La modernidad revisitada, una oportunidad para la

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Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África
XIII Congreso Internacional de ALADAA
Otras modernidades: China e
India
“La modernidad revisitada, una oportunidad para la democracia”
Stella Maris De Filpo
Sobre el autor
Profesora en Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, UBA (en curso).
Proyecto de Tesis Doctoral: “Revolución del trabajo y teorías de la Justicia.
Articulaciones y redefiniciones en los nuevos mundos de la vida”.
Resumen
El estudio de los procesos culturales y sociales de las sociedades
periféricas/postcoloniales ha tenido en las últimas décadas el efecto de echar luz sobre la
noción de “lo moderno” más allá de su estrecho contenido eurocéntrico. Una renovada
discusión acerca de la esencia de la Modernidad, su relación con Occidente y sus nexos
de continuidad/discontinuidad con la tradición, permitió despejar supuestos en los que se
asentó la ortodoxia sobre el tema y, a su vez, proponer respuestas alternativas.
A partir de la concepción cultural de modernidad (Taylor, 1995), este trabajo tratará de
indagar sobre nuevos modos de formalización del concepto, sus relaciones con el
“campo religioso” (Bourdieu, 2009; Taylor, 2004) y el análisis no reificante de las
tradiciones como núcleos germinales de modernidades posibles (Nussbaum, 2009). En
el caso particular de la India, se atenderá a la revisión teórica que revaloriza su
humanismo y pluralismo ancestrales como claves de la construcción de una democracia
estable y transcultural.
Una vez desconstruida la noción de “Occidente civilizatorio”, nos preguntamos cuáles
son los elementos del mundo postcolonial que, sin caer en una idealización del
relativismo y la particularidad, pueden constituir un enriquecimiento para las modernas
democracias, universalistas y deliberativas.
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“La modernidad revisitada, una oportunidad para la democracia”1
Stella Maris De Filpo
1. Las dos comprensiones de la modernidad
El estudio de los complejos procesos culturales y sociales de las sociedades
periféricas/postcoloniales ha tenido en las últimas décadas el efecto de echar luz sobre la
noción de “lo moderno” más allá de su estrecho contenido eurocéntrico. Una renovada
discusión acerca de la esencia de la Modernidad, su relación con Occidente en términos de
universalidad-particularidad-singularidad, y sus nexos de continuidad/discontinuidad con la
tradición, permitió abrir un nuevo camino para despejar los supuestos en los que se asentó
la ortodoxia sobre el tema y, a su vez, proponer respuestas alternativas. Mientras las
décadas del ‘70 y el ’80 del siglo pasado estuvieron dominadas por las discusiones acerca
del fin de lo moderno y las desconstrucción postmoderna de sus fundamentos, las
postrimerías del siglo XX y los comienzos del XXI nos enfrentan al cambio de paradigma
para afrontar una crisis de hecho: la del pensamiento único, básicamente ilustrado y
progresista, acerca de la historia, sus etapas, sus metas y sus mecanismos. Dentro de este
panorama no es extraño que recobre especial fuerza la impronta contextualizadora del
pensamiento hermenéutico, entendido en sentido amplio como “un gesto filosófico de base”
que consiste en “la declaración de las condiciones a las que está sometida toda comprensión
humana bajo el régimen de la finitud” (Ricoeur, 1985). Como veremos, este gesto no
implica sólo una asunción epistemológica, sino y sobre todo, una nueva problematización
ética y política en la que se ponen en juego los límites del particularismo y las pretensiones
de universalidad para la vida en común.
Dentro de esta línea investigativa, la obra de Charles Taylor tratará de aclarar los
presupuestos histórico-culturales que conformaron el concepto mismo de Modernidad, sus
valores implícitos, su ideal moral y su abordaje filosófico y científico, al tiempo que hecha
una nueva luz sobre los modos en que se construyó la recepción y categorización de
1
Este trabajo se desarrolla dentro del marco del Proyecto de Investigación UBACyT “Otras modernidades,
otras democracias: diálogos con China e India”, Directora Dra. María Cristina Reigadas, Universidad de
Buenos Aires.
