josefina itu llavador

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JOSEFINA
ITU LLAVADOR
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Capítulo 1
Josefa Rambla Buj, a quien llamaban Josefina, nació el treinta de marzo de1895 en un
precioso pueblecito llamado La Iglesuela del Cid, provincia de Teruel, fronterizo con la
provincia de Castellón, a tan sólo dos kilómetros de Villafranca del Cid.Quinto hijo de
Ponciano y Carolina, era la primera que estaba mezclada, se parecía a los dos, los hijos
anteriores del matrimonio se asemejaban solamente a uno de ellos, pero Josefina lucía el
pelo negro de su padre y los ojos azules transparentes de su madre, su piel blanca no era
sonrosada como la de Carolina ni morena como la de Ponciano. Su nacimiento se
celebró como prescribía la costumbre de aquel tiempo y de aquel entorno. La Iglesuela
del Cid tenía censados alrededor de trescientos habitantes, todas las familias se
conocían y se relacionaban, la mayoría estaba emparentada en mayor o menor grado; un
nuevo nacimiento suponía una noticia importante, todos se preocupaban, se informaban,
y visitaban a la madre y al bebé. Se alegraban de lo acontecido, daban la enhorabuena y
llevaban pequeños regalos, la mayoría de orden práctico.
Josefina nació rolliza y hermosa, se cogió desde el comienzo a la mama de su madre
con verdadera efusividad, desde el principio se presentó como la futura amante de la
glotonería y el buen comer en que, con los años, se iba a convertir; mamaba y dormía,
apenas lloraba, era una niña buena. Fue bautizada a los ocho días de nacer en la iglesia
del pueblo que estaba unida en vecindad pared con pared a la casa de sus padres. La
casa ostentaba una situación privilegiada pues estaba situada, al igual que la iglesia, en
el lugar más importante, en la plaza de la localidad. Podía decirse que tenía un buen
tamaño y que estaba considerada como una de las mejores casas del pueblo.
El día del bautizo acudió toda la población, que en aquel momento constaba de mujeres,
niños, y ancianos; los hombres en edad de trabajar permanecían ausentes laborando
durante el invierno y parte de la primavera en otras provincias, incluso en Francia,
adonde llegaban andando en cuadrilla. Se les conocía como los andarines por excelencia
de la provincia de Teruel, generación tras generación; todo estaba organizado, los
adultos enseñaban a los jóvenes y niños, todos los años se repetía la operación, caminar
y caminar en busca de trabajo remunerado. La Iglesuela del Cid, pueblo frío donde los
hubiere, pasaba nevada, nieves altas, muy contundentes, nieves de mucha envergadura,
gran parte del año, esta fría realidad condicionaba la vida y el ser del pueblo, todos los
habitantes soportaban con infinita paciencia las inclemencias que el destino les había
donado.
Este impedimento para el trabajo en el campo había dado lugar a la tradicional
emigración para llegar a otras tierras que les proporcionaran el sustento. El día del
bautizo, con el pueblo nevado, acudieron todos a celebrarlo. Se le impuso el nombre de
Josefa por la fecha de nacimiento, pues el santo más importante de los que estaban
próximos al treinta de marzo era San José, lo hicieron a pesar de tener ya un hijo varón,
el cuarto, llamado José. Después de recibir sin llorar las aguas bautismales con la misma
vestimenta que había bautizado a sus hermanos y de quedar su nombre y apellidos
inscritos en el Registro de la parroquia, se dirigieron a la casa donde degustaron unas
pastas, hechas para la ocasión por la madre de Carolina, y unas copitas de anís. La fiesta
se prolongó varias horas, se cantó y se bailó, salieron a colación todos los temas que
interesaban a la comunidad. La partera del pueblo que había asistido a Carolina,
ayudada por otras dos mujeres, no dudó en repetir que se había tratado de un parto
extraordinariamente fácil, ni la madre ni la criatura habían sufrido, pues había sido
rápido y feliz, así debían ser todos los partos–afirmaba-romper aguas y en dos horas la
criatura en el mundo.
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Ponciano y Carolina llevaban once años casados. Ponciano, alto, atlético, fuerte, moreno,
prototipo del hombre español. Carolina, rubia, alta, trigueña, con los ojos azules tan
claros que daban en ser transparentes, prototipo de la mujer alemana, se parecía a su
padre, y este, ya fallecido, había sido alemán de pura cepa. Por avatares de la vida había
llegado al pueblo siendo niño junto con su familia integrada en una pequeña colonia de
alemanes que se instaló allí. El padre de Carolina, Francisco, había fallecido antes de
que ella se casara, el luto retrasó la boda, de un ataque repentino al corazón, sin haber
estado enfermo nunca en su vida, lo del ataque al corazón se decía en el pueblo por
sabiduría popular, carecían de médico que pudiera dar un diagnóstico fiable y seguro.
Tanto Carolina como Ponciano poseían buen carácter y eran fuertes tanto mental como
físicamente, predominando en ellos la alegría y el buen humor, su vida dura y penosa no
les impedía que les gustara divertirse, cantar y bailar la jota cuando la ocasión lo
propiciaba. Trabajadores y esperanzados, a pesar de la rudeza tremenda de sus trabajos
y afanes, recibían a sus hijos con regocijo y cariño. En una época en que la mortalidad
infantil resultaba moneda común, ellos podían presumir de que todos sus hijos
estuvieran vivos, sanos, y hermosos. La primogénita, María, reflejaba el vivo retrato de
su madre, fuerte y delicada a la vez, con un porte distinguido que la hacía parecer una
señorita de alta cuna, contaba nueve años de edad, recibió a Josefina como a la muñeca
que nunca había tenido, la quería muchísimo, le gustaba bañarla y cambiarle los pañales,
decirle cosas, hacerla reír. Su contacto duró poco, María a los pocos meses abandonó el
hogar para ir a casa de unos señores adinerados donde servía desde hacía muchos años
en calidad de cocinera la hermana mayor de Carolina, María Loreto, el mismo nombre
de su madre.
Al amparo de su tía iba a ejercer de niñera de una nena recién destetada y separada del
ama de cría que hasta el momento se había ocupado de la criatura durante casi dos años.
El segundo hijo, Ángel, se parecía a su padre, sus mismos ojos negros penetrantes de
brillo y sus largas y tupidas pestañas, tenia siete años y medio, ya ayudaba a sus padres
en las tareas del campo, el muchachito se mostraba valiente, bien dispuesto, obediente,
alegre, trabajador, y travieso. Al ser varón se daba cierta importancia a su formación
cultural, por decirlo de algún modo, los hombres debían saber leer, escribir, y las cuatro
reglas, aún en un medio tan tortuoso y hostil estas enseñanzas se consideraban
imprescindibles. Por el contrario no suponían una necesidad en las niñas, podían
permanecer analfabetas sin aparente menosprecio para sus personas. La desestima a la
mujer se consideraba normal en aquella sociedad y se aceptaba con naturalidad como si
fuera lo más lógico del mundo.
En el caso de Carolina no era así, pues su padre, al carecer de hijos varones, había
enseñado a sus dos hijas, hay que añadir que ellas mostraban un personal interés en
aprender aunque su entorno no lo considerara necesario y las destinara a las labores de
la costura y el bordado además de las domésticas y agrarias, también era conveniente
que, en ausencia de los hombres, algunas mujeres supieran, al menos, leer, pues los
hombres enviaban cartas para comunicarse con sus familias. La que no sabía leer
visitaba a las vecinas que sabían para conocer el contenido de las cartas. El tercer hijo
era una niña, contaba seis años de edad, la más revoltosa de todos, la más juguetona y
desenfadada, morena como su padre, a su corta edad ya era presumida y bromista, se
llamaba Paca, tuvo celos de Josefina, los mismos celos que sufría alegremente por sus
restantes hermanos, le hubiera gustado ser la única, o al menos la más mimada y
consentida, una princesita adorada por sus padres, para llamar la atención hacía
bastantes trastadas; sentía la necesidad de dejar claro su sello y su deseo de destacar,
procuraba siempre acaparar todo el protagonismo. El cuarto hijo, Pepito, sólo había
cumplido tres años, como María se parecía a Carolina, abundante pelo rubio, sonrosado,
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los mismos ojos azules transparentes de tan claros como eran; Carolina recibía la ayuda
de su madre, María Loreto, aún se encontraba fuerte y entera a pesar de haber cumplido
los sesentaicinco años. También la ayudaban las vecinas si era preciso, en un pueblecito
tan pequeño donde todos se conocían, salvo raras excepciones, los habitantes se
llevaban bien y se ayudaban los unos a los otros siempre dentro del esquema establecido.
Los hombres caminaban juntos todos los años en busca de trabajo apoyándose de mutuo
acuerdo, las mujeres también se ayudaban, tenían mucho trato entre sí, iban a lavar al
río juntas muchas veces, se auxiliaban con los hijos, con cualquier cosa que les hiciera
falta. Durante el crudo invierno lavar en el río se convertía en una actividad sufriente en
extremo, se helaba, rompían el hielo y lavaban con aquella agua tan fría que les
amorataba las manos haciéndolas sangrar, yendo juntas la tarea resultaba un poco
menos ardua y doliente, contaban historias, se comunicaban las novedades, intentaban
hablar con sentido del humor para que brotara un poco de alegría que aliviara con
distracciones y entretenimientos las penalidades y extrema dureza del quehacer. A veces
dejaban el trabajo a medias porque la nieve y el temible viento se aunaban de forma
insoportable. Tender la ropa durante esos meses tapaba el horizonte de imposible, se
veían obligadas a secarla al amor de la lumbre dentro de casa y costaba mucho.
