La vicepresidencia como problema

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La vicepresidencia como problema
Por José Natanson Le Monde Edición Nro 182 - Agosto de 2014
La vicepresidencia trae una falla de diseño a la que se sobreimprime, en el caso argentino, el procesamiento de Boudou. Ahora
bien, ¿cuál es el nivel de culpabilidad a partir del cual el vice debería dar un paso al costado?
“Mi país, con toda su sabiduría, me ha asignado el más insignificante lugar tramado por el hombre o creado por su
imaginación.”
John Adams,
primer vicepresidente de Estados Unidos
“Los dos hermanos se criaron juntos. Cuando crecieron, uno se internó como misionero en las profundidades de la sabana
africana; el otro se convirtió en vicepresidente de Estados Unidos: nunca se supo nada de ninguno de los dos.”
Humor popular norteamericano
La vicepresidencia trae una falla de diseño, más allá de quien la ocupe. Con la misma legitimidad de origen que el presidente
(salvo en los contados casos en los que es designado por el jefe de Estado, como ocurre en la siempre innovadora Venezuela), el
vicepresidente ocupa formalmente el segundo escalafón del gobierno y sin embargo carece de resortes de poder real. Preside el
Senado pero no puede hablar ni votar, salvo en caso de empate, y está totalmente desprovisto de funciones ejecutivas, a no ser
que el presidente muera o sea desplazado. Como un zombi institucionalmente muerto pero que aún camina, espera que algo o
alguien lo rescate del limbo en el que pasa sus días grises. “Es una especie de sombra que pisa los talones del presidente y que
apuesta, consciente o inconscientemente, a su desgracia. Para el vicepresidente su lugar es el de la máxima paradoja: de no ser
nada puede convertirse en todo, si esa desgracia finalmente ocurre”, describe Mario Serrafero (1).
Un poco de historia
¿Cómo se elige un vicepresidente? El caso argentino es ilustrativo. En los comienzos de la organización nacional, cuando lo que
hoy llamamos Argentina era una tensa confederación de provincias tutelada por Buenos Aires, las fórmulas se decidían de
acuerdo a delicados principios de equilibrio territorial, un balance entre interior y puerto verificado en los casos de Bartolomé
Mitre (Buenos Aires) y Marcos Paz (Tucumán), Miguel Juárez Celman (Córdoba) y Carlos Pellegrini (Buenos Aires), Manuel
Quintana (Buenos Aires) y José Figueroa Alcorta (Córdoba), entre muchos otros.
Con el paso de los años y la consolidación nacional, el conflicto político fue abandonando su carácter territorial para ubicarse
cada vez más en términos ideológicos. La recuperación de la democracia en 1983 terminó de cerrar un círculo en el que los
partidos, eurocéntricamente entusiasmados con la transición española y el todavía exitoso modelo de convivencia italiano,
comenzaron a funcionar, por primera vez en la historia, como los grandes organizadores de la vida cívica. En este contexto
novedoso, el vice pasó a ser elegido según criterios de equilibrio intra-partidario: fue así como el radicalismo integró a un
progresista (Raúl Alfonsín) con un conservador (Víctor Martínez) y el peronismo a un moderado (Ítalo Luder) con un prerenovador (Deolindo Bittel). En las elecciones siguientes, Eduardo Angeloz, máximo referente del radicalismo antialfonsinista,
se candidateó junto al alfonsinista Juan Manuel Casella, mientras que Carlos Menem eligió a Eduardo Duhalde, porque era
bonaerense pero también porque era un intendente sobrio que le permitía equilibrar el apoyo de los sectores más ortodoxos en
la interna contra Antonio Cafiero.
Pero la política no es una foto congelada sino el argumento de una película siempre incompleta, que muy pronto desviaría la
atención de las provincias y los partidos a la gran arena del conflicto contemporáneo, el altar en el que se levantan y sacrifican
las candidaturas y donde realmente se definen las cosas: los medios, cuya capacidad para someter a su voluntad incluso a los
dirigentes más acartonados no deja de asombrar, tal como demuestra el fascinante caso de Intratables, un programa que todos
los días y en horario central se ocupa de los grandes temas de la actualidad política con la presencia de representantes de todos
los partidos bajo la sola condición de que todo sea breve, veloz y estridente: con un rating que duplica a los clásicos bodrios del
cable, Intratables confirma que la política puede interesar, que mide, siempre y cuando se ajuste a la ley inexorable de su
palabra mágica: el formato.
Pero no nos desviemos. Lo que quiero plantear aquí es que, superado el auge de los partidos, la videopolítica empezó a
condicionar la elección del vice a un juego de refuerzo de imágenes. Menem eligió a Carlos Ruckauf no porque representara a
una línea interna o porque fuera porteño, sino porque era el ministro más popular de su gabinete. Chacho Álvarez integró la
fórmula de la Alianza porque el lugar estaba reservado para alguien del Frepaso pero también porque era el único dirigente de
ese partido capaz de complementar la personalidad gris y conservadora de Fernando de la Rúa con su perfil descontracturado y
pos-peronista. Néstor Kirchner optó por Daniel Scioli no porque fuera porteño ni el líder de una corriente interna determinada
sino porque contaba con un alto nivel de conocimiento y proyectaba una imagen, digamos, optimista y positiva. Y aunque es
cierto que Cristina se presentó junto a Julio Cobos como parte de una alianza con un sector de la UCR, esto no significa que la
procedencia del hombre haya sido importante –daba lo mismo si era mendocino o salteño– ni que hubiera sido el referente
indiscutido del radicalismo kirchnerista. Más bien Cobos fue elegido por su condición de no pejotista y por sus antecedentes
personales de gobernador exitoso.
