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Para Ada Kourí
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Viento subversivo, bufa del sur
Aquí está nuevamente Raúl Roa entre nosotros. Hermano
de luchas y de sueños de Pablo, integrante esencial de la
formidable Generación del 30, Roa ha estado presente en
muchos de los proyectos –no solo editoriales– del Centro
Cultural Pablo de la Torriente Brau desde su fundación en
1996. A la vida y la obra de Roa estuvo dedicado el primer
coloquio que organizamos en la institución, cuando todavía
no contábamos con sede física propia para realizar nuestras
labores de rescate de la memoria histórica y de abrir espacios
para las aventuras de la creatividad y el pensamiento.
Ahora llega Raúl Roa de la mano de un volumen suyo:
Viento sur, publicado por primera vez en 1953 por la
Editorial Selecta de La Habana. Libro útil y agudo,
calificado en sus días por el mismo Roa como un “alarido de
protesta” a causa de cierto “viento virao”; libro encabezado
con un directo y metafórico texto de advertencia ante cierto
viento sur, huracanado, que “empolla hoy ciclones de mugre,
sirocos de baba y simunes de sangre” y ante el cual “no
cabe otra alternativa que la coyunda o la rebelión”. Con esa
misma propuesta entregamos hoy esta amplia selección de
la edición príncipe de Viento sur a los lectores de nuestros
días –y de los que siguen.
Ediciones La Memoria ha publicado otros dos libros de este
autor agudo, nervioso y brillante: su Historia de las doctrinas
sociales (2001), con liminar de su hijo Raulito Roa Kourí, y
Bufa subversiva (2006), con prólogo (“trago inicial”) de su
hermano Pablo de la Torriente Brau.
El propio Roa confiesa que Viento sur es un “gemelo en su
estructura y espíritu de Bufa subversiva”. Tal vez porque
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agrupa, decanta, prioriza ideas que, en muchos casos, continúan vigentes hasta hoy, y porque vincula varios oficios
imprescindibles para construir un volumen impreso que
hermana a operarios y otros artistas que también contribuyen de modo solidario a la existencia de este viento sureño
y rebelde.
No por gusto sumó Roa a su palabra impresa el arte de figuras de nuestra plástica nacional, desde la cubierta misma
del libro. La edición original de 1953 contó con un total de
seis bellos dibujos de dos amigos a los que el editor introduce
en una de las primeras páginas a través de una precisa señal:
“Ilustraciones de René Portocarrero y Raúl Milián”. Esta
nueva entrega de Ediciones La Memoria incluye, además de
esas imágenes, fotos del autor y la excelente caricatura que
le realizara su amigo entrañable Juan David y que forma
parte hoy del patrimonio documental y artístico del Centro
Cultural Pablo de la Torriente Brau.
Viento sur es, por tanto, una antología personal que nos
acerca a los temas diversos y las ideas vivas de este cubano
inquieto y revolucionario verdadero que abarcan un amplio
arco temporal para traernos, hasta hoy, sus propuestas y
sus interrogaciones.
Al entregarlo hoy a sus nuevos lectores y nuevas lectoras,
podemos recordar, con emoción, las palabras que el autor
colocó en el inicio de su Bufa subversiva en 1935: “Este es el
libro de todos nosotros. El libro de una generación destinada
históricamente a la lucha por un mañana luminoso y cordial
que acaso no será suyo”.
Roa dio continuidad a aquellas luchas de los años 30 en
las jornadas tensas y difíciles de los años 60, como Canciller
de la Dignidad de la Revolución Cubana. Pablo, su hermano
querido, no alcanzó a ver el triunfo revolucionario de 1959 y
cayó mucho antes, combatiendo en defensa de la República
española agredida y enfrentando al naciente fascismo. Pero,
por ello mismo, vale la pena traer aquí ahora su voz, su
palabra, tomada de una carta dirigida a Roa y fechada en
Nueva York el 9 de diciembre de 1935, en la que le comuni10
caba su opinión sobre Bufa subversiva:
Ah, carajo, olvidaba decirte que he leído tu libro, que me parece
estupendo y que es una lástima que no se pueda leer en Cuba.
Lo mejor del libro es que se parece a ti, desordenado, brillante,
inquieto. Tiene cosas magníficas y cosas maravillosas. […] Me
gusta todo. Leonardo [Fernández Sánchez] piensa que tú eres
el mejor escritor de Cuba. Yo pienso lo mismo.
“Desordenado, brillante, inquieto”, aquí está entonces nuevamente Raúl Roa entre nosotros. Con sus “cosas magníficas”
y sus “cosas maravillosas”: con su Viento sur.
Víctor Casaus
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[Sopla hoy en el mundo...]
Después un viento… un viento… un viento…
Y en ese viento mi alarido!
Porfirio Barba Jacob
Sopla hoy en el mundo el viento sur. Es un viento estéril, hirsuto, caliginoso, exasperante y sucio. Enajena el mar, monda el
bosque, libera el lodo, empuerca el alma, agosta la risa, embota
la mente, enerva el sensorio, degüella el canto, pega en la cara
y embarra la boca de tierra parda, espesa y viscosa. No trae, en
su vuelo atorbellinado y rastrero, ni raíces, ni semillas, ni flores.
Solo trae hojas secas, detritus hediondos, papeles pringosos,
pasiones abyectas, sudores acres, churres alucinantes y náuseas
incoercibles. Su entraña hueca está siempre hinchada de escorias
y sonora de aullidos. Es un viento que sopla a traición y todo lo
revuelve, confunde y degrada en vertiginoso remolino de torno
demente. No es otro que ese “viento virao” a que aluden sibilinamente nuestros guajiros. Un viento que hiende, calcina, desquicia,
arrasa y prosigue, sombríamente implacable, sembrando la ruina,
la desolación, la locura y la nada.
Ese viento ulula hoy en el mundo con iracundia zoológica. Es
viento sur; pero sopla del norte, del este y del oeste. Surge, delirante y rabioso, dondequiera que la libertad es subyugada, la
justicia escarnecida, la conciencia deformada, el decoro mancillado
y la cultura envilecida. Sus garfios de acero se pulen y refocilan en
las cámaras de torturas, en los calabozos infectos y en los campos
de concentración. Ubres emponzoñadas amamantan su furia. Y,
a su paso maléfico, caen en siniestra vendimia niños, mujeres y
hombres, sin que los cometas se desorbiten ni se desmadren los
ríos.
El viento sur empolla hoy ciclones de mugre, sirocos de baba y
simunes de sangre. Sus roncos bramidos cimbran de espanto a los
árboles pusilánimes y a los hombres castrados. Crujen, ruegan y
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lloran, en vez de salir a pelear contra él, como los árboles valientes
y los hombres enteros que se han juramentado, desafiando sus
zarpas, para vencer y extirpar la opresión, la miseria, la ignorancia, el engaño, la cobardía y la estolidez.
Sopla hoy el viento sur en el mundo y no cabe otra alternativa
que la coyunda o la rebelión. La suerte está echada. El destino
del hombre está en manos del hombre: o se salva, salvando la
humanidad en una sociedad regida por la razón y planificada
para la libertad, o se pierde, perdiendo la humanidad en una
sociedad regida por los instintos y tecnificada para la esclavitud.
El viento sur sopla hoy en el mundo; pero suman ya millones los
hombres que han aceptado el envite, reverdeciendo las proezas
de los titanes al erguirse en la noche fosca y enfrentarse, en lidia
descomunal, con las sierpes y los mitos, decididos a conquistar
heroicamente la tierra prometida, ya vislumbrada entre la sombra y el polvo y palpitante de luz en la postrer mirada de los que
caen de pie odiando el yugo por amar la estrella. Han puesto proa
audazmente contra el viento sur y bogan, sin balsas ni áncoras,
hacia el puerto entrevisto, enarbolando en el mástil más alto,
como gonfalón de esperanza, la consigna de los viejos pescadores:
“A sur duro, norte seguro”.
Las páginas revueltas de este libro –gemelo en su escritura y
espíritu de Bufa subversiva y 15 años después– constituyen un
testimonio fehaciente de que, en la disyuntiva planteada, yo he
emproado mi frágil piragua contra el viento sur y a remo limpio
me encaro con sus hojas secas, sus detritus hediondos, sus papeles
pringosos, sus pasiones abyectas, sus sudores acres, sus churres
alucinantes y sus náuseas incoercibles. La libertad es el bien más
preciado del hombre y es ya deber insoslayable pugnar por ella a
pecho descubierto. De sobra conozco los riesgos que supone tamaña
porfía. Pero sé también que en tiempos encinta de violencias y
aberraciones únicamente merecen sobrevivir los que recogen el
guante y devuelven el reto.
Este libro es un alarido de protesta contra el viento estéril hirsuto, caliginoso, exasperante y sucio que sopla hoy en el mundo.
R. R.
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ESPÍRITU DEL TIEMPO
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España en éxodo
Don Carlos Montilla acaba de cesar, por propia determinación, como representante diplomático de la República española en Cuba. En un acto sencillo y sobriamente emotivo,
Montilla transfirió, mediante las formalidades de rigor, a
los funcionarios de la cancillería designados al efecto, las
dependencias y los archivos a su cargo. No hubo discursos.
Ni –mucho menos– responsos. La gloriosa bandera de
Guadalajara y Belchite fue arriada en silencio, mientras
el tableteo imperceptible de los corazones en duelo la saludaba con entera marcialidad. Un acta imperecedera y
unas ceñidas y afirmativas declaraciones de Montilla a los
periodistas presentes cerraron la ceremonia. Con paso firme,
la cabeza alta y el pecho apretado de angustia abandonó el
exministro encargado de negocios en Cuba la hospitalaria
casa de España. La República española, extinguida formal
y temporalmente por la agresión combinada del fascismo
internacional y de los junteros de Madrid, se despedía del
pueblo cubano, ya definitivamente incorporado a su destino,
y con un hasta luego viril.
Hubiera yo querido estar junto a Carlos Montilla en ese
dramático trance. Como me fue de todo punto imposible,
le fui a ver horas después. Temblándole de emoción la auténtica voz española, me recibió Montilla en la intimidad
recoleta de su hogar modesto.
–Ha sido el de esta mañana –me dijo– el momento más
duro de mi vida. Pero estoy tranquilo. Creo haber hecho lo
que debía. La clausura de la embajada española en Cuba
era inevitable. Días más, días menos. Preferí hacerlo a
tiempo.
Y añadió enseguida:
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–Ahora me marcho. El único español que no puede seguir
viviendo en Cuba, por el momento, soy yo.
Dentro de breves días, partirá Carlos Montilla rumbo
a Europa. Vino a Cuba investido con una alta jerarquía
diplomática. Se va ahora como exilado político. Acaso no
vuelva nunca. Acaso vuelva mañana representando otra
vez a la República renacida. Es igual. Ni le intimida, ni
le recorta la fe, la perspectiva azarosa. ¿Qué importan, en
definitiva, la soledad, la miseria y el frío cuando bulle por
dentro el anhelo de una vida mejor y más bella y la decisión
inquebrantable de acelerar su advenimiento a precio de la
propia? Montilla empieza hoy, por fuerza inapelable de las
circunstancias, una nueva carrera, de la que son ya insignes
graduados Thomas Mann y Alberto Einstein. El destierro se
abre hoy a la dignidad humana como una forma específica
de existencia. No es una pena infamante como en la Grecia de
Pericles. Es una distinción que honra al que la merece y deshonra al mundo que la tolera. Si estos años de contubernio
y bochorno se salvan mañana, no será precisamente por el
paraguas de Chamberlain, ni por el bigote de Hitler, ni por
la quijada prognática de Mussolini, ni por la garra pulida de
Francisco Franco. Será, únicamente, por los que en España
han muerto y bregado para salvarle su decoro a la vida, por
la constelación irreductible de los expatriados de hoy y por
los que agonizan y sufren en los campos de concentración
de la Alemania nazi y de la Francia democrática.
Ahora le ha tocado el turno a Carlos Montilla. Irá a
donde las circunstancias le obliguen y será ejecutor inflexible
de las órdenes de su partido. La reconquista de España se
plantea en términos inflexiblemente revolucionarios. Hay
que seguir siendo soldado. La lucha por la reconquista de
España solo podrá rematarse victoriosamente mediante un
sentido riguroso de la disciplina y por la unidad entrañable
de todas las fuerzas populares y organizaciones políticas
que defendieron la República sin dobleces ni debilidades.
Los que rindieron a Madrid sin condiciones ni garantías y
ametrallaron, sin contemplaciones, a los que prefirieron
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caer con el puño en alto a recibir a Franco con la mano
extendida están ya marcados, para siempre, con el marbete
ignominioso de traidores.
Carlos Montilla no es un diplomático de carrera. Ni
podría serlo aunque quisiera. Nació congénitamente
incapacitado para la zalema convencional y el fatuo
entorchado. Es un hombre espontáneo, directo, beligerante,
vertical. Su temperamento está peleado radicalmente
con la diplomacia. Solo las circunstancias inusitadas que
España ha vivido en estos dos últimos años pudieron
transformarlo en funcionario del servicio exterior.
Fundador, junto con Manuel Azaña, del Partido Izquierda
Republicana, Montilla se inició en la política durante la
dictadura incivil y chabacana de Primo de Rivera. Era, a la
sazón, ingeniero del Banco Hipotecario de España. Hubiera
sido más cómodo, sin duda, permanecer discretamente
apartado de las inquietudes y riesgos de la plaza pública.
La dictadura llevaba a España a la degradación colectiva
y a la ruina económica, y no cerrarle el paso de frente era
una forma de sostenerla y de prolongarla. Montilla no
vaciló. Era problema de conciencia. Y también un mandato
inapelable de la sangre. Un bisabuelo suyo, don Francisco
de Paula Escudero, había ido a las cortes de Cádiz en 1812
exigiendo, en nombre de Navarra, que el rey desmandado
fuese reducido a obediencia.
Establecida la República el 14 de abril de 1931, Montilla
fue designado gobernador en Badajoz. De Badajoz pasó a
Zaragoza hasta abril de 1932. Días turbulentos y amargos
le tocaron en suerte vivir en la capital aragonesa. A pesar
de la República, Zaragoza continuaba siendo una plaza
fuerte de la reacción monarquizante y vivero propicio de las
tendencias fascistoides. Era lógico. La Segunda República
española, nacida “entre los flecos de colores y los faroles de
papel de las verbenas”, fue hasta el 18 de julio de 1936 una
flamante ficción. Toda España, históricamente, era Zaragoza. Todavía “su reloj seguía dando las doce cuando todos los
relojes acaban de dar las cinco”. La insurrección de Asturias
primero y la Guerra Civil después la incorporarían, con
impulso propio, al ritmo del mundo. Si la estructura republicana funcionó alguna vez genuinamente en España, fue
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cuando las masas populares, sintiéndola suya, defendieron
la integridad de sus instituciones y la soberanía nacional
con las armas en la mano. La Tercera República tendrá que
ser trasunto vivo de esta o no será una república.
Nombrado posteriormente director general de Ferrocarriles, Montilla desempeñó el puesto hasta la caída del gobierno
de Azaña el 13 de septiembre de 1933. El 12 de octubre
inmediato, y ocupando el Ministerio de Estado un miembro
del partido de Azaña, el profesor Claudio Sánchez Albornoz, fue reconocido el gobierno revolucionario presidido por
Ramón Grau San Martín. Me parece oportuno recordar, a
este respecto, un hecho histórico que ha sido reiteradamente
deformado. No es cierto, como se ha venido difundiendo por
algunos con evidente ligereza, que el gobierno de Azaña se
hubiera negado a concederle el reconocimiento al régimen de
Grau San Martín, y mucho menos cierto que, emulando la
conducta de Roosevelt, ordenara el envío a nuestras costas
de buques de guerra para proteger los intereses españoles
en Cuba. El propósito, indudablemente, existió. Pero no en
el gobierno de Azaña. Fue Alejandro Lerroux, republicano
de pega, vividor incorregible, estadista de burdel y agente de
la traición cavernícola que ha entregado descocadamente
las riquezas y el pueblo de España a la dominación italogermana, quien propuso esa medida al Parlamento español,
el cual se produjo por amplia mayoría en contra. No tuvo
tiempo, por otra parte, el gobierno de Azaña de plantearse
el problema del reconocimiento. Acosado implacablemente
por la oposición antirrepublicana encabezada por Gil Robles y el propio Lerroux, caía tres días después que Grau
San Martín se instalara en Palacio. En definitiva, lo que
importa dejar registrado era esto: el único país de Europa
que extendió su reconocimiento al gobierno revolucionario
de septiembre fue la República española.
En los días iniciales de la sublevación facciosa y extranjerizante, Montilla rindió al gobierno servicios inestimables.
Y entre ellos uno que merece ser especialmente destacado
y sobremanera agradecido: la organización, con el poeta y
escritor José Bergamín, de la Junta de Protección del Patrimonio Artístico Nacional. Gracias a esta benemérita y
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abnegada institución pudo la España leal salvaguardar de
la furia fascista los más valiosos y auténticos valores de la
pintura, la escultura y la literatura nacionales.
La actividad desplegada por Montilla en Cuba es un índice
aproximado de su capacidad de servicio y de su lealtad militante a la causa española. No se concretó solo a organizar
idóneamente el auxilio material a los heroicos combatientes
del pueblo, enviando a España grandes remesas de tabaco y
de azúcar. Montilla fue, asimismo, un propagandista infatigable de la gesta republicana entre nosotros. Y todavía tuvo
tiempo, en su ajetreado existir, para ponernos en contacto
inmediato con el espíritu mismo de la cultura española a
través de sus más altos y fieles intérpretes. A las renovadas
gestiones de Montilla, cálidamente asistidas por Juan Ramón Jiménez, se debió que el estudiantado universitario y
las zonas más sensibles y alertas de la inteligencia cubana
pudieran abrevarse unos días en la palabra coloquial y el
pensamiento nutrido de José Gaos, último rector de la Universidad Central de Madrid. Ahora mismo Montilla labora,
empeñosamente, por viabilizar la estancia en La Habana
de un núcleo de profesores españoles de primera línea,
arrojados, por el adverso desenlace de la épica pugna, a la
inactividad y el desamparo. Salta a la vista lo que ganaría
nuestra cultura, en tono y en ámbito, de cuajar felizmente
esta iniciativa.
Carlos Montilla deja, entre nosotros, huella imborrable.
Y se lleva, al par, fijada inextinguiblemente en la retina, la
imagen de Cuba, que tanto se parece a España. Ha pasado
aquí, por eso, angustias punzantes y nostalgias agobiadoras.
Y, por eso, anhela, también, ardientemente, el retorno. Se va
así dos veces desterrado: España y Cuba se han fundido en
su espíritu en un mismo dolor y en una misma esperanza.
Si hubiera tenido uso de razón política en 1895, Montilla
habría puesto su cerebro y su brazo al servicio de Cuba.
Yo, que le conozco la entraña, puedo afirmar, sin reservas,
que José Martí le hubiera acotado, jubilosamente, entre los
buenos españoles.
(Pueblo, 1º de abril de 1939)
21
España y América
El recrudecimiento de la campaña submarina nazi y la grave
amenaza que parece cernirse sobre Australia constituyen hoy
el toque de alarma para muchos comentaristas. No es esa,
sin embargo, la más inquietante característica que ofrece la
guerra en estos momentos. Si resulta asaz ingenuo suponer
que la rendición incondicional o la derrota aplastante están
a punto de producirse, es indubitable, en cambio, que el
desenlace del conflicto no puede ser ya otro que la derrota
militar del eje. Lo alarmante no son los múltiples reveses y
alternativas que aún quedan por arrostrar. Lo que preocupa
y angustia es el ostensible retraso político que se observa en
algunos círculos dirigentes de las Naciones Unidas en relación
con el progreso general de las operaciones bélicas.
No resulta exagerado afirmar que, a partir del desembarco
norteamericano en el norte de África y de la contraofensiva
soviética de invierno, el ritmo entre ambos aspectos se ha
ido desarrollando en detrimento de las fuerzas liberadoras
que pugnan por descuajar las raíces del fascismo. En ese
sentido, estamos hoy mucho peor que en 1940, no obstante
los denodados esfuerzos de los líderes más sagaces y
precavidos de las Naciones Unidas, que saben sobradamente
que por ese camino la postguerra será una continuación de
la guerra por otros medios. A ese sombrío reflorecimiento
de las tendencias reaccionarias y apaciguadoras responden
el confinamiento indefinido de Gandhi y de Nehru, el
predominio de los elementos pro-Vichy en la administración
del norte de África, el tratamiento colonial a determinados
países de nuestra América y, sobre todo, la política
contemporizadora con el régimen franquista, palafrenero
convicto y confeso de las potencias totalitarias. La repulsa
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popular a esta concepción fascista de la guerra, que conlleva
dialécticamente una concepción fascista de la paz, ha sido
tan vigorosa y sostenida que ha sido preciso aplacarla
urgentemente: a eso responden el viaje de Anthony Eden
a Washington, el periplo de Henry A. Walla a la América
del Sur, la trascendental perorata del embajador de
México1 en nuestro país el último 14 de abril –replicada en
aclarador discurso por el embajador de Estados Unidos–2
y la inesperada entrevista de los presidentes Roosevelt y
Avi Camacho, en la que hubo de ratificarse los objetivos
antifascistas de la guerra.
No basta, desgraciadamente, el mero canje de palabras
para cegar los focos reaccionarios que destilan su ponzoñoso
influjo aquende y allende el Atlántico. Es preciso extirparlos
sin contemplaciones, como pústulas malignas, lo mismo en
Inglaterra que en Estados Unidos, en México o en Cuba,
cundida de falangistas saboteadores y espías; pero poco
habríamos conseguido si no se resuelve a fondo el virulento
problema de la India, la turbia situación del norte de África
y la dramática cuestión de España, que tan vivamente hiere
la sensibilidad democrática de nuestra América. Sobre esta
he de concentrar hoy mi atención.
Sería en verdad ocioso, a estas alturas, ponerse a demostrar que la guerra de España fue el sangriento prólogo de
esta que ahora se libra en escala universal. Es cosa sabida
y aceptada por todos los que nada tuvieron, ni tienen que
ver, con las fuerzas que concibieron, organizaron y llevaron
a cabo el asalto gansteril a la República española, uno de
los más efectivos y promisores baluartes de la democracia,
del progreso y de la justicia social. Pero lo que no resulta
ya ocioso demostrar y sí obligado difundir es que el pueblo
que se enfrentara solo con las potencias totalitarias, en
impar despilfarro de bravura y sacrificio, yace hoy olvidado
y ofendido en manos de sus verdugos por aquellos que se
Rubén Romero. (Salvo que se indique lo contrario, todas las
notas son del autor).
1
2
Spruille Braden.
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proclaman campeones de la libertad humana. De ahí que la
piedra de toque para definir qué es ser antifascista sea –hoy
más que ayer– la actitud que se adopte frente al problema
español. Quien lo soslaya o posterga evidentemente no lo es,
por mucho que lo proclame. Y menos aún si intenta justificar
su postura por razones de tipo pragmático. En este caso se
comete delito de lesa democracia. Se es autor póstumo del
crimen perpetrado con España.
Si la política española de las Naciones Unidas se ha caracterizado hasta ahora por su desconocimiento de la causa
republicana y por su manifiesta tolerancia de los reiterados
pronunciamientos totalitarios de Franco y de su descocada
ayuda a las armas italoalemanas en el norte de África inmovilizando una gran masa del Ejército norteamericano, los
pueblos todos han reclamado, con significativa insistencia,
una abierta ruptura con el régimen fascista dominante en
España. Aun no hace mucho que los obreros portuarios de
Estados Unidos se negaron a cargar mercancías para España, por considerar a esta como simple estación de trasbordo
de Alemania e Italia. La mayoría de nuestros pueblos se
ha producido constantemente contra toda clase de ayuda
a Franco. Este general repudio es un síntoma magnífico;
lo que ahora urge y precisa es lograr que en la invasión
que preparan del continente europeo, las Naciones Unidas
rompan todo contacto con Franco y se presten a liberar al
pueblo español de la terrible coyunda que padece –en gran
medida por la negligencia y complicidad de aquellas con los
agresores– e incorporarlo, como merece y reclama la honra
universal, en la vanguardia de los ejércitos que marchen
sobre Roma y Berlín.
Contribuir a que ello acontezca es uno de los deberes
fundamentales de los pueblos hispanoamericanos,
obligados, por imperativos históricos, a reconquistar a
España para la libertad, en una guerra de independencia
contra los españoles que negaron la nuestra y aspiran
hoy a arrebatárnosla en connivencia con los guerrilleros
y voluntarios de nuevo cuño. En esta noble, generosa y
democrática empresa, que nuestros próceres hubieran
encabezado resueltamente, nos va, en rigor, nuestra salvación
24
futura, como herederos y custodios que somos de un
reservorio de valores, tradiciones y estilos que caracterizan
y definen nuestra posición en el mundo de la cultura.
No cabe ya ignorarlo. La libre comunidad cultural
hispanoamericana es la única forma de existencia
histórica en que podrán convivir y entenderse la nueva
España y los pueblos de este hemisferio, otrora sojuzgados
y exprimidos por la España que tiene en el régimen
franquista su más acabada expresión y contra la cual se
levantaron los buenos españoles, los que sufrieron, por no
querer ser ofendidos en sus almas libres, la persecución,
la arbitrariedad, el despojo y la muerte, en descomunal
epopeya que se inicia con los comuneros de Castilla, se
magnifica ante la invasión napoleónica, sacude al mundo
con la defensa de Madrid y rezuma hoy sangre, dolor y
miseria en los campos de concentración de la democracia
y en la dramática dispersión del exilio. Esa España, la
España vital que José Martí contrapuso a la España
oficial, la España de los españoles que aman la libertad, la
que nos respeta y nosotros respetamos –raíces calcinadas
en invisible retoño–, es la que forma parte de nuestra
herencia histórica y la que es deber nuestro salvar ahora
y ayudar después en la hora decisiva de la reconstrucción.
La emocionada apelación dirigida recientemente a nuestros pueblos por Gustavo Pittaluga –figura representativa
de la España en éxodo– será, sin duda, escuchada. Ya lo está
siendo. Pero, si a su voz esclarecida se sumaran la de todos
los desterrados ilustres que representan hoy las esencias
más alquitaradas de su pueblo en América, y se lograra
sellar la unidad inquebrantable de todos los españoles republicanos en un programa de acción inmediata y de amplias
perspectivas ulteriores, se habría dado un extraordinario
paso de avance en el establecimiento de un mundo libre,
justo y pacífico.
(El Mundo, 10 de mayo de 1943)
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La vileza del caudillo
La violenta y definitiva reducción de los últimos bastiones
del fascismo en el norte de África ha colocado al gobierno
nazionalista español entre la espada y la pared. Ni corto ni
perezoso, Francisco Franco se ha aprestado a lanzar una
nueva oferta de paz a las Naciones Unidas en nombre de
los que desencadenaron la guerra y, con su consentimiento
y apoyo, arruinaron a España, asaltándola por la espalda.
Ningún sitio menos adecuado para erigir esta vez la tribuna
mendaz que Almería, la bella ciudad mediterránea bombardeada cobardemente por la escuadra alemana al servicio y
mayor gloria del “salvador de la civilización cristiana y de
la cultura occidental”.
El impudor y la vileza son ingredientes constitutivos de
toda política de tipo fascista. Nunca, sin embargo, se concentró tanta vileza y tanta impudicia en tan pocas palabras
como en esa perorata del paje engomado de Adolfo Hitler
y de Benito Mussolini. Sobre una montaña de crímenes,
con las cárceles repletas y el país sometido a un régimen
de exacción y de hambre, el caudillo habló, sin que se le cayera la lengua, de su “compenetración con el pueblo, como
afirmación rotunda de que estaba con la verdad”. Se refirió,
con descoco inaudito, a la actitud serena con que el estado
nazionalista español, mero pontón de Alemania e Italia y
guarida notoria de los submarinos del eje, ha contemplado la espantosa contienda que tuvo en él su instrumento
inicial. Y, con no menos descoco, se ofreció como mediador
–tintas aún las manos de sangre de mujeres, ancianos y
niños– para “deshacer los odios y acercar los pueblos”. El
grueso del ataque hubo de concentrarlo, naturalmente, en
el comunismo, “empujando las siembras de odio llevadas a
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cabo durante veinticinco años, la barbarie rusa esperando su
presa, la anti-Europa, la negación de nuestra civilización, la
destructora de todo lo que nos es más caro y más preciado”. Y
mostró, finalmente, como ejemplar contraste con “los que, en
el extranjero, después de destruir nuestras iglesias, robado
nuestros tesoros y saqueado nuestras casas, arrastran hoy
su miseria por el mundo injuriando a España y buscando
en la prensa comunista y en las logias masónicas apoyo y
resonancia para sus calumnias”, una España “unida y fuerte
para luchar contra todos los temporales”.
Si España estuvo alguna vez radicalmente desunida y
débil, si no significó nada como estado en el concierto de los
estados, si careció de toda posibilidad de autonomía histórica, si fue presa ensangrentada de la política extranjera, si su
hacienda pública y su patrimonio privado estuvo a merced
de la gavilla gobernante que profanó las iglesias transformándolas en barricadas, dispuso de lo ajeno como propio
y cegó las fuentes mismas de la vida espiritual y civil, es
ahora, en este tenebroso paréntesis que le ha tocado sufrir
por obra de aquellos que hoy se proclaman mensajeros de
la paz y portavoces del cristianismo. La crueldad de la falsa
solo desprecio merece.
Hoy España vive fuera de España. Y si es respetada y
querida y estimada es, precisamente, por aquellos que, con
su exilio forzado y su pobreza honrosa, representan la más
alta forma de existencia de su dignidad histórica. Es a esos,
que encarnan hoy sus valores más puros en tierras de América y enaltecen al viejo solar infamado con la lección de
su sacrificio, con el sudor de su trabajo y con las luces de su
pensamiento, a quienes fueron saqueadas sus casas, robados
sus tesoros y arrebatadas sus cátedras y quienes la prensa
libre, las logias masónicas, los institutos universitarios y
las empresas industriales recibieron con calor de hogar,
ratificando, con su conducta, la mentira del franquismo y
la verdad y la justicia de la causa republicana.
Esta hipócrita oferta de paz y esta sarta soez de falsas
imputaciones del caudillo debe ser respondida a pecho
descubierto y con sostenido empuje. Rendición incondicional:
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he ahí, por un lado, la única respuesta, ya lanzada por Cordel
Hull. Y, conjuntamente, la inmediata ruptura de todo linaje
de relaciones con esa banda de tahúres y gánsteres que,
ante la inminencia de la sanción inexorable, se disfrazan de
corderos e intentan salvarse de la horca salvando a sus amos
de la derrota irremediable. No es esta hora de pensar en la
paz, en ninguna paz que salvaguarde los intereses del eje
y deje intacta la raíz del fascismo, como la propugnada por
Franco. Es hora, por el contrario, para ganar definitivamente
una convivencia pacífica internacional, de acelerar la guerra,
de no dar cuartel, de llevarla a fondo hasta sus últimas
consecuencias. El “punto muerto” fue ya, afortunadamente,
superado. Lo que está por delante es el avance incontenible.
El avance sobre Berlín, sobre Roma, sobre Tokío, sobre
Madrid. El problema de un gobierno republicano español
en el exilio se ha puesto en la orden del día. ¡Exijámoslo!
Y, como réplica condigna a la inverecundia del caudillo,
apretémonos codo con codo, en fraternal alianza, con los
hombres que hoy simbolizan, dentro y fuera de España,
su auténtica grandeza y su futuro de libertad. ¡Que los españoles que aún pueden hablar digan su palabra! ¡Que los
cubanos limpios, con José Martí como escudo y el recuerdo
siniestro de Weyler decapitado a sus plantas, digan la suya!
(10 de mayo de 1943)
28
El soldado inglés y la postguerra
El problema de la reconstrucción social del futuro parece
haber entrado en el ámbito de las preocupaciones cardinales
de la población civil de las Naciones Unidas. Sumamente
interesante sería pulsar las ideas que albergan al respecto
los que lidian la guerra en los frentes de batalla. Sabemos
ya lo que piensan las figuras responsables de Inglaterra,
Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas en relación con el deber ser de la convivencia
humana en la etapa subsiguiente al ciclo bélico. El plan
de seguridad social elaborado por sir William Beveridge
resume en buena medida, a mi juicio, lo menos que el pueblo inglés aguarda de la paz. La cálida adhesión prestada
al mismo por el Partido Laborista –órgano auténtico del
proletariado británico y punto de arranque de toda política
progresista en Gran Bretaña– verifica cumplidamente el
aserto. Incluso el ágil semanario Tribune, portavoz de la
izquierda laborista, ha asumido una actitud positiva ante
el plan Beveridge. Sabemos, asimismo, a lo que aspiran y
quieren los espíritus más alertas de la inteligencia inglesa.
Como sabemos también lo que quieren y a lo que aspiran
los magnates de la City, los viejos conservadores de peluca
empolvada, los provectos liberales de casaca y de espadín
y los munichistas del Cliveden Set. Acontece lo propio en lo
que a Estados Unidos concierne.
Lo que no sabemos a fondo es lo que alientan y esperan
los que llevan directamente sobre sus hombros el peso de la
guerra. ¿Son meras tuercas que obedecen mecánicamente
las órdenes del supremo comando como los soldados de las
potencias totalitarias, o anidan en sus cabezas criterios
propios sobre la razón de su faena y de los objetivos que
29
conlleva una guerra popular contra el fascismo? ¿Son puros
títeres o conservan intacta su capacidad de discernimiento?
Resulta, en verdad, difícil precisarlo. Si en condiciones de
guerra es tarea harto compleja un libre sondeo de la opinión
civil, mucho más lo es tratándose de un ejército, inaccesible por naturaleza a pruebas de este tipo. Algo puede, sin
embargo, vislumbrarse en la reciente experiencia realizada
por Harold J. Laski, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Londres y uno de los más sagaces teóricos del
Estado moderno.
En una conferencia pronunciada por Laski ante un denso
auditorio de soldados británicos sobre los problemas de la reconstrucción social, hubo de advertir alborozado que a estos
les interesaban tanto dichos problemas como la inmediata
derrota militar del fascismo. Se mostraron todos inequívocamente convencidos del destino final de los ejércitos de Hitler,
Mussolini e Hirohito. Muchos se manifestaron, en cambio,
inquietos respecto “al empleo que se hará de esa victoria”. El
recuerdo de la decepción de sus padres hace un cuarto de
siglo ensombrecía su horizonte mental y entibiaba su confianza; pero se pronunciaron unánimemente dispuestos a
impedir que la historia se repita.
Esta postura parece estar fuertemente enraizada, al decir
de Laski, en la base de todos los cuerpos armados del país.
“Nuestros combatientes –escribe– dieron a las Naciones
Unidas todas las oportunidades necesarias para que la paz
futura cumpla estos anhelos; pero si no ven claramente
que se lograrán tales finalidades, las fuerzas inmensas que
trabajan en este momento en Gran Bretaña explotarán con
tal violencia que su poder se hará sentir en el mundo entero. Ni siquiera la popularidad de Churchill podrá frenar la
potencia dinámica de la desilusión de estos elementos”.
Es opinión igualmente dominante en los cuerpos armados
británicos que Estados Unidos debe superar su aislacionismo internacional y batir sin tardanza los reductos aislacionistas de su política interior por constituir la palanca
de los intereses imperialistas que siguen operando en las
sombras. Los soldados interrogados por Laski acerca de
esta vital cuestión se produjeron cerradamente partidarios
30
de una intervención responsable de Estados Unidos en la
organización de un orden mundial fundado en la autodeterminación nacional, en la democracia representativa, en
la justicia social y en la paz. Si esto no se lograse, si “los
intereses creados económicos o políticos intentaran atrasar
el reloj de la historia, la derrota del hitlerismo traería una
crisis de tal magnitud que todas las palabras son pálidas
para describirla”.
Duda el profesor Laski que el soldado británico pueda
explicarse lúcidamente la lógica inevitable de los acontecimientos; pero juzga indiscutible que posee una fina y clara
intuición de que su futuro depende de la amplitud y rapidez con que los Estados Unidos, Inglaterra y la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas comiencen a planear el
mundo de la postguerra. Sabe, por otra parte –añade–, que
“el futuro ya vive entre nosotros, que se decide día por día
por lo que los gobiernos acuerdan a cada instante, y que
las decisiones que no promueven el interés común tendrán
malas consecuencias durante la próxima década. Los hombres de negocios y los publicistas que sueñan con un mágico
retorno al simple sistema natural de Adam Smith votan por
un mundo sin perspectivas de paz”.
Desgraciadamente esta óptica obsoleta es la que prepondera todavía en determinados círculos dirigentes de la
guerra, como si a compás de su desarrollo no se estuviese
transformando la estructura de la sociedad industrial. El
propio fascismo representa un vuelco reaccionario de las relaciones internas del régimen capitalista sobre una base aún
más concentrada, absorbente y explosiva. El gran problema
de la democracia consiste, precisamente, en trascender las
condiciones económicas que han impedido su real vigencia.
Los derechos subjetivos –constelación jurídico-política que
denominamos genéricamente libertad– no pueden ejercitarse dentro de una urdimbre de relaciones e intereses que le
dan validez eterna a un sistema patrimonial que constituye
un valladar infranqueable a la expansión horizontal de la
riqueza socialmente producida. La doctrina individualista,
liberal o clásica de la convivencia jamás ha podido replicar,
fundadamente, a esta objeción; siempre ha tenido que salirse
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por la escalera de fuego de las leyes naturales, como si el
proceso histórico no tuviera las suyas propias dimanantes
de su flujo irreversible.
Los teóricos del liberalismo económico presentaron la
democracia como sistema político correspondiente, ligándolo a los dogmas de la libre explotación de las masas. Se
confundieron e identificaron las cosas y el hombre, el patrimonio y la libertad, el problema técnico de la distribución
de la riqueza y el problema ético de la dignidad humana.
La rectificación de la democracia tiene que empezar por establecer ese distingo en la teoría y en la práctica. No seguir
confundiendo e identificando, como hasta ahora han venido
haciendo muchos de sus expositores y líderes, los derechos
subjetivos, imprescriptibles e inalienables, con los derechos patrimoniales, objetivos e históricos. Conciernen
aquellos a la libertad, a la personalidad humana; se refieren
estos a los bienes, a la vida material. Los problemas que
atañen a la personalidad humana solo pueden resolverse,
en consecuencia, “con el hallazgo y establecimiento de una
estructura social más justa, que permita reducir la cuestión
a sus verdaderos términos de simple tecnicismo económico
aplicado a las necesidades y aun a las conveniencias de la
comunidad”. Los derechos patrimoniales no pueden seguir
señoreando omnímodamente sobre los intereses sociales e
individuales; tienen que ponerse en función colectiva, ya que,
de otra suerte, estarían en pugna con el progreso material y
espiritual de la sociedad e impedirían el pleno desarrollo de
la personalidad humana, la creación y el ensueño.
No otra es la concepción de la democracia de los soldados
ingleses interrogados por Laski. Libertad, sí; pero no la libertad fantasmal del laissez faire, traducida, en la práctica,
en un dejar hacer para los que poseen y en un dejar pasar
para los que trabajan. Libertad como “conciencia de necesidad”. Libertad, para decirlo con Graham Wallas, como “la
oportunidad de una iniciativa continuada”, sin más límite
que la evolución ascendente de la sociedad y el perenne
reflorecimiento del espíritu humano.
La lección deducida por Harold J. Laski de esta memorable experiencia es reconfortadora y terminante. “Ahora
32
–concluye– es el momento de organizar las condiciones de
un mundo mejor, porque así daremos a los ejércitos de la
democracia el arma suprema de la esperanza y evitaremos
que las fuerzas de regresión, que basan sus proyectos sobre
nuestra fatiga, aprovechen nuestras diferencias para alcanzar siniestras ventajas”.
Los hombres que a pie firme y a pecho descubierto resistieron la brutal acometida nazi, impidiendo con su
abnegación y heroísmo el establecimiento universal de la
barbarie tecnificada, no quieren, pues, ser indignos de su
hazaña: una nueva aurora despunta en la vieja Inglaterra,
redimiéndola en parte de sus grandes pecados contra la
libertad y la democracia.
(El Mundo, 6 de septiembre de 1944)
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Intermedio en Washington
Una muchedumbre abigarrada y febril colma la estación de Pennsylvania cuando arribo jadeante a tomar el tren que ha de conducirme a Washington. Desaparezco, como chupado por el abismo,
escalera abajo y apenas atino a sentarme inicia su rauda carrera
la enorme tenia mecánica. Diez minutos más tarde, ya sobre
tierra, devorando millas, entre monstruos de acero, puentes de
mil tamaños y estructuras, ferrovías a diestra y siniestra, chimeneas empenachadas, resoplidos de calderas, rojos y aplastados
armatostes y olores inverosímiles. A lo lejos, a través del cristal
reverberante de la ventanilla, las testas retadoras de los rascacielos se esfuman románticamente como en un sueño de humo.
Voy a Washington, a pasar el fin de semana, invitado por Charles
A. Thomson. No es precisamente el afán de lo nuevo lo que incita
mi imaginación mientras desfila veloz el tiznado paisaje. Conozco
ya la capital de la Unión. Aún resplandecen en mi memoria sus
blancos edificios públicos, la comba nítida del Capitolio, la ternura
severa del Lincoln Memorial, la majestad sencilla de Mount Vernon,
el perfume sutil de los cerezos en flor y la fluida y plateada cabellera del Potomac. Thomson se encargaría de mostrarme la rígida
evocación pétrea de Jefferson y la maravillosa Galería Nacional de
Arte, en donde los Grecos, los Ticianos, los Rubens y los Van Dyks
rivalizan con el despilfarro de colores de un atardecer tropical.
Es, por el contrario, la pura alegría humana de encontrarme con
Thomson lo que priva en mi espíritu.
Sin percatarme casi, me puse a reconstruir los avatares de
nuestra ya vieja amistad. Nos conocimos en 1934. Era una mañana morena de sol y descendía él la escalinata monumental de
la Universidad de La Habana, teatro inolvidable de mis mozas
rebeldías. Thomson formaba parte de la comisión designada por
la Foreign Policy Association para estudiar la compleja y revuelta
situación cubana. Yo subía, con un libro de Waldo Frank bajo el
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brazo, a una asamblea estudiantil. Charlamos un buen rato sobre
los objetivos de la comisión norteamericana y nos despedimos.
Varios meses después, en denso volumen, aparecía, en español
y en inglés, el fruto de sus desvelos: los Problemas de la nueva
Cuba. Un libro con cuyas apreciaciones se puede discrepar incluso
fundamentalmente; pero que hay que ponderar, en conjunto, como
uno de los más estimables esfuerzos que se hayan hecho nunca
para entender y explicar una determinada coyuntura de nuestro
proceso histórico.
Volví a ver a Thomson en abril de 1935. Ahora en su oficina
de la Foreign Policy Association en New York. Por segunda vez,
venía yo a este país como refugiado político. En aquellos días,
Thomson laboraba justamente en un informe sobre el régimen
Batista-Mendieta, de infausta recordación. Almorzamos juntos y
departimos largamente sobre la situación cubana. Ya a punto de
tener listo el manuscrito para la imprenta, Thomson quiso discutirlo con Pablo de la Torriente Brau y conmigo. Una comida criolla
le esperaba en nuestro humilde cobijo. Y, entre sorbo y sorbo de
negro café y el aroma de legítimos habanos, debatimos sus puntos
de vista. No olvidaré nunca la bizarría con que hubo de defenderlos ni la tolerancia que tuvo para nuestras objeciones. Mientras
permanecimos en New York, continuamos en estrecho contacto
con él. Un día, por fuerza inapelable de las circunstancias, me vi
compelido a poner proa al sur. Y otro día, Pablo de la Torriente
Brau, inflamado de un ímpetu primaveral, lio presurosamente sus
bártulos y pluma en ristre se fue a España a morir por la libertad
y la justicia. El pasado entero rompió a cantar con épico acento a
la sombra conmovida de esta remembranza.
Volví a ver a Thomson, de nuevo en Cuba, en ocasión de la
conferencia de cooperación intelectual. Hace ya tres años largos
de eso. Y fue él quien me exhortó entonces a competir por una
beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. A mi
llegada a New York, con esta en el bolsillo, intenté verle enseguida. No podría ser hasta su regreso de la Conferencia de San
Francisco. Ahora, rumbo a su casa, voy gozando anticipadamente
los deliquios de una plática sin pelos en la lengua.
Como el tren entró adelantado en agujas, tuve que aguardar
unos minutos en el fragor tormentoso del gentío, entre maletas y
baúles, despedidas y empujones. A poco irrumpió Thomson en el
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abarrotado salón, con su típica efusividad latina. Me pareció el
mismo Thomson que yo había conocido once años atrás. No hay
duda de que si alguien ha logrado tomarle el pelo al almanaque es
este norteamericano sencillo, claro y cordial. Esa noche yantamos
sabrosamente con Concha Romero, pasándole revista a hombres,
ideas y problemas de ambas Américas. Al día siguiente, iba a tener el privilegio de asistir a la histórica sesión en que el Senado
norteamericano ratificaría la Carta de las Naciones Unidas.
Thomson vive en las afueras de Washington, en Carvel Road,
Westmoreland Hills. Sobre una suave y verde eminencia se levanta su villa, trasunto leal de su espíritu. Sicomoros y pinos ornan
su pequeño jardín. El interior es sobrio, tibio y risueño. Por todas
partes me salen al paso, como saludos, libros y objetos que me
transportan a la tierra lejana, corazón sangrante en la vigilia.
Thomson tiene una biblioteca hispanoamericana magnífica. Me la
enseña con visible orgullo. Versos, historia, literatura. Pero más
que todo eso, lo que en su casa “brilla, fija y da esplendor” es su
esposa y su hija Margarita. Es un tesoro que el afortunado propietario comparte generosamente con sus huéspedes. Verdadero
calor de hogar respiré allí en las breves horas de mi estancia.
La noche antes de mi partida Thomson invitó a cenar a Larry
Duggan. Tenía vivos deseos de que nos conociéramos. Es un
hombre joven, entusiasta, de muy claras entendederas, mesurado
y desprendido. Tertulia próvida, limpia y cálida disfrutamos de
sobremesa. El intrincado y controvertido problema de las relaciones interamericanas fue crudamente abordado. Thomson, sagaz
y sereno, de vez en vez, lanzaba al ruedo una grave y elaborada
reflexión. La victoria laborista y la cuestión española fueron
examinadas a fondo. De múltiples tópicos más se habló luego
y también de la insoslayable necesidad de presentar al público
norteamericano por escritores norteamericanos sendas biografías
de nuestros grandes, poco más que ilustres desconocidos. Juárez,
Sarmiento y Martí acapararon la atención y la preferencia. Expuse
yo, finalmente, en líneas generales, la tesis del libro que estoy elaborando sobre el New Deal. Y no nos separamos sin que ambos se ofrecieran, con gentileza que agradezco sobremanera, a procurarme
contactos y relaciones con figuras destacadas de la administración
de Roosevelt y con un grupo de profesores especializados en los
diversos aspectos de su política.
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Charles A. Thomson labora desde 1939 en la Secretaría de Estado. Su infatigable tesón, su sólido juicio, su clara inteligencia y
su ejemplar probidad las ha puesto al servicio del entendimiento
recíproco de su pueblo y de los pueblos nuestros, la mayoría de
los cuales ha visitado.
A la vuelta, otra vez devorando millas, en la tenia mecánica que
me devolverá al tráfago alucinado de la gran metrópoli, se me va
haciendo insensiblemente la conciencia de que este intermedio
sentimental en Washington conservará siempre su primigenia
fragancia. Nada ilumina mejor el carácter de un pueblo que su
sentido de la amistad. Ni nada acerca más a los hombres que el
decirse cara a cara lo que sienten y piensan. El respeto ajeno se
consigue solo si se vive de pie, la frente alta y la mano presta.
(El Mundo, 10 de agosto de 1945)
37
La venda de Cupido
Resulta hoy sobremanera fácil advertir la trayectoria solar del
proceso histórico hacia una síntesis dialéctica de todos sus aportes. Jorge Guillermo Federico Hegel, en un soberano arranque, lo
intuyó hace un siglo. En ese sinfónico desfile de pueblos y culturas,
Grecia constituye el primer centro universal del espíritu europeo,
convirtiéndose en punto de partida de toda evolución espiritual
ulterior. La importancia y el interés que tiene para nosotros la
antigüedad griega radica, justamente, en esta vinculación suya al
devenir de la cultura occidental, a la que lega un profuso semillero
de conquistas y un horizonte en perpetuo renuevo.
No se logra, sin embargo, hasta tiempos muy cercanos a los
nuestros la pulcra determinación de las relaciones entre la cultura
griega y la occidental y la aprehensión rigurosa de la compleja
realidad histórica que la sustenta y conforma. Esta dilatada
demora en la comprensión de lo griego es uno de los más peregrinos acaecimientos de la ciencia histórica. La explicación de
la misma ha de indagarse, por una parte, en la deshistorización
de la antigüedad grecolatina por el espíritu renacentista; y, por la
otra, en el cultivo romántico de las humanidades, que da pábulo
a una mística exaltación de sus valores y a la creencia de que la
cultura occidental es mero trasunto de la clásica, que agota en sí
misma la capacidad humana de creación y decanta, en su propia
esencia, la esencia de la vida.
La beatería de lo griego, definida por José Ortega y Gasset como
“tendencia al deliquio y al aspaviento”, es el gran obstáculo que
ha entorpecido un certero entendimiento de la cultura clásica,
contribuyendo a forjar de la misma un concepto falaz. Muestra
de esa “postura de ojos en blanco” la ofrece Alemania, en la que se
llega a sostener que “entre el espíritu helénico y el alemán existe
un sagrado vínculo nupcial”. “Tierra del ideal” llamó Winckelmann
a Grecia. Lessing, Vos, Goethe y Schiller se produjeron en parejo
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lenguaje. No anduvo Francia muy en zaga a ese sentimental
derretimiento. ¿No creyó descubrir el siglo xviii francés, con enternecido alborozo, en el sentido griego de la vida el arquetipo de
la vida humana? En la centuria subsiguiente, Hipólito Taine y
Ernesto Renán, críticos e historiadores ambos de afilada pupila
y cernido saber, hablaron, con admiración patidifusa, del milagro
griego, del don divino que fue Grecia. Maestra de ciudadanía,
corporización impar del gobierno del demos, dechado único de
nivelación social, refugio del espíritu humano, incitación al retorno
la proclama Henri Beer. “Muerta es la vieja Grecia –escribió José
Martí, nada sospechoso de grecofilia– y todavía colora nuestros
sueños juveniles, calienta nuestra literatura, y nos cría a sus pechos, madre inmensa, la hermosa Grecia artística. Con la miel de
aquella vida nos ungimos los labios aún todos los hombres”. Y son
muchos todavía los que, en esta hora de universal palingenesia,
se agarran conmovedoramente, como náufragos, a la imagen que
dejó Tucídides de la democracia ática en la deslumbrante madurez
del siglo de Pericles.
¿Marca Grecia, en verdad, la curva más alta de la capacidad
humana de creación y de anhelo? ¿Se extinguió acaso con Grecia
la forma suprema de la convivencia humana? ¿Corresponde, en
rigor, esta versión apologética a la realidad histórica que dice
representar? ¿Fue Grecia, en puridad, un paréntesis de cristalina quietud en las turbulencias sociales del mundo antiguo, una
democracia sin desasosiegos ni quebrantos, serena y bella como
un verso sin entraña? ¿La isonomia fue para todos o patrimonio
exclusivo de una minoría privilegiada? ¿Tuvo el demiurgo los mismos derechos que el eupátrida? ¿Mereció alguna vez el geomoro
el saboreo olímpico del diagogos? ¿Pudo el esclavo, que fecundaba
la tierra para garantizarle al filósofo el ejercicio desinteresado
de la teoría y al ciudadano su dedicación plenaria a la actividad
política, dejar oír su voz de protesta en la eclessias? ¿Trascendió
alguna vez el ilota el pórtico rutilante de la apella?
La investigación histórica ha respondido, negativamente, a este
dramático repertorio de cuestiones. Deonna, Picard y Schuhl han
demostrado “lo que hay de falso y grotesco en los pretendidos
dogmas sobre la perfección y la serenidad de la vida ateniense”.
Oswald Spengler, que casi nunca tiene razón, le sobra, sin embargo, cuando se mofa de los clasicistas alemanes que admiten a
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pie juntillas que los atenienses “se pasaban la vida filosofando a
orillas del Ilissos, en pura contemplación de la belleza”. Werner
Jaeger, en su Paideia, les ha sobrepasado largamente en el afán
esclarecedor y en los resultados obtenidos, que abren, sin duda, un
nuevo y promisor capítulo en los estudios clásicos. Si el “equívoco”
platónico ha sido ya despejado y si ya podemos disponer de una
teoría general del espíritu griego, lo debemos a su ingente faena.
Obligado es consignar, empero, que sin la obra de roturación y
siembra emprendida por Jacobo Burckhardt y Federico Nietzsche,
imposible hubiera sido a estos eliminar tan vívidamente el mundo griego. A Burckhardt corresponde el haber subrayado, antes
que nadie, en su memorable curso de 1872 en la Universidad de
Basilea, los batientes sombríos de ese mundo. “Si algún pueblo
padeció y sufrió –dice– fue este pueblo excelso”. “Ninguno –añade– se hizo más daño a sí mismo”.
Entre los oyentes de Burckhardt estaba Federico Nietzsche,
profesor de Filosofía en la propia universidad. Ni que decir tiene
que la “nueva manera” de interpretar la historia, que afloraba ya
en sazón en su maestro, fue genialmente captada por el inquieto
discípulo, que la utilizaría, con próvido rendimiento, en su luminoso
libro El origen de la tragedia. Nietzsche, en efecto, develó, aún
más que Burckhardt, la dorada túnica del mito y puso en flagrante
evidencia a los que, sin perspectiva ni sentido de los ritmos vitales
que rigen y configuran las épocas históricas, pretendían dar de
Grecia una visión artificiosa, como si el contradictorio flujo del
proceso social y sus repercusiones alternativas en la conciencia de
los distintos grupos y clases pudieran coagularse, sin menoscabo,
en la redoma de un idílico esquema.
Según Nietzsche, la historia de Grecia no fue, precisamente,
prototipo de serenidad. La estéril superstición, alimentada en el
turbio hontanar de los idealismos postizos desenmascarados por
Karl Manheim, cobró su auténtica categoría vital al preñarse
de tiempo y espacio. Si Grecia supo de la fruición inefable de la
euforia colectiva, conoció también la disforia social. Y, más de
una vez, sintió clavarse, en su carne desgarrada, el dardo cruel
de la desesperación sin esperanza, que desangra y aniquila el
espíritu, vencido al cabo por un sentimiento de impotencia que
todo lo impregna y pervade y por una desaforada irrupción de los
más oscuros apetitos. El ritmo dionisíaco comparte con el apolíneo
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el desarrollo del espíritu griego. La concepción de la vida como
tragedia, como lucha del hombre contra el destino en la certeza
de su vencimiento, predomina en Grecia en su infancia y en su
adolescencia social y cultural, como expresión irracional de una
realidad que parece escaparse de las manos de sus fautores. El
ritmo apolíneo, la concepción de la vida como señorío gozoso sobre los instintos y la circunstancia social, rige en el apogeo de su
plenitud histórica, singularizada por la estatuaria perfecta, los
sistemas racionalistas de filosofía y la consideración de lo humano
y de su concreto destino. El ritmo dionisíaco volverá a apoderarse
del pueblo griego en la hora crepuscular de su decadencia histórica, caracterizada por vastas y profundas agitaciones políticas
y sociales, por luchas sangrientas entre Atenas, Esparta, Tebas y
Macedonia por el entronizamiento de la autocracia y el eclipse de
la polis como forma específica de expresión de la vida civil griega.
Si a esta nueva óptica se la pule y completa con el análisis
sociológico de la estructura histórica del espíritu que la nutre
y modela, brotará, con entera limpidez, el trasfondo social del
pensamiento griego, hasta ahora embozado poéticamente en la
leyenda. La vieja y arrumbada hermenéutica cuenta aún, desde
luego, con fervorosos prosélitos. Muchos de ellos se han virado
incluso contra la nueva perspectiva, tildándola de herética. Lo
cierto es, sin embargo, que la ubre de la ortodoxia ha tiempo que
ni agua mana. En sus momentos estelares, tuvo diestros filólogos
y rastreadores infatigables de los textos filosóficos. Ahora se limita
a dar, como propios, venerables refritos.
No nos contentamos ya con un Platón de estampilla, ni con un
Sócrates de vidriera. De lo que ahora se trata es de exhumar el
mundo griego en su efectiva y real concreción. Se trata de desentrañar y comprender lo que subyace en el ideal platónico de vida,
en la doctrina de la conducta de Sócrates, en la escultura de Fidias, en la comedia de Aristófanes, en la enseñanza de Protágoras
o en la oratoria de Demóstenes. Nada de ello se puede explicar en
sí mismo, ni por sí solo. Se explica únicamente en función de su
medio y de su tiempo. Aquella insólita floración de espíritus egregios está inserta y articulada en una estructura social y espiritual
determinada. La corriente histórica en que viven inmersos les
vino impuesta. Y, a la vez, han actuado sobre ella para represarla,
impelerla o transformarla. Han sido, en pareja medida, ellos y
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su circunstancia. Y, porque lo fueron, lograron trascenderse a sí
propios y a esta, inmortalizando su espíritu en la mortalidad de su
carne. Le robaron al cielo sus secretos por estar muy enraizados
en la tierra. Esa fue su proeza y esa también su tragedia.
Este enfoque es el único, a mi juicio, que permite darle a la
Hélade lo que la Hélade merece. Punto de partida de toda cultura ulterior, la griega aporta a la nuestra cardinales hallazgos
en el pensamiento y un rico patrimonio de formas estéticas. La
cuantía y calidad de ese legado, incorporado al acervo propio de
la cultura occidental, que lo asimila y trasciende, es lo que hace
a esta deudora perenne de la cultura clásica. Y lo que explica,
asimismo, en los que carecen de conciencia histórica, esa beatería de lo griego que, al arrebujar su verdadera imagen, deforma
y empobrece su prístina frescura, esa como lozanía de anhelo
inconcluso que rezuma. La realidad maravillosa que fue Grecia
no es una merced impar de los dioses ni un don mágico del genio
helénico, sino un producto concreto de la dialéctica histórica. El
milagro griego no es otra cosa que el haber sido Grecia “el punto
más bello de desarrollo de la infancia social de la humanidad”.
Esa, y no otra, es la razón de su eterno atractivo.
Ni Grecia constituyó, ni puede constituir hoy, la meta y el mito
de la aspiración humana. Como todas las formaciones históricas que fueron y serán, Grecia anidaba, en su vientre prócer,
los gérmenes de su propia disolución. Uno de sus filósofos más
buidos profetizó, mucho antes del tramonto histórico de Atenas,
su inexorable derrumbamiento y el derrumbamiento inexorable
del futuro a través de su propia superación. ¿Por qué había de
bañarse dos veces en un mismo río si no pudieron hacerlo Asiria y
Caldea, Babilonia y Persia, Creta y Egipto? Grecia intentó, como
Prometeo, rebelarse contra su destino. Fue inútil. La marejada
macedónica y su desgaste interno habrán de ahogarla en Queronea. El problema de la unidad del mundo antiguo, planteado ya
en las guerras del Peloponeso, tendrá una solución provisoria en
el imperio alejandrino, que extendió sus centelleantes confines
hasta las fronteras misteriosas de la India. Roma dará soberbio
remate a ese proceso.
Grande en sus vuelos y en sus caídas, en sus glorias y en sus
miserias, fue Grecia. Ningún otro pueblo del pasado se atrevió a
ser lo que era con tan juvenil denuedo. Justificado está, por eso,
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que se acerque uno a Grecia con amoroso impulso. Y, justificado
también, que un profundo temblor nos recorra el cordaje de la
sensibilidad al penetrar en su pensamiento, en su arte, en su
agonía; pero lo que ya no puede admitirse, en puro rigor científico, es verla como no fue, ni investirla de atributos que no tuvo,
ni ofuscarse con el fulgir de sus irradiaciones como un colegial
embelesado con los ojos de su novia.
“Amor –sentenció un griego– equivale a conocimiento”. Conocimiento, no ceguera. La venda de Cupido es ya solo válida para
los enamorados bobos.
(Cuadernos Americanos, año VII, vol. XXXVII, enero-febrero,
1948)
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Grandeza y servidumbre
del humanismo
Suele olvidarse, a menudo, que nada se da por añadidura en
la historia. El mundo moderno advino a la existencia entre
grandes dolores y luchas terribles. La burguesía, el capitalismo
y el proletariado se abren camino en constante forcejeo. Se
registran pocas revoluciones más vastas y hondas que esa
de la cual emergió la sociedad en que vivimos. Sus raíces se
remontan mucho más allá de las mutaciones operadas en
la estructura y en la faz de la sociedad europea durante los
siglos xv, xvi y xvii. Se ven ya sus briosas ramazones en la
alta Edad Media. El punto de partida de ese dilatado proceso,
que lo es también de la descomposición del régimen feudal,
puede situarse en la reanudación de la vida urbana y de la
actividad crematística en el siglo xii. Múltiples circunstancias
y factores confluyeron en la baja Edad Media, acelerando
ese complejo y revuelto desarrollo; pero el determinante de
su curso ulterior es el ascenso progresivo de la economía
dineraria en algunas ciudades de Occidente a partir de las
Cruzadas. La teoría de Werner Sombart sobre la génesis del
temprano capitalismo ha sido definitivamente impugnada.
El criterio hoy predominante es que fue el comercio, y no el
producto de la propiedad territorial, la fuente y la fuerza con
cuyo auxilio se formaron las fortunas burguesas de la etapa
germinal de la modernidad. El nuevo tiempo histórico que
inauguran el Renacimiento y el humanismo, los grandes
descubrimientos geográficos y científicos, la reforma religiosa,
el estado nacional y el sistema mercantilista, el espíritu
utópico y las revoluciones inglesas del siglo xviii es, pues,
como ha dicho René Gonnard, “hijo de Mercurio y no de Ceres
y trae consigo el culto de Plutón y la rebeldía de Vulcano”.1
1
Historia de las doctrinas económicas. Madrid, 1948.
44
El alto nivel que alcanzó el tráfico mercantil en la Edad
Media declinante está condicionado por el establecimiento
de grandes industrias de exportación, principalmente textiles y mineras, en Flandes, Italia, Suavia, Inglaterra, el
bajo Rhin y la Nuremberga. Los promotores y depositarios
de ese intenso comercio, que invadía zonas cada vez más
amplias de la economía señorial transformándola en economía dineraria, fueron generalmente, como ha demostrado
Jacobo Strieder, advenedizos salidos de los angostos círculos
del artesanado y del pequeño comercio al ancho ámbito de
la especulación y del cambio. Movilizando sus fortunas en
empresas industriales y en pingües negocios con los poderes
espirituales y profanos, se integran, prontamente, en una
categoría social en pugnaz contradicción con las relaciones materiales que sirven de sustentáculo a la concepción
escolástica de la convivencia. Esa acumulación progresiva
de riqueza dineraria, multiplicada posteriormente por la
explotación esclavista de los yacimientos auríferos de América, la piratería y el pillaje colonial y por la expropiación
en gran escala de las tierras de cultivo para dedicarlas a
la cría de ganado lanar, es la base objetiva del temprano
capitalismo. “Nos hemos enriquecido –observa Sombart,
esta vez certeramente– porque pueblos y razas enteros
han muerto por nosotros; por nosotros se han despoblado
continentes enteros”.2
El desplazamiento urbano de densas masas campesinas
despojadas de sus medios propios de vida sirvió, por partida
doble, a los intereses y finalidades de los comerciantes:
ensanchando el mercado de consumo interno y abasteciéndolos
de una mano de obra en extremo barata. Sin otro patrimonio
que su propia fuerza de trabajo, el contingente aldeano
desvalido no tenía otra alternativa, para subsistir, que
aceptar el misérrimo salario que se le ofrecía. Jurídicamente
era libre. No dependía ya del señor, ni tenía que pagar
impuestos, ni someterse a las rigurosas prescripciones de
los gremios de arte y oficio. Era libre, absolutamente libre,
2
L’apogée du capitalisme. París, 1932.