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sociedades y culturas temporal y espacialmente diferentes. Su tesis fundamental es que la
Modernidad no es una “operación” culturalmente neutra que produce transformaciones,
sino una cultura, es decir, una específica comprensión de la persona, de las relaciones
sociales, del bien y el mal, de las virtudes y los vicios (Taylor, 1995). Esta contraposición
entre “operación” y “cultura” le permite distinguir entre dos modos de comprender el
surgimiento de la modernidad, es decir, dos imágenes para representar “la manera en que
las sociedades se vuelven diferentes respecto de sus antepasados”: una comprensión
cultural y otra, más ampliamente difundida, comprensión acultural de la modernidad. En
esta diferencia conceptual radican para Taylor importantes consecuencias prácticas.
La comprensión acultural supone que la modernidad es una operación culturalmente
neutra que cualquier cultura puede y debe llevar a cabo, y que implica el abandono de su
estructura tradicional. Se la ha caracterizado fundamentalmente como el florecimiento de la
razón como conciencia científica, la secularización, la racionalidad instrumental, el
incremento de la movilidad social, la urbanización, la industrialización, hechos todos
entendidos como “verdaderos en sí mismos” al margen de la cultura que los asuma. Si bien
siempre es posible analizar por qué se produce en unas más fácilmente que en otras, y es
Occidente quien aparece especialmente dotado para este cambio, se considera que cualquier
cultura específica puede tomar este proceso como una contribución positiva y
universalizable de eficacia e individualismo. Pero junto a las visiones optimistas, también
encontramos posturas pesimistas y nostálgicas que comparten la misma comprensión
acultural. El catastrofismo de la pérdida del horizonte, de la dimensión heroica de la vida,
del camino, de los límites humanos, históricos o divinos, se expresa en las posiciones
conservadoras, tradicionalistas y antimodernas. Sea de modo nostálgico o progresista, la
transición se describe como pérdida de filiaciones y creencias. En un caso, se entiende
como la realización del único modo verdaderamente humano de ser, no uno posible entre
otros. En el otro caso, se la entiende como la pérdida de los valores verdaderos, no como la
proposición de una moralidad original. La comprensión acultural es devastadora para la
comprensión de la propia cultura y de las otras, porque impone (e impuso de hecho)
patrones uniformes en el encuentro con culturas no-occidentales, con exigencias de
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tecnología, ciencia e industrialización, secularización e individuación. Se espera que todos
los senderos converjan y perdemos de vista los verdaderos rasgos de la “modernidad”
integrados en su diferencia. Esta visión etnocéntrica incapacita para la tarea más importante
de las ciencias sociales: comprender la enorme gama de modernidades alternativas en
diferentes partes del mundo. Comprender que no hay “la Modernidad”, sino “múltiples
modernidades”.
La modernidad no es esa forma de vida hacia la cual convergen todas las culturas,
descartando todas las creencias ancestrales, sino un movimiento desde una constelación de
interpretaciones antecedentes hacia otra, que reposiciona al sí mismo en relación con los
otros y con el Bien. Éste es el núcleo de la comprensión cultural de la modernidad. La
modernidad occidental sería una cultura diferente de otras, incluido su propio pasado, con
una específica concepción de la persona, las relaciones sociales, el bien, las virtudes. Toda
modernidad, occidental o no, implica un ideal moral que se implementa buscando el
cambio a partir de los recursos de la propia tradición para enfrentarse a las nuevas prácticas,
“adaptaciones creativas” equivalentes, no idénticas, ante el cambio de condiciones
históricas.
2. El trasfondo de la secularización
La distinción entre comprensión cultural y acultural de la modernidad es cautivante
porque permite poner de manifiesto el fondo etnocéntrico del pensamiento canónico, en
cualquiera de sus vertientes ideológicas. Es este fondo canónico el que habla por boca de
Marx, en su artículo “Futuros resultados de la dominación británica en la India” del New
York Daily Tribune, de agosto de 1853:
“Inglaterra tiene que cumplir en la India una doble misión: destructora por un lado y
regeneradora por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases materiales
de la sociedad occidental en Asia.” (p. 48)
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Sin embargo, la mera idea de “adaptación creativa” de la comprensión cultural resulta
demasiado difusa. Toda situación novedosa ha producido cambios adaptativos, o ha
llevado a la disolución de un grupo como tal. Más allá de las enormes dificultades que el
pensamiento social tiene para hablar de subsistencia o desaparición de un grupo, parece
fundamental para la idea de modernidad la autoconciencia social sobre el cambio y su
necesidad/deseabilidad. En relación con la cuestión del cambio, Hobsbawn (1998) nos
diferencia entre los distintos sentidos del pasado y sus usos en el proceso de legitimación
de un cambio. De este modo, lo propio de la conciencia moderna, tanto si es progresista o
de intención restauradora, radicaría en la consideración de la radicalidad del cambio de la
situación, ya sean sus fuentes supuestamente endógenas o exógenas, y en la inminencia de
un cambio de prácticas. En este sentido entonces podemos decir que toda sociedad
postcolonial es necesariamente moderna, no porque se vea forzada o sea deseosa de
adoptar las normas del imperio, sino porque el nuevo espacio público requiere ser
explicado y gestionado en términos que están ya fuera del repertorio y el imaginario social
de los antepasados (Taylor, 1995). Pero esto a su vez pone recíprocamente de manifiesto el
papel central que ha jugado la condición colonialista en la construcción del imaginario
moderno en los colonizadores mismos (Barlow, 1997), quebrando el prejuicio acerca de
Occidente como sujeto de autodespliegue, o sociedad caracterizada por un germen de
autoevolución. Del mismo modo, permite dar mayor relevancia al estudio de las profundas
diferencias entre los países europeos mismos (Eisenstadt, 2002) y el aporte que las
soluciones desarrolladas en las periferias podrían brindar a los problemas de occidente y
del resto del mundo contemporáneo (Nussbaum, 2009).
