El (des)concierto De Eros

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"El (des)concierto De Eros"
(*) Reunión Lacanoamericana De Psicoanálisis, Florianópolis, 2005.
Osvaldo Manuel Couso
“Olvidemos las palabras, las palabras: / Las tiernas, caprichosas, violentas, / Las suaves de
miel, las obscenas, / Las febriles, las sedientas, las hambrientas. / Dejemos que el silencio dé
sentido / Al latir de mi sangre en tu vientre: / ¿Qué palabra o discurso lograría / Decir amar en
la lengua de la semilla?” (José Saramago )
Aunque de él mucho se habla, el amor es esencialmente algo que se hace y que, más allá de
las palabras, pone en juego el objeto a como verdad de la estructura. (1).
Sin embargo, por la misma razón por la que era idealizado en la cultura (su dimensión ilusoria
de espejismo y re-encuentro con lo perdido), era despreciado en el medio lacaniano de Bs.
As. Pero el amor no es sólo desmesura o afiebradas ilusiones; aunque mienta eternidad y
paraísos, su desvarío es también vecino de la soledad y el desamparo: hecho de lágrimas y
flores marchitas, su torbellino ayuda a soportar la falta en ser, al articularla con la esperanza
de alcanzar una plenitud del ser.
Así, el amor no reniega del vacío, él mismo es vacío (2); agujero carnal hecho de vértigo,
sombras y apetitos, desde los que inventa una promesa que, aunque extravíe, empuja a una
continuidad, a un fluir por los laberintos de la vida.
El amor es una carta que se espera. Y un mensaje a quien la recibe: en algún lugar del
mundo, él existe para alguien. Las cartas que escribe el amor: a veces fuerza que impulsa, a
veces “flores negras en el viento” (3) que un corazón enlutado enviara al fuego y al olvido.
Coincidiendo con la concepción popular, Lacan dirá que el amor es discordia (4).
Des-encuentro entre alguien a quien algo le falta (sin que sepa qué) y alguien que algo
“parece” tener (pero tampoco sabe qué es). Sólo ilusoriamente, puede creerse que lo que le
falta a uno coincide con lo que “parece tener” el otro.
Pero esa ilusión tiene el mérito de propiciar un encuentro que, aunque fallido, hace
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surgir el campo de lo ficcional, tan necesario para el análisis (5) como para la vida misma. Esa
puesta en escena de carencias, ansias insatisfechas, engaños y desilusiones, incluye la
dimensión de los cuerpos (como Platón y Alcibíades le enseñaran a Lacan) (6) y por ende el
acercamiento a la falta de relación sexual.
Sin embargo, maravillas de la Cibernética, un texto que circula en Internet desmiente que el
amor sea discordia, al eliminar la pregunta “qué quiere (y de qué goza) una mujer”, así como
la relación de lo femenino con lo héteros, lo inquietante o enemigo: hoy la llave de la felicidad
está al alcance de cualquiera (que tenga conexión con Internet), ya que el texto promueve
como infalible un sencillo método, para hacer felices a las mujeres.
Explica cómo “debe ser” un hombre para lograrlo: amigo, confidente, compañero respetuoso
(pero amante apasionado), maestro, sexólogo, inteligente, simpático, intelectual pero
deportista, comprensivo, caballero, cariñoso y atento (pero no baboso), prudente pero audaz y
decidido, fuerte, débil, valiente, temerario, dulcemente desvalido, ambicioso, imaginativo,
creativo, capaz, confiable, nada celoso (tampoco desinteresado), tolerante para respetar sus
espacios (pero no despreocupado), memorioso (para recordar las fechas de cumpleaños,
primer beso, menstruación, aniversario de novios, de boda, de graduación, de la primera vez,
etc.) y especialmente deberá ser muy... pero muy... solvente.
En letra pequeña se aclara que lo dicho no garantiza la felicidad de ella, que sofocada por
“tanta perfección”, podría fugarse con el primer desgraciado que se le atravesara.
El texto no se detiene allí, enseña también como hacer felices a los hombres, cuestión que
resulta igualmente fácil: sólo hay que procurarles sexo y comida.
