Hop Frog y otros relatos

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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
Hop Frog
y otros relatos
Edgar Allan Poe
© Pehuén Editores, 2001
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
HOP-FROG
J
AMÁS HE CONOCIDO a nadie tan proclive a celebrar
una broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las
bromas. La manera más segura de ganar sus favores
consistía en narrarle un cuento donde abundaran los chistes,
narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros descollaban
por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al rey
por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas
inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda
cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que
predispone a las chanzas. Pero la verdad es que un bromista flaco
resulta una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a la delicadeza, –o, como él los denominaba, los “espíritus” del ingenio–, el rey se preocupaba muy
poco. Sentía especial admiración por el volumen de una broma,
y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para
completarla. Los refinamientos lo fastidiaban. Hubiera preferido
el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire. De manera general, las bromas de sucesos se adaptaban mejor a sus gustos que
las verbales.
En los tiempos de mi relato, los bufones gozaban todavía
del favor de las cortes. Varias “potencias” continentales
conservaban aún sus “locos” profesionales, que vestían traje
© Pehuén Editores, 2001
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abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas
de la mesa real, debían mantenerse alerta para prodigar su agudo
ingenio.
Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta
dosis de locura, aunque más no fuera para contrarrestar la pesada
sabiduría de los siete sabios que tomaban su ministerio... y la
suya propia.
Su “loco”, o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su
valor se triplicaba a ojos del rey por el hecho de que además era
enano y cojo. En aquella época, los enanos abundaban en las
cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no hubieran
sabido cómo pasar los días (los días son más largos en la corte
que en cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reírse y un
enano de quien reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el
noventa y nueve por ciento de los casos, los bufones son gordos,
redondeados y de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se
congratulaba de tener en Hop-Frog (que así se llamaba su bufón)
un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano
por sus padrinos en el momento del bautismo, sino que recayó
en su persona por concurso general de los siete ministros, dado
que le era imposible caminar como el resto de los mortales*. En
efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar mediante un movimiento
convulsivo –algo entre un brinco y un culebreo–, movimiento
que divertía interminablemente al rey y a la vez, claro está, le
servía de, consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza del rey, lo consideraba
un dechado de perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a HopFrog moverse con gran dolor y dificultad en un camino o un
salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella
deficiencia de sus miembros
inferiores, concediéndole
una prodigiosa fuerza en los
brazos, que le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre
que se tratara de trepar por
cuerdas o árboles. Y mientras cumplía tales ejercicios,
se parecía mucho más a una
ardilla o a un mono que a
una rana.
No puedo afirmar con
precisión de qué país había
venido Hop-Frog. Se trataba, sin embargo, de una
región salvaje de la que nadie había oído hablar, situada a mucha
distancia de la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una
jovencita apenas menos enana que él (pero de exquisitas
proporciones y admirable bailarina), habían sido arrancados por
la fuerza de sus respectivos hogares, situados en provincias
adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre
victoriosos generales.
No hay que sorprenderse, pues, de que en tales circunstancias
se creara una gran intimidad entre los dos pequeños cautivos.
Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a pesar
de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía,
por tanto, prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con
su gracia y exquisita belleza –pese a ser una enana–, era admirada
y mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitía ejercerla en favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de
hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál),
*Hop, brinco; frog, rana.
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el rey resolvió celebrar un baile de máscaras. Ahora bien, cada
vez que en la corte se trataba de mascaradas o fiestas semejantes,
se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran
sus habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenía tanta inventiva para
montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar
máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que
nada podía hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta
habíase preparado un resplandeciente salón adornándolo con
todo aquello que pudiera agregar brillo a una mascarada. La corte
ardía con la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los
trajes y los personajes a representar, es de imaginarse que cada
uno se había aprontado convenientemente. Los había que desde
semanas antes preparaban sus papeles y nadie mostraba la menor
señal de indecisión...salvo el rey y sus siete ministros. Me es
imposible explicar por qué precisamente ellos vacilaban, salvo
que lo hicieran con ánimo de broma. Lo más, probable es que, dada su gordura, les resultara difícil decidirse. A todo esto, el
tiempo transcurría. Entonces, como
último recurso, mandaron llamar a Trippetta
y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños amigos
obedecieron al llamado del rey, lo encontraron
bebiendo vino con los siete miembros de su
Consejo. El monarca, sin embargo, parecía
de muy mal humor. No ignoraba que a HopFrog le desagradaba el vino, pues producía en
el pobre lisiado una especie de locura, y la locura
no es una sensación agradable. Pero el rey amaba
sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a
beber y (como él decía) “a estar alegre”.
–Ven aquí, Hop-Frog –mandó, cuando el bufón
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y su amiga entraron en la sala–. Bébete esta copa a la salud de
tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró) ... y veamos si eres
capaz de inventar algo. Necesitamos personajes... personajes,
¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos cansados
de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te avivará el
ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una
chanza a las palabras del rey, pero sus esfuerzos fueron inútiles.
Sucedió que aquel día era el cumpleaños del pobre enano, y la
orden de beber a la salud de “sus amigos ausentes” hizo acudir
las lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la
copa mientras la tomaba, humildemente, de manos del tirano.
–¡Ja, ja, ja! –rió éste con todas sus fuerzas–. ¡Ved lo que
puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le brillan los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de
brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan
potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con
un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus
amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecían
divertirse muchísimo con la “broma” del rey.
–Y ahora, ocupémonos de cosas serias –dijo el primer
ministro, que era un hombre muy gordo.
–Sí –aprobó el rey–. Ven aquí, Hop-Frog, y
ayúdanos. Personajes, querido muchacho.
Personajes es lo que necesitamos...
¡Ja,ja,ja!
Y como sus palabras pretendían ser una
nueva chanza, los siete las celebraron a
coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente
y como si estuviera distraído.
–Vamos, vamos –dijo impaciente el rey–.
¿No tienes nada que sugerirnos?
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–Estoy tratando de pensar algo nuevo –repuso vagamente el
enano, a quien el vino había confundido por completo.
–¡Tratando! –gritó furioso el tirano–. ¿Qué quieres decir con
eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico y te hace falta más
vino. ¡Toma, bebe esto! –y llenando otra copa la alcanzó al lisiado,
que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento–.
¡Bebe, te digo –aulló el monstruo– o por todos los diablos que...!
El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia.
Los cortesanos sonreían bobamente. Pálida como un cadáver,
Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de rodillas,
le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante unos instantes, el tirano la miró lleno de asombro
ante tal audacia. Parecía incapaz de decir o de hacer algo... de
expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar
una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido
de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar
siquiera, volvió a su sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal, que se
hubiera escuchado caer una hoja o una pluma. Aquel silencio
fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que parecía
venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
–¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? –preguntó el
rey, volviéndose furioso hacia el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su
embriaguez y, mientras miraba fija y tranquilamente
al tirano en los ojos, respondió:
–¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
–Parecía como si el sonido viniera de
afuera –observó uno de los cortesanos–. Se
me ocurre que es el loro de la ventana, que
se frotaba el pico contra los barrotes de la
jaula.
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–Eso ha de ser –afirmó el monarca, como si la sugestión lo
aliviara grandemente–. Pero hubiera jurado por el honor de un
caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los dientes.
Al oír tales palabras, el enano se echó a reír (y el rey era un
bromista demasiado empedernido para oponerse a la risa ajena),
mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y repulsivos dientes.
Lo que es más: declaró que estaba dispuesto a beber todo el
vino que quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en
seguida. Y luego de apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes
para la mascarada.
–No puedo explicarme la asociación de ideas –dijo
tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese bebido vino–, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le arrojó
el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que
el toro producía ese extraño ruido en la ventana, se me ocurrió
una diversión extraordinaria... una de las extravagancias que se
hacen en mi país y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras
mascaradas. Aquí será completamente nuevo. Lo malo es que
hace falta un grupo de ocho personas, y...
–¡Pues aquí estamos! –exclamó el rey, riendo ante su agudo
descubrimiento de la coincidencia–. ¡Justamente ocho: yo y mis
ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
–La llamamos –repuso el enano– los “Ocho Orangutanes
Encadenados”, y si se la representa bien, resulta extraordinaria.
–Nosotros la representaremos bien –observo el rey,
enderezándose y alzando las cejas.
–Lo divertido de la cosa –continuó Hop-Frog– está
en el espanto que produce entre la mujeres.
–¡Magnífico! –gritaron a coro el monarca y
su Consejo.
–Yo os disfrazaré de orangutanes –conti-
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nuó el enano–. Dejadlo todo por mí cuenta. El parecido será tan
grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias
de verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como
asombro.
–¡Exquisito! –exclamó el rey–. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre
de ti!
–Usaremos cadenas para que su ruido aumente la confusión.
Haremos correr el rumor de que habéis escapado masivamente
de vuestras jaulas. Vuestra majestad no puede imaginar el efecto
que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes
encadenados, los que todos toman por verdaderos, y que se
lanzan con gritos salvajes entre damas y caballeros delicada y
lujosamente ataviados. El contraste es inimitable.
–¡Así debe ser! –declaró el rey, mientras el Consejo se
levantaba precipitadamente (se hacía tarde) para poner en
ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió éste; a fin de convertir a sus amos
en orangutanes, era muy sencilla, pero suficientemente eficaz
para lo que se proponía. En la época en que se desarrolla mi
relato, los orangutanes eran poco conocidos en el mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano resultaban
suficientemente bestiales y más que suficientemente horrorosas,
nadie pondría en duda que se trataba de una exacta reproducción
de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de
tejido elástico y sumamente ajustado. Se procedió inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo sugirió cubrirse de
plumas, pero esta idea fue rechazada rápidamente por el enano,
quien no tardó en convencer a los ocho bromistas, mediante
demostración práctica, que el pelo de orangután puede imitarse
mucho mejor con lino. Una espesa capa de este último fue por
tanto aplicada sobre la brea. Buscó luego una larga cadena. HopFrog la pasó por la cintura del rey y la aseguró; en seguida hizo lo
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propio con otro del grupo, y luego con el resto. Completados los
preparativos, los integrantes se apartaron lo más posible unos de
otros, hasta formar un círculo, y, para dar a la cosa su apariencia
más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la cadena, formando
dos diámetros en el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como
lo hacen en la actualidad los cazadores de chimpancés y de otros
grandes monos en Borneo.
