La generación tsunami

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La generación tsunami
Eugenia Gutiérrez
Nadie vale más que nadie.
Antonio Machado
Es extraña la sensación de tener un mapamundi en las manos y
ubicar por primera vez una isla cuando ésta ya ha dejado de
existir como concentración humana, cuando sus habitantes y su
ritmo vital han desaparecido. Simeulue es una pequeña isla que
forma parte del Archipiélago Banjak, ubicado al oeste de la
gran isla de Sumatra, en el noroeste de Indonesia. Esa pequeña
isla que difícilmente aparecía en los mapas se ha vuelto centro
de la atención mundial en las semanas recientes por haber sido
el lugar habitado más cercano al epicentro de un temblor que
desató una serie de maremotos en doce países del Océano Índico, maremotos que han tenido como resultado la pérdida de más
de 150 mil vidas. Ahora, después de la catástrofe —una de las
mayores que se tengan registradas en la historia—, flota sobre
el planeta un aire de indignación y de rabia que nos lleva a preguntarnos si las proporciones del desastre pudieron haber sido
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menores o si, incluso, semejante desgracia pudo haberse evitado.
Casi todas las islas del sureste asiático forman parte de un bloque de la corteza terrestre llamado Placa de Birmania.
Por su parte, la India, Bangladesh y Sri
Lanka se asientan sobre otro bloque llamado Placa de La India. Estos dos grandes bloques comparten el fondo del
Océano Índico en su parte nororiental, es
decir, a lo largo de la costa occidental de
países como Indonesia, Malasia, Tailandia y Birmania (o Myanmar), al este del
Golfo de Bengala, donde comienza el
Mar de Andaman. Durante millones de
años, los límites de la Placa de La India se
habían confrontado con los límites de la
Placa de Birmania en un acomodo lento y
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constante. De hecho, en esa zona se registraron muchos temblores de mediana
intensidad a lo largo de todo el año pasado. Pero el domingo 26 de diciembre de
2004, faltando un minuto para las ocho de
la mañana, una sección gigante de la
Placa de La India se deslizó violentamente en el fondo del mar y se incrustó debajo
de la Placa de Birmania. Eso provocó una
fractura de la corteza marina del Océano
Índico de más de mil kilómetros en los
que, hasta donde se sabe por ahora, la
Placa de Birmania quedó colocada 18
metros encima de la Placa de La India en
cuestión de segundos. El movimiento
ocurrió a 257 kilómetros de las costas de
Sumatra, justo al norte de la pequeña isla
de Simeulue, y tuvo la intensidad de la
explosión de una bomba de hidrógeno.
Fue de tal magnitud que logró desviar el
eje de rotación del planeta para restarle
dos microsegundos a la cuenta del tiempo. El acomodo de las placas ocasionó un
terremoto que afectó decenas de miles de
islas de toda la región con una magnitud 9
en la escala de Richter (uno de los más
intensos registrados en los últimos cien
años) y provocó una gran devastación,
particularmente en las ciudades más
pobres de Sumatra (Indonesia), las Islas
Andaman y las Islas Nicobar (India), así
como la península de Malaca (Malasia y
Tailandia). Pero a la devastación del temblor de tierra siguió una marejada gigantesca, llamada ola de marea, y que se
conoce por el término japonés tsunami.
Se trata de un término técnico que significa “ola en el puerto” y que ha sido muy
utilizado en las últimas décadas para definir olas de varios metros de altura que
rompen sobre lugares habitados. Estas
olas suelen levantarse después de un
terremoto ocurrido en el lecho marino, de
una erupción volcánica o de la caída de
algún meteorito en los mares, y son parte
de la historia de muchas regiones costeras
en el mundo desde hace miles de años,
pues los temblores son frecuentes en
cualquier zona colmada de volcanes.
