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El milagro de la Comuna 13*
Enero 1 de 2013
Por: Daniel Deckers
Nada de lo que hoy se puede ver en la Comuna 13 parece corresponder con lo que el mundo sabe
acerca de Medellín y su cartel de drogas.
“Dicen que allá arriba están” dice Camilo. Su brazo señala un corte de color marrón claro a media
altura de la ladera de la montaña de enfrente. Hasta hoy no se sabe cuántos cadáveres se enterraron
allá. Diego Fernando Murillo Bejarano, cuya carrera criminal había empezado en los años ochenta
bajo Pablo Escobar, jefe del Cartel de Medellín, y quien bajo el “nombre de guerra” “Don Berna” se
convirtió en uno de los líderes más poderosos de las Autodefensas Unidas de Colombia, enseñó el
lugar hace un tiempo a los fiscales. Nadie sabe cuántas personas fueron ejecutadas y botadas al
vertedero de escombros. Quizás cuarenta, quizás ochenta, quizás muchas más. “Quien sabe” se dice
con este encogimiento de hombros significativo que ha sido, durante décadas, la estrategia de
supervivencia de los colombianos. “¿Se va a saber algún día?” “Quién sabe.” Día tras día, los
camiones siguen virtiendo su carga de piedra en el vertedero convertido en fosa.
Sin embargo, en este día en la ciudad de la eterna primavera, como llaman a Medellín por su clima
templado, no sólo esta historia suena como una reminiscencia irreal a tiempos pasados. Cuando era
niño, Camilo había huído con su madre de las zonas minadas alrededor del pueblo de San Carlos en el
occidente de la provinicia de Antioquia a la capital Medellín. Creció en San Javier, situado a la
entrada de la Comuna 13. Casi nada de lo que hoy se puede ver en y desde dicha Comuna 13 parece
corresponder con lo que Camilo vivió hace diez años aquí y con lo que el mundo sabe sobre la
historia reciente de Medellín: la cárcel a media altura cuyas murallas sólo forman pocas sombras en
el sol casi perpendicular ya no está en funcionamiento. Las dos torres con sus zócalos de vivos
colores construídos en el lado opuesto del valle en dos salientes de rocas: cuarteles de policía que
están en permanente estado de alerta. La cola de personas delante de un edificio anexo de un
conjunto luminoso que lleva el nombre de “Parque Bibliotheque”: ciudadanos de todas las edades y
todos los colores de piel que quieren hacer trámites. Los siguientes escenarios se grabaron para
siempre en la memoria colectiva de la ciudad y de todo el país: helicópteros que hacen temblar los
techos metálicos de las cabañas pegadas en las pendientes de San Javier, carros blindados que
bloquean los callejones del barrio miserable, el ruido de ametralladoras día y noche, y junto con los
soldados, una y otra vez personas encapuchadas cuyo origen nos propone adivinanzas. Hace diez
años, en otoño del 2002, el Presidente colombiano Álvaro Uribe realizó su promesa de actuar con
mano dura. En la Comuna 13 de Medellín, un paraíso para docenas de milicias guerrilleras, el
Presidente recién electo hizo instituir un ejemplo: la “Operación Orión”.
Como en casi todas las zonas del país, en grandes partes de Medellín, le segunda ciudad del país, el
Estado había dejado de existir desde hace mucho tiempo – si es que alguna vez haya existido-. Desde
la llamada “Violencia”, una guerra civil entre los “Conservadores” y los “Liberales” en el año 1948 y la
nueva escalada de la violencia en los años sesenta, cientos de miles de refugiados y desplazados
habían hecho explotar la ciudad. En una montaña tras otra, las urbanizaciones brotaban como los
hongos o crecieron como tumores entre las torres de oficina y las fábricas de la ciudad tanto famosa
por sus temperaturas templadas como por las habilidades comerciales de sus habitantes, los
llamados paisas. Como “Robin Hood paisa”, Pablo Escobar pudo construír desde Medellín en los años
ochenta su imperio de la droga y ganar miles de millones con el contrabando de cocaína a Estados
Unidos y al mismo tiempo entrar como diputado de los “Liberales” en el Congreso colombiano.
