Extracto Azaña V

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PRESENTACIÓN
Disueltas las Cortes Constituyentes y convocadas elecciones para el 19 de noviembre de 1933, Manuel Azaña dirigió toda clase de llamamientos a los socialistas con
objeto de alcanzar una «coalición general pactada» que presentara candidaturas
únicas ante los electores. Desoídas sus recomendaciones, no por eso dejó de insistir
en sus discursos de propaganda electoral, con los que se abre este volumen de sus
obras, en el «error injustificable» de aquella táctica, agravado por el peligro que la
derecha representaba para todas las políticas puestas en marcha durante la anterior
legislatura. Frente a esa amenaza, Azaña defiende una y otra vez, sin resultado alguno, la obra realizada hasta entonces: tal como había pronosticado, las elecciones fueron un desastre para los republicanos de izquierda y, aunque en menor medida, para
los socialistas.
D
Azaña reaccionó ante los resultados electorales dirigiendo una carta a Martínez
Barrio, presidente del Gobierno, firmada también por Marcelino Domingo y Santiago Casares, en la que solicitaba la formación de un gobierno que diera «a la opinión
la seguridad de que el rumbo de la República no va a desviarse peligrosamente».
Sostiene Martínez Barrio en sus Memorias que Azaña le había pedido una entrevista
para proponerle que suspendiera la reunión de Cortes, constituyera otro Gobierno
con representación de todas las fuerzas de izquierda y convocara una nueva consulta
electoral. En realidad, ni la carta sugería dejar en suspenso la constitución de las
Cortes y convocar nuevas elecciones, ni sus declaraciones a El Socialista después de la
segunda vuelta avalan semejante acusación. Todo lo contrario: en su única declaración pública conocida, Azaña defendió que el futuro gobierno, que habría de presidir Alejandro Lerroux con el apoyo parlamentario de la CEDA, debía durar al
menos seis meses para que pudiera producirse una reacción favorable a la opinión de
izquierdas. Convocar nuevas elecciones no serviría para nada porque reproduciría
con muy pequeñas variantes los mismos resultados que las recién celebradas.
Constituida la Cámara el día previsto en el decreto de disolución, Lerroux pudo
acceder a la presidencia del Gobierno el 16 de diciembre contando con una holgada
mayoría parlamentaria. Pero esta mayoría no era suya, sino prestada por un partido
que no había aceptado la República y cuyo jefe, José María Gil Robles, eufórico tras
su viaje a la Alemania nazi, se había cuidado de aclarar que la democracia no pasaba
de ser un «medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el
Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer». A esta nueva situación, respondieron los socialistas desde el mismo Parlamento y por boca de Indalecio Prieto
amenazando con la revolución cuando Gil Robles comprometió su apoyo al Partido
Radical y reclamó para la CEDA el derecho a gobernar «cuando el instante llegue».
Para Prieto, la declaración de Gil Robles equivalía a una «amenaza dictatorial» que
encubría un golpe de Estado. Y, «con sobriedad, con plena lealtad», se dirigió a Lerroux para decirle a él «y al país entero que públicamente contrae el Partido Socialista
el compromiso de desencadenar, en este caso, la revolución».
XIII
PRESENTACIÓN
Elegido diputado por Bilbao gracias al apoyo de Prieto, Azaña habló el 7 de enero
en la plaza de toros de Barcelona denunciando la tremenda inmoralidad de presentarse ante el cuerpo electoral con banderas monárquicas y principios destructores de
la República y tener la pretensión de gobernarla. En febrero, será en el cine Pardiñas,
de Madrid, donde vuelva sobre la misma cuestión, para negar a la CEDA y a los
agrarios el derecho a gobernar en la República hasta que se presenten ante el electorado con banderas republicanas. En este mismo discurso, formuló por primera vez
un principio que podía entenderse como legitimación de un acto de fuerza: en el orden del tiempo y en el orden político moral, antes que la Constitución está la República, y por encima y antes que la República está el impulso soberano del pueblo que
la creó. Sin embargo, en el encuentro que había mantenido a principios de año con
Prieto y con De los Ríos en Barcelona se mostró adversario de cualquier intento de
conquistar el poder por medios violentos: había que atenerse a la situación que cada
cual ocupaba en el país. De momento, pues, «serenidad y vigilancia. Y tacto de codos
para mantener una solidaridad que exigen el mantenimiento de la República y el respeto a la política social y laica que llevó a cabo el Gobierno en las Cortes Constituyentes».
