la fe cristiana durante
su tiempo de prisión (Altamirano 1704: 334 y ss). Altamirano refiere que
el rector del Colegio del Cuzco, P. Luis López y el P. Alonso de Barzana buscaron por todos los medios que el juez revocase la sentencia de
muerte que caía sobre el inca (Altamirano 1704, 345). Ante la negativa,
los jesuitas no solo asistieron espiritualmente al inca, sino que también le
brindaron los sacramentos. Altamirano relata que en el momento previo
al suplicio, el inca pronunció un discurso a los indígenas, sus súbditos,
que se encontraban en la Plaza Mayor. En ese discurso, Túpac Amaru
animó a los indígenas a recibir las enseñanzas cristianas de manos de
los jesuitas: “[…] Alcanzareis la dicha corona del Cielo donde espero
nos veremos, siguiendo la Doctrina santa y consejo de los Jesuitas, que
132
son muy seguros para amigos y padres verdaderos de las almas como lo
han sido de la mía; a quienes debo la gloria eterna, que espero alcanzar
y verme libre de las eternas penas del Infierno, a donde corría por las
costumbres diabólicas de nuestros Mayores” (Altamirano 1704: 366). De
esta manera, los jesuitas se convirtieron simbólicamente en los tutores
(padres) de los indígenas, una vez que estos habían quedado en estado
de “orfandad” después de la muerte de su rey.
En la iglesia del Colegio del Cuzco se fundaron cofradías de españoles,
de indios o mixtas. Entre las más importantes, tenemos a la del Niño
Jesús, a la de Nuestra Señora de Loreto4 y a la de Nuestra Señora de la
Consolación. Las tres fueron mixtas ya que congregaron entre sus filas
a población tanto indígena como española (aunque, principalmente,
fueran vistas como cofradías indígenas)5.
Finalmente, en 1623, el local del Colegio de la Transfiguración sirvió
como sede de la primera universidad jesuita en América, la cual recibió
el nombre de San Ignacio de Loyola. Con esta universidad, los jesuitas finalmente disponían de un centro académico superior en el que
podían ofrecer titulación sin problemas, ya que en Lima se les había
negado dicha posibilidad (Vargas Ugarte 1960 t. II: 514-515).
La Transfiguración recibía sus rentas de la hacienda de San Lorenzo
de Maras, de una estancia en el valle de Oropesa, llamada San Miguel
de Ucusi y de otra estancia en el valle de Quiquijana, llamada Nuestra
Señora de la Rivera (Vargas Ugarte 1963 t. II: p. 14).
El Colegio de la Transfiguración siempre va a seguir siendo la residencia de los jesuitas hasta el momento de su expulsión en 1767. Finalmente, queda añadir que en 1710, en este colegio se abrió una nueva
Casa de Probación o Noviciado para jóvenes del sur andino interesados en la Compañía de Jesús.
A esta capilla de la Virgen de Loreto concurrían constantemente españoles e indios
indistintamente. Se sabe que los estudiantes del Colegio de San Bernardo se reunían en
ocasiones especiales y que, además, esta capilla servía para la reunión de los miembros
de la cofradía de la Virgen de Loreto, de mayoría indígena (Cahill 2006: 96).
5
ARC Colegio de Ciencias (Cuaderno 1, Legajo 11): fol. 9.
4
133
Colegio de Santiago de Arequipa
La primera incursión jesuita en Arequipa se dio en 1573 con la llegada
de los padres José de Acosta, Luis López y Gonzalo Ruiz. Ellos llegaron desde el Cuzco con el fin de hacer misión temporal entre españoles e indios en esta ciudad. Al año siguiente también regresaron los
religiosos para otra misión temporal, pero luego no se tuvo noticias de
presencia jesuita en Arequipa hasta 1578 (Vargas Ugarte 1963 t. I: 123).
El Colegio de Santiago de Arequipa fue fundado en 1578 como centro
de misiones para asistir a la zona de Condesuyo. Según el visitador jesuita Juan de la Plaza, la provincia de Condesuyo era de difícil acceso,
“a la cual con mucha dificultad se puede acudir con misiones para la
Compañía de otra parte” (Maldavsky 2013: 39). La fundación fue posible gracias a la donación de dinero y propiedades de D. Diego Hernández Hidalgo, por eso, este colegio tomó el nombre de su benefactor
(Diego o Santiago).
Este Colegio de Arequipa, como el también Colegio Nuevo de Potosí
(1578), iba a correr el infortunio de ser cerrados temporalmente por
decreto del virrey Toledo debido a tensiones que este mantuvo con los
jesuitas (Vargas Ugarte 1963 t. I: 125), por su falta de interés en seguir
el modelo evangelizador que proponía la corona española.
El Colegio de Arequipa sufrió graves daños con el terremoto de 1582,
sin embargo pudo superar este trance gracias al constante apoyo económico que brindaron los provinciales Baltasar Piñas (1581-1585) y
Juan de Atienza (1585-1592). Hubo otros eventos sísmicos que comprometieron físicamente al colegio durante toda su historia; sin embargo, el desastre natural más importante que tuvo que sortear este colegio, y en general, Arequipa fue la erupción del volcán Huaynaputina
Huaynaputina (Omate, actual Moquegua) en febrero de 1600 (Vargas
Ugarte 1963 t. I: 273-274). En dicha ocasión, los jesuitas jugaron un
papel importante de asistencia material y espiritual a la población arequipeña. Expusieron por días el Santísimo y auxiliaron a la población
que vivió en un clima de zozobra y ansiedad al ver la ciudad oscurecida
por días debido a la lluvia de cenizas que cayó sobre ella.
134
El rector del Colegio de Santiago, P. José Teruel, en 1586 adquirió la
hacienda de Guasacache. Esta propiedad solventará en parte los gastos
de este colegio hasta el momento de la expulsión de los jesuitas dos siglos después (Vargas Ugarte 1963 t. I: 206). Allí se cultivaba maíz, trigo
y otros alimentos de panllevar. Sin embargo, las dos principales propiedades de este colegio fueron: el Viñedo de Sacay la Grande (Valle de
Majes) y el Viñedo de San Javier (Valle de Vítor) (Brown 2003: 205).
El Colegio de Santiago en Arequipa llevó una escuela de primeras letras
y clases de Gramática y Latinidad desde su fundación, las cuales perduraron, incluso, hasta mucho después de la expulsión de los jesuitas,
en la época republicana (Vargas Ugarte 1960 t. III: 452). Finalmente,
solo resta comentar que el Colegio de Santiago siempre fue un centro
de misión importante para la Compañía de Jesús. Para el momento de
la expulsión vivían en él veinte jesuitas (Brown 2003: 206).
Colegio Real de San Martín de Lima
Este colegio fue el primero de la Compañía de Jesús dirigido principalmente a público seglar. Desde sus inicios, siguió los lineamientos educativos del Colegio Máximo de San Pablo. La historiadora Pilar Gonzalbo comenta que los colegios de la Compañía de Jesús en América
seguían los patrones del modelo educativo renacentista que imperaba
en Europa. Este modelo tomaba en consideración la educación preferencial de los jóvenes de élite (Gonzalbo 2001: 55), cuya formación
permitiría asegurar la transmisión de los valores cristianos y civiles al
resto de la población que no tenía acceso a ella. Dicha transmisión solo
podría lograrse, gracias al grado de influencia que aquellos estudiante
pudieran detentar en sus ciudades o poblados.
El Colegio Real de San Martín fue fundado gracias a la iniciativa del
virrey Martín Enríquez6 un 10 de agosto de 1582 (CVU 14/50: 1). Este
virrey también había sido artífice de la fundación del Colegio Máximo
de San Pablo en México diez años antes.
El colegio tomó por santo patrón a San Martín de Tours por llevar el mismo nombre
del virrey Enríquez.
6
135
En el Real de San Martín muy pronto convergieron jóvenes de diferentes partes del virreinato del Perú, como también del virreinato de
Nueva España o de la misma Metrópoli. Según la investigadora Carmen Castañeda, el universo de estudiantes de este colegio fue amplio y
abarcó a las principales ciudades coloniales como: Panamá, Santafé de
Bogotá, Caracas, Cuzco, La Plata, Quito, Santiago de Chile, Arequipa,
Trujillo, Charcas, entre otras (Casteñada 1990: 138-140).
El colegio fue construido en un solar vecino al Colegio de San Pablo
llamado Plazuela de María de Escobar. Allí se levantó un edificio de
un solo piso, y no muy lujoso, para albergar hasta doscientos colegiales
(Vargas Ugarte 1963 t. I: 222-223).
La edad mínima de admisión a este colegio era los doce años y el estudiante no debía pasar de veinticuatro años de edad. Además, debía
ser hijo de legítimo matrimonio, como también lo prescribía el Colegio
de San Pablo. Los alumnos del San Martín al ingresar al colegio debían
saber a leer y escribir bien (CVU 38/12: f.83, v.36), es decir, debían
haber recibido educación previa en primeras letras. Las primeras letras
podían ser estudiadas en las parroquias o en dos escuelas que eran llevadas por los mismos jesuitas en Lima. Estas escuelas fueron fundadas
principalmente para público popular de la ciudad, pero muy pronto
también acogió a los grupos de élite.
En el Colegio Real de San Martín se estudiaban cursos de Gramática
Latina y lectura de autores clásicos. Luego se impartían asignaturas
de Artes (Filosofía). Tanto los cursos de Latinidad como de Artes se
llevaron en las instalaciones del mismo colegio. Los estudiantes del San
Martín que seguían Teología y Derecho Canónico solían ir al local de la
Universidad de San Marcos, ya que solo en esta institución académica
se podían otorgar títulos, como hemos visto. En los claustros del Colegio San Martín también se estudiaban de idiomas a la usanza del Colegio Máximo de San Pablo. Además del latín, lengua oficial de los cultos
litúrgicos y de las investigaciones académicas, los estudiantes recibían
cursos de griego, hebreo y quechua (CVU 14/8: 1). Habrá que agregar
que las estructuras gramaticales del latín les sirvieron a los estudiantes
136
para tener una mejor comprensión de las lenguas nativas7 (el quechua,
por ejemplo) (Allaperine 2007: 45). Los estudiantes, de esta manera,
adquirían una destreza especial, que más adelante les serviría para sus
propios oficios y trabajos.
El colegio se sostenía con las pensiones de los alumnos, 150 pesos al
año y con la renta de las doce becas creadas en un principio, o sea, 1500
pesos que el Rey señaló por Cédula de 5 de octubre de 1588 (CVU
14/6: 1).
Los colegiales vestían mantos y bonetes de color pardo oscuro y becas
rojas con el escudo de San Martín (CVU 38/12: 1). La admisión o despido
de los alumnos dependía del Provincial de la Compañía o del rector del
Colegio, salvo en las becas reales, pues para estas nombraba el patrón, con
la venia del rector. Todos debían permanecer en el colegio cuatro años y a
los becarios se les podía prorrogar este tiempo, a juicio del rector.
El Colegio de San Martín quedó totalmente en ruinas con el terremoto
de Lima de 1746. Los colegiales tuvieron que pernoctar por un buen
tiempo en los patios (Vargas Ugarte 1965, t. IV, 128). Este evento sísmico quedó impreso en la conciencia de la población limeña y, por
supuesto, en los alumnos del San Martín. Han quedado algunos testimonios poéticos de ellos en los que se describe dicho evento.
En casi dos siglos hubo muchas generaciones de exalumnos del Colegio San Martín que detentaron cargos políticos y eclesiásticos en el virreinato del Perú como en otras latitudes del imperio español. Pasaron
por este colegio unos 5000 estudiantes venidos de diversas provincias.
Mucho tiempo después de la expulsión de los jesuitas, aún se seguía hablando del Colegio de San Martín. Así, por ejemplo, el virrey Teodoro
de Croix en su Relación de Gobierno comentaba que el renombre del Colegio de San Martín no se había esfumado y que su falta se dejaba sentir
en toda la extensión del virreinato (Vargas Ugarte 1963 t. II: 513).
Por su morfología, ambos tipos de lenguas al ser declinables se presentarían con casos
similares.
7
137
Colegios después del desmembramiento de la
provincia peruana
Hasta 1603, la provincia jesuita del Perú había tenido un territorio extenso que iba desde el Nuevo Reino de Granada, por el norte, hasta Chile, por el sur. En ese año, el padre general Claudio Acquaviva
ordenó la creación de la Provincia del Nuevo Reino de Granada y,
al año siguiente, la Provincia del Paraguay. Como bien comenta la investigadora Aliocha Maldavsky, a pesar de la fragmentación territorial
que sufrió la provincia peruana, sin embargo, esta no dejó de aumentar de manera importante, ya que se puede observar que pasó de 279
miembros, en 1601, a 423, en 1618 (Maldavsky 2013: 202). Esta etapa
de posdesmembramiento de la provincia peruana traería la fundación
de nuevos colegios dentro del territorio de la reconfigurada provincia.
Los colegios de esta época son: el Colegio de San Carlos en Huamanga
(1604), el Colegio de El Callao (1614) y la residencia de Oruro (1613,
que se convirtió en colegio en 1618).Estos nuevos colegios sirvieron
principalmente para ampliar el radio de acción de las misiones volantes
que llevaban los jesuitas en diferentes regiones (ibídem).
Colegio de San Carlos de Huamanga
La primera vez que llegaron los jesuitas a Huamanga fue en enero de
1571, cuando se dirigían a Cuzco. Como ya se comentó, en aquella
oportunidad el provincial Jerónimo de Portillo y otros tres jesuitas
acompañaban al virrey Toledo en su viaje a la ciudad imperial.
A partir de 1582 se organizan las primeras misiones temporales de los
jesuitas a la ciudad de Huamanga. En aquella oportunidad, el provincial
Baltasar Piñas envió al padre Juan Romero y a un estudiante jesuita para
que hicieran misión entre españoles e indios en esta ciudad. Altamirano en
su Historia de la Provincia del Perú (1704) comenta que dichos jesuitas, a través
de sus sermones y acciones, ayudaron a conservar el recato y las buenas
costumbres en la población (Altamirano 1704: 164). Desde esta época, la
Compañía de Jesús buscaba fundar una residencia en Huamanga.
138
El padre provincial Esteban Páez (1604-1609) impulsó la fundación
del Colegio de San Carlos en Huamanga en 1604. El principal benefactor del colegio fue el Obispo del Cuzco D. Antonio de Raya (Vargas
Ugarte 1959 t. II: 406)8 quien ofreció una suma importante para la
compra de los solares en donde se iba a ubicar el nuevo colegio (a pocos metros de la Plaza Mayor). En 1605 se tomó posesión del lugar y
al año siguiente fue nombrado el P. Juan Aller como primer rector del
Colegio de Huamanga (Vargas Ugarte 1963 t. I: 278).
Las primeras clases de Gramática y los cursos de Latinidad se abrieron el
17 de enero de 1606 y eran dictados por maestros jesuitas9 (Altamirano
1704: 964). Muy pronto los jóvenes de la élite hispana de la ciudad asistieron a ellas. Desde su fundación, este colegio ya contaba con una biblioteca
importante, la cual había sido donada por el mismo Obispo de Raya.
Para iniciar las clases de gramática, se trasladó desde Lima el P. Sebastián Hazañero. Este jesuita era formador del recién fundado noviciado
de San Antonio Abad. Hazañero preparó para su clase inaugural varias
poesías jeroglíficas y enigmas para un mejor aprendizaje de los jóvenes
(ídem: 964).
Además de las clases que se dictaban en el Colegio de San Carlos, los
jesuitas tuvieron otros ministerios en Huamanga, tanto con españoles
como con indios. Antes, y aún después, de la construcción de la iglesia
del colegio, los jesuitas estuvieron encargados de dar sermones a la
población en la iglesia principal de Huamanga (actual catedral). Los
sermones se hacían tanto en castellano como en quechua. Este ministerio había sido encargado por el mismo Obispo de Raya (Vargas
Ugarte 1963 t. I: 279). Además, los religiosos edificaron la Capilla de
Nuestra Señora de Loreto a un lado de la iglesia del colegio para asistir
a los indios de Huamanga. Finalmente, los jesuitas de este colegio realizan misiones volantes a diferentes pueblos cercanos a la ciudad como
también en torno a la ciudad de Huancavelica (Villa Rica de Oropesa).
El obispo Antonio de Raya también fue el fundador del Seminario San Antonio Abad
del Cuzco.
9
Jesuitas en formación, en la etapa previa a los estudios de Teología.
8
139
El Colegio de Huamanga, principalmente, se mantuvo económicamente
gracias a diferentes benefactores de la ciudad como también a los productos que comercializaba de su hacienda en Ninabamba (Ayacucho).
A partir de 1677, con la fundación de la Universidad San Cristóbal de
Huamanga, el Colegio de San Carlos va a convertirse en una plataforma académica importante para aquellos estudiantes que deseaban
seguir estudios y titulación en Cánones, Teología o Artes (Filosofía).
Colegio de El Callao
Aliocha Maldavsky comentó que el número de jesuitas fue en aumento
después del proceso de desmembramiento de la provincia peruana.
Cada colegio llegó a tener más de 10 jesuitas entre sacerdotes, hermanos coadjutores y estudiantes (Maldavsky 2013: 202). El Colegio jesuita
de El Callao no fue la excepción a pesar de encontrarse relativamente
cerca de los otros tres colegios de Lima. La media de jesuitas que habitó este colegio en el siglo xvii fue siempre de quince religiosos.
El Colegio de El Callao fue fundado en 1614 para asistir a las poblaciones del puerto de Lima. Su ubicación fue estratégica ya que se ubicó
muy cerca del mismo muelle donde se encontraban las embarcaciones.
El virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, apoyó
la construcción del colegio de manera importante. Él mismo mandó a
edificar una habitación especial para que fuera hospedaje de los virreyes o personajes importantes en una esquina del colegio.
Desde la fundación de este colegio, se abrió una escuela de primeras letras que era llevada por los escolares jesuitas (ARSI Carta Anua 1636: f.
7). Con el tiempo, también inician clases de Gramática Latina para los
alumnos más destacados. La escuela de primeras letras del Callao llegó
a tener más de 200 niños para 1646. Los jesuitas organizaban diálogos
de doctrina cristiana entre los alumnos. Estas presentaciones concitaban incluso la atención de las autoridades principales del puerto, como
la del Maese de Campo, capitanes de milicia e infantería (ARSI Carta
Anua 1646: f. 206).
140
Los jesuitas construyeron una iglesia imponente y espaciosa para este
colegio, hecha principalmente de ladrillo10. Como en todos los colegios
de la Compañía de Jesús, este colegio también tuvo una congregación
de Nuestra Señora de Loreto, que asistía a doncellas pobres del puerto.
