evaluación y formación para la ciudadanía: una relación necesaria

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MONOGRÁFICO / MONOGRÁFICO
EVALUACIÓN Y FORMACIÓN PARA LA CIUDADANÍA:
UNA RELACIÓN NECESARIA
Fabiola Cabra-Torres *
SÍNTESIS: En el presente artículo se exponen las relaciones entre evaluación y formación para la ciudadanía en el marco de las instituciones
educativas. Se identifican la rendición de cuentas y la gestión de calidad
como los discursos predominantes en las últimas décadas, y se observa
cómo, en menor medida, en la práctica se promueve una comprensión de la
evaluación como actividad valorativa comprometida con el fortalecimiento
del ejercicio de la formación en valores democráticos.
A partir del concepto de evaluación como práctica social y práctica educativa de carácter ético y político, se plantean tres maneras de promover
la formación de ciudadanos: la comunicación ética y crítica de la evaluación como capacidad orientada a la apertura, diálogo, negociación y
discusión sobre los resultados al interior de las comunidades educativas y
de investigadores; la evaluación desde el punto de vista de una ética de la
diversidad en la que la inclusión y la diferencia se proyectan como valores
democráticos; y por último, la consolidación de una cultura política y del
empoderamiento de los sujetos a través de la evaluación.
Palabras clave: evaluación educativa; empoderamiento; formación de
ciudadanos; práctica educativa.
Avaliação e formação para a cidadania: uma relação necessária
SÍNTESE: No presente artigo, expõem-se as relações entre avaliação
e formação para a cidadania no âmbito das instituições educativas.
Identificam-se o rendimento de contas e a gestão de qualidade como os
discursos predominantes nas últimas décadas e observa-se como, em menor medida, na prática se promove uma compreensão da avaliação como
atividade valorativa comprometida com o fortalecimento do exercício da
formação em valores democráticos. A partir do conceito de avaliação como
prática social e prática educativa de caráter ético e político, suscitam-se
três maneiras de promover a formação de cidadãos: a comunicação ética
e crítica da avaliação como capacidade orientada à abertura, diálogo,
negociação e discussão sobre os resultados ao interior das comunidades
educativas e de pesquisadores; a avaliação do ponto de vista de uma ética
*Profesora asociada del Departamento de Formación de la Facultad de Educación,
Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia.
Artículo recibido: 30/11/13; evaluado: 03/12/13 - 27/12/13; aceptado: 16/01/14
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da diversidade na qual a inclusão e a diferença se projetam como valores
democráticos; e, finalmente, a consolidação de uma cultura política e do
empoderamento dos sujeitos através da avaliação.
Palavras-chave: avaliação educativa; empoderamento; formação de cidadãos;
prática educativa.
Citizenship evaluation and formation: a necessary relation
ABSTRACT: The present article seeks to understand the relations between
evaluation and formation for the citizenship in the frame of the educational
institutions. The surrender of accounts and the quality management are
identified as the predominant speeches in the last decades, and is observed
how, in minor measure, in the practice a comprehension of the evaluation
is promoted as a compromised value activity by the strengthening of the
formation exercise in democratic values.
Following on from the evaluation concept as social practice and educational practice of ethical and political character, there appear three ways of
promoting the citizens’ formation: the ethical and critical communication
of the evaluation capacity orientated to the opening, dialog, negotiation
and discussion on the results of the interior of the educational communities
and investigators; the evaluation from ethics of the diversity point of view
in which the incorporation and the difference project as democratic values;
and finally, the consolidation of a political culture and of the empowerment
of the subjects to slant the evaluation.
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Keywords: educational evaluation; empowerment; citizens’ formation;
educational practice.
1. INTRODUCCIÓN
Una forma muy extendida hoy de comprender la evaluación en relación con las instituciones y agentes educativos es la rendición de cuentas
(accountability), mediante la cual se justifica la exigencia de procedimientos
de acreditación de la calidad, estandarización, certificación y participación
del sistema educativo en diversas pruebas estandarizadas (masificadas)
internacionales.
A partir de la década de 1990, los estados han sido los principales interesados y aplicadores de la evaluación en función de emprender las
reformas educativas einstaurar el control y la regulación de las instituciones,
convirtiéndose en un asunto político y de política pública. La evaluación ha
servido de motor para gran parte de los cambios de orientación de los sistemas
educativos, en razón de la información que produce y de los interrogantes que
despiertan la gestión y el análisis de los resultados que entrega a la sociedad.
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Este hecho llevaría a pensar que los sistemas de evaluación pueden
constituirse en instrumentos para agenciar cambios y para involucrar a la
sociedad, en su conjunto, en el análisis y debate sobre los fines y políticas
de la educación (Álvarez y Ruiz-Casares, 1997). A pesar de su potencial
para el cambio social y para promover la conciencia colectiva sobre la finalidad, efectos y eficacia de los sistemas educativos, muchas de las prácticas
dominantes en la evaluación educativa se caracterizan especialmente por un
fuerte énfasis en la función clasificadora y calificadora (Stobart, 2010), a
lo cual se añade la escasa participación de la sociedad y, en particular, de
los jóvenes, quienes son integrados al sistema especialmente como consumidores /informantes pasivos.
