PRÓLOGO Calle Nikotskaya Moscú Febrero de 2005 Robert Pulaski

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PRÓLOGO
Calle Nikotskaya
Moscú
Febrero de 2005
Robert Pulaski sudaba copiosamente al mismo tiempo que
ignoraba las heladas corrientes de viento que barrían el empedrado
nevado hasta alcanzar el mismísimo Mausoleo de Lenin, aquella
madrugada en la Plaza Roja. A pesar del frío, el bochorno que le
quemaba las entrañas no le reconfortaba. Era algo muy extraño lo
que le ocurría; el profesor tiritaba de calor. Sus casi dos metros de
altura, que le alejaban del estereotipo del científico de cuerpo
arrugado y débil, se doblegaban ante las oleadas de los escalofríos
que le laceraban los hombros y la espalda, lo que no habían logrado
setenta y seis años de una vida pródiga en acciones y plagada de
desafíos. Con el aspecto de alguien que duda, que no tiene rumbo ni
propósito, el profesor deambulaba por una calle que acogía durante
el día las manadas de turistas y curiosos de turno que se acercaban a
Moscú, pero por la que apenas vagaban unas cuantas almas. Pulaski
se encogió por el dolor cuando pasó por delante de uno de los Cafés
que permanecían aún abiertos. Un tufillo a pollo recalentado
envolvía una fachada hecha de alibustres con sus copas
cuidadosamente niveladas, de los cuáles colgaban hileras de luces
multicolores, y sobre los que se recortaban, muy de vez en cuando,
las negras figuras de los escasos paseantes en una noche tan fría.
Pensó que el Café se parecía a cualquiera de los de su antiguo país,
los Estados Unidos, con esas guirnaldas baratas de oferta en los WalMart. Había transcurrido más de un mes desde las celebraciones de
las Navidades en Moscú, actos prohibidos durante la interminable
época soviética que quedaba tan alejada en el tiempo y que Pulaski
conocía tan bien. El profesor llegó a temer que lo último que vería
antes de morir serían unos adornos tan vulgares.
El ataque fue mucho peor que las otras veces.
El mundo cambió. Los grupos de farolas de tres en tres
comenzaron a despegarse de sus soportes y a bailar encima de su
cabeza, como si cayeran a través de un imaginario remolino que se
hubiera formado en el cielo oscuro, y las letras del gran anuncio de
telefonía GSM bañado en azul y próximo al café empezaron, ante los
ojos del profesor, a estirarse y moverse como si fueran de goma.
El olor a pollo se transformó en algo que Pulaski había sentido
antes; el cálido hedor de los cuerpos que se descomponían en un
pálido día de invierno de Argalik, a pesar del frío, en medio de las
hierbas escarchadas y las ramas enfermizas de los árboles desnudos
a su alrededor; el zumbido de las moscas excitadas que giraba sobre
las carcasas de las raquíticas vacas que habían sobrevivido a los
meses anteriores, y que llegaba a los oídos como un susurro hiriente
desde la lejanía; y el sudor y el terror de los soldados tras sus
máscaras que retiraban a toda prisa los cadáveres de los granjeros.
Hizo lo que estaba acostumbrado a hacer cuando empezaban
las alucinaciones; cerró los ojos, y buscó a tientas entre sus bolsillos
la cajita con los neurolépticos rosados. Hubiera dado todo por un
trago de agua, ya que su garganta estaba terriblemente seca por
culpa de las náuseas que subían desde su estómago. Sin saber cómo
había llegado hasta el centro del poder político de la ciudad, Pulaski
pensó en el Café que tenía delante, y en su sed. Un miedo que
tampoco podía explicar le impidió entrar para refrescarse. Temía
que le reconocieran, o mucho peor, que su rostro marcado por el
dolor y la locura que dominaba su mirada resultase tan alarmante
que alguien terminase llamando a la policía. Descubrió, con
sorpresa, ese vago sentimiento de saberse perseguido, de constituir
la presa segura de un cazador poderoso e invisible que podía estar
en todas partes.
Pulaski se metió en la boca un número indeterminado de
píldoras, hizo un esfuerzo sobrehumano y tragó. Los comprimidos le
rasgaron la garganta como alambres al rojo, y temió que se quedaran
en su esófago, bloqueando su respiración. El profesor se acurrucó en
el suelo helado, doblando sus largas piernas y escondiendo el rostro
entre ellas. Unos cuantos minutos después, lo peor de la crisis dejó
paso al dolor habitual y los escalofríos, las nauseas de siempre que
le devolvían al mundo real.
Pulaski se incorporó con dificultad, y, dando tumbos, buscó
refugio entre las heladas siluetas de los alibustres, frente al Café,
tratando de pasar desapercibido en uno de los rincones más oscuros
de la calle Nikotskaya. No muy lejos se encontraban los iluminados
escaparates de los almacenes GUM, donde resplandecían los
maniquíes vestidos con la ropa cara y los artículos de lujo de Dior.
Albergaba la esperanza de que fuera confundido con un mendigo o
un vendedor, al igual que otros tantos que se acercaban a los turistas
para venderles sombreros rusos o pedir limosna.