Los tsunamis atraviesan océanos. Se sabe de temblores
nacidos en las costas de Chile que han provocado inundaciones
en Japón. En este caso, el repentino acomodo de las placas de
Birmania y de La India desplazó millones de toneladas de agua
del mar por todo el Océano Índico siguiendo la línea imaginaria
del Ecuador. Por supuesto que los habitantes de la zona más cercana al epicentro del temblor tuvieron muy poco tiempo para
pensar en la posibilidad de un tsunami y tratar de protegerse de
él alejándose de la playa o abandonando sus embarcaciones.
Además, según versiones de algunos testigos, el grado de destrucción que había causado el temblor de las ocho de la mañana
tenía consternada a mucha gente de los barrios más pobres.
Había una situación de caos en muchas partes. En las zonas
turísticas más elegantes no había habido destrucción por los
temblores. Pero ahí, en contraste, la gente estaba totalmente
desprevenida. Casi nadie tomó precauciones contra el mar porque no existe ningún sistema de alarmas contra maremotos en
ninguno de los países más afectados. Los primeros tsunamis,
que viajaban a 800 kilómetros por hora (la velocidad promedio
de un avión de pasajeros), tardaron apenas unos minutos en llegar a las costas de islas cercanas. De ahí que la tragedia haya
sido tan grande en Indonesia, Malasia y Tailandia, donde se
cuentan en más de 100 mil los muertos y los desaparecidos,
donde hay millones de damnificados y donde varios cientos de
islas han quedado cubiertas por el mar. Pero la devastación de
los tsunamis no se limitó a las costas cercanas. Las olas provocadas por el acomodo de las placas junto a la isla de Simeulue
avanzaron con fuerza hacia el oeste y llegaron hasta las costas
orientales de Sri Lanka y de la India. El impacto en esas costas
lejanas dejó casi 50 mil muertos. Lo indignante de ese segundo
periodo destructivo es que ocurrió casi dos horas después del
terremoto inicial. Y las olas no se detuvieron. Los tsunamis continuaron su camino por el mar sobre las islas Maldivas, las islas
Chagos y las Seychelles hasta impactarse contra las costas de
África en países tan acostumbrados a la desgracia como Somalia, Kenia, Tanzania y Sudáfrica. En ese recorrido final, los tsunamis dejaron varias decenas de muertos. Habían pasado casi
ocho horas desde el terremoto en Semiulue.
La gran indiferencia
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Debido a la gran variación de horarios, la catástrofe ocurrió en
fechas distintas a lo largo del mundo. En esta parte del planeta,
en este continente americano, el gran terremoto al norte de
Simeulue se registró por la tarde del día anterior, el sábado 25
de diciembre, cuando millones de personas descansaban en plenas vacaciones de fin de año. El temblor cercano a Sumatra fue
apenas perceptible en nuestra tierra firme, aunque quedó bien
registrado en los sismógrafos. Y en la parte central de otro océano, el Pacífico, hubo un registro inmediato de la magnitud de lo
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que estaba ocurriendo en el Océano Índico. Por desgracia para
decenas de miles de personas y para millones de damnificados,
parece que la vida no se cotiza igual en el Pacífico que en el
Índico. El Centro de Alarma contra Tsunamis del Pacífico
(Pacific Tsunami Warning Center), con sede en Hawaii, detectó
la ocurrencia del temblor en Indonesia con una precisión asombrosa, pero no consideró necesario informar a nadie en aquella
parte del planeta porque no había riesgo alguno de tsunami…
en Hawaii. Veamos algunos datos.
En este mundo moderno y globalizado es necesario cubrir
a fondo las necesidades de comunicación instantánea de miles
de millones de consumidores. Para ello, se han colocado en
órbita espacial más de 500 satélites que cumplen funciones
militares, comerciales, de comunicación, de estudio del clima,
de ayuda a la navegación y de observación terrestre y marítima.
