(I) EN LO QUE NUÑEZ NO PENSÓ

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Álvaro Uribe Corredor
EN LO QUE NUÑEZ NO PENSÓ
RELATOS DE VIDA Y MUERTE, VIVENCIAS POLICIALES.
(Parte I)
Introducción
Quise, procuré y logré ceñirme a lo narrado por los protagonistas, quienes asumieron
íntegramente la autoría de los hechos que aquí se trascriben. Ellos, en forma sincera,
generosa, dispuesta y paciente perturbaron la paz de su memoria, para que usted
amigo (a) lector (a) se haga una imagen de lo que es cada uno de los hombres que
integra la mejor policía del mundo.
La tarea de buscar y encontrar no fue tan dura como la de escuchar esas historias
desgarradoras, acompañadas la mayoría de las veces por llantos y lamentaciones de
sus protagonistas. En muchas ocasiones me vi en la lógica obligación de suspender la
entrevista, inclinar mi cabeza y cerrar mis ojos humedecidos, llenos de dolor, porque al
igual que la gran mayoría de policías de Colombia, soy sensible, percibo y siento dolor
de cualquier ser humano. Pero el deseo de mostrarle al mundo lo valiosos que son los
hombres que integran nuestra Institución me dio ánimo y fortaleza para continuar con
esta tarea de varios años tras los cuales, luego de un arduo y dedicado trabajo, hoy
por fin veo cristalizado este desinteresado sueño que quise fuera anónimo, pero luego
de la insistencia de quienes estuvieron al tanto de este proyecto, decidí plasmar mi
nombre en la portada, no con el ánimo de protagonismo, sino el del compromiso, el del
cumplimiento de una promesa, el del respaldo de lo que aquí se dice y el gran deseo
de engendrar en los verdaderos elementos generadores de violencia, la paz que tanto
anhelamos nosotros los directos afectados por el conflicto que vive nuestro país.
Guardo un gran aprecio por cada uno de los funcionarios y personas que me abrieron
las puertas de ese dolor que había permanecido entrañado debido a la desdicha y la
fatalidad; les agradezco de todo corazón la oportunidad de sacar del olvido todos esos
sucesos y episodios de desgracia; los que para su infortunio tuvieron que vivir.
Este libro trata de crónicas reales sobre actividades del servicio que cumple cada uno
de los miembros que integran la Policía Nacional de Colombia. Ocasionalmente los
personajes o narradores, relataron en forma directa al autor hechos o situaciones,
queriendo dar la mayor veracidad y certeza de lo ocurrido; no obstante, es casi
imposible reflejar el crudo dolor en un trozo de papel, por eso sugiero a usted,
acucioso lector, aplique la empatía y procure vivir mentalmente los actos de barbarie
que aquí se relatan, los que para muchos podrán ser fantasiosos y novelescos; pero
no son más que la realidad triste, dolorosa y enigmática a la que hemos estado
expuestos por el hecho de ser profesionales de policía y haber recibido para ello un
adecuado entrenamiento el cual se refleja en nuestros actos.
Por motivos de seguridad, se optó por cambiar los nombres de cada uno de los
personajes que hoy continúan construyendo momentos que propicien la paz. Sin
embargo, se conservaron los grados que para la época ostentaban quienes a pesar de
haber estado expuestos a tantos hechos de barbarie, abrazan con ánimo la justicia, la
equidad, el entendimiento mutuo, la convivencia pacífica, el diálogo, la fraternidad,
motivados siempre en abrir para sus hijos y los de sus conciudadanos, la brecha de la
tranquilidad y así crear un país digno de nuestras generaciones.
Álvaro Uribe Corredor
Agradecimientos
A cada uno de los hombres cuya exquisita sensibilidad nunca tendremos la
bienaventuranza, el honor y la dicha de volver a percibir. A ellos cuyas benditas almas
estuvieron apoyadas detrás de la mía, augurándome éxitos y motivándome en silencio
a través de mi conciencia, prestas para hacerse sentir en el momento que me vieran
claudicar en el desarrollo de este sencillo y sincero homenaje al que le dediqué una
gran parte de mi vida.
A quienes abrieron laberintos de pensamientos y recuerdos secretos habitados en la
mente y de quienes guardo sus voces para poderlas escuchar infinidad de veces, pues
a ellos pertenece este modesto ejemplar, ya que sin sus crudos episodios de dolor en
los que estuvieron inmersos y a punto de morir, no se hubiese consolidado este
hermoso sueño, proyectado como un instrumento destinado a servir tangiblemente en
la construcción de la paz de nuestra nación.
A mi esposa, a quien perteneció la gran mayoría del tiempo dedicado a esto, que para
muchos pareció utópico y fuera de contexto, pero que para mí fue un dínamo que ha
generado energía durante más de cuatro años de duro trasegar, en los que como es
normal tuve inconvenientes personales y laborales, pero que me ayudó a mantenerme
a flote y casi me hizo levitar sin permitir en ningún momento perder la humildad y sin
aceptar jamás la derrota. A ella, quien muchas veces coqueta y aprovechando los
atributos físicos que le dio la vida, intentó seducirme y sacarme por un momento de
esa pasión, la que obsesivamente permaneció y seguirá permaneciendo con el ánimo
de inmortalizar en un papel, todos y cada uno de esos momentos de pánico, alegría,
desdicha y dolor por el que transitaron y tendrán que seguir transitando cada uno de
nuestros congéneres, hasta cuando no haya un dialogo sincero que siembre y siente
muy bien los peldaños del amor y la felicidad a la que nos debemos hacer acreedores
cada uno de los colombianos. A ella, quien inocente, sumisa y resignada ante mi
porfiado empeño, con un te quiero y un ¡ánimo!, respetó mi silencio y buscó abrigo en
nuestras dos criaturas a quienes siempre previno de “no molestar a su padre”,
soportando el cansancio que implicó mantener ocupados a ese par de prodigios, a la
vez que abrigaba un tercero en su vientre, por quienes daríamos todo en la vida,
porque también de ellos fue el tiempo y corrí el riesgo de haber muerto en el intento
sin haber aprovechado cada instante que me ha dado la vida, para pasarlo al lado de
ellos, con una sonrisa continuar diciéndoles cuánto los amo, los necesito, me hicieron
falta y extrañé.
A aquellos quienes con palabras sinceras, llenos de asombro e interés hicieron sudar
profusamente mis manos de ansiedad al expresar con palabras toda esa excitación
que sentía cuando me atreví a relatar hechos que aún no me correspondía dar a
conocer, pero que debido a su avidez para escuchar y preguntar, crearon en mi gestos
y palabras cargadas de tal efusión que hacían despertar el interés a muchos que
aunque estuvieron al tanto, vieron esto como algo imposible de consolidar.
A todas las personas que suponen las dejé en el olvido.
A quienes participaron activamente en el suministro de los elementos necesarios para
la recopilación, organización, trascripción de datos y en la búsqueda e inducción de los
protagonistas para que dieran a conocer todo ese dolor entrañado en la mente y el
corazón.
A Juan Carlos Cárdenas, mi amigo y Alejandra Uribe, mi hermana.
A nuestros amigos anónimos e imprescindibles quienes sin el ánimo de hacerse
conocer comparten con nosotros las victorias y derrotas de nuestra Institución y
permanecen ahí, latentes y listos para respaldarla teniendo en mente la gran
convicción de que la muerte de un ser humano y en particular la de un policía, jamás
se podrá justificar.
A las personas que llevadas por la simple curiosidad, o bien el profundo interés o la
inherente necesidad de conocer la historia desde otro punto de vista, abrieron las
páginas y leyeron párrafos, los que no importa si gustaron o crearon un mal sabor, si
convencieron o produjeron gran incertidumbre, rechazo o desconfianza, pues lo único
que deseé fue poder llevar al lector a que juzgaran por sí mismo, todo el dolor que
sufrieron los actores principales y el que he sentido desde los inicios de esta obra, el
que los ayudará, eso espero, a ser más sensibles y humanos, pues este tipo de
personas son las que necesitamos para crear y fortalecer la paz en nuestro país ya
que el problema no es de unos pocos, sino de todos.
¡Ah…! Y perdón… perdón le pido a Dios por haberlo dejado de último en mis
gratitudes y complacencias, pero quién más si no Él sabe que sin su ayuda yo ni
siquiera hubiese tenido la idea, mucho menos la persistencia que me exigió ser
incisivo al preguntar y constante al cuestionar, pues quería cerciorarme de que todo lo
que se dijo, fuera la más y sincera y completa VERDAD.
CAPITULO I
QUIÉN ES EL TENIENTE.
Soy el dragoneante Antonio Sierra Venegas. Ingresé a la escuela de carabineros en
el año de 1982. Con escasos diecinueve años de edad laboré en el ejército donde fui
trasladado a la ciudad de Popayán y por algunas circunstancias me retiré, decisión
que ocasionó la pérdida de toda la ayuda económica por parte de mi familia. Pretendía
realizar estudios universitarios, pero me enteré que se efectuaría un curso de ´agentes
especiales` en la policía nacional, cuyo principal requisito era el de ser bachiller.
Ingresé como por salir del paso, pero me gustó mucho el trato que nos dieron durante
los cuatro meses de instrucción y me gradué para luego ser trasladado a la
contraguerrilla del departamento del Meta, algo que vi fácil si lo comparaba con lo que
había vivido en el ejército, claro está que tuvimos la oportunidad de escoger si
deseábamos laborar en alguna ciudad de la costa o en uno de los llanos orientales y al
escuchar el Meta, pensé en Villavicencio y como esa ciudad queda tan cerca de
Bogotá, me fui a prestar mis servicios en dicho territorio, resultando, tiempo después,
trasladado a Arauca para formar parte del personal que debía conformar la estación de
policía Betoyes.
Todo fue muy duro. Hacia las cinco de la tarde un avión nos dejó en Arauca donde nos
embarcamos en un jeep y llegamos a un caserío. Allí la primera impresión del pueblo
se obtiene al leer un aviso: ´Hotel Único de Betoyes`. Una casa de tablas con tejas de
palma, de lo que decían era lo mejorcito que había en el caserío. Éramos un oficial, un
suboficial y treinta agentes los que iríamos a relevar a un grupo similar que habían
permanecido por un tiempo superior a los seis meses. La única consigna y
recomendación dada a los compañeros que le recibían, fue la de no dejar arrimar a
nadie, porque según ellos, la persona que pasara a altas horas de la noche por el
frente de la estación, era un subversivo cuyas intenciones no serían las mejores.
Estaba asustadísimo. Al principio fue muy difícil, la gente no nos vendía comida y se
mostraba totalmente apática con la fuerza pública, al poco tiempo empezamos a
entablar amistad con las personas y a fortalecer algunos lazos de afecto que como es
obvio nos servirían para prestar un mejor servicio. Luego de varios meses salió
trasladado mi teniente Blanco y fue relevado por mi teniente Hoyos quien era natural
de Soatá (Boyacá).
Permanecimos en Arauca todo un año durante el cual se vivieron muchas anécdotas.
En una ocasión conocí a un paisano de Garagóa (Boyacá), era don Herminio Velosa
quien nos vendía artículos del campo y fue unos de los fundadores de dicha región.
Había construido allí su casa y se había dedicado a cosechar caña, yuca y a criar
algunos animales para su sustento. En algunas oportunidades nos invitó a almorzar y
aunque resultara tedioso ir hasta su finca pues se tenía que cruzar un puente colgante
sobre el río Guatema, el que se balanceaba y amenazaba con reventarse al paso de
cualquier transeúnte, pero el anhelo de cambiar la rutina y el deseo de conocer
personas distintas a las con quienes trabajaba y tenía que ver todos los días, superaba
esa molestia. Iba cada vez que don Herminio me invitaba a compartir cualquier
actividad con él.
Eran casi las once de la mañana, me encontraba descansando y me dirigía a cumplirle
una invitación a mi amigo, pero estaba en la mitad del puente y sin poderme devolver,
observé que se acercaban unos quince hombres armados que tenían sombrero,
uniformes, morrales y los que luego de estar muy cerca me preguntaron que para
dónde iba.
-
“Para donde don Herminio Velosa, que me invitó a almorzar”, les contesté.
-
“No se quede tan tarde, que puede ser peligroso”, me advirtieron.
Yo era muy inexperto, ellos me comentaron que estaban efectuando inspecciones de
rutina y sabían que nosotros éramos nuevos en la región (para la fecha llevábamos tan
solo un mes en Betoyes) y me dejaron continuar con mi camino. Ellos se fueron río
abajo y nunca los volví a ver. Cuando llegué le hice el comentario a mí amigo quien
simplemente respondió: “¡Es que por aquí la cosa es fregada, agradezca que no le
pasó nada!”.
Luego llegué a la estación de policía, conté lo ocurrido a varios de mis compañeros,
pero para muchos fue normal ya que constantemente llegaban informaciones acerca
de movimientos que hacía la guerrilla en inmediaciones del pueblo, incluso otras que
hacían referencia acerca del nexo que tenían los habitantes del caserío con la
subversión.
Ganábamos en aquel entonces quince mil pesos y teníamos que cobrar el sueldo en
Tame (Arauca); un uniformado debía ir hasta allí y recibir los haberes de los otros
treinta compañeros. En alguna fecha fui el responsable de recibir el dinero y de
regreso traía un maletín lleno de plata y un revolver que me había prestado el
inspector de policía, cogí el último vehículo que salió a las 5:30 de la tarde y cuando
venía en camino, un vecino me alertó al decirme que ´los muchachos` me estaban
esperando adelante. Confundido le pregunté:
-
“¿De cuáles muchachos me está hablando?”.
-
“¡Pues de la guerrilla!”, me refunfuñó.
Y al decirme que estaban preguntando y requisando todo lo que pasara, sin pensarlo
más me bajé del jeep y por entre el agua llegué hasta uno de los cajones de madera
que se estaban utilizando como formaleta para las bases de un puente en
construcción, desde donde me pude fijar que detuvieron el vehículo, bajaron las
personas y teniendo en cuenta algunas características físicas, preguntaron por mí. Los
otros pasajeros respondieron que yo ya me había bajado.
-
“¡Claro, le avisaron!”, decían los antisociales. “¡Son una manada de sapos!”,
seguían incriminando a las personas que permanecían allí esperando que les
autorizaran embarcar de nuevo.
Esperé un largo rato hasta que oscureció y me refugié al lado de un matorral, donde
los posibles subversivos o delincuentes comunes tenían pasteando unos caballos a los
que después se subieron y se fueron lamentando y preguntándose cómo se les había
podido ir eso (se referían al dinero). Rato después pasó un vehículo del ejército, le
hice pare, me identifiqué y me hicieron el favor de acercarme hasta la estación, allí no
informé absolutamente nada a mis superiores pues quería evitar tener que dar
declaraciones, tan solo le hice el comentario a unos cuantos compañeros para que se
cuidaran al máximo cuando tuvieran que repetir ese ejercicio.
Un tiempo después salí con diez días de vacaciones y me dirigí a la ciudad de Bogotá,
arreglé algunos asuntos personales y volví a la localidad de Tame donde se estaba
realizando una de sus fiestas tradicionales. Era la una de la tarde, varios amigos me
dijeron que me quedara y aprovechara la celebración, pero me dio el afán de irme
porque ya había informado por radio a Betoyes que ese día me iba a presentar. Me
embarqué en el último vehículo y al llegar al caserío noté que algo raro estaba por
suceder. El inspector de policía era muy amigo de nosotros y tan pronto me vio,
esquivó el saludo y entró a su residencia, esto mismo ocurrió con otras personas que
me conocían y me habían brindado su amistad. Un ambiente de soledad se había
apoderado de la única calle de la ranchería. Me dirigí hacia el cuartel, repartí dulces y
varias revistas que llevaba para mis compañeros, mi teniente Hoyos me estaba
esperando y preocupado me llamó a su habitación y me dijo: “¡No hermano, esto está
muy verraco porque ya hay demasiados indicios de que la guerrilla se nos va a meter!”
Yo le pregunté por qué decía eso y él con gestos de preocupación me respondió:
“Mire, el día que usted se fue de vacaciones, se casó la hija de un vecino allegado a la
estación y estando yo en la fiesta junto con el cabo, un tipo se nos acercó y nos dijo
que estuviéramos „pilas‟ porque los subversivos pretendían asaltar el puesto. Yo le dije
que apenas escuchara otra cosa, me avisara y él quedó de informarme cualquier
movimiento raro que mirara a los alrededores del caserío.
Este comentario me lo hizo porque me tenía confianza, pues éramos paisanos y
además, él sabía que yo había sido suboficial del ejército y en cualquier evento de
estos lo podría asesorar. Le pregunté si había informado a Arauca y me dijo que sí,
pero como respuesta no obtuvo mayor cosa, le dijeron que se defendieran con lo que
tuvieran pues no había personal para apoyarle, pero que sin embargo iban a informar
la situación al ejército.
Como única medida ante la amenaza latente, se dispuso un refuerzo con el mismo
personal existente en los distintos turnos de seguridad, el cual estaría mucho más
pendiente en horas de la noche. Quedábamos dieciocho agentes porque los demás
habían sido trasladados para cubrir otras estaciones. Una vez terminamos de hablar,
me retiré del alojamiento de mi teniente, no sin antes prepararme para cumplir su
orden, que consistía en realizar primer turno de seguridad con él, mientras mi cabo
debía prestar cuarto turno a partir de la siete de la noche hasta la una de la mañana,
por eso le reclamé mi fusil, cien cartuchos de dotación repartidos en dos proveedores
de veinticinco y una mochila con otros cincuenta, y pasé a descansar. Al salir de la
habitación me encontré con el agente Peña, quien me dijo que un día estando de
guardia observó a alguien entrar, saltar por la pared de la cocina y luego salir de las
instalaciones del cuartel, que él estaba seguro de lo que decía, pero que nadie le
creyó. Yo le creí todo lo que me dijo, le recomendé estar lo más atento posible e
informar cualquier anomalía que se pudiera presentar.
Estando recostado en mi cama, empecé a escuchar a los agentes López y Martínez
que estaban prestando seguridad en la parte posterior, que era donde quedaba el
´jagüey` y una planta eléctrica que se debía encender en caso de un asalto, para
iluminar los alrededores del cuartel. Ellos estaban hablando muy duro y escuchaban
música en una grabadora por lo que varios les dijimos que se callaran. Al frente de la
estación estaban otro centinela y el radio operador de turno, el que posteriormente les
habría llamado la atención para que hicieran silencio, porque a mí me cogió el sueño y
pude dormir un rato hasta que volví a escuchar ruido, pero ya no era de la música, ni
de los murmullos que hacían mis compañeros al hablar, sino de varias ráfagas de fusil
que me dejaron de inmediato sentado en mi cama y tratando de entender qué era lo
que estaba pasando.
Sargento Marco Antonio Montoya. Había cursado dos semestres de economía en la
Universidad Pedagógica, escuché sobre el programa de agentes profesionales e
ingresé pensando en obtener dinero y así poder seguir costeándome el estudio.
Llevaba un año en la institución el cual lo había laborado en Betoyes. Antes de llegar a
ese sitio había realizado un curso de contraguerrilla con el ejército durante tres meses
por los lados de Uribe (Meta). Llegué a Villavicencio y en un avión nos trasladaron
hasta Tame, para luego ser asignados a los puestos de policía de Arauca, Puerto
Rondón, Betoyes y Arauquita. En mi caso formé parte del grupo que relevó al personal
de Betoyes quienes llevaban un promedio de año o año y medio en esa localidad.
Éramos treinta, todos solteros, a medida que fue pasando el tiempo se fueron varios
trasladados. Fuimos el primer escuadrón que llevó fusiles a Arauca, porque el
armamento que tenían los agentes de ese periodo estaba conformado por carabinas y
subametralladoras.
Betoyes es un sitio muy aislado y la subversión siempre ha estado cerca, a sus
alrededores había selva y llano, a cincuenta minutos vía terrestre estaba Tame, pero
en época lluviosa la carretera no permitía el paso de vehículos, obligando con esto a
que se utilizara el camino de herradura. Trescientos habitantes conformaban dicho
caserío, vivían de la ganadería y de la explotación de madera. Una edificación de diez
metros de ancho por otros veinte de fondo conformaba el perímetro de la estación.
Tenía una sola planta, estaba hecha con paredes de adobe y tejas de zinc. Contaba
con un alojamiento, un comedor, una cocina, una habitación para el comandante y otra
acondicionada como inspección de policía. Una calle principal sin pavimentar y con
varias casas en cada uno de sus extremos, era el lugar donde nosotros iríamos a
permanecer durante algún tiempo y en el que debíamos ejercer soberanía y
desempeñar nuestra labor constitucional. La luz provenía del pueblo, se instalaba
desde la seis de la tarde hasta las nueve de la noche, el agua se extraía de un pozo
utilizando para ello una bomba manual, la comida era preparada por el personal
disponible y en algunas ocasiones los alimentos escaseaban ya que la subversión no
dejaba pasar víveres y aunque lográbamos obtener la comida gracias a que un vecino
nos la fiaba, esto duró poco tiempo porque empezó a recibir amenazas por parte de
los bandoleros, obligándonos con esto a tener que cazar, pescar y comprarle el
plátano, la yuca y otros elementos de consumo a los indígenas del sector.
Para comunicarnos con Tame teníamos un radio, cuando no había luz se utilizaban
baterías de carro. Nuestro comandante era el teniente Blanco Zambrano y de segundo
un cabo primero de apellido Parra, pero después de varios meses fueron relevados
por el teniente Hoyos y el cabo Apolinar, quienes se dedicaron principalmente a
supervisar la seguridad del personal, de instalaciones y a satisfacer todos los
requerimientos de los ciudadanos que se acercaran a pedir sus servicios. Mi teniente,
una persona muy aplomada y respetuosa era natural de Soatá (Boyacá), hablaba
mucho de su familia e insistía que algún día saldríamos de allí.
Agente Oscar Francisco Arcos Ríos. Para la época de los hechos convivía con quien
hoy es mi esposa, teníamos un niño de tres meses, nacido en Tame (Arauca). Ella
vivía en la misma ranchería a unas dos cuadras del cuartel, por esto tuvo que sufrir un
calvario similar al que tuvimos que vivir por encontrarnos dentro de la estación. Junto
con ella salíamos hasta unos dos kilómetros de la ranchería, que era donde quedaba
una reserva indígena, hasta que un día apareció una persona de avanzada edad (unos
setenta años, calculo yo) y quien textualmente me dijo:
-
“Usted es agente… ¿no es cierto?”.
-
“Si señor”, le contesté.
-
“¿Pero usted no aprecia su vida?”, con rostro de desconsuelo, me cuestionó.
-
“¿Y por qué?”, algo confundido, le pregunté.
-
“Pues porque aunque ha contado con suerte, en cualquier momento se le
puede ir y lo van a resultar matando… evite venir por estos lados porque por
acá hay mucha guerrilla”, me advirtió.
Sentí mucho miedo pues nunca lo había visto, me quedé pensando y lo tomé como un
mensajero divino, porque hasta la fecha nunca lo he vuelto a ver.
Por esos días se efectuó un campeonato de futbol, los jugadores entraban a la
estación a tomar agua y a cambiarse, por eso muchas personas conocían nuestras
instalaciones, además, la inspección de policía quedaba dentro de la misma estación y
era muy frecuentada tanto por los residentes del casco urbano como por las personas
que vivían en áreas rurales de Betoyes.
Sargento Hernán Noriega Arias. Días antes habíamos tenido que reaccionar ante un
hostigamiento, el que luego la mayoría de nosotros tomó como cosa de borrachos, se
le dañó la droguería de un tal Anselmo de quien decía la gente era colaborador de la
guerrilla y nos puso mucho problema por haberle disparado a su residencia.
Nosotros teníamos mucha libertad, íbamos al río donde nos bañábamos y
pescábamos, creyendo siempre que no había guerrilla y cuando llegaban
informaciones, las veíamos tan normales que suponíamos provenían de alguien sin
oficio. El día veintitrés de agosto de 1983, amanecí luego de hacer el primer turno
desde la una de la mañana, dormí unas horas y me preparé para reforzar desde las
siete hasta las once de la noche. Como hacia las doce del día salí y fui a dar una
vuelta por el pueblo donde me encontré con una muchacha a quien no conocía y con
quien resulté hablando casi hasta las cinco de la tarde, tiempo suficiente para que me
preguntara muchas cosas (en ese tiempo estábamos estrenando los fusiles ´Galil` Cal
7-62 de fabricación israelí), tanto que me pareció extraño cuando me preguntó sobre el
número del fusiles, cantidad de munición y personal que laboraba dentro de la
estación, por último me interrogó sobre si sentíamos miedo por algo que pudiera
suceder y que si estábamos preparados para alguna eventualidad, y aunque llevaba
escasos once meses en la institución, le di todos los datos en forma exagerada y fue
tanta la confianza que ella me dio, que nos quedamos de encontrar hacia las doce de
la noche cerca de una choza aledaña al cuartel, no sin antes decirme que procurara
llevar el fusil, porque según ella, ese sitio era peligroso.
Deseaba que el tiempo pasara rápidamente, me dijeron que recibiera en la garita de
´La Papaya`, pero en ese punto estaba Carlos Pedraza y como yo estaba era de
refuerzo y no de turno, decidí ubicarme cerca de la cocina hasta donde, como a las
diez de la noche llegó Nieto quien se encontraba de comandante de guardia, a
preparar agua de panela y me pidió el favor que le cuidara el puestico del ´Kiosco`.
“¡Bueno!”, con despreocupación, le respondí.
Salí hacia el frente y me recosté al costado izquierdo del cuartel donde estaba el
habitáculo con techo de palma. El perro ladraba y ladraba, los dos compañeros de
atrás de apellido Martínez estaban escuchando música, pero no se oía ningún otro
ruido de gente que se estuviera acercando, luego llegó Nieto y se fue, me había
dejado un pocillo con agua de panela que me tomé y en el preciso momento en el que
me agaché para colocar el pocillo cerca de la trinchera, se empezaron a sentir
disparos que venían desde todos los lados y varios pegaron cerca del lugar donde yo
había estado recostado antes de inclinarme.
Sargento Montoya. Quince días antes que ocurriera el asalto a la estación fuimos
objeto de un hostigamiento, tres sujetos que se movilizaban a caballo, en forma rápida
le dispararon a nuestras instalaciones y emprendieron la huida, sin embargo
respondimos y en las paredes quedaron varias ojivas de calibre 9 milímetros, supongo
que querían percatarse de nuestra capacidad de reacción, pero la ciudadanía se
disgustó diciendo que nosotros habíamos disparado sin causa justificada, cosa que se
pudo impugnar fácilmente. Se recibían informaciones constantes sobre movimientos
de la guerrilla, pero el tiempo pasaba y ya había transcurrido casi un año. Recién
llegados éramos muy consecuentes con nuestra seguridad, las armas permanecían en
nuestras manos y cualquier ruido que se escuchara era motivo para tomar una
posición defensiva, sin relajarnos hasta no estar seguros de que era una falsa alarma
¡pero la rutina mata!
Dragoneante Sierra. Por motivos del intenso calor, tenía puesto tan solo los
pantaloncillos, al escuchar ruido, en forma disgustada pensé y me dije: ¡A la hora que
se le da a mi teniente por activar el plan defensa… si quedamos en que iríamos a
prestar primer turno y para ello tenemos que dormir lo suficiente y así prestarlo mejor!
Pero todo empezó a hacérseme extraño, cogí el proveedor, lo coloqué en el fusil,
enseguida cargué y me dispuse a salir del alojamiento. Un compañero en forma
desesperada me gritó:
-
“¡Sierra, Sierra, agáchese que nos están atacando!”.
Y sin entender muy bien aún qué era lo que estaba pensando, confundido pregunté:
-
“¿Atacando… pero cómo… quién… por qué?”.
Simultáneamente pensé en los centinelas encargados de defender el cuartel y quienes
con fusil en mano estarían dispuestos a dar de baja a cualquier que se les intentara
acercar. Me boté al piso para evitar que me dieran y fue cuando vi al agente Pinzón
quien arrastrándose sobre sus codos, intentó salir de la habitación y recibió un disparo
en el pecho que lo hizo devolver, como pudo se dio mañas y logró refugiarse dentro
del comedor, lastimosamente esto me sirvió para despertar, comprender lo que estaba
ocurriendo y correr hacia la habitación de mi teniente, a quien encontré muy asustado
y le pregunté qué íbamos hacer. Él me dijo que disparara por los huecos que había en
la pared, pero en ese momento cayó una granada de fragmentación dentro del
alojamiento de los agentes que nos aturdió demasiado, seguidamente le grité a los
centinelas:
-
“¡Ojo, sálganse de las garitas y métanse dentro de las zanjas de arrastre!”.
Sentía que los iban a matar a punta de granadas, luego escuché cuando alguien gritó:
-
“¡Ya nos dieron a todos!”.
Y la cosa se complicó. Minutos después empezaron a gritar los guerrilleros
induciéndonos a entregarnos y que según ellos ya nos tenían rodeados.
-
“¡Queremos sólo el armamento y a los comandantes!”, gritaban.
Era difícil ver. Cuando esto ocurrió, me di cuenta que estaba en la parte externa del
alojamiento de mi teniente, por lo que al escuchar lo que estaban exigiendo los
subversivos, ingresé nuevamente y le pregunté que si se pensaba entregar. Él me dijo
que no, pero mi cabo le decía que sí, por eso tomé la vocería y les advertí que eso no
se podía hacer, porque una vez nos entregáramos nos irían a torturar y a volvernos
mierda. En este dilema se perdió mucho tiempo, estábamos encerrados dentro de las
instalaciones y tanto el armamento como la munición de reserva estaban guardados
en la pieza de mi teniente, además, nuestras instalaciones se encontraban
completamente aisladas ya que no existían más residencias a su alrededor y si de
pensar en salir se trataba, no sabíamos la cantidad y la posición exacta de la gente
que nos estaba atacando.
Sargento Noriega. Yo había hecho un curso de contraguerrilla que fue muy bueno,
pero aun así no estaba preparado para una cosa de estas, yo creía que eso era tiro y
tiro ¡pero no…! Lanzaban granadas, rockets y bombas molotov en forma
impresionante. Tan pronto empezó la balacera una esquirla me dio en la espalda y lo
único que podía hacer era tocarme y sentir que estaba vertiendo sangre y la sentía
bajar tibia, me estaba mojando el cuerpo y esto me produjo un miedo tenaz. Nuestros
fusiles estaban acondicionados para disparar en ráfaga, como loco disparé para un
lado y para el otro hasta que cinco minutos después me traté de calmar, pero el susto
era tremendo, nos estaban dando de todas partes. Lanzaban bombas molotov que
para armarlas les ponían pedazos de caucho, los que al momento de estallar salían
incendiados y se me adherían a la piel, me quemaron un labio, las manos y las
mejillas, eso me creó un gran desespero y sin saber qué hacer, al sentirme tan
indefenso retrocedí, me tiré y logré llegar hasta el alojamiento donde aproveché para
protegerme de los disparos. Me recosté en las paredes, pero estas luego quedaron
sirviendo para nada ante el efecto que producían las granadas al caer dentro de las
instalaciones, lo que hizo que muchos de los que estaban ahí, lloraran y buscaran un
refugio debajo de las camas. Yo tenía cien cartuchos pero del susto los había gastado
casi todos y los de reserva estaban en la habitación de mi teniente, igual tenía una
granada, pero no tuve chance ni para agarrarla, mucho menos para lanzarla. Dentro
del alojamiento me encontré con Ojeda, él ya tenía su mano colgando de dos hilitos,
luego le quité un proveedor a uno de los que estaba allí y en forma afanada hice un
rafagazo que casi se lo pego a los que estaban adentro. El desespero era tremendo,
yo no hallaba qué hacer y los nervios no me dejaban pensar en nada más que la
muerte, y como Sierra estaba metido en un hueco, me le acerqué y le dije que me
dejara estar en ese sitio, pues no me encontraba en condiciones de hacer algo que
fuera útil para ayudar a salvarnos, él se salió y me dejó su lugar mientras seguían
cayendo granadas y candela por todas partes.
Dragoneante Sierra. Supuse que los centinelas estaban en su sitio, luego me percaté
de que mi cabo y uno de los centinelas estaban en el interior de las habitaciones, eso
me hizo pensar que estábamos perdidos, y sin encontrar un lugar dónde
atrincherarme, vi cuando uno de mis compañeros trató de salir y lo rellenaron de
plomo, su sangre nos salpicó a todos los que estábamos a su lado. Igualmente el radio
operador recibió un disparo de fusil en el cuello que casi le cercena la cabeza y en
forma fulminante lo dejó sin vida. Una ametralladora del enemigo apostada en la parte
superior de la estación nos mantenía quietos en el sitio donde nos encontrábamos, por
lo que aproveché un hueco que días antes había hecho para salir hasta una de las
trincheras. Ese hueco, en el momento de hacerlo fue objeto de burla por parte de
varios de mis compañeros, pero me ayudó a salvar mi vida luego que lo utilicé para
esconderme en el momento que sentí caer otra granada de fragmentación dentro del
cuarto donde nos encontrábamos. El desconcierto fue total, había heridos por todas
partes, un compañero lesionado por las esquirlas se desesperó haciendo disparos a
diestra y siniestra, y como teníamos que ahorrar la munición, salí le quité los
proveedores y lo metí en mi refugio provisional exigiéndole que se quedara allí y se
calmara.
Sargento Montoya. Estaba durmiendo cuando sentí un rafagazo de ametralladora,
creí que era el plan defensa, dos de mis compañeros y yo pudimos salir mientras los
otros quedaron dentro de un alojamiento que tenía tres puertas: Una al frente, otra
atrás y otra que limitaba con el comedor y la cocina. La puerta de atrás estaba
descubierta, hacia ese punto fue instalada una ametralladora y al igual que en la parte
del frente, se veían volar los pedazos de madera que se levantaban al impactar la
puerta. No sabía cómo había logrado salir, seguramente lo hic e casi dormido y vestido
con una camiseta y unos interiores. Llegué hasta la trinchera y vi a los dos centinelas,
uno a mi derecha y el otro a mi izquierda agazapados disparando y sin saber qué
hacer, me recosté detrás de la trinchera y me dediqué a observar a mis compañeros
que disparaban mientras las ojivas de los sediciosos impactaban en la pared como si
estuvieran picando un pedazo de cartón. Habría pasado algún tiempo hasta cuando vi
que un rocket tumbó una pared que se desplomó hacia dentro, quedé un poco aturdido
pero esto me hizo entrar en razón y empecé a disparar. En medio de la oscuridad, era
impresionante ver cómo disparaban y gritaban a la vez, haciendo que la guerra
psicológica cumpliera su fin al no permitir que pensáramos en alguna estrategia que
nos sirviera para salir de ese embrollo. Dejaban de disparar e inmediatamente
empezaban a gritar e insistir que les entregáramos el armamento, aduciendo que era
un favor que le hacíamos a la causa, pero ante nuestra negativa (pues se escuchaban
gritos desde el interior de la estación que incitaban a no entregarnos), se iniciaba otra
descarga de fusiles, ametralladoras y otro tipo de armas que me hacían pensar
únicamente en salvar mi vida mientras por mi cabeza pasaba un mundo de imágenes
que me hacían recordar instantes de mi vida: Ahí estaba mi familia, los veía mientras
pensaba que me iba a morir al conocer la fama de sanguinarios que tenían los grupos
subversivos de la época, y en especial los del ELN (Ejército de Liberación Nacional),
quienes han tenido la costumbre de masacrar a sus víctimas una vez son sometidas y
esto me obligaba a pensar en no entregarme, pues como fuera me iba a pasar lo
mismo y qué mejor que morir haciendo lo nuestro, guerreando hasta perecer y
demostrarles que aquel hombre que yacería muerto al ser alcanzado por una bala,
había dejado de existir peleando y consciente que lo que estaba haciendo era lo ideal.
El compañero de la derecha se asomó un poco y lo vi caer hacia atrás, me arrastré
hacia él y vi cuando de su cara salía gran cantidad de sangre sin que yo pudiera hacer
absolutamente nada para ayudarlo, luego cogí sus proveedores, la munición y me
acogí a cada una de las personas que amaba en especial a mi mamá, a quien juraba
iría a buscar luego de salir de ese momento tan difícil de mi vida, eso me reanimó y
me hizo decir a mí mismo que no me iría a dejar joder, que iba a estar con ella ¡y es
que uno a veces la descuida mucho! Por eso también le pedí a todos los santos que
me dieran la oportunidad de volverla a ver, igualmente le juré a Dios que él iría a ser lo
primero en mi vida, por cuanto a él le debería mi existir.
Agente Arcos. Yo estaba durmiendo. Porras ´Umbita` dormía en la parte de abajo del
camarote. Empezó el asalto y se escuchaban muchas explosiones, luego de varios
minutos alguien de los nuestros le gritó a mi teniente que nos entregáramos porque si
no lo hacíamos nos iban a matar, pero Orjuela ´El Tolimense´ lo encañonó e iracundo
le advirtió: “¡Cállese hijueputa, porque si no lo mato es a usted!”. Y aquel policía quien
no supe si estaba herido o muerto del miedo, no volvió a pronunciar palabra.
La munición de reserva estaba en la habitación de mi teniente y a ese punto le
estaban dando muy duro. La mayoría supuso que era el plan defensa de la estación,
cuando cogí mi fusil vi que cayó el primero que salió, no recuerdo si fue Pinzón, sentí
pánico y un gran escalofrío, tomé una actitud normal de disparar por la claraboya
hasta que el agente Jiménez me empujó y me dijo: “¡Déjeme, déjeme que yo me voy a
defender!”.
Sentí mucho miedo y me retiré, pasé al sector de la sala de radio que quedaba en una
esquina de la estación, alcancé a reportar hasta cuando lanzaron una bomba molotov
que incendió el sitio de la alacena, simultáneamente dispararon un rocket a la sala de
radio pero alcancé a huir y por suerte no me pasó nada. Seguimos en el combate
disparando en forma cadenciosa. Cuando veía caer algún compañero me daba mucho
miedo, pero luego sentía valor para mantenerme en pie. Mi teniente estaba detrás de
un colchón desde donde disparaba creyendo que con unos cuantos disparos haría
disminuir la gran avalancha que se estaba viniendo en contra de nosotros, me
atrincheré a su lado pero no podía disparar, cruzamos algunas palabras, yo rezaba
bastante, lloraba porque tenía demasiado miedo, mientras él me decía que estuviera
tranquilo, que me calmara porque íbamos a ganar, minutos después me contuve y
seguí disparando, pensaba más en mi hijo que en mi propia vida, era una criatura de
escasos meses de nacido.
Dragoneante Sierra. Al momento dije: “¡Aquí nos mataron”! Y en forma afanada corrí
de un sitio a otro, como si con esto me fuera a salvar de las ojivas que entraban por
las ventanas de la estación o de alguno de los tantos artefactos lanzados y próximos a
explotar dentro de nuestro pequeño recinto, acto seguido escuché que lanzaron algo
que en cuestión de minutos incendió todo el cuartel, mientras seguían gritándonos que
nos entregáramos, pero obtenían como respuesta algunos disparos hechos por
quienes aún nos encontrábamos en pie y al momento que otro policía intentó salir,
recibió un disparo (creo que de escopeta porque le floreo el pecho) y dije: “¡No… ya se
nos metieron!”. Los sentía ahí no más y el humo del incendio acababa con la poca
visibilidad que había, por lo que grité a mis compañeros (unos cuatro, los restantes ya
estaban fuera de combate), que afuera había mucha gente de esa, entonces Henry
Poveda Cedeño, un verraco que también había estado en el ejército, se me acercó y
me dijo que teníamos que salir de ese lugar, porque nos estaban mandando muchas
granadas y lo único que podía hacer era poner el colchón encima y arrastrarme hasta
que los colchones se incendiaron y por eso tuvimos que arrojarlos ante el peligro de
quemarnos con ello. Poveda me sugirió que lanzáramos una granada y enseguida
saliéramos del lugar, me le acerqué a mi teniente y le propuse que nos voláramos.
-
“¿Y cómo?”, desconsoladamente, me preguntó.
-
“Pues todos tenemos una granada ¿no es cierto mi teniente…? Pues
mandémosela que ellos también sienten y apenas estalle nos mandamos atrás
y después que logremos alcanzar el monte la cosa será diferente”,
esperanzado y con mucho miedo, le respondí.
Lo intentamos, teníamos que pasar por la puerta hacia donde disparaba
constantemente una ametralladora, logré pasar y nada me ocurrió, Poveda tomó
posición para salir y fue cuando de un tiro le bajaron un brazo, el hombre se me lanzó
encima y sentí como si me hubieran echado agua caliente en el cuerpo, le grité a
Lozano que le pusiera un torniquete mientras veía una gran multitud de gente y como
el fuego había menguado, salté, les hice una ráfaga y quedé por fuera de la garita. No
sé por qué no me mataron, porque los guerrilleros que se encontraban en el patio me
seguían disparando y me lanzaron varias bombas de gasolina que me hicieron
regresar y refugiarme en la estación. La ráfaga que les logré descargar los tomó por
sorpresa, nos lanzaron un rocketazo que tumbó una pared haciendo que la viga me
cayera encima, ahí vinieron los momentos más difíciles porque estando aprisionado le
decía a cualquiera que me pudiera escuchar, que me ayudara a salir de allí ¡pero
nada! Viendo que podía morir incinerado, me quedé viendo la imagen de una Virgen
que Perdomo tenía al lado de mi cama, ésta se había incendiado porque varios
pedazos de colchón en llamas le habían caído encima, cosa que me hizo dar una gran
tristeza pues me parecía un sacrilegio, veía lo irónica que era la vida si tanto ella como
nosotros no le estábamos haciendo ningún mal a nadie, pero al ratico empezó a llover
y esto nos sirvió ¡tanto! que gran parte de las llamas se apagaron y como el agua
quedaba empozada, la recogíamos a manotaditas y nos mojábamos la cara y los
labios, dándonos con esto un segundo aire para continuar defendiéndonos. El
proveedor estaba desocupado y la mochila se me había perdido, buscaba cartuchos
que estuvieran en el piso para seguir disparando ¡pero nada! Los sentía cada vez más
cerca, disparaban y gritaban arengas alusivas a Domingo Laín (Ex sacerdote español
de la misma corriente del cura Pérez, quien formó parte en la creación del ELN ), hasta
que una guerrillera, gritando irrumpió en el alojamiento con intenciones de lanzar una
granada, porque cuando Sáenz le descargó una ráfaga, hizo que la mujer cayera de
espaldas y lejos de la entrada del cuartel, segundos después se escuchó una
detonación.
