introducción - Centro de Estudios Cervantinos

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Cristina Castillo Martínez, Antología de libros de pastores (2005)
INTRODUCCIÓN
Hacia un corpus de los libros de pastores
Nuestro conocimiento acerca de la literatura del pasado se circunscribe, además de a
noticias indirectas, a las obras que han sobrevivido a lo largo de los siglos; pero, sobre todo,
a aquéllas a las que el tiempo, y también la casualidad, ha permitido que descubriéramos.
No obstante, este conocimiento se ve, en ocasiones, obstaculizado por la dificultad de
localización y acceso a muchos de estos textos, que se encuentran en bibliotecas o archivos
de todo el mundo, y a los que, en muchos casos, nadie ha prestado la suficiente atención
como para estudiarlos y analizarlos en profundidad, y mucho menos para editarlos. Éste es
precisamente el principal escollo con el que se encuentra el investigador, o, sin ir más lejos,
el lector curioso que se aventure en esta parcela tan notable de la literatura del Siglo de
Oro. Me refiero a los libros de pastores.
Interés por el tema no ha faltado desde el siglo XVIII, gracias a Gregorio Mayans i Siscar,
a Hugo Rennert (1892) y, un puñado de años más tarde, a Mia Gerhardt (1950), entre otros
nombres, de los que habla pormenorizadamente Francisco López Estrada en uno de los
estudios fundamentales del género, Los libros de pastores en la literatura castellana. La órbita
previa (1974), al que remito. Pero quizá hasta la publicación de La novela pastoril, de Juan
Bautista Avalle-Arce, no quedó configurado como tal el corpus de los libros de pastores,
compuesto por una veintena de títulos que el investigador analizaba al detalle. Con todo, en
1984, Francisco López Estrada, Víctor Infantes y Javier Huerta Calvo sacaron a la luz una
Bibliografía de los libros de pastores en la literatura española1, de cuyas páginas se podría inferir un
catálogo de libros de pastores de los que se tiene noticia, pese a ser desconocidos, así como
de aquellas obras que recogen algún episodio pastoril, o que, de una u otra manera, guardan
parentesco con el género.
La Bibliografía resulta de gran utilidad en cuanto que su objetivo es recabar toda la
información publicada sobre el tema, pero el lector puede caer en la tentación de establecer
un corpus a partir de la bibliografía primaria señalada, cuando, en realidad, de los casi
cincuenta títulos que se enumeran, apenas treinta se pueden considerar propiamente libros
de pastores. El resto quedaría fuera, por ocupar lo pastoril sólo algunos de sus capítulos o
por entrar en pugna con otros géneros que, en tales casos, acaparan mayor espacio
argumental, como lo bizantino, lo caballeresco, lo sentimental o lo cortesano. Sucede así,
por ejemplo, en Experiencias de Amor y Fortuna (1626)2 o en la obra de Fernando Jacinto de
1
(Madrid, Universidad Complutense, 1984).
Tanto esta obra de Francisco de Quintana como su Hipólito y Aminta, a decir de Francisco González
Rovira, «representan de modo emblemático las dificultades de clasificación de la novela del Barroco por la
inferencia de géneros diversos». Refiriéndose en concreto a Experiencias de Amor y Fortuna vuelve a incidir
González Rovira en que «Se trata, en definitiva, de una novela cortesana que utiliza algunos de los recursos de
la novela clásica, pero que presenta múltiples paralelos con otras novelas de este tipo» La novela bizantina en la
Edad de Oro (Madrid, Gredos, 1996). También es de este parece Antonio Cruz Casado quien en su tesis
doctoral sobre Los amantes peregrinos Angelia y Lucenrique: un libro de aventuras peregrinas inédito (Madrid,
Universidad Complutense, 1989), afirma en relación a Experiencias de amor y fortuna que «El ambiente pastoril
del comienzo en esta última obra ha hecho que, en algunas ocasiones, se le haya incluido entre las muestras
poco ortodoxas de los libros de pastores, en tanto que otras veces se le denomina novela cortesana, siguiendo
la caracterización que en su día expuso Amezúa. Por nuestra parte, pensamos que es una narración a caballo
de diversas tendencias en la que, aun localizándose elementos de aventuras y pastoriles, ofrece rasgos más
acusadamente cortesanos, como los duelos, lances de amor y otros diversos sucesos que protagonizan el
caballero y sus amigos, que tienen lugar generalmente en la ciudad populosa», pp. 416-7. Para conocer más
2
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Zurita, Méritos disponen premios, ambas más cercanas a la novela corta. Del Amor con vista, de
Juan Enríquez de Zúñiga (1625), algo semejante se podría objetar, pues, a pesar de que se
inicia con una escena pastoril, enseguida da paso a otras de muy diferente temática, como la
extensa descripción del mundo que ocupa casi la totalidad de la segunda parte de las tres en
las que se divide la obra.
