ESTUDIO SOBRE ÉTICA SOCIAL ESTUDIO 43 CORRUPCIÓN EN

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ESTUDIO SOBRE ÉTICA SOCIAL
ESTUDIO 43
CORRUPCIÓN EN LA DEMOCRACIA: ¿CAUSA MORAL O POLÍTICA?
Por MANUEL SUÁREZ
“La política cumple una función especial en un mundo caído, una función de restricción bien
explicada en Romanos 13:1-6. La existencia de la autoridad política obedece a un criterio moral: la
corrupción integral y la decisión de Dios de limitar los efectos incontrolados del pecado en las
relaciones sociales”
Del título de este artículo hay una palabra que nos atrae: “moral”, porque está en nuestro terreno
de juego; otra que rechazamos, “corrupción”, pero nos sentimos capacitados para analizarla. Pero
hay dos que nos quedan lejos: “democracia”, que consideramos útil, pero no tenemos consciencia
del papel que los evangélicos cumplimos en su construcción; y “política”, que para muchos sigue
siendo algo ajeno y peligroso, aunque sea inevitable convivir con ella. Empecemos por ligar los
extremos.
Política y moral
¿Es la política una consecuencia inevitable del pecado? Si la entendemos como la forma de ordenar
las relaciones sociales y dirigir la sociedad, habría existido política aún si no hubiese caída del
hombre, y seguirá existiendo en la nueva sociedad del Reino de Dios, ordenada bajo la autoridad
soberana de Dios. Cuando hablamos de “reino”, “ordenamiento social” y “soberanía”, estamos
hablando de política.
Ahora bien, la política cumple una función especial en un mundo caído, una función de restricción
bien explicada en Romanos 13:1-6. La existencia de la autoridad política obedece a un criterio
moral: la corrupción integral del ser humano y la decisión de Dios de limitar los efectos
incontrolados del pecado en las relaciones sociales; para esto instituyó la autoridad como una
manifestación de Su gracia, para prevenir su autodestrucción. Como señala A. Kuyper, ningún
hombre tiene derecho por sí mismo a señorear sobre otro porque todos somos iguales ante Dios
(JUYPER, Abraham: Lectures on Calvinism. Wm. B. Eermans Publishing Co. Grand Rapids, Michigan,
USA, 1931, p.27. Kuyper fue un brillante pensador cristiano, fundador de la Universidad Libre de
Amsterdam y primer ministro de Holanda entre 1901 y 1905); la autoridad civil no tiene su origen
en una previsión de los hombres, sino de Dios; por eso la autoridad política no se debe imponer,
sino reconocer, y su ejercicio debe estar sometido al control por parte de los gobernados.
Siempre hay relación entre política y moral, nunca van separadas; una sociedad funciona mejor
cuando sus magistrados castigan al que actúa mal y apoyan al que actúa bien – y bien y mal son
conceptos morales -. Proverbios 29:2 dice: “Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; más
cuando domina el impío, el pueblo gime”; hay una correlación entre la actitud moral de los
gobernantes y su conducta política. Las relaciones de poder tienen siempre una base moral; cuando
no se restringe el alcance de la corrupción moral, aparece abuso de poder; así, cuando Asa cayó en
el deterioro moral, ejerció opresión política (2 Crónicas 16:1-10). Cuando la moral cristiana es
asumida por la población, se establecen mecanismos de control del poder que limitan el abuso de
poder; en este sentido, Max Weber recuerda que las sociedades protestantes han sido
habitualmente inmunes a las dictaduras (WEBER, Max: La Ética Protestante y el Espíritu del
Capitalismo en Ensayos sobre Sociología de la Religión, I. Ed. Taurus. Madrid 1998, pag.103 (nota
31). Por otra parte, la política tiene su efecto sobre la moral colectiva: cuando el gobierno olvida las
funciones que le adjudica Romanos 13:3-4, la corrupción campa a sus anchas.
