Juan José Saer Una cierta premonición

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A l be rto H erna n d o
ENTREVISTA CON
Juan José Saer
Una cierta premonición
Alberto Hernando entrevistó a Juan José Saer, autor de una
vasta y genial obra narrativa, en una de sus visitas a Barcelona.
Por caprichos del mundo editorial, nunca llegó a publicar la
conversación con el narrador argentino. Al enterarse de su muerte
decidió volver a ella para descubrir, con sorpresa, que tenía ante
sí una fluida y completa conversación, con el triste añadido de
ser ahora las reflexiones de una voz póstuma.
A
l inicio de 2002, Muchnik Editores (después cambiaría su
nombre por El Aleph) reeditó de
Juan José Saer La pesquisa, Las nubes y
Lugar. Tuve la oportunidad de entrevistar
al escritor argentino la tarde del 7 de
marzo de aquel año, en los locales de
Edicions 62, aprovechando que se había
desplazado a Barcelona para promocionarlos. Supuse que para Saer esas “servidumbres” editoriales constituían un
arduo esfuerzo. Aunque al principio
parecía algo amodorrado –incluso intrigado por el amplio dossier que yo
llevaba sobre él y que no pudo evitar
curiosear–, se fue soltando y emergió su
lucidez y bonhomía. Entonces, más que
una entrevista, aquello devino en una
afable charla sobre literatura y el oficio
de escribir. Fue la primera y última vez
que hablé personalmente con Saer, constatando que su personalidad y humanidad estaban a la altura de su excelente
obra. Guardé la cinta magnetofónica –sin
transcribirla– en un cajón, y ahí permaneció hasta que me enteré de la muerte
del escritor el pasado 11 de junio en el
hospital de Ronsy. Al volver a escuchar
la entrevista confirmé, con mala concien-
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cia por haberla relegado a un rincón, el
valor de la misma. Merecía publicarse.
Y en eso estamos.
Lugar es una compilación de relatos breves que
amplía su anterior obra titulada Unidad de
lugar. ¿Dónde se halla usted más cómodo, en
la novela o en los textos breves?
Esta es una pregunta que me toma un
poco desprevenido. Había dejado de
escribir textos breves hasta Lugar. Yo creo
que el último lo escribí hace veinte años,
porque consideraba que el cuento como
preceptiva es demasiado estrecho, y si no
hay una posibilidad de innovar el género,
no valía la pena. Escribir un cuento no
me interesaba. A pesar de que en Lugar
hay algunos que son más cuentos que
otros, pues como usted habrá notado no
tienen la estructura de cuento.
¿Veinte años sin escribir un texto breve?
Bueno, un poco menos. Cuando empecé a escribir estos textos de Lugar, que me
llevaron tres años, había uno o dos que
eran un poco más antiguos. Guardo
siempre algún texto que, aunque me
guste, no lo publico porque pienso que
éste puede traer otros. Así es el proble-
ma de la escritura. Hay siempre una cuestión de incertidumbre sobre si se podrá
o no continuar escribiendo a partir de un
texto. Considero que toda la ficción que
escribo son fragmentos de un mismo bloque. Fragmentos que pueden tener extensiones diferentes. Hubo una época, en
los años sesenta, que el género que más
fascinaba a los jóvenes escritores era la
novela breve. Había algunos modelos como Otra vuelta de tuerca de Henry James,
Los adioses de Onetti o El oso de Faulkner
o los relatos de Katherine Anne Porter...
Ese género, en mi generación, dio como
resultado que cuando se escribían novelas eran más cortas que las habituales. Por
el contrario, las novelas del boom son todas unos ladrillos increíbles. Por menos
de 500 páginas no se les corta la cabeza.
En cambio, otros escritores como Rulfo,
Felisberto Hernández o Borges, para
limitarme a la literatura latinoamericana, escribieron excelentes textos breves.