Esta preocupación de los gobiernos por la medición de resultados
no se acompaña en igual grado del interés por democratizar las prácticas de
evaluación, por lo que se viene experimentando una reducción de su concepto y de su utilidad para establecer puentes vinculantes que recuperen su
sentido como práctica social y práctica educativa en el escenario amplio de
la ciudadanía. Con ello, sus distintas formas y enfoques se han restringido
cada vez más, desconociendo el desarrollo conceptual que la evaluación ha
experimentado como disciplina diferenciada con facetas muy variadas, útiles
y definidas (Kushner, 2010).
De acuerdo con Alkin (2004), en el campo de la evaluación como
disciplina social se pueden identificar tres áreas clave de su desarrollo teórico
y metodológico:
• Los trabajos sobre el uso de la evaluación, cuya orientación
inicial se enfocó hacia la toma de decisiones y más tarde en
la forma como se usa la información que produce la evaluación.
• La evaluación guiada por métodos de investigación tanto cualitativos como cuantitativos.
• La teoría de la evaluación como valoración, que se fundamenta
en el rol del evaluador, cuya actividad profesional está centrada
en la emisión de juicios de valor.
Una síntesis de los autores representativos se presenta en el cuadro 1.
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Cuadro 1
Énfasis de los diversos enfoques de la evaluación
Uso
Evaluación basada en el uso (M.
Patton)
Empowerment evaluation (M.
Fetterman)
Modelo CIPP (contexto,
input, proceso, producto) (D.
Stufflebeam)
Evaluación orientada a la toma
de decisiones, centrada en el
usuario (M. Alkin)
Método
Evaluación basada en
objetivos y metas del
programa (R. Tyler)
Métodos para la
evaluación de programas
(Lee J. Cronbach)
Valoración
Evaluación libre de objetivos
(M. Scriven)
Evaluación naturalista
(Guba y Lincoln)
Investigación evaluativa
(C. Weiss)
Evaluación comprensiva (R.
Stake)
Métodos experimentales
(D. Campbell)
Evaluación democrática y
deliberativa (E. House, B.
MacDonald)
Fuente: Elaboración propia basada en Alkin, 2004.
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Las tres áreas –uso, método y valoración– constituyen diferentesconcepciones y formas de proceder en relación con la evaluación y el papel
de los evaluadores, las cuales pueden ser complementarias y no necesariamente opuestas. Como representante y pionero de la teoría de la valoración,
MacDonald considera que la evaluación no es neutral y que tiene lugar en
distintos contextos políticos –burocráticos, autocráticos o democráticos– que
ponen en juego diversos intereses y relaciones. El autor defiende el uso de
evaluaciones democráticas debido a su potencial para comprender la realidad
de un programa desde el pluralismo de valores y la justicia, de modo que un
evaluador pueda realmente apoyar o impulsar una ciudadanía informada. Por
su parte, House y Howe (2000) han articulado tres requisitos a la evaluación:
inclusión, diálogo y deliberación, los cuales apoyan los procesos democráticos
y evitan la marginalización de grupos poco representados en la sociedad.
Sería deseable que estas finalidades de la evaluación comprometidas con
el fortalecimiento de la democracia puedan articularse con la necesidad de
rendición de cuentas y la formación para la ciudadanía contemporánea en
los actuales sistemas y prácticas de evaluación educativa.
Como efecto de la globalización de las políticas de evaluación en
educación, el uso de la evaluación está muy al servicio de la rendición de
cuentas, y muy poco de la comprensión sobre la finalidad y el funcionamiento
de los sistemas y las prácticas educativas por parte de la sociedad civil. Por
tanto, la relación entre evaluación y formación ciudadana es una relación
por construir, especialmente si la vinculamos a las capacidades básicas de
autoexamen, de participación y empoderamiento, y de convivencia en escenarios caracterizados por la diversidad intercultural, aspectos que suelen
estar ausentes en escenarios de rendición de cuentas, donde prevalece la
entrega de información.
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2. LA EVALUACIÓN COMO PRÁCTICA SOCIAL Y EDUCATIVA: ARISTAS
EN TENSIÓN
En un sentido amplio, la evaluación es una práctica social, y en
un sentido más específico, es una práctica educativa. Dicha postura ante la
evaluación implica analizar su papel en la sociedad y el rol de los evaluadores,
entendidos estos como sujetos morales que toman decisiones en contextos
complejos y diversos, cuya actividad tiene consecuencias significativas en
otros sujetos, en programas e instituciones sociales, ya sea generando posibilidades de empoderamiento o de exclusión.
