GARANTÍAS DEL CONTRIBUYENTE EN JAQUE Dr. Adrián Torrealba Navas Ha prevalecido en el ambiente nacional la tesis de que antes de reformar las leyes de los impuestos principales hay que cobrar bien los existentes. La caída del Proyecto de Ley de Solidaridad Tributaria y la entrada en vigencia, en cambio, de las Leyes de Transparencia y de Fortalecimiento de la Gestión Tributaria (LFGT) lo reflejan. Mi punto de vista sobre esto es distinto, creo que había que hacer las dos cosas, pues hay interrelaciones entre las características de los impuestos actuales y cómo se cobran. Pero este no es el tema que quiero abordar aquí. Me enfoco más bien en la idea del “buen cobro” de los impuestos y en las vías escogidas por el legislador para implementarlo. Es cierto que para recaudar bien, la Administración requiere potestades adecuadas. Pero también lo es que la recaudación en un Estado de Derecho moderno no puede ser lo que era en el Imperio Romano con sus publicanos. Por ello, debe existir un equilibrio entre potestades administrativas y derechos y garantías del contribuyente, pues una recaudación que se sale de los moldes legales y constitucionales se convierte en pura confiscación del patrimonio. A este respecto, la LFGT es paradójica. Si uno mirara un índice de ésta, diría que es un modelo: tras reformar diversas normas del Código con la idea de fortalecer potestades, incluye un flamante nuevo Título denominado “Derechos y Garantías del Contribuyente”. Mejor, imposible. Pero, y he ahí la paradoja, a poco que se analice las implicaciones de ciertas reformas claves, podemos afirmar sin mucha duda que nunca antes los derechos y garantías del contribuyente se han encontrado tan amenazados como ahora con la entrada en vigencia de la LFGT. Cualquier elenco de derechos y garantías tiene un objetivo central: que las cargas impositivas que soporte un ciudadano sean las que resulten de la ley y de la Constitución Política, ni menos ni más, y no las que los funcionarios administrativos determinen por puro furor recaudatorio. Para ello, la Administración debe regirse por un principio de imparcialidad administrativa que garantice una interpretación correcta de las normas, lo cual debe ser controlado por entes revisores como el Tribunal Fiscal Administrativo o los mismos Tribunales de Justicia. En la práctica, no obstante, es preciso reconocer que los niveles de imparcialidad no son los mismos en cada nivel: el auditor que pretende cumplir con sus estadísticas probablemente tenga menos incentivo a la imparcialidad que las Direcciones centrales encargadas de la correcta y uniforme interpretación de las normas. Antes de la LFGT, un contribuyente que considerara que los auditores estaban incurriendo en una interpretación arbitraria respecto de un período fiscal anterior objeto de fiscalización, tenía la posibilidad de consultar al Director General sobre el tema para orientar su declaración del siguiente período fiscal no concluido, y así lograr dos cosas: seguridad hacia adelante; un control de calidad de la interpretación que lo estaba afectando respecto de un período anterior. La LFGT elimina esta posibilidad. El proyecto original de la LFGT contenía una disposición que matizaba esta pérdida de garantía, al permitirle al contribuyente solicitar un criterio institucional a la Dirección antes de que se le resolviera el caso concreto en una de las Administraciones regionales o de Grandes Contribuyentes. La LFGT excluyó esta norma. El proyecto también preveía la creación de un Defensor del Contribuyente ubicado en el Ministerio de Hacienda pero fuera de la Dirección de Tributación, que podía aportar una mayor dosis de imparcialidad a lo resuelto finalmente por esta última. Igualmente fue desechado. Así, en un diseño sin garantía de control interno de lo que haga el auditor fiscal, irrumpe la reforma estrella de la LFGT: concluida la fiscalización, la Administración dicta sin más la resolución determinativa de la obligación tributaria y el contribuyente debe pagarla en 30 días. Después, podrá agotar los recursos que procedan, pero tiene que pagar (solve e repete, al menos indirecto, se le llama a esto). Para que dimensionemos, hasta ahora, esa situación se presentaba solo una vez que el contribuyente agotara las posibilidades de control de legalidad ante un órgano externo a la Dirección General y dotado de garantías de independencia, el Tribunal Fiscal Administrativo. Pero aun hay más: las sanciones administrativas se endurecen. En el caso de la sanción por no declarar con exactitud, ésta sube del 25% al 50% del ajuste realizado, pudiendo agravarse a 100% y 150%. Afortunadamente éstas no son ejecutables hasta que se agoten los recursos. Sin embargo, este endurecimiento de las infracciones entra en escena en un contexto en que existe resistencia administrativa y, en algunos casos, judicial, a aceptar algo esencial para las garantías de los contribuyentes: me pueden sancionar por ser negligente o por ser doloso, pero NO por actuar diligentemente con base una interpretación razonable de la Ley, aunque ésta no sea compartida por el Estado. Piénsese que hace unos días el Director General salió públicamente diciendo que los jugadores de póquer por internet no son gravados en Costa Rica. No sorprendería que luego la Administración cambie su parecer en un caso concreto, con el argumento de que el poker es un juego que requiere de las habilidades del jugador y, por tanto, las ganancias provienen de una actividad económica o trabajo autónomo, entrando en el concepto de renta producto. ¿Cabría sancionar a un jugador de póquer que siguió las noticias? O, en materia de ganancias cambiarias: con sentencias contradictorias hasta en el seno del Tribunal Contencioso, cabe sancionar por actuar según una interpretación acogida incluso por algún Tribunal?