Además de la escuela de primeras letras y los estudios de Latinidad que
ofrecían en este colegio, los jesuitas eran los acompañantes espirituales
de los miembros de la Congregación de Loreto y de una cofradía de
indios y otra de negros. Asistían espiritualmente también a los marinos
y trabajadores de las galeras en el mismo puerto (ARSI Carta Anua de
1646: f. 206v).
Este colegio se sostuvo económicamente gracias a la Hacienda Bocanegra, que también se encontraba en el Callao, la cual fue adquirida en
1626. En esta hacienda vivían permanentemente dos hermanos coadjutores adscritos al colegio del Callao (ARSI Carta Anua de 1648: f.
221v).
El Colegio del Callao, como todas las edificaciones del puerto, quedó
totalmente destruido debido al terremoto y posterior tsunami del 28 de
octubre de 1746. Este evento sísmico ha quedado grabado en la carta
que le envía el P. Francisco Larreta al P. Bernardino Barrasa, rector
del Colegio de Lima: “mi P. Rector: A la fatal ruina que el día 28 de
octubre, a las diez y media de la noche, padeció esta ciudad y lugares
de sus contornos, con un tan grande terremoto que no hay memoria
de haber experimentado otro semejante, se aumentó en el presidio del
Callao la violenta salida del mar que lo asoló todo, llevándose las casas
hasta sus fuertes murallas y ahogando a las personas que en él había.
En nuestro Colegio estaban los nueve sujetos que van apuntados al
margen y con grandísimo dolor de su pérdida, lamentamos difuntos.
Participó a V.R. tan sensible noticia para que mande hacer en ese santo
Colegio los sufragios correspondientes que acostumbra la Compañía,
no olvidándome en la presencia del Señor, quien guarde a V.R. muchos
años. Lima y diciembre 12 de 1746” (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 129).
Para 1648, se decía que era la mejor del Perú en tamaño (ARSI Carta Anua 1648: f.
206v).
10
141
Colegios de la época de la extirpación de idolatrías
La Compañía de Jesús jugó un papel importante en el primer proceso
de extirpación de idolatrías que organizó el Arzobispo Bartolomé Lobo
Guerrero (1609-1622). Incluso el rector del Colegio Real de San Martín,
Pablo José de Arriaga, compuso un manual para curas doctrineros: Extirpación de la Idolatría en el Perú (1620), el cual explicaba el fenómeno
religioso y orientaba cómo debía ser enfrentado. Los colegios jesuitas
creados con el fin de solucionar el avance de la idolatría en el Perú directa
o indirectamente fueron: el Colegio de El Salvador de Trujillo (1623); el
Colegio de Santiago del Cercado (1627) y dentro de él, el —ya fundado— Colegio de Caciques de El Príncipe en Lima (1618); y el Colegio de
Caciques de San Borja o El Sol en Cuzco (1621). Colegios de esta época
también, aunque no fueron creados, necesariamente, con ese objetivo
son: el Colegio Real de San Bernardo en el Cuzco (1619) y el Colegio de
Pisco (1623). El colegio de San Bernardo, dirigido principalmente a las
élites españolas del Cuzco permitió reforzar la presencia de la Compañía
de Jesús en la ciudad imperial (Maldavsky 2013: 206); mientras que el
colegio de Pisco sirvió principalmente como parte de la red de colegios y
residencias que se encontraban entre Lima y los colegios del sur del Perú.
Colegio de El Salvador de Trujillo
El interés de los jesuitas por abrir una residencia o colegio en el norte
de Lima se había hecho patente en la década de 1610, en la que la Compañía asumió directamente la campaña de extirpación de idolatrías. En
un inicio los religiosos habían querido fundar una residencia en Zaña o
en la doctrina de Lambayeque pero el obispo de Trujillo, el franciscano
Francisco de Cabrera, se opuso, a pesar de tener el aval del padre General MuzioVitelleschi, en 1616 y de la corona española en 1618, con el
apoyo del Arzobispo y Audiencia de Lima (Maldavsky 2013: 206). Los
jesuitas buscaban establecer un colegio desde el cual pudieran realizar
misiones volantes a diversos pueblos y etnias en el norte del Perú.
Los jesuitas habían visitado en diversas oportunidades la ciudad de
Trujillo y las doctrinas y poblaciones de los valles del norte del Perú.
142
Sus incursiones habían traído consigo mucho provecho espiritual en la
población. Se sabe, por ejemplo, que los jesuitas asistieron a los damnificados del terremoto del 14 de febrero de 1619 (Vargas Ugarte 1963 t.
II: 6). En 1622, el nuevo obispo de Trujillo, D. Carlos Marcelo Corne,
apoyado por el Cabildo y vecinos de la ciudad inicia los trámites para
que los jesuitas se asienten en Trujillo y funden un colegio. El obispo
Corne, exalumno del Colegio Real de San Martín, hizo todas las gestiones personalmente: escribió al padre General Vitelleschi sobre la necesidad de la fundación de un colegio jesuita en esta zona; le anunció que
ya se tenía un benefactor, el general Juan de Avendaño, que se comprometía a costear la fundación del colegio, y les consiguió habitación a los
padres mientras se realizaba la construcción del colegio.
El Colegio de El Salvador fue fundado en 1623. Los primeros jesuitas
que se asientan permanentemente en Trujillo ese año fueron los padres
Andrés Sánchez y Juan de Taboada. Corne había adquirido buena parte
de la cuadra y esquina que daba a la Plaza Mayor para la construcción
del futuro Colegio de Trujillo11. Para 1627, el Colegio de El Salvador ya
contaba con cuatro padres y dos hermanos12. Es en este año que se da
la licencia de funcionamiento del colegio por una Real Cédula y por el
aval del virrey Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcázar
(Vargas Ugarte 1963 t. II: 6-7).
Corne había fundado un seminario que llevaba su nombre, San Carlos
y San Marcelo, y deseaba que sus seminaristas acudiesen a las clases del
Colegio de los jesuitas de Trujillo13. De esta manera, el clero secular
estaría apto de realizar la doctrina entre los indígenas del norte del
Perú. Ya desde la época de Corne se había planificado el horario de
estudios que debían seguir los seminaristas. A saber, se levantaban a las
En dicha esquina se encontraba la Residencia Episcopal hasta antes del terremoto
de 1619.
12
El recibimiento de estos jesuitas se dio con gran entusiasmo de la población de Trujillo. Hubo repique de campanas, luminarias en la noche, corridas de toros y mascaradas
(Vargas Ugarte 1959 t. II: 400).
13
Una estrategia muy parecida la tuvo el Obispo del Cuzco D. Antonio de Raya cuando
fundó el Seminario de San Antonio Abad del Cuzco. De Raya deseaba que los seminaristas acudieran a las clases que se ofrecían en el Colegio de la Transfiguración.
11
143
5:30 a. m. en verano y 6:00 a. m. en invierno. Luego de las oraciones
respectivas y primera comida, todos iban en grupo al Colegio de la
Compañía hasta cerca de las 11:00 a. m. (hora de la comida principal).
Nuevamente, iban en grupo al Colegio de la Compañía de 2:00 p. m. a
5:00 p. m. (Vargas Ugarte 1960 t. III: 398). El Colegio de Trujillo también recibió a alumnos seglares en sus clases de Gramática y Latinidad,
Artes y Teología.
Al morir el obispo Corne, en 1629, dejó en su testamento la hacienda de Gazñape (Valle de Chicama) al Colegio de El Salvador (Vargas
Ugarte 1963 t. II: 19). Luego, el Colegio de Trujillo también adquirió
las propiedades de Tumán y Chongoyape en la comarca de Chiclayo
(Vargas Ugarte 1965 t. IV: 54).
De esta manera, el único colegio jesuita en el norte del Perú, y perteneciente a esta provincia, fue el Colegio de Trujillo, y existió hasta el momento de la expulsión en 1767. Hubo un intento de fundar un colegio
en Zaña a fines del siglo xvii, pero no prosperó, como tampoco prosperó la fundación de un colegio en Cajamarca. En Piura, siempre hubo
visitas esporádicas de jesuitas provenientes del Colegio de Trujillo.
Por último, solo resta mencionar que el padre General Lorenzo Ricci,
en carta de 9 de julio de 1766, eligió como nuevo padre provincial al
rector de este colegio, José Pérez de Vargas (Vargas Ugarte 1965 t. IV:
161). La carta debió recibirse en junio de 1767, y en el contexto en que
tomaba las riendas de la provincia sobrevino la expulsión, los primeros
días de septiembre.
Colegio de San Pablo de Pisco
La fundación de un colegio en Pisco había sido pedida en la congregación provincial de jesuitas en 1618. Pisco era un lugar de descanso
y misión que los jesuitas tenían cuando viajaban de Lima al sur del
Perú. El capitán D. Pedro de Vera Montoya y su esposa solían alojar
a los padres en su casa cuando ellos estaban en tránsito. Ambos, propietarios de la hacienda de Caucato, se comprometieron a entregarles a
los jesuitas para que se funde allí un colegio (Vargas Ugarte 1963 t. II:
144
3). La escritura de este traspaso se hizo en 1621, año particularmente
importante para la Compañía de Jesús Universal porque los jesuitas celebraban la canonización de San Ignacio de Loyola y de San Francisco
Javier.
El traspaso de la hacienda se hizo a perpetuidad con todos los bienes
que en él se hallaban. Aparte de los donantes, los vecinos de Pisco
también apoyaron económicamente para la fundación del colegio, reuniendo hasta 12000 pesos para tal fin (ibídem). El Provincial aceptó la
donación y se comprometió a abrir una escuela de primeras letras para
niños de la región y también clases de Gramática y Latinidad.
El Colegio de Pisco sufrió constantemente el historial sísmico de la
zona central peruana. Para 1664, el colegio de Pisco debía estar acabado, pero un terremoto en la zona maltrató el edificio. Para aquel año
vivían en el colegio cinco padres y tres hermanos coadjutores. El sismo
de Lima de 1687 volvió a afectar el edificio de este Colegio de San
Pablo y su respectiva la iglesia, contigua al colegio (Vargas Ugarte 1963
t. II: 3). Finalmente, quedó una vez más seriamente afectado con el terremoto de Lima de 1746. El edificio y las haciendas en todos los valles
contiguos sufrieron daño considerable (Vargas Ugarte1965 t. IV: 130).
Desde este colegio se enviaron misiones volantes a las poblaciones del
valle de Chunchanga, a las de Chincha (costa y sierra); así como a la
provincia de Castrovirreina (Huancavelica) (Vargas Ugarte 1963 t. II:
5-6).
Un colegio dentro de otro. El Colegio de Santiago del
Cercado y el Colegio de Caciques El Príncipe
Ciertamente, Santiago del Cercado fue una unidad misional completa y
de múltiples propósitos que incluyó casas y obras apostólicas, educativas y formativas de la Compañía de Jesús en Lima. Un proyecto similar
se dio en Tepotzotlán (cerca de México), en donde también hubo un
noviciado, una casa de tercera probación, una escuela de primeras letras y un colegio de caciques.
145
A las afueras de Lima, a poco más de un kilómetro del centro de la ciudad, se fundó una reducción de indios que llevó el nombre de Santiago
del Cercado (Coello de la Rosa 2006: 79). A la llegada de virrey Francisco de Toledo al Perú, en 1570, este pidió a los jesuitas que se hicieran
cargo de esta doctrina de indios y de otra, en Juli (altiplano peruano).
De esta manera, los jesuitas se harán cargo de solo estas dos misiones
de indios durante todo el tiempo de su permanencia en el Perú hasta el
año de su expulsión en 1767.
Los jesuitas llegaron a Santiago del Cercado en 1571 y pronto abrieron
una residencia en donde funcionó una escuela de primeras letras, un
noviciado jesuita y una casa de tercera probación (Vargas Ugarte 1963
t. II: 12). El noviciado jesuita se encontraba en el mismo Cercado de
Indios, pero en un edificio aparte del resto de la residencia jesuita. Se
denominaba Casa de Probación y Formación San José y permaneció
allí hasta 1610, cuando se trasladó a su nuevo local en las afueras de
Lima bajo la denominación de San Antonio de Abad. La casa de tercera probación fue un centro de mucha importancia para los jesuitas de
la provincia peruana e, incluso, de otras provincias. Los estudiantes jesuitas después de siete años de estudios mayores en la Compañía (Artes
y Teología) pasaban a vivir a este lugar por el lapso de un año. En esta
casa no solo recibían, nuevamente, los fundamentos de la espiritualidad
ignaciana, sino que también realizaban una serie de trabajos pastorales
que les permitían recordar y fortalecer sus experiencias previas. Además, era un lugar propicio para aprender o refrescar sus conocimientos
en las lenguas nativas con el fin de luego ponerlos en práctica en la
misión a la que se les encomendaba.
Según la Historia de Provincia del Perú de Diego de Altamirano, de 1704,
Santiago del Cercado dejó de ser una doctrina de indios y pasó a ser
un colegio de jesuitas en 1627, con la aprobación del rey Felipe III y
del padre General jesuita Gosvino Nickel (Altamirano 1704: 263). Con
este cambio de nomenclatura misional, los jesuitas se establecieron de
manera permanente en el Cercado y desde dicho colegio administraron el Colegio de El Príncipe, la escuela de primeras letras y la casa de
tercera probación.
146
La escuela de primeras letras del Cercado fue la primera plataforma
educativa y formativa que abrieron los jesuitas a su llegada. Recibió
el nombre de Escuela de la Santa Cruz. Fue dirigida siempre por un
hermano coadjutor, el cual se encargaba de enseñar a leer, escribir y
dar principios básicos de contabilidad a los niños y adolescentes de
esta doctrina (ibídem). Los estudiantes oían misa y recibían instrucción
cristiana diariamente. Esta escuela muy pronto fue ampliamente reconocida, incluso muchas familias importantes de Lima preferían trasladar a sus hijos al Cercado para que allí se eduquen. De esta manera,
se puede afirmar que este centro fue un espacio inclusivo en el que se
educaron niños no solo indígenas, sino también españoles y mestizos.
El Colegio de caciques de El Príncipe fue fundado en la base de la
escuela de primeras letras del Cercado, el 24 de julio de 1618. El proyecto de un colegio de caciques ya había sido una idea propuesta por
el virrey Francisco de Toledo en la década de 1570. Sin embargo, será
el virrey Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache, quien se
encargará de llevarla a cabo. El colegio toma, en ese sentido, el nombre
“Príncipe” para recordar a su fundador.
La principal misión de este tipo de colegios era educar en doctrina,
moral y buenas costumbres cristianas a los jóvenes que iban a heredar
algún cacicazgo. Ellos, luego, transmitirían toda la formación recibida
a sus súbditos o serían los garantes de las expresiones de fe cristiana y
evangelización en sus cacicazgos o pueblos.
Los alumnos eran los mayorazgos de los cacicazgos del norte y centro del virreinato del Perú. El colegio de El Príncipe inició con doce
alumnos en 1618 y tres años después, el número se había duplicado14
(Vargas Ugarte 1963 t. II: 509-510). Los alumnos que asistían a este colegio debían ser mayores de diez años e hijos de matrimonio legítimo.
Los caciquitos, como los llamaban los padres, disponían de un lugar
separado en el Colegio de El Cercado, aunque compartían las mismas
lecciones con los otros niños y adolescentes de la escuela de primeras
Con el tiempo no solo se admitían a los mayorazgos, sino también a los segundos
hijos de los caciques.
14
147
letras. Sin embargo, se distinguían del resto ya que vestían un atuendo
especial a la usanza española: camiseta y calzón de lana o algodón de
color verde, medias blancas, zapatos negros y sombrero (AGN Temporalidades: 171, d.2: 1v). Además, portaban sobre el pecho una banda
carmesí sobre la cual había una insignia de plata con el escudo de armas
de Castilla (Altamirano1704: 263).
El Colegio de El Cercado poseía la hacienda de Vilcahuaura (situada
en el valle de Huaura) al norte de Lima. Las rentas de esa hacienda sostenían al colegio, las misiones volantes y la casa de tercera probación
(Vargas Ugarte 1963 t. II: 41). El Colegio de caciques de El Príncipe
se debía sostener con la caja de censos de las comunidades indígenas
de donde provenían los cacicazgos. Por último, solo queda decir que
el Colegio de El Príncipe quedó circunscrito a un proyecto misional
mayor que se desprendía del Colegio jesuita de El Cercado.
Santiago del Cercado fue, durante casi dos siglos, un modelo de parroquia de indios y colegio donde el buen gobierno, el orden público y
las expresiones religiosas de sus pobladores dibujaron una situación de
bienestar y armonía social gracias a la atenta asistencia de los padres de
la Compañía de Jesús.
Colegio Real de San Bernardo del Cuzco
Los notables de la ciudad de Cuzco insistieron a la Compañía de Jesús
para la fundación de un colegio para sus hijos. El rector del Colegio
de la Transfiguración, el padre Juan Frías Herrán consideró necesario
fundar un colegio para “externos” debido al clamor del vecindario (Villanueva 2003: 131).
El Colegio Real de San Bernardo Abad del Cuzco fortaleció la presencia de la Compañía de Jesús en esta ciudad. Fue concebido para educar
principalmente a las élites hispanas (españolas y criollas) siguiendo el
plan formativo y constituciones del Colegio Real de San Martín de
Lima (CVU 14/31: 1). En 1619 fue fundado este colegio bajo el auspicio del virrey Príncipe de Esquilache. La presentación pública de los
estudiantes se dio el 31 de julio de ese año, día de la fiesta del fundador
148
de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola (Esquivel y Navia, 1980 t.
II: 38). Al año siguiente quedaba confirmada la creación de este colegio
con la Cédula del 16 de agosto de 1620.
Este colegio acogió a la élite de la ciudad del Cuzco, como también
a las de Arequipa, Huamanga, Chuquiabo (La Paz), La Plata (Sucre),
Tucumán y otras ciudades y regiones del sur peruano15. Para 1622,
este colegio contaba con cincuenta alumnos, principalmente hijos de
los descendientes de conquistadores y caballeros nobles de la ciudad
(ARC, Colegio de Ciencias, Cuaderno 1, Leg. 9, fol. 6). Con el paso del
tiempo, este número creció: para el año de 1653, hubo sesenta escolares inscritos (Villanueva 1989: 132; Esquivel y Navia 1980: 39). Sin embargo, este colegio nunca llegó a superar el número de su más cercana
competencia, el Seminario San Antonio Abad.
El Colegio de San Bernardo ofrecía cursos de Gramática Latina y Artes.
Además, como en el caso del Colegio Real de San Martín, hubo alumnos
de Sagradas Escrituras, Teología y Cánones que vivían en este colegio
pero que recibían dichas clases en la Universidad San Ignacio de Loyola,
ubicada en la Plaza Mayor, en el Colegio de la Transfiguración.