Los amantes peregrinos Angelia y Lucenrique o Rosselauro y Francelisa son consideradas más
propiamente novelas de aventuras, al igual que las Auroras de Diana, de Pedro de Castro y
Anaya (1632) que, como se indica en la portada, están escritas a imitación de Heliodoro
(Ripoll, 1991, pp. 73-75). En esta última obra, al igual que en la Soledad entretenida, de Juan
de Barrionuevo y Moya, el elemento pastoril es muy tenue, según afirma Avalle-Arce (1974,
p. 227).
La Criselia de Lidaceli del Capitán Flegetonte (1609) es una mezcla de libro de caballerías
y de pastores. La silva curiosa, de Juan Iñiguez de Medrano (1608) tan sólo incluye un breve
episodio que puede considerarse pastoril. La obra de Alonso Alcalá y Herrera, Varios efectos
de amor, se concibe, como se indica en el subtítulo, como una recopilación de novelas
ejemplares, cinco en total. Y la de Jerónimo de Heredia, Guirnalda de Venus casta, es la
versión española de L’Amore innamorato, de Minturno (López Estrada, 1974, pp. 397-399).
La Ausencia y soledad de amor, incluida en el Inventario de Antonio de Villegas, aunque
ofrece un argumento pastoril, parte del esquema que le proporciona la novela sentimental,
y además se trata de una obra compuesta, probablemente, antes que La Diana (López
Estrada, 1974, pp. 368-373; Avalle-Arce, 1974, p. 47)
Algunas otras de las que se da cuenta en el repertorio, tan sólo se conocen a través de
referencias en otros textos. No sabemos si se han perdido o si, tal vez, nunca llegaron a
escribirse. Es el caso de La tercera parte de la Diana, de Gabriel Hernández, o El pastor de
Galatea, del que nos habla Lope de Vega. A las que se podría añadir La famosa Epila, que no
aparece en la Bibliografía, pero que es citada como obra pastoril por J.F. Andrés de Ustarroz
en el Elogio a la memoria ilustre de D. Jerónimo Ximenez de Urrea, incluido en el preliminar a la
edición del Diálogo de la verdadera honra militar, de Jiménez de Urrea (Zaragoza, 1642), y de la
que incluso se cita un fragmento:
No se olvidó de su insigne patria, Epila, villa de los excelentísimos condes de Aranda,
pues escribió, para celebrar sus grandezas, LA FAMOSA EPILA, imitando la Arcadia de
Sannazaro. El lugar donde presenta su obra es la Alameda del Conde, sitio muy apacible,
frondoso y ameno, casi rodeado por el río Jalón, cuya descripción, porque se entienda su
amenidad, la dibuja así don Jerónimo con el pincel de su pluma:
«El fértil río (habla del Jalón, cuyas aguas celebró Marcial) se quiso recrear más dando
una vuelta casi redonda por la ancha vega, y en el circuito de su vuelta se ve una espaciosa
selva; y volviendo su curso a la derecha, discurre mansa y agradablemente por la espaciosa
huerta, fértil en todo tiempo, quedando la gran selva como una península casi cercada por
el fresco río y los verdes árboles, distintos de los que dentro de ella crecen. Se pasa a la
selva por un largo puente, al principio del cual está un antiquísimo padrón de mármol
blanco, con letras latinas casi borradas por el tiempo, en las que César Augusto recomienda
a los sucesores y gentes de los siglos venideros, que pueblen aquel lugar en el que, más que
en otras regiones, él halló dulce el cielo».
Este manuscrito se guarda en la biblioteca de don Francisco Jiménez de Urrea. (1992,
pp. 34-35)
datos acerca de Francisco de Quintana, véase Begoña Ripoll, La novela barroca. Catálogo bio-bibliográfico (16201700) (Salamanca, Universidad, 1991, pp. 131-132).
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Bien es verdad que una vez entrados en el siglo XVII, las novelas son más que nunca
receptáculos de motivos procedentes de diferentes modelos narrativos vigentes en la época.
Difícil es, por tanto, establecer unos límites genéricos, y más complicado aún determinar,
en algunos casos, qué títulos pasan a engrosar la lista, porque supuestamente así lo
consideraron los lectores del momento, y cuáles, por el contrario, han de quedar fuera.