La mente de Pulaski luchaba para evitar la zambullida en el
caos físico que le sacudía. Cerrar los ojos suponía dar un portazo a
las alucinaciones que podrían reaparecer, una medida inconsciente y
no razonada para huir, pero existía el peligro de sumergirse en un
abismo interior en el que se disgregaran definitivamente las voces de
los fragmentos de memoria que intentaban reconstruir su vida
pasada. Se palpó el pecho. Abrió los ojos y se encontró con un sobre,
la indecisión y las dudas sobre cómo llegó hasta él. Reconoció su
letra en el membrete:
Edgard Richardson
Johnson Space Center
Meteorite Lab
1601 NASA Road 1, Houston, TX 77058
Recordó algunos apellidos; Roscoe, Hancok, Richardson, de
Vries... apellidos de sus antiguos colegas de la NASA, que
participaron con él en las misiones Vikingo, las primeras naves que
se posaron en Marte.
Marte.
¿Por qué, después de un largo paréntesis de más de un cuarto
de siglo?
El vómito sobrevino, la contracción y el líquido viscoso y
negruzco expulsado de su interior. Experimentaba una sed atroz,
pero las luces de las farolas ya estaban donde debían. Sintió el aire
frío contra su piel. Con una debilidad evidente, logró incorporarse,
guardó aquel sobre entre los despojos de su abrigo y trató de ordenar
sus pensamientos y motivaciones.
Caminó hasta dejar los almacenes GUM a sus espaldas,
evitando las zonas iluminadas y buscando cobijo en la penumbra,
pero encontró que la entrada principal a la Plaza Roja estaba
cercada. Había un policía junto a la valla, en actitud de estar
esperando a alguien. Miraba su reloj y bufaba, y cuando lo hacía, el
vapor blanquecino de su boca se escapaba a borbotones, como si
fuera la chimenea de una locomotora.
Pulaski se detuvo, temeroso y temblando, junto a uno de los
árboles que flanqueaban los lujosos escaparates. El oficial se frotaba
las manos por el frío, estaba impaciente y no le prestó atención.
Pulaski oyó un ruido y vio un coche blanco con las bombilla rojas y
azules en el techo que subía hacia la plaza. El automóvil atravesó
uno de los dos arcos reconstruidos que fueron derribados en el
pasado por Stalin para permitir el paso de los tanques y carros con
misiles en las celebraciones. El guardia se ajustó el cuello de pelo
negro de su traje gris y apartó la valla para que el coche pudiera
pasar. Su compañero salió con dos bolsas marrones en las que se
veía claramente estampados los dos aros amarillos de la
hamburguesería McDonnalds. Los
hombres mostraron su
satisfacción; Pulaski vio los halos blancos saliendo de sus bocas
mientras reían y se metían en el auto. Tenía que pasar delante de
ellos. Ocultó su rostro entre las solapas de su abrigo andrajoso y se
encorvó un poco para no llamar la atención por ser tan alto. Con tres
cuartos de siglo a sus espaldas y una altura fuera de lo esperado para
su edad, podría despertar una mirada curiosa y muy inoportuna.
No podía atravesar una Plaza Roja casi desierta y no
comprendía qué empujaba ese deseo, aunque un instante después se
alegró de no hacerlo. Pulaski bordeó la valla que cercaba los
alrededores del Mausoleo de Lenin hasta alcanzar la estilizada Torre
San Nicolás, con sus anaranjados ladrillos recortándose en un cielo
de ébano. Desechó bajar por el ancho y alumbrado paseo que
desembocaba en la Torre Arsenal, y trató de confundirse entre los
árboles plantados al este del Kremlin, oscuros esqueletos de madera
que alargaban sus ramas heladas y desnudas. Finalmente, se deslizó
encima de un césped helado, tratando de formar parte del
deprimente paisaje.
Alcanzó la gran verja de hierro que conducía a la Tumba del
Soldado Desconocido. El parque se hacía frondoso y oscuro y se
desligaba de la iluminación de los edificios exteriores. A Pulaski le
urgía ocultarse, como si fuera un hábito. Oía el borboteo de las
fuentes cercanas, los chorros de agua que caían en los estanques
cubiertos por el hielo, y el ruido incrementaba la sed. La crisis había
dejado paso a una fuerte aversión por las luces y los espacios
abiertos; las grandes cúpulas de cristal del centro comercial que
dominaban la plaza Manezhaya, endurecidas por la nieve que las
cubría, proyectaban sombras deformes entre los carteles
publicitarios de los restaurantes y bares de los aledaños, que habían
cerrado antes de la madrugada. Se preguntó de qué huía, y por toda
respuesta, una brisa helada comenzó a batir las ramas de los árboles.
Antes de traspasar la voluminosa puerta de hierro,
experimentó una revelación: en su mente se agolparon imágenes que
hablaban de un despacho sumido en el caos después de los registros
y de los robos, cajones volcados, figuras rotas, y documentos con el
membrete del Instituto de Química Orgánica Smolensko, a las
afueras de Moscú, esparcidos por un viejo suelo de madera que
crujía de forma acogedora cuando entraba. Conocía ese suelo,
conocía su despacho, y conocía el peculiar quejido de bienvenida de
las maderas acostumbradas a su peso, después de tantos años de
investigaciones. Pero le habían echado de allí.