El cuartel estaba cercado tan solo con dos hilos de alambre de púas, el baño estaba a
diez metros de la edificación y fue aprovechado por la guerrilla para instalar una
ametralladora que barrió con los dos centinelas de la parte posterior y nos impidió salir
en todo momento de nuestras instalaciones, esto se debió a que nuestras trincheras
no estaban instaladas en las esquinas y retiradas de la estación, sino a escasos
metros, dándole un gran espacio a los sediciosos para que aprovecharan esta falla en
contra de nosotros. Al lado del baño había un hueco para la basura y hasta allí llegaba
una zanja de arrastre que igualmente fue aprovechada por los bandoleros para llegar a
nuestras trincheras y coparlas. Como el radio operador estaba muerto, mi cabo pasó a
comunicarse y pedir ayuda, queríamos sostenernos. En el momento que la vieja murió
tuvimos cierto receso, que fue aprovechado por mi teniente y otros compañeros para
sacarme de ahí, luego mi teniente dijo que los refuerzos como que no iban a llegar, la
ametralladora ya no sonaba, pero estábamos casi sin munición, en el desespero la
mayoría de los compañeros habían descargado proveedores completos, la munición
restante se encontraba en bolsas pero nadie tenía el tiempo ni la disposición de
buscarla y llenar los proveedores. Nos estábamos asfixiando, teníamos que salir
porque el fuego aunque con menor intensidad aún continuaba y nos podía quemar. Al
lado del comedor había una pared de ladrillos y desde ahí también nos estaban dando,
la salida del frente por el lado del comedor también estaba bloqueada y como daba a
un potrero, días antes habían descargado un viaje de madera en ese sitio y esto sirvió
de trinchera para los bandoleros.
Sargento Montoya. El que estaba a mi izquierda sin que se asomara seguía
disparando, pasó el tiempo y nos lanzaron una granada que cayó detrás de la
trinchera, sentí que chocó de la misma forma que lo hace una piedra mediana al
golpear una superficie de concreto y presintiendo que algo iría a explotar, me revolqué
en la tierra, logré caer a una zanja y me salvé de las esquirlas, pero al estallar se llevó
a mi compañero. ¡Quedé solo atrás! Eso me produjo más terror y cogiendo el fusil para
luego colocármelo en la frente, intenté suicidarme pues la desesperación era
tremenda, pero cuando sentí la trompetilla caliente me abstuve de hacerlo, luego con
más decisión recogí los proveedores del otro muerto y gateando de un lado al otro de
la trinchera procuré disparar, haciéndoles creer que yo no era el único que estaba
repeliendo el ataque. Otro rocketazo derrumbó la pared de la sala de radio que
simultáneamente ardió en llamas, el radio operador ya había informado lo que estaba
aconteciendo, a lo que le contestaron que estuviéramos tranquilos que ya venían a
apoyarnos, minutos después el operador cayó muerto. Yo hacía mis cuentas,
calculaba que hasta Tame nos separaban tan solo cincuenta minutos, pero si el
ejército agotaba todas las medidas de seguridad, estaría llegando hacia las dos de la
mañana y por esto no perdía la esperanza de escuchar en cualquier momento el grito
de ¡Ejército de Colombia! O ¡Policía Nacional! O de alguien que nos pudiera ayudar
¡pero nada!
Sargento Noriega. Todos gritaban, cayó otra granada y tumbó la pared aledaña al sitio
donde me encontraba, cayeron escombros pero no me lesionaron porque quedaron
sobre un cajón de madera que estaba al lado del hueco, quedé prácticamente
sepultado con tan solo un pequeño orificio para respirar y aunque seguían las
detonaciones, hasta ese momento pude ver lo que estaba ocurriendo.
Sargento Montoya. Serían las tres o cuatro de la mañana, fue cuando le escuché
decir a mis compañeros: “¡Vamos a entregarnos porque aquí no hay nada qué hacer!”.
También escuché que alguien ordenó lanzar los fusiles a la candela antes de
entregarlos y eso hizo que me volviera el terror, yo había disparado mucho, creo haber
matado chusma de esa y eso me llevaba a pensar que los bandoleros iban a saber
quién había estado en ese sitio y me irían a asesinar. Varias veces vi que se
asomaban cerca al kiosco y les disparé haciendo que gritaran y se preguntaran quién
era el hijueputa que estaba en la trinchera, y a quien como fuera debían matar. Como
dije, la guerra psicológica es muy fuerte, uno está disparando y siente que le dominan
la mente al igual que el dedo que está metido en el disparador, al escuchar un grito
como: “¡No disparen!”, hacen que uno se detenga. ¡Los vamos a matar a todos!, hacen
que uno sienta que se están viniendo encima… jajajaja. Y si dicen: “¡Si siguen
disparando los vamos a matar!”, y si uno no les pone atención y dispara, se vienen con
una arremetida cada vez más fuerte haciendo que cualquiera se achicopale y se
desespere al no saber qué hacer. Lanzaron muchas granadas, una de ellas no sé de
qué tipo se incrustó en la pared pero no explotó, donde hubiera estallado me habría
vuelto mierda.
Dragoneante Sierra. En mi caso salí caminando, hasta que me pusieron un fusil en la
cabeza y escuché que me dijeron: “¡Quieto hijueputa!”.
No sentí miedo, los nervios ya estarían destruidos y no sabía qué era lo que estaba
pasando, por esto simplemente esperé a que me mataran.
Había una puerta entre el comedor y la cocina, me senté al lado, recargué la espalda
en la pared y con las manos me tapé la cara esperando el tiro de gracia. El fusil lo
había dejado adentro para que se quemara, la munición de reserva empezó a explotar
y gran parte de la estación estaba envuelta en llamas.
-
“¡Allá el desgraciado!”, con prepotencia, gritó un guerrillero.
-
“¡Levante la cara!”, terminó de decir y empezó a disparar hacia mis costados
hasta que el agente Peña clamorosamente, me advirtió.
-
“¡Sierra, levante la cara o si no lo matan!”.
-
“¡Ahora si la puede levantar ¿no?!”, decía el subversivo en forma despectiva.
Cuando lo hice vi mucha gente a mi alrededor y junto con Peña iniciamos un diálogo,
los bandoleros nos reclamaban por qué habíamos puesto resistencia y a la vez decían
que éramos buenos combatientes porque según lo planeado por ellos, era para que
nos hubiéramos entregado rápidamente. Por un momento pensé que nos iban a llevar
secuestrados. “¡De todas formas por su valentía les vamos a perdonar la vida!”,
manifestaron.
Luego dijeron que nosotros éramos colaboradores de un gobierno corrupto que tenía
oprimido el país, mientras yo les llevaba la corriente aceptando ser víctima de ese
sistema les argumentaba que trabajábamos cumpliendo actividades cívicas y aunque
laboráramos por un sueldo, lo hacíamos con gusto porque esa labor era impulsada
también por nuestra vocación (días antes habíamos estado apoyando en la
construcción de un puente), les hacíamos ver eso y les decíamos que por el simple
hecho de laborar con el Estado, no era motivo para que nos asesinaran de esa forma,
si nosotros estábamos era trabajando.
-
“Bueno muchachos”, dijeron. “De todas formas les vamos a perdonar la vida
con la sencilla condición de que se retiren de la policía”.
-
“¡Claro!”, dijimos. “¡no hay problema…! mañana mismo lo hacemos”.
Luego uno de los facinerosos agregó:
-
“Pero antes tenemos que cuadrar unas cuenticas con un policía que le pegó a
un borracho y con el comandante de ustedes que tiene fama de ser muy
mierdoso, entonces me hacen el favor y salen”.
Sargento Montoya. A través de las llamas veía las siluetas de varios compañeros que
avanzaban en currucas mientras gritaban que se iban a entregar. Un subversivo
previno a los demás bandoleros cuando gritó: “¡No disparen, no disparen que los
hijueputas ya están saliendo, no les vayan a disparar, ahí van, ahí van, ojo, el que
medio se mueva mátenlo!”.
Y salieron por la puerta que iba al comedor. Yo estaba ahí quietico y me acordé del
pozo donde sacábamos el agua para el consumo, tendría unos cinco metros de
profundidad pero tan solo un metro y medio estaría lleno de agua y pensando que si
me metía allí no me irían a encontrar, intenté salir de la trinchera.
Agente Arcos. Ya era de madrugada. Nos incendiaron el cuartel que estaba
semidestruido y al ver que había tantos compañeros heridos lamentándose y llorando
del dolor, volví a sentir un miedo tan intenso, que no me dejaba actuar. Mi teniente
dijo: “Morimos quemados o morimos a bala pero tenemos que salir”.
Unos dejaron el fusil, yo me llevé el arma con la que hasta ese momento había
disparado un proveedor y medio y avancé arrastrándome en busca de la salida, las
detonaciones no cesaban, pensaba en protegerme de la puerta que estaba a mi
derecha porque era uno de los puntos por donde se escuchaban entrar más disparos y
no dejaban que ninguno se atreviera a atravesar, hasta que sentí como si me hubieran
golpeado con alguna cama u otro objeto rígido en mi ojo derecho, con la mano me
percaté que estaba sangrando, fui perdiendo la visión, empecé a llorar y a gritar: “¡Mi
ojo, mi ojo!”. Sentía que por la boca también estaba botando sangre ¡eso me hizo
desilusionar aún más!, salí creo que con el fusil y sin perder el conocimiento escuché
cuando dijeron: “¡Salgan hijuetantas, sigan por allá!” Y nos fueron ubicando en el
comedor donde nos insultaron y aprovecharon para tomar los fusiles que tenían cerca.
Después nos sacaron al frente de la estación y fue el instante en el que pensé: ¡Nos
van a matar!
Dragoneante Sierra. Habrían trascurrido quince minutos, salimos tranquilos pues
sabíamos por boca de ellos que no nos iba a pasar nada malo. No sé cuántos
quedábamos, incluso vi que uno de los agentes ya estaba amarrado a un árbol. Nos
hicieron acostar en el piso de tal forma que mi teniente quedó acostado a mi derecha,
el agente Arcos Ríos a mi izquierda y a su lado el agente Obregón, un tipo alto y
fornido a quien le dijeron tenía cara de ser el comandante y le hicieron un rafagazo por
la espalda “¡uy!”, dije. ¿Esto qué es?, me preguntaba mientras estupefacto veía esas
escenas a las que ningún ser humano estaría preparado para observar.
Posteriormente encañonaron a otro compañero al que no alcancé a ver y le dijeron:
-
“Este flaco es el que le pegaba a los borrachos”.
Y ¡tran…! otra ráfaga que nos hizo aterrar y empezar a reclamar:
-
“¿Cómo así?”, preguntábamos con desespero y mucho miedo.
-
“¿Quién es el teniente?”, insistía en preguntar uno de los guerrilleros.
Y como yo lo tenía a mi lado, él me preguntó:
-
“¿Qué hacemos Sierra?”.
-
“No diga nada mi teniente”, casi susurrando le advertí. “Que si lo hubieran
reconocido ya lo hubieran matado”, lo terminé de prevenir.
Él esperó. Los bandoleros seguían gritando con tono de advertencia:
-
“¡Entreguen al teniente o sino empezamos a matar a uno por uno!”
De manera amenazante uno de los subversivos que estaba preguntando por el
teniente le apuntó en la cabeza a otro de mis compañeros quien boca abajo no estaría
esperando más que el disparo que le quitaría la vida, esto hizo que el oficial se
intentara incorporar y gritara: “¡No.no.no,no!”.
En forma tímida, conciliadora y suplicante les dijo: “Señores, yo soy el teniente,
necesito hablar con ustedes”.
De manera decidida y despiadada una guerrilla se acercó y le vació el proveedor de
una pistola haciendo que su cuerpo inerte cayera, diera tres botes y quedara ahí tirado
en el piso.
Fue algo traumático, mandé la mano a mis testículos, esperaba encontrar la granada
de fragmentación que había escondido dentro de mi ropa interior. Preví una cosa de
éstas, ¡pensaba! la desactivo, la hago detonar y me llevo conmigo a cualquiera de los
asesinos que tenía al frente, pero supongo que cuando me cayó la viga encima, el
artefacto se extravió y me dejó completamente desarmado. No pronunciábamos
palabra, habíamos estado convencidos de que no nos iba a ocurrir absolutamente
nada, pero para acabar de completar, pasaron unos cinco guerrilleros los que fusil en
mano le empezaron a disparar en la cabeza del cadáver de mi teniente. Fue algo
espantoso… ¡terrible…! Y aunque estábamos rodeados por unos cincuenta
bandoleros y al fondo se veían muchos más que estaban vestidos con uniformes
camuflados, verde oliva y otros colores (el cuartel aún en llamas nos daba claridad
para observar lo que estaba pasando), me llené de ira y les alegué diciéndoles:
-
“¡Ustedes son unos asesinos hijueputas!”.
Se acercó de nuevo la sicaria y con tono amenazante me dijo:
-
“¡Cállese la geta porque o sino… es usted el que sigue!”.
Sin embargo yo le seguía discutiendo y le reclamé:
-
“Muy valiente porque me ve desarmado ¿no?”.
Entonces se me acercó, me dio una patada con la que me reventó la boca, de
inmediato le escupí a la cara e intenté incorporarme para lanzármele, pero un pelado
me puso el pie en el pecho y me aprisionó con su fusil.
-
“¡Quieto ahí!”, con tono enérgico, me advirtió.
Mientras otros compañeros me suplicaban: “¡Cálmese Sierra, cálmese!”.
-
“¿Bueno, en dónde está el cabo?”, siguieron preguntado los bandoleros.
Y a sabiendas que los comandantes iban a ser muertos, todos nos callamos.
-
“¿Y usted por qué se asusta?”. Con ironía le preguntaron a alguien que estaba
detrás de mí.
Hasta ese momento supe que el suboficial estaba vivo, pues no pudo disimular su
terror y en forma nerviosa les dijo que él era un agente.
-
¿Pero usted por qué se asustó?, le insistían que respondiera.
-
“¡Mátenlo!”, uno de los asesinos ordenó.
En ese momento sin saber de dónde saqué valor, les dije:
-
“No lo maten que él no es el cabo”.
-
“Levántese usted”, en tono autoritario me ordenó uno de los subversivos.
Y con una pistola puesta en la cabeza, me ayudaron a ponerme de pie y me dijeron
que buscara al cabo, de lo contrario me asesinarían. “Claro yo lo busco”, con premura
les respondí. Y me acordé de Pinzón que estaba debajo de una mesa y quien después
de quedar herido permaneció agonizando casi media hora hasta morir y dije: “¡Allá
está mi cabo!”, y señalé al difunto Pinzón como presunto suboficial muerto. Un
guerrillero se acercó, le tomó signos vitales y gritó:
-
“No pero si este perro ya está muerto”.
-
“Si él era el cabo”, tratando de ser lo más convincente posible les insistí.
Algunos de mis compañeros, quienes permanecían ahí tendidos y alineados sobre el
piso, empezaron a ayudarme cuando con timidez y algo de seguridad al hablar
confirmaron lo que yo había dicho, esto sirvió para que dejaran a un lado sus
aberrantes intenciones contra mi cabo, pero la cogieron contra mí.
A escasos metros de donde me encontraba se reunieron unos cinco asesinos de esos
y luego de susurrar varias frases se voltearon y dijeron:
-
“¡Usted tiene cara de ser comandante!”.
-
“¡No, no, no, yo soy un agente!”, asustado y con asombro les decía, mientras
mis compañeros me ayudaban diciendo lo mismo.
-
“¡¿Usted no era el que alegaba allá dentro?!”, con suspicacia preguntaron.
Esto se debía a que cuando ellos decían entréguense, anexándole a esto un madrazo
que iba y venía, yo era uno de los que más les gritaba: “¡Pues vengan y nos sacan
gran hijueputas!”. Y supongo que me habrían reconocido la voz, pero yo lo acepté
cuando les dije que si fuera el comandante nos les hubiera dicho nada, porque habría
estado muy ocupado pendiente de todo lo que pasara adentro, sin tiempo para
ponerme a discutir con ellos. Luego se volvieron a reunir y después de cruzar algunas
palabras se me acercaron y me dijeron: “¡No… usted tiene cara de ser comandante y
nos vamos a asegurar!”.
Se hicieron señas, volvió la misma mujer y sin ningún reparo, de forma decidida se me
acercó y me descargó todo el proveedor de su pistola.
Sargento Montoya. Salí dando votes de la trinchera, seguramente habría un
bandolero ya muy cerca y hasta ahí recuerdo cuando sentí un punta pie en el
estómago que me sacó el aire y me hizo perder el conocimiento
Dragoneante Sierra. Como ya me habían tirado en el piso y tuve la oportunidad de ver
cuando la mujer empezó a disparar, evité quedarme quieto y di todos los botes que
pude, inclusive pasé por encima de un compañero que estaba acostado a mi lado y
¡sentí que me habían matado! Hasta cuando ya no me pude mover más y quedé tirado
boca abajo. Había procurado moverme todo lo que pude y evitar así ser alcanzado por
las balas disparadas por la mujer, pero ella estaba muy cerca y le fue demasiado
sencillo hacer blanco sobre mí, aunque pudieron ser más las heridas por la cantidad
de disparos que hizo la guerrillera, siento que mi deseo de luchar hasta el último
instante por salvar mi vida y la ayuda de mi Dios, me sirvieron para que ninguno de los
impactos fuera de gravedad, pues uno de estos se había alojado en el esternón sin
que me hubiere dañado un órgano vital, otros me habían lacerado el cuero cabelludo
pero no habían logrado atravesar el cráneo y los demás me habían alcanzado la
pierna izquierda pero no dañaron parte ósea ni originaron hemorragias.
No sé qué pasó, quedé sin fuerza y cuando habían pasado pocos segundos otro tipo
empezó a decir: “¡Remátelo, remátelo!” y cuando ya estaban enfilados para hacerlo,
llegó en ese momento un hombre de barba, alto y fornido. Tenía puesto un sombrero
del ejército. No sé cómo, pero lo vi y si lo vuelvo a ver lo puedo reconocer, supongo
que era alguien muy importante entre ellos, porque llegó con su séquito de bandoleros
y en forma disgustada preguntó qué era lo que estaba ocurriendo ahí. Algunos
contestaron: “Estamos matando los comandantes…”.
-
“¿Y quién ordenó eso…?”, con voz de reclamo, preguntó.
A lo que pronunciaron el nombre de otro bandolero.
-
“¿Pero por qué los matan si ellos son prisioneros de guerra?”, con cierto aire
de inconformismo, confusión y enfado les quiso hacer saber. “¡Además, yo
conozco a este muchacho y sé que es un agente!”, les hizo la aclaración,
mientras con gran autoridad les ordenaba que me prestaran atención médica y
se fue del lugar.
Supongo que estaba verificando el parte de guerra. Uno de los asesinos se me acercó,
me puso la mano en el cuello y dijo: “¡Nooo, éste ya está muerto!”. Y mientras se
agachaba para protegerse de algunos cartuchos que estaban explotando debido al
fuego que había en la estación, me quitó la cadena de oro, el reloj y ayudó a quitarle el
pantalón y la camisa a otros compañeros que estaban en el suelo. Yo escuchaba
cuando se preguntaban: “¿Serán helicópteros?”. Hacían pensar que tenían miedo de
un apoyo. Luego se fueron yendo, hasta que Arcos Ríos, quien no sé si fue con un
sacudón, un golpe o un gritó, logró sacarme del letargo y me pidió que le cuidara a su
hijo recién nacido.
Agente Arcos. Estando tirado boca abajo alcancé a ver gente acercándose y luego vi
que mi teniente se puso de pie, le dispararon y cuando cayó al suelo alguien pasó a
rematarlo. Señalaron a Sierra diciendo que él era el cabo y cuando le dispararon me
alcanzaron a pegar un tiro en el pie izquierdo con lo que aumentó mi angustia al ver
que no había nada que hacer para preservar nuestras vidas. Continuaron haciendo
preguntas y alguien dijo que no nos hicieran nada, que los que habían muerto en
combate ya estaban muertos y los que estábamos ahí nos íbamos a morir solos.
Sentía mucho dolor en el pie, lo daba por perdido y tenía una gran hemorragia.
Desesperanzado sentí mucha nostalgia al pensar que mi hijo y mi esposa iban a
quedar desamparados, creí que mis compañeros estaban muertos, pensé también en
sus familias hasta que escuché a Sierra que me habló y me dijo: “¡Tranquilo Arcos,
tranquilo que vamos a vivir!”. Le recomendé a mi esposa y a mi hijo, le dije que los
mandara para Villavicencio y que no me los fuera a dejar solos, él seguía llorando y
me volvió a insistir: “¡Tranquilo hermano, tranquilo que usted no se va a morir, vamos a
vivir!”.
Luego de un rato, llegaron creo que Lozano y Perdomo, me recogieron y me llevaron
hasta el puesto de salud, tiempo después llegó el ejército para llevarnos a Tame. En el
trayecto de Tame a Arauca me desmayé, desperté en el hospital de Arauca, me
trajeron a Villavicencio y por último a Bogotá.
Dragoneante Sierra. “¡Tranquilo hermano!”, le dije. “¡Que de esta ya no nos morimos!”.
Palabras que me sirvieron de aliento y me levanté, mi cabo estaba en el piso amarrado
y quejándose: “¿Si mira Sierra lo que pasa a uno por ser comandante?”. Esta frase
caló tanto en mí, porque a pesar que hasta la fecha he tenido muchas oportunidades
para ser suboficial, por todo eso me he abstenido de hacerlo. Después fuimos por
Obregón, quien me suplicó que no lo moviéramos porque estaba herido, fuimos por
Alfredo Gómez Corales pero él ya estaba muerto, sin embargo lo alcé y lo llevé hasta
el puesto de salud que quedaba a unos cuarenta metros de la estación, allí
encontramos a la enfermera desmayada mientras un compañero la estaba
reanimando. Se habían llevado casi todos los medicamentos, dejé a Gómez y nos
fuimos a buscar a otros compañeros. El agente Montoya tenía los intestinos por fuera,
no sé si él se acuerde, pero con la ayuda de varias monjas lo envolvimos en un mantel
y lo llevamos hasta la enfermería, a donde ya habían llegado otras religiosas que se
dedicaron a prestarle los primeros auxilios a los heridos. Vi que el inspector de policía
ayudaba a cargar los heridos y sin sentir dolor, tan solo un gran bochorno, auxilié a
Poveda que se lamentaba diciendo que se sentía muy mal y que ya se iba a morir, lo
dejamos para que lo atendieran y fui por otro agente quien se puso histérico gritando
que se iba a morir y empezó a sacudirse de tal forma que me hizo caer y cuando me
reanimé fue porque me estaban echando agua con un jarro, se acabó, pedí otro para
tomármelo por completo y como me trajeron más agua, me bañé la cabeza y mientras
pasaba los dedos por mi cara, sentí hematomas y supuse que me encontraba
desfigurado. Le pregunté a una de las religiosas que cómo estaba y ella me dijo que
podía estar tranquilo porque yo estaba bien. Del pecho ya me habían sacado la ojiva,
solo estaba el orificio del que me escurría un poco de sangre, sin casi poder caminar al
sentir la pierna hinchada y con miedo de perderla, me acerqué a un espejo que estaba
colgado a la pared, me vi la cara y creo que volví a perder el conocimiento hasta las
06:30 horas cuando llegó el ejército. Eran varios uniformados, le pedí el favor a un
soldado para que me ayudara a ponerme de pie y salir de la enfermería, pues quería
ver a mis compañeros. Esa experiencia fue muy desagradable. Mientras caminaba con
la ayuda del muchacho, veía a los otros soldados que lloraban al ver pedazos de carne
tirados por todas partes. Con certeza sabía que Pinzón se había muerto, mi teniente al
igual que el agente Huertas estaban prácticamente sin cabeza. Se ha especulado que
esto fue ocasionado con algún arma corto punzante pero ¡¿quién más que yo puede
decir que esto lo hicieron con armas de fuego?! Yo me chanceaba mucho con
Martínez y cuando lo vi, creí que él se estaba burlando de mí, porque tenía la boca
abierta y en su cara se dibujaba una sonrisa, empecé a alegarle y a decirle que fuera
serio hasta que el Inspector me sacudió y me dijo que reaccionara, porque aquel
hombre ya estaba muerto, algo similar me ocurrió con varias personas que estaban
alrededor a quienes veía sonreír y sin saber si eran alucinaciones porque otros
compañeros que no estaban heridos también los insultaban, reaccioné contra ellos
mientras escuchaba voces que decían: “Pobrecitos”. No quería ver a alguien distinto a
los policías, soldados y monjas frente a ese escenario de pesar, sufrimiento y dolor,
pero de nada sirvieron mis insultos porque ahí permanecieron sin inmutarse por
nuestros gestos de rencor. Sobre la calle polvorienta empezamos a constatar
novedades. Mi teniente Rivilla, quien en compañía de otros dos policías ya había
llegado desde Tame, empezó a recorrer el lugar en busca de los que hacían falta. Yo
estaba seguro de que le había logrado dar a cualquiera que se encontrara en el baño,
fui hasta allá, me encontré un pedazo de canana calibre 7-62 y un reloj grande, con
eso pude confirmar que mi ráfaga había sido certera, si como fuera hizo callar la
ametralladora y sacado corriendo a los que estaban en ese lugar.
Sargento Montoya. Desperté casi a las cinco y treinta de la mañana, estaba
lloviznando y cuando intenté ponerme de pie, la sangre bajó por nariz y boca. Sentí
todos los dolores del mundo, escuché que varias mujeres hablaban, supuse que
podían ser guerrilleras y entre penumbras vi que eran unas monjitas quienes me
levantaron y me llevaron casi muerto hasta el puesto de salud. Entre el abdomen y el
tórax tenía 4 impactos, por uno de estos perdí la parte inferior de un pulmón y un
quinto me había lesionado el brazo pero no de gravedad.
Dragoneante Sierra. Me acordé de Noriega, yo lo había metido en un hueco y por esto
me abordó un enorme cargo de conciencia al suponer que él estaría incinerado y le
señalé a los socorristas hacia donde yo creía podía estar y de donde gracias a Dios lo
sacaron con vida. Consiguieron una volqueta y junto con los muertos nos llevaron
hasta Tame. Estando en el hospital de esa ciudad se empezaron a escuchar rumores
acerca de que la guerrilla iría a incursionar en esa población y por eso nos llevaron de
inmediato hasta el aeropuerto donde no había nadie esperándonos y cuando iba a
salir un avión pequeño, me le acerqué saltando en un solo pie, me le colgué de uno de
sus planos haciendo que casi se volteara y como el piloto me conocía, me saludó, bajó
a todos los pasajeros y se ofreció a llevarnos hasta Arauca porque Bogotá estaba muy
arriba y hasta allá no podría llegar.
Llegamos a Arauca, estaba intranquilo y empecé a preguntar por cada uno de mis
compañeros, en el aeropuerto nos estaban esperando con camillas y como era
normal, ya estaban los periodistas listos para abordarnos y cubrir con nuestro dolor
una noticia que se iría a dar a conocer en forma tergiversada, ya que a ciencia cierta
no sabíamos cuántos ni quiénes eran los muertos, de igual manera, desconocíamos
cuales eran los heridos y entre la confusión y el deseo de salir, uno de los periodistas
se me abalanzó y en lugar de ayudarme con los otros heridos, empezó a preguntarme
de lo ocurrido, por eso cobré su imprudencia y lo agredí. Había compañeros muy
graves, yo había viajado con Piedrahita, Obregón y Poveda de quien recuerdo se
murió dentro del avión. Alegábamos porque no veíamos algún tipo de atención
médica, por eso le propusimos a otro piloto que nos llevara hasta Bogotá, alguien se
encontraba negociando, cobraban sino estoy mal veinte mil pesos, y al no tener ni un
solo centavo, nos comprometimos a pagar en el momento que llegáramos a Bogotá,
fue cuando llegó un teniente médico de la policía y nos pidió tranquilizarnos porque
debíamos entender que habían compañeros mucho más graves y primaba su
atención, minutos más tarde llegó un avión de la policía en el que nos llevaron
nuevamente hasta Tame donde recogimos otros heridos y varios muertos que ya
estaban empacados en bolsas, y sentado casi sobre los cadáveres viajamos hacia
Villavicencio, lugar en el que ya nos estaban esperando con ambulancias y varios
ataúdes. Nos hospitalizaron y posteriormente tuve la oportunidad de comunicarme por
radioteléfono con mi familia, ellos como es normal en estos casos ya me habían dado
por muerto. Se había dicho que no había sobrevivientes y como Piedrahita iba para
Bogotá, ya que estaba muy grave, aproveché y le dije que si preguntaban por mí, que
les dijera que yo estaba bien, que tenía algunas lesiones pero no eran graves y hasta
ahí me acuerdo. Supe que mi familia, dado que mi situación se complicó, me sac aron
del hospital de Villavicencio y me llevaron al San Juan de Dios porque allá trabajaba
un hermano mío, por último fui internado en la clínica de la policía.
Sargento Montoya. Cuando mis dos viejos se enteraron del suceso, me vieron en la
lista de muertos publicada por los periódicos que cubrieron la noticia y alistaron viaje
desde Otanche (Boyacá) hasta Arauca, luego fueron a Tame con la única intención de
reclamar mi cadáver, al no encontrarlo viajaron hacia Bogotá, averiguaron por dos
heridos leves y uno de estos era yo, pero estando en la capital se les informó que yo
estaba hospitalizado en Arauca, entonces decidieron quedarse esperando en Bogotá
mientras me remitían a ese sitio.
Estuve hospitalizado ocho días en Arauca, las informaciones eran que la guerrilla me
estaba buscando para matarme, por ese motivo se instaló seguridad en el hospital. Me
encontraba con un tubo tórax y sondas por todas partes que no me permitían siquiera
orinar y mi único alimento era la sangre y el suero que tenían que inyectarme para
mantenerme con vida ¡estaba vuelto mierda! Y para acabar de completar, una mujer
que entró hasta el hospital y le buscó charla al centinela, aprovechó que él se
descuidó, pues tuvo que salir de la habitación, se acercó, me ofreció de tomar un jugo
de naranja y como yo anhelaba tomar algún líquido, lo acepté. Ella, mirando hacia los
lados en forma cautelosa y nerviosa me dio el jugo del que tomé la mitad, pero la
mujer se angustió y en forma sospechosa se retiró. Pasaron unos pocos minutos y
empecé a sentirme mal, el policía que ya había llegado se asustó y llamó al médico,
los puntos que tenía en el estómago, que eran más de treinta, empezaron a reventarse
por que el vientre empezó a abultarse. “¿Qué le pasó?”, me preguntaban. Informé lo
que me había ocurrido, luego me sondearon y perdí el conocimiento. Unos días antes
de salir hacia Bogotá, una enfermera se quedó mirándome y me dijo: “Usted no llega
vivo a Bogotá, porque el cambio de presión lo va a matar”. Y fue tanto el susto que me
produjo aquella mujer, que cuando me subieron al avión que nos conduciría hasta la
capital, me le agarré a mi teniente Mera quien era el médico encargado de llevarme
hasta Bogotá y le dije que no me fuera a dejar morir, que no se me fuera a despegar ni
un solo segundo.
Agente Arcos. No sabía si mi esposa estaba viva, le dije a mi familia que la buscaran
y le dijeran dónde me encontraba. A los ocho días la pude ver y emocionado lo
primero que le pregunté fue por mi hijo. Los guerrilleros habían llegado hasta su
residencia, entraron, tomaron agua y ella del susto cogió al niño, lo envolvió en una
sábana y se metieron debajo de la cama donde permanecieron por largo rato
pensando en todo momento que los bandoleros entrarían a buscarme y al no
encontrarme la asesinarían junto con el niño, y cada vez que se asomaba o escuchaba
una detonación pensaba en mí y sin perder las esperanzas de encontrarme con vida,
al día siguiente se enteró de que yo estaba vivo y que me habían trasladado a Tame
hacia donde viajó de inmediato. Después de escuchar su relato y sin haberlo pensado
dos veces, le dije: “Yo a usted la quiero mucho, pero no puedo amarrarla a un invalido,
a una persona que no le va a servir para nada”. Yo sabía que había perdido el ojo y
pensaba que me irían a amputar el pie, por eso le dije que rehiciera su vida.
-
“¡Lo que pasa es usted no me quiere!”, con disgusto me respondió.
-
“¡No… por que la quiero es que lo hago!”, muy consciente de las cosas, le
contesté.
-
“¡Pues si me toca comer mierda a su lado, la como, pero yo a usted no lo
dejo!”, alegó.
Eso para mí fue un gran aliciente pues con su apoyo me dio una gran tranquilidad y un
gran optimismo que ayudó a recuperarme y aunque haya quedado con varios
problemas psicológicos y algunos defectos físicos, le doy gracias a Dios porque puedo
discernir, pensar, razonar, caminar, moverme y lo más importante, vivir con alguien
que me ama y a quien puedo igualmente corresponder.
Sargento Montoya. En Bogotá había dos parejas de padres buscándome, al hospital
llegaron dos viejitos y como yo tenía la cara completamente desfigurada por los
hematomas, me saludaron, se acercaron, me miraron y empezaron a tratarme como a
un hijo. Yo podía hablar pero el médico me lo había prohibido, sin embargo tenía que
hacer algo y como pude miré a la señora y le dije que ella no era mi mamá, hizo un
gesto de asombro y en forma preocupada se retiró, luego vino el anciano, se acercó e
intentando convencerme me dijo: “¡Mijo, usted trabajando en Arauca y nosotros
pensando que estaba en la Guajira!”. Yo seguía viéndolos hasta que hice un esfuerzo
y les dije de nuevo que ellos no eran mis padres, el viejito igualmente se asustó y con
cierta desilusión, dijo: “¡Vea…! Ahora no nos conoce”. Me preguntaron el nombre, se
los confirmé e insistieron que yo era su hijo y ante tanta confusión la enfermera les dijo
que se aseguraran, que me miraran bien, así lo hicieron, me revisaron hasta las orejas
para finalmente decir: “¡Éste como que no es!”.
-
¿Usted no estuvo en la Guajira?”. Con rostro de impotencia y confusión, me
preguntó.
-
“¡No señor!”, le dije.
Empecé a creer que me estaba volviendo tan loco que ya no reconocía ni a mis
propios padres, pero lo que yo no sabía era que tenía un homónimo dentro de la
institución. La enfermera le pidió el favor que me dejaran descansar, unas horas
después llegó mi mamá y junto con ella una escena muy triste, porque si uno sufre,
ellos sufren mucho más.
Sargento Noriega. Estuve hospitalizado veinte días por causa de la esquirla que recibí
en la espalda y las quemaduras que me produjeron las bombas molotov, soñaba y me
imaginaba que me estaban atacando, tiempo después hice curso como suboficial y
luego el de policía judicial, actividad que sirvió para superarme y dejar de pensar en
esas cosas, y ya con mayor experiencia me concienticé de que si tenía que recibir un
puesto de desorden público, no me iría a confiar en las instalaciones. Una edificación
inicialmente brinda seguridad, pero luego se convierte en un solo blanco al que los
agresores le calcularán su distancia y envestirán deliberadamente con todo lo que
tengan a mano, desplegaría actividades en busca de información, me movería
constantemente y estaría pendiente del personal con poca experiencia ya que en ellos
se puede presentar demasiada fuga de información aprovechable por el enemigo.
Exigir además que un policía no permanezca por un lapso mayor de seis meses dentro
de una zona de conflicto puesto que inicialmente se piensa que se va a correr peligro,
pero después de familiarizarse, menguan en la aplicación de las medidas de seguridad
y esto es lo que aprovechan los delincuentes.
Jamás volví a Betoyes y Dios quiera que nunca tenga que volver a ese sitio. Allí yo era
uno de los que más criticaba a los compañeros cuando los veía asustados y les decía
que buscaran un perro para que los cuidara, pero cuando se vive la realidad todo
cambia y un perro no es suficiente para que lo proteja a uno de innumerables hienas
rabiosas que agreden, fatigan y están al acecho de su víctima hasta que cae y por
último la asesinan sin piedad.
Dragoneante Sierra. Luego de ser dado de alta y haber tenido el tiempo suficiente
para mi recuperación, fui a trabajar a Villavicencio, allí engrosé las filas de GOES
(Grupo de Operaciones Especiales), cosa que hoy veo algo desacertada, pues este
es un grupo de choque que exige destrezas, decisión, disponibilidad y en el que se
presentan situaciones de violencia que me hacían recordar instantes vividos en
Betoyes, se convirtió en una nueva experiencia de tres largos años de pesadumbre,
agresividad y refugio en el licor. Bebía cada vez que tenía la oportunidad y con el licor
trataba de olvidar todas y cada una de mis pesadumbres. Desconfiaba de todas las
personas y en especial de las mujeres a quienes veía como seres aberrantes y llenos
de odio, quería volver a Arauca y vengarme de ¡no sé quién…!
A don Herminio Velosa lo encontré en Tame cuando tuve que ir a un careo ya que yo
señalé a varias personas como subversivas, pero por falta de pruebas quedaron en
libertad. Don Herminio me dijo que lo habían sacado de Betoyes luego de haberle
quitado todo lo que tenía y advertirle que si no se iba, lo irían a matar. Hablamos de
otras cosas, le ayudé con algo de dinero y me fui.
Estando en Villavicencio me enteré por medio de algunos amigos que venían desde
Arauca, que nos estaban buscando para matarnos por el hecho de habernos puesto a
inculpar a unos presuntos subversivos, además, como el compromiso era de retirarnos
de la policía, permanecía muy asustado esperando que en el momento menos
pensado alguno de los tantos delincuentes que habían incursionado en Betoyes, se
acercara y me matara, y cuando me enteraba de que llegaba gente de Arauca, yo
creía que iban era por nosotros y eso me asustaba tanto que la única forma para no
pensar que me irían a ultimar era sumergiéndome en el licor, hasta que la esposa del
general Medina, quien era uno de los encargados de la dirección de la Institución, se
enteró de mi problema y me ayudó para que me trasladaran a Bogotá donde pude
ejercer mucho mejor mi función, me resocialicé, alejé de mí el vicio del licor, dejé de
ser tan agresivo y temperamental.
Nunca he tenido la oportunidad de volver hablar con mi cabo ni con Arcos Ríos para
preguntarle por su hijo y su esposa, aunque trato de evitar hablar de esto ya que en
alguna ocasión nos reunimos con Noriega y Obregón y cuando recordamos nuestra
experiencia, cada uno dio su punto de vista y relató instantes tristes que los otros no
recordábamos ni sabíamos, esto hizo que lamentáramos el haber tenido que vivir una
cosa de esas y resultamos llorando desconsoladamente por lo sucedido.
Sargento Montoya. Mi familia me insistió sobre el retiro pero cuando uno siente y sufre
este tipo de golpes, como que le coge más amor a lo que se hace y después de
haberme salvado y verme tan jodido, pues ¡para qué retirarme! Una vez me recuperé,
laboré un tiempo en Villavicencio y pedí el traslado para Boyacá, allí pertenecí a la
estación de policía Guavatá. El papá de mi teniente Hoyos supo que en esa unidad
trabajaba un policía que había sobrevivido en el ataque contra Betoyes y por eso
anduvo durante varias horas hasta que me encontró y me preguntó cómo habían
ocurrido las cosas, quería saber la realidad de los hechos, pues según él había
escuchado muchos comentarios que no lo convencían si como buen padre conocía y
sabía quién era su hijo.
Le comenté lo que yo sabía, llorando escuchó la tragedia en que perdió la vida su hijo
y luego de cinco horas de diálogo, vi en su rostro algunos gestos de alivio, de calma y
como si a su alma hubiera venido una gran satisfacción, me dio las gracias, sus
bendiciones y se fue tranquilo para hasta la fecha nunca más volverlo a ver.
Seguía afectado psicológicamente y es que un ataque de esos no es una cosa
cualquiera, el estar durmiendo y escuchar un trueno es suficiente para desvelarse y
ponerse a recordar cada paso que se dio en ese largo camino hacia la muerte. Tuve la
oportunidad de hacer curso para suboficial y estando en la Escuela Gonzalo Jiménez
de Quezada, un personal se encontraba efectuando prácticas con explosivos y cuando
escuché el primer estruendo, me lancé del camarote, cogí el fusil, lo monté y cuando
estaba listo para disparar, el centinela me detuvo evitando así una desgracia. Pasó el
tiempo y un señor oficial se enteró de lo que yo había vivido y me propuso laborar en
el Servicio Aéreo de la Policía, donde trabajo actualmente y siento que me ha ido muy
bien, si lo comparo con lo que viví cuando era agente, viniendo así la compensación y
aunque continúo viviendo cerca del peligro como tripulante de helicópteros, que han
sido impactos en varias ocasiones, veo mi situación laboral diferente al no estar metido
en una trinchera, con un diez por ciento de probabilidades de vida, sino desde arriba,
desde donde se tiene supremacía y existe un ochenta por ciento de posibilidades de
salir ileso ante un ataque, donde se sienten ganas de combatir y aunque no soy el
directo responsable en la operación del armamento, estoy atento para cuando veo
claudicar algún artillero, que como es normal se puede poner nervioso, quitarlo de su
posición y colocarme en el lugar de los que abajo me están pidiendo ayuda.
Recién habilitado como técnico participé en el apoyo de un personal que estaba
siendo atacado en la Sierra (Cauca), acudiendo a tiempo ya que nos encontrábamos
fumigando cultivos ilícitos en Corinto (Cauca) y los delincuentes no lo sabían, dimos de
baja en esa oportunidad a más de veinte subversivos, siendo ese uno de los más
duros golpes asestados por la policía contra el M-19 (Movimiento 19 de abril) que para
la época estaba en pleno furor. Sentía emoción al disparar, alegría de darles para que
aprendieran a respetar y experimentaba rabia cuando los veía correr, porque me daba
cuenta de que ellos eran valientes solo cuando tenían todas las de ganar y es que esa
no ha sido la única ni la última oportunidad para demostrar que de Betoyes aún
existimos hombres con ganas de trabajar, pues en Caño Jabón (Meta), dimos más de
quince bajas y tuve la satisfacción de ver subir cuatro de esos delincuentes a nuestro
helicóptero, para luego ser llevados hasta San José del Guaviare donde se les practicó
la respectiva inspección y se les dio la sepultura adecuada.
Guardo muchos recuerdos de aquella noche, horas antes que me acostara, había
hablado con un muchacho natural del Tolima quien me decía que tenía una hija a la
que quería mucho y pensaba pedir el traslado para casarse y así poder estar más
tiempo con ella, sueño que nunca pudo realizar ya que esa noche murió.
Existen muchos comentarios y varias personas bromean con lo que suponen ellos fue
lo que nos ocurrió, sin pensar que esto es algo muy serio y nos puede afectar
psicológicamente. El estar al borde de la muerte sin poder hacer nada para
solucionarlo es algo muy difícil, igualmente, el ver caer el cuerpo de un amigo sin vida
es algo traumático, pero lo que más ofende es tener que escuchar a un tonto e
ignorante especular sin ningún criterio sobre lo que a otros les sucedió.
Dragoneante Sierra. De lo experimentado por nosotros se han originado muchos
chismes y quien critica es porque nunca ha estado en una cosa de esas, alguna vez
alguien se atrevió a decirme: “¡Ah… ¿ustedes fueron los que dijeron maten al teniente
y no nos maten a nosotros?!” y luego de escuchar su insolencia, agaché la cabeza y
pensé en que si lo decía era porque estaba desinformado y que mejor, pienso hoy, se
entere luego de varios años, de cómo fue la realidad de los hechos y se arrepienta de
lo que dijo, porque con eso es suficiente para que obtenga el perdón de cada uno de
los hombres que perecieron en Betoyes. Hay quienes dicen que a los centinelas los
encontraron durmiendo y fueron degollados a cuchillo, son comentarios que se dan, y
de mi teniente dicen que le cortaron las orejas, cosa que a mí no me consta y lo único
que sí sé, es que le dañaron la cabeza con tiros de fusil.