El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras
era una estancia circular, de techo muy elevado y que sólo recibía
luz del sol a través de una claraboya situada en su punto más
alto. De noche (momento para el cual había sido especialmente
concebido dicho salón) se lo
iluminaba por medio de un
gran lustro que colgaba de una
cadena procedente del centro
del tragaluz, y que se hacía
subir y bajar por medio de
un contrapeso, según el
sistema corriente; sólo que,
para que dicho contrapeso no
se viera, se hallaba instalado
del otro lado de la cúpula,
sobre el techo.
El arreglo del salón
había sido confiado a la
dirección de Trippetta.
Pero, por lo visto, ésta se
había dejado guiar en ciertos
detalles por el más sereno discernimiento de su amigo, el enano.
De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas
de cera de las bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible evitar) hubieran estropeado las ricas vestiduras de los
invitados, quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no
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podrían mantenerse alejados del centro, o debajo del lustro. En
su reemplazo se instalaron candelabros adicionales en diversas
partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez que se
fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano
derecha de cada una de las cariátides que se erguían contra las
paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes
esperaron pacientemente hasta medianoche, hora en que el salón
estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan pronto se
hubo apagado la última campanada del reloj, se precipitaron o,
mejor, rodaron juntos, ya que la cadena que trababa sus
movimientos hacía caer a la mayoría y trastabillar a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó
de júbilo el corazón del rey. Tal como se había anticipado, no
pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz aspecto
eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna
otra especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey
no hubiera tenido la precaución de prohibir toda portación de
armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar
sangrientamente su extravagancia. A falta de, medios de defensa,
se produjo una carrera general hacia las puertas; pero el rey había
ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su
entrada y, siguiendo una sugestión del enano, las llaves le habían
sido confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se
ocupaba tan sólo de su seguridad personal (pues ahora había
verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada
multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual
colgaba habitualmente el lustro, y que había sido remontada al
prescindirse de aquél, descendía gradualmente hasta que el
gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habían recorrido
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haciendo eses todo el salón, terminaron por encontrarse en su
centro y, como es natural, en contacto con la cadena. Mientras
se hallaban allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba
a continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros que
cruzaban el círculo en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó
allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y
por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro
subió lo bastante para dejar el gancho fuera del alcance de toda
mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su
alarma y comenzaban a considerar todo aquello como una
estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas al ver
la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
–¡Dejádmelos a mí! –gritó entonces Hop-Frog, cuya voz
penetrante se hacía escuchar fácilmente en medio del estrépito–. ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco! ¡Si
solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría deciros
quiénes son!
Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió
llegar hasta la pared, donde se apoderó de una de las antorchas
que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de vuelta
en el centro del salón y, saltando con agilidad de simio sobre la
cabeza del rey, se encaramó unos cuantos pies por la cadena,
mientras bajaba la antorcha para examinar al grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
–¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los
monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó un agudo silbido;
instantáneamente, la Cadena remontó con violencia a una altura
de más o menos 8 metros, arrastrando consigo a los aterrados
orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos
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en el aire, a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a
la cadena, Hop-Frog seguía en la misma posición, por encima de
los ocho disfrazados y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba
acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.
Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que
se produjo un profundo silencio. Duraba ya un minuto, cuando
fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante al que
había llamado la atención del rey y sus consejeros después que
aquél hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta
ocasión no cabía duda de dónde procedía el sonido. Venía de los
dientes del enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban,
mientras de su boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de
un loco furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete
compañeros.
–¡Ah, ya veo! –gritó, por fin, el enfurecido bufón– ¡Ya veo
quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la
antorcha a la capa de lino que lo envolvía y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio minuto
los ocho orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de
la multitud, que los miraba desde abajo, aterrada, y que nada
podía hacer para prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al
bufón a encaramarse por las cadenas para escapar a su alcance;
al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar silencio. El
enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
–Ahora veo claramente quiénes son esos hombres –dijo–
Son un gran rey y sus siete consejeros privados.
Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña
indefensa, y sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En
cuanto a mí, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón... y ésta es
mi última bufonada.
A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la obra
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de venganza quedó cumplida apenas el enano hubo terminado
de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres colgaban de
sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca,
repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y luego,
trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de
la claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón,
fue cómplice de su amigo en su ígnea venganza y que ambos
escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los volvió a ver.
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
impostor, como todos sus compatriotas. Pero en lo referente a
vinos añejos, procedía con sinceridad. No era yo diferente de él
en este sentido: experto en vendimias italianas, compraba todos
los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba
a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Se me
acercó con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en
exceso. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y
lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan
contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de
estrechar su mano.
–Mi querido Fortunato –le dije–, ¡qué suerte haberte
encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de
recibir un barril de vino que pretende ser amontillado*, pero tengo
mis dudas.
–¿Cómo? –exclamó Fortunato–. ¿Amontillado? ¿Un barril?
¡Imposible! !Y a mitad de carnaval... !
–Tengo mis dudas –insistí–, pero he sido lo bastante tonto
como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar
contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
–¡Amontillado!
–Tengo mis dudas.
–¡Amontillado!
–Y quiero salir de ellas.
–¡Amontillado!
–Cómo estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay
alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
–Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
–Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto
es comparable al tuyo.
EL BARRIL DEL
AMONTILLADO
H
ABÍA YO AGUANTADO hasta el cansancio las
mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero
cuando se atrevió a insultarme, juré que me
vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma,
no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga;
esto quedaba definitivamente decidido pero, por lo mismo que
era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar,
sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el
castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador
no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había
yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición.
Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que
se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de
su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos
era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un
experto conocedor en materia de vinos. Pocos italianos poseen
la capacidad del verdadero virtuoso.
En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al
momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios
ingleses y austríacos. En pintura y en alhajas, Fortunato era un
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*Amontillado: Vino al estilo del de la ciudad española de Montilla, muy apreciado
por su sabor.
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–¡Ven! ¡Vamos!
–¿Adónde?
–A tu bodega.
–No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad.
Noto que estás ocupado, y Lucresi...
–No tengo nada que hacer; vamos.
–No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo
que tienes un fuerte resfrío. Las bodegas son terriblemente
húmedas y están cubiertas de salitre.
–Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado!
Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de
distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me
puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé
que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sir vientes en mi
morada; se habían escapado para festejar
alegremente el carnaval. Como les
había dicho que no volvería hasta la
mañana siguiente, dándoles órdenes
expresas de no moverse de casa,
estaba bien seguro de que todos ellos
se habían marchado de inmediato
apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus
anillas y, entregando una a
Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba
acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de
caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que
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bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos
el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon
los cascabeles de su gorro.
–El barril –dijo.
–Está más adelante –contesté–, pero observa las blancas
telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacia mí y me miró en los ojos con veladas pupilas,
que destilaban el flujo de su embriaguez.
–¿Salitre? –preguntó, después de un momento.
–Salitre –repuse–. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme
durante varios minutos.
–No es nada –dijo por fin.
–Vamos –declaré con decisión–. Volvámonos; tu salud es
preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como
en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa
que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te
enfermarás, y no quiero tener esa responsabilidad. Además está
Lucresi, que...
–!Basta¡ –dijo Fortunato–. Esta tos no es nada y no me
matará. No voy a morir de un acceso de tos.
–Ciertamente que no –repuse–. No quería alarmarte
innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la
humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una
larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
–Bebe –agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Se
detuvo y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus
cascabeles.
–Brindo –dijo– por los enterrados que reposan en torno de
nosotros.
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
–Y yo brindo por que tengas una larga vida. Otra vez me
tomó del brazo y seguimos adelante.
–Estas criptas son enormes –observó Fortunato.
–Los Montresors –repliqué– fueron una distinguida y
numerosa familia.
–He olvidado vuestras armas.
–Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta
una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
– ¿Y el lema?
–Nemo me impune lacessit.
–¡Muy bien! –dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles.
El Medoc había estimulado también mi fantasia. Dejamos atrás
largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales
aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más
recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome
ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
–¡Mira cómo el salitre va en aumento! –dije–. Abunda como
el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las
gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes
de que sea demasiado tarde. La tos...
–No es nada –dijo Fortunato–. Sigamos adelante, pero
bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Lo
vació de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje.
Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma
que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento
grotesco.
–¿No comprendes?
–No –repuse.
–Entonces no eres de la hermandad.
–¿Cómo?
© Pehuén Editores, 2001
–No eres un masón.
–¡Oh, sí! –exclamé–. ¡Sí lo soy!
–¿Tú, un masón? ¡Imposible!
–Un masón –insistí.
–Haz un signo –dijo él–. Un signo.
–Mira –repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi
roquelaure una pala de albañil.
–Te estás burlando –exclamó Fortunato, retrocediendo
algunos pasos–. Pero vamos a ver ese amontillado. –Puesto que
lo quieres dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi
brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos
nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera
de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante
y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda
cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras
antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía
otra menos espaciosa. Contra sus paredes se
habían apilado restos humanos que subían
hasta la bóveda, como puede verse en
las grandes catacumbas de París.