Entre la oscuridad, vislumbró la llama eterna del soldado
desconocido, y las achaparradas figuras de los abetos contra las
paredes del Kremlin y cargados de nieve. Pulaski dejó el resguardo
de los árboles cercanos a la verja. La llama, que surgía del centro de
la estrella metálica de cinco puntas, le atrajo. Se quedó a pocos
metros, observando los movimientos ondulantes del fuego. Alzó la
vista. Su sombra se proyectaba, agigantada, en los apretados
ladrillos naranjas del gran muro del Kremlin, por culpa de las farolas
cercanas que rodeaban la entrada del parque. Distinguió otras
siluetas más débiles y menos acentuadas que se movieron y
desaparecieron, fugaces sombras chinescas que renovaron en él la
alarma y el miedo. Se alejó del fuego sagrado, símbolo de la sangre
de los soldados muertos en la Gran Guerra, y huyó con rapidez hacia
los árboles. La certeza de que le seguían, de que una parte de él huía
mientras que otra trataba de combatir el calor que le consumía, se
convirtió en una presión que aceleró su corazón, cuyos latidos le
llegaban a través de las sienes como zambombazos. Pulaski se ocultó
tras el tronco de un árbol, con la respiración contenida, y observó.
Cerca de la verja de entrada descubrió una figura, apoyada
sobre la puerta. Estaba fumando, y el brillo naranja del papel
incandescente del cigarrillo indicaba que aquella no era una mancha
amorfa ni un efecto óptico, sino que pertenecía a alguien vivo y real.
Alguien real. ¿Quien se detenía a fumar con ese frío y a aquellas
horas? El brillo desapareció de la figura negra, y Pulaski pensó que
su perseguidor habría arrojado el cigarrillo contra el suelo,
aplastándolo con el pie. ¿Habría advertido su presencia? Los ojos de
Pulaski se acostumbraron un poco más a la falta de luz, y creyó
distinguir dos personas más parapetadas tras otros tantos árboles.
Respondiendo a sus temores, se movieron hacia donde él se
encontraba.
La caza había empezado, y las sombras le empujaban hacia las
fuentes detrás del Kremlin, al final de los jardines, y frente a los
restaurantes. Pulaski supo que tendría que salvar el río artificial, en
torno del cual se organizaban varios puentes con escaleras. Llegó al
final de las balaustradas y comprobó que no podría alcanzar el
puente más cercano para cruzar el río. Los puentes estaban
demasiado separados y sus perseguidores tendrían tiempo suficiente
para cerrarle el camino.
Respiraba con dificultad al tiempo que pensaba. El pecho le
quemaba. Se asomó y calculó la distancia entre él y el frío abismo de
abajo; tres o cuatro metros, a lo sumo. Estaba oscuro. Decidió saltar
el mirador, para dejarse caer con la máxima delicadeza de la que era
capaz, hacia la negrura. Tenía que cruzar el estanque.
Supuso que el agua estaría a dos o tres grados bajo cero. Rogó
para que la capa de hielo fuera firme y resistiera su peso. Seguía
oyendo los chorros de las fuentes situadas al final de donde acababa
el último de los bares; el agua fluía, aunque probablemente se
helaría poco después de caer. Con alivio, comprobó que el hielo bajo
sus pies era firme y aguantaba su peso.
Comenzó a andar con lentitud, procurando no romper el hielo,
pegando su cuerpo a las paredes de las balaustradas y deslizándose
siempre entre la penumbra. De refilón vio otra figura, situada en un
segundo puente, junto a los balcones, que observaba en la dirección
opuesta a donde se encontraba. Pulaski aprovechó el descuido para
saltar hacia una de las estatuas de las muchas que se alzaban en
medio del río. La escultura consistía en una figura femenina
encorvada en la réplica de una planta, y Pulaski trató de confundirse
con ella. El haz de una linterna rebotó sobre las blancas piedras de
las balaustradas. Le buscaban. Supo que aquellos que le perseguían
habían perdido momentáneamente su rastro.
Los minutos pegados a esa forma de mujer espantosamente
helada le parecieron eternos. Sentía
que sus músculos se
entumecían. Durante toda su vida se había considerado alguien
fuerte y vigoroso, con buena salud, lo que atestiguaban su barba
recortada sólo sobre el mentón y su blanco bigote en arco, que
colonizaba su perilla, pero que no llegaba a las orejas, dominadas
por las espesas patillas de siempre. Pulaski parecía la viva imagen de
un profesor del siglo XIX transplantada al siglo XXI. Pero eso era el
pasado. Las crisis nerviosas, y no lograba recordar cuando
empezaron, le habían dejado exhausto. Eligió la ocasión y saltó para
llegar a la otra parte de la orilla, agarrándose a uno de los balaustres,
y con gran extenuación lo superó. Había conseguido salvar el río, y
se encontraba ahora en una zona donde las columnas flanqueaban el
paso a los restaurantes.