Para la elaboración de esta Antología, he seleccionado aquellos textos en los que lo
pastoril muestra una clara preeminencia; de ahí que haya dejado al margen muchos de los
títulos incluidos por los autores de la Bibliografía. Es probable, por consiguiente, que se me
pueda objetar tanto la ausencia de unos como lo prescindible de otros. De resultas de dicha
selección, el corpus establecido es el siguiente:
[1]
[2]
[3]
[4]
[5]
[6]
[7]
[8]
[9]
[10]
[11]
[12]
[13]
[14]
[15]
[16]
[17]
[18]
[19]
[20]
[21]
Jorge de Montemayor, Los siete libros de la Diana, [Valencia, h.1559].
Alonso Pérez, Diana segunda, [Valencia, 1563].
Gaspar Gil Polo, Diana enamorada, [Valencia, 1564].
Antonio de Lofrasso, Los diez libros de Fortuna de Amor, [Barcelona 1573].
Luis Gálvez de Montalvo, El pastor de Fílida, [Madrid, 1582].
Miguel de Cervantes, La Galatea, [Alcalá, 1585].
Bartolomé López de Enciso, Desengaño de celos, [Madrid, 1586].
Bernardo González de Bobadilla, Ninfas y pastores de Henares, [Alcalá, 1587].
Bernardo de la Vega, El pastor de Iberia, [Sevilla, 1591].
Jerónimo de Covarrubias Herrera, Los cinco libros intitulados de la enamorada Elisea,
[Valladolid, 1594].
Lope de Vega, Arcadia, [Madrid, 1598].
Gaspar Mercader, El prado de Valencia, [Valencia, 1600].
Juan Arce Solórzeno, Tragedias de amor... del enamorado Acrisio y su zagala Luzidora,
[Madrid, 1607].
Bernardo de Valbuena, Siglo de Oro en las selvas de Erifile, [Madrid, 1608].
Cristóbal Suárez de Figueroa, La constante Amarilis, [Valencia, 1609].
Jacinto de Espinel Adorno, El premio de la constancia y pastores de Sierra Bermeja,
[Madrid, 1620].
Miguel Botelho Carvalho, Prosas y versos del pastor de Clenarda, [Madrid, 1622].
Jerónimo de Tejeda, Diana tercera, [París, 1627].
Gabriel de Corral, La Cintia de Aranjuez, [Madrid, 1629].
Gonzalo de Saavedra, Los pastores del Betis, [Trani (Nápoles), 1633].
La pastora de Mançanares y desdichas de Pánfilo, [s.l, s.a.]
Como se podrá observar, los títulos son los mismos que los recogidos por Avalle-Arce,
con una sola adición: La pastora de Mançanares, situado en último lugar pues, aunque no se
conoce la fecha de su redacción, su lectura hace sospechar que pudo llevarse a cabo
avanzado ya el siglo XVII. Es un texto que no ha sido recogido por ningún inventario, pero
que, sin embargo, merece la pena atender, entre otras cosas por ser el único que se
conserva manuscrito.
Además, me he permitido la licencia de añadir a esta lista de veintiún títulos un apéndice
con cuatro más: obras que toman lo pastoril como base para trasladarse a un contexto
religioso, y que, sin lugar a dudas, son de gran interés:
[22] Bartolomé Ponce, Primera parte de la Clara Diana a lo divino, [Zaragoza, 1599].
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[23] Lope de Vega, Los pastores de Belén, [Madrid, 1612].
[24] Francisco Bramón, Los sirgueros de la Virgen, [México, 1620].
[25] Ana Francisca Abarca de Bolea, Vigilia y octavario de San Juan Bautista, [Zaragoza,
1679].
Los cuatro tienen en común una clara intencionalidad religiosa, aprovechando lo
idealizado del amor descrito en la literatura pastoril, y teniendo en cuenta la versatilidad del
personaje del pastor, presente en toda la tradición occidental y asociado al ámbito de la
religión desde la Biblia.
No se trata, en modo alguno, de divinizaciones (proceso muy empleado tanto en la
literatura culta como en la popular), pues, salvo el caso del texto de Bartolomé Ponce, no se
tiene en cuenta un título concreto para trastocarlo a lo divino (Wardropper, 1958). Son tan
sólo obras de pastores espiritualizadas, en las que la temática pastoril se somete al
adoctrinamiento, en las que los personajes hablan y se comportan como auténticos
cristianos. Puede tratarse de personajes alegóricos, como sucede con la obra de Bartolomé
Ponce, o simplemente de pastores, pero no amantes de otras pastoras, sino dignos
adoradores de Cristo la noche en que nació (Los pastores de Belén), defensores de la
«inmaculada concepción» de la Virgen en el texto de Francisco Bramón, o devotos de San
Juan Bautista en la Vigilia y octavario.
