Ciencia e independencia - Udearroba Suena

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El trasfondo científico del grito de la independencia
Por Guillermo Pineda
Profesor titular Instituto de Física Universidad de Antioquia
Resumen
Luego de hacer un breve recuento de algunos de los principales acontecimientos que
dieron lugar a la revolución de la astronomía durante el Renacimiento, y de su relación
con el surgimiento de la ciencia moderna, se examina el período de consolidación y
difusión de la ciencia durante el denominado Siglo de las Luces, y los inicios de la
Revolución Industrial que surgió como consecuencia de la aplicación del conocimiento
científico a la exploración, la medición y la dominación del mundo. La independencia
de la Nueva Granada se presenta como un episodio relacionado con los acontecimientos
mencionados.
1492
Aferrado a la idea de que la redondez del mundo era algo más que la especulación
ociosa de un astrónomo de la antigüedad; dando por bueno el más conveniente de los
valores de la circunferencia terrestre que había llegado a su conocimiento; y luego de
haber conseguido que la corona española financiara su empresa a pesar de que el tesoro
real estaba casi exhausto por años de guerra, Cristóbal Colón se hizo a la mar el 3 de
agosto de 1492 al mando de una mínima flota compuesta por dos carabelas, La Pinta y
La Niña, un par de barcazas grandes y ligeras algo más pequeñas que un galeón, y La
Santa María, un navío de mayor calado que fungía como buque insignia. Luego de una
travesía que ya había durado mucho más de lo esperado, cuando la pequeña flota se
encontraba más allá del punto de no retorno, pero mucho antes de haber recorrido la
mitad del camino, con la tripulación a punto de sublevarse ante el peligro inminente de
perecer por falta de agua y provisiones, el 12 de octubre de 1492 la expedición tropezó
con la isla de San Salvador. Entre el afán de llegar a su destino y el desconocimiento de
las verdaderas dimensiones de la Tierra, Colón dio por sentado que había llegado a las
costas de la China, convicción que conservó hasta el día de su muerte.
A finales de la Edad Media en Europa se daba una creciente demanda de especias,
sedas, joyas y artículos suntuarios provenientes de la India y de la China, pero la ruta
terrestre a través de los territorios dominados por el hostil imperio otomano era en
extremo peligrosa. La ciudad de Bizancio, el último bastión cristiano en el medio
oriente, había caído en manos de los musulmanes en 1453, por lo que los comerciantes
europeos se vieron obligados a buscar rutas alternas por el mar, circunnavegando el
continente africano, o aventurándose en mar abierto con la esperanza –para muchos
absurda- de llegar a oriente navegando en dirección a occidente.
La redondez de la Tierra era un hecho bien establecido desde la época de oro de la
astronomía alejandrina, y no constituía una novedad para las personas cultas en la Edad
Media, aunque entre la población corriente prevaleciera la creencia de que el universo
tenía forma de cajón, a imagen y semejanza del Arca de la Alianza. Pero si bien la idea
de la esfericidad no era novedosa en sí, la magnitud del círculo terrestre, estimada
inicialmente por Eratóstenes de Cirene tres siglos antes de nuestra era, era bastante
dudosa, puesto que no se sabía a ciencia cierta a qué unidades correspondían los
estadios utilizados por el astrónomo alejandrino para expresar el valor que había
calculado, luego de observar que a mediodía en el solsticio de verano los rayos caen
perpendicularmente sobre la ciudad de Siena, hoy Asuán, mientras que a la misma hora
en Alejandría, situada unos ochocientos kilómetros al norte, los rayos del Sol hacen un
ángulo de unos siete grados respecto a la perpendicular. De acuerdo con lo anterior
Eratóstenes estimó que la distancia de Siena a Alejandría correspondía a un cincuentavo
de la circunferencia terrestre. Sin embargo el astrónomo, o sus exégetas, no dejaron en
claro si se trataba de estadios griegos o romanos. En uno de los casos el cálculo
coincidiría en un sorprendente 0.5% con el valor actualmente aceptado, mientras que en
el otro llegaría a un más comprensible 17%. Sin embargo los cálculos de Colón estaban
muy lejos de estos valores. Partiendo de sus propias interpretaciones de la información
disponible en la obra de Marco Polo, que sugería que las tierras de oriente se
prolongaban de manera considerable hacia occidente, y en los trabajos del geógrafo
clásico Marino de Tyro y del geógrafo italiano Paolo Toscanelli, el genovés calculó que
la isla de Cipango, el actual Japón, se encontraba muy cerca de donde finalmente topó
con tierra firme el 12 de octubre de 1492, y que las costas de China se encontraban a
escasas dos mil millas náuticas de Las Canarias.
El problema de la longitud
Los errores de cálculo que cometió Colón, de manera accidental o deliberada -¿quién se
habría arriesgado a emprender o a financiar una aventura semejante si conociera de
antemano las dificultades que habría de enfrentar?- lo privaron de la gloria personal de
saber que había descubierto un nuevo continente para Europa, pues el Almirante de la
Mar Océano -título que había recibido antes de iniciar su expedición- murió convencido
de haber estado en Catay, que era como se denominaba a la China en la España
medieval. No obstante, luego de su epopeya la navegación en altamar quedó establecida
como una actividad permanente y de reconocida importancia, que habría de plantear
nuevos retos a la geografía y a la astronomía, entre ellos encontrar una manera práctica
de determinar la longitud en altamar, que tal vez era el de mayor importancia, pues si
bien la latitud, que es la distancia al ecuador desde un punto de la Tierra, se puede
determinar con aceptable precisión mediante la fecha y la observación de la elevación
del sol sobre el horizonte en el momento de cruzar el meridiano local, la determinación
de la longitud demanda la comparación de la hora local con la de un meridiano de
referencia, pero los relojes de la época no solo carecían de la precisión necesaria, sino
que las vicisitudes propias de la navegación, continuas sacudidas y drásticos cambios de
temperatura, hacían imposible aún para el reloj más preciso permanecer sincronizado
con un reloj en tierra después de haber pasado cierto tiempo navegando. Habría de
transcurrir un largo período de tiempo antes de que los navegantes pudieran disponer
del cronómetro marino para satisfacer sus necesidades de localización, pero las
expediciones de conquista y explotación de los nuevos territorios no podían esperar y
fue necesario acudir a la astronomía en demanda de soluciones.
El descubrimiento de América, o encuentro de dos mundos -como se suele llamar en
épocas más recientes- constituye un notable logro de la aplicación del conocimiento
abstracto a la solución de un problema práctico, si se tiene en cuenta que la redondez de
la Tierra estaba muy lejos de ser un hecho evidente o intuitivo. Pero, como suele
suceder, la solución novedosa de un problema de navegación terminó por plantear
nuevos problemas que demandaban mejores datos astronómicos y modelos de mayor
precisión que los que habían posibilitado la solución del problema original. La renovada
importancia de las tablas astronómicas, que se habían convertido en el auxiliar
indispensable para la navegación en altamar, tuvo como consecuencia la revisión
profunda de los modelos geocéntricos de Aristóteles y Ptolomeo y los métodos de
cálculo vigentes en la astronomía, que con pocos cambios se conservaban desde la
antigüedad clásica.
Un factor adicional que puso a la astronomía en el primer plano de interés fue la
decisión del Concilio de Trento de acometer la reforma del calendario que provenía de
la época del emperador Julio César, y que había estado vigente en la cristiandad desde el
año 8 de nuestra era. El calendario Juliano, elaborado por el astrónomo griego
Soxígenes, fue el primer calendario solar del Imperio Romano, y estaba basado en un
año de 365.25 días. En este calendario los años regulares tenían 365 días, y cada cuarto
año se añadía un día al mes de febrero para tener un año de 366 días, lo que explica la
denominación de bisiesto. Sin embargo, la duración del año solar es once minutos y
catorce segundos menor que el valor de base asignado al año juliano, por lo que cada
cien años se presentaba un desfase cercano a un día, y hacia mediados del siglo XVI el
desfase ya era de diez días. Por esta razón, y con el fin de que el equinoccio vernal
coincidiera de nuevo con el 21 de marzo, la Iglesia solicitó a sus astrónomos una
revisión del calendario que se materializó en el año de 1582 con la instauración del que
ahora conocemos como calendario Gregoriano, llamado así en honor al papa Gregorio
XIII en cuyo pontificado empezó a regir para las naciones del orbe católico. Con el
transcurso del tiempo casi todas las demás naciones terminaron por adoptarlo. Si se
tiene en cuenta que un calendario es en esencia un sistema de medición, se puede decir
que el calendario Gregoriano constituye el primer caso de adopción de un sistema
internacional de medidas, aunque estuviera restringido sólo al tiempo. Habrían de
transcurrir más de trescientos años antes de que lo propio sucediera con los demás
patrones e medición.