En perspectiva comparativa, y sobre el concepto de Axial Age de Jaspers, se ha trabajado
sobre el papel de las religiones “axiales” en la construcción de la modernidad occidental y
de otras civilizaciones (Eisenstadt, 2003). Esto nos lleva entonces a la revisión de otro de
los puntos centrales del concepto canónico de modernidad, la secularización, en la medida
en que ella remite al modo de legitimación que el cambio requiere. La idea de
secularización se formula a partir de y en contraposición con lo sagrado, dentro de lo cual
su expresión paradigmática es lo religioso. Pero el “campo religioso” (Bourdieu, 2009) en
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tanto que mercado de bienes de salvación, no puede crear por sí mismo, sino que reproduce
de modo transfigurado las relaciones de fuerza entre grupos y clases, “... la subversión
simbólica del orden simbólico no puede afectar el orden político sino cuando acompaña una
subversión política de ese orden.” (Idem, p.82), transforma la teodicea en sociodicea e
inculca diversos tipos de habitus. El pleno cumplimiento de la revolución política requiere
de una revolución simbólica que por sí misma no puede garantizar: al encontrar el lenguaje
adecuado, el profeta contribuye a realizar la coincidencia de la revolución consigo misma,
“operando la revolución simbólica que requiere la revolución política” (Idem, p.89).
Bourdieu analiza el campo religioso en vista de la importancia que adquiere en su relación
de complementariedad con el poder político en términos de división del trabajo de
dominación. Esta afirmación nos permite echar una mirada distinta sobre el occidente
secular. ¿Cuáles serán las raíces religiosas de legitimación que han permitido la
autodefinición occidental de “sociedad secularizada”?
Charles Taylor (2004) las encuentra en la tendencia de la religiosidad occidental a
enfatizar la interioridad y el sentimiento por encima del ritual colectivo, lo cual encaja
cómodamente, y podría decirse que moldea, la concepción de desacralización o
secularización moderna. De este modo, la modernidad secular no implica abandono de la
religiosidad, al punto de que:
“...dentro de la historia de la Francia católica, se ha estimado que la práctica religiosa, medida
por el número de bautizos y comuniones pascuales, alcanzó su punto máximo alrededor de 1870.
Esta fecha es bastante posterior al anticlericalismo de la Revolución y sus intentos de
descristianización, así como al establecimiento de una clara tendencia al escepticismo religioso
entre las clases educadas.” (p.22)
Con este dato, se despeja cómo la supuesta caída de la religiosidad y la secularización
moderna occidental responden en realidad a las líneas preponderantes que asumió el
cristianismo latino: considerar que la verdadera experiencia religiosa es tan individual e
íntima que lleva inevitablemente a desligarnos de la “religión” entendida como ritual
colectivo, enseñanza tradicional, institución eclesial. Este énfasis en el compromiso
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religioso íntimo constituye el núcleo de una “ética de la creencia” ampliamente compartido
por múltiples morales seculares que han ocupado el lugar de la religión. Podríamos decir
entonces que la idea de secularización que constituye la definición canónica de sociedad
moderna, y de democracia occidental, se funda en el modo predominante de religiosidad
cristiana que, a partir de su propio desarrollo, ha olvidado su raíz. Por esta razón, en su
polémica con el liberalismo rawlsiano, Taylor concluye que:
“...el liberalismo occidental no es tanto una expresión de la visión secular y posreligiosa que se
popularizó entre los intelectuales liberales, cuanto un retoño más orgánico del cristianismo, al
menos como se lo contempla desde la distinta posición del Islam.” (Taylor, 1993, p. 92)
Desde esta perspectiva entonces la sociedad secular puede redefinirse como una
sociedad con exclusivismo religioso que invisibilizando las fuentes religiosas de sus
significaciones y sus habitus. Y es este mismo olvido el que la vuelve propensa al
imperialismo de su autocomprensión acultural. Sin embargo, el desafío de las sociedades
modernas, occidentales o no, consiste cada vez más en la articulación de grupos que
postulan distintos modos de concebir la vida buena. Y en la medida en que la adscripción
religiosa es una fuerte proveedora de sentidos de “vida buena”, la democracia se presenta
no ya como un ámbito desacralizado, y por esto homogéneo, de la vida social, sino como la
tarea compleja e infinita de resolver la tensión entre derechos humanos, derechos de grupos
y respeto de las particularidades religiosas o secularizadas.