No es posible transformar integralmente al hombre sin cambiar su corazón, pero es útil mejorar las
estructuras políticas para permitir que cada persona se manifieste genuinamente y en libertad;
ahora bien, las estructuras políticas nunca son moralmente asépticas porque se configuran siempre
en función de unos valores morales. Ésta es la principal razón por la que los creyentes no podemos
mantenernos al margen en la configuración de la voluntad popular: si nosotros, dentro de nuestras
capacidades, no permeamos nuestros valores, los demás no dejarán de hacerlo, nunca existirá la
neutralidad moral. En el caso del pastor Marcos Zapata, las autoridades políticas mostraron un
catálogo de valores morales concretos, fuertemente influido por el lobby gay, con relativización del
valor de la verdad y coartación de la libertad de expresión, y lo vincularon a amenazas de represalia
política. Nuestra respuesta como Alianza Evangélica Española unió igualmente valores morales con
política: el valor de la verdad en las manifestaciones de nuestro hermano y su derecho a la libertad
de expresión, lo vinculamos con nuestra amenaza de llevar el caso al Parlamento Europeo, como
garante de libertades civiles en una sociedad con valores democráticos en los que son
fundamentales la verdad y la libertad de expresión; vimos así confrontarse dos conjuntos de valores
morales con sus respectivas respuestas políticas. Pero la relación indisoluble entre política y código
moral se hace patente en otros ejemplos menos evidentes; así, la inversión en Bolsa nos parece
muy poco ligada a criterios morales, pero ciertamente depende mucho de la estabilidad política y de
valores como la credibilidad, la fiabilidad, la veracidad de la información, la transparencia, valores
definitivamente morales que confieren seguridad al mercado.
Ninguna actividad humana es totalmente neutra desde el punto de vista moral. La causa de la
corrupción es siempre moral y se manifestará en unas relaciones políticas inadecuadas.
Democracia y moral
El
Índice de Percepción
de Corrupción
elaborado por
Transparency
International,
(http://www.transparency.org/policyr_esearch/surveys_indices/cpi/2007), es muy ilustrativo de lo
que estamos diciendo; hay una correlación directa entre niveles de corrupción y tipo de ética social:
de los diez países con menos corrupción, nueve son de cultura protestante. Cuando hablamos de
cultura protestante no decimos que la mayoría de sus ciudadanos hayan nacido de nuevo, sino
hablamos de una sociedad en muchos casos post-cristiana, pero en la que los valores morales
cristianos mantienen su huella –aunque sea lejana -,visible en la transparencia, el rechazo a la
mentira, el respecto a los derechos del individuo o el énfasis en el control democrático del ejercicio
del poder. En el Índice citado sería de esperar un ascenso progresivo de los países latinoamericanos
en los que crece imparablemente la presencia protestante, pero no es así; es probable que muchos
hermanos allí estén viviendo como protestantes el domingo y de otra forma el lunes; los valores
morales no deben guardarse para la vida privada y eclesial: hay que ponerlos a producir en todas
las actividades de la vida, incluida la laboral, la económica, la política y la social.
La democracia permite un más amplio control del ejercicio de poder, limita las posibilidades de que
se haga abuso de poder, pero no garantiza que las decisiones sean moralmente mejores; en la vida
política de cada día vemos ejemplos que lo corroboran. Manuel Azaña decía: “La República no hace a
los hombres; los hace, sencillamente, hombres” (Frase pronunciada en un mitin en Valencia. Se ha
transcrito muchas veces erróneamente, sustituyendo “República” por “libertad”, pero el significado
fundamental es el mismo). La democracia no hace a los hombres mejores, los hace más hombres,
permite la manifestación libre y genuina de su identidad y su moralidad, pero si ésta es corrupta, la
democracia no la cambiará; debimos recordar esto al final de la dictadura, cuando creíamos
equivocadamente que la democracia resolvería casi todos nuestros problemas, y evitaríamos tanta
decepción y escepticismo posterior. Los sistemas totalitarios tapan el abuso de poder con mentira y
control de la información y permiten la multiplicación libre de la corrupción y la opresión, mientras
que la democracia limita los efectos de la corrupción, facilitando su descubrimiento y su control,
pero no impide que surja del corazón de los hombres. Se aplica aquí lo que dijo Jesús: lo que
contamina al hombre no es lo que entra desde fuera, sino lo que sale de dentro (Marcos 7:15-23).
Lo que hace al hombre y a la sociedad corruptos no es la ausencia de democracia, sino su pecado
personal y colectivo, pero la democracia ayuda a poner a la luz la corrupción y reducir sus efectos.
Muchos creen que el progreso económico exige libertad de mercado y éste conduce a las libertades
democráticas, que para este proceso no se necesitan valores morales y que así surgió nuestra
transición a la democracia; ya explicamos que la propia Bolsa no funciona bien sin unos criterios
morales, pero además el ejemplo de la Rep. Popular China demuestra que es posible producir
liberalización del mercado sin que se abran libertades civiles – lo mismo puede suceder en Cuba -.
Lo que es evidente es que no es posible establecer un sistema de libertades políticas sin un sustento
de moral colectiva adecuada y, si se trata de un sistema democrático occidental, este sustento está
fundamentado en valores con base claramente cristiana.
