Problemas controvertibles de una síntesis de la historia de Cuba.

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Estudios Latinoamericanos 1(1972) pp. 101-154
Problemas controvertibles de una síntesis de la historia de
Cuba.
7DGHXV]àHSNRZVNL*
I
Entre las muchas verdades trilladas figura la de que sin
discusiones y polémicas decae y se atrofia la vida científca. Y si el
cambio de opiniones y argumentos abierto y sincero, acalorado a la
vez que concreto, les es permanentemente necesario a las ciencias
históricas, en el caso de obras de carácter general, de síntesis o
manuales, resulta sencillamente imprescindible. En tales casos el
alcance de las polémicas que surgen suele y debe ser muy amplio,
puesto que abarca no sólo cuestiones aparentemente fragmentarias,
per o, en el fondo, esenciales, sino también numerosas cuestiones
inherentes a métodos y técnicas de investigación y, por, a la
metodología de la historia. Las discusiones acerca de las síntesis de
historia nacional o universal consideran problemas de exposición de
las grandes tendencias de desarrollo, abordan cuestiones tan
controvertibles como las del cambiante papel e interdependencia de
los diferentes factores de desarrollo histórico, se internan a menudo
en el terreno de la filosofía de la historia, en el de la ideología y la
política, tocan no sólo a asuntos y acontecimientos pasados, sino
también a dilemas de candente actualidad del día de hoy y a las
inquietudes creadoras que atañen al futuro.
La extensa polémica1, publicada en otoño de 1969 en La Rabana,
en torno a la Historia de Cuba editada en 1967, trascendió
considerablemente el marco de la discusión sobre el propio libro,
encarando – aparte de cuestiones menores – algunos problemas
*
Traducido del polDFRSRU6WDQLVáDZ=HPEU]XVNL
Polémica en torno a una historia integral de Cuba. 7DGHXV] àHSNRZVNL Síntesis de Historia de
Cuba: problemas, observaciones y críticas; Jorge Ibarra: Sobre las posibilidades de una síntesis
histórica en Cuba, «Revista de la Biblioteca Nacional José Martí», 1969, n° 2, pp. 43 – 71; 73 – 101.
1
generales de significación no sólo para la historia de Cuba, sino
también para la historia com parada y alin la universal.
Considero que sería útil y conveniente continuar algunos hilos de
la discusión iniciada, y hasta ampliarla si algunos de los
investigatores latinoamericanos o europeos quisieran añadir nuevas
razones y argumentos a los conceptos ya expresados en el curso de la
polémica .
El autor de estas palabras siente aversión a las polémicas que se
desarrollan sin fin en torno a determinados libros, puesto que
semejantes polémicas, con el tiempo, generalmente se desvían o
hasta se extravían por compieto en medio de disputas sostenidas por
ambiciones personales. En el caso que nos interesa, en cambio, la
discusión no se refiere tanto a la propia obra cuanto a cuestiones
generales y actitudes en la investigación científica.
El artículo de Jorge Ibarra – mi amigo y a la vez contrincante en el
campo científico – no sólo que es muy interesante e instructivo, y al
migmo tiempo inspirador de nuevos estudios y reflexiones, sino que
también – particularmente en algunos fragmentos (págs. 80 – 83, 96
– 99) – revelador, al incluir en un texto de tipo polémico excelentes
breves ensayos en los cuales materiales viejos y nuevos,
interpretados de una manera novedosa, muestran problem as de la
historia social y política de Cuba del siglo XIX, estudiados y
discutidos desde hace tiempo, en una perspectiva completamente
nueva. con algunos razonamientos de Ibarra estoy dispuesto a
convenir en mayor o menor grado (de esto me ocuparé más
adelante). Sin embargo, en el texto del artículo encuentro no pocos
malentendidos y tesis dudosas, como también afirmaciones que – a
mi juicio – requieren ora explicación ora réplica.
Una pequeña observación preliminar. En la polémica, tal cual se
ha desarrollado hasta ahora y a la que me remito, la dirección de la
«Revista de la Biblioteca Nacional» no ha asegurado plenamente
iguales derechos a los participantes. Mi artículo, escrito en el otoño
de 1967 y publicado dos años más tarde, file provisto al tiempo de su
impresión de la fecha de su terminación (12 XI 1967), mientras que
la réplica de Jorge Ibarra no ha gida datada por motivos que
desconozco. Mientras tanto, del contenido de la réplica de mi colega
cubano se desprende claramente que él escribió sus observaciones
por lo menos un año después de haber conocido el texto de mi
trabajo. Para la esencia de la discusión esta dilación ha sido sin duda
ventajosa. Ibarra pudo utilizar todas las nuevas investigaciones
cubanas y, especialmente, aprovechar las conclusiones de las
animadas discusiones que tuvieron lugar en Cuba con motivo del
centenario de la Guerra de los Diez Años, mientras que el suscrito
tuvo forzosamente que tropezar con dificultades en lograr acceso al
conjunto de los materiales cubanos más recientes y no pud o
introducir en su texto cambios o complementos que lo actualizaran.
Este punto, hacia el cual he querido llamar la atención de los
lectores, no es, naturalmente, muy importante. La pequeña objeción
mencionada – pequeña, ya que al criticado se le brindan por regla
general derechos un tanto mayores que al criticante – no amengua
para nada mi agradecimiento al director y al equipo de redacción de
la revista cubana por haber becha posible la aparición de mi artículo
y también de la valiosa respuesta de Jorge Ibarra. En el texto de mis
observaciones no se ban introducido modificaciones ni
abreviaciones, a excepción de una sola – por lo demás, bastante
importante – omitiéndose la nota en que yo polemizaba con Moreno
Fraginals. Más tarde volveré a esta cuestión.
En la polémica hemos abordado hasta ahora con toda libertad los
más diversos problemas, lo cual debe considerarse perfectamente
natural. No obstante, queda por dilucidar la cuestión de la forma de
presentar las observaciones y dudas de orden general, o sea, la
cuestión del metodo de discusión. Jorge Ibarra me reprocha el no
haber sido concreto y haber hecha «alusiones impresionistas» con
respecto a algunas formulaciones suyas. Al expresar su preocupación
por la claridad y precisión, tiene con toda seguridad – tratandolo de
una manera general y abstracta – mucha razón. Per o surge la
pregunta si era posible evitar tales «impresiones». Evidentemente es
difícil apuntalar con numerosos ejemplos del texto criticado toda
observación, por pequeña que sea, del polemista. Además,
determinadas tendencias de la obra y opiniones de su autor se leen a
menudo no sólo en las líneas sino también entre líneas, o sea, en las
reticencias. El colorido y el ambiente del trabajo, el modo de ver las
cosas, los gustos y con tanto mayor razón las obsesiones del autor, se
los encuentra en la peculiaridad de su estilo, en la construcción de los
capítulos y hasta párrafos, en la exagerada exposición o al contrario,
en la significación aminorada que se le concede a determinados
hechos, proces os o problemas.
La causa práctica de la formulación generalizadora de algunas de
mis observaciones críticas estribó en mi preocupación por una
relativa concisión del artículo que de todas maneras era ya
demasiado extenso. Evidentemente, hubiera podido escribir mucho
más, pero limitando a propósito la extensión del texto, en cuestiones
de menor cuantía procuré citar sólo ejemplos seleccionados, a fin de
concentrarme en algunos asuntos de importancia fundamental.
Pasando a otra cosa: si bien desde hace ya varios años realizo
investigaciones sobre la historia de Cuba, mis conocimientos –
incluso en el ámbito del siglo XIX que más me interesa – siguen
siendo limitados. De ahí la frecuente formulación de dudas,
planteamiento de hipótesis e interrogantes. En algunas cuestiones sé
lo suficiente como para formular mis observaciones de una manera
totalmente categórica, aunque algunas veces opté por exagerar mi
posición con miras a impulsar la discusión.
Y otro asunto más: muchas cuestiones, tales como la apreciación
del autonomismo, anexionismo, racismo, movimiento guerrillero en
Cuba en el siglo XIX y tradiciones revolucionarias, conservan
totalmente su actualidad cientifica. Pero simultáneamente estos
problemas san actuales también (o quizás: sobre todo) en el plano
ideológico y emocional. Por esto traté de abordarlos tomando en
cuenta que pueden ser problemas delicados, a veces molestos o hasta
dolorosos, para mis colegas cubanos.
Todo esto no quiere decir, ni mucho menos, que en todos los
casos las dudas y las interrogantes fuesen planteadas por motivos
arriba indicados. Mi distinguido adversario aprecia en su justo valor
la función inspiradora de las dudas e interrogantes (pág. 73), y sin
embargo – en cierta contradicción consigo migmo – manifiesta en la
pág. 89 que «siempre resulta más fácil negar o dudar que afirmar o
postular». Es posible que asi sea, pero ¿acaso siempre? En la historia
de la historiografía hubo casos y períodos en que hacía falta valor
para expresar públicamente dudas, mientras que formular axiomas y
tesis oficiales resultaba no sólo fácil sino también beneficioso.
Tampoco hay que olvidar que la habilidad para plantear ciertas
interrogantes, el criticismo resuelto y racional y la desconfianza
hacia las «tesis en boga», son rasgos fundamentales y positivos del
perfil científico de un historiador. Creo que cabe arriesgar la
afirmación que en la ciencia histórica dubitare necesse est.
Sostuve y sigo sosteniendo esta discusión no ad vanam gloriam de
un «hipercrítico censor», sino con fines constructivos. Aprecio
altamente el trabajo de Jorge Ibarra para quien guardo sentimientos
de estima y amistad. Estoy persuadido que Ibarra enriquecerá la
historiografía cubana con nuevas obras de valor. Me mueve una
amistad sincera hacia la hermana Cuba y un vivo interés por su
apasionante historia. Procuro desarrollar esta discusión con lealtad y
al mismo tiempo con enter a franqueza.