Daba la impresión de que se podía elaborar mejor un texto si era más breve,
pues se tenía el prejuicio, tal vez, de que
la novela era un género farragoso, que
había siempre zonas de transición... Yo
fui trabajando textos narrativos de extensión media y cuando se trataba de novelas, a parte de mi primera que fue la más
larga, la extensión de todas ellas era de
unas 180 ó 200 páginas, una extensión
similar a La pesquisa o Las nubes. El cuento tenía, contrariamente a lo que ocurre
con la novela, la desventaja opuesta. Era
demasiado corto, no se podían desarrollar cosas. Todo esto exige una estrategia
específica para cada caso. Tanto el poema,
como el relato corto o largo y la novela,
exigen, cada uno, una estrategia diferen-
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te. Entonces, poco a poco, me vino esta
especie de idea para mis libros, para mi
trabajo, de que cada uno de los textos que
escribía era como una especie de fragmento, que no lo daba por terminado y que
podía cobrar nacimiento en otro texto que
escribiera o que pudiera desgajarse de
otro ya escrito. Eso me permite navegar,
surfear como diría ahora un joven, entre
los distintos géneros y extensiones sin
obligarme a asumir, de manera estricta,
la perceptiva de ningún género.
La relación de un texto con otro se percibe en
la mayoría de sus obras, especialmente en La
pesquisa donde aparecen personajes –Tomatis, Pichón– y alusiones a otras de sus novelas.
Hay una especie de complicidad intertextual.
Edmond Jabès decía que todos sus libros eran
fragmentos de El Libro. Igualmente, los ocho
libros de Albert Cossery se podían considerar fragmentos de un mismo libro. De hecho se puede decir
que los grandes escritores lo son de una única obra
y que las demás gravitan en torno a ella.
Espero formar parte de esos escritores.
En los textos breves, el autor está obligado a ajustar su voz a la extensión narrada y en consecuencia su voz y estilo suelen diluirse. Sin embargo,
en el caso de los relatos de Lugar, se aprecia lo
transversal de su estilo característico de frases
largas y coordinadas, descriptivas, envolventes,
donde el espacio y el tiempo se aquilatan perfectamente y los recursos sintácticos se usan con
acierto y diversidad. ¿Esta técnica puede incluirse en una determinada tradición literaria?
O dicho de otra manera, ¿con qué mimbres literarios está hecho el cesto de su obra?
Habría que definir qué es la tradición
para un escritor. La tradición para un
escritor no son los escritores que le gustan, sino los que le incitan a escribir. Hay
escritores que nos disuaden de escribir,
nos hacen pensar que la literatura es una
aventura que no vale la pena ser vivida.
También hay otros que admiramos
mucho, pero que no nos incitan a escribir. Simplemente están ahí como alguien
a quien admiras. Y existen otros que admiramos y, al mismo tiempo, nos hacen
sentir que lo único que se puede hacer es
escribir porque vale la pena. Escribir es
aquello que realmente nos permite exis-
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tir plenamente. Hay algunos escritores
que producen ese efecto en mí; aunque
no los relea, lo han producido. Cada vez
que sentía que no valía la pena seguir trabajando –porque no hay que creer que
uno escribe en la omnipotencia, sino que
lo hace la mayor parte del tiempo en la
incertidumbre y el desaliento; y tiene que
superar muchas cosas para escribir–, la
existencia de esos escritores era ya un estímulo para volver a trabajar. Eso, a mí
me parece, es la tradición de un escritor.
Y, al mismo tiempo, son esos escritores
donde uno aprende a escribir. Porque uno
aprende leyendo a escritores, no aprende de los libros, en los manuales. Y aprende también a escribir alejándose de esos
modelos. Esa es la cosa más difícil y, casi
diría, dolorosa. En todo escritor hay un
parricida, en la medida en que aquellos
escritores que más admiramos son a los
que tendemos a parecernos, y nunca se
logra, aunque siempre hay un influjo de
ellos muy fuerte. Eso crea también una
tradición. Faulkner y Conrad pertenecen
a una misma tradición. Faulkner, según
decía él, hereda la tradición de James
Joyce, Joseph Conrad y Thomas Mann.
Todos los narradores que cuentan en el
siglo XX han heredado la tradición de
Flaubert y Dostoievski. En ese sentido,
esa es la idea que tengo de tradición.