Muchos empresarios, banqueros, latifundistas y representantes de los partidos tradicionales se
habían acomodado con su Cartel de Medellín como durante mucho tiempo más irían a conformarse
con la miseria en las “Comunas”. Cuando a principios de los años noventa se logró destruír el Cartel
de Medellín definitivamente, volvió a surgir la esperanza. La tasa de homicidios bajó, soldados
capturaron y fusilaron a Escobar. Pero la historia cambiaría otra vez. Poco a poco, milicias guerrilleras
rivalizantes ocuparon el vacío que había dejado Escobar. Pronto no sólo aterrorizaron a la población
rural sino erigieron su régimen de terror también en los barrios miserables de Medellín. Otra vez, el
espiral de la violencia se puso en marcha y los terroristas de la droga se volvieron tan poderosos
como nunca. En muchas ciudades moría cualquier manifestación de vida pública, ni hablar de viajes
por el país. Hasta que llegó Álvaro Uribe. Los soldados que junto con policías y otras fuerzas de
seguridad registraron a fondo callejón por callejón y casa por casa, aún se contenían – finalmente
vino Uribe en persona para inspeccionar las acciones militares. Pero bajo la protección y
probablemente también a sabiendas de los militares, si no del Presidente, las fuerzas paramilitares
devolvieron la pelota. Los que en la Comuna 13 estaban bajo sospecha de ser guerrillero o de
colaborar con los terroristas tenían que vérselas con “Don Berna” y sus “Bloque Cazique (sic)
Nutibara”. Terminaron en el vertedero.
En el valle, cerca de la estación San Javier, se inauguró hace dos años la “Casa de Justicia y de
Gobierno”, una especie de alcaldía distrital. Como si la administración de la Comuna 13, al igual que
todas las demás chabolas, nunca más quisieran dejar su destino al círculo vicioso de la violencia,
frente a la “Casa” se encuentra uno de estos colegios secundarios que fácilmente puede competir
con cualquier colegio en los barrios ricos como El Poblado o Envigado. Lo mismo vale para las más de
350 guarderías construídas en los barrios más pobres desde que Sergio Fajardo logró en 2004 romper
con el monopolio del poder tradicional. Dos años después de la “Operación Orión”, el matemático
ganó como candidato independiente a las elecciones de alcaldes y no dudó ni un segundo en abrir un
nuevo capítulo en la historia de la ciudad, que hasta aquel entonces, había sido escrito más con
sangre que con tinta. “Una buena formación es un derecho, no es un privilegio”, dijo el nuevo
alcalde. Desde entonces se ha invertido tanto en los barrios más pobres como la Comuna 13 que han
cambiado totalmente. En la ciudad que solamente en el año 2000 tuvo que ofrecer refugio a más de
ochenta mil refugiados y desplazados, parques, bibliotecas, plazas públicas, instalaciones deportivas,
colegios, guarderías y también cientos de organizaciones sociales y religiosas, han convertido a las
comunas en lugares donde el sentimiento predominante ya no es el miedo sino la esperanza.
El logro más reciente de la administración también se encuentra en la Comuna 13: una galería de
escaleras mecánicas hace visible a uno de los barrios más estrechos y durante mucho tiempo
inaccesible. Como en cámara rápida uno sube y baja silencioso e ingrávido por los últimos diez años
de Medellín, pasando por cabañas aún modestas pero limpias, cambiando de dirección hacia
pequeñas plazas en las que juegan niños y charlan ancianos, los horrores del pasado siempre
presentes en grafitis de colores chillones, hasta llegar arriba a una balaustrada de la cual son sólo
unos pocos metros hasta la próxima biblioteca.
No es de extrañar que desde hace tiempo, Medellín se ha convertido en una meca para políticos,
urbanistas y curiosos del mundo entero. Todos ellos quieren saber cómo la ciudad más peligrosa del
mundo se ha podido convertir en una metrópoli de la esperanza. Desde hace tiempo se generalizó
una expresión para lo que ha pasado en la ciudad desde la “Operación Orión”: el “modelo Medellín”.