45
para alquilarse; mas no para fijar las condiciones de su
arriendo, que le venían indefectiblemente impuestas. Ni que
decir tiene que la existencia de esta nueva categoría social,
prefigura del proletariado moderno, chocaba con las formas
corporativas del régimen de trabajo y la explotación servil
de la tierra, sumándose al ya tenso antagonismo entre la
nobleza territorial y la clase mercantil, entre el castillo y el
burgo, entre las artes possessivae y las artes pecuniativae.
No demoraría mucho en hacer crisis esta constelación de
discordancias. El desarrollo creciente del comercio, del
crédito, de la actividad industrial y del sistema de producción
fundado en la libertad de trabajo no podía ya evolucionar
hacia formas superiores de expresión sin un reordenamiento
de las bases sociales y de la relación de autoridad dominante.
La vieja aspiración de la clase mercantil a regirse por cuenta
propia se hacía ahora imperativa.
Recabar de la nobleza un régimen de franquicias, en
que se limitara su derecho de imponer tributos y multas
a capricho, fue la primera demanda planteada por la naciente burguesía como clase. En 1294 ya la de Florencia lo
había logrado. La burguesía española un siglo antes, haciéndose representar por los procuradores desde las cortes
convocadas por Alfonso II. Fue, pues, en España donde la
clase social que regiría el mundo moderno tuvo su primer
despunte de conciencia política. En España intentará
también, por primera vez, tres siglos más tarde, la plena
ascensión al poder público. El fracaso de la sublevación
de los comuneros de Castilla y de las hermandades de
Valencia en su empeño de “desfachar el yugo feudal” fue,
asimismo, el fracaso de la burguesía española y la razón
última del discontinuo desarrollo histórico de ese país,
colonia última del imperio perdido.
Múltiples ciudades obtienen estas cartas de franquicias,
compradas muchas de ellas a los señores. Fortaleza hasta
entonces, el burgo se trueca en mercado. En su plaza central se compran y venden los productos de la tierra y las
manufacturas, se efectúan las transacciones, se extienden
y cobran letras de cambio, se pignoran valores y se presta
46
dinero a interés. La moneda suplanta al servicio personal.
El señor mismo y aun la Iglesia se ven compelidos a utilizarla. Los puentes levadizos de los castillos feudales y
los pórticos majestuosos de las catedrales se rindieron a los
traficantes, que cruzaban aquellos y se instalaban en estos
pregonando alegremente sus mercaderías. Esta invasión
de los dominios, hasta entonces inaccesibles, de los príncipes de la tierra y de las dignidades eclesiásticas suscita
conflictos y querellas; pero carecen todavía de significado
político. La clase mercantil solo aspiraba, en esta fase de su
desarrollo, a insertar sus intereses en el régimen feudal. El
paso inmediato se encaminaría, precisamente, a reclamar
una esfera intangible de acción dentro de ese régimen.
Nada más instructivo, a este respecto, que la evolución de
ese proceso en el espíritu de la burguesía. En un principio
se contentaría esta con que la educación eclesiástica acogiera en su seno determinadas enseñanzas que convenían
a sus intereses. Su primera victoria fue la sustitución de
la escuela monacal por la escuela catedralicia, en la que
se prestaba particular atención a la enseñanza práctica
conectada con las actividades mercantiles. La fundación de
las universidades fue la conquista subsiguiente. Ya la burguesía, decidida a lograr una esfera propia de acción dentro
del régimen feudal, no se conformaba con vivir a merced
de sus usufructuarios. En el seno de estas corporaciones de
profesores y estudiantes, la burguesía fomentó el ambiente
intelectual que necesitaba para combatir y derrocar el feudalismo y la escolástica en el plano de la cultura. El latín
fue sustituido por la lengua nacional. El trivium y el cuadrivium por nociones de ciencias naturales, de historia, de
geografía y de cálculos. La proyección práctica que estas
dos últimas disciplinas tenían para la burguesía –tentada
ya por la visión de un camino más corto a las Indias– determinó el establecimiento de escuelas especiales de náutica
y de contabilidad, en las que banqueros y comerciantes recibían la instrucción indispensable para el ejercicio de sus
complejas actividades. La Iglesia respondió a ese empeño de
la clase mercantil convirtiendo las catedrales en mercados,
47
en bolsas de valores y en bastiones del feudalismo en retirada. La lucha abierta por el control de la cultura, poderoso
instrumento de dominación de la conciencia social, fue la
consecuencia de esa creciente y pugnaz rivalidad económica.
La ciudad de Florencia sería el centro inicial de ese duelo
memorable entre dos mundos embestidos.
Henri Pirenne ha estudiado la rápida difusión del espíritu
capitalista por todas las ciudades europeas.3 El Renacimiento y la Reforma le suministrarán los fundamentos psicológicos que todavía le faltaban. Se caracteriza ese espíritu
por el instinto adquisitivo, por la voluntad de poderío, por
el afán de ascender a planos sociales de mando material y
espiritual, por la acción creadora. Jacobo Fúcar, Cosme de
Médicis, Miguel Ángel, Copérnico y Maquiavelo expresan
ese mismo estilo de vida en el terreno de la cultura. La
historia de ese espíritu es, en gran medida, la historia del
desenvolvimiento del individuo, la historia de la fe del hombre en sus propias potencias. “Comienza entonces –escribe
Jacobo Strieder– ese largo proceso de racionalización en las
formas económicas, que aún hoy no parece estar concluso.
Iníciase esa penetración en la cual desde entonces habrá
de encontrar su más fuerte expresión espiritual el progreso de
la vida económica europea. Junto a la máxima creación del
espíritu italiano renacentista, el estado como obra de arte,
colócase otra creación nacida del mismo espíritu personalista: la economía como obra de arte, el negocio moderno,
la empresa capitalista”.
La fermentación espiritual originada por ese proceso de
radicales transformaciones en la estructura de la sociedad
europea alcanza en Italia su más alta capacidad creadora
y su plenitud de esplendor. A ese fúlgido, estremecido y
fecundante período de la historia, en que la razón y la
ciencia imponen sus fueros abatiendo la escolástica y el
sentido señorial de la vida, es a lo que, desde entonces,
se ha venido llamando Renacimiento. Todavía suele
considerarse este vuelco ingente de la conciencia europea
3
Historia económica y social de la Edad Media. México, 1939.
48
como una pura resurrección arqueológica de la antigüedad
grecolatina. Tres factores han influido, decisivamente, en
la elaboración de la falsa perspectiva: la deshistorización
del fenómeno por aquellos que solo quisieron o pudieron
ver en él un espléndido rebrote erudito del espíritu clásico,
el amoroso deleite que mostró el humanismo por los textos
antiguos y el equívoco que conlleva la palabra renacimiento.
El Renacimiento constituyó, sin duda, en su forma de
expresión, una vuelta a la Antigüedad; pero esta vuelta,
lejos de haber sido una rémora, fue “un acicate hacia el
mañana, porque complicó la visión histórica del pasado y
cooperó, de esta suerte, a hacer más ricas y heterogéneas las
anticipaciones ideales del futuro”. El significado profundo
de esta actitud puede vislumbrarse en estas palabras de
Pablo de Tarso: “Y a renovarnos en el espíritu de nuestra
mente; así también nosotros andemos en novedad de vida”.
Es en este sentido que el vocablo renacimiento aparece, por
primera vez, en Vidas de los pintores, de Vasari. Y es en
este sentido también que profirieron expresiones análogas
–renovatio, regenerari– los grandes reformadores espirituales
del siglo xiii, Francisco de Asís y Joaquín de Fiore, videntes
geniales de las soterradas corrientes de la historia. La vita
nuova, de que hablaría Dante Alighieri en el siglo siguiente,
simboliza el nuevo cambio de constelaciones que se está
operando y el anhelo de una vida nueva ya en marcha.
La actitud contemplativa fue la actitud típica del mundo
antiguo. El renacimiento es acción, dinamismo, actividad
creadora, afán de gloria y de poder, culto a la individualidad
que en el hacer se hace y hace el hacer, fe en la razón, en la
naturaleza y, sobre todo, en el hombre, a quien, conforme al
apotegma de Pico della Mirandola en su De hominis dignitate, “le es dado tener lo que desea y ser lo que quiere”. La
edad de oro nunca estuvo a sus espaldas. Fue siempre en sus
hijos auténticos un sendero, una vía, una aspiración con vista al futuro. “La edad que el renacimiento crea –puntualiza
Fernando de los Ríos– solo añora a través de los eruditos, no
a través del tipo por él creado, no a través del hombre nuevo de la nueva edad; este no suspira, sino que, enamorado
49
del espíritu, se entrega febrilmente a la acción, dispuesto
a crear, de un modo inmediato a beneficio de su individualidad, el medio personal que considera digno de sí”.4 “El gran
aporte del renacimiento –afirma Jacobo Burckhardt– fue el
descubrimiento de la personalidad humana”.5 “En la edad
media –añade– las dos caras de la conciencia humana, la
interna y la externa, yacían soñando o semidespiertas bajo
un velo común. A través de ese velo, tejido con fe, ilusión
y preocupación infantil, el mundo y la historia aparecían
teñidos con unos colores de matices maravillosos. El hombre
tenía conciencia de sí, únicamente en cuanto a un miembro
de una raza, pueblo, partido, familia o corporación, solo a
través de alguna categoría general. Fue en Italia donde este
velo se evaporó por primera vez; con ello se hicieron posibles
un estudio y una consideración objetiva del estado de todas
las cosas de este mundo. Con la misma fuerza se afirmó el
lado subjetivo correspondiente; el hombre se convirtió en
un individuo espiritual (uomo singolare y uomo unico) y se
reconoció a sí mismo como tal”. Este descubrimiento de sí
mismo produjo en el hombre un deslumbramiento que todavía ofusca en la distancia del tiempo. Fue como si despertara
de una catalepsia de siglos y todo amaneciera para él.
El mundo viejo, en que la vida venía hecha y el hombre
estaba sujeto a perpetua servidumbre, se aprestó al envite.
Florencia fue el centro inicial, como ya quedó dicho, de ese
duelo memorable entre dos concepciones embestidas. Fertilizada por el trasiego continuo de las mercancías y de los
viajeros, regida a partir de 1434 por los Médicis, príncipes
afanosos de saber y de riqueza, Florencia se convertiría, a
la caída del Imperio romano de Oriente en 1453, en la cuna
del Renacimiento y del humanismo. Los más descomunales
entendimientos y artistas de todas las épocas –Botticelli,
Donatello, Ficino, Maquiavelo, Pico della Mirandola, Lorenzo el Magnífico, Leonardo da Vinci– pintaron, esculpieron,
pensaron y soñaron junto al trémulo cristal del Arno, que
4
El sentido humanista del socialismo. Madrid, 1926.
5
La cultura del Renacimiento en Italia. Buenos Aires, 1942.
50
otrora recogiera, en idílica imagen, el primer encuentro de
Dante y Beatriz. Nunca, en tiempo alguno, ni siquiera en
el siglo de Pericles, vivieron una misma vida y respiraron
una misma atmósfera espíritus tan impares como los que
enjoyaron a Florencia en aquel minuto alucinante de la
historia, inicio de la vita nuova entrevista y cantada por el
autor de La divina comedia. No quedaron muy en zaga de
Florencia las demás ciudades italianas. Roma fue la síntesis luminosa y fragante de esta primavera de prodigios.
La Iglesia misma sucumbió a sus aromas. Rafael y Miguel
Ángel constelaron de frescos y de estatuas de la más pura
estirpe clásica –vírgenes y querubines transidos de exultante paganía– el sacro recinto de los sucesores de San Pedro.
“Disfrutemos del papado –clamaba León X– puesto que
Dios nos lo ha dado”. Los Borgia, soberbio linaje de almas
pervertidas, fatigaron, parejamente, el boato, el incienso y
el crimen. La propia insurgencia de Savonarola en Florencia
contra el desenfreno de los jerarcas de la Iglesia, preludio de
la rebeldía luterana y calvinista, asume el mismo ademán
desorbitado que caracteriza el estilo de vida de la época.
De Italia el Renacimiento se extiende por todos los países
de la Europa occidental. En Alemania el nuevo espíritu
se traduce, por razones inherentes a su desenvolvimiento
histórico, en una fusión dinámica de la herencia gótica y
del impulso humanista, fenómeno que esclarece las añoranzas medievales que impregnan la protesta luterana.
Dos figuras colosales dominan el Renacimiento alemán: el
cardenal Nicolás de Cusa y Alberto Durero. La invención
de la imprenta fue, sin embargo, la aportación cardinal de
Alemania al movimiento renacentista.
Francia logró imprimirle personalidad propia y peculiar
acento al nuevo espíritu, anticipando en la poesía de Ronsard, en la sátira de Rabelais y en el ensayo de Montaigne, su
señero destino en la historia de la cultura. Los Países Bajos
entraron, como España e Inglaterra, un tanto tardíamente
en el proceso renacentista. No fue, empero, menos valiosa su
contribución. Erasmo de Rotterdam, el homo pro se, es acaso
la figura más destacada e influyente de la época. Baste decir
51
que su impronta está presente en todas las minorías cultas
de Europa y principalmente en la élite intelectual española,
en la que el humanismo se introduce y prende a través de
sus libros. Marcel Bataillon ha escrito, a este respecto, un
libro ya clásico.6 Es necesario advertir, sin embargo, que el
erasmismo español se diferencia de sus congéneres europeos
en que se constituye –caso único en la historia del humanismo– como un intento de salvación integral de la personalidad humana y de la cultura occidental. Joaquín Xirau
ha elaborado una tesis preñada de atisbos sobre el tema en
cuestión.7 No se constriñe el humanismo español “a la letra
de las doctrinas de Erasmo. Lo trasciende en todos sentidos
y forma un cuerpo de doctrinas de la más amplia y fecunda
resonancia. Hay en todos sus representantes algo que los
une en la unidad de la misma aspiración”. Es la philosophia
Christi, la consideración cristiana –no eclesiástica ni teocrática– del problema de la unidad humana, totalizada con “las
concepciones de la antigüedad clásica y todos los avances
de la cultura humanista y racionalista”. Es una filosofía integradora de todos los elementos configurantes de la época,
desde Galileo hasta Lutero. Y capaz, en consecuencia, de
haber impedido la ruptura interna de la conciencia europea,
salvando la libertad. No otra es la aspiración que informa
la actitud generosa de Juan Luis Vives, de fray Bartolomé
de las Casas y de Vasco de Quiroga. Esta posibilidad estelar
del humanismo español la quebrarían Carlos V, Felipe II
y la Contrarreforma. El ímpetu epopéyico que anima a los
conquistadores españoles es también, sin excluir sus codicias
y crueldades, hijo legítimo del espíritu renacentista. Resulta
ya, pues, definitivamente trasnochada la vieja tesis alemana
de que en España no hubo renacimiento.
Inglaterra fue el último país que se incorporó a la gran
faena histórica que plantea el Renacimiento; pero sería el
primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. El
nuevo mundo que alborea será obra, en gran medida, del
6
Érasme et l’Espagne. París, 1939.
7
Cuadernos Americanos, no. 1, vol. I, enero-febrero, 1942.
52
método experimental de Francis Bacon, de las doctrinas
contractuales de la sociedad y del Estado de Tomás Hobbes
y de John Locke, del genio político de Cromwell y del empuje
concertado de la clase mercantil y de los campesinos y
trabajadores ingleses.
La subversión que entraña esta violenta secularización del
pensamiento alcanza a todas las esferas y a todos los juicios
de valoración social. Aníbal Ponce ha trazado una vívida
pintura de este proceso.8 Hasta entonces la nobleza había
sido privilegio de sangre. A partir de entonces, se discernirá
por el poder, la fortuna y la cultura. “El noble –había dicho
Petrarca en los umbrales del nuevo tiempo– no nace: el noble
se hace”. El hombre había vivido hasta entonces fugado del
mundo. A partir de entonces, vivirá en el mundo, haciendo
su vida. “La vida, la verdadera vida –escribía Boccaccio en
el prólogo del Decamerón– es esta vida humana amasada
de ingenio y de instinto”. El goce adámico de los sentidos,
extraído por los humanistas de los textos clásicos, volvió
por sus fueros, y bajo la égida sabia y benevolente de la
antigüedad grecolatina los instintos se lanzaron rijosos
por todos los caminos. Movida por parejo impulso, la inteligencia emprendió análoga aventura. Un afán de saberlo
todo se apoderó de los espíritus. La curiosidad, embridada
durante diez siglos por el freno de la escolástica, se proyectó
sobre todo: el espacio, el tiempo, la naturaleza, el hombre
mismo. Se dilataron, prodigiosamente, los horizontes del
conocimiento. El reloj conquistó el tiempo, el telescopio el
espacio, la observación la naturaleza, la brújula el mar, la
razón filosófica la conciencia del hombre. Si la tierra no era
el ombligo del universo, como habían demostrado Copérnico y Galileo, el hombre sí era el arquitecto de su propio
destino. No tenía más límite que su propio afán. El espíritu
adquisitivo, galvanizado por el capitalismo naciente, se
trasmutó en fuerza creadora. La aventura por los mares
ignotos no tardará en comenzar. Cristóbal Colón, nieto de
tejedores, dona en proeza impar todo un continente a los
8
Humanismo burgués y humanismo proletario. México, 1938.
53
reyes católicos. Y, al hacerlo, la idea de la esfericidad de la
Tierra, intuida por los árabes, se trueca en mercado mundial
y América en cornucopia. En carta famosa, Colón escribe,
con lírico acento, a sus regios protectores: “La riqueza principal de las Indias son los indios. Aman a su prójimo como
a sí mismo. Sus palabras, siempre amables y dulces, van
acompañadas de sonrisas”; pero en el segundo viaje lleva
consigo más de 500 indígenas que vende como esclavos en
Sevilla. Y, en carta posterior a la reina Isabel, afirma descarnadamente con afilado sentido de la coyuntura histórica:
“El oro es excelentísimo. Con él se hacen tesoros y el que
tiene tesoros puede hacer en el mundo cuanto quiera, hasta
llevar las almas al paraíso”. Jacobo Fúcar y Chigi, banqueros de papas y emperadores, demostrarán cumplidamente
la validez del aserto; pero Cosme de Médicis los pondría en
ridículo en punto a codicia y en punto a señorío. “De buenas
ganas –decía– le hubiera prestado dinero a Dios Padre, a
Dios Hijo y al Espíritu Santo, para tenerlos en la columna
de mis libros de cuentas”. Y, como no pudo satisfacer este
anhelo, ni tampoco transportar almas al paraíso porque su
colega Fúcar monopolizaba el negocio, optó por enfeudar la
cultura y ponerla al servicio de sus intereses como fuente
de predominio y arma de combate. La teoría del hombre
aparte, de la inteligencia pavoneándose libérrimamente
sobre los partidos y las contradicciones sociales, elaborada
por Erasmo de Rotterdam, no es más que una leyenda. El
mecanismo, transfigurado por sus propios beneficiarios,
comportaba, en la práctica, la servidumbre del pensamiento.
“Sucesivamente preceptor, secretario, profesor, sirviente de
los príncipes, consumiéndose en estudios ingratos, víctimas
de enemistades mortales y de plagios incesantes, levantado
hasta las nubes o hundido en el desprecio, opulento hoy,
miserable mañana, el humanista –concluye Burckhardt–
es la imagen viva de la inestabilidad”.9 Por un Petrarca
y un Pontano, circunstancialmente colmados de honores y
genuflexiones, cuántos eran los que, como Ronsard, solo
9
Ob. cit.
54
merecían de su empinado protector este cínico comentario:
“A un buen poeta hay que cuidarlo como a un buen caballo”.
Mientras Leonardo pinta, Copérnico escruta, Erasmo
escribe, Maquiavelo marrulla y Vesalio diseca, dos contrapuestas concepciones del mundo, de la sociedad y del
Estado se disputan encarnizadamente el predominio. El
feudalismo y la escolástica se resisten a abdicar su imperial hegemonía y se empeñan en una de las más enconadas
batallas de la historia. La sociedad medieval, asentada en
una rígida organización unitaria y jerarquizada de la vida
y en un sistema cerrado de creencias, acabará por ceder,
desmoronándose a la arremetida implacable del poder del
dinero, de los descubrimientos geográficos, del progreso de
la ciencia, de la invención de la imprenta, de las herejías,
del empuje popular y de la secularización del pensamiento,
tomando cuerpo y vigencia el régimen social que germinara
en su seno. Independizado de la función, del oficio y de la
misión que la estructura feudal le asignara, el hombre nuevo erige su razón en instancia suprema de todas las cosas,
soltándose de las férreas amarras que uncían su voluntad
y domeñaban sus apetencias. El mundo que alborea es hijo
legítimo de la ciudad, del comercio y de la usura. Su enseña
es la antropolatría, la cultura grecolatina su instrumento,
la naturaleza su oráculo, la técnica su palanca de Arquímedes, la quimera del oro su delirio, la libertad su pregón,
la mercancía su fetiche, la valoración de lo cuantitativo su
criterio de la verdad.
El humanismo es la flor privilegiada de ese borrascoso advenimiento. Representa la sublimación ideológica de los intereses materiales de la clase mercantil en ascenso. Se nutre
y sueña arrullado por la incitante canción del vellocino. El
tráfago incesante de los muelles fecunda, y al par invalida,
su afán de tolerancia, de fraternidad de las élites, de paz
universal. Banqueros insaciables, mercaderes ennoblecidos,
pontífices paganos y tiranuelos sin escrúpulos protegen y
fomentan el humanismo y exhiben sus creaciones portentosas con la propia insolencia con que muestran su boato, sus
vicios y sus crímenes. “Yo me he hecho a mí mismo”, afirma
55
con impar soberbia Pontano. Erasmo se proclama hombre
aparte. Vano desahogo de espíritus enjaulados.
Nada más doloroso y deprimente que el espectáculo ofrecido por aquella rutilante constelación de sabios, pintores,
escultores y poetas. Pretensos señores de la inteligencia, si
subsistían era a fuerza de dádivas. Arrimarse a un mecenas
implicaba, inexorablemente, la rendición del espíritu y la
servidumbre del intelecto. Incluso apercibirse a fungir de
bufón. A cambio de lisonjas y genuflexiones, recibían una
mezquina soldada. Fueron muy pocos los humanistas que se
atrevieron a “mandar en su hambre”. Se podrían contar con
los dedos de una mano los que no encorvaron el espinazo,
ni vendieron la conciencia. “Vivimos en una época difícil
–escribíale Luis Vives a Erasmo– en la cual no se puede
hablar ni callar sin peligro”. Como en los días azarosos
que corren, la dignidad del intelectual y del artista estaba
sometida en aquella sazón a la más dura de las pruebas.
Como hoy, había muchos que “habiéndose acercado a la
verdad, no tenían el coraje de decirla o imponerla”. No se
puede leer sin honda melancolía estas palabras de Erasmo:
“En cuanto a mí, no tengo inclinación de arriesgar mi vida
por la verdad. No todos tenemos energía para el martirio, y
si el temor me invade imitaré a San Pedro”. La trahison des
clercs está ya dramáticamente anticipada a esa mezquina
profesión de fe. El humanista por antonomasia se declaraba
incapaz de exponer una uña en favor de la humanidad. La
cultura moderna ha arrastrado consigo, como un pecado
original irredimible, el marchasmo infamante de esa cobardía. Ante la perspectiva de la cicuta, la mayoría de sus
más altos exponentes ha solido afiliarse despavorida en el
ambidextro partido de Erasmo.
La posición histórica del humanismo ha sido ya nítidamente precisada por Burckhardt, Dilthey y Monnier. Como
los sofistas fueron los ideólogos de la fortuna mueble en el
siglo de Pericles y lo fueron Voltaire, Diderot y Rousseau del
tercer Estado en las vísperas de la Revolución francesa, los
humanistas son los intérpretes de la burguesía renacentista
y los heraldos de la nueva aurora. La áurea reverberación
56
de las monedas ilumina y galvaniza el culto de la antigüedad, que se lanzará exultante a guerrear por las ciudades.
Las traducciones y los comentarios de los humanistas se
clavan, como dardos de fuego, en la carne ya tumefacta de
la estructura feudal y de la cultura eclesiástica. Y dan, a la
vez, a los mercaderes y a los capitanes de empresa, embriagados por el lucrum in infinitum, el “amor a la riqueza y a la
ganancia, el gusto por la vida laica y el pensamiento libre”.
No resulta ya una novedad afirmar que la familia platónica
se reclutaba en el mundo del patriciado, que entremezcla
al comercio de los negocios el de las ideas.
Bajo ese signo se ventila, justamente, el duelo dialéctico entre
Platón resurrecto por los humanistas y el Aristóteles desustanciado por la escolástica. Es un episodio decisivo de la pugna
planteada por racionalizar la vida económica y desembarazarla, al propio tiempo, de impedimentos y trabas. No podía
ya aquella desarrollarse sin una disciplina que pusiera orden
y mesura en los negocios y empresas, y sin amplia libertad de
acción. En esta necesidad de cuantificar el orbe de las relaciones mercantiles abrevan las ciencias nacientes su obsesión
por lo numérico y su afán por lo pragmático. Reflexiones de
Marco Aurelio –“la naturaleza procede siempre en vista de la
utilidad”–, consejo de Séneca –“el sabio no debe despreciar las
riquezas, sino más bien acrecentarlas”–, preceptos de Cicerón
–“el dinero es deseable no por sí mismo, no por la atracción
que ejerce, sino por las ventajas que es capaz de procurar”–
suministraban los elementos constitutivos de la concepción
crematística de la vida.
Natural era que los viejos textos recobraran vida plena
y que a los miopes pareciese calco o mimetismo lo que solo
era un aprovechamiento instrumental de ideas afines,
correspondientes a una etapa análoga en el proceso de las relaciones sociales. Sombart ha demostrado, cumplidamente,
la estrecha vinculación existente entre las concepciones de
los antiguos y las ideas económicas de las primeras fases del
capitalismo italiano. No se trataba, pues, de una exhumación arqueológica de los textos clásicos, de un renacimiento
literal de la antigüedad grecolatina. Más que un conflicto
57
librario, era el manejo polémico de la herencia racionalista
del pensamiento antiguo contra la estructura social del
Medioevo y la dogmática que le servía de apoyadura teórica.
“Todo lo que la Iglesia le negaba –observa Aníbal Ponce– la
potencia del dinero que ella calificaba de execrable en los
demás, no en ella misma; la necesidad de la acción orientada
en lo terreno, el goce de la vida hasta entonces tenido por
pecado, todo eso, y mucho más se lo daban los clásicos, tal
como el humanismo había aprendido a descifrarlo desde
el punto de vista de la burguesía”.10 El humanismo fue,
de esta manera, no obstante su invocación originaria al
hombre como tal, el instrumento ideológico que equipó a la
clase mercantil para derrotar al feudalismo en el plano de
la cultura. Esa fue su misión, su egregia misión histórica,
que supo cumplir ejemplarmente, contribuyendo no solo a
socavar la base objetiva de su predominio social y cultural,
sino además a “liberar las almas de los terrores y pesadillas
de la Iglesia”, vívidamente relatados por Huizinga.11
Esta acción liberadora no conlleva, sin embargo, ni teórica ni prácticamente, una extensión de sus consecuencias
a las masas populares. Asaz distinta fue la actitud del
humanismo frente al popolo minuto, forzado del salario,
combustible de lujo, pedestal del otium cum dignitate. Los
humanistas se aprestaron a legitimar, con erudito denuedo,
la explotación de los trabajadores de la ciudad y el campo
por los banqueros, traficantes y príncipes. La libertad de
comercio y el derecho a la promoción social y a la vida laica
que propugnaban no trascendía la esfera de los intereses
ni la tabla de valores de la clase mercantil. El pueblo necesitaba de la servidumbre y de la religión por razones
inherentes a su propia naturaleza. Maquiavelo había dado
la pauta. La Iglesia, enemiga de los banqueros, resultaba,
empero, aliada ineludible en cuanto era la única apta para
desviar a un plano trascendente la inconformidad de las
masas. “Condición imprescindible para la salud del estado
10
11
Ob. cit.
El otoño de la Edad Media. Madrid, 1930.
58
–advertía– es la religión. Un estado no se encuentra bien
organizado sino cuando se preocupa tanto de los intereses
de la religión como de los propios”.12
Múltiples ejemplos podrían ilustrar la postura antihumanista del humanismo. “Escribo para los eruditos y no para
la plebe”, puntualiza Policiano. “He sospechado siempre
de las multitudes”, escribía Leonardo Bruni, reviviendo la
pavura de Platón ante esa “especie de monstruo feroz dispuesto siempre a renovar la audacia de los antiguos titanes”.
“Los campesinos –afirmaba Maffeo Veggio– no participan
de la naturaleza humana, sino de la naturaleza del buey”.
“El pueblo –postulaba Marcilio Ficino– es como el pulpo:
animal de muchos pies y sin cabeza”. “El pueblo –concluía
Guicciardini– es un monstruo lleno de confusión y errores,
cuyas vanas opiniones están tan alejadas de la verdad como
España de la India”, según Ptolomeo. “Los hombres que en
las repúblicas ejercen un arte mecánico –decía el genial
florentino a la sombra protectora del poder– no están jamás
en condiciones de gobernar como príncipes, porque nunca
han sabido otra cosa que obedecer. Es necesario no confiar
la dirección sino a los ciudadanos que no han obedecido
sino a los reyes y a las leyes, es decir, a los que viven de
sus rentas”. “Es vil e indigno –exclamaba Erasmo en la
impunidad garantizada de su biblioteca– sentir con el pueblo”. “La ciencia –aconsejaba León Battista Alberti– debe
ser sacada del encierro y esparcida a manos llenas; pero a
condición de que el individuo se eleve sobre su propia clase
para alcanzar una educación adecuada al rango superior”.
Y el excelso Giordano Bruno suscribía, sin librarse por eso
de la hoguera, esta insigne doblez: “Las verdaderas proposiciones no son presentadas por nosotros al vulgo, sino
únicamente a los sabios que pueden comprender nuestro
discurso; porque si la demostración es necesaria para los
contemplativos que saben gobernarse a sí mismos y a
los otros, la fe, en cambio, es necesaria al pueblo que debe
ser gobernado”. Resulta imperativo subrayarlo. Los mismos
12
Obras políticas de Maquiavelo. Buenos Aires, 1943.
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que se mofaban de los dogmas de la Iglesia y se declaraban
incrédulos y racionalistas proponían al pueblo un programa
de supersticiones, confinando a un reducido círculo de iniciados los goces del espíritu, la libertad de conciencia y los
destellos de la verdad. “El banquete platónico –recordaba
Lorenzo el Magnífico cada 7 de noviembre a sus nueve convidados– es inaccesible, por naturaleza, al hombre común”.
Y esto acontecía al paso que se clamoreaba, con matinal
alborozo, el descubrimiento y divinización del hombre. No
podía ser, en rigor, de otra manera. La esencia que así se
exaltaba y enaltecía era una existencia concreta. El uomo
universale no era, ni podía ser, en aquella etapa del proceso histórico, sino el hombre transfigurado de la burguesía
mercantil, el hombre de los 40 escudos que restregaría luego
Voltaire en el rostro del doctor Quesnay. La escisión de la
sociedad en líneas antagónicas de convivencia obstaculizaba, radicalmente, la integración de la unidad humana que
transportara a Telesio. El humanismo renacentista estaba
ya superado, desde sus propios orígenes, en su intento de
totalidad.
De eso no cabe duda. Pero solo Tomás Moro en Inglaterra,
Tomás Campanella en Italia y Luis Vives en España tuvieron
entonces conciencia del hecho. La Utopía, la Civitas Solis y
De Subventione Pauperum dramatizan la quiebra de esa bella
falacia. “Dispone Cristo –escribe el gran humanista español–
que el que tenga dos túnicas dé la una al que no tenga
ninguna. Sin embargo, mira cuán enorme es la desigualdad.
No puedes ir tú vestido sino de seda, mientras a otro le falta
hasta un retazo de jerga para cubrir su desnudez. Hallando
groseras para ti las pieles de carnero, de oveja o de cordero,
te abrigas con las más finas de ciervo, de leopardo o de ratón
del Ponto, mientras tu prójimo tirita de frío, encogido hasta
mitad de cuerpo por el rigor del invierno. Tú, cargado de oro y
pedrerías, ¿no acudirás a salvar ni con un real al necesitado?
A ti, por causa de la hartura, te enojan y provocan a vómito
los capones, perdices y otros manjares igualmente delicados
y costosos, en tanto que tu hermano, desfallecido e inválido,
no tiene para aplacar su hambre y la de su infeliz mujer y de
60
sus hijuelos, ni siquiera un pan de salvado, inferior en calidad
al que tú echas a los perros. Encuentras estrechas para ti
viviendas tan espaciosas que habrían bastado a aposentar
las comitivas de los antiguos reyes y tu pobre hermano no
tiene donde recogerse durante la noche a descansar. Y vives
sin temor de que un día te lancen a la faz aquellas severas
palabras del Evangelio: Hijo, tú recibiste ya tu parte de
bienes en esta vida”. Y, dirigiéndose a Carlos V, en tiempos
ya preñados de violencias, legará a la posteridad uno de
los más bizarros gestos de los que puede enorgullecerse el
humanismo. “¿Qué es regir y gobernar los pueblos –le escribe
desafiante al más poderoso emperador de Occidente– sino
defenderlos, cuidarlos y tutelarlos como a hijos? ¿Y hay cosa
más irracional que pretender tutelar a quienes no quieren
tutela? ¿O tratar de atraerse a fuerza de daño a los que dices
querer beneficiar? ¿O es que matar, destruir e incendiar
también es proteger? Ten cuidado de que no se trasluzca
que más bien que regir, lo que pretendes es dominar; que no
es un reino lo que apeteces, sino una tiranía; que lo que
quieres es tener muchos súbditos, no para que vivan felices,
sino para que teman y te obedezcan sin discutirte. ¿Qué es
construir un gran imperio, sino amontonar una gran mole
para hacer grandes ruinas? No hay nada que repugne tanto
a un ánimo humano, y por su naturaleza, libre y amante del
derecho, como cualquier manifestación de servidumbre y de
esclavitud”.
La nueva época que despunta gloriosamente en Florencia
trae la entraña partida desde la propia cuenca materna.
Su destino será, desde entonces, a la vez que proficuo,
trágicamente contradictorio. Junto al humanismo, la
deshumanización. Junto a la fiesta de luces y fragancias
del Renacimiento, la oscura miseria y la crasa ignorancia del
popolo minuto. Junto a los frescos de Rafael y a las estatuas
de Miguel Ángel, el salve lucrum de los tenderos romanos.
Junto a la afirmación de la propiedad individual y del
método científico, el reflorecimiento del espíritu utópico y de
la teoría de la propiedad comunitaria fundada en el estado
de naturaleza. Junto al imperio de la realidad inmanente
61
y al libre juego de los sentidos, la comezón metafísica y el
sueño romántico de un mundo ideal. Y junto al señorío de
Mercurio y al culto de Plutón, la agonía de Ceres y la rebeldía
incontrastable de Vulcano.
La grandeza del humanismo renacentista estriba en su
querer ser; su servidumbre en las limitaciones inexorables
de su poder ser. Mientras el hombre esté supeditado a las
cosas y la sociedad permanezca escindida y la riqueza acaparada y el espíritu uncido, será históricamente imposible
la integración de la unidad humana y vana quimera la
concepción humanista de la vida.
(Cuadernos Americanos, no. 3, vol. XLV, mayo-junio, 1949)
62
Sociólogos en un mundo de crisis
Desde hace muchos años, los sociólogos más destacados de
Europa y América han venido reuniéndose, periódicamente,
para precisar y discutir el objeto, los métodos, los temas y los
problemas propios de la denominada “ciencia de la sociedad”.
La última conferencia de esa índole, convocada por el Instituto
Internacional de Sociología, radicado en París, debió efectuarse
en la primavera de 1939, en Bucarest; pero la creciente tensión
de las relaciones internacionales y la inminencia de la guerra
determinaron su posposición indefinida. Gran parte de las
monografías y ponencias inscriptas y remitidas al Comité
Organizador de Rumanía fueron editadas por este en las vísperas mismas del estallido bélico. Esos cinco volúmenes constituyen una preciosa fuente de consulta para los interesados
en el desarrollo de la sociología como ciencia autónoma de las
relaciones entre los hombres.
De nuevo proyectan reunirse los sociólogos, después de un
intervalo de más de diez años de investigaciones dispersas
y de cambios radicales en los estratos más recónditos de la
sociedad. Este XIV Congreso Internacional de Sociología
tendrá por sede a Roma y recoge en su agenda muchas de
las contribuciones que iban a ser debatidas en la pospuesta
reunión de Bucarest. Entre ellas merecen señalarse, por su
importancia, las relativas a la unidad social, a la aldea, a
la ciudad, a los métodos de la sociología, a los institutos de
investigaciones sociales y a la enseñanza de la sociología.
Numerosos temas, de la más varia índole y alcance, han
sido incluidos en la orden del día –que tengo a mi vista– por el
Comité Organizador de Roma. No solo se le prestará debida
atención a los problemas creados por las estructuras sociales
retardadas y por la desaparición de los grupos aislados.
63
Serán también materia de acucioso análisis y ponderada
meditación cuestiones tan complejas y palpitantes como
las referentes a los desajustes sociales, a las perturbaciones
económicas, a los desniveles originados por el ritmo desigual
de evolución en las distintas áreas culturales, a los efectos
sociales de las guerras, al desplazamiento compulsivo de
las poblaciones, a las consecuencias somáticas y psíquicas
de los campos de concentración y al desarrollo de la técnica
y su influencia en la organización social. Y de especial
tratamiento serán objeto temas tan jugosos y sugestivos
como el concepto sociológico del Estado, los procesos de
opinión pública, la criminalidad como fenómeno social,
la pluralidad de los organismos jurídicos, la evolución e
involución del derecho, el aporte de los diversos pueblos a
las invenciones y descubrimientos y la génesis y significación
de los juegos.
No resulta ocioso subrayarlo. La controversia, en torno al
temario confeccionado por el Comité Organizador de Roma,
será enteramente libre. Cada uno de los concurrentes podrá
expresar su criterio científico sin interferencias de ningún
linaje. La única prohibición taxativamente establecida es la
de rozar tópicos que afecten o menoscaben creencias religiosas o políticas. No es una innovación del Comité Organizador
de Roma. Ha sido la costumbre rigorosamente observada
por los anteriores congresos de sociología.
Salta de inmediato a la consideración la trascendencia
teórica y práctica que puede tener este cónclave internacional de sociólogos. Es la primera reunión de esta clase que
se celebra después de la Segunda Guerra Mundial y va a
efectuarse precisamente en la más grave coyuntura de crisis
social de que tiene data la historia. La humanidad está de
nuevo en un cruce de caminos que se bifurcan. El conflicto
planteado es mucho más vasto y profundo que el de una
lucha descarnada por la absoluta dominación de los centros
capitales de poder. Eso podría lucir y luce enfocándolo desde
la angosta perspectiva de los partidos, intereses, ideologías,
mitos y grupos dominantes. De lo que se trata, en el fondo,
es de un reajuste decisivo de la estructura general de la sociedad, dilemáticamente planteado por la naturaleza misma
64
del conflicto, las fuerzas operantes y el duelo excluyente
entre lo que se va y lo que adviene en indescriptible confusión. Las fuerzas capaces de empujar la humanidad hacia
una organización racional de la convivencia están frente a
frente a las potencias irracionales que pugnan por uncirla
a la mágica coyunda de un régimen de relaciones sociales
en que nada cuentan la dignidad humana y la soberanía
de la conciencia. Del desenlace de esa ingente contienda,
ya en marcha, dependerá el curso y sentido de la historia
de los años venideros. No cabe ya hablar de siglos en la era
atómica.
La concepción democrática de la vida, de la sociedad y del
Estado afronta el más audaz y peligroso reto que jamás le
haya disputado el terreno. Un reto bifronte. De un lado, la
oscura y desesperada resistencia de su propio pasado. Y del
otro, una rebelión que, hecha y pregonada en su nombre por
las corrientes autoritarias del socialismo, entraña –desconcertante paradoja de la dialéctica histórica– la total degradación de los más preciados valores de la democracia y del
socialismo. No puede conducir a otro resultado el triunfo de
la seguridad tecnificada a expensas de la libertad. El régimen totalitario –cualquiera que sea su divisa, su dirección
y su mensaje– implica fatalmente la reducción del hombre a
mera cifra de rebaño. Pero no hay que forjarse demasiadas
ilusiones. La simulación de la democracia y la acumulación
de polaridades, injusticias, penurias y contrastes en su seno
pueden desembocar, asimismo, en un drama de parejas
proporciones.
Nunca se repetirá bastante en estos días azarosos que
vivimos. El problema cardinal de esta hora es planificar
democráticamente la sociedad y poner la libertad, la economía, la técnica y la cultura al servicio del hombre. Sin una
efectiva disciplina de las cosas, el espíritu estará condenado
a perpetua servidumbre. No basta el puro progreso científico
para resolver este magno y apremiante problema. La historia demuestra, con hechos como puños, que “si el aumento
de la ciencia es uno de los ingredientes de una civilización
feliz, no es suficiente por sí misma para procurarla. Necesita
65
ir acompañada de un aumento de sabiduría, entendiendo
esta como una concepción justa de los fines de la vida”.
Ese es también el gran problema que deben abordar y
resolver, en el plano teórico y práctico, los sociólogos que se
reunirán en Roma el próximo mes de septiembre. De otra
suerte, la validez de la sociología, como disciplina científica,
quedará definitivamente en entredicho. Y hasta habría que
suprimirla, por inútil, de la enseñanza universitaria. No en
balde lo que primordialmente importa en toda ciencia –por
consagrada que parezca en la jerarquía académica– es su
valor de guía idónea y de panacea espiritual para la existencia humana, que suele ser, en pleno señorío de las luces,
una oscura torrentera de miserias, angustias y frustraciones
para el común de la gente.
(El Mundo, 29 de agosto de 1950)
66
Portillo a la esperanza
La sociología contemporánea se ha desarrollado, principalmente, bajo el signo del historicismo. Hegel, Marx y Dilthey
constituyen su hontanar nutricio. Alfred Weber figura en
esa dirección con pareja jerarquía a su hermano Max y como
jefe de escuela. La denominada sociología cultural tiene en
él su indiscutido maestro, como la sociología del saber lo
tiene en Max Scheler.
José Medina Echavarría ha subrayado, certeramente, los
contrastes formales entre Max y Alfred Weber y la común
perspectiva que vincula su obra. Proficuo, plúmbeo, difícil
el primero. Sobrio, ágil, nítido el segundo. Pero ambos se
proponen el mismo objetivo: aprehender conceptualmente
el flujo empírico de la realidad social. Los frutos cosechados
por Max Weber fueron recogidos, después de su muerte, en
un denso volumen titulado Economía y sociedad, verdadero
pedestal de su vasta producción sociológica. Alfred Weber se
limitó hasta hace algunos años a editar, en sucintos ensayos,
los resultados parcelarios de su actividad. La publicación
en 1935 de su Kulturfeschichte als Kultursoziologie, vertido
al castellano por Luis Recaséns Siches como Historia de la
cultura, constituye la primera aplicación universal de su
esquema teórico y representa, por el caudal de saber que
atesora, la dimensión de profundidad de su pensamiento
y su bruñido y vivaz desarrollo, un suceso análogo a la
aparición de La decadencia de Occidente de Spengler, Las
investigaciones lógicas de Husserl, el Sein und Zeit de Heidegger y el Study of History de Toynbee. Es una verdadera
hazaña intelectual.
No le preocupa a Alfred Weber el problema del sentido y
del fin de la historia. Ni tampoco la cuestión de principio que
67
explique su transcurso. La teoría morfológica de Spengler es
el primer gran intento de superación de ambas posiciones;
pero deja el conocimiento histórico a merced de la intuición
y transforma la previsión científica, en esta zona del saber,
en pura predicción, en juego mágico de agorero. Alfred
Weber niega carta de validez a este profetismo histórico de
Spengler, de clara filiación nietzscheana. En este sentido, su
Historia de la cultura puede considerarse como una réplica
a La decadencia de Occidente.
El problema que preocupa a Alfred Weber es fijar, en el
proceso general de la cultura, los elementos efectivos que dan
a cada situación histórica su forma singular de expresión. A
ese propósito somete a un riguroso análisis los ingredientes
constitutivos de cada etapa del desarrollo histórico, indagando su peculiar conjugación en los distintos pueblos y culturas.
El objetivo de esta operación conceptual es la inserción del
contenido central de las distintas culturas en la totalidad de la
historia universal. Lo que Alfred Weber debe a la concepción
marxista de la historia en este empeño queda expresamente
reconocido por él en las páginas iniciales de la Historia de la
cultura; y subrayado, asimismo, a lo largo de esta, su irreductible inconformidad a lo que llama “su total unilateralidad y
errónea fundamentación teórica”.
El tema y las tesis de este libro habían sido ya concebido y
maduradas por Weber antes de la Primera Guerra Mundial,
en la que despunta la crisis que hoy está en su dramática plenitud: la irremediable desmembración de las viejas culturas.
Esta crisis de desmembración precisaba entenderla desde el
punto de vista de los estratos profundos de la historia, a fin
de poder lograr una visión definitiva de nuestro tiempo “como
espejo y montón de fracasos del pasado”. La interpretación
del presente y del pasado en su conjunto ofrece, según Weber, una fértil vía de acceso al proceso viviente de la historia,
iluminándose recíprocamente lo que fue y lo que está siendo.
Lo que trasciende el inmediato futuro pertenece al reino de
lo incognoscible. La sociología cultural está radicalmente
reñida con la profecía. La corriente de la historia “nos
está llevando con una velocidad, cada vez mayor y hasta
vertiginosa, a una nueva existencia en la que muchas de las
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cosas grandes que conocimos apenas encuentran, al parecer,
espacio para su crecimiento, que puede ofrecer mayores comodidades para lo técnico, pero que, a la vez, contiene también
mucho de más oscuro, grave y peligroso, muchas dimensiones
de menor libertad; y está considerablemente empobrecida en
cuanto a las fuerzas internas y espontáneas, en comparación
con la vida de tiempos anteriores”.
Según Weber, el hombre contemporáneo se halla frente a
una nueva constelación histórico-cultural; pero sin que “pueda
calibrarse de momento exactamente la amplitud y profundidad de este viraje”. La consideración de la dinámica total
del proceso histórico –concluye Weber– es el único punto de
partida válido para la comprensión concreta de esta situación
enmarañada y para superarla sin menoscabo de la dignidad
humana. La Historia de la cultura plantea, pues, con óptica
nueva, el problema cardinal de nuevo tiempo, disputado ya,
por la exacerbación de las tensiones internas y externas de la
estructura social vigente, de dos guerras mundiales. Y deja
también, abierto, un ancho portillo a la esperanza. Es un libro
esclarecedor y reconfortante. Ninguna lectura más apropiada
en estos días preñados de angustias y de incertidumbres que
la de esas páginas, escritas por un hombre que desafió verticalmente, ya anciano, la ira zoológica del nazismo.
(El Mundo, 13 de enero de 1953)
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Acicate y ejemplo
Junto al nevado paisaje de los Alpes suizos acaba de morir,
tras prolongada enfermedad, Richard Sttafford Cripps. Es
la tercera figura de rango que pierde el Labour Party desde
que Winston Churchill retornó al poder. Harold J. Laski y
Ernest Bevin le precedieron en el “viaje ineluctable” de que
hablara el poeta.
No es fácil llenar el hueco que dejan. Laski fue no solo
un socialista de arraigadas y encendidas convicciones; fue
también un profesor de raza y un escritor con perspectiva
propia y aportaciones originales a la teoría política y social. De genuina extracción proletaria, Bevin se destacó
señeramente en las luchas sindicales y adquirió polémica
notoriedad al frente de los asuntos extranjeros del gobierno de Clement Attlee. Sttafford Cripps fue la revelación
del laborismo de la postguerra. Sobre sus hombros gravitó
la abrumadora responsabilidad de impulsar el programa
socialista en medio de adversas circunstancias internas y
agudas tensiones internacionales.
Como tantos otros socialistas ingleses, Sttafford Cripps
procedía de familia acomodada y linajuda. Su padre, abogado prominente, tenía a orgullo sus rancios prejuicios y
añejos criterios; pero su influencia sobre Richard se vería
pronto suplantada en el propio círculo doméstico por sus
tíos Beatriz y Sidney Webb, fundadores ambos de la Sociedad Fabiana y autores de obras fundamentales sobre el
movimiento obrero. Su monumental History of the Tradeunionism, escrita en colaboración, es ya un libro clásico. El
diario contacto con los Webb decidiría el destino político
del joven aristócrata. Su fina sensibilidad, su concepción
evangélica de las relaciones humanas y su vocación por
70
los estudios jurídicos, económicos y sociales abonaron la
rápida conversión.
El Labour Party, fundado en 1906, es hijo legítimo de la
Sociedad Fabiana. El núcleo originario de esta se agrupó en
torno al norteamericano Thomas Davidson. Algunos de sus
componentes disentían de la praxis reformista dominante
y manifestábanse partidarios de la Federación Socialdemócrata, dirigida por Henry Hyndmann, discípulo de Carlos
Marx. En la controversia planteada, la mayoría optó por
un socialismo de tipo democrático y organizó la Sociedad
Fabiana. Su propósito era crear un partido político independiente de la clase obrera y establecer un régimen social
que asegurase el bienestar y la felicidad de todos. A
George Bernard Shaw y a Sidney Webb, teóricos y heraldos
del nuevo movimiento, no tardarían en unírseles Grahan
Wallas, Annie Besant, William Clark y Ramsay McDonald.
Años más tarde ocuparían posiciones responsables Laski y
Sttafford Cripps, que era su presidente al fallecer.
El espíritu fabiano rige y configura la ideología del Labour
Party, en la cual confluyen la tradición empírica de la política social inglesa y las ideas de Robert Owen, John Stuart
Mill, William Morris, Carlos Marx y Eduardo Bernstein. El
laborismo repudia los rígidos cánones del socialismo revolucionario. Su táctica es la infiltración y la contemporización:
su objetivo es acelerar el ritmo del movimiento obrero e
infiltrar la idea socialista en todas las capas de la sociedad.
El socialismo es una mutación gradual por consentimiento
y su palanca es el sufragio universal.
Nunca el espíritu fabiano tuvo un intérprete más apasionado y flemático que Sttafford Cripps. Cierto es que en
ocasiones quiso ir, y fue, más lejos que sus compañeros de
partido; mas en ningún instante se apartó del socialismo
de movimiento preconizado por Bernstein y Bernard Shaw.
Aquel hombre alto, magro, serio, miope, elegante y sobrio
era temido y respetado por sus adversarios. Creía, al par,
en Dios y en el socialismo. El púlpito, el parlamento y la
plaza pública disputábanse sus vibrantes oraciones contra
el capitalismo, el imperialismo y el fascismo. Hablaba
como un profeta; pero sin que se le alterase el gesto o se
71
le descompusiera el lenguaje. Era una cabeza lógica sobre
una naturaleza volcánica. Su difícil gestión en Rusia y su
delicada labor en la India acreditan inusitada sagacidad y
equilibrio.
Pero fue como Chancellor of the Exchequer que Sttafford
Cripps dio la medida exacta de su estatura política. Su frío
entusiasmo le permitió enfrentarse con la ingente empresa de sentar las bases del socialismo en una estructura
económica agrietada y bamboleante. No tenía otro camino
que adoptar drásticas medidas para extirpar la bolsa negra, contener la inflación, atenuar los desniveles sociales,
intensificar la producción y consolidar la libra esterlina. El
programa de austeridad que propugnaba era un programa
de privaciones; pero solo mediante su riguroso cumplimiento
podrían salir adelante el socialismo e Inglaterra.
Sttafford Cripps transitó inflexiblemente el áspero camino,
en manifiesto contraste con la política zigzagueante de Bevin.
No vacilaría siquiera en apelar a la ayuda norteamericana
para superar la crítica situación financiera que arrostraba
el país. Ganó la batalla; pero perdió la salud. Expiraría dos
años después con la serenidad propia del que ha cumplido
una misión útil en la tierra. La apretada victoria electoral
de Winston Churchill demuestra hasta qué punto el relativo
éxito de la dura experiencia laborista obtuvo resonancia en
la óptica pública.
La vida clara, generosa y fecunda de sir Richard Sttafford
Cripps debería servir hoy de acicate y ejemplo a cuantos
pugnan por el advenimiento de un mundo socialmente planificado para la libertad.
(El Mundo, 25 de abril de 1952)
72
Presencia de Juan Jacobo Rousseau
En una pintoresca islita del lago Lemán –espejo revuelto en
que suele desdibujarse la apacible fisonomía de Ginebra– el
viajero curioso encuentra a Juan Jacobo Rousseau, solitario y cogitabundo, perennemente sentado en su estatua de
mármol. Van allí, cada día, en sentimental peregrinaje, los
que practican el culto de la libertad y conciben al hombre
como fin en sí mismo. Allí fui yo a rendirle tributo una reverberante mañana de estío. Olvidé comprar unas rosas;
pero llevaba conmigo el Contrato social.
No había un alma en el recoleto parquecillo. Estaba
sobremanera fatigado y me eché sobre un banco bajo
la fronda refrescante de un añoso ciprés. Abrí el libro
inmortal por aquella luminosa página en que Rousseau
empieza a desenvolver la teoría de los derechos naturales
de la persona, raíz y ápice de la concepción democrática del
mundo, de la sociedad y del Estado; pero mi vista se distrajo,
unos minutos, en la fruiciosa contemplación del paisaje.
A uno y otro lado del Ródano, que fluía fragoroso, escarpadas estribaciones y feraces alcores. Montañas enormes se
alzaban, sombrías y adustas, en la orilla opuesta del lago.
En la lejanía, fulgurando al sol, los nevados picos del Monte
Blanco. Pero cerca de la islita, el fresco imponente se tornaba en graciosa acuarela. Ágiles balandros y veloces cruceros
surcaban las aguas entre alegres tumultos de espumas.
Centenares de ciclistas congestionaban el puente que une la
bruñida ciudad con sus románticos suburbios. Los cisnes
desfilaban, silenciosos y erectos, como cándida procesión de
fantasmas, matizando el trémulo verdor del remanso con
la deslumbrante blancura de sus plumajes. Cantaban los
ruiseñores y del aire encendido trascendían suaves aromas.
73
Y en mi memoria, en tanto, se iba recortando la sombra atormentada de Juan Jacobo Rousseau, en extraño coloquio con
Juan Calvino, Maximiliano Robespierre, Benjamín Constant
y Federico Amiel.
En estos días inciertos que vivimos he vuelto a leer y
a meditar el Contrato social. Es cierto que la concesión
roussoniana de la sociedad y del Estado responde al espíritu enciclopedista, a los factores condicionantes del proceso revolucionario que encabeza el “tercer estado” y a la
constelación de valores correspondiente; pero no es menos
cierto que Rousseau es, por antonomasia, el filósofo de la
libertad. El concepto de la dignidad humana, ya ínsito en
la ética cristiana, adquiere en el autor del Emilio sus más
claros timbres. En la Crítica de la razón pura, Enmanuel
Kant estampó esta frase, que es todo un testimonio: “Rousseau me abrió los ojos; leyéndolo yo aprendí a honrar a los
hombres”.
No cabe ya duda de que el Contrato social fue una poderosa
fuerza revolucionaria que ha operado en todos los movimientos democráticos hasta cuajar en regímenes fundados en el
estado de derecho y en la soberanía popular. El fundamento
del Contrato social es el principio de la persona como sujeto
de derechos y principalmente del derecho a la libertad, que
constituye la garantía misma de la inviolabilidad de la conciencia. Los derechos del hombre y del ciudadano son la fuente
y la meta de toda institución política, base de la soberanía,
en cuanto la ley es la expresión de la voluntad general y fin
de su acción en cuanto el Estado debe encaminarse a la satisfacción de las exigencias del derecho natural, so pena de
perder su legitimidad de existencia.
Nadie ha expuesto la teoría del origen democrático del poder
constituyente –matriz de todo orden social en el cual los poderes públicos dimanan del pueblo y cobran sentido, objeto y
expresión en una norma jurídica suprema– con la precisión
y el rigor de Juan Jacobo Rousseau. Intentaré resumirla. La
sociedad civil, antecedida por el estado de naturaleza en el
que los hombres son libres e iguales y viven en comunidad
de bienes, se crea mediante un pacto voluntario en que, a
cambio de ceder sus derechos naturales a la totalidad social,
74
el hombre recobra, bajo la protección del Estado, una parte
igual e inalienable de soberanía y los derechos naturales que
había transferido. Las voluntades individuales se fusionan
libremente integrando la voluntad general, que es la personificación de la soberanía. “Frente al pueblo soberano –concluye
Rousseau– los individuos no tienen ningún derecho. Frente
al desconocimiento de su soberanía, los individuos tienen
todos los derechos, incluso el de resistencia a la agresión. La
legitimidad del gobierno descansa en el mantenimiento de la
libertad, de la seguridad y de la propiedad, derechos naturales,
inalienables e imprescriptibles del hombre y del ciudadano. Su
ilegitimidad comienza en cuanto los ignore o vulnere”.
Esta concepción democrática de la sociedad y del Estado
es la que inflamó el verbo y armó el brazo de los próceres y
libertadores de nuestra América. José Martí alimentó en ella
su pensamiento y su corazón. Fue la levadura de nuestras
constituciones mambisas y es el zumo que fertiliza el espíritu
de la constitución derribada.
Singular destino el de Juan Jacobo Rousseau. Nació en
Ginebra y murió en París. Francia lo amó y Suiza lo persiguió. Ya muerto, dirigió el asalto a la Bastilla y presidió las
jornadas de la Convención. Fue hijo de su siglo y padre de
los que vinieron. Y, por eso, hoy está también presente en
cuantos pugnamos en Cuba por devolverle a la república el
gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
(El Mundo, 13 de mayo de 1952)
75
¿A dónde va el Estado?
Varios libros inéditos y otros inconclusos dejó al morir en el
destierro Fernando de los Ríos. Tuve la oportunidad de oírle
leer capítulos enteros de su obra sobre el sustrato teológico
de la dogmática política de la revolución norteamericana de
independencia. Cifraba en ella su más alta esperanza. Era
–según me dijo– su contribución más importante a la filosofía política. No creo que lograse coronar el ambicioso y polémico empeño. Ya, en ese entonces –primavera de 1946–, una
enfermedad implacable empezaba a minarle las arterias.
Perceptibles eran sus quebrantos en la palidez del rostro,
en el ademán fatigado y en la postración intelectual.
De todos esos libros, uno de los más valiosos es, sin duda,
¿A dónde va el Estado?, recientemente aparecido en Buenos
Aires con prefacio del insigne penalista Luis Jiménez de
Asúa. Es una colección de estudios filosófico-políticos que da
exacta medida del vasto saber, de la acuidad interpretativa,
de la jugosa visión y del vigoroso talento de Fernando de los
Ríos. No le va en zaga a ninguno de los teóricos del Estado
más descollantes de nuestro tiempo. Este libro póstumo
apareja a su autor con George Jellinek, Hermann Heller,
Hans Kelsen y Harold J. Laski. La bibliografía hispanoamericana sobre la materia se ha enriquecido extraordinariamente con este fundamental aporte del gran pensador y
político español.
Cuatro enjundiosos y largos ensayos componen ¿A dónde va
el Estado? Se titula el primero “El problema de la continuidad
en la política” y ataca a fondo la compleja cuestión de las
fuerzas del mal y de las raíces de la injusticia. No es nuevo
el tema de la meditación filosófico-política de Fernando de
los Ríos. Había sido objeto de acendradas reflexiones en su
76
juventud, y hasta de algunos ensayos publicados entre 1911
y 1930. Se advierte nítidamente la impronta de la concepción
fisicomatemática del fluir histórico, nutrida en la inmanencia
del continuo de Leibnitz. Pero ahora aparece elaborado a
la luz de su óptica humanista de la sociedad, del Estado y
del derecho. Examina magistralmente el anarquismo, la
arbitrariedad, la injusticia y la revolución como expresiones
discontinuas del derecho; y concentra su atención en el
análisis de las doctrinas del regicidio y del derecho de
resistencia a la opresión en la Carta Magna, en los fueros
aragoneses y en las constituciones revolucionarias de
Francia, como hitos cardinales en el proceso de integración
de la teoría jurídica y del derecho positivo contemporáneo.
La discontinuidad del derecho únicamente puede superarse
mediante un poder público dimanado de la voluntad popular.
“El derecho público –concluye Fernando de los Ríos– tiene
armas para limitar, si no para destruir, los males señalados;
pero estas armas necesitan ser esgrimidas por todos los
miembros de la comunidad; es indispensable la democracia
como supuesto. Porque solo en la democracia puedo decir
que la ley es mi ley y llegar, en realidad, a expresar, en
esta, mi voluntad. Solo en la democracia la autoridad de la
ley es expresión de la autoridad que en mí ha de ejercitar
conforme a la ley del bien”.
El segundo ensayo se titula “La responsabilidad de los
monarcas en el moderno derecho público” y se ocupa del
histórico conflicto planteado en Inglaterra entre el Estado
autocrático y el Estado de derecho y de las sanciones judiciales y políticas correspondientes al rey o al presidente que
infrinja o viole la Constitución. Abundan las referencias
ilustrativas y las observaciones sagaces. El rigor teórico con
que se desarrolla la tesis es digno de nota.
Lleva por título el tercer ensayo “La metodología política
alemana: de Fichte a Hitler”. La enmarañada situación internacional y la patológica concentración de poder en determinadas zonas geográficas, políticas y culturales infunden
a este ensayo particular interés y palpitante actualidad.
La revisión crítica que acomete Fernando de los Ríos de la
metodología política alemana alumbra los más recónditos
77
estratos de la realidad social que la alimenta y configura. Los
ciclos y las oscilaciones del pensamiento político alemán están admirablemente precisados y descritos. En estas buidas
y documentadas páginas, desfilan, con plástica vivacidad,
el concepto nacionalista del Estado de Fichte, el idealismo
absolutista de Hegel, el organicismo jurídico de Gierke, el
personalismo social de Cohen, la sistemática jurídica de
Stammler, el normativismo lógico de Kelsen, la antinomia
amigo-enemigo de Schmitt, la crisis del derecho público y
el credo totalitario de Hitler. Este ensayo constituye una
severa censura a la doctrina transpersonalista del Estado y
del derecho y una militante adhesión a la teoría democrática del poder. No resulta ocioso subrayarlo. Las arraigadas
ideas de Fernando de los Ríos sobre la fundamentación
ética del socialismo continúan iluminando el trasfondo de
su perspectiva histórica.
Refiérese el cuarto ensayo a “La estructura metajurídica
de la magistratura del monarca constitucional”. Su nudo
dramático es el problema del poder, del Estado y de la sociedad. Luis Jiménez de Asúa lo considera el de más “hondura
histórica, filosófica y técnica”. Comparto plenamente el
juicio. En este ensayo, Fernando de los Ríos despliega lujosamente su dominio de la historia, de la filosofía y de la
sociología. Su panorámica del problema se inicia en Grecia
y culmina en una exégesis crítica de la geopolítica, del racismo y del marxismo. Merecen especial encarecimiento los
capítulos dedicados a la escuela cristiana de Sevilla, a Maquiavelo, a los juristas españoles del siglo xvi, a la doctrina
contractual del Estado y a las declaraciones de derechos del
hombre y del ciudadano de 1776 y 1789.