El primer rector del colegio fue el padre Pedro de Molina y tuvo a diez
colegiales de becas azules (a diferencia de las becas rojas del Colegio
de San Martín). Dichos alumnos fundadores fueron: Luis de Esquivel,
José de Torres, Diego Valer, Diego de Zúñiga, Francisco Enríquez,
Francisco de Honor, Agustín de Honor, Juan de Victoria, Jerónimo
Costilla y Agustín Durán (Vargas Ugarte 1963, t. II: 219). Esta obra no
hubiera sido posible si no fuera por el aval del padre provincial Diego
Álvarez de Paz. El virrey Príncipe de Esquilache confirmó al colegio
como “Real” por la Cédula del 16 de agosto de 162016.
Por el hecho de albergar jóvenes de distintos lugares, los estudiantes del Colegio de
San Bernardo fueron siempre tenidos por “forasteros y advenedizos”. Esta fue, acaso,
la crítica más importante que les dieron los estudiantes de San Antonio Abad a los
primeros (Villanueva 1989: 132).
16
Este hecho habría exacerbado los celos del Seminario de San Antonio Abad (fundado en 1598 por el obispo Raya) hacia el San Bernardo. Incluso, cuando el San Bernardo
recibió el título de Real, el Antoniano protestó ante la Audiencia Gobernadora el 13
de enero de 1622.
15
149
Durante toda su historia, el Colegio de San Bernardo Abad tuvo como
principal competidor al Seminario San Antonio Abad, en el cual estudiaban jóvenes hispanos de sectores más populares. Han quedado descritas diferentes riñas y peleas entre alumnos e incluso profesores de
ambas instituciones académicas. Por ejemplo, las diatribas de los miembros del Seminario de San Antonio Abad contra los del Colegio de
San Bernardo también llegaron a las altas esferas de su administración.
Incluso un tiempo antes de la expulsión, el 9 de noviembre de 1760, un
sacerdote del cuerpo de profesores del Colegio de San Antonio, llamado Juan Manuel Andrés de Vidal (cura propio de la Doctrina de Calca),
agredió verbalmente “con vozes alteradas y ofensivas […]” al rector
del colegio jesuita del Cusco, Joseph Rasoña, durante una ceremonia
religiosa en la catedral de esta ciudad (Archivo Arzobispal del Cuzco:
XXIII 3, 41, fol. 1). Ante tal bochornosa situación de la que fueron testigos muchos ciudadanos, el cuerpo de religiosos de la Compañía pidió
los desagravios del caso ante el mismo Arzobispo del Cuzco. Ciertamente, las tensiones se habían agudizado en 1692, cuando el Obispo
Manuel de Mollinedo y Angulo, elevó el Seminario San Antonio Abad
a categoría de universidad, otorgándole las autorizaciones pontificia y
regia respectivas para ofrecer titulación (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 54).
Después de la expulsión, la Universidad de San Ignacio fue cerrada
y el Colegio de San Bernardo pasó a manos de algunos eclesiásticos
seculares (ibídem).
Colegio de Caciques de San Borja o El Sol, Cuzco
Como ya se comentó, la Compañía de Jesús asumió a los colegios de
hijos de caciques como el medio más eficaz para la conversión y mantenimiento de la fe católica (Maldavsky 2013: 203) entre los indígenas.
El virrey Francisco de Borja y Aragón fundó este colegio en 1621,
por eso recibió el nombre de San Borja. También era conocido como
Colegio del Sol porque allí se educaban principalmente los jóvenes
descendientes de las panacas incaicas y de los cacicazgos del sur
andino. Este colegio fue pensado, como en el caso de El Príncipe,
150
con el objetivo de otorgar un espacio para la atención de los hijos
mayores de caciques (mayorazgos), los cuales recibirían una educación
de calidad en “cristiandad, buenas costumbres, pulicía y lengua
castellana” (CVU 1750 libro IV título VII) para luego transmitir tales
valores a sus súbditos y ser garantes de la fe cristiana en sus cacicazgos.
El virrey, una vez fundado el referido colegio, consignó veinte becas
(ibídem) que eran de dos reales y medio diarios para el sustento de
los estudiantes. Este dinero debía provenir de las cajas de censos de
los lugares (pueblos y repartimientos) desde donde se situaba la renta
(ARC Colegio de San Borja 6: 1v).
Las insignias de colegiales les fueron colocadas a los alumnos por el corregidor del Cuzco, en representación del virrey. Para ese efecto, cada
joven debía contar con un padrino (CVU 20/16: 1) que diera cuenta
del compromiso que asumía la Corona con estos jóvenes y el colegio.
El primer intento de fundación de un colegio de caciques en Cuzco
fue pensado por el virrey Francisco de Toledo en 1575 (Escobari 2005:
139), pero este no entrará en funcionamiento sino hasta después de 46
años. Hubo un segundo intento llevado a cabo por un acaudalado minero, don Domingo de Ros, quien se propuso fundar un colegio para
caciques. Ros recibió el aval del virrey D. García Hurtado de Mendoza
en una provisión suscrita, en 1593; sin embargo, murió antes de ver
realizado su proyecto (Vargas Ugarte 1963 t. II: 224). Con la muerte
de Ros se desvaneció este proyecto tuvo que esperar otros veinticinco
años.
Después de pasar por dos locales, el colegio de San Borja se trasladó
finalmente a unas casas que habían servido de Palacio Episcopal (a la
espalda de la catedral). Este nuevo domicilio quedaba frente a la Casa
de los Marqueses de la Laguna. Desde este nuevo emplazamiento, los
estudiantes tenían una vista privilegiada de toda la plaza mayor del Cusco (Escobari 2005: 140).
Los jesuitas ubicaron a la entrada del colegio grandes lienzos en donde
se retrataban a los antiguos incas del Perú, con el fin de que sus alumnos tomen conciencia de su responsabilidad como descendientes de
151
los incas. Según comenta el jesuita Diego de Altamirano, los indios solían pintar a sus reyes incas con rostros apacibles, con gran imponencia
y autoridad; siempre rodeados de yanaconas17 y ministros (Altamirano
1704: 275).
En el colegio se impartían las primeras letras y buen uso del castellano.
Luego, los estudiantes accedían a los cursos de Latinidad, los cuales les
permitirían estudiar Artes. Como bien comenta Monique Alaperrine,
el conocimiento del latín otorgaba mayor estatus y poder a quien lo
manejaba. Los conocimientos sobre gramática y latinidad les permitirían a los estudiantes de este colegio seguir cursos en el Colegio San
Bernardo o en la Universidad jesuita San Ignacio de Loyola.
Cuando terminaban sus estudios, los hijos de caciques regresaban a sus
lugares de origen con vistas a asumir el gobierno que les correspondía
por herencia. Los descendientes de las panacas incaicas que vivían en
la misma ciudad, en cambio, se podían dedicar a los oficios artesanales
que allí existían.
El Colegio de San Borja también administraba una escuela de primeras
letras para niños y niñas de la ciudad. Los jesuitas recibieron el permiso
formal por parte del virrey José de Mendoza Caamaño y Sotomayo,
Marqués de Villagarcía, en 1739 (ARC Colegio de San Borja 1: 2). Era
la primera experiencia educativa mixta que se le encargaba a la Compañía de Jesús. La escuela de primeras letras no funcionó en el mismo
local del Colegio de San Borja, pero sí estaba anexada a él. El rector del
San Borja contaba con todas las libertades para dirigir la escuela.
La Escuela de Santo Cristo
A mediados del siglo xvii, fue fundada una iglesia y escuela de primeras
letras a espaldas del palacio de virrey. Esta obra fue realizada gracias al afán
misionero del P. Francisco del Castillo, entre los menesterosos de Lima.
Ya desde la constituciones de 1578, se recomendaba que hubiera yanaconas en los
colegios de caciques. Estos debían de ser cristianos probados en fe y culto (Egaña,
1954 t. II: 460).
17
152
Al costado de la iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados se
abrió una escuela de primeras letras que se denominó del Santo Cristo.
Fue pensada principalmente para acoger a niños pobres de diferentes
castas de la ciudad; sin embargo, con el paso del tiempo también acogió a niños españoles y criollos de la élite de la ciudad. En esta escuela
se enseñaba a leer, escribir, aritmética y canto. Llegó a congregar hasta
300 alumnos en sus aulas (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 72). La política inclusiva de los jesuitas en sus espacios de formación siempre había sido
criticada por las élites de las ciudades. La Escuela del Santo Cristo no
fue la excepción. Así, por ejemplo, en 1715 el Provincial del Perú Antonio Garriga, durante su visita a la Casa Profesa de Desamparados y
a la escuela, notó que en ella estudiaban niños de diferentes grupos raciales y castas (incluidos mulatos y mestizos). Sugirió a los jesuitas de la
escuela que por el bien de ella, y para evitar la crítica externa, deberían
dar un trato preferencial a los niños españoles y nobles de la escuela.
En aquella época las aulas eran construidas en escalones ascendentes.
Garriga ordenó que los niños nobles se ubicaran en los escalones más
altos, mientras que los más bajos sean reservados para los niños mulatos y mestizos. Comentó que esta medida era necesaria para detener las
quejas de aquellas familias que “detestaban ver unidos en la escuela a
los que estaban separados por naturaleza” (Martín 2001: 59).
Solo resta decir que la Casa profesa de los Desamparados también separó un espacio para que algunos seglares pudiesen recogerse en retiro
(Vargas Ugarte 1965 t. IV: 72), tal como se venía haciendo en el Colegio del Cercado y en el Noviciado de San Antonio Abad.
Colegios del siglo XVIII. La misión en las postrimerías
de la Compañía en el Perú
En el siglo xviii, los jesuitas continuaron con su política de fundar
colegios en diferentes regiones de la provincia peruana. Incluso, hubo
algunos proyectos inconclusos que no se llevaron a cabo por la expulsión en 1767.
153
Colegio San José de Moquegua
El Colegio de Moquegua fue fundado en 1713 gracias al apoyo del licenciado José Hurtado Zapata Echegoyen, quien donó 70 000 pesos y
una viña (Brown 2003: 203). Por este motivo, el Colegio llevó el nombre
de su fundador, Colegio San José de Moquegua. Tanto Arequipa como
Moquegua eran dos zonas agrícolas muy importantes en el sur del Perú.
En ese sentido, el colegio de Moquegua pudo comercializar vid y caña de
azúcar con otros espacios regionales en el Perú. También poseía las viñas
de Yarabico y Santo Domingo y la hacienda de caña de azúcar de Loreto (Brown 2003: 209-210), que le permitieron tener importantes rentas
para su manutención y misiones. El rector del colegio, P. Pascual Ponce,
dispuso una cantidad anual de las rentas de las viñas y la hacienda para la
construcción de la Iglesia de Moquegua (Vargas Ugarte 1963, t. IV: 154).
Este colegio muy pronto abrió, como ya era costumbre, una escuela de
primeras letras y clases de Gramática y Latinidad para las juventudes
de la ciudad.
Colegio de Huancavelica
Durante el siglo xvii, los jesuitas habían visitado en distintas ocasiones
la Villa Rica de Oropesa (Huancavelica) desde el Colegio de Huamanga. Los religiosos entendieron que debía a haber un colegio en la zona
minera más importante después de Potosí.
La Real Cédula que autorizaba la fundación del nuevo colegio se entregó
recién el 5 marzo en 1719, tiempo después que los jesuitas ya tenían
una residencia separada donde tenían una escuela de primeras letras y
clases de Gramática y Latinidad (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 12). Estas
últimas clases fueron asistidas por los maestros jesuitas (estudiantes en
formación). En la Carta Anua de 1716, ya se menciona que los jesuitas desarrollaron una misión con bastante fruto. Así, por ejemplo, los
domingos de Cuaresma ellos predicaban sermón por la tarde en una
iglesia llena de toda la Villa. Durante el año, los miércoles en la noche,
los jesuitas impartían lecciones de catecismo en quechua para los indios;
los jueves, salían los padres por las calles y plazas rezando las oraciones
154
con los niños de la escuela y finalizaban en la iglesia con la explicación
de la doctrina cristiana, diálogos y decurias tanto en castellano como
en quechua; los viernes por la noche se daban lecciones de catecismo
en castellano para el público en general. En Viernes Santo se hacía con
gran fervor el Sermón de las Tres Horas de Agonía con la asistencia de
toda la villa. Desde este colegio se realizaban misiones volantes según
temporadas bien definidas. En enero salían dos jesuitas a una misión en
el pueblo de Todos los Santos en Angaraes, donde hay un santuario de
la imagen de Nuestro Señor; y en septiembre, otros dos jesuitas iban a
hacer misión en el pueblo de Atungallai, donde era venerada la imagen
de Cristo Crucificado de la Expiración (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 68-69).
Colegio de Ica
Los jesuitas habían visitado en múltiples ocasiones la villa de Ica. Empiezan a residir de manera estable en 1739, en el antiguo local del Colegio de Educandas que se encontraba al costado de la Iglesia de San
José (Vargas Ugarte 1965, t. IV: 12).
El benefactor más importante fue el cacique D. Fernando de Anicama,
quien otorgó sus bienes al colegio antes de su fundación. Estos bienes
pasaron temporalmente al Colegio de Lima mientras se daba la fundación.
La Real Cédula del 16 de mayo de 1748 dio el permiso para la fundación de un colegio jesuita en Ica. Los jesuitas se mudaron desde el colegio de Educandas a una esquina de la Plaza Mayor. Allí se construyeron
la iglesia y el colegio (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 15). Desde sus inicios,
se abrió una escuela de primeras letras y de gramática latina.
El colegio recibió como donación dos haciendas, una en el distrito
de Los Molinos y otra llamada Santa Teresa de Macacona. Además,
poseyó por buen tiempo la propiedad de Chavalina, la cual luego fue
transferida luego al Colegio de Huamanga. La fundación del Colegio
de Ica suscitó una controversia entre este y el Colegio de San Pablo por
los bienes que donó el cacique Fernando de Anicama (Vargas Ugarte
1965, t. IV: 139-140).
155
Finalmente, en el Colegio de Ica fue fundada una de las más antiguas
congregaciones del Sagrado Corazón de Jesús en América. Su gestor
fue el padre Teodori (Vargas Ugarte 1965, t. IV: 12).
Colegio de Bellavista - Nuevo Colegio de El Callao
El virrey Manso de Velasco, Conde de Superunda, fue el encargado de
reconstruir Lima y el puerto de El Callao después del terremoto y tsunami del 28 de octubre de 1746. El Conde de Superunda levantó una nueva
ciudad del Callao en otro lugar llamado Bellavista. El virrey se opuso a la
presencia de órdenes religiosas, con excepción de los jesuitas y los hermanos de San Juan de Dios. Consideró que un colegio y un hospital eran
necesarios en esta nueva ciudad (Vargas Ugarte 1965 t. IV: 145).
En marzo de 1747, el P. Isidro de Araujo pidió al virrey el permiso para
levantar un colegio en Bellavista. A pesar del permiso, el proyecto de
levantar un nuevo colegio tomó más tiempo del que se pensó en un inicio. Finalmente, el 6 de marzo de 1758 el Arzobispo Barroeta autorizó
la colocación de la primera piedra del colegio. La fundación del colegio se dio el 7 de marzo de 1758, a nueve años de la expulsión de los
jesuitas. Por parte de la Compañía de Jesús, el mismo padre provincial
Balthasar de Moncada aceleró la construcción de este colegio (Vargas
Ugarte 1965 t. IV: 139-140).
Este colegio recibía el nombre de Colegio de Nuestro Padre San Ignacio de la Nueva Población de Bellavista (Vargas Ugarte 1965, t. IV:
145). Este colegio fue posible gracias al apoyo del Provincial. Durante
todo el tiempo de su existencia (1758-1767) no se pudo construir la
iglesia del colegio. Se abrió una escuela de primeras letras y gramática y
latinidad en este colegio.
Este colegio de San Ignacio de Bellavista recibía las rentas de la antigua hacienda de Bocanegra y su anexo, la Chacarilla de Santa Rosa.
Además, era dueño de una casa en la Calle de Tigre, de tres tiendas en
la Calle de las Mantas y una casita en Plateros de San Pedro (Vargas
Ugarte 1965 t. IV: 145).
156
A modo de conclusión
Los colegios jesuitas fueron espacios de misión: formación, educación
y asistencia espiritual que los padres de la Compañía de Jesús brindaron
a la niñez, juventud y población en general en las distintas ciudades
donde su ubicaron. Los jesuitas tuvieron una visión geopolítica importante y supieron en qué lugares debían afincarse, para desde allí realizar
sus misiones volantes. Los colegios ayudaron de manera efectiva a esa
iniciativa misional.
Desde la fundación del Colegio Máximo de San Pablo (1568) hasta la
fundación del Colegio de Bellavista (1758), los colegios de la Compañía
de Jesús supieron ser partícipes y acompañar los procesos políticos,
sociales, económicos, como los eventos y desastres que se experimentaron en las regiones donde se asentaron. Los rectores de los colegios
y los demás jesuitas fueron importantes referentes religiosos e, incluso,
políticos para los personajes de la élite y para la población en general.
Estos colegios pudieron existir y crecer gracias a que disponían de haciendas, estancias y viñedos desde donde recibían las rentas necesarias
para su manutención y para financiar las misiones volantes a las que
siempre estuvieron abocados.
Finalmente, en general, los colegios de la Compañía de Jesús, mostraron un componente inclusivo social y étnico importante, incluso a
pesar de que fueran concebidos para un grupo humano determinado.
Bibliografía
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157
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CVU 14/6: 1.
CVU 14/8: 1
CVU 14/31: 1
CVU 14/50: 1
CVU 17/50, libro IV, título VII
CVU 20/16: 1
CVU 20/16: 1
CVU 38/12: f.83, v.36
CVU 38/12: 1
AGN: Archivo General de la Nación
AGN Temp.: 171, d.2: 1v
ARC Archivo Regional del Cusco
ARC Colegio de Ciencias (Cuaderno 1, Leg.9) fol. 6
ARC Colegio de Ciencias (Cuaderno 1, Legajo 11) fol. 9.
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160
EPISTEMOLOGÍA PATRIÓTICA EN LA OBRA DE
LOS EXILIADOS JESUITAS
Liliana Regalado
Pontificia Universidad Católica del Perú
Introducción
Es sabido que la historiografía española del siglo xviii se mostró bastante
crítica respecto a lo escrito en aquella época en Europa sobre el Nuevo
Mundo y también a que la Corona desarrolló al respecto una política oficial. Asimismo, a que, fruto de la Ilustración hispanoamericana, se ofrecieron narrativas alternas a las elaboradas en el Viejo Mundo que contenían críticas no solo a las visiones sino a las epistemologías eurocéntricas.
Quizás por esta última razón esta Ilustración cultivada en Hispanoamérica
debe ser vista atendiendo sus propias características y tradiciones y no necesariamente desde la perspectiva de las ilustraciones francesa y española.