Parapetándose tras una columna cada vez, fue ganando metros
como un zorro asustadizo. Tenía la opción de atravesar con rapidez
las dos grandes avenidas Manezhnaya y Mokhovaya que corrían
paralelas al conjunto de edificios históricos y gubernamentales del
Kremlin, separadas en la mediana por un bulevar, pero desistió.
Estaban desiertas, apenas circulaba algún coche que otro, y sus
captores le descubrirían con facilidad. La otra opción era igualmente
desastrosa, ya que se vería obligado a exponerse entre los amplios
espacios de las plazas donde estaban las cúpulas de los complejos
comerciales, previos al túnel del metro. Era como si una gacela
enferma se viera obligada a salir a la sabana abierta saliendo de los
arbustos a sabiendas que los leones acechaban entre las hierbas
altas.
Pero no le quedaba otro remedio. Apretó los dientes y se
detuvo en el último instante.
Ruido de un motor. Volvió la cabeza y vio como un autocar se
paraba frente al Gran Museo Rojo que marcaba la entrada al
Kremlin, descargando su contenido. Contó doce personas. ¿Turistas
a aquellas horas? Llevaban cámaras de vídeo y parecían cansados.
Rápidamente, Pulaski salió de las oscuridad y se unió a ellos con
despreocupación. Captó algunas palabras en inglés. La guía del
grupo estaba impartiendo su discurso, ese inglés tamizado por el
típico acento ruso que le era tan familiar. Hacía tiempo de ello.
Distinguió perfectamente algunos comentarios en español, y se
sorprendió: tres de los turistas hablaban castellano, y resultaba que
no eran turistas, sino periodistas que refunfuñaban por la temprana
hora a la que saldrían sus vuelos. Estaban en Moscú sólo de paso.
–¡Hace un frío del carajo!– oyó decir a uno de ellos, mientras
se restregaba las manos.–¿A quien demonios se le ocurriría
organizar una excursión con este tiempo? ¡Sólo los locos o los
mendigos rusos como ese chiflado de ahí se les ocurriría caminar a
estas horas con una temperatura que te congela las pelotas! ¿No
crees, Ribes?
El otro no parecía importarle el frío, y Pulaski, pasando
rápidamente a su lado, le oyó murmurar.
–Creeme amigo, hay lugares mucho peores. Comparado con
las selvas de Venezuela, este lugar me parece un paraíso.
El idioma trajo a Pulaski lejanos fragmentos de su vida en
España, mucho antes de que decidiera viajar a Estados Unidos, un
soplo de integridad momentánea para su atormentada memoria. Por
el contenido de las conversaciones, supo que los turistas subirían al
autobús apenas hubieran tomado algunas instantáneas con las
cámaras digitales. Atravesó la plaza al mismo tiempo que los flashes
azulados se sucedían silenciosamente a sus espaldas, y se separó del
grupo cuando alcanzó las escaleras que bajaban hasta el paso
subterráneo.
Dentro, oyó música de jazz: ecos que rebotaban entre muros
helados.
Un grupo de jóvenes bebía, mientras otros tocaban el clarinete
y el saxofón, y una chica pedía dinero, mostrando una gorra de
cuero. Pulaski se sintió momentáneamente a salvo. Estaban
borrachos y una de las chicas se dejaba besar apasionadamente.
Había botellas de alcohol tiradas en el suelo. Pulaski dejó atrás un
kiosco rojo donde se vendería zumo y bollos la mañana siguiente y
en el que vibraba un tubo fluorescente estropeado, y se detuvo
delante de la entrada de la estación Okhotny.
La corriente caliente procedente de las galerías inferiores le
acarició entonces el mentón, trayéndole un susurro tentador.
Coge el primer vagón que pase, y deja que te lleve a cualquier
lugar. Y si no hay trenes, huye por los túneles.
Incluso bajo aquellas excepcionales circunstancias, Pulaski
hizo lo que siempre había marcado su vida: oponerse a la inercia que
ofrece el camino fácil. Giró su muñeca y advirtió que no tenía su
viejo Tag Heuer.
Su vida tendría que haber cambiado mucho para encontrarse
en una situación sin su cronómetro.
El profesor se quedó por unos instantes quieto, a la escucha,
en busca de signos de actividad. No oía los rumores que venían de
las profundidades, los ruidos de las masas de aire húmedo
empujadas a través de los túneles por los vagones al correr por las
vías; una débil lengua de aire nauseabundo acariciaba su barbilla,
dejando un desolador silencio detrás.
Lo cazarían. Le esperarían en cualquier punto entre el túnel de
acceso, las taquillas o los andenes. Tenía que pensar por delante de
ellos si quería ganar la carrera.
Escapar...ganar...¿para qué? ¿de quiénes? Las preguntas
levantaban un leve recuerdo doloroso y un momento de
desorientación en el que Pulaski no quería escarbar. No por ahora.
No te quedes parado. Muévete.
Pulaski pasó de largo, dejando a sus espaldas el calor que
emanaba de la estación Okhotny, y se encaminó hacia los jóvenes
músicos. Rebuscó entre los bolsillos de su andrajoso abrigo, y sacó
un rollito de papel apretado con una goma. Pulaski advirtió que se
trataba de dinero; los billetes de cien rublos tenían los bordes
desgastados, eran ajenos a él y olían mal.