Definir el propósito de la evaluación en relación con la ciudadanía
implica asumir valores de responsabilidad cívica esenciales para formar ciudadanos que se reconozcan democráticamente. No obstante, ha predominado
un sentido de la evaluación como herramienta de la calidad y tecnología de
la gestión para el mejoramiento de los programas, despojada, en gran parte,
de su naturaleza cualitativa, hermenéutica y deliberativa. Así, por ejemplo,
la evaluación de un profesor se ha reducido a las encuestas de satisfacción
que responden los estudiantes en calidad de clientes –asimismo al número
de clases, de artículos publicados, de patentes producidas y de proyectos
en los que debe rendir cuentas de productos con valor de uso–, y es bien
sabido que en estos procesos el estudiante no es evaluador sino que solo
provee información a los evaluadores.
Pero rechazar esta visión cuantitativa y de control de la evaluación
no significa rechazar el concepto de evaluación en sí mismo basado en el
juicio profesional y la autocritica, más bien preocupa que
[...] aún predominan visiones tecnocráticas que centran toda la atención en
concebir a un evaluador universitario como un profesional capaz de formular
indicadores, llenar formatos y emitir informes cuantitativos sobre en qué
medida se alcanzaron la metas previstas (Montes Iturrizaga, 2011, p. 5).
El riesgo de esta visión reducida a una de las dimensiones de la
evaluación −la visión técnica− consiste en la tendencia creciente a crear
y configurar lo que se mide en forma de encuestas o de indicadores (Stobart, 2010), convirtiéndose en una tecnología al servicio del control y, en
menor medida, al servicio de la comprensión y transformación de los procesos educativos. Esta faceta comprensiva y transformadora impone en la
actualidad un desafío importante a los proyectos y programas educativos,
que se debaten entre las presiones externas de la rendición de cuentas y las
dinámicas internas, en la que se encuentran obstáculos para democratizar
las prácticas pedagógicas.
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Esta visión tecnicista se deriva, en gran parte, del nuevo gerencialismo incorporado en la educación, en el que interesa la evaluación racional
de problemas con un enfoque puramente procedimental, economicista y
performativo (Ball, 2003; Schwandt, 2008; Solís Hernández, 2008).
Una de las implicaciones y consecuencias visibles de este enfoque es que
los ciudadanos consideran la evaluación solo como una de las tecnologías
requeridas para garantizar la gestión eficiente de la sociedad, y básicamente
como un trabajo que involucra el uso adecuado de herramientas, sistemas,
métodos o procedimientos para determinar los logros, los resultados o los
efectos de las políticas y programas. Así que estamos siendo testigos de
cómo el concepto de evaluación se erosiona y se distancia de su significación
como forma independiente de cuestionamiento y de análisis crítico informado
(Schwandt, 2008).
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Pero la evaluación, en tanto práctica educativa, es más compleja
de lo que se piensa. Es una disciplina práctica de carácter aplicado, preocupada en principio en mejorar la capacidad de los individuos para razonar
de forma adecuada sobre un conjunto de alternativas posibles, entender el
tipo de decisiones evaluativas que se debe afrontar, ayudar a las personas
a deliberar bien para tomar la decisión correcta en un caso determinado,
y contribuir a un tipo de reflexividad en la que uno mismo y sus acciones
se convierten en objeto de evaluación (Schwandt, 2005). Su sentido más
crítico tiene una función de emancipación personal y social, conectado con
ideales democráticos (House y Howe, 2000), pero esta dimensión poco se
ha desarrollado o sido objeto de reflexión en los procesos socioeducativos,
dado que se considera inviable o utópica.
Finalmente, es importante subrayar la centralidad que tiene el
concepto de práctica para la evaluación, en tanto la recupera como evento
ético y comunicativo y no solo como un instrumento de la gestión eficiente.
Dicha centralidad recupera un conjunto que rasgos significativos, entre ellos
su sentido filosófico o deliberativo sobre los fines educativos, y su carácter
contextual, pragmático y transformador (Schwandt, 2008).
Siguiendo a este último autor (2008), la evaluación se constituye
en una actividad racional filosófica porque estimula el examen sobre preguntas relacionadas con el deber ser y lo correcto al interior de los colectivos y
comunidades. Es contextual porque se fundamenta en la experiencia vivida
de las comunidades y remite al estudio de cuestiones sobre cuáles son los
compromisos, valores, normas y rutinas en el aquí y ahora; por ello, cada
evaluación se configura como un estudio de caso intrínseco con su propia
historicidad. Es pragmática porque continuamente se pregunta por lo que
se puede hacer, lo que es viable, sobre qué estrategias se pueden adoptar,
qué acciones se pueden emprender para cambiar el estado de las cosas y
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conlleva la necesidad de viabilidad política y de recursos. Y es transformadora
porque, en virtud de la deliberación entre distintas opciones de vida y modos
de proceder, las nuevas posibilidades emergen de nuevas autocomprensiones
y de los acuerdos para avanzar junto con otros en proyectos que inciden en
la calidad de vida, la convivencia y los valores que rigen las interacciones
sociales.