También es conocido que, en conjunto, esta literatura e historiografía fue
parte de un discurso eclesiástico y aristócrata, crítico y confrontacional a
la vez que identitario, reflejo de la que se puede denominar una epistemología patriótica cuyas raíces más profundas pueden muy bien situarse en
el mismo siglo xvi a partir del criollismo en ciernes identificable en aquel
entonces. Conviene entonces una brevísima digresión para subrayar que
“si bien la historia transcurre aparentemente fuera de los textos, estos no
sólo se hallan inmersos en la historia sino que también son parte de ella, y
sólo en relación con ella adquieren para el investigador su real dimensión
significativa” (Osorio en Hachim 2003 s.n.p).
Volviendo al tema de los cimientos de la epistemología patriótica criolla
del siglo xviii, hay que recordar que partir de la segunda mitad del siglo
xvi había surgido una historiografía criolla que expresaba admiración
161
por el entorno americano, apego a la tierra natal, reclamo de derechos y
contradicciones con españoles y funcionarios1. Estuvo representada por
Suárez de Peralta y Baltazar Dorantes de Carranza (Nueva España), Rodríguez Freyle (Nueva Granada), Antonio de Fuentes y Guzmán (Guatemala) y Ruy Díaz de Guzmán (Río de la Plata. En la decimoséptima centuria podemos mencionar a los criollos Lucas Fernández de Piedrahita y
Carlos de Sigüenza y Góngora quienes hicieron acopio de informaciones
diversas para dar forma a sus trabajos históricos, evidentemente porque
entonces las posibilidades metodológicas eran otras en la medida de que
el siglo xvi se iba alejando del horizonte de la experiencia inmediata.
Durante la décimo séptima centuria es notoria la importancia del trabajo del jesuita criollo bogotano obispo Lucas Fernández de Piedrahita,
quien el año 1688 publicó en Amberes su Historia general de las conquistas
del nuevo reyno de Granada. Su obra ha sido colocada “casi en la frontera
de la crónica” y debido a su formación humanista, teológica y filosófica se muestra erudito siendo, además, capaz de comparar entre sí los
hechos de la historia indiana y europea.
Sus fuentes fueron numerosas ya que consultó a Juan de Castellanos,
Antonio de Herrera, fray Pedro Simón, Juan Flórez de Ocáriz, Alonso
de Ercilla, Bernardo de Vargas, Pedro Ordóñez de Ceballos, Inca Garcilaso y Pedro Cieza de León, así como numerosas relaciones de los
primeros conquistadores, historiadores y vecinos de Santa Marta y el
archivo de Simancas (Ramos 1967:176 y ss.).
Su recuento historial se desarrolla en planos o, más bien, estratos
cronológicos. Toma tres puntos de partida —Tocuyo, Santa Marta y
Popayán— y desde ellos avanzan las expediciones conquistadoras. Se
produce sucesivamente el corte en la narración a determinado momento. Se ve, pues, — mediante este sistema— avanzar, a un mismo
tiempo, a los tres ejércitos, hasta llegar al Valle de los Alcázares y sentar
Es de llamar la atención que se considera que las ideas del dominico Bartolomé de las
Casas obran como punto de partida de una corriente humanista y de una modernidad
filosófica en Hispanoamérica dentro de una reflexión colectiva en la que participaron
laicos y religiosos, tanto en las Indias como en Europa, contándose entre ellos autores
jesuitas (Hernández 2012: 257-258).
1
162
la Fundación de Santa Fe de Bogotá, y después repartirse o continuar
las exploraciones desde estas tres gobernaciones del Nuevo Reino de
Granada. Aunque este sistema produce una especie de simultaneidad
temporal, también a la larga da impresión de isocronía (Ídem: 178).
Es interesante que lo puntos referenciales para establecer su cronología
general sean lugares ubicados en América por lo que la acotación del
espacio cobra también especial valor. Asimismo, ofrece información
geográfica y etnográfica sobre los chibchas y otros pueblos de la región
incluyendo algunas referencias sobre personajes femeninos y, como es
natural a este tipo de escritos y autores, da cuenta sobre sucesos políticos y religiosos ocurridos en la época que le tocó vivir. También
retrata a los principales personajes de la conquista y colonización como
Sebastián de Benalcázar, Lope de Aguirre o Hernán Pérez de Quesada
a través de sus rasgos físicos, temperamento y conducta.
En este brevísimo recuento destinado a mostrar los primeros pasos de
una historiografía criolla con sello jesuita merece que se tome en cuenta la obra del exjesuita mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora quien,
además, fue un científico y verdadero políglota: matemático, cosmógrafo, filósofo e investigador de las culturas indígenas, se sabe que tenía
recopilada información para escribir una historia de México pero que
no llegó a concretar ese propósito y, se tiene también, por cierto, que
de su pluma salieron trabajos históricos hasta ahora perdidos como,
por ejemplo, Genealogía de los reyes mexicanos. Clasificar alguno de sus
trabajos en el campo de la historiografía o de la literatura ha resultado
difícil para los especialistas (Arrom 1987) pero, de cualquier manera, se
considera que buscó en la historia novohispana e hispanoamericana los
cimientos de su identidad. En efecto, en 1690 publicó Los infortunios de
Alonso Ramírez relato que se considera autobiográfico y semejante, asimismo, a una Relación, pese a su talante ficcional en el que aparecen algunas características propias de la novela picaresca. El periplo plagado
de aventuras del protagonista lo llevan desde México a las Filipinas y
termina nuevamente en Nueva España habiendo caído, en el ínterin, en
manos de los piratas ingleses. El trayecto descrito le sirve al autor para
ofrecer un relato en el que datos históricos se mezclan con trazos paisajistas que son el marco para fijar la identidad el personaje principal.
163
Una historiografía con sello propio. Las obras de los
criollos jesuitas
Como afirmamos al principio, la Ilustración hispanoamericana hizo
que nuestros escritores buscaran desarrollar narrativas propias que reflejaban una epistemología patriótica alternativa y crítica respecto a las
epistemologías eurocéntricas.
La epistemología patriótica reflejó los deseos de las clases criollas en
Hispanoamérica dominantes por tener sus propios “reinos”. Dicha
epistemología fue un discurso eclesiástico y aristócrata ligado a un
conocimiento histórico en que las fuentes se juzgaban de acuerdo
con una escala móvil de credibilidad, la cual, a su vez, estaba vinculada a jerarquías raciales y sociales. De manera sorprendente, los
héroes de los autores hispanoamericanos eran historiadores amerindios precolombinos o del siglo xvi (Cañizares 2007: 24).
Para el autor que acabamos de citar, la epistemología patriótica fue el
discurso de una clase patricia que consideraba a las clases altas precolombinas o de principios de la Colonia como sus ancestros y que desdeñaba
a los plebeyos mestizos y amerindios. Desde esta epistemología evaluaron las fuentes tomando en cuenta, en primer lugar, la posición social de
los testigos y, también contemplando que la equivocada interpretación
de la historia de América se debía a que los primeros autores europeos
carecían de herramientas lingüísticas y del conocimiento práctico para
entender las fuentes y evaluarlas. Esta forma de plantearse el asunto del
conocimiento mostraría una original manera de expresar el pensamiento
ilustrado en tanto que el barroco adquirirá las características de un
discurso neoplatónico (Cfr. Ídem: 31-32).
Cuando se produjo la diáspora de los jesuitas debido a su expulsión
de los dominios españoles y portugueses se destacaron sus trabajos
escritos en los que proyectaban una visión renovada y nostálgica sobre
América, pero dotada de las características del pensamiento de la época
y, paradójicamente, preñadas de subjetivismo2.
Debemos recordar que la producción histórica de los integrantes de la Compañía
de Jesús tuvo como antecedentes no solo crónicas de gran importancia como las de
2
164
Este siglo fue una época nada epigónica, sino decisiva, en la que los
jesuitas expulsos se convirtieron en agentes culturales de primera
magnitud en el marco de los debates atlánticos sobre la Ilustración,
el Nuevo Mundo y los comienzos del imperialismo occidental. […]
De modo característico, el flamante marco de conocimientos ya
no implicó una dependencia interpretativa del Nuevo Mundo respecto a los parámetros culturales del espacio europeo, sino que se
hizo valer el “archivo indiano”, el acerbo [sic] acumulado durante
tres siglos, para mantener debates en una pretendida igualdad de
presupuestos intelectuales por parte de las élites letradas hispanoamericanas ante el Viejo Mundo (Hernández 2012: 260).
También hay que tomar en cuenta que una prueba muy clara del grado
de implicación de los jesuitas en la formación de la identidad criolla la
tenemos en la segunda mitad del siglo, ya que después de su expulsión,
los exiliados escribieron obras en las que se dejan de lado los temas hagiográficos y moralizantes, y se soslaya la reseña de la actividad misional para dar paso a la descripción del mundo y las sociedades americanas. En ellas explicaban y defendían el mundo que habían abandonado
de manera obligatoria y arbitraria, escritos apasionados donde, además
de contar las historias patrias, combatían los mitos sobre la supuesta inferioridad americana y la ignorancia europea sobre nuestro continente.
Un maridaje excepcional del rigor científico con la subjetividad3.
En efecto, los jesuitas Francisco Javier Clavijero, Andrés Cavo y Francisco Javier Alegre en Nueva España, el quiteño Juan de Velasco y el
Joseph de Acosta, Antonio Ruiz de Montoya y José Guevara (los historiadores jesuitas
de las Misiones del Paraguay); la de Giovanni Anelo Oliva o la de Alonso de Sandoval
escritas a lo largo de los siglos xvi y xvii, sino también las Cartas Annuas, textos, estos
últimos, de clara textura histórica cuya confección obedeció a la disposición del General de la Compañía a los provinciales para que escribieran anualmente la crónica de
los acontecimientos de sus respectivas jurisdicciones. Como apunta Comes al estudiar
el criollismo en Nueva España, “desde un primer momento los jesuitas estuvieron ligados a la élite de los criollos. Fueron ellos los que se encargaron de aglutinar ese espíritu
de grupo desde la cátedra universitaria” (Comes 1999: 181).
3
Es conocido que los exiliados jesuitas españoles y criollos escribieron respondiendo
a la necesidad de justificar su inocencia de los cargos que pesaban sobre la Compañía
desde hacía buen tiempo, y desde diversos frentes, transmitir sus experiencias desde el
exilio, encomiar a su orden y, de alguna forma, contribuir a garantizar su futuro. Entre
otros puede verse Coello, Burrieza y Moreno eds. 2012.
165
chileno Juan Ignacio Molina dieron un giro a los propósitos que animaban a los miembros de su orden para escribir desde el exilio ya que
a la narrativa apasionada sumaron el debate científico y, a la vez patriótico, con el evidente propósito de refutar los mitos sobre la supuesta
inferioridad americana y ofrecer, ante los ojos de Europa, un mejor
conocimiento de América y sus habitantes.
Un trabajo que muestra lo dicho hasta aquí sería el elaborado por el
jesuita mexicano Francisco Javier Clavijero, autor de Historia Antigua
de México relato que empieza con una exposición crítica de sus fuentes,
que incluyen documentos impresos, escritos e iconográficos, es decir,
códices y otros manuscritos y textos editados que tuvo oportunidad de
revisar en los antiguos Colegios de San Pedro y San Pablo. Afincado
varios años en Italia, a partir de 1768, trabajó en la elaboración de su
obra mencionada agregando a sus fuentes lo que pudo consultar en las
bibliotecas italianas. Se sabe que un incentivo para la redacción de esta
obra fue dar respuesta a textos que como Investigaciones filosóficas sobre
los americanos, escrito por Cornelius de Pauw, no estaban dando cuenta
cabal acerca de América, su naturaleza y la historia de sus pueblos.
Recordemos que la obra de Clavijero se inicia con una dedicatoria “A
la Universidad de los estudios de México”, explicando el propósito de
su trabajo en esas primeras líneas; resulta destacable su identificación
como criollo que forzosamente alejado de su patria emprendió la escritura de su obra para servirla:
Sabeis cuan arduo es el argumento del mi obra, y cuan difícil desempeñarlo con acierto, especialmente para un hombre agobiado de
atribulaciones, que se ha puesto á escribir á más de siete mil millas
de su patria, privado de muchos documentos necesarios y aun de
los datos que podrían suministrarle las cartas de sus compatriotas.
Cuando conozcáis pues al leer la obra, que esta mas que una historia, es un ensayo, una tentativa, un esfuerzo aunque atrevido de un
ciudadano, que á despecho de sus calamidades, á querido ser útil a
su patria; […] (Clavijero 1844: IV).
Jesuita desterrado, patriota y ciudadano son las prendas de su identidad
más íntima y personal, mientras que estar adecuadamente informado
166
son las marcas de su rigor científico. Unas y otras se funden en una
epistemología patriótica.
En el resto de la obra Clavijero hizo primero “la descripción del país de
Anáhuac” dando cuenta del clima, ríos, lagos y plantas, clasificadas estas últimas en notables por sus flores, frutos, raíces, y útiles por su resina. También se refiere a los animales cuadrúpedos, aves, peces, reptiles
e insectos de México y Anáhuac para finalizar esa primera parte con un
apartado dedicado al carácter de los mexicanos y de las otras naciones
de Anáhuac. Parte del establecimiento de su criterio de verdad:
Lo que voy a decir se funda en un estudio serio y prolijo de la
historia de aquellas naciones, en un trato intimo de muchos años
con ellas, y en las mas atentas observaciones acerca de su actual
condición, hechas por mi y por otras personas imparciales. No
hay motivo alguno que pueda inclinarme en favor ó en contra de
aquellas gentes. Ni las relaciones de compatriotas me inducirán á
lisonjearlos; ni el amor á la nación á la que pertenezco, ni el celo
por el honor de sus individuos, son capaces de empeñarme en denigrarlos: así que, diré clara y sinceramente lo bueno y lo malo que
de ellos he conocido (Ídem: 46-47).
Ese carácter aparece descrito considerando elementos físicos, de temperamento, costumbres y de índole moral llegando, luego de tal repaso,
a la conclusión de que:
Por lo demás, no puede negarse que los Mexicanos modernos se
diferencian bajo muchos aspectos de los antiguos; como es indudable que los griegos modernos no se parecen á los que florecieron en los tiempos de Platón y de Pericles. En los ánimos de los
antiguos indios habia mas fuego, y hacían mas impresión las ideas
de honor. Eran mas intrépidos, mas ágiles, mas industriosos y mas
activos que los modernos; pero mucho mas supersticiosos y escesivamente crueles (Ídem: 46-47).
Luego contará la historia de México precolombino considerando a la
sociedad, gobernantes y hechos políticos para, posteriormente, hablar
del panteón religioso, dogmas, templos, creencias y prácticas religiosas
dando, finalmente, cuenta de costumbres, arte, leyes y alimentación
167
entre una gran variedad de temas. Como corolario, planteará una discusión sobre el calendario mexicano a propósito de publicaciones científicas de la época en que escribe. Entre otros trabajos suyos de diferente
naturaleza deben contarse los siguientes de contenido histórico: De las
colonias de los tlaxcaltecas. Breve descripción de la Provincia de México en el año
1767 e Historia de la Antigua o Baja California, que escribió utilizando
documentos escritos por sus hermanos de la Compañía que fueron
misioneros en dicha región.
En cuanto al jesuita riobambino Juan de Velasco hay que decir que en
1789 había completado la redacción de las tres partes de su Historia del
Reino de Quito en la América Meridional, es decir: “Historia natural”, “Historia antigua” e “Historia moderna”. Se trataba del cumplimiento tardío de
una indicación de sus superiores quienes en 1762 le habían pedido que
escribiera una historia de su orden religiosa y también una historia de
Quito, aunque también parece que el propio Carlos III le había hecho la
mencionada encomienda. Expulsado de América, junto con sus demás
compañeros llegó a España en 1768. Finalmente, quedó establecido en
Faenza (Italia) lugar en donde escribió su Historia de Quito contando, aparentemente, con material que habría llevado consigo a la hora de iniciar
su exilio, cuestión a tomar en cuenta ya que más de un autor, a lo largo
del tiempo, sostuvo la poco verosímil idea de que escribió la voluminosa
obra de memoria. También fue autor de un Vocabulario de la Lengua Peruana-Quitense llamada del Inca que también concluyó en el destierro.
Fuente histórica y a la vez expresión de una visión y cultura criolla, la
obra principal de Velasco tuvo varios propósitos: dar a conocer a los
europeos al entonces llamado Reino de Quito; y refutar, con toques de
ironía, la imagen que algunos ilustrados habían dibujado sobre América, sus pobladores oriundos y también acerca de España y la Iglesia.
Los filósofos modernos que nada han visto, sino estas y semejantes
descripciones4, aunque las atribuyen en gran parte a entusiasmo y
exageración de los escritores, celebran no obstante esta grande obra
Se refiere el autor a De Paw, Raynal, Buffón, Marmontel y Robertson y está hablando
Velasco de una parte del camino incaico (capac ñam), en este caso, el tramo que iba de
Quito al Cuzco.
4
168
como una de las mayores, más útiles y más dignas de alabanza; pero
hacen notable injusticia en apocarla, así en la materia como en la
extensión y anchura. Hablando Rainal de la Vía baja, da por fabuloso
todo a excepción de los palos clavados, para guiar a los viajeros y
sólo a la alta le concede alguna grandeza, confesando haber sido el
monumento más bello del Perú. (Historia Filosófica T. 7: C. 2) Robertson, que no quiere concederle a los Peruanos conocimiento ni
uso de mezcla alguna, ni herramienta capaz de mediana operación,
parece que pretende el que hayan taladrado y cortado las peñas vivas
con los dedos y hayan unido firmemente las piedras por vía de encanto. Diré yo lo que he visto y examinado con atenta curiosidad, en
los grandes pedazos de la vía alta que se conservan enteros sobre las
montañas de Lashuay (Velasco 1981 [1789]:72-73).
A la vez, en las páginas de su historia buscó expresar su condición y experiencia criolla de la manera como un jesuita podía hacerlo a la luz de
la tradición historiográfica cultivada dentro de su comunidad religiosa
ya que “[…] Velasco, amparado en una tradición jesuítica de Historias,
registraba en cada hecho, prodigioso o no, una verdad moral inserta en
el plano de la creación divina. Esta concepción del conocimiento sujeta
a una ética religiosa se presentó desde la obra de Acosta en adelante
para toda la tradición de Historias escritas en el Nuevo Mundo por los
miembros de la Compañía de Jesús” (Barrera 2012: 305).