La consecuencia que extrae Fernando de los Ríos de ese
análisis del pensamiento político y de las estructuras reales
adoptadas por el Estado es que pisamos ya el umbral de las
organizaciones de tipo ecuménico. “Estamos –afirma– en
los albores de la organización universal del mundo como
Estado”. La historia evidentemente marcha hoy, impelida
por fuerzas inexorables, hacia la unidad supranacional del
poder. Pero lo que, según Fernando de los Ríos, no tiene aún
respuesta clara es cuál ha de ser, a la postre, el contenido
78
y la forma de ese poder. No se atreve a formularla. Duda y
vacila. Su interrogante flota patéticamente sobre el lector al
doblar la página final. ¿A dónde va el Estado? ¿Al aniquilamiento total de la persona humana o a su total liberación?
La réplica a la trágica disyuntiva trasciende el plano de
la pura teoría política. De los pueblos dependerá, exclusivamente, que la humanidad se salve en la planificación para
la libertad o se hunda en la esclavitud tecnificada. No dudó
nunca de esto Fernando de los Ríos. Ese fue precisamente
el tópico central de nuestra charla la clara y fragante mañana de abril en que estreché su mano por última vez. Su fe
profunda en una vida más bella y más justa le fulgía, como
radiante arcoiris, en la barba nevada.
(El Mundo, 14 de junio de 1952)
79
La proeza de Toynbee
Entre los libros fundamentales de nuestro tiempo figura,
incuestionablemente, el A Study of History de Arnold J.
Toynbee, director del Real Instituto de Asuntos Internacionales y profesor de investigaciones de Historia Universal
en la Universidad de Londres. Trece apretados y densos
volúmenes integran el plan de esta obra monumental. De
ellos ya seis han visto la luz, pulcramente editados por la
Oxford University Press. El séptimo se halla en curso de
publicación.
La magna síntesis de Toynbee abarca temas tan ambiciosos como la génesis, crecimiento, colapso y desintegración de
las civilizaciones, sus contactos en el espacio y en el tiempo,
los ritmos que conforman su historia y las perspectivas de la
civilización occidental. Esta sinfónica construcción marca,
sin duda, un hito cardinal en la historia de la historiografía.
Hasta ahora, sin embargo, el A Study of History –objeto de
encendidas polémicas en los círculos intelectuales más alertas de Europa– no había sido vertido a ningún otro idioma.
Una editorial argentina ha emprendido recientemente su
traducción a nuestra lengua. Gracias a su diligencia, esta
vez los lectores hispanoamericanos no llegarán tarde al
conocimiento de este óptimo fruto otoñal del pensamiento
europeo.
Fue Fernando de los Ríos, en su último viaje a Cuba, quien
puso en mis manos la obra del insigne historiador inglés.
Había vivido inmerso en su hechizante atmósfera durante
largos meses. La laboriosa y dilatada mediación afloraría
jugosamente en sus memorables disertaciones sobre la
crisis de la actual estructura política del mundo. Recuerdo
literalmente su advertencia al prestarme el volumen
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primero: “A Study of History hay que leerlo por dentro y con
sumo cuidado. Es fácil perderse en sus páginas a menudo
enigmáticas”. Inmediatamente sugerí su adquisición a la
Biblioteca General de la Universidad. Desde entonces, los
seis volúmenes publicados de A Study of History están en
sus anaqueles a disposición de estudiantes y profesores. No
sé el uso que unos y otros hayan hecho de ese caudaloso y
estimulante abrevadero de saber; por mi parte lo he utilizado, frecuentemente, en mi cátedra.
Alguien ha llamado a Toynbee “el Spengler de mediados
del siglo xx”. No le falta, ciertamente, su punto de razón.
Cabe, por lo pronto, el paralelismo. Se emparejan ambos
en el estilo lujoso y en la concepción poemática; y, aunque
ambos difieren radicalmente en el contenido de sus cogitaciones y en las consecuencias que extraen, el punto de
partida metodológico es el mismo. Pero Toynbee supera a
Spengler en acuidad, calado y visión. Su prodigiosa fantasía
compite, ventajosamente, con la del sombrío profeta de la
decadencia de Occidente; y lo deja muy atrás en el manejo de
las intuiciones, conceptos y hechos. En Spengler prepondera
el desboque imaginativo y el afán adivinatorio. Toynbee
mira al cielo con los pies bien asentados en la tierra. En
este sentido, el A Study of History es un libro típicamente
inglés. Muestra, al par, la impronta de Tomás Moro y de
Francis Bacon.
La teoría solar del proceso histórico tuvo en Jorge Guillermo Federico Hegel su más empinado y fascinante expositor.
No hubo, hasta Oswald Spengler, otra manera de concebir
la historia fuera de las coordenadas impuestas por el emperador del idealismo absoluto y absolutista. Europa era la
raíz y el ápice de la cultura. Mero “país de reflejo” América.
Incluso Carlos Marx –precursor de la dirección historicista
de la filosofía contemporánea– incurrió en el propio error
que angostó el promisor horizonte de la dialéctica hegeliana.
Spengler proporciona a la historia una óptica más límpida,
abarcadora y científica. No solo repudió la convencional
división en tres edades; trascendió definitivamente también
la interpretación ptolemaica del desarrollo social. Pero su
interpretación copernicana queda aún girando en torno al
81
clásico sistema europeísta de contemplar, entender y valorar el multiforme y complejo desarrollo de la convivencia
humana. Desde su mirador de Berlín, Spengler escruta,
con tudescas antiparras, el revuelto y plástico desfile de
las viejas culturas.
Sin Goethe, Marx y Nietzsche, el filósofo prusiano no hubiera podido darle cima a su empeño; sin Spengler –que le
rotura el surco y esparce los gérmenes– tampoco Toynbee
hubiera obtenido tan proficua cosecha. Pero lo que le diferencia de Spengler y singulariza su ingente faena es haber
logrado “deseuropeizar” y “desnacionalizar” la tradicional
concepción de la historia, convirtiendo esta por primera
vez en historias de la historia. A su poderoso empuje, el
cuadrante de la ciencia histórica experimentó un viraje que
jamás hubiera podido barruntar el venerable Herodoto.
De los hallazgos, ideas y sentimientos del vituperado siglo xix
ha vivido, en buena medida, la centuria que corre. No podía
ser, en rigor, de otro modo. El proceso de la cultura es, al
par, acumulación y devenir. Lo que está siendo viene ya
dado dialécticamente en lo que fue. El porvenir brota del
ayer, como el fruto de la semilla.
No es menos cierto, sin embargo, que al arribar a su madurez el siglo xx cuenta ya con un sistema propio de ideas.
Es igualmente lógico que sea así. Cada época elabora una
peculiar manera de sentir, comprender y explicar la vida
que fluye y la historia de esa vida en función del presente y
proyección de futuro. Se puede afirmar, pues, que el pensamiento y la sensibilidad actuales tienen una fisonomía, una
estructura, un contenido y una perspectiva correspondientes
a una determinada situación vital, espiritual y social.
A ese sistema de ideas propio de nuestro siglo hay que
adscribir el A Study of History de Arnold J. Toynbee. Es
un producto específico de lo que Hegel llamara, con afilado
acierto, el “espíritu del tiempo”. Basta adentrarse en sus
páginas para advertir, enseguida, la entrañable vinculación
de la magna obra de Toynbee con las corrientes fundamentales que configuran y rigen hoy la filosofía, las matemáticas,
la sociología y la estética. De ahí las radicales discrepancias
82
que muestra con las concepciones de Newton y de Ranke
y sus profundas afinidades con las de Spengler y Einstein.
Toynbee aprovecha la enorme masa del saber histórico
acarreada por la arqueología, la filosofía y la antropología;
extrae todos sus jugos y las interpretaciones de sus antecesores; utiliza dinámicamente algunos conceptos troncales de
la teoría clásica de la historia; pero la raíz de su pensamiento
y de su sensibilidad se nutre de las ideas predominantes
sobre el tiempo y el espacio y de novísimos conceptos sobre
“la segmentación del estudio histórico en campos inteligibles, cada uno de los cuales genera fuerzas de radiación y
atracción social semejantes a sus homónimas físicas en su
capacidad de ejercer efectos a distancias inmensas de sus
fuentes siquiera en grados minúsculos”. Su filosofía de
la historia, sustentada en una visión curva del desarrollo
social, es de clara filiación relativista. Javier Pulgar Vidal
y Víctor Raúl Haya de la Torre han examinado a fondo la
posición de Toynbee, subrayando los disentimientos y las
coincidencias que ofrece con la doctrina del espacio-tiempo
histórico esbozada en 1945 por el líder aprista.
Toynbee mismo fija su posición en las frases iniciales de
A Study of History. “En cualquier época de cualquier sociedad –escribe– el estudio de la historia, tal como las demás
actividades sociales, está gobernado por las tendencias dominantes del tiempo y lugar”. Este punto de vista lo lleva
a concluir que sin las categorías de espacio y de tiempo es
imposible pensar el proceso de la historia. Ambas son inseparables y desempeñan céntrico papel en la historia como
res gestas y como memoria rerum gestarum. La historia se
convierte así en los dramas del hombre en sus multidimensionales escenarios.
Se afana Toynbee en delimitar, nítidamente, el área propia del estudio de la historia. Es tarea previa si se aspira
a formular una concepción genérica de las historias de la
historia, o –si se prefiere– de la historia de las historias.
Tampoco olvida Toynbee que la ciencia histórica está urgida
de una metodología adecuada y de un conocimiento exacto de
sus elementos primordiales. No cabe ya duda de que los
ingentes desarrollos de la física, la química y la astrofísica
83
se deben al riguroso aparato conceptual y a las precisas
técnicas de investigación de que disponen sus cultivadores.
El problema quedó planteado por Carlos Marx al iluminar
súbitamente el sustrato económico de la vida social, hasta
entonces desconocido o desdeñado por los historiadores.
Spengler creyó haber encontrado en la naturaleza biológica de las culturas el hilo conductor del proceso histórico.
Toynbee afirma, rotundamente, haber hallado la unidad
histórica elemental.
Esta unidad histórica elemental –fundamento empírico
de su filosofía de la historia– es la sociedad en el tiempo
y en el espacio. No hay una sola historia, como sostuviera
Hegel: hay tantas historias como sociedades han existido o
existen. La pluralidad de sociedades es el único “campo inteligible de la historia”. Toynbee ha conseguido, por lo pronto,
“deseuropeizar” y “desnacionalizar” la historia. Todos los
avatares y formas de la vida humana cobran jerarquía y
sentido a la luz de esta nueva perspectiva. La tradicional
concepción de la historia universal deviene paradójicamente
provinciana.
No se concibe al hombre haciendo su vida a solas. Vivir es
convivir. El hombre es, primariamente, un ser social; y, por
serlo, ha logrado trascender la pura animalidad y conquistar
un destino intransferible en el cosmos. En su monumental
obra A Study of History, Toynbee desenvuelve, magistralmente, esta tesis, ya consagrada por la antropología, la
sociología, la teoría política y la historia.
Según el gran historiador inglés, en un principio el hombre
vivió en sociedades de estructura simple, rígida y homogénea. Miles de años después comenzó a luchar, sufrir, soñar
y progresar en sociedades complicadas, heterogéneas y
dinámicas. Las primeras son las denominadas sociedades primitivas. Las segundas, las llamadas sociedades
civilizadas. Esta sucesiva constelación de sociedades es
la unidad elemental de la historia. Toynbee reclama para
sí este iluminante descubrimiento.
¿Cómo surge la civilización en la historia? ¿Es fruto de
la continuidad o de la mutación? ¿De la evolución o del
salto?
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El tránsito de las sociedades estáticas a las sociedades
dinámicas –para decirlo con palabras de Toynbee– es “siempre brusco”. La continuidad del desarrollo histórico queda
abruptamente rota; y esta ruptura se opera en virtud de la
reacción del hombre a un cambio desfavorable en el contorno, que “le obliga a comportarse de diferente manera”.
Es la respuesta ineludible a un reto insoslayable. Cuando
la respuesta es vencida por el reto, la sociedad se fosiliza,
como aconteció a algunas tribus africanas y amazónicas y
a los esquimales. Hay sociedades que logran sobrevivir a
su propio ciclo vital. Las hay también que se marchitan y
mueren prematuramente.
La historia de las civilizaciones constituye la memoria
rerum gestarum de las sociedades dinámicas. Su radio
de conocimiento abarca desde las grandes civilizaciones
orientales hasta las occidentales, pasando por la incásica
y la maya. Estas sociedades dinámicas o civilizaciones
comprenden a grupos humanos afines; pero no deben ser
confundidas con las comunidades que las componen. Del
análisis comparativo de unas y otras, Toynbee concluye
que ninguna de ellas “abraza al todo de la humanidad”.
Las clasifica en “especies” y destaca sus “relativas continuidades” y sus “paternidades, parentescos, aislamientos
y fosilizaciones”. Y, asimismo, devela y precisa “el aspecto
interno de sus articulaciones y el aspecto externo de las
relaciones entre ellas”. La historia de las civilizaciones es
un vasto, complejo y plástico proceso en espiral.
De las veinte civilizaciones que registra y estudia Toynbee,
la única que ha podido ejercer una influencia ecuménica
es la occidental, hoy sometida a la más dura prueba de su
borrascosa y fecunda existencia. Toynbee, al revés de Spengler, no asume aire de profeta ni ademán de panegirista.
El augurio y la lamentación están ausentes de su obra. Ni
adivina ni plañe. Toynbee considera que los valores fundamentales de la civilización occidental aún pueden salvarse si
se establece un gobierno democrático mundial, se organiza
una economía socialista y el espíritu cristiano se trasfunde
a la vida de relación.
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No es fácil empresa la lectura de A Study of History.
Las ideas y los conceptos son, a veces, demasiado densos y
apretados, y el lenguaje suele suscitar confusiones por lo
criptográfico que resulta a menudo; pero a medida que se
desentraña el sentido recóndito de su simbología se van
esclareciendo y dilatando los confines del pasado y los horizontes del futuro.
Esta obra de Toynbee aporta a la historia de la cultura
una nueva filosofía del desarrollo curvo de la convivencia
humana. Ninguna otra de su tipo editada en los últimos
veinte años puede parangonársele en estilo, ambición,
saber y profundidad. Ni sus limitaciones, ni sus errores,
ni sus brechas pueden menoscabar ni ensombrecer la
proeza de Arnold J. Toynbee. A Study of History no es
solo un libro señero; es también un testimonio de esta
época crítica y trascendental que nos ha tocado en suerte
vivir.
(El Mundo, 3 de agosto de 1952)
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Franco y la Unesco
Acaba de inaugurarse en París la Séptima Conferencia de
la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. No ha mejorado ciertamente
la enmarañada y tensa situación mundial entre la última
y esta nueva reunión de la Unesco. La guerra fría en Europa y la guerra caliente en Asia han reducido, durante
ese período, las perspectivas de una convivencia pacífica y
agravado las contradicciones entre Oriente y Occidente. Los
derechos humanos en el “mundo libre” han sufrido también
gravísimos quebrantos. Si el eclipse de la libertad es total
allende la cortina de hierro, el cono de sombra se ensancha
por días aquende. Nunca la democracia afrontó coyuntura
tan crítica, ni la paz estuvo tan amenazada como en estos
dramáticos días.
Cuatro años se cumplirán el próximo 10 de diciembre de la
solemne Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La esperanza alentada por la Unesco de que este aniversario se conmemorase en un ambiente de confianza, libertad,
justicia y progreso apenas si destella lívidamente en un
horizonte ensombrecido por la incertidumbre, la opresión,
la miseria y la ignorancia. Sus tenaces esfuerzos, por difundir y corporizar el texto de ese hermoso documento, se han
visto constantemente obstaculizados por el rearme en toda
mecha, la restricción de las libertades, el freno al desarrollo
nacional de los países dependientes y el predominio de los
regímenes autoritarios en los organismos internacionales
y regionales. La crónica crisis que aqueja a las Naciones
Unidas se debe, en buena parte, al enjambre de dictaduras
y a la constelación de intereses que operan en su seno contra
la democracia en nombre de esta. Su autoridad y su crédito
87
han ido mermando en la misma proporción en que los fines
se fueron unciendo maquiavélicamente a los medios, con
el gozo y provecho de los popes de Stalin.
Si alguna institución especializada de las Naciones
Unidas ha rendido proficua tarea y suscitado fundadas
ilusiones por su lealtad a los principios que le dieron vida
es, sin duda, la Unesco. Hasta ahora sus periódicas reuniones habían transcurrido sin que su prestigio sufriera
formal menoscabo o efectivo deterioro. Incluso en los
trances difíciles se mantuvo la compostura en la polémica
y los trapos sucios se lavaron con espumante Borgoña. La
excepcional habilidad de Jaime Torres Bodet, para capear
las tormentas y concordar las discordancias provocadas
por las grandes potencias, es título que ya nadie podrá
arrebatarle. Testigo fui yo de ella en la conferencia anterior, a la cual asistí como delegado de Cuba.
Pero esta vez la Unesco se encara con el más riesgoso
reto que le ha planteado la historia: la solicitud de ingreso
de la España franquista. Cuando escribo estas líneas aún
no se ha discutido la recomendación favorable del Consejo
Económico y Social de las Naciones Unidas al Comité Ejecutivo de la organización que dirige Jaime Torres Bodet.
Nada halagüeñas son las noticias que el cable transmite al
respecto. Las disensiones y polaridades creadas por dicha
recomendación son tan profundas que la Unesco puede
quedar irreconciliablemente escindida y sus propósitos
radicalmente desvirtuados. México, haciendo honor al papel de vanguardia que José Martí le asignara, se apresta a
encabezar la batalla en defensa de la Unesco y del gobierno
por consentimiento.
La actitud de los que se oponen al ingreso de la España
franquista es la única congruente con los ideales que
propugna la Unesco. El régimen imperante en España es
incompatible, por su origen, naturaleza y objetivos, con la
índole de esos ideales, abrevados en el más puro hontanar
del pensamiento democrático. La Unesco ha sido hasta
hoy la más alta tribuna de los derechos humanos. La
España franquista es un estado totalitario que los ignora y
88
desprecia. Hace poco sus voceros calificaron de “propaganda
indeseable y clandestina” las publicaciones de la Unesco
que lograron traspasar sus fronteras. No podía ser de otra
manera en una estructura de poder que ha suprimido la
libertad de conciencia y todas sus formas de expresión al
grito zoológico de “muera la inteligencia”. La decepción y el
escepticismo que produciría en los pueblos amantes de la
libertad la admisión de España en la Unesco no compensan,
en verdad, el valor estratégico de la aherrojada península.
La dimensión ética del problema es tan importante como su
dimensión política. Como ha dicho lapidariamente Albert
Camus, de salir Franco con la suya, “la decencia habría
sufrido una derrota irremediable”.
La advertencia del gran escritor francés ha caído, por
fortuna, en surco fértil. El reservorio de las fuerzas morales de que aún dispone la humanidad es vasto y puede ser
decisivo en esta hora crepuscular de la historia. Artistas
de la jerarquía de Pablo Casals y escritores del calibre de
Jean Cassou, Paul Rivet, Aldous Huxley, Jean Paul y
Alfonso Reyes consignaron ya su protesta. Parlamentos,
universidades, sindicatos y organizaciones cívicas de todas
partes han manifestado su inconformidad por entender
que la Unesco se convertiría en mero instrumento de la
estrategia cultural de una política de poder. Las escaramuzas dialécticas en los alfombrados pasillos traducen
los reclamos de la opinión libre del mundo y preludian la
intensidad del inminente debate.
La cuestión es clara. El repudio a la dictadura que hoy
sojuzga, deforma y arruina la patria inmortal de Cervantes no entraña menosprecio alguno al pueblo español. Se
trata, por el contrario, de encarecer y exaltar la dignidad
y la entereza de los que hoy, dentro y fuera de España,
simbolizan sus valores eternos. El espíritu de esa España –viva en sus aportaciones culturales y sus sacrificios
por el decoro humano– nutrió siempre el espíritu de la
Unesco. La España franquista es la negación de ese espíritu. No podría codearse con ella la Unesco sin traicionar
la causa de la educación, la ciencia y la cultura, que es, en
89
última instancia, la causa de la libertad, “uno de los más
preciosos dones –como dijera Don Quijote a Sancho– que
a los hombres dieron los cielos”. No en balde “con ella no
pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
mar encubre” y “por ella, así como por la honra, se puede
y debe aventurar la vida”.
(El Mundo, 19 de noviembre de 1952)
90
El Padrecito Rojo
José Stalin ha muerto. Ríos de tinta se han vertido en torno
a su esperado deceso. Su ya quebrantada salud presagiaba
el súbito desenlace. Nunca, en verdad, se han escrito tantas
tonterías y estupideces para enjuiciar el tránsito a la historia de un gran líder político como en esta ocasión. Da pena
la fabulosa capacidad de la mente humana para fatigar el
ridículo. Desde diversas perspectivas, incluyendo la marxista ortodoxa, Stalin es acreedor al repudio y la condena; pero
lo que no puede ocultarse es la tremenda impronta que deja
su paso por la tierra. No es inferior a la de Lenin, Hitler,
Trotski, Mussolini o Roosevelt. A su manera y bajo signo
distinto, todos fueron, para decirlo con Hermann Keyserling, “espíritus que de modo patente han comunicado a esta
época impulsos vitales de carácter activamente histórico”.
Mientras en los pueblos aquende la cortina de hierro se
tejen y destejen conjeturas y augurios de la más varia índole, millares de rusos han desfilado, en muda y desolada
procesión, ante el cadáver expuesto del Padrecito Rojo. Los
propios corresponsales de la prensa occidental se muestran
sorprendidos de la conmoción producida por el fallecimiento
del más poderoso y dinámico dictador que recuerdan los
siglos. Su incomprensión radical de la naturaleza, estructura y objetivos del régimen forjado por Stalin les impide
trascender más allá de la imponente manifestación de
duelo. De ahí la banalidad de sus reseñas y el simplismo
de sus predicciones. Nada ilustra, sin embargo, tan nítidamente, la descomunal ignorancia que padecen –solo
pareja a la de los expertos oficiales en asuntos rusos– como
la pueril alharaca alrededor del pintoresco problema de la
sucesión. No precisaba ser muy zahorí para percatarse de
91
que, en consonancia con el carácter jerárquico del régimen
soviético y su típica contextura de Estado-partido, era cosa
ya resuelta en vida de Stalin y correspondía sustituirlo a
Georgi Malenkov, dueño de los resortes y secretos del poder
por decisión del Comité Central del Partido Comunista,
del Consejo de Ministros de la URSS y del Presidium de su
Consejo Supremo. La proclama conjunta, suscrita al expirar
Stalin, constituye un mero trámite del acuerdo previamente
adoptado.
No cabe llamarse a engaño. Stalin ha muerto; pero su política está viva, el estado soviético en pie, los países satélites
en un puño, los partidos comunistas a la orden y firmes y
enraizados en la conciencia de millones de gentes los dogmas
fluidos en que se sustentan la dominación del Kremlin y su
proceso de desplazamiento geográfico y económico. Stalin
puso en marcha el imperio soviético hacia su apocalíptico
destino. Malenkov seguirá, inflexiblemente, la línea de
Stalin. Ni las ofertas de paz, ni los rejuegos tácticos, ni las
circunstanciales blanduras alterarán la estrategia concebida a raíz de la muerte de Lenin y desarrollada después de
la expulsión y el destierro de Trotski. Desde entonces, no
es posible en la URSS el disentimiento sin riesgo de vida.
Cuantos se han atrevido a controvertir “la línea” han pagado
la osadía con la horca o con el campo de concentración. Las
periódicas purgas no han tenido otra finalidad que limpiar
el camino de herejes.
El derrocamiento del atrasado, despótico y podrido imperio de los zares y el advenimiento del régimen soviético es,
sin duda, el vuelco histórico más trascendental de nuestra
época. Como Juan Jacobo Rousseau la Revolución francesa, Carlos Marx presidió, ya muerto, una revolución hecha
en su nombre y afincada en su doctrina. Era una empresa
noblemente inspirada en la redención de los humildes y un
incitante proyecto de una sociedad sin desniveles, injusticias, miserias y sombras, en la cual la libertad de cada uno
sería la condición del libre desenvolvimiento de los demás,
la razón de comunidad primaria sobre la razón de estado
y no habría mayor potestad que el señorío del espíritu. El
epos religioso del pueblo ruso y su sentido mesiánico de la
92
vida –subrayado por Dostoyevski en profético arranque–
fue maravillosamente administrado por los heraldos de
la buena nueva. Múltiples factores, objetivos y subjetivos,
torcieron primero y frustraron después el magno empeño.
El régimen soviético fue cobrando cada vez más un estilo
político totalitario y una agresiva proyección nacionalista,
hasta transformarse en un socialismo de estado de tipo policíaco y en la más ágil, pujante y maquiavélica fuerza de
choque que ha lidiado por la hegemonía del planeta. Carlos
Marx ha sido expurgado, corregido, monopolizado, rusificado y contradicho por el propio Stalin a fin de justificar la
política imperialista del zarismo y la invasión soviética a
Polonia conjuntamente con las huestes de Hitler. No exagera
Maximilien Rubel cuando afirma que Marx es hoy “autor
maldito en la URSS”.
Es indiscutible que la escisión de la economía mundial
creada por la Revolución rusa y la carismática influencia
de la URSS al arrogarse la conducción providencial del
movimiento obrero ha obligado al capitalismo a sacrificar
utilidades, expandir la riqueza, mejorar las condiciones
sociales de existencia, enmascarar sus móviles rampantes y
practicar por otros medios su política de explotación colonial.
No es menos evidente, empero, que en vez de marchitarse
progresivamente, el estado soviético ha concluido por ser
–a contrapelo de su pregonada sociedad sin clases– la más
efectiva y brutal expresión del Leviatán de Hobbes y del
dios mortal de Hegel. De esa patológica aberración histórica,
dimanan, paradójicamente, el embrujo de Stalin, la crisis del
socialismo y el renuevo de la democracia. Pero sería absurdo
pretender negar el gigantesco progreso técnico, económico,
social y cultural de Rusia bajo el férreo mando de Stalin.
Si el problema del poder es el tema central de la teoría
política, ninguno es más importante en el terreno de la acción política. La voluntad de poder es lo que precisamente
singulariza y define al político de raza. Pocas veces conoció
la historia tanto afán de poder y tanto poder concentrado
como en José Stalin. Ni aptitudes y dobleces personales tan
insólitamente acordes con la naturaleza y fines del poder
ejercido. Sería pueril negarle a Stalin talento organizador
93
y capacidad ejecutiva; pero mucho más lo sería ocultar su
astucia, su hipocresía y su audacia. José Stalin fue en vida
un nuevo zar para los imperios rivales y el fementido abanderado de un hermoso ideal para millones de proletarios y
para los que aún alientan la esperanza de un socialismo
fundado en la libertad. No importa que haya adulterado la
historia de la Revolución rusa en provecho propio y suprimido implacablemente a sus adversarios. Para su pueblo, y
especialmente para las nuevas generaciones, educadas en la
superstición del materialismo dialéctico y en la obediencia
mágica al caudillo, fue y será siempre el hombre que elevó
a Rusia al rango de potencia mundial. Ayer fue un héroe.
Hoy es un símbolo. Y de ahora en adelante, mientras que
el imperio soviético subsista, recibirá, junto con Pedro el
Grande y Nicolás Lenin, la ofrenda de sus súbditos y
el homenaje de sus vasallos.
(El Mundo, 10 de marzo de 1953)
94
El mensaje de Benedetto Croce
La publicación en lengua española de los libros fundamentales de Benedetto Croce constituye un decisivo aporte para
nuestra comprensión del espíritu del tiempo en el plano de
la historia universal. No incurro en hipérbole. El eximio historiador y filósofo italiano es una de las conciencias rectoras
y de las mentes más claras de nuestra época. Su posición
en el panorama de la filosofía contemporánea es casi tan
relevante como la de Dilthey, Husserl, Jaspers o Heidegger.
Croce es el jefe indiscutido del movimiento neohegeliano en
Italia y uno de los más brillantes y originales intérpretes del
historicismo. No es menos destacada su significación en el
campo de la lógica, la ética, la estética, la filosofía social y la
crítica literaria. Se podrá disentir de sus criterios matrices;
pero –como ha dicho unos de sus traductores y exégetas–
no se puede prescindir de él cuando de estas cuestiones se
habla o escribe. Hay algo más todavía. Su fe militante en
la libertad y su enhiesta actitud ante el fascismo sitúan la
figura y la obra de Croce por encima de la mayoría de sus
colegas de vocación y profesión. Desde Vico hasta hoy, no ha
tenido Italia pensador más estimulante, voluntad más activa
y temple más recio.
Ejemplo de infatigable laboriosidad fue la dilatada vida
de Benedetto Croce. Nació en 1866, en una pintoresca
aldea de la región de los Abruzos. Acaba de morir en cabal
lucidez y febril actividad. Singular dicha la suya. Le fue
dable contemplar el cenit esplendente de la era victoriana,
el turbulento ocaso del mundo fundado en la razón
burguesa, la violenta irrupción de la sociedad de masas y el
enigmático alboreo de la edad del átomo. En su obra proteica
se proyectan, como un coruscante espejo, las esperanzas,
95
vicisitudes, frustraciones, polaridades y agonías de la época
de tránsito social que le tocó arrostrar.
Benedetto Croce vivió la mayor parte de su existencia
a la vera del Vesubio y junto al mar latino. Niño aún, sus
padres se trasladaron a Nápoles, hogar de casi todos
sus antepasados. Su primera pasión fue –también sería la
última– la pasión de la lectura. La infancia de Benedetto
discurrió en una atmósfera de paz, orden y trabajo. Temprano comenzaba su madre las tareas domésticas. Temprano se
entregaba su padre a revisar los expedientes y legajos. Los
“ajetreos” y “enredos” de la política jamás perturbaron la
afanosa tranquilidad de aquella casa. De los labios del “alto
y rígido magistrado” solo escucharía Benedetto esporádicos
encomios del “buen rey” Fernando II y de la “santa reina”
María Cristina. Pero la apacible vida familiar y la “aséptica”
educación de Croce sufrirían abrupta alteración al perecer
aplastados en un terremoto sus padres y su única hermana.
Su orientación cambiaría tan radicalmente a raíz de aquella
desgracia que si no se conocieran los antecedentes podría decirse que la formación espiritual de Croce fue la propia de un
italiano hijo de familia secularmente ligada a las luchas por la
independencia y la unidad de Italia. Su vocación filosófica, su
amor a la libertad, su sentido dinámico de la vida y su conducta
pública se abrevaron en los acendrados juegos de la cultura
clásica, en la reverberante tradición renacentista y en el culto
a los valores políticos y éticos del risorgimento. De Sanctis fue
su preceptor literario, Garibaldi su héroe y Nápoles su patria
chica. La retórica de Cicerón, el genio oportunista de Octavio
y la pompa imperial de Roma nunca fueron de su gusto. En
Roma cursaría sus estudios universitarios, mostrando particular preferencia por la literatura, la historia y la filosofía, y
soldaría íntima amistad con Antonio Labriola, a quien deberá,
en apreciable medida, su encuentro consigo mismo a través
de la ética de Herbart.
Su retorno a Nápoles señala el ingreso de Croce en la vida
cultural de Italia. Nápoles era, a la sazón, el último reducto
de la filosofía hegeliana, ya de capa caída en toda Europa
y, principalmente, en Alemania. Se leían y comentaban las
abstrusas disquisiciones del sumo pontífice del idealismo
96
absoluto con típica pasión mediterránea. Spaventa era el
gran oráculo que aprehendía el sentido esotérico de la tríada
y alumbraba el sustrato misterioso de la idea. No tardaría
Croce en sucumbir a los hechizos de aquella suntuosa y
sibilina filosofía. Nada tiene ello de extraño. Del embrujo
de Hegel ni siguiera pudo sustraerse Carlos Marx.
Pero el deslumbramiento de Croce no duraría mucho más
que el de Marx. Si este intentó poner la dialéctica sobre
sus pies dándole un sustentáculo materialista, Croce discerniría, nítidamente, lo vivo de lo muerto en la filosofía de
Hegel. Lo muerto era su concepto a priori de la naturaleza,
su artificioso esquema de la historia y su acomodaticia deificación del Estado. Lo vivo era la comprensión dialéctica de
la realidad, la objetivación del espíritu y la doctrina de la
libertad. El gran descubrimiento de Hegel era la síntesis
de los contrarios, la integración de la tesis y de la antítesis
en una unidad superior, descomponible a su vez en una serie indefinida de afirmaciones y negaciones, conciliadas en
síntesis generadoras de nuevos opuestos. El universo dejaba
de ser factum para ser fieri. La tarea cardinal de la filosofía
era elaborar una fenomenología del espíritu a la altura del
tiempo; pero para ello precisaba eliminar los hiatos de Hegel y articular racionalmente la teoría y la práctica, como
momentos dialécticos de un mismo proceso. A ese empeño
se entregó Croce afanosamente, aplicando, con fructífero
resultado, lo vivo de la filosofía de Hegel a diversas áreas
del conocimiento.
De la superación de la filosofía hegeliana y de la perspectiva filosófica de Croce deviene un modo acorde de
ver, entender y explicar la historia, y de hacer filosofía.
Ni el idealismo absoluto, ni el racionalismo mecanicista, ni el positivismo rampante captan –según Croce– la
radical textura de la vida humana. La esencia de la vida
humana solo puede concebirse y comprenderse a partir
de su flujo perenne y de su temporalidad concreta. Su
sustancia es el tiempo y su dínamo la libertad, que es
el primun movens de la historia y la verdadera hazaña
del hombre.
97
Ética y política son temas que ocupan largamente la meditación de Benedetto Croce. Su Filosofia della pratica es, por
su rigor metódico y denso contenido, un tratado sistemático
de ética. Numerosos ensayos y artículos en torno a la materia fueron publicados por Croce en su revista Crítica y casi
todos recogidos en sus libros Fragmentos de ética, Elementos
de la política y Aspectos morales de la política. Pero no fue
Croce un moralista de gabinete. El objetivo cardinal de sus
reflexiones sobre el problema de la ética y de sus relaciones
con la política fue siempre sentar normas para la acción.
Según él, ninguna filosofía es válida si no funge de guía para
orientar, enriquecer y dignificar la vida.
Animal político fue primariamente el hombre para Aristóteles. Igualmente lo sería para Croce. La política es “una
forma perpetua del espíritu” y constituye “la actividad
fundamental del hombre”. Quienes reniegan de ella por
llenarle la casa de ruido reniegan de la naturaleza humana.
Quienes se apartan de ella por asco es porque llevan el asco
por dentro. La política no es constitutivamente ni limpia ni
sucia: es creación o medro según sus resultados sociales. La
genuina honradez política consiste en ponerla al servicio de
una empresa histórica de carácter popular.
Dos grandes ciclos recorre en su trayectoria el pensamiento
político de Croce. En su temprana madurez, Maquiavelo,
Vico y Marx son sus maestros. Ni que decir tengo que,
durante esa época, Croce admitió, como canon, la escisión
establecida por Maquiavelo entre ética y política. La idea,
por demás, no era nueva. Ya en Grecia había aflorado la
distinción y antinomia. Incluso su estudio era objeto de disciplinas distintas. Pero en Maquiavelo el deslinde aparece
como la efectiva y “propia función de una filosofía política”.
El ámbito de la política es radicalmente ajeno a la ética. La
política es pura y exclusivamente política.
Importa precisarlo enseguida. El maquiavelismo de Croce
se contrae estrictamente a una consideración metódica del
problema planteado por Maquiavelo como centro de gravitación de toda teoría política y de toda política práctica:
el poder como razón del poder. Croce abomina de los que
pretenden legitimar las infamias de los gobernantes con
98
citas entresacadas de El príncipe o de los Discursos sobre
la segunda década de Tito Livio. Lo juzga, además, una
repugnante falsificación del maquiavelismo de Maquiavelo. Nada más ajeno a este, en verdad, que ese amoralismo
rampante atribuido a las consecuencias prácticas de su
teoría del poder. La preceptiva de Maquiavelo es producto de un análisis objetivo de factores condicionantes de
la política en una coyuntura determinada de la historia.
No es precisamente un trasunto del paraíso terrenal el
mundo en que le toca vivir. Maquiavelo solo acierta a ver
a su alrededor “hombres ingratos, volubles, temerosos del
peligro, codiciosos de ganancia” y propugna –empavorecido y desilusionado– los medios que considera más idóneos
para mantener en rebañega obediencia al popolo minuto.
Su apología de la fuerza es típicamente renacentista y congruente con la vidriosa moral del humanismo. Pero no es
ese su ideal político. “Si los hombres fueran buenos –afirma
con sofrenada tristeza– no sería necesario poner en práctica
mis consejos”. La quimera que ilumina su vigilia es una
“sociedad de hombres buenos y puros”. Su conciencia moral
se rebela íntimamente contra los que intentan reproducir
“los horrores de los tiempos perversos”, y se conforta con
la ardiente evocación de aquellos que lo sacrifican todo por
hacer el bien. La grandeza de Maquiavelo radica en su nuda
pasión por la independencia y la unidad de Italia. Su miseria
estriba en no haberse atrevido a ser quien era.
Los legítimos herederos de Maquiavelo hay que buscarlos
–advierte Croce– “en quienes procuran sistematizar el
concepto de prudencia, de astucia y, en suma, de virtud
política, sin confundirla con la virtud moral y sin limitarse
a negarlo”. Habrá que buscarlos en gente de la estirpe
intelectual y moral de Tommaso Campanella. Pero “su
verdadero y digno sucesor fue otro italiano, Juan Bautista
Vico, poco benévolo con Maquiavelo, pero saturado de su
espíritu, un espíritu que clarifica y purifica, integrando un
concepto de la política, componiendo sus aporías y mitigando
su pesimismo”. Vico tuvo una visión dialéctica de la historia
y una fe profunda en la naturaleza humana. No creía en la
fuerza como árbitro único del desarrollo social. La fuerza es
99
solo “un momento del espíritu humano y de la vida de las
sociedades, un momento eterno, el momento de lo cierto,
perpetuamente seguido, mediante un desarrollo dialéctico,
por el momento de la verdad, de la razón manifiesta, de
la justicia y de la moral”. La fuerza es destructora cuando
se pone al servicio de un concepto autoritario del poder.
Es creadora cuando se pone al servicio de un concepto del
poder fundado en el conocimiento. “Como decían los antiguos
–escribe Croce– primero es vivir, y después vivir bien. No
hay vida económica y política que no sea a la vez vida ética,
como no hay cuerpo sin alma. Y el hombre moral no ejercita
su moralidad sino obrando políticamente y aceptando la
lógica de la política”. Esa es la posición de Croce en esta fase
de su pensamiento político. No cabe duda de que está mucho
más cerca de Vico y de Marx que de Maquiavelo.
En el declive de su madurez biológica, el pensamiento político de Benedetto Croce adquiere un sentido ético cada vez
más acusado. La lógica inmanente de la necesidad histórica
da paso a la conciencia de la libertad, como la más alta forma
de expresión de la actividad humana. Su sonada polémica
con Antonio Labriola sobre el materialismo histórico y las
concepciones económicas de Marx marca el punto de partida
de esta nueva etapa, que habría de culminar magníficamente en su beligerante soledad en la Italia fascista.
No es en modo alguno sorprendente que Benedetto Croce
se haya topado en su camino con Carlos Marx y el socialismo. Su experiencia hegeliana y su concepción dialéctica
del universo y de la historia, por una parte, y su radical
discrepancia con el liberalismo económico y el formalismo
jurídico de la Revolución francesa, por la otra, lo llevarían,
como de la mano, a echar su cuarto a espadas en la polémica
en torno a la virtualidad, el método y la praxis del marxismo,
verdadero centro de imputación en los finales del siglo xix
de la teoría política y de la política de partido. Su difusión
y arraigo en la clase obrera y en los círculos intelectuales
era cada vez mayor. “El materialismo histórico –escribía
Croce– es hoy la doctrina de moda”.
Si bien era un hecho de notoria patencia que el movimiento
socialista se extendía por toda Europa y el marxismo cobraba
100
creciente autoridad y prestigio, no era menos evidente, sin
embargo, que dentro del propio marxismo, y fuera de él,
empezaba a someterse a severo análisis sus fundamentos
teóricos, su estrategia y su táctica. Esta actitud criticista
es la fuente del llamado revisionismo en la historia de las
doctrinas sociales. Es ya indubitable que esa puesta en
cuestión del marxismo tenía su raíz más profunda en la
incomprensión de los nuevos desarrollos operados en la estructura del régimen capitalista. La corriente revisionista
se nutría teórica y factualmente en el proceso de aburguesamiento de las condiciones de vida del proletariado y de
la pequeña burguesía, como consecuencia de la expansión
de los bienes materiales en los países metropolitanos de
Europa, a expensas de la explotación de los territorios coloniales y dependientes. Millones de subhombres contribuían
inconscientemente a crear, en el pensamiento socialista,
una falsa conciencia de la situación real engendrada por
la transformación dialéctica del capitalismo industrial en
capitalismo financiero.
El teórico más sobresaliente del revisionismo dentro del
propio marxismo fue Eduardo Bernstein. Tiempo hacía
que alentaba el propósito de contrastar la efectividad del
marxismo a la luz de los hechos. No era solo una preocupación intelectual; aspiraba también a que, mediante ese
contraste, el movimiento socialista se acomodara a circunstancias concretas no previstas por Marx y aplicase la táctica
congruente. La larga y ríspida controversia fue planteada
por Bernstein en una serie de artículos aparecidos en el
periódico del Partido Socialdemócrata Obrero Alemán. Su
libro Socialdemocracia teórica y socialdemocracia práctica,
acremente impugnado en el Congreso de Hannover, contiene una amplia y sistemática exposición de la doctrina
revisionista.
Según Bernstein, era falso que el socialismo tuviera que
conquistar el poder exclusivamente por la violencia. El
socialismo era –históricamente considerado– el desarrollo
ulterior del liberalismo y, por ende, su acceso al poder no debía
ser otro, mientras fuera ello factible, que el sufragio universal.
No correspondían en sus resultados, a las predicciones
101
de Marx, el proceso de concentración del capital en la
industria, ni tampoco la depauperación de la clase obrera
y la proletarización de la pequeña burguesía. La historia
económica demostraba que las crisis eran generalmente
fenómenos periódicos de crecimiento y excepcionalmente
ofrecían un carácter catastrófico. La quiebra de la doctrina del
valor saltaba a la vista: la homogeneidad universal del trabajo
podía admitirse, a lo sumo, como hipótesis para explicar el
“misterio” de la producción capitalista. De la doctrina de la
plusvalía –implícita en la ley del valor– solo quedaba en pie
el concepto de riqueza no ganada, fijada ya antes que Marx
por Sismondi, Saint Simon, Proudhon y Rodbertus.
No cabía desconocer la importancia del factor económico
en la interpretación del proceso histórico; pero precisaba
tener en cuenta que las necesidades de la evolución técnicoeconómica determinan cada vez en menor grado la evolución
de la superestructura ideológica, manifestándose aquella
como una dinámica constelación de factores recíprocamente
condicionados. Era ya indispensable, por ello, ajustar la
concepción materialista de la historia al fluido y complejo
desarrollo de la vida social y cultural; y era igualmente
imperativo insertar el socialismo en la nueva coyuntura
histórica y formular un programa de acción política de tipo
democrático, a fin de crear una fuerte reacción popular
contra las tendencias abusivas del capitalismo. La teoría
de la revolución social –admisible como alternativa en un
proceso de crisis general del régimen capitalista– era, a la
sazón, una utopía. La fruta tenía que madurarse naturalmente. En épocas de prosperidad, lo “fundamental –decía
Bernstein– no era fomentar artificialmente la miseria
de los obreros, sino levantar su nivel cultural y político
y dejar siempre abierta una perspectiva al movimiento
socialista”. El Partido Socialdemócrata Obrero Alemán
hizo suyas, en los congresos de Gotha y de Stuttgart, las
conclusiones de Bernstein, con la anuencia de Bebel y de
Liebknecht, heterodoxos caudillos de la ortodoxia marxista. No tardaría mucho esta en dejarse sentir. Carlos
Kautsky y Jorge Plejanov asumirían la cerrada defensa
del socialismo marxista.
102
Vasta y honda repercusión tuvo la corriente revisionista
fuera del marxismo. El profesor Charles Andler declaró
solemnemente en 1897 la “disolución del marxismo” y la
necesidad de elaborar un nuevo programa socialista. En parejo
sentido habría de pronunciarse el profesor Massaryck. Saverio Merlino mantuvo que el socialismo era, ante todo, un
problema jurídico. La tesis fue recogida por Antón Menger
en su obra El derecho al producto íntegro del trabajo, y rápidamente aceptada por los sindicatos reformistas. El profesor Rudolf Stammler propugnaría en su libro Economía y
derecho –despistada crítica del materialismo histórico desde
el ángulo de la teoría del conocimiento– la reelaboración del
marxismo sobre una base kantiana. Jorge Sorel plantearía
–después de denunciar enfáticamente la descomposición
del marxismo por sus teóricos oficiales– la infusión en el
movimiento socialista de los elementos voluntaristas y religiosos de la filosofía de Bergson y del mito sindicalista de
la huelga general revolucionaria. Pero de toda esa revisión
del marxismo fuera del marxismo, la de más rango teórico,
objetividad de juicio y largo alcance fue la intentada por
Benedetto Croce en las buidas, documentadas y ágiles páginas de su Materialismo storico ed economia marxistica.
El hechizo que ejerció el socialismo en Benedetto Croce es
ya cosa juzgada. Nunca militó en sus filas; pero alentó vivas
esperanzas en una renovación del contenido total de la vida
europea al influjo de su prédica y de su acción. Jamás fue
marxista; pero la impronta de Marx en la dirección historicista de su filosofía y en el desarrollo de su pensamiento
político es demasiado visible para que pueda discutirse.
Croce mismo se encargaría de aseverarlo. “Quien dirija su
pensamiento a la cultura italiana de los últimos decenios
–escribe en el prólogo de su libro Materialismo storico ed
economia marxistica– no podría, a mi entender, dejar de
advertir la amplia y beneficiosa influencia ejercida por el
marxismo en los intelectuales italianos entre 1890 y el 1900.
Gracias a esa doctrina, que penetró en las universidades
junto con el juvenil socialismo, los estudios históricos fueron,
después de una larga decadencia, retomados a la incompetencia de los puros filólogos y literatos, dando excelentes frutos
103
de historia económica, jurídica y social. El pensamiento
filosófico se sintió también muy estimulado”.
Benedetto Croce estaba ya en forma para su polémica
con Antonio Labriola, cuando su antiguo profesor en la
Universidad de Roma editó su vivaz y subjetivo ensayo Del
materialismo storico, dilucidazione preliminari. Conocía
hasta los más recónditos meandros del pensamiento de
Marx, copiosa era su información del movimiento socialista y tenía sobre su mesa –leídas y anotadas– las obras de
Bernstein, Massaryck, Andler, Merlino, Menger, Stammler,
Sorel y Plejanov. Se enfrentaría a Marx en la propia actitud
y con la propia responsabilidad con que se enfrentó a Hegel.
Labriola mismo habría de reconocer, al replicarle, su cabal
dominio de la doctrina marxista y su probidad polémica. A
su vez, Croce empezaría por sentar que consideraba el ensayo de Labriola “como el amplio y profundo estudio sobre
la materia”. La altura y dignidad de aquella controversia
resulta hoy inconcebible.
Croce fijó claramente su posición en el debate planteado
en torno a la revisión del marxismo. No era marxista ni
antimarxista: su interpretación y crítica representaba
dentro de Italia la misma tendencia que seguía en Francia
el proceso incoado al marxismo por Jorge Sorel. “Esta tendencia –dice– procura liberar el núcleo sano y realista del
pensamiento de Marx de los adornos metafísicos y literarios
de su autor y de las exégesis y deducciones poco cautas de
la escuela”.
Según Labriola, el materialismo histórico es “la última y
definitiva filosofía de la historia”. Croce disiente de la tajante afirmación. Cabe hacer historia de la filosofía y filosofar
sobre la historia; pero lo que no puede hacerse es filosofía
de la historia partiendo de un a priori. La reducción conceptual del multiforme contenido de la historia está reñida
con la naturaleza singular, intransferible y concreta de los
hechos históricos. Los esquemas de historia universal deductivamente construidos son, cuando menos, caprichosas
fantasmagorías. “No fue el propósito de Marx –puntualiza
Croce– hacer una nueva filosofía de la historia”. Federico
Engels recordaría, más de una vez, que el materialismo
104
histórico es un método y no una filosofía. “El mejor elogio
que puede hacerse del materialismo histórico –afirma Croce– es que no es una filosofía de la historia”. Pero tampoco
considera adecuado que se presente como un nuevo método.
A su juicio, el materialismo histórico es solo un canon de
interpretación.
La aportación fundamental de Marx a la historiografía es,
para Croce, su completo y sistemático desarrollo de la teoría
de los factores históricos. El proceso histórico es producto de
“una serie de fuerzas que se denominan condiciones físicas,
formaciones sociales, instituciones políticas, individuos
dirigentes”. Pero el materialismo histórico no se contrae a
señalar el hecho; procede, además, a “la indagación de las
relaciones existentes entre esos factores, o mejor dicho, los
considera todos juntos como parte de un proceso único”. Cierto es que define el sustrato de la historia como el conjunto de
las relaciones sociales de producción; pero no lo es menos que
su poder determinante queda reducido a un último análisis
para explicar las configuraciones, cambios y reacciones de
la superestructura ideológica, que no es mero reflejo.
No incurre Labriola en los ya sobados simplismos de los
epígonos de Marx y de sus actuales espoliques. En su interpretación del materialismo histórico admite la complejidad
del transcurso, el papel de las creencias, supersticiones, usos
y costumbres, la fuerza de la raza, del temperamento y de
las aptitudes naturales y la influencia, a veces preponderante, de los grandes hombres. No es distinta, en rigor, la
perspectiva de Croce. “Yo admito, con las debidas precauciones –escribe–, que los hombres hacen su propia historia
en condiciones preexistentes, entre las cuales las económicas, a pesar de que pueden sufrir el influjo de las otras,
resultan, sin embargo, y en último análisis, las decisivas, y
constituyen el hilo rojo que atraviesa toda la historia y nos
guía a su entendimiento”. Labriola identifica materialismo
histórico y socialismo; Croce cree, por el contrario, que se
puede ser materialista histórico sin ser socialista.
Si el materialismo histórico está llamado a significar algo
valedero en el terreno de la ciencia –concluye Croce– “no
debe ser ni una nueva construcción a priori de la filosofía de
105
la historia, ni un nuevo método del pensamiento histórico,
sino simplemente un canon de interpretación histórica”.
Este canon aconseja tener presente el sustrato económico de
la sociedad para comprender mejor sus formas, relaciones y
vicisitudes. No anticipa ningún resultado. Su fundamento es
puramente empírico. Es una sencilla y fecunda norma para
determinar las fuerzas impelentes del proceso histórico y
esclarecer sus tendencias de desarrollo. En vez de llamarse materialismo histórico –fuente inagotable de polémicos
equívocos–, debía denominarse realismo histórico.
La cuestión social no es una cuestión moral para el socialismo marxista, ni lo es tampoco para Benedetto Croce;
pero eso no significa que el socialismo marxista sea amoral, ni contradictoria con su ética la posición de Croce al
respecto. En lo que al socialismo marxista se refiere, acaso
haya inducido a creerlo el pregonado carácter materialista
de la filosofía social de Marx. El socialismo marxista puede
renegar, y en efecto reniega, de toda concomitancia con
la metafísica y el idealismo; pese a ello, resulta evidente
–como afirma Croce– “que la idealidad o el absolutismo
de la moral, en el sentido filosófico de estas palabras, son
presupuestos necesarios del socialismo marxista”. El socialismo marxista repudia la clásica teoría de los valores; pero
los criterios de deber ser están presentes en el socialismo
marxista. El concepto de plusvalía –derivado por Marx de
la ley del valor-trabajo– verifica cumplidamente lo dicho.
La plusvalía es más un concepto moral que una categoría
económica. Su verdadera significación estriba en implicar
una condena inapelable de la expropiación del trabajo ajeno
no pagado. Sin “ese supuesto moral, ¿cómo se explicaría no ya
la acción política de Marx, sino también el tono de violenta
indignación y de amarga sátira que se advierte en cada
página de El capital?”.
Croce es claro y explícito al enfrentarse con el problema.
La ética y la economía deben andar juntas, aunque no
revueltas. El fundamento moral del socialismo como movimiento enderezado a impedir la explotación del hombre por
el hombre es perfectamente compatible con el fundamento
económico del socialismo como explicación objetiva del
106
régimen capitalista; pero la plausible consideración ética de
la cuestión social imbíbita en el concepto de plusvalía nada
agrega ni quita –según Croce– a la validez científica de las
doctrinas económicas expuestas por Marx en El capital.
Marx se propone en esa obra –una de las más empinadas
expresiones del pensamiento contemporáneo– “investigar
las leyes que rigen el sistema de producción capitalista
y las condiciones de producción y circulación que a él corresponden”. Croce analiza la ímproba tarea de Marx desde el
punto de vista de su forma y de su comprensión. Como forma,
El capital es “una búsqueda abstracta”. Los mecanismos y
leyes del régimen capitalista son deducidos de un esquema
racionalmente elaborado. Como comprensión, la búsqueda
de Marx se limita “a una particular formación económica,
que es la que tiene lugar en una sociedad con propiedad
privada del capital, o como Marx dice, con expresión propia,
capitalista”.
Si “como forma El capital no es una descripción histórica,
como comprensión no es un tratado de economía, y mucho
menos una enciclopedia”; pero “tampoco es una simple monografía económica sobre las leyes que rigen la sociedad
capitalista”. El objetivo céntrico de Marx es establecer la
ley última que explique el “misterio” de la producción capitalista. Esa ley última es la del valor-trabajo, según la cual
“el valor de los bienes producidos por el trabajo humano es
igual a la cantidad de trabajo socialmente necesario para
producirlos”. Según Croce, se trata “no de una ley ni de
una categoría, sino de un hecho entre otros hechos, de una
fuerza entre otras fuerzas y solo admisible como hipótesis”.
Igual acontece con la ley de la disminución de la tasa del
beneficio, de la depauperación progresiva del proletariado
y de la caída inexorable del capitalismo por una subitánea
mutación de la cantidad en calidad en el proceso dialéctico
de la historia. En cuanto a la “lucha de clases” –motor de la
historia para Marx–, es solo cierta “donde hay clases, cuando
existen intereses antagónicos y cuando se tiene conciencia
de ese antagonismo”. Ni “la economía marxista es la ciencia
económica general, ni el valor-trabajo es el concepto general
del valor”. Es innegable que Marx “intentó un análisis
107
completo del régimen capitalista; pero sus doctrinas económicas no corresponden en muchos aspectos a la realidad
histórica”. Su “verdadera importancia es como sociología
comparada”. La idea de “una filosofía de la economía” es
“quizás la más fecunda” que pudiera extraerse de la obra
genial del discutido profeta de Tréveris.
Cuarenta años después de su polémica con Antonio Labriola, Benedetto Croce revalora el pensamiento de Marx
y fija su postura ante el marxismo y el socialismo. Guarda
admiración y gratitud para el hombre que le iluminó el
turbio trasfondo de la sociedad capitalista, que reafirmaba
con su concepto de la lucha por el poder y de la fuerza como
energía de la voluntad y de la acción las más fecundas tradiciones del pensamiento político italiano y que contribuyó
decisivamente a madurar su concepción de la fuerza y de
la lucha por el poder como medios para la realización de la
libertad. Pero ya la trama fundamental de las ideas del “gran
pensador revolucionario” –a quien consideraba superior y
más moderno que Mazzini– le parecía irremediablemente
envejecida y su núcleo sano emponzoñado por la filtración
totalitaria. Los conceptos de poder y de lucha que Marx había trasladado de los Estados a las clases retornaban de las
clases a los Estados y se transformaban descarnadamente en
instrumentos de un nuevo imperialismo que le disputaba la
hegemonía del mundo al imperialismo tradicional. La Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas –erigida en nombre de
Marx y sobre sus doctrinas– ejemplificaba dramáticamente
el fenómeno. El socialismo marxista estaba “definitivamente
muerto como ideal de redención social”. Había subordinado
los fines a los medios y su concepción autoritaria del poder
conducía a la degradación y a la esclavitud. No se diferenciaba del fascismo en su radical desprecio a la dignidad
humana. El camino de la libertad era la única salvación
del socialismo.
La idea de la libertad como forjadora eterna de la historia
está en la raíz misma de la concepción historicista de
Benedetto Croce. No figura este entre los que han prostituido
el historicismo convirtiéndolo en una “filosofía” justificativa
de la servidumbre, la abyección y la cobardía por darse
108
objetivamente en la historia. “La conciencia moral –afirma en
su ya clásico libro La storia come pensiero e come azione– está
en el fondo del historicismo. El verdadero enemigo actual, no
ya adversario, de este es el amoralismo o inmoralismo que ha
venido desarrollándose, bajo mendaces formas historicistas,
en las partes corrompidas de la gran filosofía alemana y ha
llegado ahora a asumir figuras y proporciones monstruosas”.
La aberración totalitaria –sumidero de los más fétidos
residuos de la vileza humana– inspira este corajudo juicio
del egregio pensador napolitano, formulado en pleno señorío
de la cachiporra y del aceite ricino. El filósofo está obligado
a defender, al precio que sea, la dignidad de la filosofía.
Nunca olvidó Croce que el filósofo debe vivir de tal modo
que su muerte resulte suprema injusticia.
Vida y realidad son historia y nada más que historia para
el historicismo. La filosofía de la ilustración había olvidado,
en su cosmovisión, lo que existe de irracional en la vida
humana y, por ende, en el proceso histórico. El historicismo
representa la antítesis de esa postura. Ni todo lo real es
racional, ni todo lo racional es real. Pero hay dos tipos fundamentales de historicismo: el historicismo abstracto, que
pone el acento en lo puramente irracional, y el historicismo
concreto, que supera la artificial escisión entre lo individual
y lo universal creada por el racionalismo enciclopedista y
funde dinámicamente lo racional y lo irracional, lo individual y lo universal en una comprensión dialéctica de la
realidad y de la vida como historia de la libertad. Filosofía
y política están teórica y prácticamente entramadas en el
historicismo concreto. Los historicistas que pretendieron
establecer un hiato entre filosofía y política fueron, en la
pasada centuria, “mentes servidoras del rey y del Estado” y,
en la actual, alabarderos del mito ario o de la fuerza bruta
como fuente del poder público. El historicismo concreto es,
por el contrario, una teoría de la vida civil y del gobierno por
consentimiento. Niega radicalmente –por boca de Croce– la
virtualidad del liberalismo económico; pero trasfunde en una
unidad superior el liberalismo político de la Ilustración.
Fue Hegel quien lanzó el divulgado apotegma de “que la
historia es la historia de la libertad”; pero su significado y
109
alcance se refieren solo a “una historia del primer nacimiento de la libertad, de su crecimiento, de cómo se hizo adulta
y de cómo se mantiene firme cuando hubo alcanzado esta
edad definitiva, incapacitada para ulteriores desarrollos,
a través de la libertad de uno, de la libertad de varios y
de la libertad de todos, etapas correspondientes al mundo
oriental, al mundo clásico y al mundo germánico”. La
historia como historia de la libertad tiene en Croce intención
y contenido distintos que en Hegel. No se trata de “asignar
a la historia el tema de verse formada por una libertad que
antes no existía y algún día habrá de ser, sino de la libertad
como sujeto mismo de la historia”. La libertad “es, por un
lado, el principio explicativo del curso de la historia y, por
el otro, el ideal moral de la humanidad”.
Es sólito escuchar en nuestros días “el anuncio jubiloso,
o la admisión resignada, o la lamentación desesperada de
que la libertad ha desertado ya del mundo, de que su ideal
ha traspuesto el horizonte de la historia, en un ocaso sin
promesa de aurora”. Según Croce, no saben lo que dicen los
que así hablan o escriben. Si “lo supieran –observa– echarían
de ver que el dar por muerta la libertad vale tanto como dar
por muerta a la vida, por agotados sus íntimos manantiales.
Y, por lo que toca al ideal, experimentarían gran embarazo
si se les invitara a enunciar el ideal con que se ha sustituido,
o pudiera llegar a sustituirse el de la libertad, y también
con ello se darían cuenta de que no hay otro que lo iguale,
otro que haga palpitar el corazón del hombre en su cualidad
de hombre, otro que responda mejor a la ley misma de la
vida, que es historia y, por lo tanto, ha de corresponderle un
ideal en que la libertad sea aceptada y respetada y puesta
en condiciones de producir obras cada vez más altas”.
Es evidente que la libertad ha sufrido prolongados eclipses
y afronta ahora riesgos decisivos; pero es también evidente
que la esclavitud y la opresión “despiertan en el hombre la
conciencia de sí y lo encaminan a la libertad, que prosigue
su marcha a despecho de sus frecuentes derrotas”. Ni aun en
las épocas más sombrías la libertad se extinguió en el alma
de los pueblos. Incluso en las coyunturas más adversas la
libertad ardió solitaria y soberbia en algunos hombres que
110
encarnaron en sí el ansia de libertad de todos los hombres.
La historia “no es un idilio; pero tampoco es una tragedia de
horrores, sino un drama en el cual todas las acciones, todos
los personajes, todos los componentes del coro son, en el sentido aristotélico, mediocres, culpables-inocentes, mixtos de
bien y de mal, y el pensamiento directivo es siempre en ella
el bien, al que el mal acaba por servir de estímulo, y su obra
la de la libertad, que siempre se esfuerza por restablecer,
y siempre restablece, las condiciones sociales y políticas de
una libertad más intensa”.
La vida de la libertad es, por esencia, peligrosa y combatiente. Nada la debilita tanto, en los países donde configura
y rige la autoridad política, como la costumbre de gozarla,
que suele mermar “la conciencia vigilante de sí misma y enmohecer los impulsos de la defensa”. Estructuras de pueblos
enteros se han derrumbado repentinamente por haberse
adormecido o embotado el sentido de responsabilidad que
conlleva el ejercicio de la libertad. Experiencias muy cercanas lo demuestran. Como también demuestran que, una vez
disminuida o arrebatada, la libertad vuelve briosamente por
sus fueros. De proezas ingentes está plagada la historia de
la pugna del hombre por la conquista, dominio y disfrute
de la naturaleza. Ninguna, sin embargo, puede compararse
con su hazaña de concebir y hacer su propia historia como
historia de la libertad.
No anduvo descaminado José Carlos Mariátegui al afirmar que “los orígenes espirituales del fascismo están en la
literatura de D’Annunzio”. Sería falso, desde luego, acusar
al autor de Il Fuoco de fascista; pero es indubitable que
el fascismo tomó “del d’annunzianismo el gesto, la pose
y el acento”. Sobria, brutal y desnuda suele mostrarse la
reacción en todos los países. No ha adoptado nunca ese enterizo cariz en Italia. En Italia, país de la elocuencia y de
la retórica –observa sagazmente Mariátegui– “el fascismo
necesitó erguirse sobre un plinto suntuosamente decorado
por los frisos, los bajorrelieves y las volutas de la literatura
d’annunziana”. La delirante oratoria de Benito Mussolini,
el desenfrenado lenguaje de Roberto Farinacci y los emperifollados filosofemas de Giovanni Gentile –nutridos en el
111
culto al héroe, a la violencia y a la guerra– responden a ese
estado de espíritu d’annunziano, que Benedetto Croce juzgó
siempre como una patológica desviación de la tradición
milenaria de Italia. El fascismo es, sin duda, la forma política de expresión de los regímenes capitalistas en proceso
de bancarrota; en Italia fue también “la confluencia de todas
las escorias de viejos derroteros de pensamiento y estilo que
se creían ya superados hacía muchos años”.
La subversión reaccionaria encabezada por Mussolini
encontró el terreno próvidamente abonado. Italia era un
polvorín de resentimientos, frustraciones y exasperaciones
en las vísperas de la marcha sobre Roma. La crisis de las
clases dirigentes, el fracaso de la rebelión comunista, la
arcaica perspectiva de los partidos democráticos, el descontento de la pequeña burguesía, la desorientación del
movimiento obrero y la ceguera de los líderes socialistas
le abrieron las puertas de la ciudad eterna a los fasci di
combattimento. El fascismo conquistó el poder al zoológico
grito de ¡Eia, eia, alalá! y, al par, la militante adhesión de
una vasta capa de la inteligencia italiana. No era esa la
primera vez que escritores y artistas le rendían acatamiento
y pleitesía a la fuerza. La inteligencia –hembra en muchos
hombres– gusta, a menudo, de dejarse poseer por el garrote.