Tras un momento de duda, extrajo un billete, lo dejó en la
gorra de la chica, y aceleró el paso, ignorando la sorpresa de la joven,
que mostró el trofeo a sus compañeros. La banda comenzó a tocar
con más insistencia, pero Pulaski ya se alejaba del túnel,
ascendiendo por las escaleras. Mientras subía la implacable bofetada
del frío le golpeó la cara. Al salir se topó con un anuncio luminoso de
Pepsi, donde un anciano, con rasgos parecidos a los de Gorbachov,
sonreía rodeado de un conjunto de planetas, cada uno llevando
escrito en su superficie una marca de refrescos.
Los copos de nieve aparecieron deslizándose suavemente
desde la negrura como pequeños fantasmas blancos, trayendo
imágenes y sonidos; las caras de la gente de su antiguo equipo, los
colegas aplaudiendo y abrazándose, llamando por teléfono a los
demás para compartir el éxito, esos grandes y aparatosos teléfonos
de antaño, los rostros que se iban haciendo más felices y que
rebosaban al mismo tiempo orgullo por culpa de lo que iban
contando los monitores de color ternera propios de un museo.
Era 1976, un día soleado y agradable de California, y parte de
los gritos de júbilo de aquellos que lograron aterrizar sus sondas en
Marte resucitaron en aquella noche desangelada en Moscú, ecos que
rebotaban en la imponente fachada del Kremlin y que llegaban hasta
los oídos de Pulaski, ecos que sólo él podía escuchar.
Microbiología. Era la microbiología lo que le había llevado a
California para compartir la satisfacción.
Era microbiólogo. En el pasado, fui microbiólogo.
Las exclamaciones de júbilo se disolvieron de golpe cuando
Pulaski vio a uno de sus perseguidores que cruzaba con
determinación la primera de las dos avenidas.
El Royal Meridien abría sus puertas giratorias y la iluminación
amarillenta de la recepción se reflejaban débilmente en los cristales.
Pulaski sabía que el centenario hotel con vistas privilegiadas al
Kremlin solo sería otra trampa. Acabarían por cogerle. Se alejó de la
entrada, sorteando los Mercedes y los Audi de color negro del hotel
que invadían la acera. La sombra de uno de sus captores había
alcanzado ya el bulevar. Sólo tenía que salvar la avenida, extender
sus brazos y agarrarle.
Un Lada blanco disminuyó su velocidad frente a la puerta
giratoria del hotel, hasta que paró delante del profesor. Los cuatro
jóvenes, envueltos en una estruendosa charada que casi hacía saltar
los cristales, se movían en su interior, haciendo chirriar los vetustos
amortiguadores del coche. Uno de los jóvenes bajó la ventanilla, y
muy animado, le gritó:
–Sad Ermitazha, ulitsa karetnii Riad.
Le decían el lugar al que se dirigían, y Pulaski tardó un poco en
salir de su sorpresa. Extrajo un billete del paquetito que llevaba.
Chastnik. Un taxi ilegal. Tenía que haberles hecho una señal
para pararlo, pero no lo recordaba. O quizá ellos detuvieron el auto
en busca de un poco de dinero con el que continuar la noche.
Los jóvenes estaban medio borrachos, y reían. Pulaski sacó
entonces otro billete de cien rublos. Normalmente, a nadie se le
ocurriría entrar en un chastnik en el que hubiera más de una
persona, por el riesgo a los temibles atracos en Moscú, en el que no
sólo el cliente era robado, sino a veces, apaleado hasta la muerte. Ni
siquiera habría tiempo para el regateo. Pulaski lo pensó mejor y
añadió otro billete al anterior, mientras otro chico abría encantado la
puerta trasera. Dentro olía a alcohol. Sin dudarlo, Pulaski acomodó
sus dos metros en el reducido espacio que le dejaban, entre los dos
de atrás. El Lada arrancó de golpe. El ruido del motor estaba
ahogado por los acordes regulares de una música infernal. Pulaski
observó que el indicador de gasolina parpadeaba, y luego torció la
cabeza para mirar a través de la ventanilla trasera.
Las sombras acudían a reunirse cerca de la entrada del
Meridien y le señalaban. Las perdió de vista cuando el Lada giró la
primera curva a la izquierda para subir por la calle Tverskaya. El
joven conducía muy rápido, aunque manejaba bien el volante. La
radio del auto escupía una especie de melodía tecno, y los chicos
bailaban, haciendo temblar los asientos. El Lada siguió cabeceando,
las ruedas chirriando en cada curva. Más que a un probable
accidente, Pulaski temía a la policía abalanzándose sobre ellos en
cualquier esquina. Desconfiaba de los agentes y de sus
perseguidores. Pero tenía la garganta seca. Uno de los chicos le
ofreció una botella medio vacía de vodka, y el alcohol que quedaba
en el fondo fue un bálsamo para su garganta.
Si bien le habían ofrecido transporte, no le habían preguntado
a dónde quería llegar, como es la costumbre de los conductores
ilegales. Los chicos habían aceptado encantados los trescientos
rublos. De cualquier forma, Pulaski no habría sabido qué decirles.