Puedo dar muchos más nombres: Goethe,
Pavese, Onetti..., pero no vale la pena.
Su obra se podía señalar como realista y ello
implica un cierto compromiso con la realidad.
En su caso, ese compromiso con la realidad
política y social de su país ya lo ha expresado en
Lo imborrable y Glosa, donde habla de la
dictadura y el horror que la sostiene. ¿La actual
situación de terrible crisis económica que sufre
Argentina influirá en sus textos?
Supongamos que a un amigo, Kafka le
decía que iba a escribir una historia de un
hombre que se convierte en cucaracha. El
tipo le hubiera dicho: “¡Por favor, Frank,
pensá en otra cosa!”. Se puede hacer literatura, si uno tiene talento, con todo.
Incluso se puede decir que hubo una
literatura de la depresión económica en
los Estados Unidos. Todos los escritores
de la Generación Perdida trabajaron ese
tema. Particularmente Steinbeck, John
Dos Passos y James T. Farrell. Y en la
literatura argentina, posiblemente en la
española también, ha habido escritores
sociales que han sido importantes. No es
mi vena, no es mi manera de ver las cosas,
pero me merece respeto. Ahora bien, en
este momento estamos viviendo en medio
de una situación de la realidad cotidiana
que me gustaría poder comprender mejor
para ayudar a cambiarla. Pero no veo por
ahora una relación con mi literatura. Por
ahora. Porque voy incorporando cosas,
pero siempre más tarde.
En su obra se repite un elemento importante, que
está siempre muy presente, que es el río. Pero a
diferencia de Conrad, donde el río es un destino,
una dirección, en usted es un límite, una frontera. Da la impresión de que cuando se llega al
río ya no hay nada más.
Sí, el río malayo de Lord Jim. Aunque
Conrad sólo estuvo allí diez días en toda
su vida, escribió como cinco o seis libros
al respecto. Uno de ellos es maravilloso.
No me acuerdo ahora como se llama exactamente… Trata de un capitán ciego que
disimula la ceguera y disimula dirigir su
barco, pero quien lo hace es su segundo,
un indígena… Es maravilloso el libro…
Esto es para decir que el río, para mí, es
un elemento empírico, pero también en
sí mismo es un símbolo universal.
¿Se podría considerar sus novelas como fronterizas, ese lugar donde el mestizaje y el azar son
posibles, en el sentido de que el río es un límite
y, al mismo tiempo, un lugar de confluencia?
Eso está muy bien observado. Nunca lo
había pensado. Todas las ciudades que se
extienden al borde del Paraná –y sobre
todo Santa Fe– terminan abruptamente
sobre el río. Al otro lado está el campo.
No hay ninguna ciudad enfrente de Montevideo o Buenos Aires. Están separadas
una más debajo de la otra. No es como
aquí. Como en París que hay rive gauche y
rive droite. Allí el río es, efectivamente, un
límite. No sé si recuerda uno de los poemas de Los cuatro cuartetos de Eliot: “Al
principio admitido como un límite”, dice del río. Y efectivamente. Al mismo
tiempo la frontera es de lo imaginario. Es
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una frontera cultural, un encuentro de
muchas coordenadas culturales diferentes. El río las ha sintetizado en un momento de la historia. La Pampa en el siglo XIX
estaba vacía y prácticamente todas las comunicaciones eran fluviales. En el siglo
XIX la Argentina del litoral vivía mucho
más sobre el río. Con la aparición del
ferrocarril y los caminos, el río desapareció
como zona de comercio y centro, y quedó
como una especie de lugar salvaje. Luego
fue puerto de ultramar con la expansión
del trigo, pero cuando terminó ese apogeo, volvió al estado salvaje nuevamente.
Podríamos decirlo, aunque no es tan así,
pero digamos que tuvo una especie de
regresión al estado salvaje y de frontera
no sólo física, sino también cultural.