En otras palabras, estamos perfectamente
vigilados. Los satélites DSP, por ejemplo, toman su nombre del Sistema de
Apoyo a la Defensa (Defense Support
Program) y son una maravilla tecnológica que circunda la Tierra desde la década
de los setenta. Los satélites DSP tienen
bien cubierta la superficie terrestre. Sus
sensores infrarrojos son tan avanzados
que pueden detectar el calor del lanzamiento de un misil en cualquier parte del
mundo y en el instante mismo en que
ocurre. La detección es tan rápida y tan
exacta que el satélite envía al planeta una
señal inmediata. La fuerza militar que
recibe esa señal puede dar una respuesta
igual de inmediata. Y como la mayor
parte de nuestro planeta está cubierta de agua, también tenemos
satélites que monitorean constantemente los movimientos oceánicos. El satélite ERS-1, por ejemplo, cuenta con un radar altímetro que puede medir la altura de las olas con un margen de
error de un centímetro. Claro que no se trata de un satélite militar y por lo tanto no tiene tanto presupuesto ni la posibilidad de
responder con tanta velocidad. Pero los científicos estadunidenses han encontrado ya una manera económica de detectar con
una increíble precisión la inminencia de un tsunami. Y, por ello,
se han hecho merecedores de una medalla de oro.
Hace un año y medio, a fines de 2003, las oficinas encargadas de detectar tsunamis en el Océano Pacífico para proteger
en exclusiva a la sociedad estadunidense (es decir el NOAA
Pacific Marine Environmental Laboratory y el NOAA National
Data Buoy Center) echaron a andar un sistema conocido por sus
siglas, que forman la palabra DART (Deep Ocean Assessment
and Reporting of Tsunamis, y que quiere decir algo así como
Evaluación y Reporte de Tsunamis en el
Océano Profundo). La palabra DART, en
inglés, significa “dardo” o “movimiento
rapidísimo”. El sistema “DARDO” necesitó apenas un mes para probar su gran
efectividad. El 17 de noviembre de 2003,
los operadores del DART tuvieron tiempo
no sólo de lanzar una alarma para la evacuación de Hawaii porque se acercaba un
tsunami, sino de detener la alarma. La
detección fue tan oportuna que los científicos al cargo del DART se dieron cuenta
de que no habría en realidad ningún tsunami, así que les dio tiempo de cancelar la
alarma y detener la evacuación de miles
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de personas. Con ello, se calcula que le
ahorraron al gobierno estadunidense 68
millones de dólares. Y por ello, el Departamento de Comercio de los Estados Unidos les entregó a los encargados del
DART una medalla de oro. La medalla fue
entregada un año después del ahorro
millonario, el 17 de noviembre de 2004,
cinco semanas antes de la catástrofe en el
Océano Índico. Después de la catástrofe,
los responsables de los centros de monitoreo de tsunamis están siendo acusados de
negligencia criminal por muchas organizaciones sociales que se encuentran indignadas ante la indiferencia con que se actuó
por no tratarse de un tsunami que afectara
las costas estadunidenses. Se les acusa,
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En su número de enero de 2005, la revista Newsweek ha
reportado que el hombre que se encontraba de guardia el 25 de
diciembre de 2004 en el Centro de Alarma contra Tsunamis
del Pacífico, en Hawaii, se ha defendido de las críticas de
negligencia al señalar que no existe coordinación alguna con
países fuera de las costas del Pacífico y que no había nada que
hacer. No es posible creerle. Este hombre ha recibido llamadas y mensajes donde la gente lo insulta por no haber tenido,
al menos, la iniciativa de llamar por teléfono a algún lujoso
hotel de las costas del Índico y tratar de salvar algunas vidas.
también, de alterar datos, pues en sus primeros reportes señalaron que la intensidad del temblor en Simeulue era de 8
grados Richter (mucho menos intenso que
uno de 9). Se cree que buscaban minimizar el evento. Este dato se fue modificando con el paso de los días. Ha habido
muchas declaraciones contradictorias y
difíciles de creer. Los encargados del
monitoreo se defienden argumentando
que no existen boyas de detección de olas
gigantes ni contactos satelitales para otra
área que no sea la costa oeste de los Estados Unidos, Alaska y Hawaii. Pero ningún
científico estadunidense, con su medalla
de oro, podrá negar jamás la falta de sensibilidad humana de una redacción como
ésta, en un boletín emitido 16 minutos
después del temblor en Simeulue, cuando
las primeras olas ya habían sumergido
muchas islas y habían dejado decenas de
miles de muertos:
Boletín número 001. Centro de
Alarma contra Tsunamis del Pacífico.
