Tres condiciones éticas, tres tipos electivos Puntualizaciones sobre el problema de la elección de la muerte en psicoanálisis1 Martín Alomo Si vis vitam, para mortem. S. Freud, “De guerra y muerte” Introducción La muerte no es un problema para la vida. Por definición, un problema se distribuye en planteo, desarrollo y solución, y si tenemos en cuenta que la muerte no tiene solución, entonces no es un problema sino una necesidad, un destino fatal, inexorable. Aunque en realidad, éste es sólo un modo de ver las cosas. Sin embargo, también podríamos ponerlo del siguiente modo: la muerte es un problema. Como tal, plantea desde el inicio una vida que se define en contra, en oposición a ella; luego, desarrolla sus formas más o menos larvadas e insidiosas, a veces más ostensibles, otras menos, de intrusión en la vida tristeza, melancolía, pulsiones desenfrenadamente destructivas, enfermedad-; y finalmente, da la solución a la vida, entendiendo aquí “solución” en el sentido etimológico que la anima: desanudamiento, solucionar es desanudar2. Si desde el nacimiento la muerte nos acompaña, o dicho de un modo más crudo aún en los términos de Gabriel Marcel, cada día que pasa nos parecemos más al cadáver que seremos, ello significa que la muerte está presente en cada momento de nuestras vidas. En este sentido, en el de la muerte que precursa en la vida misma -el término es heideggeriano- se enmarca el comentario freudiano sobre el deslucimiento de lo bello frente al precursar disolutorio e inexorable de la muerte: La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos Freud se refiere aquí al joven poeta y al amigo taciturno incluidos en el relato- un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta 1 Trabajo presentado el Lunes 16 de Abril de 2012 en el Foro Analítico del Río de la Plata. “Solucionar”, derivado del latín absolvêre, y este de solvêre, “desatar, soltar” (Cf. Corominas y Pascual (1991). Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico , op. cit.). 2 1 instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la idea de su transitoriedad (Freud, 1916, p. 310). Sin embargo, nuestro deber es elegir la vida, y dejar para la muerte la ineludible sorpresa que no podemos prever ni anular por ningún medio: ella nos tomará por la espalda, o a la vuelta de una esquina, de un modo inesperado3. “¿Qué se elige? La vida, claro. Ya que uno siempre puede suicidarse y optar por la muerte en acto” (Soler, 2009, p. 13), dice Colette Soler. Pero no suicidarse, es decir no optar por el suicidio, por todo lo señalado anteriormente, no excluye a la muerte. Y en este sentido, la cuestión es problemática: no elegir la muerte no la excluye de las alternativas en juego. Precisamente por ésto, y en consonancia con el epígrafe freudiano que hemos elegido -si quieres vivir, prepárate para la muerte- excluirla de los cálculos resulta aún más complicado: “La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones” (Freud, 1915, p. 292). Y en oposición a la decepción sufrida por el joven poeta y el amigo taciturno del relato freudiano, a raíz de lo perecedero que opacaría la belleza de la vida, más bien el cómputo de la muerte importa una revalorización de tal belleza. Freud se opone tajantemente a las posiciones decepcionadas de sus compañeros: “¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable” (Freud, 1916, p. 309). Es difícil cantar loas a la muerte, y además no es nuestra intención hacerlo. Sin embargo, resaltamos el valor que la finitud otorga a aquello que afecta, introduciendo, por qué no decirlo, el empuje a concluir, a realizar finalmente el acto capaz de satisfacer nuestro deseo. De lo contrario, como los inmortales del cuento de Borges, yaceríamos apáticos contemplando a las aves anidar en nuestro vientre. Por otra parte, si bien nuestro deber es elegir la vida, como ha escrito Freud, el precursar de la muerte en algún momento hace notar su presencia con suficiente fuerza como para que el desconocimiento de aquella se torne más ineficaz y complicado. Incluso, hacia el final de los años de un hombre anciano, conciliarse con la idea de que se está próximo al final sería deseable. 3 Luego, a propósito de las elaboraciones lacanianas que desdoblan la muerte, consideraciones sobre Antígona y Edipo nos permitirán problematizar este punto. 2 En este punto, elegir la muerte, claramente no resulta ya un acto autodestructivo o una minusvaloración de la vida, tampoco un sustraerse a los deberes a los que nos convoca la existencia. En este caso, la aceptación de la muerte deviene una posición ética valiente y realista, y a juzgar por los efectos que el rechazo de la finitud puede ocasionar, aquella posición ética no es sino la correcta. Al escribir esto, tengo en mente los infortunados avatares del rey Lear, y no hago sino comentar las conclusiones a las que arriba Freud en “El motivo de la elección del cofre”4, texto que comentaré a continuación. En el desarrollo de mi comentario sobre el texto freudiano, intentaré ir más allá de él, apoyado en las elaboraciones lacanianas que desdoblan la muerte en primera y segunda. Seguir este camino me servirá para remarcar la importancia del desarrollo freudiano, y cómo a la luz de la teorización lacaniana, alcanza una potencia insoslayable en relación al problema de lo electivo en psicoanálisis. Consideramos lo electivo como insustancial, por lo tanto se trata de una condición ética. Justamente este es el planteo de Jacques Lacan en el seminario La ética del psicoanálisis, en el que produce el desdoblamiento de la muerte, para localizar “la topología” propia en la que se desarrolla el análisis, dice. Se trata de una topología en la que la demanda de felicidad que recibe el analista se topa con la ética del deseo, que como lo sitúa Lacan en dicho seminario, encuentra su lugar en algún franqueamiento del límite de lo benéfico5. Recorrer este camino, partiendo de “El motivo de la elección del cofre”, y siguiendo por el desdoblamiento lacaniano de la muerte, permite situar momentos electivos de relevancia en relación al final del análisis y al deseo del analista. Pero aún antes de adentrarme en el desarrollo, para dejar la cuestión planteada de antemano con mayor detalle, estoy en condiciones de adelantar el siguiente ordenamiento: a) ubicaremos lo que Lacan denomina “libertad irrisoria”; dicho ejercicio de la libertad caracteriza un tipo de elección que no está dispuesta a pagar el precio de habitar el deseo, de arriesgar la vida por él, y en definitiva termina configurando una situación de locura; b) luego, situaremos la realidad del hombre común, orientada por el odio a las fuerzas que lo sojuzgan y el temor ligado al primum vivere; c) por último, situaré el 4 5 Freud, S. (1913). “El motivo de la elección del cofre”, OC, Amorrortu, op. cit., tomo XII, pp. 303-317. Lacan, J. (1959). La Ética. El seminario. Libro 7. Paidós, Bs. As., 2006, p. 368. 3 coraje y la valentía de perpetrar el franqueamiento de lo benéfico, orientados a la realización del deseo; a esta configuración Lacan la denomina “libertad trágica”. Para resumir, diré que este desarrollo me permitirá situar tres tipos electivos: una elección ingenua que desemboca en la locura; otra cobarde, que caracteriza la vida del hombre medio, en la línea ideológico-política del “ensueño burgués”, respecto del cual Lacan nos advierte que no hay razones para que nos volvamos sus garantes6; y por último, una elección responsable, que en trato mano a mano con la propia muerte -se trata aquí del verdadero ser-para-la-muerte, la muerte simbólica- es capaz de elegir en la trascendencia por sobre los objetos de bien. Lo que no deja de resultar asombroso es la profundidad con que el original y potente planteo lacaniano hunde sus raíces en el texto freudiano cuyo análisis propongo a continuación. Dicho artículo, de una complejidad y una erudición formidables, deviene -considerado desde la reflexión sobre lo electivo- un manifiesto fundamental de la ética psicoanalítica. I. Un manifiesto ético del psicoanálisis: “El motivo de la elección del cofre” “Dos escenas de Shakespeare, una divertida y la otra trágica, me han dado hace poco tiempo ocasión para plantearme un pequeño problema y resolverlo” (Freud, 1913, p. 307). Así comienza el texto al que le dedicaremos las próximas páginas. Las escenas a las que Freud se refiere, están extraídas de El mercader de Venecia y de El Rey Lear, respectivamente. En el primer caso, la escena “alegre”, Porcia es obligada por su padre a escoger un candidato de entre tres pretendientes. La elección se llevará a cabo sometiéndolos a estos a escoger uno de entre tres pequeños cofres, siendo la elección correcta la del cofre que contiene el retrato de la bella princesa. Los cofres están hechos cada uno de un material distinto: oro, plata y plomo. Un componente de la escena es el elogio al metal del cofre, que debe ser enunciado por el elector, resultando de esta situación una dificultad mayor para quien debiera defender las bondades del plomo. Habiendo elegido oro y plata los dos primeros, el tercer pretendiente se ve obligado a improvisar su discurso sobre el plomo, resultando forzado y escaso lo que puede decir. “Si en la 6 Ibíd., p. 362. 4 práctica psicoanalítica nos surgiera un discurso así, sospecharíamos unos motivos secretos tras la argumentación insuficiente” (Id.), comenta Freud. Consideramos a esta oración, que cierra el primer párrafo del escrito, como anuncio de lo que constituirá el foco de gran parte de su interpretación venidera, alrededor de las cualidades del plomo. A continuación, Freud encuentra que “Shakespeare no inventó el oráculo de la elección de los cofrecillos”, sino que ya lo encontramos en la Gesta Romanorum. Luego, sigue los caminos de un estudio de Eduard Stucken sobre El mercader de Venecia, que relaciona el tema de la elección entre los cofres con el Kalewipoeg, mito épico estonio, en el que “los tres pretendientes aparecen sin disfraz como los donceles del Sol, de la Luna y de la Estrella” (Ibíd., p. 308). En este caso, comenta Freud, la novia también le corresponde al tercer elector. En este punto, Freud remarca el hecho de encontrar en los orígenes del misterio de los cofres, un mito astral. Apoyado en este hallazgo, subraya una vez más la importancia de los mitos -una vez más, ya que conocemos la alta estima de Freud para con ellos, expresada en múltiples lugares de su obraconsiderados como sede de verdades fundamentales inherentes al género humano. Si bien creados en la tierra, “proyectados luego a los cielos”, e interpretados en su retorno como provenientes de los dioses o de algún más allá providencial. Luego, prosiguiendo con su interpretación del motivo, Freud se detiene en la inversión de los electores: la mujer es quien escoge pretendiente, pero el motivo en cuestión nos presenta a un hombre escogiendo uno de entre tres cofres. A continuación, apoyado en esta inversión y en la simbología de los cofres, que evocan lo típicamente femenino, la concavidad, la continencia, se resuelve por interpretarlos como mujeres. Por lo tanto, ahora ya no se trata de una mujer que elige al futuro marido, sino de un hombre que escoge una de entre tres mujeres. Aún no hemos llegado a la escena trágica, también extraída de una obra de Shakespeare. En este caso también se tratará de la elección que debe hacer un hombre entre tres mujeres -evidentemente, parte Freud en el análisis de esta segunda escena del punto establecido anteriormente: los cofres figuran mujeres- aunque no se trata de elegir una novia, sino de un padre que debe 5 elegir entre sus tres hijas. Se trata del rey Lear, quien decide deshacerse de sus bienes y de sus responsabilidades reales, repartiendo su fortuna y su reino entre sus tres hijas. La elección, narra la obra, recaerá sobre aquella que se muestre dueña del