Tacto de codos con los socialistas mientras procedía a la unificación de su partido con un sector del radical-socialista y con la Organización Republicana Gallega
Autónoma para formar el nuevo partido de Izquierda Republicana, al tiempo que
iniciaba conversaciones con los escindidos del Partido Radical —que formaron Unión
Republicana bajo el liderazgo de Martínez Barrio— y con el pequeño Partido Nacional Republicano de Felipe Sánchez Román. Su objetivo consistía en volver a una
especie de alianza republicana que pudiera pactar en condiciones de igualdad con el
Partido Socialista, pero mientras las conversaciones entre los republicanos condujeron a la firma de un manifiesto común, los socialistas se volvieron intratables. Azaña les invitó a discutir las posibilidades de algún tipo de acuerdo en una reunión en
casa de José Salmerón con asistencia de Marcelino Domingo, vicepresidente de su
partido, y de Juan Lluhí, por los republicanos catalanes. Habló durante una hora,
hizo una alusión a la coalición anterior y, «sin pretender resucitarla en igual forma»,
ponderó la necesidad de la unión y del acuerdo sobre un fin común. Habló después
Largo Caballero para decir que la delegación socialista había acudido a la reunión
por deferencia hacia quien la convocaba, pero que cualquier aparición pública con
republicanos estaba descartada porque, le dijo, «quedaríamos disminuidos moral y
materialmente ante nuestras masas».
De manera que, de los tres proyectos que había impulsado tras las elecciones de
noviembre de 1933 —unidad de los republicanos de izquierda, alianza con el republicanismo de centro y renovación de la coalición con los socialistas—, sólo el primero llegó a buen puerto: un resultado insuficiente para aspirar a un cambio de la
situación política y presionar por una disolución de las Cortes. Azaña se concedió,
pues, unas vacaciones, se alejó de Madrid, y se fue a Cataluña, a tomar las aguas al
balneario de Sant Hilari. Allí recibió visitas de políticos catalanes, en grave conflicto
con el Gobierno central por la Ley de Cultivos aprobada por el Parlamento de
Cataluña y anulada por el Tribunal de Garantías, y de muchas gentes que iban a
saludarle y mostrarle su simpatía. Antes de volver a Madrid, sus amigos de Barcelona
le organizaron un banquete de homenaje, celebrado en el Hotel Oriente, en la noche
del 30 de agosto. Hubo sitio para 1.025 comensales, pero quedaron sin plaza centenares de simpatizantes que aclamaron a Azaña cuando llegó a las puertas del hotel.
XIV
PRESENTACIÓN
Al terminar el banquete, Azaña pronunció un discurso, consciente de las amenazas de revolución con las que el PSOE pretendía cerrar el paso de la CEDA al
Gobierno y del momento borrascoso que atravesaban los pleitos entre la Generalitat
y el Gobierno de la República. La República, dijo a los catalanes, ha caído en manos
de pandillas políticas. Habrá por tanto que reconquistar el poder no sólo para la
defensa del régimen, sino para reemprender la obra interrumpida desde 1933. Y para
conquistarlo, afirma, sólo hay dos caminos: sufragio o revolución. De lo primero, no
ha llegado todavía el momento, porque, si las izquierdas acudieran divididas a las
urnas, la derrota sería segura. Y de la revolución, no dirá ni una palabra, aunque no la
dé por descartada. Insiste en la vigencia de la Constitución, aunque en el bien entendido de que la Constitución existe para defender la República, no para arruinarla.