El Nuevo Mundo de la ciencia
El mundo ya no sería el mismo después de Colón. El éxito alcanzado por sus viajes fue
el inicio de un creciente proceso de exploración y de nuevos descubrimientos que
generaron gran interés en Europa por el conocimiento del mundo en todas sus
manifestaciones, tanto por razones económicas, como por el exclusivo anhelo de
conocimiento, que habría de materializarse en la fundación de instituciones como la
Academia de los Linces, en Italia, y la Sociedad Real, en Inglaterra, y la Academia de
Ciencias de París. Como si el descubrimiento de un nuevo continente hubiera abierto
todo un mundo de nuevas posibilidades a la razón y a la imaginación los astrónomos del
Renacimiento empezaron a considerar alternativas al modelo clásico del universo
geocéntrico y antropocéntrico de la filosofía escolástica, y al igual que si se tratara del
Mecías largamente esperado por la astronomía para resolver todos sus problemas, en el
año de 1542, cincuenta años después del descubrimiento de América, se publicó el libro
De las revoluciones de las esferas celestes de Nicolás Copérnico, en el que se remozaba
la idea de que el Sol estaba inmóvil en el centro del universo y que la Tierra, al igual
que el resto de los planetas giraba en torno a él, que Aristarco de Samos había
concebido tres siglos antes de nuestra era. Aristarco había llegado a esta conclusión
luego de determinar mediante observaciones directas y por el análisis de los eclipses de
Luna que el diámetro del Sol era unas siete veces más grande que el de la Tierra, y el de
la Tierra unas tres veces mayor que el de la Luna. Recibida con hostilidad por los
jerarcas protestantes, que la consideraron contraria a los pasajes bíblicos en los que se
hace alusión al movimiento y a la transitoria detención del Sol ordenada por Josué
durante una batalla en la que estaba a punto de oscurecer, la obra del astrónomo polaco
no causó mayor revuelo en el mundo católico, por lo menos hasta unos setenta años
después con motivo de la atención que atrajo sobre el tema la publicación de las
observaciones astronómicas que Galileo había realizado con su telescopio.
Luego de introducir considerables mejoras técnicas a un instrumento óptico usado en
Holanda para anticipar la llegada de los barcos a puerto, Galileo utilizó su telescopio
para examinar los cielos, y en 1609 publicó sus observaciones en un libro titulado El
legado de los astros. La conclusión más importante a la que se puede llegar después de
leer el texto de Galileo es que los astros tienen poco o nada qué ver con los cuerpos
celestiales, perfectos e inmutables, que predicaba la filosofía escolástica. Ni la Luna era
una esfera de plata bruñida, ni la Tierra el único centro de los movimientos
astronómicos, como pueden atestiguar las cuatro lunas que orbitan en torno a Júpiter,
configurando un sistema Copernicano en miniatura. Aunque las observaciones
astronómicas efectuadas por Galileo no constituyen una prueba concluyente de la
veracidad del modelo copernicano, sí le dan un fuerte impulso al demostrar la
incorrección del sistema geocéntrico sustentado por Aristóteles y Ptolomeo, y defendido
por sus discípulos peripatéticos. Mucho menos publicitada, pero no menos importante
que las observaciones de Galileo, fue la publicación en 1609 de Astronomía Nova del
astrónomo protestante Johannes Kepler, en la que se refina el modelo copernicano y se
lleva la astronomía a un grado de sencillez y a una precisión nunca antes alcanzada
mediante los epiciclos de Hiparco que servían como elemento de cálculo en el modelo
de Ptolomeo.
Posiblemente uno de los factores que influyó en mayor grado en la consolidación del
copernicanismo como una nueva visión del mundo haya sido la conmoción que causó el
juicio y la posterior condena de Galileo a manos de la Santa Inquisición, luego de la
publicación en 1633 de su libro titulado Diálogos sobre los dos grandes sistemas del
mundo. Uno de los efectos inmediatos de la decisión eclesiástica fue la de llevar casi a
la extinción la actividad científica y el libre ejercicio de la razón en los reinos y las
colonias del orbe católico –situación de la cual todavía no nos hemos acabado de
reponer–. Entre tanto, en los demás países europeos el modelo de Copérnico fue mejor
recibido, gracias, en parte, a la flexibilidad mental que ofrece la doctrina protestante del
libre examen, que de igual manera que puede conducir al más extremo fanatismo
religioso, también puede hacer posible la obra de un Kepler o de un Newton.
En el año de 1687 Isaac Newton publicó los Principios matemáticos de la filosofía
natural, o Principia, y al hacerlo sentó las bases de la ciencia moderna. Desde la
ventajosa perspectiva que según sus propias palabras le daba el estar parado sobre los
hombros de dos gigantes, Kepler y Galileo, Newton resolvió el problema matemático
del movimiento astronómico y estableció los principios para el estudio de cualquier otro
problema relacionado con el movimiento de los cuerpos. La asombrosa precisión y
contundencia de los resultados de la mecánica newtoniana, pese a sus limitaciones e
inconsistencias internas, la convirtieron muy pronto en el paradigma del conocimiento,
hasta el punto de ensombrecer o anular toda teoría que no estuviera dentro de sus
lineamientos, tal como sucedió con la teoría ondulatoria de la luz de Christiaan
Huygens.
La aparición de los Principia coincide con un notable avance en el desarrollo de la
tecnología y con el mejoramiento de los instrumentos de medición y de observación
astronómica y microscópica. La humanidad ahora disponía de una teoría confiable y del
conocimiento de las leyes básicas que rigen los fenómenos naturales, y contaba con
instrumentos adecuados para estudiarlos. El propio Newton realizó avances notables en
el estudio de la óptica y en el desarrollo técnico de los telescopios de reflexión. Los
exploradores que se dedicaban al reconocimiento del mundo contaban cada vez con
mejores recursos para realizar sus observaciones. La geodesia y la observación
astronómica, auxiliares indispensables de la navegación y de la exploración hicieron
grandes progresos. La mecánica de Newton no sólo sirvió para explicar que las mareas
y la precesión de los equinoccios son fenómenos de origen gravitacional, sino que
realizó predicciones sobre la deformación de la esfera terrestre por efecto de la rotación.
El achatamiento polar fue confirmado por sendas expediciones que midieron la longitud
de un grado de meridiano y la aceleración gravitacional a la altura del círculo polar y del
ecuador.
La mecánica de Newton, que había surgido para encontrar la ley de fuerzas que rige el
movimiento planetario, empezó a ocuparse de problemas de índole cada vez más
pragmática. Por otra parte, los estudios sobre las leyes de los gases realizados por
Robert Hooke y Robert Boyle, cuyo nombre lleva la ley que relaciona la presión y el
volumen de un gas a temperatura constante, estaban directamente relacionados con
problemas como la desecación de pantanos y la extracción del agua que inunda las
minas mediante el uso de bombas de succión. La aplicación de la fuerza motriz del
vapor para reemplazar el trabajo de origen muscular que se utilizaba para resolver este
tipo de problemas dio lugar al desarrollo de las calderas y al inicio de la revolución
industrial. Se dice que la bomba de vapor desarrollada por James Watt cuadriplicó la
producción minera, en tanto que términos como el de caballo de fuerza, que todavía se
usa como unidad de potencia, alude al origen de la medida que permitió comparar el
rendimiento de un ingenio de vapor con el de un animal dedicado a la misma labor. La
ciencia y la tecnología, estrechamente entrelazadas, se retroalimentan una a otra e
inician un proceso de desarrollo acelerado. Las máquinas filosóficas, como se
denominaba a las bombas de vacío en razón de fundamentarse en la posible validez de
este concepto, de la mano de las calderas y bajo la certera guía de la mecánica de
Newton empezaron a transformar el mundo de las ideas y de las realidades. La
aspiración de Arquímedes de mover el mundo ahora contaba con la palanca y el punto
de apoyo que se necesitaba.