mayor amor filial dirigido al viejo rey. Las dos hijas mayores, Goneril y Regan, adulan y lisonjean al padre para mostrarse como las más amorosas y dedicadas, aunque en realidad abrigan otros intereses no tan nobles. Embriagado por las demostraciones de estas dos y de sus respectivos maridos -los duques de Albany y de Cornwal-, el viejo rey desestima el amor recatado y para nada ostentoso de Cordelia, la menor. “¿No es también esta una elección entre tres mujeres, de las cuales la más joven es la mejor, la excelente?” (Ibíd., p. 309), pregunta Freud, retóricamente, y no lo hace para dejar la pregunta en suspenso, sino que encuentra en otros relatos míticos, como los de Paris, Psique y Cenicienta la misma estructura: se trataba allí de la elección de un hombre entre tres mujeres, y siempre la tercera era la más joven y excelente. Y añade: ¡Contentémonos con Cordelia, Afrodita, Cenicienta y Psique! Las tres mujeres, de quienes la excelente es la tercera, han de concebirse de algún modo como de la misma índole, puesto que son presentadas como hermanas. No debe despistarnos que en El rey Lear las tres sean hijas del que elige; acaso sólo signifique que Lear tiene que ser figurado como un hombre viejo: al viejo no es fácil hacerle elegir de otro modo entre tres mujeres; por esa razón estas se convierten en sus hijas (Id.). A continuación, la elucidación de Freud procede orientada por el interrogante respecto de la tercera mujer, quién es, de quién se trata. Su comentario es que si se resolviera este enigma, la interpretación buscada por su trabajo estaría cumplida. Siguiendo adelante con su búsqueda, Freud encuentra un punto en común a algunas de las terceras mujeres, las mejores opciones de los ejemplos mencionados: ellas son las más discretas, las más calladas, las que menos se hacen notar. “Cordelia no se hace notar, es modesta como el plomo, permanece muda, ella ‘ama y calla’” (Ibíd., p. 310), señala. Al repecto, cita Freud una línea atribuida por Shakespeare a Bassanio -el pretendiente triunfante en la elección de Cordelia-, en su discurso de elogio del plomo: “Tu palidez me mueve más que la elocuencia”7. “Vale decir: tu llaneza me llega 7 Id. En cuanto a “palidez”, paleness, hay algunas controversias, ya que en alguna versión se puede leer plainess, “llaneza”. 6 más que la naturaleza estridente de las otras dos. Oro y plata son ‘sonoros’; el plomo es mudo, realmente como Cordelia, quien ‘ama y calla’” (Id.), interpreta Freud. La pregunta que se nos impone aquí es la siguiente: ¿qué gana Freud con llevar su interpretación hasta este punto? Dejémosle responder al propio Freud: “Si nos decidimos a ver concentradas las peculiaridades de nuestra tercera en la ‘mudez’, el psicoanálisis nos dice: mudez es en el sueño una figuración usual de la muerte” (Id.). Acto seguido, como nos tiene acostumbrado, abona el punto con varios ejemplos de la mitología, del folklore, de la literatura, e incluso de un sueño que le ha sido narrado. Luego, afirma: Sin duda que de los cuentos tradicionales podríamos obtener otras pruebas de que la mudez debe entenderse como una figuración de la muerte. Si estuviéramos autorizados a seguir estas indicaciones, la tercera de nuestras hermanas, entre quienes se realiza la elección, sería una muerta. Pero también puede ser otra cosa, a saber: la muerte misma, la diosa de la muerte (Ibíd., p. 312). De este modo, extrayendo la palidez y la llaneza del plomo, y la mudez de la caracterización shakespeareana de Cordelia, Freud sitúa en el lugar de tercera opción, la mejor, la correcta, a la muerte misma. Ahora el motivo de la elección del cofre se trata, entonces, de un hombre puesto a elegir entre tres mujeres, la última de las cuales es la muerte. “Ahora bien, si la tercera de las hermanas es la diosa de la muerte, nosotros las conocemos. Son las tres hermanas del destino, las Moiras, o Parcas, o Nornas, de las cuales la tercera se llama Atropos, la inexorable” (Id.). Llegado a este punto, Freud emprende un interesante recorrido por la mitología griega, caracterizando a las diosas de la muerte. No seguiremos de cerca dicho tramo; antes preferimos volver a la elección entre las tres hermanas, hijas del infortunado rey Lear. Pero antes aún de hacerlo en detalle, una observación: Freud opera en la interpretación del motivo en cuestión con las herramientas analíticas por él acuñadas, como si lo hiciera con el relato de un sueño. Verbigracia, la desfiguración y sustitución por lo contrario: el hombre, que no puede elegir la muerte ya que es sorprendido y subyugado por ella, ahora sí puede elegir. Se trata, como observamos, de una realización de deseo, es decir la presentación de un deseo figurado como cumplido. Pero además, no se trata ahora de elegir a la muerte, sino a la más bella y mejor, a 7 la representante del amor más puro. La realización de deseo y la sustitución por lo contrario explican, entonces, el procedimiento interpretativo llevado a cabo por Freud. Volviendo ahora sí a Lear, llegamos a un punto que reviste nuestro mayor interés. Si bien la elección, como señala Freud “recae siempre sobre la tercera”, se nos vuelve evidente que el viejo rey se presenta como excepción a dicha regla. Freud plantea este problema con la estructura del contrapunto, distribuido entre libertad electiva y necesidad: “La libre elección entre las tres hermanas no es en verdad libre, pues necesariamente tiene que recaer sobre la tercera, so pena de engendrar, como en El rey Lear, toda clase de infortunios” (Ibíd., p. 315). Poco antes del desenlace de su argumentación, encontramos una coincidencia notable en la capacidad de penetración de las investigaciones freudiana y lacaniana. Freud aclara: Para prevenir malentendidos, diré que no es mi propósito contradecir que el drama del rey Lear quiera realzar dos sabias enseñanzas: uno no debe renunciar en vida a sus bienes y derechos, y debe guardarse de confundir lisonja con buena moneda. Esta y parejas advertencias brotan realmente de la pieza, pero me parece de todo punto imposible explicar el enorme efecto de ella por ese contenido de pensamiento, o suponer que los motivos personales del poeta se agotarían en el propósito de exponer esas enseñanzas (Ibíd., p. 316). Esta lupa freudiana, que ve más allá de lo obvio, se parece en todo a la utilizada por Lacan para leer las tragedias de Sófocles, en particular Antígona, Edipo Rey y Edipo en Colona8. En ellas, Lacan sitúa el efecto específicamente trágico con laborioso esfuerzo, a lo largo de una compleja operación de lectura. Al producir el desdoblamiento de la muerte, al que nos referiremos luego, logra situar un lugar al que para acceder se debe pagar la cuota más alta: la soledad y la aceptación del borramiento del propio ser, en función de una ley superior, introducida únicamente por el significante. Ese punto está marcado, como señalábamos en la introducción de este capítulo, por el franqueamiento transgresor de la moral de los bienes, y la apertura de un campo Otro, diverso, en el que el no-ser mismo del sujeto es puesto como opción. El entre dos muertes elaborado por Lacan, en modo alguno se obtiene por medio de una 8 Nos referimos a las clases XIX a XXII del seminario sobre la ética. 8 lectura ingenua ni es posible encontrarlo en los manuales escolares o en las críticas especializadas. Volviendo a Lear, Freud señala una vez más que al tratarse de un hombre viejo, ello explica el hecho de que deba elegir entre tres hijas. Por otra parte, no sólo es viejo sino también un moribundo, por lo cual “la premisa de la distribución de la herencia pierde toda extrañeza”, escribe Freud. “Pero este condenado a muerte no quiere renunciar al amor de la mujer, quiere oír que le digan cuánto es amado” (Freud, 1913, p. 316), así consigna Freud el punto que Lacan más coloquialmente, en su seminario, comenta con otras palabras: “El rey Lear también renuncia al servicio de los bienes [como Edipo] -cree que está hecho para ser amado, ese viejo cretino, y le entrega entonces el servicio de los bienes a sus hijas” (Lacan, 1959, p. 364). Señalamos este punto como un punto de inflexión para la ética del psicoanálisis: punto al que llega Freud, señalando suficientemente un rasgo electivo; y punto al que llega también Lacan, aunque por otras vías, para revisar y resignificar este rasgo electivo hallado por Freud en Lear, incluyéndolo en un esquema conceptual mayor, junto a otros dos tipos electivos diversos, y produciendo de este modo un reordenamiento de la cuestión electiva articulada a la ética del psicoanálisis. Pero al decir esto nos adelantamos, ya que aún no acompañamos a Freud hasta el final de su desarrollo. “Considérese ahora la sobrecogedora escena final, una de las cumbres de lo trágico dentro del drama moderno: Lear lleva el cadáver de Cordelia sobre el escenario. Cordelia es la muerte” (Freud, 1913, p. 316). Aquí encuentra Freud la consumación del deseo de vencer a la muerte cumplido en Lear, quien al contrario de lo que ocurre de acuerdo a los fines de la existencia, en los que la diosa de la muerte es quien retira a los caídos, el hombre ahora ha triunfado sobre ella. La pluma de Freud es inmejorable: “Si la invertimos, la situación se nos vuelve inteligible y familiar. Es la diosa de la muerte quien se lleva al héroe muerto fuera del campo de batalla, como las Valquirias en la mitología alemana” (Id.). Y ahora sí, con la oración que elige Freud para cerrar el párrafo que observamos, casi llegamos al final del comentario de su texto: “Una sabiduría eterna, con el ropaje del mito primordial, aconseja al hombre anciano renunciar al amor, escoger la muerte, reconciliarse con la necesidad del fenecer” (Ibíd., p. 317, cursivas nuestras). 9 De este modo Freud ha llegado a lo esencial de la pieza, que le permite ubicar a aquellas enseñanzas alegóricas (no renunciar a los bienes, no dejarse embaucar por alabanzas, etcétera) como significaciones que el poeta habilita para el enriquecimiento de la obra, mientras que lo verdaderamente importante es el problema de la elección de la muerte. Por último, consideramos el cierre de su texto como una coda -esa parte final de una sinfonía o de una ópera, que reúne los motivos principales que han sido desarrollados a lo largo de la obra-. Esta coda es conclusiva y tajante: Se podría decir que se figuran aquí los tres vínculos con la mujer, para el hombre inevitables: la paridora, la compañera y la corrompedora. O las tres formas en que se muda la imagen de la madre en el curso de la vida: la madre misma, la amada, que él elige a imagen y semejanza de aquella, y por último la Madre Tierra, que vuelve a recogerlo en su seno. El hombre viejo en vano se afana por el amor de la mujer, como lo recibiera primero de la madre; sólo la tercera de las mujeres del destino, la callada diosa de la muerte, lo acogerá en sus brazos (Id.). La conclusión freudiana reúne lo ético y lo bello en un decir que evoca otros límites que los del texto, que los del comentario de la obra de Shakespeare, que los de la aplicación de la interpretación psicoanalítica al análisis de un mito ancestral. La conclusión freudiana llega al punto mismo de la elección de la muerte concebida como más allá, escrita con diez años de anticipación respecto de su “Más allá del principio del placer”. Como decíamos anteriormente, Lacan llegará hasta este punto electivo, e incluso lo hará a través de Lear. Creemos que se apoyará en él y reordenará -como señalábamos- el campo electivo en lo que atañe a la ética psicoanalítica, produciendo una “topología” -así lo dice- específica del análisis, de lo que en él se desarrolla y de lo que de él se puede obtener. Esto atañe, por supuesto, al problema del final del análisis. En lo que sigue, para aprovechar estos desarrollos freudianos que consideramos éticos, que señalan un punto central de la ética psicoanalítica, nos referiremos a los desarrollos lacanianos de la noción de entre dos muertes. Decimos “para aprovechar” los desarrollos freudianos, ya que creemos que producir aquí esta articulación nos servirá para resignificar y obtener todo el peso que el trabajo de Freud sobre la elección del cofre nos puede aportar para lo electivo, para lo ético. 