Si bien la estructura de la obra refleja plenamente la orientación científica de la época en que imprimió a su trabajo –ya que Velasco ordenó
en un catálogo a los que consideraba los principales autores que escribieron sobre el Perú y Quito–, se refirió al poblamiento de América,
planteó la historia antigua de Quito e hizo la descripción de su geografía y ambiente con base en criterios como: el natural, el racional y el
animal, considerando también los cuatro elementos clásicos, es decir,
tierra, aire, agua y fuego; no hay que olvidar que también tomó en consideración la propia experiencia y las creencias y tradiciones populares,
sometidas en todo caso por el cronista a “la prueba de probabilidad”:
La Historia Antigua del Reino de Quito es tanto más incierta y
confusa cuanto más se retira a su primer origen. Propiedad de todas, aun cuando tienen escrituras que son la mejor luz para aclarar
169
las confusiones. Careciendo de ellas las Historias Americanas, es
preciso que por la mayor parte queden envueltas en las tinieblas
del antiguo caos. La única que puede llamarse escasa luz son las
tradiciones; más siendo éstas recogidas sin críticas ni discreción,
mezcladas con mil fábulas en los hechos, y apoyadas en la cronología sobre puro cómputos y conjeturas, apenas pueden suministrar
materia que no quede en la esfera de incierta o de dudosa.
La mayor parte de lo que tiene probabilidad, lo produje en la Natural Historia. Señalé allí los límites que este Reino tuvo en diversos tiempos; hablé sobre las naciones distintas que lo ocuparon y
traté las cuestiones más escabrosas que suelen suscitarse en orden
a ellas. Seguiré el mismo método en esta parte y, omitiendo casi
todo lo que se halla escrito de los primitivos tiempos, no haré sino
apuntar lo que parece más conforme o menos mal fundado, sin
empeñarme en ser garante de su verdad (Velasco Ob. cit.: 3).
En suma, sobre la obra de Velasco puede afirmarse que “contribuyó al
establecimiento de una identidad criolla en el Reino de Quito. Así, la
idea de Historia para el abate constituía una resignificación de la experiencia como método de conocimiento y aproximación al mundo del
hombre” (Barrera Ob. cit.: 316).
Conclusiones
A nuestro juicio, la epistemología patriótica es una manera de entender
y explicar la realidad americana desde la inteligencia criolla basada en
el entendimiento de que el conocimiento directo unido al manejo de
un conjunto de tradiciones forjadas y asimiladas (reinterpretadas) a lo
largo del tiempo en el suelo americano dan como resultado una epistemología propia y por esa misma razón poderosa e irrefutable frente a
la vigente entonces en el Viejo Mundo.
Aunque revisados de manera rápida, los trabajos de los autores jesuitas
del siglo xviii que hemos seleccionado dan cuenta en su manejo de
una epistemología patriótica reflejada en un encendido y nostálgico
discurso en el que se subrayan tanto la experiencia del exilio como el
sentimiento de apego a la patria. Esa epistemología obra como herra170
mienta de diferenciación y se constituye en parte de la agencia jesuita a
partir del destierro, hecho de alguna manera fundante o refundante de
la identidad de sus autores.
Por consiguiente, la epistemología patriótica criolla constituye un giro
especial producto de la Ilustración al modo iberoamericano, ya que
paradójicamente es un modo de conocer racional y subjetivo a la vez.
Esta epistemología generó discursos historiográficos destinados a sus
propios autores (en tanto reflexivos e identitarios), a la lectoría americana y europea, y los científicos ilustrados europeos a quienes discuten
y enmiendan.
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172
IGNACIO ELLACURÍA Y SU FILOSOFÍA DE LA
REALIDAD HISTÓRICA
Carlos P. Lecaros Zavala
Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Introducción
Siguiendo la línea de pensamiento de Xavier Zubiri sobre la realidad y
su dinamismo, para Ignacio Ellacuría la realidad alcanza en la historia
su “forma cualitativa más alta”. Entender la historia como realidad es
no reducirla a una simple exposición de acontecimientos, sino aceptar
lo acontecido como (i) formas de estar en la realidad; (ii) de estarlo por opción y por apropiación; y (iii) por creación de posibilidades
conducentes a nuevas realidades. El método de la historización permite
aproximarse a la realidad en lo que ella es y no en lo que aparenta. Así,
aplicado a los derechos humanos, hace posible distinguir entre la dimensión personal del hombre y la realidad en la que él y otros como él
viven. Cuando lo aplica a los efectos negativos producidos por el sistema capitalista —deshumanización y destrucción ambiental— deriva de
ello que un modelo de economía y de sociedad con esas características
no puede ser universalizable. La actual “civilización de la riqueza y del
capital” solo puede ser superada por una “civilización de la pobreza”,
que no significa la “pauperización universal como ideal de vida”, sino
el llamado de atención sobre un nuevo ordenamiento de la actividad
económica opuesto al de la acumulación privada y capaz de producir y
(re)distribuir riqueza. Su entender de la realidad histórica como proceso
de liberación, “de la opresión material” y como “libertad de represión”
lo lleva a la afirmación de que la filosofía cumple una función liberadora. Desde esta óptica, la realidad histórica se constituye en el “objeto
de la filosofía”.
173
1. Sobre Ignacio Ellacuría
Ignacio Ellacuría, sacerdote jesuita, nació en Vizcaya, País Vasco (España), en 1930. En su condición de novicio fue enviado en 1949 a El
Salvador (Centro América), país en el que fijó su residencia permanente hasta su muerte acaecida en 1989. Él y otros cinco sacerdotes
jesuitas, junto a la encargada de la casa y su hija, fueron asesinados
por un comando militar que ingresó a la residencia de la Universidad
Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) en la madrugada de un 16
de noviembre.
Como filósofo fue el discípulo más directo de Xavier Zubiri y el principal continuador de su obra; y como teólogo estuvo influenciado por
el pensamiento de su maestro Karl Rahner. En 1967 se incorpora a
la UCA (fundada en 1965) luego de terminados sus estudios de filosofía y teología; época decisiva para que se operara en él un creciente
compromiso que abarcó no solo lo académico, sino también el que
asumiera con la realidad salvadoreña y centroamericana, en el marco
de una universidad puesta al servicio de la sociedad. Destaca en ello
su participación en la conducción de la UCA, primero como miembro
de la llamada Junta de Directores, después como director del Departamento de Filosofía y, finalmente, como rector.
Sus permanentes viajes a España, dedicados en parte a su trabajo con
Zubiri, no condicionaron su compromiso con la UCA, en la que dará
impulso a la creación, en 1969, de la revista Estudios Centro Americanos
(ECA) del que será su director en 1976. En ECA volcará su pensamiento no solo filosófico y teológico, sino además político. En 1974
fundó el Centro de Reflexión Teológica. Luego de la muerte de Xavier
Zubiri (1983) es nombrado director del Seminario Xavier Zubiri. Junto
a su compañero de ruta, Jon Sobrino, funda la Revista Latinoamericana
de Teología.
La coherencia con la que marcó su visión filosófica, la realidad histórica,
se puso de manifiesto abiertamente en el proceso de pacificación de El
Salvador, país que tras estar inmerso en una guerra interna que se prolongó por doce años, logró finalmente la firma de la paz en 1992, tras
174
los esfuerzos de una salida negociada del conflicto en la que Ellacuría
estuvo comprometido desde 1986. Ese compromiso político concreto
con el país que lo recibió, tanto como su compromiso con lo que él
solía llamar “los pueblos oprimidos y las mayorías populares” y “el
pueblo crucificado”, significó que asumiera decididamente una postura
claramente definida dentro de dos corrientes de pensamiento propias
de América Latina: la filosofía de la liberación y la teología de la liberación.
Su vasta obra intelectual ha sido reunida en sus escritos políticos (tres
tomos), filosóficos (tres tomos) y teológicos (cuatro tomos). También han
sido publicados sus escritos universitarios y sus clases universitarias; Filosofía
de la realidad histórica, que aunque inconclusa, es considerada como la
síntesis de su pensamiento; Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales
de la teología de la liberación, en coautoría con Jon Sobrino; y otros escritos
que siguen reuniéndose hasta hoy para su publicación.
Próximos a los veinticinco años de lo que se conoce como su martirio,
en este texto se reúnen pinceladas de lo fundamental de su pensamiento, como expresión del deseo de mostrar cómo y por dónde discurrió
la vida intelectual y de compromiso con la realidad de este filósofo y
teólogo jesuita. El recorrido se inicia con la presentación de su concepto de realidad histórica, para ampliarlo, a manera de contrastación empírica, con tres temas relevantes de su preocupación intelectual y de praxis
política: los derechos humanos y su historización, la civilización de la
riqueza y del capital y la civilización de la pobreza; para, finalmente,
concluir con lo que representó su interés central: la función liberadora
de la filosofía.
2. El punto de partida: la realidad histórica
La realidad histórica constituye el punto de partida de la filosofía de Ignacio Ellacuría; en términos más precisos, su filosofía primera. Desde ella es
posible explicar no solo los alcances que habría de tener su construcción filosófica, sino lo que esta significó como fundamentación para el
proceso que siguió, paralelamente, su pensamiento social y político, y
en particular el teológico.
175
Con el concepto de realidad histórica lo que hace Ellacuría es seguir la
ruta trazada por Xavier Zubiri en dos temas fundamentales de la vasta
obra de su maestro: la realidad y su dinamismo. Para Zubiri (1995), la
realidad no es “presencia de las cosas” (p. 29) sino “algo” que, por el
“estímulo” de las cosas, “nos está afectando, pero que nos está afectando ‘de suyo’, por lo que ellas, las cosas, son en sí mismas” (p. 29). De
esta definición se desprende que “la realidad no es un modo de ser”,
sino “algo previo al ser” (p. 30), y de ahí también la afirmación de que
“el devenir afecta primaria y radicalmente a la realidad” (p. 30); lo que
equivale a decir que ella “está en constante innovación” (p. 30), esto
es, en permanente actualización. “Las cosas (…) ‘son’ de una cierta
manera, pero, además, ‘devienen’, tienen un devenir” (p. 11), sostiene
Zubiri; precisando que:
“Devenir es desde un cierto punto de vista llegar a ser algo, pero
inexorablemente dejando de ser algo que se era, o añadiendo algo
que no se era a lo que ya es, a lo que era” (Zubiri 1995: 11).
Tomando como referencia la reflexión zubiriana sobre la realidad, entre
otras categorías que fueron objeto de estudio de este filósofo –léase
estructura, cambio, dinamismo, tiempo–, Ellacuría radicalizará ese punto de
partida cuando al referirse a la historia lo hace no solo calificándola
como “forma específica de realidad” (Ellacuría 1990: 43), sino asumiéndola como la “forma cualitativa más alta” (Ellacuría 1990: 43) de
la realidad. De ahí su afirmación respecto a que la realidad histórica “es el
‘objeto último’ de la filosofía” (Ellacuría 1990: 42). Y lo es, señala, “no solo
por su carácter englobante y totalizador, sino en cuanto manifestación
suprema de la realidad” (Ellacuría 1990: 42). Afirmar que la realidad
histórica es (o sería) el “objeto último” de la filosofía responde, según
el autor, a “la labor de la historia de la filosofía misma, que paulatinamente ha ido descubriendo y mostrando dónde y en qué forma se da
la realidad por antonomasia, dónde se da la mayor densidad de lo real”
(Ellacuría 1990: 42). Sostiene, asimismo, que las diversas expresiones
o manifestaciones tomadas en cuenta en la filosofía como el “summum
de la realidad” (Ellacuría 1990: 42) –la persona, la existencia, la vida
e, incluso, la historia misma–, todas ellas solo se han acercado a “la
176
definición del objeto de la filosofía como realidad histórica” (Ellacuría:
1990: 42), pero no han podido precisar “qué se quiere decir con ellas y
en qué se fundamenta ese decir” (Ellacuría 1990: 42).
Buscando aproximarse al concepto de realidad histórica, Ignacio Ellacuría precisa que no hay que entenderla con “lo que pasa en la historia”,
ni como “la serie ordenada y explicada del discurrir histórico” (Ellacuría 1990: 42); tampoco reducirla a “filosofía de la historia”. Para evitar
cualquier equívoco con esas apreciaciones anota que no habría que
hablar “de historia, sino de realidad histórica” (Ellacuría 1990: 42). Es
más propio, escribe, referirse a la realidad histórica en razón de tres rasgos que le son característicos: primero, porque “engloba todo otro tipo
de realidad: no hay realidad histórica sin realidad puramente material,
sin realidad biológica, sin realidad personal y sin realidad social” (Ellacuría 1990: 43); segundo, porque es en la realidad histórica donde “toda
forma de realidad […] da más de sí y donde recibe su para qué fáctico” (Ellacuría 1990: 43); y, finalmente, porque es en la realidad histórica,
como “forma de realidad”, donde resulta siendo “más” y “más suya, y
donde también es ‘más abierta’” (Ellacuría 1990: 43).
Este carácter de la realidad histórica como objeto de la filosofía (metafísica) constituye el punto de partida, a la vez que envuelve, el conjunto de la obra de
Ellacuría, situándolo frente a los problemas concretos que lo “afectaron”,
ya sea en el plano más próximo como lo fue la realidad salvadoreña y centroamericana, o, en mayor amplitud, por la tensión existente resultante del
interés de dominio geopolítico disputado por las grandes potencias en el
contexto de la llamada guerra fría, con particular énfasis en los mecanismos de dominación impuestos por el sistema capitalista, al cual lo calificó
como un modelo “no universalizable” (Ellacuría 1992).
En su obra Filosofía de la realidad histórica expone aspectos sustantivos que
contribuyen al entendimiento sobre cómo es que la realidad alcanza en
la historia su “forma cualitativa más alta” (Ellacuría 1990: 43). En este
marco, entiende la historia como una “realidad formal” (Ellacuría 1990:
491): de un lado, a partir de la forma en que acontece, o se materializa,
y de otro, en su “estructura dinámica” (Ellacuría 1990: 564). Para él, la
formalización de la historia, es decir, “lo que es la historia como realidad”
177
(Ellacuría 1990: 491) y no la mera exposición de acontecimientos que se
han presentado a lo largo de la historia, se manifiesta en tres momentos:
como “transmisión tradente”, como “actualización de posibilidades”
y como “proceso creacional de posibilidades”; es decir, que (i) en el
proceso de la historia acontece “una forma de estar en la realidad que se
apoya en la transmisión genética y en la continuidad específica” (Ellacuría
1990: 495); (ii) que “esas formas de estar en la realidad […] pasan a ser
realidad por opción y pasan a incorporarse por apropiación” (Ellacuría
1990: 532); y (iii) porque “la historia es […] creación de posibilidades”
(Ellacuría 1990: 559); esto último basado en la afirmación de que las
posibilidades se presentan unas tras de otras, apoyándose en ellas mismas,
destacando como aspecto importante que “las posibilidades han de ser
realidades y no puramente fantaseadas” (Ellacuría 1990: 562). En cuanto
a la “estructura dinámica de la historia”, la explica bajo dos aspectos
relacionados: de un lado, refiriéndose a las “fuerzas que intervienen en
el proceso histórico”, o lo que es lo mismo, a las fuerzas que mueven
la historia; y de otro, al “dinamismo del proceso histórico” (Ellacuría
1990: 564-597), que no es otra cosa que el dinamismo de la realidad que
se hace “praxis histórica” porque, afirma, “nada está quieto, todo está
en perpetuo devenir, todo está haciéndose, incluso lo que ya está ya
constituido” (Ellacuría 1990: 594).
Ese “dinamismo de la realidad” hecha “praxis histórica” lo expone
(Ellacuría 2000a) en tres frases que caracterizan su filosofía y que en la
actualidad son reconocidas como la expresión más clara de su pensamiento: en primer lugar, “hacerse cargo de la realidad”, esto es, estar
en la realidad, conocerla (carácter noético); en segundo lugar, “cargar
con la realidad” como actitud mediante la cual no es posible evadirse
de la responsabilidad de tener que optar frente a ella (carácter ético); y,
finalmente “encargarse de la realidad”, asumir como tarea ineludible lo
que corresponde hacer, esto es, actuar (carácter práxico).
Esos tres momentos que surgen en el contacto con la realidad explica,
de otro lado, el uso de expresiones como historizar o historización, que
resultan usuales en los textos de Ellacuría, haciendo visible su posición
frente a asuntos muy concretos como son, por ejemplo, el tema de los
178
derechos humanos y los efectos que produce en las personas y el entorno ambiental el carácter dominante del sistema capitalista.
3. Derechos humanos: historización y radicalidad
Una buena referencia para ahondar en la filosofía de la realidad histórica de
Ignacio Ellacuría la constituye el tema de los derechos humanos. Para
Ellacuría (2001a), los derechos humanos implican el doble problema
de ser un asunto complejo a la vez que ambiguo. Al respecto, argumenta que, además de que confluyen en él la dimensión personal del hombre y la realidad en la que él y otros como él viven, el tema “propende a
ser utilizado ideológicamente al servicio no del hombre y sus derechos,
sino de los intereses de unos y otros grupos” (Ellacuría 2001ª: 433).
Por esa razón considera relevante abordarlo como un problema que se
presenta en un “triple plano”: epistemológico, ético y práxico o político; lo que equivale a decir, precisa, que hay que verlos en lo que tienen
de “verdadero y falso”, de “justo e injusto” y de “ajustado o desajustado”, respectivamente (Ellacuría 2001a: 433).
En su reflexión sobre los derechos humanos como una tarea que no
se puede eludir por razones de justicia, lo que sostiene es que al asumir
esa triple dimensión —epistemológica, ética y práxica— lo que se está
haciendo es historizar el problema; es decir, ubicarse en la realidad aquella en la que las personas son afectadas en sus derechos y porque dicha
afectación se ve plasmada fundamentalmente en quienes son realmente
las víctimas de la injusticia, esto es lo que él califica como “los pueblos
oprimidos y las mayorías populares” (Ellacuría 2001ª: 433). Desde esta
perspectiva, la historización se constituye en el método mediante el cual
el problema de los derechos humanos es enfocado desde la “defensa
del débil contra el fuerte” (Ellacuría 2001ª: 435). Focalizar el problema
de esta manera tiene como ventaja, si vale la expresión, evitar lo que
históricamente, desde su aparición, han sido el derecho y la doctrina de
los derechos humanos que de él se derivó: la de ser derechos limitados
a una forma determinada de ser hombres. Desde esta óptica, cualquier
lectura de la realidad histórica adquiere mayor sentido si se realiza desde,
lo que conduce ineludiblemente al para.