Tres lados de esa cripta
interior aparecían
ornamentados de
esta manera. En el cuarto, los huesos se
habían desplomado y
yacían dispersos en el
suelo, formando en una parte
un amontonamiento bastante grande.
Dentro del muro así expuesto por la
) 11 (
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caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya
profundidad sería de un ancho un poco menos y su alto de unos
dos metros. Parecía haber sido construida sin ningún propósito
especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los
colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su
parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha,
tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía
adivinar dónde terminaba.
–Continúa –dije–. Allí está el amontillado. En cuanto a
Lucresi...
–Es un ignorante –interrumpió mi amigo, mientras
avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus
talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver
que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como
atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al
granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas
horizontalmente por medio metro. De una de ellas colgaba
una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la
cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos
segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba
para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
–Pasa tu mano por la pared –dije– y sentirás el
salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una
vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres?
Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes
he de ofrecerte todos mis servicios.
–¡El amontillado! –exclamó mi amigo,
que no había vuelto aún de su estupefacción.
–Es cierto –repliqué–. El amontillado.
Mientras decía esas palabras fui
© Pehuén Editores, 2001
hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a
un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra
y de mortero. Con estos materiales y con la ayuda de mi pala de
albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería,
advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en
buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo
que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho.
Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la
tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena.
El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder
escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté
sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena,
tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la
sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el
pecho. Me detuve nuevamente y, alzando la antorcha sobre la
mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí
encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando
súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me
hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé.
Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior
del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme.
Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me
sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis
alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé
en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por
cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había
completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una
parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar
una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en
posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada
) 12 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz
lamentable, en la que me costó reconocer la del
noble Fortunato.
–¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto...
una excelente broma...! ¡Cómo vamos a
reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras
bebamos... ja, ja!
–¡El amontillado! dije.
–¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no
se esta haciendo tarde? ¿No nos estarán
esperando en el palazzo... mi esposa y los
demás? ¡Vámonos!
–Sí –dije–. Vámonos.
–¡Por el amor de Dios, Montresor!
–Sí –dije. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras.
Me impacienté y llamé en voz alta:
–¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
–¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la
dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad
de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la
última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva
mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante
medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Descansen en paz!
© Pehuén Editores, 2001
EL POZO Y
EL PÉNDULO
Impia tortorum longas hic turba furores
Sanguinis innocui, non satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.
S
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado
que había de ser erigido en el emplazamiento del Club
de los Jacobinos en París.)
ENTÍA NÁUSEAS, NÁUSEAS de muerte después de
tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me
permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me
abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el
último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después,
el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en
un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la
idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía
con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco,
pues de pronto cesó de oír. Pero al mismo tiempo pude ver...
¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces
togados de negro. Me parecieron blancos... más blancos que la
hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco;
finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable
resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía
de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una
frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí,
porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos
de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente
las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia.
Entonces mi visión recayó en las siete altas luces de la mesa. Al
principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y
esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente,
una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis
fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una
batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían
en espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna
ayuda me vendría de ellos.
Como una profunda nota musical, penetró en mi fantasía la
noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso.
El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que
pasó un tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero en el momento en que mi espíritu
llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los
jueces se desvanecieron como por arte de
magia, las altas luces se hundieron en
la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra
de las tinieblas. Todas mis sensaciones
fueron tragadas por el torbellino de una
caída en profundidad, como la del alma
en el Hades. Y luego el universo no fue
más que silencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero no
puedo afirmar que hubiera perdido
completamente la conciencia. No
trataré de definir lo que me quedaba
© Pehuén Editores, 2001
de ella, y menos describirla; pero no la había perdido por
completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo...
¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O
bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos
del más profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún
sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber
sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando
volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos
momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o
espiritual; segundo, el de la existencia física. Es probable que si
al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las
impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos
del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo
por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las
impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden
ser recordadas por un acto de voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se
ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras
fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no
contemplará, flotando en el aire, las melancólicas
visiones que la mayoría no es capaz de ver;
no meditará mientras respira el perfume
de una nueva flor; no sentirá exaltarse
su mente ante el sentido de una cadencia musical que jamás había
llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos
esfuerzos para recordar, entre furiosas
luchas para apresar algún vestigio de ese
estado de aparente aniquilación en el
cual se había hundido mi alma, ha habido
momentos en que he vislumbrado el
) 14 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
triunfo; breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos
que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel
momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo
me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me
llevaron en silencio, descendiendo... descendiendo... siempre
descendiendo.. hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola
idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el vago
horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la
monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación
de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si
aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en
su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga
de su tarea. Después de esto viene a la mente como un
desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura –la locura de
un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi
espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos,
el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era
confuso.Otra vez sonido, movimiento y tacto –una sensación de
hormigueo en todo mi cuerpo– Y luego la mera conciencia de
existir sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto,
bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el
esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A
esto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad.
Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por
moverme, hasta conseguirlo.Y entonces el recuerdo vívido del
proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea,
el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que
tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido
vagamente recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía
de espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó
pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo,
© Pehuén Editores, 2001
) 15 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de
mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me
espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban.
No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me
horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por
fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y
mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla
de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella
oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de
una intolerable pesadez.
Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el
proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera
situación a partir de ese punto. La sentencia había sido
pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había
transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me
consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no
obstante lo que leemos en los relatos ficticios, es por completo
incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué
situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los
condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de
realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto
a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se
cumpliría hasta varios meses más tarde? De inmediato vi que
era imposible. En aquel momento había una rápida demanda de
víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los
condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había
sido completamente suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes
en mi corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad.
Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y
tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí
nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que
me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por
© Pehuén Editores, 2001
todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas heladas.
Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos
tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil
rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía
siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos
parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente,
resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las cosas
horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban
sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones,
pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas
para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de
hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me
aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el
carácter de mis jueces para dudar de que el resultado sería la
muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo
lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de
esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido.
Era un muro, probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso
y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza
que antiguos relatos me habían inspirado.
Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las
dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría
al lugar de partida sin advertirlo; hasta tal punto era uniforme y
lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo
cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había
desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo* de
burda arpillera. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura
de mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero,
*Sayo: Túnica larga.
) 16 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en
el desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer
momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien
© Pehuén Editores, 2001
extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar
toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el trozo al
completar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no
había contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad.
El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un
trecho, pero luego trastabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo
a permanecer postrado y el sueño no tardó en dominarme.
Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y
un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar
acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después
reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por
fin, al pedazo de tela. Hasta el momento de caer al suelo había
contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros
cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un
total de cien pasos. Contando una metro por cada dos pasos,
calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta metros.
No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de
modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la
cripta, a la que llamo así, pues no podía impedirme pensar que
lo era.
Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, Pero una vaga curiosidad me impelía a continuarlas.
Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de
sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues
aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente
resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé
caminando con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo
lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma
cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas.
Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no me di cuenta de un
sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando
aún yacía boca abajo, llamó mi atención: tenía el mentón apoyado
) 17 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi
cara, que aparentemente debían encontrarse en un nivel inferior
al de la mandíbula, no se apoyaban en nada. Al mismo tiempo
me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor
característico de los hongos podridos penetró en mis fosas nasales.
Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que me había
desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya
profundidad me era imposible descubrir por el momento.
Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo, logré
desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. Durante
largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su
descenso las paredes del pozo; hubo, por fin, un chapoteo en el
agua, al cual sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí
un sonido semejante al abrirse y cerrarse rápidamente de una
puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma
precipitación.
Comprendí claramente el destino que me habían preparado
y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno
accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera
vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar
tenía justamente las características que yo había rechazado como
fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la
Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos
tipos de muerte: una llena de horrorosos sufrimientos físicos y
otra acompañada de sufrimientos morales todavía más atroces.
Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me
habían desequilibrado los nervios, al punto de que bastaba el
sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso
constituía en todo sentido el sujeto ideal para la clase de torturas
que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver
a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme
© Pehuén Editores, 2001
otra vez a los horrores de los pozos –ya que mi imaginación
concebía ahora más de uno situados en distintos lugares del
calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me
hubiera alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis
desgracias precipitándome en uno de esos abismos; pero había
llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco
podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que
su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante
largas horas, pero finalmente acabe por adormecerme. Cuando
desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua.
Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro.
El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido
me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó
sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad,
cuánto duró, pero cuando volví a abrir
los ojos los objetos que me rodeaban
eran visibles. Gracias a un resplandor
sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el aspecto de
mi cárcel.
Mucho me había equivocado
sobre su tamaño. El circuito completo
de los muros no pasaba de unos veinticinco metros. Durante unos minutos,
esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener
menos importancia, en las terribles
circunstancias que me rodeaban, que las
simples dimensiones del calabozo. Pero
mi espíritu se interesaba extrañamente
en nimiedades y me esforcé por
) 18 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por
fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración
había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que
caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos
pasos del trozo de tela, es decir, que había cumplido casi
completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño
debía emprender el camino en dirección contraria, es decir,
volviendo sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito
medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente
me impidió reparar entonces que había comenzado mi vuelta
teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la
derecha.
También me había engañado sobre la forma del calabozo.
Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos,
deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad.
¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que
despierta del letargo o del sueño! Los ángulos no eran más que
unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi
prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes
planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La
entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente
pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes
que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de
concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y
otras imágenes todavía más terribles recubrían y desfiguraban
los muros. Me fijé en que las siluetas de aquellas monstruosidades
estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos
y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado.
Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría
el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara,
acababa de escapar; pero no había ningún otro pozo en el
calabozo.