Al nacer Josefina, su madre debía completar la cuarentena de las parturientas, la
costumbre mandaba que debía permanecer cuarenta días en cama, dedicada
exclusivamente a dar de mamar al bebé y a tomar suculentos caldos para reponerse.
Carolina insistía en levantarse antes de la cama, eran muchas las actividades que debía
realizar, estaba a su cargo el cuidado de la casa, de los niños, además del trabajo del
campo y ocuparse de los animales. En aquel tiempo todo se hacía en casa, desde la
harina, la ropa, el salvado, hasta el jabón. Las coladas eran muy complejas y costosas, se
necesitaba todo un día para llevarlas a cabo, separaban la ropa de color de la ropa blanca,
la lavaban, la enjuagaban después de haber frotado a conciencia para que estuviera
impecable, después la ropa blanca debía permanecer unas horas en agua con lejía y
luego en agua y azulete otro montón de horas, si no la ropa no quedaba bien,
completamente blanca y resplandeciente; habia que restregar de firme para quitar las
manchas. También había que remendar y coser, además de un sinfín de detalles más,
entre ellos el planchado con plancha de carbón que requería por lo menos dos tardes a la
semana, trabajo duro y pesado, se necesitaba extremar la habilidad para no quemarse
con el carbón ardiendo. Su madre la ayudaba, se ocupaba principalmente de hacer la
comida y cuidar a los niños pequeños, de este modo la dejaba libre para moverse, María
Loreto salía poco de casa, se quejaba del reúma de vez en cuando. Ponciano le traía
hierbas del monte para aliviarle los dolores e inflamaciones.
Ponciano conocía muy bien las hierbas y sus utilidades terapeúticas, la única medicina a
la que tenían acceso, bien en infusión o en cataplasmas, los lugareños para todos sus
males, el dinero no alcanzaba para médicos. Los nacimientos los solucionaban las
mujeres, siempre había alguna con vocación de partera que cumplía bien su cometido
ayudada por otras mujeres con experiencia. Como es sabido tampoco era extraño en la
época que murieran mujeres durante el parto o el sobreparto, los huérfanos tenían que
repartirse en la familia para sacarlos adelante o improvisar segundas nupcias para los
viudos y darles una nueva madre a los niños, estas soluciones eran comunes y bien
aceptadas por aquella pequeña sociedad. Cuando nació Josefina todavía estaba reciente
la muerte de Catalina tres meses atrás, después de un larguísimo parto no consiguió
dilatar lo suficiente, los esfuerzos la agotaron y se llevaron su último aliento llevando
todavía al hijo en las entrañas. Debido a ello las vecinas obligaban a Carolina a respetar
la cuarentena, aunque ella, animosa, valiente, y deseosa de no causar molestias a las
otras mujeres que la ayudaban, quisiera levantarse antes de tiempo para reintegrarse a
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sus quehaceres. Piensa que tienes cinco hijos–le decían-si te mueres qué será de ellos; se
organizaban para ayudarla en la casa y en el campo, así había sido siempre, cuando una
mujer paría, las demás formaban una piña en torno a ella ante el temor de que pudiera
enfermar o perder la vida en el sobreparto. Afortunadamente el parto de Josefina había
sido breve, sencillo, todo había rodado muy bien, “un parto cortico”, como solían decir
por allí, los senos de Carolina contenían leche abundante, apenas había notado las
hemorroides; Carolina emanaba alegría porque la pequeña se mostraba muy vivita, sana,
rolliza, no se podía pedir más a un parto tan suave y llevadero.
El mes de mayo arribaron los hombres, así pues Ponciano conoció a Josefina, su
nueva hija, no podía estar más contento por el gran acontecimiento, recibía a sus hijos
con los brazos abiertos, como una bendición divina y maravillosa, le asombraba el
milagro de la vida, ser padre enternecía su corazón, lo llenaba de júbilo. Las nieves
habían descendido bastante, la tierra rebrotaba, se hacía visible y verde, y con ella los
trabajos de la tierra se intensificaban, aquella tierra que era de su propiedad y también
contribuía a alimentarlos; aunque sus frutos no fueran grandes y hermosos, como en las
zonas de regadío, sabían dulces, alimenticios, y buenos; amaban las frutas y las verduras
que crecían en aquella difícil tierra, las agradecían con todo el calor de su pecho.
Además de la tierra en la casa de Carolina y Ponciano contaban con un extenso corral
que contenía una amplia marranera para los cerdos, una conejera, y un gallinero, amén
de una cabra que les daba leche y queso, todo lo cual contribuía al rendimiento y
manutención de la familia.
El dinero lo proporcionaba la emigración, esos meses en que los hombres andaban
kilómetros y kilómetros a buen ritmo en busca de trabajo a jornal. La Iglesuela del Cid
llegaba a ser un pueblo tan sumamente frío que en diciembre y enero las agudas
nevadas cubrían las puertas de las casas y no dejaban salir a sus habitantes, tenían que
subir al tejado con palas y desde allí ir retirando la nieve, creando caminos practicados
en las calles para poder circular por ellas, días y días de arduo trabajo en el que
colaboraban hasta los niños de siete u ocho años. Esta era otra de las causas de la
tradicional emigración andarina, aquel tiempo constante y malvado; durante estos meses
apenas se salía de casa, salvo para lo más preciso y para quitar la nieve, alimentando
con un permanente fuego el hogar, nunca les faltaba la leña, la recogían y almacenaban
durante el verano manteniéndola seca para que ardiera plácidamente en la chimenea, de
otro modo no hubieran podido sobrevivir.
Si los hombres se hubieran quedado en el pueblo hubieran permanecido inactivos, no
había ningún tipo de industria, sólo las tierras que se cultivaban y las hierbas curativas
que recolectaban y vendían en Castellón constituían las fuentes de riqueza, además de la
caza de los alrededores y de los animales domésticos que les daban huevos, carne fresca,
y fiambres.Todo ello escaso para salir adelante cubriendo sus necesidades, pues siempre
había insuficiencias. Los hombres venían con el dinero de sus jornales de varios meses,
ese dinero ganado con sangre y sudor, absolutamente imprescindible, servía para todo lo
que había que comprar.
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Capítulo 2
Durante el verano recogían la almendra, la vid, la oliva, hacían conservas de fruta y
hortalizas, sabían que el invierno largo e implacable necesitaba calorías, calorías para
sus cuerpos curtidos por el frío, en verano se trabajaba sin descanso preparando la
supervivencia durante el invierno, en el que a pesar del maléfico frío las mujeres
seguían madrugando para ir una vez por semana a lavar al río. Seguían andando por la
nieve y la escarcha hacia Villafranca del Cid, el pueblo más grande de los alrededores,
donde iban a comprar alpargatas, zapatos, hilos, tela, agujas, tijeras, cuchillos, cacharros
de cocina y cualquiera de los artículos que necesitaban, si bien procuraban comprar lo
mínimo y hacerlo duradero, ansiaban no despilfarrar el dinero que tanto costaba de
ganar, intentaban administrarlo cuidadosamente. Por la precariedad de sus vidas se
veían obligados a colocar a las hijas a temprana edad al servicio de los señores, una
boca menos y un jornal más, un jornal aunque fuera pequeño ya valía para comprar el
ajuar de las hijas, la dote que debían aportar al matrimonio, sábanas, toallas, mantelerías,
cubiertos, cristalerias, vajillas, así como todo lo necesario para vestir una casa con
humildad pero también con dignidad.
Así lo hacían la mayoría de las mujeres que se casaban, sus padres no podían
comprarles lo que necesitaban para la creación de una nueva familia, en aquel tiempo la
mayor aspiración de las mujeres, pues así las educaban, de este modo con un poco de
aquí y otro de allí, y con la fuerte voluntad de todos iban saliendo adelante, con muchos
trabajos, durezas, y carencias, sobrevivían e incluso se sentían felices; valoraban mucho
lo poco que poseían aprendiendo a agradecerle a la vida el aire que respiraban, limpio y
saludable, aunque tan sumamente recia, difícil, cruelísima, trabajosa y pobre. Estaban
unidos y se apoyaban, eso constituía su fuerza, además de la esperanza de progresar, de
prosperar en el futuro, poniendo todo su tesón en ello.
Los hombres corrían mundo y veían que evolucionaba la sociedad, que se abrían
fábricas, que se creaban puestos de trabajo, que con un poco de suerte y mucho sudor
quizá algún día ellos encontrarían la manera de vestir mejor, de alimentarse mejor, de
acceder a la cultura. Soñaban con cambiar, trazaban proyectos llenos de inquietudes
confiando en sus fuerzas. Tenían muchos hijos, cuantos más hijos más jornales, a los
diez o doce años los niños ya se sumaban al carro de la emigración invernal, ya
comenzaban a hacer trabajo de hombre. Iban a la escuela de Villafranca, en La Iglesuela
no había, dos o tres años, después al tajo. Nunca perdían la fe y se entregaban a las
caminatas y a los diversos trabajos con entusiasmo, si no lo hacían bien no los volvían a
contratar. Ellos se afanaban, sabían que al año siguiente, y al otro, y al otro, si se
empleaban a fondo volverían a encontrar trabajo en los mismos sitios, los apreciarían y
conseguirían una cierta estabilidad dentro de lo inestable que sellaba todo en aquel
tiempo sin contratos, sin seguridad social, sin pensiones. Eran conscientes de que una
mala cosecha, una enfermedad, el paro, podía sumirles en la miseria más absoluta, por
ello estaban tan unidos, por ello se ayudaban tanto.