Con todo, no serán éstos los únicos casos en los que lo religioso cobre un especial
sentido dentro del marco pastoril. Encontramos también una intencionalidad moral,
aunque planteada de modo muy distinto, en las Tragedias de amor. Su autor, Arze Solórzeno,
coloca cinco alegorías o interpretaciones morales al final de su obra, aplicadas a cada una de
las églogas en las que se divide.
Tal vez la redacción de estos textos tenga que ver con las críticas, e incluso censuras, que
se vertieron sobre los textos pastoriles, pues, a pesar de que buena parte de ellos lograron
un gran éxito entre el público lector, no escaparon a los comentarios de humanistas,
religiosos y hasta de escritores, algunos de ellos cultivadores de la novela pastoril en otros
tiempos (Castillo Martínez, en prensa 2).
Cervantes es un buen ejemplo. El alcalaíno recurrió al género al escribir La Galatea para
abrirse camino en el ámbito de la prosa de ficción y lo retomó en El Quijote desde otra
perspectiva, pero también llegó a poner en entredicho la veracidad de lo pastoril en otras de
sus obras, manifestando con ello una postura ambivalente hacia esta temática. El ejemplo
más claro es el que nos ofrece en El coloquio de los perros, especialmente en boca de Berganza,
quien resulta sorprendido por la actitud de los pastores literarios en comparación con la de
aquéllos que él conoce: «porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien
compuestas, sino un “Cata el lobo dó va, Juanita” y otras cosas semejantes». De manera
similar, Lope de Vega, que cultivó el género en dos momentos muy diferentes de su vida,
primero en La Arcadia y años más tarde en Los pastores de Belén, se burló de los
convencionalismos de los libros de pastores e incluso de sus autores con cierta ironía, en
La Dorotea; en dos de las Novelas a Marcia Leonarda: Las fortunas de Diana y La prudente
venganza, así como en algunas de sus obras de teatro, como El cuerdo en casa:
Quisiera ver
los que suelen componer
estos libros de pastores,
donde todo es primavera,
flores, árboles y fuentes.
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Antes de que finalice el siglo XVII, perdemos la pista de nuevos libros de pastores. El
esquema, la temática o, tal vez, los personajes habían dejado de satisfacer los gustos de un
público lector que requería espacios de ficción novedosos y alejados del idealismo reinante.
No obstante, aunque dejaran de escribirse nuevos títulos, los antiguos debieron de seguir
leyéndose en años sucesivos. Volvemos a encontrar novedades, aunque ya desnaturalizadas,
en el siglo XVIII, casi siempre fruto del impacto causado por la única novela pastoril de
Cervantes, o al menos del personaje que encabeza el título. Así, el año 1797 se traduce al
español una obra escrita por Jean Pierre Claris de Florián con el nombre de Imitación de la
Galatea. Al año siguiente, Cándido María de Trigueros da a la imprenta su obra Los
enamorados o Galatea y sus bodas. Y ya en el XIX, en concreto en 1863, Tomás de Aguiló
escribe El valle de los sauces. Fragmento de novela pastoril, incluida en su obra A la sombra del
ciprés. Cuentos y fantasías.
Fragmentos para una antología
Los libros de pastores se caracterizan por la omnipresencia de un amor que no sólo se
vive, sino que también se discute. En la Diana de Montemayor, en sus continuaciones y en
otros títulos como La constante Amarilis, se intenta describir este sentimiento. Además,
todos los pastores adoptarán una postura frente al amor, aunque sea para oponerse a él,
como sucede con los personajes tan bien perfilados de los desamorados: Gelasia en La
Galatea, Alcida en La Diana enamorada, Fontano en La enamorada Elisea o Dinarda en La
constante Amarilis. Lo más habitual es que aparezcan diversos casos de amor que se van
entrelazando. Unas veces son vividos; otras tendrán que ser contados.
La amenidad de los campos es el marco idóneo no sólo para hablar del amor, sino
también para realizar otro tipo de actividades que llenan el ocio pastoril, como son los
juegos, bailes y especialmente las canciones. En algunos casos, estamos ante novelas en
clave. Por sus páginas, pueden aparecer algunos magos, sabios o personificaciones de ríos
que pronostican el futuro de los pastores y que, a veces, contribuyen, por muy diversos
caminos, a aliviar las heridas del amor.