Así, reducir la práctica a un tipo de desempeño resulta en un empobrecimiento de la comprensión de sí mismos y de las prácticas humanas.
Esto trae como consecuencia una disminución de la responsabilidad moral
del evaluador y un movimiento inverso, en el que las preocupaciones sobre
los valores y los dilemas en los que se encuentran sumergidas las prácticas
evaluativas, y en donde las preguntas sobre su naturaleza dejan de ser asumidas por los directamente implicados –profesores, estudiantes, directivos
y administrativos, sociedad en general– y se desplazan al campo de los teóricos, científicos sociales, estadistas y expertos, produciendo una creciente
ausencia de reflexión tanto en evaluadores como en evaluados (Cabra Torres,
2012). Superar esta visión tecnicista requiere reconocer y hacer visible su
constitución ética y política en tanto práctica social y educativa.
3. PENSAR LA EVALUACIÓN COMO INSTANCIA DE APRENDIZAJES ÉTICOS
Y POLÍTICOS
La evaluación es una actividad social que responde a los valores y
conceptos de la sociedad, por lo que la idea de que se pueden hacer juicios
objetivos e independientes de la cultura es improcedente (Stobart, 2010).
Es importante preguntarnos, entonces: ¿cuál es la finalidad de la
evaluación? ¿Los modos de evaluación son adecuados a su finalidad? ¿A qué
grupos culturales beneficia o afecta negativamente? ¿Cuáles son los usos
políticos, administrativos y económicos de la información que proporciona?
¿Cuáles son las dinámicas implicadas en las relaciones de poder, en la toma
de decisiones, en los valores profesionales, en la construcción de la identidad
de los sujetos y en la configuración de sus subjetividades éticas y políticas
en procesos de evaluación?
En consecuencia, existe otro modo de entender los procesos evaluativos en relación con valores cívicos, el desarrollo humano y los efectos
sociales de la acción educativa, que le exigen al evaluador afrontar su rol
desde una perspectiva constructiva y crítica y como acto de conciencia. En
este caso, la evaluación es una instancia de aprendizajes éticos y políticos,
lo que a su vez implica que en ella se aprende y que uno se involucra en una
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suerte de experiencia participante con significado ético y político. En este
posicionamiento se asume que en la evaluación tienen lugar una suerte de
aprendizajes sociales diversos que, con frecuencia, son invisibilizados por
el énfasis concedido a las evidencias basadas en los resultados medibles de
indicadores.
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¿Qué se aprende en y a través de la evaluación? El aprendizaje en
la evaluación no solo proviene de los hallazgos que ofrece en términos de
información y resultados, sino también del mismo acto de involucrarse en
un proceso para pensar evaluativamente. Veamos dos escenarios: cuando
nos involucramos como evaluadores en una práctica que privilegia el pensamiento crítico-reflexivo, en realidad estamos comprometidos en una actividad
cognitiva de saber usar la información, ponderar la evidencia, considerar las
contradicciones y las inconsistencias en el razonamiento, articular valores de
distintos actores sociales y examinar los supuestos y premisas detrás de las
decisiones, entre otros (Schwandt, 2005). Cuando los estudiantes participan
en una evaluación escolar, lo que aprenden tiene que ver con las normas e
ideales que se tienen del conocimiento y su legitimidad, con las relaciones
de poder, los roles y los privilegios, con la garantía o no de equidad y justicia;
también, como señala Green (2002), con el aprendizaje de la confianza, la
reciprocidad, el respeto y la tolerancia, es decir aquello en lo que se centran
las relaciones, la responsabilidad y el compromiso de las personas implicadas
en un proceso evaluativo.
Como sostiene De Miguel (2009), la evaluación –en tanto constituye
una parte indispensable de todo plan y estrategia educativa y pedagógica–
también puede incidir en el logro de aprendizajes cívicos y de emancipación
social. Ha de permitir que los sujetos perciban no solo si poseen los conocimientos y valores para comprender la realidad social, sino también si ejercen
su papel como ciudadanos éticos, responsables y solidarios. Por tanto, la
evaluación no solo abarca la función de control y legitimación de las políticas, sino que puede constituirse en un espacio para el ejercicio de valores
democráticos y contribuir a que los participantes en procesos evaluativos de
distinta índole sean conscientes de las actitudes y conductas que manifiestan
como ciudadanos en la vida diaria y de su contribución a la vida democrática
de los programas, instituciones y sociedad en general (De Miguel, 2009).
