Herman Melville. Querido Herman, querido Nath, por Almudena

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Las sillitas rojas, de Edna O’Brien (Errata naturae) Traducción de Regina López
Muñoz | por Almudena Muñoz
En la novela Tony & Susan (publicada en España como Tres noches y recientemente
adaptada
al
cine
por
el
diseñador
de
moda
Tom
Ford
con
su
perspicaz
olfato
literario), el autor Austin Wright armaba un juego de tan solo dos matrioskas:
Animales
nocturnos
protagonista,
trazar
una
es
Susan,
espiral
el
título
recibe
entre
de
Susan
de
su
ex
y
el
la
novela
marido
dentro
escritor.
protagonista
del
de
La
la
novela,
lectura
manuscrito,
no
que
la
tarda
en
Tony,
cuya
trágica historia acaba suponiendo un peligro real, quizá uno de los más reales de
todos: aquellos que no se materializan, pero que siempre están asomando el hocico
a la vuelta de la esquina. Susan salta de capítulo en capítulo, cada vez más
convencida de que el mal está acechando en cualquier parte y de que este tendrá el
poderío de las grandes parábolas. El mal carece de formas y sólo se manifiesta en
un patrón de historias comunes, porque puede desestabilizar una vida corriente sin
aviso,
embistiendo
desde
rincones
irracionales
como
un
coche
en
mitad
de
la
madrugada o un disparo azaroso en una calle escolar. Animales nocturnos podría
haber
existido
como
una
thriller,
escalofriante
elementos
atroces.
ejercicio
metanarrativo
novela
y
La
independiente,
crudo;
segunda
que
una
pieza
capa,
la
pretenda
pero
de
voz
entonces
género
que
combinar
legitimada
concierne
dos
sería
a
ideas
un
para
Susan,
simple
retratar
no
aisladas
es
que
un
había
almacenado su autor, como una cena improvisada entre distintos recetarios, sino la
pregunta más atroz de todas: ¿debo leer esto?
En un momento dado, Susan reflexiona acerca de los diálogos novelescos, que ella
percibe como animales aplastados en los arcenes de la carretera. El lector se
acerca a observarlos sin miedo, incluso con asco fascinado. No entrañan ningún
peligro, pero son horribles; vistos a oscuras, a solas, nadie te juzga por ser un
morboso, por reflexionar sobre ti mismo, tus decisiones pasadas, tu familia, tus
deseos, en los contornos pelados de un ser que ya no es nada.
Abre Edna O’Brien su novela con una acotación periodística: las sillistas rojas
del título que en 2012 fueron colocadas en hilera para representar a los 643 niños
asesinados
durante
el
conflicto
de
Sarajevo.
Pero
imaginar
sillas,
sillas
de
plástico rojo, hace pensar también en estampas frívolas, en calles más pequeñas
donde las señoras se reúnen a la hora del fresco estival para armar corrillos y
comentar las noticias a lo alto y ancho del barrio y el mundo. Se entremezclan en
Cloonila, el pueblo ficticio de esta historia de O’Brien, ambos telares, el del
gran mundo y el de lo cotidiano, el de los temas de prensa y las imprensiones
locales,
baladas
provincianas,
a
un
que
visitante
aún
que
vocalizan
bebe
vino
como
templado
si
y
estuviesen
se
llama
recitando
Yeats.
A
viejas
pesar
de
dividirse en tres localizaciones tan distintas entre sí —la mencionada Sarajevo,
Irlanda y Londres—, el libro arriesga su ritmo a una danza embriagada y perversa
entre esos dos polos opuestos, el cuento de los pookas y las hadas y el terror de
los
francotiradores
y
los
soldados.
Se
diría
Susan,
el
lector,
¿debo
leer
descripciones tan detalladas y estomagantes después de haberme dado una vuelta por
esta
vida
inocente,
habitada
por
estereotipos
(y
toda
rutina
es
en
sí
un
esterotipo personal): los irlandeses que beben café con crema y whiskey, corean
melodías populares en los pubs y van de la iglesia a las casas de sus vecinos
cargados de secretillos sexuales?
Mientras los círculos literarios se preguntaban si Elena Ferrante sería un hombre
o una mujer, no cabe ninguna duda de que Edna O’Brien, aun siendo mujer, escribe
como un hombre implacable y tremendamente escéptico y cruel con el sexo femenino.
Su
saga
sobre
Kate
y
Baba
ya
lucía
una
visión
depresiva
y
dura
acerca
de
la
amistad y la vida de dos mujeres, aun atadas a un contexto histórico poco amble
con ellas. En este siglo XXI, a las puertas de su despedida final, O’Brien no ha
cambiado
su
tono
y
continúa
sin
ablandarse
a
los
métodos
y
estilos
de
otras
escritoras de su generación. La mirada de O’Brien procede de un tiempo abrasivo
que, no obstante, se amolda perfectamente al cinismo contemporáneo, a la sensación
de derrota e impotencia generalizada, y hace de la guerra de Sarajevo un telón
sobre el que reflexionar en cuanto a temas y formas, en especial en lo que atañe a
la representación del mal.
¿Hay diferencias entre el mal en el periódico y el mal en la literatura? ¿Acaso no
es
legítimo
hacer
ficción
de
dolores
recientes
si
seguimos
siendo
capaces
de
deleitarnos con comedia de costumbres y mitos feéricos? ¿Es viable crear poesía a
partir de materias primas diarias, como esas fotografías de víctimas: una niña
tiroteada es un reguero de pétalos de rosa? ¿Puede sostenerse la novela que lo
mismo concede a un personaje la cura sobre su frigidez que somete a otro a una
violación excesivamente gráfica? Tal vez, haciendo de tripas corazón y mirando de
cerca ese embrollo, ¿no está O’Brien representando algo más grave que la guerra y
que la clásica división entre corderos y lobos, lo incapaces que somos de leer la
novela dentro de la mentira que nos contamos?
[…]
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La selección natural, de Charles Darwin (Nórdica) Ilustraciones de Ester García.
Traducción de Íñigo Jáuregui | por Almudena Muñoz
Resulta
tentador
Charles
Darwin
imaginar
a
bordo
cómo
del
habrían
Beagle
y
quedado
alrededor
registradas
del
las
mundo
en
peripecias
de
circunstancias
contemporáneas. ¿Cuántos tweets diarios, cuántas horas de vlog publicadas en un
horario
tan
cambiante
que
obliga
a
un
seguimiento
feroz
y
sediento?
Y,
sin
embargo, los testimonios sobre grandes aventuras de otras épocas se conservan en
formatos de una brevedad que cuesta creer y envueltos en cierta paciencia y calma
ajenas al exotismo de los hechos en que se basaron. Son libros, diarios, misivas,
retazos compactos, asociados a algún medio de transporte que inspira el deseo de
viajar o, más bien, de sentirse trasladado mentalmente a lugares que uno apenas es
capaz de imaginar de modo sensorial. El Electra de Amelia Earhart, el Endurance de
Shackleton, el Lockheed Lighting P38 de Saint-Exupéry, el Endeavour de James Cook.
El vlog, con su inmediatez y su POV agresivo, sólo puede inspirar un exceso de
información,
nostalgia
o
envidia
por
una
experiencia
que
parece
tan
cercana
y
comprensible: cada siglo tiene sus propias gafas de realidad aumentada sujetas con
velcro.
Antes que un pionero o un científico trajeado con la etiqueta de los salones de
fumar y las academias, Darwin era un buscador de historias, obsesionado con un
tejido universal que acabaría explicando la cronología biológica y geológica del
planeta Tierra, desde los átomos invisibles hasta las manías provincianas que nos
gusta pasar por alto. A veces el lector podría dudar de si Darwin deseaba sus
hallazgos
para
agricultores,
vincularlos
o
es
que
su
a
anécdotas
rastreo
cotidianas,
innato
y
de
fascinado
le
campos,
hacía
árboles
ver
todos
y
los
relatos de la vida bajo un mismo foco de luz reveladora. Lo cierto es que Darwin
no escribía como un científico, sino como un editor literario. Aunque La selección
natural no es el documento completo de su registro del viaje del Beagle, en sus
propios términos significa un ejercicio de síntesis y de fluidez narrativa que va
más allá de la rapidez por defender una tesis radical en su tiempo. Las pasiones
más dichosas suelen condensarse en un chiste o una carcajada en el puerto, frente
a las que son melancólicas y recrean constantemente el viaje; tal vez ese sea el
motivo por el que Moby Dick, en comparación, sea un libro tan largo.
