Las flores son para el piano - Revista Urológica Colombiana

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Concurso de cuento cincuentenario
Las flores son para el piano
Por: Mefistófeles
S
eis veces retumbó el péndulo del reloj
en el vestíbulo del hotel Gay Lussac del
barrio latino en Paris. El estampido de
las campanas atravesó el umbral de la
habitación 353 e interrumpió bruscamente el
sueño del Doctor Zoilo Calle mientras soñaba
que realizaba una prostatectomía radical. El
estruendo del reloj no le permitió concluir la
intervención quirúrgica. Había controlado el
sangrado justo antes de despertar. Empapado
en sudor se vistió sin bañarse. Se asomó a la
ventana, todavía estaba oscuro. “Martes nueve
de mayo “, pensó, mientras repetía en voz alta
“ trocar, ligaclips, complejo venoso, bandeletas
neurovasculares, oxido nitroso”.
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Desayunó solo, en un amplio salón que
hacía las veces de comedor, atiborrado de
libros y plantas. Cuando terminó de comer,
despierto por completo, levantó la cabeza,
miró hacia el centro del salón y descubrió,
como un sarcófago, un viejo piano de media
cola color de miel, sobre el cual había fragmentos incompletos y quebradizos de partituras
de Federico Chopin. Melómano irredimible,
sucumbió a la tentación de dirigirse hacia
el tapete persa sobre el cual descansaba el
viejo instrumento. Con un ademán resuelto
se sentó en el, dispuesto a tocarlo. Cuando
levantó la tapa, el piano despidió un aliento
áspero y mordiente que embalsamó la atmósfera y puso al descubierto el teclado de marfil,
amarillo y manchado al que le faltaban piezas
que recordaban la dentadura de un anciano
abandonado.
Monsieur Gainepas, administrador del
hotel irrumpió en el salón atraído por la
magia de la música, observó brevemente los
movimientos gráciles de los dedos del Doctor
Zoilo Calle sobre el patinado teclado y dijo:
-Buenos días, ”Este piano solo sirve de florero,
ya nadie lo toca”.
El Doctor Zoilo Calle cambió la expresión
de su rostro asaltado por la sorpresa, dejó de
tocar y fijando sus vivaces ojos grises en los
celestes de Monsieur Gaignepas, reaccionó:
- ¡Que desperdicio. Es un Gaveau original,
terminado a mano a principio de siglo, una
reliquia que a pesar de su estado conserva la
resonancia mate propia de su marca.
- ¿Es usted músico?, ¿Es integrante de alguna orquesta de prestigio?
- No mire usted: Soy el Doctor Zoilo Calle
médico urólogo colombiano, ejerzo la urología
en mi país desde hace quince años. Vine a
París a dictar unas conferencias dentro del
marco de un congreso internacional de mi
especialidad. Soy además un apasionado
del estudio de la historia de la medicina. De
momento estoy sumergido en el proyecto
delirante de hacer la semblanza de un célebre
colega. Aun perviven entre sus biógrafos
algunos vacíos en derredor de lo que fueron
los días postreros de su periplo vital y no se
ponen de acuerdo en el lugar donde reposan
sus restos mortales. Aprovecho las pausas
del evento para escudriñar sobre éste asunto
y tengo confianza de encontrar su sepulcro,
para llevarle una ofrenda floral.
- Tomó un poco de aire y continuó: He
revisado en forma detenida y cuidadosa los
catálogos de las cementerios más importantes
de París con sus grandes archivos de difuntos destacados: Monmartre, Montparnasse,
Passy, Pere-Lachase. Me he servido de la
internet, he pasado noches en vela desem-
De repente, el Doctor Zoilo Calle guardó
silencio dominado por el recuerdo del sueño
inconcluso. Se había propuesto en su fantasía
anastomosar la uretra, de acuerdo con su nueva técnica, que era precisamente el tema de su
conferencia en el congreso, pero el estampido
del reloj se lo impidió.