La nuestra no fue la única incursión que hicieron los bandoleros en Betoyes, cuentan
que se construyó una fortaleza que ayudó a sostener otros ataques y en un apoyo a
dicha localidad fue emboscada toda una patrulla en la que murieron un oficial y veinte
agentes. Guardaba recortes de distintos periódicos que cubrieron varias noticias
acerca de cada uno de los ataques perpetrados por la subversión contra la policía de
Betoyes y cuando los leía me traían recuerdos tristes, en mi mente calaban frases
como: ¡Nos van a matar, ayúdenme que estoy herido, no me dejen solo! Que me
ocasionaban un gran daño y por esto los destruí.
En Betoyes no existe policía, de los habitantes que hoy residen en dicho caserío
ninguno recordará que en lo que queda de un cuartel, murieron una decena de policías
y otro número similar quedó herido de muerte en un ataque descomunal y aberrante,
perpetrado por seres impulsados por la venganza, el odio y el resentimiento, que hoy
deberán estar bajo tierra si como es obvio tendrían que pagar todo el daño que
causaron.
La mayoría de los que logramos salir con vida del ataque histórico contra Betoyes
permanecemos activos, los otros gozan de pensión muy merecida pero permanecen
unidos a nuestra institución por medio del recuerdo y una infinidad de experiencias, en
especial la vivida durante una larga noche de terror en la que vieron su vida
desvanecerse sin el más mínimo asomo de seguridad por salvarla.
CAPITULO II
VENGAN CONMIGO
Mayor Carlos Augusto Peña Cifuentes. A Herrera (Tolima) llegué luego de haber
sido denunciado por lesiones personales contra un oficial de la policía que, estando
fuera de servicio y embriagado, fue muy altanero con nosotros quienes con
intenciones de conducirlo hasta nuestras instalaciones en el comando de Ibagué, nos
vimos obligados a emplear la fuerza y resultó con algunos raspones y hematomas,
pero no más, por esto, mientras se solucionaba mi situación, mis superiores tuvieron a
bien enviarme trasladado al municipio de Fresno, pero a última hora decidieron
destinarme a Herrera, que era tenido como un puesto de castigo, aunque sabía que
ese no era mi caso. Una vez notificado, recibí la orden de desplazarme por mis propios
medios hacia Chaparral. Me fui en bus de la empresa Velotax, cargaba dos maletas de
Cholac porque no me imaginaba a qué sitio iría a llegar. En una de las maletas guardé
una carabina desarmada.
La consigna era viajar en horas de la noche, se decía que había menos peligro pues a
esa hora no ocurría absolutamente nada. El viaje era muy pesado, no teníamos la ruta
por Coyaima sino, por Rovira, Playa Rica, San Antonio de los Micos, dos poblaciones
más y en un lapso de ocho horas de camino por una carretera destapada, llegaría
hasta Chaparral.
Arribé a las siete u ocho de la noche, allí me encontré con mi mayor Córdoba quien
era el comandante del distrito, luego de presentármele me dio la información de lo que
era Herrera, su ubicación, y me dijo que era el puesto más aislado de dicho distrito. A
grandes rasgos me dio a entender que era peligroso. Como a la hora del encuentro me
dijo: “Nos vamos”.
Salimos en un vehículo tipo campero marca Toyota hacia Herrera, llegamos a media
noche y allí me estaba esperando un subteniente de apellido Moreno a quien no le
pude distinguir el rostro porque estábamos a oscuras y con la escasa luz de una vela
puesta en la guardia del cuartel pude leer lo que me estaba entregando. Me dijo:
“Buenas noches ´swiche` (subteniente), ahí están los dieciséis folios de vida de los
agentes y el del suboficial, aquí está el armamento… revíselo”. Eran quince carabinas
M-1,
dos M-2 San Cristóbal, seis revólveres, cuatro granadas de mano y un poco de
dinamita con estopines y mecha lenta que estaban guardando y que pertenecía a la
gobernación del Valle del Cauca, porque con ella querían abrir la carretera que
comunicaría a Herrera con Florida (Valle) por los lados del Páramo de las Hermosas y
el Cañón de los Venados. La entrega se efectuó en veinte minutos, porque el señor
mayor dijo que por seguridad se tenían que ir y ahí quedé.
La impresión fue tanta que no me lograba ubicar ni sabía en dónde estaba. Como lo
dije, no había luz, la subestación tenía una planta eléctrica que se ponía a funcionar
para cargar la batería, esto se hacía en el día y por espacio de una hora. En la guardia
había un radio marca Kachina con el que nos podíamos comunicar en la madrugada y
en la noche, porque en el día era más fácil hablar con los operadores de los
departamentos de policía Guajira y Vichada que con el mismo municipio de Chaparral.
Armé mi carabina, llené proveedores, cogí otros trecientos cartuchos de reserva y
estuve despierto hasta las tres o cuatro de la madrugada sin pensar en nada porque
no sabía en donde me hallaba. Con luz del día pude ver hacia afuera y me di cuenta
de que yo era el comandante de esa ´vaina` ¡¿ahora qué hago?! Con gran
incertidumbre me pregunté. Y empecé a querer conocer la gente por intermedio de los
policías, quienes el que menos tiempo llevaba trabajando en Herrera eran seis meses
y el más antiguo dos años y medio, la mayoría estaban por ´JJ` (literal del antiguo
reglamento de disciplina en el que se estipulaban las faltas constitutivas de mala
conducta) y eso quería decir que serían próximamente retirados de la institución. De
los dieciséis había unos doce en estas circunstancias.
Yo soy de Soatá (Boyacá), había entrado a la institución no como dice todo el mundo:
¡Que desde chiquito quería ser policía! Sino, por cuestiones de idealismo después que
unos alumnos de la escuela Rafael Reyes, ubicada en Santa Rosa de Viterbo
(Boyacá), me dieran una garrotera por algo en lo que yo no tuve nada que ver y eso
me hizo pensar que si me convertía en policía con rango de oficial, me sería fácil
instruir a mis subalternos y evitar que fueran tan ´atarvanes` (patanes) con las
personas. Así fue, me hice policía y ahora estaba pagando algo que yo no había
hecho.
La casa en que funcionaba la subestación tenía unos quince metros de frente por otros
veinticinco de fondo, era esquinera y quedaba diagonal al parque, si se veía de frente
tenía un piso pero si se veía de lado se veían dos, porque contaba con una especie de
sótano. En la parte de atrás colindábamos con el ´coso`, que era el lugar donde
guardaban los animales que deambulaban sin dueño por las calles del pueblo y eran
recogidos por el inspector de policía para cobrar una multa y recaudar fondos. Don
Pablo era el propietario de la casa que limitaba a nuestra derecha y hacia abajo, el
inmueble del frente estaba desocupado y en la otra esquina vivían un matarife y varios
vendedores de café.
Para entrar a Herrera se tenía que pasar por un caserío denominado Palonegro, el
cual lo conformaban unas diez casas, se avanzaban doscientos metros que era el
ancho de la pista y se entraba al pueblito de Herrera que tenía unas cien casas
distribuidas bordeando algunas callecitas que confluían a un parque principal en el que
estaba la Caja Agraria, un puesto de salud y una caseta para la recolección de café,
también contaba con dos billares y cinco tiendas en la zona de tolerancia que como es
normal, nunca falta en un pueblo de esos.
Herrera era un pueblo que tenía luz desde las cinco de la tarde hasta las ocho de la
noche, el agua se extraía de una quebrada y bajaba por una manguera que abastecía
la comunidad. Como medios de transporte llegaban tres camperos en el día, se
contaba con una pista de aterrizaje que hacía más de dos años no se utilizaba y se
empleaba como cancha de futbol.
Tenía otro compañero en Bilbao, dicho puesto era más aislado que el mío porque ni
siquiera tenía carretera y para llegar hasta allí, se tenía que pasar por un río
empleando para ello una canasta, luego caminar cuatro horas y llegar hasta el
poblado, a menos que se consiguiera una mula que ayudara a cargar la maleta, este
viaje podría dejar sin ganas de volver a cualquiera que tuviera que ir allá.
Como a los ocho días de haber llegado a Herrera empezaron las fiestas en Bilbao,
Ramos se enfermó y desde Chaparral me ordenaron que tenía que reemplazarlo
durante los tres días de fiesta. Me llevé a dos agentes y al suboficial, pues un cabo
que venía desde Rio Blanco sería el encargado de recibirme Herrera. Nos fuimos por
carretera, subimos en el famoso canasto, cruzamos el río y llegamos caminando hasta
Bilbao. Mi compañero ya no estaba, las pésimas condiciones de salud en las que se
encontraba lo habían obligado a salir hacia la capital.
Bilbao es más pequeño que Herrera, no cuenta con luz ni agua, predominan los
evangélicos y hay tres iglesias de este tipo.
Junto con doce policías y los tres que llevaba yo, supervisamos las fiestas. Cuando
terminaron me dieron la orden de mandar al cabo para Herrera y quedarme como
comandante de Bilbao, cosa que vi ilógica y no la cumplí. No aceptaba la idea de
haber recibido una estación con actas y tener que entregarla de palabra, estaba
respondiendo por armamento y otros materiales, además, por varios policías que si
salían trasladados se me podrían ir debiendo la comida y el lavado de ropa, entonces
dije: ¡No! Me voy para Herrera y dejo al cabo aquí. Cogí los dos policías y me devolví
por la vía de ´El Diamante`, porque ya había preguntado y me habían dicho que existía
dicha ruta. Cruzamos cinco cerros y luego de caminar durante ocho horas llegué a
Herrera, le dije al cabo que se fuera hacia Río Blanco en compañía de un policía que
salía trasladado, me reporté con Chaparral y les dije que ese puente era San Pedro,
que el gobernador del Valle iría a Herrera con el fin de promover la carretera que
comunicaría a Herrera con Florida y que me parecía de mucha importancia estar
atento de dicha personalidad, y así logré justificar mi desobediencia.
El sábado en la noche se escucharon varios disparos en la zona de tolerancia, me fui
con ocho policías y cuando nos estábamos acercando al lugar, una señora me cogió
del brazo, me rogó que no fuera porque allí estaba la guerrilla y me explicó que nos
tenían preparada una emboscada, por lo que regresé al cuartel, dejé a dos agentes
cuidando las instalaciones, armé varios grupos con el resto del personal, nos fuimos
hacia la zona de tolerancia y capturamos al tipo que había hecho los disparos, le
quitamos la pistola, lo retuvimos y reportamos la novedad.
Como a las 21:00 horas de ese mismo día, una persona se acercó para decirme que
en la parte de arriba del caserío y a cien metros a partir de la última casa, me estaba
esperando un señor a quien le urgía hablar conmigo. Saqué el revólver, carabina, una
granada y con dos policías que iban a lado y lado de la calle, me reuní con un
habitante del caserío, éste resultó ser un tipo que tenía una finca y había vendido el
café, consignó el día sábado en la tarde tres millones de pesos, que para la época era
bastante plata, en la Caja Agraria y según él, podía ser un directo afectado. Me dijo
que esa noche se iba a meter la guerrilla, que estaban en el paso del Venado, que ya
venían hacia Herrera y que eran muchos. Lo escuché, le dije que estuviera tranquilo
porque a su dinero no le iba a ocurrir absolutamente nada y me despedí. Previendo la
advertencia del señor, aproveché que la casa del frente estaba desocupada y en ella
alojé a tres policías que vivían fuera del cuartel, dejé uno en cada pieza con su
respectivo armamento y no los volví a molestar para nada. El compromiso era de
llevarles la comida hasta sus habitaciones y con esto no se vieran obligados a salir al
pueblo. Tan solo una calle de borde a borde de cuatro a cinco metros, nos separaba
de ellos. Conseguí tres caballos prestados, dejé todos los documentos, el armamento,
los uniformes y junto con otros dos muchachos me fui hacia el Paso del Venado, lugar
desde donde se divisaba ya Florida (Valle). Les preguntamos a los habitantes de dicho
sector si había algo extraño pero nadie nos respondió, es más, ni el saludo nos
quisieron contestar. Nos abrimos por un camino, avanzamos unos trescientos metros
hasta donde nos encontramos con un fogón apagado y muchas pisadas que me
hicieron llenar de nerviosismo y emprendiendo carrera en los caballos, no volvimos a
parar hasta que llegamos al pueblo.
Eran las cuatro de la tarde, le dije al único policía casado que se quedara dentro del
cuartel. Todos eran muy conscientes de la situación y en poquito tiempo les había
ganado confianza, los tenía siempre muy ocupados conmigo al frente, hasta el casado
en ratos libres nos ayudó en la reparación de trincheras y otros arreglos, nunca les
observé gestos de inconformismo, ninguno me parecía malo y veía que las faltas por
las cuales habían sido sancionados se debían a retardos en el servicio pero de ahí no
pasaban, ahora, yo no les dije que iba también por castigo, sino por bueno y que había
llegado era a arreglar la estación porque la policía me había enviado a realizar un
curso de contraguerrilla que duró tres meses en la base militar de Tolemaida y que por
eso venía era a trabajar. Ese domingo organicé la gente, distribuí gran parte de la
munición y les dije que la alarma sería un disparo al aire.
Efectivamente el gobernador visitó Herrera el día domingo en la tarde, se reunió con
varias autoridades y el mismo día salió, pero de su comitiva se quedó un periodista
quien supuestamente tenía familia dentro del pueblo. Una vez se fue, hicimos un
patrullaje por los alrededores, llegamos a la estación, mandé a dormir a los que tenían
que hacer primer turno, a los que estaban de descanso y me quedé con los cinco de
guardia hasta las tres de la mañana, que fue cuando me retiré a dormir. Antes de irme
a descansar pase de cama en cama y le pregunté a cada policía cuál era su lugar de
facción, les dije que estuvieran pendientes y que no la fueran a pensar dos veces
cuando tuvieran que reaccionar, “¡siiii mi tenieeente, tranquilo!”, soñolientos me
contestaron.
Al rato, cuatro y treinta o cinco de la mañana sentí un ruido, estaba haciendo frío,
volteé a taparme y fue cuando escuché un rafagazo.
Dragoneante Orlando Pedraza. El día 15 de junio de 1985 empaqué maletas y con la
carabina envuelta en un periódico, salí en un campero UAZ desde Rio Blanco hasta
Herrera. El traslado no me sentó muy duro por cuanto ya había trabajado en el
corregimiento de la Profunda que es un caserío mucho más solo que Herrera y había
formado parte del personal encargado de reinaugurar el puesto de policía de Bilbao en
1981, luego del asalto guerrillero en 1979, y aunque fue algo muy duro, nos pudimos
acoplar dejando en pie las instalaciones necesarias para que nuestro relevo se pudiera
alojar.
Trabajé quince días en Herrera, ordenaron presentarme en un juzgado de Ibagué, me
desplacé, el recorrido fue largo ya que por cuestiones económicas tuve que quedarme
en Chaparral y en total fueron cinco días los que tardé para regresar a Herrera donde
continué laborando normalmente.
Hice cuarto turno y entregué a la una de la mañana, se habían escuchado los perros
ladrar pero eso era algo normal, me recosté, hice algo que casi nunca había hecho
porque ese día se me antojó quitarme el uniforme a sabiendas que debíamos dormir
con las prendas listas para la acción y ya como a las cinco de la mañana escuché una
alborada, porque eso fue lo que creí que era, pues estábamos en fiestas y se
utilizaban voladores para avisar que iniciaban o continuaban las celebraciones.
Mayor Peña. Entre dormido y despierto, estaba muy cansado porque todo el día había
sido de mucho ajetreo, pensé que era un sueño y me pregunté: ¿Pero quién habrá
disparado, si estas carabinas no tienen ráfaga y las únicas que lo pueden hacer (que
eran las M2 San Cristóbal), las tengo cerca de mi cama…? Esperé un momento para
estar seguro si era que estaba soñando, acostado aproveché para mirar mi carabina y
el revólver, hasta que sonó otra ráfaga. Mi habitación quedaba a dos metros de la
esquina por el costado izquierdo desde donde se veía un segundo piso, una tabla me
separaba de la pieza de los agentes, yo había abierto un hueco con el fin de poder
bajar al otro nivel y caer al sótano en una zanja de arrastre que me llevaría hasta una
trinchera ubicada en el primer piso. Cuando escuché la ráfaga, la puerta de mi
habitación, que daba contra la calle, quedó llena de huecos y esto sirvió para que me
levantara de inmediato, me revolqué en el piso, logré colocarme el pantalón y otras
prendas, agarré las carabinas, me escudé en la pared, cogí la munición y me tiré al
primer piso donde me pude dar cuenta de que la mayoría de los policías se
encontraban tras las trincheras. Verifiqué que todos estuvieran en su sitio, le dije al
operador del radio que informara a Chaparral lo que estaba ocurriendo y empezaron
las ráfagas más tremendas que venían por todo lado. Avisamos al Chocó, a la Guajira
y en general a todos los sitios, menos al que debíamos llamar.
Ya había escuchado de asaltos y emboscadas leves, pero esto como que era distinto.
Empezaron a dispararnos por todos los flancos, nosotros les contestamos el fuego y
era irrisoria la forma como sonaban nuestras carabinas si se comparaban al ruido
estruendoso de los fusiles de los bandoleros, el periodista que se había quedado
visitando supuestamente a sus familiares, grabó parte del combate y en la grabación
se podía diferenciar fácilmente las envestidas de la guerrilla con el ruido de los
escasos disparos que tiro a tiro salían de nuestras carabinas.
Avisamos a los otros departamentos, dijeron que por microondas se iban a comunicar
con nuestra base de comando para que ellos a su vez hicieran lo pertinente. Nos
tenían dos francotiradores, uno con su fusil mampuesto en una esquina y el otro sobre
la caseta en la que se recolectaba el café y queriendo probar su puntería,
asomábamos la goleana (gorra) y luego de verla agujereada, nos dábamos cuenta de
que si los habían escogido como tales, era porque realmente sabían disparar.
El miedo pasa después que uno empieza a disparar, me pasé a una trinchera, hice
varios disparos, me di cuenta que yo también podía hacerlo y se me calmaron un poco
los nervios.
No me hacía falta nadie, llamaba a los de la casa del frente y me gritaban que ahí
estaban. Empezó a amanecer y asustado, sin saber qué hacer, ni contra quién me
estaba enfrentando, porque el factor sorpresa fue determinante, traté de disimular el
miedo ya que uno de comandante no puede demostrarlo, pues de ser así la gente se
va para atrás, por eso les dije que no estaba pasando nada y que si nos íbamos a
morir pues nos moriríamos, pero nadie se iba e entregar, porque si lo hacíamos
iríamos a ser sometidos a torturas.
Dragoneante Pedraza. Mi cama daba contra uno de los rincones del alojamiento, los
impactos que entraban por cada uno de los costados la hicieron simbronear y con ello
me terminé de despertar. De una me lancé al vacío por un hueco que me conducía
hasta el sótano y eso fue lo que me salvó ya que los disparos que venían contra mi
habitación eran muchos y fácilmente me podrían dar. Caí parado y paralizado durante
diez minutos, empecé a temblar mientras la mente permanecía en blanco, ¡no me
movía… y es que el miedo es cosas seria! Hasta cuando un compañero pasó, me
pegó una palmada en la espalda y eso me sirvió para entrar en situación, pero como
yo no tenía un lugar de facción asignado en el plan defensa, me fui a apoyar en los
lugares que vi más vulnerables. Por una zanja de arrastre llegué hasta el coso, donde
estuve durante un rato y afortunadamente nadie me disparó, me devolví por la mism a
zanja de arrastre, llegué hasta una de las trincheras y allí me encontré con varios de
mis compañeros. Ya había disparado, porque después que uno lo hace viene la
confianza y la tranquilidad para seguir enfrentando la cosa, de ahí me desplacé hacia
la sala de comunicaciones en la que me encontré con mi teniente, él nos preguntó a
varios de los que estábamos ahí, quien era capaz de subir a sacar la munición de
reserva y el resto de elementos que nos pudieran servir para defendernos, y como
nadie dijo: ¡Yo! Porque el enfrentamiento se estaba poniendo cada vez más duro y el
lugar en donde se encontraba el resto de la munición no ofrecía ningún tipo de
seguridad, le dije a mi teniente que si ese era mi día ¡pues que fuera! Y me subí por el
mismo hueco por donde había caído, me arrastré hasta la habitación de mi teniente,
saqué la munición, un poco de mecha lenta, una caja con dinamita, creo que algunas
granadas y se las entregué al personal que estaba abajo esperando, lancé varios
uniformes, algunas botas, colchones y seguí desplazándome por todo el alojamiento
en busca de más elementos que nos pudieran servir y no me pasó absolutamente
nada. Todo lo que encontré a la mano lo bajé.
Mayor Peña. Seguían disparando y hacia las ´metras` (ametralladoras) les
contestábamos nosotros. Durante varias horas dispararon y dispararon, y casi a las
08:00 nos lanzaron un roquetazo que pegó en la parte de atrás del cuartel, era un
segundo piso y allí habíamos colocado varios bultos repletos con arena, detrás de los
cuales se estaban parapetando dos agentes, cuando escuché semejante explosión,
porque es distinto estar en la práctica y escucharlos a ochenta metros o cien de
distancia, a estar a escasos siete u ocho metros donde el ruido retumbante hace que
uno se mesa de un lado al otro y no se pueda reincorporar hasta cuando pase el
efecto de la onda que se expande y se contrae, pensé que ya me habían matado a
varios que estaban protegiendo la parte de atrás, se disipó el humo y entre penumbras
observé que me habían derrumbado gran parte del cuartel, uno de los muchachos se
alcanzó a lanzar hacia otra pieza, el otro cayó al primer piso, se fracturó la mano
derecha y se convirtió en mi primer herido, “¡Rivero!”, le dije. “Quédese ahí y miré qué
puede hacer desde ese punto”. Así lo hizo y luego me llamó y me dijo que se le había
trabado la carabina, entonces lo metí dentro de una sala pequeña que teníamos
adaptada como gimnasio, le vendé la mano, le entregué una de las San Cristóbal y le
dije que se estuviera quieto mientras le asignaba la función de amunicionador y él, con
el empleo de su mano izquierda, callado y sin lamentarse empezó a llenar
proveedores.
Salí al patio y como las paredes eran altas, no le vi problema estar allí y con calma
empecé a destrabar la carabina, pero cuando le miré el cañón, vi que este se había
dilatado y el conjunto del cartucho, vainilla y proyectil estaban dentro, como no se
podía habilitar nuevamente, le saqué el cerrojo y lo boté a la alberca. Ya era una
carabina menos. Permanecí unos minutos en el patio hasta cuando Rivero me gritó:
“¡Mi teniente otra bomba, quítese de ah…!”. Yo me lancé hacia el sótano donde se
encontraba París, reventó el artefacto y cuando volví a salir me encontré con un cráter
como de un metro de diámetro por unos cuarenta centímetros de profundidad en toda
la mitad del patio, no sabía de dónde había venido, yo logré saltar tres metros y lo
único que me salvó fue una pared de bahareque construida cerca al patio, me estaba
medio recuperando del totazo y fue cuando escuché que gritaron: “¡Mi teniente…
mataron a Villalba!”.
Dragoneante Pedraza. Serían las 08:00 horas cuando pude uniformarme luego de
haber estado corriendo de un lado a otro en interiores. Mi arrojo eran las ganas de vivir
y no podía esperar que alguien actuara por mí. Volví a subir al segundo piso y desde
allí pude ver que los guerrilleros se nos querían meter por la casa vecina, pero Jaime
Machado les disparó y los frenó un poco. Me ubiqué al lado de París Pozo, pero hacia
ese punto nos lanzaron un taco de dinamita que nos bajó con todo y pasillo, que
estaba hecho en madera. El golpe fue duro, tardé en recuperar el aire, me levanté y al
verme de nuevo sin un lugar de facción, me desplacé hasta la parte de atrás de la
estación. No podíamos correr a la loca, pues de cualquier parte nos podían tener
alineados. Para llegar al fondo del patio tendría que pasar por un punto vulnerable que
me obligó a establecerme, asomar la goleana que colgué en la trompetilla de la
carabina y esperar que le dispararan, pero como no pasó nada, salí de detrás de la
puerta con el fin de tener más visibilidad y fue cuando empecé a escuchar a los
bandoleros que gritaban para que nos entregáramos. Para intimidarnos decían que
teníamos a nuestras madres vivas, que nuestra familia nos quería volver a ver con
vida y que ellos venían solamente por las armas. Obviamente nosotros también les
contestábamos que entraran por ellas, que nosotros estábamos dispuestos a
entregárselas. A ratos uno se siente como que se le ablanda el corazón y lo ponen a
pensar, en instantes me provocaba entregar la carabina para que no me fueran a
hacer nada en el pellejo.
Pensé en salir… ¡pero a darle al tipo que estaba gritando! Era difícil hacerlo porque
había muchos y yo no sabía con exactitud cuál era su posición, escuchaba niños gritar
arengas alusivas al M-19 (movimiento 19 de abril) pero desde mi posición no podía
dispararles y como hacia donde yo me encontraba no estaban disparando, me atreví a
salir, avancé unos tres metros, pasé por el coso, llegué hasta la otra esquina en la que
había una cerca hecha de esterilla, desde donde logré ver a uno de los tipos que nos
estaban lanzando consignas y le disparé, afortunadamente hice tres disparos y entré,
porque se vino la plomacera mas tremenda, seguramente le pegué, lo cierto fue que el
tipo no volvió a decir que nos entregáramos, de ese sitio salió mucha gente y
empezaron a dispararme, pero como yo salí rápidamente no pudieron hacerme nada.
Caí al patio, en todo el rincón había una hornilla en la que preparaban la comida los
soldados cuando iban a la estación, llegué a la esquina y me atrincheré entre una
puerta y la hornilla hasta que me dejaron de disparar, luego vi cuando un objeto que
parecía una pelota de trapo cayó en el centro del patio, como un tonto la quedé
mirando y observé que estaba echando humo, cuando me di cuenta que era un
artefacto explosivo, fue porque me levantó, ya no veía nada, todo era polvo y humo,
sentí mi cabeza hueca y eso me hizo quedar en el sitio hasta que me pude medio
recuperar.
Todo estaba bien excepto mi cabeza que sentía grandísima, pasó el humo y luego vi
que cayó una ´piña` (granada) que si alcancé a reconocer, por esto me lancé encima
de la hornilla que me sirvió para salvarme de las esquirlas y la onda explosiva, y al ver
que me tenían localizado me desplacé hacia el fondo y me atrincheré detrás de unos
costales hasta cuando cayó un taco de dinamita en otro de los pasillos que pasaba por
encima de donde yo estaba y esto hizo que cayeran varias canecas con ACPM (Aceite
Combustible Para Motores) que se empleaba para la planta del pueblo, me vi
embadurnado de aceite y quedé viendo muy poca cosa, por esto salí y me atrincheré
detrás de unos colchones que estaban contra la puerta y permanecí allí durante un
largo rato.
Mayor Peña. Tenía un tiro que le había entrado por la garganta y le había salido por la
nuca, al ver eso ¿pues qué? Con nervios, miedo, incapacidad y con ganas de hacer
más pero sin poderlo hacer, mandé a Valencia y a Coral para que cubrieran la
trinchera del muerto.
Como a las 09:00 horas pararon el fuego, hubo un receso como de diez minutos y
empezaron a hablar por el altoparlante del pueblo: “¡Comandante! Habla Carlos
Pizarro, solamente vengo por las armas, entréguese y le respetamos la vida”. Pero
nosotros le decíamos que ¡ni mierda! Que si las quería pues que viniera por ellas. Y
ante nuestra negativa volvió a hablar cuando dijo: “Le doy diez minutos para que lo
piense”. Sin embargo nosotros empezamos a rezar la Oración Patria, para
demostrarles que estábamos dispuestos a lo que fuera, luego uno de mis policías, un
negrito vallecaucano, me alegó: “¡Cómo así mi teniente, salgamos porque nos van a
matar!”. Y como yo sabía que días antes él había discutido con otro policía y se habían
alcanzado a dar golpes, aproveché su enemistad para que uno cuidara al otro y le
ordené que en el momento que éste intentara salir, le disparara pero no lo dejara llevar
la carabina y si la dejaba y se iba, pues también le disparara por cobarde. Nosotros
que decimos que no y empezamos a ver los rotos en la pared, empezó de nuevo la
plomacera y esas ametralladoras no descansaban, eran denos y denos plomo,
volvimos a decir que no. Y ¡plum! Nos metieron otro roquetazo en la sala de radio que
le pegó a la pared y casi la tumba, apenas pasó la humareda mandé al radio operador
para que reportara lo que estaba sucediendo, él lo intentó pero no pudo, como vi que
no le contestaron le dije que se saliera de ahí y cuando lo hizo nos metieron otro que
acabó con la sala de radio, el equipo de comunicaciones e hirió a Sema a quien varias
esquirlas le golpearon la espalda y el cuello, esto hizo que la sangre le manara a
presión, por eso lo agarré, le quité la camisa, la camiseta, se las puse de compresas y
como empezó a tiritar, subí, bajé una cobija, lo envolví y lo dejé ahí metido en una
zanja de arrastre al lado de Paris que permanecía cargando proveedores.
La explosión nos aisló completamente el cuartel, porque tapó una zanja y esto nos
impidió pasar al otro lado que era donde estaba el muerto. Ya era el tercer proyectil
que lanzaban y estarían midiendo la distancia. Con un policía arriba, tres al frente y el
resto en las trincheras empezamos a defendernos.
A las 10:30 horas se nos trabó otra carabina, la reemplacé con mi san Cristóbal y
quedé tan solo con el revólver. Miraba, daba instrucciones, disparaba y ya al medio día
presentaba el cansancio más verraco porque no había dormido casi nada y tenía
mucha sed.
Empezamos a escuchar que nos estaban abriendo un hueco en la pared que limitaba
con la casa de don Pablo, querían romperla para introducirnos por ahí un rocket o un
artefacto similar, y hacia ese sitio puse un agente exclusivamente para que le
disparara a cualquiera que se fuera a asomar, cogí una granada, me paré en la
alberca, la despiné, se la mandé por encima y me tiré al piso, pero esta no explotó, al
otro día me dijo don Pablo que cuando cayó la granada no sabían qué hacer, unos se
quedaron quieticos, otros corrieron, creó tanto revuelo que si hubiera explotado habría
hecho una moñona, pero cuando vieron que no explotó la cogieron, la envolvieron en
un trapo, la metieron en un morral y siguieron rompiendo la pared. Hijuemadre
¡lástima! Me dije cuando no escuché explotar la granada que era una de esas grandes
que parecen piñas y llevaban unos cinco años ahí guardadas, estarían vencidas o
húmedas porque ya no ofrecían ninguna garantía de explotar, pero aun así no
podíamos desperdiciarlas. Yo tenía otra, quise lanzarla pero era medio día, no sabía
qué vendría más adelante y sin pensar si iría o no a explotar, la guardé y esperé
utilizarla en algún momento crucial.
Siguieron rompiendo la pared, las carabinas seguían trabándose y por eso empecé a
reemplazarlas por revólveres. Un proyectil que golpeó en una de las paredes, revotó y
se le incrustó a uno de los policías al lado derecho del corazón, ¡se salvó de milagro!
Me di cuenta fue porque tenía un chorro de sangre que le estaba saliendo del pecho,
era mi tercer herido o mi segundo muerto, fui, busqué una sábana, lo amarré, lo dejé
en el mismo túnel en el que había dejado a los otros heridos y mientras lo recostaba,
me miró con sus ojos vidriosos, triste y desahuciado me dijo que tenía sed…“tengo
sed mi teniente….tengo sed” y por esto fui hasta la alberca. A uno le enseñan en
primeros auxilios que a un herido no se les debe dar nada de beber, pero lo vi tan
grave, y si era lo último que quería, pues agua le iba a dar, se la t omó, estuvo como
veinte minutos pálido y al ratico no sé cómo se recuperó y me dijo que estaba bien.
Era Tapias, “usted encárguese de nuevo de su punto y no deje que abran el hueco”,
fue lo que le dije mientras seguía pasando revista a los demás.
Como a las 14:00 horas hubo otra tregua. “¡Comandante…! Entréguenos sus armas y
les respetamos la vida”, repetían los guerrilleros. Algunos policías cantaban y dentro
de la incertidumbre otros no pronunciaban palabra. Bajé al primer piso y les pregunté:
“¿Quieren salir?”. Veía que no había nada qué hacer y quería saber cuál era su punto
de vista. Ya se los había preguntado hacia una hora, pero ellos me volvieron a decir
que no. Entonces le grité a la persona que nos estaba persuadiendo para que nos
entregáramos: “¡Que ni por el hijueputa nos íbamos a rendir y que si nos querían,
tenían que venir por nosotros!”. Y sin asomar la cabeza les volvimos a disparar. Ya a
la media hora volvieron a gritar y ante nuestra negativa, nos empezaron a incendiar las
instalaciones, que como estaban hechas en madera y bahareque, pocas bombas
molotov lanzadas por la parte de atrás que era el lugar por donde teníamos poca
visibilidad, fueron suficientes para que nuestras instalaciones echaran a arder en
llamas. Las veíamos caer y hacia ese lado no se podía pasar porque estaba tomado
por varios sediciosos que no permitían que ni nos fuéramos a asomar. ¿Y el muerto?
¡Ay juemadre! Me dije. Y empecé a rascarme la cabeza. Ya había muchas carabinas
dañadas ¡mierda! ¿Y ya con qué carajo vamos a pelear? Me preguntaba mientras los
policías me decían que teníamos que seguir adelante, que no iban a salir y le gritaban
a la chusma que si eran tan verracos que entraran por nosotros. Los bandoleros no
sabían que nosotros estábamos desarmados y como aún se escuchaba uno que otro
disparo, esto sirvió para que estuvieran prevenidos y desistieran de abalanzarse
contra nosotros.
Cogí varias carabinas, las desarmé, las metí en el roto que había hecho la granada del
supuesto mortero y junto con los proveedores las hice detonar, esto ayudó al incendio
pero ya no serían de nadie.
Los tres policías que estaban en la casa de enfrente me habían servido demasiado,
porque los bandoleros no sabían que estaban ahí y fueron los que dieron de baja
como a siete guerrilleros, quienes sin pensar que desde el frente los tenían en la mira,
se iban acercando por detrás de la estación e iban cayendo convencidos de que eran
ellos mismos los que se estaban dando entre sí, pero cuando se les acabó la
munición, abrieron las puertas y me lanzaron dos de las tres carabinas, porque para la
otra quedaban algunos cartuchos y aunque eran pocos, la estrategia podía continuar,
las desarmé y escondí sus partes porque no tenía con qué hacerlas explotar.
A las 15:30 ó 16:00 horas, con el cuartel envuelto en llamas, desconecté la manguera
que pasaba por la guardia y llevaba el agua hasta la parte de atrás. Empecé a regarla
y a humedecer pedazos de trapo con los que nos refrescamos la cara y nos
protegimos del humo El incendio estaba a nuestras espaldas, nosotros quedamos
entre las trincheras y la candela y sin tener hacia dónde correr, empezamos a tomar
agua mientras nos dedicamos a esperar lo que ocurriera.
Lancé la otra granada al lado del coso, esa sí explotó, pero como allí había arrumes de
madera que simulaban paneles y parecían trincheras, impidieron que les pasara algo y
fue difícil sacarlos de ahí. La granada pudo haberlos asustado en un momento, pero
no les hizo nada, ya a esa hora los teníamos muy cerca y solo nos separaban escasos
10 metros que era la distancia desde nuestra estación hasta los solares de las casas
vecinas que estaban encerrados con pedazos de guadua y los protegía lo suficiente
porque estaban a menos de un metro del ras de la avenida.
El policía que era casado cogió la última granada y dijo: “Bueno mi teniente, con esta
si nos vamos a matar”. Con susto le pregunté qué iba a hacer. “Tampoco es para
tanto… esperemos y vemos qué pasa“, como si guardando una esperanza de vida, le
dije. Tenía aún mi revólver con 5 cartuchos y pensé que este nos podría servir de algo.
Hacia las 16:30 horas hubo otra tregua, “comandante entréguenos las armas”, casi
suplicando nos volvieron a decir. Quedaban muy pocas armas, una de esas era la
carabina que permanecía en la casa del frente y algunos revólveres entre ellos el mío.
“¡Ustedes están peleando por nada!”, volvieron a gritar. Pasaron unos aviones,
hicieron algo de ruido y se fueron. “¡Va a entrar un funcionario de la Cruz Roja para
que saque los heridos, déjelos sacar!”, sugirieron. Yo sabía que se estaban muriendo,
no teníamos cómo ayudarles, con que aguantar y el miedo de caer en manos de los
bandoleros me indujo a decirle al policía que desasegurara la granada, él lo hizo,
éramos varios los que estábamos ahí, pero esta no reventó, “¿si mira?”, le recriminé.
“Es que ni para eso estamos”. Se la quité, la desatornillé y la lancé hacia los
escombros.
Siguieron hablando, aceptamos que se acercara el funcionario de la Cruz Roja y como
yo lo conocía, estuve pendiente y le dije a los policías que si no era él, yo mismo me
encargaría de ´darle` (matarlo), pero cuando vi que era Aníbal, cogí el revólver, lo
enterré dentro de la trinchera, me quité las insignias del grado y les dije que
esperáramos.
Escuché a los heridos quejarse, el resto al igual que Tapias estaban harapientos, con
hambre y en silencio. Todos se habían mostrado como unos verracos y hasta el
Vallecaucano que había intentado entregarse, había cambiado de parec er y se
convirtió en otro gran combatiente. El de la trinchera me gritó que venían los de la
Cruz Roja. Entraron, Aníbal se me acercó y con cierta nostalgia me dijo: “No teniente
ustedes no tienen nada que hacer, esos tipos se están relevando, descansan y
mandan a otros para que les sigan dando, tienen dinamitada la pista, las entradas, las
salidas, ya se robaron la Caja Agraria, son muchos y si no los han matado, ni han
entrado es porque no saben si ustedes están muertos, vivos o si aún tienen armas”.
Porque aunque ya no disparábamos con la misma intensidad, aún lo hacíamos, esto
los frenaba para avanzar y solo se dedicaban a disparar y gritar que nos
entregáramos.
“Bueno”, con muchas dudas pues no sabía lo que vendría en adelante, les dije a los
muchachos. “No tenemos nada más qué hacer… ¡salgamos!”. El último minuto antes
de ordenar la entrega había rebobinado el casete y fue cuando empecé a recordar
todo lo que había hecho y dejado de hacer en mi vida, empecé a cuestionarme si
debía o no salir, no sabía qué nos podría ocurrir, lamentaba estar ahí, no había tenido
un segundo de tranquilidad porque todo el tiempo lo había pasado intentándole
demostrar a los bandoleros quien podía más que el otro, a sabiendas que no era
mucho lo que podíamos hacer. Estábamos protegidos por una trinchera, un poco de
escombros y la cuestión estaba a otro nivel.
Dragoneante Pedraza. Pensaba que ya se iban a meter, luego se empezaron a
escuchar frascos que reventaban al caer al piso o estrellarse contra las paredes, se
sentía un fuerte olor a combustible y fue cuando empezó el incendio.
Mi felicidad más grande la había sentido cuando escuché pasar los aviones y los
helicópteros, porque suponía que ya habían desembarcado el refuerzo y lo estarían
escoltando hacia el caserío, pero lo que también me dio más tristeza, fue cuando me
enteré que habían matado a Villalba. Ahí es cuando se desea salir, coger a esos
degenerados y darle a uno por uno. De pronto eso me produjo un poco de miedo
porque los impulsos fueron bastante fuertes y me indujeron a salir corriendo y hacerme
matar. Seguimos, yo rezaba, “¡bendito sea mi Dios!”, decía cuando escuchaba pasar
de nuevo los aviones, pero cuando ya estaban distantes del lugar, los bandoleros
empezaron a disparar con mayor intensidad. Cuando empezó a quemarse el cuartel,
yo me pasé al lado del muerto y combatí durante un tiempo cerca de él, hasta cuando
empecé a sentir que el fuego me estaba quemando. Observe que Suarez estaba
también conmigo, las brasas nos estaban cayendo y el humo nos estaba asfixiando,
pero si salíamos de la trinchera nos podrían acribillar y si nos quedábamos era obvio
que nos iríamos a quemar. Busqué otra trinchera que quedaba en la esquina y daba
contra el parque, pero para ello tuve que entrar a una piecita en la que ya había fuego
y como se dice: “Cuando uno no está para morirse, pues no se muere”. Y mi Dios es
muy grande, porque llegué a la habitación y encontré una ´garlancha` (pala) casi sin
punta y mientras los guerrilleros seguían dándonos plomo desde arriba yo me le pegué
a la pared y con mucho fervor, no me le despegué hasta cuando vi un orificio por
donde nos pudimos salir, pasamos a la sala de comunicaciones, llegué hasta una
pieza pequeña en la que practicábamos deporte y me encontré con otro compañero
quien desde un rincón me gritó que ya se le estaba acabando la munición, pero yo no
podía hacer absolutamente nada. Vi un roto que me podía conducir hasta la trinchera
del frente, pero los sediciosos habían abierto otro y colocado un fusil con el que cada
dos minutos hacían tres o cuatro disparos que daban exactamente hacia el lugar
donde yo me quería meter, por eso mis compañeros que se dieron cuenta de lo que yo
quería hacer, me previnieron para que no me metiera ahí, “pero morir como ratas no
podemos y si nos vamos a morir hagámoslo ´frentiando` (peleando), porque yo no me
voy a dejar matar aquí metido”, con cierta ira les dije y me asomé. Fue cuando vi a un
guerrillero que con dos granadas, una en cada mano, me alcanzó a ver alineando las
miras para dispararle y salió corriendo sin que yo le pudiera dar.
Serían las 16:30 horas, permanecí ahí como queriéndole sacar el cuerpo a la candela
y esperando que alguien se atreviera a meter para darle, no sé cómo ni desde dónde
me lograron calibrar un disparo en el brazo izquierdo y como yo soy diestro, me llené
de odio, solté la carabina, me cogí el antebrazo a la altura de la muñeca y es algo de
lo que hoy aún pienso y me sorprendo, porque lo alcé y vi que estaba colgando de la
piel, encajé el hueso y tomé la carabina con la intención de seguir disparando, pero
como era lógico el arma se cayó y fue cuando le grité a mis compañeros que yo ya no
servía para nada, entonces me resigné a refugiarme dentro del túnel donde estaban
mis compañeros y fue en ese lugar donde me di cuenta que tenía otra herida en una
de las rodillas, pero no había dañado tejidos ni hueso, fue solo un quemonazo, mis
compañeros se acercaron y empezaron a auxiliarme, me hicieron tres torniquetes en el
brazo pero la hemorragia no trancaba, después se sostuvo un poco hasta cuando
entró el personal de la Cruz Roja que venía a auxiliarnos porque de lo contrario, en
ese túnel nos iríamos a morir.