No quisiera que se me imputase deseo alguno de aleccionar de
cualquier manera a los historiadores cubanos y no abrigo semejante
intención. con todo, me parece que los historiadores de los países
socialistas deberíamos en nuestros contactos recíprocos y discusiones
poner al descubierto y estudiar determinadas coincidencias en el
desarrollo de la ciencia histórica, que transcurre – no obstante todas
las diferencias – en condiciones político-sociales semejantes.
Deberíamos proceder así para no repetir en un país los errores cuya
superación ha costado mucho al medio de los historiadores de otro
pais. Sería una pena malgastar energías y tiempo en abrir trochas en
el monte donde se ven huellas dejadas por amigos. Es cierto que la
historia no se repite, y las regularidades de desarrollo de las
historiografias nacionales de los países socialistas no obran
automaticamente cual una «ferrea ley de la Historia». Los
compañeros cubanos evitaron afortunadamente muchos errores que
nosotros no supimos evitar. ¿Pero los hall evitado todos? He aquí un
problema nada despreciable. A mi parecer, todos – cada uno según
sus propias limitadas posibilidades – deberíamos beneficiarnos de las
ya considerables experiencias de la historia de la historiografía de los
países socialistas. Es este un deber científico y político a la vez. «La
experiencia acumulada de la humanidad (historia) y el conocimiento
de esta experiencia (ciencia histórica) no le proveerá de recetas a
nadie. A nadie le descargará de la responhabilidad por su libre
elección y su libre decisión. A nadie le liberará de cometer nuevos
errores, peor aún, muchas veces no previene la repetición de los
viejos. Más a menudo advertirá aquello que no debe hacerse que
sugerira que hacer»2.
II
Para desbrozar el terreno de la discusión concreta sobre los temas
más importantes es menester aclarar primeramente las cuestiones mal
o tendenciosamente interpretadas por Jorge Ibarra, y también
rechazar ciertos juicios e informaciones cabalmente erróneos.
Para emprender la defensa de Historia de Cuba, Ibarra consideró
oportuno y necesario atacar mi libro sobre Haiti, indicando que no
hay en él intento de mostrar los diferentes factores de formación
nacional y su interdependencia, que no logré sintetizar
acontecimienetos y problemas «compartimentados» (pág. 74). Pero
en realidad el mencionado libro no es nipretendióser una síntesis de
la historia de Haití, ni siquiera con relación al periodo que abarca
(aprox. 1789 – 1843, y más exactamente 1802 – 1825). Ibarra debió
saber que carácter tiene el libro, pese a que su título en polaco: Haití.
Albores de la nación y del Estado fue, por motivos que ignoro,
reducido en la traducción española a una sola palabra: Haití. Lo
debió saber siquiera porque en la introducción señalo que no es una
monografía coherente, ni tampoco una sintesis, que en ese trabajo
presento más bien materiales para una síntesis y algunas
proposiciones resumidas en el capitulo final3. Por otro lado, el propio
Ibarra en la pág. 84 de su réplica, a justo título no considera a Haití
como síntesis. De este modo llego al momento en que dejo de
comprender del todo qué piensa Ibarra de Haití, ni para qué necesitó
una crítica internamente tan contradictoria de mi libro.
2
W. Kula: Problemy i metody historii gospodarczej [Problemas y métodos de la historia económica].
Warszawa 1963, p. 754.
3
He aquí la correspondiente citla de la edición en español: «Los, bosquejos y estudios que componen
este tomo forman un conjunto bastante compacto, pero no son ni pueden ser tratados como capitulos de
una monografía basada en una concepción totalmente homogénea. Al entender del autor, están en
abierto modo situados a mitad del camino entre la forma de un conjunto de estudios ligeramente unidos
entre sí, sobre un tema común en sus principales líneas, y una monografía sensu stricto» 7àHSNRZVNL
Haití, t. l, La Habana 1968, p. 14; cf. también p. 15).
A la observación de Ibarra sobre la subestimación del factor
económico en la formación nacional haitiana, realmente no sé qué
responder. Después de leer la correspondiente frase en el artículo de
mi colega cubano, me restregué los ojos de sorpresa. A los problemas
agrarios que constituyen el eje de mis consideraciones (lo cual ha
sido destacado por la crítica polaca) dediqué una buena parte del
libro, más exactamente: un 35% del texto, sin contar numerosas
menciones de problemas económicos diseminadas en los diferentes
capítulos de ese trabajo. Si esto se llama subestimar problemas
económicos, me da miedo pensar qué sería mi trabajo (¡y qué dirían
de él!), si hubiera cumplido los deseos de mi critico y «apreciado»
esta problemática.
Estuve preguntándome a que y a quién se refería la observación –
por lo demás, justa – de Ibarra, de que todavia no ha sido descubierta
la Santísima Trinidad de la historia que fuese al mismo tiempo
monografia,manual e historia de la cuItura. Si por casualidad habia
de ser está una alusión a mis consideraciones, me encontraría en
apuros queriendo encontrar el fragmento al que se refería la graciosa
observación de Jorge Ibarra.
Si el eje de Historia de Cuba fue la historia política, económica y
social, y si – como dice Ibarra – su objetivo fundamental fue revelar
la continuidad de las revoluciones independentistas y la revolución
VRFLDOLVWD FXEDQD SRU TXH HQWRQFHV àHSNRZVNL QRV GLFH TXH HV
necesario ternar en cuenta en esta síntesis el arte culinario o los
juegos de salón? (pág. 79). Realmente, ¿por que? Pero esta pregunta
no es suficiente, pues Ibarra se allanó el camino poniendo de revés la
idea de su contrincante y sacando parte de su razonamiento de un
contexto más amplio. En realidad no postulé que se presentase tan
sólo la cultura material, sino también – y este es el postulado complet
– la cultura material, social, intelectual y política. No pregunté sólo
por los muebles de salón, la evolución de las maneras de guisar la
carne de cerdo o la de hacer los rulos, sino también, por ejemplo, por
el ritmo y el modo de sintetizarse la cultura europea, africana y la
norteamericana en el transcurso específico de la formación de la
cultura nacional cubana. En el curso ulterior de su argumento Ibarra
deja a un lado las exclamaciones y me concede parcialmente la
razón. ¿Cual fue en tonce s el objeto de aquella incursión previa de
carácter irónico?
Las causas esenciales de los «virajes históricos» deben buscarse
en las relaciones económicas, sociales y políticas – dice Ibarra. Estoy
de acuerdo. Pero los elementos de la cultura material y social
señalados por mí arraigan justamente en las mencionadas relaciones,
constituyen su parte integrante, si bien muchas veces no la más
importante ni la más espectacular. El grado de la interpenetración de
los diferentes modelos y pautas culturales (incluso los que a primera
vista parezcan de tercer orden) nos dice mucho de las distancias
sociales y raciales y del grado de integración nacional.
La cuestión que sigue, referente a los supuestos contactos entre
Aponte y Jean François, no se presenta ni mucho menos tal como lo
sugiere Ibarra al decir que antes del año 1967 no tenía cómo saber
que el general negro de Haití había muerto en 1811 y, por
consiguiente, no había podido colaborar con José Antonio Aponte.
En realidad Ibarra podía y debía saberlo. Este asunto, y
especialmente la suerte de Jean François en las postrimerías de su
vida, eran conocidos en la historiografía haitiana desde hace mucho.
De la biografía de Jean François no me entere por José Luciano
Franco, cuyos trabajos científicos estimo altamente, sino mucho
antes de haber conocido al anciano historiador cubano a quien tanto
le deben la historia de Cuba y de Haití. Y en cuanto a la fecha de
1967, Ibarra podia saber – siquiera por el estudio de J. L. Franco
publicado cuatro años antes – que Jean François, quien estuvo corto
tiempo en la Habana en 1796, no estableció contacto con Aponte,
radicándose más tarde en España4..
Con respecto a la apreciación de la posible evaluacion de las
opiniones de Maceo y Martí, mi contricante propone que se rechacen
sin más ni menos las predicciones por ser metodológicamente
ahistóricas, enfandádose con el sucrito por sus «hipótesis
hipotezidas» (pág. 89.). Es una inteligente manera de desviar la
atención del hecho de que aquellas «hipótesis» surgieron solamente
porque el autor de Historia de Cuba consideró en sus predicciones
4
I. L. Franco: La conspiración de Aponte, La Habana 1963, p. 10.
como cierta la ulterior decidida radicalización de Martí y mAceo.
Con todo gusto acepto que rechacen planteamientos proféticos.
Además, no fui yo quien los introdujo en la discusión ; quise
solamente monstrar adónde podría llevar – desde el punto de vista de
la lógica – la admisión de la tesis profética y nada científica de
Historia de Cuba sobre la invenitabilidad de una extraordinaria
radicalización de los dirigentes de la revólucion cubana de 1895. El
razonamiento del tipo «qué habría sido si…», en su forma simplista,
debe rechazarse en la historiografía, más al mismo tiempo hay que
tener presente las alternativas de desarrollo que aparecen en cada
ocasión.. Está bien que Ibarra rechace las profecías pero tal vez
habría sido mejor si al mismo tiempo se hubiese decidido a reconecer
abieratmiente su error.