Ilustración
Las leyes de la física establecidas en los Principia a finales del siglo diecisiete fueron
objeto de amplio estudio, formalización y difusión a lo largo del siglo dieciocho. Nunca
como entonces parecía haber estado la humanidad tan cerca de alcanzar el ideal
pitagórico de poseer la clave matemática del universo para develar todos sus secretos.
Los efectos culturales de la revolución copernicana se empezaban a advertir. El cosmos
aristotélico, antropocéntrico y limitado daba paso al universo infinito. El interés por las
cosas de la naturaleza vistas desde la perspectiva racional de la ciencia adquiría un
importante estatus cultural. Los exploradores de todos los rincones del mundo
incrementaban de manera continua el caudal de datos que los científicos debían
interpretar, a la vez que demandaban soluciones eficaces a los inconvenientes que
dificultaban su labor exploratoria. La navegación a lo largo y ancho del planeta seguía
demandando soluciones más prácticas y precisas al problema de la longitud.
Aunque existía la posibilidad de medir la longitud de puntos en tierra firme mediante
observaciones astronómicas, la determinación de la misma en altamar era en extremo
difícil e imprecisa, lo cual condujo a más de una tragedia, como la acontecida en 1707
cuando una flota de cuatro barcos británicos erró la entrada al canal inglés y en su lugar
se encontró con el archipiélago de las islas Scilly. Todos los barcos se fueron a pique y
unos dos mil hombres perdieron la vida. En otra ocasión un barco británico erró durante
meses a lo largo del mismo paralelo del pacífico sur en busca de la isla de Juan
Fernández mientras la mitad de su tripulación perecía por el escorbuto. En vista de lo
anterior, dada la importancia estratégica que para los países europeos tenía la
navegación, y en particular para el imperio Británico, los gobiernos de la época
ofrecieron significativos estímulos económicos para quien aportara soluciones prácticas
al problema en cuestión. Sin embargo, la propuesta de recompensas de este tipo no
constituía una novedad. Ya en el siglo dieciséis los soberanos de Dinamarca y Portugal,
cuyos países tenían grandes intereses marítimos, habían ofrecido jugosas recompensas a
quienes encontraran la solución del problema de la longitud. En su momento Galileo
pretendió reclamar el premio luego de elaborar un método que utilizaba la regularidad
de los eclipses de los satélites de Júpiter a modo de reloj universal, teniendo en cuenta
que la clave para la determinación de la longitud radica en la posibilidad de comparar la
hora local con la hora de un meridiano de referencia. Ante la imposibilidad práctica de
transportar la hora de referencia mediante un reloj, Galileo propuso que se utilizara el
sistema joviano a modo de reloj cósmico. Pero el método tenía serias limitaciones, dada
la imposibilidad de observar el planeta durante todo el año. Pero aún en el caso de poder
hacerlo realizar una observación precisa de la posición de sus lunas a bordo de un navío
en movimiento representaba una gran dificultad, de modo que el sistema no pudo ser
utilizado como recurso de navegación, aunque sí resultó útil para determinar la longitud
en tierra firme, lo que constituyó un beneficio para la cartografía del planeta. Por lo
demás, Galileo no logró ningún reconocimiento por su aporte.
En 1714 el Parlamento británico estableció el Consejo de la Longitud y ofreció un
premio de veinte mil libras -varios millones de dólares a valores actuales- para quien
encontrara una solución a la determinación de la longitud con una precisión de medio
minuto de arco, que corresponde a una distancia máxima de unos 55 km a la latitud del
ecuador. El Parlamento estaba motivado por desastres como el ocurrido en las islas
Schilly, y, en no menor grado, por los extraordinarios beneficios que le reportaba a la
corona británica el ejercicio de la piratería, si se tiene en cuenta que la captura en 1592
de un solo barco portugués, el Madre Deus, aportó un botín equivalente a la mitad de las
reservas del fisco británico, como lo refiere Dava Sobel en su libro La longitud.
También se establecieron recompensas menores para quienes aportaran soluciones con
precisión de tres cuartos de minuto y de un minuto de arco. Es importante recordar que
sobre el ecuador la longitud de un minuto de arco es de ciento once kilómetros,
aproximadamente, correspondiente al valor máximo, que va disminuyendo de manera
gradual en los paralelos de mayor latitud, hasta llegar a cero en los polos.
El consejo de la longitud muy pronto se vio desbordado por la cantidad de propuestas
que recibió, y durante varios años su labor se redujo a examinar y descartar por
impracticables las ideas de una multitud de ilusos, o de algunos avivatos a quienes sólo
les interesaba reclamar la recompensa. Aunque era claro que la solución del problema
giraba alrededor de la determinación simultánea de la hora de un meridiano de
referencia y de la hora local, las soluciones propuestas se podían clasificar entre las que
se basaban en la observación de la posición de la Luna respecto a las estrellas, y las que
confiaban en la posibilidad de transportar la hora de referencia con un reloj de precisión
para ser comparada en cualquier momento con la hora local. Consultados al respecto los
sabios de la Real Sociedad a cuya cabeza estaba sir Isaac Newton, se pronunciaron a
favor del método de observación astronómica, por considerar imposible la construcción
de un reloj que fuera capaz de soportar los rigores del viaje, el bamboleo de las olas,
pero sobre todo los cambios de temperatura, responsables de que aún en tierra un reloj
se atrasara diez o quince minutos en un solo día. Por esta razón cuando el relojero John
Harrison se presentó ante el consejo en 1730 con la propuesta de construir un reloj
capaz de transportar la hora de Londres a cualquier parte del mundo con una precisión
mayor a un segundo por día, la idea fue recibida con razonable escepticismo. Harrison,
nacido en 1693, era un relojero autodidacta que se había iniciado como carpintero.
Posiblemente por esta razón los primeros relojes que construyó -algunos de los cuales
todavía están en funcionamiento- estaban hechos de finas maderas que se auto
lubricaban, con lo que había resuelto el problema de lubricación de los engranajes.
Adicionalmente Harrison contaba con una innovación que le había permitido construir
relojes de una precisión nunca antes alcanzada, que podía ser verificada mediante la
observación del tránsito de las estrellas por el meridiano del lugar. Debido a la
traslación terrestre la aparición de las estrellas cada día se adelanta de manera regular.
La precisión de los relojes de Harrison se debía a una ingeniosa forma de compensar las
dilataciones y contracciones que sufrían los péndulos por efecto del calor del día o del
frío de la noche, debido a las cuales el reloj se atrasaba de día y se adelantaba de noche.
Para el efecto Harrison construyó un péndulo en forma de parrilla con varillas
alternadas de acero y bronce que tienen diferentes coeficientes de dilatación, de tal
manera que los efectos asociados a la deformación de cada uno se compensan y la
longitud a la que está el centro de gravedad del péndulo permanece inalterada, al igual
que su período de oscilación. Además, Harrison había diseñado un singular sistema de
escape, denominado el saltamontes por su curiosa forma que lo asemejaba a este
insecto, que le daba una gran estabilidad al mecanismo de relojería, de modo que se
podía dar cuerda al reloj sin necesidad de detener su marcha, como sucedía con los
demás.