© Pehuén Editores, 2001
Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi
situación había cambiado mucho durante mi sopor. Yacía ahora
de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de
bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga
banda que parecía un cíngulo*. Pasaba, dando muchas vueltas,
por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad
la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi
alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro
de agua. Y digo espanto porque la más intolerable sed me
consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era
estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne
sumamente condimentada.
Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría
unos diez metros de alto, y su construcción se asemejaba a la de
los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura
que se apoderó por completo de mi atención. La pintura representaba al Tiempo, tal como se lo suele figurar, salvo que, en
vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado
péndulo, semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo,
sin embargo, en la apariencia de aquella imagen me movió a
observarla con más detalle. Mientras la miraba directamente de
abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamente sobre
mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta
impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y,
naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono
movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso,
vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se
hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aun entonces,
*Cíngulo: Cordón que ciñe la túnica sacerdotal.
) 19 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas
y con ojos famélicos, atraídas por el olor de la carne. Me dio
mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado una media hora, quizá una hora entera –pues
sólo tenía una noción imperfecta del tiempo–, antes de volver a
fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me
llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado,
aproximadamente, en un metro. Como consecuencia natural, su
velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la
idea de que el péndulo había descendido perceptiblemente. Noté
ahora –y es inútil agregar con cuánto horror– que su extremidad
inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero,
cuyo largo de punta a punta alcanzaba a unos treinta centímetros.
Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y
pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una
ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce
y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del destino que me había
preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes
de la inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo.
El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante
tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última
Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que
corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer
en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación
en los tormentos, constituían una parte importante de las
grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No
habiendo caído en el pozo, el demoníaco plan de mis verdugos
no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no
quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y
más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del espanto
al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror
© Pehuén Editores, 2001
más que mortal, durante las cuales conté las zumbantes
oscilaciones del péndulo? Centímetro a centímetro, con un
descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que
parecían siglos... más y más se iba aproximando. Pasaron días –
puede ser que hayan pasado muchos días– antes de que oscilara
tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El
olor del afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué,
fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera
más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible
por enderezarme y quedar en el camino de la horrible
cuchilla. Y después caí en una repentina calma y me
mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante
muerte como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de total insensibilidad.
Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida
noté que no se había producido ningún descenso
perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos
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demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber
detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí
inexpresablemente enfermo y débil, como después de una
prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la
naturaleza ansiaba alimento. Con el penoso esfuerzo alargué el
brazo izquierdo todo lo que me permitían mis ataduras y me
apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas.
Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente
un pensamiento apenas esbozado de alegría...de esperanza. Pero,
¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo,
un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre
que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de
esperanza; pero sentí, al mismo tiempo, que acababa de
extinguirse en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo,
por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi
por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más
que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi
cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada de
manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la arpillera de
mi sayo... retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra
vez... A pesar de su carrera terriblemente amplia y la sibilante
violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de
hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi
sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de, hacer una pausa,
pues no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en
ella, pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera
detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué
a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara
cortando el género y la especial sensación de estremecimiento
que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas
estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.
Bajaba... seguía bajando suavemente. Sentí un frenético
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placer en comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la
derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullido de un
espíritu maldito ... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del
tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u
otra idea me dominara.
Bajaba...¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a
tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente,
para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del
codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi
lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras
arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo
mismo hubiera sido pretender atajar un alud!
Bajaba...¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba¡ Luché,
jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada
paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo,
con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis
párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque
la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada
uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el
más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel
reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que
hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era la
esperanza, esa esperanza que triunfa aun en el potro del suplicio,
que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los
calabozos de la Inquisición.
Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se
pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento en
que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante
calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en
muchas horas –quizás días– me puse a pensar. Acudió a mi mente
la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una sola
pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas
separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre
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cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda
de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡qué terrible, en este caso, la proximidad del acero! ¡Qué letal el resultado
de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del
torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad?
¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar
por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi
débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la
cabeza lo bastante para distinguir con claridad mi pecho. El
cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones,
salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando
relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir como la
informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido
previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en
mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas
ahora el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas
sensato, apenas definido... pero entero. Inmediatamente, con la
nerviosa energía de la desesperación procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en
la vecindad inmediata del armazón de madera sobre el cual me
hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas
pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme
inmóvil para convertirme en su presa. “¿A qué alimento –pensé–
las han acostumbrado en el pozo?”
A pesar de todos los esfuerzos por impedirlo, ya habían
devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi
mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la
larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En
su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras
en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y espaciada
carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí
donde era posible alcanzarlas, y, después, apartando mi mano
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del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el
aliento.
Los hambrientos animales se sintieron primeramente
aterrados y sorprendidos por el cambio... la cesación de mi
movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se
refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento.
No en vano había yo contado con su voracidad. Al observar que
seguía sin moverme, una o dos de las más atrevidas saltaron al
bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la
señal para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en
renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por
ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado
movimiento del péndulo no les molestaba para nada. Evitando
sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se
apretaban, pululaban sobre mí en cantidades
cada vez más grandes. Se retorcían cerca
de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban
mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su
creciente peso; un asco para el cual no existe
nombre en este mundo llenaba mi pecho y
helaba con su espesa viscosidad mi corazón.
Un minuto más, sin embargo, y la lucha
terminaría. Con toda claridad percibí que
las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de
que debían de estar rotas en más de una
parte. Pero, con una resolución que
excedía lo humano, me mantuve inmóvil.
No había errado en
mis cálculos ni sufrido
tanto en vano. Por fin, sentí
que estaba libre. El cíngulo
colgaba en tiras a los lados de
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mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había
dividido la arpillera de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa.
Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis
nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité
la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me
deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras, más allá del alcance
de la cuchilla. Por el momento, al menos, estaba libre.
Libre... ¡y en las garras de la inquisición! Apenas me había
apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en el
piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica
máquina, y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta
desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que debí
tomar desesperadamente en cuenta. Indudablemente espiaban
cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado
de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a
otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso,
paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me
encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me
fue posible apreciar claramente, se había producido en el
calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y
vaga abstracción, me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas.
En estos momentos pude advertir por primera vez el origen de
la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de, una fisura
de un centímetro de ancho, que rodeaba por completo el calabozo
al pie de las paredes, las cuales parecían –y en realidad estaban–
completamente separadas del piso. A pesar de todos mis
esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la abertura.
Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio
del cambio que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si
bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos.
Pero ahora esos colores habían tomado un brillo intenso y
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sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas espectrales
y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera quebrantado
nervios más resistentes que los míos. Ojos demoníacos, de una
salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil
direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y brillaban
con el cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no
alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal...! Al respirar llegó a mis narices el olor característico
del vapor que surgía del hierro recalentado... Aquel olor sofocante
invadía más y más la celda... Los sangrientos horrores
representados en las paredes empezaron a ponerse rojos... Yo
jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la
intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más
demoníacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda,
alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la
horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del
pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde
mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del
ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a
comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se
abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y
consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh
espanto! ¡Todo... todo menos eso! Con un alarido, salté hacia
atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto,
temblando como en un ataque de fiebre. Un segundo cambio
acababa de producirse en la celda..., y esta vez el cambio tenía
que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me
esforzara por apreciar o entender inmediatamente lo que estaba
ocurriendo. Pero mis dudas no duraron mucho. La venganza de
la inquisición se aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya
no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los
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Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De
pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto
agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtuso. La horrible
diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y
quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por
la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba
ni deseaba que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las
rojas paredes, como si fueran vestiduras de eterna paz. “¡La
muerte! –clamé–. “¡Cualquier muerte, menos la del pozo!”
¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo
tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir
su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El
rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que no me
dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro
mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché hacía atrás,
pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a
avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni un
centímetro de asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo.
Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un agudo,
prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me
tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó
poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar
semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron!
Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que,
desmayado, me precipitaba en el abismo. Era la del general Lasalle.
El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición
estaba en poder de sus enemigos.
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último, concédanle tan sólo el crédito que merezca; o duden
resueltamente, y, si no pueden dudar, hagan lo que Edipo ante el
enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma,
claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de
mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se
llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol
tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin
guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena
de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios,
impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No
había sendero pisado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz
morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles
forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes.
Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del
valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el
extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba
un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo
los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera,
pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas
aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos
el Río del Silencio, porque parecía haber una influencia
enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de
su lecho y se deslizaba tan suavemente que los perlados guijarros
que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se
movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua
posición, brillando gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce,
así como los espacios que se extendían desde las márgenes
descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar
el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la
ELEONORA
Sub conservatione formæ specificæ salva anima
Raimundo Lulio.
P
ROVENGO DE UNA raza notable por la fuerza de la
imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres
me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la
cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la
inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no
surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo
exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan
de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo
de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y
se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde
del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la
sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del
mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano
de la “luz inefable”, y otra vez, como los aventureros del geógrafo
nubio, “agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi”.
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que
hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de la
razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria
de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de
sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que
constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, créanme lo
que contaré del primer período y, a lo que pueda relatar del
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superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo
circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y
verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de
vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos*, margaritas
blancas, purpúreas violetas y asfódelos** rojo rubí, que su
excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces,
del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas
de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos
troncos no eran rectos, sino que se inclinaban graciosamente
hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las
manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano
y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de
Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas
trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído
gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano,
el sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora
y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros
corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su
vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles
serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río del
Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel día, y
aún al siguiente, nuestras palabras fueron temblorosas, escasas.
Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas hondas y ahora
sentíamos que había encendido dentro de nosotros las cálidas
almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos
habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las
fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos
*Ranúnculo: Planta de terrenos húmedos.