Nosotros no queríamos salir, hasta que por último nos convencieron. Salí desarmado,
ya había lanzado mi carabina al fuego y junto con los otros dos heridos, llegamos
hasta la esquina de la trinchera desde donde vi a varios guerrilleros, que a unos
quince metros de distancia nos estaban apuntando con sus fusiles y por eso, yéndome
de bruces me hice el desmayado, pues pensé que si permanecía de pie me irían a
tumbar. Los auxiliares de la Cruz Roja me acostaron en la camilla y me llevaron hasta
el puesto de salud, fue cuando me di cuenta de la cantidad de guerrilleros que estaban
por todas partes. En el parque del pueblo parecía como si se estuviera formando un
batallón de soldados vestidos con prendas de civil, en ese tiempo estaban de moda
unos pantalones que tenían varios bolsillos a los lados y se les llamaban camuflados,
eran utilizados por la mayoría de guerrilleros que no excedían los quince años, otros
tenían pantalones como los que utilizaba el ejército, camisas como las nuestras y en
fin, vestidos de todos los colores.
Mayor Peña. Luego le dije a Aníbal que él vería qué iba a hacer con nosotros. Llamó a
otros cuatro de la Cruz Roja quienes con camillas empezaron a sacar los heridos, los
policías que estaban bien, tal vez pensando que si los veían cargando algún herido no
les iban a hacer nada, decían: “¡Venga, venga yo lo cargo!”. Y yo pendiente de cada
actitud. Le dije a Aníbal que me guardara las insignias para que no supieran que yo
era el comandante, di la orden de salir y cuando empezamos a hacerlo se nos vino un
montón de guerrilla por todos lados ¡pero por todos los lados! Venían caminando y
apuntando hacia el frente, empecé a ver armas automáticas, fusiles Galil, FAL, R15,
carabinas y sub ametralladoras. Vestían uniformes con hilachas por todas partes,
supongo que eran para amarrasen ramas, cargaban munición en los bolsillos, en la
cintura, en los proveedores y al ver eso pensé: ¡Nos han dado durante todo el día y
mire cómo tienen de munición! Nos guiaron hasta el parque, en ese sitio estaba Carlos
Pizarro quien cuando nos vio preguntó quién era el comandante, pero nadie dijo nada,
volvió a preguntar y como la mayoría de los policías me voltearon a mirar, ¡¿pues yo
qué hacía?!, ya me tocaba decir que era yo porque me sentía delatado por las miradas
´disimuladas` de quienes estaban a mi lado, pero yo los entendí, no había nada qué
hacer, estaba cansado y decidido a lo que fuera, prevenidamente le dije que era yo.
Pizarro se me acercó y me dijo: “Comandante lo felicito… ustedes son unos
verracos… no creí que nos fueran a aguantar tanto…, venía por fusiles y solo me llevo
una cauchera”. Señaló la carabina que le habían quitado al agente que estaba en la
casa del frente, quien cuando ya no tuvo con que disparar la botó a la calle y salió con
las manos en alto. Luego dijo que gente como nosotros era lo que necesitaba en sus
filas. El tipo tenía barba y sombrero, aparentó tener unos treinta años y me dio la
impresión de estar viendo a un Simón Bolívar, no por su apariencia física ni por su
heroísmo, sino por el mando que aparentaba tener ya que él no había combatido y en
ningún momento disparó, (me lo dijo la gente del pueblo quienes también comentaron
que él tan solo ordenaba los relevos, escogía los sitios desde donde nos tenían que
atacar y ni siquiera estuvo pendiente del asalto a la Caja Agraria), había estado atento
de la batalla pero no había batallado. Después me ofreció que me fuera con él, “¡no,
no, no, es que usted está peleando por una causa y la mía es otra!”, le contesté con
alevosía y hasta le manoteé. Me sentía impotente, lo estaba pero no quería
demostrárselo. Veía que no había podido entrar y se habían tenido que llevar una gran
sorpresa cuando vieron que de dieciséis hombres solo cuatro habían resultado heridos
y lastimosamente uno estaba muerto, habían robado una carabina y mi revólver, que
hallaron luego de haber destruido las trincheras que eran de tierra con bordes de
guadua y habían aguantado durante todo el tiempo el ataque.
Un hombre con gran bigote y mal hablado insistió que nos mataran, “¡pero
comandante!”, alegaba. “Si estos hijueputas no nos dieron armas y sí nos dieron
bajas”. Fue cuando Pizarro teatralmente le dijo: “Nadie me toca a estos policías
valientes, me los lleva al centro de salud para que me atiendan a los heridos de parte y
parte”. Y así lo hicieron, nos alojaron en una habitación y a los guerrilleros en otra. En
Herrera existía tan solo un médico rural pero ellos llevaban cuatro y unos seis
enfermeros o no sé si estando uniformados aparentaron serlo.
Mientras atendían a los heridos, metieron al resto de policías en el centro de salud, yo
le dije a Pizarro que necesitaba ir hasta el cuartel con el fin de recoger el muerto y
llevarlo a la iglesia, el me autorizó, me dijo que llevara a dos policías para que me
ayudaran a sacarlo y le ordenó a dos guerrilleros que nos escoltaran. Llegamos,
removimos el pedazo de viga que le había caído encima y lo había quemado, sacamos
el cadáver y lo llevamos hasta la iglesia. Yo tenía solo 19 años, pero el gran carácter
que me habían inculcado en mi hogar, mi gran orgullo personal, el saber que yo era
policía y que por tal motivo era la autoridad, la estricta formación recibida en la escuela
de oficiales, que aunque había sido muy rígida también fue soportable y el reciente
curso de combate que había efectuado con el ejército en Tolemaida, me ayudaron a
aguantar las ganas de llorar, quería hacerlo pero no podía demostrar debilidad, había
peleado no por instinto sino por deber, estaba ahí y por eso había tenido que sortear
tantas contrariedades, me habían matado a un policía y en cierta forma sentía que me
habían matado era a mí, preguntaba por cada herido y me cuestionaba si yo había
sido quien tuvo la culpa para que ese muchacho por el que yo estaba respondiendo
hubiera sido lesionado, si les había dicho o no las desventajas para tener en cuenta y
así haber previsto su seguridad y su bienestar, pero también me justificaba la
inferioridad, pues habíamos peleado contra muchos contrincantes y nuestro balance
era bueno, victoria no cantaba porque no había doblegado al enemigo, les habíamos
demostrado que éramos buenos, que habíamos podido aguantar durante doce horas,
pero que por causas ajenas a nuestra voluntad, nos habíamos tenido que entregar, es
más, hasta Pizarro me preguntó si nosotros teníamos algún curso especial de
combate, pero yo le dije que éramos policías comunes y corrientes y no sé si me haya
creído o no, pues mi intención no fue de hacerlo, ya que solo me importaba la
situación de los heridos y la del muerto. Ya estando en la iglesia, cubrimos a Villalba
con una sábana, colocamos varias velas en los extremos del cadáver y salimos hacia
donde estaba el grueso de guerrilleros.
Los policías volvieron al centro de salud y yo me fui hacia donde doña Julia, que era la
dueña del hospedaje de la esquina. Me saludó, me ofreció un tinto, lo recibí y fue
cuando se me acercaron como cinco guerrilleras, que para haber permanecido en el
monte, estaban bien arregladas y hasta las uñas de las manos tenían bien pintadas,
portaban sub ametralladoras, se dirigieron a mí con el apelativo de comandante y me
dijeron que pensara bien la propuesta que me había hecho Pizarro. Sentí que me
estaban seduciendo cuando me dijeron: “Véngase con nosotros que a usted le va a ir
bien”. Eran coquetas y mientras me tomé el tinto pensé decirles nuevamente que no.
Yo siempre he sido temperamental y además sabía que no nos iban a matar, Pizarro
me había dado mucha confianza ¡claro que tampoco me las podía dar! Pero estaba
resentido y con mucha piedra, me pregunté por qué estando en esas circunstancias,
ellos se atrevían a decirme que dejara todo y formara parte de sus revolución, me
parecía absurdo, era como si creyeran que nosotros éramos unos niños a los que
fácilmente se les pudiera cambiar su pensamiento y engañar.
Como a las 20:30 horas, el segundo de Pizarro y una mujer a quien le hacían falta dos
dedos y supuestamente era la novia del líder guerrillero, ordenaron formar el personal.
Yo estaba en la esquina, desde allí observé cómo de todas partes apareció gente para
formar tres bloques de ochenta y otros de sesenta hombres, los veía pero en forma
impotente sabía que no podía hacer absolutamente nada, si les hubiera querido hacer
algún daño, tendría que hacerlo a muelazos porque con qué más, estaban bien
uniformados y tenían buenos equipos de campaña. Pizarro me llamó de nuevo y me
dijo que pensara bien su propuesta, pero yo le repetí que no me iría con ellos,
contrario ocurrió con tres muchachos del caserío quienes decidieron unirse a la
´revolución`. Ordenó que cada grupo saliera del pueblo en varias direcciones y me
dijo: “Como no se quiere ir conmigo, métase en el centro médico porque si sale de ahí,
yo ya no respondo”. Luego escribieron varias frases alusivas a nuestra valentía y se
fueron.
Hacia las 21:00 horas no quedó ningún bandolero en el pueblo. Salí como a las 22:30
horas, era un primero de julio, había algo de luna y varias lámparas de ACPM que se
instalaron en las esquinas del parque, sirvieron para que brillaran lo suficiente y
pudiéramos estar al tanto de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor. Fui, mandé
a preparar una carne que le había dado a guardar a la señora que nos cocinaba, era
de dos corderos que nos habían regalado y los iríamos a consumir luego que pasaran
las fiestas. Varios agentes comieron, pero los otros no quisieron probar bocado y es
que aunque el organismo lo pida, uno no lo logra hacer.
A la 01:00 horas llegó un capitán del ejército y me ordenó dizque le diera parte, pero
yo estaba encolerizado, veía que habían llegado muy tarde y no aceptaba la idea de
tener que formar a mis hombres y presentárselos a una persona que no había hecho
absolutamente nada para auxiliarlos. Cogí a un soldado, le quite su fusil, el arnés y me
los coloqué, ya con una arma de esas quería salir a buscar a los bandoleros ¡¿pero a
dónde y con quién?! Hacía rato, estando dentro del puesto de salud había llorado, no
sabía si era por el rencor, la felicidad u otros sentimientos encontrados que me hacían
desahogar toda esa ira e incapacidad. Pedí dos fusiles más, se los entregué a dos
policías y así pude estar un poco más tranquilo al saber que eran mis hombres los que
estarían dispuestos a defenderse ante el evento que volvieran de nuevo los
subversivos y es que cómo no les iba a tener confianza, si con ellos había peleado
durante tantas horas, sin que hubieran llegado a desfallecer, ya eran dos hermanos los
que con fusiles en mano tendría a mi lado para ayudarme a proteger ¡y es que portar
un arma de esas transmite tanta seguridad que ante el mayor cansancio nos ayudaba
a mantenernos en pie!
Dragoneante Pedraza. Llegué a la enfermería, varios guerrilleros irrumpieron en el
centro de salud, sacaron al personal de la Cruz Roja y empezaron a curarnos, una
muchacha de escasos metro y medio de estatura fue la encargada de atenderme, ese
cálculo lo hice cuando vi que la trompetilla de su fusil que estaba colgado a su espalda
le daba en el talón, iniciamos una charla en la que me preguntó por qué nosotros nos
hacíamos matar por nada y qué era lo que cuidábamos en ese pueblo. Yo le respondí
que al igual que ellos tenían sus ideas y sus formas de pensar, nosotros teníamos
ciertos valores, cierto criterio, cierto valor, orgullo y respeto por lo que hacíamos y que
además teníamos familias por las cuales debíamos responder, también le refuté al
decir que ella no estaba ahí por que quisiera, “yo creo que usted está aquí es porque
se lo ordenan, porque la manda su jefe y si mata a alguien lo hace obligada ya que si
no cumple la orden, la matan es a usted”. Y ella me respondió que no, afirmó que eran
un grupo con ideologías enfocadas al cambio del sistema de gobierno, que según ella
no hacía más que robar. Mientras hablábamos seguía curándome, la forma como me
limpiaba la herida era impresionante, no se le veía asco y como no era su carne la que
estaba tocando pues no se le daba nada, yo hacía muchos gestos de dolor, ella me
preguntó que si era que me estaba haciendo muy duro y yo le dije que me estaba
doliendo mucho, luego me aplicó suero y minutos después perdí el conocimiento.
Desperté y vi a un hombre de unos dos metros de estatura, ´mono` (rubio), de ojos
claros, no hablaba muy bien el español, cuando me vio el brazo dijo que con la
intervención de un buen médico no se me iría a perder, “si le dan una buena atención
se le va a curar”, con un acento extraño me dijo y se fue. Me dejaron solo en la
habitación porque el resto de compañeros estaban en otro sitio.
Mayor Peña. Los agentes durmieron en colchonetas. A las 08:00 horas algunas
personas se acercaron a preguntar qué se nos ofrecía, me fui a revisar el cuartel y fue
el momento en que alguien me tomó una fotografía, pasé a las instalaciones de la
Cruz Roja y empleé su radio para hablar con mi coronel Camelo y le informé la
novedad. Empezamos a recoger todos los pedazos de carabina, proveedores
incrustados en la pared, cerrojos, vainillas que encontré en el piso y todo lo echamos
dentro de un costal. Más tarde llegó mi capitán Ruiz Saavedra, quien cuando ostentó
el grado de subteniente también había trabajado en Herrera. Vio el cuartel en el piso,
me le presenté, le mostré el costal, le expliqué lo que había ocurrido y tiempo después
me citó a la base del departamento con el fin de corroborar lo que yo había dicho.
En helicópteros que aterrizaron en la cancha de fútbol también llegaron varios
generales del ejército, me llamaron aparte y me preguntaron qué había ocurrido, yo
les comenté grosso modo lo que había pasado, hicieron más preguntas acerca de
cómo estaban vestidos los sediciosos, de cuantos eran y cuando les dije que eran un
promedio de doscientos, preguntaron si yo los había contado uno por uno, pero les dije
que habían dos bloques de 60, otro de 80 y quedaban más bandoleros fuera de la
formación.
-
“¿Vio muertos?”, preguntaron.
-
“Si, vi tres muertos y estaban tirados a un lado, heridos eran 8 y los atendieron
en el puesto de salud junto con los policías”, muy consciente de las cosas, les
respondí.
Días después me volvieron a llamar a la Décima Brigada, para decirme que por la vía
que de Herrera conduce hacia Rio Blanco, en fosas comunes habían encontrado diez
muertos: Tres en una y siete en otra. Me volvieron a preguntar cuántos había visto
pero yo le repetí que había visto tres muertos y ocho heridos nada más. Una vez
encontraron los muertos, me llevaron para que fuera a verlos. Uno tenía un machetazo
en la cabeza, supongo que estaba herido y ellos mismos lo remataron. No me
llamaron propiamente para el reconocimiento, sino para decirme que habían
encontrado diez cadáveres uniformados, pero yo solo vi tres.
También murieron dos profesores durante el combate, al igual que el hombre que
había estado haciendo disparos y estaba dentro del calabozo del cuartel. Sé que eso
lo hizo la guerrilla porque nosotros no teníamos la línea de disparo hacia los sitios en
los que se encontraron los cadáveres y el calibre de las ojivas que se encontraron en
sus cuerpos no correspondieron al de nuestras carabinas.
La gente del pueblo me dijo cómo los habían visto organizados y me manifestaron que
los niños eran quienes más gritan y nos insultaban, que con el dinero que habían
robado de la Caja Agraria habían comprado camisas, pantalones y chancletas para los
policías que quedaron desnudos, en mi caso no tenía ni camiseta porque la había
usado para trancarle la hemorragia a uno de los heridos. Al día siguiente, uno de los
policías que estaba en la casa del frente, (los únicos que estaban uniformados porque
todo lo que había en nuestras instalaciones se quemó), me prestó una camisa, le pedí
las insignias a Aníbal y ya pude estar mejor presentado en espera de los que fueran a
llegar.
Dragoneante Pedraza. Dentro del helicóptero en el que me trasladaron desde Herrera
hacia Ibagué, me pude enterar por medio de sus tripulantes de la suerte que habían
tenido que correr las otras aeronaves, que cuando habían intentado entrar con el
apoyo fueron abaleadas, se vieron impedidas para aterrizar y esta fue la principal
causa en la demora de la ayuda.
Me hospitalizaron y allí me trató un especialista quien me salvó el brazo. Permanecí un
buen tiempo recluido en este centro médico y luego de una excusa de servicio que
duró varios meses, me recuperé y pude continuar con mis funciones de policía, que he
logrado cumplir durante más de quince años de servicio dentro del departamento del
Tolima. Trato de olvidar los momentos fatídicos que tuve que soportar durante esas
largas doce horas de pesadilla y dolor, y aunque he podido superar las secuelas
físicas de mis heridas, me ha sido imposible olvidar toda esa desdicha de tener que
haber visto a un compañero herido sin tener la más mínima capacidad ni los miedos
suficientes para aliviarle el sufrimiento.
Mayor Peña. El director de la policía fue hasta Ibagué y allí nos condecoró, nos felicitó
y nos auguró muchos éxitos, todos los problemas que tenían los policías quedaron
saldados y se les concedió el deseo de trabajar en el lugar donde ellos estimaron
pertinente se irían desempeñar mejor, lastimosamente cinco quedaron con problemas
psíquicos y el restante permanece activo y labora en varios sitios de nuestra nación.
Para no preocupar a mi familia, había evitado decirles que yo estaba en Herrera, pero
mi hermano, quien era oficial de la policía y se encontraba trabajando en Santa Marta,
sí sabía lo que me había ocurrido. Llegamos a Ibagué, estando allí un compañero me
prestó dinero, pude comprar ropa y llamar a mi casa, les dije que estaba bien y que iba
a pedir un permiso para visitarlos. Estando con ellos fue cuando me dijeron que me
retirara, pero yo no lo vi viable, pues había superado una gran prueba, sentía un gran
rencor hacia la subversión y esa no sería la mejor forma para demostrarle a quienes
sabían de mi infortunio, todo mi inconformismo hacia estos grupos al margen de la ley,
por esto regresé nuevamente a Ibagué y aunque quería continuar mi ritmo normal de
vida y hacer ver que este percance no me había afectado lo suficiente en mi forma de
ser, me fue difícil disimular toda esa ira y ese resentimiento en contra de aquellos que
me habían agredido por el simple hecho de ser un policía. Me refugié en el licor, esto
lo procuré hacer en mis momentos libres luego de haber cumplido mis turnos de
vigilancia, porque seguía siendo disciplinado y no quería inmiscuir mis problemas
personales con los laborales, hasta que conseguí una compañera quien me ayudó a
dejar ese vicio a un lado y me pude dedicar a vivir la policía plenamente empleando
para ello toda mi vocación de servicio.
Duré un mes con pesadillas, me distraía mucho y cuando hablaba con mis
compañeros, resultaban regañándome porque según ellos, yo no les estaba poniendo
la suficiente atención, dejaba que mi mente se elevara y me ponía a pensar en otras
cosas distintas a las que se estaban tratando. En la mayoría de las ocasiones no era
porque yo estuviera pensando en algo en particular, sino porque mi mente se quedaba
completamente en blanco y era difícil volver a la realidad, pero en esos tiempos no se
contaba con un buen servicio de psicología, y además tampoco lo solicité.
Pasó el tiempo y tuve la oportunidad de estar ayudando en la catástrofe de Armero
(Tolima), allí aunque me sentí impotente al no haber tenido cómo, ni con qué ayudarle
a tanta gente que murió a escasos trescientos metros de donde yo me encontraba,
entregué todo lo que estuvo a mi alcance y pude ver que esa era la policía que yo
quería. Mi grupo de voluntarios conformado por tan solo tres agentes no dormía y
demostraba tal entrega que pocos podrían entender, pero estábamos luchando contra
la naturaleza y nos fue imposible derrotarla.
Pude volver a Herrera, para esa época tenía un grado de capitán y lo hice junto con un
personal de la Fiscalía General de la Nación, como encargado en la verificación de la
destrucción de varias hectáreas sembradas con cultivos ilícitos, allí me pude dar
cuenta de que las personas que aún residían en el pueblo recordaban el ataque
perpetrado por Pizarro, pero no tenían en mente el rostro ni el nombre de los policías
que habían tenido que combatir durante varias horas para defenderlos.
Casi tuve la oportunidad de hablar con Carlos Pizarro cuando era precandidato a la
presidencia de la República, yo estaba de planta en la Escuela de Cadetes de Policía
General Santander, hablé con el capitán de la policía Fajardo quien era su jefe de
escoltas, él me coordinó la cita para el día lunes pero me quedé con las ganas, porque
el 30 de abril de 1990 Pizarro fue muerto cuando viajaba en un avión. Siempre me
llamó la atención hablar con la persona que había comandado el ataque a Herrera,
quería preguntarle los pormenores de dicho plan, los motivos, el porqué de su entrega
y en fin, todo lo que se hubiera suscitado de la conversación. Él ya no era subversivo,
tan solo representaba a un partido político y por eso me pareció interesante la idea de
hablar con él, pero fue una idea que por razones del destino no se pudo efectuar.
Siempre he comparado a ese gran líder con los nuevos jefes guerrilleros, lo vi como a
una persona culta, inteligente, ¡con sentido común!, de buena familia, sin tanto
resentimiento y sin tantas ansias de poder como el reflejado en los actuales
comandantes guerrilleros y por esto llegué a pensar que él fácilmente hubiera podido
llegar (por las vías legales), a gobernar sobre nuestro país, sueño que abrigaron
muchos de nuestros nacionales, pero que por cosas del destino no fue así.
Transcripción artículo de uno de los principales diarios del país. (11 de julio de
1985)
De Eduardo Caballero Calderón (Swann)
Héroes policías
Desde mi más tierna infancia yo admiraba a los policías de la calle 13 en el barrio de la
Candelaria. Los admiraba hasta el extremo de escoger en el juego de ladrones y
policías alinearme con los policías, pese a que la mayoría de mis compañeros de
colegio se agrupaban entre los ladrones. Muchos años más tarde conocí unos agentes
de Paris, tan correctos, y a los de Londres tan estirados, y a los de Nueva York tan
fuertes, y a los de Madrid tan amables. Siempre pensé, por eso, que los policías son
superiores a los soldados, sea dicho esto con perdón de los militares. No porque me
gustara más, parados en la mitad de la calle para dirigir el tránsito de coches y
automóviles, o en la esquina cuando ayudaban a una anciana señora a pasar de una
acera a la otra para no perder la misa de las ocho. A millones de hombres, no solo
aquí y en mi infancia sino en todo el mundo y en la historia, les encantan las marchas
militares, el vibrante paso de ganso entre cobres y fanfarrias y el redoblar de los
talones de las botas en el asfalto de las avenidas. Pero es que hay algo más
importante que separa los policías de los militares. No solo el hecho de que los unos
se alistan voluntariamente cuando los otros reclutan a la fuerza para el servicio al
cumplir determinada edad, sino porque la función del militar de baja y mediana
graduación es obedecer y la del policía raso solo en la esquina de una calle, es pensar
y decidir. El policía es un hombre solo frente a la muchedumbre callejera y la multitud
de circunstancias favorables o adversas, mientras que el soldado depende de alguien
que tiene el encargo de pensar y decidir por él, sea en la ciudad y en la vida civil o en
la batalla y en el campo.
De ahí que me hubiera producido un arrebato de admiración, naturalmente con su
trasfondo infantil, la conducta heroica de nuestros policías frente a los guerrilleros que
se ensañaron rabiosamente contra ellos, para sorprenderlos y exterminarlos en el caso
reciente en que doscientos hombres del M-19 comandados por Pizarro Leongomez, se
enfrentaron con 19 agentes de policía en el pueblo de Herrera, en el sur de Tolima.
Con que valor combatieron esos muchachos del pueblo, así como sus agresores que
no han acabado de comprender que liberar el pueblo no consiste en matar policías.
Estos son la más genuina representación del pueblo mismo, que son ellos y somos
nosotros.
Sería necesario enaltecer a estos auténticos representantes de pueblo colombiano,
tan auténticos como los comuneros del socorro o los venc edores del Pantano de
Vargas y del Puente de Boyacá, con la más alta condecoración que otorga la Nación a
sus ciudadanos eximios. Y además, partiendo del hecho y de la base de que ellos son
compatriotas pobres y seguramente necesitados de cosas naturales como educación y
vivienda, suministrarles casas y becas. Si el tesoro Nacional aun exhausto tiene
millones de sobra para mandar a pasear por el mundo a sus senadores y
representantes, ¿por qué no habría de tenerlos para galardonar a estos 19 agentes no
solo de la Policía sino del honor y la dignidad nacionales?
CAPITULO III
SE NOS APARECIÓ LA VIRGEN
Mayor Fernando Novoa López. Dos años y tres meses habían transcurrido desde
que egresé como subteniente de la escuela de oficiales un cinco de noviembre de
1983. Luego hice curso de carabinero y salí a trabajar al departamento de Antioquia
donde tuve la oportunidad de pertenecer al Escuadrón Móvil de Carabineros. Allí
conocí la base de Bodegas en la que permanecí como comandante de cuarenta y
cinco policías durante un periodo de nueve meses. Salí después para la base de
carabineros en la sección remonta por un lapso de seis meses. Estuve en San Carlos
(Antioquia) por un tiempo similar y por último fui seleccionado para comandar el GOES
(Grupo de Operaciones Especiales) del departamento.
Le recibí al teniente Molina quien salía trasladado para Urabá. El grupo lo
conformaban un suboficial y catorce agentes que tenían curso de contraguerrilla y
entrenamiento en operaciones de penetración recibido en el Batallón Pedro Nel
Ospina de la ciudad de Medellín. Dependíamos directamente del comando operativo y
nuestras órdenes eran patrullar los diferentes municipios en los que se tuviera
informaciones sobre presencia de grupos subversivos, hacíamos desplazamientos por
las áreas rurales de municipios y corregimientos. Cubríamos también los eventos
especiales en estaciones de policía que lo solicitaran.
En esa tarea estuvimos casi dos meses hasta cuando fuimos enviados en comisión al
municipio de Rionegro. Nos alojamos en la base de dicho distrito, cumplimos algunas
actividades de apoyo hasta un primero de enero de 1986 cuando el dragoneante que
se encontraba de comandante en la estación de policía Guarne (Antioquia), nos
informó sobre la existencia de una posible ´cocina` adecuada para el procesamiento
de cocaína. La información apuntaba a un sitio cerca de la autopista Medellín, a la
altura del lugar donde funcionaba la antigua embotelladora de Coca Cola. Se decía
que había varios hombres armados custodiando el lugar.
Con un croquis elaborado por el dragoneante, de acuerdo con los datos que le había
suministrado un informante por vía telefónica, salimos en nuestro vehículo (una
volqueta sin distintivos de la policía, la cabina estaba pintada de color azul y el platón
de color marrón), avanzamos varios kilómetros, dejamos la avenida principal, tomamos
una vía alterna y recorrimos cinco kilómetros tal vez, hasta cuando por la situación del
terreno nos vimos obligados a descender del vehículo y en dos hileras empezamos a
caminar por un sector donde veíamos casas veraniegas con amplias zonas verdes.
Una de nuestras premisas ante cualquier eventualidad era evitar ser copados, también
debíamos conservar la unidad y para esto se asignó un número a cada hombre, la
orden consistía en que todos debían estar preparados para desplazarse hacia el
costado izquierdo si su número era impar y a la derecha si era par.
A ciencia cierta no sabíamos cuál era la casa, el dragoneante había recibido la
información, me la había entregado y ahora todo dependía de nuestra perspicacia para
hallar el sitio exacto y dar captura a los posibles delincuentes. Había una niebla densa
que obstaculizaba la visibilidad y nos obligaba a conservar una distancia prudencial si
no queríamos perder de vista al compañero que teníamos adelante.
Sargento viceprimero Juan de Jesús Ballesteros Batista. Recibí la orden de tener el
personal listo a las cuatro de la mañana. Yo era el segundo al mando del GOES, el
primero era mi teniente Novoa. Las casas adecuadas como laboratorio para el
procesamiento de alcaloides era lo que estaba en auge para esa época, los
pormenores se irían conociendo en el camino, como prioridad se debía rodear la
residencia y no dejar salir absolutamente a nadie.
Mayor Novoa. Estábamos cerca de una casa de dos pisos, escuchamos varios
disparos, me tiré al piso y cuando levanté la cabeza vi que mucha gente estaba
corriendo. Pares a la derecha, impares a la izquierda. Yo cogí al costado derecho y
Ballesteros al izquierdo, decidí entrar a la residencia con el fin de confirmar si aún
quedaba alguien, un agente a quien le decíamos ´El Calvo`, en forma decidida ya
había penetrado en el inmueble, yo llegué hasta la sala y vi cuando un sujeto en ropa
interior, de cabello ondulado y largo que le llagaba un poco más abajo de los hombros,
rostro demacrado y tez un poco oscura, estaba bajando por las escaleras. “¡Baje las
manos y coloque lo que tiene en el piso!”, fue lo que le grité mientras le apuntaba con
mi arma… vi que en su poder tenía una pistola y una granada. “¡No dispare
comandante… yo soy Carlos Lehder!”, queriéndome tranquilizar, me respondió. Pero
hasta ese momento no sabía quién era él y como yo tenía unas esposas de esas
viejas, sin marca y con una llave grande como para abrir cajones, las empleé para
sujetarlo y acomodarlo en el piso. ´El Calvo` subió al segundo nivel e hizo el registro
mientras los otros verificaban quién más se encontraba en el primero, hasta que llegó
Ballesteros y empezó a meter a varios hombres quienes eran supuestamente los
escoltas del sujeto que decía era Carlos Lehder.
Sargento Ballesteros. Serían las seis de la mañana, al lado derecho de la trocha nos
encontramos con una puerta metálica que nos restringía el paso a una casa finca,
estábamos muy cerca del sitio pero no sabíamos cuál era el lugar exacto a
inspeccionar, hasta cuando se inició un intercambio de disparos y el grupo que iba con
mi teniente penetró dentro del inmueble, pero por la intensidad del tiroteo y a nuestra
gran sorpresa, algunas personas pudieron romper el cerco que hasta ahora
estábamos montando y por eso lograron huir, vi que eran unos tres o cuatro hombres
que dispararon, corrieron y se internaron en el monte, con mi grupo salimos a
perseguirlos y mientras avanzaba me preguntaba qué nos podía ocurrir si los
delincuentes se refugiaban detrás de un árbol a esperarnos. Por la intensidad de fuego
de los delincuentes supuse que sus armas eran automáticas y si habían abierto fuego
contra nosotros, era porque estaban decididos a hacerse matar antes de ser
capturados, pero nosotros teníamos que echar para adelante, ver a los agentes que
estaban a mi lado que parecían depredadores buscando acorralar su presa,
desgastándola hasta el punto de conseguir su rendición, hacía que cualquiera se
llenara de heroísmo y actuara como un verdadero combatiente. Cuando los
delincuentes vieron que ya no podían continuar avanzando, bajaron las armas y se
entregaron, nos fuimos acercando y les gritamos para prevenirlos tratando de que no
hicieran nada de lo que pudieran lamentarse. Tanto mis hombres como yo estábamos
dispuestos a descargarles nuestros fusiles ante el más mínimo asomo de reacción,
uno de ellos tenía solo dieciséis años, presentaba una herida a la altura del estómago,
pero no era grave, pues no le había dañado ningún órgano vital, los otros tres estaban
ilesos y con sus manos en alto pedían que no se les hiciera daño, que lo único que
estaban haciendo era cuidar al patrón. Del sitio se recogieron varias ametralladoras
que nunca había visto en mis veinticuatro años de vida, cuatro de ellos dentro de la
institución, agotamos todas las medidas de seguridad, los condujimos hasta la casa
donde se suponía estaba mi teniente con el resto de personal.
Mayor Novoa. En total eran quince hombres, todos los policías se habían dedicado a
darles captura y uno detrás del otro con la misma apariencia del jefe entraban a la
residencia sin pronunciar palabra. Sus edades oscilaban entre los veinte y veintitrés
años, eran naturales de los departamentos del eje cafetero, se les decomisó varias
subametralladoras que para la época aun no conocía, eran novedosas porque tenían
una cinta de refrigeración que envolvía completamente el cañón, tiempo después supe
que eran Thomson calibre 9 milímetros.
Sargento Ballesteros. Cuando llegamos a la residencia uno de los agentes vino hacia
mí y sorprendido me preguntó:
-
“¡Mi cabo…! ¿Si sabe quién está ahí?”.
-
“¡No…! ¿Por qué?”, queriendo vigilar a cada uno de los delincuentes, le devolví
la pregunta.
-
“¡Mi cabo! Pues es Carlos Lehder Rivas… ¡el extraditable!”, emocionado me
respondió.
Entré, vi que estaba esposado y al confirmar que era él, sentí una gran felicidad,
entendí que yo ya era uno de aquellos policías que estaba ayudando en la lucha
contra el narcotráfico y que mi nombre tarde o temprano encabezaría el listado de
aquella gran élite dedicada a luchar contra este delito.
Mayor Novoa. Para esa época en la última edición de una de las principales revistas
del país, se había publicado algo que ponía en descrédito la labor de nuestra
institución, el artículo se titulaba: “La policía, el dossier de Medellín”. Yo lo había leído
y me había ofendido mucho, veía que por el mal trabajo de unos pocos sindicaban a la
totalidad de integrantes como corruptos y eso me afectaba directamente, yo no estaba
involucrado absolutamente en nada deshonesto y nuestra imagen negativa no se
podía generalizar, había gente muy buena en nuestras filas y como dice mi papá: “En
un bulto de papa hay muchas buenas y otras malas, pero no se puede decir que todo
el bulto esté malo por algunas que se encuentren dañadas”. Yo tenía un puñado de
chinos verracos, que a su vez eran mis mejores amigos y sabía que eran muy
honestos. Cuando me encontraba interrogando a dos de los últimos capturados, ´El
Calvo´ se me acercó y con rostro de sorpresa, me dijo:
-
“Mi teniente… éste es uno de los mafiosos más duros que hay en el país”.
-
“¿Y luego… quién es él?”, como sin darle importancia a la cosa, le pregunté.
-
“¡Es Carlos Lehder mi teniente!”, como si quisiera meterme en la cabeza sobre
la magnitud del hecho, haciendo énfasis, me respondió.
-
¿Y quién es ese man?”, encogiéndome de hombros, le pregunté.
Pues yo nunca lo había visto ni escuchado nombrar.
-
“Como delincuente, él tiene la misma categoría de Pablo Escobar y cada uno
de los Ochoa”, con los ojos que ya se le salían, no sé si del desespero,
sorpresa o emoción, me aclaró.
La comparación dada me ayudó para empezar a atar cabos y recordar que éste era
uno de los narcos que había propuesto pagar la deuda externa del país. Con gran
curiosidad me acerqué a él, le pedí la cédula y de manera muy tranquila, me
respondió: “Jefe, yo no tengo cédula, pero si quiere confirmar vaya a mi habitación y
busque en el nochero que ahí tengo el pasaporte”. Así se hizo y efectivamente
pudimos corroborar lo que nos estaba diciendo, luego mandé a uno de los agentes a
que le trajera la ropa, se colocó su pantalón que parecía ser el de un mercenario (con
bolsillos por todos lados) y una camiseta sencilla.
Quise hablar con él, sabía que era un positivo muy grande para la institución y también
le daba buenos puntos a mi carrera. Quería aclarar varias dudas que tenía sobre
comentarios que había escuchado acerca de los grandes capos del narcotráfico en
Colombia. Lo sentamos en una silla, a los demás los sujetamos con los cordeles de las
cortinas y los acomodamos boca abajo y sobre el suelo. Mientras me entrevistaba con
Lehder, mandé a un personal para que fuera hasta Rionegro y llamaran a mi mayor
comandante de distrito, él se tardó veinte o treinta minutos en llegar, verificó que el
retenido fuera quien decíamos y se retiró a hacer una llamada. Mientras tanto yo le
seguía preguntando al capo cómo había logrado huir de los cercos hechos por la
fuerza pública que tenía planeada su captura en los llanos orientales y en Antioquia,
en pocas palabras me contestó que todo se podía arreglar con dinero e insistía en que
yo debía saber que los carteles más fuertes para esa época, no eran los señalados por
las autoridades como el de Medellín, Cali y la costa, si no el de las FARC (Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia), porque a él lo habían secuestrado y para su
liberación había tenido que cancelar una alta suma de dinero, además, que los dueños
de laboratorios para el procesamiento de cocaína ubicados en los distintos
departamentos del país, debían pagar el famoso ´gramaje`, dicho impuesto se debía
cancelar por cada aeronave destinada al transporte de droga, bien fuera que aterrizara
o despegara de pistas adecuadas en zonas donde hubiera presencia de guerrilla,
también se debía pagar al comandante del frente que operaba en el sector cierta
cantidad de dinero por cada kilo de cocaína o marihuana extraída e insumos que
ingresaran para el procesamiento de alcaloides, esto daba a entender que la
subversión estaba aprovechando al máximo su emblema revolucionario para lucrarse
de este negocio. Hablaba del origen de sus problemas con Pablo Escobar, decía que
se había presentado por cuestión de faldas, cuando en una de las francachelas y
fiestas que se realizaban en la hacienda Nápoles, él se acostó con la novia o amante
del hombre de confianza de Escobar y éste los encontró haciendo el amor, cuando el
guardaespaldas le hizo el reclamo a la mujer, Carlos sacó una pistola y se la vacío al
hombre, cosa que no le gustó en absoluto a Escobar y por tal motivo comenzaron los
problemas entre los dos capos. Le pregunté sobre los motivos de la muerte del
teniente de la policía ´Macana`, que hacía poco había sido asesinado por un joven
sicario cuando se encontraba esperando el cruce en un semáforo, pero me contestó
con otra pregunta: “¿A usted le gustaría que lo lanzaran desde un helicóptero sin
paracaídas?”.
Sindicaba a uno de los ex presidentes del país como el principal guerrillero que existía
en Colombia, esto por cuanto según él, había protegido a la subversión al no haber
dejado actuar al ejército nacional cuando los tenía rodeados en el departamento del
Cauca. Seguía hablando y decía que se sentía seguro con el gobierno liberal, porque
sabía que no lo iría a extraditar, decía que el colombiano no debía morir en ningún otro
sitio distinto a su país y que además, él no tenía cuentas pendientes con la justicia.
A mi pregunta sobre la propuesta presentada por los jefes de carteles al gobierno
nacional, donde se proponía el pago de la deuda externa, manifestó que se debía al
gran amor que sentían por el país donde habían nacido, además, querían que los
dejaran de molestar y así dedicarse a trabajar tranquilamente, que la idea había sido
presentada por él en una reunión efectuada con los principales narcos de la época y
que ninguno objetó su propuesta, obviamente el gobierno no lo aceptó, porque eso
significaría entregarle el país a la mafia, también manifestó que ellos nunca hablaban
si no estaban completamente seguros de lo que iban a decir, que si se habían
comprometido a pagar esa cantidad de dinero, era porque la tenían y la última palabra
era del gobierno. Dijo también que había ingresado al departamento por los lados de
Caucasia y por lo que pudimos analizar sus intenciones no eran muy buenas, tendría
planeado algo en contra de algún personaje de la vida pública nacional, nosotros nos
encontrábamos a pocos kilómetros del Aeropuerto Internacional José María Córdoba,
suponíamos, estaría planeando secuestrar al Procurador General de la Nación doctor
Carlos Mauro Hoyos, quien asistía casi todas las semanas al municipio de El Retiro y
esa era su ruta obligatoria.
Lehder era tenido como uno de los hombres más temerarios del cartel de Medellín y
no era en vano el entrenamiento físico que le estaba exigiendo a sus escoltas, con su
ayuda quería volver a surgir, porque su fama de hombre osado y con gran solvencia
económica iba en decadencia. En su poder se encontraron tan solo ochocientos mil
pesos, suma que era irrisoria si se tenía en cuenta el monto al que podía ascender la
fortuna de un narcotraficante y más aún de esta talla. También se había caracterizado
por su capacidad demostrada en la adquisición de pistas clandestinas en Colombia y
Centro América, de igual forma, en la selección y adaptación de centros de acopio
para posterior envío de drogas al exterior. Se estableció que hasta ahora estaba
reclutando gente que se mostró inexperta a la hora de actuar, porque si hubieran sido
verdaderos sicarios, habrían gastado los sesenta cartuchos que portaban para sus
ametralladoras antes de hacerse matar, o tal vez, se encontraban en sus cinco
sentidos y el miedo pudo más que su instinto asesino. En la residencia, más
exactamente en la habitación de Lehder, se hallaron residuos de marihuana y según el
desorden que presentaba la casa, hacía pensar que el día anterior ¡algunos, no todos!
Habían disfrutado de un bacanal, además, como decían que ese señor tenía ciertas
aberraciones (lo digo porque lo escuché ya que a mí no me consta), sirvió para que su
poder de reacción no fuera el más óptimo, pues pudo haber sido desastroso si
hubieran lesionado a cualquiera de mis hombres. Terminamos de hablar, volvió el
señor mayor comandante de distrito en un campero Willis de color café, entró, se le
acercó, miró hacia la sala y le preguntó al retenido: “¿Usted es Carlos Lehder?”. Y
luego de confirmar la veracidad de la información, coordinó el desplazamiento que se
debía hacer con la mayor cautela posible, sin embargo, varios minutos después de
haberle informado a mi mayor sobre la captura, él con su frase memorable de: “¡Se
nos apareció la virgen mi…!”, dicha a su superior inmediato, enviaron más personal y
vehículos para conducirlo hasta Medellín.
La noticia ya se estaba regando y había miedo de que se atentara contra nuestra
caravana, fácilmente alguna vía podría ser dinamitada lo que entorpecería nuestra
labor y ¿por qué no?, se podría presentar una fuga, pero teníamos que correr el riesgo
mientras llegábamos a la capital del departamento.
Asegurado con las mismas esposas lo subimos a la cabina de la volqueta, varios de
mis muchachos iban sobre el platón y los otros se distribuyeron dentro de los
vehículos que habían llegado de apoyo. La ruta a seguir sería por Guarne, ésta la
tomamos sin mayor contratiempo, el flujo de vehículos que subían y bajaban fue
normal, me desplacé en el tercer vehículo dentro de la caravana y aunque tenía mis
cinco sentidos puestos en lo que hacía, no sufrí ninguna alteración en mi estado de
ánimo hasta que entramos al casco urbano de Medellín… ¡imagínese, cuál fue mi
sorpresa cuando entré a una ciudad como esa y vi todo el tráfico paralizado! Pudimos
desplazarnos sin tener la preocupación de un trancón y entramos derechito hasta el
comando.
Sargento Ballesteros. Cuando entramos por la puerta del comando del departamento
fue la última vez que lo volví a ver, permanecimos en la periferia hasta que vino un
helicóptero, aterrizó en la parte trasera de las instalaciones y se lo llevaron hacia
Bogotá.