La grandeza moral de Croce estriba justamente en haberse
mantenido en pie, sin prestarle oídas al flatulento coro de
conciencias genuflexas.
En esa vertical actitud no estaría solo Benedetto Croce.
Figuras eminentes de la inteligencia italiana –Guillermo
Ferrero, Gaetano Salvemini, Roberto Bracco, Guido de
Ruggiero, Tomasso Fiore, Giorgio Améndola, Piero Gobetti–
suscribirían con él la Protesta de los intelectuales italianos
contra el fascismo y los seudointelectuales a sus plantas.
Este ya histórico manifiesto constituye el más alto testimonio de la rebelión del espíritu italiano en horas decisivas
para los ideales del risorgimento, los valores fundamentales
de la cultura europea y la dignidad del género humano.
Juzgo indispensable recoger las palabras finales de ese viril
y hermoso documento:
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Nuestra fe no es una excogitación artificiosa y abstracta, o un
desvarío del cerebro, producido por dudosas o mal comprendidas teorías; sino que es la posesión de una tradición, convertida en disposición del sentimiento, en conformación mental
y moral. Ni las trabas impuestas a la libertad nos inducen a
desesperar o a resignarnos. Lo que importa es que se sepa lo
que se quiere y que se quiera algo cuya bondad sea intrínseca.
La actual lucha política vendrá, por razones de contraste, a
reavivar y hacer entender a nuestro pueblo, en forma más
profunda y más concreta, el mérito de los mandatos y de los
métodos liberales; y a hacer que sean amados con afecto más
consecuente. Y quizás un día, contemplando serenamente el
pasado, se juzgará que la prueba que ahora estamos soportando, áspera y dolorosa para nosotros, era una etapa que Italia
debía recorrer para vigorizar su vida nacional, para cumplir
su educación política, para sentir, en forma más severa, sus
deberes de pueblo más civilizado.
“Cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola y disparo”,
profirió epilépticamente un “intelectual” nazi. “Muera la
inteligencia”, berreó un general falangista en la Universidad
de Salamanca. No podría irse en zaga el verboso condotiero
italiano. “Tengo a gran orgullo –gruñiría Mussolini en un
ululante congreso de camisas negras– no haber atravesado
nunca el umbral de un museo, ni haber leído jamás una
página de Benedetto Croce”. Ni siquiera era suyo el zafio
exabrupto. Muchos años antes lo había lanzado y repetido
por toda Italia un troglodita disfrazado de poeta. Pero Benedetto Croce no permanecería callado ante la avilantez del
Duce. Su sarcástica réplica –publicada al día siguiente en
Il Mattino de Nápoles– puso en soberano ridículo a Benito
Mussolini.
No se haría esperar la represalia. Bandas de jóvenes
intoxicados por una concepción gansteril de la vida, de la
sociedad y del Estado invadieron la casa de Croce e intentaron destruir su biblioteca. Su valor y serenidad impidieron
la consumación de la típica fechoría totalitaria. La enorme
repercusión nacional e internacional del incidente obligaría a Mussolini a respetarlo en lo adelante. Quedaría, sin
embargo, sujeto a vejaminosa vigilancia. Pero su palabra
113
y su ejemplo fueron, durante veinte años, dardos y acicate.
En ese interminable interregno, el espíritu de la verdadera
Italia hablaría por la erecta pluma de Benedetto Croce. Su
polémica con el fascismo forma ya parte de la historia del
hombre como hazaña de la libertad.
Benedetto Croce tuvo la fortuna de asistir al oscuro
derrocamiento del fascismo y al borrascoso renacer de Italia. Ministros y generales apelarían a su experiencia y a su
consejo en los agitados y confusos días subsiguientes a la
terminación de la guerra civil. Croce fue entonces la única
autoridad en un pueblo famélico, ofendido y desesperado.
Empinada era ya su vejez y bastante agrietada su salud;
pero no vaciló ante el angustioso reclamo de la patria. A
su tacto, perseverancia y coraje se debió, en gran parte,
la rápida unificación de las dispersas energías, afanes y
esperanzas de Italia y el pacífico retorno a las normas
democráticas de vida. Las amarguras, desgarros y humillaciones de la ocupación aliada se alzarían más de una vez
en el camino, entorpeciendo la delicada y compleja tarea.
La influencia de Croce fue decisiva en la orientación social
del nuevo pensamiento democrático italiano. No podía ya
ignorarse que los problemas planteados por la sociedad de
masas obligaban a planificar la economía para salvar la
libertad. Ni podía tampoco olvidarse el aporte del socialismo
a la dignificación del trabajo y al ascenso material y espiritual de la clase obrera. El liberalismo económico estaba
definitivamente sobrepasado por los hechos. La democracia
italiana debía fundarse, a juicio de Croce, en el liberalismo
ético-político, perfectamente conciliable con las exigencias
de una equitativa distribución de la riqueza mediante la
intervención del Estado. Desde esa ancha y clara perspectiva, enjuició Croce el movimiento comunista italiano y la
experiencia soviética, concluyendo categóricamente que
el reino de la libertad solo podía florecer y fructificar en el
ámbito de la democracia social.
La muerte sorprendería a Benedetto Croce laborando intensamente por la libertad, el decoro y la cultura de Italia.
Entre los últimos escritos salidos de su pluma, está el que
transcribo a seguidas, por constituir su testamento filosófico,
114
a la vez que un reconfortante mensaje a los que luchan y
esperan: “El contraste entre dos cosas contrarias ha sido a
veces considerado como oposición entre una racional y otra
irracional, mas a decir verdad lo irracional no tiene aquí
nada que ver puesto que se trata únicamente del acompañamiento necesario de un hecho que se justifica por su
evidencia misma. Pero de esta proposición se deduce todo el
aspecto de la realidad que llena el mundo y que está en lucha
contra ella misma, dividida en hileras contrastables infinitas.
El espíritu humano trata de componer esta lucha, o al menos de
disciplinarla: mas la tentativa resulta vana y la lucha continúa
siempre con la misma violencia y el mismo desgarramiento”.
“Es necesario observar que uno de los más fuertes motivos de las religiones es la necesidad de conducir el universo
a la paz, incluso cuando para alcanzarla sea preciso pasar a
través de etapas más diversas y graduales. Ahora bien, es
precisamente esto lo que da a todas las religiones su carácter imaginario; todas, a fin de cuentas, se encuentran con
las manos vacías. Los remedios por ellas propuestos, las
adaptaciones, las transacciones ponen al descubierto su
nulidad. Y lo que subsiste es el estimulante a alejarse de
todas ellas, al objeto de reemplazar la invención religiosa
por la investigación filosófica”.
“El individuo, en el curso de su vida, es un Cristo que sufre
de dolores terribles y de azares atroces, y cada uno de nosotros lleva en sí el recuerdo, del que no puede desprenderse
y del que sabe solo se liberará merced a la muerte”.
“Se tiene costumbre de pedir que cada uno proponga a
su propia vida un fin, pero este fin no puede ser nunca una
obra única hacia la que dirigir sus fuerzas; esta no puede
ser otra que la potencia misma de la obra individual, que
se obstina en desafiar toda adversidad, y, puesto que se ha
venido al mundo, no salir de él más que cuando se haya
cumplido todo el deber moral que implica tácitamente –como
sobrentendido– la vida”.
“Parecerá que esta visión de la existencia es en sumo pesimista, pero es todo lo contrario puesto que el pesimismo es
desconfianza y envilecimiento, mientras que la actitud que
aquí se anuncia es un recogimiento por el hombre de todas
115
las fuerzas de su espíritu, que solo se cumple en la energía
del hacer. Ella desafía al adversario y le hace doblegarse;
el adversario, que no es otro que esa parte de sí que debe
ser vencida y superada”.
Acaso nunca sospechó Benedetto Croce, en su tranquila y
estudiosa juventud, que el destino le reservaría una ancianidad en guerra abierta con la servidumbre y el poder. Pudo,
como tantos, tirar la piedra y esconder la mano, o preservar
su vida en el destierro. Prefirió decir su verdad a trueque
de todos los riesgos y quedarse en Italia cumpliendo sus
deberes intelectuales y civiles. Las suyas fueron también
palabras de un combatiente.
No creo yo que Benedetto Croce haya puesto la piedra última en el magno propósito, ya en marcha, de construir una
filosofía de efectiva y universal validez; pero lo importante
es que su filosofía –luminoso fragmento de la totalidad de
lo real– no es un saber de perdición, sino un saber de salvación. Nadie más distante que Benedetto Croce de la náusea
existencialista, de la nada sin nada y de la hora veinticinco.
No en balde fue un filósofo de la libertad y por ella padeció
y pugnó con el coraje de Sócrates y el denuedo de Spinoza.
(El Mundo, 13 de mayo de 1953)
116
DESFOGUES TROPICALES
117
118
Vejamen a José Martí
La incalificable afrenta inferida a José Martí por dos tripulantes de un buque de guerra norteamericano equivale
moralmente a las peores brutalidades de la época ominosa
del destino manifiesto, de la política del garrote y de la diplomacia del dólar. Cuba ha sido ultrajada en lo más íntimo
de su dignidad de pueblo libre en las ofensas perpetradas
a la estatua del apóstol de nuestra independencia, con la
cómplice debilidad de las autoridades policíacas. Estudiantes encendidos de patriotismo y cívicos ciudadanos han sido
apaleados por quienes debieron darles su merecido castigo
a los protagonistas del grosero vejamen.
No caben atenuantes de ninguna índole. La responsabilidad de lo ocurrido incumbe, exclusivamente, a los jefes de
esa marinería, que suele desembarcar en nuestros pueblos
como en tierra conquistada, con ostensible desprecio para
sus tradiciones, su cultura y su soberanía. Un vecino que no
se respeta a sí mismo no tiene derecho a ser respetado. Una
democracia que no traduce sus dichos en hechos está radicalmente invalidada para presentarse como ejemplo. Jamás un
marino cubano ha hollado el obelisco de Mount Vernon.
El Gobierno de Cuba debe exigirle, enérgicamente, al de los
Estados Unidos una inmediata satisfacción a nuestro pueblo
por este denigrante suceso, que ha suscitado una oleada
creciente de indignación y de protesta. Debe, asimismo,
el pueblo norteamericano exigirla en defensa de su propio
decoro. Y la ciudadanía debe mantenerse movilizada hasta
obtener la reparación que ya ha demandado virilmente en
la calle, en la prensa y en la radio.
La Universidad de La Habana no puede permanecer al
margen de este bochornoso episodio. El Consejo Universitario
119
acordó recientemente, a propuesta mía, que la Universidad
solo debía pronunciarse, como institución, en “defensa de
la soberanía nacional, del régimen democrático y de la
autonomía”. Nunca, como en esta coyuntura, está obligada
a manifestarse con claridad y bizarría; y, al par que levantar
su palabra condenatoria, rendirle homenaje al hombre
que es nuestro gran fiador intelectual y moral ante el
mundo y encarna las más puras esencias de la cubanía,
menospreciada, escarnecida y burlada por un grupo de
facinerosos.
(Declaración pública suscrita como decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público, 12 de marzo de 1949)
120
Tarea inaplazable
El movimiento revolucionario que insurge el 30 de septiembre
de 1930 no aspiró solo a transformar la estructura colonial de
nuestra economía, las condiciones sociales de existencia
de nuestro pueblo y el tono rampante de nuestra política.
Aspiró también a insuflarle un contenido ético a la vida
pública e imprimirle un ritmo de eficiencia, pulcritud y
continuidad a los órganos de poder en el cumplimiento de
las funciones inherentes a su respectiva naturaleza. La
desproporción entre lo querido y lo logrado es harto visible
para que necesite ser subrayada.
Negar que, en determinados aspectos, la república ha
progresado notoriamente durante los últimos veinte años es
pasatiempo favorito de los fracasados de ayer y resentidos
de hoy. Sobremanera cuantioso es el saldo en punto a las denominadas reformas sociales. Hecho de mayor monta aún es
la consolidación de la soberanía nacional. La concentración
de la tierra en pocas manos, el monocultivo en gran escala
y el desarrollo económico dependiente de factores ajenos a
la vida cubana siguen todavía primando; pero la estructura
colonial ha sido vigorosamente removida y definitivamente
superado el complejo de inferioridad nacional creado por la
Enmienda Platt y el libre juego del capital extranjero. Las
libertades públicas –reconquistadas en fiera lucha contra
el torvo y voraz mandarinato de Fulgencio Batista– están
firmemente establecidas. El actual gobierno ofrece costados
asaz vulnerables a la censura; mas también cuenta con
realizaciones de verdadero rango. La fundación del Banco
Nacional, el establecimiento del Tribunal de Garantías
Constitucionales y Sociales, la reconstrucción de la educación
pública y el estricto acatamiento a las urnas son las más
121
acusadas notas que muestra en su haber. Si llevase a fondo
la política de los “nuevos rumbos” –con hombres y métodos
acordes– se ganaría el respaldo activo de la opinión consciente del país.
No resulta menos indudable el desolador balance que
arrojan estas dos décadas en la esfera de la actividad política, en el orden administrativo y en el campo de la moral
pública. La perspectiva que ha venido dominando en los
partidos políticos es el reparto de los cargos públicos como
botín de guerra y el uso indiscriminado de todos los medios
para satisfacer los desmandados apetitos de la mayoría de
sus dirigentes. La administración pública cubana jamás
fue modelo en su género; pero nunca alcanzó el grado de
desbarajuste, corrupción, improvisación y favoritismo que
en el pasado cuatrienio. Las emanaciones mefíticas de la
Ciénaga de Zapata huelen a primavera si se las contrasta
con los hedores del BAGA,1 sigla representativa del pistolerismo empollado con cheques.
Imperativa necesidad de esta coyuntura histórica en que
se están debatiendo los destinos del régimen democrático es
que los partidos políticos respondan a los fines de servicio
colectivo que pregonan, demagógicamente, en vísperas de
comicios. Nada ha contribuido tanto a la dramática crisis
que vienen sufriendo las instituciones representativas como
la inverecundia de los politicastros de oficio y la vagancia
remunerada del Parlamento. Enemigos de la democracia no
son únicamente quienes pretenden derribarla por la violencia
en guerra abierta o clandestina. Enemigos de la democracia
son, en pareja medida, aquellos que la invocan, exclusivamente, para fabricarse una fortuna a costa del erario público
y distribuir el pienso burocrático entre sus paniaguados.
Bloque Alemán-Grau-Alsina. Grupo de poder político integrado
por el presidente Ramón Grau San Martín, su cuñada Paulina
Alsina y José Manuel Alemán, ministro de Educación, muy conocido por sus escándalos de malversación. Se lo considera un
instrumento de corrupción política, pues sus miembros dominaron
las instituciones de poder por medio de prebendas, botellas y la
compra de votos. (Nota de la Editora).
1
122
Mientras continúen señoreando los caciques en nuestros
partidos políticos, constituya título suficiente para aspirar
a la presidencia el vuelo gallináceo sobre asambleas controladas y prepondere el régimen de clientela en el orden
administrativo, la vida pública seguirá estando a merced
de la codicia, la incapacidad, la audacia y, sobre todo, de la
retórica de sinapismo.
No es fácil, desde luego, mutar radicalmente este deplorable estado de cosas. El “manenguismo” hunde sus raíces en
los inicios mismos de la República y forman legión los que
medran, descocadamente, a su sombra. Es tarea larga y dura
la que se impone; pero ya inaplazable para los partidos de
tradición revolucionaria y arraigo en las masas populares.
Como todo proceso de purga y rescate, este implica, como
pocos, por su índole, sacrificio, denuedo y perseverancia.
Hay que presentar batalla en todos los frentes. Desde fuera
y desde dentro. Y más desde dentro que desde fuera. Si el
verbo no se conjuga en la acción, poco podrá adelantarse
en este terreno.
La carrera administrativa, demandada de nuevo por Carlos Prío en reciente discurso, podría contribuir, eficazmente,
a limpiar la mugre que inficiona nuestra vida pública. En
sí misma, la carrera administrativa tiende a satisfacer dos
exigencias fundamentales de la sociedad contemporánea: la
organización de un servicio civil idóneo y honrado mediante
la tecnificación de la administración pública y el establecimiento de un régimen de garantías para los funcionarios
y empleados. El ideal sería, por supuesto, la coexistencia
efectiva de un gobierno por elección y de una administración por selección. Ese ideal fue recogido en esencia por la
Ley del Servicio Civil, promulgada por el decreto núm. 45
del 11 de enero de 1909; pero, en la práctica, ha solido imperar el sistema del despojo, del peculado y del prebendaje.
La Sección Segunda del Título VII de la Constitución de
1940 ha preceptuado los principios cardinales de la carrera
administrativa contenidos en la ley de 1909 y ha establecido,
en una disposición transitoria, la necesidad de adoptar una
legislación complementaria.
123
Si al abrirse el Congreso el próximo mes de septiembre
se aprobase la carrera administrativa, no solo se le daría
estabilidad, eficiencia y pulcritud a la compleja actividad
del Estado; se habrían modificado, al par, las vituperables
condiciones en que se ha desenvuelto la política cubana
desde los idílicos tiempos de don Tomás Estrada Palma. El
programa sustituiría a la clientela y el probado servidor del
pueblo a los mesías de pacotilla. Y también se aclararían,
nítidamente, las nebulosas perspectivas de la sucesión
presidencial.
(El Mundo, 1º de agosto de 1950)
124
La infecta herencia del BAGA
Juzgo absolutamente inmoral aceptar ese “donativo”.1 No
importa la noble finalidad a que parece destinarse. No importa que se administre a la luz del día. Dinero robado es
dinero manchado.
Se ha dicho del nuestro que es un pueblo de poca memoria; pero no tanto como para que pueda haber olvidado la
obra nefanda de José Manuel Alemán en el Ministerio de
Educación. Tuvo entonces la oportunidad de ocuparse y
preocuparse del destino de nuestra infancia. Pero lo que
hizo fue entrar a saco en el presupuesto del departamento
a su cargo, transformando en jugoso lodazal lo que debió ser
jardín pulcramente atendido. Elevó la prebenda a sistema,
destrozó la autoridad profesoral, premió la incompetencia,
escarneció al magisterio, estableció el ayuno escolar, aupó
el gansterismo y amasó una fabulosa fortuna a expensas,
precisamente, de los sagrados intereses de la niñez. Cuando
Aureliano Sánchez Arango asumió el Ministerio de Educación, recibió, como herencia, una cloaca rebosante de
detritus: la infecta herencia del BAGA.
Aceptar ese “donativo” de José Manuel Alemán implicaría
consagrar la munificencia privada a costa del erario público.
Y entrañaría, en este caso concreto, la glorificación póstuma
del Inciso K. No solo eso. Significaría también la remisión del
peculado por la vía testamentaria. Los “benefactores” de
Alusión a una supuesta cláusula testamentaria de José Manuel
Alemán, donando cinco millones de pesos para la fundación de un
hospital infantil. La acre polémica suscitada en torno a si debía o
no aceptarse movió a la revista Bohemia a formular una encuesta
pública sobre el asunto. A ella respondí tajantemente, como podrá
comprobarlo el lector.
1
125
colas de pato, palacios miliunochescos y fincas señoriales
se sabrían de antemano perdonados y prestos a emularse
en la comisión de todos los pecados.
El mármol impoluto para quienes fatigaron alegremente la gama de la pillería. El paraíso para los ladrones. El
purgatorio para los trapisondistas. El infierno para los
testaferros. El limbo para los justos. Esa sería la lección
y el ejemplo que legaríamos a las futuras generaciones de
aceptarse ese “donativo”.
El pueblo cubano está urgido de hospitales, escuelas y
caminos. La fortuna robada de José Manuel Alemán podría
sumarse a la de otros de su filibustera estirpe y servir de
fondo común para satisfacer esas perentorias necesidades.
Hay un procedimiento expedito y limpio desde su raíz: la
confiscación.
(Bohemia, 6 de agosto de 1950)
126
Puntos sobre las íes
En su crónica política del sábado último, mi suspicaz amigo Rafael Esténger enjuicia, irónicamente, el “apoteósico”
desfile de 35 camiones repletos de material escolar, que el
Ministerio de Educación ha comenzado a distribuir en todos
los centros de enseñanza de la república; y al par alude a
concursos convocados por la Dirección de Cultura, en que
no se les paga a los artistas premiados. No dio esta vez en
el blanco el leído comentarista. Esta réplica va enderezada
a probarlo.
Es indudable que, en “un país normalmente organizado”,
jamás se le ocurriría a un funcionario exhibir el cumplimiento
de un deber ineludible; mas no lo es menos que resulta
imperativo hacerlo en un país como el nuestro, a fin de
mostrarle al pueblo que su dinero se invierte al servicio
de la comunidad. Ya aquí la gente, por un enmarañado
complejo de circunstancias, solo cree en lo que ve o en lo
que palpa. Si Aureliano Sánchez Arango fuera ministro de
Educación en Suiza, no se habría visto precisado a apelar
a ese extremo recurso; como lo es de Cuba, a pesar de su
empeñosa brega por la escuela y de su probidad reconocida,
no le quedaba, en rigor, otro camino. La única manera de
superar el ya patológico escepticismo que aqueja a nuestro
pueblo –jugosamente explotado por los pistoleros de la
difamación– es presentarle hechos como puños.
Es cierto, asimismo, que en la ominosa rectoría de José
Manuel Alemán desfilaron, frente a los balcones de Palacio,
varios camiones del Ministerio de Educación, pregonando,
en vistosos letreros, la preciosa carga que conducían. No lo
es menos, sin embargo, que las cajas iban totalmente vacías
y que tras el “show administrativo” –santificado en la plaza
127
del pueblo por el inefable anacoreta de la Quinta Avenida–
los camiones retornaron a los almacenes del ministerio
como si nada hubiese pasado. Algo parecido aconteció bajo
la regencia de otro ministro de Educación del fementido
régimen de la cubanidad. Esos fraudes monstruosos, que
atentaban contra los sagrados intereses de la niñez y el
progreso cultural de la nación, no merecieron entonces la
tajante repulsa de muchos que hoy gesticulan y berrean contra la política educacional del Gobierno. Desde que Enrique
José Varona implantara su ya histórico plan de reformas de
la enseñanza, nunca ha estado el Ministerio de Educación
más celosamente servido, ni más rectamente orientado. Las
limitaciones y yerros que pudieran señalarse no afectan el
juicio de conjunto.
Puede que Rafael Esténger, el comentarista político, se
niegue sectariamente a reconocerlo; pero Rafael Esténger,
el historiador, sabe perfectamente hasta qué punto es reprobable silenciar lo que salta a la vista. Si no se hubiesen
operado cambios radicales en la estructura administrativa,
la organización técnica y los objetivos del Ministerio de
Educación, tenga la seguridad Rafael Esténger que otra
sería mi opinión. En la fraternal amistad que nos ha ligado
durante 30 años a Aureliano Sánchez Arango y a mí, ni su
conciencia ni la mía estuvieron nunca hipotecadas al juzgar
recíprocamente nuestra conducta pública. Ambos, como
Aristóteles, somos muy amigos de Platón; pero mucho más
amigos de la verdad.
Rafael Esténger no puede alegar ignorancia de la anacrónica,
torpe y mezquina política educacional desenvuelta por los
distintos gobiernos, a partir de la administración de Tomás
Estrada Palma. De sobra ha leído y meditado las severas
críticas de Arturo Montori, las razonadas denuncias de
Fernando Ortiz, las tablas escalofriantes de Carlos M.
Trelles y las sesudas catilinarias de Ramiro Guerra sobre
el estado lastimoso de la educación pública en Cuba en el
período anterior al 12 de agosto de 1933; y le sobra, además,
la experiencia directa que dan los años vividos. Ni puede
tampoco alegar ignorancia de las catastróficas condiciones
en que dejaron el Ministerio de Educación José Manuel
128
Alemán y su aprovechada pandilla. Nada más semejante
a la horrenda sentina de un barco negrero que aquel
lodazal infecto, en que la insolencia, la botella, la estolidez
y el atraco florecían a mansalva. Esa hedionda herencia,
unida a la tradición colonial sobreviviente en la escuela
republicana, fue la abrumadora carga que recibió Aureliano
Sánchez Arango al asumir el Ministerio de Educación el
10 de octubre de 1948. La titánica empresa de fumigarlo,
reconstruirlo y ponerlo eficazmente en marcha fue iniciada,
a fondo, en un ambiente poblado de amenazas, prevenciones,
inverecundias y resistencias. Ya hoy los frutos empiezan a
madurar. La limpia administración de los cuantiosos fondos
a su cargo y la enérgica política de rescate y creación de
Aureliano Sánchez Arango se han traducido, rápidamente,
en visibles beneficios para la instrucción primaria, la
enseñanza secundaria y la difusión de la cultura. En
muchos años, por primera vez en el curso que se avecina,
todos los planteles de la república contarán con abundante,
variado y moderno material escolar. Los pupitres, lápices,
libretas, tinteros y enseres que abarrotaban los camiones
que desfilarían por la ciudad rumbo al interior de la Isla
evidencian, cumplidamente, que este próximo a abrirse
puede denominarse, sin demagogia por medio, el curso
del material escolar. No pecó de hiperbólico Carlos Prío al
afirmar la mañana del sábado que la labor de Aureliano
Sánchez Arango en el Ministerio de Educación dejará huella
en la historia.
Erró también Rafael Esténger al sostener rotundamente
que, por “no haber dinero disponible”, no se abonarían los
premios a los artistas laureados en el IV Salón Nacional de
Pintura, Escultura y Grabado, organizado por la Dirección
de Cultura del Ministerio de Educación. Esta vez el flechazo
iba directamente contra mí.
No sé quién puede haberle soplado a Esténger tamaño
infundio. Excluyo, desde luego, la suposición de que lo haya
lanzado por cuenta propia, para ponerme gratuitamente
en entredicho. Es sobremanera deplorable, de toda suerte,
que un historiador profesional se atenga, exclusivamente,
a dolorosos rumores o a resentidas especies.
129
Es falso, absolutamente falso, que los artistas laureados
en el IV Salón Nacional de Pintura, Escultura y Grabado
tuvieran sus premios en “el pico del aura”. Parte del pedido
de fondos destinado a sufragar dichos premios, a nombre del
pintor José Manuel Acosta, miembro del jurado calificador,
estaba en mi poder desde el mes de julio; el resto, a nombre
del escritor Enrique Labrador Ruiz, miembro también del
jurado, llegó a mi despacho de la Dirección de Cultura el
pasado viernes. Esperaba yo solo completar el total de la
cantidad para distribuirla entre los triunfadores.
Justamente ayer tuve el gusto de entregarles a los artistas
premiados sus respectivos cheques. Vea, mi suspicaz amigo,
cómo esos premios jamás estuvieron aleteando en el aire.
Ahora podrá verificar –si le place– que están en los bolsillos
correspondientes.
Confío en que Rafael Esténger no reviente de júbilo al
conocer la noticia. Nada menos proclive a la apoplejía que
su ponderado temperamento y su pacífica constitución. De
ahí el asombro que me produjo su vibrante clarinada, incitando a nuestros artistas a que se organizaran en “comité
de lucha” y enarbolando estentóreas consignas exigieran
revolucionariamente los premios que Aureliano Sánchez
Arango y yo les habíamos escamoteado.
(El Mundo, 5 de septiembre de 1950)
130
Bufón sin teatro
Nada más fácil que polemizar con Ramón Vasconcelos. Se
puede escoger su propio terreno y devolverle directamente
sus improperios con la seguridad absoluta de tocarle el trigémino. Se puede apelar a los hechos y de antemano ya se sabe
que replicará arreciando el insulto, tergiversándolo todo o
escondiéndose en un despecho que traduce visiblemente
su impotencia. Ya lo primero lo está haciendo Aureliano
Sánchez Arango con sus implacables autopsias. Salvador
Vilaseca –que lo encerró en un callejón sin salida– sabe ya
lo segundo.
No sé si Vasconcelos tiene a orgullo haber sido machadista
convicto y confeso y batistero con despensa en Columbia.
Nosotros, los que combatimos en plena calle la dictadura de
Machado y el bajalato de Batista, tenemos a mucha honra
que nos llamen “treinteros”. Los que sobrevivimos a esa
épica lucha formamos parte de una generación que puede
darle lecciones de todas clases a Ramón Vasconcelos y a
sus pares de ayer y de ahora. Hemos desafiado la muerte
sin temblores de piernas y llevamos sobre las costillas, sin
haber pasado la cuenta, años de persecución, de cárcel y
de exilio. Y aun los que desertaron del espíritu que orientó
nuestra brega contribuyeron, denodadamente, a derribar la
podrida estructura que servía de cobijo a las generaciones
sietemesinas, que hicieron almoneda de la función pública
y entregaron, impúdicamente, nuestras riquezas al capitalismo extranjero. Si Cuba dejó de ser una factoría azucarera
y es hoy una nación soberana, se debe a la voluntad, al
coraje y al sacrificio de los “treinteros”, que han acuñado
ya su nombre en la historia por haberla hecho a costa de su
juventud y de su sangre.
131
No negamos, ni podemos negar, por ser precisamente
“treinteros”, que aún faltan injusticias que reparar, crímenes que sancionar, sombras que esclarecer, miserias que
redimir y lacras que extirpar. Pero lo importante –lo que cuenta
desde el punto de vista de la dinámica social– es que rompimos los murallones de la colonia superviva y roturamos
caminos nuevos hacia tiempos mejores. Y eso no nos lo ha
perdonado, ni lo perdonará nunca, el empresario de Alerta.
Su conga preferida sigue siendo “La Chambelona” y su ideal
político el matarife villareño pregonando demagógicamente
“agua, caminos y escuelas”. Su goce supremo, como periodista, fue monopolizar, impunemente, la diatriba contra los
“treinteros”, bajo la protección remunerada de Fulgencio
Batista. Mientras Vasconcelos volcaba a diario un chorro
de infamias sobre nosotros, los “treinteros” eran acorralados como fieras, sepultados en mazmorras y asesinados a
mansalva. Eso fue en 1935, 1936 y 1937. A Vasconcelos,
censor máximo de la prensa, le importaba entonces un comino la libertad de expresión y la dignidad humana. Podía
difamarnos a su antojo y arbitrio; y ya con eso la democracia
imperaba y Cuba se sentía feliz.
Su selvático odio contra Aureliano Sánchez Arango tiene
la misma raíz. También el ministro de Educación del gobierno de Carlos Prío es un “treintero” de los que no cobró. Un
“treintero” digno, por su talento, su carácter y su conducta,
de la generación revolucionaria. Un “treintero” que puede
evocar, sin sonrojos ni remordimientos –no me cansaré de
repetirlo–, a Julio Antonio Mella, Rafael Trejo, Gabriel
Barceló, Antonio Guiteras y Pablo de la Torriente Brau.
Un “treintero” que entró en la universidad, como había
predicado, por la puerta ancha del concurso-oposición. Un
“treintero” que, por serlo de pies a cabeza, vino al Ministerio de Educación a servirlo y no a servirse de él. Y esto
tampoco puede perdonarlo Ramón Vasconcelos, que pasó
por el Ministerio de Educación agravando sus males y aumentándose el sueldo.
Vasconcelos alude despectivamente, en una de sus rencorosas tenias contra Aureliano Sánchez Arango, a la labor
desarrollada en la Dirección de Cultura del Ministerio de
132
Educación. Para difamar a Aureliano, cita a Humberto
Rubio. Para agredirme a mí, se apoya en Luis Dulzaides.
Había pensado ponerle los puntos sobre las íes con obras y
cifras. No tengo hoy humor para eso. Ahí está, por lo demás,
lo que se ha hecho. Y todo el mundo lo sabe. Lo que no sabe
Ramón Vasconcelos es que si Dulzaides hubiera tocado la
flauta, Altman bailado la jota y Texidor cantado un milongo,
las misiones culturales serían el espectáculo artístico de
más subido rango que registran los siglos. Aunque, desde
luego, inclusive en este caso, Vasconcelos hubiera preferido el género bufo. No en balde ha sentado ya cátedra sin
competidores posibles.
Soy “treintero” y, por eso, presento batalla codo a codo con
Aureliano Sánchez Arango y lo que él representa.
(Prensa Libre, 9 de septiembre de 1950)
133
El apóstol que se alzó con la cena
No erré el blanco en mi artículo “Bufón sin teatro”. Como
presumía, Ramón Vasconcelos respiró por la entraña y
me troqué graciosamente en profeta en mi tierra. ¿Datos?
¿Ideas? ¿Hechos? Nada, absolutamente nada que por el
forro se les parezca. No ha podido pasar de las petulancias
de una gallina clueca y de los rugidos de un león amansado.
Vasconcelos tramonta su ocaso como el sol anémico de un
paisaje de otoño. Triste destino el suyo: de liberal de agosto
a guapo por correspondencia.
Esta vez, sin embargo, el envilecido panfletario de Alerta
dio la exacta medida de su indigencia moral. No solo apela,
deliberadamente, a la difamación y la mentira, con el refocilo
propio del cerdo en el fangal del chiquero. En su rencorosa
impotencia, trasciende los límites respetados en la más
acre polémica y pretende clavarle el ponzoñoso colmillo a
familiares míos ya muertos. No tiene inconveniente, desde
luego, en reconocerme talento, lo que no me da frío ni calor.
Los elogios de Ramón Vasconcelos, por desmesurados que
sean, resbalan sobre mi epidermis sin dejar el más leve
rastro de complacencia. Tampoco yo tengo inconveniente
en reconocerle que maneja, con impar destreza, los lugares
comunes y las metáforas prefabricadas. Y, mucho menos, en
seguir propagando que fue machadista convicto y confeso,
batistero con despensa en Columbia y cliente vergonzante
del BAGA. Si yo fuera de su calaña, añadiría que nació en
una incubadora. Prefiero salvar –por espíritu de justicia– a
la incubadora de Ramón Vasconcelos.
De sus infundios, mixtificaciones y procacidades se
desprende claramente que Vasconcelos está ya reculando
empavorecido ante la reiterada acometida de los “treinteros”
de Educación. Nos acusa, con inaudito descoco, de emplear
134
un léxico tabernario, mentando imprudentemente la soga en
casa del ahorcado. Vivir para ver. Es un espectáculo divertido
el que está brindando este titán de alfeñique. Expele rabia
por una oreja y arroja bilis por el ombligo. Cita las cifras del
presupuesto a su antojo y capricho. Vuelve una y otra vez a
volcar su hediondo resentimiento contra Aureliano Sánchez
Arango, su contrafigura política, intelectual, ética y humana.
Insiste en lo mismo, como un buey valetudinario, repasando
sudoroso y jadeante los surcos trillados. Fatiga la insolencia
verbal; pero nada demuestra. ¿Águila solitaria? ¡Qué iluso! A
lo sumo, un aura tiñosa acosada por una traviesa bandada de
pitirres, que hace mofa de su pico y sus garras.
Siga Vasconcelos injuriando, difamando y calumniando.
Está en su papel. Los “treinteros” de Educación desempeñamos el nuestro a conciencia. No le damos ni le pedimos
cuartel. Estamos peleando en liza abierta, como en los buenos
tiempos de antaño. Ninguno hemos tenido, ni tenemos, palacios aladinescos. Ninguno hemos tenido, ni tenemos, fincas
suntuosas. Ninguno hemos tenido, ni tenemos, refulgentes
colas de pato. Hemos vivido siempre de nuestro trabajo. Somos todos hijos legítimos de nuestros padres y de nuestras
obras. Y figuramos, además, entre las personas decentes,
categoría desconocida por Ramón Vasconcelos. Prueba
al canto. Mientras Aureliano Sánchez Arango, Salvador
Vilaseca, Mario Fortuny, Reynaldo López Quintana y yo
desafiábamos la persecución, el destierro o la cárcel –en
defensa de la libertad y la justicia–, Vasconcelos deambulaba sabrosamente por los Campos Elíseos, a expensas de
la tiranía sangrienta de Gerardo Machado; y, entre sorbo y
sorbo de ajenjo, redactaba jubiloso una infame confidencia.
Podría corroborarlo, si viviera, José Elías Borges. Puede
corroborarlo José Chelala Aguilera.
De mi labor en la Dirección de Cultura no tengo por qué
rendirle cuentas a este Juan Montalvo de pergamino. Ya, en
su oportunidad, al cumplir un año en el cargo, lo hice en la
revista Bohemia. Mil veces lo haría si me lo demandara un
ciudadano. Pero nunca lo haría, ni lo haré, a requerimientos
de Ramón Vasconcelos. Lo menos que puede hacer uno es
respetarse a sí mismo. Mi vida me defiende y ampara. Y no
135
será precisamente Ramón Vasconcelos –que vendió la suya
por un plato de alubias– quien pueda empañarla.
No dispongo ya de más tiempo para seguirle tocando el
trigémino a Ramón Vasconcelos. Escribo estas líneas con
un pie en el avión que me llevará rumbo a México. Y no encuentro nada más apropiado para concluirlas que recordarle
este intencionado epigrama, que le viene de perlas:
Mándole pintar la Cena
un hidalgo bachiller,
y acabado fuela a ver,
y hallola de gente llena;
trece apóstoles contó.
Y dijo muy espantado:
“Todo este lienzo está errado;
no pienso pagarlo yo.
Un apóstol aquí está
de más”. Y el sabio pintor
dijo: “Llevarle, señor,
que este, en cenando, se irá”.
He ahí, de cuerpo entero, a Ramón Vasconcelos, el apóstol
que se alzó con la cena.
Y hasta la vuelta, que la carga sigue; y yo en ella, rodilla
en tierra, con Aureliano Sánchez Arango y mis compañeros
de brega por una patria mejor.
(Prensa Libre, 13 de septiembre de 1950)
136
La revolución inconclusa
Momento estelar de nuestra historia es la efemérides que
conmemora Bohemia en este número extraordinario. El 24
de febrero de 1895 el pueblo cubano reafirmó definitivamente su determinación de ser libre. De nuevo relampagueó
el machete, la Isla se inflamó de punta a punta y se puso
impetuosamente en marcha “la guerra necesaria y justa”.
Aún resuena, como clarinada en la amanecida, el mensaje
de Enrique José Varona a los pueblos de nuestra sangre:
Los cubanos han apelado a la fuerza, desesperados no iracundos, para defender su derecho y sacar triunfante un principio
eterno, sin el cual peligran las sociedades más robustas en
apariencia, el de la justicia. No hay derecho para oprimir.
España nos oprime. Al rebelarnos contra la opresión, defendemos el derecho. Así servimos la causa de la humanidad,
sirviendo nuestra propia causa. No hemos contado el número
de nuestros enemigos, ni hemos medido su fuerza. Hemos
sacado la cuenta de nuestros agravios, hemos pesado la masa
de injusticia que nos agobia y hemos levantado el corazón
a la altura de nuestras legítimas reivindicaciones. Delante, a
pocos pasos, pueden estar la miseria y la muerte. No importa. Cumplimos con nuestro deber. Si el mundo nos vuelve
la espalda, tanto peor para todos. Se habrá consumado una
nueva iniquidad. El principio de la solidaridad humana habrá sufrido una derrota. Habrá disminuido la suma de bien
que existe en el mundo, y que el mundo necesita para que sea
pura y sana su atmósfera moral. Cuba es un pueblo que
solo requiere libertad e independencia para ser un factor de
prosperidad y progreso en el concierto de las naciones civilizadas. Hoy es un factor de intranquilidad, desorden y ruina.
La culpa es exclusivamente de España. Cuba no ofende, se
defiende. Vea América, vea el mundo de parte de quién está
la razón y el derecho.
137
Aquel disciplinado, potente y dinámico movimiento revolucionario era producto de la confluencia dialéctica de
la necesidad histórica y de la voluntad concertada de las
emigraciones y del pueblo de la Isla, al conjuro del genio
político de José Martí. En eso consistió el aparente milagro.
La revolución iniciada era la última estrofa del poema épico
de 1810. Pero era también la primera estrofa de la oscura
y sangrienta ilíada del hombre común, libre ya de vendas y
grillos y en desesperada porfía por ganar un puesto al sol en
un mundo regido por la política de poder y usufructuado
polémicamente por imperios de presa. José Martí tuvo clara
y afilada percepción de ello. Horas antes de partir rumbo
a Santo Domingo –donde lo aguardaba ya impaciente y
calzado, y con la escarapela rutilante en el sombrero mambí, el generalísimo Máximo Gómez– había escrito al Club
10 de Octubre de Puerto Plata: “Estamos haciendo obra
universal. Quien se levanta hoy con Cuba, se levanta para
todos los tiempos”. Y, como él había convocado la guerra,
su responsabilidad no concluía, sino comenzaba con ella.
Alzar el mundo era su misión histórica; pero su íntimo deseo
sería pegarse al último tronco, al último peleador, morir
callado. De ahí su exultante confesión al pisar los breñales
de Oriente: “Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido
avergonzado y arrastrando la cadena de mi patria toda la
vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo; este
reposo y bienestar explican la constancia y el júbilo con que
los hombres se ofrecen al sacrificio”.
Gozo todavía mayor es para José Martí ver cómo la
insurrección se va desarrollando conforme a sus previsiones, planes y anhelos. Confía y espera y sueña. Su Diario
adquiere, a menudo, tono marcial. Pero a los heraldos del
ideal les toca siempre ofrendarse antes de llegar a la tierra
prometida. El 19 de mayo de 1895 José Martí caería, con
arranque de apóstol y estilo de héroe, en Boca de Dos Ríos.
En su ya histórica carta a Manuel Mercado, había fijado
nítidamente el verdadero alcance de su pensamiento revolucionario y la dimensión americana de su obra: “Ya estoy
todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por
mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimo con que
138
realizarlo– de impedir, a tiempo, con la independencia de
Cuba y Puerto Rico, que se extiendan por las Antillas los
Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras
tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para
eso”. José Martí ha muerto; pero un pueblo entero alzará
su cadáver como llameante bandera. Lo anticipará él mismo en frases lapidarias: “La muerte da jefes. La muerte es
júbilo, reanudamiento, tarea nueva”. Y la revolución siguió
adelante, guiada invisiblemente por quien la trajo con su
esfuerzo y la consagró con su holocausto.
Cada palma fue un mástil, cada montículo un centinela,
cada bohío un campamento. Máximo Gómez y Antonio
Maceo emularon las glorias de Ayacucho y Junín, antaño
renovadas por Ignacio Agramonte y Julio Sanguily. Hasta
los caracoles de las playas y las sombras iluminadas de
Simón Bolívar y Benito Juárez se incorporaron a la pelea.
Blancos y negros se disputaron, confundidos, el laurel y la
población. La historia se hizo leyenda y la leyenda historia. Los que tuvieron la dicha de ser actores de la proeza
magnificaron para siempre sus horas vacías. Los que hoy
la evocamos añorantes le rendimos guardia de honor reverentes y orgullosos. El pueblo capaz de tamaña empresa es
un gran pueblo. Ningún goce más hondo para un cubano
que poder decirlo a plena voz.
De aquel egregio despilfarro de abnegación y coraje surgió
esta Cuba de hoy, en comprometido trance de renquiciamiento y remolde. Duro, fatigoso y largo ha sido el proceso
de formación de la nación cubana. Largo, fatigoso y duro el
camino de su libertad. Nada se nos dio nunca por gracioso
regalo de los dioses. Todo lo que fuimos y lo que somos lo
hemos conquistado a brazo partido.
Tierra de explotación y medro fue la nuestra durante
varios siglos. Tuvimos que crear sobre el lodo, la sangre,
la ignorancia y el fanatismo. Nuestra población indígena
fue brutalmente exterminada. De poco valdría la noble y
contumaz protesta de fray Bartolomé de las Casas, protector
de los indios y grande de España. El negro –cazado en las
selvas misteriosas de África por empedernidos mercaderes–
sustituyó al indígena como pura fuerza de trabajo. El régimen
139
social impuesto por los colonizadores no podía ser más simple e inhumano: una típica pigmentocracia que fundaba sus
derechos a la exacción, al crimen y a la esclavitud en supuestas superioridades raciales y religiosas. Las leyes de Indias
jamás se acataron, ni se cumplieron. El azúcar, manchado de
infamia, fue, desde los comienzos, nuestra principal fuente
de riquezas y de penurias. Y la fuente también de todas las
abominaciones y codicias internas y foráneas.
En el seno opresivo y deformador de ese presidio rodeado
de agua por todas partes, creció lentamente el pueblo cubano.
Hizo sus primeras armas contra los corsarios y piratas. Cultivó el surco heredado de sus mayores. El ambiente telúrico y
la comunidad de destino le dejaron su impronta indeleble. Del
proceso de transculturación y mestizaje nació el criollo, que
ama su tierra y su estirpe. La fragancia deleitosa del trópico
y el voluptuoso regodeo de los sentidos aroman sus lánguidos,
sensuales y pintorescos cantares. En 1762, los ingleses, a la
sazón en guerra con España, sitiaron y tomaron La Habana,
no sin que los cubanos le ofrecieran gallarda resistencia. La
isla, hasta entonces secuestrada del mundo por el monopolio
implacable de España, se abrió al mar ávida de aires y de
luces. Junto a las oleadas de esclavos que sucesivamente
la inundaban, empezaron a colarse las ráfagas redentoras
del enciclopedismo y de la revolución industrial. El brusco y
creciente desarrollo del comercio ultramarino transformaría
la factoría en colonia de plantaciones, dedicada al cultivo en
gran escala de la caña, del café y del tabaco. Y, parejamente a
ese vigoroso impulso económico, brotarían un nuevo espíritu
y una cultura que, por los gérmenes que la preñan, los problemas que plantea y las soluciones que aporta, está destinada
a convertirse en fermento revolucionario. No en balde se ha
dicho que don Francisco de Arango y Parreño fue el primer
habanero y el protoprecursor de la patria.
La gesta hispanoamericana removió profundamente la
conciencia criolla. Vate y adivino, poeta y profeta suelen ser
uno y lo mismo. La trompa mesiánica de José María Heredia
anunciaría –prodigioso despliegue de trenos, nostalgias,
imprecaciones y ayes– que los radiantes días por llegar
están en camino. Sintiéndose ya con estatura de hombres,
vegueros y esclavos se sublevan. Se descubren las primeras
140
conspiraciones. Ascienden al cadalso los primeros mártires. No tardaría en aflorar y abrirse paso victoriosamente
–anexionistas y reformistas han agotado su circunstancial
vigencia histórica– el movimiento emancipador. Y, al estallar este el 10 de octubre de 1868, tiene ya, tras de sí, una
tradición, un martirologio y una fe. Amor de patria y amor
de mujer vibran, fundidos, en la guitarra insurrecta:
Cuando yo envaino el acero
después que pasa la acción,
vas fija en mi corazón
como un brillante lucero.
¡Escucha!… El clarín guerrero
suena ya en la selva umbría…
¡Adiós!, que si en este día
la muerte he de recibir,
al instante de morir
pensaré en ti, vida mía.
Ni vencidos ni convencidos retornarían los cubanos a
sus hogares maltrechos después de diez años de desigual
contienda. Guiados por la estrella solitaria habían ido a la
manigua en pos de una patria ideal. De la manigua volvían con la imagen concreta de esa patria ideal. Su divisa
continuaba siendo independencia o muerte. Pero necesitaban reponer sus fuerzas, aliviar sus fatigas, restañar sus
heridas y olvidar sus decepciones. Era indispensable una
tregua. Ni “soborno, ni infamia, ni traición”, como dirían
irresponsablemente los que permanecieron boconeando
en el destierro. Simplemente un paréntesis. Eso sería, en
rigor, la paz suscrita en Zanjón el 28 de febrero de 1878.
En esa tregua, el pueblo cubano –estremecido aún por las
hazañas de la guerra– se apercibió y preparó para nuevas
y más trascendentales batallas, en tanto que las potencias
pulían sus garras y acechaban la coyuntura propicia para
caer sobre Cuba y apoderarse de ella. Los descreídos y los
ambiciosos –en su mayoría cubanos descastados– se arrimaron a la sombra de la más reaccionaria facción del Partido
Autonomista. Los desvalidos y explotados, los que sufrían
en su carne y en su dignidad la afrenta del coloniaje, los
141
que no podían seguir viviendo de rodillas sin mutilarse el
decoro se agruparon primero en torno a los que mantenían
enhiesto el pendón separatista y se vertebraron luego en el
Partido Revolucionario Cubano.
José Martí fue la conciencia, el pensamiento y la palanca
de la revolución. Titánica, en verdad, sería su labor. De un
lado, ata, ordena, espolea, ilumina y funda. Del otro, le imprime al movimiento insurreccional carácter civil, objetivos
democráticos, contenido social, sentido económico y proyección americana. Esclarece, deslinda, precisa. La guerra no
era contra el español, ni contra España: la guerra era contra
el régimen que enyugaba, corrompía y degradaba, por igual,
a españoles y cubanos. Y, al calor de su palabra arrebatada,
los “pinos viejos” y los “pinos nuevos” sellarían, en abrazo
memorable, el propósito de conquistar, por el común esfuerzo, la independencia de Cuba y el establecimiento de una
república que tuviera la libertad por asiento y en la cual la
riqueza y la cultura se difundieran generosamente en los
llanos y no se atesorasen avaramente en las cumbres. Para
eso se había organizado el Partido Revolucionario Cubano y
para eso se desataba la guerra. Y, asimismo, para acelerar el
equilibrio del mundo, salvar el honor ya dudoso y lastimado
de la América inglesa, galvanizar el espíritu de la América
nuestra y salvaguardar el futuro de las Antillas de sojuzgamientos soterrados y de insolentes depredaciones.
Pero la república concebida por los fundadores y diseñada
por José Martí en el Manifiesto de Montecristi emergió a la
existencia en condiciones sobremanera adversas. La voladura del acorazado Maine, la Joint Resolution y los rough
riders de Teodoro Roosevelt desviarían el curso ulterior del
proceso revolucionario. Contrahecha y menoscabada surgió
la República, sin que permitiera advertirlo momentáneamente el legítimo júbilo de su advenimiento. Si la Enmienda
Platt ponía en cuestión su soberanía, económica y financieramente quedaba a merced de tutores sin escrúpulos, que
tendrían siempre dúctiles instrumentos y complacientes
servidores en los partidos políticos, en los tribunales de
justicia, en la administración pública y en la prensa. La
estructura colonial supervivía bajo los símbolos ficticios
142
del himno, del escudo y de la enseña. En ese pozo de aguas
negras se cebó el complejo de inferioridad que caracteriza
nuestra vida republicana hasta el 30 de septiembre de 1930.
Nuevas generaciones, empujadas históricamente a completar la trunca epopeya de 1895, le inyectaron al pueblo cubano nuevos bríos y nuevas esperanzas. Las fundamentales
mutaciones operadas, a partir del 12 de agosto de 1933, en
la estructura económica, política y social del país son frutos
de su heroica arremetida contra la colonia sobreviviente
en la República. Mucho más hubiéramos cosechado si la
competencia, la honestidad y la visión de porvenir hubieran
primado en las esferas rectoras. Muchos más, en suma, si
el movimiento revolucionario que derrocó al machadato no
hubiese sufrido tremendos extravíos y dolorosas frustraciones, incriminables principalmente a Fulgencio Batista y a
Ramón Grau San Martín, pero sin excluir las responsabilidades de Carlos Prío y las irresponsabilidades de Eddy
Chibás. En el campo de la moral pública se ha llegado a
inauditos extremos. No podría explicarse de otra suerte
que aparezcan luciendo refulgente clámide –en oportunista
coincidencia– quienes han fatigado los siete pecados capitales de la inverecundia política.
Justamente lo que no pudo traerse en su momento, o fue
pervertido, o aplastado, es lo que ahora urge alcanzar. Este,
y no otro, es el compromiso histórico que plantea el 24 de
febrero de 1895. “Cuando un pueblo entra en revolución
–nunca se repetirá demasiado esta sentencia de José
Martí– no sale de ella hasta que la corona”. La etapa que
hoy vivimos es, sin duda, contrastada objetivamente, mejor
que la de ayer. Mas es solo eso: una etapa. Mientras esté
en devenir, la revolución de 1895 no se habrá coronado. Y,
como los tiempos son otros y el mundo ha entrado en nueva
y decisiva fase de su historia –en la cual se entremezclan
significativamente estertores y vagidos–, habrá que
culminar la revolución de 1895 a la altura de la época y en
apretado haz con los pueblos que Simón Bolívar liberó con
su espada y José Martí fecundó con su verbo.
(Bohemia, 24 de febrero de 1951)
143
Los pistoleros de la difamación
Áurea historia la de nuestra vida pública en el siglo pasado.
No solo abundaban los talentos robustos, las inteligencias
lúcidas y las conductas ejemplares; abundaban también
las ideas y los idearios. Eran tiempos de prueba y lo que se
ventilaba –ya con la pluma, bien con el verbo, ora con las
armas– era el destino de Cuba.
No cabe ya discutirlo. El papel desempeñado por los hombres de letras en la porfiada contienda emancipadora fue
decisivo en capitales extremos. Sobre las bartolinas, los cepos y los cadalsos se alzaron nubes encendidas de palabras.
En la hora del machete, solo se escuchó su fulgurante chasquido; pero cuando aquella cedió el paso a los envites de la
razón, esta señoreó avasalladora, en fecundante despliegue
dialéctico. Nunca la vieja política republicana –incubadora
de manengues, mercaderes y botafumeiros– ha producido
un documento que pueda compararse, no ya al Manifiesto de
Montecristi –ápice luminoso del proceso de nuestra integración nacional– sino a la más comedida exégesis de la Junta
de Información. Se solía entonces traspasar el cascabullo de
las cuestiones. Se iba derechamente a la entraña de los problemas. El análisis crítico suplantaba al sulfuroso regüeldo.
Los principios primaban sobre las personas. Un tribuno de
vuelos arrebatados, Manuel Sanguily, la emprendió implacablemente contra el concepto mágico del caudillo y contra la
política como juego desenfrenado de pasiones. Enrique José
Varona se enfrentó con los desmanes, exacciones y crímenes del régimen colonial, sin que su tersa prosa sufriera el
más leve contacto con la chabacanería. Nunca se polemizó
tanto en Cuba como en la época que va del Zanjón hasta
Baire, y nunca fue tan elevado el tono y tan respetuosa la
144
discrepancia, a pesar del abismo insalvable que separaba
a los contendores. No tuvo necesidad Sanguily de recurrir
al dicterio para impugnar la tesis autonomista de Rafael
Montoro. La pulverizó con sus ideas, con su ideario y con
su conducta.
Estamos ya a punto de entrar en la madurez republicana.
Hemos progresado, ostensiblemente, en plurales aspectos
de la vida social, a impulsos del soplo revolucionario que
estremeció la Isla en 1933. No así en el pulcro manejo de
los fondos públicos, ni en el tratamiento de las cuestiones
colectivas. El debate político ha ido descendiendo vertiginosamente de rango durante el período republicano. “Del
tirano –ya lo dijo José Martí– di todo; di más”. No hay, ni
puede haber miramientos de ningún linaje, con quien unce,
atropella, roba, encarcela y mata a mansalva. Pero no estoy
aludiendo a circunstancias excepcionales en que la arbitrariedad es la norma del poder. Me refiero, exclusivamente, a
las coyunturas en que han funcionado –cabal o defectuosamente– las instituciones democráticas en nuestro país.
En los últimos años, en que la república ha vivido en un
régimen de libertad, se ha acentuado alarmantemente, en
paradójico contraste con la madurez de la conciencia cívica,
el predominio de la garrulería y la insolencia en el enjuiciamiento de los asuntos públicos. No hago distinciones simplistas. El cargo afecta, en puridad, a tirios y a troyanos. En
todos los sectores de la actividad política, la logomaquia de
feria ha sustituido al concepto y a la doctrina. Se vocifera y
gesticula como si se tuviese por auditorio a la tornadiza plebe
del circo romano. Escasean los polemistas de fuste y pululan
los chicharrones de viento sin un pellejo de idea. Mansos
profesores adoptan poses bravías. El insulto, la difamación
y el berrido se han adueñado del espacio y de la letra. La
calumnia y la injuria andan sueltas como canes rabiosos.
Impera, en suma, lo que ha denominado certeramente Goar
Mestre el “gansterismo verbal”, correlato del otro que ha venido ensangrentando las calles desde los tiempos de Batista,
padre putativo del cordero. Ningún ambiente más propicio
que este para la meteórica promoción de los audaces, de los
145
improvisados, de los simuladores y de los resentidos. Están
en su elemento, como el pez en el agua.
No estoy de acuerdo, en manera alguna, con la forma
en que el asendereado decreto 2273 pretende ponerle
coto a ese desmandamiento de procacidades, improperios y mentiras que se expelen con absoluta impunidad
por la radio. Sin prejuzgar su intención, entiendo que
objetivamente limita la libertad de expresión, afecta a
la propiedad privada y transfiere a un funcionario administrativo la calificación de ofensas que son del exclusivo
discernimiento de los tribunales de justicia; pero sí comparto, plenamente, el criterio de que debe garantizarse
el derecho de réplica a los que han sido agredidos, en su
patrimonio moral, por los calumniadores de oficio y los
profesionales de la injuria. De otra suerte, el honor de
uno quedaría a merced de quienes pueden mancillarlo, a
su gusto y capricho, por tener en sus manos el totalitario
control de los medios de expresión.
No hablo por boca de ganso. Yo he sido injuriado y calumniado
recientemente por Pepinillo Rivero y no he podido defenderme. Como mi vida puede servirme de escudo, y me sirve, acudí
al juzgado competente e interpuse una querella criminal,
que está en proceso de tramitación. En sus descargos, mi
gratuito detractor renuncia, expresamente, a la “excepción
de verdad” porque sabe que puedo probarle que ha mentido
a sabiendas; y afirma, categóricamente, que yo no he podido
cometer el delito que pretendió imputarme por no tener bajo
mi custodia fondos públicos de ninguna clase. No ignoraba
eso cuando intentó hollar mi reputación públicamente. Sin
embargo, lo hizo, y aún no ha rectificado. Algo parecido me
aconteció, por otros motivos, con el director de un semanario
ya extinto y con un jupiterino comentarista radial. También
me cerraron la aclaración y la defensa, importándoles un
comino la libertad de expresión y la ética periodística.
Conviene precisarlo nítidamente. No es solo un grupito
de malversadores y politicastros el que se beneficia con el
derecho de réplica. Forman legión los hombres de probada
honestidad –funcionarios y no funcionarios– que están indefensos y desamparados contra los arteros mordiscos de
146
los que nada respetan ni ante nada se detienen. El grupito
de marras poco cuenta en este caso. Nadie va a creer en sus
golpes de pecho. A lo sumo, podrían responder a la calumnia
con la calumnia y a la injuria con la injuria. Pero negarle el
derecho de réplica, en nombre de la libertad de expresión, a
quien ha sido injustamente zaherido o infamado, es negar el
espíritu mismo que debe informarla a la luz de la doctrina
democrática. La libertad es, por naturaleza, indivisible. Es
de todos y para todos. Lo que sí resulta objetable, a todas
luces, es que el derecho de réplica quede al arbitrio de un
funcionario administrativo. Su regulación corresponde al
Parlamento y su aplicación a los tribunales de justicia.
En un régimen democrático como el nuestro, la libertad
de expresión no es una gracia ni una concesión del Estado:
constituye, por definición, su modo propio de existencia.
Constreñirla, mermarla o interferirla altera la naturaleza
misma del régimen. El dilema es claro y terminante: o el
Estado democrático respeta los postulados en que se asienta
o deja de ser democrático para convertirse en mando discrecional, solapado o abierto. Franquearle ancho cauce a
todas las ideas y a todas las doctrinas es deber ineludible
del régimen democrático. Ningún valladar debe erigirse
contra quienes enjuician, al amparo de la Constitución y
de las leyes, la actividad de los gobernantes. Enfrentarse
con la verdad es siempre saludable. No importa que, frecuentemente, la insidia o la mentira inspiren el furibundo
disentimiento de los adversarios políticos. A los insidiosos
y a los mendaces se les responde con obras positivas y
con argumentos inexpugnables. Lo que sí no pueden los
gobernantes electos por sufragio universal es volverle
olímpicamente las espaldas a la crítica constructiva de sus
oponentes. Ni, mucho menos, darle oídas a las interesadas
zalemas de los paniaguados y divorciarse alegremente de la
opinión pública. Los gobernantes democráticos deben estar
atentos a los latidos de las masas populares y satisfacer sus
demandas de rectificación cuando sean justas y fundadas.
No ha sido remiso a escuchar estas demandas el gobierno
de Carlos Prío. Y, más de una vez, ha sabido rectificar con
el beneplácito de la opinión consciente.
147
Salvaguardar la soberanía de la conciencia es tarea común
de gobernantes y gobernados en el régimen democrático.
No se salvaguarda aquella, sin embargo, garantizándole la
impunidad a los piratas de la honra ajena. El libertinaje es
el peor enemigo de la libertad. Los difamados tienen, desde
luego, para defenderse, el procedimiento que le franquean
las leyes. No basta. La mayor parte de las querellas criminales se tramitan dilatoriamente y muchas se quedan en
la gaveta de los juzgados durmiendo la siesta del olvido, o
son sobreseídas por presión o favoritismo. Es indispensable,
además, una legislación expeditiva que garantice el derecho
de réplica a los agraviados y castigue sin contemplaciones
a los detractores. Una ley contra el libelo pondría las cosas
en su verdadero sitio. Se mantendría intangible la libertad
de expresión. Se levantaría el tono y el contenido del debate
político. Ganaría el Gobierno y ganaría la oposición. Y se
acabaría el “gansterismo verbal”. Ya es hora de darle el alto
a los pistoleros de la difamación.
(El Mundo, 5 de marzo de 1951)
148
Carta abierta
a Aureliano Sánchez Arango
Juzgo un deber ineludible testimoniarte públicamente mi
adhesión en esta turbia coyuntura, en que se trastruecan
todos los valores, se confunden todas las jerarquías, se pervierten todas las palabras y se tergiversan todos los sucesos.
Callar, en trances como este, es un pecado contra el espíritu.
Andaba yo por Europa, representando a nuestro país en la
Sexta Conferencia General de la Unesco, cuando se intentó
mancillar tu probada honradez con imputaciones a todas
luces calumniosas. Ni agregar tengo, que de haber estado
en Cuba, hubiera echado mi cuarto a espadas junto a ti, en
la ingente batalla que diste en defensa de tu decoro personal y de la dignidad colectiva. Pero ni aun estando ausente
podía permanecer al margen de la pugna planteada. No
tuve vacilaciones ni reservas de ninguna índole y adopté la
posición que me correspondía. En todos los episodios de tu
ya larga carrera revolucionaria y política –viva lección de
servicio a los intereses fundamentales del pueblo cubano–
he estado codo a codo contigo, desafiando todos los rigores y
todas las miserias. De haber rehuido mis responsabilidades
en esta contingencia me habría negado, cobardemente, a mí
mismo. Hoy, como ayer, me tienes a tu lado por imperativos
de conciencia y por arraigadas convicciones.
Yo sí puedo decir que te conozco. Desde muy jóvenes nos
ligaron hondos afectos y comunes ideales. Compartimos
el pan, el techo y los libros. Sentí, como propios, los dos
grandes dolores que aún llevas sangrando en el pecho.
Juntos arrostramos la persecución, la cárcel, el destierro
y la muerte. No solo estuvimos prestos más de una vez a
ofrendar la vida, sino a que nos la quitaran en la trinchera.
Peleador infatigable, has pasado por todas las pruebas en
149
guerra abierta con el destino. Úrsula Arango, tu madre dos
veces –toda una mujer por sus altas virtudes y su temple
de acero–, murió prematuramente en las más trágicas
circunstancias. Alfredo, tu único hermano –alma cándida,
estoica y alegre–, te fue súbitamente arrancado en plena
floración de juventud. Tenías derecho a virarle las espaldas
a todos. Pero tú te diste, generosamente, a la brega por los
demás. Esta total entrega a la causa del bien público, con
absoluto olvido de ti mismo, da la más exacta medida de tu
estatura humana. Yo sí te conozco y sé quién eres. Y, por
eso, me sobran títulos para hablar de tu limpia vida y de
tu fecunda ejecutoria.