3. La modernidad formalizada
Este proceso de revisión nos permite avanzar en la caracterización de un concepto no
sustantivo de modernidad, y acceder entonces a sus aspectos verdaderamente universales
de un modo formalizado, compatible con la noción de modernidades múltiples, diversas,
heterogéneas. El formalismo del concepto puede pensarse como la clave para desmontar la
dicotomía moderno/tradicional y para superar la reificación que constituyó el prejuicio del
“orientalismo” (Said, 1990) en sus aspectos teóricos y políticos. Sólo así se haría posible un
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análisis no reificante de las tradiciones en tanto que núcleos germinales de modernidades
posibles (Nussbaum, 2009).
La dicotomía modernidad/tradición tiene su expresión más acabada e influyente en una
de las lecturas posibles de la sociología de la religión de Max Weber. En distintos trabajos
sobre el tema, Weber une las dos comprensiones sobre la modernidad, cultural y acultural.
Sin embargo, esta dualidad de comprensiones no deriva necesariamente en un concepto
formalizado de sociedad moderna, sino en uno sustantivo: el “espíritu del capitalismo”. Por
un lado, lo moderno es tratado como una operación acultural de racionalización,
secularización, urbanización e individualismo. Por el otro, esta operación se asienta y
prospera en el núcleo cultural la sociedad europea, legitimada en la ética económica del
ascetismo activo intramundano de las sectas protestantes. Esta característica cultural es el
punto fundamental de su diferencia y su distancia respecto del oriente, en especial de las
formas místicas de contenido orgiástico, erótico y extravagante de su religiosidad. La
calidad higiénico-ascética que el trabajo adquiere en occidente, y que lo pone en el camino
de la racionalización de la vida cotidiana, faltaría totalmente en la tradición oriental,
especialmente en la de influencia hindú:
“El mundo de los místicos occidentales es una ‘obra’, es ‘creado’ y no simplemente dado, ni
siquiera en sus ordenamientos, por toda la eternidad, como ocurre entre los asiáticos...” (Weber,
1964, p. 436)
La imposibilidad de racionalización de la vida cotidiana no deriva de una incapacidad
“natural” de los sujetos, sino que se debe a una forma espiritual carente de “instinto
adquisitivo”. A pesar de sus enormes desarrollos racionales en las matemáticas, las ciencias
y el comercio, de la perfección evidenciada en sus artesanías, de su ancestral
mercantilismo, del temprano desarrollo de aldeas y ciudades, de la existencia de guildas, de
la división del trabajo en el servicio señorial, oriente en general y el hinduismo en particular
no logró sin embargo un capitalismo incipiente ni una disciplina industrial. Si bien la
religión fue de algún modo también un factor de resistencia al capitalismo en occidente,
Weber sostiene la teodicea India lo hizo totalmente imposible porque es la más racional,
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coherente y éticamente determinante jamás producida en toda la historia. Su economía de
salvación, para fundamentar tanto el merecimiento de la felicidad cuanto la discrepancia
entre mérito y destino, se asienta en la existencia del alma y sus dos principios,
transmigración (samsara) y compensación (karma), lo cual deriva en el sistema de castas.