Todo lo ocurrido me llenó de satisfacción, habíamos cumplido con nuestro deber y le
habíamos dado captura a un gran capo, pasó el tiempo y luego me enteré que había
sido trasladado a los Estados Unidos.
Mayor Novoa. Había adquirido ciertos criterios en mi etapa de formación como policía,
el capturar delincuentes se convertiría en algo normal y como principal propósito,
concebía que todos recibirían el mismo trato por ser lo que eran (objetos de
investigación), allí no habría distingo de raza, color, origen, estatus social, etc., si el
tipo la embarraba llevaba, pero nunca pensaba en: ¡Ah, qué bueno hacer esto o lo
otro, para que me premien! No, todo lo contrario, si formaba parte de una institución y
estaba devengando un sueldo, tenía que trabajar para ella en forma incondicional,
además, yo me había metido en esto por gusto y nada más ¡eso sí!, que algunas
buenas actuaciones podrían repercutir en mi carrera, pero lo pensaba en el buen
sentido de la palabra, en lo que respecta a crecer institucionalmente, no en obtener
otros beneficios distintos a los que acepté cuando juré: ¡Lealtad a mi policía y a mi
país!
Atravesamos la ciudad hasta el barrio Robledo, el comando de policía estaba
reforzado con un buen dispositivo de seguridad exterior y algo que recuerdo con
mucha alegría, fue el ver la gente de la unidad, secretarias y demás personas que
laboraban en las oficinas, asomarse por las ventanas, aplaudiendo a nuestra llegada,
yo creo que es la experiencia más linda que le pueda pasar a uno, yo no había
alcanzado a calcular la magnitud del hecho, pero los demás compañeros sí…, lo bajé
y varios oficiales de alto rango se lo llevaron hacia adentro, yo no sabía qué estaba
pasando, un señor mayor se asomó por la ventana y me preguntó:
-
“¿Cuánta munición gastaron?”.
-
“Ahora le digo”, fue mi respuesta y empecé a sumar.
-
“Ciento cincuenta y dos cartuchos mi mayor…”. Esas fueron mis cuentas.
Arriba estaban rindiendo el informe para ponerlo a disposición de la autoridad
competente, luego llegó un helicóptero, lo subieron y lo llevaron hasta el aeropuerto
José María Córdoba, para luego conducirlo supongo en un avión hasta Bogotá. Veía
cómo se alejaba la aeronave, pero no le puse mucha atención. En la tarde volvimos a
Rionegro y el resto del día transcurrió normalmente, yo no sentí ninguna clase de
miedo, sabía que había actuado correctamente y por eso no debía preocuparme por
nada.
Por Coincidencia para la fecha, mi papá iba a comprar una casa en Bogotá y cuando
viajaba en el bus escuchó la noticia sobre la captura de Lehder, reporte en el que
también mencionaron mi nombre y según cuenta él, se puso pálido y no sabía qué
hacer, tan solo rezaba porque él es muy creyente, pero descansó rato después
cuando se enteró que no había ningún muerto ni herido entre los policías que habían
participado en la captura. Uno de joven es muy ingenuo y no piensa que hay muchas
personas que están pendientes de todo lo que su hijo, hermano, sobrino, etc., está
viviendo. En mi caso no había llamado a mi familia, porque no sabía que mi papá, que
es sargento mayor del ejército en uso de buen retiro, estaba en Bogotá. Hasta en la
noche me comuniqué con ellos, hablé con él y en forma apurada me dijo que me iban
a matar.
-
“¿Pero matar por qué papá…? ¡Si yo no le pegué a nadie! Ahora… Yo no lo
ultrajé, las cosas se hicieron como se debía… Y todo fue legal”, con cierto
inconformismo y disgusto debido a su aseveración, le respondí.
-
“¡No mijo!”, me insistió. “Mire que esa gente es muy peligrosa… cuídese
mucho… no salga solo…”, me advirtió y aconsejó a la vez.
Era normal que un padre se preocupara tanto, es más, les advirtió a mis hermanos
que no fueran a hablar de lo ocurrido con nadie, pero en la prensa salió toda la
información referente al caso. Yo soy de Boyacá y aunque no me lo estén
preguntando, mi familia se ha tenido que untar de mierdita para tenernos donde
estamos, yo sé arar, sembrar y en general conozco todas las actividades del campo,
porque allí nací y también me crié. Tuve la fortuna de entrar a la policía porque mi
padre no fue como otros que prefirieron y aún prefieren, invertir la plata en ganado o
en tierra antes de invertir en sus hijos, él me dio la oportunidad de culminar una
carrera y si soy oficial no quiere decir que yo sea más que otra persona, porque en
nuestras filas existe gente subalterna con tantas o más capacidades que uno, como es
el caso de Ballesteros, un muchacho capaz, inteligente, honesto y trabajador.
Tampoco sobra decir que yo había pensado seriamente en ser cura, me gustaba
pertenecer a los grupos de oración, donde fui encargado y también me desempeñé
como acólito, estudié en un colegio de monjas mixto, me gustaba el recogimiento a la
cabeza de papá, mamá y toda la camada de hijos, quienes mantení amos
confesándonos y comulgando, viví una juventud dinámica y sana al lado de mis
padres, y las únicas jueteras que me gané fue por estar jugando en la calle. El
atletismo lo practicaba a diario yendo hasta la finca a ordeñar por la mañana y a ver el
ganado por la tarde, me gustaba la oración ¡pero también tenía una novia! Ya en
quinto de bachillerato recapacité y vi que no podía estar sirviéndole a Dios y al diablo,
¡como se dice! porque me gustaban mucho las mujeres y si me decidía por el
sacerdocio tendría que quitarme de raíz la idea de tener una compañera, además, tuve
la oportunidad de ver una ceremonia de ascenso en la escuela de cadetes de policía y
fue tan majestuosa que de inmediato me incliné por esta carrera y hoy me siento
orgulloso de lo que soy.
Sargento Ballesteros. Tuve la oportunidad de leer sobre la captura de este narco, en
varios textos se decía que otras organizaciones nacionales e internacionales habían
sido quienes hicieron esta aprehensión, cosa que al comienzo me produjo
inconformismo y me ofendió mucho al ver que no se valoraba el trabajo tesonero del
policía colombiano, ya fuera en el campo administrativo u operativo. Saber que
muchos de nosotros permanecíamos frente al túnel trabajando día y noche con el fin
de sacar avante el buen nombre de una Institución, sin que se le valorara su trabajo
me causó disgusto, pero de nada servía enfadarme, si como era obvio, tarde o
temprano nuestro procedimiento pasaría a la historia y así fue.
Mayor Novoa. De Bogotá nos llegó una felicitación personal firmada por el entonces
Director General de la Policía, seguimos operando en forma normal aunque con
mayores expectativas, esperando coger otro pez gordo o hallar en las fincas del
oriente antioqueño grandes laboratorios para el procesamiento de alcaloides, pero a
finales de julio resulté trasladado a la ciudad de Bogotá y el dos de agosto tuve que
presentar exámenes médicos para ascenso al grado de teniente, más tarde permanecí
como oficial de planta en la escuela de carabineros y pasadas dos semanas de
traslado a esa unidad, hubo una reunión de oficiales donde se trató el tema sobre un
curso de explosivos que se llevaría a cabo en los Estados Unidos, la inscripción era
voluntaria y el candidato debía tener el grado de subteniente o teniente. Mi coronel, el
director de la escuela, dijo que el que creyera reunir los requisitos se quedara, yo
llevaba solo diez días allí pero me quedé, los demás candidatos habían permanecido
durante varios años en ese centro educativo, y esto les servía para su elección. Todos
se inscribieron porque sabían, habían trabajado mucho durante su trayectoria en la
escuela, yo me quedé en la puerta, mi coronel me miró y con cierta extrañeza, me dijo:
-
“¡¿Y usted qué cabezón…?!”.
-
“No mi coronel pues yo aquí no he hecho muchos méritos por el poco tiempo
que llevo en esta unidad, pero si usted estima pertinente llamar al Comando de
Policía Antioquia, que es de donde vengo, allá le pueden hablar sobre mi
trabajo”, con tono respetuoso y gran escepticismo, le respondí.
Era difícil que él se pusiera en la tarea de averiguar por mí, por eso desistí y me fui a
cumplir con mis labores diarias como docente, hasta que pasados varios días, mi
coronel me mandó llamar a su despacho. El susto fue tremendo, durante el
desplazamiento hasta su oficina hice un acto de contrición: ¡Pero…! ¿yo qué hice…?
¿Por qué me necesita este señor…? ¿Qué me habrá hecho falta por hacer para que
me mande a llamar…? eran las preguntas que calaban en mi cabeza hasta que llegué
a su recinto, entré, me presenté y cruzando los dedos esperé el totazo. Me mandó
sentar. Resultó que él había llamado al segundo comandante de Antioquia, a mi
coronel Gonzaga Moreno, quien resultó ser su compañero de promoción y le había
preguntado por mi labor en ese departamento, cuando me llamó lo hizo fue para
felicitarme y me dijo: “Muy bien… yo no sabía que usted había participado en la
captura de Carlos Lehder… cuando eso ocurrió, yo estaba de Director de la Policía
Antinarcóticos y a mí me correspondió llevarlo hasta los Estados Unidos”, como
queriendo demostrar que él también formaba parte de ese capítulo de la historia del
país, me quiso contar.
Eso fue suficiente para que me propusiera como candidato a realizar el curso de
explosivos… Hasta ese momento ¡creo yo! Pude comprender la magnitud de lo que
habíamos hecho, porque el bombo y el despliegue hecho por la prensa sobre esa
captura no había servido para impresionarme, ahora, los medios periodísticos ven las
cosas desde otro punto de vista, pero cuando lo escuché de una persona tan recta y
tan honesta como la que me estaba felicitando y la forma como lo decía, sentí una
gran motivación y una reconfortante alegría, también me dijo que tenía que alistar el
pasaporte y la visa, cosa que me preocupó porque yo no sabía qué era esa
güevonada ni dónde se tenía que tramitar, para acabar de completar tenía poco
tiempo para hacerlo y fue tanto mi desconocimiento, porque ya habían pasado varios
días y aún no había empezado a tramitar esos documentos, que cuando mi coronel
me llamó para preguntarme si ya había hecho las vueltas, yo le dije que no entendía
qué era eso, pero como él había trabajado en la dirección de antinarcóticos, llamó a un
amigo suyo y le dijo que le mandaba a un muchacho para que le colaborara con esa
cuestión. Me prestó hasta su automóvil en el que me desplacé a una y otra entidad
encargada de tramitar dichos documentos, cuando llegué a la embajada americana ya
sabían el motivo de mi presencia, me pasaron a una sala de espera y luego de
haberles dado el pasaporte, en pocos minutos me entregaron la visa.
Tenía que viajar al Estado de Oklahoma, cosa que veía muy difícil, “pero si yo nunca
he salido de Colombia, mi coronel… y si yo llego allá ¿quién me va a estar
esperando?”. Al ver tanta preocupación con tono pausado y tranquilizador, me
respondió: “Tranquilo que en Miami lo va a estar esperando una persona que lo va a
orientar todo el tiempo… todo está organizado para que usted no vaya a tener
inconvenientes”.
Efectivamente, en Miami me recibió un anciano de nacionalidad cubana, quien me
sirvió de intérprete mientras estuve allí, pero cuando fui a recoger mi maleta, la
encontré rota porque al requisarla le habían dañado hasta el seguro, eso me produjo
gran tristeza, si yo estaba allá, no era porque estuviera metiéndole droga a ese país,
todo lo contrario, era porque había evitado que le entrará más, pero yo era colombiano
y ese estigma los obligaba a tener precaución conmigo. Pernocté en esa ciudad, al
otro día salimos hacia Dallas, ciudad que tiene un aeropuerto grandísimo, y uno
acostumbrado a ver solo El Dorado ¡pues se asusta! En otro avión hice el último vuelo
hasta mi lugar de destino, me alojaron en un hotel y al día siguiente muy temprano
pasaron por mí para llevarme a la escuela.
Hice el curso de explosivos que consistió en recibir instrucción teórica y práctica
durante seis meses. Iniciamos en el mes de octubre y culminamos a finales de Abril. Al
comienzo me jodía el pensar que iba a pasar la navidad solo. El no dominar el inglés
hacía que todo fuera más difícil. Extrañaba la comida, el ambiente y a todos mis seres
queridos, llamar pude hacerlo solo una vez. Un ´mochito` (manco), el jefe de
explosivos de Oklahoma me invitaba a salir a diferentes sitios, una vez me invitó a
comer a su casa, contrató un chef y nos preparó bandeja paisa con chorizo y todo,
pero como fuera, allá nunca podrá tener la misma sazón y sabor de la que se prepara
en Colombia.
Cuando recibimos la instrucción de campo, nos enseñaron a emplear los diferentes
mecanismos utilizados para armar un artefacto explosivo, estos podían ser por
liberación de presión o por movimiento. La instrucción es tan compleja que se llega a
tal punto que usted como alumno tiene que armar un explosivo para que el instructor lo
desarme. Como anécdota de esa experiencia, en una ocasión el traductor nos dijo que
debíamos armar un artefacto explosivo, pero no nos especificó cuántos mecanismo
podíamos emplear para su elaboración, pues yo armé el mío utilizando el sistema de
liberación de presión y el de movimiento a la vez. Para deshacer el trabajo, el experto
que iría a desactivar la bomba se colocaba una cámara para que el alumno viera el
procedimiento en una pantalla, yo observé cuando él terminó desactivando el
mecanismo de liberación de presión y dijo: “¡Okey!”, dando a entender que ya estaba
listo. El traductor me hizo el puente con el especialista pero yo le dije que no… que
aún faltaba algo y al escuchar esto, el hombre que se estaba enfrentando al explosivo
habría pensado que pudo haber salido lesionado aunque estuviera con su equipo de
protección, volteó a mirarme furioso y entre dientes dijo: “Colombiano hijo de
púuuta…”.
Eran culturas diferentes, desde que estaba en el colegio a mí siempre me gustó
corchar a mis profesores. Supongo que el hombre se puso un poco nervioso y empezó
a decir que no encontraba la ubicación del sistema de movimiento, como sea me tocó
ir hasta el sitio, señalarle el lugar en el que se encontraba instalado y así lo pudo
desactivar, desde ese momento y hasta que culminó el curso tuve sus ojos puestos
encima. “Tras de que uno por ser colombiano tiene su famita ¡ahora después de esa
cagada, peor!”
Por Colombia estábamos solo un muchacho del DAS (Departamento Administrativo de
Seguridad) y yo, los demás venían en representación de otros países. Aprendimos
mucho sobre el manejo y el uso que se le podía dar a los explosivos y siempre tuve la
intención de transmitir esos conocimientos a mis futuros alumnos.
Antes de salir de Colombia, mi coronel me había ordenado que lo llamara una vez
estuviera de regreso, así lo hice y volví como docente a la escuela de carabineros,
donde seguí trabajando sin ningún problema.
Tuve la oportunidad de leer artículos de prensa y páginas completas de libros en los
que se hablaba de la captura de Lehder, allí se decía que este hecho se había dado
gracias a informes de inteligencia provenientes de organismos como la DEA y otros,
cosa que afectaba la credibilidad de nuestra policía. De esto aún se especula
demasiado, pero para mí es indiferente y forma parte del pasado.
CAPITULO IV
SENTIMOS MIEDO, MÁS NO COBARDÍA
Mayor Esteban Angulo Guzmán. Una vez egresado del alma mater hice el curso de
contraguerrilla con el Batallón Colombia en Tolemaica durante un lapso de tres meses
y salí trasladado al departamento del cauca. En junio de 1995 fui objeto de dos
enfrentamientos con la subversión, el primero fue una emboscada que nos tenían
preparada cuando fuimos a constatar varias informaciones acerca de unos posibles
retenes que estaba haciendo la guerrilla, nos dirigíamos al sitio y cuando estábamos
cerca, descendimos de los camiones, empezamos la marcha y como habíamos
enviado a un personal de avanzada bordeando uno de los cerros por donde debíamos
pasar, en efecto detectamos la emboscada, se presentó un enfrentamiento en el que
resultaron varios agentes levemente heridos, se incautó un rocket y varios equipos de
campaña. En esa ocasión las dos contraguerrillas venían en sentido contrario, una
desde Silvia y otra hacia Silvia, la que venía entró en la emboscada que le tenían a
cuatro kilómetros de nuestra posición y no contaron con la misma suerte ya que allí
murieron cinco agentes y fueron heridos un número igual con pérdida del armamento.
En diciembre del mismo año se presentó otro combate por los lados de Jambaló
(Cauca), nuestra contraguerrilla se encontró con otra del ejército, aprovechamos para
darle la información que teníamos sobre la posible presencia de grupos subversivos en
la zona, se adoptaron diferentes flancos y empezamos a subir hacia un cerro en el que
fuimos objetos de agresión. Yo me encontraba con tres agentes con quienes subimos
por un sector donde nos encontramos con cinco soldados extraviados, conformamos
un grupo más grande y durante toda una noche de enfrentamiento, logramos tomar la
trinchera y el campamento que tenía el Ricardo Franco (grupo subversivo adscrito al
M19) luego con más personal del ejército que llegó al día siguiente, se destruyeron las
instalaciones que tenían adecuadas como zonas de entrenamiento donde se encontró
gran cantidad de provisiones, el ejército tomó posición del área y nosotros salimos.
En el mes de octubre de 1985 ejercía como comandante de policía en el municipio de
Miranda (Cauca). Un día a las cuatro de la tarde cuando me hallaba fuera de las
instalaciones, se presentó un ataque contra la estación que funcionaba en un segundo
nivel al lado de la alcaldía y en cuyo primer piso se encontraban las oficinas de la
registraduría y la biblioteca municipal. El piso de la primera planta era de madera,
como medios de protección se contaba con trincheras elaboradas c on bultos de arena.
Un ingenio azucarero se había comprometido a construirlas en concreto, pero cuando
se iniciaron las obras, la personería prohibió su construcción y como nosotros no
queríamos tener problemas con las demás autoridades, las dejamos así. Las tropas
del ejército tenían cercado a un grupo de guerrilleros por los lados de Florida (Valle)
que logró salir del bloqueo y asaltó la población de Miranda. Ingresaron al pueblo sin
ser detectados, iniciaron el ataque dándole muerte a uno de los centinelas, el otro
logró hacer frente pero fue herido con esquirlas de granada y una vez dominaron la
situación en el primer nivel, los que estaban repeliendo el ataque desde la segunda
planta empezaron a recibir disparos que atravesaban el piso, las balas irrumpieron
fácilmente y en cuestión de dos horas fueron doblegados por los antisociales. Yo me
encontraba a tres cuadras de allí y con revólver en mano traté de llegar, pero me
encontré con varios subversivos a los que vi de frente y luego de varios segundos,
después que me hubiera pasado el susto, les disparé y como ellos también tenían
miedo, pues al verme salieron corriendo, hasta que se dieron cuenta de que yo estaba
solo y se devolvieron a perseguirme. Logré subirme al techo de una residencia,
avancé sobre los tejados, llegué cerca al cuartel, bajé, pasé por debajo de la calle
utilizando para ello una alcantarilla y así pude estar en la misma manzana de la
estación, era mucha gente, yo me había refugiado dentro de una habitación de una
casa vecina al cuartel, en esta habían dos camas, pensé en meterme debajo de una
de las camas y así resguardarme, pero me arrepentí al suponer que ese iba a ser el
primer lugar donde me irían a buscar. Decidí esconderme detrás de una puerta que
estaba abierta. Los guerrilleros entraron, miraron debajo de las camas, dijeron: “¡Aquí
no está!”, salieron y continuaron en mi búsqueda. Sentía miedo de que me fueran a
matar, aclaro que si me hubieran encontrado yo no me iba a ir solo y aunque no los vi
físicamente, me había percatado de que eran solo dos a quienes pensé les podía
ganar con el revólver en el momento que abrieran la puerta o que se asomaran. Sentía
mucha sed, las piernas ya no me temblaban tanto porque llevaba tiempo viviendo la
situación y había logrado controlarme un poco. No recé, solo invoqué a mi madre y a
mi hermano ya fallecido, esperaba salir de ésta, tardé unos diez minutos en salir y fui
hasta el solar de la casa donde encontré varios morrales de los subversivos, los revisé
rápidamente y cogí dos granadas que encontré en uno de ellos, una de éstas la arrojé
hacia un patio donde escuché hablar a varios sediciosos que ni se dieron cuenta de
donde les cayó y supondrían que les vino del cuartel porque se encontraban muy
cerca de él, explotó pero no escuché grito alguno, no sé si tuvieron el tiempo suficiente
para protegerse, la otra la guardé para lo que viniera. Me fui a subir a una barda, miré
bien hacia el frente y no me percaté de que al otro lado había un guerrillero, él
tampoco me había visto, pero cuando lo hizo, se asustó, reaccionó con un disparo y a
pesar que estaba muy cerca no me alcanzó a dar, pero me obligó a regresar por el
mismo camino que había llegado. Crucé de nuevo la alcantarilla, llegué hasta la casa
donde había visto los morrales, pero estos ya no estaban, entonces decidí esperar ahí.
Toda esta odisea trascurrió durante una hora. Pasó el tiempo y nuestras instalaciones
fueron dominadas.
Estando dentro del inmueble escuché que alguien salió de una de las habitaciones, se
asomó, me miró, me reconoció y me dijo que permaneciera ahí mientras él iba a
verificar lo que estaba pasando. Desconfiaba al pensar que esa persona me podía
entregar, pero no tenía otra opción, pasaban los minutos, se empezó a oscurecer y
como el tipo no llegaba, desconfié aún más de él y por eso salí, crucé varios solares
hasta llegar a la antigua alcaldía donde funcionaba el coso municipal y me acosté en el
pasto durante media hora hasta que escuché llegar al ejército que venía en vehículos
blindados. Ellos se habían metido por entre unos cañaduzales y con esto evitaron
tomar la carretera que por obvias razones estaba preparada para una emboscada.
Cayeron por sorpresa, los delincuentes estaban aún en el parque y en ese sitio fueron
dados siete bandoleros de baja.
Estaba muy preocupado por los agentes, eran doce, el suboficial tampoco se
encontraba dentro de las instalaciones. El tiempo era eterno, me devolví nuevamente
hacia la casa donde había permanecido gran parte del tiempo y para que no me fueran
a confundir, pedí prestadas algunas prendas de civil y me las coloqué encima del
uniforme, salí hasta el parque y me encontré con varios de los agentes que la guerrilla
había logrado retener, pero que de inmediato cuando apareció el ejército,
aprovecharon para esconderse y hasta que no estuvieron seguros no se decidieron a
salir. Se perdieron diez fusiles y los otros se quemaron dentro del cuartel. Por esto fui
sometido a una audiencia disciplinaria en la que logré demostrar que mi actitud no
había sido negligente, pues mis obligaciones no eran precisamente las mismas del
comandante de guardia o las de un centinela, todo lo contrario, yo era el comandante
de policía en el municipio y por ende, mis funciones no eran únicamente las de
permanecer cuidando unas instalaciones o atendiendo a las personas dentro de éstas
sino, acudiendo y atendiendo los distintos requerimientos que me hiciera la
ciudadanía, además, me encontraba a solo tres cuadras de la estación cumpliéndole
una cita a un oficial del B2 (inteligencia del ejército), a quien le había entregado varias
cédulas de ciudadanía que él estaba buscando y que por casualidad de la vida, un
muchacho las encontró y me las entregó, tomamos algo, salió en su motocicleta, se
encontró con varios bandoleros pero no se pudo devolver para avisarme, por eso
prefirió seguir hacia adelante a darle la voz de alerta a sus comandantes, cinco
minutos después se inició el asalto. Todos estos acontecimientos sirvieron de
fundamento para mi exoneración.
Continué trabajando y ya con más experiencia salí hacia Puerto Tejada (Cauca), allí
estuve seis meses y aproveché para organizar las instalaciones y construir mejores
trincheras. Hubo informaciones de posibles incursiones, me mandaron una
contraguerilla que estuvo allí durante casi tres meses y con la que quise apoyar una
incursión en Toribio (Cauca), logramos llegar muy cerca del sitio, pero por orden del
mayor que estaba al mando de la operación quien dijo que no era necesario y adujo
que llevaba suficiente personal, me devolví y luego me enteré de que había logrado
llegar hasta Toribio pero fue emboscado y allí perdió uno de sus ojos y la vida de seis
policías.
Luego salí trasladado para Popayán y cuando me encontraba prestando de oficial de
servicio, colocaron un petardo de tal poder que destruyó todas las edificaciones, por
esto me empezaron a tildar de ´bulto de sal` cosa que no me produjo psicosis, pues lo
veía normal y sin tomarlo como algo negativo, sino cuestión de suerte, seguí
trabajando de la misma forma y días después fui trasladado a laborar como
comandante de la estación de policía Belalcazar (Cauca), un municipio cuya principal
ruta de acceso es por Popayán, se encuentra a seis horas de camino y aunque se
pueda ingresar por vía aérea, esto solo se puede hacer en helicóptero corriendo el
riesgo de ser atacado desde cualquier cerro debido a que el caserío se encuentra
metido dentro de un cañón y no hay espacio suficiente para construir una pista.
También se puede llegar por el Huila, pero esta carretera confluye a la misma vía
procedente de Popayán, creando así un punto obligatorio para el ingreso al municipio.
El comando de policía era esquinero y estaba ubicado justo al frente de un cerro, lo
que lo hacía muy vulnerable, además, estaba construido en una sola planta y cubierto
con tejas de Eternit. Había agua potable. Para obtener la luz, que era escasa, se
empleaba una planta que funcionaba a determinadas horas y pertenecía al municipio
nosotros también contábamos con una y se prendía en la noche para dar iluminación
hacia los alrededores.
El compañero que me entregó el cargo me previno al decirme que el alcalde no le
había colaborado en nada, pero para mí eso era solo de manejo y al encontrármelo (al
alcalde) en la calle traté saludarlo e informarle que todo estaba en orden, esto sirvió
para hacer que se sintiera una persona importante y reflejara su agradecimiento con
ciertas bondades, como dotando el comando de los elementos necesarios para su
funcionamiento. El cuartel estaba rodeado de trincheras, pero observando desde el
cerro, me pude dar cuenta que por más silueta que se quisiera reducir detrás de éstas,
se podría ser blanco de los disparos que provinieran de allí, el cerro era muy empinado
y a esto se sumaba los ataques que se pudieran recibir desde los costados. Por eso,
al ver tanta vulnerabilidad empezamos a construir divisiones entre las mismas
trincheras, que parecían callejones y en las que si caía una granada no haría tanto
daño al encontrar recodos que podían ayudar de refugio y esto me lo tuvieron que
agradecer después, porque al principio cuando le dije a los policías que teníamos que
hacerlo, fueron muy renuentes y casi me toca ponerme a pelear con ellos para que
cumplieran la orden. Había comandantes que mandaban al policía a esos sitios por
castigo y estos llegaban siempre a hacer lo que se les daba la gana. De servicio
estaban solo dos centinelas, el otro personal que no se encontraba prestando
seguridad, aparecía supuestamente francos, por esto, de dieciséis hombres que
laboraban en Belalcazar, yo no contaba con uno que me sirviera para atender
cualquier procedimiento en el pueblo, por esa razón lo primero que hice fue acabar
con las franquicias y aunque fue un problema, traté mejor de programarles permisos y
darles el tiempo suficiente para que salieran de la población, así logré tener como
mínimo siete uniformados disponibles para el cumplimiento de cualquier requerimiento
y a pesar que no había antecedentes sobre ataques subversivos, si se tenía el
precedente que habían sido ultimados varios agentes cuando intentaron robarles el
arma.
Los cuatro mil cartuchos de dotación, dieciocho fusiles y las nueve granadas de
fragmentación, estaban repartidos entre dieciséis hombres que era el número de
agentes que conformaban la estación, pero ellos no portaban estos elementos y salían
al servicio con solo dos proveedores de veinte cartuchos para fusil y de tanto insistirles
sobre la importancia de tener toda la munición a la mano, se acostumbraron a cargar
un morral con los cartuchos restantes y a portar el fusil en todo momento. De
subcomandante tenía al cabo Restrepo, un suboficial procedente de la SIJIN (Sección
de Policía Judicial e Investigación) del Valle, quien creo había llegado allí por castigo,
ya que no es común que se presente un traslado de estos y aunque nunca me enteré
ni me comentó su problema, resultó ser buen trabajador, inteligente y muy
responsable.
El dos de agosto de 1986 tuvimos un enfrentamiento contra el mismo ejército. A una
cuadra del cuartel existía una trinchera y a cien metros de esta, se encontraba ubicado
el parque principal, en una de sus esquinas había un PARE, un camión que transitaba
por esa calle obedeció la señal, los policías solo alcanzaron a ver las luces de un
vehículo del que se bajaron barios uniformados utilizando pasamontañas y al creer
que eran subversivos que estaban tomando posiciones dentro del casco urbano,
desde sus atalayas los encendieron a plomo y el resto de soldados que venían atrás,
empezaron a ametrallar los muros y el cerro desde donde creían ellos venia el ataque.
Yo me había acostado a las dos y el hecho ocurrió a las cuatro de la mañana.
Estupefacto me desperté en medio de una balacera, me temblaban mucho las piernas,
cogí el arnés, el fusil y como nadie había avisado por radio, traté de moverme y utilizar
las comunicaciones, pero no pude hacerlo porque estuve entumecido casi un minuto,
hasta que por fin logré obturar el equipo e informar lo que estaba ocurriendo. Cuando
el personal que se movilizaba en el convoy se dio cuenta que éramos nosotros los que
les estábamos disparando, empezaron a gritar que eran del ejército, enviaron un
soldado para que se identificara y nos convenciera que no había ningún problema, el
señor capitán que iba al mando de la caravana en forma disgustada preguntaba que si
no nos habían avisado de Totoró (Cauca), porque según él había dejado esa orden,
pero como las comunicaciones eran tan malas, que ni con Insá (Cauca), que quedaba
a una hora de distancia nos podíamos comunicar, solo a veces la estación de policía
de Aguachica (Cesar) nos hacía el puente para poderle dar novedades a Popayán, por
eso nos quedó muy difícil enterarnos del procedimiento que estaba llevando a cabo el
ejército. Ningún soldado resultó herido, uno de los camiones recibió dos impactos que
no fueron de gravedad y por eso pudieron seguir hacia Donsai (Cauca), pero en el
viaje tuvieron varios enfrentamientos teniendo que devolver a varios heridos, entre
ellos a un cabo que había sido mi compañero de combate en Jambaló.
Mi hermana se casaba el nueve de agosto de 1986, yo tenía permiso para asistir al
matrimonio. Hice los cálculos y decidí viajar el día ocho a las seis de la mañana vía a
la Plata (Huila), por donde me tardaría solo doce horas en llegar hasta Bogotá y en la
noche estaría en Villavicencio (Meta), de donde soy natural y era el sitio en el que se
realizaría la ceremonia. El cabo dijo: “Mi teniente váyase hoy siete en la chiva de las
tres y treinta de la tarde, así puede llegar un día antes y tiene el tiempo suficiente para
hacer sus vueltas, aquí nadie se va a dar cuenta”.
Pero yo tenía un mal presentimiento y esto se debía a que en vista que el sacerdote
no se daba cuenta y si lo sabía no nos lo prohibía, nosotros mandábamos dos agentes
a la torre de la iglesia con la consigna de ingresar allí utilizando para ello una llave que
habíamos duplicado, pero el día seis en la noche, la llave ya no servía porque habían
cambiado el candado y cuando los agentes intentaron subirse por el muro, el
sacerdote se dio cuenta y los regañó diciéndoles que esa no era la forma de ingresar a
la casa de Dios y que tampoco permitiría que la cogieran de trinchera, por esto los
policías tuvieron que presentar disculpas y devolverse a informarme lo que ocurrió.
Entonces con cierta malicia le respondí al cabo: “No hermano, yo soy muy de malas,
me voy, téngalo por seguro que ocurre algún problema y no voy a poder estar cerca
para solucionarlo”.
Él no volvió a insistir, todo lo contrario prefirió quedarse dentro de las instalaciones y
estuvo despierto acompañándome hasta la madrugada. Como a la una o dos de la
mañana fui a mi habitación, me quité las botas y me acosté a dormir sin quitarme el
uniforme.
Sargento Fernando Murcia Guzmán. Yo era agente adscrito a la estación de
Belalcazar, diez o quince días antes había llegado un muchacho manifestando que lo
había secuestrado un grupo subversivo denominado el ´Quintín Lame` que operaba
cerca de un caserío llamado la Mesa de Tacuelló (Cauca), porque según los
bandoleros, su padre estaba reseñado como colaborador del ejército, pero el joven
logró escapar, llegó a la estación de policía casi jurando que los guerrilleros se
estaban entrenando y se dirigían hacia Belalcazar.
El día miércoles seis, tuvimos indicios de que la subversión iba a incursionar en contra
de nosotros, verificamos que la ´chiva` (vehículo empleado tanto para el trasporte de
personas como para carga) y el carro repartidor de leche que siempre permanecían en
el parque del pueblo ya no estaban. Hicimos un patrullaje por los alrededores y
observamos que los billares y los bares estaban cerrados. Fuimos hasta la iglesia y
descubrimos que habían colocado un candado imposibilitando la entrada a la torre,
llamamos por radio para avisarle a mi teniente y él nos dio la orden de ingresar
utilizando una escalera, pero el cura se dio cuenta y se disgustó alegando que esa no
era la forma de ingresar a una iglesia y menos aún por parte de la policía, por todo
esto nos imaginamos que la guerrilla ya estaba cerca del pueblo. Terminé el cuarto
turno hasta la una de la mañana y me fui a dormir a mi casa que quedaba frente a la
estación.
Mayor Angulo. Me levanté como a las cuatro o cuatro y treinta de la mañana, porque
escuché que le estaban pegando a la cómoda que servía de puerta hacia un orificio
que comunicaba a una trinchera y empezó a decir que me levantara porque se había
metido la guerrilla, pero yo no escuché ningún disparo y cuando fui a salir sonaron las
primeras detonaciones. Entonces fui, me tendí en la mitad de la calle y empecé a
dispar hacia el parque que quedaba hacia la parte de abajo, esto hizo que los
guerrilleros se confundieran y empezaran a correr para un lado y el otro sin saber
desde dónde les estaban disparando ni hacia dónde tenían que correr, por
desconocimiento de la ubicación de nuestras instalaciones o porque no se habían
percatado del centinela que estaba a una cuadra de la estación y había utilizado una
parte oscura para mimetizarse, éste se fijó que una persona se asomó desde una de
las esquinas del parque y que rápidamente volvió a esconder la cabeza, entonces
dedujo que era un delincuente, porque un ciudadano de bien hubiera cruzado en forma
normal. El centinela les disparó y les creó una gran confusión. El muchacho que fue a
despertarme también había visto movimientos raros, por eso fue hasta mi habitación,
me avisó que algo extraño estaba ocurriendo y corrió rápidamente a tomar posición
desde la cual vio a tres guerrilleros que caminaban agachados, les disparó y con esto
acabó de dar la voz de alarma. En la calle permanecí unos quince minutos, hasta que
empecé a sentir disparos que venían desde el cerro y como la avenida era
descubierta, los guerrilleros se fueron aproximando recostados a las paredes de las
casas, se tomaron las trincheras de avanzada, rodearon todo el cuartel y eso se
convirtió en uno de mis mayores problemas.
Cuando iba a ingresar al cuartel a constatar cómo estaban las otras posiciones, el
centinela me dijo que lo esperara un momento y que lo cubriera mientras cargaba sus
dos proveedores que ya había gastado en menos de tres minutos, éste prácticamente
había sido quien sostuvo la primer arremetida, demostró que tenía cojones y que
estaba preparado para combatir. Esperé que se aprovisionara, me escudé en las
trincheras y ya dentro del cuartel empecé a sentir que lo que estaba ocurriendo era
algo cotidiano y sentí más confianza.
Todo ocurría de tal forma que el operador del radio, sin alterarse hacía lo suyo
mientras los demás disparábamos en forma tranquila hacia donde veíamos
movimientos de personas, y cerca de las cinco de la mañana se acercó el encargado
del radio y me dijo:
-
“Nos volaron la antena, el equipo recibe pero no trasmite”.
-
“Pues, quédese tranquilo”, sin nada de preocupación, le respondí. “Que en
Popayán ya saben que nos están atacando y en este momento lo único que
pueden hacer es darnos voces de aliento… ¿porque qué más?”, le terminé de
decir y me dediqué a analizar la situación.
Para mí lo más importante era que supieran la novedad, sabía que con esto era
suficiente para que se iniciaran las coordinaciones de apoyo que tarde o temprano
llegaría hasta nuestro lugar.
Como a las ocho de la mañana hubo un cese al fuego, pasaron tal vez quince minutos
y se empezaron a escuchar voces de la Cruz Roja solicitando ingresar al cuartel para
sacar los heridos y como hasta el momento yo no tenía ninguno, le dije a los agentes
que les dijeran: “¡Aquí también nos sabemos cuidar, no va a entrar nadie… ni siquiera
los de la Cruz Roja!”, y así nos mantuvimos durante varias horas.
Nunca me ha gustado esa cuestión de gritar, es mi forma de ser y no acostumbraba
estimular al personal con arengas como: ¡Adelante mis valientes… con verraquera!
No… yo simplemente me acercaba a ellos, les decía que se tranquilizaran, les
preguntaba cómo estaban y si tenía que dirigirme a alguien que me estuviera llamando
desde afuera, aprovechaba que ellos podían gritar y les decía lo que tenían que
contestar.
Un policía vivía en la casa del frente y tan pronto empezó la balacera corrió, pasó la
calle y se metió al cuartel, pero otro que vivía en la parte de atrás, dudo en saltar la
barda para refugiarse dentro de nuestras instalaciones, por eso lo sorprendió la
guerrilla dentro de su casa. Había dos que estaban en la trinchera del parque y no
sabía cuál era la suerte que estaban corriendo. Yo suponía que podían estar muertos
porque se encontraban completamente solos y sin un lugar dónde refugiarse, por los
demás no me preocupaba pues estaban ilesos dentro de las instalaciones, disparando
y moviéndose de un lugar a otro para no ser alcanzados por las balas de los
enemigos.
Inicialmente había pensado que podrían
ser las
FARC
(Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia) que por esa época estaban en tregua, pero yo no
descartaba la posibilidad que la hubieran roto, hasta cuando los delincuentes se
identificaron como ´Batallón América. A esta agrupación se le calculaban unos
cuatrocientos hombres e incluía a varios grupos como el M-19 (Movimiento 19 de
Abril), el Túpac Amarú, el Quintín Lame y el Alfaro Uribe`. Gritaban su lema: “¡Paso de
vencedores!”. Carlos Pizarro con el empleo de un altavoz, al no saber mi nombre me
llamó por el grado y me dijo que me entregara. Mientras lo escuchaba relacionaba el
ataque que estábamos viviendo con el presentado contra la estación de policía
Herrera (Tolima) y me tranquilizaba al pensar que ese grupo subversivo no era tan
sanguinario si se comparaba con el ELN. Entonces me dediqué a esperar sin pensar
nunca en entregarme al saber que el ejército iba a llegar rápido y como ya había
amanecido y se escuchaban vehículos recorriendo las calles del municipio, supuse
que se estaban retirando y que por eso la Cruz Roja habría querido entrar, pero no
había pensado que si los vehículos estaban entrando y saliendo era porque estaban
trayendo más guerrilla. Cuando hubo el cese al fuego, uno de los agentes intentó
convencerme para que fuéramos hasta el parque a buscar a los agentes a quienes yo
sinceramente daba por muertos o en el mejor de los casos bajo el dominio de los
sediciosos, pero no me arriesgué y les dije que hasta que no viera un cascabel
(vehículo de ataque blindado empleado por el ejército para trasportar o escoltar
personal que se desplaza en convoy), estacionado al frente de la estación, no
permitiría que alguien se asomara y les daba el ejemplo de Morales (Cauca), donde se
presentaron tres bajas. Dos de estas bajas habían ocurrido cuando la guerrilla se
estaba retirando y entraba el refuerzo, dejaron franco tiradores que le dieron muerte a
los dos uniformados, quienes luego de creer que la situación estaba controlada,
salieron a izar el Pabellón Nacional. Y si lo hubiéramos hecho no lo estaríamos
contando, porque luego de veinte minutos de cese al fuego, se reanudó la balacera
más tremenda. Pasaron las nueve, nueve y media y nada que llegaban los refuerzos.
Alcanzábamos a distinguir los bandoleros que se asomaban por las ventanas y techos
de las casas vecinas y como estaban hechos con tejas de barro, les disparábamos y
veíamos cómo caían pedazos de escombros, pero ellos cambiaban rápidamente de
posición y era muy difícil darles. Como era tradición, el M-19 acostumbraba irrumpir en
las instalaciones de Telecom (Empresa de Telecomunicaciones) y así trasmitir en vivo
y en directo cualquier tipo de incursión a todo el país, pero a estas no pudieron
ingresar porque funcionaban frente a la estación, todo lo contrario pasó con la Caja
Agraria que quedaba a tres cuadras de nuestras instalaciones y fue saqueada
hurtándose todo lo que allí había.
Sargento Murcia. Estaba uniformado, sabía que con el primer disparo que escuchara
tenía que irme para el cuartel, pensaba que mi casa no tenía las condiciones
suficientes para defenderme y si me atrevía a disparar desde ahí, arriesgaría la vida
de mi esposa y la de mi hermano que estaba de paso por esos días, además, si yo me
unía a mis compañeros, trabajaría en conjunto, tendría los medios suficientes y
recibiría toda la ayuda posible para mantenerme en pie.
Cuando escuché los primeros disparos sin dudarlo salí de mi casa, me lancé a cruzar
la calle y llegué ileso hasta el cuartel. Para ese entonces mi teniente era nuevo, pero
tenía mucha experiencia en este tipo de cosas y eso nos daba una gran confianza,
más aún él, quien era muy calmado y no dejaba ver el más mínimo asomo de miedo,
también contábamos con gente fogueada en este tipo de circunstancias y entre ellos
Jiménez que estaba próximo a jubilarse, él había tenido que sortear unos tres asaltos
y demostraba mucha experiencia cuando en momentos de confusión tomaba la
vocería y nos dirigía de tal forma que nos hacía sentir seguros de nosotros mismos.
Entonces repelíamos el ataque en forma acertada y sin perder el control.
Lo que más se anhelaba en ese tiempo era tener ´La Medalla al Valor`. Ya eran las
nueve de la mañana y nos encontrábamos en pie de lucha, por eso hacíamos planes,
dábamos por ganada esa condecoración y sabíamos que nos iban a dar la opción de
solicitar traslado para otro departamento de policía, porque el Cauca en cuestión de
orden público era muy malo. Hasta las nueve de la mañana el ataque fue muy severo,
me ubiqué precisamente al frente de donde vivía, todos estábamos dispersos, yo
disparaba hacia la parte lateral y Vargas hacia el techo de mi casa porque los
bandoleros ya se la habían tomado y la estaban utilizando como foco de agresión.