–¿Ulitsa karetnii Riad? –preguntó.
–Pariskaya Zhizn –rió uno de los jóvenes, sin dejar de
moverse.
Pulaski no había oído ese nombre en su vida, pero dedujo, por
los comentarios, que se trataba de una discoteca o club nocturno.
“¿Por qué no?”, pensó.
El Pariskaya todavía conservaba una más que aceptable
reputación, y los vigilantes solían impedir la entrada a los adultos
que rondaban los aledaños y que iban exclusivamente en busca de
prostitutas en los bares de lujo. Mientras los acompañantes de
Pulaski desaparecían en la penumbra de las escaleras que conducían
al piso de arriba, el profesor se quedó frente al portero, un
corpulento negro con el pelo teñido de rubio y un aro metálico en su
oreja izquierda que, cruzado de brazos, le miraba desafiante desde
su mostrador.
El hombretón del Pariskaya dudó si salir para cachear a un
adulto de dos metros y setenta y seis años. A pesar de encontrarse
enfermo, Pulaski ofrecía un aspecto impresionante, la desaliñada
barba contrastando con una piel de textura fuerte y oscura. Su
abrigo, con costuras y descosidos en los codos, caía sobre sus anchos
hombros hasta unas botas negras cubiertas de un polvo blancuzco
que no se despegaba. Más que un mendigo, Pulaski parecía un
viajero exhausto de otro siglo recién llegado de la estepa.
Pulaski sacó entonces el paquete duro y comprimido con los
billetes, quitó la goma y dejó la mitad aproximada de su grosor
encima del mostrador.
El portero se limitó a desparramar los rublos y contarlos
rápidamente con la vista. Mil ochocientos. Pulaski susurró unas
cuantas palabras. Sólo necesitaba unos cuantos minutos para
descansar y echar un trago. Luego, se marcharía.
El portero asintió y levantó su enorme dedo índice, sin tocar
los billetes. Una hora. Le hizo un gesto para indicarle dónde estaba
la puerta trasera, dándole a entender que, transcurrido el plazo,
subiría a buscarle. En realidad, nunca haría tal cosa. Por esa
cantidad de dinero, hubiera dejado entrar a cualquiera. Pero tenía
que aparentar.
Un mes después de aquel encuentro, su cuerpo negro y
musculoso apareció flotando y amarrado a los juncos de uno de los
malecones del río Moscú, próximo a los aledaños de la estación
Kievsky, con la piel abierta y ampollada, dejando expuesto el blanco
tegumento de los músculos. La descomposición ocultaría a los
forenses de turno los golpes recibidos en los tejidos blandos durante
el interrogatorio.
La sala de baile se ubicaba en el primer piso, y la pista donde
se movían los chicos y las chicas estaba precedida de una fachada
que reconstruía los bajos de la Torre Eiffel; arcos cortados en una
dudosa réplica de escayola pintada de gris, imitando el color del
hierro herrumbroso.
Pulaski se detuvo, mirando la multitud a su alrededor. Parecía
un barón de otros tiempos, puede que un príncipe de Transilvania, si
se tenía en cuenta sus raíces familiares que se anclaban en la lejana
Rumanía, aunque él era de Moscú, curtido en los aires académicos
de la inmensa ciudad. Estaba en un mundo diferente, y en cierto
sentido, era un ser de otro planeta. ¿Que hacía en un lugar así un
viejo ex-microbiólogo de la NASA? Seguía confuso, sin prestar
atención a los voluptuosos movimientos de las mujeres rusas, con su
característico pelo rubio, su provocativa indumentaria,
acompasando sus cuerpos a los ritmos impuestos por la música, los
cambios de iluminación y el exceso de alcohol.
Pulaski avanzó entre la gente que reía y bebía. Las mujeres se
movían y deslizaban de forma seductora en cualquier rincón de la
sala, fuera de los límites de la pista de la discoteca, mientras que los
hombres se limitaban a mover torpemente sus cuerpos como osos en
celo. No había descanso posible dentro de aquel ritual de hechizo
con las mismas reglas y los mismos gestos corporales, con la
atronadora música que lo envolvía. Sorteó las mesas hasta llegar a la
barra, y pidió una cerveza rubia. Había varias marcas disponibles,
pero le daba igual. Necesitaba beber.
–Svetloe –gritó, haciéndose oír, y colocando en el tablero
ciento cuarenta rublos.
Agotó la cerveza y pidió otra. Tenía miedo de que volvieran los
ataques y que perdiera lo poco de la razón que le quedaba, sin
averiguar el propósito que le había traído hasta allí. Sacó el sobre de
su bolsillo. Releyó la dirección del remitente:
Edgard Richardson
Johnson Space Center
Meteorite Lab
1601 NASA Road 1, Houston, TX 77058
El nombre no le ayudó, pero intuyó que aquella era su propia
letra. Tomó otro sorbo y cerró los ojos. Trató de hurgar en su
dolorida memoria. Richardson. No adquiría un significado concreto,
pero dejaba un sentimiento que se parecía al rechazo, quizá el hálito
de un recuerdo amargo. Un chispazo de realidad se abrió paso entre
las telarañas de su mente, y acudió el nombre que parecía aglutinar
las cosas, que hacía que todo en su derredor cobrase sentido. Por
unos segundos, la lucidez se apoderó de él.