Esa manía o tropo de Darwin por contrastar de continuo la cotidianidad (al menos
la
que
atañe
al
lector
inglés
que
conoce
las
costumbres
del
campo)
con
las
increíbles bellezas de otras latitudes, y que tiñe sus textos de un tono humilde,
encierra un significado poderoso. No es sólo que a día de hoy sigamos regidos por
la teoría de la evolución en los ámbitos más insospechados (la lógica del patio de
escuela, la poda de plantas de interior, la selección de estudiantes o personal,
la
competencia
crisis
de
en
las
baldas
inmigración
desarrollando
una
y
del
los
discusión
supermercado,
consejos
templada
entre
de
los
precios
terapeuta).
el
gran
mundo
de
De
y
la
quinoa,
fondo,
sus
se
efectos
las
está
en
el
entorno familiar y la vida privada. Darwin regresa cambiado, quizá no tanto como
muestran las bellas ilustraciones de Ester García, fantasmas a caballo entre el
realismo y el juego de recortables, entre el salvajismo social y animal.
Volverá a casa un hombre que ha comenzado sus notas con esa idea tan pesimista
sobre el reinado de la supervivencia, y que escribe conclusiones como que «la
muerte
suele
ser
rápida
y
los
fuertes,
sanos
y
felices
sobreviven
y
se
multiplican». Es posible que el científico que escribe algo tan descarnado debiera
afrontar la lucha por la supervivencia como una de las muchas preciosas metáforas
que emplea en sus escritos. La lucha es un duelo, preguntarse si el hombre piensa
más allá de si puede sobrevivir: ¿es que quiere sobrevivir? Años después de aquel
viaje,
Darwin
perdería
a
una
de
sus
hijas
predilectas,
Annie,
y
sus
descubrimientos le habrían dado la razón al dolor profundo e inevitable, aunque la
injusticia
no
encuentre
cura
en
la
Naturaleza.
Muchísimo
tiempo
después,
un
descendiente de Darwin encontraría la caja de Annie, repleta de varios mementos de
sus dolidos padres.
Un día alguien, sin motivos religiosos, empezará a levantar la voz contra Darwin,
o
contra
Einstein
o
Marie
Curie,
del
mismo
modo
en
que
surgen
aficionados
y
especialistas
empujando
a
golpe
de
bayeta
los
bustos
de
Shakespeare
y
Homero.
Mientras tanto, sus textos no sólo se reimprimen con interés científico, sino que
se han infiltrado en prácticas narrativas: La selección natural explica muchos
lugares
comunes
preciosistas
que
de
la
colman
ficción
a
e
través
inspira
del
ojo
a
todo
esa
sed
un
género
invasiva
de
por
documentales
acceder
a
lo
recóndito y vulgarizarlo (no en vano, a pesar de todas sus magníficas intenciones,
los descubrimientos naturalistas condujeron a la extinción de ciertas especies que
hoy sólo conservamos en estampados de corbatas, como el dodo). Leer reflexiones
antiguas, que plantean más preguntas que certezas, equivale a visitar gabinetes de
taxidermia o escuchar cuentos de terror, pues nos alejan del tedio que supone lo
vivo, la misma especie a la que pertenecemos y que ya no despierta otra cosa que
un riesgo predecible, plagado de locuras y estupideces que dejan de ser extrañas.
En
la
búsqueda
de
la
maravilla,
de
los
seres
y
paisajes
que
llevan
siglos
repitiendo sus inocentes rutinas, se halla el valor de Darwin y una lección tan
fatal como hermosa.
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Botanicum, de Katie Scott y Kathy Willis (Impedimenta) | Traducción de Miguel Ros
González | por Almudena Muñoz
El lector pasa a menudo por las páginas como los pies sobre la Tierra; damos tan
por sentado un paisaje precioso que, como decía Iris Murdoch, mientras cualquier
alienígena
se
maravillaría
ante
una
simple
flor,
nosotros
apenas
sabemos
nombrarlas. Mientras en los plenos y en las salas de los colegios se discute si
resulta
equitativo
el
reparto
entre
horas
de
letras
y
ciencias,
y
(muy
legítimamente) cuál es el orden y peso adecuados para los números, los versos y
las
notas
musicales,
en
las
aulas
no
sólo
faltan
plantas,
sino
que
apenas
se
enseña al niño a distinguirlas. Aunque todos los conocimientos son enriquecedores
e imprescindibles, la ignorancia sobre el paisaje acaba pesando sobre todo aquel
que no escoja un sendero especializado. Puede que distinguir un álamo de un olmo
(¿acaso le han aparecido en la mente imágenes claras al leer esos nombres?) no
fuese nada útil, pero sí un acto de justicia hacia nuestro planeta.
Tan
embebidos
por
la
vida
ordinaria,
relegamos
a
un
segundo
plano
lo
que
ciertamente es el fondo de nuestras funciones cotidianas. Según el horario común,
sólo en sábados, domingos y festivos la vista se relaja y una óptica poco usada y,
por tanto, con bastante desenfoque, comienza a fijarse en los árboles, las flores
y las macetas mustias y desatendidas durante la semana. Un paseo por el campo,
unas correrías con el perro por el parque, una visita al jardín botánico. Kathy
Willis, conservadora jefe en los famosos Kew Gardens de Londres y coautora de
Botanicum,
debe
experimentar
de
primera
mano
ese
salto
entre
la
vegetación
encapsulada en un edificio espectacular y la rutina urbana sólo salpicada por los
carromatos
chic
que
venden
las
suculentas
de
moda.
De
algún
modo
nos
hemos
acostumbrado a que las señas de identidad del planeta sean decoraciones costosas,
un
frondoso
salvapantallas
que
sólo
podemos
apreciar
con
la
mediación
de
un
monitor, de un cristal o de una costosa entrada. O, como es el caso de Botanicum,
de papel, que no deja de ser un acercamiento más poético (sostenibilidad aparte) a
la esencia de los árboles.
Los
lectores
reaccionan
como
esos
paseantes
de
fin
de
semana,
apartando
los
objetivos prácticos y escogiendo fijarse en la floritura, el detalle oculto, los
trasfondos
contagia
de
a
la
la
narrativa
lectura
y
del
los
día
ojos
a
día.
En
persiguen
ocasiones,
únicamente
el
la
ritmo
trama;
habitual
pero
en
se
los
momentos adecuados sabrá detenerse a valorar lo que el colegio nunca le enseñó y
lo
que
la
vida
le
impide
apreciar.
El
tiempo
se
congela
y
la
imaginación
se
dispara ante las orquídeas de El sueño eterno, los rododendros de Manderley, las
rosas amarillas de la condesa Olenska, el par de extrañas flores blancas que trae
La máquina del tiempo, las espuelas de caballero, los guisantes de olor, las lilas
y
los
claveles
ejemplares,
de
tanto
la
en
señora
las
Dalloway.
mesas
(porque
Tan
desacostumbrados
tener
flores
frescas
a
encontrar
parece
esos
una
cara
frivolidad) como en los jardines (extraño lujo para la mayoría de las familias),
lector y autor enseguida añaden un significado simbólico, recordando las rosas
medievales, las violetas que bañan a Ofelia, el albaricoque de Ricardo II.
Pero no todo tiene un doble sentido. El sentido más puro posible es revelar, de
forma
directa
y
honesta,
la
belleza
de
los
alrededores.
La
inspiración
ante
cualquier curiosidad, sobre todo de la que se desvía de las ramas marcadas por los
planes
educativos
visuales
y
ilustrados
las
por
agendas
Katie
mediáticas.
Scott
Ante
constituyen
el
ese
propósito,
perfecto
los
complemento
museos
a
las
lecturas de trama, a los saberes de moda y a la animación que bascula entre el
cómic naíf y el hiperrealismo. Recuperando el estilo y el espíritu de aquellos
antiguos
infolios
diseñados
por
viajeros
que
todavía
tenían
el
privilegio
de
descubrir un mundo virgen, Scott diseña láminas festivas y sugerentes que invitan
a plantearse preguntas sobre el parque, los jardines de pago y las macetas. Kathy
Willis
sabe
escoger
aquellos
especímenes
que
capturan
la
atención
de
los
visitantes de Kew Gardens (las orquídeas y las plantas carnívoras) y de otros más
vulgares que encierran maravillas nunca vistas en las baldas del supermercado (la
calabaza o las gramíneas).