10 Como decíamos en la introducción, revisar los desarrollos lacanianos nos llevará a situar lo electivo distribuido en tres tipos: una elección trágica, otra irrisoria y otra mediocre. La particularidad del desarrollo lacaniano nos permitirá situar el deseo de otro modo: como la percepción de una nada que puede ser vehiculizada únicamente en la cadena significante, la nada misma del sujeto, que puede percibirse en los significantes que articula, como no siendo. Allí, en ese punto, se le presentificará la opción de dar el paso transgresor que le permita dar estatuto de existencia a ese deseo que la cadena recorta, aun al precio de pagar con la muerte biológica. Una primera articulación, a modo de adelanto de las próximas líneas, nos permite situar la elección de Lear delimitada por Freud, como un tipo de elección sintomática, ya que se produce bajo las nubes del repudio de la elección de la muerte, entendiendo esta muerte como la muerte simbólica, la verdadera muerte. Y por otra parte, la muerte biológica tampoco es aceptada, ya que si bien Lear renuncia a sus bienes y a su poder, lo hace con la intención de seguir gozando de los placeres de la vida y del amor de los otros. Pero no sólo del amor, sino de la aprobación de los otros. Este punto queda resaltado en su búsqueda de acuerdo para el reparto de su herencia, y la “venta al mejor postor” que propone, resultando ganadoras de esa subasta cuyo precio es la demostración de amor filial, Regan y Goneril, sus hijas mayores. Aquellas nubes del repudio de la muerte, se suman a lo neblinoso del querer seguir gozando livianamente de la vida, sin preocupaciones, para enturbiar la realidad de Lear. Pero todo esto se complica aún más, con la búsqueda de la aprobación de los otros, detalle que transforma la decisión aparente sintomática, habíamos dicho- en una no-decisión, en un repudio de la muerte y, en este sentido, en una opción sintomática que malogra el acto que se configuraba como posible. Si acordamos con la definición de lo contingente como lo que puede ser y lo que puede no ser (Vg. Aristóteles y Tomás de Aquino)9, en el caso de Lear la preferencia se inclina por lo segundo, ya que la misma renuncia está en tela de juicio: El rey Lear también [como Edipo] renuncia al servicio de los bienes, a los deberes reales, cree que está hecho pare ser amado, ese viejo cretino, y le entrega 9 Cf. del estagirita, la Ética Nicomaquea, Libro VI, capítulo II; y de Tomás de Aquino, la Summa Teológica, I, q. LXXXVI, 3 c. Más adelante, en el parágrafo II. 4. “Tratamiento de lo contingente en cada uno de los tres tipos electivos”, retomaremos el punto. 11 entonces el servicio de los bienes a sus hijas. Pero no hay que creer que renuncia empero a nada, comienza la libertad, la vida de fiesta con cincuenta caballeros, la broma… (Lacan, 1959, p. 364). La consideración de la elaboración lacaniana nos permitirá, como decía en el avance de lo que encontraremos, situar esta elección malograda de Lear como una elección sintomática y también ingenua, ya que el sujeto no paga el precio de aquello que prefiere, e intenta burlar el destino, ingresando en una zona de máximo riesgo como sin pagar la entrada. Pero también esta elección fallida de Lear nos permitirá delimitar justamente esa zona de riesgo, ese lugar que se encuentra más allá del servicio de los bienes, y que sitúa el lugar del entre dos muertes. Veremos, con Lacan, como Lear logra acceder al espacio entre dos muertes, aunque lo hace de un modo irrisorio. Ese espacio preciso entre dos muertes que intentaremos dejar señalado siguiendo de cerca los desarrollos de Lacan, lo encontramos prefigurado en el artículo de Freud “El motivo de la elección del cofre”. En él, Freud logra mostrarnos el acceso de Lear a ese lugar que luego será elaborado conceptualmente por Lacan, aunque caracterizado como un espacio de repudio de la muerte. Lear, según Freud, no escoge la muerte, creemos haber dejado suficientemente señalado el punto. Y también debemos a la lectura freudiana el señalamiento respecto de que -como dirá luego Lacan- Lear no está dispuesto a renunciar. Este Lear que se presenta como renunciando pero que finalmente no quiere hacerlo, es también un punto situado por Freud: “Pero este condenado a muerte no quiere renunciar al amor de la mujer, quiere oír que le digan cuánto es amado” (Freud, 1913, p. 316). Para comprender el reordenamiento del campo electivo que produce Lacan en relación a la ética del psicoanálisis, debemos seguir sus elaboraciones a propósito de Antígona, de Edipo Rey, de Edipo en Colona y de Lear. II. Reordenamiento lacaniano del campo electivo en relación a la ética del psicoanálisis Propongo leer este desarrollo lacaniano como una continuación del planteo freudiano que acabamos de revisar. Es cierto que no se trata de una mera continuación de lo mismo, sino más bien de una nueva propuesta, que produce una reorganización del problema, y de este modo, permite situar el 12 desarrollo freudiano en un campo más amplio. Por lo tanto, continuación del trabajo freudiano, y a la vez, ampliación del campo problemático. Y debemos agregar algo más: en lo que respecta a la consideración de estos hallazgos éticos como un factor clínico relevante, claramente debemos a Jacques Lacan dicho aporte. Comenzaré por referirme a Antígona. En el seminario La ética del psicoanálisis, Lacan se propone situar una topología específica del deseo, articulada en una oposición: la ética de los bienes, por un lado, y la ética del deseo, por otro; ésta última implica una renuncia respecto del servicio de aquellos. Para abordar dicha problemática, que delimita un espacio específico en un entre-dos, Lacan explora los límites de la muerte y más allá. Con Sade logra situar la perduración del objeto más allá de los límites, objeto que deviene representante de un sufrimiento eterno, soportado en un lugar inexistente, a no ser como significante de dicha pasión. Este rasgo leído en los textos de Sade será retomado luego en su escrito “Kant con Sade” y en los seminarios catorce a diecisiete. Pero el desarrollo que más nos interesa revisar aquí del seminario sobre la ética, es el que emprende luego de su revisión de los textos sadianos, a propósito de lo bello en la tragedia. Encontramos en dicho recorrido los fundamentos de la delimitación clara del espacio que Lacan llamará entre dos muertes, hallazgo que nos permitirá delimitar a nuestra vez distintos tipos electivos. El desarrollo principal comienza por una iluminadora revisión de la Antígona de Sófocles, camino que recorreremos aquí para adentrarnos en materia. Pero aún antes, casi a modo de epígrafe del recorrido que emprenderemos de la mano de Lacan, una cita que es una definición lacaniana de la ética, y que proponemos leerla en clave electiva, situando la elección allí donde escribe “juicio”: La ética consiste esencialmente -siempre hay que volver a partir de las definiciones- en un juicio sobre nuestra acción, haciendo la salvedad de que sólo tiene alcance en la medida en que la acción implicada en ella también entrañe o supuestamente entrañe un juicio, incluso implícito. La presencia del juicio de los dos lados es esencial a la estructura (Lacan, 1959, p. 370). De la definición, me interesa que quede particularmente señalada la cualidad de insustancial de la elección, considerada aquí como la operación realizada por un juicio. Freud, en “Die Verneinung” también considera al juicio 13 como una elección: los juicios de atribución y de existencia están claramente planteados en clave electiva. Freud escribe: “La función del juicio tiene, en lo esencial, dos decisiones que adoptar. Debe atribuir o desatribuir una propiedad a una cosa, y debe admitir o impugnar la existencia de una representación en la realidad” (Freud, 1925, 254, cursivas nuestras). Me ocupo de este tema en otro lugar10. II. 1. Antígona entre dos muertes Antígona – Sálvate tú. No te envidio que consigas escapar. Ismene – ¡Lo que tengo que soportar yo! ¿Hasta tengo que verme privada del destino que te espera a ti? Antígona – Claro que sí, pues tú optaste por vivir, y, en cambio, yo por morir. 11 (Sófocles, 441 a. C.) . Ahora sí, luego de haber caracterizado a la ética como lo electivo insustancial, situemos la experiencia trágica de Antígona en los términos en que nos la enseñó a leer Lacan. Podemos ubicar el primero de esos términos en el interrogante sobre por qué interesarnos en esta pieza. Y la respuesta a tal pregunta es que ni más ni menos, en la experiencia analítica “la tragedia está presente en el primer plano” (Lacan, 1959, p. 294). Establecido este primer punto de interés, Lacan despeja la noción de catarsis, palabra “pivote” del efecto trágico, dice. Revisa de este término las nociones de descarga -que vincula con la noción freudiana de abreacción-; de purificación -al modo de la purificación de humores corruputos hipocrática-; y, por último, pasando por las reflexiones aristotélicas sobre la música, recala en la noción de catarsis como entusiasmo. Esta última es la vertiente que más le interesa retener, en los términos en que Aristóteles la sitúa en la Política. Sin embargo, comenta, la que se ha impuesto hasta nuestros días es la vertiente médica, e incluso sitúa por medio de una referencia erudita el momento histórico en que este cambio está documentado12. Luego caracteriza lo específico de Antígona en su relación privilegiada con el deseo: “Antígona, en efecto, permite ver el punto de mira que define el deseo”13 (Ibíd., p. 298), dice. Eso mismo es lo que nos fascina y a la vez nos 10 Me refiero a mi tesis sobre lo electivo en las psicosis, actualmente en etapa final de elaboración. Nos servimos de la traducción de José Vara Dorado, de Editorial Cátedra, Madrid, 1996. 12 Se trata de una obra de 1857 firmada por Jacobo Bernays, casualmente perteneciente a la familia política de Freud. (Vg. Lacan, op. cit., pp. 296-297). 13 Ibíd., p. 298. 11 14 horroriza de Antígona, “esa víctima tan terriblemente voluntaria”. Y si de algo somos “purgados” por su trato -dicho en alusión a la vertiente médica de la catarsis- es de “la serie imaginaria” (Id.). Este punto será retomado más adelante, y lo resaltaremos convenientemente, a propósito de la automutilación de Edipo, quien “se arranca al mundo por el acto que consiste en enceguecerse” (Ibíd., p. 369), comenta. Lo específico de la tragedia, y aquello en lo que reside la potencia de su efecto horroroso y conmovedor, se produce más allá de lo que se ve, en un punto situado más allá de lo imaginario pero que sin embargo, determina las escenas que concurren a su alrededor, en torno de dicho punto de exceso14. Pero ¿cuál es la particularidad de ese lugar situado más allá, tan potente, como para disipar las consistencias imaginarias?, se pregunta Lacan, y la respuesta que da es: la belleza, la belleza de Antígona es lo que conmueve la estructura de la escena. ¿Por qué, en razón de cuál condición? Justamente por su situación más allá, ese más allá es bien específico, se trata de un más allá “entre-dos campos simbólicamente diferenciados. No cabe duda de que extrae su brillo de ese lugar” (Ibíd., p. 299). Y ese lugar es el que Lacan intenta delimitar: “la muerte en la medida en que es convocada como punto en el que se aniquila el ciclo mismo de las transformaciones naturales” (Id.). Punto horrorosamente escenificado en la condena de Creonte disparada sobre Antígona: ser encerrada viva en una tumba. Alrededor de dicho tormento los lamentos del coro, las prolongadas quejas y los gemidos desesperados de Antígona; el aura misma de la obra teñida del espanto que produce el sostenimiento de dicha situación. Esta zona intermedia es la que genera el efecto específico de la tragedia, comenta Lacan, apoyando sus elucidaciones, críticas y comentarios en Goethe y en Hegel. Por otra parte, en cuanto a Antígona, se trata de una muerte anunciada, una pasión anticipada desde el comienzo mismo de la obra, cuya protagonista se considera como muerta de antemano, y firme e irreductible en cuanto a su deseo de pertenencia respecto del mundo de los muertos antes que al de los vivos. “En el atravesamiento de esa zona el rayo 14 Lacan incluso ejemplifica este punto en el seminario con un cilindro por medio del cual es posible producir una anamorfosis, a partir de la refracción óptica de los rayos lumínicos y, por supuesto, cierta acomodación conveniente del ojo a la captación de la imagen. 