La cuestión siguiente atañe a mi «provenienicia
metodológica» y escuela citífica a la cual estoy supuestamente
vinculado. En esta cuestión , Ibarra, aprovechando no sé qué
«conocimetos fuera de la fuente» (o sea, no procedentes de la lectura
de mi artículo) afirma , en primer lugar , que que soy dicípulo de
Charles Morazé, y en segundo lugar, que me he formado en la escala
farncesa de «annales» (pág. 89). He visto dos veces en mi vida a
Morazé; y digo bien «he visto», ya que nunca ha conversado con con
este sabio y político. Naturalmente, en teoría habría podido se
discípulo de Morazé en el sentido de aceptar sus métodos, opiniones,
etc. , pero no lo soy, aunque algunos trabajos del sabio francés me
parecen interesantes e inspiradores. El nombre de Charles Morazé
está relacionado con la escuela de «Annales», dentro de la cual –
como consecuencia de su evolución – Morazé se situá actualmentem,
a mi parecer, a la derecha en lo que metodología y politíca se refiere.
Por otra parte, parece que últimamentelos vínculos de este sabio con
«Annales » son sumamente flojos y más bien formales. En cuanto a
la propia «escuela de Annales», me honora afiramción de que me he
formado dentro del radio de su influencia, puesto que la considero
uno de los más destacados centros cietíficos en el ámbito de las
ciencias sociales. Pero hay un inconveniente consistente en que no
soy discípulo ni formal ni ideológico de «Annales». No voy a negar
que la influencia de «annales» haya tenido su parte, incluso de
alguna importancia, en mis innvestigaciones , pero entre esta
constatación y la tesis de que he sido formado por «Annales», y
partcularmente por Charles Morazé, hay un larguísimo trecho. Me
pregunto por qué y para qué precisaba mi colega cubano esta
infundada afirmación, Quienquiera que conozca las tendencias
investigadoras de «Annales» (¡tendencias y no tendencia, ya que esta
escuela, tanto en el pasado como ahora, no es homogénea!), después
de leer mi artículo constatará fácilmente que, junto a ciertas
coincidencias, en varias cuestiones de fondo hay mucha distancia
entre mis opiniones y las de la escuela francesa, y algunas veces, hay
hasta contradicción.
Y una última cuestión. La frase de Ibarra en que me imputa haber
sostenido con algo de ironía que escribió su obra cum im et studio
(pág. 96) debo calificarla, no sin pena, de insinuación. Mi opinión de
que es muy justo que Ibarra tome partido por las clases y grupos
revolucionarios y progresistas y que rechace el desapasionado
seudoobjetivismo, ha sido no sólo un respaldo sincero a la posición
de mi colega cubano, sino que también constituye mi propio credo en
el plano de investigación y en el plano personal.
III
Respecto a algunos problemas abordados en mi artículo
«habanero», tanto prácticos (posibilidad de nuevas ediciones del
libro), como teóricos (problem as de construcción sintética) , Ibarra
no se ha pronunciado del todo o apenas los ha rozado. Estos
«esquinazos» son muy significativos y en alto grado inquietantes, ya
que creo haber encarado cuestiones muy importantes.
Dejo a un lado la cultura material, social e intelectual – aunque san
aspectos esenciales – para volver a otras cuestiones que a la luz de
las tesis de la réplica a mi crítica hall resultado particularmente
importantes. ¿Cómo es posible que el autor de una síntesis, en la que
se bace hincapíe en las cuestiones políticas, pase por alto los
numerosos aspectos del desarrollo de la cultura política? Dado el
principio orientador que enfatiza las urgentes necesidades de
educación política y, en particular, la necesidad de familiarizar a los
soldados cubanos con las tradiciones revolucionarias de su partia,
resulta
realmente
difícil
comprender
(y
justificar
metodológicamente) por qué el autor de Historia de Cuba no dice
casi nada del desarrollo del pensamiento constitucional, de la
concepción de Estado nacional en los siglos XIX y XX, de las teorías
de la vida política, etc. Es sabido que la República Cubana fue una
semicolonia del imperialismo yanqui, pero esta constatación por sí
sola no podrá sustituir el conocimiento concreto e indispensable, o
siquiera un mínimo de información, sobre la estructura y el
funcionamiento del mecanismo estatal. Al lector no se le puede dejar
en estado de dulce ignoranci a en cuanto a la fuerza numerica del
ejército y la polícia, el tipo de su reclutamiento, organización interna,
etc. A mi juicio, estas cuestiones san fundamentales.
Otro importante problema es la omisión casi total de la historia de
Puerto Rico. El autor de Historia de Cuba no juzgó necesario tratar
paralelamente el acontecer histórico de Cuba y de Puerto Rico.
Mientras tanto, el problema guarda relación con la propia concepción
de síntesis. Se sabe cuan estrechamente, sobre todo en el siglo XIX,
estuvo ligada la historia de ambas islas, la historia de la abolición,
del movimiento independentista, los problemas raciales, etc. Pues
hien, el indispensable metodo comparativo – ya que no postula que
se trate conjuntamente la historia de Cuba y Puerto Rico – aportaría
seguramente respuestas más precisas a muchas preguntas de fondo
que surgen al investigarse el proces o histórico cubano. Ibarra guarda
en esta cuestión un silencio absoluto.
Al considerar las cuestiones de periodización habrá ocasión para
tratar el problema de la construcción de un esquema de la historia
nacional de Cuba. En este momento señalaré solamente que Ibarra en
su réplica pasa totalmente por alto la tesis desarrollada en mi artículo
(pág. 56) sobre el patente desequilibrio de las proporciones en la
presentación de las diferentes epocas. ¿Acaso considera que son
cuestiones de paca monta?
Sigo preguntandome una y otra vez por qué mi colega cubano se
niega obstinadamente a presentar el problema de la genesis y la
historia de la bandera nacional, a lo cual me referí extensamente. El
problema es fútil sólo en apariencia e Ibarra seguramente lo
comprende. Tal vez juzgue que la vieja historiografía burguesa ya
habló demasiado de esto y, además, con un tono solidarista a la vez
que heroificante. ¿Pero acaso es admisible – igual que en el caso de
la omisión del problema de la organización del mecanismo estatal y
militar – tratar esta cuestión per non est sólo porque la bandera file
creada por hombres que no caben en la tradición patrióticorevolucionaria?
Tengo entendido que Ibarra acepta la crítica de la presentación de
mapas e ilustraciones. Pero el problema no se reduce a admitir la
conclusión contenida implícitamente en mis observaciones con miras
a que se introduzcan cambios en las nuevas ediciones del libro, sino a
reconocer el carácter de fuente, el carácter científico y no
«ilustrativo» de la parte iconografica y cartografica. Si el autor de
Historia de Cuba me concede la razón, deberia, a mi parecer, aclarar
de qué materiales, como carentes de valor científico, valdría la pena
prescindir.
IV
Pasemos ahora a otras observaciones que no se refieren ya a
cuestiones errónea o tendenciosamente planteadas u omitidas, ni
tampoco a aspectos formales de los métodos de hacer polémica .
Jorge Ibarra vierte la opinión de que los historiadores cubanos
contemporáneos, entregados a la tarea de elaborar una síntesis de la
historia patria, se hallan en una situación de desventaja con respecto
a los investigadores centroeuropeos que pueden aprovechar las nada
despreciables conquistas de la historiografía burguesa. Los
historiadores cubanos – continúa Ibarra – se ven obligados al mismo
tiempo a investigar las fuentes y construir síntesis, a revalorizar
aquello que les fue legado, y a plantear nuevas preguntas
historiográficas (pág. 75). De ninguna manera pienso negar las
dificultades que tienen los companeros cubanos, pero estoy
persuadido que Ibarra subestima o tal vez desconoce el cúmulo de
dificultades con que tropezaron los historiadores polacos, húngaros o
rumanos después del año 1945. También nosotros teníamos por
delante varias tareas a la vez, y las conquistas de la vieja
historiografia en más de un aspecto resultaban ilusorias.
Mas se trata de algo más importante: hasta el memento en que el
conjunto fundamental de hechos es desconocido (me refiero a épocas
históricas más antiguas, hasta el siglo XIX inclusive) los
historiadores de un país determinado por regla general al mismo
tiempo que investigan, redescubren y simultáneamente reinterpretan.
Así pues, en la situación cubana – según creo – no hay nada
excepcional, aunque en los países «historiográficamente
subdesarrollados» el proceso de avance hacia el conocimiento del
armazón fundamental de hechos puede ser más largo que en los
países que viven en paz, que gozan de prosperidad y destinan
considerables medios al desarrollo de la ciencia del pasado.
Agreguemos que aun después de cubrirse con investigaciones
monográficas todo el ámbito de la historia y de agotarse todos los
recursos de fuentes (siendo esta naturalmente «una meta abstracta»)
la actividad de los historiadores no podrá limitarse a construir
síntesis y discutirlas. Cada generación planteará a la historia nuevas
preguntas y encontrará nuevas respuestas, aparte de descubrir
contenidos nuevos en fuentes descubiertas ha mucho tiempo.
Al recorrer una por una las hojas del artículo de Ibarra, tropiezo en
la pág. 77 con una sola frase, pero que es importante, donde mi
contrincante explica los motivos por los cuales no criticó a ningún
historiador cubano por su nombre, lo cual yo considero un agravio a
los principios democráticos de discusión científica. El argumento del
autor de Historia de Cuba sobre la necesidad de guardar el
anonimato, no sólo que no me ha convencido sino que además ha
despertado en mí una profunda inquietud. Porque si bien es cierto
que el anónimo autor «ampara» a sus también orientarse en la
materia de las disputas y divergencias científicas, conocer anónimos
opositores, asimismo es cierto que impide a la opinión pública
orientarse en la materia de las disputas y divergencias científicas,
conocer los diferentes argumentos y opiniones. Y faltándole carácter
público a la crítica y la réplica, no hay discusión en pie de igualdad
ni tampoco hay condiciones para una información integral y objetiva.
Creo que no es preciso extenderme sobre otras eventuales
implicaciones negativas de tal situación.