En culturas evaluativas que propician el fracaso escolar, la evaluación no es concebida como una instancia adicional de aprendizaje, sino más
bien como un instrumento de medición y reproducción de conocimientos. Es
preciso comprender que la única finalidad de la evaluación escolar no tiene
que ser la certificación de saberes y competencias de los estudiantes, sino
que puede contribuir a identificar necesidades de aprendizaje relevantes
para la permanencia de los estudiantes en las instituciones educativas así
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como también al ejercicio reflexivo de la ciudadanía activa. El uso oportuno
e inteligente de los resultados de la evaluación de los estudiantes puede
favorecer la intervención temprana en el fortalecimiento de ciertas habilidades y condiciones para el aprendizaje que facilitan su integración social
y académica, tales como la alfabetización crítica en lectura y escritura y la
alfabetización informacional, referida esta última a las habilidades para el
acceso, uso y evaluación crítica de la información, competencias ciudadanas
por excelencia.
4. ALGUNAS REPUESTAS A LAS ENCRUCIJADAS DE LA EVALUACIÓN
EN EL CONTEXTO EDUCATIVO
La dimensión formativa y transformadora de la evaluación está
subdesarrollada y subvalorada en nuestras concepciones y prácticas, especialmente en el contexto de las políticas y los sistemas de evaluación. Y
aunque su potencial está enfocado a responder a tendencias globalizantes que
limitan sus efectos y posibilidades de fortalecer una ciudadanía informada,
es posible identificar algunas respuestas prácticas que se van configurando
en el contexto social y educativo y que podrían ayudar a recuperar el poder
transformador de la evaluación.
A continuación me referiré a tres maneras de sostener desde la
evaluación una actitud ciudadana involucrando su sentido deliberativo, público y, por tanto, ético y político: la capacidad de acceder a la información y
comunicar críticamente los resultados de las evaluaciones; el reconocimiento
de la diversidad consustancial a las situaciones educativas desde un punto
de vista ético, y el fortalecimiento de la cultura política y el empoderamiento
de los sujetos.
4.1 INFORMACIÓN Y COMUNICACIÓN CRÍTICA DE LA EVALUACIÓN
En su obra Informar no es comunicar, Dominique Wolton (2010)
recuerda el valor emancipador que han tenido la información y la comunicación
desde hace siglos, pero advierte que hoy la información abunda mientras que
la comunicación escasea; y es exigua, porque es más difícil que la simple
transmisión de información; en realidad, la comunicación nos remite a la
idea de relacionarnos, de compartir y de negociar:
La comunicación no consiste, durante la mayor parte del tiempo, en compartir puntos de vista comunes entre individuos libres e iguales, sino en
organizar la convivencia entre visiones del mundo a menudo contradictorias
(Wolton, 2010, p. 124).
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Evaluación y formación para la ciudadanía: una relación necesaria
Interesa esta perspectiva de la comunicación para pensar la evaluación, porque privilegia los procesos políticos que se ponen en funcionamiento
para gestionar «la incomunicación y los conflictos con los otros», pero también
la construcción de consensos como expresión política y conducta ciudadana,
propios de la cultura política caracterizada por la capacidad de diálogo entre
colectivos con intereses y necesidades distintas, para allegar a miradas no
unilaterales e inclusivas de las realidades sociales.
Veamos un ejemplo: el papel que puede desempeñar un sistema
nacional de evaluación de la calidad de la educación en relación con la comunicación crítica y la concertación de políticas es inestimable. El desafío de
discutir y compartir puntos de vista en el seno de comunidades académicas
y de profesionales, de grupos de investigación, y con la participación de la
sociedad civil, puede en realidad posibilitar la formación de una masa crítica
como destinatarios informados de los resultados de la evaluación (Jurado,
2003), para lo cual no sería suficiente limitarse a informar con base en
resultados y rankings que proyectan una imagen distorsionada e incompleta
de los sistemas educativos.
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A cambio del sometimiento pasivo, acrítico y desinformado a las políticas globalizadoras de la evaluación, se requiere un despertar de conciencia
ciudadana, que adquiera un sentido desafiante y nuevas lecturas de la realidad en
colectivos de docentes, redes de innovación y grupos de investigadores, proceso
que implica, a su vez, el derecho a pensar, expresarse, establecer relaciones,
criticar y negociar puntos de vista, y un actuar comunicativo que remite a la
conformación de la cultura democrática en los sistemas de evaluación.