Nora.
Su sobrina Nora. El sobre tenía algo que ver con ella. Y ni
siquiera lo había abierto. Estaba comportándose como un estúpido.
Pero Nora estaba en Estados Unidos. No podía llegar hasta
ella. ¡Dios mío! ¿Cuanto tiempo hacía de aquello? Nunca podría...
Oyó gritos de alegría. Una canción española hizo que mucha
gente se levantara de las mesas, abandonando las bebidas y los
platos de fruta. Reconoció la letra, lo que no estaba al alcance de la
mayoría. Los flashes estroboscópicas se apoderaron de las formas,
de los rostros. Era un caos controlado, no el desorden que tanto
temía cuando las alucinaciones reaparecían bañadas en latigazos de
dolor.
Todo empezaba a tener sentido cuando una mano tocó a
Pulaski. Oyó un susurro en su oído, y sintió el tacto cálido de una
piel suave en la muñeca.
–Svetlana
Una mujer. Acababa de susurrarle su nombre. Pulaski percibió
su aliento. Tendría unos 34 años, los ojos claros, la piel clara y
aterciopelada, el pelo rubio recogido en un moño. Pulaski vio la
suave curva de su cadera, descubierta por una corta camiseta que
terminaba antes del ombligo. Ella le sonrió de forma provocadora,
sin soltar su mano, atrayéndole para bailar. Pulaski trató de soltarse,
y sintió que la mujer le agarraba con decisión, lo que le molestó.
Hizo un gesto brusco de negación y le dio la espalda, fijándose en el
líquido amarillo que quedaba en su vaso.
La mujer decidió recluirse en uno de los extremos de la barra,
sin dejar de mirarle, lo que le incomodó aún más. Pulaski decidió
abandonar su espacio. No le gustaba el coqueteo, pero estaba
rodeado por el juego del Pariskaya, que no era otra cosa que un
lenguaje territorial repleto de gestos físicos y miradas intencionadas
que sobrevolaba aquella jauría de jóvenes hambrientos, un
ceremonial entre los sexos, sus instintos acotando las fronteras de lo
que era deseable y lo que se podía rechazar. Decidió refugiarse en la
pista de baile, inundada por los flashes azulados de los focos,
buscando su propio territorio, la intimidad que necesitaba para
pensar. Su aspecto no despertó sospechas ni sorpresa entre una
multitud que era toda una tribu urbana; era un personaje imposible
en una noche imposible. El efecto estroboscópico alteraba las
expresiones, las posturas y los gestos de todos los que bailaban, y
para él un tumulto diferente aparecía ante él, rostros desconocidos y
caras nuevas. No quería reconocerlo, pero la mujer que había
conocido le preocupaba. Estaba huyendo de un peligro mortal y ella
podría morir por su culpa.
Pulaski reconoció a Svetlana, su bello rostro brillando con luz
propia frente a la mediocridad y el anonimato que la rodeaba. Ella se
llevaba las manos a la cabeza, entrelazando sus cabellos con los
dedos; las manos estaban por arte de magia, en su cuello, y
aparecían encima de sus pechos. Bailaba y se contorneaba a un par
de metros de donde estaba el profesor, y sonreía con dulzura.
Pulaski desvió la mirada, y distinguió otras formas y figuras
que sí le eran familiares.
Alguien fumaba y le miraba, junto a uno de los arcos bajos de
la falsa Torre Eiffel.
El fumador apoyado en la verja de la Tumba del Soldado
Desconocido.
Descubrió a otro hombre cruzado de brazos, totalmente
inmóvil, en contraposición a los que tenía cerca, siempre bailando de
forma frenética. La figura se alzaba en una de las esquinas de la
pista. Otro movimiento de cabeza, una rápida panorámica, y los
sentidos de Pulaski vibraron ante la pasividad de otro vigilante, otra
estatua, cerca de la escalera que conducía al piso inferior. La
adrenalina le calentó la nuca, pero en ese momento Svetlana se
acercó para cogerle el brazo.
Él no le prestaba atención, lo que a ella le motivaba con más
fuerza. Alimentaba el juego sin quererlo.
Se soltó de la mano de Svetlana, notando su firmeza, y se
dirigió a los baños, donde los jóvenes hacía cola, situados en el
extremo opuesto a las escaleras de acceso. Reinaba cierta oscuridad,
pero Pulaski se saltó el turno, y sin oír las protestas, entró y cerró la
puerta con el pestillo. Sólo había un cuarto de baño, que era
utilizado indistintamente por ellos y ellas. Se mojó la cara repetidas
veces con agua, pero no notaba el frío. Era incapaz de reconocer al
viejo asustado y deforme que le miraba al otro lado del espejo. Buscó
la medicina y no la encontró.
Temía que los reflejos del espejo tomaran forma y cobraran
vida propia, como las otras veces. Las gotas que colmaban su
arrugada frente brillaban como perlas.