Vuelvo a asuntos de menor cuantía. Ibarra me ha convencido
hasta cierto punto de que el citar los precios de los esclavos en Cuba
en determinados marcos cronológicos, sin un contexto internacional,
sí le brinda algo al investigador y allector (pág. 79). Mi colega
cubano reconoció al mismo tiempo que la falta de cuadros
estadísticos en su trabajo, sobre todo en una forma que muestre
tendencias de periodo largo, resta valor a sus conclusiones y bace
que los datos numéricos sean poco asimilabies. Por tanto,
seguramente me dará la razón que los datos en cuestión, referentes al
precio de los esclavos, constituyen una información incompleta,
«minimalista», ya que nada se nos dice en Historia de Cuba de los
cambios generales del valor de la moneda ni de las diferencias
regionales de precios.
Al margen de mi postulado de tomar en cuenta el movimiento
comparativo de los precios de los esclavos en los países esclavistas,
me limitaré a observar que Ibarra no se vería precisado a realizar
estudios muy amplios para conseguir los datos correspondientes. La
diferencia entre nosotras estriba, a mi parecer, en nuestros diferentes
enfoques del método comparativo y – lo que es más importante – en
la concepción de limites de la historia nacional. Ibarra parece juzgar
que bastan incursiones ocasionales fuera del territorio del que se
ocupa; yo en cambio soy de otra opinión. La constante referencia de
«lo nacional» a «lo universal» amplía considerablemente las
posibilidades de comprender «lo nacional», permite descubrir los
caracteres específicos reales y no aparentes, las verdaderas y no
aparentes regularidades.
No abrigo la menor duda que el autor de Historia de Cuba tuvo en
su acervo lecturas selectas (parcialmente citadas en las págs. 83 – 84)
de determinados campos de la historia universal aún antes de haber
emprendido la redacción de las «inserciones universales» para su
obra. Más esto no cambia para nada el hecho de que dichas lecturas
no habían sido «digeridas», que las inserciones sobre el contexto
internacional se componen de fragmentos separados que resumen un
libro determinado y estn aglomerados un tanto artificialmente, que la
argumentación de Lenin respecto al imperialismo está expuesta de
una manera académica, que pueden abrigarse dudas en cuanto a la
manera de presentar el paralelismo del desarrollo del capitalismo en
Rusia y España, basado en una cita de Lenin.
Creo haber citado en mi primer artículo bastantes ejemplos del
conocimiento superficial de algunos aspectos de la historia europea
por Ibarra (a estas cuestiones volveré a referirme más tarde). Pero
aquí, remitiéndome al problema ya ventilado de Puerto Rico, me
permitiré una observación adicional. Se trata de algo que sorprende
no sólo en la obra de Ibarra, sino que (salvo contadas excepciones
dignas de ponderación) en toda la historiografía cubana. Es que
parece que los historiadores cubanos conocen en mayor o menor
grado la historia de EE. UU. y – mucho mejor – la historia de
España, acusando en cambio un conocimiento más bien pobre de las
vicisitudes históricas de los países vecinos, a sea, los situados en la
cuenca del Mar Caribe. Tanto los historiadores como los
representantes de otras profesiones demuestran poca orientación en
lo que se refiere a la historia de Jamaica, Santo Domingo, Haití, las
Antillas Menores y también de la América Central continental. Lo
que obra aquí es un sui generis cubanocentrismo, pese a que el
conocimiento comparativo de los procesos de desarrollo económico,
social, racial, étnico y de la política colonial (de la Gran Bretaña,
Francia, España) es de enorme importancia para una mejor comprensión de la propia historia de Cuba. Soy particularmente sensible
a es te fenómeno ya que también en la historiografía polaca y en la
cultura histórica de la sociedad durante mucho tiempo predominó,
por desgracia (y todavía – aunque en grado menor – sigue
predominando) el interés por la historia de Francia e Inglaterra y no
por la historia de Europa centro-oriental.
Algunas breves observaciones sobre la réplica de Ibarra a mis
objeciones, citadas a modo de ejemplo, con respecto a imprecisiones
en la presentación de algunos aspectos de la historia universal.
Tenía pleno derecho de hablar de una tentativa de datar el inicio
de la revolución industrial en Inglaterra, pese a que – como dice
Ibarra – en el correspondiente texto de Historia de Cuba se habla sólo
de sustitución del trabaj artesano por la máquina, pues la frase en
cuestión figura en el párrafo titulado «La revolución industrial
inglesa» (pág. 69). Procedo a aclarar mi posición. Los primeros
asomos de la mecanización no son todavía revolución industrial. El
comienzo de la revolución técnica (concepto más reducido de
revolución industrial), que se impuso primeramente en la industria
textil, se lo suele datar a comienzos de la década del 60, mientras que
el take off mencionado por Hobsbawm se produjo en los años 80.
Esos años marcan la «década decisiva» ya que inician la revolución
industrial propiamente dicha (generalización de la mecanización en
la industria textil, transformaciones técnicas y mecanización gradual
de las sucesivas ramas de la producción, cambios en el comercio
exterior, en la estructura de la población, etc.). La fecha «alrededor
del año 1770» representa aquí un límite compromisorio,
encontrándosela frecuentemente en la literatura científica. De buen
grado aceptaria que se me objete la exagerada rigidez de este corte,
pero si bien puede aceptarse la fecha hacia 1780, en ningún caso es
posible aceptar la tesis sobre el inicio de la revolución industrial ya
alrededor del año 1750.
Ibarra tiene razón al decir que no hay entre nosotros diferencias en
cuanto a los comienzos de la revolución de Haití (1791). Mi
observación fue injusta. Me referia más bien – lo que no expresé con
la suficiente claridad – a la fecha terminal, o sea al ano 1804, cosa
que tal vez hubiera valido mencionar en Historia de Cuba.
En la cuestión del jacobinismo francés creo que no hay
actualmente diferencias entre mi colega cubano y yo, pero en cuanto
al carácter de la monarquía francesa en los años 1815 – 1830, Ibarra,
realmente sin necesidad, aplica el principio de «concedo, pero...», ya
que ni la pertenencia de Francia a la Santa Alianza ni la intervención
de unidades francesas en España en la lucha contra los liberales,
pueden moverme a cambiar de opinión que tratar a Francia a la par
con Rusia como Estado feudal, es un error de fondo y lo sería aun en
la más simplificada interpretación de la historia de Europa al nivel de
un manual de enseñanza primaria.
V
1. Jorge Ibarra lucha por el carácter concreto de la crítica, procura
– y con todo éxito – ser preciso, sobre todo cuando desea presentar
las tesis más importantes. Eso está muy bien. Per o no del todo está
bien cuando allí donde el asunto es suficientemente claro, se empeña
en defender posiciones indefendibles, o bien cuando – lo que ya es
motivo de inquietud – adapta la teoría a la práctica, que es justamente
lo que ocurre cuando considera el propósito, el carácter y el eje
tematico de Historia de Cuba.
Afirmé que la obra discutida era – como muchas otras – una
síntesis parcial, es decir, aparente en el fondo; que trataba de
corrientes escogidas «dispuestas una junto a la otra» del proceso
histórico; que era, concretamente, una síntesis de historia militar y
política y que, por lo tanto, la problematica militar y política
constituía el eje principal de la obra.
¿En qué fundé esta opinión, o más exactamente, en qué la fundo,
ya que sostengo en toda su extensión la opinión emitida
anteriormente? En primer lugar, en las declaraciones programáticas
del propio autor (a), y en segundo, en la aten ta lectura del texto del
libro (b).
Ad a. En el prólogo a Historia de Cuba leemos que se ha hecho
hincapié particularmente en la descripción de las luchas por la
independencia, o sea, en la problemática militar y política. El autor
subraya más adelante que el libro está destinado ante todo a los
soldados cubanos, lo que determina los fines y el alcance temático de
la obra. El prólogo señala expressis verbis la intención de destacar la
problemática militar («con respecto al estudio de nuestras gestas
independentistas se podrá observar una marcada tendencia a ser
prolijos en la descripción de hechos militares»). Finalmente, en la
misma introducción leemos acerca de la limitación consciente del
alcance de las consideraciones sobre los primeros siglos de la
dominación española.
Ad b. He señalado ya en dos ocasiones, en 1967 y en el presente
artículo, las defectuosas, o al menos discutibles – a mi juicio –
irregularidades y desproporciones temáticas y cronológicas del libro.
De esta observación es preciso sacar las debidas conclusiones. Dado
que los párrafos dedicados a la historia económica y social (dejando
a un lado la historia de la cultura ampliamente concebida) son
sobremanera breves, y los capítulos que tratan de cuestiones militares
y políticas, sobremanera largos; dada que las enunciaciones sobre la
economía y la estructura social tienen por lo general el carácter de
concisa introducción a prolijas consideraciones sobre la historia
militar y política, ¿es posible acaso calificar el trabajo publicado por
las F.A.R. de otra manera que como síntesis parcial (o tal vez ensayo
de reseña histórica) cuyo eje es la historia militar y política?
Mientras tanto, para gran sorpresa de mi parte, Jorge Ibarra afirma
en su replica, pese a hechos al parecer evidentes y a sus propias
declaraciones introductorias, que Historia de Cuba es una historia
política, social y económica (pág. 76) y más adelante manifiesta con
toda firmeza que la historia militar estuvo muy lejos de ser el eje del
libro. Mi colega cubano indica al mismo tiempo que el verdadero eje
de la obra son análisis socio-políticos de la época de las guerras de
independenci a y del período revolucionario de los años 30 de
nuestro siglo (pág. 77).
Si tal es actualmente la opinión de mi amigo cubano, me permitire
dirigirle unas pocas preguntas. ¿Que es lo que aprende el lector (todo
es to en un largo espacio de tiempo) en materia de comercio interno,
de transformaciones del sistema impositivo, evolución de la banca,
desarrollo de los servicios? ¿Qué podría decir concretamente –
siempre en base a Historia de Cuba – sobre la renta nacional y su
distribución? ¿Qué es lo que sabra el que utilice este libro acerca de
la evolución de los salarios y los precios, acerca de su estructura?