179
La historización a la que se refiere Ellacuría (2001a) comprende, además
de la verificación práxica de esos tres enfoques del derecho por el que
se reclama (verdad-falsedad, justicia-injusticia, ajuste-desajuste): (i) la
“constatación de si el derecho proclamado sirve para la seguridad de
unos pocos y deja de ser efectivo para los más”; (ii) el “examen de las
condiciones reales” sin las cuales no serían realizables los propósitos que
se persiguen; (iii) la “desideologización de los planteamientos idealistas,
que en vez de animar a los cambios sustanciales […] se convierten en
obstáculos de los mismos”; y (iv) la incorporación de la “dimensión
tiempo” como forma de valorar y verificar cuándo las “proclamaciones
ideales” se traducen en realizaciones o posibles realizaciones (Ellacuría
2001a: 434). En concreto, en la visión de Ellacuría, la historización en
tanto método aplicado a los derechos humanos permite, pues, tomar
distancia de cualquier forma de “normatividad absoluta y abstracta,
independiente de toda circunstancia histórica” (Ellacuría 2001a: 434)
que en determinadas situaciones podrían representar formas veladas
de “defender lo ya adquirido por el más fuerte o adquirible en el futuro
por los más fuertes” (Ellacuría 2001a: 434). En este aspecto, es enfático
en concluir que “cuando el derecho se convierte en privilegio niega su
esencia universal y deja de ser derecho del hombre para ser privilegio
de clase o de grupo de individuos” (Ellacuría 2001: 435).
Un aspecto importante a destacar en el tema de la historización es que
este representa un método. En el caso de los derechos humanos, se
aplica en el sentido de que se trata de un problema que debe ser enfocado desde la defensa del débil contra el fuerte, más que como la búsqueda del “triunfo de la razón sobre la fuerza” (Ellacuría 2001a: 435).
Esta mirada resulta sumamente particular, al menos en los términos
en los que el tema es abordado en nuestros días o, si se quiere, como
ha sido sesgado a fin de defender posiciones interesadas en nombre
de la democracia. Sobre esto último, puntualiza que no hay que perder
de vista que el ser humano (hombre / mujer), más allá de cualquier
consideración de carácter universal y principista, es ser humano “en
sus concretas relaciones sociales e históricas” (Ellacuría 2001a: 435).
Precisa que no hay que ver al hombre como una “generalidad unívoca
y abstracta, que se repite multiplicadamente en los hombres concretos”
180
(Ellacuría 2001a: 435) sino que desde la óptica de los problemas del
derecho hay que verlo tal cual se presenta ante nuestra mirada: como
“una realidad escindida entre el que lo disfruta y el que lo padece”, o
sea, como “una realidad dialéctica entre el fuerte y el débil, entre el señor y el esclavo, entre el opresor y el oprimido” (Ellacuría 2001a: 435).
Otro aspecto a destacar, siguiendo sus reflexiones, tiene que ver con
una precisión sumamente relevante que hace con respecto a la condición de esclavo y oprimido al destacar que tal condición “es derivada,
y derivada de una estricta ‘privación’, de un despojo múltiple y diferenciado” (Ellacuría 2001a: 435); es decir, de que existe el “agravante”
de que no se trata de una condición “primigenia” y menos todavía
que consista en una “mera ‘carencia’” (Ellacuría 2001a: 435). En otras
palabras, lo que quiere decir es que esa relación es causada y, por tanto,
que no se trata de fatalismos o destinos predeterminados por el azar.
Precisa que en más de las veces esa condición de señor-esclavo, de
opresor-oprimido (hoy se agregaría la de incluido-excluido) pretende ser
superada de manera idealista con el derecho, al presentar, o mejor, pretender justificar “como derecho de todos lo que es privilegio de pocos”
(Ellacuría 2001a: 435). Sin embargo, con ese método lo que se consigue
en la práctica es, en primer lugar, ocultar cuál es “la realidad de la escisión y de la contradicción” (Ellacuría 2001a: 435) y en segundo lugar,
favorecer la continuidad de esa realidad.
El método de la historización que ensaya Ellacuría se caracteriza por ser
dialéctico y por estar basado en un principio de radicalidad. Sostiene que
el problema de los derechos humanos tiene que ser planteado radicalmente desde aquello que “define más negativamente” (Ellacuría 2001a:
437) la condición humana de los grupos sociales, principalmente si se
trata de mayorías excluidas. Considera que solo así, en esa radicalidad,
es posible aprehenderlo como la lucha de lo que da vida frente a lo que
la quita o da muerte (Ellacuría 2001a: 439).
Decir radicalmente significa ir a la búsqueda de “la raíz más profunda
de esa negatividad” (Ellacuría 2001a: 437). Sugiere que esa negación
debe verse desde dos polos: (i) “desde la realidad negada”, en tanto
realidad que no puede superarse porque se ve obstaculizada por im181
pedimento; y (ii) “desde la realidad negadora” sea cual sea (de personas, grupos o clases; estructural o institucional, etc.). En resumen, para
Ellacuría hacer que prevalezcan los derechos humanos supone una lucha y ahí en donde no se da es porque no se ha alcanzado, afirma, “un
grado de conciencia suficiente”, ya sea porque la vida está casi anulada
o por adormecimiento de la conciencia “con otra cosa que no son los
derechos humanos” (Ellacuría 2001a: 438).
Esa relación, si se quiere inseparable, que establece Ellacuría entre historización y derechos humanos como cuando, por ejemplo, señala que
el ser humano es ser humano “en sus concretas relaciones sociales e
históricas” (Ellacuría 2001a: 435) es para referirse al sentido y carácter
de lo real –lo concreto– que subyace en el problema de los derechos
humanos, como oposición a cualquier reducción abstracta de ellos. La
“historización” así entendida hace posible, sostiene, descubrir y desenmascarar cualquier “utilización interesada de la doctrina de los derechos humanos” (Ellacuría 2001a: 443) con el propósito de “legitimar el
status quo, mediante su proclamación formal universal y negación real”
(Ellacuría 2001a: 443). En definitiva, la “historización” así entendida
“plantea el problema en toda su radicalidad, al enmarcarlo en el contexto de la vida y de la muerte, de la liberación y la dominación” (Ellacuría 2001a: 443); y en esa medida, exige soluciones práxicas que deben
conducir a hacer justicia en razón de que “los derechos son resultado
de una lucha que la parte dominante quiere usar a su favor, pero que la
parte dominada debe poner a su servicio” (Ellacuría 2001a: 443).
4. La civilización de la riqueza y del capital
El mismo método de la historización está presente en las reflexiones de
Ellacuría (1992) sobre los efectos negativos que el sistema capitalista
ha producido y, habría que agregar, sigue produciendo, escala mundial:
pobreza sobre vastas poblaciones, creciente agotamiento de los recursos naturales y contaminación del entorno humano. Es en referencia a
este escenario de permanente proceso destructivo de la vida humana y
del hábitat que Ellacuría concluye en que un modelo de economía, y de
sociedad, que funciona así no puede ser universalizable:
182
“[…] el ideal práctico de la civilización occidental no es universalizable, ni siquiera materialmente, por cuanto no hay recursos materiales en la tierra para que todos los países alcanzaran el mismo
nivel de producción y de consumo […]
Esa universalización no es posible, pero tampoco es deseable. Porque el estilo de vida propuesto en y por la mecánica de su desarrollo no humaniza, plenifica ni hace feliz” (Ellacuría 1992: 406).
De hecho, la negación de universalidad al sistema capitalista, cuya racionalidad impresa en su así llamado modelo de desarrollo, lejos de orientar y dar impulso a los países hacia ese “ideal práctico” en el cual todos
los seres humanos habrían de alcanzar el mismo “nivel de producción
y de consumo”, ha propiciado, más bien, que la pobreza y la desigualdad se hayan expandido con la misma lógica con la que se ha generado
depredación de recursos naturales y destrucción ambiental. Según expone, en el sistema capitalista se pone en juego esa relación perversa
entre pobreza y destrucción del entorno ambiental, creando un espacio
en donde “la ferocidad depredatoria se convierte en el dinamismo fundamental y la solidaridad generosa se queda reducida a sanar incidental
y superficialmente las heridas de los pobres que causó la depredación”
(Ellacuría 1992: 405).
De su condena al sistema capitalista se deriva, obviamente, su oposición a que la propiedad privada de los bienes sea “la mejor garantía del
avance productivo y del orden social” (Ellacuría 1992: 429). Así, respecto a la racionalidad capitalista impresa en el modelo de crecimiento
(producción), afirma:
“Los grandes bienes de la naturaleza (el aire, los mares y las playas,
las montañas y los bosques, los ríos y lagos, en general el conjunto
de los recursos naturales para la producción, el uso y el disfrute)
no necesitan ser apropiados privadamente por ninguna persona
individual, grupo o nación y de hecho son el gran medio de comunicación y convivencia” (Ellacuría 1992: 429).
En el mismo sentido de su reflexión, Ellacuría asocia la pobreza al
estilo de vida que produce la racionalidad capitalista basada en “modos
abusivos y/o superficiales y alienantes de buscar la propia seguridad y
183
felicidad por la vía de la acumulación, del consumismo y del entretenimiento” (Ellacuría 1992: 405). Esta afirmación guarda relación con
su tesis de la historización de los derechos humanos cuando alude al
derecho de todo ser humano a la vida plena y al acceso al bien común
(Ellacuría 2001b), derechos que son violados cuando dicha racionalidad hacen de él (del ser humano) una “realidad escindida entre el que
lo disfruta y el que lo padece” (Ellacuría 2001b: 435) y, más todavía,
“una realidad dialéctica entre el fuerte y el débil, entre el señor y el esclavo, entre el opresor y el oprimido” (Ellacuría 2001b: 435).
Indudablemente, las reflexiones de Ellacuría están enmarcadas en las relaciones de dominación y dependencia a las que estuvieron sometidos los
países pobres, en este caso los de América Latina, por parte de los países ricos (Ellacuría 1992) y que, según él, condujeron al “ordenamiento
histórico” (Ellacuría 1992: 400) que marcó su época como una “verdad
real” que se reflejaba “crudamente, no solo ni principalmente en las franjas de miseria y, sobre todo, de degradación de los países ricos, sino en la
realidad del Tercer Mundo” (Ellacuría 1992: 400). Se trata, pues, de una
“verdad real” que, a más de 24 años de haber sido expuesta, mantiene su
vigencia y conserva la solidez de su argumentación como para poner en
duda la pretensión de universalidad del modelo capitalista, porque ella:
“demuestra la imposibilidad de la reproducción y, sobre todo, de la
ampliación significativa del orden histórico actual, y demuestra,
más radicalmente aún, su indeseabilidad, por cuanto no es posible
su universalización, sino que lleva consigo la perpetuación de una
distribución injusta y depredatoria de los recursos mundiales y aun
de los recursos propios de cada nación, en beneficio de unas pocas
naciones.” (Ellacuría 1992: 400).
Ambas expresiones, “imposibilidad” e “indeseabilidad”, adquieren en
este caso el sentido de la negación a la existencia de un “orden” que
existe y que en su pretensión de persistir se sigue reproduciendo. Esta
percepción de aparente temor en el autor no estuvo equivocada toda
vez que el sistema no solo se mantiene vigente sino que ha derivado
en un sistema dominante mediante la puesta en práctica de nuevos mecanismos, como los del discurso de la globalización (de los mercados,
184
por cierto) y del “pensamiento único”, impulsados por esa expresión
renovada del viejo imperialismo, el neoliberalismo. Y sobre esta versión
actualizada de la realidad histórica tampoco estuvo equivocado Ellacuría
al intuir que ese “orden” perverso continuaría dejando su estela de pobreza y desigualdad en paralelo a la destrucción del ambiente.
El planteamiento de Ellacuría sobre la continuidad de ese “orden” impuesto por el capitalismo se sostiene en el hecho de haber adoptado los
rasgos característicos de una cultura dominante y exclusiva, a la que califica como “civilización de la riqueza y del capital”, a la que define como:
“aquella que, en última instancia, propone la acumulación privada
por parte de individuos, grupos, multinacionales, Estados o grupos
de Estados, del mayor capital posible como la base fundamental
del desarrollo y la acumulación poseedora, individual y familiar,
de la mayor riqueza posible como base fundamental de la propia
seguridad y de la posibilidad de un consumismo siempre creciente como base de la propia felicidad” (Ellacuría 1992: 426).
Esta definición de la “civilización de la riqueza y del capital” hecha por
Ellacuría hacia fines de los años ochenta constituye una mirada hasta
cierto punto precursora de cómo se ha venido configurando el neoliberalismo actual. De ella se desprenden dos principios que dan soporte a la pretensión actual del sistema capitalista de constituirse en el
paradigma de desarrollo o modelo universal de sociedad: el primero de
ellos, con hacer de la inversión / acumulación privada “el motor de la
historia” (Ellacuría 1992: 426); y el otro, otorgarle a la posesión “individual y familiar, de la mayor riqueza posible” el carácter de “principio de
humanización” (Ellacuría 1992: 426). Sin embargo, para Ellacuría, en
ambos principios está latente el sentido y carácter del capitalismo: “el
arrastre casi irresistible hacia una profunda deshumanización” (Ellacuría 1992: 405).
5. La civilización de la pobreza
Ese “ordenamiento histórico” que ha conducido a la “civilización de la
riqueza y del capital” debe ser superado, según Ellacuría (1992), no por
185
“corrección” sino por “suplantación superadora”, es decir, por “una
civilización de la pobreza que sustituya a la actual civilización de la
riqueza” (Ellacuría 1992: 425). En este sentido, el autor no alude en lo
más mínimo a cambios (reformas) en el sistema que puedan significar
mayor apertura, reformas o concesiones que hagan mejor o más aceptable la civilización (cultura) dominante, sino que se refiere expresamente a una sustitución de una civilización por otra.
Precisa Ellacuría que la civilización de la pobreza no significa propiciar “la
pauperización universal como ideal de vida” (Ellacuría 1992: 426), sino
llamar la atención sobre la necesidad de “suscitar un dinamismo diferente” (Ellacuría 1992: 427), conducente a un ordenamiento de la actividad
económica opuesto al de la acumulación privada y capaz de producir y
(re)distribuir riqueza para la “satisfacción de las necesidades básicas de
todos los hombres” (Ellacuría 1992: 427), sobre la base del respeto a la
naturaleza como proveedora de recursos. En este marco, la civilización de
la pobreza se constituye en la alternativa (¿la única?) que propone Ellacuría
para superar aquel “despojo múltiple y diferenciado” (Ellacuría 2001a:
435) que el “dinamismo capital-riqueza” (Ellacuría 1992: 427) ha producido, y continúa produciendo, sobre la vida de millones de personas,
sumando a ello el daño irreversible al entorno natural en el planeta.
De hecho, orientarse hacia una nueva civilización –la civilización de la
pobreza– implica, según Ellacuría, un “comenzar de nuevo” (Ellacuría
1992: 414-415), en el sentido del surgimiento de un “nuevo orden histórico” (Ellacuría 1992: 414), un orden que “transforme radicalmente
el actual, fundamentado en la potenciación y liberación de la persona
humana” (Ellacuría 1992: 414); equivalente también a una nueva forma
de convivencia entre hombres “nuevos” y mujeres “nuevas, en un espacio distinto –una “nueva tierra”– que haga posible albergar lo nuevo.
En el “comenzar de nuevo” hay una acotación importante que hace
Ellacuría en cuanto a que las acciones que ello implicaría “no supone
ni aniquilación previa ni creación de un nuevo mundo desde la nada”
(Ellacuría 1992: 414). No se trata tanto, escribe, de perseguir “hacer
cosas nuevas”, sino, más bien, “hacer nuevas todas las cosas, dado que
lo antiguo no es aceptable” (Ellacuría 1992: 414).
186
6. La función liberadora de la filosofía
No obstante que la intención de este trabajo ha sido mantenerse en el
terreno de la filosofía, la fidelidad a la memoria de Ignacio Ellacuría
obliga a penetrar, al menos tangencialmente, en su trabajo teológico.
Es necesaria esta precisión porque siendo el tema de la liberación transversal al conjunto de su obra, constituye, también, el elemento de enlace entre filosofía y teología, hecho que, desde el punto de vista de
quien escribe, antes que restarle consistencia a su reflexión filosófica,
muestra, más bien, la coherencia de su pensamiento.
La liberación como elemento de enlace entre su obra filosófica y teológica están fundadas en lo que se afirmó al inicio respecto a su filosofía
primera: la realidad histórica; a la que asume, como ya se destacó anteriormente, no solo como una “forma específica de realidad” (Ellacuría
1990: 43), sino como su “forma cualitativa más alta” (Ellacuría 1990:
43). Bajo esta consideración, puede observarse cómo el autor enlaza
esos dos aspectos al definir la liberación: de un lado, como “una interpelación de la realidad histórica a hombres de fe” (Ellacuría 1993:
2); y, de otro, afirmando que es “por lo pronto una tarea histórica y,
dentro de la historia, una tarea socio-económica” (Ellacuría 1993: 2).
Es significativo, entonces, observar en ambas definiciones cómo están
relacionadas en un mismo proceso (liberador), el sentido y carácter de
la fe, que bien podría asociarse a alguna forma de utopía, con la vida
concreta de las personas (hombre/mujer), en particular de aquellos que
él solía describir, desde la filosofía, como “los pueblos oprimidos y las
mayorías populares” (Ellacuría 2001a) y, desde la teología, como “el
pueblo crucificado” (Ellacuría 2000:137-170).
Cabe la afirmación respecto a que en el pensamiento de Ellacuría, la
realidad histórica es, de suyo, también un proceso de liberación. Según
él, en el marco de la realidad histórica todo proceso liberador pasa por
dos momentos, si puede llamarse así: uno de ellos, entendido como
“liberación de la opresión material” (Ellacuría 1993: 7) consistente en
liberarse “de las necesidades básicas sin cuya satisfacción asegurada no
puede hablarse de vida humana, ni menos aún de vida humana digna”
187
(Ellacuría 1993: 7); y la otra, entendida como “libertad de represión”,
referida a la “liberación de los fantasmas y realidades que atemorizan y
aterrorizan al hombre” (Ellacuría 1993: 7). En este segundo momento,
el autor es directo al referirse a:
“[…] aquellas instituciones sean jurídicas, policiales o ideológicas, que mantienen a los individuos y a los pueblos movidos más
por el temor del castigo o el terror del aplastamiento que por el
ofrecimiento de ideales y de convicciones humanas […]” (Ellacuría
1993: 7).
Aspecto importante a destacar en el contexto de estas definiciones es
la referencia que hace Ellacuría respecto a que “estas formas de liberación son a la vez individuales y colectivas, sociales y personales” (Ellacuría 1993: 7), queriendo establecer con ello la diferencia entre “liberalización” y “liberación”, en función de los objetivos de “libertad” que
se perseguirían en cada caso. Así, mientras que la “liberalización” sería
el camino que habría que recorrer –aunque remarcando “que pocos
pueden recorrer” (Ellacuría 1993: 7)– para alcanzar la libertad, en una
dimensión individual; la “liberación” representaría la libertad, no solo
individual sino además colectiva, teniendo como objetivo la búsqueda
de justicia, “la justicia de todos para todos” (Ellacuría 1993: 7). En este
segundo aspecto acota: “no hay justicia sin libertad, pero la recíproca
es más cierta aún: no hay libertad para todos sin justicia para todos”
(Ellacuría 1993: 7). Para ahondar en esta diferenciación desde el punto
de vista de los objetivos que pretenden una y otra categoría, puntualiza:
“[…] El camino de llegar a la justicia por la libertad (liberalismo)
ha tenido buenos resultados para los más fuertes, como individuos
o como pueblos, en un determinado momento, pero ha dejado
sin libertad (liberación) a la mayoría de la humanidad” (Ellacuría
1993: 7).