La medición del tiempo
En último término un reloj es cualquier sistema que realice procesos cíclicos de manera
reiterada, es decir, que partiendo de una situación dada evolucione hasta llegar de nuevo
a la configuración inicial, de manera periódica y regular, tal como sucede con el
movimiento de los astros. El lapso de tiempo medido entre dos sucesos es el número de
ciclos realizados por el sistema que se haya designado como reloj, y la precisión de la
medida depende de la relación entre el período de oscilación del reloj y el número de
ciclos realizados en la medición. Así, la edad de un hombre se puede determinar por el
número de veces que el Sol pasó por cierta constelación a lo largo de su vida, o con
mayor precisión por el número de veces que vio salir el Sol. El arte de medir el tiempo
es tan antiguo como la humanidad, y dio lugar a una tecnología que fue evolucionando
de manera gradual a partir de instrumentos rudimentarios. A medida que se
incorporaban los avances de cada época, el grado de complejidad de los relojes
aumentaba dando lugar a elementos con la precisión suficiente para satisfacer las
necesidades cotidianas básicas. Cuando las exigencias de la navegación en altamar
demandaron un alto grado de precisión en la medición del tiempo para la determinar la
longitud, aportes como el de Harrison permitieron resolver el problema, y de paso
contribuyeron al desarrollo de la mecánica fina y al perfeccionamiento de todo tipo de
aparatos de medición.
El mayor avance en la técnica de la relojería durante el siglo diecisiete fue resultado del
descubrimiento hecho por Galileo de que el período de oscilación de un péndulo sólo
depende de la longitud del mismo, aunque esto sólo es válido como una aproximación
para oscilaciones de poca amplitud. A partir de esta idea Galileo elaboró el diseñó de un
reloj que aunque no llegó construir sirvió de punto de partida para una serie de
investigaciones teóricas y prácticas por parte de los mejores físicos de la época, tal
como las consignadas en el Horologium, del físico, matemático y astrónomo holandés
Christiaan Huygens, que hicieron posible el perfeccionamiento del reloj de péndulo, y la
construcción del reloj de escape. En el primer caso la frecuencia de las oscilaciones y el
paso de los engranajes que arrastran los punteros están regulados por la longitud del
péndulo. En el segundo caso son las oscilaciones periódicas de una volante unida a un
resorte de espiral las que determinan el ritmo de los punteros. Mientras que el sistema
de péndulo se prestaba para la construcción de relojes de mediano tamaño y regular
precisión, el reloj de volante hacía posible la fabricación de relojes tan pequeños que se
podían llevar en el bolsillo. Sin embargo, unos y otros seguían siendo afectados por los
fuertes cambios de temperatura propios de los países de media y alta latitud, y estaban
sujetos a continuas correcciones, por lo que ninguno de los dos se podía utilizar para la
determinación de la longitud. Pero la situación habría de cambiar gracias a las
innovaciones introducidas por John Harrison.
Como se había mencionado antes, Harrison logró construir un reloj con un péndulo en
forma de parrilla gracias a la cual las dilataciones y las contracciones térmicas de los
dos tipos de metal se compensaban y la longitud del péndulo, y por tanto su período,
permanecía inmutable ante los cambios de temperatura, lo que le permitió armar relojes
que se atrasaban menos de un segundo en un día. Enterado de la oferta del Parlamento
Harrison viajó a Londres en 1730 con el fin de presentar la propuesta de construcción de
un cronómetro marino para la determinación de la longitud con la precisión exigida por
el Almirantazgo. Luego de haber logrado despertar el interés de los miembros de la
Comisión de la Longitud que decidieron financiar el proyecto, Harrison emprendió la
construcción de un prototipo, y luego de cinco años de dedicación surgió el Harrison-1,
o H-1, como se denomina de manera abreviada al primer cronómetro marino, un
armatoste de casi 40 kg de peso y 120 cm de altura, con una apariencia que tenía muy
poco en común con la de los relojes de la época. El H-1 basaba su funcionamiento en las
oscilaciones de un par de péndulos acoplados mediante resortes de espiral, diseñados
para que su oscilación no fuera afectada por el movimiento de las olas. De acuerdo con
lo estipulado en la convocatoria del Parlamento el artilugio se debería embarcar hacia
las Indias Orientales para verificar su funcionamiento y probar su precisión, pero en
lugar de esto fue enviado en un viaje de ida y vuelta a la cercana Lisboa en un barco de
la armada. Los resultados fueron satisfactorios, pero en lugar de insistir en realizar las
pruebas definitivas para verificar la bondad del artefacto y reclamar el premio, Harrison
solicitó más fondos para construir un nuevo reloj e introducir correcciones al modelo
original. Varios años más tarde, en 1741, estuvo a punto el H-2, pero aunque el nuevo
cronómetro representaba un progreso notable respecto a su predecesor, el
perfeccionismo del fabricante lo llevó a solicitar un plazo adicional para construir una
tercera versión, y fue así como, luego de casi veinte años de intenso trabajo, apareció el
H-3, tan aparatoso y preciso como los anteriores, que ni siquiera llegó a ser probado en
altamar debido a los conflictos bélicos que sostenía Inglaterra, pues el Almirantazgo no
se quiso arriesgar a que tan valiosa pieza cayera en manos enemigas. Finalmente, en
1759 Harrison construyó el H-4, una verdadera joya de la tecnología, apenas más
grande que un reloj de bolsillo, y en nada parecido a sus antecesores, que en lugar de
parejas de péndulos acoplados utilizaba una volante accionada por un resorte en espiral
elaborado a partir de una tira bimetálica que soportaba sin alteraciones los cambios de
temperatura. El H-4 satisfizo con largueza las expectativas y los requerimientos
exigidos por la Armada, pero debido a trabas burocráticas y a la animadversión del
astrónomo real, Nevil Maskelyne, promotor del método lunar para la determinación de
la longitud, Harrison nunca obtuvo la recompensa prometida. En su lugar, y gracias a la
intervención del rey Jorge, recibió una generosa compensación del Parlamento, pocos
años antes de su muerte.
La Exploración del mundo
El método cronométrico para la determinación de la longitud recibió un espaldarazo
gracias a los elogiosos comentarios sobre su utilidad y precisión hechos por el capitán
James Cook, uno de los más destacados exploradores ingleses del siglo dieciocho. Cook
comprobó las bondades del cronómetro marino luego de realizar un viaje alrededor del
mundo en el que llevó una réplica del H-4, el K-1, fabricado bajo la supervisión del
propio Harrison por Larcum Kendall, un reconocido fabricante de relojes. El capitán
Cook se había hecho a una sólida reputación como navegante, astrónomo y explorador
luego de haber llevado a Tahití a un grupo de astrónomos de la Real Sociedad, para
observar y registrar el tránsito de Venus a través del Sol, a bordo del H.M.S. Endeavour,
un pequeño barco carbonero acondicionado para la ocasión. Después de haber cumplido
con el objetivo primordial de la misión Cook navegó hacia el sur y llegó a la entonces
desconocida isla de Nueva Zelanda, la cual circunnavegó y cartografió con buena
precisión. Luego, navegando hacia el oeste, llegó a la costa oriental de Australia, la cual
recorrió y cartografió hasta probar que se trataba de un continente. Cook también fue el
primer occidental en arribar a las islas de Hawái, y a otras islas del Pacífico que
denominó Islas Sandwich, en honor al conde de Sandwich, quien presidía el
Almirantazgo por la época de la expedición.
Luego de un triunfal regreso a Inglaterra, y después de haber sido ascendido al grado de
comandante, Cook recibió un nuevo encargo de la Real Sociedad. Se trataba de viajar
hacia el sur en busca de la Terra Australis, el continente Antártico que según algunos
filósofos naturales debería existir en el sur del globo terrestre para servir de contrapeso a
las grandes masas de tierra de los continentes del hemisferio norte. Como parte de los
propósitos de este viaje Cook debería llevar para su evaluación la copia del H-4,
construida por Kendall. La expedición a los mares del sur no llegó a descubrir el
continente antártico a pesar de haber navegado hasta la altura del paralelo 70 y de
circunnavegar el globo alrededor de esta latitud. En realidad fue poco lo que le faltó a
Cook para haber llegado a la Antártida, sin embargo en el momento de mayor
acercamiento viró al norte, hacia Tahiti, en procura de abastecimientos. Una
característica muy particular de las expediciones que se realizaron bajo la dirección de
Cook fue la ausencia de bajas a causa del escorbuto, grave enfermedad producida por la
deficiencia de vitamina C en la alimentación que se les suministraba a las tripulaciones
de los barcos durante las prolongadas travesías en el mar. Para el efecto Cook se
aprovisionaba de generosas cantidades de col agria, rica en ácido ascórbico, que
suministra la necesaria vitamina. En épocas posteriores la col agria fue reemplazada por
zumo de limón a bordo de los navíos británicos.