Y hace tiempo se están investigando en estudios científicos sus elementos como los programas de
desarrollo escolar, diferentes formas de participación ciudadana, hasta el rap omnipresente y los
grafitis para analizar su aptitud para la solución de otros conflictos. En cuanto a una cosa, Aníbal
Gaviria, desde el año pasado el tercer alcalde de los “nuevos tiempos”, no deja caber la menor duda:
Sin la continuidad programática en la administración de la ciudad, desde Sergio Fajardo (quien
gobernó la ciudad hasta 2007) pasando por el escritor y periodista Alonso Salazar (hasta 2011) hasta
su mandato, Medellín hoy no sería la ciudad que se admira en el mundo entero.
En Bogotá, la capital y la eterna rival, la situación ha sido diferente. Entre 1992 y 2003, es decir unos
años antes que en Medellín, la ciudad experimentó bajo los alcaldes Jaime Castro, Antanas Mockus y
Enrique Peñalosa un auge espectacular. Pero después, muchos proyectos se hundieron en una
ciénaga de incapacidad y corrupción. Al respecto, Medellín no es malicioso. Hace tres o cuatro años,
también en Medellín la violencia volvió a aumentar porque en consecuencia de la desmovilización de
las milicias terroristas emprendida por el gobierno de Uribe, numerosos combatientes se unieron en
nuevas “bandas criminales”. Primero, los dirigentes de antes tuvieron el mando, incluso aún si se
encontraban recluídos en la cárcel. Después de que los más importantes de ellos, entre otros “Don
Berna”, habían sido extraditados por criminalidad de drogas y otros delitos en el 2008 a Estados
Unidos, estallaron los combates por el predominio en los barrios y dentro de los grupos, por el
liderazgo de los mismos.
Otra vez se propagaron en Medellín el miedo y el terror. Pero no solamente el trabajo consecuente
de la policía ayudó contra la nueva violencia. Mereció la pena que Medellín, como una de las
primeras ciudades del país, hubiese apostado por la resocialización y la reinserción de ex
combatientes y no abandonó a su suerte a las víctimas de fuga y desplazamiento. Para personas
como Camilo se instaló un “Túnel de la Memoria” móvil en el cual las personas han podido llorar por
su propio destino o el de familiares asesinados o desaparecidos. Sobre esa base se ha creado la “Casa
de la Memoria”, un museo interactivo con el propósito de contar en un lugar simbólico la historia de
violencia y más violencia. Además de un revestimiento de piedra que recuerda un túnel largo y
algunas instalaciones exteriores todavía no se ve mucho del nuevo museo. Hasta su inauguración
deben pasar algunos meses, no años. Pero ya es cierto que la “Casa de la Memoria” no será el único
proyecto con el cual Aníbal Gaviria pretende dedicarse a la historia de la ciudad. Del techo de la
alcaldía, el político que proviene de una familia tradicionalmente “liberal” y cuyo hermano mayor
Guillermo, gobernador del departamento de Antioquia, fue secuestrado por terroristas durante una
marcha por la paz y asesinado en la primavera de 2003, señala las montañas alrededor de la ciudad,
sumergidas en la neblina vespertina. Casi ninguno de los pendientes empinados ha quedado libre de
casas, casi todas las urbanizaciones se expanden año por año hacía arriba.
Gaviria tiene un plan para frenar la expansión de la ciudad y con eso la destrucción de la naturaleza:
“cinturón verde” es la palabra mágica para una red de caminos que deberá rodear a Medellín y a las
comunas vecinas en unos 70 kilómetros en total y así evitar que la ciudad siga creciendo hacia arriba.
Ya circulan diseños gráficos en los que parques infantiles y lugares de reposo se meten como perlas
en una cuerda alrededor de la ciudad, ciclistas dan sus vueltas y los enamorados sueñan por encima
de un infinito mar de luces de la felicidad.
Sin embargo, hay uno que ya hoy no puede creer en la suerte que tiene: cuando Gaviria se entera de
que en el pasado un alcalde mayor de la ciudad de Colonia, de nombre Konrad Adenauer, había
ordenado a su ciudad natal un cinturón verde, el entusiasmo por la idea ya no tiene límites. Incluso si
el camino pasa al lado del vertedero del cual quizás nunca se recuperarán las víctimas de los
paramilitares. Esto también es Medellín.
*Traducción suministrada por la Embajada de Colombia en Alemania.
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