Llama la atención en sus libros cómo resuelve su
extraterritorialidad. Usted vive en Francia
desde hace treinta y dos años, pero su literatura
no ha perdido el vínculo con la Argentina. Y ello
no es debido a que adolezca de un cierto irredentismo como suele ocurrirles a algunos exiliados.
Sin embargo, usted sí mantiene una distancia con
sus orígenes sirios, a pesar de que en una entrevista dice que en su niñez hablaban en su casa
árabe. Otros escritores como Jorge Amado y
Milton Hatoum han escrito sobre su ascendencia
turca o libanesa (por cierto, Hatoum sitúa
algunas de sus novelas –Relato de un cierto
oriente, Dos hermanos– también junto a un
gran río, el Negro). ¿Ha habido una especie de
corte drástico con sus orígenes? ¿No ha quedado
nada de ello?
No es cierto. Claro que han quedado
cosas. Y naturalmente no sólo han quedado, sino que en estos momentos están
saliendo a la luz. Van a entrar en mi literatura de manera protagónica. En estos
momentos, el personaje principal de
una novela que estoy escribiendo es un
descendiente de sirios. La explicación a
ese silencio es debido a un largo periodo
de aculturación. Me siento argentino y
sólo argentino y rechazo toda otra filiación, porque a través de la apropiación
del idioma he ido construyendo mi literatura. A veces pienso, sobre todo estos días,
que el hecho de haber querido escribir era
una forma de apropiarme, a causa del
idioma extranjero de mis padres, de ese
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idioma hablado a mi alrededor. Mi padre
también se sentía muy argentino. Vino a
la Argentina cuando tenía dieciocho años,
y mi madre a los tres años con sus padres.
Después sus otros siete hermanos ya
nacieron allí. De modo que apropiarme
del lenguaje y expresarme a través de él
era una forma de completar el proceso de
aculturación. Ni siquiera es una hipótesis,
es un sentimiento.
Pero debe de ser difícil mantener esa argentinidad
en Francia, dónde forzosamente tiene que hablar
y convivir con otro idioma.
Por supuesto. Yo antes tenía más experiencia del inglés que del francés. Luego,
poco a poco fui abandonando el inglés:
porque mi objetivo principal es concentrar todo en la escritura. Y aquello que
pudiera traer problemas al trabajo de
escritura lo iba abandonando. Llegó un
momento en que la cosa se volvió monótona. Incluso empobrecedora, pero me
parece que vale la pena si lo que uno quiere hacer es escribir.
Me llama la atención que su obra no tenga
una influencia directa de la novelística actual
francesa. Aunque ya sabemos que ésta ahora no
pasa por sus mejores momentos.
Se ha hablado de que había en mis libros
una influencia del Nouveau Roman.
Personalmente yo no lo aprecio.
Yo tampoco. Hay algunos escritores
franceses a los que quiero mucho. Pero
los dos que más me han impresionado son
Flaubert y Proust. Son los que más he
releído. Particularmente Flaubert. Era un
extraordinario técnico. Proust es un
maravilloso escritor, en cierto sentido más
grande que Flaubert, pero creo que domina menos su materia. Flaubert era un
hombre que dominaba el texto desde el
principio hasta el final. Y eso ha sido
un ejemplo muy grande para todos los
narradores del siglo XX. Hay algunos
escritores del Nouveau Roman que me
inspiran mucho respeto. Creo que es el
último gran movimiento de la literatura
narrativa. Por ejemplo, Nathalie Sarraute, Robbe-Grillet... Las primeras novelas
de Michel Butor; después, desgraciada-
mente, dejó de escribir novelas. L’Emploi
du temps y La modification son novelas
muy interesantes. Claude Ollier tiene una
novela que se llama La mise en scène. Es
excelente. Robert Pinget escribió una
novela que es la menos conocida, pero
me parece que la mejor de él. Se titula
L’Inquisitoire. Muy interesante…
Uno de los rasgos más sobresalientes de su obra
es cómo dota a sus personajes de un calado
psicológico –que fundamenta su personalidad y
carácter ético– sin caer en tópicos.
Está bien utilizar la psicología cuando se
trata de seres humanos, pero hay que saber qué psicología se utiliza. Yo la pongo
con cuentagotas.