En tanto la posición de casta se interpreta como consecuencia de una vida anterior,
entonces la accidentalidad de la posición social, propia de una sociedad de clases, resulta
totalmente ajena a este pensamiento. Por eso:
“However, in spite of the adaptability of some of the castes we have no indication that by
themselves they could have created the rational enterprise of modern capitalism.” (Weber, 1960,
p. 113)
La corrección ritual, aun de las castas impuras, promete la certeza de reencarnación en
una casta superior, pero no permite pensar en la posibilidad de un ascenso dentro de la vida
presente. Esto hace que las castas impuras rehúyan el contacto infecto con otras castas tanto
como las altas, con la consecuente fragmentación que haría imposible la práctica asociativa
y las huelgas de los trabajadores. Sólo las herejías, como el Jainismo y el Budismo en su
nacimiento, posibilitaron el florecimiento de un germen de “revolución burguesa”. Cuando
las guildas discuten al rey Vellala Sena (1100 d.C.) un préstamo para la guerra, cuestionan
también su dharma: no conducir la guerra, sino velar por el bienestar de los súbditos. Esta
revolución es entonces abortada por la ortodoxia brahmánica. Finalmente, Weber concluye
su análisis de la sociedad india diciendo:
“This is an appearance which is necessarily foreign to the basic Indian character here portrayed.
It grows only on the basis of a unified bourgeois class in connection with a national literature
base and above all a press. In general, it establishes a sort of unified (external) life conduct.
Historical Hinduism is in precise opposition to all this.” (Idem, p. 328)
Este pronóstico coincide, a pesar de sus diferencias explicativas, con el del propio Marx
(1970) cuando enumera las condiciones “impuestas por la espada británica”: la unidad
política, el ejército, la prensa libre “dirigida fundamentalmente por una descendencia
cruzada de hindúes y europeos”, los indígenas educados por los ingleses en Calcuta que
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“constituyen el origen de una nueva clase con los requisitos necesarios para gobernar el
país, e imbuidos de ciencia europea. “Y entonces, ese país en un tiempo fabuloso habrá
quedado realmente incorporado al mundo occidental.” (pp. 48-49)
En la literatura posterior sobre la India, esta comprensión acultural tuvo una influencia
predominante en el XX, y trabajó sobre el supuesto de que los cambios, fruto de la
influencia colonial, fueron una reacción adaptativa y traumática frente al contexto de
modernización. La estratificación, el liderazgo, la ley en relación con la industrialización,
urbanización y alfabetización variaron como “necesidad de la condición humana” y a pesar
de, o desintegrando a fuerza de empuje civilizatorio, la carga tradicionalista de su sociedad
(Rudolph y Rudolph, 1967).
Sin embargo, cada vez más fuertemente las producciones de comprensión cultural han
tomado el lugar más destacado. Trabajan sobre la idea formalizada de “múltiples
modernidades” que han tenido lugar de acuerdo a sus diferentes marcos intelectuales e
institucionales (Eisenstadt, 2002). Plantean que la tradición india es flexible en sí misma,
intrínsecamente afín a los procesos de diversidad y heterogeneidad propuestos por las
perspectivas transnacionales y transculturales. El enfoque de “modernidades alternativas”
supone desistir de la idea de “fin de la modernidad” y conduce a la posibilidad de
reconciliación entre diversidad y cosmopolitismo (Gaonkar, 2001). Incluso el tema de las
castas es reconsiderado poniendo en cuestión la visión sociológica convencional que las
encapsula en la narrativa “nación-modernización-desarrollo” haciéndolas responsables del
atraso indio. Un trabajo etnográfico de las prácticas literarias, orales y espirituales del
grupo Mahars de “ex-intocables”, aborda la comprensión del sistema de castas como
conjunto de formas de vida en constante flujo, ensamblaje de una variedad multicolor de
prácticas seculares y no-seculares aún presentes en la vida cotidiana (Ganguly, 2005). La
construcción de la modernidad colonial y postcolonial ha adquirido formas totalmente
singulares en cada una de las naciones asiáticas (Barlw, 1997). Por eso se explora la noción
de “modernidades regionales” contra el concepto de “modernidad global” y contra la
simplificación binaria colonial-postcolonial, incorporación-resistencia. Así, las cuestiones
de género, casta, clase, etnicidad, identidad política son analizadas en interacción con el
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poder del estado, las unidades sub y supranacionales y el contexto político-social de su
emergencia (Sivaramakrishnan y Agrawal, 2003).