No necesito acudir a la leyenda para hacerlo. Ni tampoco apelar a los paralelismos demagógicos. Dejo a Jesús, a
Sócrates, a Savonarola, a Robespierre, a Bolívar y a Martí
descansando, gloriosamente, sobre sus legítimos laureles.
Aspirar a la posteridad nunca ha sido delito. Estoy seguro
de que tú quisieras dejar huella perenne en el cuerpo de la
historia. Pero ni tienes la vanidad hipertrofiada y yo estoy
en mis cabales. De ahí que soslaye a Plutarco y me ajuste
simplemente a los hechos. Al cabo, uno es hijo de sus propias obras; y es el que es, o no es nada ni nadie. No por otra
razón Don Quijote es un símbolo.
Conviene precisarlo inequívocamente. Tú no eres de los
“revolucionarios” que entraron ensoberbecidos en el palenque después de haberse promulgado la Constitución de 1940.
Apenas traspuesta la adolescencia, ya estabas combatiendo
por una Cuba mejor y una América libre. Tus incipientes
rebeldías cobraron forma y sentido al calor de la lectura de
José Martí, Enrique José Varona y José Ingenieros, y encontraron ruta y objeto en el verbo fulgurante de Julio Antonio
Mella. Estudiante todavía de bachillerato, participaste en
la revolución universitaria de 1923, conquistando rápidamente galones de veterano. Pero no ceñiste tus prédicas
y tu acción al romántico Patio de los Laureles. Viste claro y
viste lejos. No bastaba transformar la estructura académica
y docente de la Universidad para resolver los problemas
que Cuba afrontaba. Ni siquiera era suficiente fumigar la
podre que inficionaba la vida pública. Era indispensable,
150
además, coronar la obra trunca de la revolución de 1895,
y, justamente, presentarle batalla, en escala continental,
a la dominación económica y política extranjera y a los
cesarillos amamantados a su sombra. Como miembro de la
Federación de Estudiantes Universitarios, organizador del
movimiento obrero revolucionario, redactor de la revista
Juventud, fundador de la Liga Antimperialista y profesor
de la Universidad Popular José Martí, cooperaste a esa
magna empresa de liberación nacional y social. Eso fue en
tiempos de Zayas.
Al ocupar la presidencia de la república Gerardo Machado,
fuiste de los primeros que le salieron al paso, combatiendo
denodadamente su propósito de arrebatarle a la Universidad las conquistas académicas y estudiantiles obtenidas
en 1923. Fue, precisamente, en esa sazón memorable, que
yo me vinculé a tus empeños y actividades. Aquella noble insurgencia fue traicionada y Mella arbitrariamente detenido,
iniciando, como protesta, una huelga de alimentos que duró
19 días; y, mientras Julio Antonio se debatía bizarramente
entre la vida y la muerte, tú acusabas cara a cara a Gerardo
Machado –estupefacto ante la osadía– en plena Aula Magna.
Cuando Mella, libertado bajo fianza por la presión popular,
se vio impelido a abandonar el país, tu voz irreductible fue
la única que se alzó en la Universidad denunciando los
desmanes, robos y crímenes de Gerardo Machado.
Todo aquello lo vi y lo viví yo junto a ti. Y, asimismo,
fui testigo y protagonista de la ya histórica asamblea del
30 de marzo de 1927, punto de partida de la gesta popular
contra la prórroga de poderes. Juntos marchamos en la
manifestación estudiantil al domicilio de Enrique José Varona y juntos protestamos del brutal atropello de que fue
objeto por la policía el venerable maestro. Al organizarse el
Directorio Estudiantil Universitario contra la prórroga de
poderes, tú ocupaste unas de sus posiciones más relevantes.
De muchos de los que formaron en sus cuadros y suscribieron sus manifiestos se puede prescindir al referirse a aquel
formidable movimiento cívico de repulsa; pero no se podrá
escribir la historia del Directorio Estudiantil Universitario
contra la prórroga de poderes sin mencionar tu nombre en
151
la vanguardia. Fuiste, sin duda, su figura más destacada.
No fue por casualidad que, al propio tiempo, te procesaran
en la célebre causa 228 y te expulsaran diez años de la
Universidad. Los esbirros de la tiranía no te perdían pie ni
pisada. Y se fue estrechando el acoso de tal suerte que te
viste forzado a emigrar a otras tierras, en las que sufrirías
de pie el hambre, la penuria y el frío. Tus exilios fueron
siempre a la intemperie. Y siempre te acostaste con las botas
puestas. No podía ser de otro modo cuando en la patria se
luchaba y se caía por la libertad y la justicia.
Tu retorno a Cuba no se hizo esperar. Otros prefirieron
estremecer los cielos extraños con bélicas parrafadas. Tú
volviste enseguida. La situación era harto difícil. Machado
se había impuesto a sangre y fuego. Los soldados acampaban en la universidad. La rebeldía estudiantil parecía
definitivamente apagada. Pero a ti, solo a ti, iba a deberse el
milagro de que se encendiera de nuevo, en las más adversas
condiciones, la llama de la protesta. Nadie me lo cuenta. Ni
nadie podrá contárselo a Carlos Prío, a Juan Ramón Brea, a
José Antonio Guerra, a Ramón Miyar, a Virgilio Ferrer Gutiérrez y a Rafael Rubio Padilla. Fuimos nosotros, nosotros
solos, dirigidos por ti, quienes sacudimos el espíritu de la
juventud estudiantil y preparamos y organizamos la jornada
revolucionaria del 30 de septiembre. Sin ti, la Universidad
hubiera seguido amodorrada entre bayonetas y no habría
existido el Directorio Estudiantil Universitario de 1930.
Después del heroico desplome de Rafael Trejo, que inflamó volcánicamente la conciencia cubana, menudearon las
adhesiones y vino el diluvio. Y sin ti tampoco podría escribirse la historia del entierro de Mella, de la depuración universitaria, de la huelga de marzo, de la insurrección frustrada
contra la dictadura militar de Batista, de la defensa de la
República española, de la extirpación del bonchismo en
la Universidad de La Habana y de la lucha por la democracia
y la autodeterminación nacional en nuestra América.
Pablo de la Torriente Brau, que fue amigo fraterno tuyo
como Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, te
llamó “el estudiante perfecto” por tu corajuda, vibrante y
generosa juventud. Veinte años después continúas siendo
152
acreedor al apelativo. La parábola de tu vida posterior no
ofrece fisuras de conciencia, ni mermas de entusiasmos. Te
graduaste de abogado y, en vez de enriquecerte, pusiste la
toga al servicio de los perseguidos y explotados. No jugaste
nunca la carta de embajadas extranjeras, ni jamás le hiciste
carantoñas a Batista. Eres profesor de Legislación Obrera
de la Universidad de La Habana, por concurso-oposición.
Y, como profesor, pocos han contribuido tan decisivamente
como tú al mejoramiento académico, cultural y docente
de la bicentenaria institución. A tu iniciativa se debió la
fundación del Instituto de Investigaciones Científicas y de
Ampliación de Estudios, la Escuela de Verano y el Teatro
Universitario. Has honrado la cátedra con tu dedicación,
severidad y competencia.
Pero es tu ejemplar gestión, como gobernante, el más fiel
trasunto de tu carácter, talento, valentía y probidad. Ninguno de los graves y apremiantes problemas que heredaba
Carlos Prío alcanzaba ni las dramáticas dimensiones, ni
la trascendencia nacional que la situación de bancarrota
imperante en la enseñanza. No solo había que expulsar a
los mercaderes del templo; había también que ponerlo todo
al derecho. Esta faena titánica fue la que cayó sobre tus
hombros y tú aceptaste sin titubear. Cuando tú asumiste
el cargo que se te confiaba, aquella dependencia era una
verdadera pocilga, en cuyas aguas fétidas pululaban negociantes, botelleros y comecandelas. Hoy ha vuelto a ser un
Ministerio de Educación.
Sobre lo que te deben las generaciones escolares actuales
y futuras de Cuba, escribiré, largamente, en otra ocasión.
Basta, por el momento, afirmar que tu esforzada labor en pro
de la enseñanza, de la cultura y de la honestidad administrativa pertenece ya a la historia. Tú has salvado para Cuba, a
expensas de ti mismo, el porvenir de la educación popular.
De los supervivientes de nuestra generación, pocos pueden
evocar, como tú, sin sonrojos, el coraje de Julio Antonio Mella,
la pureza de Rafael Trejo, el denuedo de Antonio Guiteras, la
abnegación de Rubén Martínez Villena y el arrojo de Pablo
de la Torriente Brau. Tus enemigos –esos mismos que hoy
te difaman– lo saben. Y todos, absolutamente todos, están
153
convencidos de que, a pesar de haber manejado 175 millones
de pesos en tres años, tu nombre no aparece en ningún
registro de la propiedad de Cuba o del extranjero. Ninguno
ignora que vives, exclusivamente, del fruto de tu trabajo;
pero optan por calumniarte a sabiendas. Menguada época
esta en que hay más audacia para mentir que para reconocer
la verdad. No en balde los más bajos instintos, azuzados
por el afán de poder, están haciendo su agosto. Algún
día la psiquiatría social esclarecerá el trasfondo mágico
–típicamente tribal– de esta hora cubana. La raíz profunda
de muchos resentimientos, gesticulaciones, berridos,
complejos y voracidades quedará expuesta a plena luz y
desentrañados los reales móviles de muchas actitudes,
maneras, conductas, estilos y determinaciones.
Si a alguien lo defiende y ampara su vida es a ti. Si alguien
merece estima, respeto y admiración eres tú, que has sabido sacrificarlo todo a una dura tarea de “renquiciamiento
y remolde”, sin otro premio que el áspero goce del deber
cumplido. Y eso vale más, mucho más, en todo sentido, que
las loas interesadas, los aprovechamientos inverecundos y las
apoteosis circunstanciales.
Tú has ganado, con tu conducta de gobernante, una gran
batalla política y moral para Cuba. Los venablos emponzoñados de tus detractores rebotan en la coraza de tu prestigio.
El pueblo cubano aprecia y respalda la obra que el gobierno
de Carlos Prío ha realizado, bajo tu rectoría, en el Ministerio de
Educación, y reconoce, sobre todo, tu acrisolada honradez.
Vanos han sido y serán los esfuerzos de quienes te atacan
solo por lo que tú representas y significas en nuestro país.
El único objetivo que persiguen los que reclaman honestidad
sin quererla es negarla donde precisamente existe y tratar
de destruir a los que la practican de veras. Pero esta vez se
equivocaron radicalmente. Tú no eres de los que se rinden,
ni de los que se fugan. Tú has probado en mil encuentros
que peleas avanzando y que nada te arredra.
Quiero que lo sepas y que se sepa. En esta contienda yo
estoy contigo y contigo iré a donde sea.
(El Crisol, 16 de septiembre de 1951)
154
VENDIMIA EN BORRASCA
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156
Chorro de luz
En el año del cincuentenario de la fundación de la República y en vísperas de comicios generales, un golpe militar
nos ha retrotraído a tiempos que parecían definitivamente tramontados. No puede ser más dramático el cuadro.
Hasta el 10 de marzo de 1952 tuvimos un gobierno por
consentimiento. Tenemos ahora, a pesar del estatuto y del
reconocimiento, un gobierno por imposición. La estructura
constitucional vigente desde 1940, fruto genuino de la voluntad popular, ha sido segada de un tajo. Cuba ha dejado de
pertenecer a la ya opaca constelación de la democracia hispanoamericana. Estamos de nuevo en la encrucijada. A muchos
se le antoja una pesadilla. Desgraciadamente es una realidad.
No se trata, en modo alguno, de una mutación radical de
las bases de sustentación de la sociedad cubana en beneficio de las masas populares. Si así fuera, estaríamos en
presencia de una verdadera revolución y, por consiguiente,
de un nuevo orden social legitimado por la “aquiescencia
plausible”. Se transitan otra vez trillos y estelas que nos
son dolorosamente familiares. Ninguna semejanza ofrece
este típico cuartelazo con la sublevación del 4 de septiembre
de1933. Esta nuda insurgencia es idéntica, por su naturaleza y finalidad, al derrocamiento del gobierno revolucionario
del doctor Ramón Grau San Martín en enero de 1934 y a la
destitución del doctor Miguel Mariano Gómez en diciembre
de 1936. La pretensa justificación aducida muestra, diáfanamente, el real móvil de la asonada: apoderamiento por
la violencia de lo que no podía obtenerse por el fallo democrático de las urnas.
Vítores y banderas, jubilosamente fundidos, saludaron
la promisora alborada del 4 de septiembre. El Directorio
157
Estudiantil Universitario y zonas considerables del pueblo
le imprimirían carácter y sentido a la subversión. Silencio,
aprensión, estupor, incertidumbre, ira y tristeza –mezcla
singular de incontenible repudio– ha sido la réplica popular
a este salto en el vacío. Una turbia atmósfera de pesadumbre
flota sobre la ciudad, que había tornado a ser, durante la
última década, “alegre y confiada”.
Serena, enjundiosa y firme es la palabra del máximo organismo de gobierno de la Universidad de La Habana al enjuiciar el pronunciamiento castrense que ha dado al traste con
20 años de porfiada brega para asegurarle al pueblo cubano
autodeterminación nacional, convivencia pacífica, justicia
social, progreso cultural y libertades políticas y civiles. El
Consejo Universitario, con ejemplar sentido de su misión
rectora, ha fijado su postura con el sobrio, severo y directo
lenguaje que la contingencia demanda. Su mensaje es un
chorro de luz en esta hora crepuscular de la República. No
solo procesa, juzga, falla y condena en nombre de los principios democráticos. También advierte, orienta y recaba.
En este histórico documento –cuyo contenido ofrezco en
apretado resumen–, la Universidad de La Habana defiende el
decoro de la ciudadanía y propugna postulados inmanentes a
la existencia de la república y a la organización democrática
de la vida civil. No acepta, ni puede aceptar, la sustitución
del estado de derecho por la usurpación de poderes. Sin un
sistema de normas que garanticen la inviolabilidad de la
conciencia y los derechos correspondientes, no puede haber
seguridad jurídica. La única vía legítima para el ejercicio de la
autoridad política es el sufragio universal. Ninguna persona,
o entidad, tiene el derecho de arrogarse la salvación del país,
por encima de la Constitución y de las leyes. Los errores de
la democracia solo pueden curarse con la democracia. La
convalidación del golpe militar entrañaría, ineludiblemente,
la consagración de la violencia como instrumento político.
Fatal y grave, por sus implicaciones y consecuencias, es
obtener el concurso de las fuerzas armadas, mediante la
destrucción de su organización disciplinaria y jerárquica.
Los derechos individuales, políticos y sociales, plasmados
en la Constitución de 1940, han desaparecido virtualmente
158
al concentrarse en una sola persona el poder ejecutivo
y el poder legislativo. La suspensión de las garantías
constitucionales no es más que un expediente del gobierno
de facto para prolongar su arbitraria permanencia. No hay,
pues, otra salida a este sombrío callejón, en que han metido
a la república quienes estaban obligados a salvaguardarla,
que el inmediato restablecimiento de la Constitución
de 1940 y de las garantías constitucionales, la sustitución
presidencial de acuerdo con lo previsto en los artículos 148
y 149 de la Constitución, el funcionamiento pleno de todos
los poderes y organismos del Estado y la normalización del
proceso electoral en forma que permita restaurar el ritmo
constitucional quebrantado.
No es esta la primera vez que la Universidad de La Habana, como corporación, asume pareja postura. Ya en 1930
y en 1935 se irguió contra los regímenes dictatoriales a la
sazón imperantes. La bicentenaria institución –reservorio
de la alta cultura y baluarte irreductible de la dignidad
nacional– ha estado siempre en su puesto en las coyunturas
críticas de la patria. No podía dejar de ocuparlo en esta difícil
circunstancia.1 Como igualmente se apresuró a ocupar el
El curso de los acontecimientos ha envuelto en su tumultuoso
oleaje a la Universidad de La Habana. No se ha perdido oportunidad para agredirla, escarnecerla y desacreditarla. Es ya del
dominio público la conjura organizada por la dictadura para intervenirla y aherrojarla. Numerosos estudiantes han sido heridos,
y uno muerto, por la fuerza pública y otros presos y maltratados
en las cárceles. En documento suscrito el 6 de febrero de 1953,
el Consejo Universitario tornó a reiterar su postura adversa al
presente estado de cosas y replicó virilmente a sus detractores,
ofreciendo un pormenorizado balance de las actividades docentes,
culturales y académicas de la Universidad de La Habana durante
los últimos 20 años. En sucesivos pronunciamientos, el Consejo
Universitario ha vuelto a ratificar serenamente esa postura y ha
declarado su firme propósito de mantener funcionando la bicentenaria institución mientras pueda cumplir su alto ministerio
con absoluto decoro, ya que juzga por el momento perfectamente
compatible su cívico repudio a la violencia como fuente del poder
y el desenvolvimiento de sus labores específicas. “La Universidad
abierta y libre –afirma textualmente el Consejo Universitario– es
1
159
suyo, con impar denuedo, la actual Federación Estudiantil
Universitaria, bizarra continuadora de la gloriosa tradición
de la juventud cubana. Ningún timbre más claro de orgullo
que este nuestro de ser hoy estudiante o profesor de la Universidad de La Habana.
No importa que, por el momento, el horizonte luzca cerrado. El mensaje universitario encuentra los oídos alertas y
los corazones en línea. Nuestro pueblo maduró su conciencia
democrática en la manigua y ya no quiere ni sabe vivir de
otro modo que sintiéndose dueño de su propio arbitrio. Ni
la conjura de las fuerzas tenebrosas podría doblegar su voluntad o deformar su espíritu. De la levadura de ese pueblo
surgieron –amasada por madres abnegadas y padres viriles–
nuestros apóstoles, héroes y mártires. El futuro pertenece,
exclusivamente, al pueblo cubano.
Ya la Universidad de La Habana ha dado la pauta y el
norte. Ni violencias estériles, ni atomizaciones suicidas. La
república es patrimonio de todos y no capellanía de unos
cuantos. Guárdense arrogancias, rencores y sectarismos en
el campo de la resistencia civil y anúdense inteligencias,
entusiasmos y voluntades.
La única manera digna y fecunda de honrar a Cuba, en
este aciago avatar de su destino, es unirnos todos y luchar
infatigablemente por el restablecimiento del orden constitucional derrocado.
Nunca se repetirá bastante que nada se da por añadidura
en la historia. Y, porque así es, de la actividad que se despliegue en la consecución del objetivo propuesto dependerá,
en gran medida, el carácter, el sesgo y el curso ulterior de
los acontecimientos. La libertad no es una flor de invernadero, ni una merced de los dioses. Hay que conquistarla
para merecerla.
(El Mundo, 1º de abril de 1952)
un símbolo vivo del ideal democrático”. No cabe duda de que su
valiosa contribución a “la historia como hazaña de la libertad” es
un reto permanente a sus usurpadores.
160
En Guáimaro un día
Marca hoy nuestro calendario histórico una fecha prócer. En
el pueblo libre de Guáimaro, un día como este, fundida el
alma nacional al pie del estribo, la revolución emancipadora
cuajó en estado de derecho el hecho de su razón política,
económica, social y cultural.
No solo se deponían ambiciones, localismos y rencillas
en generosa ofrenda a la patria en peligro. Se articulaban
también las formas democráticas de conducir la guerra y
se suscribía, a la lumbre de la estrella solitaria, la carta de
libertades que había de poner sobre su cabeza y colgar del
pecho de su caballo todo militar de honor.
Nada resulta más oportuno en estos días que recordarlo
y difundirlo. La constitución promulgada aquel glorioso 10 de
abril de 1869, fruto legítimo de la voluntad soberana del
pueblo cubano, subordinaba, en plena guerra, con ejemplar
acatamiento de los hombres de armas, el poder castrense al
poder civil. Del fondo del tiempo brota ahora, con chasquido
de látigo, el juramento de Carlos Manuel de Céspedes, general en jefe del Ejército mambí y presidente provisional: “La
Cámara de Representantes es la única y suprema autoridad
para todos los cubanos”. Aquel día la sublevación popular
iniciada en Yara adquiría objeto, estructura y sentido: acababa de nacer la República de Cuba.
Ochenta y tres años más tarde, conquistada la independencia
y la República ya en sazón de madurez, un pronunciamiento
militar, so pretexto de suprimir el peculado y extirpar el
gansterismo, derroca el régimen constitucional y sustituye
el estado de derecho por el imperio de la fuerza. Sería
igualmente reprobable –presunción imposible– de haberlo
encabezado Máximo Gómez o Antonio Maceo.
Desde el 10 de marzo de 1952 el país vive en estado de sitio
arrebujado en papel crepé. Ya podrán apelar los juristas de
161
campamento a todos los sofismas y a todas las servidumbres.
La asonada triunfante es, sin duda, objetivamente, un hecho
consumado; pero ni le asiste derecho formal ni sustantivo
alguno, ni genera otro “derecho” que la arbitrariedad como
norma del poder. No podría ser de otra manera tratándose
de un gobierno usurpador.
Es hora ya de que nos entendamos en el lenguaje común de
la ciencia política. Según Gastón Jeze, tratadista eminente
en el campo del derecho público, hay tres tipos fundamentales de gobierno: de jure, de facto y usurpador.
Teórica y prácticamente, gobierno de jure significa
gobierno de derecho. No quiere esto decir, sin embargo,
que todo gobierno de jure se funde en el estado de derecho. Muchos gobiernos de jure –todas las monarquías
absolutas consuetudinarias– han permanecido al margen
o sobrepuestos al estado de derecho. Muchos gobiernos de
facto –todos los que han sustituido una totalidad histórica
por otra sobre el primado de la soberanía popular– tienen
como objetivo céntrico crear el estado de derecho. Gobierno
de jure es aquel, pues, en que la fuente de la autoridad política se nutre en el derecho institucionalizado.
Nadie ya controvierte, a estas alturas, el derecho a la revolución, ni tampoco el derecho de la revolución. Ninguna
revolución se produce por generación espontánea. Solo cuando la sociedad, o parte esencial de ella, se ve coactivamente
detenida en su evolución, la revolución germina y estalla.
Toda revolución se define y singulariza por ser la expresión
de una voluntad política enderezada a remover las bases y
condiciones de la vida institucional en beneficio de las masas
populares. El gobierno revolucionario es el típico gobierno
de facto. No ejerce su autoridad conforme al derecho hasta
entonces vigente; pero la legitima y consagra por la investidura plausible que le otorga la aquiescencia del pueblo en
cuyo nombre actúa. La mayoría de los gobiernos de este tipo
suele alcanzar la integridad del estado de derecho mediante
el orden constitucional dimanado del poder constituyente.
No otra es la raíz democrática de la organización civil de
la sociedad.
Gobierno usurpador es aquel que se apodera por la violencia, la simulación, el engaño, o el fraude de los órganos
162
del poder y ejerce la autoridad política a su entero arbitrio.
Sus actos son, por naturaleza, nulos y deben reputarse
inexistentes. Nada importa que el gobierno usurpador se
proclame respetuoso de la ley y de la voluntad popular, o
encubra su desprecio al estado de derecho instaurando un
sistema de normas denominado constitución o estatuto. El
estado de derecho deja de existir en el instante mismo en
que los gobernantes actúan sin sujeción a un ordenamiento jurídico que proteja y garantice a los gobernados de las
extralimitaciones, caprichos o abusos del poder. De ahí que
no se conciba el estado de derecho sin constitución, ni un
gobierno democrático sin consentimiento popular libremente
manifestado.
Ni gobierno de jure, ni gobierno de facto: el gobierno engendrado en Columbia es un gobierno usurpador. No solo ha
derribado la estructura constitucional de la República; ha
destruido asimismo los frenos y contrapesos de una estable y
permanente seguridad política. El camino de la convivencia
civilizada y del traspaso pacífico del poder está erizado de
tremendos escollos.
El 10 de abril de 1869 se promulgó en Guáimaro la primera
constitución de la República. La constitución abolida –ápice
de ingente contienda por darle a Cuba su plenitud de destino– se promulgó también en Guáimaro el 5 de julio de 1940.
Seis días antes de la efemérides que hoy conmemoramos
la suplantaba una autoritaria pragmática que en vano
pretende ocultar la averiada mercancía con preceptos que
le son ajenos.
Soldados de Ignacio Agramonte escondieron en tierra amorosa el acta de la constitución. “Es necesario ir a buscarla”,
clamaría José Martí en vísperas de su radiante inmolación.
Y a buscarla fueron legiones de jóvenes y viejos.
La Constitución de 1940 yace hoy, en resplandeciente urna
de cristal, en el Salón de los Mártires de la Federación Estudiantil Universitaria. No rige ya efectivamente su letra;
pero se ha hecho carne y espíritu del pueblo cubano. De la
Universidad saldrá algún día –téngase por seguro– en busca
de sus fueros arrebatados.
(El Mundo, 10 de abril de 1952)
163
Lo que el golpe se llevó
Mucho se ha reflexionado y escrito sobre la libertad. Tanto,
por lo menos, como sobre la virtud, la belleza, el amor y la
justicia. No en balde encarna un valor ya definitivamente
incorporado al repertorio de los temas fundamentales de
la vida humana. Sin libertad el espíritu se agosta, la sociedad se corrompe, la cultura se anquilosa y el hombre se
cosifica.
Sobremanera difícil resulta precisar la fecha exacta en
que afloró la libertad como idea. Se suele dar por sentado que
germinó en la conducta de Sócrates, despuntó en la hoguera
de Giordano Bruno, maduró en las grandes revoluciones
populares y cuajó en el estado de derecho. No faltan, sin
embargo, los que fijan su cuna en la India milenaria de
las pagodas y mahatmas, o en la China venerable de los
aforismos y cohetes. Es una cuestión, pues, aún sujeta a
controversia.
De lo que no cabe ya duda es que la libertad surgió, como
sentimiento, con el primer hombre que tuvo conciencia de
su dignidad. Pudo haber sido en la selva, junto a una pirámide o en una galera. Vendría luego, sucesivamente, la
concepción de la libertad como categoría racional, jurídica,
política, económica, social, ética, filosófica; pero entonces,
como hoy, en que se aspira al pleno señorío del espíritu en
una estructura social fundada en la equitativa distribución
de la riqueza, la raíz y el ápice de la libertad es la soberanía de
la conciencia.
Múltiples definiciones se han formulado de la libertad.
Algunas admirables por lo enjundiosas y precisas. La de
Montesquieu sobresale entre ellas. Se singularizan otras por
su savia al par metafísica y poética. Figuran, entre estas, las
de Miguel de Cervantes y Juan Jacobo Rousseau. Hay varias que delimitan, rigurosamente, la naturaleza, ámbito y
164
contenido de la libertad. Ninguna aventaja, en este aspecto,
la de Maximiliano Robespierre. Pero nadie, absolutamente
nadie, supo captar como José Martí el sentido profundo y
las implicaciones efectivas de la libertad. “Es el derecho
–sentenció en aquella su prosa concentrada de médulas y
aromas– a pensar y hablar sin hipocresía”. Esta definición
vertebra y unifica, en suprema síntesis, la libertad como
destino, norma y concepto. La libertad resulta así concebida
en función del hombre en cuanto tal. Y, en consecuencia,
deja de pertenecer a la esfera de los derechos patrimoniales
–libertad liberticida– para ser libertad de todos, mediante
un régimen de garantías contra los desvíos, transgresiones
y abusos de poder.
De no existir ese régimen de protección jurídica y de
seguridad política, la libertad se torna merced, ficción,
caricatura o mero enunciado sin validez sustantiva. No de
otra suerte acontece en los gobiernos que la proclaman en
“estatutos” o “constituciones” que dimanan, exclusivamente, de la voluntad de uno. La dogmática democrática es
papel mojado o torniquete encubierto sin el sustentáculo
de la aquiescencia popular y de las instituciones en que se
corporiza y expresa.
Pero vengamos a lo concreto. Hoy existe en Cuba libertad
absoluta de pensamiento. Incluso el esclavo puede sentirse
libre en la atormentada soledad de su conciencia. Ya lo
advirtió estoicamente Marco Aurelio en la Roma decadente
de los césares. Pero lo que ya objetivamente no existe es la
libertad de expresión. Antes era un derecho garantizado por
la ley. Ahora es una gracia dispensada al arbitrio.
El “golpe” nos trajo la democracia embalsamada, el camaleón vergonzante, el merengue con púas, el consejero
aconsejado, el partido tricolor y la paz de la tranca; pero se
llevó, a 80 días de las elecciones y en vísperas del centenario
de José Martí, el derecho a pensar y hablar sin hipocresía.
Se llevó, en suma, la esencia y razón de ser de la república
proclamada solemnemente en Guáimaro el 10 de abril de 1869
y establecida el 20 de mayo de 1902 entre vítores, lágrimas y
banderas.
(El Mundo, 23 de abril de 1952)
165
Carnicería sin carne
Los hechos son los hechos. Varios días antes del cuartelazo marcista1 resultaba sobremanera difícil ingerir un
jarrete con papas. La escasez de carne de res –la otra sigue
exhalando apetitosas fragancias sin necesidad de subsidio–
empezaba a adquirir tintes sombríos. Parecía inminente un
golpe de Estado de los estómagos abonados al lomo frito con
plátanos verdes. No menos amenazante era la actitud de los
consumidores consuetudinarios de palomilla, falda o boliche.
Gobernantes, ganaderos, encomenderos y expendedores
se reunían y tornaban a reunirse sin encontrarle remedio
al pavoroso problema. Los cándidos paladines de la dieta
vegetariana no podían ocultar su alborozo.
Se presentía ya el advenimiento del insípido imperio de
la zanahoria cuando soplaron vientos blindados y la Constitución de 1940 se desgajó súbitamente, como hoja seca en
otoño. Era, en verdad, un candangazo de España, al punto
que el generalísimo se apresuró a reconocerlo. Nadie tragó,
desde luego, los pretextos aducidos para justificarlo. Hay
que convenir, sin embargo, en que fue unánime la reacción
de los gaznates estragados por la prolongada vigilia, ante la
trompeteada promesa de que habría carne enseguida. Sin
olvidar que es preferible “la estrella que ilumina y mata” al
“yugo que engorda y humilla”, muchos se regodeaban con la
risueña perspectiva de un rosbif en estado de sitio.
Fue el sueño de una madrugada de primavera, florecida
de mercedes, señuelos y alevosías. Ya hoy no se vislumbra
siquiera la magra sombra de una piltrafa. Y de nuevo se reúnen
gobernantes, ganaderos, encomenderos y expendedores para
Referido al golpe de Estado llevado a cabo el 10 de marzo de
1952. (N. de la E.).
1
166
discutir y resolver lo que tiene todas las características de una
tragedia de Esquilo.
Me niego abiertamente a creer que los $500 000 del subsidio se han empleado en la elaboración de leche evaporada. Sería una suspicacia gratuita. Los arcángeles que hoy
mandan han venido precisamente a eliminar el gansterismo,
liquidar el peculado y darle de comer al pueblo. Es todo un
programa de redención moral, administrativa y estomacal,
avalado por antecedentes que solo un opositor sistemático
podría poner en duda. Desde luego, una típica redención a la
cañona, ni solicitada ni consentida; pero vaya lo uno por lo
otro. A falta de costilla de ternera tenemos cura de caballo.
Esta vez se equivocan quienes la han cogido con los estatutos. Horas enteras he invertido en rastrearlos, a ver si encontraba algún precepto relativo al régimen de abstinencia
forzada que se nos ha impuesto. Vana tarea. Los estatutos
lo prohiben todo menos comer filete. Pero lo cierto es que las
parrillas están ociosas y el filete en fuga. No diré yo que se
trata de una flagrante contravención de la ley unipersonal
que ha convertido la República en una monarquía absoluta,
con partido tricolor y consejo consultivo. Quiero ser justo y
veraz. Se trata de un hecho.
Pero no de un hecho cualquiera. Nada menos que de un
hecho que genera derecho. El derecho natural, inalienable
e imprescriptible del pueblo a protestar contra el hecho
artificial, inmediato y notorio de la carnicería sin carne en
una isla cundida de vacas refistoleras, bueyes mansos y
sementales de raza.
(S. O. S., 7 de mayo de 1952)
167
Resistir y esperar
No había yo nacido aún el 20 de mayo de 1902; pero según
testigos sobrevivientes jamás emoción análoga ha sacudido
después al pueblo cubano. Azul el cielo, el aire encendido,
reverberante el mar. Millares de banderas flameaban
alegremente en los balcones. Don Tomás Estrada Palma,
austero y humilde, ocupaba la presidencia de la República
entre clamores, laureles y lágrimas. Una sinfonía de vítores
y una procesión de pañuelos despedían al general Leonardo Wood. Cuba –a despecho de dolorosos menoscabos y de
limitaciones ostensibles– adquiría el estatus de nación independiente y una nueva estrella fulguraba en el firmamento
político de nuestra América. Ningún hecho puede alcanzar
más alta jerarquía histórica que este para un pueblo que
todo lo ofrendó a fin de regir soberanamente sus destinos.
Medio siglo cúmplese hoy de la gloriosa efemérides. Pero
lo que debió haber sido epinicio y epifanía al arribo de la
madurez se ha trocado en hosco y patético retraimiento. La
república fundada en Guáimaro el 10 de abril de 1868 no
está para jubilosos desbordamientos este 20 de mayo. La
patria está de duelo y su símbolo más preciado, a media
asta en el corazón de los cubanos. En el mismo año en que
conmemora su advenimiento a la vida independiente le fue
arrebatada la libertad mediante un alevoso golpe de mano.
El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo –cifra
y compendio del Manifiesto de Montecristi– ha sido violentamente suplantado por el gobierno en nombre del pueblo,
sin el pueblo y contra el pueblo.
José Martí quiso que la república fuese “con todos y para
todos”, sobre el primado de la libertad y de la justicia. Y quiso
también que la ley primera y fundamental de la república
fuese el culto a la dignidad plena del hombre. Su mandato
ha sido desconocido y su memoria mancillada en vísperas
168
del centenario de su natalicio. La usurpación ha sustituido
al consentimiento, el estatuto a la Constitución, el consejo
consultivo al Parlamento, la arbitrariedad al derecho y la
voluntad unipersonal al régimen democrático.
Pero aún resuena, orienta e ilumina la palabra de José
Martí. “Un pueblo –afirmó en crítica circunstancia– no se
manda como se manda un campamento. Para realidades
trabajamos y no para sueños. Para liberar a los cubanos
y no para acorralarlos”. “Hay que impedir –postuló en los
umbrales de su holocausto– que Cuba se tuerza por intereses
de grupo o por la autoridad desmedida de un grupo militar
o civil”. Y, como previendo estos días oscuros, difíciles y
angustiosos, dejó esta clara y terminante advertencia: “No
puede combatirse con medios de respeto a los que, por encima de todo respeto, saltan y rompen. No puede tenerse
miramientos para los que anidan en el seno de la Constitución con ánimo de herirla y devorarla”.
En otro 20 de mayo también luctuoso –la República se
encontraba a la sazón intervenida y un procónsul yanqui a
su frente–, Ramón Roa, mi abuelo, escribió estas palabras
de fe y de esperanza: “En esta fecha nos vienen a la mente
los gloriosos hechos, la abnegación sin límites, los ingentes
sacrificios del cubano revolucionario que tonifican más de
medio siglo de nuestra historia; y esto nos basta para no
desesperar del porvenir que todavía tenemos en nuestras
manos, y el cual depende de nuestra conciencia y de nuestra
dignidad”. Y, a su conjuro, me vienen a la memoria el ejemplo de Rafael Trejo y de Julio Antonio Mella y de Antonio
Guiteras y de Pablo de la Torriente Brau.
De las tumbas de cuantos cayeron antaño y hogaño en defensa de la libertad de Cuba brota hoy en ráfaga llameante
la consigna de Enrique José Varona: “Resistir y esperar”.
En esta actitud beligerante conmemoraré yo el 20 de mayo
de 1952. No podía ser de otra manera en quien tiene, como
su más puro timbre de orgullo, el ser nieto de un teniente
coronel del Ejército Libertador, que fue al par ayudante y
secretario de Ignacio Agramonte, Julio Sanguily y Máximo
Gómez.
(El Mundo, 20 de mayo de 1952)
169
Un homenaje y una actitud
Alumnos y profesores de la Universidad del Aire y figuras
descollantes de nuestro ambiente cultural y periodístico se
congregarán hoy en los jardines de La Tropical, a fin de rendirle homenaje a Jorge Mañach. No se trata, en esta ocasión,
de exaltar los merecimientos intelectuales o ciudadanos del
eminente escritor y reputado hombre público. Se trata de un
acto que, por su índole y alcance, trasciende la esfera de
los que suelen organizarse para festejar un sonado triunfo
literario o una merecida promoción política.
La razón de este homenaje a Jorge Mañach es sobradamente conocida. Tiene su origen en el brutal atentado de
que fueron objeto recientemente Elías Entralgo y Gerardo
Canet y el propio Jorge Mañach en una transmisión radial
del Curso del Cincuentenario, auspiciado por la Universidad del
Aire para honrar la República en una efemérides que pudo
ser jubiloso recuento de nuestra madurez nacional, de no
haberla ensombrecido el madrugón del 10 de marzo. El propósito que inspira este homenaje al director de la Universidad del Aire –institución que es orgullo de Cuba– se deriva
de la naturaleza del incalificable y aún impune atropello:
enaltecer a quienes defienden a pie firme los valores del
espíritu y repudiar a sus agresores abiertos o emboscados.
En eso estriba, precisamente, su singular relevancia y su
verdadero significado.
Es común aludir enfáticamente a los inalienables derechos
de la inteligencia; es poco sólito, en cambio, incitar al cumplimiento de sus responsabilidades sociales. No cabe duda de
que, sin el cabal ejercicio de aquellos, resultaría interferida
o menoscabada la libre expresión de la actividad creadora en
el campo de la cultura. Poco importa, sin embargo, que esos
170
derechos estén plenamente garantidos si no van aparejados
en el escritor a un firme concepto de la dignidad humana y
a una límpida conciencia de sus deberes públicos.
Ninguna referencia me parece más ilustrativa y oportuna,
a este respecto, que la de Erasmo de Rotterdam, a la que he
apelado varias veces aun a trueque de repetirme. Libertad
absoluta tuvo este, en tiempos preñados de riesgos y violencias, para escribir en latín el Elogio de la locura, modelo
acabado de sátira anfibológica de la Iglesia romana. Es un
libro ya clásico incluso por la duplicidad calculada y el miedo insuperable que trasmina. No bastaba entonces, como
tampoco basta ahora, acercarse a la verdad y difundirla
exclusivamente en un círculo de iniciados, previa anuencia
de príncipes, comerciantes, mecenas e inquisidores. Era
preciso, además, entonces como ahora, tener el coraje de
pregonarla y mantenerla hasta la hoguera inclusive. Giordano Bruno, Tomás Moro y Juan Luis Vives tuvieron ese
coraje. “Vivimos –escribíale el egregio español al elusivo
holandés– en época difícil, en la cual no se puede hablar ni
escribir sin peligro”. No tardaría en replicarle Erasmo con
palabras que no pueden leerse sin profunda tristeza: “En
cuanto a mí, no tengo inclinación a arriesgar mi vida por
la verdad. No todos tenemos energía para el martirio, y si
el temor me invade, imitaré a San Pedro”.
La trahision des clercs –permítaseme transcribir palabras
dichas en otro lugar– está ya dramáticamente anticipada en
esa miserable profesión de fe. El humanista por antonomasia se confesaba incapaz de exponer una uña en favor de la
humanidad. No es la suya, desgraciadamente, una actitud
aislada. La cultura moderna ha arrastrado consigo, como
pecado original que urge redimir, el marchamo ignominioso
de esa cobardía. Ante la perspectiva de la cicuta, la mayoría de
sus más preclaros representantes ha corrido, medrosamente, a refugiarse en el ambidextro partido de Erasmo.
Ni siquiera en épocas orondas y satisfechas cabe admitir el
ocioso regodeo de la inteligencia. Empujar incesantemente
la rueda impelente de la historia es su misión específica.
Pero es en las coyunturas de prueba que adquieren carácter
imperativo los deberes sociales de la inteligencia. No puede
171
permanecer indiferente, ni agachada, ni inhibida, so pena de
pervertirse o aborregarse a sabiendas. Nadie ha denunciado
tan severa y plásticamente esta postura irresponsable como
Archibald McLeish.
Milicia ha sido siempre la vida del hombre en la tierra. No
constituye excepción el escritor. El escritor es un soldado
del espíritu. Su principal obligación es luchar por la libertad, que es la raíz nutricia de la tolerancia. Sin tolerancia
no puede haber disidencia. Sin disidencia, no ha lugar a
la pluralidad de ideas, opiniones y creencias. La libertad
necesita, para subsistir, del respeto objetivo a la soberanía
de la conciencia, fundamento último del régimen democrático. “Libertad –postuló José Martí– es el derecho a pensar
y hablar sin hipocresía”. Decir lo que se piensa no es solo
un derecho natural de la persona, que las leyes deben consagrar y proteger; es también un deber de conciencia. El
escritor que prefiere “el yugo que engorda y humilla” a “la
estrella que ilumina y mata” se traiciona a sí mismo, a su
pueblo y al espíritu.
No solo ha sabido Jorge Mañach defender, antes y ahora, los derechos de la inteligencia; ha sabido igualmente
responder a los requerimientos de la conciencia cubana en
sus trances más críticos y decisivos. Su pluma y su palabra
están dando ejemplo, por su altura, calidez y entereza, en
estos días azarosos, agitados y sombríos. Como escritor,
Mañach ha demostrado pertenecer al partido de Sócrates.
Como político, al partido de la República. No ha incurrido
en el grave error que han cometido algunos de enfocar con
monóculo electoral o con visera facciosa un problema de dimensión nacional. Su posición, ya compartida por muchos,
es la única correcta, válida y fecunda en estos momentos.
Azuzar, dividir o acotar es contribuir al fortalecimiento de
la usurpación. La unidad popular, dirigida a y expresada
por una convergencia emergente de actividades y objetivos
comunes, es la premisa indispensable de todo intento serio,
efectivo y patriótico, enderezado a restablecer el orden constitucional y el sosiego colectivo. No verlo es signo inequívoco
de engreimiento pueril, de sectarismo suicida o de estulticia
irremediable.
172
Jorge Mañach lo ha visto diáfanamente y ha procedido en
consecuencia. La historia se lo reconocerá mañana, como se
lo demandará a otros por su ceguera, soberbia o egoísmo,
si no rectifican a tiempo. El destino de Cuba no está hoy en
manos de ningún partido, grupo o capilla: está en manos
del pueblo. Juntarse para coronar juntamente el proceso
desviado e interrumpido por el cuartelazo es la consigna que
brota de sus entrañas con desesperación esperanzada. En la
política –lo advirtió Martí– el subsuelo es más importante
que la atmósfera. Y, por eso, acabarán por quedarse en el
aire –girovagantes de lo que pudo haber sido y no fue– quienes se obstinen en continuar sordos a las exigencias de las
circunstancias y a los reclamos del pueblo.
No me es posible concurrir, como quisiera, por inaplazables
deberes universitarios, al homenaje que se rinde esta tarde
a Jorge Mañach y que supongo extensivo a Elías Entralgo y a
Gerardo Canet, que supieron arrostrar dignamente con él
la vandálica incursión a la Universidad del Aire. Dejo aquí
pública constancia de mi fervorosa adhesión.
(El Mundo, 10 de junio de 1952)
173
La palabra de orden
No cabe ya duda de que el movimiento ortodoxo ha entrado en una fase de crisis. Es difícil predecir la inclinación
inmediata de la balanza en la pugna interna que lo sacude
y desgarra. Fácil resulta, en cambio, pronosticar lo que
le aguarda si no sabe rectificar a tiempo su estrategia y
su táctica. Su destino será engrosar otros ríos o crearse
viaducto apropiado. Ese ha solido ser el patético epílogo de
los partidos políticos que en contingencias excepcionales
pierden la cohesión, el norte y la brújula.
Hay en el seno de la suprema jerarquía ortodoxa dos posiciones al parecer irreductibles. De una parte, figuran los
que enarbolan flamígeramente la bandera del antipactismo.
De la otra, los que sostienen, con pareja contumacia, la necesidad de un programa común de lucha contra el régimen
usurpador. Se autoproclaman aquellos los genuinos legatarios de Chibás. Aducen estos que de estar vivo el adalid,
actuaría en consonancia con las exigencias del instante. De
lo que sí podemos estar seguros es que, de agudizarse, esta
situación conflictiva acabará por desencadenar la guerra
civil entre ambos bandos. Ni que mencionar tengo al único
que habrá de favorecerle.
La facción antipactista no lo ha dicho aún expresamente;
pero va implícito en su tesis. Quienes no la comparten están mancillando el espíritu y la tradición del movimiento
ortodoxo. Son punto menos que apóstatas.
Nadie puede extrañarse de ello. En su breve y gaseosa
historia, la ortodoxia ha demostrado, innúmeras veces, que
no tolera el disentimiento ni en propio beneficio. Es, por
naturaleza, un movimiento excluyente. Nació bajo el signo
de las excomuniones y cree que solo bajo ese signo le será
174
dable seguir siendo lo que quiso ser. El carácter dogmático
de esa postura salta a la vista.
Eso, de suyo, es sobremanera grave en un partido político:
pero lo es mucho más si el propósito que la nutre y configura
es meramente electoral. No otro es el caso que contemplamos. La táctica antipactista pudo ser la adecuada antes
del 10 de marzo. Seguramente lo fue. Pero ya no lo es, ni
puede serlo. La situación ha variado sustancialmente. No
se está, en manera alguna, ante una justa comicial en un
estado de derecho.
Pasando por alto que la dialéctica fluidez de la vida social es incompatible con las perspectivas congeladas, la
facción antipactista de la ortodoxia –so pretexto de lealtad
a los principios– ha rehuido cualquier entendimiento con
los auténticos y con otros partidos y grupos igualmente
interesados en la restauración de la normalidad constitucional. No se crea por ello más radical, ni más ortodoxa. Lo
sería si estuviera presta y apta para plantear la solución
del problema en un terreno revolucionario. Faltan indicios
que permitan siquiera barruntarlo. La mayoría de sus
componentes es alérgica, por temperamento y formación, a
los métodos revolucionarios. Su mentalidad es típicamente
constitucionalista.
Tampoco ofrece fórmulas ni orientaciones de ninguna
índole para sacar la república del atolladero en que está.
Es obvio, sin embargo, que recónditamente tiene ya un
plan definido. Su objetivo, aunque enmascarado todavía,
es mantener químicamente aislado el movimiento ortodoxo
en confiada espera de la fruta madura. Esto revela, por lo
pronto, una incomprensión cabal de los factores operantes
y una esperanza infantil. La experiencia demuestra que en
política la fruta madura es preciso arrancarla. La facción
antipactista continúa enfocando el turbulento panorama de
hoy con la óptica electoral de ayer.
No quiere ello decir que yo considere mejores a los componentes de la facción ortodoxa que propugna el programa
común de lucha contra la dictadura. La cuestión es otra y de
naturaleza puramente política. Ya lo advirtió José Martí en
175
afilada sentencia: “Hay que hacer en cada momento lo que
en cada momento es necesario”. Puede ser limpio o puede
ser turbio el móvil que inspira a esta facción ortodoxa. Cabe
incluso poner en cuarentena a algunos de sus trompeteros.
Pero sea como fuere, lo indubitable es que, sin una convergencia organizada de los adversarios del régimen, no podrá
restablecerse la Constitución de 1940, ni lograrse la efectiva
recuperación del modo democrático de vida. Cuanto divida,
azuce o disperse contribuye eficazmente a posponerlo o
impedirlo.
Juntarse es otra vez la palabra de orden. Y es también la
más cara aspiración del pueblo. Juntarse quieren las masas
de todos los partidos y de los sin partidos. Basta pegar el
oído en tierra para percatarse de ello. Juntarse para actuar
ahora de consuno, sin compromisos ulteriores ni menoscabos
de compromisos pasados, conservando cada partido su independencia actual y su libertad futura. Juntarse, en suma, en
torno a un programa común y a una fórmula concreta que
conduzcan a la victoria sin componendas ni entreguismos.
En punto a responsabilidades –conviene precisarlo– no hay
ya nadie aquí que pueda tirar la primera piedra. Muchos de
los pecadores de uno y otro lado quedarán excluidos a poco
que se transite el áspero y riesgoso camino.
Si la alta jerarquía ortodoxa no es capaz de superar rápidamente la crisis que afronta, el caudaloso movimiento
popular que encabeza se le irá de las manos como irrefrenable torrentera. En horas como estas es muy peligroso jugar
demagógicamente con la tormenta. La masa ortodoxa –ávida
de beligerancia– necesita un cauce y una meta. Tirios y
troyanos deben tener presente que un caballo piafante no
espera mucho por el jinete.
No es idéntica, en rigor, la circunstancia; pero el axioma
es siempre válido en coyunturas de emergencia: “Es indispensable a veces dar dos pasos atrás si se quiere dar uno
adelante”. La historia contemporánea enseña que cada
vez que se ignoró este axioma el pueblo pagó la miopía, el
egoísmo o la estolidez de sus conductores.
176
Unirse primero; lo demás se obtendrá después por el
esfuerzo concertado, la limpidez de propósitos y la táctica
congruente. Solo así pudo derribarse a Machado y reducirse
a Batista. A cuantos hemos vivido el proceso revolucionario
cubano en su entraña nos tiene que lucir absurdo que aún
no se haya dado ese paso.
(El Mundo, 24 de junio de 1952)
177
En torno al frente único
En tiempos en que juntarse es la palabra de orden,
sobran, por obvios motivos, las desavenencias, querellas y
resentimientos que beneficien al adversario. Útil y fructífero
es, por el contrario, cuanto contribuya a esclarecer, unificar,
robustecer y afianzar. No es otro el propósito que inspira
estas someras consideraciones en torno al controvertido
problema del frente único.
La cifra de opinión pública que representa el movimiento
ortodoxo es, sin duda, elevada. Algunos catecúmenos del
“aislacionismo estático” creen que su caudal ha engrosado en
los últimos meses. Imposible me resulta verificar la validez
de la presunción; pero, aunque fuera cierto, poco afecta, en
rigor, a la capacidad determinante del PPC en el cuadro
actual de la política cubana.
Ni ahora, ni antes, el movimiento ortodoxo ha logrado
conseguir la adhesión militante de todo el pueblo. Salvo
el Partido Revolucionario Cubano fundado y dirigido por
José Martí, ningún otro –ni el Auténtico en su torrencial
apogeo– pudo erigirse en el intérprete y órgano exclusivo de la conciencia nacional. El “partido único” suele ser
planta exótica en donde prevalece la concepción del origen
popular del poder. Solo germina, despunta y florece en los
climas totalitarios. La pluralidad de partidos políticos es
consustancial a la convivencia cimentada unívocamente en
el consentimiento y enriquecida proteicamente en el disentimiento. Sin la libre concurrencia de aquellos la democracia
carece de objeto y sentido.
Una apreciación objetiva del PRC (A) permite concluir que
aún arrastra y articula en sus cuadros a vastas y pujantes
zonas de la ciudadanía. Sus afinidades con el movimiento
178
ortodoxo, no obstante haber vivido a las greñas, son mayores que sus discrepancias. El riego que fecunda la doctrina
política de ambos fluye de la propia fuente. Su proyección
económica y social es idéntica en el ámbito de las ideas.
Y, en uno y otro, figuran núcleos importantes de todas
clases, grupos y razas que integran la sociedad cubana:
hombres, mujeres y jóvenes en su mayoría laboriosos y
honrados, iguales todos ante la Constitución de 1940 y ante
las exigencias de la patria, que no es, ni puede ser, feudo ni
capellanía de nadie.
No es posible llamarse a engaño respecto a las similitudes
aludidas entre el PRC (A) y el PPC. Basta recordar simplemente que este viene de la misma cuenca. El movimiento
ortodoxo surgió de las entrañas desgarradas del autenticismo bajo el signo del adecentamiento administrativo, con
una perspectiva, una estrategia y una táctica puramente
electorales. Es cierto que el PPC no ha pasado todavía por
la prueba de fuego del poder y continúa siendo una esperanza para muchos; es cierto también que el autenticismo
tiene tras de sí jornadas heroicas y logros fundamentales
que le garantizan la supervivencia, a despecho de los errores, frustraciones y máculas imputables a sus gobiernos.
No es ya, desde luego, un partido revolucionario; lo fue en
superior proporción que otro alguno; pero pudiera tornar a
serlo si el afán de lucha que ya anima a sus huestes –otrora
aguerridas como pocas– adquiere cuerpo y espíritu en su
más alta jerarquía. En eso sí se diferencia radicalmente
del PPC, que nunca lo fue, ni lo es aún, ni parece estar en
camino de serlo.
Pero ni el movimiento ortodoxo ni el PRC (A) poseen títulos
suficientes, en estos momentos, para autoproclamarse monopolizadores de las distintas corrientes de opinión pública
hostiles al régimen. Es evidente que la repulsa popular a
la dictadura es casi unánime; mas también lo es que esa
repulsa no está solo en la ortodoxia o en el autenticismo.
Incluso parte de ella está en otros partidos, o fuera de ellos
con influencia y dimensión singulares. La Federación Estudiantil Universitaria ejemplifica este último extremo.
179
La necesidad de una articulación beligerante de todas las
fuerzas opuestas al régimen, con absoluta preservación de
su independencia política actual y de su libertad de acción
futura, nace imperativamente de la peculiar situación
provocada por el golpe castrense y de la constelación de
factores operantes. Si bien la fragmentación democrática de
la opinión pública es indubitable, lo es asimismo que está
sobrepasada por la unidad profunda de intereses y aspiraciones que liga a todos los sectores de la población frente
a una coyuntura que los afecta en análoga medida. No se
nos ha arrebatado únicamente la Constitución de 1940 y la
libre determinación de la voluntad popular. Se ha perdido
también el estado de derecho, sustentáculo mismo de la confianza colectiva, de la continuidad histórica, de la seguridad
económica y del traspaso pacífico del poder.
Eso lo saben y ya empiezan a sentirlo, al margen de su
filiación política o de su apoliticismo, comerciantes y profesionales, obreros y capitalistas, terratenientes y empleados. El horizonte luce cuajado de sombras y presagios para
todos. La inestabilidad es hoy la nota dominante de la vida
cubana. Encaramos, en suma, una de las crisis más graves
de nuestra historia republicana.
No veo yo cómo podría superarse efectivamente sin la convergencia organizada de todos los interesados en resolverla
sin martingalas ni entreguismos. Las crisis de carácter
nacional demandan soluciones nacionales.
(El Mundo, 28 de junio de 1952)
180
La línea divisoria
No precisa estar dotado de excepcionales antenas para percibir que nos hallamos enfrentados a una crisis que afecta
a la esencia misma de la República. La situación provocada
por la violenta interrupción del ritmo constitucional no es
un problema particular de los ortodoxos o de los auténticos. Es una situación nacional que es necesario encarar y
resolver con una óptica que trascienda el reducido círculo
de los intereses partidaristas. La línea divisoria antes del
10 de marzo delimitaba electoralmente los campos de acción
de la coalición gubernamental y de las fuerzas políticas
que le disputaban el poder. La línea divisoria supera hoy
las diversas concepciones, apetencias, intereses y métodos
que suelen caracterizar a los partidos políticos en épocas
de normalidad institucional.
El sectarismo y la intransigencia, propios de esas circunstancias, han sido ya suplantados, en la conciencia popular,
por un afán de unidad y de pelea que brota de la naturaleza
misma de la situación. De ahí que resulte tan chocante la
actitud de la facción de la dirigencia ortodoxa que se autoproclama intérprete del legado. No quiere ver ni oír lo que todo
el mundo ve y oye. La necesidad inaplazable de presentarle
batalla conjuntamente a la dictadura se fundamenta en el
hecho inexorable de ser esta radicalmente incompatible con
el modo democrático de vida.
La línea divisoria marca nítidamente el ámbito respectivo de los que apoyan esa dictadura y los que se le oponen.
Establecer otro tipo de distingo que no sea ese es hacerle
torpemente el juego a los usufructuarios del poder. Si la
ortodoxia o el autenticismo –para solo referirme a las organizaciones políticas más densas y pujantes– estuvieran
181
en un plano revolucionario, cabría, teórica y factualmente,
la posición excluyente ante los partidos o grupos que no la
compartieran o censuraran. Ni podría adoptarse otra, frente a partidos o grupos de oposición tramitada. Pero en el
plano de la lucha cívica, como el que ortodoxos y auténticos
propugnan, lo que insoslayablemente se impone y el pueblo
desorientado anhela es el entendimiento beligerante sobre
bases comunes al interés nacional y con plena independencia política y libertad de acción futuras de las fuerzas
concurrentes.
La historia política contemporánea enseña que en el
frente único de carácter electoral privan los intereses de
camarillas, los rejuegos de asambleas y las ambiciones
personales. Puro señuelo demagógico es la plataforma doctrinal que propaga. No suele acontecer así, como también lo
enseña la historia de estos tiempos dramáticos, en el frente
único de lucha por un programa de salvación nacional. En
el frente único de esta clase –que nada tiene que ver con
los frentes populares manufacturados en Moscú– se supeditan los intereses de partido a los intereses nacionales.
Los compromisos contraídos cesan en el instante mismo en
que se logra el objetivo. Cada partido mantiene su propia
concepción, estructura y autonomía. Ni se confunden ni se
funden. Andan temporalmente juntos, pero no revueltos. Y,
de violarse las normas establecidas o adulterarse la línea
trazada, siempre sobra tiempo para romperlo o denunciarlo.
Lo que sí es sobremanera peligroso es volar en globo dentro
de una campana neumática. El aislamiento de las masas
populares conduce, fatalmente, al vacío.
Tarea cardinal del frente único es la rigurosa formulación
de las bases comunes de interés nacional; pero mucho más
lo es fijar la manera de viabilizar su consecución mediante
el activo concurso de todos. No concibo cómo pueda llegarse
a eso sin que traben contacto y creen el aparato adecuado
quienes van a asumir la responsabilidad de encabezar la
contienda. Las coincidencias abstractas y los entendimientos
metafísicos no cuentan en política, ni sirven para nada. Sin
un programa concreto, una estrategia definida y una táctica dinámica, el frente único es una entelequia. La acción
182
espontánea siempre se disuelve en humo. Solo fía en ella
la mentalidad política prelógica.
No hay que exprimirse el meollo para dar esta vez en
el clavo. El programa ha sido ya diseñado en sus líneas
generales: Constitución de 1940, código electoral de 1943,
gobierno neutral y elecciones libres. El objetivo estratégico
no puede ser otro que el cabal retorno al régimen democrático. La táctica ha de aplicarse con dialéctica congruencia al
objetivo. Nada de eso guarda relación alguna con “los pactos
sin ideologías y las ideologías sin pactos”. El frente único
a que me refiero es un frente único de combate del, por y
para el pueblo de Cuba y no para ningún partido político.
Es increíble que, a estas alturas, y con la rica experiencia
disponible, se trastruequen u olviden estas sobadas consejas
del refranero político.
De nuevo apelo a José Martí: “Hay que hacer en cada momento
lo que en cada momento es necesario”. El momento actual es
enteramente distinto al momento anterior al 10 de marzo.
No se trata ahora de un alineamiento de partidos con vista
a la conquista y disfrute de los cargos públicos. El problema
es mucho más hondo y complejo. Se trata nada menos que
de contribuir eficazmente a que el pueblo cubano recobre
la soberana determinación de sus destinos. Eso es lo fundamental y previo. Lo demás es paisaje y divisionismo sin
línea divisoria.
(El Mundo, 29 de junio de 1952)
183
Campanas sin badajo
Nada suele darse por añadidura en este pícaro mundo. El
milenario apotegma cobra categoría de axioma en política.
En ella solo mediante la acción se alcanza el objetivo propuesto. Los iracundos profetas de Israel sentaron jurisprudencia sobre la materia en sus flamígeros peregrinajes por
las arenas del desierto.
Hay gente, no obstante, que todavía sigue creyendo en
que el poder puede caerle del cielo, como milagroso maná
en una noche centelleante de luceros. No se precisa apelar a trámite alguno. Sobra con cruzarse cívicamente de
brazos en confiada espera de la bíblica ocurrencia. Sería
para desternillarse de risa si no anduvieran de por medio
el 10 de marzo y los intereses fundamentales de la nación.
Ni siquiera es necesario mencionar al único beneficiario, ni
tampoco al único perjudicado. Están a la vista.
Desde cualquier plano que se la mire, la política es, primariamente, actividad. Es actividad incluso en sus más
subalternas formas de expresión. No se concibe un partido
político –sea constitucionalista, electorero o revolucionario– en mera contemplación del transcurso. Su pasividad
concluiría, inexorablemente, en parálisis. El ámbito en que
la política se desarrolla no es un olimpo, sino un palenque.
La realidad política, histórica por naturaleza, es un constante y contradictorio fluir. Su atmósfera y su subsuelo están
íntimamente relacionados y recíprocamente condicionados.
Misión ineludible del auténtico líder político es ver claro
en el contorno y en el dintorno de la situación concreta que
afronta y proceder en consonancia. Es obvio, de puro sabido, que son los factores operantes y los idearios políticos,
dinámicamente conjugados, los que dictan la norma a seguir
184
en cada momento histórico. En circunstancias normales,
resulta sobremanera fácil orientarse adecuadamente. En las
coyunturas críticas es cuando se ponen a prueba el coraje, la
comprensión, la agilidad y la visión de las dirigencias políticas. No es lo mismo navegar en un lago sereno que en un
mar enfurecido. Brújula, timón y brazo tienen que trabajar
de consuno si se aspira a dominar los elementos.
Los legados espirituales sirven únicamente en la medida
en que influyen en función de presente. Se puede no dar
un solo paso atrás en su defensa sin que ello comporte un
solo paso adelante. El culto ritual estratifica las religiones.
El dogma es la negación de la vida. La política es vida y no
muerte. Los que supieron caer por un ideal siguen siendo
útiles como trincheras y no como altares. Si Rafael Trejo
pudo ser la bandera de lucha de nuestra generación, fue
porque su sangre se proyectó hacia el futuro sin obturarnos
las perspectivas. Nunca nos atuvimos dogmáticamente a
lo que Trejo dijera. Nos atuvimos exclusivamente a lo que
había que hacer para que su generoso sacrificio fuese útil
al pueblo cubano. Su espíritu estuvo siempre presente; pero
la estrategia y la táctica del movimiento revolucionario
contra el machadato brotaron de la entraña sangrante de
la realidad.
Los que andan ahora a las greñas por apetencias excluyentes y pruritos de limpieza, mientras la república anda al
garete en aguas tormentosas, deben mirarse en ese espejo.
El pueblo cubano está ya harto de bizantinismos, intrigas,
simulaciones y estulticias, y demanda urgentemente un
plan de acción efectiva contra la dictadura.
Nunca el verbo florecido en campana neumática ha sido
capaz de liberar a ningún pueblo de la coyunda. Las grandes transformaciones históricas se han efectuado al aire
libre y con concurso activo de las masas. Si se pretende
impeler la situación presente hacia los objetivos declarados, es indispensable darle contenido, cauce y norte a las
palabras. Dicho de otra manera: formular un programa,
fijar una estrategia y adoptar una táctica que conduzcan,
sin menoscabo de los principios, al restablecimiento cabal
del régimen democrático. No es precisamente fulminando
185
excomuniones, adorándose el ombligo y consultando el testamento como podrá reanudarse el trunco proceso iniciado
el 30 de diciembre de 1930.