El uso de la información y la comunicación crítica de las evaluaciones
conlleva un ejercicio interpretativo profundo en el cual lo fundamental no es
el dato estadístico sino la interpretación cualitativa de la información, cuya
potencialidad consiste en abrir perspectivas al diálogo y discusión (Jurado,
2003). De modo que un sistema de evaluación externa no debería radicalizar una visión de la calidad de la educación y, en cambio, la autonomía
pedagógica de una institución educativa debería fortalecerse para explicitar
y problematizar los resultados de la evaluación, tanto externa como interna,
generando comprensiones y explicaciones, si se quiere, mediante etnografías
institucionales de las culturas locales, para dar cuenta de la incidencia de
creencias, valores, tradiciones, prácticas y tejidos relacionales en la construcción de los resultados de la evaluación. Esto, porque gran parte de las
comparaciones en los resultados y de logro educativo se hacen entre naciones
que han dotado de recursos, dignidad y desarrollo profesional a la labor del
profesor −como en el caso renombrado del sistema finlandés−, y países en
los que la desprofesionalización del docente se agudiza por las situaciones
de inseguridad, violencia, escasa retribución salarial y saturación de tareas.
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4.2 EL VALOR DE LA DIVERSIDAD Y LA DIVERSIDAD EN LA EVALUACIÓN
No siempre son claros ni el fundamento ni los objetivos que anima o
persigue la atención a la diversidad, mucho más claro cuando se piensan las
prácticas evaluativas como escenario a favor de la diversidad. Los primeros
antecedentes provienen de la educación especial y de la atención a los grupos
llamados minoritarios. Ambos intereses educativos generaron dos tipos de
intervenciones: unas derivadas de la psicopedagogía y la teoría curricular y
otras de los enfoques multiculturales y de la ética intercultural. Es pertinente
además señalar que los estudios de género y de educación de adultos, los
programas de orientación educativa, la tutoría académica, o los que ensayan miradas alternativas ante el fracaso escolar y la deserción estudiantil
constituyen también ejemplos notables de preocupación por la necesidad de
atención a la diversidad en el contexto educativo (Baquero, 2001).
Al referirnos a una educación en y para la diversidad, se parte de
reconocer la complejidad del contexto cultural, social y político en el que hoy
la escuela despliega su acción formativa y la heterogeneidad de la población
que atiende. En ese sentido, lo que se propende a través de una práctica
evaluativa desde la ética de la diversidad es propiamente la posibilidad de
una evaluación como actividad comprometida con valores democráticos y
requisitos como la inclusión, el diálogo cultural y la valoración de las diferencias, basada en el reconocimiento del otro como finalidad de la formación.
Así, la inclusión y la diferencia son valores democráticos complementarios que ayudan hoy a interpretar la sociedad, los procesos de
construcción de comunidades políticas y los procesos de participación de
los actores sociales. Como lo señala Bilbeny, el derecho a la diferencia y la
inclusión son aspectos deseables en las sociedades democráticas:
«Diferencia» para que cada grupo e individuo pueda defender su modo de
vida; «inclusión», para que desde el encuentro y los medios para llegar
a acuerdos se pueda proteger el derecho a la diferencia y otros bienes y
derechos. En la democracia a todos ha de interesar poder estar «incluidos», no marginados, y al mismo tiempo poder reclamarse «diferentes»
sin tener que someterse a ninguna uniformidad aniquiladora de lo propio
(Bilbeny, 2002, p. 24).
Frente al efecto homogeneizador al que apuntan ciertas prácticas
evaluativas, ampliamente extendidas en el sistema educativo, se espera que
en el marco de una ética para la diversidad los docentes adopten nuevas
actitudes y compromisos, como el de no abandonar el ideal de la formación
de un sujeto reflexivo, socialmente consciente y comprometido con valores
de la ciudadanía global, y que la institución escolar no se limite a ser una
escuela selectiva y competitiva regida por la metáfora de la empresa.
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Evaluación y formación para la ciudadanía: una relación necesaria
Cuando se trata de hacer que una práctica educativa, en este caso la
evaluación, se ciña a las demandas del mercado, ocurre un cierre semántico
de los sentidos posibles y alternativos de esa práctica formativa. Me refiero
a la tendencia a darle un carácter totalizador a las prácticas evaluativas que
reproducen la cultura empresarial en los sistemas educativos, como son algunas de las interpretaciones estrictamente mecánicas y tecnicistas de los
enfoques basados en competencias, que tienen consecuencias tanto en la
identidad del sujeto que aprende como en la concepción de conocimiento
válido. Como nos recuerda Camps (1996), los sistemas evaluativos cada
vez más técnicos y menos humanistas no ayudan a formar personas y profesionales capaces de resolver sus discrepancias haciendo uso del diálogo,
la reflexión y el pensamiento; de modo que si se libera la educación de la
lógica de mercado y se la piensa como proceso de formación de ciudadanos,
queda abierta al horizonte de la formación en valores y a las competencias
ciudadanas (Hoyos, 2011).