A finales de agosto los hombres emprendían de nuevo el camino, se iban a la
greda, así denominaban a la vendimia francesa, las mujeres volvían a retomar todas las
responsabilidades del pueblo, terminaban las faenas del campo, continuando hasta
octubre, el mes en que empezaban las lluvias y las nevadas, no muy fuertes, pero ya la
tierra iba desapareciendo bajo un manto blanco. A finales de octubre ya estaban las
despensas llenas, a partir de entonces se dedicaban con más afán al cuidado de la casa,
salían a recoger hierba para los conejos durante todo el año, era una carne apreciada y
económica, los conejos se reproducían con facilidad y sólo comían hierba. En todas las
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casas había. En noviembre los hombres volvían de la greda con dinerito fresco,
descansaban unos días, y a principios de diciembre se ponían a preparar las matanzas.
La comida para las gallinas y los cerdos se almacenaba en los graneros junto a la de las
personas. Las matanzas se organizaban como un ritual, se disfrutaban en navidad y
durante todo el invierno. Había casas, como la de Carolina y Ponciano, en las que se
mataban tres o cuatro cerdos, había muchas bocas que alimentar, el invierno era largo y
muy frío, el cerdo se aprovechaba todo y se conservaba con facilidad durante mucho
tiempo mediante la fabricación de embutidos, incluídos los estupendos jamones de
Teruel, durante gran parte del año constituía la base de la alimentación junto al pan que
horneaban una vez a la semana, amasaban grandes hogazas.
También las patatas eran muy importantes tanto para la alimentación de los animales
como de las personas. Si todo iba bien no debía faltar comida, pero a veces los animales
enfermaban, o las cosechas se malograban, años de mala suerte, entonces se pasaba
necesidad e incluso hambre. Los hombres permanecían en el pueblo hasta la navidad, la
pasaban en familia, se divertían mucho cantando y bailando tanto la jota como los
villancicos, bebiendo un licor de hierbas que preparaban en el pueblo así como copitas
de anís y de aguardiente, disfrutando, cuando el año venía bien, de una cierta
abundancia; preparaban dulces con la manteca blanquísima del cerdo, harina, huevos,
almendra, y azúcar comprada en Villafranca del Cid, el azúcar sabía a lujo, sólo se lo
permitían en las fiestas navideñas, normalmente utilizaban su propia miel, pues también
se dedicaban a la apicultura. La miel era el dulce de todo el año, el azúcar el dulce de
navidad.
Capítulo 3
Aquellas navidades María obtuvo unos días libres y pudo reunirse con sus padres,
Ponciano había preguntado por ella nada más llegar, al saber que estaba colocada de
niñera había dicho “ya tenemos una mujer en casa”. Ponciano se enorgullecía de María,
una trabajadora más para ayudar a la subsistencia familiar, conversaba con ella y le
preguntaba por todo lo que hacía, lo que había visto, la marcha de su aprendizaje, su
hija vivía en Castellón, en broma le preguntaba:¿a que no te imaginabas que una ciudad
pudiera ser tan grande? Con tantas tiendas, tantos comercios, y tanta gente. María desde
el primer momento se había habituado a Castellón, incluso hablaba ya la lengua del
lugar, echaba de menos a los suyos pero no había llorado ni se había puesto triste, sólo
en algunos momentos furtivos su corazón se había partido de nostalgia. Su tía la había
ayudado mucho, se parecía también a Carolina, cuidaba de ella como una segunda
madre y procuraba que no le faltara de nada dándole a su estancia un clima de confianza
y seguridad, además la estaba enseñando a cocinar para que fuera en el futuro una
cocinera de pro como ella.
La tía María Loreto permanecía soltera a pesar de ser mayor que Carolina, no tenía
vocación de casada, por el contrario estaba tan apegada a sus señores que hubiera dado
la vida por ellos, no los abandonaba jamás, mantenía contacto con su familia por carta,
pero nunca pedía un permiso para ir a ver a los suyos, sólo se desplazababa con los
señores, les consideraba dioses, les era completamente fiel, con una fidelidad que
conllevaba un pellizco considerable de adoración.
Cuando decía “los señores” se le llenaba la boca, para ella contenían lo más grande que
existía en el mundo, su proyecto vital consistía en permanecer a su lado hasta su último
aliento con el mismo sentido de servicio y con el mismo cariño mitificador. Muchas
tardes le decía a su sobrina que fuera a la cocina con la nena y le contaba historias de los
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señores, lo bien que se habían portado con ella, lo que les debía, la adoración que les
profesaba, en el fondo de su corazón deseaba que su sobrina compartiera con ella los
mismos sentimientos, la misma fidelidad a la casa. Por las mañanas la hacía ir con ella,
con la niña de la mano o en brazos, al mercado, deseaba enseñarle a comprar; la base, el
primer paso para llegar a ser una buena cocinera, darle a conocer lo que era de buena
calidad, rechazar los alimentos en mal estado, que conociera las carnes y los pescados,
todos los productos que una cocinera pudiera convertir en delicias para el paladar. La
calidad ante todo–le insistía-es lo más fundamental, importaba mucho aprender a
reconocerla, para ello le indicaba los signos que le asegurarían distinguirla a simple
vista. Cuando el señor iba a cazar perdices se las enseñaba, “estate aquí conmigo y
ayúdame a desplumarlas”, y después añadía: te enseñaré la mejor manera de cocinarlas
y cuando estén listas podrás comerte una, ya verás qué ricas son, los señores tienen un
paladar exquisito, sólo comen lo mejor.
“Esto no se puede comparar con el pueblo, aquí los señores viven en la abundancia y si
les tomas aprecio y ellos te quieren, como me ha pasado a mí, tú también vivirás en la
abundancia, no me negarás que no se puede comparar lo que vistes y comes aquí con la
pobreza del pueblo, ahora todo lo que entra por tu boca es de primera calidad”. Los
consejos de María Loreto, si bien María los encontraba interesantes y los consideraba
parte de su aprendizaje, no los compartía, tenía vocación de mujer casada, la abundancia
de los señores no dejaba de ser injusta en un mundo donde había tanta miseria, además
entregarse por completo al servicio de unos amos que al fin y al cabo siempre la
considerarían una inferior, sin otra ambición en la vida, no entraba en sus planes. A los
diez años de edad almacenaba en su interior la suficiente madurez como para configurar
ya una idea si no consolidada, sí aproximada de lo que debía ser su vida futura, se
miraba en sus padres, en lo enamorados que estaban, eso le atraía, tampoco podía
concebir su vida sin familia, sin hijos. Su estancia en Castellón le había aportado
muchas novedades interesantes, conocer una ciudad, moverse por ella con fluidez, ir
bien vestida con su uniforme limpio e impecable, y comer, comer la cantidad que le
apeteciera de manjares exquisitos, permitiéndose caprichos que jamás hubiera podido
soñar, pues su tía la mimaba y siempre le guardaba cosas especiales para que las probara.
Sin embargo nada se podía comparar a pasar las navidades en La Iglesuela del Cid,
sentía que pertenecía a aquella tierra pero sobre todo la confortaba el calor familiar,
estar al lado de sus padres y sus hermanos no tenía precio, lo superaba todo, aquel
cariño tan grande que le daba energía para salir adelante, un cariño que llevaba
encendido dentro del corazón y le permitía poder separarse de ellos; en el fondo no se
separaba, los llevaba dentro de sí, ese cariño tan profundo la hacía fuerte y capaz de
soportar cualquier cosa. No era lo material lo que más pesaba en el carácter de María, lo
que verdaderamente confortaba su espíritu se hilaba con los sentimientos, las
sensaciones, el encuentro del amor a la vida. Josefina ya gateaba, no tardaría en
comenzar a caminar, con ella al brazo pasaba muchas horas, la maternidad que llevaba
dentro se manifestaba con más fuerza que con la hijita de los señores, era sangre de su
sangre, su hermanita pequeña y no necesitaba de uniformes ni de jornales para desear su
compañía y cuidarla, darle de comer y acunarla, materias en las que se había convertido
en una experta a sus diez años.
Cuando volvió a Castellón se sintió fortalecida, más mujer, como si fuera ya una adulta;
con ganas de proseguir su aprendizaje y de ahorrar todo su salario para poder hacerse un
buen ajuar, el día de mañana encontraría el amor, formaría una familia tan feliz como la
de sus padres. Los señores lo notaron, comentaron entre ellos que había madurado, que
se había embellecido, un halo luminoso se desprendía de su rubia cabellera y de su piel
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trigueña. Aquel mes en La Iglesuela había supuesto la cima de un crecimiento espiritual
que había comenzado a manifestarse unos meses antes. María continuó su vida en
Castellón ocupándose de la niña, aprendiendo a cocinar y acercándose a su tía quizás
porque en sus adentros se había afirmado la diferencia, la gran diferencia entre las dos
en su visión de la realidad, María Loreto también había advertido el cambio y empezó a
tratarla más como a una mujer que como a una niña. El tiempo transcurría, María se
carteaba con su familia, sabía que no volvería a verla hasta las próximas navidades, pero
no lloraba nunca, había comprendido: la felicidad asomaba a su semblante.