En La pesquisa, por ejemplo, se hace patente
esa mesura. Hay un interesante juego psicológico con el lector con posibles desenlaces de la trama, aunque desde el principio da la impresión de
que vamos a adivinar quién es el asesino.
Cuando terminé La pesquisa y todavía no
había sido editada en Francia, le dejé una
copia a mi editora francesa porque la
quería leer. Entonces me fui a Santa Fe y
una semana más tarde hablé por teléfono
con mi mujer y me dice: “Ché, sabés que
fulana me ha dicho que tengás cuidado
que se nota enseguida que el asesino es
Morvan”. Yo dije, me parece bárbaro,
mordió el anzuelo.
Tanto en Las nubes como en La pesquisa
encontramos escenas de un erotismo abrupto y
carnal, aunque justificado con la trama.
Seguro, quiero que esas secuencias estilísticamente se sostengan. No por lo que
cuentan, sino por cómo lo cuento.
Al leer sobre la monja ninfómana de Las nubes me acordé de la mística Ángela de Forlino
que, desnuda frente al altar, se ofrecía a Dios
para que la penetrase y así formar juntos la
Unidad mística.
Había escrito una pequeña lira sobre la
monja, pero la perdí mientras estaba
escribiendo la novela y no pude incorporar ese pequeño ejemplo. El otro día
la encontré en unos papeles, pero desgraciadamente ya estaba publicada esta
edición. Si no me acuerdo mal, decía:
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“Tus ósculos ardientes/ penetran por mis
bocas”. Para mí San Juan de la Cruz es
uno de los más grandes poetas… Ese
diálogo suyo, “rompe la tela de este dulce encuentro”… Es evidente la evocación
erótica, sexual, de esa imagen. ¿Cómo se
forja? En lenguaje de los místicos esa
confusión es permanente. Yo voy un poco
a la caricatura, naturalmente, porque,
bueno, no soy creyente.
La travesía de la columna de los locos en Las
nubes está narrada magníficamente al conjugar
espacio y tiempo, mientras, a la vez, mantiene
muchos guiños con el presente. Esa relación
entre espacio y tiempo, donde el tiempo cobra
dimensión y el espacio significado, es una de las
carencias de la actual novelística. La mayoría
de los autores están fuera del tiempo y del
espacio.
Y casi fuera de la literatura. A propósito
de esa historia de los locos, me estuve
documentando bastante con la cuestión.
Parece que las primeras escuelas de tratamiento psiquiátrico progresista en la
Argentina fueron anteriores a lo de
Francia, a lo de Pinel cuando libera a los
locos de La Salpêtrière, ese famoso
cuadro, de lo que tanto habla Foucault...
Eran unos médicos de la escuela de
Valencia en el siglo XVIII que habían
optado por dar un tratamiento, digamos
suave, afectuoso, a la locura. Eso me interesó mucho porque apenas empiezan a
aparecer estas ideas, se plantea, a mi
modo de ver, la relatividad de la locura.
Cuando hay un tratamiento riguroso de
la locura se da por sentado su carácter
absolutamente negativo. En cambio,
cuando el tratamiento es suave, la locura
se relativiza. En ese mismo movimiento,
también, la razón y la causa de la cordura se relativizan. Y eso es lo que me interesó en esta novela.
Al leerla pensé en un pequeño cuento de Machado de Assis titulado “El alienista”, publicado
en Brasil en 1882. El tema es diferente al de Las
nubes. Aunque trata también de las investigaciones sobre la locura de un médico progresista,
en un centro de salud mental que crea en Itagaí,
cerca de Río de Janeiro.
No la leí.
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En Las nubes, la locura de uno de sus personajes, Prudencio Parra, deja en evidencia nuestra cordura. Su forma, que como con mentiras,
artimañas y engaños, logra embaucar a la gente y
hacer bando, está magníficamente desarrollada.
Ello denota que en el delirio, como diría cualquier
psicoanalista, hay un componente de verdad.