Y lo que es también importante: sus protagonistas no son héroes a la conquista de
aventuras físicas, como sucede en los libros de caballerías, sino que son pastores
idealizados, músicos y poetas por naturaleza, que, descuidando su ganado, pasan el día a la
sombra fresca de un árbol o a la orilla de un río, cantando y lamentando penas de amor. Así
viven los Siralvo, Arsindo, Clenarda, Fílida, Marcelio, Seriana, Fortuna, Sireno, Elicio,
Anfriso o Galatea, entre otros muchos que pueblan los idílicos campos descritos por estos
autores.
La lectura atenta de esos veinticinco textos permite observar una de las máximas de la
literatura: «Nada hay nuevo bajo el sol». Los siete libros de la Diana –también sus
continuaciones e imitaciones– se construyen con materiales de acarreo procedentes de la
ficción sentimental, de los libros de aventuras o de caballerías, que en manos, en aquel
momento, de Jorge de Montemayor, alcanzaron una forma definida y novedosa, que
consiguió atraer a un buen número de lectores que, aunque no tuvieran conciencia de
género, seguramente eran conscientes de la hermandad entre estos textos3. Pero, a pesar de
3
En referencia a los responsables de estos libros, dicen los autores de la Bibliografía: «El autor dispuso
siempre de una teoría poética, bien fuese ésta formulada o bien actuase de una manera implícita (como
consecuencia de la lectura de las otras obras del grupo) y, adaptándose a su compás, la obra tomó cuerpo
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que pueda parecer lo contrario, los libros de pastores no poseen una estructura
completamente cerrada; de hecho, en ocasiones se vuelve maleable para ser utilizada con
fines determinados, como ya se ha visto con relación a los textos espiritualizados.
Por todo ello, esta Antología no pretende ser una acumulación de lugares comunes
dentro de los libros de pastores, una reiteración de lo consabido para afianzar aún más, si
cabe, las características genéricas que hemos construido. Es cierto que no las he pasado por
alto, pero sí que, intencionadamente, he centrado mi atención en aquellos fragmentos que
se alejan de lo que se considera canónico dentro del grupo para proporcionar al lector una
visión más completa y certera de los textos. He resaltado aquellos episodios que pudieron
causar una mayor sorpresa en su momento y que incluso pueden llegar a asombrar al lector
del siglo XXI.
Uno de esos aspectos, quizá el más llamativo de todos, es la presencia cada vez mayor
de episodios violentos o de aquellos en los que la alusión a la muerte (funerales, asesinatos,
intentos de suicidio…) o la presencia de sangre, altera el ritmo pausado de la vida pastoril,
algo que sucede, sobre todo, a partir del siglo XVII. La presencia de lo feo y lo violento está
ya en la misma Diana de Montemayor, aunque de manera muy sutil, cuando, en el libro II,
unos salvajes intentan agredir a las ninfas. Y también en el libro III, cuando se juega con la
idea de la muerte de Arsenio y Artidoro. Quien le da un mayor protagonismo a este tipo de
escenas es, sin duda, Cervantes. Y lo hace en varios momentos a lo largo de la Galatea. Se
puede afirmar, de hecho, que el autor de El Quijote consiguió romper el horizonte de
expectativas de los lectores acostumbrados a la lectura de otros libros de pastores más
pacíficos. Y lo hizo manteniendo el género. Por tanto, estos episodios no pueden dejarse a
un lado al tratar de recopilar aquellos fragmentos que contribuyen a un mejor conocimiento
del grupo de estas obras.
Son reseñables, asimismo, las escenas de humor patente, como la graciosa caída en el
lodo del pastor Ursanio en el Siglo de oro en las selvas de Erifile. La narración, de tinte
manifiestamente cómico, descrita en El premio de la constancia, cuando el pastor Arsindo
cuenta que, al salir de noche de casa de un amigo, la oscuridad le hace confundir una viga
con un bandido y comienza a luchar con él, lo que causa risa en todos los que acuden a los
gritos, y, al tiempo, en los que escuchan la historia. El autor de esta obra aprovecha la
confusión de objetos en la oscuridad como motivo humorístico, muy acorde con el que, en
contextos y con personajes diferentes, presentan algunos cuentos folclóricos4. Esto sin
contar con la presencia de Cardenio «El rústico» en la Arcadia de Lope de Vega, heredero
de ciertas características del gracioso de las comedias.