El recorrido es ligero y riguroso, como esas galerías que permiten centrarse en el
plano sensorial o tomar notas frenéticas para investigar, escribir y dibujar más
tarde. En cualquier caso, un estímulo suficiente como para adquirir esa conciencia
sobre los alrededores y la vida que nos sustenta que normalmente creemos vedada a
los personajes de ficción y a los poetas: Stendhal viendo el amor en la hiedra,
Keats en las ramas primaverales y Robert Frost en los abetos de Nochebuena; todos
ellos como los niños de La materia oscura que suspiran en el jardín botánico de
Oxford: separados por el tiempo o el espacio, la vegetación y los libros continúan
respirando igual en todas partes.
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El libro de los libros, de Quint Buchholz (Nórdica) | por Almudena Muñoz
Dicen que una imagen puede dejar sin palabras, pero lo cierto es que a menudo
sucede
todo
lo
contrario:
torrentes
escritos
buscan
rellenar
el
espacio
entre
dibujo y marco, encontrar guiones en cada grieta del acrílico, intelectualizar las
flores, las poses, las paletas empleadas. Y qué decir de los afluentes coloridos
que
pretenden
llenar
de
imágenes
la
monocromía
de
un
texto:
las
opulentas
fotografías que recrean cuentos infantiles, Millais adaptando a Tennyson.
Resulta tan común la acepción del escritor como fabulador de su autobiografía, que
cuando este se acerca a otras disciplinas artísticas parece tener que hacerlo de
puntillas, como espectador camuflado una vez que se han diluido las luces del
foyer, negando cualquier intento de conectar su tediosa tarea de estudio a otras
prácticas
más
manuales
y
místicas.
Sylvia
Plath
(quien
también
podría
haber
ilustrado sus propios poemas, como da cuenta otro volumen de Nórdica, Dibujos),
Allen
Ginsberg,
inspiradas
por
W.
óleos
H.
más
Auden,
Anne
clásicos
o
Sexton
o
Philip
contemporáneos,
Larkin
desde
labraron
Bruegel
el
piezas
Viejo
a
Picasso. Leídos sus resultados, la unidad entre imagen y palabra surge quizá como
el
picor
de
la
perpetuación
artística
antes
que
la
necesidad
de
ubicarse
cardinalmente
ante
la
obra
de
otro
artista.
Al
ofrecerle
una
ilustración
al
escritor, la disyuntiva se despliega entre lo que la imagen puede inspirar o el
modo en que la imagen puede ser homenajeada, sin que exista un espacio de fusión
entre esas dos vocaciones. El reparto de los dibujos de Quint Buchholz entre 46
autores pareció provocar ese efecto divisorio en el grupo: mientras unos optan por
escribir
algo
obligatoriamente
discurso
propio
que
podría
sujeto
vivir
a
sin
la
compañía
haber
visual,
conocido
otros
nunca
a
deslizan
su
un
(supuesta)
ilustración de partida. Las reflexiones acerca de los hilos forzados entre las
artes visuales y las escritas dan paso al debate sobre la propia naturaleza del
libro.
¿Qué
es
creación
un
que
libro
de
no
puede
los
libros:
subsistir
sobre
sin
un
el
libro
formato
como
objeto,
material?
Las
o
el
libro
como
ilustraciones
de
Buchholz atañen ciertamente a esas dos definiciones, a la presencia constante del
libro en la vida cotidiana. Las historias, que proceden de lugares abstractos y
pueden subsistir de formas misteriosas, no necesitan de por sí un libro. Pero sin
él no existirían las autorías, y por eso los escritores y poetas escogidos para
este experimento se esfuerzan en volcar su voz reconocible, la que asociamos más a
sus apellidos que a las imágenes de Buchholz. La vida a punto de hacerse ensayo de
Sebald. El chiste escatológico de Eduardo Mendoza. La filosofía corporal de Susan
Sontag. El enamoramiento anglófono de Javier Marías. La corriente de conciencia de
una ciudad de Amos Oz. El obituario sobre la inocencia de Ana María Matute. Leer
El libro de los libros se asemeja a adoptar el papel de profesor que revisa los
deberes de escritura de una clase talentosa e irregular: unos se decantan por lo
formulaico («Había una vez…»), otros por la pereza («Describamos qué es lo que
estamos
viendo
en
este
dibujo…»),
los
más
por
impresionar
al
tutor,
robar
un
detalle de la imagen y volcar alguna reflexión que hasta entonces no había tenido
cabida en sus poemas o novelas
El mismo Buchholz desempeña una función confusa, puesto que se le ocurrieron 46
ilustraciones surrealistas y simbólicas que necesitan encontrar un significado a
posteriori, así como su estilo< replica en un territorio apócrifo a Magritte y
Hopper. Tal vez el lado más práctico y menos evidente de la propuesta sea dejar
que
el
lector
consuma
las
imágenes
y
los
textos
para
decidir
si
están
bien
emparejados, como en un juego de mesa. Si fue el azar lo que entregó cada lámina a
un autor, lo que escogió a esos 46 autores y no a otros, lo que les hizo fijarse
de un modo y no de otro (¿por qué Tomeo interpreta que la protagonista de su
ilustración, de espaldas al observador, es una anciana?), entonces el libro de los
libros (de cualquier libro) también puede entenderse como una bonita mentira.
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El universo en tu mano, de Christophe Galfard (Blackie Books) Traducción de Pablo
Álvarez Ellacuria | por Almudena Muñoz
Una pequeña anécdota puede dar cuenta de la grandeza soterrada en el día a día de
la vida científica: durante la década de 1940, la NASA comenzó a incluir en sus
equipos a mujeres con alta preparación; a pesar de todo, de ellas se esperaba que
llegasen
a
la
oficina
con
algún
chupete
y
restos
de
un
desayuno
caótico
enganchados al portafolios. Una de estas empleadas, Barbara Canright, encargada de
calcular la órbita de un importante satélite, recibió de su novio horas antes del
lanzamiento unos ánimos más apropiados para el escolar que se enfrenta a un examen
corriente. En el fondo, no pasaría nada si el satélite se estrellaba. Él seguiría
queriéndola,
la
acogedora
casa
continuaría
esperándola,
sus
colegas
no
se
lo
reprocharían porque, en fin, era una mujer trazando cálculos. Miles de millones de
personas sobre la Tierra jamás se enterarían de que un cacharro metálico se había
propulsado hacia el cielo (o hacia el suelo del desierto). El universo es algo que
está allá arriba, pero que sólo forma parte de la vida privada: la solitaria vida
del investigador, los terrores vitales del observador ocasional.
Resulta tentador imaginar a Canright sentada en la mesa de su cocina, en penumbra
y
con
las
palmas
extendidas,
respirando
hondo
y
horrorizada
ante
la
tarea
de
compaginar demasiadas responsabilidades cotidianas. Pero esas mujeres continuaron
trabajando, aunque lo hicieran vestidas de tópico: ahí quedaron, en fotografías de
grupo, luciendo faldas de espiga y victory rolls, sonriendo como si estuviesen a
punto de servirle dos dedos de whisky a todos los socios en la sala de juntas. Sin
embargo, después del retrato regresarían a sus máquinas y hojas de cálculo, quizá
pensando de vez en cuando en qué habría que descongelar para la cena.
Aunque parezca tangencial, esta quietud invisible en los trabajos espaciales tiene
mucho que ver con la forma en que Christophe Galfard aborda su guía del curioso
galáctico. Como todas las cosas demasiado evidentes y expuestas a la vista, el
universo es pasado por alto todos los días y sus noches. Es un escenario que se da
por
sentado,
como
el
suelo
terrestre
y
cualquier
otra
ley
física
que
Galfard
desmonta para intentar volver a fascinarnos. El problema al que se enfrenta la
astrofísica frente al gran público, como cualquier otra rama científica, es la
poderosa
indiferencia
de
partida.
Una
lección
sobre
las
estrellas
o
las
ondas
gravitacionales llama a la puerta como aquellas primeras y primordiales mujeres de
la NASA: su aparición debería pasmar, reconsiderar las bases de la rutina, cambiar
radicalmente convenciones de un planeta pequeño y adormilado. Desde luego, no lo
hace. Nada más hay que ver la forma en que la ficción consigue popularizar a la
ciencia, convirtiéndola en un objeto de fácil consumo gracias a la parodia y a
fabricar chistes con la ignorancia (de modo que el ignorante siempre sea quien
sale riendo). Eso es el Big Bang Theory (CBS, 2007) para las masas, mientras Donna
Clark
en
Halt
and
Catch
Fire
(AMC,
2014),
que
también
es
brillante
con
los
circuitos, los códigos y las corrientes eléctricas, vive en la penumbra de Barbara
Canright, recibiendo el paternalismo de su marido y colegas y untando sándwiches
de mantequilla de cacahuete.