Aun cuando para Ellacuría “la filosofía desde siempre, aunque en diversas formas, ha tenido que ver con la libertad” (Ellacuría 1985: 45),
sus planteamientos sobre la realidad histórica le otorga a la filosofía una
función liberadora. Es decir, no solo tratar la libertad como un tema
188
filosófico inherente a la naturaleza humana, sino atribuirle a la filosofía
misma función liberadora, lo que equivaldría a hacer de ella instrumento de liberación.
Esa función liberadora de la filosofía presenta, para Ellacuría, dos atribuciones, una “crítica” y otra “creadora”. La “función crítica”, sostiene,
“va orientada en primer lugar a la ideología dominante como momento
estructural de un sistema social” (Ellacuría 1985: 47), extendiéndose
este sistema hacia ordenamientos de carácter económico, político y
social, entre otros. La “función creadora” se orienta hacia “un nuevo
discurso que en vez de encubrir y/o deformar la realidad la descubra,
tanto en lo que tiene de negativo como en lo que tiene de positivo”
(Ellacuría 1985: 52). Ambas funciones están presentes, por ejemplo,
en la posición (crítica) del autor frente al capitalismo y en su propuesta
(creadora) por una civilización de la pobreza. Asimismo, guardan coherencia
con esas tres expresiones con las que enlaza realidad y praxis: “hacerse
cargo”, “cargar con” y “encargarse de” la realidad (Ellacuría 2000a:
208).
A manera de conclusión
Finalmente, si para Ignacio Ellacuría “el filosofar implica una gran necesidad de estar en la realidad y una gran necesidad de saber última y
totalmente cómo es la realidad, más allá de las apariencias puramente
empíricas” (Ellacuría 1998: 15), no cabría sino señalar que desde su
manera de entender la historia –la “forma cualitativa más alta de la
realidad” (Ellacuría 1990: 43)–, su filosofía se constituye en uno de los
aportes más sustantivos para dar fundamentación a lo que los filósofos
latinoamericanos bautizaron como filosofía situada, es decir, una filosofía
pensada desde la propia realidad y, por la misma razón, para esa realidad. Y también, en esa misma línea y desde su propia experiencia, ha
hecho posible que la teología de la liberación encuentre en ella mayor
fundamento.
189
Obras citadas
ELLACURÍA, Ignacio
1985 “Función Liberadora de la Filosofía”. En: Estudios
Centroamericanos (ECA), (enero-febrero) UCA. San Salvador:
Nº. 435-436.
1990
Filosofía de la Realidad Histórica. San Salvador: UCA editores.
1992
“Utopía y profetismo”. En: ELLACURÍA, Ignacio y Jon
SOBRINO. Mysterium Liberationis. Conceptos Fundamentales de la Teología de la Liberación. 2ª edición. Tomo I, San Salvador: UCA Editores.
1993 “Liberación”. En: Revista Latinoamericana de Teología.
UCA, San Salvador: diciembre nº 30, pp. 213-232. Recuperado de <http://bibliotecacatolicadigital.org/K/aliberaci%C3%B3n/Liberacion%20ellacuria.htm>.
1998
Filosofía ¿para qué? San Salvador: UCA Editores.
2000a “Hacia una fundamentación del método teológico”. En:
Escritos teológicos, Tomo I. San Salvador: UCA Editores.
2000b “El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología histórica”.
En: Escritos teológicos. Tomo II. San Salvador: UCA Editores.
2001a “Historización de los derechos humanos desde los pueblos
oprimidos y las mayorías populares”. En: Escritos Filosóficos.
Tomo III. San Salvador: UCA Editores.
2001b “Historización del bien común y de los derechos humanos
en una sociedad dividida”. En Escritos Filosóficos. Tomo III.
San Salvador: UCA Editores.
UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA JOSÉ SIMEÓN CAÑAS
<http://www.uca.edu.sv/pagina-web.php?cat=9&pag=1>.
ZUBIRI, Xavier
1995
Estructura dinámica de la realidad. 2ª edición. Madrid: Alianza
Editorial / Fundación Xavier Zubiri.
190
Obras consultadas
ELLACURÍA, Ignacio
2009
Cursos universitarios. San Salvador: UCA Editores
MORA GALIANA, José.
s/f Ignacio Ellacuría. Perfil biográfico. Pensamiento y praxis histórica.
<http://www.ensayistas.org/filosofos/spain/ellacuria/critica/mora-g1.htm>.
ZUBIRI, Xavier
1991 Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad. 4ª edición. Madrid:
Alianza Editorial / Fundación Xavier Zubiri.
191
RESEÑAS DE LIBROS
CAPITAL IN THE TWENTY-FIRST CENTURY
Thomas Picketty
Editado por: Harvard University Press
Cambridge, Inglaterra. 2014
Como lo explica el propio autor, el libro es el resultado de un trabajo de
quince años de investigación sobre la distribución de la riqueza y el ingreso en el mundo. Comenzó en el año 1998 estudiando a las personas
con mayores ingresos de Francia, luego reclutó a Anthony Atkinson de
la Universidad de Oxford, quien estudió el caso del Reino Unido, y se
unió con Emmanuel Saez, de la Universidad de Berkeley, para analizar
la situación de Estados Unidos. Saez continuó trabajando los casos de
Canadá y Japón. Luego se incorporaron al equipo otros investigadores
como Facundo Alvaredo, quien estudió el caso de Argentina, España
y Portugal; Fabien Dell, quien investigó la situación de la distribución
del ingreso en Alemania y Suiza. Se asoció con Abhijit Banerjeee para
estudiar el caso de la India, y con Nancy Qian, para ver el caso de la
China. En total, la investigación abarcó veinte países, entre desarrollados y emergentes.
Se trata de un esfuerzo académico que ha involucrado a los más prestigiosos centros de estudios del mundo. Se inició en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, continuó en la Escuela de
Economía y Ciencia Política de Londres, en el Massachusetts Institute
of Technology (MIT) de Boston, en los ya mencionados Oxford y Berkeley, para culminar en la Escuela de Economía de París, que Piketty
ayudó a fundar y de la que fue director durante varios años. El libro
193
es publicado por el Fondo Editorial de la Universidad de Harvard. Es
un esfuerzo colectivo, multidisciplinario (la presencia de historiadores,
sociólogos, científicos políticos, estadísticos, entre otros, fue muy notoria), multinacional, bastante alejado del paradigma individualista del
investigador encerrado en su torre de marfil buscando el premio Nobel. Por ello, no son casuales ni anecdóticas las críticas a la economía
convencional: “La disciplina de la economía debe superar la pasión
infantil por las matemáticas y por la pura especulación teórica, muchas
veces altamente ideologizada, al costo de la investigación histórica en
colaboración con otras ciencias sociales. Los economistas están demasiado preocupados por pequeños problemas matemáticos que solo
les interesan a ellos mismos. La obsesión por las matemáticas es una
fácil manera de adquirir una apariencia de científicismo, sin tener que
responder a las preguntas más complejas que nos pone por delante
el mundo en que vivimos” (p. 29). Así, el libro de Piketty reconcilia a
la Economía contemporánea con la Economía política clásica, con la
Historia y, sobre todo, con los problemas, retos y urgencias reales de las
sociedades, de la gente de carne y hueso.
¿Es por esta razón que se convirtió en un best seller mundial cuando
apareció la versión en inglés que ahora comentamos en el mes de abril
de 2014? Ciertamente debe haber influido, pero es la única explicación.
Si bien hay cientos de libros sobre la crisis financiera mundial del año
2008 y sus secuelas (incluyendo el mío), este es el primero publicado
después de dicha crisis con una crítica al capitalismo en su conjunto,
fundamentada en evidencia empírica. De allí su título, casi idéntico al
famoso libro de Carlos Marx, publicado en el año 1867, que transformó el mundo de manera radical y definitiva. ¿Tendrá el mismo destino el libro de Piketty?
Sus principales hallazgos son los siguientes: (i) la desigualdad se ha acentuado de manera pronunciada y sostenida en todos los países desarrollados a partir de la década de los ochenta del siglo pasado. En efecto, para
Estados Unidos e Inglaterra, el 10 % más rico concentraba el 30-35 %
del ingreso nacional desde la década de los cuarenta hasta la década de
los setenta (incluida), situación que cambia a partir de la década de los
ochenta en que esta proporción comienza a aumentar hasta llegar a 45194
50 % en la primera década de este siglo xxi; (ii) la situación de los otros
países desarrollados es un poco mejor, pero la tendencia es la misma; (iii)
la riqueza privada de los países desarrollados se ha incrementado como
porcentaje del ingreso nacional, de representar el 200 % del ingreso nacional en 1950 pasa a representar el 500 % del ingreso en el 2010; (iv) el
fundamento de la esta desigualdad es la diferencia que existe entre la tasa
anual de retorno del capital (r) y el crecimiento anual del ingreso (g), es
decir, en el hecho de r que es mucho mayor que g (r>g).
Muchos economistas de primera línea reconocieron la trascendencia
de la obra de Piketty. Paul Krugman, profesor de Princeton y premio
Nobel de 2008, posiblemente el economista más influyente del momento actual, reconoció su aporte: “La contribución de Piketty contiene una erudición auténtica que puede hacer cambiar la retórica”. “La
verdadera novedad de su libro es la manera como ha echado por tierra
el más preciado de los mitos conservadores: el empeño en que vivimos
una meritocracia en la que las grandes fortunas se ganan y son merecidas. Su trabajo prueba que las grandes riquezas proceden cada vez más
de la herencia, y no de la iniciativa empresarial”1.
Sin embargo, los elogios han sido mucho menos que las críticas. Los economistas liberales y los periodistas de los medios de comunicación de la
derecha mundial, que son la mayoría, se lanzaron a la yugular de Piketty
acusándolo de marxista, de promover la lucha de clases y de propiciar el
retorno de la Unión Soviética. Se olvidaron de leer las propias líneas de
autor: “Pertenezco a una generación que nació escuchando noticias del
colapso de las dictaduras comunistas y nunca he sentido el más leve afecto o nostalgia por esos regímenes o por la Unión Soviética. Fui vacunado
de por vida contra la floja retórica anticapitalista, parte de la cual ignora
el fracaso histórico del comunismo y que, por lo tanto, le dio la espalda
a los esfuerzos intelectuales de empujar más allá de este sistema” (p. 28).
Mis propias críticas son dos y están relacionadas. Piketty atribuye a las
dos guerras mundiales la mejora radical del ingreso a una situación más
igualitaria en los países desarrollados entre la década de los cuarenta y
setenta. Desconoce o minimiza el rol transformador, reactivador y esta1
KRUGMAN, Paul. “El pánico a Piketty”. En El País, Madrid, 4 de mayo de 2014.
195
bilizador (aunque suene contradictorio) de las políticas keynesianas aplicadas a partir de la década del treinta en estos mismos países, así como el
papel redistributivo de los sindicatos y la propia existencia de los países
socialistas, como contrapeso y alternativa al capitalismo salvaje. Esta ausencia de las fuezas y actores reales del cambio puede explicar, en parte,
la inconsistencia y levedad de la “solución” que propone: un impuesto
general al capital, que él mismo califica de “utópico”. Más coherentes
con el propio análisis del libro serían propuestas como eliminar los paraísos fiscales que son claves para la evasión tributaria y la concentración
de la riqueza, elevar razonablemente los impuestos a la herencia y a las
rentas más altas, y limitar el poder de los grandes bancos.
Fernando Villarán
MINERÍA, CONFLICTO
SOCIAL Y DIÁLOGO
Bedoya García, Cesar,
Ivan Ormaechea, Javier Caravedo,
Gustavo Moreno
Editado por: Pro Diálogo/UARM. 2014
El Perú enfrenta actualmente un contexto marcado por una precaria
gobernabilidad, una organización deficiente del territorio y la deslegitimación del Estado como mediador de los diversos intereses alrededor
de las industrias extractivas. Debido a esta complejidad, los conflictos
socioambientales se encuentran en el centro de las agendas del sector público y sociedad civil. Los continuos fracasos en la gestión de conflictos,
el deterioro de la institucionalidad estatal y la ruptura en los mecanismos
de diálogo entre los distintos actores sociales con las empresas y los gobiernos, plantean un reto a la investigación aplicada a esta problemática.
El libro “Minería, Conflicto Social y Diálogo” constituye un esfuerzo
orientado a revisar y replantear la investigación sobre los conflictos en
nuestro país. Luego de una muy pertinente introducción a la evolución y
196
tendencias de la conflictividad social a cargo de Cesar Bedoya, el libro se
estructura en dos grandes partes. La primera de ellas aborda teóricamente
los enfoques sobre la intervención constructiva en los conflictos sociales,
profundizando en el diálogo genuino como herramienta, actitud y proceso. La segunda, desarrolla cuatro muy importantes estudios de caso sobre
la aplicación de estos enfoques y una cronología detallada de los procesos
de implementación de importantes proyectos mineros en el país.
Es de resaltar la apuesta de los autores por el enfoque de transformación
de conflictos. A diferencia de una concepción inmovilista del conflicto,
este enfoque resalta las oportunidades de cambio que aquel hace posible, a
través de un proceso de reconocimiento entre las partes, de una voluntad
real de diálogo, de la aplicación de herramientas que permitan administrar
los conflictos en cuatro dimensiones: las personas, las relaciones, la cultura
y la estructura. Como sostiene Ivan Ormachea, metodológicamente debemos formularnos las siguientes preguntas: ¿Qué patrones y efectos se han
producido como resultado de un conflicto en cada dimensión? ¿Qué tipos
de cambios debemos lograr en estas cuatro dimensiones?
La importancia, por lo tanto, del enfoque transformativo, es que se acerca a los conflictos desde una perspectiva dialéctica. Es inevitable la existencia de los conflictos pero es también inevitable que estos cambien,
muten y puedan finalmente convertirse en procesos pacíficos que abran
oportunidades de desarrollo. Para lograr esto, como sostiene también
Javier Caravedo, los procesos de diálogo “deben ser orgánicos y estar articulados a través de distintos y diversos eventos dialógicos, que puedan
estar estructurados a partir de mecanismos específicos y utilizar una variedad de herramientas metodológicas para crear los espacios relacionales necesarios para producir encuentros auténticamente de diálogo”. Sin
embargo, el contenido de una propuesta de transformación de conflictos
requiere a su vez tomar atención los factores históricos que impiden superar las múltiples crisis que subyacen en los contextos de conflictividad.
En el caso peruano, como ya se adelantó, la tradicional debilidad estatal y los problemas de gestión pública son barreras para lograr el
desarrollo a partir del rol de Estado y su vinculación con la población.
Por otro lado, comunidades y empresas han construido relaciones per197
versas de presión y concesiones sucesivas que dejan de lado visiones de
largo plazo sobre el desarrollo territorial. De esta manera, los actores
que deben intervenir en el diálogo sufren muchas limitaciones para
representar sus intereses, tanto por su fragilidad institucional (Estado)
como por la lógica de sus relaciones (Empresas-comunidades). La polarización entonces aparece como inevitable, más que por una falta de
voluntad de diálogo, por fuerzas que los actores no pueden controlar,
lo que se puede evidenciar en cada uno de los casos reseñados, con
distintas intensidades. Si replanteamos entonces los prerrequisitos para
la transformación de conflictos tendríamos que trascender las herramientas metodológicas para abordarlos.
La historia del territorio y de las relaciones sociopolíticas se constituye
en un marco de análisis imprescindible para la gestión de los conflictos y la aplicación de metodologías. Es muy importante entonces que
podamos rastrear el origen de los conflictos desde una mirada estructural, explicando de esta manera la estrecha vinculación entre sociedad,
política y economía, inserta en su dimensión histórico-territorial. De
ahí que debe ser posible comprender los comportamientos actuales de
la población con respecto a la presencia de la minería, en cuanto es
expresión de una memoria colectiva sobre los antecedentes de los proyectos mineros, desde la forma como se ha establecido el régimen de
propiedad del suelo, la expropiación directa o indirecta de los propietarios individuales y comunales, hasta la generación de pasivos medioambientales producidos pasando por el rol y la actuación del Estado.
Es en esa perspectiva que los estudios de caso ayudan al análisis del
comportamiento de los actores y las especificidades de cada uno de los
procesos, evitando la esquematización de los conflictos. Un acierto de
los autores es la minuciosidad cronológica que acompañan cada uno de
estos casos, lo que permite al lector situarse históricamente y apreciar
con mayor claridad la complejidad necesaria en cada intervención que
en el futuro busque mediar y superar situaciones de violencia e injusticia. Existen situaciones en las que la presencia previa del Estado como
productor minero ha construido una base endeble y conflictiva de relaciones con las comunidades, a partir de la cual las empresas privadas
deben ahora actuar. De la misma manera, las empresas tienen diferen198
tes desempeños sociales, en algunos casos claramente diferenciados en
un mismo proyecto.
Finalmente, es importante reconocer que las conclusiones generales
del libro recoge de manera adecuada lo abordado por los autores, pues
enfatiza el contenido y la apuesta por el enfoque de transformación
de conflictos, eje de todos sus trabajos. Debido a ello, es también resaltante que uno de los puntos que merecen un mayor tratamiento
está relacionado con el diálogo intercultural como elemento crucial
del diálogo transformativo. Esta insuficiencia en abordar el tema está
muy relacionada con el debate actual sobre el significado (aún en construcción) de lo intercultural. Es decir, el diálogo intercultural no sólo
puede circunscribirse a una metodología dialógica de aceptación de
las diferencias, más aún cuando en realidad dicho diálogo se produce
en condiciones de asimetría, en las que la cultura hegemónica impone
sus instituciones y códigos de comunicación. Una opción más realista
es entender lo “intercultural” como una disputa antagónica que se resuelve en la construcción de una nueva institucionalidad estatal, lo que
implica desplazarnos nuevamente a la dimensión estructural y al debate
sobre la consulta previa.