En 1775, luego de concluir su viaje alrededor del mundo, Cook elaboró un informe muy
positivo ponderando las características del cronometro de Harrison que le había
ayudado a navegar con seguridad, además de permitirle elaborar cartas marinas tan
confiables que estuvieron en uso hasta mediados del siglo veinte. Aún así, la
penetración del cronómetro marino como parte de la dotación de los barcos fue muy
lenta debido a los altos costos de producción, por lo que el método de observación lunar
se siguió utilizando hasta muy avanzado el siglo diecinueve, cuando gracias a las
innovaciones en los diseños y en las técnicas de fabricación los cronómetros de alta
precisión se volvieron accesibles para muchos marineros. Es muy probable que la
ventaja que representó en el largo plazo el poder disponer antes que las demás naciones
de un recurso tecnológico tan preciso y confiable como el cronómetro de Harrison, o
alguna de sus variantes, haya contribuido a que la marina inglesa se convirtiera en la
reina de los mares, y que el Imperio Británico hubiera logrado consolidar su presencia
en todo el mundo durante el siglo XIX.
La medida del mundo
Las expediciones de reconocimiento y medición del mundo como las del capitán Cook
proliferaron a lo largo del siglo dieciocho, bajo el auspicio de sociedades científicas
como la Real Sociedad de Inglaterra o la Academia de Ciencias de Francia, animadas
por la posibilidad de hacer nuevos descubrimientos de flora, fauna o de materiales
desconocidos. En ocasiones, las expediciones también fueron financiadas por los
respectivos gobiernos por motivos mucho más pragmáticos como la prospección de
nuevas fuentes de recursos materiales y de productos comerciales. Con el respaldo de la
ciencia experimental, el denominado Siglo de las Luces fue una época de difusión del
conocimiento y de desarrollo de aplicaciones prácticas para la producción de bienes y la
solución de problemas de toda índole, que habría de llegar de manera tardía y
fraccionada a las colonias españolas a finales del siglo XVIII, debido, en gran parte, a
barreras de tipo cultural, político y religioso.
Uno de los efectos más notables de los avances de la tecnología y de la ciencia en éste
siglo fue el incremento en la producción industrial y en la expansión del comercio
internacional. Pero una dificultad mayor para mantener un fluido intercambio comercial
era la falta de uniformidad en los sistemas de pesos y medidas, condición indispensable
para generar confianza entre las partes y garantizar la equidad de las transacciones. Y no
era sólo que cada país contara con su propio sistema de unidades, lo que habría reducido
el problema a disponer de unas cuantas tablas de conversión, sino que en cada país
proliferaban diferentes patrones, debido a que por tradición el señor feudal tenía la
potestad de definir, de acuerdo con su criterio y en su propio beneficio, las medidas de
peso y longitud, con base en las cuales se recolectaban los impuestos y se valoraban los
productos. Es de destacar que sólo la medida del tiempo era aceptada de manera
general, muy probablemente porque dado su origen celeste y su carácter universal era
accesible y verificable para cualquiera. Por esta razón se llegó a plantear la posibilidad
de definir la unidad de longitud a partir del segundo, la unidad de tiempo, pero fue
imposible llegar a un consenso.
Y no sólo el comercio y la industria demandaban un sistema coherente de pesos y
medidas, también el avance de la ciencia y la necesidad de compartir y cotejar la
información proveniente de la observación y la experimentación realizadas en diferentes
lugares en todas las áreas de las ciencias naturales, ponía de manifiesto la necesidad de
unificar los sistemas de medición. Una respuesta a esta problemática fue el proyecto de
la Academia de Ciencias de París de definir un sistema de pesos y medidas que, al igual
que la medición del tiempo, estuviera basado en hechos naturales, repetibles y
verificables, que constituyeran una referencia de acceso universal, y cuyos patrones no
sucumbieran al paso del tiempo, como había sucedido con los antiguos patrones de
medida que no eran más que barras de hierro fijadas en la fachada de algún edificio
importante, que terminaban por deformarse con el asentamiento de los terrenos, o que se
oxidaban y se degradaban. Fue así como se planteó el proyecto que habría de conducir
en primera instancia al establecimiento del Sistema Métrico Decimal, y, más
recientemente, al Sistema Internacional de Pesos y Medidas. La propuesta francesa
buscaba introducir en el sistema métrico la racionalidad y la objetividad de la mirada de
la ciencia sobre los fenómenos de la naturaleza, por encima de los intereses y los
criterios individuales que primaban hasta entonces, pese a lo cual, y por buenas que
hubieran sido sus intenciones, nunca dejó de ser una propuesta con nacionalidad
específica, lo que constituyó un obstáculo para su aceptación universal, pues aunque en
la actualidad solamente un par de países no han adoptado al Sistema Internacional, uno
de ellos es el de mayor capacidad económica del mundo y, además, es el líder en el
avance de la ciencia y en el desarrollo de la tecnología.
La propuesta de adoptar un sistema métrico universal evolucionó a partir de la idea
menos ambiciosa del astrónomo francés Joseph-Jerome Lalande de instaurar el sistema
de pesos y medidas de París en toda Francia, con el fin de terminar con el caos
imperante y lograr los ideales de justicia y equidad que por los que propugnaba la
revolución en ciernes. Sin embargo, la intervención en el asunto del ministro de
relaciones exteriores de Francia el obispo Charles-Maurice de Talleyrand, condujo a la
más ambiciosa propuesta de un sistema de pesos y medidas que no estuviera ligado a la
tradición monárquica, sino que se fundamentara en la naturaleza, y que estuviera basado
en un sistema numérico decimal. En 1790 la recién elegida Asamblea Nacional dio
autorización a la Academia de Ciencias para ejecutar el proyecto. La responsabilidad de
la realización de la propuesta quedó en manos de un Comité de Pesos y Medidas,
constituido para el efecto, del cual hacían parte algunas de las figuras más destacadas de
la Academia de Ciencias de Francia, entre la cuales se destacan el mencionado
astrónomo Lalande, el físico y matemático Joseph-Louis Lagrange, y el químico y
recolector de impuestos de la corona Antoine-Laurent Lavoisier, uno de los hombres
más ricos de Francia, cuyos compromisos burocráticos terminarían costándole la vida a
manos del gobierno revolucionario. A Lavoisier debe la ciencia, entre otros aportes, el
establecimiento de la ley de la conservación de la materia y la introducción de métodos
analíticos de gran precisión para el estudio de la química mediante el uso de la balanza.
La balanza, símbolo de la justicia, también representaba la aspiración de poder contar
con un sistema racional de pesos y medidas que hiciera posible un mundo más
igualitario y más justo para todos mediante el establecimiento de reglas claras,
permanentes y confiables para el intercambio comercial.
A finales del siglo XVIII en Francia se vivía un ambiente de cambio y replanteamiento
de las estructuras sociales establecidas, que fue estimulado en alto grado por la
denominada Ilustración, o período de optimismo vital que ponía en la ciencia y la
tecnología esperanzas de conocimiento, libertad de pensamiento y bienestar para la
humanidad. Sumado a lo anterior sucesos como la independencia de las colonias
inglesas en Norte América, en la que los franceses tuvieron participación activa, crearon
condiciones favorables a la iniciativa de establecer un sistema universal de pesos y
medidas, como parte de la revisión de las estructuras sociales, que habrían de sufrir
cambios dramáticos a consecuencias de la Revolución Francesa. No debe ser casual que
el acontecimiento francés que partió en dos la historia política de la humanidad haya
recibido el nombre de Revolución, al igual que el libro de Copérnico cuyos
planteamientos partieron en dos la historia del conocimiento humano.
La construcción de un sistema de medidas con las características requeridas demandaba
la escogencia de un patrón que se pudiera definir con el máximo grado de precisión.