En horas como esta, urgida de quehaceres, el embullo
de no hacer nada so pretexto de tenerlo todo se paga irremisiblemente ante el pueblo, que no es tonto, ni ciego, ni
sordo; y que está sufriendo en propia carne y oscuramente
–en el glorioso anonimato de los infusorios creadores de
continentes– las arbitrariedades del régimen y la estolidez
de sus pretensos redentores. No quepa duda al respecto. El
pueblo cubano ha madurado demasiado para fiar en pócimas
mágicas o en inercias providenciales. Al cabo, formará filas
con quienes lo dirijan y lleven a la victoria con un sentido
nacional en el enfoque y en la conducta. Son ya muchos los
que poseen nítida conciencia de esto. El panorama de hoy es
radicalmente distinto al panorama de ayer. No estamos en
un estado de derecho, ni ante una democrática convocatoria
a elecciones. Hasta las vísperas del ominoso madrugón, cabían los artilugios y expedientes propios de una contienda
por la conquista y disfrute de los cargos públicos mediante
el sufragio universal. Campanas sin badajo son hoy las
consignas y tácticas de ayer.
El río de la historia jamás se remonta. Lo que pudo ser
y no fue ya no es; pero lo que es siempre deviene. De los
bateleros templados y audaces, duchos en sortear escollos,
represas y remolinos, será, por fuerza, el mañana. Cuando
la democracia se pierde por un acto de violencia, solo se
recobra por la voluntad concertada de todo el pueblo. No
hace falta acudir a experiencias extrañas para verificar la
validez del aserto.
(El Mundo, 10 de julio de 1952)
186
Marca de fábrica
La semana pasada clausuró sus actividades el seminario
auspiciado por la Academia Interamericana de Derecho
Comparado y el Centro Regional de la Unesco. Eminentes
profesores extranjeros y cubanos examinaron el tema de los
derechos humanos –clave profunda de la concepción democrática de la sociedad y el Estado– desde diversos ángulos
y perspectivas. Numerosa fue la concurrencia a los varios
cursos desarrollados. No cabe duda de que se sembró en
surco próvido.
De perlas era la ocasión para determinados enjuiciamientos. No fue, sin embargo, aprovechada a fondo. Ninguno de
los disertantes tuvo el denuedo de referirse a las violaciones
de los derechos individuales y de las libertades públicas que
a diario se cometen en esta porción del planeta, plagada de
dictaduras y tiranías. Pero la mayoría de ellos mantuvo, con
dramático énfasis, la imperativa necesidad de defender esos
derechos y esas libertades donde estuvieran amenazadas o
abolidas. Ni que decir tiene que mentaban la soga en casa
del ahorcado. En ese sentido, el Seminario sobre Derechos
Humanos constituyó, sin proponérselo acaso, una tácita
denuncia y un expreso repudio de la ominosa situación
imperante en Cuba.
Larga y dura ha sido la lucha sostenida por el hombre para
obtener el reconocimiento de sus derechos inalienables e
imprescriptibles. Vastas y hondas revoluciones –jalonadas
de inmortales documentos– le han roturado el camino a esa
terca y noble aspiración. No le van en zaga las ingentes contiendas libradas por el pueblo cubano por la consecución de
parejos objetivos. Bastante cerca anduvimos de alcanzar la
plenitud democrática en los últimos diez años. En ese breve
187
y fecundo interregno –bruscamente interrumpido por el
madrugón de marzo– nuestra vida política se desenvolvió,
por lo pronto, en un estado de derecho dimanado de la voluntad popular. Los derechos individuales y las libertades
públicas tenían efectiva vigencia y descansaban en un régimen objetivo de garantías contra las extralimitaciones y
abusos del poder.
Mero papel mojado es hoy la Declaración de los Derechos
Humanos, suscrita por nuestro país el 10 de diciembre de 1948
en memorable Asamblea General de las Naciones Unidas.
Los estatutos unipersonales del gobierno usurpador reproducen, literalmente, la parte dogmática de la derogada
Constitución de 1940; pero ninguno de los derechos allí
consagrados se respeta ni cumple en la práctica. José Martí
quiso que la ley primera y fundamental de la república fuese
el culto a la dignidad plena del hombre. La única ley que
hoy rige es la arbitrariedad.
Nada ha revelado tan crudamente la verdadera naturaleza
de este estado de cosas como lo ocurrido a Mario Kuchilán.
Su concentrada y urticante sección en Prensa Libre es una
de las más leídas en toda la Isla. Kuchilán no responde a
criterios de partido, ni a resabios de capilla: es un periodista
independiente, atento a los latidos de la conciencia popular.
Era y es adversario del régimen; pero a cara descubierta. No
se le podía callar con recaditos, ni comprar con prebendas.
Entonces se urdió el “paquete” y se le acusó de estar conspirando. De ahí al brutal atentado de que iba a ser objeto
mediaba un reducido trecho.
Ya todo el mundo sabe lo que aconteció mientras las estrellas bostezaban indiferentes en un cielo de vidrio. Mario
Kuchilán fue secuestrado en su propia casa, esposado, vendado y cobardemente agredido en una solitaria carretera.
Pretendían arrancarle a golpes, patadas y amenazas lo que
Kuchilán ignoraba y todo el mundo ignora: el misterioso paradero del profesor universitario y exministro de Educación
doctor Aureliano Sánchez Arango. Concluida la fechoría, los
autores se perdieron furtivamente en las tinieblas propicias
de la impunidad y de la noche. Tirado en la cuneta, amarradas las manos y atados los pies, inconsciente y sangrante
188
dejaban al popular redactor de Babel; pero con el coraje
intacto y la pluma enhiesta.
Se explica la conmoción y la protesta. El hecho, por lo
que significa y augura, es gravísimo. No se trata solo de un
alevoso atentado a la libertad de expresión. Se trata, ante
todo, de una flagrante agresión a la seguridad de la ciudadanía y a la dignidad humana. A todos concierne y afecta por
igual. Ahora es un destacado periodista la víctima; mañana
puede ser un humilde hombre del pueblo. Se empieza así:
la experiencia demuestra cómo se acaba.
Las autoridades han prometido, una vez más, apurar la
investigación hasta las últimas consecuencias y castigar a
los responsables. No precisan, en rigor, esclarecimientos
mayores. Cualquiera podría señalarlos. La marca de fábrica
es inconfundible.
(El Mundo, 20 de agosto de 1952)
189
Pino nuevo
Entre lágrimas, arengas y lirios fue amorosamente arropado en la tierra el cadáver de Rubén Batista. No había
trascendido aún, al morir de cara al sol, los umbrales de la
juventud. El horizonte de su vida estaba todavía limpio de
celajes y se alargaba en los diáfanos confines en un canto
tremante de esperanzas. Balas arteras troncharían el bizarro vuelo de aquel espíritu sencillo, entero y generoso.
“Las universidades –postuló Martí– parecen inútiles; pero
de ellas salen los apóstoles y los héroes”. Rubén Batista
era estudiante. La bicentenaria Universidad de La Habana –honra y prez de la cultura cubana– cuenta ya con
un nuevo nombre en la radiante constelación de sus hijos
caídos por la libertad.
Falso es de todo punto que Rubén Batista fuera, como se
ha propalado dolosamente por algunos, un azuzador de pasiones, un agitador profesional o un bonchista enmascarado.
Igualmente falso que los universitarios saludaran su deceso
con salvas de júbilo por tener ya –monstruosa irreverencia–
el ansiado “muertecito”. Rubén Batista carecía de filiación
política y permanecía al margen de los grupos efectiva o
sedicentemente revolucionarios. Ni siquiera figuraba entre
los estudiantes que pugnan, a cara descubierta, por restituirle a la república la soberana plenitud de sus destinos. La
mayor parte de su tiempo lo invertía en laborar como técnico
de laboratorio en el hospital Calixto García y en estudiar
su carrera. Pero Rubén Batista no era, ni podía ser ajeno,
por joven y por cubano, al drama histórico que protagoniza
su pueblo. Sentía, como propios, sus infortunios, desazones
y afrentas. No mediarían reclamos extraños, ni consignas
sectarias, en su irrefrenable incorporación a la manifestación
190
estudiantil que se dirigió al mausoleo de La Punta el pasado 15 de enero, en demanda de un régimen de libertades
públicas y en son de protesta por la profanación de que
había sido objeto el busto de Julio Antonio Mella. Rubén
Batista marcharía, como tantos otros, por puro imperativo
de conciencia. En búsqueda desesperada de la salud de la
patria, encontró, prematuramente, la majestad póstuma
del héroe. Aquella tarde aciaga nació para la historia. Su
sangre vertida es ya un acto de fe.
Herido de un certero balazo que le afectaría órganos
vitales, la vigorosa juventud de Rubén Batista se debatió,
durante 29 días, en duelo con la muerte. No se escatimarían
recursos de ninguna índole en su asistencia. De excepcional
puede calificarse la atención médica que le fue prestada.
Las autoridades universitarias y los estudiantes querían
vivo y no muerto a Rubén Batista. Sus desolados padres y
hermanos –testigos de la titánica lucha– lo saben y aprecian
mejor que nadie. Su angustiosa vigilia fue entrañablemente
compartida por los amigos y compañeros de Rubén Batista,
y una misma congoja los fundió en la tremenda agonía y al
exhalar el postrer aliento.
Tocole al Consejo Universitario, presidido por el rector,
doctor Clemente Inclán, rendirle la última guardia de honor
a Rubén Batista. Junto al modesto ataúd, cubierto con la
bandera cubana, se alineaban, en fraternal abrazo, los dirigentes de la Federación Estudiantil Universitaria. El ritmo
funeral de los salmodios se entremezclaba con los sollozos
de los familiares estremeciendo las mudas paredes del Aula
Magna. No era la primera vez que yo presenciaba el solemne
y patético espectáculo; pero pocas veces sentí, como esta, el
corazón tan estrujado.
Millares de personas escoltaron el cadáver de Rubén Batista, en iracundo silencio, hasta el reposo rebelde. Las mujeres sobresalían, por su número y denuedo, a lo largo del
compacto desfile. Era aquel el entierro de un joven bueno,
útil y valiente, arrancado a la vida en vísperas de sazón.
No eran “lágrimas pasajeras” ni “himnos de oficio” los que
suscitaba a su paso. De todos los pechos brotaba el llanto
bronco y el clamor viril que solo arrancan –para decirlo con
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José Martí– “los que con la luz de su muerte señalan a la
piedad humana soñolienta el imperio de la abominación y
de la codicia”.
No desaparecen nunca los que ofrendan su vida por un
ideal. Se concretan en símbolos. Acaso en la hora liminar
del tránsito Rubén Batista vislumbró que, con su muerte, le
nacía, en doloroso rebrote, un pino nuevo a los pinos viejos de
las épicas jornadas de antaño. Sobre su juventud sacrificada
se erguirá mañana la posteridad agradecida.
(El Mundo, 17 de febrero de 1953)
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El escéptico bien avenido
No soy de los que ponen en cuarentena las virtudes del
pueblo cubano. Conozco su historia y eso me basta para
mantener perennemente encendida la fe en sus destinos.
Ningún relato más reconfortante y aleccionador que el de sus
sacrificios, abnegaciones y bizarrías. De sus lágrimas, sudores, bravuras y afanes brotó la República. En la entraña del
pueblo cubano fraguaron, a contrapelo de animosas circunstancias, caracteres y conductas que sirven de esplendente
paradigma a las actuales generaciones. Ni José de la Luz y
Caballero, ni Ignacio Agramonte, ni Enrique José Varona,
ni Antonio Maceo, ni José Martí nacieron en Francia. Una
atrasada y oprimida colonia española –anhelosa de luz y
albedrío– fue su cuna. Si no fuera el nuestro un gran pueblo,
no habría florecido su arcilla en esos grandes hombres que
son ya orgullo de América.
Estas reflexiones de sobremesa me vienen a la pluma al
recordar un tenso diálogo de que fui recientemente testigo.
Se ingería el café a buchitos y empezaban a destellar las
brevas cuando se trabó el dialéctico combate. Uno de los
personajes era un oposicionista furibundo. El otro un completo descreído. Ni que añadir tengo que es este último el
que me da pie para la décima.
No se trata, como pudiera maliciosamente presumirse,
de un marcista corroído de súbito por la duda metódica de
Descartes. Ni tampoco de un revolucionario arrepentido, ni
de un ortodoxo frustrado. Se trata, por el contrario, de un
ente aparte y con tienda propia. Ronda ya, sanguíneo y ventripotente, la cautelosa madurez de la cincuentena. Jamás
ha votado. Le repugna profundamente la política. Ni frío ni
calor le produce la crítica situación de la democracia en el
193
mundo y mucho menos la violenta interrupción del ritmo
constitucional, aunque preferiría, desde luego, un régimen
que garantizara sus heredades y sus inversiones. Es hombre de opulenta fortuna y despotrica contra los impuestos,
latrocinios y contrabandos por la tajada que sustraen a sus
negocios. La inseguridad reinante le impide dormir a pierna
suelta.
Sufre de dispepsia nerviosa desde que se inició pendiente
abajo la contracción económica. Inculpa al madrugón de
marzo de la debacle que tenemos encima. Pero considera que
todo es inútil y lo mejor sería emigrar a un país hipotenso,
ordenado y decente. Este es un pueblo perdido… y ya ni los
americanos podrían salvarlo.
Este escéptico bien avenido no es un espécimen nuevo
de la fauna criolla. Familiar fue su pergeño en los saraos de
los capitanes generales. Abundó en plena guerra de independencia. Empujó a don Tomás a solicitar la intervención
extranjera. Se bañó con Tiburón. Fue contertulio del general
Menocal. Se forró a la sombra de Zayas. Pescó petos con Gerardito. Y desde el 12 de agosto de 1933 –cambiando de siglas
a compás de los sucesos– no tuvo otro oficio que “hacerse” a
expensas del prójimo. Nada le importaron nunca los dolores
y esperanzas del pueblo. Ni nunca disparó un chícharo en
beneficio de la nación. El Gobierno no era bueno ni malo por
su estructura, carácter y objetivos: era bueno si acrecía su
patrimonio y malo si lo mermaba. A eso se redujo siempre
su doctrina política de apolítico saciado. Ese escéptico bien
avenido de antaño y hogaño es el típico cubano descastado,
servidor leal de su bolsillo y guabina inveterado.
Gente así solo merece la picota. Su ignorancia, insensibilidad y codicia corren parejas con su desprecio por el pueblo.
Si el gobierno usurpador les diera participación comanditaria en sus rejuegos, o distribuyera entre ellos suculenta
porción de gabelas, primas y garrafones, los escépticos bien
avenidos propondrían gozosos la inmediata restauración de
la monarquía absoluta; pero como el gobierno usurpador
necesita, para cubrir sus ingresos y compensar sus drenajes,
expoliar al contribuyente, el escéptico bien avenido añora
a veces el estado de derecho y repite a solas aquello de “no
194
taxation without representation”. Esa cínica ambivalencia
lo pinta como es por fuera y por dentro.
En Cuba, por fortuna, como en todas partes, lo que más
vale es el pueblo. Siempre está en su sitio y siempre está
presto a lidiar por la libertad y el decoro incluso de los que
pueden vivir, sin recato ni protesta, en la coyunda y en la
ignominia. Pero eso no lo logrará entender –ni en rigor falta
que hace– el escéptico bien avenido. Cuba se salvó ayer y se
salvará hoy porque los cubanos de casta son más numerosos
que los cubanos descastados. Juntos y revueltos estos con
los personeros de la dictadura caben todos, holgadamente, en
la fortaleza de La Cabaña.
(El Mundo, 31 de marzo de 1953)
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REMOLINOS DE LA FANTASÍA
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Papalote sin cuchilla
Cada año común tiene 12 meses, 52 semanas, 365 días,
8 770 horas, 525 600 minutos y 31 533 000 segundos. Este,
que fluye torrentosamente por misterioso y arriscado cauce,
es bisiesto. No es, pues, un año cualquiera. Para Cuba, además, es un año histórico. El próximo 20 de mayo se cumple
el cincuentenario del advenimiento de la República. Parecía
todo indicar que…
No, no iba yo a discurrir sobre tema tan peliagudo en estos
momentos. Hay que ser sensato, cuerdo, prudente, aséptico.
Yo iba a escribir hoy sobre mi hobby.
Se equivocan radicalmente los que consideran el hobby
puro entretenimiento. El hobby es una de las más serias
ocupaciones de esta época borrascosa. No en balde es el
más eficaz antídoto de las preocupaciones. El hobby es una
fuga de uno mismo y una evasión de la realidad. Mi hobby
es empinar papalote con cuchilla.
…Todo parecía indicar que festejaríamos el cincuentenario
de la República teniendo como “ley primera y fundamental
el culto a la dignidad plena del hombre”. No podía ser de
otro modo en una nación que había madurado su conciencia peleando por la libertad. Ya lo advirtió José Martí en
crítica coyuntura: “Un pueblo no se manda como se manda
un campamento”…
Saber empinar papalote con cuchilla es solo dable a los que
han meditado la Biblia en una hamaca. Es, al par, arte y
ciencia, filosofía y política. Yo, a mucha honra, figuro entre
los mejores empinadores del patio.
…No cabe duda de que Martí tenía razón: “Un pueblo no
se manda como se manda un campamento”. Hay que convenir –sangrante el costado izquierdo del pecho– en que estos
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aires tormentosos de cuaresma que soplan de los cuarteles
han desgajado el viejo sueño de tantas generaciones…
Un papalote con cuchilla, atezador y rabo de mosquito es
un espectáculo más bello que una aurora boreal. No sé por
qué lo he comparado alguna vez con una gitana de feria con
cabellera de río.
…Son ya muy pocos los que comulgan con ruedas de molino
y menos los que amarran sus perros con longanizas. Pueden
promulgar o no estatutos. Pueden convocar o no elecciones.
Lo cierto es que no hay constitución, ni democracia, ni república. Ni aun el babalao de Guanabacoa hubiera podido
sospecharlo hace un mes; pero así es. Suerte que todavía
permanecen en pie las estatuas de los próceres…
No habrá constitución, ni democracia, ni república. Pero
aún nos queda el picadillo, las palmas reales, el mambo y
el café carretero. El papalote con cuchilla es una institución respetable. Nació con la independencia y alcanzó su
esplendor en la República. Hay que salvarlo a toda costa.
La ciudadanía debe movilizarse heroicamente para impedir
que se lo lleven en la golilla.
…Siempre lo he dicho en mi cátedra universitaria –hoy
desierta porque los estudiantes ni se rinden ni se venden–.
Ningún habitante de este inefable planeta es tan inconforme
como el cubano. La protesta es su actitud permanente.
Nunca está de acuerdo con nada. Ni siquiera consigo
mismo. Todo le molesta y todo lo critica. Incluso se opone al
disfrute del paraíso en la tierra. Se lo acaban de ofrecer con
bayoneta calada y quijotescamente prefiere el purgatorio
con tribuna…
Esa contradictoria dualidad que caracteriza al cubano
estuvo ayer a punto de llevar mi osamenta a la cárcel.
De sobra es sabido que desde el 10 de marzo de 1952 han
sido suspendidas las garantías constitucionales. No se ha
restablecido, desde luego, el decreto mordaza. Pero está
prohibido hablar en voz alta, patinar en grupo, enamorar
en los parques y jugar a la gallinita ciega. Y, sin percatarme
de eso, reuní a varios amigos y, aprovechando la ventolera,
nos dispusimos a empinar papalotes.
200
Duchos en el fascinante y sutil deporte, nos dimos a la
faena de confeccionarlos a nuestro gusto y capricho. Uno
hizo un primoroso barrilito de franjas azules y blancas con
varillas de cedro. Otro un papalote con flecos: una calavera
con dos tibias cruzadas sobre fondo negro. Yo una bandera
cubana con atezador, tarabilla y rabo de mosquito. Y, para
completar, hilo de cañamazo encerado y cuchillas en profusión.
Ufanos y locuaces, cogimos una ruta 32 y nos apeamos
en un solar yermo, cerca de la playa. La espuma saltaba
rugiente a impulso del brisote. Todos a una elevamos nuestros papalotes y le dimos cordel a pasto, bola tras bola. Era
un espectáculo maravilloso verlos rumbear, zandungueramente, entre las nubes grises. Iban y venían raudos, como
flechas de colores. El barrilito parecía un trapecista de
circo. Sus atrevidas cabriolas suscitaban gritos y aplausos
de una bandada de chicuelos. Solemne, como una amenaza,
la calavera se paseaba con sus tibias en ristre. Pero era mi
bandera cubana la que estremecía el cielo con sus proezas.
Subía, subía, subía. Y, ya sin hilo, quería seguir subiendo
e imponerse a la ventolera. Empezó entonces la guerra. Yo
nunca he vuelto con un papalote a mi casa. O me lo cortan
o lo dejo ir a bolina. Pero esta vez se me metió, entre ceja y
ceja, salvar mi bandera cubana. Inauditas filigranas hicieron mis compañeros para cortarme. Fui yo el victorioso en
la inocente porfía. Y allá arriba quedó solo, desafiando los
vientos de fronda, mi caracoleante papalote de güines.
Pero yo me había olvidado completamente de que en tiempos de carnaval es peligroso disfrazarse de bobo. Y, por eso,
no pude reprimir un gesto de asombro cuando un agente
de la autoridad me disparó a boca de jarro esta advertencia
que me hizo temblar de pies a cabeza:
–Está terminantemente prohibido empinar papalotes con cuchilla. La próxima vez que lo trabe lo conduzco a la estación.
(El Mundo, 26 de marzo de 1952)
201
El alacrán de cobalto
Se está ya poniendo de moda hablar de pelota. El caucho
anda bobo, la carne en estado de sitio, el azúcar amarga,
el candangazo atorado y la hierba creciendo. Pero a lo que
iba. Mi team preferido es el Almendares. Cuando gana, gozo;
cuando pierde, rabio. Se explica. Desde chiquito me picó el
alacrán. Y desde entonces me fajo por los “azules”. Soy, en
suma, un fanático del Almendares.
No debo ocultarlo a fuer de sincero. Este fanatismo me ha
llevado a los mayores absurdos. Una vez estuve cien días a
dieta de boniatillo por haber ganado una apuesta. Otra me
pelé a rape para darle caritate a una pipiola habanista. Quizá todo eso quepa en el capítulo de excentricidades común a
cualquier cristiano. Lo que sí ya colma la medida es haberme
apoderado del box en un juego decisivo del campeonato
de 1920. Miríadas de energúmenos rebosaban las graderías.
Atardecía entre resplandores escarlatas. Última entrada.
Tres hombres en base. Julián Castillo al bate. Ante la expectación de la muchedumbre, le di siete remolinos al brazo
y zumbé una recta de humo que se transformó en jonrón. Ni
que añadir tengo lo que ocurrió. Simplemente aquel día nací.
Pero la hierba sigue creciendo y yo soy más almendarista
que nunca. No tengo empacho alguno en decirlo: la custodia
de mi sueño la he confiado a un alacrán.
Este prodigioso cancerbero no es un alacrán cualquiera.
Inútil indagar su pedigrí en la clasificación de Linneo. Es un
alacrán de cobalto. Atuendo rosado y ponzoña aleve. Se lo pedí
a Gaspar y me lo trajo Melchor. Es una verdadera joya en su
clase. No solo sabe leer correctamente y escribir sin faltas
de ortografía. Es también políglota y filatélico. Baila mambo
y es civilista. Su pelota es la Constitución de 1940 y su
202
drenaje biliar el consejo consultivo. El 20 de mayo estuvo en el
grandioso mitin de la FEU. Y poco faltó para que se clavara
el aguijón al escuchar las vibrantes parrafadas de Jorge Mañach.
Es, sin duda, un alacrán estrafalario. No exagero, como
podrá verificarse enseguida. De súbito me desperté ayer
azorado. El alacrán de cobalto corría por toda la habitación
como un poseído. Se puso de repente el monóculo e ingirió
una aspirina. Del jardín ascendían rumores y fragancias.
El alacrán de cobalto se asomó anhelante a la ventana. Resoplaba y rugía. Su aguijón semejaba una lanza de fuego.
No podía ser de otro modo. Sobre el cielo ya desteñido por la
aurora emboscada, pelotones de luceros jugaban a los dados.
Un gallo cantó su primer salto de trapecio añorando una
gallina “silvana mangano”. Sonó el teléfono. El alacrán de
cobalto lo rompió enfurecido. Y emprendió otra vez una loca
carrera. Envuelto majestuosamente en un ropón morado y
la cabeza tocada con un gorro frigio, yo espiaba los desconcertantes movimientos del alacrán de cobalto.
No, no podré olvidar jamás este singular episodio. Recuerdo
que esa propia noche había estado yo hasta las 12 bebiendo
agua con panales a la vera de una flor seca, desflecada y
sonora. Quería que yo le pintara el Guernica de Picasso en
un pétalo marchito. Pero me resistí como un espartano.
Abomino de las indiscreciones.
La situación se tornó estatutaria cuando el alacrán de
cobalto se metió en la cocina y calentó café en el horno
eléctrico. Brotaron luces de bengala y cometas de colores.
Las estrellas, despavoridas, se dieron a la fuga en aviones
de propulsión a chorro. El sol empezó a limpiarse los rayos
con pasta de azufre, desayunó con candela, se encasquetó
enseguida su manto de luz y lo desplegó jubilosamente. Las
rosas y los claveles cuchicheaban estremecidos por el aire
fino del alba. No pude más y caí rendido sobre la almohada.
Y, mientras la hierba seguía creciendo, el alacrán de cobalto
arrulló mi sueño tocando en un violín sin cuerdas la Sinfonía
heroica de Beethoven.
(El Mundo, 24 de mayo de 1952)
203
El papiro premiado
De algún tiempo a esta parte me ha dado la ventolera por
la egiptología. No se trata, como pudiera creerse, de una
ciencia de apolillados blasones y venerables atuendos. La
egiptología es un lozano, instructivo y fascinante pasatiempo. Rivaliza con la pesca, la canasta y el mambo. Ni que
agregar tengo que, puesto a escoger, optaría siempre, sin
vacilaciones, por la egiptología. No hay nada comparable,
en efecto, a descifrar jeroglíficos en una cueva refrigerada,
con el auxilio de un ciclotrón y de una lámpara fluorescente.
Es una diversión críptica y piramidal. Baste decir que la
egiptología era el hobby de Napoleón Bonaparte.
¿Ha oído usted hablar alguna vez, por ventura, de los siniestros conjuros del picapedrero Zazám? ¿Y de las orgías
fabulosas de Deda, el sumo cherheb, perínclito domador de
hormigas y médico impar de camellos? ¿Y del parto séxtuple de la princesa Lonatina, desposada milagrosamente en
sueño con un león de Numidia? ¿Y de Pepi I, el hechizado
monarca de Tebas, cocinero insustituible en las cumbanchas
de duendes y aparecidos?
Justamente anoche acabo de desentrañar un papiro que
resultó premiado. Ocurrió cuanto sigue en el siglo xii antes
de Cristo y tuvo por teatro a Menfis, resplandeciente capital
del imperio. El Nilo estaba crecido, el desierto enyerbado y
reinaba el faraón Psamético, en su juventud uno de los más
aguerridos líderes de la dinastía XXX. El pueblo se disponía, por primera vez, a elegir, mediante sufragio directo,
a los visires y papilones. Pero dos meses antes de la fecha
–coincidiendo con el celo de Ibis, el plenilunio de estío y el
florecer de los nenúfares– el faraón comenzó a alarmarse
por los presagios de Marte y los recados de Ochún. Algo
204
extraño, evidentemente, se tramaba en la sombra. El sacerdote Ment-Mose despejaría la dramática incógnita en la
tenida de magos y escribas, efectuada en recóndito oasis a
propuesta del preocupado monarca: el simún estaba a las
puertas y era indispensable adoptar las medidas de rigor
en tamañas contingencias. No hubo tiempo para nada. Los
secuaces de Sanschkar y un escogido grupo de tutanmanganos se apoderarían alevosamente del palacio real, de los
templos y de las ciudadelas en asalto digno de sir Francis
Drake. El faraón destronado y sus inmediatos colaboradores
fueron aprehendidos y embarcados en veloz trirreme rumbo
a Nubia. Los ortokukos –poderoso movimiento de oposición
civil a Psamético– se concretaron a indignarse pasivamente
por el pródigo espejismo que se desvanecía. La protesta
quedó solo en pie –multirresonante y bizarra– en el sitiado
torreón de Kamachún. Se derogó la democrática tabla de
Kufú y se promulgó un código autoritario concebido y redactado –entre broncíneos tañidos y danzas beligerantes–
por los cortesanos Kjamú, Ramsullo y Tutándalekevoi. La
efemérides es ya histórica en los anales de la egiptología:
el 10 de mechir.
El papiro relata a seguidas, con patético trémolo, las
dificultades, zozobras, angustias, vicisitudes, chiflidos y
rebeldías subsiguientes al 10 de mechir; pero lo más interesante es, sin duda, la vívida y plebeya descripción que hace
el propio Sanschkar de la conjura triunfante, en confesión
pública a sus fieles a la sombra risueña de la Esfinge. Era
falso, absolutamente falso, lo que habían publicado hasta
entonces los diarios cuneiformes de Menfis sobre el origen,
desarrollo y objetivo del nilotazo. Sanschkar alumbraría
cenitalmente las raíces y móviles del tenebroso proceso y
asumiría la plena responsabilidad de haber hecho astillas
la tabla de Kufú a espaldas del pueblo.
Se restablecían –para la posteridad– los fueros de la
verdad histórica, mezquinamente mixtificada por algunos
aprovechados pescadores de albañal. Había sido Sanschkar,
solo Sanschkar, el artífice, organizador y ejecutor del nocturnal chenobuskión. Salvo algunos –el anciano Sawyet,
el obeso Minriri, el audaz Kachirukul, el nervioso Eunís, el
205
fuchístico Gilbronka–, los demás contribuyeron a secas a su
imperativa voz de mando. Eran pura comparsa de fellahs
en una tragedia pastoril de Amán Ru Hed. Los tres más
furibundos propugnantes de la flecha de piedra se quedaron
parqueados en sus tiendas, esperando órdenes para lanzarse heroicamente Nilo arriba en sendos quinquirremes.
La hora cero sorprendería al derviche Kamajan durmiendo
beatíficamente bajo fragante datilero. Sanschkar era el
jefe, el faraón, el arúspice, el sebackhotep, y, como tal, se
guardaba el imperio en el bolsillo y le leía el testamento
a los discrepantes e inconformes. La disyuntiva quedaba
hirsutamente planteada: o el sometikaras o la karcelrekis.
–Yo –terminaría soberbiamente Sanschkar su reveladora
perorata– soy yo; y yo es más que tú; y entre tú y yo no cabe
más que yo y sobras tú. ¡Askaus! ¡Askaus!…
Pero de súbito acontecería lo inesperado. Una voz misteriosa y potente, cargada de milenarios augurios, silenciaría
los aplausos y demudaría a Sanschkar:
–Te equivocas sebakhotep. La tabla de Kufú está viva y
alienta en el corazón del pueblo. Te trajo el simún y el simún
te llevará. Las estrellas mienten. ¡Y ya Isis se ha despojado
del velo, Apis recobra insólitamente sus extintos vigores y
Osiris esmerila su alfanje de luz!
Aquí, precisamente, concluye el papiro premiado. Quien
abrigue reservas sobre la fidelidad de mi transcripción, puede verificarla por cuenta propia, si es capaz de dedicarse a
la egiptología con el frenético impulso de un poseso. Al cabo,
cogerá bajito el mango maduro de la profecía al revés.
(El Mundo, 15 de julio de 1952)
206
Ida y vuelta en platillo
Estuve el domingo en el refrigerado techo del mundo. No le
exijo a nadie que lo crea. Arribé a Lahsa al amanecer, recorrí
sus serpeantes callejuelas, desfloré el secreto de sus monasterios, nadé en las turbias ondas del Tsang-po, almorcé en
la corte de Tashi Lampa, dormí la siesta en un pico nevado
y departí con el Dalai Lama sobre la cañona codificada, el
globo de Cantoya, el ropero escolar y el partido tricolor.
Cuando empezaban a irradiar las estrellas ya estaba yo de
vuelta cantando bajo la ducha el sunsún dam baé. Fue un
maravilloso periplo de 20 000 leguas a la redonda. Baste
decir que Lahsa es la prohibida capital del Tibet.
Aconteció todo como por arte de magia. Estaba yo sentado
en mi jardín dándole carretel al papalote de la cavilación.
Meditaba hacía rato en el lecho y el derecho, tema que me
obsesiona desde que lo cogieron arbitrariamente por su
cuenta los juristas de campamento. Abrigo el propósito de
escribir un tratado sobre tan intrincada y dúctil materia,
con notas, índice onomástico y fotografías.
Clara y tibia era la noche. Sutil la fragancia de los jazmines y
remansado el silencio. Ya había estremecido levemente la azul
transparencia del aire el difuminado eco del cañonazo de las
nueve. Enjambres de cocuyos reverberaban en la espesa fronda
aledaña. Pero no tardarían en apagar, azorados, sus eléctricas
linternas. Cegadores chorros de luz comenzaron súbitamente
a escrutar el espacio. Aullaron de miedo los perros y huyeron
despavoridos los gatos. Un heladero pasó al trote con el terror
danzando en la campanilla. Millones de mosquitos se agazaparon en los cenagosos recovecos de las furnias. Indiferente,
una pila seca seguía hilando sus sueños de agua.
De pronto, un extraño zumbido comenzó a percibirse,
tornándose rápidamente en escalofriante estruendo. Se
207
hicieron más inquisitivos los chorros de luz. No, no se trataba
esta vez de uno de esos alados paquetes que se fabrican
en Cuba a pleno día y vienen de Guatemala al amparo de
las tinieblas. Esta vez era cierto y visible el rollo que caía
vertiginosamente del cielo. Algo, en verdad, que erizó mi
ya parva cabellera, otrora revuelta y airosa como un río
despeñado. Era como una bola de fuego que se precipitaba
sobre la tierra, amenazando incendiarla. Era eso, y, antes de
que pudiera yo pensarlo, ya había aterrizado en mi jardín.
Semejaba por fuera un gigantesco artefacto culinario de
reluciente metal.
Un ser estrafalario, de estatura inverosímil, un ojo en
la frente, nariz yuxtapuesta, orejas de amianto, boca sin
labios y forrado de uranio se deslizó de lo alto y cayó a mis
plantas, dándome las buenas noches en castizo español. Ni
que añadir tengo que me quedé mudo de espanto.
Advertí, avergonzado, que aquel hombrecillo se sonreía
irónicamente de mi pavura, y me dispuse, en espartano
arranque, a sobreponerme. Ni tiempo tuve de intentarlo.
Se trepó ágilmente a mi corbata y lanzome a la cara lo que
transcribo a seguidas:
–¿Atemorizado usted por mi presencia? ¿Pero es que
alguien puede todavía asustarse después de lo ocurrido
el 10 de marzo? ¡Que no se diga, mi compa!
Yo atinaba únicamente a enjugarme el frío y copioso sudor.
–¿Mucho calor? –inquirió con aleve retintín en el tono.
–Sí –repliqué con voz trémula–, demasiado, demasiado.
Esto está que arde.
Sonrió esta vez con urticante indulgencia y dijo:
–Veo que necesita usted respirar aire puro. Lo invito a
dar un paseo en mi platillo volador.
–¡Un paseo en platillo volador! ¿Pero a dónde? –respondí
ya más dueño de mí.
–A cualquier parte. ¿No le gustaría darse un brinquito
hasta Marte?
–No, no… A Marte no… Mire…
–Comprendo. Debí suponerlo. Tiene usted razón. También
aquí parecen sobrar ya los marcianos. Entonces vámonos
al Tibet.
208
–¿Al Tibet? ¡Si eso está más lejos que las quimbambas!
–No exagere, cubensis. El Tibet está en la otra esquina.
Saldremos en la madrugada y volveremos mañana al atardecer. Ahora tiraré un sedazo. Pero tráigame antes congrí,
tasajo, guacamole y café carretero. Estoy harto ya de las
gelatinas a propulsión y de los filetes plásticos…
Consulté mi alacrán de cobalto y me apresté heroicamente
a la aventura. Después de todo, bien valía la pena afrontar
los riesgos que pudieran correrse.
A la señal convenida me arrellané en el poliédrico bar
del platillo y pusimos rumbo al misterioso país que linda
con la mugre y con el cielo. El diminuto piloto –verdadero
Pulgarcito de la era atómica– oprimió un botón y el platillo
volador se trocó en cohete lumínico. En un santiamén perdimos de vista la tierra. A las dos horas de sereno surcar el
vacío a una altura fabulosa –a punto estuvimos de rozarle
un cuerno a la luna–, iniciamos el descenso suavemente,
bajando a 30 000 pies. El paisaje embrujado de la India se
evaporó en la distancia. Rondábamos ya la inaccesible región
de Sikkin. La lechosa claridad del alba se difundía sobre un
imponente anfiteatro de cordilleras. Montañas escarpadas,
mesetas pulidas, lagos inertes y valles yertos desfilaban ante
mi asombrada pupila. El Himalaya resplandecía a lo lejos.
Aquello parecía una naturaleza muerta proyectada en una
descomunal pantalla convexa.
Entre graznidos de águilas, rezongos de bueyes y rezos
ininteligibles aterrizamos en el rústico aeropuerto de Lahsa.
Centenares de barbudos y apergaminados pastores rodearon
jubilosos el platillo volador. Indescriptible fue mi sorpresa
cuando el hombrecillo saludó a la turba gesticulante en
su propia lengua. Una anciana valetudinaria –debía ser
contemporánea de Buda– lo cargó en triunfo y lo cubrió de
besos.
El resto fue prodigioso; pero me lo callo. Si yo refiriese
cuanto vi, oí y toqué en el Tibet algún enemigo mío demandaría seguramente mi reclusión en Mazorra. Lo importante es
que allí estuve el domingo y desde el domingo estoy aquí.
(El Mundo, 16 de agosto de 1952)
209
Criptograma
No cabe negarlo. Desde que me enzurricé los pantalones
largos he gozado fama de epulón. Es cierto que gusto excesivamente de las orquídeas fritas y de los mapamundis
sancochados. Si por ello se quiere calificar mi paladar de
estrambótico, lo acepto sin acritudes. Pero rechazo, enérgicamente, por aleve, la imputación de epulón.
Se trata, a todas luces, de un malévolo sambenito, y, por
eso, cada vez que alguien me lo endilga me envisco espantosamente, al punto de proliferar jelengues y bochinches.
No es que yo sea propenso, por ciclotimia alternante, a los
eretismos caniculares, como supone un obtuso colega. La
cosa es más simple. Cuando la injusticia me hiere se apodera
de mí la bronquitis y galopa en zafarrancho mi escuerza armadura. Es como si me atravesaran el noumeno con afilado
espetón. Ganas he tenido, a veces, de espurrear al bellaco
y estridularle la osamenta.
Pero vale la pena referir lo que hoy me aconteció. Salí muy
temprano a ordeñar mis cabras bajo un cielo estelífero y con
la fanfurriña espiritada. Necesitaba fardar las bujetas de la
despensa; mas no para mí, que fayanca me tiene, sino para
una zagala bruna que se pasa el día soñando románticamente
con un fiacre lila tirado por un avestruz parlante. Ingenuidad
florecida de mieles en un prado de gardenias tostadas.
Solo, y lleno de soledades acústicas, iba yo enrollando
nostalgias entre sementeras y pedregales. Mugían las
vacas en la dehesa y mi pituitaria se encaracolaba por
los excitantes vahos del fimo recién expelido. Un pájaro
azul –el mismo que tejiera su nido en el lírico alero de
Maurice Maeterlink– desgranó melancólicamente la tierna
mazorca de una melodía flébil, como plateado suspiro de
luna. Ya empezaban a desperezarse, majestuosamente, los
210
abanicos de las palmeras. Las copudas ceibas se recogían la
revuelta, bruñida y fragante cabellera al gélido airecillo de
la alborada. Sobre los surcos grávidos los bueyes babeaban
su incapacidad de amar. Un arroyuelo cercano, oculto a mi
vista por espesa borusca, fluía con ritmo formicante y rumor
de trémula cristalería. Sombras extrañas se recortaban, a
menudo, en el plástico frangollo del paisaje.
Pero ya se fugaban las escolopendras y mis cabras no
aparecían. Caminé un buen trecho llamándolas por su nombre. Ni el eco se dio por enterado de mi barullo. Y fue aquí,
precisamente, donde la mula tumbó a Jenaro. De súbito, y
en una arboleda cuajada de mangos en otoñal opulencia,
resbalé estrepitosamente y el futraque se me enlodó de
punta a punta. Había caído en un barrizal que parecía
hecho de propósito por los galofates de la zona. Siempre he
sido un galocho y nunca me ha tentado la gallofa. Esta vez,
sin embargo, tuve que darme por vencido. Aquello era, sin
duda, obra aviesa de garullos, con su urticante granito de
discacidad.
Comprendí enseguida. Se me había tendido una trampa
para impedirme que ordeñara mis cabras. No tuve tiempo
de apercibirme. Sobre mí cayeron los galafates formando
tremenda gazapera, alzáronme en vilo y a fuerza de tentetieso quedé lastimosamente descrismado. No podré olvidar
nunca los mamporrazos del macamboche.
Mi destino se estaba cumpliendo. Escribo esto en la gayola
al parpadeante fulgor de una vela. Nada sé de mis cabras.
Nada de la zagala bruna. Estoy a merced de los gurruminos y a dieta de soga embreada cocida con sebo y postre de
boniatillo.
Falso, absolutamente falso, que yo sea un epulón. Tampoco
soy un ignavo. Ni, mucho menos, un ignoto. Soy, sencillamente, un criptógrafo sobreviviente de los idílicos tiempos
del Arcipreste de Hita. Eso sí: presto a girovagar por el
Malecón en deslumbrante jerapellina.
Mi manejadora fue la negra Eusebia, mi filósofo predilecto
es Sócrates y mi divisa la traje de Roma: Primum libertas,
deinde manducatoria.
(El Mundo, 31 de agosto de 1952)
211
212
PROA AL VIENTO
213
214
La revolución universitaria de 1923
Treinta y tres años hizo ahora que la juventud argentina se
lanzó a la revuelta tremolando el estandarte de la reforma
universitaria. Ya la historia ha esculpido la fecha en resplandeciente bajorrelieve. Ese día –10 de marzo de 1918– irrumpió
en el palenque la nueva generación hispanoamericana,
animada del nuevo espíritu que anuncia el advenimiento de
los tiempos nuevos. No de otro modo caracterizan el suceso
José Ingenieros, Alejandro Korn, José Carlos Mariátegui,
Víctor Raúl Haya de la Torre, Deodoro Roca, Gabriel del
Mazo y Julio Antonio Mella. “La reforma universitaria
–afirma Julio Vicente González– acusa el aparecer de una
nueva generación que llega desvinculada de la anterior,
que trae sensibilidad distinta, ideales propios y una misión
diversa para cumplir”.1 La nueva generación hispanoamericana era la romántica, combativa y mesiánica generación
magistralmente evocada por Germán Arciniegas en El
estudiante de la mesa redonda. No se conformó solo con reformar la Universidad: quiso reformar también la sociedad
y el Estado y se creyó heraldo de una América nueva y de
un mundo mejor. Se la vio pasar, “descompuesto el ademán,
ronco el grito, inflamada, heroica, magnífica, por la calle
amarga de los sacrificios”,2 en pos del “alba encantada” de
Romain Rolland y del “resplandor en el abismo” de Henri
Barbusse. Era la generación de la frente altiva, la mirada
diáfana y el pensamiento puro. Aún el eco repite el generoso
clamor de su corazón enhiesto: “Si en nombre del orden se
1
La reforma universitaria, t. I, Buenos Aires, 1925.
Deodoro Roca: La nueva generación americana. Discurso de
clausura del Congreso de Estudiantes efectuado en Córdoba en
julio de 1918.
2
215
nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos
bien alto el derecho sagrado a la insurrección. El sacrificio
es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las
juventudes americanas nuestra única recompensa, pues
sabemos que nuestras verdades lo son –y dolorosas– de
todo el continente”.
No fue casual incidencia el teatro de origen de la reforma
universitaria. La vigorosa arremetida brotaría, como una
llamarada, de los musgosos claustros de la Universidad de
Córdoba, en radical discordancia, por su obsoleta estructura
y anacrónico espíritu, con el ritmo de los tiempos. Semanas
antes había festejado, con medievales pompas y rancias
peroratas, el tricentenario de su fundación. “Hombres de
una república libre –declaraba dramáticamente la mocedad
cordobesa en el manifiesto auroral de la reforma– acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo xx, nos
ataba a la antigua dominación monárquica y monástica.
Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que
tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el
país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no
equivocarnos. Las resonancias del corazón nos lo advierten:
estamos pisando sobre una revolución. Estamos viviendo
una hora americana”.3 “Las universidades han sido hasta
aquí –concluía el arrogante pronunciamiento– el refugio
secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la
hospitalización segura de los inválidos de la inteligencia
y –lo que es peor aún– el lugar en donde todas las formas
de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las
dictara. Las universidades han llegado a ser así fiel reflejo
de estas sociedades decadentes, que se empeñaron en ofrecer
el triste espectáculo de una inmovilidad senil”.4
La reforma universitaria, t. I, Buenos Aires, 1941. Compilación
y notas de Gabriel del Mazo.
3
4
Ob. cit.
216
El grito de Córdoba resonaría por todo el país convocando
a la juventud argentina a la lucha por la reforma universitaria. No tardaron en incorporarse a la briosa insurgencia las
juventudes del continente. Como obedeciendo a un mismo
resorte, los estudiantes de nuestra América se sublevaron
contra el régimen universitario imperante, las dictaduras,
el caudillaje, la corrupción administrativa, los desniveles
sociales, la discriminación racial y la dominación económica
extranjera. Los godos y pitiyanquis de Lima, Cuzco, Trujillo,
Santiago de Chile, Montevideo, Bogotá, Medellín, Caracas,
La Paz, Quito, Guayaquil, Asunción, Panamá, México y La
Habana contemplarían, confundidos y sobresaltados, la insurrección de la juventud. Episodios y contingencias de la
más varia índole le infundían peculiar fisonomía al proceso.
Numerosos y graves fueron los conflictos con la policía. En
muchos sitios los estudiantes son perseguidos, encarcelados,
desterrados y ametrallados en las calles, rubricando con su
sangre la pureza del propósito. La crónica de esa formidable
rebelión –aún por escribir– es digna de un poema épico.
Pocas veces la cuerda del heroísmo alcanzó tan vibrante
tañido y la abnegación temperatura tan alta.
Los documentos compilados por Gabriel del Mazo en su
monumental obra La reforma universitaria suministran
“una serie de testimonios fehacientes de la unidad espiritual
del movimiento”.5 Nacida en una época de tránsito social,
la reforma universitaria traía el lenguaje empenachado y
el impreciso pergeño, propios de su genealogía social y de
una coyuntura histórica en que las más delirantes esperanzas y las más dispares corrientes ideológicas se fundían
en tumultuosa marejada. “El concepto difuso y urgente de
que el mundo entraba en un ciclo nuevo –observa Mariátegui– despertaba en los jóvenes la ambición de cumplir una
función heroica y de realizar una obra histórica. Y, como
es natural, en la constatación de todos los vicios y fallas
del régimen económico-social vigente, la voluntad y el
anhelo de renovación encontraban poderosos estímulos. La
José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana, Lima, 1928.
5
217
crisis mundial invitaba a los pueblos latinoamericanos, con
insólito apremio, a revisar y resolver sus problemas con una
intensidad y un apasionamiento que las anteriores generaciones no habían conocido. Y mientras la actitud de las
pasadas generaciones, como correspondía al ritmo de su época, había sido evolucionista –a veces con un evolucionismo
completamente pasivo–, la actitud de la nueva generación
era espontáneamente revolucionaria”.6
Si bien es cierto que “la ideología del movimiento estudiantil careció al principio de homogeneidad y autonomía”,7 podía
ya advertirse en ella, sin embargo, un propósito dominante,
nítidamente perfilado, que ha sido, en todo momento, por
encima de características locales, el denominador común
que ha hecho de la reforma universitaria un movimiento
único: una sublevación abierta de la calle al aula contra un
sistema docente que, enraizado en sobrevivencias feudales
–derecho divino del profesorado, logomaquia, dogmatismo–,
había devenido instrumento de dominación y garantía del
privilegio, abriéndose así entre la Universidad y el pueblo
un abismo insalvable.
Comunes por sus factores determinantes, comunes fueron
también los postulados de los movimientos reformistas:
autonomía universitaria, intervención de los estudiantes en
el gobierno de la Universidad, sustitución del método verbalista por el método científico, establecimiento de seminarios,
gratuidad de la enseñanza, exclaustración de la cultura y
docencia libre. Pero donde quiera que esos movimientos se
manifestaron con una límpida percepción de sus fines, la
reforma universitaria no agotó su contenido ni su alcance en
la transformación docente, académica y administrativa de la
Universidad. Fue siempre mucho más lejos. Aspiró a forjar
una nueva conciencia moral, a subvertir la ominosa realidad
política, económica y social de nuestros pueblos y a unificar,
bajo sus banderas, a la juventud hispanoamericana. De ahí
su batalla contra las dictaduras, su acento antimperialista, su
vinculación al movimiento obrero, su solidaridad con los
6
Ob. cit.
7
Ob. cit.
218
pueblos oprimidos, su apelación a la justicia social y su
reclamo de una democracia efectiva.
La reforma universitaria expresa, en pareja medida, la
crisis de la economía semicolonial dominante en nuestra
América y la crisis de la Universidad que ha generado y
sustenta. En eso estriba, precisamente, su profunda significación histórica.
No es fácil, en verdad, reconstruir el proceso de la reforma
universitaria en Cuba. La mayor parte de sus proclamas
y documentos se han perdido o yacen sepultados en las
colecciones de los periódicos. Los mismos conductores del
movimiento han sido sobremanera parcos en sus interpretaciones y relatos. Su aporte teórico a la copiosa bibliografía
hispanoamericana sobre el tema de la reforma universitaria
apenas daría para formar un escueto volumen. Pero algunos
folletos, y casi la totalidad de las revistas y de las actas del
Primer Congreso Nacional de Estudiantes, por fortuna,
se han salvado.8 He consultado todo el material accesible
para componer esta apasionada reseña. Menguado de mí
si fuera capaz de referir gélidamente lo que es aún carne
viva en el recuerdo y forma parte de la propia experiencia.
Al cabo, si algún valor tienen estas líneas es, únicamente,
por constituir un testimonio.
Estudiaba yo tercer año de bachillerato cuando la rebelión
estudiantil inflamó la colina universitaria, proyectando
sus resplandores sobre la ciudad amodorrada. Las
chispas del incendio se filtrarían rápidamente en todos
los planteles tocando a rebato en el corazón de los jóvenes.
No constituyeron excepción los colegios religiosos. Los
silenciosos y apacibles corredores del Colegio Champagnat
–donde yo estudiaba– se vieron súbitamente estremecidos
Los genuinos órganos de expresión del movimiento de reforma
universitaria fueron las revistas Alma Máter y Juventud, fundadas y dirigidas ambas por Julio Antonio Mella. Su tono levantado,
su crítica constructiva, su independencia de criterio y su calidad
intelectual indican el grado de madurez de la juventud de la época.
Frecuentaron sus páginas Enrique José Varona, Víctor Raúl Haya
de la Torre, José Ingenieros, Julio Vicente González, Alfredo L.
Palacios, Emilio Frugoni y León Duguit.
8
219
por renovadas manifestaciones de simpatía y solidaridad. La
revolución universitaria –como se le había bautizado– era el
tema diario en las aulas y durante el recreo. Algunos “hermanos”
participaban en nuestros debates, tomando partido en favor de
“la causa”; pero ninguno se mostraba tan entusiasta y decidido
como el “hermano” Alejo. Parecía un reformista con sotana.
No pude yo resistir el íntimo impulso que me empujaba
al escenario de los sucesos y un día decidí futivarme. Dos
amigos me acompañaron en la emocionante aventura. Una
enfebrecida multitud desbordaba el Patio de los Laureles
aquella luminosa mañana. En el instante mismo en que
habíamos logrado situarnos cerca de la tribuna, la ocupó un
orador de verbo tempestuoso, apostura varonil y ademán
desafiante. Era Julio Antonio Mella. Su largo discurso –que
oímos con el corazón a galope y la mirada húmeda– fue un
fulgente despliegue de irritadas metáforas y de levantiscas
incitaciones. Mella concluyó, entre aplausos y vítores, haciendo un cálido llamamiento a la juventud para proseguir,
“pasara lo que pasara, costase lo que costase”, la lucha
emprendida por la reforma de la Universidad y la transformación de la República.
Aquella arenga abría, sin duda, un nuevo capítulo de la
vida cubana. La primera hornada de nuestra generación,
violentamente sacudida por las revoluciones de la postguerra, el despertar de los pueblos hispanoamericanos
y la dramática situación de Cuba, afirmaba su decidida
voluntad de derribar los “ídolos del foro” y de “trasmutar
todos los valores”. Su símbolo no era Ariel. Su símbolo era
el Ángel Rebelde. Aquella hornada de nuestra generación
no solo pretendía dotar a la república de una universidad
a tono con el “nuevo espíritu” y con el progreso científico;
aspiraba, además, a darle a la nación la perspectiva política,
económica, social y espiritual que demandaban los tiempos.
A partir de ese instante, la problemática cubana quedó
planteada en términos antagónicos al tradicional fulanismo
de moderados, liberales, conservadores y populares. Y comienza, con la vaguedad e inmadurez típicas de un pueblo
sin economía propia, reducido socialmente a la servidumbre,
sin educación política y espiritualmente desorientado, la
220
pugna –todavía inconclusa– por la transformación de la
estructura colonial de la república, que asumirá carácter
inconfundible y singular estilo en el plano de las ideas, los
objetivos y los métodos.
La reforma universitaria se inició en Cuba en las postrimerías del vacilante y corrompido gobierno de Alfredo Zayas.
Enrique José Varona había intentado, como secretario de
Instrucción Pública del gobierno interventor, adaptar la
Universidad de La Habana al espíritu republicano y a las
corrientes de la época. Ni que decir tengo que su plan de
reforma de la enseñanza superior resulta ya, en buena medida, superado. No en balde ha transcurrido medio siglo y
el mundo se encuentra de nuevo ante un cruce de caminos.
Pero no es menos cierto, sin embargo, que originariamente
el Plan Varona respondía, y aun en parte responde, a las
exigencias y necesidades de nuestro desarrollo económico
y a la concepción prevaleciente de la Universidad como la
más alta forma de expresión de la conciencia nacional y
como órgano generador de la cultura con fines de utilidad
social. Incluso puede afirmarse categóricamente que los
postulados céntricos de la reforma universitaria están ya
anticipados en su pensamiento. Conviene, pues, precisarlo. La honda crisis que arrostraba la Universidad de La
Habana en 1922 era producto, en el plano académico, de la
total adulteración de la reforma efectuada por Enrique José
Varona, del estancamiento de su vida cultural subsiguiente
al rectorado de Leopoldo Berriel, de los amañados métodos
de adjudicar las cátedras y de la absoluta desaprensión de
los poderes públicos.
No se diferenciaba mucho la situación de la Universidad
de La Habana en octubre de 1922 de la situación de la
Universidad de Córdoba en marzo de 1918. Salvando las
peculiaridades, en rigor era idéntica. Vientos de fronda
azotarían prontamente sus vetustas galerías y sus aulas
patinadas. El curso de 1921 se había caracterizado por su
convulsivo desarrollo. Los vicios, desajustes y rémoras que
lastraban la vida universitaria eran ya demasiado visibles
y chocantes para que pudiesen pasarse por alto. Cundía la
inconformidad y la protesta cuando arribó a La Habana José
221
Arce, primer rector reformista9 de la Universidad de Buenos Aires y jefe de la delegación argentina al VI Congreso
Médico Latinoamericano.
Se ha dicho, más de una vez, que José Arce fue el promotor
de la reforma universitaria en Cuba. Asaz exagerada me parece la apreciación. Su papel fue más bien el del fulminante.
A no haber existido una propicia constelación de factores
y un estado de espíritu revolucionario en la juventud, su
paso por la Universidad hubiera simplemente originado una
combustión momentánea. Arce sembró en tierra feraz. El
verdadero agente de la reforma universitaria en Cuba fue
Evelio Rodríguez Lendián. No me mueve afán alguno de
mermar interesadamente la influencia de Arce. Me limito
a situar las cosas en su verdadero lugar.
Es obvio que Arce llegó a Cuba en el momento oportuno.
Su elevado cargo, su brillante talento y su ríspida denuncia
del peligro imperialista en la sesión inaugural del VI Congreso Médico Latinoamericano le ganaron la simpatía de
la juventud universitaria. Era un rector diferente que los
otros rectores. Sentía y pensaba como los estudiantes y solía
departir con ellos “de igual a igual”. Nada tiene, por eso, de
extraño que el Comité 27 de Noviembre lo invitase a hablar
en la velada conmemorativa del fusilamiento de los ocho
estudiantes de Medicina. En ágil, coruscante y persuasiva
disertación, trazó, ante un auditorio arremolinado, la gesta
de la reforma universitaria argentina, suscitando constantes
aplausos y una impresionante ovación al concluir. Arce sacó
afuera lo que fermentaba por dentro. Su palabra flamígera
caldeó al rojo vivo la atmósfera ya cargada. Los estudiantes
más avispados de todas las facultades comenzaron a organizar reuniones, mítines y controversias. El aliento y apoyo de
profesores de la talla intelectual y moral de Diego Tamayo,
Eusebio Hernández, José Varela Zequeira y Alfredo M. Aguayo
les permitió ampliar su radio de acción y comprometer en la
empresa a varios profesores jóvenes de cimentado prestigio.
Pero nunca resonó, tan alto como entonces, el grito de Córdoba
en la cátedra de Evelio Rodríguez Lendián.
9
Sería también el primer traidor a “la causa del 18”.
222
La situación se tornará aún más favorable al asumir el
rectorado don Carlos de la Torre, discípulo predilecto de
Felipe Poey y figura de universal reputación en el campo
de la malacología, aunque político de veleidosa conducta.
Su discurso de toma de posesión repercutió vivamente en la
juventud. No era distinta su posición a la de los estudiantes.
El tema central de su oración fue la necesidad inaplazable
de emprender la reforma docente, moral y material de la
Universidad de La Habana. “Si tengo vuestro apoyo –concluyó,
dirigiéndose a profesores y estudiantes– la Universidad será
entonces, sí, real y verdaderamente, la Universidad Nacional
y podré yo, cuando mi vida decline, como el sol en el ocaso,
contemplar regocijado vuestra obra y dormir blandamente
en su seno”.
Varios días después, el 15 de diciembre, la juventud
universitaria se rebelaría en masa con el inquebrantable
propósito de convertir la Universidad en un taller de cultura
y en una fragua de caracteres. Un conflicto surgido entre
un profesor de la Facultad de Medicina y sus alumnos fue
el factor desencadenante. Los alumnos del quinto curso de
Medicina demandaron enérgicamente su separación en ya
histórico ¡Acusamos! Pero aquel incidente –que promovería la inmediata movilización del estudiantado– era solo el
pretexto que súbitamente liberaba los represados ímpetus
de una juventud ya ansiosa de cumplir la misión revolucionaria a la que se sentía vocada y de verter sus ideales en el
torrente de la historia.
El carácter espontáneo del movimiento y su carencia de
dirección y estructura entrañaba el peligro de que todo se
disolviera en mera algarada. Los jóvenes más alertas y preparados se dieron a la tarea de convencer a sus compañeros
de la imperativa necesidad de crear un organismo adecuado
para vertebrarlo y conducirlo. No otro fue el origen de la Federación de Estudiantes de la Universidad de La Habana.10
Integraron el directorio del nuevo organismo los estudiantes
siguientes: presidente, Felio Marinello; primer vice: José A.
Estévez; segundo vice: Ramón Calvo; tercer vice: Bernabé García
Madrigal; cuarto vice: Camilo J. Hidalgo; secretario: Julio Antonio
10
223
Su primera medida fue decretar la huelga general y formular un “pliego de peticiones” que comprendía la separación
del profesor acusado, la representación del estudiantado en
el Consejo Universitario, el nombramiento de un tribunal
depurador y la reforma docente, moral y material de la Universidad. La Federación hacía suyo el programa esbozado
por don Carlos de la Torre al ser electo rector. Suscribían el
documento Felio Marinello como presidente y Julio Antonio
Mella como secretario. Pero si el nuevo rector se manifestó
acorde con el petitorio de la Federación y prometió apoyarlo,
el Consejo Universitario, por el contrario, rechazó terminantemente todas sus demandas. Algunos profesores de
la Facultad de Medicina y Farmacia hicieron causa común
con el compañero acusado, provocando la renuncia de Diego Tamayo de su cargo de decano. Otros se produjeron, en
cambio, en favor del movimiento, agrupándose en torno a
Evelio Lendián, Alfredo M. Aguayo y Eusebio Hernández,
ya convictos y confesos reformistas. Los más acérrimos adversarios de la Federación y de su programa de renovación
académica y moral –en su mayoría desacreditados por su
incompetencia y venalidad– acordaron, con varios miembros del Consejo Universitario, bloquear las aspiraciones
estudiantiles y llegado el caso presentar colectivamente
sus renuncias, a fin de forzar al Gobierno a intervenir la
Universidad. A nadie podía ya escapársele el gravísimo cariz
que tomaba el conflicto.
El 10 de enero de 1923 apareció en la prensa un manifiesto de la Federación de Estudiantes, que concitó la atención popular y puso en guardia al Gobierno. Lo que en un
principio pudo parecer a muchos una majadería más de los
estudiantes se trocaba en justificada y responsable protesta.
Las tradicionales “cosas de muchachos” trascendían esta vez
Mella; vice: Rafael Casado; tesorero: Félix Guardiola; vice: Pedro
J. Entenza; vocales: Rafael J. Sánchez, Jaime Suárez Murias,
Antonio Tella, Francisco Palmieri, Mario A. del Pino, Juan Amigó,
Carlos Coro, Eduardo Suárez Rivas, Manuel Solomon, Pablo F.
Lavín, Rodolfo Sotolongo, Víctor Padilla, José J. Hernández,
Guillermo García López, José M. Garmendia, Francisco Álvarez
de la Campa, José A. Díaz Betancourt y Carlos Gutiérrez.
224
el subalterno ámbito de la anécdota, adquiriendo categoría
histórica. Cuba vivía también “una hora americana” y su
juventud universitaria pisaba los umbrales de una revolución. Juzgo indispensable reproducir íntegramente, por
constituir el documento-programa de la reforma universitaria
en Cuba, el mencionado manifiesto:
Los estudiantes de la Universidad de La Habana, por medio
de su órgano oficial, el Directorio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de La Habana, a las autoridades y
al pueblo de Cuba exponen: Que profundamente convencidos
de que las Universidades son siempre uno de los más firmes
exponentes de la civilización, cultura y patriotismo de los
pueblos, están dispuestos a obtener: 1) Una reforma radical
de nuestra Universidad, de acuerdo con las normas que regulan estas instituciones en los principales países del mundo
civilizado, puesto que nuestra patria no puede sufrir, sin
menoscabo de su dignidad y su decoro, el mantenimiento de
sistemas y doctrinas antiquísimas, que impiden su desenvolvimiento progresivo. 2) La regulación efectiva de los ingresos
de la Universidad, que son muy exiguos en relación con las
funciones que ella debe realizar, como centro de preparación
intelectual y cívica. Y esta petición está justificada, cuando se
contempla el deplorable estado de nuestros locales de enseñanza, la carencia del material necesario y el hecho de ser la
cantidad consignada para cubrir las necesidades, la mitad de
la señalada para instituciones iguales, en países de capacidad
y riqueza equivalentes a la nuestra. 3) El establecimiento de
un adecuado sistema administrativo para obtener la mayor
eficacia en todos los servicios universitarios. 4) La personalidad jurídica de la Universidad y su autonomía en asuntos
económicos y docentes. 5) La reglamentación efectiva de las
responsabilidades en que incurran los profesores que falten al
deber sagrado, por su naturaleza, que les está encomendado
por la nación. 6) La revolución rápida y justa del incidente
ocurrido en la Escuela de Medicina. 7) Y, por último, hace
constar que están dispuestos a actuar, firme y prudentemente,
y que como medio para obtener la solución de los actuales
problemas y de los que en el futuro pudieran ocurrir, solicitar
la consagración definitiva de nuestra representación ante el
claustro y del principio de que la Universidad es el conjunto
de profesores y alumnos.