Es
curioso
que
dos
ficciones
tan
opuestas
transcurran
entre
la
oficina
y
la
cocina, como si el proceso de reflexión teórica necesitase un entorno árido y otro
para los estiramientos prácticos.
O tal que si la dinámica entre la persona de ciencia y la persona normal, entre lo
masculino
y
lo
femenino,
se
aferrase
a
un
sistema
binario,
simplista
y
perjudicial, para no caer en la locura que inspiran los desafíos del universo. Tal
vez pensando en esa clase de ficciones audiovisuales, o quizá como un instinto
natural
que
imita
a
su
costumbre
diaria,
Galfard
también
construye
su
lección
entre la oficina y la cocina, que aparece además como un escenario propuesto para
la especulación. Sirviéndose de estrategias descriptivas propias de una sesión de
yoga y del punto de vista de esos vídeos de YouTube sobre jóvenes ascendiendo sin
correas por espacios altísimos y peligrosos, Galfard da instrucciones al lector,
con
cierto
humor
pero
sin
dotarlo
de
paternalismo,
para
que
viaje
mentalmente
desde una isla exótica hasta los confines de las galaxias, pasando por un avión
futurista y un café frente a la nevera. La técnica funciona porque, si esta no es
la
manera
en
que
deberían
escribirse
los
ensayos,
sí
es
el
método,
entre
participativo y embelesado, que debiera emplearse en los libros de texto y en las
charlas de padres a hijos.
La
guía
propuesta
en
El
universo
en
tu
mano
es
suficientemente
científica
y
divulgativa, y aunque su esfuerzo se centre en lo segundo, no olvida los apuntes
melindrosos
que
haría
el
lector
más
versado,
conciliando
el
cisma
de
los
dos
mundos que separan los senderos universitarios y el reparto de tareas domésticas.
Galfard sabe inaugurar el libro por lo más atractivo: el espacio exterior y la
astronomía de la espectacularidad que genera pasiones visuales y existenciales en
Elon Musk, Terrence Malick o Christopher Nolan. A partir de ahí el terreno se irá
resecando,
hasta
la
aridez
de
la
física
cuántica
y
de
los
átomos
y
fuerzas
invisibles que el autor resuelve con su elocuencia. En ese sentido, Galfard no se
deja nada en el tintero, y reivindica de continuo a los grandes descubridores de
la física y la química, con sus respectivos Premios Nobel, aunque a la hora de
citar
nombres
femeninos,
en
el
texto
y
la
bibliografía
(¿Maria
Mitchell,
Vera
Rubin?), a Galfard le baste con mencionar a Marie Curie, como si fuese una cita
obligada. Por muy lejos que viajemos, mediante sondas o libros sugerentes, todavía
quedarán
unas
cuantas
verdades
(y
la
inteligencia
humana,
que
diría
Stephen
Hawking) por desenterrar en la Tierra.
[…]
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Mujeres
excelentes,
de
Barbara
Pym
(Gatopardo)
Traducción
de
Jaime
Zulaika
|
por Almudena Muñoz
Una pequeña fotografía en blanco y negro muestra la vivienda de Barbara Pym en un
pueblecito
de
Oxfordshire.
El
edificio
es
del
montón,
ideal
para
la
nostalgia
británica que siempre late con más fuerza fuera de Inglaterra; paredes, tejados y
muretes de piedra, marcos blancos, un gran seto bien podado, un farolillo. En este
escenario, podría ambientarse un asesinato cometido con algún objeto vulgar, como
un
terrier
de
porcelana
o
el
atizador
de
la
chimenea;
o
la
reunión
entre
un
marinero y su prometida ya arrugada por la espera; o la escapada de un amante que
emplea la puerta trasera mientras el marido aparca en el establo, que en realidad
es un garaje. Esta fachada es una hoja en blanco para la literatura inglesa, capaz
de ver diez géneros distintos, el drama y la sátira, en la misma esquina del
vecindario. Una alegre diversidad que no parece trasladarse con la misma riqueza
al tejido real, en especial ahora que el hecho de ser británico se ha vuelto más
confuso que nunca, incluso para sus propios ciudadanos y escritores. Ian McEwan
escribe sobre Hamlet, Ali Smith sobre el Brexit.
Desde que las carreras de los artistas han podido avanzar junto a la exposición
mediática,
cada
comentario
lanzado
halago
puede
honestidad
vez
un
durante
ser
y
que
una
recibido
toda
autor
dedica
cierto
entrevista,
como
paternalismo:
esa
a
alabar
pequeña
«¡Ah,
tiempo,
a
una
homilía
excelentes
un
de
par
de
colega
Julian
mujeres!».
Mark
líneas,
un
femenina,
el
Malory,
Twain
toda
parecía
sincero al aplaudir a su competencia, L. M. Montgomery; Ernest Hemingway no ganaba
nada al humillarse frente a Karen Blixen; el apoyo de Philip Larkin a Barbara Pym
podría
resultar
interesado
para
las
contraportadas
si
no
fuese
por
esa
correspondencia privada que mantuvieron ambos autores durante años. Sin embargo,
no hay que olvidar los términos en que hablaba Nabokov de Jane Austen cuando las
puertas se cerraban y debía diseccionar frente a sus alumnos Mansfield Park, como
una casita de cartón que revuelve con los dedos para revelar los fallos y conceder
cierta
maestría,
el
ingeniero
sonriendo
al
juguetero.
El
reciente
desenmascaramiento de Elena Ferrante y la persecución de su identidad ha revelado
la permanencia de ese abismo entre autor y autora, cosa de tiempos de Austen que
aún
no
se
había
extinguido
durante
las
excelencias
de
Pym,
y
que
desde
luego
continúa vigente: la vida privada y pública de las escritoras no encuentra un
territorio neutral en sus creaciones, sino que éstas permanecen abiertas como unos
juzgados para cualquier paseante.
Por ese motivo, resulta tentador apuntar que Mildred Lathbury, la chispeante pero
ligeramente conformista narradora de Mujeres excelentes, atraviesa el mismo dilema
que Barbara Pym, como mujer atrapada en la mirada de los hombres. ¿Cómo ser feliz,
pero
soltera?
Segunda
¿Pero
Guerra
cómo
Mundial,
anhelar
y
con
un
nada
pretendiente
más
que
después
ofrecer
que
de
las
bajas
un
cuerpo
ya
de
la
en
la
treintena y un alma que no posee más inquietudes que participar en las actividades
parroquiales? Si con semejante currículo Mildred es el ideal de solterona en la
sátira inglesa, Mujeres excelentes parte en teoría (la teoría académica de los
Nabokov)
de
un
inicio
abocado
al
volumen
de
cotilleos
que
acabará
reflejando
alguna crisis salpimentada de histeria (la vida privada de las autoras), o una
ristra
de
arquetipos
escenas
de
esperpénticas
provincias,
que
recientemente
vuelven
mudados
a
a
mostrar
el
la
(la
urbe
ridículo
vida
de
pública
los
de
las autoras). Pym desvela que la obra de una mujer no tiene por qué estar hablando
de su biografía ni de su círculo social. Mujeres excelentes es una parodia sobre
una
actualidad
aún
no
del
todo
superada,
que
va
abriendo
ojales
hacia
un
río
subterráneo menos amable, más pesaroso. Un antecedente para Helen Fielding en el
que el estado de la soltería femenina no acusa tanto carencias sentimentales como
una tiranía social terriblemente aburrida.
Que Pym hace del marujeo un arte, un encaje de bolillos, sería volver a colocar un
observador condescendiente frente a unas artesanas que trabajan en la plaza de
alguna iglesia o catedral, ajenas al ruido. El marujeo es todo lo contrario, un
evento
privado
cambio,
que
recorren
se
la
muere
por
volverse
cotidianidad
de
los
público.
Los
mercadillos
personajes
benéficos,
de
las
Pym,
en
misas
de
domingo, las meriendas entre vecinos y las visitas al centro de Londres con la
ligereza de quienes sólo desean aguar la amargura, volviendo a vivir como si no
existiese
un
mundo
más
grande
y
grave
allá
fuera,
unas
reglas
de
decoro,
una
división clara entre lo masculino y lo femenino, el cura y el feligrés, el casado
y el soltero.
Mientras otras coetáneas, Sue Kaufman, Marilyn French, Penelope Mortimer o Muriel
Spark, sobre todo afectadas por la falsedad de la sociedad moderna, igualitaria y
próspera de Estados Unidos, llenaban diarios de ira y risa nerviosa, Barbara Pym
deja claro por qué Larkin la admiraba con total sinceridad, dado su talento para
introducir significados poéticos en detalles normalmente vanidosos o banales, como
las
chucherías
en
la
repisa,
el
tejido
de
los
sombreros,
las
flores
en
los
jarrones y los alimentos de la escasez. A través de su vida de ficción, Pym achica
cualquier expectativa con ese doble sentido que exclama, cómo no, un personaje
masculino en la apertura de la novela: «¡Ah, las mujeres! ¡Ahí están ellas siempre
que pasa algo!».