Destaco el acierto de la sabiduría popular: además de portador fálico, las condiciones que el
varón deberá reunir (para hacer feliz a una mujer), se refieren al “ser”; la demanda femenina
está dirigida al objeto de amor, al semblante de ser. En cambio para los hombres no se trata
tanto del amor como del plano pulsional: el objeto (del que una mujer es el revestimiento). Ello
nos enseña que el amor (entendido como Eros), implica dos discordias, dadas por la
diferencia que tienen, en hombres y mujeres, la estructura de la demanda de amor, por un
lado, y la estructura del goce, por otro lado.
LA DEMANDA DE AMOR Y SU DISCORDIA
Desde que el viviente se encuentra con el lenguaje, debe responder a la castración materna, a
su demanda de falo, que tiende a reducirlo a “ser” el falo de la madre. Es decir, a “ser” lo
que el Otro le pide que sea.
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La función paterna, además de privar a la madre y al hijo, hace entrar la demanda en la
equivocidad (fundando el entre-líneas): el chico accede a preguntarse qué es lo que el Otro
“verdaderamente” quiere (diferente de lo que “dice querer”) (7). El desasimiento del hijo se
sella porque un hombre de carne y hueso, causado por una mujer (asimismo objeto de su
goce), toma a su cargo la demanda materna. No lo hace porque detente un dominio sobre el
goce, sino a pesar de no tenerlo: la satisfacción de la madre ya no será asunto del hijo, sino
del padre real, que en definitiva es quien se las arregla como puede, con una mujer...
Ello no impide que el padre sea idealizado, sujetando (otra vez) al sujeto a su deseo y
(supuesto) poder de Amo. Ya no será devorado por la boca de cocodrilo (8) de un Otro
caprichoso y sin ley, pero sí golpeado por la rivalidad fálica. Desde que hay padre, hay
protección y sometimiento: su golpe normativizante (9) tanto impone la castración y la Ley,
como el goce que obtiene (al golpear) y el que genera en el sujeto (al ser golpeado).
Las neurosis hacen equilibrio entre dos abismos: por las (ineludibles) fallas de la función
paterna, pueden caer en el sometimiento a una omnipotencia del Otro que se vivencia como
sin límites. Pero por la eficacia de dicha función (aunque desprende de la obligación de
responder a la demanda materna), el poder retorna desde el padre, como competencia
desigual con lo que se vivencia como omnipotencia fálica de éste.
La culminación del complejo de Edipo implica para el varón acceder a la posición de portador
fálico, atravesando la rivalidad fálica con el padre y en las actividades sociales, laborales o
deportivas (transformadas en “torneos” que dirimen “quien es el que la tiene más grande”).
Un modo clásico de “heredar” el falo es hacerse un nombre propio a partir del nombre dado
por el padre. Un poeta dice bellamente la rivalidad fálica y la chance de trascenderla: “... he
llevado tu nombre // un poco más allá del odio y de la envidia.” (10).
La culminación del Edipo es diferente para las mujeres: como les está vedado tener el falo,
vuelven al “ser” de la primer etapa. Si es diferente a un “volver atrás”, si logran “serlo”...
pero no del todo (sólo en parte), es por el amor del padre, “puerto de salvación” (11) que
sostiene y a la vez limita la identificación al falo. Lo ejemplifico con la clásica seducción
femenina: cuando un hombre las mira, ellas “son el falo” y no el objeto a desechar; pero la
protección de esa mirada paterna desaparece si el hombre (que representa al padre... pero no
lo es) pretendiera otra cosa que mirar, pasando de padre que protege a íncubo que la toma
como objeto. Así, en el mismo momento de lograr el reaseguro, éste deja de ser efectivo, y
deben (para que siga siéndolo) sustraerse.
Entonces: en los hombres, la salida del Edipo consiste en renunciar a “ser” el falo y encontrar
un modo de “tenerlo”, atravesando la lucha con la potencia del padre, para poder resolver
una paradoja: el aspecto potente del padre, tiende a someter y feminizar; pero si falla la
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potencia, cae con ella el polo identificatorio, dificultando el acceso a la masculinidad.
La salida femenina del Edipo es renunciar a “tener” el falo (conformándose con “equivalentes
simbólicos”) y encontrar el modo de “serlo” (que deberá ser no-todo). El amor del padre es
decisivo para sostener y limitar la identificación al falo: el temor a la pérdida de ese amor,
ocupa el lugar que tiene para los varones la angustia de castración.