Algunas propuestas muy ingeniosas fueron descartadas por diferentes razones, como la
de definir la unidad de longitud a partir de la unidad de tiempo. Esta propuesta,
consistente en definir el metro como la longitud del péndulo cuyo período es un
segundo, resultaba muy atractiva porque habría permitido relacionar las dos unidades de
medición más fundamentales con la regularidad del movimiento astronómico. Sin
embargo, de acuerdo con la mecánica de Newton el período de oscilación del péndulo
depende de la aceleración de caída de los cuerpos, y ésta cambia con la latitud por
efecto de la rotación y del achatamiento de la Tierra, y como consecuencia de lo anterior
surgió la discusión respecto a cuál sería el lugar más apropiado para hacer la requerida
medición. Aunque el candidato más indicado resultaba ser la línea ecuatorial, ésta
quedaba muy lejos de los grandes centros del poder imperial. Una propuesta alternativa
era el paralelo 45, a mitad de camino entre el ecuador y el polo norte, y para el efecto se
propuso hacer las correspondientes mediciones en la costa cercana a la ciudad francesa
de Burdeos, lo cual no fue de buen recibo para los británicos que propusieron en su
lugar que la medición se hiciera en Londres. Por su parte los estadounidenses
propusieron el paralelo 38 que pasa por el centro de los Estados Unidos. Ante la
imposibilidad de llegar a un acuerdo respecto a la unidad pendular los franceses optaron
por establecer el metro como una fracción exacta de la circunferencia terrestre,
equivalente a la diez millonésima parte de la longitud del cuadrante del globo terráqueo,
y para el efecto se acordó medir el arco de meridiano de unos mil kilómetros que va
desde Barcelona hasta Dunkerque pasando por París. Como era de esperarse esta
decisión tuvo como consecuencia la de asignar a la unidad de longitud una nacionalidad
que la hacía inaceptable para el mundo anglosajón, tanto en el Reino Unido como en sus
ex-colonias.
Con el fin de llevar a cabo la medición del arco de meridiano la Comisión de Pesos y
Medidas encargó a los reconocidos astrónomos Jean-Bapthiste Delambre, PierreFrancois Mechain y al director del observatorio astronómico Jean-Dominique Cassini,
pero éste último declinó el ofrecimiento por discrepancias políticas con el nuevo
régimen, y así la responsabilidad del trabajo quedó en manos de los dos primeros. En
consecuencia se acordó que Delambre efectuara la medición de la distancia de Rodez a
Dunkerque, mientras que Mechain habría de dirigirse al sur, para medir la distancia de
Barcelona a Rodez, donde deberían encontrarse al término del proceso para compartir
los cálculos y las mediciones que harían posible la determinación del metro. El tramo
asignado a Delambre era el doble de largo que el que le correspondió a Mechain, debido
a que era bastante regular y ya había sido medido por Cesar-Francois Cassini, el padre
de Jean-Dominique, en 1740. Por su parte el tramo que le correspondió a Mechain
estaba en territorio montañoso, agreste y poco conocido. Las correspondientes
mediciones se realizarían mediante el método de triangulación introducido por el físico
holandés Willebrord Snell en 1617, que consiste en definir tres puntos de referencia
sobre un terreno conectados de manera visual. A continuación se debía determinar el
ángulo que separa a cada pareja de puntos vistos desde el tercero. Siguiendo el
procedimiento se construye una red de triángulos que incluya los dos puntos que
delimitan la distancia que se quiere conocer, y luego se mide la distancia entre los dos
puntos contiguos que resulten más convenientes. La distancia medida se denomina base
y a partir de ella se puede calcular la distancia entre cualquier pareja de puntos
contiguos, y, por extensión, entre cualquier par de puntos de la red. La ventaja del
método estriba en que a partir de la medición efectiva de una distancia de unos cuantos
kilómetros se puede determinar una distancia mucho mayor, que en el caso del
meridiano de París es de unos mil kilómetros.
Aunque por la época se contaba con diversas estimaciones de la circunferencia terrestre,
la más reciente de las cuales había sido realizada por Cassini en 1740, en 1790 existía la
posibilidad de realizar mediciones mucho más precisas gracias a la invención del círculo
repetidor, un sistema de dos telescopios acoplados mediante un círculo graduado que se
podía rotar, debida al físico y marinero Jean-Charles de Borda. El instrumento
garantizaba una precisión de un segundo de arco, quince veces mayor que la precisión
de las mediciones de Cassini. Se estimaba que Delambre y Mechain deberían completar
su labor en el término de un año, pero una sucesión de eventos perturbadores como la
tremenda conmoción social que terminó con la ejecución de los monarcas depuestos, la
guerra de Francia con España, mientras Mechain se encontraba en Barcelona, y la
disolución de la Academia de Ciencias por orden del gobierno revolucionario que
consideraba que la institución era demasiado elitista, terminó por dilatar la tarea por
siete largos años desde 1792 hasta 1799. La ejecución de Luis XVI, que era un
admirador de la ciencia y además poseía buenos conocimientos de relojería, ante quien
se presentó el proyecto inicial en 1790, y la consecuente abolición de la monarquía,
constituyeron un serio inconveniente para Delambre y Mechain debido a que la
expedición se había iniciado con el beneplácito real, y todos los documentos, pasaportes
y autorizaciones tenían el sello del rey. La posterior disolución de la Academia de
Ciencias representó aún más dificultades para la expedición. En más de una ocasión
Delambre fue tomado por espía contrarrevolucionario y su vida se vio en serio peligro,
y algo similar sucedió con Mechain en manos de los españoles. Jean-Paul Marat, uno de
los ideólogos más radicales de la Revolución francesa que terminó sucumbiendo a la
época del Terror que él mismo había propiciado, acuñó la expresión “científicos” en
1793 para referirse de manera despectiva a los astrónomos que se empeñaban en medir
la Tierra para establecer un sistema racional de pesos y medidas -con el paso del tiempo
el término “científico” terminó por adquirir un significado mucho más honroso que el
que se le atribuyó de manera inicial, aunque en épocas más recientes vuelve a ser
sinónimo de villano para algunos que ven en los avances de la ciencia y la tecnología el
origen de todos los males de la actualidad.
Dado que la expedición geodésica no estuvo en condiciones de entregar resultados en el
plazo estipulado de manera inicial, y en vista de la urgencia de unificar los sistemas de
pesos y medidas existentes para poder aplicar las reformas sociales decretadas por el
gobierno revolucionario, se estableció un metro provisional a partir del mejor valor del
cuadrante terrestre que se podía calcular con la información de la que se disponía.
Cuando luego de siete años de arduos trabajos e innumerables vicisitudes, se pudo -¡al
fin!-, hacer un cálculo definitivo del metro con los datos aportados por Delambre y
Mechain, se encontró que el valor no difería de manera apreciable del cálculo que había
conducido al metro provisional, dando la razón, de alguna manera, a quienes habían
opinado que no se justificaba realizar las mediciones geodésicas en los lugares y en las
condiciones que se efectuaron por los altos costos que demandaba su ejecución. De una
u otra forma, el resultado final fue la definición de un patrón universal de medida que se
fijó sobre una barra de platino e iridio que se conserva actualmente como una reliquia
en la bóveda de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas en París. Por extensión de
la definición del metro se definió como unidad de peso el kilogramo, que es el peso del
cilindro de platino-iridio que se construyó como prototipo para el efecto y que
corresponde, aproximadamente, al peso de un litro de agua. Mediciones recientes
realizadas por medio de satélites indican que el cuadrante terrestre mide 10.002.290 m.
Al momento de la culminación de los trabajos de Delambre y Mechain se convocó a un
congreso que se podría considerar la primera reunión científica internacional, para
proponer a las naciones del mundo la adopción del nuevo sistema de pesos y medidas.
Al evento asistió un grupo selecto de los científicos más destacados de cada país, entre
los cuales se encontraba Napoleón Bonaparte, uno de los más jóvenes miembros de la
Academia de Ciencias. De manera deliberada Inglaterra no fue invitada al evento, a
consecuencia de lo cual sólo hasta hace poco tiempo adoptó el Sistema Internacional de
pesos y medidas, sin embargo es plausible pensar que la adopción del Sistema Métrico
Decimal constituyó uno de los primeros pasos de la humanidad hacia la globalización.