Miguel Cortavitarte
PERÚ: MEDIOS, MEMORIA Y
VIOLENCIA. CONFERENCIAS
DE LIMA Y DE HAMBURGO
Markus Schäffauer, Blanca
Segura, Rocío Silva Santisteban y
Hildegard Wiler (editores)
Editado por: Universidad de
Hamburgo, Coordinadora
Nacional de Derechos Humanos,
Universidad Antonio Ruiz de
Montoya. 2014
En el 2011, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y la Universidad de Hamburgo en Alemania organizaron dos conferencias sobre el
199
procesamiento de la reciente historia de violencia política en el Perú,
en los distintos medios: comunicación, literatura, historieta, arte, historiografía. Los dos eventos fueron organizados por los profesores Rocío Silva-Santisteban e Hildegard Willer de la UARM y Markus Klaus
Schäffauer y Blanca Segura-García de la Universidad de Hamburgo,
y contaban con el apoyo de la Asociación Alemana de Investigación
Científica (Deutsche Forschungs-Gemeinschaft). Desde sus inicios
este proyecto peruano-alemán se concibió como multidisciplinario y
convocaba a académicos desde la literatura, las ciencias políticas, la sociología y la geografía, y profesionales del periodismo y de la producción audiovisual para tratar el tema del proceso posviolencia en el Perú.
Tres años después, los organizadores han presentado las versiones escritas de las ponencias de los dos congresos. El primer tomo Conferencias de Lima es una relatoría de los discursos orales presentados por
los expositores. Es un documento valioso porque en él los periodistas
Edmundo Cruz, Ricardo Uceda y Jacqueline Fowks reflexionan sobre
su propio quehacer periodístico durante esta época pasada cuando ser
periodista significaba arriesgar la vida. Edmundo Cruz divide el periodismo entre un antes y después de Uchuraccay: después del asesinato
de un grupo de periodistas capitalinos en el pueblo ayacuchano, los
periodistas de Lima solo iban en viajes relámpagos a las ciudades de
provincia y se nutrían de reportes de los periodistas locales, los que se
quedaron en los lugares de violencia “y pagaron el pato”.
Ricardo Uceda, del IPYS, quien fue jefe de información de El Diario
Marka en los años ochenta, hace una evaluación autocrítica de los sesgos ideológicos que podrían haber influenciado el trabajo periodístico
en estos años.
Así como los periodistas, también los documentalistas Hector Cárdenas, Felipe Degregori y la guionista y poeta Giovana Pollarolo recuerdan y reflexionan sobre la génesis de sus respectivos largometrajes y
documentales, a veces en plena época de violencia.
El valor del primer tomo radica en estos testimonios de primera mano
de los que producían mensajes y textos en el contexto de la violencia.
200
Ellos dan cuenta del “making of” de importantes documentos periodísticos y documentales desde el mismo conflicto armado.
El segundo tomo recoge las conferencias de Hamburgo y trae ponencias elaboradas para la publicación y con un ducto más académico.
El tomo se divide en cinco secciones: Experiencia de la Comisión de
la Verdad; Procesamiento medial de la violencia; Procesamiento en el
arte popular; Jóvenes investigadores peruanos y alemanes; La memoria
y la construcción de nuevos conflictos sociales.
Todos los artículos cuestionan visiones y discursos simplistas o esquemáticos sobre la violencia. Nos ayudan a mirar detrás de la primera capa
discursiva y descubrir matices nuevos y desafiantes. Solo para mencionar
algunos: en la primera sección destaca el artículo de Rocío Silva-Santisteban sobre dos testimonios de mujeres sentenciadas y encarceladas
por terrorismo. Los testimonios de Lucero Cumpa y de Judith Galván
cuestionan no solo los estereotipos sobre el rol de mujeres dentro de los
grupos armados, sino cuestionan también la estricta división entre víctimas y victimarios que estableció la Comisión de la Verdad.
Rainer Huhle, del Centro de Derechos Humanos de Nürenberg, nos
acerca el rol importante que tuvo el arte popular como medio en el procesamiento de la violencia política y la relación cambiante a través del
tiempo entre el artista “popular” y su “intérprete”, el intelectual limeño.
Markus Weissert, de la Universidad Libre de Berlín, echa una mirada
sobre la iconografía de los tantos museos de memoria que han surgido
en varios lugares del país. Él constata un discurso cada vez más simplista en la iconografía, que solo representa a los víctimas entre dos fuegos
y no toma en cuenta posibles agencias. Este discurso simplista obedece
en parte a los requerimientos de los que dan el dinero para el museo.
Ulrich Goedeking y Jorge Aragón se preguntan hasta qué punto
la experiencia de la violencia política ha abierto el camino para los
actuales conflictos socioambientales. Ambos llegan a la conclusión que
la gran desconfianza en la democracia como forma de convivencia y
201
de gobierno que se nota, sobre todo en las antiguas zonas de violencia
política, son una consecuencia directa del trauma vivido.
Cierran el libro tres textos literarios, tanto prosa como poesía, sobre
esta época de la historia peruana, que a pesar de haber durado “solo”
veinte años, dará aún mucho por decir a literatos, artistas y académicos.
La elaboración de y la reflexión sobre la memoria colectiva es un proceso que se enriquece con el tiempo transcurrido. Los dos tomos presentados por la UARM y la Universidad de Hamburgo constituyen un
excelente punto de partida para seguir tejiendo y reflexionando esta
memoria.
Hildegard Willer
DEL RÉGIMEN HISPÁNICO. ESTUDIOS SOBRE LA
CONQUISTA Y EL ORDEN VIRREINAL PERUANO
Rafael Sánchez-Concha.
Editado por: Universidad
Católica San Pablo. 2013
Del Régimen hispánico nos lleva a pensar en tres conceptos que pueden
ayudar a su lectura: sos de ellos, presentes en el libro y que lo recorren como un hilo conductor, y otro que, al estar ausente me ha hecho
levantar preguntas conducido por la erudita pesquisa y descripción
hecha por el autor en esta interesante compilación de artículos que
reflejan una unidad no sólo temática, sino de posición intelectual. Me
refiero al debate que el autor abre al proponernos hablar de un “régimen hispánico” y no “colonial”.
202
1. “Orden”
Una idea que recorre los artículos presentados en Régimen Hispánico es
aquello que en el medioevo era concebido como el Ordo, término que
puede definir el ideal subyacente al sistema de la época que reconstruye
Sánchez-Concha. El concepto de Orden está simbólicamente asociado a la
imagen aristotélica de un organismo corpóreo, modelo que se visibiliza
en una sociedad corporativa donde el equilibrio reposa en el hecho de
que cada parte respeta y acepta su lugar en el conjunto, ya que sabe que
de ello depende el buen funcionamiento del todo. Como sabemos el
modelo es propiamente el Aristotélico-tomista, y es desde las aulas en que
se imparte la escolástica, en la Real Universidad de San Marcos, así como
en el Colegio San Pablo, que la conciencia de un orden se hace concreta
en las distintas corporaciones que conforman la sociedad, en última
instancia, pálido reflejo del paradigma del cuerpo místico de Cristo. Debo resaltar el recurso a fuentes importantes de la teorización proveniente de la Segunda Escolástica, aquella que, elaborada en los claustros salmantinos, llegó a evolucionar el pensamiento de la época, dando lugar a una verdadera Teología política, al vaivén de las inquietudes
antropológicas y filosóficas que el Nuevo Mundo levantaba entre los
eruditos de aquellos tiempos. Sánchez-Concha cita a Santo Tomás,
Juan de Solórzano y Pereira, Diego de Encinas, quienes a su vez nos
retornan a los viejos esquemas platónico-aristotélicos del orden del
mundo; a través del análisis de la idea de “República” o de la noción
de “miserabilidad” aplicada al indígena, o de la descripción de la organización de las cofradías, el autor nos da cuenta de un “sistema”
que se sostenía en una proyectada armonía de un macrocosmos en el
que “todo tenía un lugar”; el desplazamiento del lugar ocupado en el
sistema podía ser ocasión de trastornos, de una inversión del mundo,
y por ende del caos. El análisis del carácter corporativo de la sociedad
virreinal realizado por Sánchez-Concha nos hace ver en imagen especular, cómo nuestro actual sistema democrático aun no encuentra la
solución a la tensión que le significa hacer compatible el valor dado en
la modernidad secularizada a la autonomía del individuo con la necesidad del Bien común como fundamento de todo proyecto de vida. Esta
203
es la fuente de tantos debates contemporáneos en la ética discursiva
de Habermas, el comunitarismo de Charles Taylor, o en el retorno de
las Virtudes propuesto por Alsadair McIntyre. Las descripciones de la
organicidad del cuerpo social virreinal en el mundo que Sanchez Concha denomina Hispánico nos reflejan que lo que hoy no se resuelve,
aun con tensiones, mantenía un equilibrio en ese ideal de concordia concors que años atrás trabajara Maravall al describir el orden barroco. En
el, bajo una perspectiva que podríamos llamar «providencialista» cada
parte del cuerpo social tenía su razón de ser por una voluntad divina
que trascendía el interés individual y conminaba al sujeto a asumir su
identidad corporativa como fundamento de la coherencia del sistema.
2. “Hispanismo” Este término, da cuenta de un origen, el español. Con él, se nos introduce en un universo donde el lugar que ocupan los individuos (no atomizados, sino pertenecientes a cuerpos del sistema, tal y como nos lo deja
ver el autor) responde a una lógica que es heredera de la hidalguía hispana.
Esta no es solo dada por una raigambre perdida en el tiempo y que hace
del hidalgo o del noble una suerte de paniaguado inútil o un niño bien
de los que estamos acostumbrados a ver en la ficción o en la realidad,
desconectado de la realidad y cuya cuchara de plata le sirve de espejo para
contemplarse y anonadarse del entorno. Una genealogía puede dar pie a
lustrar más esa cuchara de plata pero también puede dar pie a pensar que
el hidalgo o el hombre de bien, carga encima de si una responsabilidad, la
que su sangre le da para estar al servicio no solo de su país, sino de la vida
que le ha sido dada como don. Es el caso del padre Alonso de Messia,
de quien el autor nos transmite una erudita exploración de sus raíces
y de sus conexiones familiares todas ellas hablando de ancestros que
cumplieron un deber cívico y que su herencia les condujo a un sentido de
deber en el que en el caso del jesuita, lo llevó a entregar su vida al servicio
de las castas marginadas, como buen discípulo que fue del venerable
Francisco del Castillo. La pregunta es de qué manera debemos entender
este sentido jerárquico del Régimen hispánico. Pienso que el énfasis que
el autor coloca en el vínculo que existe en esta aristocracia local con la
pertenencia a una práctica religiosa, podría ser tildada hoy en día de una
204
perspectiva conservadora, claro está, pero a mi juicio, manifiesta algo
con raíces en la historia de la Iglesia católica: son las élites las que debían
probar que la práctica espiritual es el medio que conduce al fin último al
que se puede aspirar, y es a través de esas prácticas que ellas demuestran
la pertinencia de su filiación y de su estirpe. Cofradías, prácticas devotas,
beneficios dados a Órdenes, las que a su vez se encargaban de montar
obras de misericordia, etc. El ideal de simplicidad rústica de la que hacían
gala los romanos de bien, sigue como hilo conductor esta tradición en
Occidente cristiano, y que, al contemplarla a la distancia nos hace pensar
cuán distante estamos hoy en día, de contar con una elite que siendo
cristiana, considere auténticamente los viejos valores de la tradición.
Ahora bien, el tercer concepto que quiero evocar no está presente en
el texto del autor y ello da cuenta de una opción, que repito, abre puertas a un debate. Se trata del término “colonial”. En principio quiero
anotar que como dice Sánchez-Concha, no podemos aplicar categorías
de dominación o de resistencia para la época en que ello se vivió. Sin
duda, pero sí creo que a la luz de la crítica histórica y de la autocrítica
de la misma institución eclesial, debemos reconocer que este sistema
aparentemente ordenado en la medida en que cada parte del cuerpo
era consciente de “su lugar” (en una lógica de casta) contenía ya el
germen de una subalternización de la cual el Perú de hoy vive sus consecuencias y no siempre de manera pacífica. Decir “colonial” atestaría
pues, una posición en la que el punto de vista del observador se sitúa
desde el presente y considera el pasado como una suerte de interlocutor. Entiendo que la elección de “Hispánico” haciendo además una
hermenéutica del texto, opta por asumir el punto de vista del sujeto del
estudio; así, el autor en ocasiones en su vocabulario, estilo y perspectiva, se coloca en el lugar de aquellos personajes y situaciones que nos
describe además, con pluma elegante y no exenta de respetuosa ironía. 3. “Colonial” Para finalizar, quiero concluir esta reseña con un artículo que me ha
parecido central y que nos describe gráfica y sintéticamente las nociones de Orden e Hispanidad y que además, dan cuenta de lo que
205
daría pie a argumentar, el modo en que el Régimen Hispánico es
además -a mi juicio personal-, colonial pues desde el enfoque de la
historia de la espiritualidad encontramos nítidamente este sistema
como sostenido por un paradigma de origen espiritual. Me refiero al
complejo y fascinante tema del robo de la eucaristía. La narrativa es
aparentemente simple: un truhán, hijo natural de un noble, es autor del
robo de un Copón -no un cáliz como se menciona- de plata; al confesar
su crimen a un sacerdote, menciona que las hostias las había enterrado
en un terreno en extramuros. El incidente moviliza a toda la población,
a todos los miembros de este cuerpo de la República y concluye con el
desentierro de las hostias consagradas y una pacificación inmediata de la
población aterrorizada. Sánchez Concha deshilvana todos los hilos que
componen este tapiz mostrándonos entre otros elementos, el contexto
de la guerra de Secesión, que habría exacerbado más los ánimos contra
los adversarios de a la fe católica, así como otros eventos anejos de
profanación que habrían poblado el imaginario de aquel entonces. Este
evento nos da cuenta de cómo la carga simbólica inherente de manera
natural de la Eucaristía se ve incrementada por la dimensión trágica -y
quizá surrealista para nuestros ojos secularizados- en una atmósfera
barroca, en la que la transgresión a lo sagrado desdibuja los límites
del orden temporal, dando lugar a una suerte de experiencia liminal,
subversiva de dicho orden y que trastoca los fueros (dando pie, por
ejemplo, a un conflicto entre la audiencia y la Inquisición). ¿Es un hurto
o es algo más que un robo? ¿Es un hecho delictivo que amerita una
sanción civil o aquí hay «algo más» algo que atañe a un discernimiento
espiritual para entender mejor el alma del ladrón, quizá víctima de
fuerzas sobrenaturales y que actuaron a despecho del sujeto? Etc.
Ciertamente no se trata de un evento de sutilezas teológicas propias
de los debates en San Marcos o en San Pablo; pero lo cierto es que
el robo del Cuerpo de Cristo representaba para todos los miembros
del cuerpo de la república de españoles, una crisis de la “Realidad”
(en sentido escolástico clásico) de todas las explicaciones vehiculadas
en sermones, prédicas callejeras, catequesis, etc. No olvidemos que el
universo religioso cubría una buena parte de los lenguajes cotidianos,
y si bien no todos podían hacer alambicadas reflexiones teológicas, me
206
parece que el nivel promedio de conocimiento de la fe cristiana, para
aquel entonces, era bastante mayor que el del promedio actual, en el
que los creyentes viven confundidos por muchísimos más juegos de
lenguaje paralelos que menguan o enredan el sentido del discurso de
la fe. En consecuencia, es altamente probable que lo que vivieron los
limeños en una situación como la narrada en el robo de la eucaristía,
fue una experiencia vivida con la misma intensidad por distintos estamentos, castas y corporaciones. El atentado contra el cuerpo de Cristo
era la banalización del núcleo simbólico, del eje de todo este Orden.
Era natural que el pánico se apoderase de todos y que el temor por una
subversión del mundo paralizara el devenir de lo cotidiano.
En este sentido creo que no podríamos evitar percibir que el sistema
hispánico, soportado por este sistema de creencias tan literalmente extraído de un esquema aristotélico, tomista y dionisiano, haya sido el
corazón de lo que podríamos llamar una situación colonial de tipo trascendental. Es decir, la misma idea de que el mundo podía ser castigado por
la profanación del cuerpo de Cristo, refleja a todas luces la introyección
de una relación amo y esclavo. Mundo en el que Dios opera benéficamente siempre y cuando el orden y las jerarquías estuviesen firmemente custodiados. Cuando este orden es infringido, tal y como se
muestra en este episodio, se produce la ira de Dios. El sujeto actúa no
por un mero respeto, sino que el orden aquí nos revela también su cara
oculta: un temor reverencial que colinda con el miedo a la divinidad no
es precisamente aquello que surge del Dios misericordia del Evangelio.
Este relato descrito y analizado por el autor nos da quizá una de las claves
para entender un sistema en el que una determinada manera de entender
la dimensión divina lo conminaba a una colonización de las mentes de
los creyentes, y con la cual éstos no establecían una relación propiamente
filial sino subalternizada, mediada por un temor a la condena que podía,
en muchos casos, fungir de paradigma de dominación para aquellos que
cínicamente quisiesen beneficiarse de este sistema de creencias. Con esto no quiero negar la veracidad de sentimientos devotos y
religiosos de muchos que sostuvieron este sistema; como el autor,
creo que no podemos juzgar ni entender desde nuestra perspectiva
207
secularizada el sentimiento genuino de fervor auténtico que también
existió, sin duda. Pero de otro lado, tampoco podemos negar, desde la
óptica de una historia critica de la espiritualidad cristiana, que un régimen
en el que muchos no eran conscientes de su carácter eminentemente
excluyente, no era precisamente un régimen propiamente cristiano.
La pregunta es si pese a los supuestos cambios en la conciencia moderna, los progresos y las evoluciones, los sistemas ulteriores permiten
una mayor fidelidad al mensaje cristiano. No me corresponde responder aquí a esta pregunta pero lo cierto es que la lectura del Régimen
Hispánico de Rafael Sánchez Concha es, para un peruano cristiano e
ilustrado de nuestra época, una referencia indispensable para formularse esta y otras inquietudes similares e indagar por los escenarios de
la fe a través de nuestra historia que tan bien retrata el autor y que nos
lanza a imaginarios posibles.
Juan Dejo, S.J.
208
SILEX
El Silex del divino amor es un tratado de mística escrito por el
misionero jesuita Antonio Ruiz de Montoya, nacido en Lima,
y cuya fecha incierta de redacción se data alrededor de 1650.
La versión editada de este texto está basada en una copia
existente en el Archivo Arzobispal de Lima, escrita a
mediados del siglo XVIII e inserta en el voluminoso
expediente de la “Causa para la beatificación del Venerable
Francisco del Castillo”, también jesuita y que, según relata él
mismo en su biografía, habría sido el responsable de que Ruiz
de Montoya llegara a escribir el Silex... como una guía para
ayudarle en la oración. Sería pues un texto de pedagogía
mística, escrito por Ruiz de Montoya para ayudar a un joven
jesuita. Un acto de generosidad por el cual un maestro
entrega su legado de conocimiento y experiencia para la
posteridad.
El sílex o pedernal es el material que le dio al hombre el poder
de dominar el fuego. Hemos escogido este nombre para
nuestra revista como un homenaje a Antonio Ruiz de
Montoya. Esperamos que sus páginas enciendan la llama de
la curiosidad y el fuego de la pasión por el conocimiento que
nos motivan a escribirla.
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