Actualmente se vislumbran dos formas de degradación del sistema democrático: la que separa
libertad de mercado de libertades civiles y la que pretende sustituir el sistema de valores morales
cristianos por otros valores y quiere que éstos dirijan el desarrollo de las democracias occidentales;
el primer caso se está produciendo en la R. P. China y el segundo en Europa. En ambos casos
pagaremos el precio de la pérdida de libertades democráticas y se iniciará la transición hacia nuevos
totalitarismos en los que la población venderá libertad a cambio de estabilidad económica,
confundiendo estado de bienestar con bonanza económica, renunciando a la humanización de la
calidad de vida.
Se hace necesario volver a los fundamentos, al origen de nuestro sistema democrático, para
aprender a proteger y ampliar nuestras libertades democráticas.
Democracia y corrupción
Se ha apelado a la democracia griega como origen del sistema democrático occidental, pero hay una
diferencia fundamental de principio: la griega era un privilegio de los ciudadanos libres, mientras
que la occidental se abre a toda la ciudadanía. La Sola Scriptura y el sacerdocio universal de nuestra
Reforma protestante sentaron las bases de esta universalidad de la democracia: ¿hay algo más
democrático que el acceso libre y universal a la más sagrada de las normas, la Palabra de Dios?
Cuando Lutero dijo en Worms: “Mi conciencia está ligada a la Palabra”, estaba limitando
severamente todo poder humano absolutista y estaba así abriendo a toda la sociedad el acceso al
poder; cuando redescubrió el sacerdocio universal, estaba sentando las bases éticas de la
universalidad de los derechos democráticos; seguro que ni sospechaba estas consecuencias, pero así
se prepararon los cimientos de nuestro sistema democrático.
El relato bíblico de la creación es otro fundamento de la democracia: todos los hombres fueron
creados iguales por Dios y todos llevan Su imagen. Consecuentemente, la primera democracia del
mundo, la americana – no fue la francesa – apoyó aquí los fundamentos éticos del sistema
democrático diciendo en su Declaración de Independencia: “Todos los hombres son creados iguales
y han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables” (The unanimous Declaration of
Independence of the thirteen United States of America, 4 de julio de 1776).
Pero hay otro elemento universal, fundamental en el origen de la democracia: el concepto bíblico de
que “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Democracia y
corrupción están íntimamente ligados en el origen de nuestro sistema político; la democracia nació
en un entorno protestante con un claro concepto de la corrupción integral del hombre; el sistema
democrático occidental se gestó mirando a la corrupción integral del hombre, frente a ella, con el
empeño de controlarla. No hace mucho, en un debate en TV, alguien decía que el hombre está
corrompido, pero funciona mejor en un sistema como la democracia, que cree en la bondad del
hombre y nos hace funcionar como si todos fuésemos virtuosos. Estaba profundamente equivocado
y desconocía las raíces históricas de la democracia occidental; éstas parten del concepto protestante
de que el ser humano está integral y profundamente corrompido, y, consecuentemente, se hace
necesario controlar de cerca todo poder humano, porque el pecado del hombre le llevará al abuso de
poder y a la injusticia en su ejercicio. El concepto de que todos somos creados por Dios y de que
todos a una nos descarriamos como ovejas, que no hay justo ni aún uno ((Isaías 53:6; Romanos
3:10), nos coloca a todos a la misma altura, resulta profundamente democrático. La democracia
occidental, con su sistema de ‘controles y equilibrios’, su separación de poderes y su empeño en
evitar que poder alguno se escape al control mutuo, se construyó mirando a la corrupción integral
del hombre. Por el contrario, la fe ciega en la bondad innata del hombre tuvo como resultado el
reinado del terror en la revolución francesa y la más espantosa opresión en la rusa.
Por tanto, ¿se evita en la democracia la tendencia del hombre pecador a la corrupción? No, porque
la regeneración integral del hombre no se consigue con un cambio de sistema político, pero no hay
duda de que la corrupción se puede controlar más eficazmente en la democracia porque es un
sistema transparente. Vaclav Havel, el líder de la revolución del 89 en Checoslovaquia, decía que lo
peor de la dictadura comunista era la mentira permanente, la falta de transparencia (HAVEL, Vaclav.
La responsabilidad como destino. Ed. Aguilar, Madrid, 1990), que permitía encubrir elevados grados
de corrupción, un problema que la democracia está ayudando a resolver, pero aún persiste años
después en todos los países que han sufrido dictaduras, como el nuestro. La democracia no libera a
los hombres de la corrupción, pero la saca al descubierto y limita su extensión incontrolada; no es
garantía de que no habrá ya corrupción, pero así como la libertad permite a los hombres manifestar
lo más genuino de su identidad, la democracia permite a los ciudadanos mayor transparencia en sus
relaciones y sacar a la luz lo más auténtico de las personas, sea bueno o malo, sano o corrupto. En
la democracia no se puede impedir la corrupción, pero se hace más difícil ocultarla y perpetuarla.