Serían las doce del día, los escuchábamos cuando dijeron: “¡Ahí están, ahí están,
detrás de la trinchera!”. Nos habían llegado casi hasta la entrada de la estación. Sentí
que nos lanzaron algo y cuando miré, vi que era una granada PRB-73, estaba muy
cerca y dentro de pocos segundos haría explosión, por eso salí corriendo en medio del
tiroteo y sin pensar que me podía alcanzar un disparo, di la vuelta hacia el baño de
atrás y cuando llegué hasta allí, vi a Vargas que tenía la cabeza metida dentro de un
hueco, fue lo único que alcanzó a proteger, estaba llorando y alegando que yo había
muerto con una granada de fragmentación y cuando me vio lo único que le pudo decir
a los demás compañeros, era que me tocaran para ver si yo estaba herido, insistió en
que la granada explotó muy cerca y que no entendía cómo me había salvado.
Opusimos resistencia durante todo el día, por la tarde escuchamos que la esposa de
Larguchima que vivía enseguida del cuartel, gritaba que no le fueran a matar al
esposo, él también pedía clemencia para que no lo fueran a matar. Escuchábamos
caer muchas botellas, no sabíamos que estaban llenas de gasolina, luego arrojaron un
mechero haciendo que todo se incendiara, las llamas eran tan intensas que nos
hicieron perder las esperanzas hasta el punto de pensar que si no nos entregábamos
iríamos a morir incinerados.
Mayor Angulo. Empezaron a incendiarnos el cuartel, se emborrachaban y utilizaban
los envases para llenarlos de gasolina, hacer bombas molotov y lanzarlas contra
nosotros. Corrí una cómoda para tratar de subir hasta el techo, tenía que hacer todo lo
posible para apagarlo o si no se iría a desplomar sobre nosotros, pero cuando me
estaba subiendo, alguien me disparó a través de una ventana, me fui de cabeza contra
el piso y me descalabré pero no de gravedad. El techo fue desapareciendo a punta de
granadas, rocketazos y candela, sentíamos temor de que una biga nos cayera en la
cabeza. Las camas se incendiaron, tuvimos que amontonar los colchones en un rincón
para que se terminaran de quemar, por suerte empezó a llover y el agua sirvió para
apagar el incendio. Seguían disparando desde el cerro, el muro del frente nos protegía
siempre y cuando estuviéramos bien sentados o acurrucados, el ángulo de disparo no
les permitía alcanzarnos porque la pared era la más alta de la edificación. Veíamos
golpear las ráfagas de ametralladora contra el muro, para calmar la tensión e
infundirles algo de tranquilidad, en tono de burla le dije a varios de los agentes: “Mire
esos hijueputas como gastan de munición”. Disparábamos en forma muy pausada
porque las trincheras eran efectivas y no teníamos conocimiento de alguna baja propia
que pudiera desanimarnos ante el riesgo de correr la misma suerte. Teníamos dos
heridos con esquirlas de granada, pero no eran graves y los muchachos no se
quejaban ni se descontrolaban, por esto sabíamos que estaban bien y que tendríamos
tiempo suficiente hasta cuando todo volviera a la normalidad y pudieran ser atendidos
por un médico.
Como a las 15:00 horas, el muchacho que había disparado los dos proveedores
cuando inició el combate, de pronto se asustó tanto que salió corriendo y se metió
debajo de la cama, cuando lo vi me le acerqué y le dije: “Pero hombre… ¿por qué se
va a asustar ahora después de llevar tanto tiempo combatiendo…? Ayúdeme
hermano, no me deje solo en estas ¡ayúdeme hermano!”. Él me dijo después que
había salido a combatir de nuevo, porque había sentido pesar conmigo por la forma
como le había dicho que me ayudara.
Vi que a uno de los agentes le bajaba un hilo de sangre por la cara, era uno de los
centinelas y me acordé que a él se le había quedado la bolsa con munición tirada en la
calle, cuando salió corriendo hacia las instalaciones y la perdió, pregunté de quién era
ese paquete “¡es de Zambrano!”, alguien respondió. Cuando pasó cerca vi que tenía
dos proveedores adheridos al fusil y uno de los dos estaba desocupado, él no me
había dicho que estaba herido y a mí me dio fue rabia que hubiera dejado la munición
botada, entonces lo llamé y le dije: “¿Si mira Zambrano…? ¡Por su hijueputa pereza
dejó la munición allá botada!”. Él en forma muy sumisa y con su asentó nariñense me
contestó: “Pero no me regañe mi teniente”. Y para acabar de completar otro agente
que estaba cerca también le gritó y le reclamó: “¡Sí…! Mi teniente tiene toda la razón,
tanto que nos jodió para que cargáramos la munición de reserva y usted va y la deja
allá botada”.
Creo yo, los llamados de atención le sirvieron para que ni le pasara por la mente
quejarse de sus heridas, porque ¿con qué cara lo iba a hacer? Ordené que le dieran
cincuenta cartuchos del fusil del agente que estaba con permiso y siguió
defendiéndose como lo había hecho hasta ese momento.
Pasaba el tiempo y estábamos exhaustos, los agentes me miraban y con ojos de
desconsuelo me preguntaban qué hacer. Tal vez querrían que yo les diera una voz de
aliento porque no aceptaban la idea de estar completamente abandonados, mientras
otro de los avezados decía:
-
“¿Cierto mi teniente que lo que se escucha a lo lejos es un helicóptero con el
apoyo?”.
-
“¡Sí!”, le contestaba yo. “Es el helicóptero que está escoltando las tropas de
apoyo”.
Sentía cierta pena al tener que mentirles para que no desfallecieran y dieran un poco
más de sí, pero en un momento de crisis, sin que alguien se diera cuenta, me puse la
trompetilla del fusil en la garganta, pensé en dispararme y así evitar tener que
contestarle a los policías cuando me volvieran a preguntar qué hacer. Sentía mucha
presión, ya había perdido la fe y no sabía cómo decirles que el refuerzo no iría allegar,
pero uno quiere la vida y esperé que fuera Dios quien diera la última palabra. Más
tarde, volando muy alto apareció un helicóptero que sobrevoló las cercanías para
luego irse y nunca más volver, no obstante, esto sirvió para que mantuviéramos una
esperanza que ya no se volvió a perder, pues relacionamos el sobrevuelo de la
aeronave con lo que nos habían dicho desde un comienzo: Que el apoyo venía desde
la Plata (Huila) y desde Popayán.
En ciertos momentos sentía que me estaba sacando la espina, porque en la anterior
incursión no había podido hacer nada, en esta por lo menos estaba adentro y había
podido hacer uso de mi fusil, pero también había momentos en que agachaba la
cabeza para lamentarme y cuestionarme: ¡Por qué a mí…! por qué a mí si yo tenía
permiso para irme el ocho de agosto y eso me hacía suponer que ese día siete me
estarían matando, el ocho me estarían velando y el nueve ya me estarí an
enterrando… ¡Ahhh, me le tiré el matrimonio a mi hermana…! ¿Qué estará pensando
mi Papá? y no creo que fueran a estar muy tranquilos al saber que su hijo estaba
metido en una cosa de estas ¿y cómo hago para avisarles que yo estoy bien…?
Mi padre es un hombre muy madrugador y ya había escuchado a Juan Gossaín
cuando dijo: “Interrumpimos este programa para informarles que en este momento
está siendo atacada la población de Belalcazar (Cauca), enfrentamiento perpetrado
por parte de la guerrilla contra las fuerzas de policía acantonadas en dicho lugar”. En
casa permanecían varios familiares llegados desde otros lugares, que prefirieron
quedarse en la casa y prepararse para la boda, mi papá los levantó y sin decirles el
motivo, los hizo arrodillar en la sala frente a la imagen del Señor de los Milagros que
permanecía allí y luego de verificar que estaban completos, aprovechó la paz y el
regocijo que produce el hablar con el Altísimo, pronunció algunas oraciones y por
último se dispuso a comentar lo que estaba aconteciendo. Mi hermana tenía que ir por
su traje, pero la trágica noticia creó tanta consternación y revuelo en los que allí se
encontraban, que todos se pusieron a rezar, llorar y estar pendientes de la radio
dejando a un lado los preparativos para la boda.
Pizarro seguía llamándome, según me contó una amiga del hospital, a ella le
preguntaron cuál era mi nombre, pero ella les dijo que no lo sabía. “¿Pero cómo así…
si usted es allegada a él?”, le reclamaban los bandoleros. Sin embargo la muchacha
insistía al decirles que simplemente me conocía como: ´El teniente`.
Eran las cinco de la tarde y empezaron a gritar: “¡Entréguense que ustedes ya son
héroes, entréguense!”. A uno de nosotros ya le había caído una pared encima, gran
parte del cuartel estaba en el piso y no podíamos acercarnos para ayudarlo ¡si aún se
podía! Porque yo ya lo daba por muerto y hasta me pregunté cómo le iría a entregar el
cadáver a su familia.
Un agente me dijo que lanzara una granada hacia el patio contiguo a la estación,
porque según él ya se habían tomado la casa vecina y se estaban metiendo por ese
sitio. Así lo hice, después me dijo:
-
“¡Tire otra!”.
-
“Pero si ya no tengo más, ¡tírela usted!”, le dije con cierto enojo.
Resultó que algunos tenían en su poder una granada pero no se atrevían a lanzarla
porque no tenían la suficiente instrucción para emplearlas y hasta ese momento fue
que me di cuenta, entonces se la quité y me fui por todos los puestos recogiéndolas,
inclusive tuve que utilizar una puñaleta para desdoblar y quitar el pasador, porque los
habían retorcido a tal punto que era imposible jalar la argolla con el dedo. Pensaban
que en cualquier momento se les iría a salir el pasador y que la granada les explotaría
en su cintura, que era donde las cargaban. Empecé a lanzarlas hacia donde creía
podían estar los bandoleros y sé que fueron muy efectivas. En momentos de
desespero cogí pedazos de ladrillo y los tiré hacia la calle, simultáneamente sentía el
zapateo y escuchaba a los bandoleros gritar: “¡Ojo, ojo, una granada!” Y por eso junto
con los policías que tenía cerca, comenzamos a lanzarle pedazos de ladrillo para que
se confiaran y después les lanzaba una que otra granada para confundirlos aún más.
Mi amiga también me comentó que los guerrilleros llevaron los heridos al hospital, uno
de ellos había perdido una mano y mientras le hacían las curaciones empezó a
maldecir: “¿Pero qué se estarán creyendo esos perros…? ¡Si era para que a las nueve
de la mañana ya los tuviéramos dominados…! Tienen un gran arsenal porque están
votando muchas granadas y disparan como un hijueputa”.
Ya se nos habían tomado todo el frente y copado el resto de trincheras, se podía ver a
guerrilleros y policías a lado y lado del parapeto, los separaba un metro de distancia
que era el grosor de la construcción ¡estaban encima!
Un bandolero se estaba asomando por una de las paredes del patio, el policía miraba
y miraba como si estuviera buscando algo, me acerqué y le pregunté qué era lo que
estaba haciendo. Ya había un orificio grande, el muchacho casi susurrando señaló y
me dijo:
-
“Allá se está asomando una persona”.
-
“Pero a esta hora nadie tiene por qué asomarse ¿no ve que estamos en
combate?”, le estaba advirtiendo mientras apuntaba y cuando le disparé, sé
que le di en toda la cabeza.
Resultó ser un guerrillero porque después lo vimos. Otro sedicioso se paró justo al
frente del cuartel, y un agente al que yo había mandado a traer un palo de escoba
para trancar el agua, porque nos habían roto un lavamanos y teníamos el agua a la
altura de los tobillos, se devolvió y llegó pálido.
-
“¿Qué le pasó?”, un poco sorprendido, le pregunté.
-
“No, es que hay un guerrillero al frente disparándonos y no me dejó pasar”.
Como si hubiera visto la muerte, me respondió.
La ametralladora apostada en el cerro cubría a los facinerosos que estaban a escasos
metros de la estación e impedía que los policías se asomaran, entonces le saqué el
culatín al fusil y le dije: “Espere que nos lo vamos a bajar”. Alineé miras y aunque no
estaba nervioso, el agite hizo que se me moviera el fusil, perdí tiempo para
reacomodarlo y cuando se lo iba a soltar, no sé cómo me alcanzó a ver y se quitó
haciendo que perdiera el disparo. ¡Hubiera sido un gran logro para mí!
A las 17:30 horas, dos guerrilleros se atrevieron a entrar al cuartel, uno de los agentes
dio aviso y dijo: “¡Pilas que se van a meter!” El bandolero que iba adelante parecía un
suicida, tal vez estaba embriagado o drogado, entró disparando y cuando llegó hasta
la sala se quedó sin munición, un policía que estaba escondido detrás de una puerta
tuvo al delincuente a escasos dos metros de distancia, le soltó una ráfaga que casi lo
parte en dos y ahí quedó. El que venía cubriéndolo también tuvo que lamentar su
osadía cuando recibió un impacto en una pierna y como pudo salió cojeando y
quejándose del dolor.
El cabo sabía que yo tenía dos botellas de aguardiente en mi habitación, me las
habían regalado en las ferias pasadas y como yo no tomo trago pues las guardé,
entonces me dijo que si las repartía entre la gente, pero yo le dije que no, porque al
darles alcohol haría que se sintieran más aguerridos, invulnerables y eso sería
contraproducente porque se expondrían y podrían morir fácilmente.
Después de las seis de la tarde fue cuando tumbaron una de las paredes de mi
habitación, allí se encontraban dos policías y la forma como se desplomó me hizo
suponer que ya habrían muerto y con mucha nostalgia pensé en ellos y lamenté
haberlos perdido, incluso cuando había entrado a la habitación para ver cómo estaban,
no les dije: ¡Duro, con ganas!, o ¡Vamos mis valientes!, sino, “¿Qué hubo, cómo están,
no me han dañado la grabadora?”. “No mi teniente, todavía no se la han dañado”, me
contestaban. Estaba nuevecita. Jajajaj... Después que pasó todo, me decían que yo
estaba más preocupado por la grabadora que por ellos, pero también aceptaron que
eso les sirvió mucho porque los hacia dedicarse a otras cosas y alejar su pensamiento
de la muerte.
El cabo quiso poner la música a todo volumen, pero le dije que la apagara porque el
ruido hacía que se me dificultara sentir a los guerrilleros que estaban ¡tan cerca!, que
se escuchaban murmurar.
La mayor parte del combate lo realicé desde uno de los baños, tendría 1.50mts de
largo por 1mt de ancho, las paredes eran de ladrillo, debido al polvero que levantaban
las paredes luego de ser impactadas por las esquirlas de granada y los proyectiles de
fusil, terminé totalmente anaranjado. Como el espacio era muy pequeño, el sonido se
encerraba y quedé fregado de los oídos
Sargento Murcia. El día fue un poco lluvioso, las llamas no prosperaron lo suficiente,
pero hicieron que se le diera un giro a la situación porque el hecho de tener el fuego
tan cerca y no contar con un lugar hacia dónde correr, hizo sentir miedo hasta a los
más verracos y uno de estos fue Jiménez, quien era el que más insistía para que nos
entregáramos, porque según él, ya estaba viendo la cosa muy fea, pero mi teniente
decía que teníamos que seguir y estar tranquilos pues nuestra gente ya iba a llegar.
Yo era uno de los que no me quería entregar cuando recordaba la experiencia que
habían tenido que vivir los policías que fueron doblegados en Betoyes (Arauca), ahora,
no era común que los funcionarios de la fuerza pública se entregaran al enemigo,
porque el que lo hacía lo acribillaban y por eso la mayoría estábamos a favor de mi
teniente.
Vimos sobrevolar un helicóptero, extendimos las sábanas hacia afuera, para que se
dieran cuenta que estábamos aún con vida y que todavía se podía hacer algo por
nosotros, el helicóptero se alejó y a las dos horas volvió, pero volando altísimo. Ya
quedaba muy poca munición. Hacia las 19:30 horas quitaron la energía en todo el
pueblo. Los explosivos destruyeron gran parte del cuartel y ya no había dónde
parapetarnos. Estábamos agotados físicamente. Dejamos de disparar para que
creyeran que estábamos muertos, queríamos que los delincuentes entraran por
nosotros, pero no se atrevían a hacerlo.
Mayor Angulo. Eran las 20:30 horas y ya daba a más de cuatro policías por muertos.
Una vez se derrumbó la pared del costado derecho de la estación, los facinerosos
iniciaron un avance y nos obligaron a repelerlos a una distancia de escasos seis
metros, ellos a un lado y nosotros en el otro, nos descargaban ráfagas intermitentes y
como ya no contábamos con granadas, nos veíamos obligados a gastar los pocos
cartuchos que nos quedaban. Nos encontrábamos completamente cercados, solo
esperaba el momento que se les diera por lanzarnos algún artefacto explosivo para
masacrarnos. Hoy pienso que si no lo hicieron, no fue porque no hayan querido, sino
porque ya no tenían con qué, si desde un comienzo, empecinados en doblegarnos
habían derrochado una gran cantidad de explosivos.
Sin tener hacia dónde escapar, uno de los agentes me preguntó cuál era el paso a
seguir y yo les contesté: “Estense tranquilos, que lo que hemos logrado nosotros no lo
ha logrado nadie”.
La munición era muy escasa, pero para decir que estábamos en cero, no, porque en
mi caso tenía un proveedor lleno y en el Field Jacket (Chaqueta de campaña),
guardaba unos veinte cartuchos con los que podría aguantar en esas condiciones,
otros diez o quince minutos y sé que los otros podían tener unos quince o menos, pero
ya no le veíamos sentido a lo que estábamos haciendo, si después de tanto tiempo,
mucho sufrimiento y dolor, no veía a alguien o algo que nos ayudara a seguir
sorteando la dificultad, contrariamente estaría arriesgando la vida de los verdaderos
héroes que habían peleado incondicionalmente a mi lado, por eso abracé mi fusil, lo
desarmé, no sé si los demás lo hicieron y me resigné a esperar que pasara el tiempo.
Se empezaron a escuchar gritos que decían: “¡Salgan con las manos en alto!”, pero
ninguno se atrevía a salir, hasta cuando uno de los guerrilleros se asomó con una
linterna y nos vio ahí sentados, fue tal el susto que se llevó, que salió corriendo y
empezó a gritarle a los que estaban afuera que nosotros aun estábamos vivos.
Empezaron a llegar más bandoleros, uno de estos le alumbró la cara a uno de los
agentes y le grito:
-
“¡Usted es el teniente!”.
-
“No yo no soy”, rápidamente respondió el policía.
Habrá pensado que si lo afirmaba iría a ser sometido a torturas. En vista de la
insistencia del guerrillero que deseaba identificar al principal responsable de las
muertes de su bando, sentí miedo y me preparé para lo peor, por eso prevaleció la
prudencia y dejé a un lado la agresividad y el arrojo, y esperé atenta y pacientemente
el evento en que alguno de mis hombres consciente o inconscientemente me fuera a
delatar, pero esto no sucedió y hoy lo veo casi increíble, si me pongo a pensar en lo
abnegados y valientes que eran y son cada uno de los hombres que estaban bajo mi
mando. Luego uno de los bandoleros me alumbró la cara y creo yo, me reconoció,
porque cuando me miró, sin dudar me dijo: “¡Usted sí es!” Y me sacó.
Me separaron del resto de los policías, unos cinco guerrilleros se encargaron de
custodiarme, me hablaban con mucho respeto y se dirigían a mí como: “Mi teniente”.
Para tranquilizarme y darme cierta confianza, empecé a buscarles la charla y a
preguntarles sobre el fusil que portaba uno de los que me vigilaba y me dijo que era un
M-16 (fusil fabricado y empleado por el ejército americano), yo lo conocía, pero les
decía que nunca lo había visto y esto sirvió para que entráramos en más confianza y
hasta me trajeron una ración de campaña.
-
“¡Pero esto también es americano!”, les reparé. “¿Y cómo las consiguen?”, les
pregunté.
-
“Es que a nosotros nos las envían desde panamá”, respondieron.
Le vi un fusil Galil a uno de los guerrilleros que cautelosamente me observaba, estaba
nuevecito, la base del culatín estaba revestida en caucho mientras los de nosotros la
tenían en solo metal, además, su cañón era más largo y se parecían a los que habían
llegado para el ejército, les pregunté de dónde los habían obtenido y dijeron que lo
habían recuperado después de haber aniquilado todo un batallón. Pensé en la
compañía del ejército con quienes nos habíamos enfrentado días antes.
Después trajeron al cabo, quien cuando me vio se acercó disgustado y me dijo: “¡No
mi teniente, me tocó emputármele a un guerrillero, el cabrón dizque pegándome e
insultándome, bravo porque encontró el armamento desbaratado!”. Y continuó
diciéndome que se había visto obligado a ponerle la queja a otro de los sediciosos
cuando le dijo: “Oiga viejo… ¿ustedes no dijeron que nos iban a respetar la vida…? Y
mire a éste pegándome y amenazándome de que me va a matar”. Entonces otro
guerrillero le tuvo que decir a su colega: “Salga, salga de acá porque usted la va a
cagar”. “¿Qué tal mi teniente?”, decía el suboficial. “¿Que el cabrón haga que se le
suelta un tiro y me lo pegue?”. En seguida me separaron del cabo y me llevaron hasta
donde Pizarro.
Sargento Murcia. Estábamos metidos en un rincón, Pérez empezó a gritar que nos
íbamos a entregar, de afuera le contestaron que lanzáramos los fusiles hacia el frente,
algunos lo hicieron mientras mi teniente insistía que no los fuéramos a entregar y por
eso, algunos prefirieron desarmarle las piezas principales, arrojarlas a la candela o
enterrarlas. Los guerrilleros entraron, nos encañonaron y nos obligaron a salir. Pedían
el armamento y la munición. Entregamos lo que había y les dijimos que la munición se
había acabado. Nos reclamaban que eran veinte los hombres que le figuraban a la
estación. El único que se salvó del ataque fue un policía que se encontraba llevando
un retenido hasta Popayán. A pesar de todo nosotros fingíamos no entender lo que
estaban hablando. A mi teniente y a mi cabo los separaron del grueso de personal, a
nosotros nos pararon al lado del charco de sangre que dejó un subversivo que intentó
entrar. Ahí permanecimos por un lapso de treinta minutos aproximadamente, hasta
cuando dijeron que conoceríamos a su comandante. En mi caso no sabía a quién se
referían, estábamos casi formados y vimos que un hombre vestido con un uniforme
nuevo y un saco encima, se acercó, se atribuyó la barbarie por la que habíamos tenido
que pasar y como con aires de militar frustrado pasó por el frente de cada uno de
nosotros, subió la mano, nos dio un saludo castrense, bajó la mano, la estiró y
estrechó la nuestra. Acto seguido se paró al frente, habló de sus políticas, aseguró que
la historia del país iría a cambiar y que si queríamos, nos uniéramos a la lucha en
forma voluntaria, pero a ninguno de los que estábamos ahí le habría pasado por la
mente esa idea tan descabellada.
Un guerrillero tenía puestas unas botas de caucho y dijo querer cambiarlas, sin
embargo, ninguno de nosotros quiso hacerle el canje y con sus botas de caucho se
tuvo que quedar.
En algún momento nos quejamos diciendo que teníamos hambre y mucho dolor de
cabeza, una muchacha de quien decían era médica, nos suministró algunas pastillas y
para calmar el hambre llamó al supuesto logístico para que fuera a la tienda de la
esquina y nos trajera algo de comer. Varios asaltantes llegaron con cajas de sardinas,
galletas y gaseosas, las repartieron, y mientras comíamos se pusieron a hablar, no
recuerdo de qué cosas, pues lo único que queríamos en ese momento era meterle
algo de comer al estómago.
Dejaron en libertad a los reclusos del centro penitenciario que quedaba diagonal al
cuartel, antes que se fueran les ofrecieron unirse a la revolución, pero no supe cuántos
escogieron esa opción.
Mayor Angulo. Me alegré tanto cuando alcancé a ver a dos de los policías que había
dado por muertos dentro de mi habitación, uno de ellos tenía tan solo el brazo
fracturado y al otro no le había pasado absolutamente nada, con señas los saludé y
continué atento a lo que decían mis custodios. Estaba muy nervioso al no saber qué
era lo que tenían preparado para mí. Estaba rodeado de varios bandoleros, llegó una
guerrillera con una canasta de gaseosas y me dio una Pepsi con un pan, la sed y el
hambre eran tan tremendas que no tuve algún reparo en recibir y devorar lo que me
habían dado. Luego llegó Pizarro y preguntó quién era el comandante, alguien me
señaló, él se fue acercando y cuando lo tuve cerca se quedó mirándome, me dio la
mano, me abrazó y me dijo: “Lo felicito teniente ustedes son unos verracos”. Luego me
dijo que si hubiera tenido que quedarse tres días más, lo hubiera hecho porque su
objetivo era tomarse el puesto a como diera lugar y que sinceramente había previsto
que más allá de las diez de la mañana no iríamos a aguantar y que por eso estaba un
poco sorprendido y admirado con cada uno de los habilidosos policías que tenía al
frente. Estaba recién bañado, una barba abundante cubría su rostro, en su aliento se
podía percibir el olor a trago, comentó algo sobre la incursión perpetrada por ellos
contra la localidad de Herrera (Tolima) y que según él, los policías de esa estación
habían aguantado mucho, pero no tanto si se tenía en cuenta las condiciones de
vulnerabilidad en la que se encontraban nuestras instalaciones. "¡Pero así son los
planes!" Despreocupado y con algo de sobradés, dijo, “Tienen que ser elásticos y
siempre están sujetos a cambios”.
Una vez terminó de hablar acerca de lo que pensaba del enfrentamiento, dio inicio a
un discurso en el que expresaba su rechazo en contra del doctor Belisario Betancur,
quien entregaba la Presidencia de la República y después, queriendo unirse a nuestro
infortunio, empezó a incitar nuestro inconformismo cuando dijo que mientras los
generales de las distintas fuerzas armadas, estaban ´echándole cepillo al nuevo
presidente`, nosotros estábamos defendiendo un gobierno que nos tenía totalmente
abandonados. Para mí todo eso era habladuría, tenía muy claros mis principios y el
conocimiento del problema que estaba viviendo el país, por eso, si le demostraba a
ese hombre que lo estaba escuchando, no era propiamente porque necesitara que
alguien me abriera los ojos y condujera a explorar lo desconocido, sino porque de la
actitud que en nosotros percibiera estaría que nos definiera nuestra situación.
Había una mujer que aparentaba ser la consentida de Pizarro, llevaba uniforme, no
tenía ninguna clase de armamento y se la pasaba escuchando música en un radio con
audífonos. Pizarro tenía un fusil Galil, vestía un uniforme nuevo y encima llevaba un
saco de lana. Nos dejó a un lado, se dirigió a su gente y les proclamó que hombres
como nosotros que combatían hasta el último momento era lo que él necesitaba en
sus filas, siguió pronunciando otras frases que supuestamente estimulaban el ánimo
de sus tropas que aunque no presentaban el mismo cansancio que mis hombres, sí
estarían un poco agotados porque no les había sido tan fácil doblegarnos. Me dijo que
nos llevaría hasta el hospital que quedaba a las afueras del pueblo y nos entregaría a
la Cruz Roja. No sé por qué pero pensé que nos iban a matar. El pueblo estaba muy
solo, él había prohibido que cualquier habitante saliera de su casa, eso me causó
mucho miedo y mientras nos llevaban por toda la calle (teníamos que caminar unas
seis cuadras) veía tantos guerrilleros que no dejaban el mínimo espacio para salir
corriendo y huir, un guerrillero nos gritó: “Huesos duros de roer”, mientras otros que
nos seguían con la mirada, parecían indiferentes a lo que estaban viendo, era como si
su mente estuviera en otro sitio. Para llegar al hospital que estaba sobre la carretera,
se debía tomar una curva poco habitada, pero también había un atajo y para tomarlo
se debía bajar unas escalas, los guerrilleros que nos escoltaban tal vez no conocían
este paso y como seguimos derecho y no bajamos las escalas, me dio un gran
escalofrío ¡No...! Me dije. ¡Nos van a matar…! “¡Por aquí!”, gritó uno de los agentes y
se tiró a correr mientras los subversivos afanosamente lo perseguían y le gritaban que
se detuviera “¡no, no, no, tranquilos!”, les dijo en forma asustada el policía. “Es que por
aquí queda el hospital”. Y los convenció para que lo siguieran. Bajamos, entramos y
vimos que estaban curando al guerrillero que había recibido un proyectil de fusil en la
pierna. Nos dejaron con los médicos, me alojaron en una habitación y todavía con
desconfianza, me salí de ella y me metí en otra, luego de un tiempo y con más calma
intenté hablar con algunos guerrilleros, ellos me miraban con temor y querían
esquivarme cuando me les acercaba “tranquiiiilos”, con el ánimo de ganarme su
confianza, les dije. “¿Ustedes creen que yo voy a ser tan loco de intentar
desarmarlos?”, los trataba de convencer de que no tenían ningún tipo de riesgo, pero
ellos seguían esquivándome y se abstenían de contestar mis preguntas o de mantener
el diálogo al que yo los quería llevar. Eran casi la una de la mañana, llegó Pizarro y me
dijo: “Compa, yo me voy y espero nos volvamos a encontrar, pero no en circunstancias
similares y ojala nos podamos tomar unas ´cuantas` (cervezas), lo único que les pido
es que le respeten la vida al compañero que queda herido”. Yo le dije que lo veía muy
mal y que lo más probable era que se iba morir. “¡Pues sí se muere que sea porque le
tocaba y no porque le vayan a adelantar la muerte!”, enfáticamente respondió.
“¡Noooo...!”, le contesté. “Tranquilo, que nosotros no somos así”. Queriendo hacerle
ver que éramos los verdaderos garantes de los derechos de cualquier persona, le dije.
El tipo sobrevivió después que lo intervinieron quirúrgicamente y le trataron la
hemorragia originada por un disparo que le alcanzó la femoral.
“¡Salgamos de aquí!”, concertamos. Eran casi las dos de la mañana y queríamos
saber qué estaba ocurriendo en las inmediaciones del cuartel. Andrajosos
caminábamos por las calles estrechas, oscuras y vacías del pueblo. El miedo hacía
que nadie se quisiera asomar para ver qué era lo que seguía pasando. Envueltos en
un gran silencio, con sigilo y desconfianza al saber que los bandoleros que
conformaban el bloque del ´Quintín Lame` (unos cuarenta, porque cuando estaba con
Pizarro los vi reunidos constatando sus novedades y con intenciones de retirarse), se
podrían devolver a buscarnos, pues ellos habían sido los más inconformes por la
suerte que había corrido nuestro armamento, el que ansiosamente buscaban y
deseaban robar. Con cautela nos fuimos acercando a la estación, la encontramos casi
derrumbada y gran parte ardiendo en llamas, veíamos que el ataque había sido
desmesurado e irracional, no entendíamos cómo habíamos salido casi ilesos de
semejante barbarie, estábamos con vida para poderlo contar. Uno de los agentes trajo
una botella con vino, me ofreció, pero yo no me podía dar ese gusto y le dije que no.
Seguramente la preocupación por lo que podría acarrear al haber perdido a varios
agentes y el total del armamento, la psicosis de que en cualquier momento los
bandoleros volvieran por nosotros, sentirme débil y sin casi nada en el estómago, y la
falta de costumbre hicieron que me abstuviera de consumir algún tipo de licor.
Sentí reconfortante cuando vi que aparecieron los policías del parque, yo sabía que no
los habían cogido porque cuando estábamos en el pueblo, un guerrillero se me acercó
y me dijo que llamara a los hombres que estaban en la torre de la iglesia. “¡Pero allá
no hay nadie!”, le reparé. “¡Que sí, allá tiene que haber gente!”, me insistió el hombre y
por eso me pregunté: ¡¿Sería que estos se lograron meter a la torre… pero en qué
momento?! Resultó que a las 08:30 horas cuando hubo un cese al fuego, ellos
aprovecharon para correr y esconderse en la casa de las monjas que estaba ubicada
en la esquina del parque.
-
“¿Pero usted por qué cree que allá hay gente?", envuelto en una gran duda, le
pregunté.
-
“¡No... es que el que está en la torre tiene una puntería ni la hijueputa!”, con
cara de asombro y duda lo aceptó.
Como yo no sabía de qué me estaba hablando hice cara de que no podía hacer nada,
entonces el bandolero sin más comentarios continuó su camino y desapareció.
Como las religiosas habían accedido para que los agentes entraran y se pudieran
esconder, una de ellas alcanzó a observar a un subversivo de nacionalidad peruana
que atrincherado detrás de una ceiba sembrada en la mitad de la plaza principal,
asomaba la cabeza y la volvía a esconder, le avisó al policía, éste colocó el fusil en la
ventana, esperó que el sedicioso dejara ver bien la testa, lo alineó y se lo pegó en toda
la frente. Con honores lo enterraron esa noche.
Luego de hablar con el agente y preguntarle qué era lo que había ocurrido, me dijo
que a través del convento lograron llegar hasta la pared que los dividía con la casa
cural, desde allí tuvieron comunicación con el párroco y le pidieron que los dejara
pasar, para eso ya habían pensado en colocarse los hábitos de las religiosas y llegar
hasta el campanario, pero el sacerdote les dijo que él no podía comprometer a la
comunidad religiosa, entonces, debido a esto se dedicaron a disparar desde las
ventanas del convento hacia cualquier bandolero que pasara por su línea de tiro. Era
absurdo lo que había dicho el bandolero, pues si se revisaba la trayectoria de disparo,
desde la torre de la iglesia era imposible detectar un blanco pues desde arriba las
ramas de la ceiba y el muro que la envolvía no dejaban ver. No obstante los
guerrilleros no cayeron en cuenta, se apresuraron a describir la posible trayectoria que
había recorrido el proyectil y en adelante estuvieron todo el tiempo prevenidos de
cualquier agresión que pudiera venir de los lados del campanario.
Amaneció, la gente del pueblo, el cura y los de la Cruz Roja se encargaron de
acordonar el cuartel para que nadie entrara a saquearlo, nos aplaudían y nos
felicitaban al vernos con vida. Una señora llegó a decirme que si le regalaba las
ventanas y las puertas de la estación, eso me irritó mucho… ver la situación tan
deshonrosa en la que nos encontrábamos, mientras que para ella lo único que
importaba era lo que iría a ganar de la situación… no sé si fui muy duro con ella, lo
cierto es que por esos lares no se volvió a ver.
Dormí unas dos horas en casa de un amigo, hacia las diez de la mañana arreglaron
Telecom, en la base no sabían la suerte que habíamos corrido, hablé con mi coronel,
le informé grosso modo lo que ocurrió y le dije que me hiciera el favor de llamar a mi
casa y avisara que yo estaba bien. Permanecí uniformado y en vista que no me habían
requisado, cargaba varios cartuchos en uno de los bolsillos de mi chaqueta y en el
otro, los pasadores de las nueve granadas que había tenido que lanzar, mis
intenciones era mostrárselos a mi comandante para que se diera cuenta de que
nosotros habíamos hecho todo lo posible por no dejarnos doblegar.
Hacia las 11:00 horas me llamó para decirme que estuviera tranquilo, que el mando
institucional estaba muy contento con nosotros y que entendían y sabían por las que
habíamos tenido que pasar, continuaba hablándome, sus palabras me llenaban de
aliento y veía que estaban valorando todo lo que habíamos hecho para poner en alto a
nuestra policía y en ese momento no pude contener las lágrimas, fue la primera
oportunidad que tuve para desahogar toda esa tensión, todo ese miedo, toda esa
preocupación que había tenido el día anterior… por fin hubo algo de tranquilidad, ya
me dediqué a escuchar lo que había tenido que vivir cada uno de mis hombres
valientes quienes con magulladuras en todo el cuerpo se reían y se daban las gracias
por haberse acompañado y prestado toda la ayuda, porque no fueron unos cuantos los
que subsistieron, sino todo el equipo.
Más tarde llegó el personal del ejército, en sus filas traían a varios heridos, hicieron
una descubierta y desenterraron varios subversivos que habían muerto al ser
alcanzados por nuestras balas, entre ellos una mujer de la Universidad del Valle (lo
supimos porque los familiares fueron a recibir el cadáver), también se exhumó el
guerrillero que había caído dentro de nuestras instalaciones, en total fueron once los
que se lograron encontrar. Pregunté por los heridos que tenía el ejército, el teniente
que venía al mando me dijo que habían sufrido una emboscada en la que perdieron la
vida un capitán, un sargento y cinco soldados, habló también que habían perdido un
fusil y que se lo habían quitado al sargento en el momento de caer, dijo también que
los refuerzos no habían podido llegar a tiempo debido a ese gran percance. Ese
mismo oficial formó sus soldados y les dijo que deseaba tener hombres como los
policías de Belalcazar, hombres que habían luchado contra todo obstáculo durante
quince horas, en unas instalaciones que no ofrecían la suficiente seguridad y con
escaso armamento. Nadie hubiera apostado un peso a favor de nosotros, inclusive a
las seis de la mañana cuando estábamos en pleno asalto, un agente de la SIJIN de
Popayán que se dirigía hacia Belalcazar, logró devolverse y llegó hasta Inzá (Cauca) y
cuando ya eran las cinco de la tarde, se comunicó de nuevo con Popayán y les dijo
que por Dios mandaran apoyo porque nosotros lo necesitábamos y en el comando
casi no le creyeron que nosotros continuábamos combatiendo.
Entre el armamento bueno y los incompletos se llevaron dieciséis fusiles y quedaron
cuatro, removimos los escombros en los que encontramos varias piezas y las
juntamos para llevarlas hacia Popayán. Guardaba mis documentos junto con un
revolver en una cartera de mano, el arma la encontró la esposa de un agente tirada a
varios metros de la estación y a los quince días encontraron los documentos sobre el
techo de la cárcel.
Dentro del comando encontré un pantalón y un saco deportivo rotos, me los coloqué
junto con unos zapatos tenis que me prestaron pero que me quedaban apretados y así
viajé hacia la SIJIN de Popayán.
Sargento Murcia. En el Hospital vi dos guerrilleros muertos a otro lo estaban operando
y había un cuarto herido. Cuando estaba en manos de los subversivos, en lo que más
pensaba era en mi esposa, cuando nos sentimos libres y nos atrevimos a salir, en mi
mente se fijó la idea de salir a buscarla, pero como estaba muy oscuro me quedó muy
difícil encontrarla y cuando nos vimos, se me tiró encima y nos pusimos a llorar, nos
murmurábamos al oído cuanto nos amábamos y sollozando intentamos relatar todo lo
que habíamos tenido que vivir. Me dijo que los delincuentes se habían metido a la
casa, habían revolcado la ropa, se llevaron una cadena de oro, las argollas de
matrimonio, unos uniformes de dotación que tenía dentro del armario y luego de haber
confirmado que la casa estaba completamente desocupada y que no presentaba
riesgo alguno, entró Pizarro, se bañó, se vistió y se colocó unas botas nuevas que yo
tenía para estrenar. Todo esto lo alcanzó a observar desde una habitación de la casa
vecina, a donde ella milagrosamente se atrevió a pasar.
El compañero que no alcanzó a llegar a la estación y que estuvo todo el tiempo
secuestrado al lado de su esposa, apareció ileso y nos dijo que habían permanecido
todo el tiempo custodiados por varios delincuentes. También confesó que en todo
momento estuvo esperando ´el tiro de gracia`. Que supuso que nosotros ya
estábamos muertos y que él iría a correr la misma suerte pues así nadie sería testigo
de lo ocurrido. Pensó en ocasiones que los subversivos lo irían a colocar de escudo
para poder ingresar a la estación y que lamentó no haber logrado ingresar a nuestras
instalaciones, cogido un fusil y defenderse como lo habíamos hecho la mayoría, en
lugar de haber caído en manos del enemigo y estar sujeto durante varias horas a una
gran tortura psicológica.
Mayor Angulo. El personal restante, al ver que no los sacaron y que no había nada
con qué hacer valer su autoridad dentro del municipio, pues no habían instalaciones,
elementos de intendencia ni armamento, se sindicalizaron, cogieron un camión, se
embarcaron y se fueron hacia Popayán donde se pusieran a órdenes del comandante
de departamento.
Estando en Popayán cobré mi sueldo, hablé con mi familia, conseguí algunas prendas
y compré la prensa. Las primeras páginas estaban dedicadas a difundir nuestra
noticia. Cuando estaba en Belalcazar tuve la oportunidad de hablar con un periodista
que preguntó a qué se debió tanto valor y entrega por parte de cada uno de nosotros
para sortear el ataque, mi respuesta fue que éramos personas comunes y corrientes,
apreciábamos la vida de la misma forma que lo hacían aquellos que han luchado por
tenerla y que era normal que al estar a punta de morir sintiéramos miedo, pero esto no
significaba que llegáramos al grado de la cobardía, que en mi caso no sentí, por eso el
titular del diario que estaba leyendo, abría con una frase alusiva a lo que le dijimos:
¡Sentimos miedo, pero no cobardía!
Siempre he sido calmado en situaciones de riesgo y de tensión, mi temperamento no
es explosivo, aunque si tuve que luchar con agresividad lo hice, pero siempre
buscando el sosiego que me ayudara a pensar en lo que estaba haciendo y en lo que
tendría que hacer para sacar avante ese tipo de situación y una de las cosas que más
me estimuló y que incidió en mi comportamiento apacible, fue pensar y dar por hecho
que a como diera lugar, el apoyo iría a llegar, pues durante mi estadía en el Cauca
nunca me había hecho falta un refuerzo y este llegaba porque llegaba. Cuando me
dirigí a mi coronel Manuel Quintana, comandante de departamento, no con ánimo de
reclamarle ni hacerle sentir culpabilidad por haberme dejado solo, sino para darle a
conocer el total de la novedad, él, sin que yo le cuestionara, apenado me dijo que si no
me había mandado gente nuestra para que me ayudara en ese trance, fue porque
cuando le informó al responsable de las tropas del ejército adscritas a la zona del
Cauca, éste dijo que la Décima Brigada estaba adelantada y que por tanto ellos se
harían cargo de las circunstancias, así mismo no pensaba mover las tropas de
Popayán, pensando que podría ser un sofisma empleado por la subversión para hacer
que las unidades encargadas de custodiar la capital salieran y dejaran solo al principal
objetivo contra el que según informaciones se iría a incursionar, igualmente las
unidades adelantadas hicieron lo suyo pero no pudieron entrar a tiempo porque habían
sido emboscadas.