Monsieur Gaignepas lo sacó del éxtasis
convidándolo a subir a la terraza del hotel, entonces se levantó del piano, cerró la tapa, situó
un jarrón con un nardo sobre su lomo, recobrando el instrumento el aspecto radiante que
de manera fugaz había perdido ante la vista del
teclado decrépito, digno de restaurar.
La cima del hotel dominaba el barrio latino con sus centros universitarios de gran
tradición. A las seis y cuarenta con un cielo
ceniciento, apareció en la terraza, en medio
de ellos un huésped del hotel, una ciudadana
belga de piernas largas y voz de soprano que
se presentó con el nombre de Mademoiselle
Grandevitesse, confesó haber escuchado
furtivamente la conversación junto al piano
y su determinación de involucrarse en la
pesquisa. Para participar en la investigación
solicitó algunos datos personales del médico,
el Doctor Zoilo Calle se mostró complacido de
conocerla y apreció su interés en brindarle su
apoyo y sin vacilar le contestó: “nació en Sagua
La Grande –Cuba–, el nueve de mayo, un día
como hoy, de 1860, hace ciento cuarenta años,
exactamente y murió en París el diecisiete de
enero de 1912”.
Mademoiselle Grandevitesse vivía años de
primavera, delatados por su piel tersa, hacia
poco tiempo había realizado una maestría en
historia en la Universidad de París; seguidamente, ella, hizo una apretada síntesis de los
cementerios de París y expuso lo que a continuación se dice:
Zona de Cuentos
“París con más de 2000 años de historia
desde cuando fue la antigua Lutecia, ha producido y sigue produciendo diariamente tantos
muertos que los campos santos se saturan y
no dan abasto. Hay que encontrarle espacio a
los nuevos muertos, por tanto muchos que han
permanecido por años o siglos enterrados y ya
no tienen dolientes, se exhuman, incineran y
se arrojan a fosas comunes, pero cuando algún
historiador desea hacer una investigación o
buscar un árbol genealógico, le es imposible,
estas personas han desaparecido para siempre,
son los verdaderos muertos. En otros casos los
trasladan de un lugar a otro, son como muertos en vida, de quienes pareciera no se puede
prescindir, podría citar a Moliere, por ser en
su tiempo, en 1673, una figura incómoda para
la iglesia no fueron autorizados los servicios
religiosos y la sepultura en tierra sagrada, al fin
por intervención del rey se permite el entierro
a escondidas , a las carreras y de noche, en el
cementerio de Saint Joseph reservado para los
no bautizados. En 1798 lo exhuman y conducen
en cofre de plomo al museo de monumentos
franceses y por fin en 1817 por orden de Napoleón sus restos vuelven a ver de nuevo la
luz del día y llevados a Pere Lachaise donde
hoy no descansan”.
–Descansan– corrigió, el Doctor Zoilo
Calle
–No descansa– corrigió, Mademoiselle
Grandevitesse, se creía que Molière iba en Père
Lachaise a conseguir la paz que no alcanzó
en vida, pero en 1973 un nuevo inquilino de
este jardín de la muerte se instala como su
vecino: Jim Morrison, el guitarrista y vocalista
líder del grupo de rock “the doors”, la tumba
más visitada de París. En verano, se ponen
citas allí hordas de fanáticos que alborotan el
silencio sobrecogedor del camposanto y en
parafernalias de cerveza, llenando de letreros
las tumbas vecinas, traen flores, escandalizan
con pregones de poesía y en las noches gélidas
de invierno se escuchan las reverberaciones de
la guitarra eléctrica que atormentan al dramaturgo. París esta a la espera de la repatriación
de los huesos de Morrison a su natal California
para tranquilidad del comediante
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polvado folios y folios de los diccionarios de
personas inhumadas, he tenido en cuenta
recomendaciones de eruditos y estudiosos
académicos, tampoco he echado en saco roto
sugerencias de aficionados y hasta consejas
de charlatanes.
