El amanecer desde el balcón del Mediterráneo es conmovedor

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El amanecer desde el balcón del Mediterráneo es conmovedor. Detrás, ha quedado Tarragona,
destrozada por los bombardeos. Pero a Pere Tarrés le invade una tremenda alegría. Porque está
nada más que a 93 kilómetros de Barcelona. A este ritmo de fuga, muy pronto estará en casa. Si
es que sobrevive a los ataques de la aviación, que cada día les ametralla sin misericordia.
También es hermoso el amanecer para Joan Cardona, que ve dibujarse las colinas y la costa
contra el cielo claro, a contraluz. Él y sus cuatro compañeros están llenos de fuerza, porque han
dormido en un pajar después de una excelente cena. Por eso, cuando el capitán Macarrón ha
puesto en marcha a la compañía, se han incorporado sin esfuerzo, henchidos de optimismo.
Pero les dura poco. La belleza del amanecer queda pronto oscurecida por la visión de los
movimientos de las tropas enemigas. Los moros se han puesto también en marcha.
Los soldados de la 19 brigada están en el coll de les Irles, al lado de Reus, entre campos de
almendros, que ya han comenzado a florecer, y de olivos. La mezcla de colores de la hierba
verde con las flores de los campos abandonados merecería ser contemplada si no fuera porque
hay prisa. Los franquistas bajan con rapidez por la sierra de Prades, cruzando el coll de Lilla, en
una repetida maniobra de envolvimiento que pretende copar a la 24 división.
La carnicería comienza muy pronto. Cardona y sus amigos Barris y Bruguera se refugian en unos
cañaverales a la orilla del río Francolí, con medio cuerpo sumergido en el agua, para esconderse
de las pasadas de los aviones, que ametrallan una y otra vez las orillas del río, cuyo cauce este
año baja miserable. Entre los cañaverales se oyen los gritos de quienes son alcanzados por las
balas ciegas.
Cuando los aviones agotan su munición, empieza la loca carrera hacia Tarragona. Muchos de los
heridos quedan abandonados.
Los de la 37 brigada que defendían el coll de Lilla también retroceden con prisa y con un
itinerario similar. Tienen que cruzar Tarragona y montar una línea de defensa en el río Gayá.
Les sigue casi a la carrera el cuerpo de navarra, la 5 división. Pero la infantería se mueve
despacio, y los alemanes de la Legión Cóndor reciben la orden de acelerar la persecución con sus
medios automóviles. Los carros ligeros de combate se ponen a vanguardia y, en el inmediato
escalón, los cañones de 88. El teniente Stubbe manda las baterías 4 y 5. Sus hombres van pistola
en mano, colgados de los estribos de los vehículos. Cada vez que alcanzan un objetivo desde el
que se domina el terreno, montan las piezas y hacen fuego sobre los que se retiran. Ya es una
práctica habitual disparar con los antiaéreos sobre objetivos terrestres. Porque, además, no
aparecen los aviones enemigos, barridos del cielo por los cazas franquistas.
Sobre las 11 de la mañana, los alemanes se permiten el lujo de capturar unas ametralladoras con
las que han sido hostigados por los últimos resistentes en un barranco en Vallmoll. Los soldados
dan la vuelta a las piezas y disparan con ellas sobre sus antiguos servidores.
A toda la velocidad que da el camión van también hacia Tarragona el comandante Federico
Rivadulla y el conductor Alberto Arbués Labarta, un zaragozano de Luna que no había visto el
mar hasta anoche, cuando percibió su sordo rumor y sus compañeros le dijeron qué era lo que
producía el estruendo. El comandante se conoce bien el camino, porque fue jefe de la guardia
civil de Reus antes de que comenzara la guerra.
La orden que tienen es avanzar con el camión, que transporta en la caja a una treintena de
soldados, desde Cambrils hasta el punto más cercano a Tarragona que sea posible. Las noticias
dicen que los rojos no resisten. Van solos, muy por delante de las otras unidades motorizadas de
la división 105, para evitar la pérdida de más camiones en caso de resistencia.
Todo marcha de maravilla. Arbués va mirando el mar, que aparece a su derecha. Se cruzan con
muchos soldados republicanos que dan vivas a Franco antes de entregarse, hasta que un coche
los adelanta y les corta el paso. Un teniente les dice que no pueden seguir porque en el puente del
Francolí parece haber resistencia. El comandante Rivadulla le pregunta si ha recibido órdenes del
jefe de la división para detenerlos. El teniente se queda sin autoridad y Rivadulla da orden a
Arbués de que siga adelante.
—No tengas miedo, muchacho, que no pasará nada.
Cuando se acercan al puente, Arbués advierte un movimiento nervioso de soldados enemigos,
que se parapetan y comienzan a hacer fuego de ametralladoras. «¡Para!, son las últimas palabras
del comandante, que cae muerto de un disparo». Arbués salta de la cabina, pero recibe el impacto
de una bala de gran calibre en la pierna. Se la rompe, y empieza a perder sangre a borbotones.
Los soldados que van en la caja no sufren mejor suerte. Doce de ellos no tienen tiempo de bajar.
Quedan muertos en el camión. Los demás van cayendo heridos o muertos según descienden. Les
tirotean desde todas partes, con balas explosivas.
Arbués se pasa media hora bajo el fuego incesante, intentando no desangrarse apretándose la
pierna con las manos, hasta que la columna que les sigue logra abrirse paso. Un sargento de la
tropa que les socorre llega hasta él y le da su goma para cortar la hemorragia. Justo en ese
momento, recibe un tiro en el vientre. Tiene el coraje de decir: «No ha sido nada». Y se desmaya.