Debido a la remoción de la fuerza pública en el municipio de Belalcazar, a pesar de los
ruegos del alcalde y los habitantes del municipio para que no se la llevaran, el Juzgado
también fue trasladado a Inzá (Cauca), hasta donde tuve que asistir para ratificarme
en un informe que se había suscitado en Belalcazar y como era tan distante de la
capital, elegí pasar la noche en la estación de Inzá y madrugar al día siguiente. El
oficial que comandaba la policía en este municipio me entregó un fusil y como nunca
había tenido que sortear un enfrentamiento en contra de la subversión, solicitó mi
asesoría y me preguntó qué tenía que hacer ante una dificultad de esas, a lo cual le
dije: “Mi teniente, yo soy una persona muy aplomada, no soy muy efusivo al hablar, no
me gusta pronunciar arengas y el carácter no me da para gritarle a alguien “¡adelante,
con gallardía!”, porque me daría pena hacerlo, por tanto, lo único que hice para darle
ánimo al personal que se encontraba defendiendo, era demostrándoles que yo estaba
a su lado y que no había nada de qué preocuparse, era convenciéndolos de que
tenían a un líder metódico, con mucha calma y fiereza que se tenía que sacar a relucir
solo cuando fuera estrictamente necesario, entonces, mi papel principal fue el de estar
pasando por todos los puestos preguntándoles casi en el oído y en forma pausada
cómo estaban, qué les hacía falta y en que los podía ayudar.
Al día siguiente salí y en la noche se les formó el coge, coge (arremetió de nuevo la
guerrilla), permanecieron luchando a sangre y fuego contra la subversión también
durante quince horas, pero a ellos sí les pudo llegar el refuerzo y no fueron derrotados.
Mis compañeros siguieron diciendo que yo era un ´bulto de sal`, no volví a prestar de
oficial de servicio durante el tiempo que permanecí en Popayán. Un mes más tarde
llegué trasladado a Manizales y empezó el rumor que se iban a tomar la escuela
Alejandro Gutiérrez, ubicada en esta ciudad, porque según el promotor del chisme yo
había sido trasladado allí, pero nunca ocurrió nada y el comentario quedó en puras
habladurías.
Sargento Murcia. Salí a hacer el curso de suboficial porque el señor mayor Javier
Antonio Uribe Uribe (q.e.p.d.), (murió perteneciendo a la Dirección de Inteligencia de la
Policía Nacional, víctima de una explosión en momentos que revisaba un vehículo
cargado con explosivos), sin mi consentimiento me inscribió, pues esa posibilidad no
estaba dentro de mis planes, pero luego me explicó las ventajas que esto me ofrecía,
me convenció y me fui a adelantar curso en la Escuela Gonzalo Jiménez de Quesada.
Más tarde entré al servicio aéreo y en la actualidad me desempeño como técnico del
equipo Bell-212, donde a pesar que muchas veces nos han disparado, he visto caer
gente de la subversión abatidos por nuestras ametralladoras y eso se ha convertido en
algo cotidiano. Recientemente me gané el mayor susto de mi vida: Participé en una
operación que se estaba llevando a cabo en el departamento del Vichada, yo era el
técnico de uno de los helicópteros comprometidos en la misión, estábamos aterrizados
en una pista clandestina, de un momento a otro empezó una balacera, el piloto no
alcanzó a darle encendido a la máquina y ante tanta impotencia tuvimos que correr y
subirnos a otra que estaba cerca y no corrió la misma suerte de la nuestra. Yo tenía un
lanza granadas en mis manos, pero no me dio el alcance suficiente para dispararlo, los
bandidos estaban muy retirados de mi posición, caso contrario ellos que contaron con
la sorpresa y con armas de mayor capacidad con las que lograron su objetivo. Desde
arriba pude ver cómo los bandoleros se fueron acercando al helicóptero y segundos
después explotó. Se montó un dispositivo para contrarrestar el ataque y recuperar las
patrullas que se habían quedado abajo, empezaron a llegar helicópteros de todas
partes, viajamos hacia San José del Guaviare, el piloto aprovisionó combustible,
recogió un grupo de comandos y salió de inmediato hacia el lugar de la embocada,
mientras yo me quedaba ahí preocupado pensando en los problemas que me
acarrearía en el futuro por haber dejado que nos destruyeran el helicóptero.
CAPITULO V
EN LO QUE NÚÑEZ NO PENSÓ
Cabo Oscar Octavio Figueredo. A mis diecinueve años de edad, trabajaba como
mensajero en la revista Magazín Ocho Días, luego presenté exámenes para
incorporarme a la policía y como cumplí los requisitos fui asignado a la Escuela Rafael
Reyes (Boyacá) de donde egresé como agente. Participé en un curso de policía
aeroportuaria y salí trasladado para puertos de Colombia (Santa Marta), donde tuve
como comandante al señor mayor Pulido Barrantes. Allí laboré durante dos años y salí
trasladado para el Departamento de Policía Santander. Fue un cambio como del cielo
a la tierra, llegué con otros agentes a un departamento cuyo comandante, mi coronel
Ardila Dimaté nos formó al lado de otro grupo de policías que venían de varias
regiones del país, en la plaza de armas y nos dio la bienvenida cerrando su discurso
con palabras como: “Ustedes no vienen a un departamento en el que la situación es
fácil, en esta ciudad estamos en guerra y para la muestra un botón, quien no quiera
creer suba al segundo piso y cerciórese por sí mismo”. En el segundo piso de la
edificación quedaba la capilla. Fuimos a ver qué era y nos encontramos con siete
féretros de policías a quienes estaban velando. “Ustedes van para una zona donde la
situación es crítica y se necesita el apoyo de gente capaz, gente como ustedes que
fueron seleccionados teniendo como referencia ciertos parámetros, sabemos que no
nos van a defraudar”.
Éramos jóvenes, no estábamos respondiendo por mujer e hijos y por tal motivo
podíamos estar ciento por ciento dedicados al cumplimiento de las actividades que se
nos asignarían en la ciudad de Barrancabermeja, distrito hacia donde nos dirigiríamos
y que estaba supremamente alterado. Nos formaron, escuchaba que nos hablaban y
mientras daban las respectivas instrucciones aprovechaba para verme a mí mismo,
veía a un pelado que de la guerra no sabía prácticamente nada. Me dotaron de un fusil
Galil nuevecito, mil cartuchos, dos granadas de mano y dos de fusil. Nos tenían
programado un curso de contraguerrilla con un personal del COPES (Comando de
Operaciones Especiales) y del ejército, en mes y medio culminó el entrenamiento que
se llevó a cabo en el puerto petrolero de Barrancabermeja. Al llegar a ese sitio vi que
en realidad la situación estaba tensa, a los pocos días de llegar fue atacada una
patrulla de vigilancia que se dirigía hacia el centro de la ciudad, siete policías,
comandante y conductor quedaron muertos durante la agresión. A ese tipo de
enemigo era al que nos estábamos enfrentando, eran terroristas subversivos que
estaban al acecho de cada uno de los funcionarios estatales y se refugiaban y
confundían con la gente de la misma ciudad.
Nos organizaron en tres contraguerrillas de treinta hombres cada una y los diez
restantes fueron destinados a engrosar la vigilancia de la ciudad. Los comandantes de
cada contraguerrilla en su orden eran: El teniente Torral, el teniente Barrero y un
subteniente de apellido Cruz. Terminamos el curso y pusimos en práctica todo lo que
habíamos aprendido. Patrullábamos por todos los barrios y zonas rurales del
municipio, combatimos el flagelo de la subversión y la delincuencia común, hasta el
día once de diciembre de 1987 cuando se presentó una incursión guerrillera en Puerto
Wilches y nos alistaron para ir a apoyar.
Mi teniente Barrero estaba al mando de nuestra contraguerrilla, ordenó salir previa
coordinación con la armada nacional y en varias voladoras (lanchas), escoltadas por
una cañonera, navegamos por el río Magdalena. Era de madrugada, la incursión se
había iniciado desde las 20:00 horas y el último reporte se había recibido a la 01:00
am. Cruzando por un sitio denominado ´El Estrecho` fuimos emboscados, un soldado
resultó herido en el brazo pero pudimos cruzar por ese cerco y llegamos a Puerto
Wilches, que vimos como un pueblo normal: Con su iglesia, alcaldía, Telecom,
estación de ferrocarril y un puerto donde arriman todas las voladoras que vienen
desde otros municipios. Entramos al casco urbano, con sigilo avanzamos por las calles
del pueblo, veía y analizaba que las personas transitaban de manera tranquila, como
si nada hubiera pasado la noche anterior. Se supone que los insurgentes ya se habían
ido. Llegamos hasta la estación, tomamos contacto con los policías que habían
resistido el ataque, los acompañamos durante varios días, aprovechamos para
escuchar su experiencia y lo que habían aprendido de ésta. Estar un tiempo con ellos
nos sirvió también para conocer el pueblo y en cierta forma a nuestro enemigo. Ellos
vivían muy nerviosos y no podían escuchar un ruido un poco fuerte porque brincaban
del susto y entraban en una grave crisis de nervios mientras que lo único que
podíamos hacer era tratar de tranquilizarlos diciéndoles que no había pasado nada y
que estábamos ahí para protegerlos. Pocos días después los trasladaron hacia
Bucaramanga y Barrancabermeja y nosotros fuimos su reemplazo. La situación se
tornaba cada vez más tensa y por eso reorganizamos la seguridad con patrullajes día
y noche.
Tener un amigo era difícil, porque si algún habitante deseaba entablar un diálogo
formal con cualquiera de nosotros casi de inmediato llegaba una carta amenazándolo
y previniéndolo de las posibles represalias a las que estaría expuesto por su
comportamiento. Era una situación complicada, pero nuestro comandante dio la orden
de ganarnos la gente a como diera lugar y por eso empezamos a trabajar con
pobladores, ayudando en la construcción de obras para el progreso del municipio y
otras que nos permitían acercarnos a los habitantes de Puerto Wilches.
Llegó diciembre y pasamos una Navidad muy triste, fue muy apagada, la gente no
salía a la calle, el miedo los inducía a la indiferencia hacia nosotros, hasta que por fin
empezaron a tenernos confianza. Me hice amigo de un niño que tenía unos ocho años,
era el hijo de la señora que nos lavaba la ropa, como a nosotros se nos tenía prohibido
andar solos entonces lo aprovechábamos para que nos hiciera los mandados.
Pasó enero... febrero... luego conseguí una novia, pero teníamos que vernos a
escondidas para que ningún delincuente se diera cuenta de nuestra relación y tratara
de intimidarla.
Se fue mi teniente Barrero y llegó otro oficial. Él nos informó que ya no estábamos en
comisión sino trasladados. De los treinta que habíamos llegado salieron diez y
quedamos veinte fijos, porque en Bucaramanga decían que era mucha policía la que
había dentro del pueblo y si se necesitaba en otros municipios. La gente se hizo muy
amiga de nosotros, informaban todo lo que veían, ya sabíamos qué personas tenían
ideas de izquierda e hicimos un estudio de seguridad. Dedujimos que había pocos
subversivos radicados dentro del casco urbano, pero que eran suficientes para
intimidar a la población. Las amenazas fueron desapareciendo y sobrevino cierta
calma hasta principios de septiembre, mes que fue negro para nosotros porque en
adelante se volvió a poner la cosa tensa, empezaron a llegar informaciones y con ello
el ´boleteo` (amenazas), que nos hizo alertar y empezar a practicar con más
frecuencia el plan defensa de instalaciones, toma de localidades, marchas nocturnas y
´planes hamaca` (dormir fuera de las instalaciones), salíamos a las 22:00 o 22:30
horas a pernoctar en la torre de la iglesia, en el techo de Telecom, de la Caja Agraria o
de la estación del ferrocarril. La situación estaba bastante difícil, todo septiembre fue
así. El cuatro de octubre en horas de la mañana nos dieron la orden de cubrir la pista
de aterrizaje ya que se haría el relevo de comandantes, así lo hicimos y en pocos
minutos llegó el señor teniente Guerrero, un tipo alto y grueso, que casi siempre ha
sido calvo, y en muy pocas horas se hizo querer de sus subalternos, pasaron varias
horas y parecía como si lleváramos mucho tiempo trabajando con él. La entrega del
mando se hizo en forma verbal: “Tantos hombres, tanto armamento, ¿listo…? Listo…”,
le preguntó y le respondió el uno al otro, firmaron varios documentos y ya, nos fuimos
para la estación. Estábamos a la expectativa de cómo irían a ser las políticas del
nuevo jefe, nadie quería salir de la estación, ordenó formar y con sus palabras se hizo
coger una confianza tremenda, aceptó no conocer nada del pueblo, “el pueblo lo
conocen ustedes”, dijo. “Y ustedes tienen que explicarme cómo están trabajando”. Eso
nos llevó a un diálogo en el que le dimos a conocer las distintas técnicas empleadas
con el fin de mejorar la seguridad, lo único que dijo fue: “Vamos a seguir con los
mismos planes y según como nos vaya vemos si es necesario cambiarlos o dejarlos
así”. La misma tarde recostado en una trinchera nos dijo a varios que venía pensando
en el retiro, luego vio una motocicleta inservible y dijo que él la iba a reparar para
ponerla en funcionamiento. Pidió el plan de defensa, lo consultó, algunas cosas no le
gustaron y lo dejó con la intención de hacerle las correcciones respectivas al día
siguiente, también insinuó reforzar las trincheras y en la tarde ordenó un patrullaje
omitiendo el plan hamaca. Organizó patrullas pequeñas y a las 16:00 horas salí con
una de esas patrullas. Dimos una vuelta por el pueblo y todo se vio normal. El día
transcurrió como en todos los pueblos donde las temperaturas son altas, donde sus
habitantes se refugian para buscar sombra y evadir el calor de un sol pleno, aunque
por las calles se veían caras conocidas que iban y venían como siempre en la gran
monotonía típica de un lugar donde no hay suficientes actividades de recreación. No
se precisaba tampoco sospechar de un plan en contra de aquellos funcionarios, que
simplemente cumplían con su obligación en lo que respecta al mantenimiento del
orden y la armonía a la que tiene derecho cualquier persona que habite nuestra
geografía.
Me correspondía hacer primer turno a partir de las 01:00 horas, siendo las 18:00 me
acerqué a mi teniente y le pedí permiso para ir a visitar a mi novia que vivía a cuadra y
media de la estación, “déjeme ir un rato que yo no me demoro porque tengo que hacer
turno”, fue lo que le dije y me autorizó. Mi novia se llamaba Mireya, su casa quedaba
frente al parque, me estuve con ella un buen rato, sabía que tenía que dormir algunas
horas para recibir turno, pasaron las 20:30 o las 21:00 y me despedí, miré hacia mi
costado y vi a varios hombres sentados en las sillas del parque, unos quince calculo
yo, le pregunté a Mireya por aquellas personas, “deben ser trabajadores de Ecopetrol”
ingenuamente, me contestó. Mucha gente que laboraba en Cantagallo, que es un
pequeño caserío sobre el río Magdalena, residía en Puerto Wilches y se acercaban en
la noche hasta el puerto para ser embarcados y trasladados a su lugar de trabajo, pero
yo no los había visto por esos lados. Me despedí de mi novia, di la vuelta a la esquina,
durante ese lapso de despedidas y cuestionamientos habrán pasado treinta minutos,
cuando di la vuelta ella vio que los hombres se agacharon y cogieron los fusiles, de
inmediato corrió al teléfono para llamar a la estación, pero las líneas no funcionaban,
intentó salir pero le dio miedo, yo me encontraba uniformado y hoy pienso que si esa
noche no me quisieron matar, porque tuvieron toda la oportunidad de hacerlo, se debió
a que si lo hubieran hecho habrían generado un escándalo que alarmaría a los demás
compañeros, y como su principal objetivo era doblegarnos y desarmarnos, el plan se
vería frustrado.
Llegué a la estación, por donde ingresé estaba el negro Viáfara, otros dos centinelas y
el niño del que hablé hace rato, crucé varias palabras con Viáfara y le advertí que
había gente rara en el parque, le dije que me llamara faltando veinte minutos para la
una de la mañana porque yo le iría a recibir a él, subí al segundo piso, como tenía
cierto presentimiento me quité únicamente las botas la camisa, me acosté pero no
quedé completamente dormido. Me cuentan después que Viáfara se dio cuenta de la
presencia de los guerrilleros gracias al niño, porque siendo las 22:00 horas
aproximadamente, le pidió que fuera a comprarle algo y él se dirigió al parque
buscando un negocio que quedaba cerca del río, una vez compró lo que le
encargaron, regresó corriendo y le dijo al negro que por la línea del ferrocarril y por el
río venía un grupo de soldados agachados, Viáfara se pellizcó: “¡Guerrilla...
guerrilla...!”, gritó mientras mandaba al niño para la casa y ahí comenzó la alerta.
Capitán John Guerrero Bayona. Llegué a la estación de Puerto Wilches el cuatro de
octubre de 1988 a las 11:30 de la mañana, el señor teniente Barrero me estaba
esperando en el aeropuerto con las actas listas para la firma, le recibí, me fui hacia la
estación y una vez observé las instalaciones, inicié la revista física del armamento. En
Bucaramanga me advirtieron que ese municipio iba a ser atacado por la guerrilla.
Formé el personal y constaté novedades. Eran veinte hombres y algo positivo que vi
en ellos fue su grado de educación, el 95% había cursado el bachillerato, y su estado
civil ya que todos eran solteros. La verdad no los conocía, solamente distinguí a uno
que había trabajado conmigo en los ´Cobras` (Escuadrón Motorizado de Bogotá), lo
saludé y le dije que me alegraba volverlo a ver. Como dos de ellos estaban en el plan
para salir a vacaciones, uno se fue para Barrancabermeja y el otro se quedó
esperando a reclamar el sueldo que iba a ser cancelado al día siguiente, porque la
nómina era girada al Banco Popular que quedaba cruzando la calle. Quise observar la
instrucción que se tenía sobre el manejo de las granadas de fusil y la complementé
con otras cosas que yo sabía, porque me consideraba bueno en el manejo de
explosivos y armamento, y siempre traté de trasmitir esos conocimientos a las
personas que estaban bajo mi mando, les hice comentarios sobre varias incursiones
subversivas de las que había escuchado hablar, porque aunque llevaba tan solo un
año y tres meses de graduado como subteniente y no había tenido ningún tipo de
enfrentamiento con antisociales de este tipo, sí había escuchado varios relatos sobre
el tema. Sabía lo útiles que eran los colchones de algodón para protegerse de las
esquirlas, también de las posibles formas y horas en que se iniciaba un ataque
guerrillero. Verifiqué cuántos centinelas había en cada turno, analicé la posición
estratégica del cuartel que quedaba en una esquina al borde de una plazoleta
pequeña que servía como desembarcadero, al frente tenía unas bodegas como
recuerdo del comercio fluvial que hubo sobre el río Magdalena.
Hacia los años cincuenta, Puerto Wilches había sido un puerto muy pujante pues las
vías terrestres no eran muy óptimas y por esos tiempos (cuentan los ancianos), el
pueblo era tan tranquilo que los policías cerraban el cuartel, echaban candado y se
acostaban a dormir, sin embargo, aparecieron los grupos subversivos, esa paz se fue
acabando y hasta la fecha la zozobra era la que reinaba en el puerto. Ya en ese
tiempo existían empresas como Colpalma y otras dedicadas a la siembra y cultivo de
palma de aceite, también existen campamentos de Ecopetrol emplazados en
Cantagallo, custodiados a su vez por el ejército, más abajo está el municipio de San
Pablo (Bolívar), hago mención de estas poblaciones porque al igual que la nuestra,
fueron atacadas el mismo día y a la misma hora. Por el otro costado de la estación
funcionaba Telecom y había también un viejo hotel abandonado, en el primer piso de
esa edificación funcionaba una pequeña tienda.
El día de mi llegada siguió transcurriendo en forma normal, pasaban las horas y me
iba enterando de todo lo que según mi criterio me iría a servir para trabajar mejor en el
municipio, después de tomar los alimentos verifiqué la seguridad de las instalaciones,
serían las 22:15 horas cuando pasé revista a los centinelas y entre ellos había un
negrito al que le dije: “Oiga viejo, no se estacione debajo del alumbrado público porque
lo pueden ver desde lejos y le van a dar, córrase, hágase en una parte oscura y no lo
haga porque tenga que obedecerme, sino por su seguridad”. Él me hizo caso y
después le dije al radio operador que cualquier cosa que ocurriera yo tenía que ser el
primero en enterarme, entonces me fui a descansar.
Mi habitación estaba muy cerca de la sala de radio, contábamos con buenas
instalaciones y la construcción se mostraba bastante sólida para aguantar cualquier
arremetida, clavé dos puntillas en la pared y colgué el fusil para tenerlo a la mano, leí
un pasaje bíblico porque siempre acostumbro hacerlo, pues a través de mi vida he
encontrado en la Biblia cosas muy enriquecedoras. Me acosté casi uniformado porque
me quité solo la camisa y me dispuse a dormir.
Cabo Figueredo. Empezó la plomacera, los guerrilleros estaban uniformados de igual
forma que los de la contraguerrilla (uniforme de policía con sombrero y fusil), Viáfara
ya los estaba esperando y apenas se asomaron los fue cogiendo a plomo. Con el
primer disparo me levanté inmediatamente, no sé cómo agarré el fusil y los porta
proveedores, recuerdo que tenía que cubrir con Lesmes la parte posterior de la
estación, salí casi volando y me ubiqué en el segundo piso, de frente veía unos techos
que comunicaban con otras edificaciones, en la parte de abajo escuchaba a mi
teniente Guerrero que gritaba: “Muchachos ¡ánimo... ánimo!”. Empezó el testáceo más
verraco y desde la ventana pude ver cómo se iban acercando los bandoleros, pero no
daban el tiempo ni la silueta suficiente para que les pudiéramos disparar. Se activaron
las comunicaciones por radio con el comando de departamento, el radio operador era
el agente Morales que cumplía también las veces de comandante de guardia. Todos
estábamos dentro de la estación, el único que estuvo por fuera esa noche fui yo. La
guerrilla se quería meter por el techo, yo nunca le había pegado un tiro a una persona,
eso para mí fue una gran impresión, porque en el momento que asomé la cabeza por
una de las ventanas, pude ver a una mujer rubia que venía avanzando por el techo
como con intenciones de ingresar o lanzarnos algo, recuerdo que disparé y la vieja
cayó patas arriba mientras yo emocionado le gritaba a mi compañero: “¡Le di, le di a
una vieja!”. En nuestra condición de agredidos eso motivaba a cualquiera.
Capitán Guerrero. Cuando escuché los disparos, quedé un poco confundido y me fui a
averiguar qué era lo que estaba pasando. El radio operador me informó que la guerrilla
se había metido al pueblo. Verifiqué que todos estuvieran en sus lugares de facción,
teníamos una especie de antejardín que iba desde las puertas del cuartel hasta las
trincheras, ahí ya estaban los que debían estar, en la parte posterior funcionaba una
fábrica de hielo, salí corriendo hacia allí y me di cuenta que la gente en su mayoría ya
estaba cubriendo sus posiciones, llamé a Bucaramanga y les dije que tenía un posible
intento de toma y que estuvieran pendientes de una nueva información. Segundos
después nos lanzaron un roquetazo que se incrustó en una de las paredes pero no
quiso estallar, ese fue el comienzo de lo que vendría más adelante. Analizaba lo que
podía estar ocurriendo a mí alrededor, escuchaba desde dónde venían los disparos y
deduje que tenían dos ametralladoras: Una emplazada en la torre de la iglesia y otra
en una de las bodegas que había al frente de nuestra edificación.
Cabo Figueredo. Diez minutos antes había empezado el ataque contra San Pablo
(Bolívar). Morales había comprado un equipo de sonido que guardé en mi habitación,
un compañero se fue a rastras hasta el sitio porque la plomacera era terrible, prendió
el equipo, colocó un casete y el primer disco que sonó fue un vallenato a todo volumen
¡Viva, hijueputa! Eran nuestros gritos de alegría, porque a pesar que estábamos
sudando y con todos nuestros sentidos puestos en lo que teníamos que hacer para no
dejarnos copar, la música ayudaba a relajarnos un poco, por eso gritábamos y
cantábamos para disminuir la tensión.
Iban a ser las 24:00 horas cuando mi teniente subió y nos preguntó cómo estábamos.
“Bien, bien mi teniente”, con algo de temor al no saber lo que vendría más adelante, le
dijimos. Nos recordó varias órdenes referentes al gasto de la munición y se fue.
Nuestra idea no era disparar a la loca, sino de hacer blanco perfecto, un disparo se
hacía con la intención de ocasionarle un muerto al bando contrario y ese siempre fue
nuestro propósito. A la ventana donde nosotros estábamos atrincherados le caía
mucho plomo, teníamos un tipo apostado con una ametralladora en la torre de la
iglesia, éste no dejaba de disparar y nos obligaba a mantenernos agachamos, sin
embargo, mentalmente contábamos hasta cinco, nos levantábamos y le disparábamos
a cualquier sombra que viéramos para evitar que avanzara. Yo tenía quinientos
cartuchos sueltos y ciento cincuenta dentro de los proveedores, otros compañeros
tenían solo cien o ciento veinticinco ya que gran parte de la munición había sido
recogida y enviada para apoyar otras estaciones, inclusive se llevaron seis o siete
fusiles que sobraban del personal trasladado.
Capitán Guerrero. Disparé desde varios puntos, yo no podía quedarme en un solo
sitio, sentía que debía acercarme a cada uno de los agentes para recordarles y
ordenarles que no desperdiciaran la munición. Afortunadamente habían suspendido
los fusiles con ráfaga y la mayoría de los que teníamos disparaban tiro a tiro. Sin
embargo, les insistía que tenían que tasar la munición.
Cabo Figueredo. Yo ya había intentado bajarme al tipo que estaba en la torre de la
iglesia porque con una ametralladora nos tenía fregados. No nos dejaba levantar la
cabeza, cogí una granada de fusil y traté de metérsela por uno de los orificios de la
torre. Yo tenía la instrucción de cómo hacerlo, sin embargo la coloqué, la lancé, pero
pasó derecho. Cayó y explotó en la parte de atrás, iBuuum! Sonó, eso fue algo muy
triste…, había malgastado ¡una granada de fusil! Al poco tiempo apareció de nuevo mi
teniente y dijo: “¡Ese hijueputa de la torre nos tiene fregados… ¿tiene granadas ahí!?”,
me preguntó. Le pasé la única que me quedaba, él la cogió, la ´empató` (instaló) y dijo:
-
“¡Bueno señor (porque no sabía el nombre de ninguno), cuando yo le cuente
hasta tres, usted me cubre!”.
-
“Listo para las que sea”, le dije y me preparé para disparar.
Serían casi la 01:30 horas, puse el fusil tiro a tiro, me paré frente a la ventana y
“ta,ta,ta,ta”, simultáneamente él se paró y le apuntó bien, yo no sé cómo, él apoyó el
fusil en el hombro (la granada de fusil debe lanzarse con el culatín apoyado en el piso
o en otra superficie sólida), pero así la disparó y entró derechito a la torre, no se
escuchó ningún grito de lamentación, pero como sea la M-60 se apagó, el retroceso
del fusil casi tumba a mi teniente, agachados nos le acercamos y le preguntamos
cómo estaba, “¡estoy bien, estoy bien!”, nos respondió, y se fue.
El dueño del equipo de sonido cambió el casete de vallenatos y colocó uno de himnos,
que en ese instante sonaron de manera hermosa. Sentí hervir la sangre y eso me dio
más verraquera para seguir peleando por nuestro noble ideal, todos cantamos, los
bandidos se quedaron callados, a los pocos minutos empezaron a gritar:
“Entréguense, entréguense que las armas no son de ustedes, eso es del gobierno,
nosotros no les vamos a hacer nada, necesitamos las armas”. El equipo de sonido
tenía micrófono, mi teniente lo agarró y se echó un discurso, no recuerdo muy bien las
palabras, pero causaron un gran silencio, no se hizo un solo disparo, sus palabras
fueron muy convincentes. El tener un comandante así nos daba aún más ánimo de
seguir peleando, terminó de hablar y volvimos a cantar el Himno Nacional y fue
cuando se reanudó la plomacera más fuerte, ahí sí nos empezaron a atacar con
granadas, bombas y rockets. Cuando una cosa de esas cae, hace que el piso
retumbe, pero aun así mantuvimos el ánimo hasta el último momento.
Como a las 02:00 horas un compañero de apellido Vargas, ya antiguo en la institución
y hacía las veces de subcomandante, se fue en plena plomacera hasta la cocina y nos
preparó café. El loco ante el peligro nunca se doblegó, eso es algo que aún me quita
tiempo para analizar y pensar cómo pudo dominar los nervios, cómo pudo mantener la
calma ante ese inminente peligro.
Capitán Guerrero. El radio operador le insistía a la base del departamento para que
nos enviaran el refuerzo. Junto con otro policía les decíamos a los muchachos que no
esperaran apoyo porque solos podíamos sortear lo que viniera. El subcomandante del
departamento me habló por radio y como yo había informado que tenía un herido al
que un disparo o una esquirla le había raspado el brazo, él empezó a gritar y a
preguntar que cómo estaba el herido, que cómo se llamaba, yo en medio del combate
le tuve que decir: “Pero cálmese”. Yo pensé y me pregunté: ¡¿Pero cómo así... si él es
quien tiene que transmitirme tranquilidad y lo único que hace es crearme más
tensión?! Por eso resulté calmándolo cuando le dije que no era nada grave.
Cabo Figueredo. Todos nos dábamos ánimo. Los pedazos de teja nos caían encima,
nos golpeaban la cabeza y nosotros ahí metidos. “¡Entréguense…entréguense!”,
gritaban cada vez con más furia los antisociales. Quise asomar la cabeza por una de
las ventanas cuando vi una luz que venía derecho hacia mí… creó un gran destello y
explotó. Lesmes estaba a mi lado, recuerdo que esa vaina pegó en la pared y me hizo
salir volando, arrastré con un ventilador grande que estaba colgado de la pared y no
supe más… pero entre mí escuchaba cuando decían: “¡Mataron a Figueredo...
mataron a Lesmes...!”. En el momento no sé cómo diablos el radio quedó obturado y
todo lo ocurrido se estaba escuchando en Barrancabermeja. Todos nos daban por
muertos hasta como a los diez minutos que volví en sí cuando sentí que alguien
estaba encima de mí. Era mi teniente quien con su cuerpo pesado me estaba
sacudiendo, y con premura preguntó:
-
“¡Chino ¿qué le pasó... qué le pasó?!”
-
“Estoy bien... estoy bien”, era lo único que le podía decir.
Capitán Guerrero. Tiempo después nos dimos cuenta que la munición de guerra era
alternada con juegos pirotécnicos, lo corroboramos cuando cayó un volador, entonces
entendimos que nos querían hacer acabar la poca munición que teníamos, porque esa
sería la única forma de doblegarnos. Les di nuevamente la orden de controlar el fuego,
los regañaba con prudencia y serenidad. Uno de mis muchachos se me desesperó y
empezó a disparar en forma agitada quedando rápidamente sin munición, mi castigo
fue dejarlo durante media hora sin cartuchos y recalcarle que tenía que controlar los
nervios, que también debía darse cuenta de que un fusil sin provisiones no sirve
absolutamente de nada. Las trincheras eran muy buenas… un hombre bien
atrincherado hace por veinte… los bandoleros descargaron mucha munición hacia
esos puntos de defensa pero no las pudieron tumbar.
Sentíamos calor, por eso empecé a repartir baldes con agua que dejaba en cada
habitación, eso tenía que refrescarlos por algún tiempo, pero luego se llenaron de
tierra y escombros que caían del techo.
La estación era una construcción de tipo republicano, con tejas de barro y paredes
muy gruesas, y aunque habían sostenido ya varios ataques, las ondas producidas en
cada explosión hacían que la edificación se meciera como si se fuera a caer.
Sonó el Himno Nacional y entonamos esas frases que no creo hayan sido escritas
propiamente para ser cantadas en una situación de tanta desventaja como esta, ¡¿qué
iba a pensar Núñez que las estrofas que alguna vez compuso en aras de simbolizar la
libertad de un pueblo, fueran a servir como aliciente a un grupo de hombres que
querían a toda costa cumplir con su juramento hecho algún día ante Dios y ante la
Patria?! Lo cierto es que hacían que cada uno de mis hombres fuera más aguerrido y
no dejara ver algún asomo de debilidad.
Cabo Figueredo. Ya no sentía casi las piernas, pedazos de ladrillo habían volado y
me habían golpeado en la rodilla, ésta se me inflamó. “¡No siento la pierna!”, le dije a
mi teniente. Él iluminó tal vez con fósforos y quiso tranquilizarme cuando dijo: “Fresco,
fresco que ahí la tiene”. Me incliné, la vi toda hinchada y sangrando, y le tuve que decir
que tenía que cambiar de lugar de facción. Él me arrastró y me ayudó a bajar por la
escalera, llegué al primer piso y me pude ver mejor la rodilla, hice una especie de
torniquete y esperé un tiempo que se convirtió en el más largo que jamás haya tenido
que vivir durante toda mi existencia. Anhelaba algo para tomar y como no había nada
con qué mojar mis labios, cogí un pañuelo, lo oriné, lo puse en la boca y bebí.
Chupaba porque la sed era tremenda. Llamé a Lesmes y le pregunté si estaba vivo,
“¡si… estoy bien!”, me contestó. Y desde ese momento empezamos a darnos ánimo.
Decidí subir de nuevo, tenía que ayudarle a mis compañeros porque desde abajo no
estaba haciendo absolutamente nada para salvarnos. “Mi teniente yo voy a subir”, fue
lo que le dije y él me ayudó a arrastrarme por las escaleras, llegué arriba y encontré un
huecote ni el verraco, pero desde ahí ya era más fácil observar quién se acercaba. El
oficial se quedó un rato arriba y volvió a bajar a pasarle revista a la gente.
Capitán Guerrero. Cuando lanzaban una bomba aplaudíamos y simultáneamente
gritábamos: “¡Otra, otra bomba!”. Yo creo que pude utilizar el ingenio para mantenerles
el ánimo a mis nombres, además, no teníamos heridos graves ni mucho menos un
muerto, cosa que nos ayudaba mucho. Ocho cargas dinamiteras alcancé a contar y la
estación no se mosqueaba. Nuestro fuego era selectivo y muy disciplinado, pienso yo
que eso incidió para que los sediciosos empezaran a desesperarse y arremetieran
cada vez más fuerte. Otro de los policías empezó a disparar en forma acelerada, por
eso me le acerqué y con calma le pregunté qué era lo que le pasaba “¡mire que se
están moviendo!”, con afán, me contestó. Le dije que se tranquilizara, que no se
preocupara y que se fijara de dónde le estaban disparando, “utilice las miras… y
dispare a un blanco seguro”, pausadamente, le susurré. Fue entonces cuando el
muchacho hizo un solo disparo y desde ese flanco no nos volvieron a disparar, no sé
si se asustaron o le dio a alguno pero ya pudo descansar. Desde el segundo piso uno
de los policías gritaba que le había dado a algo, de inmediato le dije que estuviera
pendiente porque en cualquier momento irían a venir por el cadáver o por el fusil,
entonces fue cuando empezó a gritar: “¡Le di, le di a otro, le di a otro!”. El muchacho se
emocionó mucho, me volteó a mirar y cuando se asomó de nuevo ya se los habían
llevado. Al lado derecho cerca del río Magdalena había una construcción desocupada,
los bandoleros la emplearon como trinchera. Empezó a sonar la alarma del Banco
Popular que quedaba cerca y eso me sirvió para gritarle a los policías: “Tengan
cuidado con el banco que ahí está su sueldo... mañana tenemos que ir a cobrarlo”.
Eso habría servido para distraerlos y alejarlos del pensamiento de muerte o de derrota.
En mi caso nunca pensé en morir y tampoco pensé con nostalgia en mi familia,
sencillamente había algo dentro de mí que me decía que iba a salir adelante, nunca
pensé en momentos trágicos como el de perder a mis hombres, también me concentré
mucho en lo que estaba haciendo y en lo que tenía que hacer.
Cabo Figueredo. Yo había disparado y compartido casi toda la munición, cuando
escuchaba a un compañero gritando que necesitaba cartuchos, conseguía medias, no
sé de dónde salieron, les metía de diez o quince cartuchos y se las mandaba para que
se defendiera. A eso de las 05:00 horas miré el proveedor y vi que me quedaban
cuatro cartuchos, pensé en disparar tres y dejar uno para mí, porque yo no me iba a
dejar coger vivo. Pensaba: ¡Ya les hemos dado muy duro, si nos cogen nos masacran,
esa gente está muy ardida porque ya les hemos dado muchas bajas!
Seguimos ahí. Caro, Lesmes y yo teníamos la responsabilidad del segundo piso,
nuestro miedo era que se nos metieran por el techo. Ante tanta tensión y con pocos
recursos para salvarnos, me llené de nostalgia y me puse a llorar, los que estaban al
lado me ayudaron a controlar. El miedo a entregarnos ayudaba a mantenernos más en
pie, además, era muy útil el ánimo que nos daba mi teniente, era un comandante que
hacía que sus mensajes nos llegaran al alma, me daba vergüenza el solo hecho de
pensar en dejar a un comandante de esos solo, sabía que si uno de nosotros se
entregaba ¡por seguro!, el resto se iría detrás, pero nuestro comandante no desfallecía
y viendo un jefe así, ¡¿cómo hijueputas uno se iba a entregar?!
Capitán Guerrero. Hubo un momento en que los de arriba me gritaron que se les
estaba viniendo el techo encima y me preguntaron que si bajaban. Yo sabía que no
podía perder la parte alta, porque era la que me daba más visibilidad, cobertura y si la
cedía estaríamos en desventaja, les dije que no se preocuparan, que se pusieran los
famosos colchones de algodón encima, subí a acompañarlos un rato para que no
pensaran que yo sencillamente les daba la orden sin ponerme en su lugar. Estuve con
ellos aproximadamente dos horas y eso sirvió para que no me salieran descalabrados
ni heridos con esquirlas de granada, claro está que los colchones no podían frenar un
tiro de fusil y ese era el miedo que me daba.
Cabo Figueredo. Cinco y treinta o seis de la mañana y la guerrilla aún seguía
disparando y gritando que nos entregáramos, mientras mis compañeros esperaban
que se asomaran para hacerles uno o dos disparos. Ellos no podían saber que se nos
había acabado casi toda la munición, la idea era economizar al máximo los cartuchos.
Yo no era la excepción, tenía que hacer rendir mi munición y rogaba a Dios que no se
me vinieran en manada porque si así fuera no tendríamos nada qué hacer. Lamentaba
muchas cosas, el desespero era mucho. Seis de la mañana y nada de refuerzo,
escuchábamos los helicópteros sobrevolar el pueblo, pero la guerrilla no se iba. Uno
piensa muchas cosas que parecen ser descabelladas, pero el que lanzaran munición
envuelta en un colchón no era algo imposible, más aún si sabían que ya no teníamos
con qué darles plomo y que del patio podíamos recogerla fácilmente, esto ya lo
habíamos sugerido por radio.
Siete u ocho de la mañana, empecé a escuchar una plomacera a lo lejos ¿qué será
eso? Me pregunté. Mi teniente gritó: “¡Tranquilos muchachos que son los refuerzos!”.
Nos quedamos quietos esperando hasta que quince minutos después un uniformado
se asomó a la esquina, se parapetó y gritó. “¡Muchachos, tranquilos que somos el
ejército nacional y venimos a ayudarlos!”. Un compañero que estaba en el primer piso
les respondió: “¡Si ustedes son del ejército, suelte el arma y acérquese con las manos
arriba!”. Ya había un poco más de visibilidad y mientras el hombre se acercaba yo le
gritaba al centinela que estuviera pilas. Todos estábamos muy prevenidos. Mi teniente
ordenó identificar al supuesto soldado. Uno de mis compañeros lo tiró al piso, le
agachó la cabeza, le sacó los documentos y se aseguró de que era un suboficial del
ejército. Ellos se habían ´craneado` (planeado) muy bien la entrada, cuando lo
identificamos, el militar pegó un silbido y salieron soldados de todas las esquinas, no
sé cómo rodearon el área pero salieron de todas partes. Vi cuando se acercó un
soldado portando una canana muy larga, le dijimos que estábamos muy mal de
munición y él se la quitó, la botó al piso, nos dijo que la desarmáramos y que
cogiéramos de ahí, parecíamos aves de rapiña rompiendo los eslabones y cargando
los proveedores. Cuando ya tuvimos varios cartuchos que según nosotros eran
suficientes, mis compañeros se alistaron para salir en persecución de los delincuentes.
En mi caso no pude salir, mi teniente me sentó en el borde de un andén junto con
otros compañeros heridos, entre ellos Lesmes que tenía esquirlas en el cuerpo. Cinco
soldados se quedaron respondiendo por nuestra seguridad y la del cuartel. A lo lejos
se empezaron a escuchar disparos, pensamos que la guerrilla se había devuelto y que
vendrían por nosotros. Por el radio se escuchó que venía más apoyo del ejército y eso
medio nos tranquilizó.
Hacía dos meses la línea del ferrocarril estaba cerrada, pero según los soldados que
nos estaban acompañando, nos dijeron que ellos se habían subido en uno de los
vagones y fueron trasladados desde Barrancabermeja hasta las cercanías de Puerto
Wilches. El valor del sargento y veinte soldados que llegaron al apoyo superando
cualquier dificultad, se había reflejado en su llegada, control y dominio de una zona tan
vasta y tan asediada por la subversión. Los insurgentes no habrían pensado en esa
posibilidad, cubrieron las vías de acceso fluvial y terrestre pero no previeron la férrea y
esa fue su sorpresa.
Las calles del pueblo se veían desoladas, cuando pasó el tastaceo, la gente empezó a
asomarse por las ventanas y más tarde se atrevieron a salir. La primera persona que
vi acercarse fue a mi novia que venía corriendo a traerme una jarra grande con
limonada. Ella siempre estuvo esperanzada de verme vivo, porque para muchos
nosotros ya estábamos muertos. La gente empezó a aglomerarse frente a la estación,
a ellos también se les veía un poco agotados pues es difícil conciliar el sueño en una
noche como esa… alguien gritó que venía la guerrilla y todos salieron volando. Resultó
ser mi teniente quien venía con el grupo de policías y soldados con los que había
salido a hacer la descubierta y verificar que la guerrilla no estuviera cerca.
El sargento del ejército nos preguntó cómo estábamos, miró la estación, el techo
abajo, ventanas caídas, todo vuelto nada y se cuestionó cómo habíamos logrado salir
con vida de semejante ataque. Yo tenía mi rodilla hinchada, esperaba que alguien
llegara de Bucaramanga a sacarnos. Mi teniente empezó a hablarnos y a darnos
algunas instrucciones, mientras lo escuchaba miraba alrededor y le atribuí en gran
parte a él nuestro triunfo. Creo que si no nos entregamos fue por él, pienso que no nos
pudo haber ido mejor y que si hubiéramos estado con el antiguo comandante las
cosas pudieron haber sido mucho peor.
Entre nosotros varios habían hecho cursos de combate, uno de ellos Carabalí. Aunque
digo que para estas situaciones no se necesitan cursos avanzados de comando, lo
que se necesita es valor para afrontar riesgos de este tipo, los cursos sirven para
enseñar cosas básicas y esenciales para la supervivencia, pero... ¿quién da un curso
de valor? Porque esa es la clave para subsistir en una cosa de estas, el entrenamiento
puede existir, pero si no se pone el arrojo, la agresividad y el amor, de nada servirán
los conocimientos adquiridos dentro del entrenamiento al que seamos sometidos.