Por supuesto, es lo que Freud llama residuo histórico del delirio. Sin embargo, yo
no quisiera, tampoco, minimizar el sufrimiento que implica la locura, porque
sino sería tomar a los locos como seres
pintorescos. Ellos tienen esa cosa que al
mismo tiempo nos fascina, nos divierte y
nos da compasión. Porque en toda locura
hay momentos de angustia terrible.
Usted fue en la Universidad Nacional de Litoral
profesor de Historia del cine y Crítica literaria.
Ese conocimiento del cine y su técnica se aprecia en determinadas secuencias de sus novelas:
la forma de detallar ciertos lugares recuerdan
al encuadre cinematográfico. Es una escritura
muy visual. ¿Cómo logra que esos componentes
cinematográficos queden bien insertados en lo
literario sin que el texto se simplifique y reduzca,
como es habitual en muchos de los actuales
escritores, a un mero guión de cine?
La manera de eludir lo cinematográfico,
en mi caso, es reducir los diálogos al
mínimo. La parte descriptiva y narrativa
me parece que son esenciales. Aunque en
algunas de mis novelas hay más o menos
diálogo. Trato de modular el relato de
acuerdo con las necesidades. Es el relato
mismo el que exige la utilización de tal o
cual procedimiento. Creo que el ojo, la
visión actual, están siempre mediatizados.
Todos nuestros sentidos están mediatizados por nuestra cultura. El otro día hubo
una cosa que me llamó la atención y, al
mismo tiempo, me disgustó. Viajamos
a Toledo y fuimos a ver El entierro del
Conde de Orgaz. ¡Y le han puesto música
de réquiem! Y uno está allí como en un
entierro. Todos salen cariacontecidos.
Me fui un poco furioso. Ese cuadro
magnífico debe hablar por sí mismo.
Decíamos con mi mujer: ¿por qué no
hacen que las figuritas se muevan, que
las caras tengan movimiento, les
pongan unas leyendas o que haya diálogos?
O que pongan, como hizo Damien Hirst en una
de sus instalaciones, un trozo de carne para
que los espectadores huelan el hedor de la descomposición. Por cierto, como en La pesquisa, donde uno de los gemelos Garay, su alter
ego, descubre un trozo de carne en la casa de su
hermano desaparecido. Esa secuencia es muy
inquietante. Aquilata perfectamente la lógica de
los desaparecidos en la dictadura argentina.
Eso lo podíamos llamar metonimia.
Usted ha dicho que a estas alturas de su obra y
a su edad, se pregunta si todavía es capaz de
ampliar sus recursos o si se repite.
Bueno, eso es lo que yo me pregunto.
¿Y tiene respuesta a ello?
No, la respuesta nunca la tengo. Cuando
empiezo a escribir es de cero. En estos
momentos estoy escribiendo, justamente,
una novela grande, porque ese tamaño
nunca lo había intentado. Siempre había
postergado algo así, porque me decía que
cuando uno empieza una novela grande,
generalmente, la gente se muere o no la
termina y queda inconclusa. Entonces
prefería seguir viviendo, tomando buen
vino. Para qué sacrificarse tanto por la literatura. Pero bueno, desde hace tres o
cuatro años empecé este proyecto. Quiero medirme con ese tamaño.
¿Me puede adelantar algo sobre ella?
La novela se llama La grande por la gran
fuga de Beethoven y también haciendo eco
a otro de mis libros que se llama La mayor.
Mis títulos los retomo con variaciones. Como el caso de Lugar que antes de añadir
nuevos relatos se llamaba Unidad de lugar.
Después me doy cuenta de que son cosas
que no las pienso mucho y se van organizando solas. Es una novela con un personaje que vuelve a la Argentina después de
mucho tiempo. Durante 34 años nadie supo de él. Vuelve, se instala y descubre que
tiene una hija, pero al final no es su hija.
Es una especie de comedia donde aparecen un poco todos los personajes importantes de mis libros anteriores. Transcurre
durante una semana. Estoy tratando de
escribirla. No sé si podré terminarla, pero
es lo que en este momento me interesa
hacer. Y, bueno, en eso estoy. ~
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