Como Arbués, que dentro de unos días sabrá que le han cortado la pierna izquierda y que casi
todos sus compañeros han caído frente al puente del Francolí.
Es el primer día de su vida en que ha visto el mar.
La vanguardia de la 105 está pagando cara su osadía. Los últimos soldados republicanos no se
dejan vencer así como así. Son de la 102 brigada de la división 43, la de Beltrán.
El combate se resuelve como casi siempre. Las baterías de la Legión Cóndor de Stubbe han
amenazado de envolvimiento a los defensores al emplazarse en el cruce de carreteras cerca de la
plaza de toros. Y la 102 se retira, pero lo hace combatiendo.
A las 14.50 de la tarde, la bandera de Falange de Navarra entra por el portal del Roser y se dirige
hacia el ayuntamiento. Dos compañías de fusileros de la bandera forman ante el Palacio
Municipal y uno de los hombres iza la bandera monárquica en el balcón. El cornetín toca la
Marcha real y los soldados entonan después el himno de Falange, el Cara al sol a las tres en
punto de la tarde.
Mientras los de la división navarra cumplen con los ritos de la victoria, por la calle Real las
vanguardias de la 105 persiguen a los hombres de la brigada 102 que les ha hecho frente en el
puente del Francolí. En la plaza de los Carros llegan a intervenir los blindados franquistas. Hay
muchos muertos por las dos partes. La 102 brigada no huye en desbandada.
Los habitantes que se han quedado en Tarragona empiezan a salir de los refugios, de las ruinas
romanas, como si fueran cristianos liberados del cautiverio.
A las doce del mediodía la 12 división, mandada por el general Carlos Asensio Cabanillas, ha
entrado en Reus. Las tropas navarras que hacen su «entrada triunfal» anotan en el libro de actas
municipales el acontecimiento. El teniente coronel Lorenzo Machado está al mando del 1
regimiento de la división y el comandante José Ángel Guitart al mando del tabor de regulares de
Tetuán.
La maltratada 24 división, cuya existencia sólo se comprueba en los planes del Estado Mayor
republicano, ya no está a tiempo de casi nada. Sus efectivos huyen desde hace días. Joan
Cardona, acompañado por Barris y Bruguera, lleva horas corriendo con sus compañeros como si
fuesen animales perseguidos por cazadores, desde las cercanías de Reus. Se han detenido al lado
de los muros de la Tabacalera. Han tenido que parar, no para recuperar el resuello, sino porque
comenzaba uno de los bombardeos más duros que han visto hasta ahora. Primero, diez aviones;
luego, otros diez. Eran alemanes. Han dejado caer bombas contra las instalaciones de la fábrica,
que revienta por todos sus costados. Hay un pequeño puente en la carretera de Reus, bajo el cual
se han refugiado muchos hombres. Tantos que Cardona y sus amigos han debido conformarse
con ocultarse en un campo de avellanos. No es buen sitio, pero no hay otro.
Eso les ha salvado la vida. Las bombas han hecho blanco sobre el puentecillo. El campo ha
quedado sembrado de cadáveres y de hombres heridos lamentándose. El pánico lo ha invadido
todo. Han muerto más de cien hombres.
De nuevo, a correr. Cardona y Bruguera han perdido a Barris en la alocada fuga. Por las calles
más céntricas de Tarragona, han seguido a la carrera, perseguidos por los moros y los requetés de
la 5 división de Navarra. «Como pajarillos que buscan la salida.» Hasta que han logrado dejar
atrás la ciudad.
Después, el juego del ametrallamiento se repite. Los soldados y los aterrados civiles se mezclan
en la carretera. Entre Altafulla y Torredembarra, los aviones, que esta vez vienen de Mallorca,
bombardean y ametrallan a la masa en fuga. Los civiles reciben el mismo trato que los militares.
La gente muere entre lágrimas, llantos y gritos de desesperación. Hay niños que buscan a sus
padres en el caos de explosiones, humo y sangre. Toda la carretera queda repleta de objetos
abandonados y de muertos. Hasta llegar a Torredembarra, al anochecer, Cardona y Bruguera
deben sortear, acompañados por la suerte y su experiencia, más ametrallamientos. Las balas caen
como lluvia fina.
El gobierno republicano ha perdido Tarragona, pero ha obtenido hoy una importante, aunque
tardía, victoria diplomática: el gobierno francés de Daladier ha abierto la frontera, aunque con el
sigilo debido, para que el material soviético desembarcado pase a España. Negrín ha reiterado a
Daladier su petición de ayuda a través del nuevo embajador francés en Barcelona, Jules Henry.
El representante diplomático es un decidido partidario de Franco, como le hace saber un agente
del SIPM, el servicio de información del ejército franquista, a su jefe, el coronel Ungría. Henry
es un profundamente conservador, como también lo es el teniente coronel Morel, militante de
Action Française, un partido monárquico. Pero existe entre ambos una enorme diferencia de
criterio respecto a la guerra española. Mientras el embajador desea la victoria franquista, por su
afinidad ideológica, el agregado militar desea que la victoria sea para los republicanos, porque
piensa en Francia, en su país. Por muchas garantías que ofrezca Franco en relación con su
postura de neutralidad en caso de conflicto, la presencia italiana y alemana en la frontera de los
Pirineos resulta intranquilizadora, y obligaría a mantener un contingente de tropas estacionado
allí para el caso de que la temida guerra se desatase en Europa.
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