En tres de las novelas, los autores rescatan a uno de los personajes consagrados hoy día
dentro de la literatura: Celestina. El más interesante de ellos es el que ofrece el libro
segundo de La Cintia de Aranjuez. Al final de éste nos topamos con un personaje particular:
una gitana llamada Elena, ajena al mundo pastoril, que, presumiendo de poderes
adivinatorios –aunque tan sólo sean una sarta de mentiras–, engaña a Lisardo, haciéndole
creer que le llevará hasta su amada Cintia (Alonso, 1995). Más alejado todavía del modelo
de la Celestina, pero todavía conservando en la mente el eco de esta figura, leemos algunos
pasajes de El prado de Valencia y de El premio de la constancia. En el primero, una alcahueta
expresivo. Por otra parte, el lector (y aún más, el entendido) sabía que existía una predeterminación genérica,
y así podía apreciar si el escritor se atenía a ella y de qué manera establecía, en el caso de cada nueva obra, su
creación. La teoría no ha obtenido siempre una formulación específica y los cauces genéricos, aunque hayan
sido una realidad, pocas veces aparecen declarados», p. 17
4 Maxime Chevalier señala algunos en su libro Tipos cómicos y folclore. Siglos XVI-XVII (Madrid, Edi-6,
1982, pp. 120-121).
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ayuda a Fideno a acercarse a Belisa; y en el segundo, un personaje similar servirá de
mediador entre Arsindo y Amarilis. En ambos casos, se trata de figuras femeninas que
facilitan el acercamiento de los amantes, y ambos comparten la peculiaridad de que ninguna
de ellas actúa por voluntad propia con ánimo de lucrarse, sino que las dos son solicitadas
para que lo hagan.
No menos interés ofrecen diversas historias que aparecen intercaladas en algunos de los
títulos. La Diana de Alonso Pérez ofrece un par de ejemplos bellísimos: el relato de los
gemelos Delicio y Partenio, y el de Gorforosto y Stela. Menos conocido es el que se recoge
en El premio de la constancia, de Jacinto de Espinel. Aquí se narra la aventura de Arsindo,
héroe elegido para desencantar a un moro. Es la primera vez que se describe un descensus ab
inferos dentro de una novela pastoril (Castillo Martínez, en prensa 1).
La presencia del elemento morisco no ofrece menos interés. Este último título citado es
un claro ejemplo, al que vendrían a unirse La pastora de Mançanares que permite la entrada
del moro Zaide para cantar su historia de amor muy similar a la del protagonista Pánfilo; o
La enamorada Elisea, aunque en esta ocasión, como sucede con la edición de Valladolid
(1561-1562) de La Diana de Montemayor, esta temática no forma parte directa de la trama.
En el texto de Jerónimo de Covarrubias se trata de un romance y una serie de quintillas de
tema morisco situados en el último de los libros, que funciona como cancionero.
La inserción del verso a lo largo de la narración en prosa, tan característica del género
desde el punto de vista formal, acaba instrumentalizándose cuando algunos escritores,
poetas, utilizan este molde pastoril para dar a conocer sus composiciones o las de sus
compañeros de academia, concediendo más importancia a lo lírico que a lo narrativo. La
pastoril, por la naturaleza de su contenido, se prestaba como estructura idónea para
difundir poemas y de ello se supieron aprovechar muchos autores –algunos poetas
pertenecientes a diversas academias–, haciendo de estas obras pequeños cancioneros, y
desvirtuando la esencia misma del género al convertirlas, como afirma Willard F. King, en
«novela académica pastoril».
Un ejemplo de ello es El prado de Valencia, de Gaspar Mercader, de quien nos consta que
formó parte de la Academia de los Nocturnos5 y en cuya obra va desperdigando parte de
sus composiciones y algunas de las de sus compañeros poetas. De manera semejante,
Gabriel de Corral hace de su libro La Cintia de Aranjuez un repertorio de poesía, que, como
él mismo declara en el prólogo6, había escrito con anterioridad y no se había atrevido a
publicar de modo independiente7; poemas posiblemente compuestos para las reuniones
literarias del grupo madrileño de Francisco de Mendoza, al que perteneció (King, 1963, p.
117).
Se sabe que Francisco Bramón, autor de Los sirgueros de la Virgen, «siendo ya Presbítero y
licenciado, en 1654, aparece tomando parte en un certamen literario, también relativo a la
Inmaculada, en el que obtiene un cuarto premio; la afición por participar en tal clase de
concursos es referida con cierta jactancia en Los sirgueros»8. Gonzalo de Saavedra, en los
5 «Diecinueve de los muchos poemas del libro son en realidad copias, con ligeras variantes, de
composiciones leídas en la Academia de los Nocturnos» (King, 1963, p. 114).