15 del deseo a la vez se refleja y se refracta, culminando al brindarnos ese efecto tan singular, que es el más profundo, el efecto de lo bello sobre el deseo” (Id.). Este es el punto en que el deseo se desdobla, comenta Lacan, entre su refracción a través de la manifestación de lo bello, y lo real, más angustiante y sin objeto. Y en este punto estamos ya inmersos en las condiciones del desdoblamiento de la muerte: la muerte biológica, y la muerte que suspende toda determinación natural; y ese punto de refracción del brillo de Antígona, la refracción de su deseo que nos encandila, se produce en el entre-dos, ese espacio tan específico que Lacan define como una topología, y que denomina entre dos muertes. Algunas páginas más adelante, encontramos en el seminario que revisamos, el de la ética, otro ejemplo que ilustra el punto, el de Hamlet. Lacan nos recuerda que si Hamlet no mata a Claudio cuando lo encuentra solo e inerme, es porque está rezando. Y lo que Hamlet no quiere es que muera en estado de gracia, como se dice, no quiere que vaya al cielo; lo que él quiere es que sufra en el infierno eternamente: he aquí un equivalente al encierro en vida en una tumba, caso de Antígona. A Hamlet no le alcanzaba la muerte biológica de Claudio para vengar a su padre, él deseaba otro tipo de muerte, de mayor alcance, una muerte que excediera las condiciones de la disolución de la carne. Este punto shakespeareano evoca ese espacio del entre dos muertes al que Antígona, la “terriblemente voluntaria”, accede por sus propios medios, víctima de su propio deseo, diríamos. Luego, en las relaciones del coro con la estructura de la tragedia, pero también con la letra, Lacan sitúa una vez más lo específico de la tragedia no en la imagen, no en la escena que se da a ver, sino en el texto. Por esto mismo, señala que del coro podría decirse que es el espectador privilegiado de los avatares de los protagonistas, pero “a nivel de lo que sucede en lo real, es más bien el oyente” (Ibíd., p. 304). Podemos situar todavía un segundo ejemplo, tomado también de Antígona, respecto de la segunda muerte. Pero antes de introducirlo, para que sea más comprensible, resumiremos en pocas líneas el argumento de la obra. Básicamente, ella consta de los siguientes hitos: Polinice, hermano de Antígona, ataca a Tebas con su ejército; Creonte, Rey de Tebas, vence a los “traidores a la patria”, y la condena que decreta para Polinice es la de la muerte 16 insepulta, que su cadáver quede expuesto a la intemperie para que sea presa de perros y aves carroñeras. Antígona se manifiesta en contra de la disposición del Rey primero, y luego la desobedece abiertamente, cubriendo de polvo el cadáver de su hermano; ella está determinada a que su hermano reciba la sepultura que toda dignidad humana exige, y encuentra en el hecho de que Polinice sea su hermano, en ese parentesco de sangre, la causa de su cruzada inconmovible: ella no se someterá a la ley de Creonte, al precio que sea. Y así será: desobedece la ley de la ciudad hasta las últimas consecuencias, aun a sabiendas de que su destino será horroroso. Finalmente, termina encerrada viva en una tumba, en la que se suicida, colgándose. El segundo ejemplo al que nos referíamos, era el de Creonte contra Polinice: Creonte, impulsado por su deseo, se sale manifiestamente de su camino y busca romper la barrera apuntando a su enemigo Polinice más allá de los límites dentro de los que le está permitido alcanzarlo -quiere asestarle precisamente esa segunda muerte que no tiene ningún derecho a infligirle (Ibíd., p. 306). La segunda muerte en cuestión es la siguiente: como a Hamlet no le era suficiente la muerte física de Claudio, lo mismo a Creonte no le bastaba matar a Polinice. Su deseo apuntaba más allá: que su cadáver sea presa de los animales, y que esa putrefacción sea expuesta a los ojos de la ciudad, para vergüenza de toda memoria de Creonte, y para expulsar su nombre de la polis, del ámbito humano, cuya cultura encuentra sus límites dentro del régimen denominado “ritos funerarios”. Aclaramos aquí que podemos aprovechar este breve comentario lacaniano como ejemplo de segunda muerte, no del espacio entre dos muertes. Este se configura justamente como un entre que en los textos sadianos era ficción, y que en Creonte respecto de Polinice es la proyección de un odio ad aeternum fantasmatizado, en definitiva, un fantasma. Ese espacio entre dos muertes no existe como tal salvo a título de un significante que lo represente, o que represente al objeto de la pasión, más precisamente. Sin embargo, lo horroroso y conmovedor de Antígona, es que ella lo encarna, viva -aunque, como lo dice desde el principio, perteneciendo más al mundo de los muertos que al de los vivos-. A propósito de la pasión, un tercer ejemplo. La pasión por antonomasia para nuestra cultura occidental y cristiana es sin dudas la pasión de Cristo. En los comentarios de Lacan, también encontramos referencias a dicha pasión a 17 propósito -esta vez sí- del entre dos muertes. Incluso ubica Lacan la conocida exclamación crística “¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!” como habiendo sido dicho también por Antígona. “Antígona también es arrastrada por una pasión”, comenta Lacan. Y esta no es sino la pasión por su hermano. “Distinto sería si se tratara de un marido o de un hijo, pero nunca podré tener otro hermano”, es el alegato de Antígona remarcado por Lacan para señalar la pasión de ella (Ibíd., pp. 306-307). Leamos un pequeño fragmento de este pasaje de sus lamentaciones, en la aceptable traducción al español de José Vara Dorado: Pero ahora, Polinices, por recubrir tu cadáver, mira lo que me gano. Y sin embargo, a juicio de los bien pensados, no hice otra cosa que tributarte las honras debidas. Pues ni aunque se hubiera tratado de unos hijos nacidos de mí, ni de un marido, que, muertos, se estuvieran descomponiendo, jamás habría arrostrado esta prueba llevando la contra a mis conciudadanos. Pues bien, ¿en gracia de qué ley me expreso así? Simplemente porque marido, muerto uno, otro habría, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido al primero. Pero, ocultos en el Hades madre y padre, no hay hermano alguno que pueda retoñar jamás. Sin embargo, pese a haberte dedicado los más altos honores de acuerdo con tal ley, Creonte entendió que ese mi comportamiento constituía un delito y una osadía tremenda, ¡oh hermano!... (Sófocles, 441 a. C., p. 162). Y continúan las lamentaciones, extensamente. Esa extensión de los lamentos de Antígona, son enunciados precisamente desde ese lugar situado por Lacan como el espacio entre dos muertes: quien habla allí es una muerta en vida, alguien que arrancada ya a las determinaciones mundanas, a los avatares sociales, a los ritos compartidos -amor, matrimonio, maternidad, etcétera- sin embargo aún no ha perdido la capacidad de hacer oír en sus lamentos su enunciación ominosa. Prosiguiendo su comentario de la pieza, Lacan señala un rasgo compartido por los dos protagonistas principales, Antígona y Creonte: “ambos parecen desconocer la compasión y el temor” (Lacan, 1959, 309). Pero el héroe trágico de la obra indudablemente es ella, ya que hasta el final se mantiene en esa posición. Creonte, al contrario, ejemplifica lo que se sale del campo de la ética trágica, “que es la del psicoanálisis”, señala Lacan. ¿Por qué? Porque quiere el bien, quiere el bien para la ciudad que gobierna, y en un momento de la obra parece dispuesto a retroceder en sus determinaciones 18 más crueles, al constatar que el pueblo está en desacuerdo con la condena contra Antígona, a la que califica de injusta. Creonte, Rey de Tebas, quiere el bien para todos, pero en su actuar se equivoca, y acaba por invadir un terreno que va más allá de las leyes ctónicas, de las leyes de la tierra, sobre las que él como gobernante podía tener facultades administrativas. “Creonte, como un inocente, invade otro campo”, comenta Lacan, y a continuación extrae la siguiente enseñanza de las coordenadas de la posición del Rey: “El bien no podría reinar sobre todo sin que apareciese un exceso real sobre cuyas consecuencias fatales nos advierte la tragedia” (Ibíd., p. 310). ¿Y de qué límite se trata, cuál es la transgresión de Creonte? Una primera aproximación para situar la cuestión es, por oposición a las leyes ctónicas, las leyes providenciales; el campo correspondiente a los dioses. Y más allá de ese campo trascendental, que excede a las leyes de la ciudad, se ubica la ley a la que Antígona se aferra desesperadamente, inclaudicable. Sí, más allá incluso de las leyes divinas, ya que Antígona no se autoriza en los dioses, sino exclusivamente en su deseo decidido. Y es necesario recortar ese campo, ese más allá, porque allí es donde se produce el fenómeno de lo bello, comenta Lacan, que “es lo que comencé a definir como el límite de la segunda muerte” (Ibíd., p. 312). En este punto, Lacan vuelve a evocar el crimen fantaseado de Sade, que también se produce en un más allá de los límites de la vida biológica, y en cierto modo, transgrede las fuerzas telúricas. “El crimen sería lo que no respeta el orden natural”, aclara. ¿Y cómo se produce este crimen? El análisis muestra claramente que el sujeto desprende un doble de sí mismo al que vuelve inaccesible al anonadamiento, para hacerle soportar lo que en esta ocasión debemos denominar, con un término tomado del dominio de la estética, los juegos del dolor (Ibíd., p. 313). Y para abonar aún más el punto, Lacan se apoya en Kant, en el siguiente comentario: “las formas que operan en el conocimiento están involucradas en el fenómeno de lo bello, pero sin que conciernan al objeto” (Id.). Como en el fantasma sádico, en el que el objeto está sólo a título de lo que soporta el dolor excesivo, en este sentido “no es más que el significante del límite”. 