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Jane, el zorro y yo, de Isabelle Arsenault y Fanny Britt (Salamandra) Traducción
de Regina López Muñoz | por Almudena Muñoz
Los
ingleses
llevan
siglos
contando
una
fábula
moral,
una
variante
del
mítico
Barbazul, en la que una muchacha consigue desenmascarar a su prometido, Mr. Fox,
en realidad un asesino de mujeres que termina azotado como un caballero al que se
le
escapa
la
cola
de
raposa
por
los
pliegues
del
chaqué.
Desde
una
mirada
extranjera, algunas narradoras han tomado esa herencia británica de forma literal,
manteniendo la cercanía al folklore y las distancias con el zorro, como Helen
Oyeyemi. Pero Isabelle Arsenault y Fanny Britt, ilustradora y guionista, poseen
una
sensibilidad
canadiense
que
anticipa
cualquier
encuentro
con
la
naturaleza
como un momento de máximo respeto, siempre en la linde de las tormentas de nieve o
fuego. Cuando Hélène cruza su mirada con la de un zorrillo recién salido de la
espesura,
comienza
un
momento
de
paz
y
ausencia
de
símbolos,
apellidos
y
representaciones que van más allá de lo sensorial: son sólo Hélène y un zorro,
hasta que la realidad interrumpa con sus ficciones, su rotundidad y sus neurosis
ese momento tan precioso.
Hélène va al colegio y está en la edad de empezar a crecer, aunque cuando más
evoluciona el cuerpo infantil sea en todos los años previos; está en la edad de
que empiece a hablarse de cómo su cuerpo crece. Pero en ese ambiente de carpetas y
ladrillos resulta bien común que hacerse mayor se confunda con hacerse grande, con
que el peso de una niña de cuarenta kilos se dispare imaginariamente a noventa, o
a ciento cuarenta y tres, o a ciento ochenta. Los insultos escritos o susurrados,
en alguna ocasión fatal el cacareo del espécimen más fuerte, alimentan el peso de
Hélène, que calla mientras la sociedad inculca la fobia a las grasas saturadas. El
cuerpo de Hélène no tiene ningún problema, pero carga con tanto peso de ida y
vuelta
al
colegio
que
prefiere
aislarse
de
otros
seres,
como
si
el
dolor
se
convirtiera en el compañero de laboratorio de la adolescencia, y no la incomoda
llevar en la mochila un libro bastante voluminoso, un ejemplar de Jane Eyre.
Los ingleses llevan más de un siglo orgullosos de que lectores y literatos de todo
el
mundo
sigan
celebrando
a
la
más
famosa
de
las
institutrices
de
Yorkshire,
aunque la vida de su creadora dejara en evidencia todas las injusticias y faltas
de la sociedad victoriana. En realidad, Hélène parece haber dado con el caso de
Jane Eyre como por casualidad, y si Britt aligera la importancia de aquel clásico,
burlándose de sus peligrosos lugares comunes, Arsenault copia la estética asociada
a
las
Brontë
salchicha.
antes
Entre
de
lo
incluir
gracioso
variaciones
y
lo
que
como
no
escenas
tiene
ni
protagonizadas
pizca
de
gracia
por
media
una
la
parquedad de Britt y la suculencia del trazo de Arsenault, quien recurre a la
clásica división entre la rutina grisácea y las fantasías coloridas para trasladar
la historia de Hélène al plano de la estética del álbum. En ese sentido, la mirada
deja
arrastrarse
desde
el
comienzo
por
el
criterio
de
las
narradoras
(Hélène,
Britt y Arsenault), sin cuestionar qué partes son de ficción y cuáles de realidad.
Como en el instituto, lo gris, el borrón, el examen a mano y el vapor de las
duchas colectivas tienen que ser la muerte, y el color, las chicas llamativas, los
vestidos a la moda y las canchas de los deportistas tienen que ser la vida.
Toda asunción tan rotunda es dañina, inútil y empobrecedora, el lugar de tránsito
con
mayor
riesgo
durante
la
pubertad,
y
Britt
y
Arsenault
lo
denuncian
sin
ensoñaciones, haciendo que la rabia de Hélène sea acumulativa, sin momentos de
fábula.
Una
zona
privada
que
sirve
de
espejo
de
cuerpo
entero
para
el
lector
adolescente, acostumbrado a las superficies deformantes (sí, así de sincero es
vuestro
vistazos
drama),
cada
y
vez
de
más
espejo
de
breves
y
mano
para
rotos
el
al
lector
pasado
adulto,
(sí,
así
habituado
de
pequeña
a
echar
era
la
importancia de aquel mundo recién empezado). El zorro atraviesa el cristal como
conexión entre un lugar salvaje e impredecible y el instituto igualmente salvaje,
pero predecible en sus recodos de alerta: el terror a cierta esquina, cierto tramo
de
escaleras,
la
puerta
de
la
taquilla
y
los
bancos
del
vestuario.
En
ese
instante, lo que Hélène daba por sentado como una realidad inamovible y como una
fantasía literaria demuestra poder cambiar las tornas: ¿y si el material con el
que se piensan ambas cosas resulta ser el mismo, igual de manejable?
Decía Barbara Pym que Jane Eyre «debe de haber hecho concebir esperanzas a tantas
mujeres feas que cuentan su historia en primera persona», pero sería cruel que el
sarcasmo inglés restase valor a las esperanzas de Hélène, quien no reverencia el
libro de Charlotte Brontë por ser un clásico, ni por incluir un romance violento.
Lo admirable de Jane Eyre para una adolescente es que la heroína no ocultase los
rasgos de su sexo, su clase social ni de su carácter, que se mantuviese más firme
que esa Inglaterra que se cuestiona volver a levantar el arancel a la caza del
zorro, regresando a esas novelas de George Eliot en las que una cola de raposa
ensangrentada brincando en la montura de un jinete era un símbolo lujurioso. En
Jane, el zorro y yo la ficción es sólo una realidad temporal, antes de empezar ese
gran libro de la vida, ligero como un zorro, como una niña que aún debe comer todo
el helado que quiera.
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La
caza
del
Carualo,
de
Lewis
Carroll
(Nórdica)
Ilustraciones de Tove Jansson | por Almudena Muñoz
Traducción
de
Jordi
Doce.
El Jabberwocky era un poema que Alicia leía del derecho al colocarlo frente a un
espejo, aunque su significado continuase resultando igual de abstruso que apartado
del espejo y leído del revés. Esta disociación entre la manera tradicional de
entender el lenguaje y el lenguaje mismo se aplicaría a la obra total de Lewis
Carroll: ¿cuál es la forma correcta de entender algo que cuestiona las reglas de
la comprensión sometida a consenso? Sus manifestaciones más descaradas, como aquel
Jabberwocky o The Hunting of the Snark, que Nórdica presenta como La caza del
Carualo,
podrían
recibir
el
trato
paternalista
que
merecen
las
ensoñaciones
románticas de un matemático hecho y derecho. Pero también es muy probable que sea
el matemático quien revele esa rama de su ciencia que comprende que el mundo es
sólo un caos sometido a sistemas temporales, deshechos y del revés. Es totalmente
legítimo, por tanto, que la poesía esté haciendo continuamente las maletas.
Con equipaje desconocido parten diez tripulantes a la busca del Snark, o Carualo,
y tan inútil es intentar definir a la bestia como a sus cazadores, procedentes de
los gremios más variopintos. Su viaje será retratado en ocho episodios, aunque
Carroll
haga
referencia
a
todo
ello
como
una
agonía,
en
su
sentido
cómico
y
literal
(recordemos
cualquier
prenda
que
la
útil).
maleta
se
Podríamos
ha
hecho
sentarnos
deprisa,
en
un
introduciendo
murete
de
jardín
al
azar
para
ir
abriendo los compartimentos y las bolas de calcetines de uno en uno, debatiendo
acerca de qué estampados casan mejor los unos con los otros y por qué motivo otros
no
pueden
estar
nunca
juntos,
y
por
qué
para
ciertas
sensaciones
no
hay
una
palabra, sino muchas, y por qué no está permitido mezclarlas todas. Pero esa no es
tarea nuestra, a lo sumo del traductor, y Jordi Doce emprende la travesía como un
documentalista riguroso que prefiere tener el diccionario cerca y la acción a lo
lejos, vista por un telescopio. Eso ofrece una versión inevitablemente personal,
pero rigurosa, en sintonía con el poema original (que también se incluye en esta
edición)
y
con
las
demás
traducciones
realizadas
en
castellano,
aunque
la
referencia principal sea la de Ramón Buckley (disponible en Cátedra).