¿Sabrá algo concreto sobre las asociaciones profesionales de las
clases trabajadoras? ¿Será capaz de decir cómo se presentaba la
evolución de la artesanía? ¿Que opinión podrá formarse sobre los
aspectos cuantitativos de desarrollo de la capa de la intelectualidad
creadora? ¿Qué noción tendrá de la evolución del campesinado
minifundista, de su distribución territorial, de su posición (social,
numérica) con respecto al trabajador agrícola asalariado? ¿Dispondrá
de una clara imagen de la evolución de las distancias sociales entre
las diferentes clases y estratos? ¿Podrá acaso responder a la pregunta
acerca del papel de las clases medias en el siglo XIX y de su
evolución en nuestro siglo?
Estas preguntas van sólo para dar una idea de qué se trata. A
algunas de ellas Historia de Cuba no ofrece respuesta alguna, en
otros casos se suple su faJta con informaciones fragmentarias
incluidas a título de ejemplo. Ibarra puede replicar fácilmente que «la
falta de investigaciones impide contestarlas». En parte tendrá razón,
pero sólo en parte. En muchos casos – estoy convencido de esto –
pudo haberse planteado el problema y bosquejado una respuesta. Es
mejor esto que inadvertir problemas de cierto peso. Por otra parte, en
algunos casos aun los «textos tradicionales» convenientemente
«preguntados» podrían ahora migmo brindar interesante material
para tales respuestas.
El autor de Historia de Cuba, si lo interpreto bien, me reprocha no
haber advertido el analisis socio-politico, por ejemplo, de la época de
las guerras de independencia, sugiriendo que he reducido todo a la
historia militar. La verdad es que lo he advertido, pero creo que en
este lugar – a fin de aclarar el problema – vale la pena preguntarse
qué es historia militar. Esta, como se sabe, se divide en varias ramas
bastante especializadas. Así tenemos historia de las guerras, historia
del arte militar, historia de la organización de las fuerzas armadas,
historia del armamento, historia de las fortificaciones, historia de las
concepciones militares, historia social del ejército. Es fácil percibir
que estas ramas (¿disciplinas?) de la historia militar guardan la más
estrecha relación con la historia política – historia de las instituciones
del Estado, historia del Derecho, la diplomacia y las relaciones
internacionales – como también con la arqueología y la historia de la
arquitectura, con la historia de las ideologías y del pensamiento
social y político, con la historia de la economía y la técnica, con la
historia de los movimientos sociales, con la sociología y la psicología
social.
El especialista en historia militar de moderna formación científica
no puede en sus investigaciones hacer abstracción de las condiciones
sociales y políticas, sin dejar de ser historiador militar. Resulta
difícil, a mi entender, distinguir una historia militar «pura», a no ser
que uno siga apegado a los enfoques tradicionales, caducos y
científicamente paco consistentes de esta disciplina, o la reduzca a la
historia de guerras y descripciones de batallas. Si bien, en materia de
batallas, Historia de Cuba lamentablemente se deja arrastrar no
pocas veces por el descriptivismo, por otro lado trasciende
claramente este marco.
Por lo tan to, si constato que la historia militar y política es, el eje
del trabajo de Ibarra, esto no significa que atribuya al autor una
visión estrecha de la Historia. Agregare que la inmensa mayoría de
las elaboraciones de la historia nacional o universal (es cuestión
aparte si en todos los casos se trata de síntesis) adopta la historia
política como trama principal y línea directriz del trabajo. En el caso
concreto de la historia de Cuba, especialmente de los siglos XIX y
XX, es natural que la historia militar también debe desempeñar un
importante papel.
2. Ibarra, al contestar a mi objeción sobre la autonomización de los
diferentes planos temáticos a través de las paginas de Historia de
Cuba, pregunta dónde concretamente ha pecado omitiendo señalar
los nexos o sintetizando insuficientemente las diferentes corrientes
del proceso histórico (pág. 74). Espero que las consideraciones
hechas hasta ahora en este artículo aclaren mi posición, sobre todo
aquellas dedicadas a las proporciones, la temática y el eje del trabajo
discutido. Queda por presentar algunas observaciones adicionales.
Historia de Cuba, que constituye un ensayo de resumen de la
historia nacional haciendo hincapié en los procesos polític-militares,
por cierto aborda los problemas que más interesan a su autor dentro
del contexto de los factores económico-sociales que los condicionan,
pero lo hace de vez en vez y a una escala «microsintética» y no
«macrosintetica».
En efecto, los párrafos compendizantes sobre economía
(introducción a un período determinado) osobre elementos escogidos
de la estructura de la sociedad en un espacio exactamente definido de
tiempo, constituyen ensayos aparte que se hallan ubicados al lado o
fuera de la corriente principal de la obra. Lo mismo cabe decir de los
pasajes que pintan el llamado rondo internacional.
Historia de Cuba, según lo declara el propio autor, no es ni
pretende ser una historia integral, siendo en cambio – lo que yo por
mi parte pongo en tela de juicio – una historia política, económica y
social. Puesto que el autor plantea de esta manera el asunto, he
procurado tanto en el primero como en el segundo artículo averiguar
si esa amplia problemática de la que se ocupa Ibarra es internamente
coherente y sintetizada. He proporcionada ya bastantes argumentos
que indican que el lector no recibe tal imagen sintética. Se le provee
únicamente de ciertos elementos para una síntesis.
Si partimos del supuesto que una elaboración síntetica se
construye de manera que responda a la tesis esencial de la
investigación, podemos constatar que Historia de Cuba intentó
responder a la pregunta sobre el transcurso de la evolución de la
nación cubana. Por esto creo que el trabajo de Ibarra se podría definir
con relativa exactitud más bien dentro de lo que Topolski en su
último libro denomina síntesis genética5. No obstante, en la
concepción de Ibarra encontramos considerables lagunas, puesto que
no siempre podemos reconocer como convenientemente realizada la
finalidad esencial de una síntesis genética, la cual tiende a conservar
la máxima continuidad de la concatenación de causas y efectos. Cabe
agregar que dada la predominancia de la política en su enfoque
tradicional, en Historia de Cuba se trata en mayor grado de
evolución de las élites dirigentes y también – según la terminología
del autor – de las vanguardias, que del propio pueblo.
Las síntesis genéticas, especialmente cuando se rompen las
concatenaciones, o bien cuando – por haberse admitido supuestos a
priori – se produce la exageración del significado de determinadas
causas o determinados efectos, san naturalmente imperfectas.
Señalemos que Historia de Cuba no puede ser tratada como síntesis
estructural (rechazándolo el propio autor) y menos aún dialéctica,
dado que resulta difícil percibir – siquiera por faltar un análisis
desarrollado de las estructuras y por la descontinuidad genetica – la
conjugación del enfoque genético con el estructural.
3. Otra importante cuestión es la actitud de Ibarra y, en general, de
los historiadores cubanos contemporáneos, hacia el problema de la
tradición historiográfica y de las fuentes. En mi primer artículo
emprendí la crítica de la actitud hipercrítica y hasta cierto punto
nihilista hacia los «textos tradicionales». Resultó que mi ataque dio
en el vacío. En efecto, tal como opina Ibarra, tenía en mientes
«fuentes tradicionales», o sea no textos elaborados sino materiales
fundamentales aprovechados por la historiografía prerrevolucionaria.
Tal vez no hubiera surgido esta inútil confusión si Ibarra hubiese
escrito, en vez de «textos tradicionales de nuestra historia», «textos
tradicionales de nuestra historiografía».
Pero si he escrito que las fuentes preguntadas no tradicionalmente
suelen dar respuestas nuevas e interesantes, esta frase yale también
para los libros tradicionales. Resultó que el autor de Historia de
5
J. Topolski: Metodologia historii [Metodologia de la historia], Warszawa 1968, pp. 403 – 406
Cuba supo extraer de los viejos libros muchas cosas nuevas y
aprovechar inteligentemente sus logros y el acervo de fuentes
reunido por ellos para elaborar una exposición contradictoria con las
tesis fundamentales de la antigua historiografía. De mendrugos de
información, de relaciones adrede atenuadas acerca de fenómenos
molestos para la burguesía, de datos falsos o falsamente
interpretados, Ibarra logró construir un edificio en muchos aspectos
esenciales nuevo, lo que constituye una apreciable conquista.
Una actitud de investigador y metodológica diferente a la de Ibarra
presentó el ya mencionado por mí Manuel Moreno Fraginals. En su
artículo6 que – según he oído – movió a muchos a la discusión e hizo
no poco ruido, se exponen tesis muy dudosas.
Esto no quiere decir que el autor de Historia como arma no haya
escrito algunas observaciones profundas, interesantes e inspiradoras.
Estoy totalmente de aceuerdo con Moreno Fraginals cuando exige
del joven adepto el conocimiento de la teoría y la práctica
económicas, cuando postula la necesidad de manejar teenieas
matematieo-estadistieas, euando exige el descubrimiento y
aprovechamiento de fuentes nuevas en las nuevas obras sobre la
historia de Cuba, o cuando invita a luchar con mitos fuertemente
arraigados en la conciencia social, fabricados por la historiografía
cubana reaccionaria. Pero estoy totalmente en desacuerdo con él
cuando niega a carta cabal los valores cognoscitivos, intelectuales y
metodológicos de la ciencia cubana prerrevolucionaria.
Moreno Fraginals ataca de frente a toda la historiografía burguesa
como si ella fuera un bloque monolítico, lo que – como se sabe – no
es cierto. Para citar nada más que ejemplos muy conocidos, me
remitiré a dos nombres: Ramiro Guerra y Roig de Leuschenring.