Tenía que escapar, volver a los Estados Unidos. La luz del
lavabo no era más que una bombilla mortecina que colgaba del
techo, pero Pulaski se sentó sobre el asiento del retrete, y abrió el
sobre, mientras ignoraba los primeros golpes en la puerta de
aquellos que se impacientaban.
Estaba en blanco.
Pulaski oyó una llamada en ruso, conminándole a salir de allí.
Echo una ojeada rápida y comprobó que el baño no disponía
de ningún ventanuco por el que escapar. No ganaba nada con
ocultarse en los lavabos, abrió la puerta y se escabulló rápidamente,
sin hacer caso de las miradas y las protestas de los jóvenes.
La sombra cerca de las escaleras había desaparecido. Y la
figura inmóvil junto a la falsa torre Eiffel ya no estaba.
Cruzó la sala para refugiarse en la barra. El vaso de cerveza
que había dejado a medio beber ya no estaba, y pidió otra. Entre
sorbo y sorbo, y desde una cómoda posición, apoyado en la barra, se
dedicó a registrar minuciosamente con la vista el piso superior del
Pariskaya intentando aplacar su miedo. No había rostros extraños o
añadidos a aquel paisaje donde la intención estaba determinada en
cada persona y gesto. Todo el mundo quería acostarse con alguien,
beber sin control o divertirse, y nadie se fijaría en un viejo chiflado.
Excepto aquellos que le seguían. Pero sus perseguidores se habían
esfumado.
Contó lo que le quedaba; poco más de mil rublos. Hizo un
gesto al camarero de la barra indicándole que quería escribir, y el
hombre le acercó un bolígrafo. Rodeado de una música ajena a su
tiempo, entre jóvenes sudorosos, y con las luces apareciendo y
desapareciendo en la oscuridad, Pulaski garabateó las líneas más
importantes de su vida.
Llamó otra vez al camarero, y colocó en su mano, para su
enorme sorpresa, todos los billetes de rublos que le quedaban, junto
con el sobre que acababa de cerrar. No recordaba de dónde habían
salido, pero le sacaron de apuros. El dinero ayudaría para que esas
líneas llegaran a su sobrina Nora.
El hombre aceptó el trabajo y asintió. Pulaski sabía que corría
un riesgo. El tipo podría arrojar el sobre a la basura y quedárselo
todo una vez que él hubiera desaparecido. Pero también existían
posibilidades razonables de que, a la mañana siguiente, acudiera a la
estafeta de correos más cercana a su casa para estampar un sello y
enviar el sobre. En Moscú, muchos negocios cotidianos se hacían
siempre así, el intercambio de dinero negro por servicios, en una
búsqueda desesperada por abrirse nuevos mercados, y éste era uno
en crecimiento. Sin contar con los ciudadanos anónimos que a veces
hacían de correo para los narcotraficantes o la mafia. Con un gesto
discreto, el camarero guardó el sobre y los rublos en uno de los
bolsillos interiores de la chaqueta, y desvió su atención hacia un
conjunto de chicas que pedían alcohol a gritos desde la mesa en la
que estaban.
Desprenderse de aquel papel fue doloroso y agradable. Los
recuerdos de su sobrina inundaban ahora su torturada memoria,
pero deshacerse de ese papel supuso liberar un pesado lastre. Si le
ocurría lo peor, existía una posibilidad de que Nora supiera de él.
Pulaski sintió algo suave y familiar que le rodeaba la cintura.
Svetlana le acariciaba el torso. Había vuelto a la barra y le obligó a
darse la vuelta.
Pensó que se trataba de una prostituta, cuando ella intentó
besarle en la boca, alzándose para ponerse a su altura. El profesor
giró la cara. Ella tiró de él para atraerle hacia la pista, pero Pulaski se
resistió. Svetlana se abrazó entonces a Pulaski, apoyando la cabeza
en su hombro y cimbreando su cuerpo de forma que él pudiera
sentir la turgencia de sus senos y la curvatura de su cadera desde la
fricción. Él colocó sus grandes manos en sus hombros desnudos e
intentó separarse de ella.
La aguja penetró limpiamente en su costado, y el dolor del
pinchazo introdujo en él una mezcla de fuego y hielo, una química
que le era muy familiar. El frío creció y se apoderó de su sistema
nervioso, circulando como una lengua helada a través de las venas
hacia los pulmones, hasta ahogarle. Pulaski sintió la falta de aire. Su
exhalación se transformó en una nube helada que salía de su boca, y
presionó con sus manos para alejarse de Svetlana, pero ella le retuvo
con firmeza, sujetándole para que aún no se desplomara. Pulaski
sintió que sus rodillas flaqueaban, pero la mujer le sostuvo con
facilidad, dejando que él apoyara la cabeza en su hombro mientras
perdía la consciencia y su visión se nublaba. La mujer mantuvo al
profesor en pie cuando se desmayó, y le arrastró con agilidad hacia
una de las esquinas de la discoteca, entre una multitud que no
cesaba de moverse.
Otras sombras les esperaban, y en menos de tres minutos,
Pulaski fue sacado discretamente del Pariskaya hacia la gélida
noche moscovita.
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