03:15 P.M. Tiempo del Pacífico. 25 de
diciembre, 2004.
Para: Protección Civil en el estado
de Hawaii. Asunto: Boletín de Información sobre Tsunamis. Este boletín es
solamente informativo.
No se requiere ninguna acción. Ha
ocurrido un terremoto con los siguientes
parámetros preliminares: Tiempo de origen: 02:59 P.M., Tiempo del Pacífico. 25
de diciembre, 2004.
Coordenadas: 3.4 Norte, 95.7 ubicación este. Cerca de la Costa Oeste de
Sumatera (sic) del Norte. Magnitud: 8.0.
Evaluación al momento basada en todos
los datos disponibles. No se espera ningún tsunami destructivo en el Pacífico y
no existe amenaza de tsunami para
Hawaii. Repito. No se espera ningún tsunami destructivo en el Pacífico y no existe amenaza de tsunami para Hawaii.
Este será el único boletín emitido en
torno a este evento, a menos que se reciban datos adicionales.
La gran respuesta
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Las organizaciones internacionales expertas en desastres calculan que la mayor parte de las víctimas que perecieron en el
maremoto fueron mujeres, niños y ancianos. El dato no es sorpresivo. Se sabe que los niños y los ancianos son los grupos más
vulnerables a los desastres naturales y las guerras, y que suelen
ser las mujeres quienes se concentran en ayudar a niños y ancianos cuando está ocurriendo la desgracia. Pero también se calcula que los niños sobrevivientes están en un alto riesgo de
contraer enfermedades por epidemias o de ser presas del tráfico
de menores. Además, se prevé que pasarán más de veinte años
para poder hablar de recuperación emocional, física y económica en las zonas devastadas. La UNICEF, por ejemplo, ha detectado tal magnitud en el impacto para los niños sobrevivientes
que los ha llamado “la generación tsunami”.
Es difícil imaginar cómo será el proceso de recuperación
y reconstrucción. Los siete países más afectados por el maremoto son países con problemas de salud, falta de recursos,
corrupción y conflictos sociales, políticos y religiosos que
ahora tienen que enfrentar la llegada de miles de voluntarios de
distintos lugares del mundo, no todos con muy buenas intenciones. Siempre hay beneficiarios de las desgracias. Pero más allá
de las complicaciones y los abusos que seguramente se darán en
los próximos meses, es altamente probable que la solidaridad
auténtica encuentre su camino y logre acomodarse con firmeza
entre las sociedades lastimadas para brindarles una ayuda verdadera. Esta ayuda se está dando de distintas formas.
La Casa Blanca, por ejemplo, no ha hecho casi nada.
Sabemos que George W. Bush acostumbra responder lentamente a las tragedias. En su documental Fahrenheit 9/11, Michael
Moore nos demostró con imágenes la cantidad de minutos que
necesitó Bush para reaccionar ante un mensaje tan contundente
como: “Señor presidente, la nación está siendo atacada”. Y se trataba de su nación. No debe parecernos extraño, entonces, que
Bush haya necesitado cuatro días para expresar sus condolencias. Y como era de esperarse, el presidente estadunidense fue
criticado duramente en su primera aparición después de su “noche de paz”, pues la Casa Blanca había anunciado una donación
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de 15 millones de dólares en ayuda humanitaria para el sureste
asiático. Pero, afortunadamente, el mundo es mucho más grande que la Casa Blanca. Las organizaciones responsables de reunir donativos económicos y en especie se han mostrado
sorprendidas por la abrumadora respuesta mundial. La agencia
de noticias AFP reportó hace unos días que un matrimonio
canadiense (Kroum y Eva Pindoff) se presentó ante la Cruz
Roja de su país y entregó un donativo de cinco millones de
dólares canadienses. El gobierno de Canadá había ofrecido
aportar una cantidad igual a todo donativo, así que el monto
total fue de diez millones de dólares canadienses, casi lo mismo
que ofreció inicialmente el gobierno de Bush, el más rico y
poderoso del mundo.