¿Eran marxistas estos historiadores? No. Si bien es cierto que
pertenecian a la categoría o grupo (que fácilmente puede ampliarse)
de historiadores con una actitud metodológico-política progresista,
sin embargo estaban ligados por numerosos vinculos con los círculos
científicos burgueses, y su actividad estuvo engastada en las
estructuras de la vida intelectual de la Cuba prerrevolucionaria. ¿Es
6
La historia como arma, «Casa de las Américas», La Habana 1967, 40, pp. 20 – 28; ef. también este
mismo texto en «Teoría y Praxis», Caraeas 1968, n° 4, pp. 55 – 64
posible desechar hoy el legado de sus ideas, la obra de su vida? con
toda seguridad, no. Al igual que muchos otros historiadores cubanos
contemporaneos, Ibarra no lo hace y con toda razón. En cambio,
parece desearlo Moreno Fraginals.
La tesis del autor de Historia como arma, según la cual la
historiografía burguesa rechaza las posibilidades de una
investigación científica de la historia reciente, y más exacetamente,
la contemporánea, la acetual, es una evidente semi-verdad. Hubiera
sido tal vez una verdad al 80 % (o sea, más verdadera) hace unas
cuantas décadas, pero no hoy en día. Es cierto que una buena parte de
los historiadores niegan el sentido y la posibilidad de eultivar la
historia contemporánea, pero por otro lado tenemos ejemplos de
investigaciones organizadas sobre la historia contemporánea, v. gr.
en los Estados Unidos y Alemania Federal; investigaciones en las
cuales se utilizan técnicas y métodos históricos pero también
sociológicos y económicos. No me propongo hacer aquí
apreciaciones de estas empresas que podrían ser objeto de muchas
observaciones sumamente críticas, sino que constato que existen
investigaciones cuya existencia niega Moreno Fraginals.
No se puede sostener que todo historiador moderno sea siervo
pagado de la burguesía («un funcionario más fiel, barato y eficiente
de la burguesía»). Es una tesis en extremo simplificada.
Para crear una nueva ciencia histórica no hasta – pese a que es
fundamental – una metodología novadora, una conciencia
revolucionaria y una actividad revolucionaria práctica en el terreno
político, militar y económico. Moreno Fraginals condena el
«desapasionamiento» del historiador profesional desligado de la
realidad y sumido en sus papelotes de archivo. En su crítica de la
formación profesional del historiador tiene no paca razón, pero creo
que insuficientemente llama la atención hacia lo imprescindible que
es el fatigoso trabajo con las fuentes. Pero volvamos al meollo de
nuestras reilexiones, o sea, a Historia de Cuba. Pues justamente
Ibarra cazaba en terreno vedado por la historiografía burguesa y –
como es facil de constatar – ha cazado no mitos oficiosamente
servidos por aquella historiografia, sino datos a partir de los cuales
ha elaborado una exposición si bien no totalmente nueva, pel'o en
más de un aspeeto innovadora.
Y algo mas. Moreno Fraginals rechaza la tesis segun la eual no se
puede enjuieiar al pasado valilmdose de criterios del presente. En
esta materia surgió un malentendido fundamental. Cuando el autor de
Historia como arma afirma que el punto de partida para la
investigación es el presente y que el historiador debe conocer la
realidad que le es con temporanea y debe ir transformandola, o sea,
debe obrar sin eneerrarse en su torre de marfil, sin duda alguna tiene
razón.
Acepto que se mire el pasado con ojos del presente sólo cuando
esto implica utilizar la metodología moderna, contemporanea,
cuando significa aprovechar la contemporaneidad como fu en te que
inspira a formular nuevas preguntas para la investigación.
4. Acerca del problema de la periodización general de la historia
de Cuba escribi muy poco en mi primer artículo y mi esquema de
división en epocas lo trate y trato como una proposición preliminar y
muy discutible. Espere una repercusión polemica y no me he
decepcionado. Ibarra enfocó el asunto más ampliamente y presentó
observaciones en más de un punto con vincentes. Pienso que las
cuestiones que hemos tocado no podran agotarse ni tampoco
profundizarse en esta discusión, por lo cual me limitare en mi réplica
a unas pocas aclaraciones.
Soy de la opinión que para el historiador marxista la periodización
fundamental, la más general, se realice a la división en formaciones
económico-sociales. Concedo que en la historia nacional (a
diferencia de la universal) se da generalmente prioridad no a los
lindes entre las formaciones sino a divisiones que resultan de admitir
la superioridad de los criterios politicos (en la practica deciden los
acontecimientos criticos en la historia de la nación).
En mi proposición tal vez he resultado un tradicionalista
dogmatico que aplica criterios generales a un caso especifico, y de
buen grado admito el año 1902, o mejor, los añs 1898 – 1902 como
uno de los principales puntos criticos en la historia de Cuba,
aceptados – segun creo – como dogma nacional y tradicional, por
mis colegas cubanos.
Jorge Ibarra, al considerar mi periodizaeión, parece haberse
asombrado de la excesiva duración de la epoca esclavista en .la
historia de Cuba. Una eventual objeción contra este señalamiento
mio la calificaria de dudosa. Toda periodización real (a diferencia de
la convencional o formal) tiene necesariamente que ser irregular. No
es culpa de los historiadores que el feudalismo europeo haya durado
más que el capitalismo europeo,y en esta irregularidad no veo nada
extraño ni inquietante. En cambio, es para mi motivo de sería
reflexión el argumento planteado por mi amigo cubano sobre la
diferencia cualitativa del sistema esclavista cubano en el siglo XVI y,
por ejemplo, alrededor del año 1868. Si admitimos que ciertos
elementos comunes a toda la formación (el esclavo como propiedad
adquirible y enajenable; compulsión extraeconómica; caracter de la
relación amo-esclavo; puesto del esclavo dentro de la sociedad,
nación y Estado) no son tan substanciales como las diferencias entre
la esclavitud «patriarcal» o «patriarcal-feudal» y la «capitalista»,
entonces estoy de acuerdo con Ibarra y con otros investigadores
cubanos en dividir la epoca de la esclavitud en dos epocas diferentes
que respondan a criterios de formación.
Las consideraciones de Ibarra sobre la epoca del «esclavismo
capitalista» son muy interesantes y dan mucho en que pensar. Creo
que nuevas investigaciones y estudios sobre la teoria de la
actualmente diferenciada formación permitiran llegar en el futuro a la
necesaria precisión. En este memento no creo que esto sea
plenamente posible. Señalemos, sin embargo, que las diferencias de
estado de los campesinos en los diferentes periodos de la formación
feudal, percibidos por la ciencia hace ya mucho, no hall dada pfe a la
diferenciación de dos o más formaciones feudales. Esta claro que
este no es argumento en contra de la justificación de la existencia de
la formación esclavista-capitalista. Cabe señalar asimismo que se
trata aqui de algo importante desde el punto de vista teórico, a saber,
de una segunda subdivisión, ya que por regla general se distingue la
esclavitud antigua de la moderna (colonial). En el caso que nos
interesa se postula, por lo tanto, la división de esta ultima en dos
formaciones (¿modelos?).
Dejare para una discusión detalIada la disputa en terno a la fecha
inicial de la epoca esclavista-capitalista en Cuba. De las dos fechas
1763 y 1790 – que con major frecuencia se propone, la segunda me
parece la mejor fundada, ya que sólo en las postrimerias del siglo
XVIII se dejan observar profundas transformaciones del modelo de
la economia y la sociedad esclavista.
En lo que se refiere a la fecha «quebrada» 1878/1886 que he
propuesto como inicio de un nuevo periodo en la historia de Cuba,
Ibarra supone con razón (pág. 92) que mi propósito ha sido el de
llamar la atención hacia la necesidad de investigar la superposición
de las estructuras coloniales y postesclavistas españolas y las
neocoloniales norteamericanas. Pero el problema no se realice a este
aspecto. Se trata también de: a) subrayar el enorme papel social y
nacional de la abolición de la esclavitud; b) poner de relieve la
significación económica del hecho de iniciarse en ese tiempo la
epoca cabalmente capitalista (sin supervivencias esclavistas); c)
rechazar la tesis formalista de que el neocolonialismo tiene que echar
a andar por su camino histórico junto con la descolonización formal;
d) rechazar la tesis sobre el inicio de la epoca del imperialismo en un
memento exactamente definido sin ternar en cuenta el periodo
preliminar («incubación»).
Lo que me importa, en definitiva, es la clara constatación de que
Cuba empezó a ser semicolonia de los EE.UU. aún en la epoca
española, que en resumidas cuentas - la isla permaneció durante
cierto tiempo en estado de doble dependencia: colonial (España) y
neocolonial (EE.UU.).
5. Jorge Ibarra señala que el conjunto de cuestiones relacionadas
con la investigación de los procesos cubanos de formación nacional
trasciende (agregare que considerablemente) el marco de la discusión
que se desarrolla entre nosotros. Quedan muchos conceptos por
dilucidar – agrega – y los historiadores deberan emprender nuevas
investigaciones y continuar las ya iniciadas. Todo esto debe
considerarse justo.
El mejor aporte a una discusión son indudablemente articulos y
trabajos concretos. Puesto que justamente estoy redactando un libro
consagrado a la problematica de la formación de la nación cubana, en
el cual procuro responder a algunas preguntas de fondo, me limitare
aqui a un par de breves observaciones con el unico propósito de
señalar mi posición con respecto a los argumentos de Ibarra.