6 «confessare a v.m. que todos los versos que contiene este volumen estavan escritos antes del intento; y
para hazerlos tolerables, los engaze en estas prosas y acompañe con estos discursos, no me atreviendo a
publicar rimas desnudas, donde tienen conocido peligro los ingenios mas sazonados».
7 «Dadas las no muy largas disquisiciones de la Cintia, no creo pasarme de suspicaz al suponer que su
verdadera razón de ser estriba en el hecho que no tenía el autor suficientes poesías para hacer un volumen
independiente, como sospecho ocurrió con varias de estas novelas pastoriles de decadencia», (Avalle-Arce,
1974, p. 199).
8 Ed. Agustín Yáñez (México, Universidad Nacional Autónoma, 1944, pp. XI-XII).
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Cristina Castillo Martínez, Antología de libros de pastores (2005)
preliminares de su obra Los pastores del Betis, afirma: «Eran los introducidos de baxo destos
despojos pastoriles, sugetos nobles, y que los mas se juntavan en una insigne Academia,
que el año 603 y 604 se estableció en Granada frecuentada de acrisolados ingenios» (ff. 2rv).
También sirven de ejemplo Los cinco libros de la enamorada Elisea, de Jerónimo de
Covarrubias Herrera, cuyos dos últimos capítulos son una recopilación de sonetos,
romances, octavas y otro tipo de composiciones poéticas; y la Vigilia y octavario de San Juan
Bautista, una novela pastoril a lo divino, escrita por Ana Francisca Abarca de Bolea,
hermana del marqués de Torres, miembro de la Academia del Conde de Lemos (King,
1963, pp. 121-122), a la que le unía una estrecha amistad con Vincencio Juan de Lastanosa,
que albergó en su casa de Huesca un círculo literario al que acudieron escritores como
Francisco Ximénez de Urrea, Francisco de la Torre o el mismo Baltasar Gracián9. Y consta
que participó en un certamen poético organizado por su sobrino don Luis Abarca en 1650
con motivo de la boda de Felipe IV con Mariana de Austria. Allí acudió con un poema
sobre la Purificación de la Virgen con el que obtuvo el segundo premio.
Mucho más se podría decir de estos veinticinco textos. Lo apuntado hasta ahora son tan
sólo algunos de los muchos aspectos, historias y personajes que el lector puede encontrar
en este florilegio, y una mínima parte de los que hallará si se anima con su lectura a rescatar
de las garras del olvido alguno de los textos completos, que jamás podrán ser sustituidos
por ninguna antología
Sobre esta Antología
Todas las entradas –organizadas de una manera cronológica– van precedidas de una
breve introducción que pretende aportar algunos datos sobre los autores, la mayoría de
ellos desconocidos, y también algunas características de las obras, pero nunca con la
intención de resumir su contenido. Difícil tarea tratándose de obras pastoriles donde la
abundancia de casos de amor impide que haya un argumento único. Tampoco es ése el
propósito perseguido.
Siempre que ha sido posible, los fragmentos han sido transcritos a partir de las primeras
ediciones conservadas. Con el signo (→) se indica la edición tomada.
Las notas a pie de página incluyen varias secciones siempre que se puedan completar:
BIBLIOGRAFÍA (referencia a la realizada por López Estrada, Infantes y Huerta Calvo),
FACSÍMILES, EDICIONES MODERNAS, ESTUDIOS O NOTAS SOBRE EL AUTOR (con indicación
de si aparecen recogidos en los repertorios de Nicolás Antonio, Gallardo y Simón Díaz) y
ESTUDIOS SOBRE LA OBRA. De la mayoría de los textos no existe bibliografía; sin embargo
de los más conocidos, como son los de Cervantes o Lope de Vega, además del de
Montemayor y Gil Polo, las referencias superarían el espacio destinado, de manera que se
ha realizado una selección.
9 «La monja de Casbas, doña Ana Francisca, a pesar de su estado religioso y de la clausura monástica,
puede decirse que forma parte integrante del selecto grupo, ya que, como veremos, se encuentra vinculada a
varios de sus miembros por medio de la correspondencia, de las visitas que le hacen sus amigos intelectuales,
de las estancias veraniegas en el castillo de Siétamo, a donde ellos acudían, y de algún viaje personal a
Zaragoza y Huesca», Ana F. Abarca de Bolea, Vigilia y octavario de San Juan Baptista, ed. Mª Ángeles Campo
Guiral, (Huesca, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 1994, p. XXVI).