Los señores se codeaban con la aristocracia del lugar, aunque no eran propiamente
aristócratas, el señor trabajaba, administraba las numerosas propiedades, entre fincas y
bienes muebles e inmuebles, que poseía la marquesa de Castellfort en la provincia de
Castellón, la aristócrata más rica, poderosa, e influyente de los contornos y una de las
más ricas de España. El señor viajaba con frecuencia a visitar las fincas rurales. En su
despacho permanecía horas enteras anotándo números, de vez en cuando también se
desplazaba a Valencia, donde residía la marquesa, a ponerla al corriente de las
propiedades, las cosechas, los alquileres, los arrendamientos, y a rendirle cuentas.
La marquesa era muy apreciada en Castellón entre la aristocracia y los burgueses
adinerados por sus enormes riquezas, esta sociedad privilegiada gustaba presumir de
amistad con la señora marquesa, por ello trataban a su administrador, hombre de su
confianza, con verdadero mimo; le obsequiaban, le invitaban a todas las fiestas, por esta
causa el administrador podía llevar un ritmo de vida a la última. Trabajaba mucho pero
recibía pingües beneficios, le invitaban a cazar y él también correspondía permitiendo
que la crema de la sociedad castellonense tuviera acceso a los famosos cotos de caza de
la marquesa con el permiso de ella.
El administrador sabía que con estos gestos se apropiaba de la cordialidad y el respeto
de sus convecinos, su rumbo de vida subía como la espuma, pues debido a su posición
privilegiada había iniciado sus propios negocios, negocios que funcionaban cada vez
mejor, enriqueciéndole a marchas agigantadas. Todo ello por tener trato directo con la
marquesa, toda la clase alta castellonense estaba interesada en mantener buenas
relaciones con la marquesa, suponía un privilegio, una categoría especial, su
administrador proporcionaba una vía de acceso conveniente, ambas partes salían
beneficiadas manteniendo relaciones afables en todos los sentidos, en el de la diversión
y en el de los negocios; se hacían favores, intercambiaban influencias, construyendo de
este modo una clase social fuerte, dominante, dueña de los entresijos de la ciudad.
Esta oligarquía castellonense despreciaba la lengua autóctona, presumían de
comunicarse en castellano, lo consideraban más distinguido, más fino, estas ideas
venían del centralismo madrileño, para ellos el sumun, la corte, los reyes, todo ello el
ideal adorado por estas gentes que soñaban con medrar, con subir en el escalafón, si el
rey hablaba en castellano era un honor para ellos imitarle; en esta lengua se dirigían a la
servidumbre, aunque la mayor parte tenía como lengua materna el valenciano, lengua
que utilizaban entre ellas las clases pobres y mandaba en la calle. La clase alta la
consideraba vulgar y zafia, propia de ignorantes y pobretones, María hablaba el
castellano con los señores y el valenciano con los ciudadanos de a pie y con la mayor
parte de la servidumbre, no encontraba ningún deshonor en hacerlo. Con su tía hablaba
el castellano, lengua materna de las dos, sin embargo aprendió rápidamente el
valenciano con toda naturalidad. Entre la alta sociedad estaba muy mal visto, una
ordinariez, jamás empleaban esta lengua que, por otra parte, era su verdadera lengua
materna. Imitaban a Valencia. Valencia imitaba a Madrid.
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Josefina
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crecía, por el momento, ajena a la lucha de clases y a las diferencias sociales que
determinaban los escalafones del poder, el ser y el tener, para muchos lo mismo.
Josefina había cumplido cinco años, la quietud, la prudencia, la discreción, ya asomaban
a su peculiar manera de ser, también la voracidad con la comida, no había alimento que
rechazase o que no le gustara, casi siempre llevaba un trozo de pan en la mano para
saciar aquel apetito fuera de lo común. Su primera infancia había transcurrido entre los
brazos de su hermana Paca, de su madre, y de su abuela.
Su hermana Paca se había negado a ir a servir, argüía que por lo menos una de las hijas
debía quedarse al lado de la madre para ayudarla, ella se consideraba la más indicada,
pues estando María ausente, y siendo Josefina una chiquilla pequeña, era ella y sólo ella
la que debía ocupar el puesto de ayudante hogareña. Tanto insistió que Carolina no supo
negarse, al fin y al cabo ella tampoco había ido a servir nunca, su hermana María Loreto
servía desde los nueve años. Ella también decidió quedarse en casa para atender en el
futuro la vejez de sus padres, cuando ésta se produjera. Pero Paca no era muy
trabajadora, le gustaba levantarse tarde, jugar con su hermana, disfrazarse de gran
señora con sábanas y cobertores, la razón principal de su tozudez consistía en una
mezcla de superioridad y temor, servir, según su concepto, equivalía a rebajarse, el
temor lo experimentaba si alguna vez se alejaba de su madre, ella sabía que lejos de su
madre se volvería triste y llorona, ella que en casa desbordaba alegría vivaracha y
gozosa.
Capítulo 4
Por aquellos días Carolina recibió una carta de María, había cumplido los catorce años y
tanto su tía como sus señores se habían preocupado de conseguirle una nueva ocupación
acorde con su edad, María le decía en la carta que iba a entrar al servicio de los
marqueses de Torrevieja en la ciudad de Alicante, aún no sabía si su cometido sería el
de pinche de cocina o de cocinera principal. María había resultado una alumna que
absorbía los conocimientos con aprovechamiento, estaba preparada para ser una
excelente cocinera, además llevaba la mejor de las recomendaciones. También le
expresaba en la carta que antes de marcharse a Alicante pasaría un par de semanas en La
Iglesuela del Cid. Carolina la esperaba con ansia, la veía tan poco, la quería tanto.
Cuanto más tiempo pasaba, más echaba de menos a los hijos que se iban, se iban y no
volverían a convivir con ella, era también el caso de Ángel, había comenzado a trabajar,
había partido con su padre a hacer la ruta emigratoria, ya había cumplido los doce años,
ya era un hombre, tendría que caminar kilómetros y kilómetros, experimentar frío,
cansancio, María, al menos, había estado protegida en la casa caliente de los señores, el
niño tendría que dormir muchas veces al raso, demostrar su hombría, su resistencia, su
valor.
El corazón de Carolina se llenaba de ternura pensando en sus dos hijos mayores, habían
volado del nido para siempre, nunca más serían suyos como antes. Pero también se
mostraba orgullosa, sus hijos manifestaban su fuerza y su capacidad de crecer, se sentía
satisfecha de su labor, de sus sacrificios de madre. María no tardó en llegar, apenas unos
días, Carolina y sus hermanos la abrazaron con entusiasmo, la abuela con ternura.
Pepito había cumplido ocho años, estaba aprendiendo a leer y escribir, se le parecía
tanto que cuando la veía concebía un cariño especial por ella. Carolina tomó conciencia
de que su hija se había transformado en toda una mujer, decidida, mesurada; marcada
por el paso de cinco años de trabajo había madurado antes de tiempo, la necesidad de
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sobrevivir había dado sus frutos, apenas quedaba nada de la niña que había sido y que a
los nueve años y medio había emprendido viaje a Castellón junto a su tía. Estuvo
hablando largamente con ella, le preguntó por su nuevo destino, tan lejos de casa, no,
María no tenía miedo de irse a Alicante sin el apoyo de nadie, completamente sola, ya
conocía los entresijos, las idas y venidas del trabajo, segura de sí misma, preparada para
cualquier contingencia ella lo veía lógico, las etapas de su vida debían seguir su curso,
su cumplimiento, este momento de volar sola, sin el continuo cuidado de su tía se
presentaba en el tiempo adecuado, en el instante previsto, todo estaba controlado en su
ritmo vital.
Ciertamente su carácter se mostraba adulto con una fuerza singular, Carolina no sabía
de donde la sacaba, estaba ahí, a la vista de todos, concluyente, evidente. Madre no se
preocupe–le dijo-nos veremos igual que siempre y seguiremos escribiéndonos, el sueldo
será más grande, podré comprarme un dote mejor, estoy contenta porque ya tengo
muchas cosas pero de aquí a que me case aún tendré muchas más. Carolina sonreía al
oirla hablar así, su niña pensando en casarse, qué hombre sería el que iba a compartir su
vida, no había hombre tan bueno que fuera digno de su María, tan parecida a ella, ahora
la encontraba distinta, más decidida, con más carácter; además había un rasgo distintivo
que compartían, algo sustancial para Carolina, el recato de la mujer decente y honesta.
El recato formaba parte de la intimidad más honda de Carolina, hasta tal punto estaba
hincado en su médula que había decidido a los dieciséis años no ponerle su nombre a
ninguna de sus hijas, si llegaba a tenerlas. El motivo fue un grupo de saltimbanquis que
llegó a La Iglesuela para actuar, iban en un carromato viejo, entre ellos se encontraba
una equilibrista que para su disgusto también se llamaba Carolina, al verla sobre el
alambre con un tutú de bailarina que mostraba ampliamente sus piernas, Carolina sintió
la mayor vergüenza de toda su vida. Recordaba la mirada de los hombres clavada en
aquellas piernas torneadas, ¿por qué tenía que llamarse Carolina? Desde entonces creyó
que su nombre estaba maldito, lo aborreció.