Conflictos
Sea por su procedencia territorial, por su rol partidario o por su imagen, el criterio de selección del vice pasa por la
complementariedad, por su predicamento en ciertos grupos sociales (los progresistas de Chacho, los moderados de Scioli, los
radicales de Cobos) considerados ajenos al candidato principal. No hace falta tener un doctorado en ciencia política para intuir
que esto implica una diferencia con el presidente y, casi inevitablemente, un conflicto: señalemos, entre miles de ejemplos
posibles, el caso extremo de Paraguay, donde Luis María Argaña, enfrentado al presidente Raúl Cubas Grau, fue asesinado a
balazos por un sicario y donde quince años después otro vicepresidente, Federico Franco, lideró la conspiración que terminó con
el golpe institucional contra Fernando Lugo. Menos dramáticamente, la tendencia se verifica también en Argentina: Duhalde
encabezó la resistencia interna a la re-reelección de Menem y luego Ruckauf dejó el menemismo para pasarse a las filas de...
Duhalde. En el siguiente período, Chacho Álvarez renunció con críticas a De la Rúa y luego Cobos votó contra su propio gobierno
en la disputa por la 125.
Todo esto, claro, hasta Amado Boudou. Con la elección de un alpinista totalmente desprovisto de base territorial, con una
carrera funcionarial construida a la sombra del kirchnerismo y sin una llegada especialmente significativa a un sector social
determinado, Cristina se aseguraba un vicepresidente ambicioso, con buena imagen pública (en ese momento) pero sobre todo
confiable. El problema es que un dirigente leal es la mayoría de las veces también un dirigente débil, porque la política, que no es
un concurso de belleza sino una lucha descarnada por el poder, funciona aquí como una ecuación de suma cero: más peso propio
implica siempre menos lealtad, a menos que ambos extremos de la fórmula estén unidos por un lazo extra-político, de entre los
cuales el más usual es el matrimonio.
Mi tesis, siguiendo a Serrafero, es institucional: la idea de que el vice funciona como continuidad automática en caso de muerte,
juicio político o enfermedad del presidente, que era el plan original de los constitucionalistas norteamericanos que le dieron
forma a la vicepresidencia moderna, rara vez se comprueba en la práctica, sea porque el vice es diferente (¡de hecho fue elegido
por eso!) o porque carece del espesor político suficiente. Atentos a este problema, los presidentes estadounidenses ensayan
esquemas de cooperación que implican más y más funciones para sus ex compañeros de fórmula: así, los vices comenzaron a
representar al país en el exterior (el primero en hacerlo fue John Garner a pedido de Roosevelt), participan del Consejo de
Seguridad Nacional y actúan como consejeros informales del jefe de Estado, con el ultraconservador Dick Cheney como el
ejemplo más notable (2). La idea parece funcionar, a tal punto que 13 de los 40 presidentes norteamericanos pasaron antes por
la vicepresidencia.
Procesado
La deformidad institucional inherente a la vicepresidencia se sobreimprime, en la Argentina actual, al procesamiento de Boudou
por los delitos de incumplimiento de los deberes de funcionario público y cohecho pasivo, lo que agrega complejidad y
dramatismo a un cuadro delicado. Al margen de la responsabilidad puntual del vicepresidente, que para el juez ha sido
medianamente probada, la pregunta pertinente desde el punto de vista político quizás sea la siguiente: ¿cuál es el nivel de
culpabilidad –judicialmente comprobada– a partir del cual el funcionario debería ser obligado a dar un paso al costado?
Al no existir una regulación legal, no es posible formular una respuesta inequívoca, aunque se podría argumentar que sería
lógico distinguir, dentro del grupo de funcionarios que están o estuvieron procesados, entre los designados (Guillermo Moreno,
Federico Sturzenegger) de aquellos que han sido elegidos democráticamente y que por lo tanto cuentan con legitimidad popular
(Boudou, Macri). Por otra parte, también parece sensato diferenciar entre procesamientos o fallos de primera instancia y
condenas firmes, aunque aquí aparece el problema de la habitual pereza de la justicia para avanzar sobre los funcionarios en el
ejercicio de su cargo. ¿Dónde, entonces, trazar la línea? En Brasil, la ley de “ficha limpia”, sancionada en junio de 2010, prohibió
las candidaturas de aquellos dirigentes condenados por un tribunal de segunda instancia colegiado. En Chile, la legislación
impone a los funcionarios un “fideicomiso ciego” que transfiere a un tercero la administración de su patrimonio mientras
permanezcan en el cargo. A veces no hace falta viajar a Suiza para encontrar las respuestas.
1. El poder y su sombra. Los vicepresidentes, Editorial Universidad de Belgrano, Buenos Aires, 1999.
2. Mario Serrafero, “Hacia una nueva vicepresidencia. Reflexiones desde el caso norteamericano”, Revista de Derecho Político,
2013.
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