225
En vibrante proclama fechada el propio 11 de enero, la
Federación citó a los estudiantes a que concurrieran a la gran
asamblea que se efectuaría al día siguiente en el Aula Magna de la Universidad. Su presidente, Felio Marinello, definió
las motivaciones y el alcance del movimiento con estas palabras: “Los planes arcaicos, los métodos inadecuados, los
sagrados deberes incumplidos, han tenido desde hace mucho
tiempo, como no podía menos de suceder, la repulsa de la
juventud, que piensa en la patria y ve en la Universidad
una de sus más altas entidades representativas. Como en
todo movimiento reformador, ha sido necesario un proceso
lento de sedimentación, hasta llegar a la plena madurez.
Tenemos fe de llevarlo adelante, y anhelamos igual rectificación en nuestra vida pública, donde parecen olvidados
tantos principios salvadores”. La revolución universitaria
se había puesto en marcha.
Tres mil estudiantes se apretujaron en el Aula Magna la
tarde del 12 de enero de 1923. Felio Marinello, presidente
de la Federación, ocupaba el sitio de honor. En lugares
preferentes, se sentaron el rector de la Universidad, el
esclarecido maestro de la juventud Enrique José Varona,
los profesores Evelio Rodríguez Lendián, Diego Tamayo,
Eusebio Hernández, Alfredo M. Aguayo y José Varela
Zequeira, el subsecretario de Instrucción Pública Antonio
Iraizoz y el jefe de la policía, brigadier Plácido Hernández,
especialmente invitado por el Directorio de la Federación.
Fungía de secretario de la asamblea Julio Antonio Mella.
Mediada la tarde, en una atmósfera tensa, Felio Marinello
abrió el acto con breve y emotivo discurso. De su texto,
taquigráficamente tomado, como todos los demás discursos,
por el periodista Federico de Torres,11 entresaco los párrafos
esenciales:
La Federación de Estudiantes, dando una muestra de su
cohesión y de su pujanza, se reúne, en estos momentos,
en compañía de varios profesores, para tratar asuntos de
tanta importancia como la depuración y reorganización de la
Universidad de La Habana. Ofrezco, en nombre de todos los
11
El conflicto universitario, La Habana, 1923.
226
compañeros presentes, nuestra adhesión al programa del
doctor Carlos de la Torre, esbozado en su discurso inaugural
del actual período rectoral y que tiene por finalidad reformar
moral y materialmente la Universidad. En vuestras manos
está, señor rector, en estos momentos, la depuración de la
Universidad; haced que llegue a tener todo cuanto le pertenezca
y que sea respetada y querida, tanto por sus alumnos cuanto
por sus profesores.
Inmediatamente, le fue concedida la palabra al profesor
Aguayo, que expresó: “Los que deseábamos con toda el alma
la reforma de la Universidad –comenzó diciendo– os felicitamos cordialmente y nos felicitamos al propio tiempo por
la celebración de esta asamblea. Los puntos fundamentales
de vuestro programa los entiendo así: 1) La Universidad
existe para los intereses de la patria y de la ciencia; no para
el provecho de sus profesores. 2) La Universidad no puede
progresar solo con que sus alumnos y profesores hagan lo
que les exige el estricto cumplimiento del deber, pues el que
se concreta a cumplir un deber no hace más que seguir
una rutina. 3) La enseñanza, la organización y la vida de
la Universidad deben estar regidas con acierto, sabiduría
y espíritu renovador”. Y terminó sus auspiciosas palabras,
con este canto de fe y esperanza: “Tened confianza en el
porvenir, porque es vuestro”.
En nombre del quinto curso de Medicina habló, a continuación, su delegado en el Directorio de la Federación, el
estudiante Ramón Calvo. Su fogosa oración precisó, diáfanamente, la postura del estudiantado:
No queremos la caída de todos nuestros profesores; pedimos
solo la de aquellos que aún se sienten protegidos por la tradición, que viven maniatados con épocas pasadas y que tal
vez sueñan todavía que pasean sus figuras grotescamente
cubiertas de entorchados y condecoraciones, entre el redoble
marcial de tambores y aplausos estridentes de siervos que los
proclaman dueños y señores de sus cátedras y amos absolutos
de sus alumnos. En esta conmoción que amenaza derribar a
nuestra Universidad, caerán los troncos añejos, se sostendrán
los robles vigorosos y sanos, y en el espacio dejado por aquellos,
plantaremos nuevos ejemplares de savia fértil, que podrán dar
227
abundante fruto en beneficio de esta querida casa y en honra
de la patria.
Honda expectación suscitose en la concurrencia al ocupar
la tribuna Julio Antonio Mella. Su porte altivo, su acento
vigoroso y su verbo incandescente se apoderaron rápidamente del auditorio:
Sangre son mis palabras y herida está mi alma al contemplar
la Universidad como está hoy. El mayor placer que podemos
experimentar esta tarde, el mayor orgullo que podríamos
sentir los estudiantes universitarios era ver reunido aquí con
nosotros, a pesar de sus años y sus achaques, a uno de nuestros
mentores más ilustres, a don Enrique José Varona. Amparado
en la presencia del viejo filósofo, vengo a pedir la reforma de
la Universidad, declarando que no habré de callarme ante la
coacción ni ante la amenaza, que no claudicaré y que pondré
al descubierto todas las lacras que hay en esta Universidad…
Súbitamente, Mella fue interrumpido por el rector don
Carlos de la Torre. Agitado, molesto, pálido, don Carlos
amenazó con retirarse del lugar. “En mi carácter de rector
–dijo– y como fiel guardián de los intereses de la Universidad
y del honor de todos y cada uno de los elementos que la constituyen, no puedo desde este sitio tolerar que haya ofensas
de ninguna clase para nadie. Alarmado ante las palabras
que acaban de oírse aquí, de que se han de sacar a relucir
todas las lacras de la Universidad, sin consideraciones de
ningún género, yo, si esa es la intención del orador, puede
hacerlo, en nada me opondré; pero, desde luego, le pido que
lo manifieste para abandonar este sitio instantáneamente y
dejarles en la libre exposición de vuestras ideas. No olvidéis
que soy el rector del claustro y de los alumnos: no quiero
serlo ni solo con el claustro, ni solo con los alumnos. Cuando
me falte el apoyo de cualquiera de esas dos entidades, yo
inmediatamente presentaré la renuncia de mi cargo”.
Gritos aislados se escuchan, ante esta última manifestación del rector:
–¡Eso nunca! ¡Eso nunca!
Dirigiéndose a don Carlos de la Torre, Mella recabó su
permiso para continuar en el uso de la palabra, concluyendo
228
así su discurso: “Yo solo deseo una depuración grande. No
vengo a señalar hechos ni a citar nombres. Repito, señor
rector, y empeño mi palabra de honor, que nunca fue mi
intención ofender a nadie desde esta tribuna para mí tan
respetada. Yo solo pretendía hacer campaña verbal activa
en pro de la reorganización de la Universidad, porque quizás
esa reorganización sirva de base para que se reorganice la
patria cubana”.
De tono subidamente dramático fue el discurso pronunciado por el profesor Diego Tamayo, decano renunciante de
la Facultad de Medicina por compartir los puntos de vista
del estudiantado:
Nuestro grave mal, nuestro defecto fundamental, es que a la
hora presente nosotros no tenemos Universidad. La Universidad no es lo que ahora tenemos: un conglomerado de escuelas
para hacer que individuos diplomados salgan a buscarse la
vida con una profesión. Nosotros los profesores somos los
responsables de cuanto pasa. No hemos sabido acometer las
reformas necesarias; y ha sido preciso, para rubor de nuestra
dignidad, que vengan los jóvenes imberbes a decirnos: Hay
que modificar esto para que sea orgullo de la patria. Si eso es
así, y si eso es evidente, yo declaro que la Universidad deben
manejarla los alumnos y no los profesores.
Una sobrecogedora salva de aplausos acogió la presencia
de Enrique José Varona en la tribuna. Su breve discurso fue
irreprochable: útil, tajante y conciso. Propuso la siguiente fórmula: una comisión, integrada por profesores y alumnos, para
estudiar y resolver el problema planteado. Y, dirigiéndose a
los jóvenes, les dijo con acento pausado y la pupila radiante:
“Vosotros tendréis así el derecho de penetrar en la vida de la
Universidad, que es vuestra propia vida; y los catedráticos al
aceptar mi plan, habrán tácitamente aceptado que los estudiantes tengan representación en el claustro. Pero, tened siempre presente, que no hay ningún derecho, ni ningún interés
personal, que deba ser nunca superior al interés supremo de
la Universidad que amorosamente nos cobija”.
Larga, impetuosa, descarnada y ardiente fue la intervención del profesor Evelio Rodríguez Lendián. Su denuncia
229
de la situación universitaria provocó tumultuosas demostraciones. No hubo llaga, excrecencia o tumefacción que no
pusiera al descubierto. Inició su discurso proclamándose
precursor de la protesta estudiantil:
Estamos en una hora solemne para la Universidad, y más
solemne para mí, halagado por la cristalización de ideales por
mucho tiempo acariciados, y que están en la mente de todos
ustedes. Las aspiraciones que hoy se ponen de manifiesto por
los estudiantes de la Universidad son las aspiraciones de todo
el país en lo que respecta a las instituciones públicas, que con
muy contadas excepciones se han visto en realidad postergadas, con gran tristeza de los que esperábamos que dentro
del período de nuestra soberanía, la Universidad llegara a
realizar todos los progresos capaces de colocarla a la altura
de las demás universidades de América. Este acontecimiento
extraordinario me sorprende y no me sorprende: me sorprende
porque no estamos acostumbrados a ver esta independencia de
carácter, este civismo y este valor vuestro, desafiando todos los
peligros y arrostrando todos los obstáculos; y no me sorprende,
porque cuando nadie hablaba de estas reformas, era yo un
esclavo de ellas, laboraba silenciosamente para lograr que dejarais
de ser parias, para convertiros en hombres libres. Yo, desde
el retiro de mi cátedra, y apelo a mis alumnos, día tras día he
venido laborando en pro de ese plan de reformas presentado
por los estudiantes. La noche que el doctor Arce pronunciaba
desde esta tribuna su brillantísimo discurso, la mirada de
todos mis alumnos giraba en torno de este modesto profesor,
que se hallaba sentado en un rincón de esta hermosa aula, y
me decían: Doctor, lo mismo que usted nos refería. ¿Cómo no
he de sentirme yo feliz hoy, que contemplo el triunfo de las
aspiraciones de los estudiantes, que son también las mías?
Yo soy, por tanto, uno de vosotros, soy un estudiante como
vosotros, porque desde hace mucho tiempo vengo haciendo la
propaganda del movimiento que ha estallado.
Pero disipado este instante de embriaguez su palabra se
tornó grave, incisiva y quemante. “El desquiciamiento de
la Universidad –advirtió enfáticamente– no es solo en el
orden material; en lo moral acontece otro tanto. Los soportes morales de este edificio también se están derrumbando,
y no es más que el resultado de lo que está ocurriendo en
230
todas partes. Es el reflejo de la era de corrupción y pillería
que impera extramuros de la Universidad. La suerte está
echada. Cuando las mujeres espartanas mandaban sus hijos a la guerra, les entregaban su escudo y la consigna era:
¡con el escudo, o sobre el escudo! Eso digo a vosotros: ¡con el
escudo, o sobre el escudo! ¿Sabéis lo que querían decir con
esto? O vencedores, o muertos”.
José Varela Zequeira, eminente profesor de la Facultad de
Medicina, declaró su plena identificación con el movimiento
estudiantil:
Estáis realizando, en estos momentos, una obra patriótica, que
ha evitado que la Universidad cayera en manos ajenas, porque
la desorganización había llegado, a tal grado, que estábamos
amenazados de una intervención, como ha sido intervenida la
hacienda y como también lo han sido, para vergüenza nuestra,
los más altos poderes públicos. No olvidemos que la Universidad
es una institución que está dentro del conglomerado social, sobre
la cual repercuten todos los actos buenos y malos, así los éxitos
como los fracasos. Es más, dentro del medio social en que vivimos sabemos que el nivel moral ha descendido notablemente.
La concupiscencia, el soborno, el afán inmoderado de riqueza,
la absorción del caudal público, el desenfado, la incompetencia
y la incapacidad para el desempeño de los cargos públicos, y el
desbarajuste general, habían de repercutir y han repercutido
desgraciadamente en instituciones como esta, que viven dentro del medio social corrompido. Por eso la Universidad está
indotada, porque no hubo medios de acudir a las reformas,
porque todos los intentos se estrellaban en la indiferencia de
los poderes públicos. ¿Qué esperábamos entonces? Que esta
iniciativa surgiera. Tenía que surgir una fuerza, y esa fuerza
surgió imponente y eficaz con el movimiento de la Federación
de Estudiantes, que había de agitar la opinión pública y mover
la conciencia nacional, había de dirigir la mirada de las autoridades hacia la Universidad y sus problemas, que no es, como
muy bien se ha dicho, un mero conjunto de escuelas, sino que es
un centro intelectual, un foco de luz, donde se enaltece la vida
ciudadana y donde se cultiva la civilización de nuestra patria.
El profesor Eusebio Hernández, general de la revolución
emancipadora, se produjo en abierta solidaridad con el programa académico de la juventud estudiantil; pero fue mucho
231
más lejos que los demás en el enfoque del problema: “Este
movimiento significa, en la hora actual, que la juventud
cubana se lanza a luchar, denodadamente, para asentar,
sobre bases firmes, la verdadera independencia de la patria.
Nada se había hecho hasta ahora que nos indicara a los que
peleamos por la emancipación de Cuba que éramos hombres
libres. El primer acto realizado en este sentido, y que me
devuelve la esperanza que había perdido, es este de hoy,
que indica claramente que las generaciones sucesivas no se
habrán de parecer a estas otras generaciones culpables”.
Ya empezaban a cintilar las estrellas, cuando escaló la
tribuna el rector de la Universidad, don Carlos de la Torre.
No anduvo por las ramas. Fue directamente al grano: “Yo
acepto –declaró entre torrenciales aplausos– la fórmula del
doctor Varona. Aquí se han hecho gravísimas acusaciones.
No es posible que ningún profesor de la Universidad de La
Habana se sienta orgulloso de su cargo, en tanto que no se
haga una depuración completa de su vida, de su conducta
y del cumplimiento de su deber”.
Prolongada ovación recibió don Carlos de la Torre al
concluir su discurso. Felio Marinello, sonriente, agitó la
campanilla, dando por terminado el acto.
Enardecidos y confiados fueron abandonando el Aula
Magna los estudiantes. Brillante y proficua había sido la
jornada. El debate continuó largo rato, en animados corrillos. Ya muy tarde empezaron a disolverse los grupos en
la sombra. Varios jóvenes escoltaban, respetuosamente, a
Enrique José Varona.
–Muy bien esta fiesta de la palabra –se le oyó decir al
despedirse con aquella su voz menuda–.12 Es preciso ahora
que hablen los hechos.
Días más tarde, en una entrevista publicada en Juventud,
Varona declaraba a Manuel Barbolla Rosales: “Si los profesores
logran, de acuerdo con los estudiantes, cambiar por completo el
espíritu mismo de la Universidad, Cuba habrá dado un gran paso.
El mundo ha sufrido después de la guerra una transformación
tan grande que pensar que se puede seguir como hasta ahora es
de ilusos”.
12
232
La sedante serenidad de la noche parecía anunciar un
alba de mejores días.13
El movimiento reformista obtuvo, en su primera etapa, el
decidido apoyo de casi toda la prensa. No cabe duda de que era
el momento en que, por la confusión reinante y la novedad del
espectáculo, más se necesitaba el calor de la opinión pública.
Véanse, como muestra, estos párrafos de un editorial aparecido
en el periódico El Mundo el 12 de enero de 1923:
13
A nuestro juicio el conflicto se ha anticipado. Tarde o temprano
eso habría de suceder dado que se sabe que el más ilustre centro
docente carece de principios fundamentales para estimular al
alumno y para que los nuevos graduados salgan de allí con la
conciencia de estar preparados para una lucha ventajosa en bien
de la ciencia. Años atrás, con motivo de la elección de rector, en la
muerte del Dr. Hernández Berreiro, se notaron evidentemente los
defectos de la organización universitaria. Y algunos catedráticos,
calificados injustamente de descontentadizos y revolucionarios,
intentaron renovar con nuevos estatutos a la Universidad, a fin
de elevar el concepto cultural, que adolecía y adolece de evidentes
deficiencias. El compadrazgo, que es planta que lo mismo crece
lozana en las rivalidades de la política, que en las instituciones
más alejadas o que debieran estar más alejadas de los egoísmos
personales, impidió que los buenos propósitos se manifestaran
en una radical reforma universitaria, que se está pidiendo a
gritos. Lo importante es que la Universidad cubana tiene unos
métodos anticuados que le han hecho bajar en el criterio exterior
a una escala lamentable. Algunos secretarios de Instrucción
Pública y el abandono por parte del claustro, son los elementos
que han establecido el valladar más formidable para que los
aires de progreso no entraran en el ilustre instituto docente. Si
esta ocasión la aprovechan los estudiantes para imponer unas
reformas fundamentales en la Universidad y para acabar de una
vez y para siempre con el sistema educacional general que hay en
Cuba, que proviene de la propia escuela pública que desvirtúa la
eficacia de la segunda enseñanza, y que degenera la enseñanza
superior, los estudiantes cubanos merecerán por su desinterés y
por sus bríos un galardón que si la ofuscación o las debilidades
circunstanciales no lo reconocen, el tiempo será el encargado de
proclamar, con gratitud, la obra generosa de su gestión y de su
rebeldía de hoy.
233
Pero los miembros antirreformistas del Consejo Universitario y los profesores que lo apoyaban no se darían por vencidos. Su desdeñoso silencio a los acuerdos de la asamblea
estudiantil era un síntoma elocuente de su recalcitrante
actitud. Menudearon sotto voce amenazas de toda índole
y se intentó darle un voto de censura al rector. La especie
malévolamente propalada de que el Consejo Universitario se
disponía a cerrar la Universidad determinó a la Federación
de Estudiantes a anticiparse a los hechos, ordenando su ocupación y clausura en el más drástico decreto del movimiento
reformista. Merece, por eso, transcribirse:
Considerando el Directorio de la Federación que la tardanza
en resolver el grave conflicto planteado en la Universidad de
La Habana podría traer lamentables consecuencias, debido,
entre otras razones, a la exaltación de ánimo reinante, resuelve
decretar la clausura de la Universidad de La Habana, pidiendo
al gobierno notifique esta resolución y otorgue un voto de confianza al actual señor Rector, Don Carlos de la Torre y Huerta,
para resolver el conflicto, presidiendo dicho señor Rector una
Comisión Mixta de estudiantes y catedráticos.14
El mantenimiento de la huelga y del orden interior se
confió a la Fraternidad de los XXX Manicatos y al quinto
curso de Medicina, encabezando el acta de la toma de la
Universidad Gustavo Adolfo Bock, como jefe de la Ocupación.15 La mañana del 16 de enero una bandera cubana
Gustavo Adolfo Bock: Iniciadores de la revolución universitaria.
(Álbum de las bodas de plata de la Fraternidad Médica, 1923),
La Habana, 1948.
14
Texto del Boletín número 6 de la Federación, relativo a la clausura y ocupación de la Universidad:
15
El Directorio de la Federación acordó clausurar la Universidad
Nacional como medida de orden, poniéndola bajo la protección
del gobierno, y hace saber al pueblo de Cuba que su actitud está
basada en el mayor acato a las leyes de la república, y que se
desenvuelve el cumplimiento del acuerdo de clausura en medio
del mayor orden, haciendo público que los estudiantes están
desarmados y no tomarán ninguna actitud violenta, aunque se
les provoque, y que si a pesar de esto la fuerza pública intenta
234
de insólitas proporciones cubría la escalera de L y 27, a la
sazón entrada principal de la Universidad.16 A fin de evitar
rozamientos con los estudiantes, el rector dictó un decreto
suspendiendo durante tres días las actividades docentes,
académicas y administrativas.
La tensión era enorme entre los ocupantes de la Universidad al circular insistentemente el rumor de que el Gobierno,
inducido por algunos catedráticos influyentes, se disponía
a desalojarlos por la fuerza. Pero Zayas no era hombre que
perdiera fácilmente la chaveta. En vez de acudir a recursos
extremos, optó por buscarle una “salida parlamentaria” a la
crisis. Un enviado personal suyo se entrevistó con los estudiantes. Sus frases melosas fueron recibidas con respetuosa
reserva; pero se le cortaría la respiración al aludir veladamente a la necesidad en que pudiera verse el Gobierno de
intervenir violentamente en el conflicto para “cortar por lo
sano”. La réplica tuvo el chasquido de un latigazo: “Dígale
usted al presidente que estamos dispuestos a volar la Universidad antes de rendirla”. Esa misma tarde el Gobierno
participó untuosamente a las autoridades universitarias
profanar el sacro suelo de la Universidad, están dispuestos a
dejarse matar por el ideal grandioso de la regeneración universitaria, lo mismo que por el ideal de la patria libre murieron
los mártires del 71.
16
Múltiples fueron las manifestaciones de simpatía y adhesión
recibidas por la Federación de Estudiantes. En sesión efectuada
el 13 de enero de 1923, la Sociedad Cubana de Ingenieros adoptó el
siguiente acuerdo: “Apoyar el movimiento provocado por los estudiantes de la Universidad y que tiende a la renovación moral y
material del prestigioso plantel, y al mismo tiempo recomendar a
sus alumnos a perseverar en esta actitud hasta obtener el triunfo,
dentro de los límites que imponen la cordura y el patriotismo”.
Análogos acuerdos adoptaron la Asociación de Reporters y el Club
Femenino de Cuba. La militante solidaridad del movimiento obrero
con el movimiento estudiantil –prueba inequívoca del calado social
de la reforma universitaria como fenómeno histórico– suscitó una
significativa respuesta de la Federación: “Este Directorio desea con
este hecho establecer un puente de unión entre los elementos más
vitales de la nación: el trabajo y la ciencia”.
235
que admitía la justicia de las peticiones estudiantiles y
prometió a la Federación complacerla en todas aquellas
cuya satisfacción dependiera de los poderes públicos. La
madrugada del 17 de enero los manicatos abandonaron la
Universidad y esta fue devuelta al rector por el Directorio
de la Federación; pero no sin quedar advertido el alumnado
que la huelga proseguiría hasta que se resolvieran favorablemente las peticiones formuladas.
Esta vez todo fue a paso de carga. El 20 de enero17 el Consejo Universitario acordó, a propuesta del rector, constituir
el Tribunal Depurador pedido por la Federación. El claustro
nombró representantes suyos a los profesores Ángel Arturo
Aballí, Ismael Clark y José P. Alacán. La Federación designó, como representantes del estudiantado, a los profesores
Eusebio Hernández, Antonio Valdés Dapena y Francisco
del Río. El rector, don Carlos de la Torre, presidía de oficio
el Tribunal Depurador. Justamente una semana más tarde
En una alocución al pueblo y al estudiantado, el Directorio de
la Federación había ratificado la mañana de ese día su programa
de reformas:
17
Pedimos la autonomía universitaria para evitar el peso enorme
de las influencias políticas o exteriores que hagan omisos los
muros de la más alta y respetable corporación docente de la
república. Queremos que ocupen las cátedras de nuestra Universidad personas intachables que a la vanguardia del progreso
y con debida suficiencia pedagógica, preparen nuevos cerebros
en la incierta lucha del porvenir. Exigimos la depuración moral
del profesorado para que sus ejemplos sean la gráfica lección que
nos impulse a la defensa de nuestros anhelos y a la felicidad de la
patria. Recabamos el exacto cumplimiento de los deberes de los
mentores, para que en sus prácticas y sabias enseñanzas seamos
mañana verdaderos profesionales. Solicitamos la intervención
en el claustro de profesores para obtener el puesto salvador
de nuestras reclamaciones legales. No pretendemos poner en
ejercicio mezquinas ambiciones ni provechosos personalismos,
sino exigimos la erección de una Universidad nueva sobre los
ennegrecidos escombros en que hoy ficticiamente se levanta.
Deseamos la construcción de aulas higiénicas, laboratorios y
hospitales y que los temperamentos reaccionarios escondan sus
tentáculos en beneficio de la juventud estudiantil.
236
era suspendido de empleo y sueldo a expediente disciplinario
el profesor que había provocado la huelga estudiantil. Y el
Consejo Universitario, reunido en sesión extraordinaria,
aprobaba, por unanimidad, la reforma académica y docente
reclamada por los estudiantes.
El 24 de enero de 1923 los estudiantes, en manifestación
encabezada por el rector, numerosos profesores y el Directorio de la Federación, acudieron al Palacio Presidencial, a fin
de entregar al doctor Alfredo Zayas las bases del proyecto de
ley que concedería la autonomía docente y administrativa a
la Universidad de La Habana. Zayas recibió a la comisión
designada18 con visibles muestras de complacencia, prodigando sonrisas, abrazos y muecas. Y aguantó, a pie firme, la
lectura de un pliego, suscrito por el rector y Felio Marinello,
en que se solicitaba la restitución de fondos indebidamente
apropiados por el Gobierno, la edificación de la Facultad de
Derecho, la incorporación del hospital Calixto García a la
docencia universitaria, la venta de la antigua Escuela de
Medicina y del Laboratorio Wood, la expropiación de los
terrenos colindantes a la Universidad y un crédito de $ 300 000
para la construcción del stadium.19
El día 30 de ese propio mes fue presentado a la Cámara de
Representantes, por Fernando Ortiz y Enrique Casuso, un
proyecto de ley que concedía completa autonomía y personalidad jurídica a la Universidad de La Habana. Se declaraba,
en su preámbulo, que “la readaptación de la Universidad
Componían dicha comisión el rector, don Carlos de la Torre, los
profesores Enrique Hernández Cartaya, Francisco Carrera Jústiz,
Federico Granda Rossi, José Varela Zequeira, Alfredo M. Aguayo,
Alejandro Ruiz Cadalso y los estudiantes Felio Marinello, Julio
Antonio Mella, Bernabé García Madrigal, Jaime Suárez Murias,
Ramón Calvo y Rafael Casado.
18
Experto en quites y pases, el presidente Zayas pronunció floridas y taimadas palabras: “He visto con gusto –dijo– el desfile de
alumnos y alumnas; la disciplina, orden y compostura me han
emocionado, por lo que felicito a los estudiantes y profesores, pues
esta disciplina es la que hace grandes a los pueblos y fuertes a las
naciones”. “Y para que se vea mi adhesión a la autonomía universitaria –concluyó socarronamente–, ya lo he demostrado dejando
a la Universidad que ella sola resolviera el conflicto actual”.
19
237
debía hacerse no concibiéndola, como en la época colonial,
con ideas sometidas a metrificación gubernamental, para
que la ciencia no siga siendo una mísera Celestina de las
ambiciones personales, egoístas y estériles”. El articulado disponía la constitución de una Junta de Patronos, la
formación del patrimonio universitario y un régimen de
gobierno cuyos órganos fundamentales serían el rector, la
Asamblea Universitaria, el Claustro General, el Consejo
Universitario, la Federación y la Comisión Atlética. La alta
supervisión de la Universidad quedaba atribuida al secretario de Instrucción Pública. Este proyecto de ley, que pudo
haber resuelto en parte la crisis universitaria de la época,
ni siquiera fue discutido.
La presión creciente del estudiantado obligó a las autoridades universitarias a actuar con energía y celeridad. Un
decreto, suscrito el 5 de febrero por el rector, dispuso la suspensión de empleo y sueldo de nueve profesores, acusados
por los alumnos de incapacidad intelectual o física para el
ejercicio de sus cargos. Comprobadas las imputaciones de
los estudiantes, por la Comisión Depuradora, fueron separados de sus cátedras. La adopción de esta drástica medida
determinó el cese de la huelga estudiantil. El 15 de febrero,
por acuerdo de la Federación de Estudiantes, se reanudaron
las clases en todas las facultades.
Pero estas habrían de interrumpirse bruscamente de nuevo
con motivo de la situación creada en la Facultad de Derecho
al negarse su decano, José Antolín del Cueto –enemigo jurado
del movimiento reformista–, a separar de su cátedra a un
profesor adjunto acusado por los estudiantes. El doctor
Cueto, en su cerril tozudez, llegó incluso a incumplir las
órdenes del rector. Los estudiantes de Derecho se declararon
en huelga y también los de Medicina. La renuncia irrevocable
de Enrique Lavedán –profesor de vasta cultura y superior
talento– y la irreductible actitud de la Facultad de Derecho
desembocarían en la inesperada renuncia de don Carlos de
la Torre. Le sustituyó interinamente en el rectorado, por
corresponderle en orden de antigüedad, nada menos que el
provocador del conflicto.
238
La sapiencia jurídica y el sólido entendimiento de José
Antolín del Cueto se contrapesaban negativamente por su
reaccionaria perspectiva política y su autoritario talante.
Era el profesor menos indicado para regir la Universidad en
aquella difícil coyuntura. El viento de la revolución nunca
fue de su gusto. En la colonia fue autonomista; en la República, antirrepublicano. Pasaría por el rectorado como un
capitán general de plaza sitiada. Desconoció la Federación
de Estudiantes e ignoró la Comisión Mixta. Impidió arbitrariamente el ciclo de conferencias públicas organizado por
la Asociación de Estudiantes de Derecho.
La proximidad de los exámenes obligaría a la Federación
a actuar con cautela y adoptar medidas que no pusieran
en riesgo la terminación del curso. Julio Antonio Mella dio
la fórmula: boicotear las clases de los profesores acusados.
Enfurecido, el rector pretendió disolver la Federación,
clausurar las asociaciones estudiantiles y expulsar a los
“revoltosos”. No tuvo tiempo de llevarlo a vías de hecho.
El Directorio de la Federación de Estudiantes le pediría,
cara a cara, la renuncia de su cargo. El Aula Magna fue
escenario entonces de “la asamblea más tumultuosa de la
revolución universitaria”. Se adoptó el acuerdo de suspender las clases durante tres días y de reanudarlas bajo la
autoridad de la Federación. Sintiéndose impotente para
conjurar el conflicto, el rector y el Consejo Universitario
resolvieron solicitar del Gobierno la clausura de la institución. En un rapto de sublime locura, la Federación
proclamó la Universidad Libre y Julio Antonio Mella fue
nombrado rector. La intervención del Gobierno, mediando
inteligentemente entre profesores y estudiantes, daría
término a la gravísima perturbación, con el consiguiente
alborozo de los estudiantes al serle aceptadas sus peticiones por el presidente Zayas.
El Gobierno dictó un decreto reconociéndole personalidad
jurídica a la Federación de Estudiantes, disponiendo la organización de la Asamblea Universitaria y designando a dos
funcionarios de la Secretaría de Instrucción Pública para que
instruyeran los expedientes a los profesores acusados por
los alumnos. La resolución definitiva de dichos expedientes
239
quedaría en manos de una comisión mixta –establecida en el
propio decreto– compuesta por seis profesores y seis alumnos.
La comisión mixta de profesores y alumnos, encargada de
llevar adelante el proceso de la reforma académica, docente
y administrativa de la Universidad, acordó, según lo dispuesto en el decreto de referencia, la creación y el inmediato
funcionamiento de la Asamblea Universitaria, constituida
por 30 profesores, 30 estudiantes y 30 graduados. Este
organismo venía a ser, por su naturaleza y atribuciones,
el motor mismo de la revolución universitaria. Consagraba el principio de la intervención del estudiantado en
el gobierno de la Universidad. Sus principales facultades
eran la elección del rector, la reforma de los estatutos y la
modificación de los planes de estudio.
A principios de octubre de 1923, inauguraba sus sesiones en
el Aula Magna, convocado por el Directorio de la Federación, a
propuesta de Julio Antonio Mella, el Primer Congreso Nacional
de Estudiantes.20 El objetivo fundamental de este congreso
era determinar las medidas enderezadas “al perfeccionamiento
de la acción estudiantil en los campos educacional, social e
internacional”. Sus conclusiones serían elevadas, una vez
clausurado el congreso, a la Asamblea Universitaria y a los
El Comité Ejecutivo del Primer Congreso Nacional de Estudiantes fue elegido por votación y sus cargos correspondieron a
las siguientes personas: presidentes de honor: Felio Marinello,
Ramón Calvo, Bernabé García Madrigal y Sergio Viego; presidente efectivo: Julio Antonio Mella; vicepresidentes: Jaime Suárez
Murias, José Luis de Cubas, Rigoberto Ramírez, Juan Amigó y
Ofelia Paz; secretario general: Pedro J. Entenza; vicesecretario:
José M. Rodríguez; tesorero: Rogelio Sopo Barreto; vicetesorero:
Pedro Sánchez Toledo; vocales: Rafael Calvo, Mario Fernández
Sánchez, Victoriano Ipiña, Otilio Campuzano, Francisco Palmieri
y Raúl Granados; Comisión de Admisión de Trabajos: Graciela
Barinaga, Sarah Pascual, Jaime Suárez Murias, Alfonso Bernal
del Riesgo, Pedro J. Entenza, Rogelio Sopo Barreto; Comisión de
Recepción y Festejos: Rafael Iglesias, Julio Figueroa, Francisco
Palmieri, Miguel Corrales, Enrique J. Rodríguez, Rogelio Sopo
Barreto, Rafael Campuzano y Roberto Gutiérrez de Celis.
20
240
poderes públicos. Institutos, colegios y academias –oficiales y
privados– enviaron sus respectivos representantes.
Atmósfera de colmena imperó en las sesiones del congreso.
Las comisiones de trabajo laboraron día y noche. Treinta
y tres ponencias se discutieron en las sesiones plenarias.
Nueve se referían a la reforma de la enseñanza secundaria. Cinco a modificaciones básicas en el plan de estudios
de la Facultad de Derecho. Seis a cambios generales en la
estructura y orientación de la enseñanza universitaria y
secundaria. Las restantes comprendían temas políticos,
económicos, sociales y culturales. El sistema de provisión de
cátedras, la necesidad del título idóneo para el ejercicio
de la docencia privada, la creación de becas de estudios en
las universidades hispanoamericanas, la organización de
cursos de verano, el establecimiento del Día del Estudiante, la unificación de la juventud, el análisis de la situación
internacional, la lucha contra las dictaduras, el papel del
imperialismo, la separación del Estado y de la Iglesia y la
participación de los estudiantes en el movimiento obrero
fueron cuestiones que atrajeron la atención preferente de los
asambleístas. De todas esas ponencias la más importante
fue, sin duda, la presentada por Alfonso Bernal del Riesgo,
en nombre del Grupo Renovación, con el título de “Los principios, la táctica y los fines de la revolución universitaria”.21
Según Bernal del Riesgo, la hora reclamaba del estudiantado
“un plan revolucionario, cíclico e integral, con su táctica apropiada,
unos principios que informen nuestra obra y una actuación conforme a los principios y al plan”. Esos principios eran los mismos
que habían enarbolado las juventudes reformistas del continente:
a) una verdadera democracia universitaria; b) una verdadera renovación pedagógica y científica; c) una verdadera popularización
de la enseñanza universitaria. La táctica no podía ser otra que
“lucha única, objetivo único, frente único”. Pero el estudiantado
no debía ceñirse a luchar con una perspectiva puramente universitaria; debía aportar también su energía, su entusiasmo y su
inteligencia a la gestación y advenimiento de una sociedad nueva.
La ponencia concluye con un proyecto de resolución que considero
indispensable reproducir:
21
241
Acalorados debates promovieron en la asamblea determinados tópicos. Ninguno, sin embargo, tan enconado y
escabroso como el originado por la cuestión religiosa. El
congreso se escindió en dos corrientes al parecer irreconciliables. Hubo un instante en que la asamblea estuvo a
punto de disolverse. Pero la compleja y candente situación
fue superada por el tacto de Mella y de sus seguidores. Se
aprobaron, al final, numerosas proposiciones de contenido
francamente revolucionario. Los tres acuerdos de más
aliento y envergadura, adoptados por el congreso, fueron la
creación de la Universidad Popular José Martí, la fundación
de la Confederación de Estudiantes de Cuba22 y la Declaración de Derechos y Deberes del Estudiante.23
1) Que el Directorio de la Federación tienda a crear en el alumnado cubano la mentalidad revolucionaria que requieren los
tiempos nuevos; 2) Que el Directorio de la Federación formule
un programa que comprenda todas las aspiraciones de los estudiantes y que para la mejor realización del mismo, cree una
prensa capaz de mover a las masas estudiantiles y de hacerse
oír en la nación; 3) Que el Directorio de la Federación gestione
la injerencia de los estudiantes en todos los organismos universitarios en la misma proporción que lo están en la Asamblea
Universitaria; y que esta sea una realidad verdadera; 4) Que
sean los Consejos de Facultad los encargados de modificar
los planes de estudios y no el congreso de la República, como
actualmente sucede; fin que se conseguirá merced a una verdadera ley de autonomía universitaria.
La Confederación de Estudiantes de Cuba tendría vida efímera.
Su objetivo fundamental era “luchar por los mismos principios
que, enunciados por la juventud cordobesa en 1918, llegaron a
renovar las universidades argentinas por el único medio posible,
por el sagrado medio de la agitación revolucionaria y después de
iluminar el continente indoamericano, prendían en Cuba, donde
llevaron a la lucha a una juventud sana y consciente”.
22
A tenor de esta declaración, el estudiante tiene “el derecho de
elegir los directores de su vida educacional y de interesarse en la
vida administrativa y docente de las instituciones de enseñanza;
de asistir libremente a sus clases; de exigir la preferente atención
del gobierno para los asuntos educacionales; de impedir la intro23
242
El Primer Congreso Nacional de Estudiantes constituye
la más alta y perdurable contribución del movimiento revolucionario de 1923 al proceso de la reforma universitaria
en América.24
misión gubernamental en la docencia universitaria, como no sea
para aportar recursos y medios en beneficio de la cultura, que es
su primordial deber, lo que no le da derecho a dirigir o intervenir
en la conducción del plantel, que debe ser regido por profesores y
alumnos y no por políticos ignorantes o aprovechados; y de exigir a
los más sabios educadores y a las más altas mentalidades del país
el sacrificio de su valor en aras de la enseñanza y guía de la juventud”. El estudiante tiene el deber “de divulgar sus conocimientos
en la sociedad, principalmente entre el proletariado manual,
hermanándose así a los hombres de trabajo para fomentar una
nueva sociedad, libre de parásitos y tiranos, donde nadie viva sino
en virtud del propio esfuerzo; de respetar y atraer a los grandes
maestros y de despreciar y expulsar a los malos profesores que
comercian con la ciencia o que pretenden ejercer el más sagrado
de los sacerdocios, la enseñanza, sin estar capacitados; de ser un
investigador perenne de la verdad, sin permitir que el criterio
del maestro, ni del libro, sea superior a su razón; de permanecer
siempre puro, por la dignidad de su misión social, sacrificándolo
todo en aras de la verdad moral e intelectual; y de trabajar intensamente por el progreso propio, como base del engrandecimiento
de la familia, de la región, de la nación, de nuestro continente y de
la humanidad, ya que si se reconoce la superioridad de los valores
humanos sobre los continentales, de estos sobre los nacionales, de
los nacionales sobre los regionales, de estos sobre los familiares
y de los familiares sobre los individuales, el individuo es base y
servidor de la familia, de la región, de la nación, de nuestro continente y de la humanidad”.
En los albores de 1924, la Federación Universitaria Argentina
lanzó la idea, a propuesta de Gabriel del Mazo, de fundar una
Internacional de Estudiantes. De su comunicación a la Federación
de Estudiantes de la Universidad de La Habana –que respondería
afirmativamente por conducto de Julio Antonio Mella– transcribo
los siguientes párrafos:
24
A través de Haya de la Torre y de las páginas de Juventud,
somos ya como viejos amigos: el mismo idioma, idéntico lenguaje, iguales ensueños. Es que hay una hermandad de origen
243
La turbia polémica, en torno a la elección rectoral, permitió
ya advertir que la reforma universitaria no había calado en
la entraña de la institución. Algunos profesores, en connivencia con el Gobierno, se dieron gozosos a la despreciable
tarea de socavar las conquistas logradas. No faltarían, en la
dirigencia estudiantil, quienes secundasen soterradamente
sus planes. La contrarreforma fue ganando terreno por días.
Sus adeptos proliferaban en el Consejo Universitario y en el
claustro. Gente en su mayoría de mentalidad conservadora,
erudición adocenada, alta posición social y espinazo flexible se apresuraron a cobijarse bajo la bandera reformista
al olfatear la amenaza que pendía sobre sus intereses. No
vacilaron entonces en encasquetarse un gorro frigio, asumir
posturas demagógicas y adular a los líderes estudiantiles.
Pero pasada la hora del peligro volverían a ser lo que eran.
Idéntico proceso se operó en los estudiantes de sangre azul,
mollera vacía, sensibilidad encallecida y perfumada pelambre.
Era lógico. Como era lógico, también, que los aprovechados
de toda laya se apercibiesen a pescar en río revuelto. No
podía ser de otra manera, dada la composición social de la
Universidad, la estructura económica de la república, la formación escolástica de la juventud, el desbarajuste imperante
y el complejo de inferioridad colonial. Aún los tiempos no
estaban maduros. El soplo revolucionario solo había rozado
la periferia.
El último reducto del movimiento estudiantil era la Asamblea Universitaria; pero este organismo, minado por los agentes de la reacción, dividido en mil pedazos y embridado por las
autoridades universitarias, hacía tiempo que no daba señales
de vida. Despertaría de su prolongado letargo, para elegir al
nuevo rector. El candidato de los estudiantes reformistas era
Evelio Rodríguez Lendián; el candidato del claustro, Enrique
y de ideal entre todos nosotros. Desde México y las Antillas a
la Argentina, se afirma inconfundiblemente la nueva generación en un mismo afán de iconoclastia y de justicia. La misma
sensibilidad para los problemas del mundo. El mismo divorcio
espiritual e ideológico con la generación precedente. La misma
intuición del destino mesiánico de nuestra América. Creemos
que ha llegado el momento en que los jóvenes debemos crear
órganos para el mejor entendimiento y cohesión.
244
Hernández Cartaya, profesor de la Facultad de Derecho. Apasionada, en extremo, fue la campaña electoral. Inculpaciones
de todo linaje se hicieron, recíprocamente, los partidarios de
una y otra tendencia. El 24 de enero de 1924, fue electo, por
la Asamblea Universitaria, presidida por el profesor Adolfo
de Aragón, el primer rector de la Universidad reformada,
doctor Enrique Hernández Cartaya. A su toma de posesión
acudió el presidente de la República, doctor Alfredo Zayas; y
aunque no se produjo alteración del orden, como se esperaba,
sí frecuentes bochinches entre los propios estudiantes.
Alarmante fue el sesgo de los acontecimientos a partir
de esa sazón. El movimiento reformista, hasta entonces
compacto, comenzó a mostrar signos de medular deterioro.
Discrepancias ideológicas sirvieron de pretexto, a muchos,
para arrimar la sardina a su brasa. Cundió el desaliento, el
compadrazgo y la venalidad. La ley “reformando” la Facultad de Medicina propició el inverecundo desmande de varios
líderes destacados del movimiento. Pasaron la “cuentecita”
y obtuvieron plazas de profesores auxiliares y de ayudantes
graduados. Otros dirigentes, concluidos sus estudios, se
dedicaron a sus actividades profesionales. No pocos recibieron, como granjería, cargos públicos jugosamente remunerados. Se podrían contar, con los dedos de una mano, los
que permanecieron fieles al ideario de 1923 y actuaron en
consecuencia. Pero quien se mantuvo a toda hora, dando el
ejemplo, fue Julio Antonio Mella. Fustigó implacablemente,
de palabra y por escrito, a los desertores, a los vacilantes
y a los cobardes. No cejó un minuto en su prédica y en su
acción. La manifestación estudiantil de protesta contra la
efectuada por el gobierno de Zayas, en señal de gratitud
a Estados Unidos en virtud de haberse ratificado el convenio Hay-Quesada, que devolvía a Cuba la Isla de Pinos,
arrebatada a nuestra soberanía en el Tratado de París, fue
organizada por Julio Antonio Mella y constituye el último
acto de la revolución universitaria de 1923.25 Días después,
Otro incidente muy sonado de esa época fue la virulenta protesta del estudiantado contra la adjudicación del título de Doctor
Honoris Causa de la Universidad de La Habana al general Enoch
Crowder, procónsul de los Estados Unidos en Cuba. El claustro
tuvo que desistir de su inconsulto propósito. Singular relieve
25
245
por un problema puramente personal que manejarían a
su arbitrio los elementos más recalcitrantes del claustro,
Mella era expulsado un año de la Universidad, sin que la
Federación de Estudiantes hiciera nada por evitarlo.
Al escalar el poder Gerardo Machado el 20 de mayo de 1925,
ya la reforma universitaria estaba herida de muerte y la
contrarreforma profesoral se había adueñado de los puestos
de mando de la institución. El nuevo gobierno se instalaba
en el presupuesto desplegando demagógicamente la bandera
de la “regeneración nacional”. Fueron muchos los que mordieron ingenuamente el anzuelo. Pero muy pronto despertarían, empavorecidos, a la realidad. Machado pertenecía
a la selvática estirpe de Rosas, Veintemilla y Melgarejo. Su
concepto de la autoridad era típicamente autocrático. A los
tres meses de iniciar su período la sangre de sus opositores
corría por las calles e instauraba un régimen de terror. Solo
la juventud universitaria permaneció en pie, desafiando
quijotescamente sus zarpazos.
Pero Machado tenía ya un plan definido y no vaciló en
disolver la Asamblea Universitaria, ilegalizar la Federación
de Estudiantes y reponer en sus cátedras a los profesores
separados. El 27 de noviembre de 1925 la explosiva situación
adquirió un nuevo sesgo. Julio Antonio Mella, que había sido
arbitrariamente irradiado de la Universidad meses antes,
retorna triunfante al escenario de sus juveniles proezas.
Su oratoria desmelenada y sonora se derrama, a torrentes,
sobre una multitud enardecida. Recuerda, exhorta, flagela
y augura. Desde su revista Juventud, había anunciado
los días de dolor y de sangre que aguardaban a Cuba bajo
la égida de Machado, a quien calificó, certeramente, de
adquirió también la manifestación estudiantil, que intentó derribar la estatua que el propio Zayas se había erigido –en pintoresco
alarde de vanidad– frente al palacio presidencial. Varios jóvenes
resultaron heridos al ser disuelta la manifestación por la policía.
No fue ello óbice para que el 27 de noviembre de 1930 Zayas desfilara en la tradicional peregrinación estudiantil al mausoleo de
La Punta y el pueblo ovacionara cálidamente al “restaurador de las
libertades públicas”, como forma indirecta de expresar su repudio
a la tiranía de Machado.
246
Mussolini tropical.26 Ese mismo día Mella fue aprehendido
y procesado con exclusión de fianza como presunto inductor
de un atentado terrorista. Inmediatamente se declaró en
huelga de alimentos. Convocados por Aureliano Sánchez
Arango, los estudiantes se congregaron en el anfiteatro del
hospital Calixto García. También acudieron los integrantes
del Directorio de la disuelta Federación. Amedrentados
unos, vendidos otros, se negaron a secundar la protesta
contra la prisión de Mella. Los estudiantes y el pueblo entero
se pusieron, vigilantes y erguidos, junto al lecho del heroico
revolucionario, demandando del Gobierno su excarcelación
inmediata. Diez y nueve días estuvo sin probar alimento.
Y, al ponérsele fianza, por la presión ya irresistible de la
opinión pública, se vio obligado a salir clandestinamente de
su patria; pero, aun desde el exilio, el eco de su denuncia
estremecería de espanto al tirano.
Machado no perdió prenda. Su garra siniestra se proyectó,
amenazadora, sobre el claustro. Constituyó, con una gavilla
de aprovechados, un Directorio Estudiantil a su servicio. Y
el día 1º de abril de 1926 se presentó en la Universidad y
fue recibido en el Aula Magna por una exigua cohorte de
postulantes, falderos y traidores. Allí juró, profanando el
augusto recinto, que volvería a aquella casa, al transcurrir
los cuatro años de su gobierno, para mostrarle a la juventud
“una Universidad modelo en una patria feliz”. Aureliano
Sánchez Arango intentó, inútilmente, varias veces, asaltar
la tribuna para denunciar aquel repugnante espectáculo.
“El pueblo –advertía Mella en Juventud– se ha dado un nuevo
amo en una democracia de carnaval. Ha terminado la comedia
y el triunfador se prepara a repartir los puestos conquistados en
el asalto al tesoro, que es el único ideal de los partidos políticos
actuales, mientras los derrotados solo se dedican a preparar sus
fuerzas para la próxima ocasión. Esta falta de ideales es la característica de los dos partidos actuales. Sus programas son los
mismos. Ninguno trata el gran problema del siglo: el problema
social. Muy pronto saldremos de nuestro letargo cuando veamos al
nuevo amo actuar como los anteriores. Recordemos las expulsiones
y atropellos que llevó a cabo cuando era secretario de Gobernación.
¡Que griten los imbéciles y hablen los rastreros!”.
26
247
Se lo impidieron algunos que otrora habían luchado, codo
a codo con Julio Antonio Mella, en los días reverberantes
y promisores en que las sombras de Dantón, Vergniaud,
Marat, Robespierre y Saint Just se daban cita en el Patio
de los Laureles. Pero, si la situación universitaria volvía a
retrotraerse compulsivamente a la época anterior a 1923, los
senos ya fecundados de la conciencia estudiantil no tardarían en dar una espléndida cosecha de generosas rebeldías.
El gesto de Aureliano Sánchez Arango adquiría un luminoso
sentido precursor.
Del impulso creador de la revolución estudiantil de 1923
es hija legítima la Universidad de hoy, en franco proceso
de expansión material y cultural, a despecho de gravosas
herencias y de temporales tumefacciones. Urga ya soldar
deberes y voluntades a fin de arrancar de cuajo cuanto se
interponga en su marcha ascendente. De toda suerte, el
balance es satisfactorio y mueve a fundado optimismo:
el haber sobrepasa, con creces, al debe.
La Universidad de La Habana no es solo un conjunto de resplandecientes edificios. Es también –y sobre todo– un corpus
espiritualis. Cumple su alto ministerio con dignidad y eficiencia. Estudiantes y profesores conviven democráticamente en
su seno. Su autonomía docente, académica y administrativa
–conquistada a precio de sangre y reconocida en la Constitución
de 1940– es la más sólida garantía de su progreso creciente.
Alumbra y alecciona. Es manantial de saber y bastión de la
libertad. Vale la pena vivir y morir por ella.
(Abril de 1951)
248
Éramos ocho y un fotingo
No necesito apelar a testimonios ajenos para escribir el
relato que hoy inicio. De cuanto revivo y refiero soy protagonista, testigo y notario. Esta es la crónica fidedigna de la
génesis, desarrollo y estallido del movimiento estudiantil
que organizó la jornada heroica del 30 de septiembre de 1930,
bautizo de fuego de nuestra generación y punto de arranque
de la gesta popular contra la tiranía de Machado. Es, al
par, recuento, lección y advertencia. Aquel pasado dantesco
resucitó una vez y puede resucitar otra.
Ocurrió hace mucho tiempo. Salía yo de la Asociación de
Estudiantes de Derecho cuando fui parado en seco por un
tremendo manotazo cordial. Era Juan Ramón Breá. Venía
a “plantearme una cuestión” de parte de Aureliano Sánchez
Arango. Nos sentamos bajo la lírica fronda del Patio de los
Laureles. Ya habían terminado las clases. Florecían las
camelias y agonizaban las dalias. En un recodo propicio de
la vetusta galería, una amelcochada pareja hilaba un sueño
de amor. Cantaban los pajarillos la resignada tristeza de
la tarde en derrota. Una suave fragancia otoñal trascendía
morosamente del aire.
Breá me dijo primero quién era y después me planteó la
cuestión. Había que introducirse hábilmente en la masa
estudiantil, galvanizar su conciencia, unirla y organizarla,
darle un programa y un rumbo y levantar de nuevo la lucha
contra Machado. Aureliano sugería algunos nombres y, con
otros que yo añadí, el grupo quedó constituido en principio.
Y, al despedirnos, invité a Breá a la conferencia que habría
de pronunciar en la Asociación de Estudiantes de Derecho,
en el cuarto aniversario de la muerte de José Ingenieros, el
gran maestro argentino.
249
Aureliano acababa de liberarse de la célebre causa 228.
Había estado un largo tiempo sumergido. Pero más de una
vez me lo encontré en una guagua, pretendiendo pasar
inadvertido con unos espejuelos absurdos. Estuvo dichoso.
Si hubiera tenido la desgracia de tropezar con Betancourt
o Guanajo, va a parar a la Galera 13, en donde, por varios
meses, se pudrió un numeroso contingente de estudiantes,
obreros y políticos. O quizás al vientre de un tiburón.
Lo primero que hizo Aureliano al recobrar la legalidad fue
intentar, con Rubén Martínez Villena y Breá, revivir la Liga
Antimperialista, que Machado había disuelto so pretexto
de estar subvencionada con “oro de Moscú”. Se llamó a los
intelectuales. Pero la reunión fue más estéril que el vientre
de una mula. Fue aquel el último esfuerzo de Rubén por incorporar a los escritores y artistas, como gremio, a la lucha
revolucionaria. Aureliano se propuso entonces despertar
al estudiantado universitario de la abyecta molicie en que
vegetaba desde los consejos de disciplina de 1927 y 1928.
Concibió un plan de trabajo, seleccionó nombres y me mandó
a Breá con el encargo de iniciar contactos y reclutar adeptos.
En su condición de estudiante expulsado por combatir la
prórroga de poderes, le estaba impedido el acceso al recinto
universitario.
Mi conferencia sobre Ingenieros se inició en una atmósfera
preñada de aprensiones. Aún los soldados ocupaban la Universidad y sus dependencias y era rector el “sargento” Octavio Averhoff; pero mi protesta contra la ocupación militar de
la Universidad y mi denuncia de la farsa panamericana que
se representaba en el Aula Magna –homenaje al monroísmo y a la Enmienda Platt en la persona intelectualmente
descolorida de James Brown Scott– mientras Nicaragua
se desangraba y era cada vez más zafia la penetración económica y política norteamericana en Cuba, Haití y Santo
Domingo y toda la zona “atrasada” del Caribe, suscitó un
vendaval de gritos y más de un anatema contra Machado.
La primera reunión del grupo universitario con Aureliano
y Breá tuvo efecto en el cuarto de este, en una pintoresca
pensión situada frente por frente al domicilio particular
del tirano. No podía ser más exiguo en número. Éramos
250
ocho y el fotingo de Aureliano. Además de los ya citados, lo
componían Carlos Prío, Mongo Miyar, José Antonio Guerra,
Rafael Rubio Padilla, Virgilio Ferrer Gutiérrez y este prójimo. Cuando Prío y yo entramos en el cuarto surrealista de
Breá, este polemizaba furiosamente con Aureliano sobre la
llamada poesía nueva. Breá tenía la calentura vanguardista
subida de punto. Sus versos eran una prodigiosa colección
de disparates.
Concluida abruptamente la discusión, Aureliano expuso,
en sus aspectos fundamentales, el plan que ya Breá me
había esbozado. En un principio, las actividades tenían que
ceñirse al terreno puramente académico y desenvolverse en
absoluta clandestinidad. Se acordó redactar un manifiesto
explicativo de nuestra actitud. Discutido y aprobado al día
siguiente, se llevó a una asmática y pringosa imprentica
aledaña que se comprometía a tenerlo listo en tres días. La
impresión se llevó una semana por dificultades técnicas.
En ese interregno se produjo un hecho de extraordinaria
importancia para el fortalecimiento y ampliación de nuestra
campaña: la retirada de la soldadesca de la Universidad
ante la inminencia de un Congreso Internacional de Universidades que tendría por sede el Aula Magna.
(El Mundo, 13 de septiembre de 1952)
251
El primer manifiesto
La distribución de los manifiestos fue una peripecia inolvidable. Nos dividimos en dos grupos. A la Facultad de
Derecho fuimos Juan Ramón Breá, José Antonio Guerra y yo.
A la Escuela de Medicina, Carlos Prío, Mongo Miyar y Rafael Rubio Padilla.
Cuando Breá y yo llegamos a la Facultad de Derecho, aún
no habían comenzado las clases. La mañana era tibia y clara.
Nos pusimos a conversar con varios filomáticos sobre las
materias duras del curso. De súbito, Breá se perdió. Yo me
escurrí hasta la clase de griego, que a la sazón se daba en
una de las claustrales aulas que amurallaban el Patio de los
Laureles. Marcelino Hernández, el bedel mayor, se detuvo
a conversar conmigo. En un recodo del patio cuchicheaban
algunos miembros de la policía universitaria –cuerpo entonces de delatores y porristas, creado a raíz del movimiento
estudiantil contra la prórroga de poderes– entre los cuales
sobresalía la figura repelente de Andrés Orta, que más
tarde iba a ser guardaespaldas de Averhoff hasta su fuga
vergonzante con Machado el 12 de agosto de 1933.
En eso, sentí que me llamaban. Era Sanjuán, el bibliotecario.
–¿A quién le vas a arrancar hoy la tira del pellejo? Chico,
deja ya tranquilo al barrigón lírico. Tu constante tasajeo lo
tiene loco.
Sanjuán –lengua viperina– era connotado partícipe en
nuestras charlas bajo el laurel, en las que el picadillo del
prójimo era plato diario. Le conté a lo que iba. Me recomendó prudencia. Los mastines de Averhoff estaban ansiosos
de víctimas para justificar la pitanza. Mi conferencia sobre
Ingenieros los había puesto en guardia.
252
Cumplida su faena –sustituir por manifiestos el papel
higiénico de los servicios de la Facultad de Derecho–, Breá
se me unió. Me contó cómo un estudiante casi se desmaya al
encontrarse con la inflamada hoja, más propia para levantar
ronchas que para limpiar excrecencias.
Orta y su pandilla, siempre cuchicheando y sobremanera recelosos, se encaminaron bruscamente al rectorado.
Entonces Breá y yo, en violenta carrera, fuimos hasta el
laurel grande y en el banco que lo rodeaba dejamos sendos
paquetes de manifiestos. Guerra haría lo propio en el laurel
chiquito. Repicaban las ocho en el viejo campanario.
Juan José de la Maza y Artola, terminada la clase de
griego, se fue vertiginosamente tal solía, cargado de libros.
Muchachas y muchachos afluyeron, como de costumbre,
al cantarino y frondoso laurel a adquirir fuerzas para
“entrarle” al latín. Sentados en la ventana última de la
biblioteca, Breá y yo observábamos inquietos el desarrollo
de los acontecimientos. ¿Cogerían los manifiestos? ¿No los
cogerían? ¿Serían capaces de, por miedo, entregarlos a la
policía universitaria?
Un grito rajado rompió el bullicio juvenil. Y todos recularon hasta la estatua de Felipe Poey, donde se quedarían
expectorando palabras sin sentido. Parecían como presos
de un ataque de terror. No en balde se vivía a merced de
las ruedas dentadas del Consejo Único de Disciplina, que
Torquemada hubiera presidido con legítimo orgullo.
Pero nosotros habíamos llevado aquellas hojas para
que se leyesen. Allí, abandonadas, eran letra muerta. La
posibilidad de que algún policía universitario, o un bedel
apapipio, las descubriese, era, además, inminente. Precisaba una determinación instantánea. Y fue así como Breá
y yo nos acercamos con aire distraído al laurel y tomando
un manifiesto cada uno, con fingida sorpresa, lo leímos íntegramente y exhortamos a los compañeros a que hicieran
lo propio. Ninguno respondió. No quedaba otro recurso que
repartirlos a la brava nosotros mismos. Eso hicimos.
Inmediatamente después nos encaminamos al hospital
Calixto García a repartir los manifiestos sobrantes. Entramos, sigilosamente, en el anfiteatro. Un profesor de
253
venerable prestancia y verba fluida explicaba un intrincado
problema cardíaco a una atenta legión de estudiantes. A
una señal convenida, Breá y yo lanzamos una llameante
nube de papeles que provocaron una perturbación tal que
tuvimos que salir pitando en absurda carrera, sin parar
hasta la pensión de Breá, en donde Prío, Miyar, Rubio y
Aureliano aguardaban impacientes el resultado de nuestra
tarea. Supimos luego que el profesor en cuestión, Federico
Grande Rossi, había leído nuestro manifiesto en alta voz a
la clase espantada.
Este primer manifiesto suscitaría en la Universidad y
fuera de ella los más pintorescos y variados comentarios.
Ni que decir tengo que la opinión dominante en las esferas
oficiales era que detrás de su contenido disolvente se agazapaban ácratas y políticos que, ávidos de entorpecer el
maravilloso reinado de la regeneración, se servían de los
estudiantes para el logro de sus antipatrióticos y criminales
propósitos.
(El Mundo, 14 de septiembre de 1952)
254
La incorporación de Rafael Trejo
Uno de los más gratos y fecundos pasatiempos de la vida
estudiantil ha sido siempre la charla errabunda hasta la
madrugada en torno a un café con leche fabulosamente estirado. Los ocho de marras éramos ya veteranos en el difícil
deporte de saber ganar las horas perdiéndolas.
En aquellos tiempos era sitio preferido de los noctámbulos
el restaurant Sonora. Su propietario era el emigrado político
mexicano Ricardo Topete, comprometido en la revuelta del
general Escobar y los cristeros, por lo que tuvo que salir
zancando de México. El grupo levantó en el Sonora su
campamento nocturno. Nuestras discusiones y risotadas a
menudo sacaban de quicio a Topete. Breá lo encolerizó de
tal modo una vez, con sus estrafalarias disquisiciones sobre
el fundamento metafísico del mole, que a punto estuvo de
darle una pinchadita.
De nuestras subversivas “tenidas” en el restaurant Sonora, surgió el propósito de convertir el próximo 27 de
noviembre en un día de agitación y de combate contra la
tiranía de Machado, ligando el nombre de Julio Antonio
Mella a la jornada. Se construyó un plan ambicioso: reunión
del grupo en la esquina del cine Fausto para de allí ir a la
explanada de La Punta y ocupar sorpresivamente la tribuna, transformar la tradicional peregrinación estudiantil
en tángana gigantesca, constelar de anatemas las paredes
de la Universidad y distribuir manifiestos alusivos, apagar
las luces y descargar una centelleante lluvia de bombillos
eléctricos a fin de acoquinar a Coquito Averhoff en la velada
del Auditorium.
Nuestra actividad se concentró, febrilmente, en la preparación del plan elaborado. La redacción del manifiesto se le
255
confió a Breá. Ni que decir tengo que todos añadimos algo
urticante de nuestra pimentosa cosecha. El manifiesto tenía
un tono distinto a los anteriores y en su centro resplandecía el aquilino perfil de Julio Antonio Mella. Transcribo, a
continuación, algunos párrafos del mismo:
No se nos oculta, Asno con Garras, que al señalarte a ti como el
asesino de Mella tentamos con ello a toda la gama del crimen;
la alevosía y la impunidad –tu modo predilecto– al leer estas
líneas ya se habrán hecho una seña inteligente en el estercolero
mental de tu pobrecito cerebro de verdugo. No nos importa que
te ensañes con nosotros. Nos encontrarás decididos siempre y
en la celada fatal sabremos caer sin miedo. Y si nuestros ojos
se abrieran de par en par por la sorpresa, no esperes que se
cierren de terror: estallarán de indignación. Por lo demás, ya
con ningún crimen podrás superar tu propio récord. Has asesinado, expulsado, secuestrado, sepultado en vida, torturado.