Ella tan pura, tan virginal, tan recatada, tan tapada, tan respetuosa de la decencia hasta
lo más profundo de su espíritu no podía soportar que aquella pelandusca se llamara
como ella. Nunca olvidó a aquella mujer “desvergonzada”. Por ello cuando se casó con
Ponciano tardó tres días en acostarse con él, los tres días que tardó el párroco en
convencerla de que no había nada pecaminoso en consumar el matrimonio. Con esta
actitud había demostrado que ella era completamente distinta de la otra Carolina, que la
decencia y la honradez formaban parte intrínseca de ella desde los pies a la cabeza.
Todo el pueblo se hizo lenguas de aquel sucedido, para Carolina lo importante consistía
en dejar constancia de que sólo se acostaba con su marido después de largas
conversaciones con el cura del pueblo.
Tanto Josefina como María habían heredado este curioso modo de enfocar la sexualidad
de su madre. Paca pensaba de una manera más abierta, le gustaba presumir y ser
descarada si lo consideraba oportuno así como desenfadada y pícara. Carolina confiaba
en María, estaba segura de que su hija jamás le daría un disgusto en el terreno de las
relaciones con el sexo opuesto, no veía ningún peligro en que se desplazara a Alicante
sola, además se trataba de una casa seria y de postín, la casa de unos marqueses que, sin
duda, exigirían a su servicio un comportamiento modélico y no tolerarían escándalos
amorosos entre la servidumbre. De todos modos Carolina estaba tranquila sobre todo
por la confianza ciega que tenía depositada en su hija mayor. Es más ni siquiera se le
pasaba por la imaginación que un hecho de ese cariz pudiera sucederle. Estaba
acostumbrada a las cartas de María Loreto que tanto ensalzaban a los señores, los veía
con aquel halo majestuoso casi divino.
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Carolina idealizaba a los señores bajo la influencia de su hermana, en la que confiaba
plenamente, estaba segura de que nunca enviaría a María a un puesto que no fuera fiable
al cien por cien. María Loreto llevaba toda la vida trabajando, conocía muy bien a la
nobleza y a los burgueses adinerados de alto rango, estaba enterada de lo que se cocía
en cada mansión.
Los quince días que María permaneció en La Iglesuela del Cid pasaron en un vuelo,
fueron varias veces madre e hija a Villafranca para comprar piezas nuevas del ajuar,
telas para confeccionar sábanas bordadas, un par de docenas de vasos muy bonitos,
copitas de anís del cristal más fino y valorado, camisones de encaje….Volvían andando
de Villafranca muy cargadas, algunas veces algún arriero conocido las recogía, así no
tenían que andar tanto, todo lo adquirido lo guardaban en un arcón que dedicaban a
contener exclusivamente el ajuar de María.Vino a buscarla un coche de caballos para
conducirla a Castellón y de allí, tras recoger todo su equipaje, despedirse de su tía, de
los señores, y del resto de la servidumbre, partió hacía Alicante. Josefina preguntaba por
ella cuando hubo partido, no comprendía que su hermana tuviera que irse, se había
hecho la extraña ilusión de que había vuelto para quedarse, no se sabía porqué razones
había llegado a alegrarse con semejante desenlace. La vida real o la complejidad de la
realidad dura de la vida todavía, como era lógico, no había penetrado en su tierna
cabecita, bien es cierto que su carácter iba formándose y a los cinco años se mostraba
más avispada de lo normal, cuando se enfadaba también daba muestras de su genio
fuerte, pero esto ocurría muy de tarde en tarde. En la cotidianeidad de sus días el reposo
tranquilo predominaba sobre cualquier otra cualidad.
Capítulo 5
La llegada de María a Alicante transcurrió con toda normalidad, fue presentada a los
marqueses, la trataron con distancia y cortesía, una de las doncellas le enseñó su cuarto,
en el que se instaló de inmediato; el primer día no hizo nada, estuvo acomodándose,
conociendo el palacete, comenzó a trabajar al día siguiente, inspeccionó la hermosa
cocina, la despensa, la bodega. Trabó conocimiento con la cocinera que estaba a punto
de dejar su puesto por casamiento, ella le enseñó la ciudad y el mercado, le dio bastante
información acerca de las paradas donde debía comprar, le presentó a los vendedores
que exponían los productos más frescos y de mejor calidad. La incógnita se despejó en
seguida, María había ido allí para ser la cocinera principal, su antecesora en el puesto
permaneció todavía diez días más en la casa para ponerla al corriente del
funcionamiento de la cocina, de la marcha del palacio, de los gustos de los señores y sus
menús preferidos, además de ponerla en contacto con el resto del servicio, las doncellas,
el mayordomo, el cochero, y especialmente la niña de doce años que iba a ser su pinche
de cocina, sin duda con la que más contacto iba a mantener.
María no tuvo ninguna duda, se sentía segura y contenta, todo se desarrollaba como
estaba previsto, rezumaba alegría, su sueldo aumentaba más del doble del que ganaba
en Castellón. Estaba hechizada por el mar, ese mar inmenso que se veía a todas horas,
tanto desde el palacio de los marqueses, como circulando por toda la ciudad. La
temperatura también le gustó, más cálida que en Castellón. Atrás había quedado El
Maestrazgo, tan lejos del mar, después Castellón que casi rozaba el mar, y ahora el calor
y el mar en el centro de la ciudad. El mar la atraía, podía contemplarlo horas enteras sin
cansarse, la relajaba, le cantaba sus canciones, el mar se convirtió en su confidente, le
contaba sus sensaciones, sus sentimientos, sus preocupaciones. Le parecía mentira haber
estado tantos años alejada del mar y de su brisa. En Castellón lo había visitado en muy
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pocas ocasiones a pesar de estar tan sólo a unos pocos kilómetros. Nunca se perdía el
amanecer en el mar ni tampoco el crepúsculo, fiesta de colores y belleza que le daba
ánimo, disfrute.
María aprendió con prontitud a conocer la ciudad, sus jardines, sus recodos, sus íntimas
palmeras. También se encariñó con las personas, especialmente con Inés, una de las
doncellas que tenía su misma edad, igualmente con su compañera en las tareas
culinarias pues pasaban muchas horas juntas y las dos tenían buen carácter, excelente
disposición. Con las dos llegó a tener una amistad muy consolidada, consiguieron
quererse como hermanas. En cuanto a su trabajo organizó la cocina y la compra a su
modo, con un funcionamiento perfecto, introdujo en las costumbres de la casa algunos
platos típicos de Castellón que cocinaba con verdadera maestría. Apreciada por los
marqueses, encantados con ella, podían presumir de una cocinera guapa y bien dispuesta,
con aquel toque de distinción que la descubría especial. La cuidaban, temían que sus
amistades, al verla y saborear sus platos, trataran de arrebatársela.
Por ello la propia marquesa hablaba con ella por las tardes algunos momentos sobre el
menú del día siguiente, María le informaba sobre los productos más adecuados de la
temporada, en base a la información, la señora marquesa de Torrevieja, de mediana
edad y bastante agradable, aunque con un cierto aire de superioridad, le indicaba la
comida y la cena que deseaba. También había días especiales con exceso de trabajo,
pues recibían invitados con frecuencia, esto requería hacer platos y postres más
exquisitos y elaborados de lo habitual. A pesar de ser cocinera María no era comedora,
se mantenía esbelta y delgada, no alcanzaba la altura de Carolina, su estatura podía
considerarse media tirando a alta. No probaba los alimentos constantemente como
hacían otras cocineras, sólo lo imprescindible. Los invitados de los marqueses la
felicitaban después de las comidas o de las cenas. Se trataba de gente de la alta sociedad
alicantina; como había ocurrido en Castellón, algunos aristócratas, otros burgueses
adinerados como el médico de más renombre, el notario, el abogado de la familia, el
alcalde, el administrador, los grandes comerciantes, los dueños de fábricas importantes
en la economía de la zona, y otras personalidades de la vida politica y cultural de la
ciudad.
Los marqueses tenían dos hijos y una hija, los varones estudiaban en Valencia, la
niña, de nueve años, permanecía en Alicante educada por una institutriz, aprendía
cultura general, idiomas, piano, su educación se completaba con la enseñanza del
comportamiento adecuado en sociedad, modales, buenas maneras, aún era pronto para
iniciarla en el baile pero ya dominaba a la perfección el uso de los diferentes cubiertos y
la utilidad de cada copa que se ponía en la mesa, su corrección a las horas de comer
podía calificarse de distinguida; también dominaba el protocolo para relacionarse con
distintos tipos de personas, desde los reyes hasta los mendigos, la enseñaban a caminar
recta, con donaire, tener gestos suaves pero lengua firme si fuera necesario, su deber
consistía en saber mandar dentro del ámbito de las mujeres, para eso había nacido. Sus
padres, por ser la pequeña y la única niña, la mimaban en exceso, concediéndole todos
los caprichos.