Azaña volverá a Barcelona para asistir, en la mañana del 29 de septiembre, al
entierro del que había sido ministro de Hacienda en su segundo Gobierno, Jaume
Carner, por quien sentía un afecto especial. A los tres días de su llegada, el Gobierno
Samper cayó sin pena ni gloria; el presidente abrió consultas; Azaña atendió la
llamada de Alcalá Zamora por teléfono desde Barcelona con una respuesta verbal,
que hubo de aclarar por medio de una nota escrita; Lerroux aceptó el encargo de
formar Gobierno con la incorporación de tres ministros de la CEDA y… comenzó
la revolución tantas veces anunciada, que en Barcelona adquirió una dimensión especial porque el protagonista principal no fue el PSOE ni la UGT, menos aún la CNT,
sino el gobierno de la Generalitat, con su presidente a la cabeza, que proclamó «la
República Federal Española y el Estado Catalán dentro de ella». Aunque no tuvo
nada que ver con estos hechos y había advertido reiteradamente contra el recurso a
la violencia, Azaña fue detenido en casa del doctor Carlos Gubern y hecho prisionero a pesar de no haber sido sorprendido en flagrante delito. El Gobierno le mantuvo preso en varios buques de la Armada hasta que el Tribunal Supremo decidió el
28 de diciembre sobreseer el procedimiento y ponerle en libertad.
Mientras duró su cautiverio, recibió cientos y cientos de cartas de adhesión que le
mostraban el alto estado de ánimo de la opinión republicana. Al verse otra vez libre,
decidió ponerse a la cabeza de esa opinión y trabajar en las dos direcciones de las
que tan escaso fruto cosechó el año anterior: unir tras un programa común a los
partidos republicanos e invitar a los socialistas a restablecer los vínculos rotos desde
la crisis de 1933. Para dirigir esos dos procesos con autoridad, debía mostrar a unos
y otros que mantenía su capacidad de convocar multitudes al anuncio de su palabra,
de modo que todo el mundo supiera que los republicanos eran mayoría en el país.
Salió, como decía, a echar discursos por ahí, convencido como siempre del poder de
la palabra como instrumento de la política. Tal fue el origen de la serie de discursos
«echados» entre el 26 de mayo y el 20 de octubre de 1935 en los campos de Mestalla,
Lasesarre y Comillas, discursos en campo abierto, pronunciados ante decenas de miles de
personas que, en el último de la serie, el de Comillas, llegaron a rondar el medio
millón.
Antes de iniciar esta campaña regresó a las Cortes para pronunciar el 20 de marzo de 1935 un demoledor discurso, lleno de «sátira, sarcasmo, ironía, ingenio y elocuencia» —según recordaba el embajador de Estados Unidos, presente en la sesión—, con el encargo a Gil Robles de decir al presidente de la Republica que
aprendiera a no tomar «por realidades sus propias alucinaciones ni a difundir especies nacidas de la aprensión personal y contagiadas a Su Señoría». Desde el Congreso,
XV
PRESENTACIÓN
Azaña hacía pública su ruptura con Alcalá-Zamora y su rechazo a cualquier salida a
la embrollada situación política que no pasara por la disolución de las Cortes y la
convocatoria de nuevas elecciones, una exigencia que volverá a plantear en el resto de sus discursos de un año en el que decidió salir —como dijo— al rescate de la
República de los malandrines que la tenían secuestrada. En ellos se encontrará,
además, una crítica de la política seguida hasta ese momento por los radicales; una
advertencia dirigida a republicanos y socialistas sobre los errores cometidos en las
elecciones de 1933; un programa de gobierno que iba más allá de la coalición electoral y que sería realizado desde el poder por un Gobierno estrictamente republicano.