4. Formalización y democracia
Quitar el contenido sustantivo que identificó modernidad con desarrollo capitalista en la
dicotomía moderno/tradicional, lleva a buscar el concepto formal de lo moderno en una
dimensión diferente. Si retomamos la idea de comprensión cultural en términos de ideal
moral, podríamos tentativamente acordar en que la modernidad no es esa forma de vida
hacia la cual convergen todas las culturas, descartando todas las creencias ancestrales, sino
un movimiento desde una constelación de interpretaciones antecedentes hacia otra, que
reposiciona al sí mismo en relación con los otros y con el Bien (Taylor, 1995). El
significante más valorizado para ocupar el lugar de este ideal moral ha sido, en los últimos
siglos, el de democracia. Sin embargo, también su construcción canónica de estilo
occidental está fuertemente sospechada de eurocentrismo desde fuera y desde dentro mismo
de occidente. Sin entrar en el detalle de las actuales polémicas, podemos apuntar que la
tensión entre igualdad y diversidad ocupa el foco primordial de la discusión de la teoría
política actual. De allí el renovado interés por la tolerancia, de modo que exceda la matriz
individualista de su tradición liberal o el dogmatismo de cualquier tipo, sea tradicionalista o
secular. En una reactualización de la cuestión, Michael Walzer afirma:
“Escribo con una gran consideración hacia la diferencia, aunque no a favor de ella en todos los
casos. En la vida social, política y cultural prefiero lo múltiple a lo único. Al mismo tiempo
reconozco que cada régimen de tolerancia debe ser en cierta medida específico y único, capaz
de provocar la lealtad de sus miembros.” (Walzer, 1998, p. 14)
En tanto que actitud y que práctica, el modo del tolerar supone una diversidad de
regímenes en relación con la diversidad de comunidades políticas y sus diversos
repertorios o consensos de legitimación. Más allá de que esta postura nos ponga ante serios
problemas acerca del alcance de los derechos universales y de los criterios cosmopolitas de
justicia, zanja la cuestión de la valoración de tradiciones diversas en cuanto a su
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posibilidad de gestión de la diferencia. Desde esta óptica, es otra la lectura que podría
hacerse de la sociología weberiana de la religión, aunque los puntos a destacar no aparecen
en la intención original del propio Weber como elementos de de peso en la consideración
de lo moderno. Así, el espíritu del Hinduismo, tan reactivo para el desarrollo del
capitalismo moderno, es subsidiariamente descrito como extremadamente abierto y
adogmático, al punto que:
“Broader religious tolerance than this in a single religion is hardly conceivable. In truth, it may
be concluded that Hinduism is simply not a ‘religion’ in our sense of the word.” (Weber, 1960,
p. 23)
De este carácter deriva, según Weber, la libertad de opinión, la tolerancia en temas de
doctrina y la normal aceptación de cismas y sectas, con prácticas y ritos enormemente
diversos. Asimismo, el principio de ahimsa (no violencia y respeto por la vida), el
vegetarianismo y el pacifismo fueron ampliamente adoptados y el Mahabharatha [la gran
épica nacional retomada recientemente con especial fuerza y televisada con un enorme
éxito de audiencia] podría considerarse, en términos del autor, un verdadero paradigma de
ética interconfesional. La restauración del Hinduismo, producida como respuesta al
surgimiento del Budismo y el Jainismo, da una importancia nueva a los dioses Vishnu y
Shiva. Con ello se incorporan numerosas diosas junto a la trinidad masculina originaria, y
se forman sectas devotas de deidades femeninas de fertilidad (Sakta), prácticas orgiásticas
y diversos modos de sublimación crypto erótica. Shivaísmo y Vishnuísmo llegan a
producir interesantes fenómenos. Por una parte, escisión en el orden de castas
(castelessness) por el casamiento intercastas, como en la herejía Shivaísta de Basava (XII),
y en algunos casos la prédica de la igualdad entre los hombres y entre los géneros. Por otra
parte, el desarrollo vishnuista da origen a una devoción apasionada e interior y un nuevo
modo de piedad en la religión de Avatares, como en los cultos de Krishna y Rama. Se
llega a plantear la inmortalidad personal negando el Nirvana brahmánico, y el acceso de las
castas inferiores al estatus de gurú. Entre los siglos XII-XIV, la secta de Madhava postula
la santidad en la vida presente y la dispensa de gracia por parte de dios por la conducta
correcta, en un sentido muy semejante a la ética de la interioridad occidental. Sin embargo,
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esta verdadera revolución simbólica de gran alcance sólo es evaluada por Weber como
“racional en los métodos, pero irracional en las metas”, en relación con su imposibilidad de
producir espíritu capitalista:
“It is quite evident that no community dominated by inner powers of this sort could out of its
substance arrive at the ‘spirit of capitalism’.” (Idem, p. 325)
De este modo, la comprensión acultural weberiana ocluyó la recepción de lo que pudo
considerarse un Humanismo oriental pre Quattrocento. En su lugar, estableció la
convicción de que toda democratización del oriente sólo podría llegar por la vía de la
occidentalización. En fuerte continuidad con esta línea, se trabajó la idea de
occidentalización colonial y “anglización” de la Ley India (Rudolph y Rudolph, 1967) o de
construcción de las identidades y la nación moderna India en estrecha dependencia con la
experiencia colonial, la retórica liberal y la tecnología (Robb, 2007). En otros casos se
marcó el cariz fundamentalmente hindú del nacionalismo de Nehru como la búsqueda de
una cultura nacional homogénea que marginó a las minorías (Nigam, 2006). La tradición es
vista como factor de fricciones religiosas, de casta y regionales por un mal manejo de la
compulsión a la modernización (Hasan, 2000). En otros casos, se analiza a la India una
democracia “accidentada” e “irregular”, con tensiones y disparidades propias de gente
“que, llegando tarde al mundo moderno, conoció la ideología democrática sólo como otra
desilusión” (Mishra, 2006).