** Asfódelos: Planta abundante en zonas mediterráneas.
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una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio
sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas
brotaron en los árboles donde nunca antes se vieran flores. Los
matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por
una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar,
de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros
senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y
todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje
escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río,
de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al
fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa movida
por el viento, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora.
Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo
en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y
carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez
más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de
las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y
encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión
de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una
doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado
entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor
que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos
más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la
Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se
habían producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último
y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró
Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas
nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de
Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en
cada grandiosa variación de la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que,
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como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura
sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían
a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del
crepúsculo, a orillas del Río del Silencio. Le dolía pensar que,
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una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría
para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor
entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo
exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente
a los pies de Eleonora y juré, ante ella y el cielo, que nunca me
uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo
alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé
al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa
solemnidad de mi juramento. Y la maldición de El o de ella,
santa en el Elíseo, que evoqué si traicionaba aquella promesa,
implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y
los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis
palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una
carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero acepto el
juramento(pues, ¿qué era sino una niña?), y el juramento la alivió
en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila
agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación
de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si
le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia
nocturna; pero si ello estaba fuera del poder de las almas en el
Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia,
suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el
aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos.
y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida,
poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la
barrera que en la senda del tiempo formó la muerte de mi amada
y comienzo con la segunda etapa de mi existencia, siento que
una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura
de mi relato. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba
viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio
había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas
© Pehuén Editores, 2001
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desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más.
Los matices de la alfombra verde, desvanecieron, y uno por uno
fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos
brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían
desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la vida se
retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no
desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros; voló tristemente
del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que
habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata
nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su
dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora
melodía, más suave que el arpa de viento y más divina que todo,
salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco apoco, en murmullos
cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda
la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la
voluminosa nube se levantó y, abandonado las cimas de las
montañas a su antigua oscuridad, retornó a las regiones del
Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y
magníficos del Valle de la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues
escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un
perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas
solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que
bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y
murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una
vez –¡ah, pero sólo una vez!– me desperté de un sueño, como el
sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre
los míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón.
Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin,
el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné
para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos
del mundo.
© Pehuén Editores, 2001
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas
podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños
que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El lujo y la
pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la
radiante belleza de la mujer, extraviaron e intoxicaron mi mente.
Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las
indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en
las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas
manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé
aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron,
ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de
alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del
rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón
desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una
lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa.
¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en
comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de
adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de
la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda¡ Y
sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino
ángel, Ermergarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos,
donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su
amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio
de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros
que me habían abandonado y adoptaron la voz dulce, familiar,
para decir:
“¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna
y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre,
por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a
Eleonora.”
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para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales,
y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su
lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi
carácter creció conmigo y, cuando fui mayor, se convirtió en una
de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez
han experimentado cariño hacia un perro fiel no necesitan que
me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la
retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor
de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con
frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera
mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales
domésticos, no perdía oportunidad de conseguirme los mejores
entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse
a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco
supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas.
No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón –tal era el nombre del gato– se
había convertido en mi favorito y mi
camarada. Sólo yo le daba de comer y
él me seguía por todas partes en casa.
Me costaba mucho impedir que
anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así
varios años, en el curso de
los cuales (enrojezco al
EL GATO NEGRO
N
O ESPERO NI pido que alguien crea en el extraño,
pero simple relato que me dispongo a escribir. Loco
estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy
bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera hoy
aliviar mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me
han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para
otros resultarán menos espantosos que extraños. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas
a lugares comunes. Una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos que excitable que la mía, capaz de
ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas
y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la
docilidad y la bondad de mi carácter.
La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba
a convertirme en objeto de burla
© Pehuén Editores, 2001
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confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a
mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
animales, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi
carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.
Hacia plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración
como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los
conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o
movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad,
empero, se agravaba –pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?–, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojón, empezó a sufrir las consecuencias de mi
mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente ebrio,
después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el
gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por
mi violencia, me mordió ligeramente en una mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía.
Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo;
una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo de la
chaqueta un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que
el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido. Pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba
a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy
pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
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El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita
donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la
casa, aunque, como es de imaginar, huía atemorizado al verme.
Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para
sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que
alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó
en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía
no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro
estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno
de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que
dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en
que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a
transgredir lo que constituye la Ley por el solo
hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se
presentó, cómo he dicho, en mí caída final. Y el
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a
sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar
y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido a la inocente bestia.
Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la
rama de un árbol;
lo ahorque
mientras
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las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento
me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me
había querido y porque estaba seguro de que no me había dado
motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,
cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma hasta llevarla –si ello fuera posible– más allá del alcance de
la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción
me despertaron gritos de: «¡Incendio!». Las cortinas de mi cama
eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran
dificultad pudimos escapar mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de
causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy
detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón
incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas.
Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba
en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el
centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera
de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del
fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa
muchedumbre se había reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y
detalle. Las palabras “¡extraño!”, “¡curioso!” y otras similares
excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca
superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de
un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
maravillosa. Había una soga alrededor del animal.
Al descubrir esta aparición –ya que no podía considerarla
otra cosa– me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la
reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado
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al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma
del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín:
alguien debió cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la
ventana abierta.
Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma.
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima
de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto
con la acción de las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la
imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no
mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude
librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi
espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al
remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles lugares que habitualmente frecuentaba,
algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar
su lugar.
Una noche en que, medio borracho, me hallaba en una
taberna más que infame, llamó mi atención algo negro posado
sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el
principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado
mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes
la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la
toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón
no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato
mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando
con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato propuse su compra
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al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que
jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver
a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití
que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y
acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia
aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero –sin que pueda decir cómo ni por qué– su
marcado cariño por mí me disgustaba
y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció
h a s t a alcanzar la amargura del odio.
Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza
y el recuerdo de mi crueldad de
antaño me impedían maltratarlo.
Durante algunas semanas me
abstuve de pegarle o de hacerle
víctima de cualquier violencia;
pero gradualmente –muy gradualmente– llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en
silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación
de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo
traído a ca-
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sa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia
fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien,
como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios
que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis
placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado
que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinacia que me
costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara
venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía
entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba
sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta
mi pecho. En esos, momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un
solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo –quiero confesarlo ahora mismo– por
un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de una mal físico y,
sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me
siento casi avergonzado de reconocer –sí, aun en esta celda de
criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado
por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir–. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención
sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y
que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el
que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque
grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero
gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó
durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha
fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba
ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba,
temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido
capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
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atroz, siniestra.... ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible
máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias
humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo
destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan
insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza
de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición
del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante
solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos
sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su
terrible peso –pesadilla encarnada de la que no me era posible
desprenderme– apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo
poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos
disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más
perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me
rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de
nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los
repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que yo me
entregaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó
al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a
vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y
estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los
pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano,
descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al
animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo
su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en
la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y
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con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que
era imposible sacarlo de la casa, tanto de día como de noche, sin
correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos
proyectos cruzaron mi mente.
Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar
los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo
del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una
mercadería común, y llamar a un mozo para que lo retirara de
casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y
decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que
los monjes de la Edad Medía emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran
de material poco resistente y estaban recién revocados con un
mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había
dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la
saliente de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y
tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas,
sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver
y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada
pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los
ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar
cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en
su forma original. Después de procurarme argamasa y arena,
preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me
sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la
menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor
fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me
dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de
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tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en
aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría
quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado
por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o
imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la
detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche,
y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir
profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del
crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y el gato no volvía. Una
vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo
había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones
sobre mi esposa, a las que no me costó mucho responder. Incluso
hubo una inspección en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la
más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara
en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final,
por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me
temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como
el de aquél que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al
otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría
de mi corazón era demasiado grande para reprimirla, ardía en
deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de
triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
–Caballeros –dije. Por fin, cuando el grupo subía la escale-
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ra–, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de
mis palabras.) Repito que es una casa de excelente construcción.
Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una
gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé
fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared
de enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de mi esposa.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del demonio!
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz
respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y
entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que
luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor
de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
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puede haber brotado en el infierno de la garganta de los
condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la
condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa
de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un
instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado
por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de
los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el
único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia
cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora
me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la
tumba!
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EL CORAZÓN DELATOR
¡E
S CIERTO! SIEMPRE he sido ner vioso,
terriblemente nervioso. ¿Porqué dicen ustedes que
estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el
más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en
el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco,
entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta
tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea entró en mi cabeza
por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día.
Yo no perseguía ningún propósito. Ni
tampoco estaba furioso. Quería
mucho al viejo. Jamás me había
hecho nada malo. Jamás me insultó.
Su dinero no me interesaba. Me
parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía
un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste y velado por
una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre.
Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar
al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero
los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme!
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¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué
cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la
obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de
matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el
picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y
entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la
cabeza, levantaba una linterna, cerrada, completamente cerrada,
de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver qué astutamente pasaba la
cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de
no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera
introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta,
hasta verlo tendido en su cama. ¿Es que un loco hubiera sido
tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza
completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, cautelosamente! Sí, cautelosamente iba
abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo
suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de
buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a
las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era
imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me
irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el
día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba
resueltamente, llamándole por su nombre, cordialmente, y
preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que
tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que
todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de
costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve
con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de
aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi
sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo,
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¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él
ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos!
Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo
sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto
estaba negro, ya que el viejo cerraba completamente las persianas
por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir
la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente,
suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna,
cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se
enderezó en el lecho, gritando:
–¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin
decir palabra. Durante una
hora entera no moví un
solo músculo, y en todo
ese tiempo no oí que
volviera a tenderse en
la cama. Seguía sentado, escuchan-
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do... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras
escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido
que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no!
Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando
el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido.
Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo
entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su
espantoso eco los terrores que me enloquecían.
Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que
estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me
reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había
estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se
movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel
ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No
es más que el viento en la chimenea... o un grillo que
chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo
con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en
vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. La fúnebre
influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo
movía a sentir –aunque no podía verla ni oírla–, a sentir la
presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con
toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví
abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la
linterna. Así lo hice –ni pueden imaginarse ustedes
con qué cuidado, con qué inmenso cuidado, hasta que
un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña,
brotó de la ranura y cayó completamente sobre el ojo
de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo
empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi
© Pehuén Editores, 2001
con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela
que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la
cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto,
había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura
es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento
me llegó un resonar apagado y presuroso, como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también
me era familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó
aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas respiraba. Sostenía la linterna para que no se
moviera, tratando de mantener firme el haz de luz
sobre el ojo.
Entretanto, el infernal latir del corazón iba en
aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez
más fuerte. El espanto del viejo debía ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! Les he dicho que
soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en
el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar
tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía
algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el
latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me
pareció que aquel corazón estallaría. Y una nueva
ansiedad se apoderó de mí...¡Algún vecino podía
escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había
sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la
linterna y me precipité en la habitación. El viejo
clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó
un segundo para arrojarle al suelo y tirarle encima
el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo
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fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos,
el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no
me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las
paredes.
Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el
colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente
muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo
tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto.
Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo
cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el
cadáver.
La noche avanzaba, mientras
yo cumplía mi trabajo con rapidez,
pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la
cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del
piso de la habitación y escondí los
restos en el hueco. Volví a colocar los
tablones con tanta habilidad que
ningún ojo humano –ni siquiera el
suyo– hubiera podido advertir la
menor diferencia. No había nada que
lavar... ninguna mancha... ningún rastro
de sangre. Yo era demasiado precavido
para eso. Un balde había recogido
todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea
eran las cuatro de la madrugada, pero
seguía tan oscuro como a medianoche. En
momentos en que se oían las campanadas
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de cada hora, golpearon a la puerta de la calle. Fui a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente
como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un ruido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de
algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía,
habían enviado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los
oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante
una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado al
campo. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que
revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus bienes intactos
y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de
mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con
la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto
punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían
convencido. Por mi parte, yo me hallaba perfectamente cómodo.
Se sentaron y hablaron de cosas comunes, mientras yo les
contestaba con animación.
Pero, después de un rato, empecé a notar que me ponía pálido
y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un
zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y
charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y
era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme
de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo
cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que
aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando
con creciente soltura y levantando mucho la voz. Aun así, el
sonido aumentaba... Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido
) 39 (
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no
habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido
crecía continuamente. Me puse en pie y
discutí sobre insignificancias en voz muy
alta y con violentas gesticulaciones pero el
sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se
iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos,
como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh,
Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había
sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba a todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más
alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando
tranquilamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo
Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se
estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso
hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía!
¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquella tortura! ¡No podía
soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que
gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte...
más fuerte... más fuerte... más fuerte!
–¡Basta ya de fingir, malvados! –aullé–. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo
su horrible corazón!
© Pehuén Editores, 2001
LA MÁSCARA DE LA
MUERTE ROJA
L
A MUERTE ROJA había devastado el país durante
largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan
espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el
rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con fuertes dolores, un
vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la
muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima
eran el signo de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda
simpatía. Y la invasión, progreso y fin de la enfermedad, se
cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando
sus dominios quedaron semidespoblados, llamó a su lado a mil
robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas
de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus
abadías fortificadas. Era de amplia y magnífica construcción y
había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del
príncipe. Una sólida y altísima muralla la rodeaba. Las puertas
de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos
trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían
resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los posibles
impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba
ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los
cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
se las arreglara por su cuenta; entretanto, era una
locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido
todo lo necesario para los placeres. Había bufones,
improvisadores, bailarines y músicos; había
hermosura y vino.
Todo eso y la seguridad estaban del lado
de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o
sexto mes de su reclusión, y
cuando la peste hacía los más
terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció
a sus amigos un baile de máscara de la más
increíble fastuosidad.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permítanme que antes describa los
salones donde se celebraba. Eran siete –una
serie imperial de estancias–. En la mayoría de
los palacios, la sucesión de salones forma una
larga galería en línea recta, pues las dobles
puertas se abren hasta adosarse a las
paredes, permitiendo que la vista alcance
la totalidad de las galerías. Pero aquí se
trataba de algo muy distinto, como cabía esperar de la fascinación
del príncipe por lo extraño.
Las piezas se hallaban dispuestas con tal irregularidad que
la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o
treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un
nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una
alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que
seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían
vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la
decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la
extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules
© Pehuén Editores, 2001
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y
ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera
era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había
sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, en blanco;
la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban
el techo y las paredes, cayendo en pesados pliegues sobre una
alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara,
el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los
cristales eran escarlata.. tenían un profundo color de sangre.
A pesar de la abundancia de ornamentos de oro que aparecían
aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias
no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los
corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada
ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un
brasero prendido, cuyos rayos se proyectaban a través
de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente
cada estancia. Producían en esa forma multitud de
resplandores vivos y fantásticos. Pero en la cámara del
poniente, la cámara negra, el fuego que, a traves de los
cristales de color de sangre, se derramaba sobre las
sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba un color tan extraño a los rostros de
quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante
audaces para instalarse allí.
En este aposento, contra la pared del poniente se
apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se
balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono;
y cuando el minutero había completado su circuito y
la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno
de música; pero su tono y su énfasis eran tales que,
© Pehuén Editores, 2001
a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a
interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el
sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza su baile; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el
desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era
posible observar que los más atolondrados palidecían y los de
más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si
se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero
apenas los ecos cesaban del todo, risas livianas nacían en la
asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de
su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que
el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una
emoción semejante. Más, al cabo de sesenta minutos
(que abarcan tres mil seiscientos segundos del tiempo
que huye), el reloj daba otra vez la hora, y nuevamente
nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe
tenía gustos muy especiales. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba
los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces
y sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor.
Algunos podrían haber creído que estaba loco.
Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario
oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo
estaba.
El príncipe se había ocupado personalmente de gran
parte de la decoración de las siete salas destinadas a la
gran fiesta, y su gusto había guiado la elección de los
disfraces. Estos eran grotescos. Reinaba en ellos el brillo,
el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico –mucho de
eso que más tarde habría de encontrarse en Hernani–.
Se veían figuras de arabesco, con siluetas y atuendos
incongruentes, fantasías delirantes, como las que aman
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
los maníacos. Abundaba allí lo hermoso, lo
extraño, lo licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas
siete cámaras se movía, de un lado para
otro, una multitud de sueños. Y
aquellos sueños se contorsionaban en
todas partes, cambiando de color al
pasar por los aposentos, y haciendo
que la extraña música de la orquesta
pareciera el eco de sus pasos.
Pero otra vez suena el reloj que
se alza en el aposento de terciopelo.
Por un momento todo queda
inmóvil; todo es silencio, salvo la
voz del reloj. Los sueños están
helados, rígido en sus posturas.
Pero los ecos del tañido se
pierden –apenas han durado
un instante–, y una risa
ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez
crece la música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para
allá con más alegría que nunca, coloreándose al pasar ante las
ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Pero
en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues
la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de
color sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y,
para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del
reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los
que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de
las otras habitaciones.
Se congregaba densa multitud en estas últimas, donde
afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta
en su torbellino, hasta el momento en que comenzaron a oírse
© Pehuén Editores, 2001
los tañidos del reloj anunciando la medianoche.
Calló entonces la música, y las evoluciones de
los que bailaban se interrumpieron; y, como
antes, se produjo en todo una sensación
angustiosa. Pero esta vez el reloj debía tañer
doce campanadas, y quizá por eso ocurrió
que los pensamientos invadieron en
mayor número las meditaciones de
aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también
por eso ocurrió que, antes que los últimos
ecos del carillón se hubieran hundido en el
silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de
una figura enmascarada que hasta entonces
no había llamado la atención de nadie. Y,
habiendo corrido en un susurro la noticia de
aquella nueva presencia, se alzó al final un
rumor que expresaba desaprobación, sorpresa
y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como ésta,
es de imaginar que una aparición corriente no
hubiera provocado semejante conmoción. El
desenfreno de aquella mascarada no tenía
límites, pero la figura en cuestión lo traspasaba e iba, incluso,
más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el
corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse
sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida
y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las
cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo
más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no
revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba
envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
ocultaba el rostro se parecía de tal
manera al semblante de un cadáver
ya rígido, que el examen más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño.
Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, que no
aprobar, semejante disfraz.
Pero el enmascarado se había
atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja
estaba salpicada de sangre y su amplia frente, así como el rostro,
aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la
espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne
como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines),
se convulsionó en el primer momento con un estremecimiento
de terror o disgusto; pero de inmediato su frente enrojeció de
rabia.
–¿Quién se atreve –preguntó, con voz ronca, a los cortesanos
que lo rodeaban–, quién se atreve a insultarnos con esta burla
blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que
sepamos a quién vamos a ahorcar al alba!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba
en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron
alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era
hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una
señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado, se hallaba el
príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes
hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese
instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con
paso sereno y deliberado. Pero la indecible aprensión que la insana
apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos
© Pehuén Editores, 2001
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin
impedimentos, pasó éste a unos centímetros del príncipe, y, mientras la concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse
a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente, pero con el
mismo solemne y mesurado paso que desde el principio lo había
distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura
a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de
allí a la violeta, antes de que nadie se hubiese decidido a detenerlo.