Estas prácticas serían completamente razonables en el mundo carrolliano, pues si
la asociación entre una palabra y la realidad a la que apela es una invención
humana derogable, también el vínculo entre las palabras de distintos idiomas, y
más allá aún hacia las imágenes que sugieran. La anarquía semántica que late de
fondo en los razonamientos del mundo de Alicia daría validez a cualquier propuesta
formal sobre su obra, pero finalmente el académico termina agitando sus patitas en
lo alto del murete y blandiendo un manual de conducta. A fin de preservar la
locura de los libros de Carroll, necesitamos un sistema y unas referencias que de
manera unánime consideremos dignas y respetables. ¿Acaso no serían más acordes al
mundo
de
las
maravillas
ilustraciones
de
los
Carroll
en
dibujos
el
realizados
primer
por
manuscrito,
un
niño,
torpes
y
o
de
las
propias
estética
poco
amistosa? No: nuestra razón ya le ha cedido la corona a Tenniel, o a cualquier
ilustrador que recupere en alguna medida el hálito de aquel artista eduardiano.
Por eso resulta tan refrescante que, en medio del paseo por un universo demasiado
familiar, caigamos en el hoyo de una historia paralela y alternativa.
El origen de La caza del Carualo se halla en una edición facsímil de la Tate
Gallery, que recuperaba las láminas diseñadas por la ilustradora finlandesa Tove
Jansson en 1959. Por entonces, Jansson ya había asentado su fama como creadora de
la familia Mumin, los archifamosos troles blancos que mostraban una recurrente
tendencia a entremezclar malentendidos y vaivenes emocionales. Ese dualismo que
tiene de base un carácter naíf casaba a la perfección con los tripulantes que
persiguen al Carualo, movidos por el ansia o el terror, o sin ser conscientes de
otro motivo que la búsqueda en sí misma. El cariz que toma el poema en ciertos
momentos,
casi
un
Moby
Dick
en
miniatura
(de
formato
y
apto
para
niños),
ha
inspirado no pocas interpretaciones existencialistas y psicológicas acerca de lo
que representa el Carualo. Sin embargo, para Jansson la criatura es lo de menos.
En
las
ocho
ilustraciones,
inventa
con
su
estilo
reconocible
y
ligeramente
abstracto a los caballeros de la expedición, hombres de anatomías extrañísimas y
complementos
agigantados,
inmersos
en
un
paisaje
a
veces
racional,
a
veces
onírico, que comparte el espíritu amenazador y divertido de la prosa y poesía de
Carroll.
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El libro de las brujas, de Katherine Howe (Alba) Traducción de Catalina Martínez
Muñoz | por Almudena Muñoz
Durante algunos antiguos rituales de excomunión que hoy nos suenan a paganismo y
locura, el sacerdote debía ejecutar tres sencillos pasos para dar por concluida la
ceremonia. En primer lugar, la campana.
De tanto en tanto, el sello inglés Penguin se saca del ala una nueva antología en
torno a algún tema o género de tirón popular, o cuanto menos lo bastante amplio
como para atraer a curiosos de ramas afines. El libro de la poesía irlandesa o de
los cuentos de fantasmas son títulos lo bastante sencillos y contundentes como
para no parecer definitivos en su materia. Sin embargo, cuando aparece el libro de
las brujas, en contra de su tendencia a la ficción Penguin permitió que el volumen
fuese un tratado de documentos históricos, casi un resumen divulgativo de lo que
podría haber sido una larga tesis doctoral; esta característica queda mucho más
clara
en
la
edición
elaborada
por
Alba.
Katherine
Howe
coge
la
campanilla
y
realiza su invocación (o su cierre definitivo sobre el campo de estudio). Aunque
los textos han sido cuidadosamente seleccionados y rastrillados de su lenguaje
arcaico y de las omisiones del tiempo y la escritura apresurada, se trata de un
compendio de testimonios judiciales, extractos de tratados teológicos, algunos con
formato de diálogo, y demás reflexiones teóricas conservadas acerca de algo en
principio tan poco teórico como la brujería. Abstenerse, por tanto, quien buscaba
el libro de los cuentos de brujas.
En
segundo
lugar,
el
sacerdote
cerraba,
imaginamos
que
de
forma
severa,
algún
libro sagrado; supongamos que la Biblia.
Cuando comienzan a fecharse estos alucinantes casos de juicios por brujería, la
reina Isabel I se halla ocupando el trono de Inglaterra. La adhesión ambivalente
de la monarca a distintas ramas del cristianismo a lo largo de su vida demostraban
un criterio antes político que personal; no es de extrañar que sus enemigos la
considerasen poco menos que una bruja. Howe critica sutilmente la tendencia de
dramaturgos e historiadores a presentar los sucesos de brujería bajo el prisma de
sus contextos socioculturales, aunque ella misma termina enfangándose el pie al
reiterar la, por otra parte, bella idea de la bruja como artista.
La brujería es el arte de Satán, pero un arte al fin y al cabo: requiere el
dominio
de
un
conocimientos.
sistema
Que
la
de
mayor
reglas
parte
de
y
arraiga
sus
en
acólitos
el
individuo
fuesen
mujeres
sediento
de
sustenta
esa
óptica feminista abordada por Howe, de tal forma que Eva habría sido la primera
bruja de la Historia, tentada por saber más de lo que debería. El hombre y su dios
le cierran el libro de sopetón para pillarle los dedos. Practicar la brujería,
viene a decir Howe, no es otra cosa que oponerse al equilibrio social y bostezar
en
la
iglesia;
una
bruja
es
también
un
millennial.
Desde
ese
punto
de
vista
académico, Howe no descubre nada que no insinuase ya Arthur Miller en El crisol
(1952), donde el diablo adopta las ropas de los miedos de cada época, en especial
durante periodos de crisis que hacen subir al patíbulo a grupos minoritarios y
segregados. Pero este no es un libro de estudio acerca de la hipocondria sobre una
enfermedad y sus focos de transmisión, sino sobre el mal mismo, y en ese sentido
se echa en falta que Howe no busque más explicaciones científicas a sucesos tan
oscuros e increíbles como los de Salem. Es aquí cuando empieza el terror de la
ceremonia.
Por último, el sacerdote apaga las velas.
Al morir Isabel y ascender Jacobo I al trono, la rigidez religiosa conllevaría, a
modo de correlación, un aumento de las supersticiones. El propio rey redactó una
Demonología
de
la
que
en
este
libro
se
incluye
un
extracto
tan
riguroso
como
escalofriante. Hasta Shakespeare tomaría nota de las obsesiones de su monarca para
ir sumergiendo la última etapa de su obra teatral en un torbellino de hechicerías,
corrillos desdentados y atmósferas ominosas. ¿Estaban inspirando los auténticos
casos de brujería a la ficción, o los implicados en aquellos juicios no hacían más
que repetir los relatos oídos de abuelas y mercaderes? La descripción de estos
procesos toma las trazas de un grabado medieval, demasiado fantástico como para
ser cierto; tal vez no podía esperarse otra cosa de un panorama excesivamente
detallista, capaz tanto de las demonologías como de El perfecto armazón para un
huerto
de
lúpulo
(1574),
lo
cual
indica
también
bastantes
cosas
sobre
nuestra
época.
Las denuncias por brujería, con los juicios de Salem en cabeza, han inspirado una
literatura morbosa encapuchada de fidelidad histórica, a la manera de Jeanette
Winterson. Quien toma el libro de Howe como referente para hacer ficción, suele
caer en las trampas de una estética Tim Burton, cuando la lectura fiel impone una
visión mucho más terrorífica, à la James Wan, en la que se confunden los límites
de lo creíble y la enfermedad mental: niños testificando, llantos, sangrados y
vómitos
de
alfileres
en
la
sala,
relatos
de
testigos
que
aseguran
haber
oído
arañazos en las tablas de sus ventanas, recibir pellizcos en la oscuridad y sufrir
contorsiones dignas de El Exorcista. Todo esto, que se lee como un cuento de Gógol
o
Poe,
fue
cotidiano
y
cierto
en
ese
tiempo
remoto
que
a
su
vez
se
mantiene
demasiado cerca, como el cuervo que una vez picotea el cuerpo afecta también a la
razón y el alma.