No es exacta la afirmación en la que se pretende que en la historia
del pensamiento marxista no haya habido, fuera de las stalinianas,
otras tesis, busquedas y formulaciones teóricas con respecto a la
formación de las naciones. Desde los trabajos de los teóricos de la II
Internacional, pasando por muchas enunciaciones de Lenin (¡los
trabajos de Stalin tienen caracter secundario!), hasta las numerosas,
especialmente despues de la segunda guerra mundial, obras de
marxistas de diferentes paises, disponemos de una nada despreciable
biblioteea de «genetica nacional». Pero al autor de Historia de Cuba
le interesaba seguramente más bien una definición en cierto modo
oficial, por parecerle indispensable en su obra. Efectivamente, con
todas sus no pocas fallas, la fórmula de Stalin constituye en la
literatura marxista quizas la linica definición desarrollada. Ya he
llamado la atención hacia la evidente limitación material y geografiea
de la definición staliniana. Recordare que el propio Stalin dio a
entender con bastante claridad que su fórmula tiene caracter ruso y
no universal7. Con tanto mayor razón considero errónea la adopción,
siquiera provisoria, de la definición esquematica de Stalin para la
historia de Cuba.
Jorge Ibarra, en base a su propia erudición y la opinión de
destacados especialistas, afirma que entre los lideres negros de las
guerras independentistas cubanas no aparecian tendencias racistas,
que – hablando con precisión – faltan documentos que revelen tales
tendencias (pág. 94). Es posible, aunque no estoy totalmente
convencido (tanto más que corresponderia definir previamente el
termin o «racismo», el cual ereo que comprendemos de diferente
manera, asi como el termino «documento»). Mis opiniones con
respecto a esta importante y delicada cuestión las pienso exponer en
mi anunciado trabajo de mayor envergadura. La cuestión estriba en
que yo no he preguntado por los lideres sino por la población negra,
J. Stalin: Kwestia narodowa a leninizm [La cuestión nacional y el leninismo], in: ']LHáD ZV]\VWNLH
[Obras completas] (edición polaca), t. 11, Warszawa 1951, pp. 341 – 343
7
y no he recibido respuesta. Ibarra tampoco recogió el igualmente
importante problema de la protesta armada del año 1912.
Al citar la carta de Julio Sanguily a Juan Gualberto Gómez, di un
ejemplo – uno sólo pero de bastante peso – en apoyo de la tesis sobre
el eminente roI de las divisiones según el color de la piel en el seno
de la élite aún en el año 1895. Ibarra me imputa infundadamente que
trato a una sola carta como indicador del grado de integración racialnacional. Mi estimado colega cubano sabe seguramente mejor que yo
que tales o semejantes ejemplos podrian citarse muchos más, tanto
para el periodo anterior a 1895, como para el posterior. Sin embargo,
no podemos dejar de remitirnos a una penosa confesión de Antonio
Maceo del último año de su vida, cuando este prócer cubano, al
rechazar la idea de aspirar eventualmente a la presidencia, medita
sobre su salida de Cuba después de la liberación y expresa la opinión
que la mayoria de los cubanos no apoyaria la moción de elevarlo al
cargo de jefe de la Republica de Cuba en atención (como debe
creerse y como supone F. Portuondo) al color de la piel del
benemerito general8.
6. En la cuestión del anexionismo, Ibarra ha brindado no pocas
aclraciones convincentes. En esta situación no es necesario volver a
algunos problemas particulares, como el de anexionismo patriótico.
Sin embargo, tocó de paso algunas cuestiones de fondo y
metodológicas de mucha importancia, sobre las cuales yale la pena
discutir inclusive cuando se tiene plena conciencia de que es
imposible agotar el terna en el marco de esta discusión.
No me cabe la menor duda con respecto a lo justo de la tesis de mi
amigo cubano, que dice que la conciencia revolucionaria e
independentista de la vanguardia política de 1869 representaba un
salto cualitativo en comparación con la actitud de los hombres de
1850 – 1851. La disparidad entre nosotros tiene sin embargo – asi
parece – raices más profundas. Es en realidad una controversia
acerca del verdadero papel y las verdaderas posibilidades del grupo
más progresista en el memento dada (vanguardia) en una relación
complicada: vanguardia – campo progresista com o cierto conjunto –
adversarios ideológicos – masas politicamente indiferentes pero que
8
F. Portuondo del Prado: Historia de Cuba, La Habana 1965, t. 1, p. 522.
potencialmente podian ser ganadas. Se trata de una apreciación
objetiva (sin comillas) de la fuerza real de las diferentes tendencias
que agitaban a la sociedad. Constatar que la vanguardia tiene la razón
histórica (lo que no implica que tenga razón en cada cuestión
particular) no puede significar el termino de la investigación. No
puede, porque Ibarra no escribe la historia de la vanguardia
revolucionaria, sino la historia de un pueblo, de una nación. Sabemos
demasiado bien que en la historia del movimiento revolucionario, la
separación que su ele producirse entre la vanguardia y la clase o
movimiento de masas dirigidos por ella, acarrea efectos negativos.
Recordemos también que el tom ar deseos por realidades – deseos
que reflejan una apreciación equivocada de la situación y de las
fuerzas sociales concretasen juego, se registra no sólo en el presente
sino que también en el pasado.
Ibarra señala el rol decisivo de la discontinuidad revolucionaria,
sin parar mientes en los elementos de continuidad histórica
existentes, dados en la realidad. La vanguardia de 1869, dice el,
rompió completamente los vinculos que la unían con las ideas de
1851. Pero al mismo tiempo – permita se me agregar – una
considerable parte de los hombres que deseaban luchar y luchaban
contra el colonialismo español, evidentemente percibía, sentía y
aprobaba la vinculación entre 1851 y 1869.
No deja de ser significativo que Ibarra se exprese con precisión
cuando habla de su visión de la discontinuidad, internandose en
cambio en el terreno de explicaciones confusas cuando le toca hablar
de los hombres de la vanguardia que tomaban en cuenta – y con
razón -la fuerza efectiva de la corriente continuadora, opuesta al
rompimiento total con la vieja tradición. Se nos pide, por tanto, que
encontremos justificaciones en «ciertas necesidades subjetivas de la
lucha», y que nos expliquemos la adopción de la bandera de López
como bandera nacional mediante «determinados fines políticos,
prácticos». Mientras tanto, los hombres de la vanguardia, que
constituían naturalmente una minoría, no sólo que tenían en cuenta a
la opinión no revolucionaria, sino también – a mi juicio – en alguna
medida se identificaban con la vieja tradición, no obstante haber
rechazado la idea anexionista.
Precisemos algunos rasgos del anexionismo, los cuales – pese a
todas las diferencias esenciales entre el y el independentismo – unían
a los anexionistas y los separatistas. En primer lugar será la
enemistad hacia el colonialismo español; segundo, el reconocimiento
de la «personalidad cubana»; tercero, ideas republicanas. Mirandolo
históricamente, no debe subestimarse el carácter progresista del
modelo democrático del regimen institucional y político de los
EE.UU. de la epoca de la «reconstrucción», contrapuesto al
anacrónico modelo de la monarquía española, aunque al fin y al cabo
la anexión debía equivaler a la perdida de la personalidad nacional y
a un nuevo colonialismo. El paso desde la actitud anexionista a la
independentista era una tendencia normal, que ocurría muchas veces
porque la vanguardia revolucionaria no rechazaba con sentimientos
de superioridad la adhesión de los anexionistas al campo
independentista ampliamente concebido.
Y algo más. El afán de la corriente anexionista patriótica de
conseguir ayuda y protección de los EE.UU. no desacredita en
absoluto a la política de sus dirigentes. Los revolucionarios
consecuentes que constituían la vanguardia del movimiento cubano
de liberación nacional, optaron por basarse en sus propias fuerzas,
por la autoliberación del pueblo cubano. Pero una considerable parte
de la sociedad cubana politicamente activa no puda dejar de percibir
la amenazante desproporción de fuerzas entre Cuba y España, y
pensó también en los costos materiales y humanos de la liberación.
Asimismo sabía bien que Bolívar habia aprovechado la ayuda
foránea en su gesta libertadora. Es posible también que tuviese
presente que los pequeños Estados europeos que surgían por
entonces (p.ej. Grecia, Belgica, Servia) lograban su independencia
valiendose de la ayuda y protección foráneas. Este aspecto del
problema no debe olvidarse.
7. Si en la apreciación del anexionismo no se puede pasar por alto
la pregunta de cual fue su aporte a la teoría y la práctica de la lucha
contra el colonialismo español, en el caso del autonomismo cabe
preguntar hasta que punto este contribuyó a intensificar la conciencia
nacional y el desarrollo de la cultura cubana. Considero que es deber
de la historiografía marxista dar una contestación científica, concreta
y honesta a esta pregunta.
Es cierto que los dirigentes autonomistas (o tal vez su mayor
parte) eran extremos conservadores, representantes de la reacción y
del racismo. Más la esencia del autonomismo es compleja e
internamente contradictoria. Recordemos que el partido autonomista
fue ex definitione contrario al integrismo español. Durante años fue
partido de los cubanos que en el fondo del alma deseaban la.
independencia. Justamente asi apreció en 1886 las opiniones de los
autonomistas el intransigente independentista Antonio Maceo9.
Es significativo que en la literatura histórica cubana de diferentes
orientaciones encontremos practicamente la misma fórmula al
tratarse de la creación del gobierno autonomista. Esta fórmula reza
más o menos asi: «la autonomía llegó demasiado tarde». Esta
afirmación contiene implicitamente la siguiente idea concreta: la
concesión de la autonomia p. ej. en 1885 (o tal vez aun en 1895)
hubiera podido cambiar el curso de la historia cubana. Naturalmente,
los que escriben «era ya demasiado tarde» rechazan el razonamiento
al estilo de «que hubiera sido si esto o aquello»; no obstante, quierase
o no, admiten que la idea de la autonomía era seductora, que tenía un
gran poder de atracción.