Pero la respuesta inmediata de la sociedad ante la catástrofe no se ha limitado al aspecto económico. Millones de personas están buscando formas de apoyar en todo lo necesario a
una generación que ha tenido que enfrentarse a la furia de la
naturaleza y que tendrá que sobreponerse al miedo y al dolor.
Muchos de los niños que hoy ocupan los albergues y los refugios están recibiendo una atención que no habían recibido
jamás de parte de las autoridades de sus países. Es un doble
impacto emocional, o un impacto en dos sentidos. Por un lado,
la tremenda furia de la naturaleza que, muchas veces, nos sorprende y nos arrasa. Pero por otro lado, la impresionante respuesta de ayuda y compañía que ha llegado desde todos los
rincones de un mundo globalizado que ya no puede ser indiferente ante el dolor en cualquier parte del planeta, y que se ha
movilizado con una intensidad pocas veces vista ante las imágenes de desolación en playas que fueron paradisíacas y que
hoy están deshechas.
Quienes vivimos en la Ciudad de México en 1985 sabemos de desgracias. Una tragedia como la ocurrida en el Océano
Índico trae, necesariamente, a nuestra memoria los recuerdos
dolorosos del temblor de 1985, un evento con decenas de miles
de muertos que pudo haber sido menos terrible si no hubiese
habido una protección civil inexistente, una preparación antisismos nula y una corrupción tan gigantesca en la industria de la
construcción, corrupción que se vio reflejada en el derrumbe
mayoritario de grandes edificios gubernamentales que fueron
construidos sin cumplir con las normas mínimas de seguridad.
En el caso del temblor en Simeulue, también podemos hablar de
irresponsabilidad de las autoridades y los empresarios aferrados a los patrones de conducta del sistema neoliberal. El número más reciente de la revista Newsweek nos dice: “El gran
incremento en las poblaciones costeras en todo el mundo
durante los últimos 40 años pone a más gente en riesgo. De los
casi 4 mil millones de habitantes en Asia, siete por ciento vive
cerca de las costas, y se espera que la cifra aumente para el final
del siglo. En Tailandia, la gente es atraída por una industria
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turística en auge que ha construido hoteles
caros en las costas del sur del país, que
quedaron inundadas durante el desastre de
la semana pasada. El desarrollo generalmente trastorna las dunas, lo que incita la
erosión en las playas. Los criadores de
camarón, que han proliferado en Tailandia
y otras regiones de Asia, eliminan las
zonas de plantas marinas para construir
criaderos, lo que acaba con una barrera
natural a las olas del mar. (…) Muchas
ciudades asiáticas están construidas junto
a bocas de río sobre antiguos depósitos de
sedimento. Cuando se construyen presas
río arriba, evitan que el sedimento fresco
llegue al mar, facilitando la erosión en las
ciudades. En Tianjin, China, un delta con
10 millones de habitantes, el agua que se
bombea desde los mantos acuíferos está
haciendo que la ciudad se hunda lentamente. Guangdong, otra región en un
delta al sur de China, podría ser vulnerable tanto a las olas del mar, como a una
inundación del río Pearl.” (p.29, reportaje
de Jerry Adler y Mary Carmichael)
Se ha informado que hubo estampidas de animales que huyeron hacia las
montañas y no perecieron en el maremoto. Muchos se han preguntado qué hubiera
pasado si decenas de miles de personas en
las costas del Índico no hubiesen dependido absolutamente de las autoridades para
que éstas emitieran una alarma que ni
siquiera han instalado. Cuando se es parte
de una sociedad que sabe vivir en colectivo, las autoridades escuchan la opinión de
los habitantes. Sin embargo, cuando se
vive muy lejos de la autonomía, no se
escucha la voz ciudadana ni se consulta a
los grupos humanos sobre la pertinencia
de las obras que van a repercutir en sus
vidas y en las de sus hijos y sus nietos.