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Cristina Castillo Martínez, Antología de libros de pastores (2005)
Criterios de edición
Como se ha puesto de manifiesto en muchas ocasiones, no resulta fácil establecer unos
criterios de edición para los textos del Siglo de Oro, y esta labor se complica aún más si se
trata de editar varios textos de diferentes autores de manera conjunta, como es el caso, pues
impide atender a las características propias de cada uno de ellos. Teniendo en cuenta estas
dificultades, en líneas generales, éstos son los criterios seguidos:
• Se ha intervenido en la unión y separación de palabras. Se ha hecho uso del apóstrofe
para marcar la fusión por fonética sintáctica con la intención de discriminar secuencias que
pudieran confluir: (del frente a d’él), y de ahí, por coherencia, se ha aplicado también a (dellos
> d’ellos, destos > d’estos, entrambos > entr’ambos).
• Se ha regularizado el uso de mayúsculas y minúsculas de acuerdo a los criterios de la
Real Academia Española, para marcar las divisiones mayores del texto, así como en los
nombres propios (antropónimos, topónimos, “nomina sacra”) y también en las
personificaciones. No se ha empleado, sin embargo, en los nombres de autoridades y
cargos públicos.
• La puntuación y la acentuación se han realizado conforme a los usos modernos. Para
discriminar el verbo de la preposición o de la conjunción, se ha acentuado á /é del verbo.
• Vocalismo: Se ha regularizado u, i con valor vocálico y v, j con valor consonántico. La
grafía y sólo se ha mantenido como conjunción copulativa, y se ha transformado en i en el
caso de formar hiato: (oyd > oíd, cuydados > cuidados).
• Consonantismo: El digrama qu- se ha mantenido ante las vocales e/i y se ha
regularizado seguido de a/ o/ u (quan > cuan, qual > cual).
Se ha reducido las consonantes dobles a final de palabra (mill > mil), así como la vibrante
múltiple inicial rr-, o la ff- o -ff- (differentes > diferentes).
Por no suponer una distinción fonética, se han simplificado los grupos -nrr-, -nss(penssamientos > pensamientos, honrra > honra), y -np-, -nb- (conpañía > compañía).
Por otro lado, en la mayoría de los casos, se han mantenido los grupos cultos en
términos que han sido escritos así a lo largo de una tradición de usos de escritura medieval
y porque, en algunos casos, pueden suponer una diferenciación fonética: (subjetos, escripta,
subtil, captivar, Neptuno, obscura). Sin embargo, se han regularizado los grupos que no son
susceptibles de esa diferenciación como -sc- (nascimiento > nacimiento); ch (machina > máquina;
Sicheo > Siqueo); ph y th (Nimpha > ninfa, chapiteles > capiteles) o mpt (sumptuoso > suntuoso).
Se han mantenido las sibilantes (-s-, -ss- / j,x / c,ç): ç ante vocales anteriores y c ante e,
i.
En líneas generales, se ha optado por el mantenimiento de la alternancia h /∅. La
intervención sólo ha sido precisa al considerarla antietimológica (ultracorrecta) o hiática
(diacrítica), pero, en ningún caso, se ha restituido. Se ha mantenido también b / v como
indicio de confusión fonética. Así como la asimilación de vibrante simple del infinitivo ante
-l del pronombre enclítico (buscalle, començalle, dalle, pasallo).
Las abreviaturas se han desarrollado sin dejar constancia
La variación ortográfica de algunos nombres se ha resuelto a favor de la mayoritaria:
Celimo/Zelimo > Celimo; Silbio/Silvio>Silbio.
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Cristina Castillo Martínez, Antología de libros de pastores (2005)
Las ocasiones en las que ha sido preciso reconstruir letras o palabras, se ha señalado
entre [ ]. Cuando la reconstrucción no ha sido posible, se ha insertado el símbolo *, tantos
como letras faltasen.
Pemítaseme, como cierre de esta breve introducción, expresar mi más sincero
agradecimiento, en primer lugar a María Cruz García de Enterría, porque, ya hace unos
años, en la antigua «Sala de Raros» de la Biblioteca Nacional me mostró un libro de
pastores. Y comencé a tirar y tirar del hilo. En segundo lugar, a José Manuel Lucía, por la
oportunidad de darlos a conocer en este volumen. También a Tobías Branderberger,
Joaquín Rubio, Emma Herrán, Ema Nishida, Mª Ángeles Sanz, Julio Martín, Clark
Colahan... y otros muchos amigos que me han animado en el largo camino. Y, cómo no, a
Mª Ángeles Castillo por su pronta respuesta ante mis dudas y por sus siempre oportunos
comentarios y correcciones.
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