En 1898, «después de Weyler», un mar de sangre separaba al
pueblo cubano de la metrópoli colonial española. Los autonomistas
(más exactamente, el resto de ellos) estaban alienados en el pueblo
que debla considerarlos en su gran mayoría como colaboracionistas.
Si con todo eso algunos líderes de primera fila aun entonces tenían
en torno a sí a un grupo de partidarios, este hecho indica de modo
indirecto la antigua fuerza del autonomismo. Parece que Galvez y
Montoro tenían presente el importante factor (subestimado quizas
por Ibarra y tan enfatizado por Enrique Collazo quien no
acostumbraba tomar sus anhelos e ilusiones por realidades y a quien
espero que nadie acusara de haber querido rehabilitar a los hombres
del gobierno autonomista) cual era la monstruosa fatiga del pueblo
desangrado, cual era su anhelo de paz.
9
A. Maceo: Ideología politica. Cartas y otros documentos, vol. 1, La Habana 1950, p. 362.
Hay otra cosa más que me interesa. ¿Cual fue la actitud de los
soldados y jefes del Ejercito Libertador hacia Galvez y Montoro
después del año 1902? ¿Es que los revolucionarios, frente a la
tragedia cubana consistente en que Cuba no había logrado la
verdadera independencia, no cambiaron su actitud hacia los antiguos
lideres del autonomismo por otra, más positiva (o menos negativa)?
Montoro, quien fue una activa personalidad política de la República
después del año 1902, bien podía razonar asi: hemos perdido porque
no existe una Cuba autónoma dentro del Estado. español, también
ustedes han perdido porque el Estado cubano es una semi-colonia, un
protectorado de los EE.UU.; hagamos en concordia lo que es posible
dentro de la realidad que por diferentes motivos no deseamos cuando
estuvimos en campos hostiles uno al otro. El frente antiespañol ha
perdido su vigencia; queda (pese a que las actitudes de la derecha y
la izquierda hacia el imperialismo estadounidense eran, como se
sabe, diferentes) el segundo frente que puede acercarnos
mutuamente.
8. El último problema que deseo ventilar es la cuestión de la
guerra cubana de guerrillas en el siglo XIX. No sólo en Historia de
Cuba, sino también en diferentes otras publicaciones y declaraciones
cubanas me parece encontrar – tal vez me equivoque en es to – una
tendencia a realzar excesivamente las experiencias guerrilleras
cubanas tanto del siglo pasado, como las del reciente pasado. Hasta
cierto punto esto es comprensible, puesto que la llamada ciencia
histórica mundial fija su mirada con demasiada frecuencia en los
«ejemplos clásicos», tiene en menos o sencillamente trata per non est
los destinos y logros históricos de los países pequeños. La manera de
tratar a Cuba en este aspecto no es, naturalmente, una excepción. Es
menester investigar y propagar el conocimiento de las experiencias
de las guerras revolucionarias cubanas que tienen trascendencia
internacional.
La argumentación desarrollada por Ibarra en torno a estos
problemas (la envergadura y larga duración del movimiento
guerrillero, la significación de las guerras del siglo pasado como
precursoras de los movimientos guerrilleros de nuestro siglo, etc.) la
considero cabalmente justa. Pero cabe preguntar si es justo el metodo
de empequeñecer o pasar por alto las experiencias de otros paises, si
esto ayudara a reparar la «injusticia historiografica». Ibarra afirma en
la pág. 86 que Cuba no respondía con su lucha armada a una invasión
extranjera (¿alusión a México de la época de Juarez?), ni tampoco
tenía una estructura constituida de poder (¿alusión a la lucha
antinapoleónica de España?). En resumidas cuentas, tenía
condiciones más dificiles que otros y fue en este aspecto un país
singularmente especifico. Pero el Santo Domingo insurrecto de la
década del 60 del siglo XIX, país débil y escasamente poblado, que
se levantó contra todo el poderio español, ¿disponia acaso de un
poder estatal constituido? Evidentemente, no. Nadie negara el hecho
de que el ejército español tenía experiencia en la lucha
antiguerrillera. ¿Pero es que dicho ejército era monopolista de esa
experiencia? Evidentemente, no. Para el siglo XIX baste citar el
ejemplo de Rusia (Caucaso, Polonia), Turquia (Balcanes), Francia
(Argelia) , Inglaterra (India, Sudan).
Cuando escribi en mi primer artículo que Ibarra desconoce la
problemática de las insurrecciones nacionales polacas, naturalmente
no dude que – sin conocer la literatura científica fundamental,
publicada casi exclusivamente en polaco y en pequeña parte en ruso
y alemán – puede saber algo de ellas en base a lecturas casuales de
textos de tipo enciclopédico o manuales. Las observaciones de mi
colega cubano sobre las insurrecciones polacas, contenidas en su
replica, confirmaron mi convicción que Ibarra realmente sabe paco
de la historia de Polonia de ese periodo. No es lugar para enumerar
los errores y las confusiones, que desgraciadamente no son pocos. Se
trata de cosas más importantes. Cuando hable de las insurrecciones
nacionales en Polonia y apunte las fechas 1794 – 1864,
evidentemente no fue para dar a entender que Polonia llevó a cabo
una guerra de insurrección a lo largo de... setenta años, lo que es un
disparate por demas evidente, sino para marcar los limites del
«período insurreccional». del mismo modo, me parece, los
historiadores cubanos tienen todo derecho a escribir p. ej. asi: «las
guerras cubanas por la independencia (1868 – 1898)», debiendose
esto entender como «período insurreccional» y no como una sola
guerra de 360 meses de duración.
En lo que atañe a los problemas polacos abordados por Ibarra,
para aclarar los puntos más esenciales me limitaré a unas pocas
observaciones: 1) las insurrecciones de 1794 y 1830 – 1831 no
tuvieron el carácter de guerras puramente regulares, sino que en
algunas regiones adquirieron la forma de guerra irregular o
simplemente de guerrillas; 2) Ibarra parece ignorar totalmente las
«pequeñas insurrecciones» y movimientos guerrilleros, tales como la
insurrección de la Polonia Mayor de 1806, la guerrilla de Zaliwski de
1833, los conatos de insurrección de 1846 con la conocida revolución
cracoviana en primer termino, la lucha guerrillera en la Polonia
Mayor en 1848; 3) ultimamente, en la historiografía polaca se
considera a la Insurrección de Enero como una serie de
manifestaciones y choques en las ciudades y de guerra de guerrillas
en el campo, abarcando el período 1861 – 1864 (1865), y no el
perído formalmente insurreccional 1863 – 1864; 4) la disyunción de
las insurrecciones, guerras de liberación nacionales regulares y semiregulares es objetiva y metodológicamente errónea; 5) el más antiguo
movimiento inequivocamente guerrillero con rasgos independentistas
(el que no mencione para nada en mi primer artículo) fue la asi
llamada confederación de Bar (1768 - 1772), guerra civil en la que se
inmiscuyeron tropas de la Rusia zarista10.
Jorge Ibarra parece no advertir las enormes dificultades
topograficas, climáicas, militares y políticas en medio de las cuales le
tocó actuar al movimiento polaco de liberación nacional,
especialmente después del año 1831, y particularmente en el
territorio ocupado por Rusia11.
Pero, al fin y al cabo, en la discusión entre Ibarra y yo, siendo
ambos enemigos acérrimos de todo nacionalismo y chauvinismo, no
se trata de una absurda licitación de meritos, sufrimientos y
dificultades de la lucha de dos naciones. Se trata de comprender la
necesidad de exponer – de la manera más amplia posible, comparada,
10
Me he referido ampliamente a estas cuestiones en el libro que representa un empeño de sintesis,
titulado Polska – Narodziny nowoczesnego narodu 1764 – 1870 [Polonia. Surgimiento de la nación
moderna], Warszawa 1967.
11
Un pequeño ejemplo: el magnifico artículo de Juan Gualberto Gómez titulado Por qué somos
separatistas «La Fraternidad», La Habana 24 IX 1890) o uno similar por su contenido y título, en
ningún caso habria podido aparecer en esta, misma epoca en Varsovia bajo el dominio ruso
libre del «localismo» y de limitaciones provincianas – aquellos
problemas que aun cuando atañen directamente a un pais, en la
practica tienen que ver con la suerte de muchas naciones y con los
dilemas de toda la humanidad.
Asi que, para concluir, apartemonos de los problemas polacos. Las
luchas y las guerras de guerrillas abarcaban en el siglo XIX no sólo a
los países citados hasta ahora en la discusión (Cuba, Polonia, Espana,
México, Santo Domingo). Ibarra no mencionó las insurrecciones, las
largas y a menudo extraordinariamente sangrientas guerras de
guerrillas, guerras de liberación nacional en numerosos países tales
como Grecia, Bulgaria, Servia, Albania, Georgia, Irlandia. Aun
admitiendo que – siempre en el aspecto comparativo – muehos
aeontecimientos europeos pudieron quedar fuera del campo de vista
del autor de Historia de Cuba (¿no se tratará, con todo, de un
«americocentrismo»?) uno se pregunta por que Ibarra no mencionó
otras (aparte de las mexicanas y las dominicanas) tradiciones
guerrilleras latinoamericanas. En fin, creo que hubiera correspondido
decir algo siquiera de Haití de los comienzos del siglo XIX o de las
luchas guerrilleras en Venezuela en la segunda decada del siglo
pasado.
Con esto concluyo estas observaciones, agradeciendo
cordialmente a mi apreciado colega cubano el interes demostrado por
mi primer artículo y el valioso estudio escrito con ese motivo. Abrigo
la esperanza que nuestras sinceras y amistosas controversias y
discusiones contribuyan siquiera en infimo grado al desarrollo de las
investigaciones sobre la historia de Cuba, sobre la concepción y la
forma de su sintesis.
(1970)
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