En Colombia se emitió un decreto en 1853 para la adopción del nuevo sistema métrico.
En el nuevo orden mundial que se estableció luego de los sucesos acaecidos en el siglo
de las luces, entre ellos los inicios de la denominada Revolución Industrial, la ciencia y
la tecnología habrían de tener una influencia cada vez más notoria.
Botánica y expediciones
La medición de la línea de base, a partir de la cual Delambre debía realizar los cálculos
necesarios para estimar la longitud del arco de meridiano, se convirtió en su momento
en todo un acontecimiento al que asistieron varios personajes notables entre los que
estaba el joven geógrafo y naturalista alemán Alexander von Humboldt, quien se
encontraba de paso por Francia y se disponía a viajar al Nuevo Mundo como
explorador. Uno de los instrumentos más preciados que llevaba Humboldt para hacer
mediciones astronómicas durante su correría era un círculo repetidor similar a los que
utilizaban Delambre y Mechain para medir la circunferencia de la Tierra. Además de
medir el mundo y descubrir nuevas tierras y rutas marítimas el interés de los sabios
europeos se dirigía al reconocimiento del interior de los continentes y al inventario de
sus recursos botánicos y minerales, y no sólo por las oportunidades que se generaban
para el avance de la ciencia sino por sus posibilidades medicinales y comerciales. Fue
así como Humboldt llegó a la Nueva Granada y estableció contacto con algunos
célebres personajes de nuestra historia como José Celestino Mutis y Francisco José de
Caldas. Con el primero sostuvo un activo intercambio de información, mientras que el
segundo estuvo a punto de convertirse en acompañante de la expedición del naturalista
alemán, quien a último momento cambió de opinión y eligió a otra persona, para
frustración del joven neogranadino que ya había obtenido el beneplácito y la
financiación de Mutis.
El nombre de José Celestino Mutis está asociado a la Expedición Botánica de la Nueva
Granada, la más notable actividad científica -y prácticamente la única- que se realizó en
estas tierras durante la Colonia y en los primeros años de la República. Mutis, médico,
físico, astrónomo, botánico, en suma: naturalista, llegó a la Nueva Granada en 1760
como médico del virrey, atraído por la posibilidad de estudiar las riquezas naturales y
lograr beneficios mediante su explotación, pero sólo hasta 1783 obtuvo el beneplácito y
la financiación de la corona para realizar la anhelada expedición, aunque ya antes se
habían autorizado expediciones similares a la Nueva España y al virreinato del Perú. A
lo largo de su prolongada permanencia en América Mutis tomó las órdenes sacerdotales
y dictó los primeros cursos de matemáticas, física y astronomía como catedrático del
Colegio Mayor del Rosario en Santafé de Bogotá. Aunque para la época ya los jesuitas
habían sido expulsados de España y de sus colonias en América, el escolasticismo
seguía siendo la tónica dominante en la filosofía y la teología, y Mutis se vio en la
necesidad de dar algunas explicaciones a la Santa Inquisición, aunque no hay noticias de
que haya tenido mayores dificultades. La renovada visión del mundo que durante ya
casi un siglo había adoptado la comunidad científica y la población culta en la Europa
protestante empezaba a penetrar en las colonias españolas de manera tímida. Los ideales
de la Ilustración de libre pensamiento, progreso, y bienestar para todos a partir del
conocimiento y del estudio del mundo mediante las leyes naturales, habían empezado a
calar en la corona española, y el rey Carlos III, a quien llamaban el déspota ilustrado,
adoptó reformas en el sistema educativo tendientes a poner al servicio del imperio el
denominado conocimiento útil, para el engrandecimiento del reino, y para mejorar el
intercambio comercial con las colonias, que tenía, además, el carácter de monopolio. En
efecto, las colonias sólo podían comerciar con la metrópoli, lo que causaba gran
malestar entre los terratenientes y comerciantes criollos y estimulaba de manera
considerable el contrabando, debido a la escasez de productos que podía ofrecer la
magra industria española. Es importante anotar que en Europa se estaba iniciando la
Revolución Industrial, y que la minería y la industria hacían notables progresos gracias
a las máquinas filosóficas, como se denominaba a los artefactos que facilitaban la
extracción del agua de las minas mediante la generación de vacío. Por su parte las
máquinas de vapor se hacían cada vez más eficientes y versátiles y ponían más poder en
manos del hombre para acometer empresas cada vez más ambiciosas. De la mano de la
industria siderúrgica que proveía calderas y motores a vapor se desarrollaban ciencias
relacionadas con la estructura y la composición de la materia como la termodinámica, la
química y la electricidad. Cuando a finales del siglo dieciocho Luigi Galvani creyó
haber descubierto la fuerza que anima a todos los seres vivos, muchos pensaron que el
hombre había alcanzado la capacidad de generar vida -o que estaba muy próximo a
hacerlo-, como sugiere Mary Shelley en su Frankestein. En lugar de ello Alessandro
Volta inventó la batería eléctrica, gracias a la cual fue posible introducir los métodos
electrolíticos para el estudio de la composición de los materiales, y descubrir los
principios que rigen los fenómenos electromagnéticos, entre otras muchas cosas. La
búsqueda de diseños y mecanismos que aumentaran la poca eficiencia de las máquinas
de vapor habría de conducir al descubrimiento de las leyes de la termodinámica, a la
invención de locomotora y a la construcción de barcos a vapor.
Sin embargo, para poder explotar las riquezas de las colonias era necesario conocerlas y
para esto se requería la realización de un extenso inventario, que fue el objetivo
primordial de la expedición botánica que habría de realizarse bajo la dirección de Mutis.
El interés de los europeos por los recursos naturales de las colonias ultramarinas se ve
reflejado en la proliferación durante el siglo XVIII de museos de ciencia natural y
jardines botánicos en las grandes capitales de Europa, como el Real Jardín Botánico de
Madrid, a donde fueron enviados en 1815 los archivos y materiales recopilados por la
expedición botánica de Nueva Granada, y donde permanecieron inéditos hasta hace
unos pocos años.
Uno de los principales objetivos de la expedición era el descubrimiento de especies con
propiedades medicinales, pues la salud pública en la metrópoli era muy precaria, pero lo
era más aún en las colonias, debido a problemas de salubridad, alimentación y
disponibilidad de medicamentos, lo que se reflejaba de manera negativa en la
productividad del reino y en la disponibilidad de recursos fiscales para el sostenimiento
del estado y para la financiación de las intermitentes guerras que sostenía España con
sus vecinos europeos. Uno de los objetivos específicos que planteó Mutis fue el de
localizar lugares apropiados para el cultivo de la quina por su utilidad en el tratamiento
de la malaria, y esta fue una de las empresas en las que puso más empeño, aunque nunca
llegó a lograr el éxito económico y comercial al que había aspirado.