Los socialistas comenzaron a tomar en serio la propuesta de Azaña tras el mitin de Comillas. La asistencia de cientos de miles de personas liquidó la hipótesis de
que, después de las elecciones de 1933 y de la revolución de octubre de 1934, los republicanos no representaban nada en la política española. Al tiempo, el gobierno del
Partido Radical sucumbía arrastrado por sus continuas crisis y su errática política en
medio de acusaciones de corrupción, y por la evidente impaciencia de su aliado, la
CEDA, en hacerse con el poder una vez cumplido el plazo de cuatro años que
la Constitución establecía para iniciar el proceso de revisión. Gil Robles aspiraba a
obtener el decreto de disolución con el propósito de organizar las siguientes elecciones y acometer su anunciada revisión constitucional que, además de devolver a la
Iglesia las posiciones perdidas, transformaría la República en un régimen autoritario
y corporativo. Y fue en esa situación cuando el sector socialista liderado por Largo
Caballero accedió a responder positivamente a la propuesta de coalición que le dirigía Manuel Azaña en nombre de los partidos republicanos.
La coalición de Frente Popular, con su programa de amnistía para los represaliados de octubre y de reposición de los despedidos, obtuvo un ajustado triunfo en
votos pero, actuando ahora el sistema electoral a su favor, rotundo en escaños. El
mismo día en que se conocieron los resultados, el presidente del Consejo, Manuel
Portela, dimitió irrevocablemente y Azaña debió hacerse cargo del Gobierno sin
esperar a la constitución de las nuevas Cortes, como hubiera sido su deseo. Sus
mensajes a los españoles, sus declaraciones a periodistas, iban todos en la misma
dirección: tranquilizar los ánimos, asentar la democracia, aplicar lealmente el programa electoral, democratizar el ejército para evitar situaciones como la pasada en las
últimas horas, aprobar la amnistía, restablecer el orden, aplicar la ley. «Somos unos
moderados, apasionados por la justicia», dijo al enviado especial de Paris-Soir, y en
verdad, moderación fue la característica más sobresaliente del Gobierno formado el
19 de febrero, una coalición de Izquierda Republicana y Unión Republicana bajo la
presidencia de Azaña.
El problema político de las semanas que siguieron al triunfo del Frente Popular
no fue tanto el deterioro rampante del orden público como la profunda desorientación de los dos partidos con mayor representación parlamentaria y más arraigo
popular. La CEDA y el PSOE compartían algunas características comunes: ambos
disponían de una amplia base social y ambos habían participado en distintos gobiernos de las legislaturas anteriores; ambos habían sido también en algún momento
partidos antisistema y habían mostrado de la República una visión instrumental:
servía en la medida en que aproximara la hora de la realización de su programa
máximo, que en los dos casos implicaba no ya una reforma constitucional sino un
XVI
PRESENTACIÓN
régimen diferente; ambos sentían a su izquierda una presión constante, procedente
en el primero de monárquicos y falangistas y, en el segundo, de anarcosindicalistas y
de comunistas, y ambos se encontraron ahora divididos entre quienes pretendían
estabilizar a la República y quienes esperaban el momento de plantear nuevas exigencias.
Tampoco contribuyó a estabilizar la situación la apertura de una inoportuna crisis
en la presidencia de la República. Niceto Alcalá-Zamora había dado el decreto de
disolución a Manuel Portela con el ilusorio propósito de que su propio partido político obtendría un resultado en las urnas que le permitiría seguir desempeñando un
papel arbitral. Pero los liberales demócratas sólo consiguieron uno de los 473 escaños en liza. Después de un descalabro de tal magnitud, Alcalá-Zamora, en buena lógica, debió haber sacado la lección de una aventura que todos entendieron como una
derrota personal, y haber dimitido de la presidencia de la República. Permaneció en
ella, sin embargo, reteniendo, según una interpretación muy personal de la Constitución, su potestad para disolver de nuevo las Cortes, aunque ya lo había hecho en
dos ocasiones. Los partidos de la mayoría no lo veían así y decidieron que el presidente había agotado su prerrogativa y que, por tanto, debían someter al juicio de las
Cortes recién elegidas la decisión de disolver las anteriores. Forzando la interpretación del artículo 81 de la Constitución, las Cortes aprobaron la declaración de que,
«para los fines del último párrafo» de aquel artículo, el decreto de disolución no
había sido necesario, lo que implicaba automáticamente la destitución del presidente
de la República.