Todo lo has ensayado con éxito aparente. ¿Qué te queda por
hacer? ¿Qué puedes intentar para impedir que nosotros, que no
tenemos fuerzas aún para derrocarte, te lancemos al rostro tu
ignominia? Tú, señor de horca y cuchillo, harás lo que quieras.
Pero, amo y señor, no podrás impedir que, desde el vientre de
un tiburón, tus víctimas te maldigan. Es difícil intentar nada
contra ti, pero aun cuando sea imposible, es necesario intentarlo todo. Nada será inútil, pues el crimen que estas líneas
pudiera inspirarte sería la gota que desbordaría la copa que
tantas víctimas han rebosado ya.
Solo faltaba conseguir, por intermedio de alguno de los
componentes del Comité Universitario 27 de Noviembre, la
manera de apagar las luces en la velada del Auditorium.
Rafael Trejo se prestó a ello. Desde aquel mismo instante,
se incorporó a nuestro grupo, desposándose magníficamente con el holocausto y con la acción. Se había encontrado
a sí mismo y encontrado su ruta. Ninguno de nosotros
pudo siquiera barruntar entonces que aquella impetuosa
juventud estaba destinada a desgajarse en plena floración
primaveral.
Las vísperas del 27 de noviembre hubo una reunión para
ultimar detalles. Aureliano y Breá anduvieron a las greñas.
Este se había confabulado con nosotros para eximirlo de su
256
proyectado discurso en La Punta. Nuestra argumentación
parecía políticamente irrebatible. Aureliano había sido el
más destacado líder de la protesta estudiantil contra la
prórroga de poderes y por su talento, experiencia y coraje
resultaba indispensable al desarrollo ulterior de nuestro
movimiento. Cualquiera de nosotros podía sustituirlo airosamente sin poner nada en riesgo. Fue inútil nuestro
despliegue dialéctico. Aureliano Sánchez Arango se salió
con la suya: hablaría revolucionariamente en el paredón
de La Punta.
(El Mundo, 16 de septiembre de 1952)
257
Bochinche en el cementerio
y paz en La Punta
Fue necesario madrugar el 27 de noviembre de 1929. La cita
era a las siete de la mañana en la esquina del cine Fausto.
Los primeros en acudir fuimos Carlos Prío, Rafael Rubio
Padilla y yo. Casi pisándonos los talones llegarían Manolín
Sánchez, José Medina y Paquito Aguilar, reclutados la noche
anterior. Policías y apapipios se apostaban, a lo largo del
Prado desierto, en husmeante actitud. A fin de distraer su
atención, nos pusimos a comentar las fotografías de una
película de próximo estreno protagonizada por Gary Cooper
y Lupe Vélez.
Aparecieron, al fin, Aureliano Sánchez Arango, Mongo Miyar y Juan Ramón Breá. El motivo de la tardanza no podía
ser más peregrino: Breá se había empeñado en recitarles,
frente a una peletería de Galiano, su oda cubista al zapato
viejo. Inmediatamente enderezamos nuestros pasos hacia
La Punta. Primer fracaso. Frente a la tribuna que debía
ocupar revolucionariamente Aureliano se congregaba una
veintena de transeúntes, todavía adormilados. Un estudiante de palabra desvaída y anémico ademán evocaba la
luctuosa efemérides. No valía la pena gastar la pólvora en
salvas. Y decidimos, de consuno, irnos a un cafetín cercano
a ingerir un “sube y baja”.
Prendidos los cigarrillos de rigor, Breá y Mongo se enzarzaron en una encarnizada disputa sobre el origen divino del
congrí, tesis sostenida a grito pelado por el último con eruditas referencias a la Biblia. Cuando parecía inminente la
bofetada, irrumpió Carlos Fernández Arrate, popularmente
conocido por Aspirina. Enterado de nuestras actividades,
quería meterse en la “fiesta”. Le acompañaba un muchacho
serio, silencioso, de piel acamaronada, que estaba ansioso de
258
ofrendarse a la lucha. Era Carlos Manuel Fuertes Blandino.
Hacía años que no lo veía. Le di un abrazo efusivo. Fuertes
y yo habíamos sido compañeros de colegio. Nunca podré
olvidar aquella terrible noche en que, tras de brutales torturas, fue acribillado a balazos por los sicarios de Machado,
cerca de la Ermita de los Catalanes.
De allí nos trasladamos todos al cementerio, en donde iba a
hablar el estudiante Gilfredo Ortiz. Un numeroso auditorio
circuía el mausoleo que guarda la huesa de los mártires y
de su gallardo defensor Federico Capdevila. Ortiz conectó
magistralmente el abominable crimen de la España colonial
con los recientes asesinatos de Machado y las persecuciones
y atropellos de que eran víctimas los estudiantes que habían
combatido la prórroga de poderes. Coincidieron sus palabras
fustigadoras con el sepelio, a unos pasos, del recalcitrante
integrista, sabio profesor y exdecano de la Facultad de Derecho, José Antolín del Cueto, a cuya gestión debió Machado el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de
La Habana. Y, mientras Gilfredo Ortiz peroraba, nosotros
repartíamos manifiestos y proferíamos vituperios de toda
laya contra las autoridades presentes. En vano reclamaban
calma y sensatez los timoratos y acomodaticios. El acto
concluyó en formidable bochinche.
A media tarde estábamos todos en el cafetín de Prado y
Cárcel. No se podía ya dar un paso en la explanada de La
Punta. Junto al paredón en que fueron abatidos los ocho estudiantes de Medicina el 27 de noviembre de 1871, policías,
soldados y esbirros cuidaban el “orden”, en talante idéntico
al de los voluntarios de antaño. Empezaron a desfilar los
manifestantes portando una hermosa bandera cubana cubierta de flores. Nos dispersamos entre ellos abriendo filas
con la persuasiva contundencia del codo. Les hablamos del
imperativo deber de transformar en activa repulsa aquella
carneril procesión, que entrañaba una adhesión al régimen.
No hacía aún dos años que un valioso contingente de compañeros había sido expulsado de la Universidad y lanzado a la
cárcel y al destierro por oponerse a la usurpación de poderes
urdida y realizada por Machado. No hacía aún uno que Julio
Antonio Mella había caído en alevosa emboscada, tendida
259
en México por pistoleros a sueldo de la tiranía. No podían
los estudiantes, en un día como ese, desfilar por las calles
de su patria escarnecida y maltratada sin que la protesta
brotase de sus labios y se concretase en gesto afirmativo
y viril. Ni uno solo de aquellos jóvenes, prematuramente
encanecidos, se dio por enterado. Segundo fracaso. Pero no
importaba. Desde un principio sabíamos que el camino iba
a estar erizado de obstáculos.
Fracasaríamos también Aureliano, Breá y yo en la encomienda de embadurnar de consignas las paredes de la Universidad. La vigilancia era tal que tuvimos que desistir del
propósito. Y nos pareció entonces lo más oportuno retirarnos
a descansar hasta las nueve de la noche, en que iríamos a
ejecutar lo que faltaba de nuestro plan.
(El Mundo, 17 de septiembre de 1948)
260
La noche siempre es joven
No resultaría fácil el acceso a la velada conmemorativa del
fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina. Minutos
antes de iniciarse llegamos al teatro Auditorium. Íbamos
con las faltriqueras repletas de manifiestos y cada uno con
su bombillo eléctrico. Rafael Trejo y Luis Botifil, presidente
de la Asociación de Estudiantes de Derecho, vinculado ya
al grupo, aguardaban para informarnos que el Comité 27 de
Noviembre había acordado, por mayoría, impedirnos la
entrada so pretexto de carecer de invitaciones. No quedaba
otro recurso que abrirse paso por la fuerza.
Aureliano Sánchez Arango dio la orden de ataque y nos
precipitamos como una catapulta sobre la puerta. Menos
Virgilio Ferrer y yo, que fuimos violentamente cerrados,
lograron pasar todos. Un cuarto de hora después podríamos entrar, entre los gruñidos y las gesticulaciones de los
cancerberos, por habernos cedido sus invitaciones Asela
Jiménez y Sarah Pascual.
No cabía ya un alfiler en la amplia sala. Los músicos afinaban, distraídamente, sus instrumentos. Una bandera cubana,
encresponada de luto, pendía en el radiante escenario. En los
corrillos se comentaba, en tono misterioso, el bochinche del
cementerio, identificando algunos la inesperada ocurrencia
con las actividades anteriores del grupo. La policía rondaba
las subversivas tertulias sin atreverse a disolverlas.
Inmediatamente empezamos a situarnos estratégicamente, conforme al plan trazado. Carlos Prío y Mongo Miyar se
quedarían en la platea para apagar las luces en combinación
con Trejo y Botifoll. Aureliano, Juan Ramón Breá y Carlos
Manuel Fuertes –este último con el pantalón tinto en sangre
por habérsele roto el bombillo eléctrico en el forcejeo de la
puerta– se instalaron en el último piso.
261
A las nueve y media se abrió el acto a los marciales acordes del himno nacional. Virgilio Ferrer Gutiérrez y yo nos
colamos en un palco. Carmen Raviña lanzó al aire, en melodioso surtidor de ortigas, la poesía de José Martí, “A mis
hermanos muertos el 27 de noviembre”. Las circunstancias
le infundirían carácter de proclama al sobado poema. Una
onda visible de emoción electrizaba a la concurrencia. Todos,
a una, nos apercibimos a arrojar los manifiestos. Se acercaba
ya la estrofa culminante:
No te pare el que gime ni el que llore:
mata, déspota, mata!
Para el que muere a tu furor impío
el cielo se abre, el mundo se dilata.
Era la señal convenida. Como llamaradas, comenzaron a
caer las hojas sobre la concurrencia. Un oficial del Ejército,
al leer la primera línea dio un salto tremendo y salió despavorido hacia la puerta, como si invisible fuego le quemara la
grupa. En nuestra fuga por la lóbrega escalera de incendio,
Virgilio y yo estuvimos a punto de quebrarnos los huesos.
Y, al fin, sin saber cómo, salimos al patio, reuniéndonos en
un palco con Trejo, Mongo y Prío. Supimos por ellos que
ya no era necesario apagar las luces ni tirar los bombillos
eléctricos. Coquito Averhoff se había arrepentido a última
hora de asistir a la velada.
Aureliano y Breá, escabullidos a una jauría de apapipios,
nos esperaban en El Carmelo, al pie de espumantes cervezas. Pero el estudiante Tatica Jordán fue delatado por
otro estudiante y aprehendido por un sabueso. Decidimos
retornar al teatro en busca del traidor y de la extraviada
pluma de fuente de Aureliano. Ni aquel ni esta aparecieron por parte alguna. Eso sí: aprovechamos la oportunidad
para atizar la enfebrecida atmósfera con relampagueantes
arengas. En la huida, Aureliano y Breá fueron momentáneamente detenidos y registrados por la policía.
En un fotingo de alquiler nos trasladamos entonces a Vista
Alegre. Minutos después llegaría, sudoroso y sediento, Alejandro Vergara. Desde por la tarde andaba distribuyendo
ejemplares de la Carta a Gerardito, suscrita por el general
262
Francisco Peraza. La noche es siempre joven para los jóvenes. Y aquella del 27 de noviembre de 1929 olía a primavera.
Había que inundar la ciudad de manifiestos y cartas. La
decisión fue unánime y sin mediar palabras. Mongo, Trejo,
Prío y yo alquilamos un ágil cacharro. A Breá y a Aureliano
se los llevó Vergara en su máquina. Ya de madrugada, los
tres irían a dar a la guarida del teniente Calvo, tras de
cinematográfica persecución. Aureliano y Vergara fueron
conducidos por Calvo y los esbirros Castro y Peñate a presencia del coronel Perdomo, supervisor de la policía. Breá se
quedó en los Expertos, internado en un calabozo que iba a
ser familiar a los estudiantes revolucionarios y teatro de los
más brutales atropellos y crueles torturas. Después de una
breve conferencia de Calvo con Perdomo, y de las amenazas
de rigor, se levantó un acta en los Expertos, disponiéndose la libertad de los tres. Al día siguiente, Prío, Fuertes y
Mongo, en nombre del grupo, le impondrían al delator de
sus compañeros la sanción correspondiente.
A pesar de no haber extraído de ella todo el jugo que habíamos imaginado, la jornada del 27 de noviembre de 1929 es ya
una fecha histórica en la lucha de la juventud universitaria
contra la tiranía de Machado. Aquel día empezó a fermentar
en la conciencia estudiantil la determinación de encararse
resueltamente con el Gobierno. El 30 de septiembre nació
aquel 27 de noviembre. El grupo de jóvenes que, bajo la dirección de Aureliano Sánchez Arango, le imprimió sentido
nuevo y ritmo revolucionario a la fatigada efemérides fue el
embrión del Directorio Estudiantil Universitario. Cuando
el movimiento popular contra la tiranía irrumpa a flor de
tierra, tendrá ya vehículo idóneo y tierra surcada.
(El Mundo, 18 de septiembre de 1952)
263
Siembra fecunda
Extraordinario impulso cobrarían las actividades del grupo
encabezado por Aureliano Sánchez Arango a partir de la
jornada del 27 de noviembre de 1929. Iniciada en las más
adversas condiciones, la siembra de inconformidades iba
germinando visiblemente en la conciencia de la juventud
universitaria. Menudearon los conciliábulos y afluyeron las
adhesiones. La Asociación de Estudiantes de Derecho era,
en horas de clases, un reverberante abejear de inquietudes.
La madrugada nos sorprendía muchas veces en el restaurant Sonora examinando la compleja situación de Cuba por
sus cuatro costados. Magna era la tarea que nos habíamos
impuesto. No bastaba ya, para resolver la profunda crisis
en que se debatía la República, con derribar la tiranía de
Machado y promover el libre funcionamiento de las instituciones democráticas. Era indispensable, al par, remover a
fondo las bases coloniales de nuestra economía y suprimir
toda forma de atadura política a intereses extraños.
Con los primeros fríos de diciembre aparecieron encendidos manifiestos y ríspidas proclamas. En un documento
largamente meditado y discutido, que distribuimos profusamente, precisamos las demandas centrales de nuestra
plataforma académica: rehabilitación de los estudiantes
expulsados, legalidad de la Federación de Estudiantes,
reforma integral de la enseñanza universitaria y restablecimiento de la autonomía docente y administrativa.
El grupo, cuya existencia y efectividad eran ya peligrosas
para la “paz universitaria” y la “tranquilidad de la república”, comenzó a sentir, con ritmo creciente, el acoso policíaco.
Tuvimos, en consecuencia, que levantar el campamento
del restaurant Sonora. Y no encontramos ningún sitio más
264
apropiado que la tumba de los masones. Era aquella la
primera vez que en Cuba se utilizaba el cementerio como
centro de conspiración. De los muertos, por lo pronto, nada
teníamos que temer. Ni tampoco de la sonora mudez de los
pinos. De quienes había que precaverse era de los vivos y
de los vergajos.
La cuestión académica era, aparentemente, nuestro caballo
de batalla en la Universidad; pero planteándola siempre de
tal modo que tuviera implicaciones políticas. Era fundamental hacerle ver al estudiantado que, sin una previa
transformación de la realidad circundante, el problema
universitario continuaría encerrado en un círculo vicioso.
Buena parte del mes de enero la invertiríamos en fructíferos
cambios de impresiones con numerosos compañeros ávidos
de incorporarse a la lucha. La sustitución del rector Coquito
Averhoff por el doctor Clemente Inclán, muy querido y respetado por estudiantes y profesores, facilitaría sobremanera
nuestros movimientos en la Universidad.
La próxima celebración de un Congreso Internacional
de Universidades en el Aula Magna de la nuestra, que lo
auspiciaba, concentró toda la atención del grupo durante la
primera quincena de febrero. El gobierno de Machado fue
el gobierno de las conferencias. Nunca se efectuaron tantas
en tan breve tiempo. Las usufructuaba, naturalmente, en
beneficio propio.
Pero esta vez había un enojoso problema de por medio:
los estudiantes expulsados en 1927 y 1938 por combatir la
usurpación de poderes de Machado. Aquello podía restarle
lucimiento y sosiego al aerópago. Además, el ánimo del
alumnado no era el mismo de hacía un año. Se esperaba el
estallido de un momento a otro. Machado y las autoridades universitarias, para evitar males mayores, decidieron
fingirse “generosos” y anunciaron la promulgación de una
amnistía a petición de parte. Algunas asociaciones estudiantiles contribuyeron al “magnánimo gesto” solicitando
el retorno de los “compañeros expulsados”.
El grupo se opuso, resueltamente, a la burda maniobra
en memorable manifiesto, escrito por Aureliano Sánchez
265
Arango. Copio, a seguidas, la parte más importante del
bizarro pronunciamiento:
Nosotros luchamos por la rehabilitación de los estudiantes
expulsados; pero por una rehabilitación que no esté supeditada a la celebración de un congreso donde se va a rematar con
bombos y platillos y repique internacional la obra funesta de
un rector farsante; por una rehabilitación amplia, sin compromisos ni restricciones, impuesta por la acción de nuestra unión
exigida por el imperativo de una clase que, estrechamente
vinculada, decidida y movida por la fuerza de ideales justos,
es invencible. Indulto, amnistía o revisión de fallos no son más
que tres formas distintas de denominar una misma cosa: la
benevolencia, la dádiva magnánima de los que podrán arrojar
esa piltrafa cuando crean haber logrado el objetivo perseguido
de rendir y avasallar el alumnado de la Universidad con sus
métodos de persecuciones y expulsiones. Solo cuando fuerzas
poderosas, ajenas a ellos, impongan esa determinación, perderá su carácter de perdón. Solo cuando la acción popular,
volviendo por sus fueros, derribe la tiranía, o cuando la acción
estudiantil universitariamente, rehaciéndose y fortificándose
con una sólida e indestructible unidad, obligue al despotismo
a reparar el crimen, podrá esta reparación ser aceptada por
los expulsados.
La masa estudiantil acogió y apoyó cálidamente nuestra
actitud. El cuadro empezaba a cambiar radicalmente. No
tardaría la efervescencia en aumento en cuajar en estado
de espíritu y convertirse en conciencia revolucionaria.
(El Mundo, 19 de septiembre de 1952)
266
El Congreso Internacional
de Universidades
El 15 de febrero de 1930 se inauguró en el Aula Magna de
la nuestra el Congreso Internacional de Universidades. No
lograría la pompa oficial disminuir la íntima frialdad del
ambiente. Los estudiantes, como respondiendo a una consigna, brillaban por su ausencia. Las aulas vacías, desierto
el Patio de los Laureles, silenciosos los corredores. La Universidad parecía muerta. El hecho preocupó sobremanera
a Machado. Era un síntoma inequívoco del nuevo estado
de espíritu. No escaparía ello a los delegados extranjeros.
Algunos incluso inquirieron el motivo del retraimiento estudiantil. Se les respondió con evasivas. Pero muy pronto,
a través de un manifiesto que le remitiríamos a cada uno a
vuelta de correo, iban a enterarse del drama que en vano
pretendían ocultar la monumental escalinata, las banderas
al viento y las zalemas gubernamentales.
Vale la pena reproducir sus párrafos más salientes:
Los congresos y las conferencias de Machado responden a la
necesidad común a todas las tiranías de hacer una propaganda
que trascienda. Para esa farsa es indispensable el decorado,
cueste lo que cueste. Y así, las bambalinas son el anverso de
una medalla, la única cara que ven los delegados extranjeros:
el Capitolio, la Carretera Central, el Maine, la Plaza de la
Fraternidad. El reverso es bien distinto: miseria, desocupación,
paralización de los negocios, supresión absoluta de los más
elementales derechos democráticos. Ahora la tramoya está
montada en la Universidad, que vio construir su escalinata
cuando se aproximaba la Conferencia Panamericana y de la que
desaparecieron todos los obreros cuando terminó la conferencia,
reapareciendo nuevamente, pese a todas las miserias, al conjuro
del congreso, porque es indispensable que los delegados vean
obras y cuenten de nuestra formidable potencialidad económica
267
bajo la actual administración. Se hablará de reformas, se
harán proyectos fantásticos, se engalanará a Minerva con
una pedrería que deslumbre. Y, al final, todo se habrá
reducido a un concurso de verborrea. Los estudiantes vienen
luchando desde 1923 por todas las cosas que se dirán en el
congreso y muchas más, encontrando el primer obstáculo en
el profesorado, que no entiende de reformas, ni de autonomía,
ni de democracia universitaria, ni de exclaustración de la
cultura, ni mucho menos está dispuesto a depurarse en un
sentido ético y científico. Por esa lucha, uno de cuyos iniciadores
fue Julio Antonio Mella, cobardemente asesinado en México
–¿quién no conoce en Cuba y fuera de ella el nombre de su
poderoso y abominable asesino?–, el alumnado ha sufrido toda
clase de persecuciones. Y hoy los que comprendieron que la
Universidad es solo un espejo y se debatieron contra la causa
productora de los males se encuentran expulsados, con penas
que varían entre uno y quince años. Hay más de setenta
irradiados que pretenden indultar dadivosamente ahora,
como una escena hábilmente interpolada en la comedia del
congreso, para volverlos a expulsar si no se presentan humildes
y vencidos a estudiar colegialmente sus lecciones. Tal es, muy
rápidamente expresado, el interior doloroso que se esconde
tras la majestuosa fachada. Tal es lo que se quiere encubrir
con el manto del congreso. Por eso, este se verá huérfano de
la asistencia de los estudiantes que no quieren sancionar con
su presencia la nueva burla, que no quieren hacerse cómplices
de la última farsa.
De todos los delegados fue Luis Chico Goerne, decano de la
Facultad de Derecho de la Universidad de México, el único
que echó temporales raíces en el estudiantado. Su actitud
en el congreso fue de constante y briosa defensa de los postulados de la reforma universitaria. En una conferencia que
pronunció en la Facultad de Derecho sobre la revolución
mexicana, incitó a la juventud a bregar infatigablemente por
la libertad política, la independencia económica y la justicia
social. Se ganó, en suma, un homenaje de la Asociación de
Estudiantes de Derecho, extensivo a Ignacio García Téllez,
rector de la Universidad de México.
Designado para ofrecer el acto por Luis Botifoll, presidente
de aquella, juzgué indispensable examinar a fondo la crisis
268
universitaria y plantear la urgencia de superarla. Pero no
resulta exagerado decir que Chico Goerne se achicó de mala
manera. En vez de recoger mis palabras y reafirmarlas en
el ejemplo reciente de México, lo que hizo fue –defraudando
a la enfurecida concurrencia– un picúo discurso de adiós a
los estudiantes, a quienes, naturalmente, dejaba el corazón
con todos sus sístoles y diástoles.
Días después se clausuraba, en una atmósfera gélida y
entre flatulentas peroratas, el Congreso Internacional de
Universidades. Los estudiantes retornaron a la colina y
nuevos compañeros se sumaron jubilosos al movimiento
revolucionario dirigido por Aureliano Sánchez Arango. Figuraban, entre ellos, Lorenzo Rodríguez Fuentes, Salvador
Vilaseca, Justico Carrillo y Polo Valdés Miranda.
(El Mundo, 21 de septiembre de 1952)
269
Aquel marzo de 1930
El mes de marzo de 1930 marcó un decisivo paso de avance
en el proceso de cuajo de la conciencia revolucionaria del
estudiantado. Nuevos manifiestos y proclamas se repartieron profusamente en la Universidad y fuera de ella. Las
aulas fueron teatro de improvisadas arengas y de vibrantes
debates. Se produjeron protestas y mítines en el Patio de
los Laureles. Numerosas ocurrencias mantuvieron en jaque
a la policía universitaria y a las autoridades del plantel.
Ninguna tuvo, sin embargo, tanta repercusión y trascendencia como la desaparición de la tarja de la Facultad de Derecho,
en la que Gerardo Machado y Carlos Miguel de Céspedes
se daban el consabido lijazo: “Este edificio fue construido
siendo presidente…” etc., etc. Aquello se estimaba un reto
al decoro estudiantil.
En la reunión efectuada el 7 de marzo por la junta directiva
de la Asociación de Estudiantes de Derecho, Lorenzo Rodríguez Fuentes propuso demandar del rector y del decano
de nuestra facultad la inmediata eliminación del irritante
autobombo. Lo apoyaron Rafael Trejo, Luis Botifoll, Manolito Secades y José Miguel Pérez Lamy. La propuesta fue
rechazada por mayoría. Pero quienes la habían promovido
cambiaron guiños de inteligencia con Rodríguez Fuentes.
La arrancarían ellos mismos.
Concluida la reunión, fueron retirándose todos, menos los
conjurados. Apagaron las luces y esperaron pacientemente
a que fuera más tarde. Serían las nueve de la noche cuando
se apercibieron cautelosamente a la obra. Botifoll, Secades
y Rodríguez Fuentes quedaron encargados de vigilar los
movimientos de Corredor, el sereno, que acostumbraba a
apostarse entre las columnas del rectorado. Allí estaba,
270
durmiendo inefablemente en una silla, con un folletín de
Nick Carter entre las manos. Mientras tanto, Trejo y Pérez
Lamy cumplirían su cometido con tres certeros barretazos.
Minutos después, y envuelta con periódicos viejos que llevaban el cuño de la Asociación, la tarja fue arrojada en la
furnia que existía entonces en L y 23.
Intensa agitación suscitaría en la Universidad el misterioso suceso. Ni que añadir tengo que el infeliz Corredor fue
inmediatamente suspendido de empleo y sueldo. Botifoll y
Rodríguez Fuentes lograrían al cabo su total exoneración.
Su única responsabilidad era la del alguacil alguacilado.
Varias noches más tarde, un policía de posta, bordeando
la furnia de L y 23, notó que de la negra sima brotaba una
extraña refulgencia. Intrigado, descendió. Era la tarja, en
cuya superficie de bronce espejeaba la luna. La prensa se
hizo eco del hallazgo. Se abrió una investigación judicial. Los
periódicos en que iba envuelta la tarja dieron la pista; pero
ya Rodríguez Fuentes había reparado la pifia, distribuyendo
los que restaban en el cafetín de la esquina, al nevero del
barrio y en las bodegas cercanas. Llamado a declarar por el
secretario de la Universidad, Manuel de Castro Targarona,
Rodríguez Fuentes llegaría a exasperarlo con sus urticantes
respuestas y diabólicas ironías. Interrogado por el juez, el
nuevo rector, doctor Clemente Inclán, que conocía al dedillo
el asunto, negó rotundamente que fueran estudiantes los
autores de la sustracción de la tarja. Pronto se supo quiénes
habían sido los protagonistas del sonado episodio. La masa
estudiantil lo vinculó, por supuesto, a las actividades del
grupo.
Las condiciones subjetivas para el desarrollo de una lucha política de carácter revolucionario iban adquiriendo
madurez a ojos vista. No lo echaría de lado el Gobierno. La
redoblada persecución a los miembros más destacados del
grupo lo evidenciaba a las claras. Aureliano Sánchez Arango,
en creciente acoso por la policía, se vería obligado a emigrar.
Ya poco antes había tenido que marcharse clandestinamente
Juan Ramón Breá.
En movida reunión efectuada en un sótano, Aureliano nos
explicó los motivos de su viaje. Expulsado de la Universidad
271
y asediado constantemente por la policía, era ya más útil
fuera que dentro. Nos exhortó a proseguir la brega emprendida y nos señaló cuáles debían ser las tareas inmediatas del
grupo: “copar” la Asociación de Estudiantes de Derecho en
las próximas elecciones, convertirla en organismo dirigente
del movimiento e imprimirle en octubre un tono desafiante,
un contenido nacional y una proyección revolucionaria. El
plan fue aprobado por todos.
El 22 de marzo embarcó rumbo a New York el compañero
que tan decisivamente había influido en el radical cambio
operado en la situación universitaria. Nos parecía ya una
pesadilla la Universidad sumisa y aterrorizada de 1929. El
viejo solar de nuestra cultura tornaba a ser el bastión de
la dignidad cubana y la esperanza del pueblo. No cabe ya
ignorarlo. Si la tángana del 30 de septiembre va a adquirir
categoría histórica es por el grupo revolucionario formado y
dirigido por Aureliano Sánchez Arango. Le tocó esa misión
y la cumplió ejemplarmente.
Nunca ya podremos olvidar aquel mes en que cobramos
clara conciencia del dramático futuro que aguardaba a
nuestra generación. Aún Rafael Trejo sonreía en la mañana
radiante de su promisora juventud. Pero algunos empezaban a soñar despiertos con el laurel del héroe y la palma
del mártir. Aquel marzo de 1930 era la antesala de la más
terrible y gloriosa epopeya que registra nuestra historia
republicana. Los corazones se ponían en línea para la reconquista de la libertad.
(El Mundo, 23 de septiembre de 1952)
272
Hervores de primavera
Andaba en La Habana por aquellos días, en disfrute de
breves vacaciones, Alfonso Hernández Catá, a la sazón
cónsul de Cuba en Madrid. Supe por un hijo suyo que estaba interesado en verme. El gran novelista era portador
de un vibrante mensaje de los estudiantes españoles a sus
compañeros cubanos y no quería marcharse sin entregarlo
a sus destinatarios.
Fui a visitarlo una noche tormentosa en compañía de
Herminio Portell Vilá. Hernández Catá nos recibió en un
recoleto y fragante portalillo. Era un hombre todavía joven,
de negra pelambre, ojos vivaces, sonrisa suelta y mordacidad
silvestre. El tópico céntrico de la conversación sería, desde
luego, la crítica situación que arrostraba la república; pero
buena parte la invertiríamos en discutir la pertinencia de
entregar públicamente el mensaje de marras. Al cabo, Hernández Catá aceptaría, imponiendo, como única condición,
que mantuviéramos un tono discreto. Ni que añadir tengo que
me obligué a ello a plena conciencia de que incumpliríamos
el compromiso. La lluvia prolongaría la tertulia hasta los
despuntes de la madrugada.
La noticia fue jubilosamente acogida por el grupo. Los
preparativos del acto corrieron por cuenta nuestra y de los
miembros afines de la Asociación de Estudiantes de Derecho. Se me designó a mí para que hablara en nombre de la
juventud universitaria.
Era una luminosa mañana de abril aquella en que recibimos a Alfonso Hernández Catá. La amplia sala estaba
repleta de estudiantes. Se advertía en la atmósfera el hervor
de la primavera.
Luis Botifoll, que presidía el acto, lo declaró abierto y me
concedió la palabra. No perdí tiempo en coger al toro por las
273
astas. Mi discurso constituyó una franca incitación a la lucha
revolucionaria. Hice resaltar la heroica y denodada participación de los estudiantes españoles en el derrocamiento
de la dictadura de Primo de Rivera. Enjuicié severamente
la tiranía de Machado. A Hernández Catá no le quedaría
otro remedio que perdonarme la catilinaria y abundar en
mis asertos. Incluso se jugó bizarramente el cargo trazando
un ingenioso paralelismo entre ambos regímenes. El acto
terminó en tumultuoso vocerío.
Días más tarde la propia Asociación de Estudiantes de
Derecho fue escenario de la repulsa en masa del profesor
Gustavo Adolfo Bock, al pretender este dictar una conferencia sobre profilaxis venérea. Tony Varona fue el promotor
de la tángana. Motivó el incidente la creencia generalizada
entonces de que Fifí Bock había festejado el asesinato de
Mella con un baile en la Asociación de Estudiantes de Medicina. Aureliano Sánchez Arango, Pablo de la Torriente Brau
y yo pudimos comprobar posteriormente que la imputación
era falsa.
Existía ya, sin duda, un ambiente propicio para desarrollar
una acción política extrauniversitaria, sobre todo entre los
estudiantes de Derecho. Las actividades del grupo se enderezarían a aprovecharlo a fondo. El cambio reglamentario
de la directiva de la Asociación de Estudiantes de Derecho,
ya inminente, iba a procurarnos el instrumento indispensable para unificar y dirigir los grupos autónomos que a
diario surgían. Iniciamos inmediatamente, conforme a la
línea fijada por Aureliano Sánchez Arango, una vigorosa
campaña orientada hacia el “copo” de la Asociación a través
de las elecciones. Varios compañeros lograron insertarse en
la candidatura promovida por Rafael Trejo. La otra candidatura la encabezaba Lorenzo Rodríguez Fuentes, también
miembro del grupo. Obtuvimos una victoria aplastante.
La nueva directiva quedó integrada por Alberto Espinosa,
Rafael Trejo, Carlos Prío, Felipe Martínez Arango, Ernesto Freire, Carlos Raggi, Roberto Ravelo, Roberto Pérez
Abreu, Emilio Roelandts, Mario Cañal, Enrique Rodríguez
Narezo, Nicanor Díaz, José I. Suárez, Concepción Vigo y
yo. Varios de los citados resultarían “jaibas” a la hora de
274
los mameyes, viniendo a sustituirlos miembros de la candidatura derrotada, con Lorenzo Rodríguez Fuentes en la
vanguardia. Sobre estos y los que permanecieron en pie
de la candidatura triunfante, caería la responsabilidad de
mantener flameante, a toda hora, la gloriosa bandera de la
Asociación de Estudiantes de Derecho.
Manifiestos, volantes y arengas estremecieron la Universidad y preocuparon sobremanera al Gobierno en los días
subsiguientes. Los que “veían en el subsuelo” notaban el
sordo crepitar de la rebelión. Pero junio estaba ya en puertas
y los exámenes absorberían, forzosamente, la atención de los
estudiantes. Los dirigentes del grupo acordamos, en consecuencia, recesar sus actividades hasta el mes de septiembre.
Nos habíamos ganado, con creces, ese paréntesis de reposo.
Sería el último de esa índole para muchos, que no tendrían
ya otro, durante tres años, que la cárcel o la tumba.
(El Mundo, 24 de septiembre de 1952)
275
Brindis contra la tiranía
Al alborear el mes de septiembre de 1930, la tiranía de
Machado concitaba la total repulsa del pueblo cubano. El
carácter policíaco y el torvo contenido de la regeneración
degenerada –simulación, despotismo y miseria en siniestro consorcio– mostrábase a la vista de todos. No cabía ya
avenencia patriótica, ni solución pacífica. La coyuntura de
fuerza creada por el gobierno usurpador de Machado solo
por la fuerza podía superarse.
En memorable reunión efectuada en El Carmelo el 6 de
septiembre, Rafael Trejo, Carlos Prío, Mongo Miyar, Luis
Botifoll y yo consideramos inaplazable la reanudación de la
lucha, interrumpida forzosamente durante las vacaciones.
Era ineludible abandonar los estudios. Mongo y yo estábamos a punto de concluir la carrera; pero todos aceptamos
el sacrificio sin vacilar. El momento era decisivo. La hora
de la guerra a muerte contra la tiranía había sonado en el
reloj de la historia.
Perfilamos un plan de acción en varias reuniones celebradas en la azotea del domicilio de Botifoll. En lo adelante,
la Universidad sería nuestra casa. La Asociación de Estudiantes de Derecho era el centro de operaciones. El aparato
de propaganda funcionaba sin cesar. Se reanudaron los
contactos. Pronto la agitación cundiría en todas las zonas
estudiantiles. Medicina y Letras y Ciencias se incorporaron
a la brega. Se advertía el propósito de llevarla hasta el fin.
Una noche irrumpiría en el local un fornido mocetón de
frente dilatada, voz grave, mentón altivo, sonrisa franca
y ademán resuelto. Era Pablo de la Torriente Brau. Solo
hacía unas semanas que lo había yo conocido en el bufete
de Fernando Ortiz. Acababa de publicar un libro de cuentos
con Gonzalo Mazas Garbayo. Me asombró su imaginación
276
fabulosa, su afán de servicio, su corazón trepidante y su
generoso amor a los que sufren, sueñan y pelean. Le referí,
a trazos, nuestros empeños y objetivos. Le relampaguearon
los ojos y se le estremeció la musculatura. Concisa y tajante
fue su respuesta:
–Desde ahora cuenta conmigo.
Y, sin darme tiempo a abrazarle, me preguntó:
–¿Cuándo y dónde es la próxima reunión?
Breve, dramático y fecundo sería el tránsito de Pablo de
la Torriente Brau por la vida. Un brumoso amanecer de diciembre de 1936 se desplomaría de cara al enemigo, sobre la
nieve de Romanillos, en defensa de la República española y
de la libertad de Cuba. Su recuerdo fulge hoy como diamante
bruñido y nos alienta de nuevo en esta hora sombría.
En aquellos días ocupó el primer plano de la actualidad
política Enrique José Varona, con motivo de unas ríspidas
declaraciones. Nada se guardó de lo que pensaba. Incluso
condenó severamente la frívola conducta de la juventud
y lamentó su pasividad ante los crímenes, latrocinios y
desafueros de Machado. Aunque injustas, aquellas palabras actuarían en la conciencia estudiantil como poderoso
reactivo. Se hizo cuestión de amor propio demostrarle al
viejo mentor que éramos legítimos discípulos de su olvidado
magisterio.
Cumplida corroboración tendría ello una semana después
en el almuerzo ofrecido en la Asociación de Estudiantes de
Derecho al escultor Jesús Casagrán, próximo a embarcar
rumbo a Italia. Desempeñaba interinamente el rectorado
Ricardo Martínez Prieto. A las once de la mañana, el local
de la Asociación era un hervidero. Advertido el rector, vino
a suplicarnos que no habláramos de política. Le prometimos complacerlo por quitárnoslo de encima; apenas se fue
no hicimos otra cosa que eso. A la hora de los brindis habló
Trejo, habló Prío, habló Quico Pérez Ortega, hablé yo. Y,
todos a una, afirmamos rotundamente nuestro repudio a
la tiranía y la necesidad de organizarnos para combatirla
sin cuartel.
Enterado el Gobierno, Machado le exigió al rector que
adoptara medidas que impidieran la repetición de actos
277
análogos. Era inútil. La torrentera subterránea de la rebelión
era ya incontenible. Los únicos que seguían echándose fresco
en sus casas eran los jerarcas de la oposición tradicional.
Las aludidas declaraciones de Enrique José Varona le
imprimieron un nuevo sesgo al homenaje que se proyectaba
rendirle en el cincuentenario de su primera lección de
filosofía, consistente en la edición de sus obras completas.
Se añadió la celebración en el mes de octubre de un acto
público de solidaridad con su actitud frente a la tiranía,
nombrándose una subcomisión presidida por Juan Marinello
y de la cual formaron parte Jorge Mañach, José Z. Tallet,
Herminio Portell Vilá, Emilio Roig, Henry Salazar, Gustavo
Aldereguía, Juan Antiga, José Manuel Valdés Rodríguez,
Elías Entralgo, Antonio Penichet, Carlos Prío, Pablo de la
Torriente Brau y yo. Pero Machado impediría que el acto se
efectuara. Ya la sangre de Rafael Trejo ardía en los caminos.
(El Mundo, 25 de septiembre de 1952)
278
En la recta final
Los grupos estudiantiles ávidos de cooperar en una acción revolucionaria contra la tiranía de Machado afluían
por todas partes, como ríos tributarios de la impetuosa
corriente. Vinieron Félix Ernesto Alpízar, Ramiro Valdés
Daussá, Pepelín Leyva y Rubén León con sus respectivas
huestes. José Sergio Velázquez aportó un núcleo valioso.
Willy Barrientos y Luis Botifoll reclutaron adeptos entre
los atletas. En una reunión conjunta, Rubén León propuso
que, en lo adelante, el movimiento estuviera dirigido por
estudiantes de todas las facultades y no exclusivamente
por la Asociación de Estudiantes de Derecho. No hubo
dificultad alguna en aceptarlo. Lo único que a todos nos
importaba era fortalecer y vertebrar el frente de lucha contra el Gobierno. Ni siquiera teníamos el egoísmo natural
de la propia conservación.
Menudearon las conferencias y las discusiones.
Aumentaban las filas como por arte de magia. Polo Valdés
Miranda, que se encontraba en San Antonio de los Baños,
retornó precipitadamente. Reapareció Carlos Manuel
Fuertes. Tony Varona comenzó a frecuentar nuestras
reuniones. En una, efectuada en el domicilio de Botifoll,
Carlos Guerrero Costales se incorporó a la lucha. Varios
días antes se habían sumado Leví Marrero, Alberto
Saumell, Manuel Lozano, Silvia Martel, Pedro Saavedra,
Roberto Lago, Julio César Fernández, Víctor Amat, Jorge
Luis Martí, Laudelino González, Carlos Alfara, Manolo
Menéndez, Julio César Torras, José Antonio Viego, Andrés
Alonso y Armando Feito. No tardarían en agregarse
Fernando López Fernández, Antonio Díaz Baldoquín,
Guillermo Carranza, Juan Ramón Blanco, Filiberto
279
Rodríguez Angulo, Jorge Quintana, Luis López Luis, Nena
Segura Bustamante, Filomeno Rodríguez Abascal, Juan
Antonio Rubio Padilla, Silvia Shelton, Carlos Sardiñas,
Jaime Urquí, Agustín Guitart, Rafael Escalona, Miniña
Rodríguez, Benigno Recarey, Maco Cancio, Sarah del
Llano, José Lezama Lima, Zoila Mulet, Mario Cabeza,
Humberto Cortina, Marcio Manduley, Luis Barrera y René
Villarnovo.
Machado nos brindaría, prontamente, la coyuntura de
poner en marcha aquella piafante conjunción de voluntades. Me refiero a la posposición de la apertura del curso
académico hasta después de celebradas las elecciones
parciales de noviembre de 1930. Era una manera efectiva
–según creía el Gobierno– de mantener a los estudiantes
al margen de la nueva farsa. El rector interino, Ricardo
Martínez Prieto, impartió su aprobación a la estratagema.
A nadie escaparía el subrayado color político de la medida.
Un encrespamiento de inconformidad acogió la decisión
del rector.
Nuevos núcleos vinieron a engrosar los existentes. La
necesidad de articularlos era ya imperativa. Sin doctrina,
organización y dirigencia no se va a ninguna parte en el
terreno de la actividad revolucionaria. La rebelión espontánea desemboca siempre en el matadero y solo beneficia
a los detentadores del poder.
La vigilancia se intensificaba por días. Nos sentíamos
espiados hasta en la sopa. Pero era necesario encarar el
riesgo y organizarnos rápidamente. Se abrió un febril período de reuniones clandestinas. Las dos más importantes
tuvieron efecto los días 18 y 21 de septiembre en la finca
de Polo Valdés Miranda, cerca de Santa María del Rosario. De la primera no salió nada práctico. En la segunda
se pudo, al fin, delinear un programa político y un plan
de acción que comprendía los objetivos siguientes: asamblea contra la resolución del rector, manifiesto al pueblo
de Cuba exigiéndole la inmediata renuncia a Machado,
manifestación a casa de Enrique José Varona, el reintegro
de los estudiantes expulsados en 1927 y 1928 y apoyo de
280
los profesores antimachadistas. Fecha: 30 de septiembre.
De este modo se aprovechaba la presencia en La Habana
de los estudiantes de provincia que habían concurrido a
examinarse.
Se designaron varias comisiones. Una especial, para redactar el manifiesto, compuesta por Rubén León, José Sergio Velázquez y yo. A Trejo se le encargó que obtuviera de
Raúl Godoy un cuadro objetivo de la situación económica.
Y, a entrevistarse con los profesores, fueron algunos de los
citados y otros. La noche del 22 de septiembre, y después
de exponerle a Enrique José Varona nuestro plan, que
aprobó entusiasmado, Carlos Prío, Herminio Portell Vilá
y yo fuimos a visitar a Ramón Grau San Martín, quien se
puso decididamente a nuestro lado.
La tarde del 24 de septiembre se discutió el proyecto
de manifiesto encargado a Rubén León. Caras nuevas:
Ladislao González Carbajal, Ramón O. Hermida, Oscar
Jaime Hernández y José A. Soler. Este último lograba
incorporarse tras de una tenaz resistencia de la mayoría,
que olfateaba en él al soplón.
Rubén leyó su borrador a cámara lenta; pero después de
una movida polémica se acordó pasarlo a mí a fin de que
yo redactase otro, teniendo a la vista determinados puntos
tocados por él. Recuerdo que lo escribí en la redacción de
este periódico y lo leí, apenas concluido, a José Z. Tallet y
al gran poeta colombiano Porfirio Barba Jacob. La verdad
es que yo me aparecí con un borrador radicalmente distinto
al de Rubén. No constituía dicho manifiesto, sin embargo,
mi personal enfoque del problema cubano. Se concretaba a
recoger el común divisor político del heterogéneo grupo que
lo respaldaba. Con todo, no dejé de aludir a la estructura
colonial de la república, que era la raíz y el sustentáculo
de nuestro incipiente desarrollo económico, servidumbre
social, corrupción administrativa y frustración democrática.
El manifiesto fue aprobado en su totalidad. Aún resuenan, como dramática incitación a la brega, sus párrafos finales: “La única solución del problema cubano es el cese del
281
actual régimen con la inmediata renuncia del presidente
de la República. Y no es esta la aspiración de una minoría
descontenta; es el clamor unánime del país, dispuesto a
lograrla por todos los medios y procedimientos a trueque
de todos los sacrificios, aun el supremo de la propia vida,
pues, como postulara Martí, los derechos no se mendigan,
se arrancan”.
(El Mundo, 27 de septiembre de 1952)
282
El Directorio Estudiantil
Universitario de 1930
Ya todo parecía estar listo para entablar combate abierto
con la tiranía de Machado. Faltaba, empero, lo fundamental:
el destacamento de vanguardia que dirigiera, coordinara y
condujese el movimiento revolucionario con la estrategia
y la táctica congruentes con sus objetivos. No fue fácil vencer
la reluctancia que de súbito afloró en parte del grupo. Las
opiniones se dividieron tajantemente en torno a la necesidad
de crearlo y de su posible denominación. Era, en verdad,
alarmante el desconcierto que se suscitó al discutirse formalmente el problema. Nada valió esta vez el despliegue
dialéctico de los más avezados; ni la buena voluntad de otros
que temían se desmoronase todo en las vísperas. Acordamos
reunirnos al día siguiente por la mañana.
La controversia se reanudó con igual ardor y pareja acritud. Horas enteras consumimos en mantener los contrapuestos puntos de vista. Sometido el asunto a votación, se
acordó, por mayoría, que fuera el grupo, sin nombre alguno
ni dirigencia jerarquizada, el que asumiera la dirección
del movimiento. Nos opusimos a tamaño absurdo Rafael
Trejo, Polo Valdés Miranda, Carlos Prío, Mongo Miyar,
Oscar Jaime Hernández, Ladislao González Carbajal, José
A. Soler, Ramón O. Hermida y yo. Félix Ernesto Alpízar
afirmó, estentóreamente, que él estaba ya harto de esas
pequeñeces, que él era hombre de acción. Lo mismo le
daba que hubiera Directorio o no. Luchar contra la tiranía,
como quiera y donde quiera, era lo único que le interesaba.
Aquellos exabruptos tendrían en su conducta ulterior plena
y heroica confirmación.
Nadie, en rigor, quedó satisfecho del peregrino acuerdo
adoptado. Citados para la tarde siguiente en la iglesia
283
metodista, ofrecida por Blanca Dopico, no pudo efectuarse
la reunión. La policía, avisada por algún confidente, se posesionaría horas antes de los alrededores, bloqueándonos
el acceso. Esa propia tarde, el cuarto de Alberto Saumell
fue asaltado y aquel detenido un buen rato. No logramos
explicarnos a la sazón lo ocurrido. Ya hoy sabemos que fue
Soler.
El domingo 28 nos reunimos en el Colegio Universitario
a puertas cerradas y en un pequeño cuarto del fondo. Asistieron más de 50 estudiantes. Había un calor sofocante y el
humo de los cigarrillos enturbiaba la atmósfera. Se acabó
de perfilar el plan de acción para el 30 de septiembre. Responsabilidades, encomiendas y funciones quedaron convenientemente distribuidas.
De nuevo promoví yo la batallona cuestión del aparato
revolucionario. Peroré, hasta la fatiga, en defensa de mi
tesis. Recuerdo que concluí apelando dramáticamente a las
lecciones de la experiencia. Sin un aparato revolucionario
–fueron mis últimas palabras– vamos directamente al fracaso. La discusión enrareció aún más el aire viciado; pero
esta vez la idea abrió surco y tuvo al cabo favorable acogida.
Se renovaría la controversia al plantearse el problema del
nombre. Prío, Hernández, Mongo Miyar, Valdés Miranda
y yo propusimos el de Directorio Estudiantil Universitario.
Fue aceptado. Y entonces se pasó a la designación de sus
miembros, resultando integrado el organismo en la forma
siguiente: por la Facultad de Derecho, Carlos Prío, Alberto
Espinosa, Justo Carrillo, Polo Valdés Miranda, Virgilio
Ferrer Gutiérrez, Tony Varona y yo; por la Facultad de
Medicina, Rubén León, Pepelín Leyva, Carlos Guerrero, Fernando López Fernández, José Ramón Blanco, Jaime Urqui
y Luis López Luis, y por la Facultad de Letras y Ciencias,
Mongo Miyar, Carlos Sardiñas, Carlos Manuel Fuertes y
José Antonio Viego.
Un hurra entusiasta saludó la constitución de la vanguardia revolucionaria. Corazones en vilo, miradas húmedas,
abrazos efusivos. Era aquel, sin duda, un momento estelar
de la historia política de Cuba. Había nacido el Directorio
Estudiantil Universitario de 1930. Esa noche nos despedimos
284
en silencio y como fascinados por el luminoso temblor de
las estrellas.
La mañana del lunes 29 tuvimos un último cambio de
impresiones en la Asociación de Estudiantes de Derecho.
Allí estaban Trejo, Prío, Miyar, Lozano, Alpízar, Saumell,
Carrillo, Fuertes, Saavedra y Polo Valdés Miranda.
Trejo exclamó entonces en broma:
–¡Aquí hace falta una víctima!
Y, dirigiéndose a todos, con intencionada sonrisa:
–Yo creo que debe ser alguien significado, como Prío, como
Roa…
Prío replicó eléctricamente:
–¡Tú eres bobo! A mí no me gusta el papel de muerto. ¿Por
qué no lo desempeñas tú?
En eso, alguien llegó gritando:
–¡La policía! ¡La policía!
Parte del grupo se dispersó. Para disimular, Prío y yo nos
pusimos a jugar al ping pong. Total: una falsa alarma.
Pero, por la noche de ese mismo día, fuerzas de policía solicitadas por el rector rodearon la Universidad. Trejo y Prío
pernoctaron en casa de Humberto Cortina. Desde la azotea
pudieron ver cómo una compañía de soldados acampaba en
la Quinta de los Molinos.
Nuestra hora había llegado. La generación del 30 –como
luego sería bautizada– estaba ya lista para enfrentarse con
su destino.
¡Cuánta juventud prematuramente tronchada por un soñado y radiante mañana que es hoy pesadilla y ayer!
(El Mundo, 28 de septiembre de 1952)
285
30 de septiembre
La Habana amaneció el 30 de septiembre de 1930 estremecida de aprensiones y entoldada de brumas. Se respiraba
una atmósfera de tragedia. La guarnición del Castillo de la
Fuerza había sido reforzada la noche anterior. Doce ametralladoras fueron emplazadas en los sitios estratégicos
de la ciudad. La policía fue acuartelada por disposición de
su jefe, el comandante Rafael Carrerá. En Columbia, dos
escuadrones del Tercio Táctico aguardaban órdenes.
No obstante las dramáticas perspectivas, los conjurados
fueron concentrándose a la hora convenida. Figuraba, entre
ellos, el profesor Herminio Portell Vilá. Policías a pie y a caballo patrullaban la colina y sus aledaños. A la cabeza de las
fuerzas, pálido de miedo, temblando como una mujerzuela, el
inspector Antonio B. Ainciart. Pronto se circuló la consigna:
al parque Alfaro. De allí, partiríamos en manifestación hacia
el Palacio Presidencial a restregarle a Machado nuestro
desprecio en su propia cara. La determinación, aunque asaz
peligrosa, era políticamente más efectiva que ir hasta el
domicilio de Enrique José Varona, como se había acordado.
Éramos ya como cien. José Sergio Velázquez pronunció
una arenga inflamada. Gritos. Aplausos. La excitación era
tremenda. Trejo y Pepelín Leyva subieron a la azotea del
edificio Ravelo. La policía inició un movimiento envolvente.
Pepelín y Trejo descargaron sobre ella una granizada de
piedras. Sonaron tiros. Polo Valdés Miranda y Saumell irían
en busca de aquellos. Aumentó el griterío.
–¡Muera Machado! ¡Abajo la tiranía!
Un toque de clarín ahogó el tumulto y enardeció aún
más los ánimos. Era Alpízar. Armando Feito tremoló una
bandera cubana. La manifestación se organizó y se puso en
286
marcha. No portábamos más armas que los puños de acero
de Pepelín Leyva y Pablo de la Torriente Brau. Policía que
tocaban, policía que caía. Huían, como bólidos, los transeúntes. Estrépito de puertas. Disparos. Gritos.
–¡Abajo la tiranía! ¡Muera Machado!
La policía acuchilló en dos la manifestación y cargó violentamente contra ella. Confusión indescriptible se produjo
en la esquina de Infanta y San Lázaro. Fogonazos repetidos
manchaban de blanco la mañana gris. Ainciart, revólver en
mano, dirigía la dragonada. Pepelín derribó otro policía de
una bofetada. Blasfemias y gritos. De repente, se desplomó,
con la cabeza ensangrentada, Pablo de la Torriente Brau.
Juan Marinello es aprehendido, por el propio Ainciart
cuando se disponía a auxiliarlo. Manos amigas recogieron
a Pablo, desvanecido por el impacto.
La acometida era ya irresistible. Tony Varona sintió de
súbito como un mordisco en una oreja. Sangre a borbotones
le fluía por el rostro. Trejo, en corajudo arranque, se enredó
en un cuerpo a cuerpo con el policía Félix Robaina. Díaz
Baldoquín acudió presto en su ayuda. Trató de arrancarle
el revólver al esbirro. Sonó una descarga. Trejo se derrumbaría, chorreando sangre, sobre el pavimento regado de casquillos y manifiestos. Agredido por la espalda, él ha tenido
la desgracia y la gloria de ser la víctima necesaria.
No era ya posible mantener la desigual contienda. Se
imponía romper el cerco y proseguir hacia el Palacio Presidencial. A una voz de mando la manifestación se escindió.
Una parte bajó por San Lázaro y, a toda velocidad, pisándole
los talones la jauría policíaca, enrumbó hacia Belascoaín.
La otra dobló por Jovellar hasta Espada.
Bofetadas. Disparos. Toletazos. Gritos.
–¡Abajo Machado! ¡Mueran los asesinos de Trejo!
Loca carrera. A la vez repartíamos manifiestos y asaltábamos tranvías. Junto a mí iba Mongo Miyar despetroncado. Su respiración era un silbido. Tosía. Había salido a
la calle calcinado por la fiebre. Al llegar al parque Maceo,
nos tropezamos con el comandante Carrerá, que había ya
dejado orden en la Quinta Estación de que nos recibieran
a tiros.
287
Belascoaín y San Lázaro. Los peatones se escabullían y
el hotel Manhattan cerraba sus puertas. Pero la bandera
cubana izada en nuestros corazones podía más que todo.
–¡Adelante! ¡Adelante! –exclamaban algunos.
Y, todos al unísono, con ronca voz colérica:
–¡Muera Machado! ¡Abajo el imperialismo!
En San Lázaro y Gervasio nos vimos cogidos entre dos
fuegos. Los policías de la Quinta Estación empezaron a
disparar, primero al aire, luego al cuerpo. En vista de que
no tocaban a nadie, yo me permití observarle a Prío, que,
junto con Mongo, Rubén León, Saumell, González Carbajal
e Isidro Figueroa, iba a la cabeza de la manifestación:
–Parece que están tirando con fulminantes…
Como respuesta, a unos pasos, cerca de un puesto de frutas, caía herida una anciana. Hubo un momento de vacilación. Un grupo torció por Gervasio y muchos se guarecieron
en las casas vecinas. El otro retrocedió y se refugió en un
laboratorio. Fue solo un minuto. De nuevo a la calle. Se renovó el tiroteo. Mongo, González Carbajal y Saumell, este
herido en un hombro, fueron capturados y conducidos a la
Quinta Estación. Un alevoso balazo abatió al líder obrero
Isidro Figueroa.
Es indispensable subrayar el hecho. Aquella memorable
mañana no solo se vertió sangre estudiantil: también se
derramó sangre proletaria en entrañable comunión de dolores, rebeldías y esperanzas.
(El Mundo, 30 de septiembre de 1952)
288
Muerte y resurrección
de Rafael Trejo
Los conjurados del 30 de septiembre habíamos ya probado, con creces, que poseíamos corazón y lo otro; pero a las
huestes diezmadas y maltrechas de la heroica jornada no
les quedaría más recurso que darse a la precipitada. Al
doblar por Belascoaín, ya en fuga, varios policías nos molieron a palos a Polo Valdés Miranda, a Humberto Cortina
y a mí. Los tres, junto con Carlos Prío y Virgilio Ferrer
Gutiérrez, engrampamos un fotingo y fuimos a El País.
Numerosos estudiantes se arremolinaban en el portal ávidos de noticias. Rubén León exhibía, como trofeo, la chapa
del vigilante 1324, que había puesto fuera de combate con
certera pedrada.
Harto dificultoso fue el acceso a la redacción de El País.
La confusión y el vocerío eran enormes. Los vendedores
de periódicos se unieron a nuestra protesta. Tornaron a
encandilar el ambiente los anatemas de ritual. Amenazas.
Empujones. Pero, al fin, pudimos entrar Prío, Rubén, Polo,
Virgilio, Cortina y yo. Nos recibió Alfredo Hornedo en su
despacho. Rubén y yo le narramos lo sucedido y le dictamos
a un redactor unas declaraciones precisando los objetivos
del movimiento y el patriótico espíritu que lo animaba.
De allí, bajo un furioso aguacero, fuimos al Hospital de
Emergencia, profundamente inquietos por la suerte de los
compañeros heridos.
Subimos a escape. Rafael Trejo acababa de ser sometido
a una riesgosa operación. Momentos antes el estudiante
Lope Sosa le había donado un litro de sangre. En la sala
de urgencia yacía, aún bajo los efectos del shock, Pablo de
la Torriente Brau. Isidro Figueroa, gravemente herido,
aguardaba estoicamente a ser curado.
Pablo ha referido, en dramática crónica, su encuentro con
Trejo en la antesala del quirófano:
289
Yo no podré olvidar jamás la sonrisa con que me saludó Rafael Trejo, cuando lo subieron a la sala de urgencia solo unos
minutos después que a mí, y lo colocaron a mi lado. Yo estaba
vomitando sangre y casi desvanecido de debilidad; pero su sonrisa, con todo, me produjo una extraña sensación indefinible.
Era algo así como si me devolviera la cólera de la pelea a pesar
de la sangre perdida. Era que yo había sabido ya que Trejo,
con sus 20 años poderosos, se moría. Entre vahído y vahído,
yo había podido oír estas palabras, que percibí extrañamente,
como si estuviera dentro de un aparato de radio que sonara
a lo lejos, con un poco de estática: Este se salva… si no hay
fractura… las heridas de la cabeza son muy aparatosas… se
pierde mucha sangre… se pierde mucha sangre… Pero aquel
pobre muchacho no lo salva ni Dios… tiene una hemorragia
interna… Interna…
Horas más tarde expiraría Rafael Trejo. Millares de hombres y mujeres escoltarían su cadáver hasta el cementerio.
Abría la marcha del imponente desfile el Directorio Estudiantil Universitario. Las mujeres se disputaron el féretro
en el trayecto final. Sobre la tumba del gallardo mancebo
lloverían claveles y arengas, lágrimas y protestas. Trinchera
y tribuna sería aquella tumba en los días venideros.
Rafael Trejo había muerto; pero su nombre era norte y
bandera. En apretado haz se alzaría, a su conjuro, el pueblo
entero de Cuba hasta derrocar el machadato en memorables
acciones. La jornada revolucionaria del 30 de septiembre
de 1930 es ya una fecha insigne en la lucha, aún inconclusa,
por nuestra liberación nacional y social. Y marca también,
con áureos caracteres, el bautizo de fuego de la generación
inmolada. Hizo historia y es ya historia. Y, por eso, mientras
no se corone el proceso de transformaciones fundamentales
que inicia, seguirá siendo reanudación, compromiso, camino.
Es un mensaje de ayer para hoy. Nunca, como ahora, Rafael
Trejo es un símbolo.
Evocarlo, y evocar aquellos días precursores de la más hermosa y terrible epopeya que recuerda nuestra historia republicana, será siempre útil; pero mucho más cuando la libertad se
ha perdido y el horizonte se ilumina con extraños fulgores.
(El Mundo, 1º de octubre de 1952)
290
TESTIMONIO GRÁFICO
291
292
Un dibujo de René Portocarrero y una hermosa armonía entre el violeta
y la tipografía escogida: así se nos presenta la cubierta de 1953 de Viento
sur (arriba), también con ilustraciones de Raúl Milián. Debajo, el ejemplar que fuera de Raúl Roa. Posee una encuadernación personalizada a
base de rojo, tonos dorados y los colores de la bandera cubana, añadida
y rediseñada para esa composición.
293
Otros dos dibujos de René Portocarrero (1912-1985), realizados con pluma
de fieltro (plumón) y fechados en los años 40, aparecen en la edición de
1953 de Viento sur.
294
En esta página y en la siguiente, abstracciones en tinta de Raúl Milián
(años 50), que fueron incluidas en la edición de 1953 de Viento sur.
.
295
296
Raúl Roa retratado por Harris & Ewing, Washington D. C. (Foto cortesía
del Fondo Raúl Roa, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
297
298
Contenido
Viento subversivo, bufa del sur. Víctor Casaus/ 9
[Sopla hoy en el mundo…]/ 13
ESPÍRITU DEL TIEMPO
España en éxodo/ 17
España y América/ 22
La vileza del caudillo/ 26
El soldado inglés y la postguerra/ 29
Intermedio en Washington/ 34
La venda de Cupido/ 38
Grandeza y servidumbre del humanismo/ 44
Sociólogos en un mundo en crisis/ 63
Portillo a la esperanza/ 67
Acicate y ejemplo/ 70
Presencia de Juan Jacobo Rousseau/ 73
¿A dónde va el Estado?/ 76
La proeza de Toynbee/ 80
Franco y la Unesco/ 87
El Padrecito Rojo/ 91
El mensaje de Benedetto Croce/ 95
DESFOGUES TROPICALES
Vejamen a José Martí/ 119
Tarea inaplazable/ 121
La infecta herencia del BAGA/ 125
Puntos sobre las íes/ 127
Bufón sin teatro/ 131
El apóstol que se alzó con la cena/ 134
La revolución inconclusa/ 137
Los pistoleros de la difamación/ 144
Carta abierta a Aureliano Sánchez Arango/ 149
299
VENDIMIA EN BORRASCA
Chorro de luz/ 157
En Guáimaro un día/ 161
Lo que el golpe se llevó/ 164
Carnicería sin carne/ 166
Resistir y esperar/ 168
Un homenaje y una actitud/ 170
La palabra de orden/ 174
En torno al frente único/ 178
La línea divisoria/ 181
Campanas sin badajo/ 184
Marca de fábrica/ 187
Pino nuevo/ 190
El escéptico bien avenido/ 193
REMOLINOS DE LA FANTASÍA
Papalote sin cuchilla/ 199
El alacrán de cobalto/ 202
El papiro premiado/ 204
Ida y vuelta en platillo/ 207
Criptograma/ 210
PROA AL VIENTO
La revolución universitaria de 1923/ 215
Éramos ocho y un fotingo/ 249
El primer manifiesto/ 252
La incorporación de Rafael Trejo/ 255
Bochinche en el cementerio y paz en La Punta/ 258
La noche siempre es joven/ 261
Siembra fecunda/ 264
El Congreso Internacional de Universidades/ 267
Aquel marzo de 1930/ 270
Hervores de primavera/ 273
Brindis contra la tiranía/ 276
En la recta final/ 279
El Directorio Estudiantil Universitario de 1930/ 283
30 de septiembre/ 286
Muerte y resurrección de Rafael Trejo/ 289
TESTIMONIO GRÁFICO/ 291
300
301
302
303
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