El inventario y localización de especies vegetales y de recursos minerales demandaba
además la realización de un trabajo cartográfico los más completo posible, lo que hacía
necesario contar con personas que tuvieran conocimientos de física y astronomía,
además de biólogos y botánicos, y ante la dificultad de traer españoles preparados en
estas áreas Mutis optó por formarlos en el país, al igual que había hecho en el caso de la
medicina. Fue así como algunos criollos tuvieron acceso a una formación científica muy
básica, con los precarios recursos disponibles por la época. Mutis se había formado
como médico y naturalista estudiando las obras del médico holandés Hermann
Boerhaave y del biólogo sueco Carl Linneo, quienes establecieron las bases de sus
respectivas disciplinas en el siglo XVIII. Mutis se ufanaba de su correspondencia con
Linneo, con quien compartió abundante información de sus propias investigaciones. Por
su parte, el interés del naturalista sueco por el estudio de las especies americanas se
puede apreciar en el hecho de haber enviado a su discípulo Pehr Loegling a explorar el
Orinoco, donde murió de fiebres recurrentes, no sin antes haber colectado y clasificado
un importante número de especies vegetales, que sirvió a Linneo para escribir un tratado
de botánica sobre las especies biológicas de las colonias hispánicas. El aporte de Linneo
a la biología es, en buena medida, comparable al de Aristóteles, pues a la vez que
proporciona un sistema taxonómico práctico para clasificar y organizar el material
acopiado, introduce conceptos teleológicos con pretensiones explicativas de corte
teológico, que a la postre terminan por convertirse en un obstáculo para el avance de la
ciencia a la que supuestamente sirven de apoyo. En la supuesta existencia de un orden
natural del mundo, que se reflejaría en las jerarquías de las especies animales y
vegetales, hay quienes ven la manifestación de una voluntad creadora. Este orden
natural también se proyecta en las estructuras de gobierno bajo la suposición de que, en
último término, el poder terrenal proviene de la divinidad. Pero antes que ser un
inconveniente para Mutis esta concepción de la biología se acomodaba perfectamente a
la mentalidad de la época y a la ideología monárquica del naturalista español quien, ante
todo y por sobre todo, era un fiel servidor de la corona española, que no tenía reparos en
mostrar su desprecio por el carácter inferior de indígenas, mestizos y mulatos, a quienes
no consideraba aptos para el ejercicio de la medicina, y mucho menos para ser educados
en esta disciplina. Esta concepción sobre la educación es coherente con el pensamiento
de Aristóteles que en su libro La Política sostiene que aquellos con inteligencia superior
son por naturaleza amos y los de inteligencia deficiente sirvientes. Al igual que en
España los aspirantes a estudiar medicina debían superar la prueba de sangre y
demostrar que no tenían antepasados moros o judíos, los criollos que aspiraban a la
misma formación en las universidades coloniales debían garantizar el más puro ancestro
español. Es posible que en esta norma arcaica se encuentre el origen de algunas
expresiones de discriminación social y racial, que hasta hace algunos años eran
rubricadas por distinguidos profesionales de esta profesión -posiblemente muy
convencidos de su rancia prosapia-, para referirse a los bachilleres provenientes de los
estratos sociales más bajos que aspiraban a ser médicos. En el campo de la física y la
astronomía Mutis se declaraba seguidor de las ideas de Isaac Newton.
Ciencia criolla
Ha sido una tradición en nuestro país exaltar la obra científica de Francisco José de
Caldas, a pesar de haber pasado a la historia no por sus aportes a la ciencia sino por
haber sido un mártir de la guerra de independencia. Un examen desapasionado de su
trabajo nos muestra a un hombre culto, que poseía información básica sobre las leyes de
la física, en particular del comportamiento de los gases, que realizó aplicaciones
prácticas de sus conocimientos, llegando incluso a efectuar observaciones originales
sobre la posibilidad de calcular la altura sobre el nivel del mar a partir de la temperatura
de ebullición del agua, aunque ya otros en Europa, como el astrónomo inglés Nevile
Maskelyne, lo habían hecho antes que él. Caldas, al igual que otros criollos de noble
cuna y la más pura y ascendencia española, había tenido acceso a la mejor educación
posible, que en las universidades coloniales se reducía a estudios de derecho y teología,
sin mayores posibilidades de aplicación práctica. Caldas inició estudios de derecho que
abandonó de manera prematura, y luego se dedicó al estudio de la matemática y la
astronomía por cuenta propia. Aunque no tenía formación como botánico realizó labores
de recolección y clasificación de material para la expedición botánica por encargo de
Mutis, y posteriormente fue nombrado director del observatorio astronómico que se
construyó en Santafé de Bogotá. Muy posiblemente fue este encargo lo que determinó
la relación de Caldas con el movimiento de independencia que se estaba gestando en la
Nueva Granada, producto del descontento de los criollos con la discriminación y las
limitaciones comerciales que sufrían por parte de los gobernantes peninsulares, y la
coyuntura que se presentaba ante el debilitamiento del imperio debido al caos político
reinante en su interior y a las guerras que asediaban sus fronteras y limitaban el
desplazamiento de sus flotas hacia América. A solicitud de su primo Camilo Torres,
Caldas facilitó las instalaciones del observatorio para la realización de las reuniones
políticas de los conspiradores, y aunque ni en sus escritos ni en sus acciones se pueden
encontrar razones para calificarlo de avezado revolucionario, terminó convertido en
chivo expiatorio cuando los ejércitos españoles realizaron la reconquista bajo el mando
del general Morillo, quien se ufanaba de haber fusilado a un gran número de “esos
doctores y letrados provocadores de revoluciones”. Mejor suerte tuvo en su momento
Francisco Antonio Zea, otro criollo ilustre y cercano colaborador de Mutis en la
Expedición Botánica, quien fue absuelto luego de haber sido juzgado en España por su
supuesta participación en una conjura rebelde, pues posteriormente entró al servicio del
Real Jardín Botánico de Madrid del cual llegó a ser director.
Es cierto que muchos de los criollos cultivados que tuvieron una participación destacada
en el proceso que culminó con la expulsión de los gobernantes españoles de la Nueva
Granada habían adoptado el ideario político de la revolución francesa, y que ésta, a su
vez, se había inspirado en la enciclopedia y en la ilustración, pero aún así no es posible
encontrar ningún elemento que permita establecer una conexión directa entre el
surgimiento de la ciencia moderna y la independencia de la Nueva Granada. Por el
contrario algunos historiadores sostienen que el conocimiento científico se convirtió en
un instrumento de dominación tanto en la colonia como en la época subsiguiente. Pero
también es cierto que la ciencia aportó el conocimiento necesario para el surgimiento de
la Revolución Industrial y la consecuente expansión del comercio internacional y de la
producción, de los cuales las colonias españolas se veían excluidas dadas las relaciones
de dominación impuestas por la corona. Por esta razón el movimiento independentista
que surgió en la Nueva Granada, al igual que los que ya se habían dado en las colonias
inglesas de Norteamérica, pudo estar más motivado por los intereses de un sector de la
población que podría beneficiarse económicamente de la supresión del yugo español,
que por las muy patrióticas y románticas razones que nos cuenta la historiografía
tradicional.
Se puede decir que a lo largo de la historia nacional la ciencia apenas ha tenido un
contacto marginal con nuestra realidad. La anterior afirmación se corrobora por la
insistencia en mostrar como un gran logro científico los resultados de una expedición
que sólo en fechas recientes han salido a la luz pública y que, por lo tanto, no pueden
haber tenido ningún impacto entre la comunidad científica internacional. Lo mismo
sucede con el descubrimiento del hipsómetro, curioso, original, pero menor, que, debido
a la falta de interlocutores válidos, por la inexistencia de una comunidad científica en la
Nueva Granada, tan sólo le daba la satisfacción personal al inventor de haber
encontrado algo que no estaba en sus libros, según las palabras del propio Caldas.
Por otra parte, y de haber sido cierto que fue su formación científica lo que condujo a
nuestros próceres a luchar por los ideales de la libertad, sería bueno saber en qué
momento se perdió tan noble tradición, de la que ya no queda rastro alguno entre la
actual clase dirigente del país, afecta a la asesoría y al consejo de astrólogos, adivinos y
curanderos, y a recurrir a la súplica a las potencias extraterrenales para la solución de
los problemas de la nación, a la vez que se desprecian recursos más cercanos, expertos y
confiables. Sin desconocer los avances que grupos de investigación nacionales han
logrado en algunas áreas de las ciencias biomédicas, es forzoso admitir que el panorama
de la ciencia en Colombia no es muy halagador, sobre todo si se toma como indicador
del reconocimiento social de la ciencia y la investigación el porcentaje del presupuesto
nacional que se le asigna a este tipo de actividades, y la escasa presencia de científicos
en la discusión y en la propuesta de soluciones a los grandes problemas nacionales.
Epílogo
Se podría decir que nuestra participación como nación en la historia de la ciencia desde
la colonia hasta el presente ha tenido más el carácter de objeto que el de sujeto. La
pregunta que surge es si esta situación habrá de continuar sin variaciones significativas,
y si una sociedad independiente, libre y soberana puede subsistir en tal condición en el
siglo XXI.
Medellín, 11 de diciembre de 2009
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