19 Otro modo de caracterizar el límite que Antígona quiere transgredir, y que efectivamente logra hacerlo, es a través de las referencias a la Átè, desgracia, calamidad, fatalidad. Y allí quiere ingresar Antígona, en ese más allá insoportable para la vida humana, que representa la transgresión de los límites del mundo. Ella vive en la ciudad, sometida a la ley de Creonte, pero no soporta mantenerse dentro de esos límites, que está dispuesta a traspasar decididamente para ingresar al terreno de la fatalidad, soportando sobre su espalda todo el peso de las desgracias familiares, de las maldiciones ancestrales, el incesto de sus padres, los crímenes de su hermano. “Que Antígona salga así de los límites humanos, ¿qué quiere decir para nosotros? sino que su deseo apunta muy precisamente a lo siguiente- al más allá de la Átè” (Ibíd., p. 316). Como es el caso de Antígona, en la tragedia “el héroe y lo que lo rodea se sitúan en relación al punto de mira del deseo”, comenta Lacan. En cambio Creonte, “una vez que papá Tiresias lo regañó suficientemente, comienza a asustarse” (Ibíd., p. 318). Este punto es bien claro para separar las distintas condiciones: la del héroe trágico, y la de aquel que retrocede frente al deseo, inhibido por la presencia de un Otro eminente, “papá Tiresias”. Antígona, por el contrario, no se autoriza en otra cosa que en la ley que reconoce como superior a las de Creonte, y en ninguna garantía externa encarnada en algún personaje de autoridad; en este sentido, Antígona va más allá del padre, y produce su acto sin garantías, salta verdaderamente al riesgo y se entrega al vértigo de la muerte verdadera. Y en este mismo sentido, Antígona es un mártir. “Sólo los mártires pueden no tener ni compasión ni temor. Créanme, el día del triunfo de los mártires será el del incendio universal. La pieza está bien hecha para demostrárnoslo” (Ibíd., p. 320), comenta Lacan cuarenta años antes del atentado al World Trade Center, perpetrado por un grupo organizado de mártires decididos. Hímeros enargés es el próximo término que Lacan destaca de la obra, “el deseo vuelto visible”. Y ese deseo no es cualquier deseo, sino el deseo mismo de los dioses. Lacan encuentra apoyo para esta consideración en las relaciones de Júpiter con Ganímedes, tomadas del Fedro, de Platón. Y a este deseo mismo es al que responde Antígona, encadenándose a él 20 inclaudicablemente. Antígona, mártir del deseo de los dioses, que hace propio; aunque más bien el único dios de Antígona es su propio deseo. Mientras tanto, Creonte es un político, y como tal, se orienta por la propiciación del bien general, el bienestar para todos. De ahí su temor frente a la reprobación de Tiresias y los reclamos del pueblo. Antígona, por su parte, “dice que su alma está muerta desde hace mucho tiempo, y que está destinada a acudir en ayuda de los muertos” (Ibíd., p. 324). Este punto de exclusión de la vida, propio del héroe trágico, queda señalado repetidamente por Lacan: “el héroe de la tragedia participa siempre del aislamiento, está siempre fuera de los límites, siempre a la vanguardia y, en consecuencia, arrancado a la estructura en algún punto” (Ibíd., p. 325). Y ese punto de exterioridad es condición de posibilidad de que se dé a ver la imagen del deseo como visible (aquí Lacan vuelve una vez más sobre el ejemplo anamórfico del cilindro y la refracción lumínica). Nos interesa dejar aclarado el punto con la cita de un párrafo completo, de interesante relevancia clínica: Se trata un poco de esto. ¿Cuál es la superficie que permite la imagen de Antígona en tanto que imagen de la pasión? Evoqué el otro día en relación a ella el ¿Padre mío, por qué me abandonaste?, que es literalmente dicho en un verso. La tragedia es lo que se expande hacia delante para producir esa imagen. En el analizante, seguimos un proceso inverso, estudiamos cómo hubo de construir esa imagen para producir ese efecto (Ibíd., p. 327). Antígona se aferra a únicamente a su deseo, y sólo en él se autoriza a defender a capa y espada -o más bien únicamente con su ser, su cuerpo y su palabra, es decir con su acto- la dignidad humana de su hermano, quien debe recibir las dignidades funerarias. Más aún, esta es la pasión que la mueve, la de honrar la memoria de su hermano; esto es así para ella. “Lo que es es, y es a esto, a esta superficie, a lo que se fija la posición imposible de quebrar, infranqueable de Antígona” (Ibíd., p. 334-335), concluye Lacan. De esta superficie entonces -y esto responde a la pregunta formulada en la cita- emana la imagen del deseo, la imagen que nos da a ver a Antígona, bella e inquebrantable, heroína del deseo trágico más allá de los límites. Y ese valor al que Antígona se aferra, esa dignidad humana que reclama para su hermano muerto, ley divina que ella erige en la propia, “es un valor esencialmente de lenguaje; fuera del lenguaje ni siquiera podría ser concebido” (Ibíd., p. 335), comenta Lacan. Y agrega: 21 Esa pureza, esa separación del ser de todas las características del drama histórico que atravesó, éste es justamente el límite, el ex nihilo alrededor del cual se sostiene Antígona. No es otra cosa más que el corte que instaura en la vida del hombre la presencia misma del lenguaje (Id.). Y en este campo organizado por el lenguaje, en el que Antígona hace suya la ley que trasciende los límites ctónicos, Creonte le plantea un juego: la desafía a que pruebe a los dioses durante la condena, encerrada en la tumba, a ver si acuden en su ayuda. Y allí, en ese punto, señala Lacan una inflexión en la obra. Allí comienza el kommós, la queja, el lamento de Antígona. “¿Cuándo comienza esa queja? A partir del momento en que franquea la entrada de la zona entre la vida y la muerte, cuando adquiere forma aquello donde ella dijo que estaba” (Ibíd., p. 336). Este punto es fundamental, ya que luego de la laboriosa lectura de la pieza, Lacan ha llegado al punto de máximo interés para sus elaboraciones. Antígona decía que su alma estaba muerta, que ella pertenecía antes al mundo de los muertos que al de los vivos, que estaba dispuesta a morir para sostener su deseo, el de honrar a su hermano aun en contra de las leyes de Creonte. Pues bien, ahora ya no se trata de decirlo, ahora se trata de habitar ese espacio que ha sido delimitado por sus palabras, por sus significantes. La particular realidad que sus significantes recortaron para ella, ahora le demanda un esfuerzo más, un paso más para que realmente exista. Para entrar allí, se debe transgredir un límite, el límite de lo humano, regido por las leyes de la naturaleza y por las leyes de la ciudad, representadas por Creonte. Ahora se trata de habitar su deseo. Antígona se presenta como autónomos, pura y simple relación del ser humano con aquello de lo que resulta ser milagrosamente el portador, a saber, el corte significante, que le confiere el poder infranqueable de ser, frente a todo, lo que él es -y agrega Lacan-: Antígona lleva hasta el límite la realización de lo que se puede llamar el deseo puro, el puro y simple deseo de muerte como tal. Ella encarna ese deseo (Ibíd., p. 339). II. 2. La ética trágica es la ética del psicoanálisis En el inicio de la clase XXII del seminario que comentamos, Lacan sitúa el por qué de revisar estas cuestiones: se trata de -por medio de estos rodeos por la estética de la tragedia- acercarnos a la ética del analista. Y se pregunta si como analistas, lo que se nos demanda es el final del análisis, para responderse que no, lo que se nos demanda es más bien la felicidad. 22 Luego, habiendo situado el deseo como la propiedad cambiante del lugar del objeto de la pulsión, y la condición de siempre inadecuada de la demanda, que “está siempre más acá y más allá de ella misma”, Lacan sitúa en el horizonte de la realización del deseo, la noción de “Juicio Final”. Y aclara el punto: Intenten preguntarse qué puede querer decir haber realizado su deseo -si no es el haberlo realizado, si se puede decir, al final. Esta intrusión de la muerte sobre la vida da su dinamismo a toda pregunta cuando ella intenta formularse sobre el sujeto de la realización del deseo (Ibíd., p. 351). Este punto, así como la noción de juicio final, que evoca un acto decisorio final que sancione al deseo como realizado, introduce la cuestión de la muerte en la vida, la finitud dinamizando la vida, a partir de la estimulación que produce sobre las determinaciones desiderativas. Pero una aclaración, no se trata de esta muerte, la muerte común, natural, se trata de la segunda muerte, “aquella a la cual se puede aún apuntar cuando la muerte ya ha sido lograda” (Id.). Y aquí llegamos a un punto nodal, la articulación entre deseo y muerte: ¿Cómo el hombre, es decir, un ser vivo, puede llegar a acceder, a conocer ese instinto de muerte, su propia relación con la muerte? Respuesta: por la virtud del significante y bajo su forma más radical. En el significante, y en la medida en que el sujeto articula una cadena significante, palpa que él puede faltar en la cadena de lo que él es (Ibíd., p. 352). En este punto resuena en nosotros la decisión de Antígona de habitar ese espacio que había delimitado con sus significantes, pero ahora claramente a partir de haber palpado -para tomar el término de Lacan- que allí podía llegar a faltar el sujeto que ella misma había hecho consistir con su enunciación. El deseo de muerte de Antígona, entonces, adviene al lugar recortado como posible, pero mediatizado por la negación de una falta. La decisión de nuestra heroína se abre en un campo en el que la falta se hace tangible, por lo tanto su decisión la negará, o no. O lo que es lo mismo, si la falta misma es una negación, la negación mortal del sujeto, ella entonces se encuentra en posición de negar la negación de la falta. Negación de la negación15 para la decisión trágica entonces. 15 Jean Hyppolite, en su “Comenrtario sobre la Verneinung de Freud”, sitúa la negación de la negación como ese punto especificado por Freud del siguiente modo: el paciente puede tomar un conocimiento 23 Recordemos que estábamos en la cuestión de la demanda de felicidad que se le plantea al analista. ¿Qué articulación encontramos entre una demanda de felicidad y la decisión trágica que, si bien la ubicamos aquí como la de Antígona, recordamos también que el análisis mismo es una experiencia trágica, según nos ha dicho Lacan? Para seguir guiándonos con los términos de la pieza de Sófocles, el pueblo, a través de las voces del coro, hace oír sus demandas de justicia, “la condena de Antígona es injusta, es demasiado”. Frente a esta demanda, a la que se suma la amonestación de Tiresias, Creonte piensa en disminuir su severidad en pos del bienestar común. Esta inclinación débil del gobernante, débil en relación a su posición más cruel, es una inclinación política, en el sentido que Aristóteles le da a la política: la procuración de la eudaimonía, de la felicidad. Sin embargo la decisión trágica, la de Antígona, es inconmovible; no hay allí eudaimonía que valga más que la determinación de morir por la realización del deseo en juego. Sin embargo, volviendo al analizante, él acude al analista para demandarle no un final trágico, un juicio final, es decir una decisión final que zanje su deseo. No, el acude al analista para demandar felicidad. Conviene aquí reparar en el siguiente párrafo del seminario: La cuestión del Soberano Bien se plantea ancestralmente para el hombre, pero él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No solamente lo que se le demanda, el Soberano Bien, él no lo tiene, sin duda, sino que además sabe que no existe. Haber llevado a su término un análisis no es más que haber encontrado ese límite en el que se plantea toda la problemática del deseo (Ibíd., p. 357). En este punto, Lacan ubica a toda demanda de bien, y más aún, a toda demanda, como regresiva. De allí que toda realización del deseo implique ir más allá de ella. Y frente a tal demanda, ¿con qué responde el analista, qué es lo que él tiene para dar? Lo único que él tiene para dar es lo que no tiene, es decir su deseo, “haciendo la salvedad de que es un deseo advertido” (Ibíd., p. 358), comenta Lacan. meramente intelectual de la representación reprimida, pero sosteniéndose en la no-aceptación de la misma. Evidentemente, la negación de la negación que situamos para el héroe trágico difiere de aquella situada por Hyppolite, pero no por eso escapa a dicha condición dialéctica. Podríamos decir que toda aceptación intelectual del contenido reprimido correlativa a una no-aceptación del mismo, constituye una negación de la negación; aunque no toda negación de la negación constituye aquel tipo de denegación freudiana. 