Así, las niñas necesitan que el padre las reasegure permanentemente. La lógica de la
castración sitúa la demanda al padre en un punto crucial de la sexualidad femenina.
Predomina en ellas quedar atadas por siempre a tal demanda, a preguntarse si un hombre las
ama, o a quejarse por lo que se les debe, o a la espera de “algo” que un hombre les debe
dar, y que no es sólo amor: por su costado fálico, ellas buscan un “padre potente” (12), un
jefe, un amo que aparenta tener un “falo absoluto” y un saber sobre el goce. La “promesa”
implícita de “hacerlas gozar realmente”, develando el secreto del enigmático goce femenino,
puede fascinarlas irresistiblemente.
La demanda de amor al padre está condenada al fracaso, no sólo porque ningún objeto que
se pueda pedir, dar o intercambiar, es el objeto perdido del deseo, ni puede compensar por la
pérdida de goce originaria que el mismo significante ha inducido. Además, porque la demanda
se dirige a quien ha originado, al introducir la dimensión fálica, la insuficiencia que lleva a
demandar; y porque tal aporía extiende la demanda a los demás hombres, los semejantes a
cuyo goce quedan sujetadas y dependiendo en exceso: no sólo las esperan incontables
desilusiones, sino un sometimiento que puede llegar al estrago.
Clínicamente, se observa la generalidad de una intensa necesidad femenina de recibir un
signo de amor del hombre. Que les hablen, las miren, les cuenten y las tengan en cuenta, que
pongan en juego su falta (sólo así se sienten amadas, ya que amar es dar lo que no se tiene).
En definitiva, que por ellas renuncien al goce (masturbatorio) de los “torneos fálicos” (salida
“normal”, aunque no resolución final) del Edipo masculino.
Así, lo que ellas (por el desarrollo de su Edipo) necesitan, es que ellos renuncien a lo que ellos
necesitan (por el desarrollo de su propio Edipo). Paradoja de la diferente estructura de la
demanda en los sexos, con tendencia general de los hombres a la torpeza (por no poder leer
el pedido femenino), de las mujeres a la exigencia (por no poder tolerar la torpeza), y de
ambos al intento de imponer al otro las propias limitaciones.
EL GOCE Y SU DISCORDIA
En las mujeres predomina la demanda de amor, en los hombres la tendencia a no escucharla,
porque están más dedicados al goce que al amor. Ellos buscan el objeto de amor (la “persona
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total” del otro sexo) para rebanar del cuerpo (que evoca el de la madre) el trozo del que se
puede gozar. Lacan llama“perversión polimorfa del macho ” (13) a tal satisfacción, que aporta
el objeto a del fantasma.
Pero aún falta lo peor: una característica esencial del goce fálico (predominante en el hombre)
es tender a la autosatisfacción (14), a prescindir del Otro y del cuerpo del otro. El varón no
podrá dar el signo de amor que las mujeres demandan, porque está “tomado” por un goce
solitario, que tiende a evitar el cuerpo del partenaire.
El encuentro de los cuerpos es un punto crucial. Es potencialmente angustiante, ya porque la
desnudez actualiza la castración, ya por el temor de un arrasamiento subjetivo: cuando el
cuerpo del partenaire goza, se “olvida” de los sujetos, evocándoles el horror de un goce que
puede reducirlos a objeto.
Lacan recorta de Platón el mito del nacimiento de Eros (15), aunque sin darle la generalidad
que voy a proponer. Penia (la pobreza, sin salida ni recursos) inventa desde su carencia:
espera a Poros (la astucia, el ardid, la inventiva) al salir de una fiesta y lo seduce. Lo “agarra
entre dormido y borracho” y “le hace una cama”, haciéndose embarazar por él. Así nace el
amor, amalgamando invención y carencia.
En cierto sentido, todas las mujeres son esa Penia sin recursos (metáfora de sin pene:
castración imaginaria “efectivizada”). Y conciben a los hombres provistos de recursos (es
decir: portadores fálicos) que, sin embargo, no están dispuestos a poner en riesgo (ya que
prefieren que los dejen tranquilos gozando en soledad). (16). En cierta medida cada mujer es
esa Penia que sorprende al varón, que “lo agarra tomado, embriagado” por ese goce (al que
el falo lo condena), y articulando la causa del deseo y la mascarada fálica, lo aparta de él: “la
cama que le hace”, le posibilita que vaya más allá de él mismo, y que de ello surja algo
nuevo.