Con su blanco dedo índice señaló hacia la
cúpula del Panteón, templo destinado a los
grandes hombres de Francia, que desde allí
lucía imponente y refiriéndose al interior de
su visible cúpula, cubierta de frescos monumentales, manifestó: “Allí, llevaron a su cripta
a Mirabeau con honores, pero un año después
sus cenizas fueron expulsadas cuando se
descubrió su correspondencia con Luis XVI.
Allí yace también Emile Zola quien reposaba
tranquilo con su familia en la necrópolis de
Monmartre, fue separado de ella en 1906 para
traerlo aquí. No se sabe cuál haya sido la suerte
de nuestro personaje, cuantas veces habrá sido
trasladado , o si fue incinerado”.
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El Doctor Zoilo Calle a este punto de la conversación disponía del tiempo justo para llegar
al centro médico Montsouri para participar en
una demostración de su técnica quirúrgica. Se
despidió de sus interlocutores e intercambio
los teléfonos personales con Mademoiselle
Grandevitesse con quien se volverían a ver a
la hora del almuerzo. Ella se comprometió a
continuar la investigación. Salió a la calle, se
lanzó al barullo de la rue Cardinal Lemoine hacia el Boulevard Saint Michel. La avenida rugía
alborotada por la algarabía de los automóviles y
el paso afanoso de los transeúntes. París fue una
masa gelatinosa e impersonal que lo arrastró a
la Estación del metro en la catedral de NotreDame. Quince minutos más tarde se había
olvidado de su vocación de historiador y se
hundía dentro de los vericuetos de los avances
de la cirugía urológica. A las 11 de la mañana
encontró una llamada en su teléfono móvil de
Madame Grandevitesse comunicándole que
tenía información certera sobre el epónimo
urólogo: fue enterrado en una vecina población
de París llamada Neuilly-Sur-Seine, ella se desplazaría hasta allí y hablarían más tarde.
A la una en punto, se escuchó nuevamente el péndulo del reloj en el vestíbulo.
Almorzaron juntos en el salón del hotel, como
estaba previsto, al lado del viejo Gaveau con
la tapa cerrada y el jarrón de flores sobre su
lomo de cedro, que lo hacia parecer como otro
interlocutor. En medio del lúgubre traqueteo
de la lluvia sobre los cristales de la ventana
platicaron sobre temas diversos, Mademoiselle Grandevitesse mostró una locuacidad
torrencial.
El Doctor Zoilo Calle tuvo la impresión de
que los ojos de Mademoiselle Grandevitesse
se anegaban. Guardó silencio. Ella prosiguió:
“Estos campos santos son un tributo a éste
mundo y no al siguiente, a la vanidad humana: monumentos suntuosos, en mármol,
en bronce, grandes vitrales. Chopin en Père
Lachaise con la musa Caliope con una lira en
su mano.
Retiró de sus labios la copa de su Chateau
Petri. Cambiando de tema expreso, estuve en
al mañana en el despacho de la alcaldía de
Neuilly-Sur-Seine, en donde me fue imposible
comunicarme con Monsieur Nicolás Sarkosy,
pero hable con su secretario privado, quien
dio instrucciones al conserje del cementerio
para buscar conmigo uno por uno los osarios
y de revisar los libros del cementerio, después
de varias horas, pudimos concluir “No hay
ningún rastro en el campo santo de los huesos
de Héctor Joaquín María Albarrán y Domínguez”.
El Doctor Zoilo Calle envuelto por una
areola de nostalgia, como enfermo desahuciado, se levantó de la mesa, se dirigió hacia el
piano y coloco sobre el jarrón los lirios blancos
y las rosas rojas que había dispuesto llevarle
al maestro.
El Doctor Zoilo Calle percibió la respiración
agitada de Mademoiselle Grandevitesse, Ella,
sintiéndose pura y con el corazón abierto con
un beso en la frente le dijo:
- “No perdamos el rastro de nosotros”.
A las ocho de la noche de ese martes
nueve de mayo, con celajes de oro en el cielo
de París, por el sol aun reluciente, el Doctor
Zoilo Calle, se dirigió al aeropuerto Charles de
Gaulle con destino a Colombia con una escala
en Caracas.
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