María se había adaptado por completo, le gustaba la responsabilidad de la cocina, tomar
decisiones, sabía relacionarse con las vendedoras del mercado, tan cariñosas y
simpáticas, nunca trataban de engañarla, le ofrecían el mejor pescado, fresco, casi vivo,
recién traído de la playa, daba gozo verlo, los ojos brillantes, el lomo duro, tieso, lo
mismo hacían con los demás productos, simpatizaban con ella, la apreciaban, hay que
añadir que compraba mucho y bueno, era una perla para los comerciantes. Había
cumplido quince años hacía varios meses, se acercaba el verano, los señores marqueses
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se trasladaban con todo el servicio a la casona que poseían en Torrevieja, donde
disfrutaban de muchas propiedades. Sus hijos mayores estaban a punto de llegar. En
Torrevieja navegaban, practicaban otros deportes propios de su posición social como la
equitación y la caza. Lo pasaban muy bien, les acompañaban muchas amistades que
veraneaban tambien allí. Cuando llegaron los primeros días de junio, la familia con todo
su séquito partió hacia Torrevieja, sus hijos mayores se reunirían con ellos cuando
volvieran de Valencia a finales de mes, o a principios de julio, dependían del final de
curso. El mayor estudiaba derecho, el menor filosofía.
A María le gustó mucho Torrevieja, un pueblecito de pescadores, limpio, claro, con sus
casitas enjalbegadas. Un pueblo típicamente mediterráneo con aquella luz maravillosa.
Al principio hubo que realizar la puesta a punto de la casona, limpieza a fondo, vestirla
de cortinajes, acomodar las habitaciones, todos los trabajos propios de la casa cuando se
hacen a conciencia. Lo primero que estuvo listo fueron las habitaciones de los
marqueses y de la niña. Después el resto, María, ayudada por Adela, la pinche de cocina,
se encargó de poner la cocina a punto, desembalaron las vajillas, las cristalerías y la
batería de cocina, lo colocaron todo en su sitio después de haber limpiado
enérgicamente, suelo, azulejos, armarios, despensa, etc. Se informaron de donde estaba
el mercado, de donde estaba la fuente para acarrear el agua dejando la cocina reluciente
y lista para empezar a trabajar.
A los pocos días, después de regresar del pequeño crucero en yate que habían realizado,
la señora marquesa le anunció que iba a dar su primera fiesta, le detalló el menú
minuciosamente, la mayor parte a base de ricos pescados, quería quedar muy bien
porque iba a recibir a unos primos suyos, además de otros invitados, que no veía desde
hacía tiempo. La marquesa estaba entusiasmada con la llegada de sus familiares, venían
de Madrid, de la corte–decía ella-, sin duda le iban a contar todas las novedades, las
nuevas modas, los acontecimientos artísticos de la capital que tanto le interesaban,
benditos ellos–le decía a su marido–que pueden asistir a la ópera durante toda la
temporada, nosotros sólo tenemos una buena banda, no disfrutamos de las orquestas
internacionales, salvo raras ocasiones, y porque le insisto al alcalde, igual que la ópera,
sólo vemos dos o tres durante todo el invierno, nos traen las sobras de Valencia, si el
viaje a Madrid no fuera tan largo y tan pesado, viajaría a menudo sólo por el teatro y la
música, menos mal que vamos a Valencia, de vez en cuando hay espectáculos que lo
merecen.
Capítulo 6
Cuando llevaban un mes en Torrevieja, volvía María del mercado cuando Adela
le dijo: ha venido la doncella de la marquesa, ha dicho que cocines para diez personas,
tiene invitados, también ha dicho que no cambies el menú. María se puso manos a la
obra, afortunadamente disponía de una abundante reserva, siempre había muchos más
alimentos de los necesarios, la despensa grande y hermosa los acogía amorosamente,
pudo doblar el número de platos que tenía previsto con la mayor amplitud. Después de
la comida los hijos de los marqueses insistieron en felicitar a la cocinera, tanto disfrute
habían obtenido degustando las delicias cocinadas por María, la familia invitada era la
del notario, compuesta por el matrimonio y sus dos hijos, a los que María no conocía
debido a que estudiaban en Valencia y acababan de instalarse en Torrevieja. Luis
Coquillat, el notario, quería con aútentico empeño que sus hijos siguieran sus pasos, el
mayor, de diecinueve años, se llamaba Luis, como su padre, el menor de diecisiete años
se llamaba Enrique, los dos estudiaban derecho, más por imposición paterna que por
vocación personal.
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María estaba a punto de sentarse a la mesa con el resto del servicio para comenzar el
yantar; al ser requerida por la doncella salió a saludar a los señoritos quienes la
felicitaron efusivamente. En aquel momento ocurrió algo diferente, un estremecimiento
desconocido y agradable, el hijo mayor del notario, Luis Coquillat, la miraba embobado,
todo su rostro emanaba efluvios de amor, se le estaba declarando con los ojos. María, al
mirarlo, pensó: con ese moreno me casaría. Apenas unos instantes, sentimientos como
raíces profundas nacieron en ambos jóvenes. El señor notario y su familia también
veraneaban en Torrevieja todos los años, se había retrasado en llegar porque tenía unos
trabajos pendientes de firmar, una compraventa cuantiosa de última hora que se habia
complicado, debido a ello habían llegado más tarde aquel año. Querido Luis– había
dicho el marqués– le hemos echado mucho de menos, en cuanto he recibido su tarjeta
me he apresurado a invitarle, tenemos asuntos que tratar, un poco de trabajo, pero no
crea, sólo un poco, tengo unas consultas que hacerle, aquí venimos a descansar, a
pasarlo bien, olvidando el calor insoportable que hace en Alicante; espero que a partir
de ahora navegaremos juntos como otros años, lo pasamos fenomenal en este mar
transparente que siendo hondo no lo parece y nos muestra las maravillas de su fondo y
sus peces magníficos.
Los hijos de los marqueses eran amigos de los hijos del notario, se veían
constantemente en Valencia durante el curso académico, después en verano asistían a
las mismas fiestas, practicaban los mismos deportes, coincidían todo el año y se
llevaban bien, su amistad tenía nombre de consistencia. El notario aconsejaba a sus
hijos estas amistades, deseaba que hicieran matrimonios brillantes, con los que
enriquecerse además de acceder de una vez a emparentar con la nobleza, tal vez su
mayor deseo
María y Luis se habían enamorado, un flechazo fulminante. Luis apenas pudo dormir
aquella noche, poco antes del amanecer se levantó, se arregló, quería estar guapo,
desayunó un vaso de café con leche y rosquilletas, después salió; en realidad no sabía
como aproximarse a María, no sabía lo que iba a hacer pero su cuerpo actuaba solo,
imbuido de un extraño automatismo, sin razonamientos previos fue paseando hacia la
casona de los marqueses, una fuerza desconocida le guiaba, deseaba estar cerca de ella,
le hubiera gustado saber donde se hallaba su dormitorio para orientar la mirada hacia
allí, como si velara su sueño, salvaguardándola, como un caballero medieval deseaba
proteger a la dueña de su corazón.
Todo lo que ocurría era nuevo para él, se movía a golpe de impulso, se situó cerca de la
casona, estuvo espiando escondido tras unos árboles; a las ocho de la mañana vio salir a
María con la cesta al brazo camino del mercado, su interior se aceleró, la siguió y
apretando el paso se puso a su lado, María le miró sorprendida. Luis le dijo: ¿me
permites que te acompañe? Quisiera decirte unas palabras. María muy seria dijo que no,
le dijo que era muy templada y muy decente. Luis respondió que tenía que hablar,
consideraba necesario hablar, no había pegado ojo en toda la noche porque deseaba
volver a verla y expresarle todo lo que su corazón sentía por ella.
María enfadada le cortó, si no deja de molestarme–le dijo–me quejaré a los señores
marqueses. Luis confuso, casi desalentado, se quedó quieto, parado en medio de la calle,
viéndola alejarse con salero; ¿molestarla? Eso jamás, lo último que hubiera deseado,
esperó unos minutos mientran ella avanzaba, después, despacio para que ella no se diera
cuenta retomó el camino, la observaba a lo lejos sonriendo recreándose en cada uno de
sus movimientos, vio cómo entraba en el mercado, no se perdió detalle, disfrutaba sólo
de contemplarla, la vio ir llenando su cesta con verduras, carnes, hortalizas, frutas.
María compraba con decisión, preguntaba, elegía el producto al primer golpe de vista,
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su cesta rebosaba, una cesta muy grande, llena debía resultar pesada–pensó Luis–para el
delicado brazo de María.
Cuando hubo terminado la compra la observó salir, siguiendola a considerable distancia,
no perdió detalle de su recorrido, caminaba a buen paso, con donaire, el peso no le
impedía mostrar su gracia y sus armoniosos andares, al fin entró en la casona de los
marqueses, Luis no había apartado la mirada de ella ni un instante, desapareció de su
vista, se entristeció, sólo deseaba gozar de su presencia. En la vieja casona estaba su
tesoro, su estrella del amanecer, la mujer que amaba y que amaría todos los días de su
vida.Tiene genio–se dijo para sí– me gusta, antes de verla a ella padecía una extraña
ceguera, ella es la luz, resplandece, acabaré convenciéndola, este amor súbito se eleva
como lo más grande que me ha pasado, no he sentido nada semejante, si la perdiera mi
vida se desmoronaría. Concentrado en sus pensamientos transcurrió gran parte de la
mañana sin dejar de contemplar la casona con una serena placidez, la casona, el estuche
de su diamante rubio.