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Los
huesos
cantores,
de
Shaun
Anton | por Almudena Muñoz
Tan
(Barbara
Fiore
editora)
Traducción
de
Anton
Afirma
Jack
Zipes
en
su
presentación
de
Los
huesos
cantores
de
Shaun
Tan
que
Wilhelm y Jacob Grimm se habrían sorprendido al ver sus Cuentos de la infancia y
del hogar todavía reeditados en nuestro tiempo. Es posible que la vocación casi
antropológica de los hermanos esté eclipsando el ego de unos artistas que, al fin
y
al
cabo,
quisieron
vincular
sus
nombres
a
aquel
grueso
volumen
de
relatos
recogidos de muchas bocas anónimas. Lo más probable es que los Grimm asintieran
complacidos ante esa perpetuidad de un legado del que son meros mensajeros. En
primer lugar, porque es inevitable que lo hecho para perdurar consiga reciclarse
en cualquier contexto; y, como condición aún más cierta para el geist germano,
porque
la
aparición
de
un
nombre
facilita
el
recuerdo
narrativo
de
una
civilización a punto de derrumbarse, como los antiguos Virgilio y Ovidio, o el
Wagner casi contemporáneo de los Grimm.
El título escogido por Tan recrea con bellísima precisión ese legado para el que
no
quedan
huesos
ni
canciones
felices,
elementos
también
ausentes
tanto
en
la
parte visual como escrita del libro. A pesar de todo, el espíritu de los cuentos
de hadas es el más reclamado en veladas literarias y lechos, como la única voz
digna de seguir siendo escuchada de entre los muertos. Una universalidad dada por
cierta que todavía sorprende al fondo de la mente, donde aletea la duda acerca de
si todo esto será apropiado para los niños y educativo para los adultos. Y la
dicotomía
es
lo
que
le
ha
servido
de
fuelle
durante
todavía
pocos
siglos.
Recordaba Philip Pullman en el prólogo a su sutil reescritura del universo Grimm
(Cuentos de los hermanos Grimm para todas las edades, Ediciones B, 2012), que
estas historias son demasiado sencillas para los niños y demasiado difíciles para
los mayores, tal y como definía Arthur Schnabel las sonatas de Mozart. Que se
trate
de
piezas
cuyo
formato
y
contenido
parezcan
invertidos
contra
la
lógica
aumenta su atractivo. Perdura el hechizo sembrado por el boom de la literatura que
bordea la infancia y la madurez a lo largo del siglo XIX; en su excelente ensayo
introductorio
a
los
Victorian
Fairy
Tales
de
Oxford
University
Press
(2014),
Michael Newton evoca la definición de los cuentos que deleitaban por igual en la
habitación de los niños y en la sala de estar.
Cuando Shaun Tan escoge setenta y cinco fragmentos de cuentos de los Grimm y se
sienta frente a ellos, el sentido táctil resulta también doble: es el deseo de
jugar infantil y la necesidad de corroborar físicamente las cosas, tan típica de
los adultos. Al contrario que otras obras capitales, los Grimm no tienen un canon
ilustrado,
posibles,
libertad
ni
siquiera
desde
es
por
Rackham
absoluta
y
Disney,
Kay
porque
y
el
Nielsen
Tan,
abanico
hasta
como
abarca
Edward
Wilhelm
o
todas
Gorey
y
Jacob,
las
David
es
sólo
preferencias
Hockney.
un
La
eslabón
intermediario que zarandea sus herramientas en una niebla de la que puede surgir
cualquier
cosa.
Los
propios
Grimm
eran
feroces
revisores
y
editores
de
sus
escritos, de modo que probablemente habrían continuado recortando material hasta
nuestros
días,
alcanzado
esos
haikus
que
compone
Shaun
Tan,
y
que
para
el
académico expresan visualmente los simples caracteres encerrados en cada historia
-según Pullman en su introducción a Los huesos cantores en edición británica, aquí
no traducida.
Cada lámina es una fotografía minimalista, pero compuesta de ricos materiales orgánicos, como bayas, flores y ramitas, y fríos y agresivos como los clavos, el
óxido y la cuerda. Las figuritas de arcilla que moldea Tan podrían reproducir el
legado de los Grimm para lectores o espectadores de un futuro que ya no recuerda
ese apellido y que ha dejado de pensar en los cuentos de hadas. El artista las
ilumina levemente, según sus palabras, como en el recorrido de un museo o de una
caverna forrada de pinturas rupestres. Son retazos de los que conocemos de sobra
el sentido, pero que no dejan claro ningún significado: a la vez inquietantes e
inocentes, como el niño de arena que tiende sus bracitos al cielo (La pequeña
mortaja), Blancanieves y Rosarroja danzando sobre un oso gigante, el reguero de
sangre alrededor de la cabeza de la yegua Falada (La pastora de ocas). La belleza
de las esculturas es tan grave y su familiaridad con los relatos tan acertada que,
de
repente,
los
propios
cuentos
podrían
desaparecer
y
seguir
sobreviviendo
en
imágenes. El parecido del estilo de Tan con el arte precolombino e inuit remarca
la posibilidad de que sus estatuillas sean eternas y vengan del mismo tiempo en
que se forjaron las historias.
El volumen es lujoso, digno de mesita de sala de espera que atrae la atención del
invitado y que termina absorbiéndolo mientras el niño de la casa lo estudia desde
un rincón, aguardando a que suelte el libro y pueda recuperarlo para sí mismo. De
los
colores
de
lo
prohibido,
el
gris,
el
blanco
hueso
y
el
rojo,
ofrece
un
catálogo de símbolos especialmente trabajados por las autoras del cuento sexual y
feminista
(Angela
Carter,
Tannith
Lee,
Liudmila
Petrushévskaia),
que
acabarían
marcando más que los Grimm o Perrault a otros escritores contemporáneos -Kelly
Link,
Gregory
norteamericana.
Maguire
o
Abierto
Neil
al
Gaiman,
azar
(en
quien
firma
cualquier
el
página,
prólogo
en
en
la
cualquier
edición
época,
a
cualquier edad), seguramente sea la antología más fiel al propósito de los Grimm
efectuada hasta la fecha.
[…]
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El rey escualo, de R. Kikuo Johnson (Fulgencio Pimentel) | por Almudena Muñoz
La infancia se escribe sobre la marcha con lenguaje de tebeo. Los detalles que los
demás
pasan
empequeñecen
por
alto
merecen
hasta
una
tipografía
viñetas
agigantadas,
minúscula,
las
los
discursos
ensoñaciones
se
largos
proyectan
de
manera casi tangible, más allá de uno mismo, detrás de la silueta. Es una vida
breve,
de
tomo
que
se
supone
enlazado
a
una
serie
más
larga.
Avanzará
en
la
memoria con ritmo trepidante, rompiendo líneas de años y tinta, y siempre tendrá
colores más vivos que los bocetos originales.
No
hay
momento
definido
en
que
un
niño
debe
empezar
a
leer
tebeos.
Lleva
viviéndolos desde que nace, perdiendo toda la información que hay en los márgenes
y dibujando dentro de esferas y de envases verticales (sus ojos, los adultos).
Siempre tiene hambre, como una casa que desea ser trazada con muchos rotuladores,
antes de que broten las primeras grietas de cal. Y, sin embargo, en cuanto un
tebeo
de
verdad
caiga
en
sus
manos
las
manecillas
se
ralentizarán.
Tiene
que
avanzar despacio, gruñendo con las palabras y puntuando con el dedo todas las
imágenes. Porque en viñetas cualquier historia parece un resumen, formato que en
realidad revela la riqueza enfocada, la inmensidad de todo lo que desaparece en
esas franjas blancas que separan las ilustraciones. En Fulgencio Pimentel desean
cuidar con esmero ese rito de paso, y envuelven una leyenda mitológica que luce
camiseta pop con el cariño de los primeros libros. Los que tienen vocación de
acabar
torturados,
releídos,
combados
y
preservados
después
como
un
recuerdo
infantil, envuelto en tela, pintado sobre fondo amarillo, protagonizado por un ser
bajito que pudo explorar más allá de los límites de la piscina del resort, que
pudo ser rey.
Pero R. Kikuo Johnson no escribe e ilustra pensando antes en un público que en
otro, como tampoco piensan en un sentido concreto los acervos populares. Hawái se
ha convertido en las últimas décadas en un manantial de materiales místicos para
el mainstream estadounidense, bien por los relatos de raza blanca que vuelan en
jet privado al archipiélago, bien por las animaciones para el público infantil que
pagan la cuota de una diversidad más forzada que movida por la curiosidad -entre
el
hiperrealismo
y
el
preciosismo
Disney,
como
evidenció
el
cortometraje
Lava
(2014), y a pesar de que Lilo & Stitch (2002) contenía planteamientos más audaces
que otros títulos afamados, a la espera de lo que pueda suponer Moana (2016).