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Por otro lado, desde el enfoque comprensivo de la pedagogía crítica, que considera esencial el papel de las diferencias en el aprendizaje,
la finalidad de lo pedagógico se sustenta en la idea de que la educación no
solo distribuye y produce conocimiento sino que también produce sujetos
éticos y políticos. Es así que la «diversidad juvenil» con la que nos relacionamos los docentes, y la que está a la base de tantas prácticas pedagógicas
y dispositivos evaluativos, requiere comprenderse desde marcos amplios y
complejos que incluyan no solamente la referencia a capacidades cognitivas
o competencias laborales, sino también a las posibilidades que tienen los
jóvenes de acceso a capitales simbólicos, relacionales y culturales, por tanto
debe entenderse en relación con los dilemas culturales y valorativos de las
sociedades y tensiones de la globalización cultural.
Es importante preguntarnos, entonces: ¿de qué forma trata la cultura
académica los problemas de la diversidad que más preocupan a las sociedades
contemporáneas? ¿Se dedica mucho o poco espacio al análisis y discusión
de los temas relativos a la diversidad cultural y social y a las desigualdades
que generan las nuevas condiciones económicas de las sociedades contemporáneas? Los estudios de género e interculturalidad ¿integran los programas
de formación y tienen acogida entre los estudiantes?
Estas preguntas y discursos plantean la necesidad de que las universidades y escuelas se abran al multiculturalismo, la diversidad cultural y la
interculturalidad como enfoque de la formación cultural. Desde la dimensión
epistemológica, que resulta ser central en la construcción curricular, actualmente se subraya el carácter diverso de la construcción de conocimiento y se
ponen en discusión las formas unidisciplinarias tradicionales, reconociendo
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otros modos plurales de producción de saberes, que conllevan visiones que
no homogeneizan la realidad y que, por lo tanto, tienden a desplazar y deslegitimar formas autoritarias del saber.
Es así que los jóvenes establecen nuevas relaciones con el conocimiento, y con mayor frecuencia por fuera del dispositivo escolar, lo cual ha
posibilitado nuevas formas impensadas de aprender y conocer. Así, la crisis
epistemológica de las disciplinas es una expresión de la exigencia y necesidad
de marcos culturales más diversos que permitan desplegar subjetividades
atrapadas en visiones totalizadoras de la realidad.
4.3 CULTURA POLÍTICA Y EMPODERAMIENTO
Una evaluación que fortalezca la democracia y tenga como horizonte
de sentido la formación de ciudadanos necesita de la construcción de una
cultura política en la que el evaluador es un mediador político, para lo cual
se requieren no solo habilidades técnicas y metodológicas sino, además,
cualidades comunicativas y cívicas para negociar y resolver conflictos connaturales a la pluralidad de intereses y acudir a los códigos de ética desde
una intencionada formación en valores:
[...] la educación en cultura política puede mostrar los horizontes en que
mis valores se entrecruzan con los de mis conciudadanos. Para que dicho
cruce no agudice los conflictos se buscan acuerdos que normalmente
conducen a normas (Hoyos, 2011, p. 7).
Para Nussbaum (2005) la capacidad de autoexamen es crucial en la
cultura política, justamente porque la falta de autoexamen conlleva la falta de
claridad sobre las metas, y aquellos que llevan una vida sin autoexamen con
frecuencia irrespetan a otros y los tratan como inferiores. De igual manera,
la pedagogía socrática considerada como práctica social por Nussbaum es
determinante para la cultura política, porque promueve una cultura del disenso
individual, que al enfatizar la voz crítica de la persona –que se levanta entre
la opinión general del grupo– promueve a su vez una cultura de la rendición
de cuentas. El pensamiento socrático también es particularmente importante
en sociedades que necesitan tomar acciones con la presencia de gente que
difiere en etnia, casta y religión:
La idea de que cada uno se hará responsable de su propio razonamiento
y del intercambio de ideas con otros en una atmósfera de respeto mutuo,
es esencial para la resolución pacífica de las diferencias, tanto dentro de
una nación como dentro de un mundo crecientemente polarizado por el
conflicto étnico y religioso (Nussbaum, 2005, p. 54)
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Evaluación y formación para la ciudadanía: una relación necesaria
Para Dewey y para Sócrates, en opinión de Nussbaum, el problema
central con los métodos convencionales de educación se halla en la pasividad
que genera en los estudiantes, ya que la actitud sumisa y obediente no es
conveniente para la vida en general y resulta particularmente inconveniente
para las democracias, que no sobrevivirán sin ciudadanos alertas y activos,
críticos, curiosos y capaces de resistir la autoridad y la presión de otros.
En contraste con la anterior visión, y mientras parece haber un
acuerdo en las instituciones para asumir la importancia de fomentar una
ciudadanía democrática, la mayoría de los jóvenes con capacidad de voto son
socializados en la vida cívica adulta por una institución que los define como
pasivos, sin identidad y subordinados, y les censura sus medios de expresión
democrática (McQuillan, 2005). Aunque se piensa en los estudiantes como
beneficiarios potenciales del cambio, raramente se piensa en ellos como
participantes en un proceso de cambio de la vida organizacional (Fullan y
Stiegelbauer, 1991).