Entonces, el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la
vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a
través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, se acercó
impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura,
que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se
desplomaba muerto.
Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas
máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del
desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la
sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérico, que con
tanta rudeza habían aferrado, no contenían ninguna forma tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja.
Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron
los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada
uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del
reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres
seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas y la
corrupción y la Muerte Roja lo dominaron todo.
© Pehuén Editores, 2001
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HOP FROG Y OTROS RELATOS
las velas de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho
y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro
que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no
al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las
pinturas y al examen de un pequeño libro que habíamos
encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la
crítica de aquéllas,
Mucho, mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y
brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche.
La posición del candelabro me molestaba, pero, para no
incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la
mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente
sobre el libro.
Pero el cambio produjo un efecto completamente inesperado.
Los rayos de las numerosas luces (pues eran muchas)
cayeron en un nicho del aposento que una de las
columnas del lecho había mantenido hasta ese
momento en la más profunda sombra. Pude ver
así, vívidamente, una pintura que me había
pasado inadvertida. Era el retrato de una joven
que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio
no alcancé a comprender por qué lo había
hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la
razón de mi conducta: era un movimiento
impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar,
para asegurarme de que mi visión no me
había engañado, para calmar y someter mi
fantasía antes de otra contemplación más
serena y más segura. Instantes después volví a
mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de que estaba
EL RETRATO OVAL
E
L CASTILLO AL cual Pedro, mi criado, se había atrevido
a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente
herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era
una de esas construcciones en las que se mezclan la sordidez y
la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado en los
Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación
de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había
sido recién abandonado, aunque temporalmente. Nos
instalamos en uno de los aposentos más pequeños y
menos suntuosos. Se hallaba en una apartada torre
del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas
y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que
engalanaban cantidad y variedad de trofeos
heráldicos, así como un número muy grande de
vivaces pinturas modernas en marcos con
arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente
emplazadas a lo largo de las paredes sino en
diversos nichos que la extraña arquitectura del
castillo exigía, despertaron profundamente mi
interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené,
por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas
de la habitación –pues era ya de noche–, que encendida
© Pehuén Editores, 2001
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
viendo bien, puesto que el primer destello de las velas sobre
aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba
sobre mis sentidos, devolviéndome a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven.
Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera
que técnicamente se denomina vignette*, y que se parece mucho
al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y
hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban
imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que
formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado
y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía
ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había
emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución
de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía
pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera
confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette
y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo
incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente
en todo eso, me quedé tal vez una hora, medio sentado, medio
reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del
verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el
lecho, había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme
y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar
el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la
causa de mi agitación, busqué vivamente el libro que detallaba
las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba
al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
“Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora
como alegre. Terrible la hora en que vio y amó y se casó con el
pintor. El, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida
en el arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan
encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como
un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al arte,
que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los
restantes enojosos instr umentos que la privaban de la
contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue
oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y
obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el
oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto
caía la luz sobre la pálida tela. Pero él, el pintor, era dichoso con
su trabajo, que hora a hora y día a
día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno,
que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería
ver cómo esa luz que
entraba, lívida, en la torre
solitaria, marchitara la
salud y la vivacidad de su
esposa, que se consumía a
la vista de todos, salvo de
la suya. Pero ella seguía sonriendo, sin exhalar queja
alguna, pues veía que el pintor,
cuya fama era grande, trabajaba
con un placer fervoroso y ardiente,
bregando noche y día para
pintar a aquella que tanto le
amaba y que, sin embargo,
seguía cada vez más
*Vignette: Viñeta: orilla adornada con dibujos alrededor de un retrato.
© Pehuén Editores, 2001
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el
retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una
asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del
artista como de su profundo amor por aquella a quien
representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida
que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya
en la torre, pues el pintor se había exaltado en el ardor de su
trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar
el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía
en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada
a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba
por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos,
el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo
de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el
matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a
la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, se puso pálido
y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la vida misma!”,
y se volvió de improviso para mirar a su amada...¡Estaba muerta!”
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EDGAR ALLAN POE
1809-1849
En un texto que ya se ha vuelto clásico, el poeta norteamericano Walt
Whitman escribe que durante un sueño ha visto una embarcación en el
mar, arrastrada por una tormenta, rauda, al garete y con las velas
desgarradas: “Sobre cubierta se hallaba una figura esbelta, hermosa,
leve; un hombre borroso que parecía disfrutar del terror, la lobreguez
y la dislocación de las cuales él era la víctima y el centro. Esa figura de
mi espeluznante sueño podría representar a Edgar Allan Poe, a su espíritu,
su suerte y sus poemas; todos ellos, sueños espeluznantes”.
El último daguerrotipo tomado a Poe a mediados de l849 –meses
antes de su muerte, a los 40 años de edad– retrata en parte esa inquietante
visión de Whitman, aunque sin llegar a la extravagancia desmesurada:
un rostro rectangular, una cabeza sólida, un bigote negro recortado,
cabellos oscuros y abundantes, ojos grises y un cierto desdén en el
gesto. No es un semblante pacífico, sino el de un hombre invadido por
una constante tensión: por aquella época de la fotografía, Poe se
encontraba una vez más con la esperanza de reiniciar su vida viajando
desde Richmond hasta Baltimore y desde ahí a Filadelfia. Pero no alcanzó
a llegar: los escalofríos y la debilidad lo impulsaron una vez más a
beber. Era día de elecciones en la ciudad y se sospecha que Poe cayó en
manos de algunos agentes electorales que le dieron más alcohol y,
borracho, fue llevado a los locales de votación. El sistema era frecuente
en aquellos años. Después habría sido abandonado en la calle, donde
fue hallado sólo cuatro días más tarde, maltrecho y carente de dominio
sobre sus actos. Murió el 7 de octubre de 1849, víctima de una conges-
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
tión, y al día siguiente tuvo un entierro solitario e inadvertido. Había
muerto uno de los hombres que seguramente más le temió a la muerte
y que impuso otra imagen hasta hoy día perturbadora el horror a
quedarse vivo y sofocado bajo tierra. Su tío Wilson le hizo tallar una
piedra sepulcral que se rompió al momento de colocarla sobre la tumba.
permaneció así hasta 1876, año en que fue reemplazada y erigido un
monumento en medio de homenajes y discursos.
Originalmente, el último viaje de Poe pretendía cumplir una vez
más el antiguo anhelo de ser independiente económicamente a través
del ejercicio del periodismo. Durante toda su vida había luchado contra la pobreza que por períodos alcanzó los umbrales de la miseria, y
que sólo combatió con la práctica de la escritura, sin ejercer otro oficio
que no fuera el de cuentista, poeta, crítico, periodista o conferenciante.
Paradojalmente, si Poe viviera hoy sería multimillonario, no sólo gracias
a los masivos tirajes de sus libros, sino fundamentalmente por las
ganancias de las películas de Vincent Price basadas en sus relatos; por
las series televisivas de horror que siempre terminan echando mano a
sus argumentos; por la galería de detectives literarios que copiaron su
modelo, o simplemente por algo más doméstico: el nombre de uno de
los desodorantes más famosos es Nevermore, y el de unos panties,
Anabellee.
Edgar Allan Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809. Fue hijo
de David Poe y Elizabeth Arnold. Ella era una actriz inglesa de la cual
David se enamoró cuando la vio sobre escenarios norteamericanos. Se
casaron cuando él tenía 19 años. Con la compañía teatral recorrieron
múltiples lugares. David desempeñó papeles ínfimos y mediocres,
aunque Elizabeth era una actriz sobresaliente, especializada en heroínas
shakespereanas. Edgar los acompañó en giros errantes y atravesadas de
dificultades económicas hasta 1811, cuando ambos padres murieron
de tisis en Richmond. Entonces se hizo cargo de él John Allan y su
mujer, ricos comerciantes de esa ciudad. De su padrastro proviene el
segundo nombre de Poe.
Su nueva familia lo educó en un colegio cercano a Londres
–debido a un viaje de negocios de los Allan– y después, en 1931, en
Richmond. Según testimonios de la época, Edgar Allan era desconfiado,
combativo, gran gimnasta y aficionado a inventar y resolver problema
© Pehuén Editores, 2001
difíciles. Era extraordinariamente sensible a cualquier prueba de afecto:
una vez bastó que la señora Stannard, madre de un compañero, lo
recibiera cariñosamente y le tomara la mano, para que Poe se trastocara
hasta el punto de perder el conocimiento. Cuando la mujer murió, Poe
acudió a su tumba una noche, se arrojó sobre ella y estuvo así hasta el
amanecer.
Buen alumno durante su adolescencia Poe estudió en la Universidad
de Virginia, donde escribió sus primeros poemas. Por aquella época se
aficionó al juego hasta deber un total de dos mil dólares. Como el
señor Allan se negó a facilitarle esa suma, Poe se fue de su casa y se
dirigió a Boston, donde publicó su primer libro de poesía, que fue un
fracaso. De allí se marchó a Europa y volvió dos años después, reconciliándose con el señor Allan. Entró a la Academía Militar de West
Point, donde se hizo expulsar deliberadamente después de un par de
años de permanencia. La muerte de la señora Allan cerró las posibilidades
de un verdadero reencuentro de Poe con su padrastro. De hecho, en
1831 y debido al poco apoyo que encontraba en aquél, nuevamente se
fue de su casa y nunca más regresó.