Mil preguntas se agolpaban en su cabeza, dónde habria nacido, cómo sería su familia,
cuáles serían sus gustos, brotaba la imperiosa necesidad de conocerla a fondo, de
permanecer a su lado, de envejecer junto a ella, tendrían hijos, un hogar confortable,
serían felices. Ideas todas ellas nuevas, jamás antes había pensado en esos términos,
ahora, sin embargo, le llenaban por completo como la cosa más natural del mundo, un
sólo día había bastado para transformarle profundamente, ya no era un muchacho, un
jovenzuelo con nieblas en su futuro, un hombre había nacido dentro de él, parecía
milagro o encantamiento, o quizá el transcurrir de las etapas de la vida tan sólo, todo
ello no dejaba de sorprenderle, maravillarle, hacerle feliz, seguro, dispuesto a luchar con
todas sus fuerzas por amor, por la generosidad del amor, comprendió muchas cosas que
antes le extrañaban; soy un hombre, un hombre con los sentimientos de un hombre, con
la visión de un hombre completo, ahora puedo perdonar–razonó-.
Al mediodía partió hacia su casa, su padre le saludó al llegar, qué temprano te has ido–
le dijo–sí–contestó Luis–quería ver el mar y el cielo azul, despejado, celeste. Su padre le
miró sorprendido. Si su padre hubiera sabido que había estado siguiendo a María con
intención sincera de hablarle de matrimonio, hubiera montado en cólera,
afortunadamente no relacionó el tono candoroso de su hijo con el enamoramiento. Pero
a Luis no le preocupaba su padre, se sentía capaz de todo, grandes fuerzas acudían a él
por momentos, a cada segundo el aplomo aumentaba, una alegría desconocida recorría
todo su ser, nunca se había considerado tan vivo, tan firme en sus pensamientos acerca
del futuro. Eso le importaba, lo que más le importaba: el futuro junto a María. No se le
ocurrió pensar en su profesión de cocinera que la situaba en una clase social inferior a la
suya, para él María fijaba la belleza más grande que había visto, la veía como a una
princesa y se sentía pequeño y mediocre a su lado.
María, María, María, el nombre que adoraba, que repetía su mente, desconocía sus
apellidos, su origen, hablaba muy bien el castellano, no debía ser de Alicante, carecía
del acento propio de la zona. No se preocupaba por nada, ya lo sabría cuando llegara el
momento adecuado; sereno y feliz pensaba que sólo tenía que esperar, hacer las cosas
bien, también estaba seguro de hacer las cosas bien, sin ella su vida no tendría sentido,
necesitaba conseguir que lo aceptara, lo conseguiré-afirmó para sí- aunque tenga que
remover cielo y tierra, aquel amor tan grande, tan entregado hasta el punto de sentirse
suyo sólo pasa una vez en la vida, su condición es ser correspondido del mismo modo,
no podía ser de otra manera, estaba seguro de que ella le quería, aunque quizás no lo
supiera todavía, su labor lenta, paciente, consistiría en despertar ese amor dormido
demostrándole paso a paso que era serio, un amor verdadero para toda la vida.
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María al llegar del mercado había escuchado: pareces sofocada. Hablaba la voz
de Adela. Su tez sonrosada de por sí se había encendido un poco más. No estaba
confundida ni atemorizada, estaba sofocada a causa de la felicidad que la embebía. Si
me quiere–pensaba-volverá, si no me quiere lo suficiente buen viaje tenga. En su
corazón deseaba que la amara como ella lo amaba a él, con dulzura, felicidad, entrega,
fidelidad. María también experimentaba un sentimiento nuevo, la misma seguridad, la
misma fuerza y decisión que atravesaba a Luis de pies a cabeza. María canturreaba
alegremente mientras preparaba la comida con más amor que nunca. Tampoco pensaba
en la diferencia de clase social, en los prejuicios de la época, constituían sólo obstáculos
y los obstáculos estaban para vencerlos.
Paladeaba el profundo convencimiento de que había encontrado el amor de su vida,
pensaba en Carolina y Ponciano e imaginaba que aquella fuerza tan grande que podía
subyugarlo todo sería igual a la que habían conocido sus padres cuando en La Iglesuela
del Cid, siendo adolescentes se habían enamorado, aunque ya de pequeños, apenas unos
tiernos chiquillos, una corriente positiva los inundaba; se miraban e intuían que el día de
mañana serían el uno del otro. Así estaba formado el amor, limpio, puro, generoso,
desprendido, valiente. Después de comer los marqueses y sus hijos, comía el servicio en
un comedorcito anejo a la cocina. María vació su plato ensimismada, toda la
servidumbre se dio cuenta de que algo inusual le sucedía, abstraída como estaba con
aquella cara beatifica, bellísima. No se imaginaban lo que podía ser.
Le preguntaron: María, ¿has recibido carta de tu familia? No, hoy no, pero no tardará
en llegar–respondió ella-. La pinche de cocina recogió la mesa e hizo la fregada
mientras María puso orden en su cuarto, en ello estaba cuando recibió la visita de Inés,
su íntima amiga. A mí no puedes negármelo, te ha ocurrido algo que te alegra
sobremanera–le dijo sonriendo–María no sabía qué responder, quería mucho a Inés,
confiaba en ella, pero deseaba guardar en su pecho las deliciosas sensaciones que lo
hendían, todavía no era el momento de hablar, ya lo haría más adelante. Pues ni yo
misma lo sé, creo que viendo el mar me ha besado un ángel esta mañana, el amanecer
ha sido el más extraordinario que he visto en mi vida–le respondió-. Su amiga dijo: ya
hablarás cuando quieras, le dio un beso y se alejó, María ya sola en su cuarto hizo una
pequeña siesta, nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó dormida. A las seis
de la tarde ya estaba organizando la cena, se presentaba numerosa, los señores tenían
convidados, además los primos de la señora marquesa habían decidido–tras ser
invitados-quedarse un par de semanas más. La marquesa les obsequiaba con cenas y
bailes hasta la madrugada.
Durante tres horas María estuvo concentrada en su trabajo, cortando, friendo, guisando,
preparando salsas; la sonrisa no se despegaba de sus labios, sus pies se deslizaban
ligeros como el viento, desde la ventana veía la puesta de sol, nunca había sido tan
maravillosa, tan refulgente, el mejor espectáculo del mundo, y era para todos, para los
ricos y para los pobres, para los sanos y para los enfermos, todos podían contemplar
aquel sueño del sol.
Luis había comprendido que por el momento no debía abordar a María.
Consideraba mejor ir paso a paso, poco a poco. Todos los días madrugaba, la seguía
desde lejos, disfrutaba de su presencia, después permanecía horas mirando la casona.
Sus amigos empezaban a echarle de menos en sus juegos deportivos, en los baños de
mar, estaban intrigados, sólo le veían por las tardes; además inventaba cualquier excusa
para retirarse pronto, perdiéndose las veladas nocturnas, tan extendidas en la alta
sociedad y tan importantes para consolidar amistades, negocios, futuras relaciones. Luis
se estaba perdiendo lo que se cocía en su ambiente, no estaba en el meollo, en el día a
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día de la información sustanciosa, la de los corrillos, los entresijos y secreteos de su
mundo. Soñaba despierto, el amor intenso, fortísimo, lejos de retroceder crecía en su
interior cada vez más consistente y profundo, empezaba a conocer un poquito a María
de tanto observarla, le gustaba lo que veía, su carácter, su dulzura, su buen humor.
No le cabía duda de que no sólo era bella por fuera sino también por dentro, cada día
aprendía de ella cosas nuevas, luego a solas pensaba, recordaba, enlazaba los momentos.
La solidez de sus sentimientos se extendía. Después de un par de semanas se dejaba ver
por ella en un ínfimo instante como si la casualidad los hubiera reunido, le importaba
mucho estudiar la expresión de María cuando se tropezaba con él, no le disgustaba su
actitud, María se comportaba con naturalidad, algunas veces sus miradas se cruzaban
sólo un segundo, ella continuaba lo que estuviera haciendo como si tal cosa. Luis medía
así la fortaleza de la mujer que amaba. Al cabo de un mes de utilizar esta técnica se
decidió a dar un nuevo paso, le escribió una nota diciéndole que la quería, que su
intención era casarse con ella, también le contaba que el próximo curso finalizaría la
carrera.
Después, con el título de abogado bajo el brazo sopesaría las posibilidades para
ganarse la vida holgadamente. Añadía que no podría vivir sin ella, que le esperase el
tiempo necesario para casarse e iniciar una vida en común, le rogaba que confiara en él
y en su absoluta fidelidad. Con la cartita doblada en varios pliegues se dirigió como
todos los días al encuentro de María, la esperó con más ganas que nunca, el día había
amanecido espléndido, soleado, brillante, atenuado el calor por la brisa fresca del mar.
María tan puntual como siempre apareció con la cesta al brazo, Luis esperó, cuando
María estaba a punto de llegar al mercado aceleró el paso para pasar frente a ella, dijo:
buenos días, al tiempo que dejaba caer el papel escrito dentro de la cesta sin que nadie
más que ella se percatase del hecho. Continuó su camino satisfecho, algo muy adentro le
decía que su amor llegaría a ser correspondido, estaba lejos de sospechar que María le
había amado desde el primer momento.