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Una alternativa desde una visión no instrumental es el empoderamiento del estudiante en su evaluación (McQuillan, 2005), ya sea en la
autoevaluación reflexiva o mediante el trabajo en grupo, dentro o fuera del
aula de clase, un espacio privilegiado para promover la convivencia, el reconocimiento del otro y el respeto mutuo, y no solo como distribución estratégica
de los estudiantes para facilitar la calificación. De acuerdo con Fetterman
(1996, citado por Segone, 1998), la evaluación para el empoderamiento
enseña a las personas a realizar su propia evaluación y crea capacidades
humanas para facilitar este proceso:
Muchos participantes experimentan la evaluación para el empoderamiento
como una experiencia iluminadora y reveladora que genera una nueva concepción de sí mismos. Muchas experiencias muestran cómo ayudar a las
personas a encontrar maneras útiles de evaluarse a sí mismas las libera de
expectativas y papeles tradicionales, haciendo que puedan encontrar nuevas
oportunidades, redefiniendo sus papeles e identidades y facilitando que vean
los recursos existentes de una manera diferente (Segone, 1998, p. 25).
El empoderamiento es un principio de la evaluación participativa
que supone un mayor uso de la información y también una contribución a la
democracia participativa y discursiva, el cual se da en el plano de lo individual,
de lo intrainstitucional de modo que la institución en sí misma empodera a
sus miembros, y en un nivel extrainstitucional, es decir, desde el desarrollo
de capacidades para influir en el entorno estando empoderados.
Siguiendo a Cortina (2007), empoderar a las personas implica potenciar sus capacidades para que lleven a cabo proyectos de autorrealización
y proyectos de vida, y la escuela y la universidad tienen la responsabilidad
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social de promover el desarrollo de capacidades que se transformen en
derechos de la ciudadanía para participar, tomar decisiones sobre cursos
de acciones, crear lo pensado, deliberar, intervenir y ejercer poder sobre las
formas de construcción de conocimiento.
En ese sentido, desde la profesión docente empoderar implica
acompañar a los estudiantes para ser política y socialmente conscientes, y
esto es posible desde la evaluación como aprendizaje político, y al considerar el aula como uno de los contextos culturales más privilegiados para
experimentar formas alternativas democráticas de convivencia escolar, donde
la evaluación, en tanto práctica educativa, se tiene que reinventar para dar
lugar a nuevas expresiones de subjetividad ética y política acordes con las
complejas relaciones ciudadanas globales en las que se insertan hoy la niñez
y la juventud.
5. REFLEXIONES FINALES
Podemos decir que las políticas de evaluación muy comúnmente
han ejercido y ejercen funciones de control, clasificación y selección, y también restricciones a la autonomía institucional del docente y del estudiante.
Como señala Patton (1998), la rendición de cuentas y el aprendizaje crean
una tensión entre sí: por una parte, la rendición de cuentas exige procesos
de control que exponen las deficiencias o debilidades, y por otro, el enfoque
de aprendizaje necesita de un ambiente seguro en el cual se pueda disentir
sin experimentar temor a la sanción o expresar sus necesidades. Esta tensión
genera falta de credibilidad e impotencia y está asociada a temores de distinto
tipo, los cuales hemos experimentado en situaciones diversas, entre ellos:
temor a ser culpado, a ser avergonzado, a que la evaluación no sea justa,
a que se apliquen criterios inadecuados, a que se formulen conclusiones
fuera de contexto, el no estar seguro de cómo se usarán los resultados, a
las consecuencias de alto riesgo, y en general, el temor derivado de malas
experiencias con procesos de evaluación indebidos. Por tanto, los enfoques
basados en la responsabilidad deben asegurar no solo el control sino también
el desarrollo de capacidades y autonomía.
Hoy la formación docente nos enfrenta a nuevos desafíos que
requieren ser pensados a luz de la filosofía moral y política y de un nuevo
pensamiento crítico de la sociedad. Así, para formar docentes –más allá de la
ideología de gerencialismo instalado– que estén dispuestos a problematizar,
examinar, regular y modificar tanto su propia práctica como a sí mismos,
es necesario que las instituciones educativas se constituyan en un espacio
que permita pensar y donde sea posible argumentar éticamente en torno a
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Evaluación y formación para la ciudadanía: una relación necesaria
distintas prácticas de evaluación y transformación. En suma, una institución
que se interese en construir una cultura política que permee la vida cotidiana
de la enseñanza y del aprendizaje, lo cual representa un verdadero desafío a
la tendencia presente, en la que, como señala Ball (2003):
Se diseña al profesor en formación más como un técnico que como un
profesor capaz de tener juicio crítico y reflexivo. El enseñar se convierte
simplemente en un empleo, en un conjunto de competencias que se deben
adquirir y donde prima la eficiencia sobre la ética.
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