Platón no es el único en propiciar la idea del hombre retenido en un goce del que deberá ser
arrancado (por una mujer): una canción popular metaforiza el primer aspecto por las
golondrinas y su “fiebre en las alas.. (..).. con ansias constantes de cielos lejanos ”. Sin
embargo, el poeta tranquiliza a la muchacha del barrio: como “la golondrina un día su vuelo
detendrá.. (..).. su anhelo de distancias se aquietará en tu boca ” (17), ella puede esperar el
sosiego de la inquieta criatura, albergar la idea de atrapar definitivamente al pájaro viajero.
Así se alude a ideas y conflictos esenciales de las posiciones masculina y femenina. Para un
hombre se trata de gozar el objeto que el deseo recorta. Para una mujer, de la espera del
signo que asegure el amor del padre.
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Por las dos discordias (en el amor y en el goce) que marcan para siempre la vida amorosa, el
encuentro entre hombres y mujeres es como la ejecución de un concierto donde los músicos
interpretaran diferentes partituras. Cada tanto algunas notas armonizan, pero predomina el
barullo.
Sin embargo, el (des)encuentro propicia una triple revelación: el amor des-cubre el reflejo
vano de los espejismos; el deseo que no alcanza el objeto que lo causa; el goce obtenido,
menor que el esperado, no compensa la pérdida originaria. Desengaños que dejan una
“aprehensión experimentada de la inexistencia” (18) de la relación sexual. El encuentro es
con lo real y, como tal, modificará profundamente los sujetos, al concebir que “la vida.. (..).. es
una derrota aceptada” (19): por aceptada la derrota se transforma en agujero de un nudo (que
pienso borromeo) formado por amor, deseo y goce. Ellos renuevan la vida misma: el amor
como significación, genera una esperanza futura que sostiene al sujeto en su carencia,
mientras el deseo vuelve a articular la causa a la in-satisfacción (propia de toda satisfacción
alcanzada). Vida y muerte, alegría y angustia, zozobras del alma y certidumbres del cuerpo, la
música (aunque también el barullo) de Eros... podrá recomenzar.
BIBLIOGRAFÍA
1. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XIV: “La lógica del fantasma”, inédito, 11-1-67.
2. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XXIV: “L’insu que sait de l’une-bevue s’aile a
mourre”, inédito, clase 15-3-77.
3. Manuel J. Castilla: “Cartas de amor que se queman”. Poema que fuera musicalizado por
Gustavo “Cuchi” Leguizamón.
4. Jacques Lacan: El Seminario, Libro VIII: “La transferencia”, Ed. Paidós, Quilmes, 2003,
30-11-60.
5. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XI: “Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis”, Ed. Paidós, Bs. As., 1993, pág. 139. Allí puede leerse: ”es preciso que
hagamos surgir el campo del engaño posible.”
6. Ibid. de 4. En el trabajo de lectura de “El Banquete”, Lacan destaca la entrada en escena
de Alcibíades. Hasta entonces, el amor parecía ser sinónimo de hablar de amor; luego, ya no
se tratará de discursos, sino de afectos entre las personas allí presentes: en acto se muestra
que el amor (entendido como Eros) se despliega en una escena y en relación con el cuerpo.
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7. Ibid. de 5, pág. 222.
8. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XVII: El reverso del psicoanálisis, Ed. Paidós, Buenos
Aires, 1992, pág. 118.
9. Sigmund Freud: “Pegan a un niño”. En Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974,
Tomo VII, pág. 2465.
10. Salvatore Quasimodo: “Al Padre”, en Obra Completa, Ed. Sur, Bs. As., 1959, pág. 369.
11. Sigmund Freud: “La Feminidad”. En Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974,
Tomo VIII, pág. 3174.
12. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XX: “Aún”, Ed. Paidós, Barcelona, 1981, pág. 44.
13. Ibid., pág. 88.
14. Ibid., pág. 99.
15. ibid. de 4, 25-1-61.
16. Ibid. de 12, pág. 146.
17. El tango “Golondrinas”: letra de Alfredo Lepera, música de Carlos Gardel.
18. Ibid. de 12, pág. 175.
19. Marguerite Yourcenar: “Memorias de Adriano”, Ed. Sudamericana, Avellaneda, 2003,
pág. 12.
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