Otras posiciones, sin embargo, en ruptura con la visión eurodependiente, retoman la
comprensión cultural en términos de construcción democrática autóctona. Algunos
destacan los factores y procesos que permitieron a la India moderna el mantenimiento de su
unidad y de su democracia a pesar de la pobreza y la heterogeneidad, haciéndola por eso
digna de admiración (Guha, 2007). Dentro de esta línea se marca que la India desafía el
supuesto teórico de que bajos niveles de desarrollo económico con altos niveles de
diversidad social son obstáculos insalvables para el mantenimiento de un gobierno
democrático. Más inclusión y participación electoral, más empoderamiento de la sociedad
civil son logros de la democracia india (Ganguly, Diamond y Plattner, 2007). Sudipta
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Kaviraj (en Eisenstadt, 2002)
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analiza la originalidad de la modernidad india como
consecuencia de su lucha contra una compañía comercial con funciones “estatales”: la East
India Company. Esta particularidad de las contradicciones sociales sería causa de un
conflicto construido, no sobre bases clasistas, sino sobre identidades religiosas y diversidad
cultural y lingüística. Para esta visión, en la India las religiones no impidieron la renovación
del imaginario social, sino que impulsaron la racionalización del hinduismo en su discusión
con el protestantismo, los cambios en la concepción de las castas por el reformismo hindú,
un nacionalismo complejo y regionalista no monolítico; una construcción de la democracia
más basada en la igualdad de grupos que en la de individuos. Por último, considera que el
ascenso democrático de grupos que no fueron educados en occidente (al estilo de las viejas
elites coloniales) dará a la democracia india un potencial innovador no determinado por la
ideología europea. Hay también una fuerte reivindicación de los fundamentos humanistas
presentes en la vida cotidiana de la India. (Chakrabarty, 2002). La Ley Hindú es valorizada
como esencialmente flexible, presente en el sistema
democrático en el modo de ley
personal, junto a la islámica, la cristiana y la parsi (Menski, 2003). El contexto
sociopolítico está entonces en continua relación con la identidad religiosa, los cambios en
los roles femeninos en la cultura indoislámica, la relectura moderna de los libros sagrados
y su aporte político (Beckerlegge, 2008). Esta revisión teórica coincide en revalorizar el
humanismo y pluralismo ancestrales de la India como claves de la construcción de una
democracia estable y transcultural.
En este sentido, Nusbaum (2009) recupera los valores que la tradición india puede aportar a
la democracia universal y analiza el “caso indio” a partir de dos tesis fundamentales:
Tesis 1: el verdadero “choque” no es el producido entre civilizaciones, sino que tiene
lugar en todas las naciones modernas entre pluralismo vs. protección de la homogeneidad
religiosa o étnica; y en el interior de cada individuo entre respeto por el otro vs. impulso por
dominar y ultrajar.
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Tesis 2: lejos de ser un obstáculo, la religión tiene mucho que ofrecer a la cultura pública
de una democracia pluralista tal como lo ha demostrado el “rostro liberal de la religión” en
Martin Luther King y Gandhi.