A partir de allí, Poe ya no tuvo su protección y comenzó a sufrir
las carencias que arrastró toda su vida. Hizo lo único que sabía hacer:
escribir. Por aquella época, las publicaciones literarias abundaban en
Estados Unidos, pero no eran consideradas importantes y los escritores
estaban mal pagados. En 1833 ganó un concurso de cuentos y poemas
del Saturday Visitor, diario de Baltimore, con una serie de relatos bajo el
título Cuentos del folio clu. Entre ellos se encontraba Manuscrito hallado en
una botella. El señor Kennedy, uno de los miembros del jurado, intuyó el
nivel creativo de Poe, conoció su pobreza y le dio recomendaciones
para el Southern Literary Messenger, donde publicó algunos cuentos y
luego consiguió ser secretario de redacción. Gracias a las colaboraciones
de Poe, la revista subió su tiraje de 700 a cinco mil suscriptores. Este
fenómeno se repetiría con los años: el Graham‘s Magazine elevó la cifra
de cinco mil a 40 mil. Así, durante varios años trabajó en diversas
publicaciones en las que dio a conocer sus relatos más importantes.
Simultáneamente, Poe hizo crítica literaria y a veces fue tan
apasionada que consiguió poderosos enemigos que más tarde le cerrarían las puertas a otras publicaciones. Incluso fue bautizado como
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
“El hombre del tomahawk” ( arma contundente de los indios americanos).
En las revistas, además, inventó un concurso de criptografía (escritura con clave secreta), resolviendo con celeridad todos los enigmas
que le llegaban.
Por aquella época ya se había casado con su prima, Virginia Clemm,
quien tenía sólo trece años al momento de contraer matrimonio. Virginia era delicada, enfermiza y silenciosa, y Poe sentía por ella una pasión
que lo llevaba a trabajar con ahínco para darle algunas comodidades.
Ella está emparentada directamente con las típicas heroínas del autor,
esas mujeres lánguidas, moribundas y algo etéreas. Una noche, mientras
Virginia cantaba, se le rompió un vaso sanguíneo del pecho y estuvo a
punto de morir. Se reestableció, volvió a enfermar y así continuó durante seis años. Algún tiempo después, Poe describiría así las etapas
críticas de la enfermedad de su esposa: “Cada una de estas veces yo
pasé las agonías de la muerte; y a cada retorno de su mal yo la amaba
aún más entrañablemente y me unía a su vida con una desesperada
obstinación”. Deprimido por la situación de Virginia, Poe comenzó a
beber en exceso: “Sólo Dios sabe cuánto bebí. Como es natural, mis
enemigos atribuyeron mi locura a mi embriaguez, y no a la inversa, mi
embriaguez a la locura”.
A ello se sumaba la precaria situación económica en que vivía.
Finalmente, su progresivo alcoholismo le produjo una cesantía absoluta,
hasta el punto de tener que recurrir a la caridad pública. Una amiga de
la familia describió así la habitación donde vivía Poe: “No había mantas
en la cama y el colchón era de paja. Tenía solamente sábanas y una
colcha de blancura resplandeciente. El gabán y la gata eran lo único que
tenía la enferma para calentarse, salvo cuando su marido le tomaba las
manos y su madre los pies”. Finalmente, Virginia murió de tisis en
1847.
A Partir de ese momento, Poe trabajó como redactor en algunas
revistas y diarios e insistió en su proyecto de poseer un magazine que le
garantizara una posición estable e independiente. No consiguió reunir
el dinero suficiente a través de sus conferencias y debió seguir colaborando con otras publicaciones, mientras pasaba por períodos alternados
de abstinencia y borracheras. En rigor, el alcohol no operaba en él
© Pehuén Editores, 2001
como un adormecedor o tranquilizante, a la manera de un recurso del
olvido, sino que bastaban unas pocas copas para provocarle un fuerte
estado de excitación que le perturbaba la razón y le otorgaba una fuente
adicional de energías.
Ya por aquella época, y a pesar de sus trabajos inestables, de sus
continuas peleas con enemigos reales o ficticios –tenía la manía de enredarse en discusiones inútiles con cualquier tipo de personas– y de sus
altibajos temperamentales, Poe había ganado fama como autor de relatos
y como poeta. Esto último se había producido fundamentalmente a
raíz de la aparición de su poema El cuervo, cuya súbita popularidad lo
hizo conocido en la sociedad newyorkina. Después de la muerte de su
esposa se alternaron los deseos de vivir sanamente y conseguir una
gloria desmedida, con la demencia y la desesperanza, a lo que contribuyó
una serie de amoríos frustrados por culpa del alcohol. Cuando murió
en 1849 estaba a punto de iniciar una vida distinta, como tantas otras
veces.
Muchas fueron las contribuciones de Poe a la literatura universal,
hasta el punto de ser considerado como el más genial escritor de
Norteamérica. Sólo años después se le reconocería el carácter fundacional
a sus escritos, modelos sobre los cuales se construiría parte de la narrativa
del presente siglo.
Fue en el terreno del cuento donde Edgar Allan Poe entregó sus
resultados más originales y definitivos. En aquella época existía en
Estados Unidos una gran demanda por el relato breve. Conocedor de
ese gusto, Poe publicó alrededor de 70 cuentos de variada extensión,
ayudando a definir su teoría y ejercitando su práctica: «Ahora exigimos
la artillería del intelecto; necesitamos lo breve, lo conciso, lo directo, la
difusión rápida en lugar de lo verboso, la minucia, la extensión, lo inaccesible», escribió una vez. A través de ellos y de la mezcla de elementos
del Romanticismo –amor por lo oscuro, lo exótico, lo sobrenatural, lo
heroico y lo apasionado– y de la tradición del cuento gótico, Poe
construyó atmósferas sobrecogedoras, como un nuevo atisbo a la
realidad cotidiana. Exploró los estados de ánimo y se asomó al horror,
inventando un universo autosuficiente. De sus páginas –a veces breves
y contundentes– surge un mundo de sueño e inconsciencia, pero
perfectamente creíble y trasladable a la experiencia habitual del lector.
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
Allí combinó lo natural y lo misterioso, enunciando leyes ocultas, pero
racionales, que gobiernan la acción.
Por otra parte, Poe fue el creador del concepto de cuento policial,
tal como se desarrolló en la literatura del siglo XX. A través de La carta
robada o Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, introdujo los elementos
que después serían clásicos: el crimen, el detective y el método de
investigación. Este último consiste en el procesamiento de una
información dispersa y la deducción que les da un sentido. Para ello
recurre a un investigador, Auguste Dupin, padre de varios otros detectives modernos: Sherlock Holmes, el Padre Brown, Ellery Queen, Perry
Mason. Vagamente poeta, amante de lo misterioso y racional, fino y
recatado, fumador de pipa y agudo observador, Dupin utiliza su
inteligencia para rastrear entre una maraña de pistas y dar una clave
ordenadora de sentido. Así, en Los crímenes de la calle Morgue los gritos
del asesino en idiomas ininteligibles, su fuerza monstruosa y su capacidad
atlética, son elementos que hacen concluir a Dupin que se trata de un
animal –un orangután–, no un ser humano; y en La carta robada, el
detective descubre que la dichosa carta desaparecida está en el lugar
obvio, pero que nadie imaginaba: el buzón de la casa donde se extravió.
En su aspecto poético, Poe fue un creador consciente, un trabajador
arduo que ultracorregía sus composiciones. Se autoimpuso, por ejemplo,
crear una imagen simbólica en un poema perfecto: El cuervo. En su
poesía, el ritmo y la musicalidad tienen una importancia decisiva, hasta
el punto que fue llamado “El hombre del tintineo”. En la crítica literaria
y las posiciones estéticas, en fin, propuso la autonomía de la literatura
frente a la realidad, argumentando que ésta debe alejarse de los fines
didácticos o formativos, de la prédica al servicio de algo, y donde el
poema “es un poema y nada más que un poema, escrito solamente por
el poema mismo”. Esta postulación de la autosuficiencia del arte –cuya
vara de medición sea la obra misma y no su concordancia con la realidad
externa– se convirtió, muchos años después, en la norma estética habitual que incluso vertebraría los estudios literarios contemporáneos.
En uno de sus ensayos deslizó una vez un trozo de aparente
impersonalidad, pero revelador del extraño universo que habitó a uno
de los creadores más visionarios de la literatura universal: “A veces me
he divertido tratando de imaginar cuál sería el destino de un hombre
© Pehuén Editores, 2001
dotado, o mejor dicho castigado, con una inteligencia muy superior a la
de su raza. Es obvio que sería consciente de su superioridad y que
(hombre al fin) no podría dejar de manifestar ese conocimiento. Lo
que, inevitablemente, le crearía enemigos en todas partes. Y puesto que
sus opiniones y especulaciones diferirían notablemente de las de toda la
humanidad, seria considerado un loco. ¡Qué horriblemente dolorosa
condición! El infierno no podría inventar tortura más grande que la de
ser acusado de anormal debilidad, precisamente a causa de ser
anormalmente fuerte”.
JUAN ANDRES PIÑA
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EDGAR ALLAN POE
HOP FROG Y OTROS RELATOS
CRONOLOGÍA DE LOS CUENTOS
EDGAR ALLAN POE
MÁS IMPORTANTES DE
1833
1835
1838
1839
1840
1841
1842
1843
1844
1846
1849
Manuscrito encontrado en una botella
Berenice
Morella
Hans Pfaal
Ligeia
La caí de la casa Usher
El hombre de la multitud
Los crímenes de la calle Morgue
Eleonora
El retrato oval
La máscara de la muerte roja
El escarabajo de oro
El pozo y el péndulo
El corazón delator
El gato negro
El entierro prematuro
La caja oblonga
El barril de amontillado
Para Annie
Hop-Frog
© Pehuén Editores, 2001
) 52 (
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