Todas las decisiones se toman desde arriba de las montañas del poder. Así, millones de vidas quedan en manos de unas
cuantas personas y de unas cuantas
máquinas. De igual manera, la especialización obsesiva del trabajo automatiza
nuestras respuestas y nos impide actuar
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por instinto. Al detectar el maremoto en
Indonesia, la oficina de monitoreo de tsunamis en Hawaii hizo aquello para lo que
estaba instruida y especializada. Pero no
hizo lo correcto.
Las grandes desgracias también
implican grandes aprendizajes. Y las lecciones en el sureste asiático han sido enormes. Si existe una mínima probabilidad
de pérdida de vidas humanas ante un proyecto, el proyecto no debe realizarse. Es
necesario buscar alternativas. Nuestros
conocimientos sobre el comportamiento
marino son muy primitivos y no deberíamos ser tan soberbios. Los seres humanos
no tenemos la constitución física necesaria para sumergirnos más de doscientos
metros bajo aguas marinas. Quien lo hace,
puede morir. Aunque vivimos en el llamado Planeta Agua, sabemos muy poco
sobre la vida en los océanos y sobre el
comportamiento de los mares. Ninguna
cámara, ni siquiera de National Geographic o de Discovery Channel, ha podido
captar imágenes de un calamar gigante
vivo, nadando en su hábitat, por la sencilla
razón de que el calamar gigante vive a
más de doscientos metros bajo el mar. No
obstante, llevamos décadas provocando
un cambio climático cuyas consecuencias
ni siquiera podemos imaginar. En el contexto de la catástrofe en Asia, muchas
organizaciones de la sociedad civil se
plantean una vez más la necesidad de recapacitar sobre nuestro
papel frente a la naturaleza. Y, por supuesto, sobre la necesidad
de recuperar nuestra capacidad de reacción en colectivo, o por
lo menos, nuestros instintos.
Quizá “la generación tsunami” sea mucho más grande de
lo que parece. Podría estar constituida no sólo por los millones
de niños y niñas que han quedado sin familia y sin hogar a consecuencia de un desastre que pudo y que debió ser evitado. No
sólo por millones de adultos damnificados que han visto morir a
sus hijos y a sus familiares. También somos parte de esa generación millones de hombres y mujeres de todas las edades en
muchos países que tardaremos veinticinco años en superar la
rabia ante lo que hemos visto. Ojalá logremos encauzarla hacia
la construcción de propuestas de transformación social, política
y económica que impidan la repetición de una desgracia semejante a generaciones futuras. Hace unas horas llegó una sonda
espacial a Titán, una de las lunas de Saturno, a un millón de
kilómetros de nuestro planeta. Si somos capaces de explorar
mundos que se encuentran a un millón de kilómetros de distancia, podemos detectar a tiempo un tsunami en cualquier mar y
podemos encontrar formas de convivencia que nos permitan
entender mejor la naturaleza y aprender a vivir respetándola,
pues la vida en el Océano Índico no vale menos que la vida en el
Pacífico.

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Datos obtenidos de:
Revista Newsweek en español, enero de 2005.
Heather Couper y Nigel Henbest, Enciclopedia del espacio, Espasa,
Madrid, 2003.
Agencias de noticias:
AFP, CNN, UPI, CBS, Cable News Network LP, Terra-Wire.
Internet:
http://rcci.net/globalizacion/2004/fg496.htm
http://pmbryant.typepad.com/b_and_b/2004/12/tsunami_warning.html
http://wcatwc.arh.noaa.gov/IndianOSite/IndianO12-26-04.htm
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