Las conclusiones generales del trabajo tratan de mostrar:
a. Que la mayor fortaleza de la democracia moderna india se apoya, no en su
occidentalización, sino en valores tradicionales marcadamente presentes en el
hinduismo: el amor por la conversación, el amor por la humanidad sin
diferencias, la pluralidad ancestral de su sociedad, el compromiso compasivo, la
comprensión empática del sufrimiento, el sentido hindú de expiación
(prayasaschit) que mueve a la acción, la sensualidad no agresiva y lúdica de la
masculinidad, el sexo como parte de la vida humana y la ciencia amatoria como
una de las tres áreas del saber (trivarga): kama (placer sexual), dharma (derecho,
moralidad) y artha (economía política).
b. Que el extremismo de la derecha hindú se ha nutrido desde sus orígenes políticos
de las ideologías fascistas europeas, no de su propia tradición.
c. Que la amenaza a la democracia india no procede de los grupos musulmanes sino
de de la concepción romántica del nacionalismo europeo basado en lazos de
sangre, tierra, pureza y Volkgeist.
d. Que esta derecha construyó la visión histórica de las invasiones musulmanas de la
Edad Media como “simulacro” de la historia europea sumada a la humillación de
la experiencia colonial inglesa, dándole un sentido violento y excluyente a la
herencia hindú de pluralismo, tolerancia y paz.
e. Que se ha producido un uso restrictivo y sectario de la tradición religiosa. La
violencia religiosa no está directamente relacionada con la religiosidad. Hay una
religiosidad humanista y pluralista frente a otra étnica y cultural que ha
reemplazado a la devoción religiosa.
f. Que lo que vemos en la India es sólo el reflejo de lo que acontece en todo el
mundo moderno: la lucha entre dos nociones de patriotismo, de nación y de
masculinidad.
Sobre la base de criterios políticos, económicos y de política social, se revalora hoy el
crecimiento lento de la India con continuidad del orden democrático y del pluralismo social
(Friedman y Gilley, 2005). La clave de la “reinvención” de la India pasaría también el
fuerte empoderamiento de su sociedad civil y las políticas de subalternidad (Corbridge,
2000). Se propone una lectura de la India como “comunidad de comunidades”, destacando
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el lugar de la estructura no unificada de la conciencia musulmana, el rol de los campesinos
como actores colectivos en la India postcolonial, la discusión sobre la justicia de género y
la representación femenina en los debates sobre el código civil (Mehta y Pantham, 2006).
Dada la importancia del actual desarrollo de la tecnología informacional en India, varios
estudios analizan el lugar que los profesionales del software han tenido en la construcción
de la identidad de clase media y sus hábitos de consumo, desde el turismo al mercado de
arte y los culebrones (Jaffrelot y Van der Veer, 2008; Das, 2006). El lugar clave que los
medios y la cultura han adquirido en la vida pública moderna india es destacado por el
creciente interés académico por el cine popular de Bollywood (Sircar, 2010) y por diversos
análisis de la canibalización entre lo nacional, lo mediático y lo folklórico en la búsqueda
de “autenticidad” de los escritores postcoloniales, incluidos los de la “diáspora”
(Breckenridge, 1995; Bhattacharya, 2008). En relación a la política de la derecha hindú, se
ha trabajado la significativa recuperación de Gandhari en las historietas infantiles, la
iconografía guerrera construida alrededor de Rama y difundida en miniseries televisivas, el
lugar de los media en la movilización comunalista Hindutva y su visión hostil de lo
musulmán, todo lo cual alienta una idea sectaria de unidad opuesta al pluralismo ancestral
(Ludden, 1996; Bhattacharya, 2008; Nusbaum, 2009).
Toda esta producción ha permitido ampliar enormemente el horizonte epistemológico,
pero no debe olvidarse que tiene sus raíces en una lucha política por el reconocimiento. Por
eso debe redundar también, y sobre todo, en un modo más justo de nuestro vivir juntos. La
caída del consenso acerca de la misión civilizatoria de Occidente implica la pérdida de una
confianza ingenua en el universalismo simplista. Sin embargo, esta pérdida nos pone frente
a un nuevo peligro: la idealización, también ingenua, del relativismo, la particularidad, la
dispersión y el regodeo idiosincrásico. El desafío de una Ciencia Social renovada en
términos postcoloniales implica preguntarnos cuáles son los aportes de nuestras tradiciones
críticamente recuperadas que pueden construir un mundo democrático y equitativo, cada
vez más plural, más complejo y más cosmopolita. Y realizarlo.
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