24 De esto se sigue que “promover la normalización psicologizante” como ordenadora del análisis va absolutamente en contra de la ética propiamente analítica que, si la definimos como trágica, es porque se plantea como apuntando más allá del servicio de los bienes. Por otra parte, aunque en el mismo sentido, nos recuerda Lacan que el establecimiento freudiano de la instancia moral como dependiente del superyó, demuestra que cuanto más tributos se le rindan a sus demandas, más exigente se vuelve. No conviene, entonces, olvidar “ese desgarro del ser moral del hombre”, como habitualmente suele suceder. Analistas engañados por los espejismos de poder dar respuesta, o de poder curar, capturados en la trama del analizante como artefacto funcional al servicio de los bienes. “Hacerse el garante de que el sujeto puede de algún modo encontrar su bien mismo en el análisis es una suerte de estafa” (Ibíd., p. 361), sanciona Lacan, inequívoco e irreductible en este punto. Sobre todo en el final de análisis de aquellos que luego se probarán sosteniendo la posición de analista, es deseable que tomen un contacto más veraz con la condición humana. En este sentido, Lacan arguye: “la función del deseo debe permanecer en una relación fundamental con la muerte” (Ibíd., p. 362). Y aquí Lacan plantea otro ejemplo de “libertad trágica” además de Antígona. Se trata de Edipo, pero considerado a partir de Edipo en Colona, la última de las tragedias de Sófocles que conocemos. Y para nosotros es necesario continuar acompañando de cerca estos pasajes de la elaboración lacaniana, ya que para llegar al punto que nos interesa dejar señalado, tres tipos distintos del uso de la libertad electiva, son fundamentales. Más aún, podemos decir que esos tipos electivos diversos surgen únicamente de la lectura de estos desarrollos lacanianos, e incluso son consecuencia de una lectura que podremos hacer luego de establecer el reordenamiento del campo ético-electivo que adelantáramos en el título, nuevo esquema en el cual lo que hemos obtenido de las elaboraciones freudianas a propósito del motivo de la elección del cofre, adquiere todo su valor. Una vez más los volveré a llevar hoy al atravesamiento de esa región intermedia, recordándoles que no hay que olvidar en la historia de Edipo el tiempo que 25 transcurre entre el momento en que éste es ciego y el momento en que muere -muerte privilegiada, única (Ibíd., pp. 362-363). De Edipo, en cuanto a lo que interesa para ilustrar el punto, Lacan hace el siguiente recorte: Edipo goza de felicidad plena, es Rey de Tebas, tiene una mujer, tiene hijos. Sin embargo, descubre que algo anda mal, y al parecer, las desgracias que se ciernen sobre la ciudad -esta lógica sería inexplicable si no fuera por el contexto epocal helénico- lo incluyen en el lugar de la causa de dichos males. La podredumbre que se deja oler en Tebas le atañen, no sólo como gobernante de la ciudad, sino como aquel que ha perpetrado lo horroroso, y que por eso mismo las nubes del infortunio lo persiguen. En este punto, Edipo quiere saber. La información se le da en pequeñas dosis, pero él pide más. El oráculo ha hablado, y él exige se le diga todo al respecto. Edipo se compromete verdaderamente en una escalada de saber, que al final del recorrido ha delimitado para él un lugar. Así como los significantes que Antígona urdió la pusieron ante la opción de ingresar viva a la tumba, del mismo modo el deseo de saber de Edipo lo introduce en la región del desconcierto, de lo ominoso, frente a la que no cede ni un ápice. En este punto, conviene establecer una diferenciación entre renuncia y entrega: Edipo, habiendo renunciado al servicio de los bienes, no ha abandonado para nada sin embargo la preeminencia de su dignidad sobre esos mismos bienes y donde, en esa libertad trágica, tiene que enfrentar la consecuencia de ese deseo que lo llevó a franquear ese término y que es el deseo de saber. Supo, quiere saber más todavía (Ibíd., p. 363, cursivas nuestras). Edipo ha renunciado al servicio de los bienes, esto es: ha entregado sus riquezas y su poder a sus hijos. Sin embargo, no ha renunciado a su dignidad. Entrega de los bienes, sí, y en este sentido renuncia al servicio de ellos; renuncia de su dignidad, no, y en este sentido podemos decir que hay entrega pero no renuncia. Nos preguntamos aquí, ¿por qué puede ser importante esta diferencia? Justamente para delimitar el punto que hemos resaltado en cursivas en la cita reciente: la libertad trágica de Edipo. Y para resaltar más aún dicha libertad, expresada por la posición decidida de Edipo como consecuente de un deseo de saber a toda prueba, evocaremos con Lacan la figura del rey Lear. En éste, como en Edipo, tenemos también el franqueamiento que implica la renuncia al servicio de los bienes, pero -diferencia Lacan- “bajo una forma irrisoria”. 26 Lear, como señaláramos anteriormente a propósito de “El motivo de la elección del cofre”, también renuncia a sus bienes, pero -como dice Lacan- no renuncia a nada, en realidad comienza allí su vida de fiesta, sus vacaciones. Y como señala Freud y también Lacan, quería ser amado. “Ese viejo cretino cree que está hecho para ser amado y entrega entonces sus bienes”, dice Lacan. Si recordamos el punto señalado por Freud, justamente por esto, por deslumbrarse por las promesas de amor de Regan y de Goneril, es que no elige a Cordelia, quien lo amaba verdaderamente. De acuerdo a la distinción que trazamos hace un momento, entre renuncia y entrega, Lear entrega sus bienes, pero también renuncia a la dignidad que su posición eminente supo tener. Proponemos leer ese “no renuncia a nada” dicho por Lacan, como un no-renunciar a los servicios de los bienes, a eso se refiere Lacan. Entrega sus bienes pero se reserva un séquito de cien caballeros a su servicio. Edipo, en cambio, renuncia al poder y entrega todos sus bienes, y se marcha al exilio en la pobreza. Por otra parte, notemos la diferencia entre renuncia y entrega que, como vemos, es móvil, debemos ir situándola para cada caso, no se trata en modo alguno de una referencia fija, ya que hay que acomodar la lectura cada vez. Edipo entrega los bienes y renuncia al servicio de éstos, mas no renuncia a su dignidad de hombre decidido, de héroe trágico sostenido incólume en su deseo sólido de saber. Lear, en cambio, entrega sus bienes, pero no renuncia al servicio de éstos, y además, demanda el amor de los otros y pide permiso, busca acuerdo para su decisión. Vemos en la obra, como lo comentáramos en el apartado sobre la elección del cofre, a un Lear lastimoso e indigno, deambulando de casa en casa en busca de algunas migajas de reconocimiento. Edipo, en cambio, ciego, pobre y exiliado, conserva la dignidad de quien ha sabido sostenerse hasta el final habitando su destino trágico, con entereza, aun al precio de “arrancarse a este mundo”, como señala Lacan. La diferencia entre renuncia y entrega, entonces, se hace palpable al considerar a qué se renuncia cuando se entrega, y qué se entrega cuando se renuncia. Edipo entrega poder y bienes, pero no renuncia a su dignidad; Lear entrega poder y bienes aunque guardándose algo de estos últimos, pero renuncia a su dignidad. Aquel, héroe trágico; éste, antihéroe irrisorio, más bien víctima de su actuar irreflexivo y, finalmente, loco. 27 De este modo, con Lacan, hemos podido situar dos tipos de uso de la libertad electiva: la libertad trágica de Antígona y de Edipo, y la libertad irrisoria de Lear; aunque tal vez convenga más hablar de un ejercicio trágico de la libertad, y un ejercicio irrisorio de la misma. En todo caso, dejamos planteada la posibilidad. Pero hay un punto en el que tanto Lear como Edipo, ambos traicionados, coinciden en un rasgo que ya hemos comentado a propósito de Antígona: la soledad y el aislamiento de quien se aventura en la transgresión de los límites de la moral de los bienes. En el caso de aquellos, además de solos, avanzan por ese desierto traicionados. En Antígona, la soledad es escalofriante; sus quejas y sus lamentos de ultratumba, aun cuando comenzaran a ser proferidos desde antes de su encierro en la cripta, no hacen sino elevar en su derredor muros de silencio, en los que el eco infernal del aislamiento, de la separación respecto del mundo, repite ad infinitum cuán sola está en su acto. En este punto, debemos seguir un pequeño trecho antes de establecer los tres tipos electivos anticipados, ya que hemos señalado la elección correspondiente a la libertad trágica, la correspondiente a la libertad irrisoria, pero aún nos falta el tercer tipo electivo. Para llegar a su encuentro, continuaremos nuestra consideración acerca de Edipo enceguecido. Edipo ilustra, según Lacan, “la preferencia con la que debe terminar una existencia humana, tan perfectamente lograda que no muere de la muerte de todos, a saber de una muerte accidental, sino de la verdadera muerte, en la que él mismo tacha su ser” (Ibíd., pp. 364-365, cursivas nuestras). Se sustrae él mismo al orden del mundo. En este sentido, comenta Lacan, Edipo ilustra un punto fundamental. En el hombre común, esa muerte, la inherente a la vivacidad del deseo, siempre es arrojada más allá. Testimonio de esto son las doctrinas religiosas o las teorías espiritualistas que conocemos, que prometen una realización más plena luego de la muerte natural. En esta vía, el hombre no acostumbra transgredir los límites de la comodidad y de la conveniencia, para no arriesgar la muerte biológica, postergando al plano de las fantasías, el delirio o la religión cualquier realización más promisoria, más en consonancia con el deseo. Sin embargo, Edipo transgrede ese límite y acepta las consecuencias. “Primum vivere -sentencia Lacan-, las cuestiones 28 del ser son siempre dejadas para más tarde, lo cual no quiere decir que no estén ahí en el horizonte” (Ibíd., p. 365). El punto que dejamos señalado, entonces, enuncia que la realización del deseo implica, incluso exige, el franqueamiento del límite de lo benéfico. Antígona y Edipo son ejemplos claros de esta elección trágica. “El límite exterior que es el que retiene al hombre en el servicio del bien, es el primum vivere” (Ibíd., p. 368). Y aquí hemos llegado al punto que necesitábamos encontrar para delimitar nuestro tercer tipo electivo. Entre el sujeto decidido en su deseo como ser-para-la-muerte, el héroe trágico, y ese “límite exterior” delineado por el primum vivere tributario del bienestar, se configura la realidad del hombre común: “Entre ambos, yace para el hombre común el ejercicio de su culpa, reflejo de su odio por el creador cualquiera sea éste -pues el hombre es creacionista- que lo hizo una criatura tan débil y tan insuficiente” (Id.). Para el hombre común, entonces, culpa irreductible y reproches dirigidos al padre, posición que lo exime de dar el salto que lo arranque de la mediocridad cómoda del ensueño burgués. Esto muestra hasta qué punto la vertiente del análisis del “padre malo” puede resultar una coartada para el analizante y un atolladero para el análisis; y si lo consideramos políticamente del lado del analista, se trata de un analista sometido a la moral de los bienes, degradando la experiencia trágica que propone el análisis bien entendido a una adaptación social convenientemente prolija. Sin embargo estas cuestiones son “pamplinas” para Edipo, quien decididamente ha avanzado en la zona de riesgo enfrentando su ser-para-la-muerte hasta las últimas consecuencias. Lear, en cambio, “no entiende nada”. No entiende nada de la “topología trágica”, ya que pretende ingresar en la zona más allá del límite con el acuerdo de todos, “de manera benéfica”. Hasta aquí hemos seguido a pie juntillas la elaboración lacaniana, y hemos dejado señalados los puntos necesarios para hilvanar nuestra argumentación. En adelante, debemos aprovechar estos puntos para delimitar esos tres momentos electivos prometidos. II. 3. Tres condiciones éticas, tres tipos electivos Los tres tipos electivos a los que nos referimos se corresponden con tres ejercicios distintos del margen de libertad electiva. En primer