Luis se fue directo hacia la casona de los marqueses, detrás de los árboles que le
servían de parapeto, desde allí veía entrar y salir gente, alguna vez de su propia familia,
en especial a su padre con el marqués equipados ambos para ir a navegar que estaba
muy de moda. Él la esperaba, quería fijarse en la expresión de su rostro después de
haberle dado la carta de amor. María había visto perfectamente caer aquel papel
dobladito en la cesta, con mucho disimulo lo cogió y se lo metió en el bolsillo, intuía y
esperaba este gesto de Luis, estaba convencida de que ocurriría un día u otro. Pues bien
ya había llegado, se sintió orgullosa y con ganas de conocer el contenido de la misiva,
ella sabría interpretar–estaba segura-si aquel señorito y sus pretensiones debían tenerse
en cuenta. Había tomado conciencia–por descontado- de las estrategias de Luis, le
gustaba su discreción, su actitud servicial y caballerosa, hasta el momento se había
comportado como un hombre de bien; latían en su pecho fundadas esperanzas de que su
relación con él podía acabar de manera positiva, pero faltaba mucho, mucho trecho
todavía, lo poco que lo conocía había sido de su agrado, la manera respetuosa en que la
miraba, su fuerza, su disposición, su alegría, la magia que le traspasaba el alma cuando
sus ojos se cruzaban.
A la hora de la siesta leería la carta, hasta entonces siguió su ritmo de vida, no había
angustia ni ansiedad por desvelar el contenido de aquel papel, sólo una suave brisa
interior que la conducía al principio de un camino. Luis la vio llegar del mercado, no
observó nada peculiar en ella, sonreía como siempre, caminaba con la misma gracia que
de costumbre, eso esperaba, ciertamente tenía temple como había afirmado en su primer
encuentro a solas, para ser tan joven. La figura de María desapareció tras la puerta, Luis
pletórico de gozo se tumbó en la hierba, entre los árboles, para saborear mejor lo que le
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inundaba por entero, soñaba despierto un sueño maravilloso. María entró en la cocina,
Adela había pelado la verdura y había preparado todos los ingredientes del menú, la
saludó con afecto, esta noche libramos–dijo-los marqueses, sus hijos y los primos están
invitados a cenar en casa del abogado.
No viene mal un descanso, últimamente estamos trabajando demasiado ¿has traído los
ingredientes del postre?–Preguntó-. He tenido suerte, he podido encontrarlos todos,
incluso las grosellas, la gente del mercado está habituada al veraneo de los marqueses y
sus amigos, tienen experiencia, saben lo que les gusta, lo que les van a pedir, están
preparados para todo, cuando les falta algo dicen: yo se lo llevaré a primera hora de la
tarde, se organizan para ganar su dinerito, en verano trabajan doble y tienen que
aprovechar.
Después de comer, en su cuarto María leyó la carta de Luis, había escrito
exactamente lo que ella esperaba, comprendió que todo iba bien y confiaba en él. María
no le dijo–por supuesto-nada a Luis, el resto del verano aconteció del mismo modo, él le
escribía de cuando en cuando, la seguía y la observaba a diario. Al llegar el momento de
separarse, él debía volver a Valencia a estudiar su último curso, María continuar su vida
en Alicante al servicio de los marqueses, nada se dijeron, tampoco se miraron
largamente a modo de despedida, no hubo ningún sentimentalismo entre los dos. Desde
Valencia Luis le escribía muy a menudo con un falso remite, estudiaba con entusiasmo,
no sólo quería aprobar, aspiraba a las mejores notas para ofrecérselas a María y
convertirse en un hombre libre y adulto.
Así transcurrió otro año, María en silencio y Luis comunicándose con ella por medio de
las cartas. María se confió a Inés, charlaban a menudo del amor, de la intimidad, de las
dudas, se aconsejaban mutuamente pues Inés también estaba enamorada. A María le
servía de desahogo, de consuelo, echaba de menos a Luis, le hubiera gustado verle
durante el invierno pero sabía que no había posibilidad, ella pasaba las navidades en La
Iglesuela del Cid rodeada de los suyos, ilusionada, Luis y su familia las pasaban en la
finca de unos parientes próximos todos los años. Luego llegaba el verano, disfrutaban el
uno del otro en la distancia.
A los dos años Maria habló por fin con él, se hicieron novios en secreto, sólo Inés lo
sabía, no aconsejaba la situación decir nada por el momento. Luis después de haber
terminado brillantemente sus estudios se encontraba realizando el servicio militar en
calidad de sargento. Hablaron en unos días de permiso que concedieron a Luis para ir a
Alicante. A partir de entonces María llevaba siempre en el calcetín un lapicito y una
hoja de papel para escribirle a Luis cuando tenía un pensamiento, una idea, un sentir; lo
anotaba con su lapicito, después en su habitacón le escribía hermosas cartas, se
esmeraba en ello. Cada vez se conocían mejor, estaban más compenetrados y unidos.
María iba a cumplir los dieciocho años, Luis los veintidós.
Capítulo 7
Josefina arribó a la edad de nueve años, mentalizada para seguir los pasos de su
hermana María, al cabo de un mes partió con Carolina hacia Castellón; en una maletita
trasladaba sus pertenencias, un arriero conocido las transportaba a las dos, durante el
viaje Carolina le daba consejos prácticos acerca del comportamiento que debía adoptar,
ser buena, educada, prudente, trabajadora, obediente con los señores y con su tía María
Loreto. También incidía con sus consejos en la actitud que debía sostener en cada
momento, ensalzaba la humildad, el perdón, la rectitud, el control sobre su carácter.
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Josefina la escuchaba en silencio apoyada en el hombro de su madre, de vez en cuando
la miraba, luego volvía a recostarse, seguía escuchándola con atención, aquellas
palabras la ligaban a su madre, no quería olvidarlas nunca, se había despedido de Paca
con un fuerte abrazo, a la abuela la llenó de besos, no sabía cuando volvería a verlas.
Aquel mundo exterior al que se encaminaba le parecía oscuro, terriblemente
desconocido, pero tenía una fe absoluta en su madre, por ello se aferraba a sus palabras,
no lloraría–pensaba –por el cambio de vida, su madre era sabia, si la llevaba a Castellón,
sin duda sería lo correcto, había oído hablar a su padre y a sus hermanos del mundo que
existía más allá de La Iglesuela y de Villafranca; hasta el momento todas aquellas
palabras habían sido historias como los cuentos para distraerse y soñar al amor de la
lumbre, protegidos del frío.
Ahora todo habia cambiado, iba a conocer lo que era una ciudad de veras, no era sueño,
realmente iba sentada en el carro al lado de su madre camino de Castellón, no se lo
habían dicho de golpe, hacía ya dos o tres años que le hablaban de la cuestión, habia que
ir a servir como María, su hermana tan querida. Por una parte le gustaba ser como ella,
por otra sentía un vacío, no era miedo, pero toda su vida había sido la pequeña de la
casa, todos la protegían, a todos les hacía gracia su voracidad, su afán por la comida, su
andar incansable, su abundante cabellera tan hermosa; también su capacidad de
sufrimiento, nunca se quejaba, aunque se hiciera daño por una caida, un golpe, un
tropezón, una torcedura de tobillo o de muñeca, sufrida, muy sufrida para ser tan niña.
Iba al encuentro de su destino, no conocía a su tía María Loreto en persona, sin embargo
le resultaba muy familiar por las cartas, Carolina siempre las leía en voz alta para toda
la familia. También la conocía a través de María quien contaba lo bien que se portaba,
las ricas comidas que le daba, y los deliciosos dulces que preparaba, esto azuzaba sus
ganas de ir con ella, ¡cuántas veces había deseado aquella comida que sólo conocía de
referencia!
Pero la sustancial presencia de su madre, su habitación con Paca jugando infatigables
las dos, Paca seguía jugando todavía a los quince años; abandonar todo aquello,
aparecía el vacío, su abuela tan cariñosa, el pueblo, la nieve, las tierras, las tareas de la
casa que ya había comenzado a realizar, todo su mundo palpable y real, qué duro se
hacía marcharse de allí. Todos los días de su vida habían transcurrido en aquel entorno,
todas las noches cobijada en aquella casa, su casa. Entre sus pensamientos y las palabras
de su madre se fue quedando dormida en sus brazos, soñó que debía ser buena y no
enfadarse, una niña buena, después una pesadilla atenuada por el propio sueño. Carolina
la miraba dormir, la más pequeña se le iba, abandonaba el nido, tenía que mostrarse
fuerte pero su garganta luchaba con un nudo, y sus ojos con el llanto. Pepito también
había empezado aquel año a trabajar, ya sólo le quedaba Paca en casa, una profunda
tristeza la invadía contemplando dormir a Josefina, le hubiera gustado ser rica en esos
momentos para no separarse de ella, su pequeña, la más tierna de su casa, la necesidad y
asegurar su futuro la obligaban a dejarla partir; debo ser fuerte-pensó-por su bien, por su
porvenir, debe convertirse en una mujer conforme como María.
Aunque se me parta el corazón ella no debe notarlo, tengo que aparecer firme en su
pensamiento, tengo que ser el refugio fuerte que llene sus dudas, sus vacilaciones, sus
pasos inseguros–seguía cavilando- Carolina pronto cumpliría los cuarentaisiete años. El
mes anterior le había faltado la menstruación, el retiro–sentenció para sí misma-esto
quería decir que llegaba el declive, la cuesta abajo, tendría que decírselo a su marido.
Ponciano había estado en el pueblo hacía poco más de un mes, había ido a recoger las
partidas de nacimiento de él y de Ángel y Pepito así como las cédulas de sus dos hijos
que todavía no las tenían.
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