Johnson es un nativo de Maui que lleva el tacto hawaiano en las plantas de los
pies, y camina sobre papel dejando un reguero fiel a la cultura de su isla, aunque
la arena no deje de ser un sendero colonizado. No nos acabamos de creer a esos
rubios
necesitados
de
una
desintoxicación
urbana,
que
palmean
en
la
mesa
de
recepción con su guirnalda de plumerias al cuello y nunca se encuentran con un
trabajador
hosco
únicamente
pueden
demasiado
ni
un
ukelele
comprobarse
próxima
como
para
desafinado.
en
Quizá
persona,
recibirla
sin
porque
conforman
su
dosis
esos
una
elementos,
mitología
escéptica
o
la
que
moderna,
tentación
maliciosa de mofarse de ella.
En cambio, las leyendas en torno al rey o dios escualo Kamohoalii, como tantos
otros
relatos
venidos
de
la
Polinesia,
apelan
a
un
limo
universal,
al
reconocimiento inmediato en cuentos de esa infancia osada, azul y amarilla. Los
volcanes, las ramas de palma y las cascadas se convierten en escenario fantástico
apropiado y no en la decisión estética de un fotógrafo o de un catálogo de viajes.
La historia comienza con hambre, con un flechazo velocísimo y un embarazo que
transforma todo el ciclo en un único recuadro; la vida de un niño es una épica que
merece
un
prólogo
rápido
y
un
desarrollo
alocado,
ruidoso,
divertido.
En
ese
sentido, recurrir a un lenguaje de evidentes raíces occidentales para mostrar una
fábula
del
otro
lado
del
globo
podría
entenderse
como
el
enésimo
gesto
de
colonización. A fin de cuentas, la estructura básica de El rey escualo guarda más
en
común
con
los
folklores
nórdico,
chino
o
Nativo
Americano
que
con
las
brillantes odiseas estéticas que Johnson imita con agilidad: los colores bloque,
las sombras negras, las anatomías redondeadas y las onomatopeyas preciosas de John
Stanley y los artistas en nómina durante la Era Dorada del Cómic.
El
pequeño
Nanaue
tiene
un
hambre
voraz,
un
apetito
que
nunca
se
sacia.
El
problema que esto supone conduce a la conclusión natural de tener que ampliar
horizontes y viajar más allá de la piscina, de la isla, de un mar que se revela
conectado a océanos inabarcables. Nanaue es el lector joven o el niño que leía y
ya es adulto. Se zampa la historieta y enseguida quiere repetirla: otro volumen,
otra leyenda contada de mil maneras distintas, con diferentes tonos de piel, ropas
extrañas,
nombres
de
musicalidad
impronunciable,
paisajes
de
papel
maché
quizá
reales. Un lugar que es siempre el mismo y a cada vuelta enseña criaturas nuevas,
como durante una tarde en el acuario. Se escapa un tiburón, un dios o un rey
disfrazado, pero nace detrás de él un dibujante, un cuentista, un lector fiel.
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Los árboles se han ido (Antología poética 1921-1936), de Federico García Lorca
(Nórdica) Ilustraciones de MO Gutiérrez Serna | por Almudena Muñoz
Hay obsesiones que deben dejar de pronunciarse, porque queman los oídos ajenos;
entonces
el
temblor
se
traslada
al
pensamiento,
donde
continúan
su
giro
sin
descanso hasta que algún fenómeno, normalmente más ajeno que propio, les pone la
zancadilla, les propina una buena somanta y aferra con anilla de hierro el saco en
el que caen al río. Ante el caudal literario, se ven pasar muchas de esas sacas
llenas
de
hartazgos,
y
no
pocos
estantes
de
editoriales
soñadoras
se
habrán
combado hasta el derrumbe, cargadas como la espalda de un escolar que desea leerse
todos los clásicos.
Distinto es que un sello haya cultivado su obsesión en secreto, sopesando si era
legítimo sentir esa inclinación y, con más importancia aún, si podía hablar de
ella en público. En un panorama donde la honestidad y el cinismo comparten el
mismo idioma, un sueño puede parecer un capricho, y la más pesada de las bromas,
un genial retruécano sofista. Como dirían las viejas comadres, deben alinearse
cuidadosamente
las
estrellas
y
el
calendario,
de
manera
que
ante
una
fecha
especial todo el mundo sepa que jamás habría broma ni capricho en la publicación
de cierto libro. Se trata de un periodo peligroso, pues el vecino se engalana
sinceramente y sale de casa para encontrarse con todo el pueblo ataviado de la
misma manera, asintiéndose unos a otros con las pestañas apretadas porque no es
necesario comprobar el entorno: hay un cartel repetitivo colgado de cada farola y
el mundo se ha puesto de acuerdo. Más adelante, el tiempo desintegrará los ropajes
de la mayor parte de esos festejos. El vecino seguirá suspirando y cerrando la
puerta del armario, con su tesoro dentro.
El pasado 18 de agosto de 2016 se cumplían ochenta años del asesinato de Federico
García
Lorca.
Está
bien
que
Nórdica
Libros
insista
en
ese
verbo,
asesinado,
asesinado, no sólo por honrar a la verdad en un pueblo de vestimentas mal cosidas,
zurcidas y remendadas, efímeras como nidos de primavera, sino por la escasez de
coraje a la hora de pronunciar palabras feas y muertas antes de celebrar que otras
bellas y hondas encierran un legado mayor. También es bueno que el homenaje no
recurra al metal pesado, a la pátina de bronce y al levantamiento de una cortina
que revela un grabado en piedra con una errata dentro. Seguirán los aplausos, las
pestañas apretadas. En vez de eso, la editorial que celebra la nieve prefiere
regalar algo efímero, que trasciende la fecha imitando el cuerpo que ya no existe,
que no aparece por ninguna parte, y que combina el sol y el frío, letal como una
cancioncilla infantil o una moraleja de Andersen.
A pesar de todo, para Lorca no era ajena la piedra, ni los metales, ni la sangre
pastosa,
ni
la
prepotencia
de
charol.
Mónica
Gutiérrez
Serna
reúne
todos
esos
bártulos en sus ilustraciones, que muestran una textura casi geográfica, de la que
hace del óleo rojo un ramillete de capilares. Las palabras de Lorca solían ser
limpias,
breves,
sencillas,
de
ropa
blanca,
tras
las
que
a
veces
cruzaba
una
sombra tan negra que a fuerza debía ser inventada. En la lámina de cada poema hay
un
elemento
reconocible
y
otro
extraño,
como
en
la
música
lorquiana,
que
el
también poeta Juan Marqués resume en veinte piezas, una cifra bien querida para la
lírica. La hija de Marqués aportó de forma espontánea el título de la antología,
un detalle que hace circular el viento entre los tiempos y las formas que Lorca
habitaba como un brujo, previsible e injustamente perseguido, con ese rastro de
genio que habita a la vez demasiadas realidades distintas.
Dice Marqués que el volumen aglutina a los muchos Lorcas que palpitaban en Lorca y
escribían por él. Quizá los veinte Lorcas que podrían abandonar veinte veces la
casita del pueblo sin que nadie se percatase de sus cambios de ropa, o quizá una
puerta mágica, de algún Ministerio del Tiempo. Por variedad, Lorca incluye en sí
mismo hasta un poeta granadino que de pronto rima en gallego («Madrigal â Cibdá de
Santiago», 1935), sin acompañarlo de traducción, pues ¿no supondría eso tener que
adjuntar muchos más códigos para descifrar cada uno de los poemas? El que es de
ciudad, el que es de pasamanos de barco, el que es de campo. Lorca no recurría a
una naturaleza antropomórfica, pero sin duda la naturaleza adquiere los sentidos
del ser humano y con sabor de mito clásico hacía que un olivo y un arroyuelo
fuesen experiencias dolorosas. Es la poesía que llora del hombre que era risueño,
o a la inversa; lo mismo si se mostraba escueto y cantarín que verborreico y sin
ninguna rima. Todos los Lorca están en las páginas y entre ellos se deshacen, a la
espera de un nuevo aniversario en el que los veinte huesos del poeta permanecerán
helados: lucero, llanura, guitarra, plata, limón, luna, navaja, albahaca, cigüeña,
aurora, leche, ceniza, jazmín, vientre, mar, locura, grillo, ayer, niño, murientes
eternos.
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