lugar, distinguimos el ejercicio trágico de la libertad, una elección trágica que se 29 aferra a su deseo, y que configura una posición subjetiva dispuesta a pagar el precio, a transgredir el límite de la moral de los bienes, de la moral de la ciudad, de lo políticamente correcto y del bien soberano para todos. Se trata de una decisión valiente que, una vez recortada su posibilidad, al percibir la nada en que puede caer su deseo si no es sostenido con el cuerpo, con la carne, y con todo el ser, avanza en ese más allá, aun al precio de la soledad y de la muerte. No hay aquí padre que permita o prohíba, ni ningún tipo de excusas; la coartada consistente en “la culpa la tienen mis padres por lo que me hicieron cuando era chiquito” aquí no juega. Ejemplo de ello es Antígona, quien no deja de reconocer el peso del incesto cometido por sus padres, pero eso no la exime de cargar su cruz hasta el final, decididamente. En segundo lugar, identificamos un uso irrisorio de la libertad, y el ejemplo es Lear. Él decide transgredir ciertos límites, renuncia a su reino y a su fortuna, y los reparte entre sus hijas, pero lo hace entre aquellas que aparentan quererlo más y mejor. Excluye del reparto a Cordelia, la menor, porque no le satisface su amor callado. Pero en realidad a lo único que renuncia es a su dignidad, y lo que perpetra es una mera entrega, un regalo al mejor postor, como oferta desesperada a cambio de un poco -o tal vez mucho, de acuerdo a sus expectativas- de amor. Lear busca el acuerdo de su familia para el reparto, y finalmente obtiene lo que estaba planteado de antemano en su propuesta: la traición de los otros y la indignidad propia. Lo irrisorio de Lear es su inocencia, su candidez, la de pretenderse como dando el salto arriesgado, valiente, cuando en realidad lo que hace es pedir: Lear demanda amor, permiso, acuerdo, dignidad. En su irrisión candorosa, no consigue lo deseado y en cambio pierde lo que tenía, incluso su razón. El tercer tipo electivo es el que hemos podido detectar por oposición a Edipo enceguecido. Edipo, héroe trágico, ha avanzado decididamente hacia su borramiento, más allá de los límites del bienestar, aferrado consecuentemente a su deseo de saber, en la soledad de quien se atreve a la transgresión, incluso cuando los límites que transgrede lo alejan de su felicidad. En cambio, del lado del primum vivere, incapaz de dar el paso decidido, encontramos al hombre común. Tanto el ser-para-la-muerte como el primum vivere se le presentan al hombre común bajo un velo. El primero, bajo el velo del odio; el segundo, bajo 30 el velo del temor16. El hombre común, entonces, nuestro tercer tipo electivo, no llega hasta el fondo de su deseo relativo a la muerte verdadera, inhibido o sintomatizado por el odio, el temor, y finalmente por la culpa. Allí donde Edipo avanza decidido, sin padre que lo retenga, el hombre común se retuerce de odio contra su padre malo, que no lo ha comprendido ni querido lo suficiente. Allí donde el héroe trágico renuncia al servicio de los bienes, el hombre común tiembla, pero no de un temblor digno, preámbulo del salto kierkegaardiano, sino de un temblor cobarde, temeroso de perder lo que posee. Finalmente, lo que le queda es “el ejercicio de su culpa”, comenta Lacan. Y seguramente, todo ello envuelto en un halo de angustia, mas no angustia como pre-anuncio del acto, al modo en que la sitúa Lacan, sino angustia como renuncia, como menoscabo de la libertad. Kierkegaard nos permite situar este punto, en su definición de la angustia como la relación de la libertad socavada por la culpa17. Sin embargo debemos marcar una diferencia entre los dos primeros tipos y el tercero. Para el caso de la libertad trágica (Antígona, Edipo) y para el caso de la libertad irrisoria (Lear), debemos suponer un trato con la nada del ser, y la percepción de que esa nada puede dejar caer en la inexistencia el deseo, y con él, el propio ser. De allí el paso, la opción del riesgo transgresor, para sostener ese deseo y ese ser deseante. En cambio, en el caso del hombre mediocre no hay nada que nos permita suponer eso. No decimos que no se configuren para él también las coordenadas de su deseo, sólo que no nos queda claro que la percepción de su propia nada participe en el asunto de un modo directo. Más bien, si nos atenemos al planteo lacaniano, para este tercer tipo la realidad del deseo aparece velada, bien por el odio, bien por el temor, bien por la culpa. Volviendo ahora al texto de Freud “El motivo de la elección del cofre”, recordamos que en él Cordelia deviene un subgrogado de la muerte primero, y después la muerte misma. De este modo, el rechazo de Lear sobre su hija menor, deviene un rechazo de la elección de la muerte, die Wahl des Todes en alemán. Wahl, tal el apellido que Kierkegaard le dio a la enamorada de Juan, el célebre seductor: 16 Ibíd., cf. pp. 367-369. Kierkegaard, El concepto de la angustia, op. cit., p. 129. “La relación de la culpa con la libertad es la angustia”. 17 31 ¡Cordelia! Nombre verdaderamente maravilloso. Así se llamaba también la tercera hija del rey Lear, esa virgen lindísima cuyo corazón no estaba sólo en los labios porque los labios permanecían mudos por más ardientemente que el corazón palpitase. Así debe ser también mi Cordelia; estoy segurísimo de que se parece a ella, a pesar de que su corazón habita en sus labios, y más que en las palabras, en los besos (Kierkegaard, 1843, pp. 54-55). Es notable la similitud entre la Cordelia de Kierkegaard y la de Shakespeare, y al considerar la cita anterior, es imposible creer que se trate de una coincidencia casual. Evidentemente el danés adelantaba a sus lectores el desenlace de la historia: Juan, el seductor, rechazaría a Cordelia; en este punto, tanto una Cordelia como otra representan la elección denegada. Por medios distintos que los de Lear y los del hombre mediocre, el seductor kierkegaardiano rechaza a Cordelia utilizando la ironía como herramienta preponderante18. Y si bien Kierkeegard no escribe en ningún lugar que elegir a aquella Cordelia implique elegir a la muerte, queda expresado a lo largo de todo el texto que para el seductor especializado, dejarse capturar por el amor de una mujer implicaría abismarse a la muerte por aburrimiento; de allí la prescripción de una fase última de desacople luego de la seducción exitosa. A esta altura -como decíamos- sirviéndonos del genial escrito de Freud “El motivo de la elección del cofre”, podemos considerar a la elección de Cordelia -o a Cordelia Wahl, como escribe Kierkegaard- como a la elección de la muerte, die Wahl des Todes. Antígona, manifiestamente, como dice en diálogo con Ismene en el epígrafe que elegimos para un apartado de este trabajo, claramente optó por la muerte; de Edipo podemos decir lo mismo. Lear, en cambio, rechaza a Cordelia, rechaza a la muerte. Esta consideración nos permite ver más claramente la renuncia a medias de Lear: renuncia a los bienes pero no tanto, entrega su reino a cambio de amor, y busca la aprobación de todos; todos ellos indicios de que no elige la muerte, sino descanso de las fatigas de la vida, reconocimiento y amor. ¿Y el hombre común? Éste tampoco elige a la muerte, más bien se define por todo lo contrario: posterga la realización del deseo al plano de las fantasías, del más 18 Allí, el seductor en cuestión, nos explica claramente que no hay nada mejor que un ápice de ironía para refrenar las ambiciones amorosas de la joven, una vez que aquel ha logrado la conquista. Cf. Diario de un seductor, op. cit., pp. 61, 108 y 136. 32 allá siempre asintótico, con tal de no arriesgar la muerte en el mundo, aferrado a la lógica del primum vivere. Habiendo establecido -con Freud y Kierkegaard- a Cordelia Wahl como a la elección de la muerte, podemos obtener un aporte para la consideración de los tres tipos electivos localizados en las elaboraciones lacanianas. Nos referimos a lo siguiente: Juan, el seductor kierkegaardiano, es explícito acerca del instrumento de rechazo que utilizó para alejar a su Cordelia. Apoyados en su explicación, que le otorga una herramienta a la negación de su elección, podemos indagar el punto, tratando de averiguar cuál es la herramienta, ya sea de rechazo o de aceptación, que cada elector ha puesto en juego. El seductor de Kierkegaard, está claro, aleja a Cordelia Wahl por medio de la ironía. Lear rechaza a la suya por medio de la antipatía, a la que si ponemos a cuenta de la ambivalencia amor-odio, tal vez debamos inferir que la rechaza por medio del odio, un rechazo pasional, diríamos. El hombre común, en cambio, rechaza a la muerte por medio del auto-engaño socialmente consensuado de la promesa de un futuro mejor, condenado a la espera indefinida en el horizonte tendido por la fantasía, la religión, las creencias en un más allá promisorio; en definitiva, podríamos decir que la herramienta utilizada por el hombre mediocre para rechazar la elección de la muerte, es la esperanza19. Los que sí eligen decididamente a la muerte, Antígona y Edipo, lo hacen movidos por un deseo al que se aferran, prestando su ser para hacerlo existir. En el caso de Antígona, se trata de un deseo de honrar a su hermano muerto; en el de Edipo, de un deseo de saber. Para aquellos que han rechazado la elección de Cordelia -que con Freud no es sino la elección de la muerte-, no situamos un deseo sino un motivo para el repudio. En el caso del seductor, se trata de un rechazo del aburrimiento20; 19 Resuenan aquí las consideraciones de Jacques Lacan a propósito del final de análisis, respecto de la creencia en un Otro. Al referirse a aquellos pasantes cuyo testimonio no ha sido avalado por la nominación de Analista de la Escuela por parte del cartel del pase, con tono crístico digno del sermón de la montaña, ironiza: “Felices los casos en que pase ficticio por formación incompleta: autorizan la esperanza”. 20 No incluimos el caso del seductor como un tipo electivo diferenciado, ya que no nos hemos ocupado de él en ese sentido. Sin embargo, podría realizarse esa diferenciación, pero para ello habría que situarlo en 33 en el caso de Lear, de un rechazo de lo que interpreta como frialdad, como des-amor; en el caso del hombre mediocre, se trata lisa y llanamente de un rechazo de la muerte natural, de la muerte biológica, esa que en términos de Lacan “consiste simplemente en hincar el pico” (Lacan, 1959, p. 365). Ahora sí quedan definidos nuestros tres tipos electivos: el trágico, el irrisorio y el mediocre. Como vemos, en este reordenamiento del campo electivo propiciado por las elaboraciones lacanianas, el punto al que se había aproximado Freud en su texto sobre la elección del cofre, queda ahora reubicado como un particular tipo electivo, el irrisorio. II. 4. Tratamiento de lo contingente para cada uno de los tres tipos electivos Por último, luego de haber dejado suficientemente señaladas las características diferenciales de cada uno de los tres tipos electivos, o dicho de otro modo, luego de haber situado tres modos distintos de la proairesis21, nos interesa ahora considerar la relación de la preferencia con to endexómenon22, lo contingente, para cada tipo electivo. Definimos a lo contingente, con Aristóteles y Tomás de Aquino, como lo que puede ser y lo que puede no ser. Al respecto, se le ha planteado al estagirita la objeción de confundir dicha noción con lo posible. El aquinate responde a dicha objeción, articulando el actus proprius electivo con la conjunción entre necesidad y contingencia, ubicando claramente a la elección como preferencia en la última categoría. En este punto nos interesa particularmente, a propósito de los tres tipos electivos recortados, caracterizar el modo específico en que cada uno trata con la contingencia. ¿En qué punto podemos localizar lo que puede ser y lo que el contexto de las elaboraciones kierkegaardianas, distribuidas en tres estadios: el estético, el ético y el religioso. Al respecto, se puede observar la diferencia planteada por Kierkegaard entre el seductor y el Don Juan en relación a los estadios ético y estético, en Los estadios eróticos inmediatos o lo erótico musical, Aguilar, Bs. As., 1967, p. 114. Allí, en su análisis de Don Giovanni, de Mozart, escribe: “Esta conciencia [la del seductor] le falta a Don Juan. Por eso no seduce. El desea y este deseo se muestra seductor, y en esa medida seduce…” 21 Cf. Etica Nicomaquea 1139a 33-40. 