El problema, más que de destitución, a la que la derecha asistía muy complacida,
era de sustitución. Comenzaron los conciliábulos y rumores sobre posibles candidatos. Pero el presidente del Gobierno, Manuel Azaña, no tenía ninguna duda respecto a la persona que debía ocupar la presidencia de la República: él mismo. Los
rumores de conspiración militar, la sucesión de huelgas en las ciudades y en los campos, muchas veces con resultado de muerte en enfrentamientos con la policía,
exigían ampliar las bases del gobierno con la incorporación de los socialistas en una
posición no subordinada, como había ocurrido en 1931, sino a su frente, en la presidencia. El único político republicano que podía convencer al resto de partidos del
mismo signo de que aceptaran un presidente socialista era Azaña; y el único político
socialista sobre el que podía recaer el encargo era Prieto. Tal fue el supuesto que, con
el indudable conocimiento de Prieto, llevó a Azaña a la presidencia de la República.
Si el propósito se cumplió con holgura en su primera parte, naufragó por completo en la segunda. El 10 de mayo, en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño,
Manuel Azaña fue elegido presidente de la República. Tres días antes, sin embargo,
Largo Caballero había hecho aprobar, en la comisión ejecutiva de la UGT, una
resolución por la que consideraría roto el Frente Popular si los socialistas aceptaban
formar parte del gobierno. Su política consistía en esperar a que los republicanos
cumplieran en solitario su parte del programa electoral para después ocupar el Partido Socialista la totalidad del poder. En la reunión de la minoría parlamentaria, Largo
Caballero se mantuvo en esa posición y propuso que los diputados socialistas recomendasen al presidente de la República la formación de un Gobierno de las mismas
características que el anterior, exclusivamente republicano, sin participación socialista. Ante la intervención de Largo, Prieto no supo qué responder y asistió impotente
a la abultada derrota de su posición: 19 votos contra 49. No le quedaba más alternaXVII
PRESENTACIÓN
tiva que acudir a Palacio, agradecer al presidente su llamada, y declinar la oferta o…
aceptarla a sabiendas de que rompía la disciplina de su partido. Prefirió lo primero.
De esta manera, una operación destinada a ampliar las bases del gobierno acabó
por debilitarlo en un momento de abierta conspiración militar y de movilización
obrera y campesina. Azaña confirió el encargo a su más cercano colaborador político, Santiago Casares, y pasó las semanas siguientes como en un compás de espera,
retirado en la Quinta del Pardo, juzgando los rumores de golpe de Estado como
charlas de café y pensando que el principal peligro para la República procedía del
anarquismo, «un cáncer que hay que extirpar», como dijo al embajador de Francia en
la audiencia que le concedió el 10 de julio. Fue en esa misma audiencia cuando confió al embajador la opinión de que Francia no sacaba más que ventajas al estar gobernada por un ministerio presidido por un socialista, Léon Blum. En España, el
presidente de la República pensaba que a Indalecio Prieto —que pudo haber sido un
Léon Blum con tres semanas de adelanto— le había faltado valor para hacerse cargo
del Gobierno, aunque se consoló con la idea de que había reforzado su posición para
el congreso que en octubre resolvería las diferencias socialistas. «A quoi bon ces quatre
mois d’interim?», lamentó Azaña ante Herbette.
SANTOS JULIÁ
XVIII
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