Pero sin las bases éticas de la democracia, con el ingenuo concepto humanista de que el hombre no
está íntegramente corrompido, la función original del sistema desaparecerá y se impondrán nuevas
formas, quizás dulcificadas, de totalitarismo. Desaparecerá el concepto del sacerdocio universal,
olvidaremos que todos somos responsables del ejercicio del gobierno y del control democrático del
poder y se nos impondrán nuevos dictadores que pedirán que les cedamos irresponsablemente el
poder. Reproducirán el rol de la clase sacerdotal católica que reclama que dejemos en sus manos la
salvación de nuestras almas, que ellos ya ejercen de mediadores entre Dios y nosotros; renunciar a
nuestra responsabilidad, tanto en religión como en política, nos lleva a renunciar también a nuestra
libertad, porque la clase sacerdotal, sea religiosa o laica, acaba imponiéndonos los límites de lo que
es ortodoxia y lo que es heterodoxia, de lo que está permitido y lo que está prohibido manifestar, y
quien tenga dudas que investigue si hay mucha diferencia entre el Index Librorum Prohibitorum y el
nuevo Index que nos quiere imponer la intolerante permisividad laicista, que define con el mismo
dogmatismo qué está permitido decir y qué está prohibido. Los próximos años verán el
resurgimiento de los límites a la libertad de expresión, y oro para que los protestantes estemos a la
altura otra vez y nos rebelemos como hicimos siempre, desde un claro concepto del sacerdocio
universal.
La corrupción puede alcanzar cierta inmunidad cuando la ciudadanía la considera inevitable, cuando
espera con cierto fatalismo que quien tiene oportunidad de ejercer el poder lo usará en beneficio
propio en cualquier momento, cuando la verdad deja de tener un valor en sí mismo y se sustituye
por el utilitarismo. La actual judicialización de la política en España (por cierto, paralela a la
politización de la justicia) demuestra que en la ética colectiva se están difuminando los límites entre
la verdad y la mentira, lo correcto y lo incorrecto; cuando se cree que las cosas están bien o mal no
por razones estrictamente morales, sino porque se puede o no probar en un juicio, se están
laminando los fundamentos protestantes de la democracia: se sustituye la ética de la
responsabilidad personal ante un Dios justo por la de las buenas obras aparentes ante los demás; se
hace así más difícil controlar la corrupción. Un responsable político me decía que en el caso de
Marcos Zapata era irrelevante si lo que Marcos decía era cierto y lo que publicaba EL MUNDO era
falso, que lo que importaba era el efecto político que la noticia había tenido y que había que actuar
en consecuencia. Relativizar la importancia de la verdad es una amenaza a las libertades
democráticas. Sin verdad no hay democracia: tienen aquí implicaciones profundas las palabras de
Jesús: “La verdad os hará libres” (Juan 8:32). El criterio utilitarista y relativista de la moralidad
laminará las libertades personales, abrirá paso a la arbitrariedad y nos robará nuestra capacidad de
controlar democráticamente a nuestros gobernantes, porque si no disponemos de un criterio
objetivo de lo que es verdad y lo que es mentira, lo que está bien y lo que está mal, un criterio al
que pueda apelar el más humilde ciudadano, serán los poderosos quienes impondrán su criterio de
la verdad, la justicia y el bien, lo utilizarán en beneficio propio y callarán nuestras voces; en nombre
de su criterio de verdad restringirán nuestra libertad de expresión (¿y no lo empiezan a hacer ya?).
La moral protestante considera fundamentales la responsabilidad individual – no nos salvamos por
pertenecer a un colectivo, necesitamos un nuevo nacimiento personal – y la permanente vigilancia
de las tendencias opresoras que surgen del pecado que a todos afecta; si nuestra sociedad sustituye
estos valores morales por otros, irán diluyéndose las libertades de la persona – empezando por la
libertad de expresión –, a las minorías se les tapará su voz, se difuminará la separación de poderes
y el poder político se hará más difícil de controlar; perderemos democracia. Los protestantes
debemos reconocer nuestro protagonismo en los orígenes del sistema democrático occidental y
defender sus fundamentos morales; no solo lo necesitamos nosotros para defender nuestra libertad
de conciencia y de expresión, lo necesita toda la sociedad para detener las tendencias autoritarias –
por mucho que se disfracen de tolerancia – y para recuperar profundidad democrática. En los
próximos años necesitaremos luchar otra vez por la libertad de expresión.
MANUEL SUAREZ
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Marzo – Abril 2008. Nº 231. Época IX. Permitida
la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)
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