22 Aristóteles, Analíticos Primeros A 13 y sig. Cf. también Sobre la Interpretación 13 y 21. 34 puede no ser para ellos? Comenzaremos por analizar la cuestión en los casos de libertad trágica, ejemplificados por Antígona y Edipo. Lo primero que advertimos, es que el trato con la contingencia que nos interesa no se remite a contingencias vanas, a accidentes cotidianos, sino a la contingencia en la que el sujeto percibe que su ser está en juego. Se trata, entonces, de la contingencia hamletiana de ser o no ser, claramente percibida como posibilidad de modo patente, con consecuencias subjetivas serias; entonces, ante tal configuración, la elección se impone. Antígona, como hemos dicho, recorta en primer lugar, con sus significantes, el lugar en el que luego habitará, del mismo modo que el antiguo testamento, los profetas, el Bautista y toda la predicación del mismo mesías señalan indudable el lugar del cordero de Dios en el holocausto, considerado el asunto desde una perspectiva cristiana, por supuesto. Por esto, antes de la exclamación desesperada ¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!, la elección de Cristo ha sido perpetrada, mas no como preferencia explícita en un discurso, sino ahora con el acto electivo que incumbe al cuerpo de significantes pero también al de la carne, el ser todo ha cruzado la línea más allá de la muerte, hacia su realización en esa segunda muerte tan bien delimitada por Lacan, y ejemplificada por la pasión de Cristo. Antígona, decíamos, y esto es claro en el diálogo con Ismene que citáramos a modo de epígrafe, sabe que morir o salvarse son las opciones en juego, y sabe también que ella ya ha optado por la primera. Es cierto que luego debe habitar ese lugar en el que dijo que estaba, en el mundo de los muertos, y esa es la realización final del deseo, dar el paso que él demanda, aun cuando dicha demanda sea excesiva desde el punto de vista del bienestar. Allí, en ese punto, el sujeto se ve confrontado a su nada, y elige hacerlo sin subterfugios, toma contacto con la realidad de que eso que dijo que él es, podría llegar a no ser, ya que para que ese ser que él ha recortado realmente advenga es condición sine que non un paso más: el que franquea el acceso de entrada al espacio entre dos muertes. Aquí, en este punto situamos to endexómenon, lo contingente que nos interesa resaltar en relación a la proairesis, la preferencia. Así como la elección no es una facultad intelectual abstracta como sí lo es, en cambio, el libre albedrío, lo contingente para el 35 sujeto puesto en situación de elegir -cuando se trata de una elección no vanatampoco es una condición abstracta, sino una realidad tangible, que deberá zanjar en un sentido o en otro, ser o no ser; acto, por un lado, o inhibición o síntoma, por el otro. Acto electivo para Antígona y para Edipo; inhibición o síntoma para el hombre común; síntoma para Lear en su decisión irrisoria. Excluimos la inhibición para este último, ya que da un paso: renuncia a su reino, pero anula ese acto malográndolo, al volverlo infortunado. El infortunio del acto de Lear está condicionado por la contradicción inherente a sus decisiones: demanda amor, demanda reconocimiento, busca acuerdo y aprobación para su renuncia. Esta situación excluye al acto del viejo rey de la condición de absoluto, de producirse separado del Otro, y por eso mismo, lo anula como acto y lo determina como síntoma: Lear quiere y a la vez no quiere. En cuanto a la elección del hombre común, como apuntáramos en el apartado anterior, para él el ser-para-la-muerte aparece velado por dos pantallas que lo mantienen a una distancia políticamente correcta y protectora de la percepción de su propia nada: el odio y el temor. El primero referido al padre, y el segundo al primum vivere. Por lo tanto, el acceso a las realidades que ofrece la contingencia -ser o no ser- está alejada de la libertad electiva de este hombre mediocre, que mantiene su existencia en el radio menor delimitado por su instinto de auto-conservación, como hijo -bueno o malo, pero siempre sosteniendo al padre imaginario que lo ha privado en situación eminente, como Otro malvado- y buen ciudadano. Mientras tanto, en ese espacio que no es entre dos muertes, sino entre la vida y la negación de la muerte biológica, al hombre común lo único que le queda es “el ejercicio de su culpa” y la esperanza. Al haber delimitado con cierta precisión la elección del hombre común, se hace más clara la diferencia que presenta con la particular elección de Lear, que nos parece posible situar únicamente en contraste con sus similitudes. Analizar en detalle esta comparación tal vez nos aporte lo específico de la elección irrisoria del rey de Bretaña. Lear decide repartir su reino entre sus hijas y renunciar a sus bienes. Al respecto, la obra no se extiende mucho, por lo tanto el lugar que Lear debe habitar al traspasar el acto de la renuncia, si bien está anunciado, prácticamente constituye el inicio de la pieza. De todos 36 modos Lear hace lo que promete, y en ese sentido da un paso importante, renuncia a su reino. Sin embargo, como comentábamos anteriormente, se guarda para sí un séquito de cien hombres -que luego se verá reducido a cincuenta- y pretende iniciar una vida ligera, sin las preocupaciones del gobierno. Además, no sólo pretende y demanda que lo quieran, sino que expresa esta posición demandante en la búsqueda de acuerdos conciliatorios para su renuncia. Como decíamos, este rasgo disminuye la potencia de su acto, que queda empañado como tal por la dependencia de la voluntad de los otros. En cuanto a las condiciones que impone a su reparto, como ya sabemos, la moneda de cambio será el amor filial demostrado por sus hijas. En este punto, Cordelia es rechazada y desheredada, por su estilo sobrio y callado. Al respecto, en el apartado anterior, cuando analizamos las herramientas que cada elector utilizó para perpetrar su elección, para Lear habíamos situado el odio, expresado por la antipatía con que rechaza a su hija menor. Nos parece que justamente este rasgo nos da una clave importante para situar un punto en el que la elección de Lear es semejante a la del hombre común: la demanda de amor y el odio. Dicha demanda no es la demanda que se espera de un padre, sino la demanda de un hijo: “quiéranme”, una demanda de amor que sitúa al rey en posición de hijo demandante. En cuanto al odio, situado por Lacan como uno de los límites dentro de los que se mueve el hombre común, lo situamos en relación a la posición de un hijo que sostiene con reproches al padre imaginario que lo priva, dejándolo en una situación de inferioridad y de debilidad. Esta es la posición de Lear, la de aquel que se excusa tras la coartada del hijo maltratado, no suficientemente amado por su padre, que lo ha privado de lo que él merecía tener. Sin embargo, Lear no es similar en todo al hombre común, ya que al dar el paso que constituye su renuncia, demuestra su desprendimiento de los lazos del primum vivere, el otro límite que demarca el campo para el hombre común. Es cierto que habría que matizar este comentario con el hecho de que continuara con una corte a su servicio, y sus pretensiones de vida holgada. En cuanto al ejercicio de la culpa que caracteriza la existencia del hombre mediocre, Lear sólo se encuentra con ella en el final de la obra; ella se impone irreductible e inconmensurable. El hombre arrastra sobre el escenario el cadáver de su hija, y 37 podríamos decir que la culpa acaba con él, literalmente lo mata. Sólo allí, en ese punto, en el desenlace del último acto, tal vez podamos encontrar la elección de la muerte en Lear: cuando culpable, junto al cadáver de Cordelia, se entrega en sus brazos. En cuanto al héroe trágico, como decíamos, su decisión trasciende la moral de los bienes y las prescripciones del mundo, constituyendo en ley únicamente su deseo. Al respecto, en el apartado anterior habíamos caracterizado su elección como negación de la negación. Debemos entender esto en relación a la contingencia: si la contingencia es lo que puede ser y lo que puede no ser, el héroe trágico tacha la opción que reza “puede no ser” con un decidido “es, y por lo tanto así será”, y lo hace en acto, inapelable. Para concluir Recapitalundo ahora lo desarrollado en este trabajo, hemos caracterizado el particular modo de tratar con lo contingente para cada tipo electivo, en los siguientes términos: a) La elección trágica: frente a la opción de que lo que él ha dicho que es también podría llegar a no ser, el sujeto tacha decididamente con su acto esta última posibilidad, optando por un “es” inclaudicable. En su acto, trasciende la moral de los bienes, la pantalla del temor y los lazos del primum vivere no son una excusa para él; tampoco la posición llorosa de haber sido dañado por un padre imaginario privador. Para el sujeto que perpetra la elección trágica su deseo es ley. b) La elección irrisoria: frente a la posibilidad de que lo que él dijo que es también pueda no ser, el sujeto da un primer paso, pero también da un paso segundo que anula al primero, malogrando su acto electivo al pretender conciliar con los otros las condiciones de su acto, produciendo una especie de mixtura que adultera el actus proprius con pretensiones de bienestar general para todos -posición demagógica, y en última instancia cobarde- declinándolo en síntoma. En su acto malogrado devenido síntoma elude las trampas del primum vivere y el temor concomitante, pero este desprendimiento se vuelve mera prodigalidad; en cambio, al modo del hombre común, sostiene con su 38 odio la preeminencia del padre imaginario privador, ilustrado por el odio dirigido a Cordelia, “demanda de hijo”, habíamos dicho. c) La elección mediocre: en este caso, el sujeto no gusta de tratar con las contingencias del ser directamente, sino que se escuda tras diversas pantallas representantes del instinto de auto-conservación. Sus coartadas son el temor, que le indica preservarse de la muerte natural, y el odio, que lo ubican como a un pobre perjudicado (primum vivere y padre imaginario privador en este caso dominan la escena, delimitándola). Dentro de su vida empobrecida, lo que puede ser o no ser no se le presenta sino desfigurado y brumoso, casi como en los sueños. Pero la realización de su deseo es demasiado onerosa para su economía, y sus aptitudes están dañadas por un Otro malvado. El ejercicio de la culpa y la esperanza idiotizante caracterizan su talante. Bibliografía -ARISTÓTELES (Siglo IV a. C.). Analíticos Primeros, Gredos, Madrid, 1995. -ARISTÓTELES (Siglo IV a. C.). Sobre la Interpretación, Losada, Bs. As., 2009. -ARISTÓTELES (Siglo IV a. C.). Ética a Nicómaco, Gredos, Madrid, 1995. -COROMINAS, J.; PASCUAL, J. (1991). Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, Gredos, Madrid, 1991. -FREUD, S. (1913). “El motivo de la elección del cofre”. En Obras Completas, op. cit., tomo XII, pp. 303-317. -FREUD, S. (1915). “De guerra y de muerte. Temas de actualidad”, op. cit., tomo XIV, pp. 273-304. -FREUD, S. (1916). “La transitoriedad”, op. cit., tomo XIV, pp. 305-312. -FREUD, S. (1925). “La negación”, op. cit., tomo XIX, pp. 249-258. -HYPPOLITE, J. (1954). “Comentario hablado sobre la Verneinung de Freud”. En J. 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