Hasta Puerto Wilches llegó mi general Medina Sánchez y mi coronel Montenegro,
aterrizaron en un helicóptero, hablaron con nosotros, trajeron un médico y me sacaron
para Barranca junto con Carabalí y Lesmes que éramos los que estábamos más mal.
En Barranca nos revisaron y nos remitieron para Bucaramanga donde diez días
después pude ver de nuevo a mis compañeros.
Cuando asistía a las diferentes oficinas del comando del departamento, veía ojos de
admiración en todas las personas que se acercaban a preguntarme cómo había sido
todo, sería muy bonito que todos nos recordaran por esos momentos, uno se sentía un
´héroe` al ver que todos querían escuchar nuestra historia y demostraban tanta
fascinación por cada uno de nosotros.
Capitán Guerrero. Después del ataque se empezaron a recordar anécdotas entre el
personal, hubo un muchacho que tuvo que soportar casi todos los bombazos, cuando
le metieron el séptimo dijo: “No... el gato solo tiene siete vidas” y se corrió hacia atrás.
Minutos después se escuchó una detonación tan fuerte que tumbó la casa vecina,
pero al cuartel no le pasó nada. Me enteré que habían quedado dos negritos en una
trinchera y como uno no veía al otro, tenía que gritarle: “¡Cablela, Cablela...!”. “Pero yo
no lo ´milaba`, mi teniente, yo no lo ´milaba`”, me decía con su habladito chocoano.
Toda la noche la pasaron juntos, se volvieron dependientes el uno del otro y su
principal sufrimiento fue no poderse ver. Y si a pocos metros no se podían ver entre sí,
pues mucho menos los bandoleros que estaban a más distancia, esa fue una de las
ventajas que tuvimos, tanto así que uno de ellos fue quien dio la voz de alerta cuando
vio a los guerrilleros que venían avanzando para tomar buena ubicación, y al no verlo,
él los devolvió a plomo.
Los policías de San Pablo, quienes hasta las 11:00 horas mantuvieron el combate,
luego recibieron una mayor arremetida ya que los bandoleros que se corrieron de
Puerto Wilches y Cantagallo (en ese lugar recibieron una ofensiva del ejército hecha
con granadas de mortero que los hizo salir corriendo), fueron a apoyar a los que
estaban atacando a San Pablo hasta doblegar y secuestrar a los policías que durante
varias horas habían soportado ese tremendo ataque.
Nosotros gastamos solo mil doscientos cartuchos, un promedio de sesenta por
hombre, que a mi modo de ver fue mínimo si se compara con lo que gastó la
subversión. Siempre le estuve diciendo a los policías: “El ruido no mata, lo que mata
son las balas bien puestas a un objetivo claro”. Nuestra disciplina de fuego, la
verraquera que le pusieron los policías, la resistencia de nuestro cuartel y la pronta
llegada del apoyo fueron la clave para estar contando el cuento.
Con la mayoría de ellos pude estar varios días más, porque el relevo no se efectuó el
mismo día de la incursión y ese tiempo me sirvió para conocerlos un poco mejor.
Corroboré que eran muy disciplinados y decididos a hacer las cosas que sabían les
servía para su seguridad. Durante el combate nunca vi gestos o actitudes que me
hubieran dado a pensar que alguno se quisiera rendir, porque eso hubiera sido un
verdadero problema para mí.
Encontramos uniformes, un rocket sin detonar, sangre en la torre, atrio de la iglesia y
en la plaza central. Yo deduzco que los bandoleros sufrieron una gran derrota. Tanto
así que lograron entrar a la Caja Agraria, contaron con los medios y el tiempo
suficiente para saquearla, fueron por el gerente hasta su residencia para que fuera y
abriera la caja fuerte, pero se les dañó el temporizador, sostuvieron el ataque casi
hasta las nueve de la mañana para corregir el problema, pero no pudieron sacar un
solo peso.
Muchas personas empezaron a acercarse a la policía. Admiración y confianza se
reflejaba en aquellos habitantes que guardaban simpatía hacia nosotros, pero que por
miedo no se atrevían ni si quiera a hablarnos, entre ellos había un anciano de unos
setenta años delgado, canoso, entero y recio que me contaba que cuando Puerto
Wilches era de renombre nacional, una infinidad de barcos que viajaban por el
Magdalena llegaban a visitar el puerto. Bodegas con grúas inmensas, hacían pensar
que ese municipio vivió una gran bonanza de la que hoy no queda casi nada. Él vive
en Puerto Wilches, todos los días a las 6:00 de la mañana mientras yo hacía programa
de radio con Barranca, él llegaba batiendo el café con una cucharita de plata que
parecía una campanita y cuando sonaba yo sabía que ahí estaba mi tinto. Me contaba
que los bandoleros habían ingresado a su casa porque era vecina a la estación, que
sobre el techo de su inmueble sintió pasar gente y que cuando escuchaba las
explosiones creía que nosotros ya estábamos bajo los escombros, hasta cuando al
otro día nos vio completos y pudo descansar. Vivía aterrado de vernos casi ilesos,
también decía que lo sorprendió mucho escucharnos gritar, aplaudir y cantar como si
estuviéramos disfrutando el momento.
Como a los veinte días colocaron un artefacto explosivo en el pueblo, pero éste no
generó mayor daño. Luego vino la odisea para salir del pueblo. Yo ya llevaba casi un
mes después del ataque, como a las doce de la noche llegó un cabo con todo el
personal de relevo, le entregué el armamento, me firmó las actas, nos acompañó
hasta la estación del tren, nos distribuimos en varios vagones y con dos revólveres,
uno de propiedad de un agente y otro que tenía yo de dotación emprendimos nuestro
viaje hacia Barrancabermeja. Lentamente empezó la máquina a avanzar, sentía que
todo se quedaba atrás, aunque era y será muy difícil borrar de mi memoria aquellas
ocho horas de combate y más aún, aquellos gestos de felicidad y agradecimiento de
hombres verracos quienes me decían que si no hubiera sido por mí, difícilmente
hubieran logrado superar tal situación. Afortunadamente tuvimos como colocar el
Himno Nacional y el de la policía que en esos momentos nos hicieron erizar la piel,
porque en esas circunstancias tan adversas y absurdas se escuchan más hermosos
que nunca. Como los había recibido me los llevaba completos y sin un rasguño. De
puerto Wilches hasta Barranca el tren hizo tres paradas, cuando empezaba a disminuir
la velocidad, hacía que un gran escalofrió pasara por todo mi cuerpo, pero eran solo
obstáculos naturales que se tenían que remover para continuar por nuestro camino. Al
fondo se veía una gran tormenta con relámpagos novelescos mientras que con un
revolver en el vagón de delante y otro en el vagón de atrás esperábamos que ningún
delincuente nos estuviera esperando, porque de ser así teníamos la consigna de saltar
y reencontrarnos en Barranca porque ¡¿qué más podíamos hacer?! Pero viajamos
durante hora y media y llegamos sin problema.
Tuve la oportunidad de volver a Puerto Wilches pero como copiloto de un helicóptero y
desde que me dijeron que iríamos a cumplir una misión en ese sitio, tuve la intención
de ir a buscar al viejito que me llevaba café a la estación, pero cuando lo vi ya lo sentí
muy esquivo y aunque me pudo reconocer, no se comportó con la misma amabilidad
que lo había hecho antes, esto porque la época no era la misma, había mucha gente
extraña y la guerrilla tenía sembrado de nuevo el terror en el pueblo.
Cabo Figueredo. El equipo de sonido recibió un impacto en todo el bafle, lo traspasó
pero no dejo de funcionar. Morales en la actualidad vive en Bucaramanga, es casado,
tiene dos hijos y todavía guarda ese equipo en la sala de la casa, la última vez que lo
visité vi el aparato defectuoso pero él nunca lo ha querido arreglar, supongo que al ver
el agujero le traerá gratos recuerdos porque entre la mala suerte de tener que vivir una
amarga experiencia como esa, se le puede ver el lado bueno que es el de seguir
viviendo para contarlo.
Estando en combate pensé que si me salvaba de esa me iría a dar un viaje de
descanso, así fue, había quedado sin nada encima, muchas cosas se quemaron entre
ellas mis pertenencias, sin embargo, la policía nos dio dinero a cada uno para que
recuperáramos los bienes perdidos, ese dinero también me alcanzó para cumplir la
promesa que me había hecho.
Lo más importante de salir de una incursión como esta, es recibir apoyo espiritual y
psicológico porque uno sale muy mal, es más, yo no podía escuchar un ruido porque
me ponía nervioso y empezaba a recordar el incidente. Relacioné y entendí el porqué
del nerviosismo de los compañeros que nos entregaron la estación, aunque nosotros
sin comprender qué era lo que les estaba pasando, supimos ayudarles pero era difícil
porque ellos siguieron trabajando en el mismo lugar donde casi pierden la vida, hasta
que se fueron y supongo lograron estar mejor.
El estallido que produjo la detonación de una granada, alcanzó a molestarme el oído
izquierdo, todavía lo tengo fregado, porque en ocasiones estoy de pie y pierdo el
equilibrio, me da mareo y hasta vómito, me han estado examinando pero no han dado
con el chiste de lo que tengo, aun tomo pastillas (21 02 99), que me formula el médico.
Sufrí de pesadillas, busqué el apoyo de una psicóloga y su trabajo creo yo, fue clave y
acertado. Ella me insistía siempre que yo tenía que controlar los nervios. No podía
escuchar un disparo, porque ya me alteraba. En una ocasión trabajando en la SIJIN de
Bucaramanga, caminaba por el centro de la ciudad con otro policía, algo explotó, no
sabíamos qué era, pero recuerdo que mi reacción fue como de película, pistola en
mano quedamos tirados en el piso, fue tan curioso que la gente se reía al vernos
atrincherados en nada. Había sido un cilindro de gas. Por suerte pude superar la
situación. La psicóloga me ayudaba a revivir cada momento, ella fue muy constante,
me decía que no debía guardar rencor contra esa gente. Que no tenía que ver a todas
las personas como guerrilleras, porque para mí todo el mundo era delincuente. Fui
venciendo esas suposiciones, complementé el tiempo de descanso con el deporte y la
lectura. Inicié la práctica de artes marciales, a la fecha llevo nueve años entrenando y
me ha servido mucho para concentrarme. Soy positivo en las cosas y todo lo veo de
una forma más optimista, agradezco la experiencia como algo que me ha ayudado a
madurar, siento que aprendí a enfrentarme a otras situaciones porque esa no fue la
única. Como es bien sabido, Santander es un departamento bien fregado. Al año y
medio salí para Simití (Bolívar), allí tuve que ver a siete policías y un cabo que
quedaron completamente despedazados por una bomba. Esas situaciones hacen que
uno adquiera más fortaleza, al llegar a una estación de orden público ya se sabe qué
se debe hacer, cómo asumir la responsabilidad que se recibe de la forma más
profesional, más correcta y ya no tan deportivamente.
A los seis meses del ataque volví a Puerto Wilches, visité a mi novia y lo nuestro
terminó. Fui a la estación, vi que la habían reconstruido, hablé con los policías del
municipio y les dije que yo era uno de los tantos policías que portaban una aureola
después de haber luchado por defender a ese municipio, les hice varias
recomendaciones y nunca más volví por allá.
Tuve la oportunidad de apoyar en situaciones de ataques a las estaciones de Morales
y Santa Rosa Sur de Bolívar, aunque fueron situaciones de mucho riesgo, ninguna se
ha comparado con lo que viví en Puerto Wilches.
CAPITULO VI
LA PITONISA LO ADVIRTIÓ
Capitán Luis Humberto Ramírez Alarcón. Hice curso de criminalística durante un
año en la Escuela de Cadetes General Santander, terminé y salí trasladado junto con
siete subtenientes, treinta suboficiales y un grupo de agentes recién egresados de las
diferentes escuelas de formación hacia la ciudad de Medellín. Entre todos sumábamos
un total de ciento cuarenta hombres, nuestra misión era relevar a todo el personal de
la SIJIN adscrito a esa metropolitana. Los motivos no eran desconocidos para
nosotros, sabíamos que se estaba librando una guerra en dicha ciudad y había ciertos
inconvenientes con el personal a causa de la infiltración lograda por la delincuencia
organizada en la Institución a través de oficiales, suboficiales y agentes pertenecientes
a esta unidad de la policía nacional. Estábamos impacientes y un poco amilanados. El
desorden público sorteado por la policía de Medellín estaba en pleno furor porque para
la época el señor Pablo Escobar Gaviria, quien era el delincuente de turno más
afamado en el país, había prometido altas sumas de dinero a sus grupos de sicarios
por cada funcionario que pudieran asesinar. Absolutamente todo lo que ocurría en esa
capital nos perturbaba, no había una noticia buena cuando a policía se referían y eso
era muy preocupante para cada uno de nosotros. Las expectativas eran muchas, pero
creo yo, la principal premisa para cada uno de los que allí iríamos a trabajar, era la de
cumplir con las metas propuestas por el alto mando y lograr salir ilesos de aquel
infierno en el que estábamos próximos a caer.
Los ocho subtenientes llegamos al aeropuerto El Dorado, nos despedimos de nuestras
familias, unos muy optimistas, otros muy tristes, todo dentro de lo normal ¡pero… la
despedida que más me impactó! Fue la que se llevó a cabo entre la señora madre del
subteniente Juan Carlos Martínez Agudelo y su hijo… Parecía como si ella supiera que
él no volvería a casa con vida. Ella ya había perdido a un hijo y como en Medellín la
cosa estaba tan dura, me imagino que perdió la fe.
Llegamos al aeropuerto José María Córdoba de la ciudad de Rionegro (Antioquia),
bajé del avión y la primera impresión me ayudó a corroborar parte de las
informaciones, datos y noticias que se escuchaban acerca de cómo se debía trabajar
para poder subsistir en la ciudad. Esperándonos en la plataforma estaban un oficial y
un promedio de treinta hombres repartidos en sendas motocicletas, asignados para
cubrir el desplazamiento hasta nuestro lugar de destino. El jefe de la escolta nos
advirtió que en cualquier momento se podía presentar un atentado contra la caravana
y por esto sugirió estar lo más alerta posible, y ojalá, sí teníamos armas de dotación,
las lleváramos en las manos y así poder reaccionar mejor ante una agresión. Las
palabras del oficial fueron tan convincentes que no hubo ningún tipo de reparo por
parte de los que allí estábamos. El desplazamiento se hizo como si se tratara de l os
escoltas de un presidente cuya vida está amenazada de muerte. En mi caso me
hacían falta ojos para ver lo que estaba ocurriendo a mí alrededor, los motociclistas
hacían su trabajo en forma mecánica, unos cerraban las vías mientras los demás
cubrían la parte delantera, trasera y lateral de los vehículos en los que nos estábamos
transportando. Era todo un espectáculo lo que estaban presenciando mis ojos, en
cierta forma me hacían sentir una persona muy importante y no del todo era mentira,
porque si habíamos sido seleccionados para relevar una SIJIN tan profesional como lo
era la de Medellín, era porque habíamos superado un complejo estudio de seguridad y
los ojos de muchos policías y ciudadanos estarían puestos en cada uno de nosotros,
no existía otra forma para demostrar la confianza que tenían nuestros directores en
nosotros y la tarea era tan compleja que no se le podía asignar a cualquier otro mortal,
nuestro compromiso era el de demostrar que estábamos en capacidad de hacerlo y no
defraudaríamos a quien nos había postulado para tal fin.
Con revólver en mano estábamos ´pilas` (alertas), debido a que en cualquier momento
nos podían emboscar y aunque estaba un poco asustado, pude disfrutar de las
bellezas de la capital paisa, ver sus calles limpias, su organización, su arquitectura,
percibir su clima, su tradicionalismo, etc…, que era motivo de elogios de quienes allí
nos encontrábamos para quienes residían en esta gran ciudad. Llegamos al comando
ubicado sobre la famosa calle Oriental donde nos recibió el comandante operativo, mi
coronel Linares quien nos hizo una apreciación de la situación, nos mostró el plan de
trabajo al que nos tendríamos que ceñir y antes de enviarnos a continuar con nuestras
actividades, nos sorprendió con una orden un poco extraña cuando dijo: “Vayan a la
capilla, observen lo que hay allí y luego vienen a darme su opinión”. Así lo hicimos,
entramos al recinto y nos encontramos con un cuadro nefasto: Eran once féretros de
policías muertos en distintas circunstancias, la imagen que estábamos viendo era tan
traumática que haría salir corriendo a cualquier cristiano que no estuviera preparado
para afrontar el impacto. Pocas palabras se pronunciaron dentro de la iglesia, percibí
el nerviosismo de algunos de los compañeros ahí presentes y los murmullos de las
personas que oraban por aquellas almas. Volvimos hasta su oficina y nos dijo que eso
era lo que se vivía a diario en esa ciudad y que si no queríamos correr con la misma
suerte, debíamos agotar todas las medidas de seguridad, que consistían en no salir
solos y por ningún motivo informar hacia dónde nos dirigíamos tanto en los momentos
de trabajo como en los de descanso, luego programó un recorrido por la ciudad
argumentando que era bueno conocer el lugar en donde se iría a trabajar. Nos
repartieron en varias patrullas, me correspondió con un compañero que pertenecía a
un
grupo denominado
´Los
Cobras`
(escuadrón
motorizado)
quien
falleció
posteriormente cuando pertenecía al grupo UNASE (Unidad Antisecuestro de la
Policía). Con un promedio de quince motociclistas nos dirigimos al famoso sector de
Manrique, ubicado en una de las comunas de Medellín y justo cuando me estaban
mostrando el panorama del sector, fuimos atacados en forma sorpresiva, yo me tiré
del vehículo y caí al lado de un poste, los otros policías reaccionaron y empezaron a
repeler la agresión, todo era tan insólito para mí, que no alcanzaba a concebir l o que
estaba sucediendo. Tenía que darle la razón a todo lo que había escuchado a través
de los medios sobre la verdadera guerra que se estaba viviendo en esa ciudad. El
susto pasó, lastimosamente no se logró capturar a algún delincuente, pero esto me
sirvió para darme cuenta y sorprenderme de lo echados pa´lante, sagaces, valientes y
decididos que eran los policías de las distintas unidades adscritas a esa metropolitana.
Luego aprendí que el instinto de supervivencia era el causante de tan buena reacción.
Salí para el CAD (Centro Automático de Despacho), allí hacía falta un oficial para
ocupar ese cargo, en forma temporal lo reemplacé por un mes, pero luego llegó el
titular y salí para el F-2 (SIJIN ) y me uní a ese puñado de compañeros con quien había
estudiado durante todo un año e iría a trabajar por un promedio de tiempo similar. El
día que llegué fui a buscar a Juan Carlos quien era mi mejor amigo, pero no lo
encontré, supuestamente estaba cumpliendo una orden de trabajo. Rato después vi
cuando llegó con varios capturados sindicados de haber participado en un secuestro y
una de esas personas quien yo creo era el jefe de la banda, amenazó a Juan Carlos
diciéndole que tenía que matarlo a como diera lugar, que lo mataba porque lo mataba,
así fuera lo último que hiciera en su vida. Luego supe que eran integrantes de la
famosa banda de los ´Priscos` (Banda criminal al servicio del cartel de Medellín), pero
eso quedó así.
Seguimos trabajando, yo pasé al grupo de investigación de delitos contra la vida y la
integridad donde tuve que encargarme de investigar todos los asesinatos cometidos a
policías, igualmente, debía apersonarme de un sinnúmero de investigaciones por
muerte de habitantes de la ciudad, pero a duras penas el tiempo me alcanzaba para
esclarecer los homicidios de algunos policías, porque eran demasiados los que allí
perdían la vida. En mis ocho meses de permanencia en esta unidad pude sumar casi
trescientas veinte (320) muertes de uniformados.
Existían los CAI (Comandos de Atención Inmediata) que como se conoce, permanecen
las veinticuatro horas del día abiertos al público, pero las personas no los frecuentaban
como lo hacían en Bogotá y ni siquiera se acercaban a esperar el bus, porque a una
cuadra podían ser víctimas de una bomba o de cualquier otro tipo de atentado, pues
cuando llegaban a matar a los policías que estaban dentro del habitáculo, barrían con
todo lo que había al lado. Las personas en lo posible evitaban estar cerca de la policía.
Cuando una patrulla llegaba a un semáforo o cumplía un PARE, los demás vehículos se
estacionaban a unos quinientos metros de distancia para evitar así ser alcanzados por
la onda expansiva de algún artefacto lanzado o instalado para ser detonado al paso de
los uniformados, o para no ser heridos por algún proyectil disparado al momento de
una balacera. Todos querían proteger su integridad y sabían cómo era la situación, en
verdad los sicarios agotaron, si no todas, la mayoría de las modalidades habidas y por
haber para acabar con la vida de un policía.
Tuve la oportunidad de formar parte del equipo encargado de efectuar las
inspecciones a cadáveres, allí conocí la variedad de estilos para matar que utilizaban
los delincuentes, cuyo grado de degeneración había llegado a total extremo. Conocí
de casos en los que el policía al estar en su residencia salía a atender el llamado a la
puerta y al abrir la ventanilla que remplaza el visor, se encontraba con la trompetilla de
un ´Changón` (arma hechiza, en algunas ocasiones original, resultado de recortar
parte del cañón de una escopeta calibre 12 ó elaborado con el mismo mecanismo
adaptando para ello dos cañones que pueden expulsar simultáneamente los
perdigones o balines de dos cartuchos), que le escupía varios perdigones en la cara.
No existía compasión ni el menor escrúpulo por el respeto a la vida, hubo casos en
que los dementes entraban hasta la sala donde encontraban al policía viendo
televisión y sin preguntarle ni siquiera su nombre, lo dejaban ahí sentado descansando
para siempre. En otras ocasiones entraban al inmueble por el antejardín, encontraban
al agente disfrutando de su franquicia junto a su familia y era acribillado con toda
sevicia. También es triste decirlo y aunque se presentó en pocas oportunidades, los
mismos compañeros se prestaban para vender información que facilitara la ubicación
de su supuesto amigo. Recuerdo mucho cuando fue muerto el dragoneante Amariles,
quien para la fecha era el uniformado más antiguo que existía en la institución, él por
su forma de ser y proceder, era muy admirado y respetado por parte de las personas a
quienes en alguna ocasión prestó su servicios, pero un día cuando viajaba en un bus
urbano, fue asesinado y del hecho fue sindicado un sayón de alias ´El Angelito`. Le
cuento que era tan solo ¡un niño!, de unos nueve años, lo capturamos porque su
misma progenitora lo denunció, era un demonio con instinto asesino único en su clase.
Le preguntamos a la mujer que lo había delatado el porqué de la naturaleza de su hijo,
claro está que ella no nos iba a dar un concepto científico al respecto, pero si nos
podía hablar de lo que veía en él y así hacernos una apreciación más amplia sobre los
motivos que tenía el niño para matar. Decía que él era muy agresivo y no solo con los
extraños, porque hasta ella era víctima de sus ataques físicos (la quemaba, la
golpeaba) y verbales propios de un ser para quien la figura de su madre no significaba
mayor cosa. Lo había matriculado en el colegio creyendo que el socializarse con otros
niños le serviría para cambiar de proceder, pero sobrevino algo contrario cuando con
un lápiz le atravesó la mano a otro estudiante, quedando claro que era imposible
manejarlo y como muchos menores de edad, éste también pertenecía a una ´oficina
de sicarios`, de las que funcionaban con distintas fachadas en Medellín.
Al decir oficina, no es que se asemeje a la de un alto ejecutivo, todo lo contrario, no
están al alcance de cualquier ciudadano, se instalan en almacenes, discotecas,
´heladerías` (bares), etc…, en algunas ocasiones sin la aceptación de su propietario,
quien por temor o desconocimiento, facilita el teléfono para recibir y realizar llamadas y
como su fin es el de atender al público, no puede restringir la entrada de ninguno de
estos comerciantes del crimen organizado, por eso era difícil detectar las famosas
´oficinas` que facilitaban los contactos con los distintos ángeles de la muerte, quienes
al ser recomendados y presentarse ante el empresario con el deseo de trabajar,
recibían una fotografía, la dirección, un arma y algún adelanto de dinero para que
cometiera el ilícito, el empleado salía con un testigo que se encargaba de verificar lo
establecido en el contrato verbal, recibir el arma y cancelar el excedente para un total
en la mayoría de los casos de doscientos mil pesos. Se decía que por un uniformado
muerto se pagaban dos millones de pesos, pero el jefe de la banda se quedaba con
tres cuartas partes del dinero, el jefe de la oficina sacaba otro porcentaje y el
excedente era para la persona que cometía el acto.
Hago la salvedad que en algunas situaciones, teniendo en cuenta el cargo o el grado
de la víctima, se podía obtener mayores sumas de dinero y no era extraño escuchar
que por algunos funcionarios se alcanzaran a pagar cinco, diez y hasta veinte millones
de pesos.
La mujer ´paisa` es muy bonita, por eso fue uno de los medios más empleados para
´picar arrastre`, como se le dice en Medellín al conducir mediante engaño a cualquier
persona hasta el sitio donde está su verdugo quien lo va a secuestrar o a ultimar. Ellas
debían ser insinuantes, conquistar a la futura víctima y después de uno, dos meses o
hasta en menor tiempo, le decía a su cómplice: “Se lo pongo en donde a usted le
quede más cómodo”, un autoservicio, una esquina, un restaurante, etc. y cumpliendo
citas murieron un gran número de inocentes. En una iglesia fue muerto un teniente y
no era extraño escuchar que en un cementerio se formara una balacera con el
resultado de uno o más agentes muertos. También nos llevaban para hacer la
inspección de cadáveres que yacían degollados en la silla de un cinema, del crimen se
daban cuenta los empleados, cuando por obligación debían prender las luces luego
que la película terminaba y se acercaban para solicitarle al supuesto espectador que
abandonara el recinto. La situación era muy tensa, nos prohibían decirle a particulares
o a compañeros hacia dónde nos dirigíamos, bien fuera cuando estábamos con turno
de
descanso
o
fuéramos
a
adelantar
alguna
investigación.
Normalmente
permanecíamos dentro de las instalaciones policiales, pero cuando debíamos salir a
tomar un taxi, dejábamos que este avanzara unas tres o cuatro cuadras y luego nos
bajábamos para coger otro, buscando con esto evitar el supuesto atentado que ya nos
tendrían preparado y del que difícilmente saldríamos con vida.
El sicariato perpetrado desde motocicletas era el método más clásico empleado por
los criminales, por eso las patrullas uniformadas o en traje de civil descartaban parar
en los semáforos evitando así dar ´papaya` (oportunidad) para un inminente atentado.
Todos los desplazamientos se hacían en forma rápida y no se podía descuidar un
segundo, porque en cualquier momento se le venían a uno encima y no era
propiamente a saludarlo o a pedirle auxilio, sino con varias armas que se apuntaban y
no dejaban de disparar hasta cuando se dejara de percibir el más mínimo indicio de
vida. Si usted quiere imaginarse o cree poder ingeniarse alguna forma para matar a un
uniformado ¡créame que se va a desilusionar! Si piensa que es imaginativo o
innovador, porque se llevará la sorpresa al ver que su método también se agotó en
Medellín y es que hasta los pilotos de las aeronaves que permanecían disponibles
para cualquier eventualidad, corrieron el riesgo de ser envenenados dentro de sus
bases de descanso.
Fue tanta la degradación juvenil por la que estaba pasando esta ciudad, que la mayor
precaución para no ser muerto de un tiro, se debía tener con los niños y jóvenes de
edades entre los 9 y los 18 años, era raro capturar a una persona mayor de 30,35 o 40
años metidas en una cosa de estas.
Las grandes bandas dominaban numerosos barrios, pero dentro de estos no era raro
encontrar grupos independientes que sabían lo productivo que era el asociarse, por el
respeto que adquirían y el dinero que podían obtener para satisfacer sus gustos y su
adicción a las drogas. Tampoco era extraño que se presentaran diferencias entre
estas pandillas que se solucionaban con diálogos, pero de ¡plomo corrido! El objetivo
era eliminar a todo el bando contrario para lograr así adquirir la hegemonía en el
sector y el que ganaba quedaba con el derecho a cuidar la zona para que otras
bandas no entraran a comercializar drogas, robar, atracar o ponerse el barrio de
ruana, pero esos servicios tenían un costo y cada una de las personas que tuvieran un
negocio dentro del sector a proteger, debía pagar una cuota de dinero, y para ejercer
el control existían una infinidad de mecanismos y hasta del destierro se hablaba si no
se cumplía con los pagos establecidos.
Esa era la situación sofocante que se tenía que vivir no solo por parte de nosotros,
sino por parte de cualquier ciudadano de bien que habitara una de las ciudades más
hermosas y prósperas de Colombia.
El negocio del narcotráfico tentaba diariamente a muchos de nuestros funcionarios y si
algún miembro de la institución se involucraba en este asunto ilícito, tarde o temprano
aparecería torturado, descuartizado y sin exagerar hasta con los testículos dentro de
su boca. Era una situación tenaz, recuerdo que el grueso de una patrulla no era tenido
en cuenta en el momento de un ataque, todo lo contrario, la diferencia radicaba en que
tenían que emplear más gente o crear un método con el cual se lograra copar
totalmente la patrulla, cosa que les producía mayores ingresos y mayor fama de
asesinos para futuros contratos.
Un relevo de carabineros salió de la Escuela Carlos Holguín para realizar su turno de
vigilancia y justo cuando se desplazaban a la altura de la fábrica de Zenú sufrieron un
atentado terrorista, la topografía del terreno se prestaba para este tipo de ataques,
varias cargas dirigidas explotaron acabando en forma atroz con la vida de todo ese
personal. Acudí al lugar de los hechos con el fin de hacer las inspecciones y me
encontré con un cuadro dantesco: Eran once los policías que habían sido asesinados,
ultimados de una manera aberrante, dentro de los cuerpos se encontraron balines con
un diámetro de dos centímetros, las armas quedaron retorcidas por la potencia de la
onda explosiva, se hallaron pedazos de cuerpos en las inmediaciones del lugar,
difíciles de reconocer por su escaso tamaño. De algunos rostros desfigurados se logró
establecer su identidad gracias a las señas particulares conocidas por quienes
laboraban o convivían con ellos.
Eran completas carnicerías las que allí se pudieron conocer. El caos era uno de los
factores predominantes dentro de aquellas sociedades de delincuentes, que en busca
del dinero fácil y estatus dentro de su organización, cometían actos propios de una
bestia sin conciencia, destinada tarde o temprano a morir de una forma similar a la que
empleaba para acabar con sus víctimas, pero a pesar de todo, habían policías muy
capaces y osados quienes en cumplimiento de su deber salían de sus casas y bases
con el 100% de probabilidad de no regresar, bien fuera porque los estaban esperando
para asesinarlos o porque en el trascurso del día cuando estuvieran atendiendo uno
de los tantos casos ficticios preparados por los criminales, llegaran a perder su vida.
Para contrarrestar las distintas tácticas de agresión, la policía tenía que estar a la
vanguardia y por esto se llegó al extremo de utilizar escoltas para las mismas patrull as
y así poder demostrar a cada uno de los habitantes de Colombia que aunque se
estuviera enfrentando a un enemigo fuerte y anónimo, no desfallecería ni dejaría de
obedecer su mandato constitucional, y aunque perdíamos funcionarios a diestra y
siniestra, el número de delincuentes muertos y casos resueltos por nuestros hombres
en las distintas operaciones fue mucho mayor, esto gracias a los medios y el apoyo
incondicional del gobierno de turno el cual no escatimó ningún esfuerzo en busca de la
solución al problema.
En mi caso nuca desfallecí, yo era una de las herramientas empleadas por el Estado
para contrarrestar los distintos elementos generados de violencia, siendo consciente
de mi posición y cargo en la policía, además, como era tan cruda la forma como esos
desadaptados cometían sus crímenes, hacían de esto algo personal. Yo me
obsesionaba investigando diversos casos por resolver y el tiempo no era obstáculo
para ello, mucho más aún si sabía que con un minuto que yo le regalara a mi trabajo
podría evitar una o más muertes. Como todos, yo también sentía miedo, pero eso no
era motivo para achicopalarme, ahora, si yo quería que esto se terminara, tenía que
sacrificarme y eso fue lo que hice, trabajé arduamente sin dar oportunidad para que
me dañaran pensando en que tenía que sobrepasar esta etapa y algún día salir de allí,
porque eso no iba a ser eterno, además, estaba próximo a ser llamado a hacer curso
de ascenso en la ciudad de Bogotá.
Cinco meses habían trascurrido en este ambiente hostil y peligroso hasta que un
policía me convenció para que fuéramos hasta donde una adivina, la curiosidad por
conocerla me embargó, quería saber de quién se trataba y a ciencia cierta en qué
consistía su verdadero trabajo. Llegamos a su casa y la primera sorpresa que me llevé
fue cuando entré y vi que habían más oficiales empleando sus servicios. “¡Uy!”
exclamé con gran sorpresa. “¿Pero qué es lo que están repartiendo aquí?”, de forma
jocosa pregunté. Alguien me dijo que la señora era muy buena en la lectura de las
cartas, era clarividente y con sus dotes había facilitado el rescate de varios
secuestrados. También recomendaba y sugería la no asistencia de algunos de los que
solicitaran sus servicios a cualquier procedimiento donde ella viera que podría salir
lesionado o muerto. Yo soy católico, pero el deseo de escudriñar superó mis principios
religiosos, además, no lo vi como algo malo. Entré a la habitación de la pitonisa en
donde encontré algo fuera de lo común: Era un subteniente, primer puesto de la
promoción de oficiales inmediatamente posterior a la nuestra, que estaba sentado en
el piso y su espalda recostada contra la pared, la cabeza metida casi entre las rodillas
y cubierta por sus manos, se encontraba en un alto grado de desilusión y decepción,
me acerqué y le pregunté qué ocurría, levantó su mirada y con rostro descompuesto
me dijo que estaba muy preocupado porque le habían predestinado su muerte y la
única forma para salvarse era no yendo solo a un operativo, pero lo que más le
impacientaba era que según él, no tenía nada programado o algo preparado para esos
días. Me pareció algo muy extraño, no tuve nada que decir y como siguió mi turno,
puse mi atención en aquella mujer de baja estatura, un poco obesa, de cabello rubio
teñido, espontánea, sincera y con cierto aire de sabiduría. Fumaba mucho mientras
me dijo cosas que coincidían con mi pasado. Yo no quería preguntarle sobre lo que
me deparaba el destino pues era algo desconocido y difícil de confirmar, por eso le
pregunté sobre cosas vividas, lo que me facilitaría descubrir a ciencia cierta la
veracidad de sus afirmaciones. Algunas cosas coincidieron, pero no me sorprendieron
tanto, hasta cuando dos semanas después de haberla visitado, tuve que apoyar un
procedimiento que se estaba realizando en el municipio de Copacabana a escasos
minutos de la capital del departamento. Teníamos conocimiento acerca de varios
policiales que habían resultado heridos en el desarrollo de dicha tarea, llegamos al
lugar de los hechos y encontramos al subteniente del que había hablado anteriormente
¡sí… el primer puesto…! Presentaba un impacto en el pecho y el calibre del arma con
que se había causado la lesión era relativamente grande, podía ser el de un revolver
calibre 3.57 ó una pistola calibre 45, porque el agujero era bastante grande, pero el
estado anímico del oficial no era preocupante, todo lo contrario, era tan bueno que
inclusive estando dentro de la ambulancia redactó el informe de los hechos, de eso me
enteré poco tiempo después que llegué a Medellín. Registramos el inmueble pero no
encontramos nada, indagamos pero igualmente no se pudo recolectar mucha
información que nos ayudara a hacernos una idea más exacta de lo que allí se había
presentado, la verdadera realidad de los hechos la conocía tan solo el herido. De
regreso en horas de la noche, fuimos informados de la triste noticia acerca del
fallecimiento del oficial, quien había sido trasladado a la Policlínica de Medellín y en
donde no sé si por descuido en la atención médica ¡o qué se yo…! El subteniente
murió. Inmediatamente relacioné su muerte con la predicción hecha por la clarividente,
acto seguido me enteré de otros casos similares. Cabe anotar que al sitio concurrían
no solo oficiales de bajo rango, sino oficiales superiores hasta el punto de haber
confirmado la asistencia de un señor general a esta casa, quien fue muerto después
de pasar al uso de buen retiro en una ciudad del eje cafetero. También empleaban los
servicios de la adivinadora políticos de renombre y otros profesionales, cosa que daba
para estar a la moda dentro del ámbito social de Medellín.
Un día Juan Carlos me dijo que sabía que yo estaba frecuentando a una bruja, apuntó
también que no profesaba mucho en eso, pero deseaba que yo lo llevara para
confirmar lo que decían de esa mujer, decidí llevarlo y cuando ella nos abrió la puerta
y lo vio, se puso pálida ¡y casi se desmaya!
- “¿Pero a usted qué le pasa señora?”, sin saber que estaba ocurriendo, le
pregunté.
- “¡Ay no, no, no… a usted lo van a matar, a usted lo van a matar… de aquí usted
no va a salir vivo!”, eran las palabras repletas de angustia que pronunciaba la
mujer refiriéndose a Juan Carlos.
- “¡¿Pero a ésta señora qué le pasa?!”, en forma agitada y sorprendida preguntaba
mi compañero, a quien era obvio no le gustaba lo que ella le estaba diciendo.
- “¡¿Cómo así… si ésta señora ni siquiera me conoce!”, impaciente y como
queriendo una explicación, la quiso contrariar.
Por eso ella en forma más prudente lo cogió y se lo llevó hasta su habitación donde le
leyó el tarot y pudo corroborar lo que en forma apresurada le había augurado, le
ratificó lo dicho desde el primer instante que lo vio y advirtió que si no lo sacaban de
inmediato lo iban a matar. Luego repitió el ritual conmigo y me advirtió que si andaba
con él podría salir herido. Estoy hablando de lo que ocurrió quince días antes de salir
de ese infierno. Nos parecía un poco absurdo, pero en el subconsciente nos quedaron
grabadas sus palabras: No permaneceríamos juntos, todo procedimiento se debía
efectuar con un máximo de prudencia y ante cualquier eventualidad en la que él me
pidiera ayuda o viceversa, por más que estuviéramos heridos o al borde de la muerte,
el uno no podía acercarse por nada del mundo al otro.
Pasaron los días, estuvimos en el matrimonio de otro compañero, inclusive él tenía la
cinta del video en donde Juan Carlos aparece con cara de gran preocupación y según
me cuenta su esposa, él en forma angustiada le había pedido que lo ayudara, que lo
guiara, dando a entender que le había dado toda la credibilidad a la pitonisa.
El dos de enero de 1991 nos llegó el oficio de presentación, el cuatro de enero
iniciaríamos el curso de ascenso en la Escuela General Santander. Debíamos entregar
el armamento que teníamos de dotación, el comandante de la SIJIN nos ordenó
suspender nuestras labores y dirigirnos a realizar el cese. Juan Carlos le pidió a mi
coronel que nos autorizara realizar esas diligencias en traje de civil, pero nuestro jefe
fue claro y enfático al afirmar que el reglamento exigía que teníamos que uniformarnos
y así lo hicimos. Nos mandamos a cortar el cabello y con las prendas puestas nos
dirigimos al comando de departamento, pero al vehículo que yo tenía asignado se le
dañó la bomba del agua y el conductor me dijo que no podíamos andar así, como yo
estaba de afán y no tenía un medio de transporte a la mano, tuve que recurrir a los
servicios de Martínez quien no se negó cuando le expliqué mis motivos, en ese
momento todas las recomendaciones de Carmen se habían quedado en el olvido. Era
un automóvil marca Chevrolet Monza de color blanco y como particularidad tenía
varios agujeros en el techo, le pregunté a Juan Carlos acerca del motivo de esos
orificios a lo que respondió que eran impactos de bala y con cierta mofa continuó
diciendo que todos los que subían a ese carro ¡los mataban! Llegamos sin
inconvenientes hasta el comando de la metropolitana, por esos días habían impartido
la orden de dejar el arma de dotación en el sitio donde se estuviera laborando,
anteriormente el funcionario podía llevar su revólver a la ciudad donde fuera
trasladado. Por eso entregué mi revólver, munición, una subametralladora Mini Uzi y el
chaleco antibalas. Recogí el resto de firmas, reclamé mis pasajes y los guardé en el
bolsillo. Mi compañero hizo lo mismo, pero como debíamos presentarnos el día cuatro,
él efectuó las coordinaciones para viajar en esa fecha. Terminamos de llenar el paz y
salvo y nos paramos en la esquina del comando a esperar el vehículo de Martínez y
como luego de varios minutos el carro nada que aparecía, él se empezó a disgustar:
“¡Ahhh!”, decía. “¡Pero estos ´manes` (hombres) a dónde se fueron!”, con rostro de
inconformismo se empezó a preguntar. Llamó por radio, su patrulla dijo que estaba
aprovisionando combustible y como estábamos sobre el tiempo porque teníamos que
ir a almorzar y regresar a hacer la última presentación, yo le tomé del pelo cuando le
dije: “¡Es que a usted los policías no le hacen caso… venga y le demuestro que si
llamo a una de mis patrullas, ellos vienen de inmediato!”. Y así lo hice, ellos
contestaron rápidamente al radio, me dijeron que estaban almorzando pero que en dos
minutos pasarían por nosotros y efectivamente así lo hicieron.
Por la avenida ´El Palo` vi aproximar al dragoneante Escalante y su escolta porque el
otro tripulante, previa coordinación, había decidido quedarse almorzando cuando
escuchó que iríamos varios en el vehículo. Se parquearon sobre la avenida, el agente
Rodríguez que venía de escolta se pasó a la parte trasera y se sentó al costado
derecho del vehículo, mi compañero se ubicó atrás del conductor y yo me senté
adelante. Cuando el vehículo iba a iniciar su marcha, un muchacho de apellido
González que se desempeñaba como radio operador de la SIJIN y había pedido
permiso para cobrar el sueldo, salió corriendo gritando:
- “¡Mi teniente, mi teniente ¿me lleva que voy para la SIJIN?!”.
- “¡Si claro, suba!”, al no verle problema, le respondí.
Él lo hizo y se sentó entre Martínez y Rodríguez. Yo estaba impaciente porque el
retrovisor derecho no estaba, sin embargo traté de mirar hacia todos los costados y así
estar al tanto de todo lo que ocurriera a mí alrededor. Arrancamos, tomamos la
avenida San Juan, cruzamos por la Alpujarra y a unos noventa o cien kilómetros por
hora, cogimos la oreja que se encuentra en las cercanías de la plaza de toros, que a
su vez conduce hacia el barrio Belén. No era la primera vez que lo hacíamos, una de
las normas para subsistir era la de movilizarnos lo más rápido posible. Cuando
empezamos a salir de la curva escuché cuando aceleraron un carro de color oscuro,
no sé si rojo o azul y vi cinco trompetillas que se asomaban por las ventanas del lado
izquierdo del vehículo, hasta el conductor apoyaba sobre su antebrazo izquierdo una
sub ametralladora empuñada con la mano derecha, el que estaba a su diestra
asomaba el cañón de un fusil por encima de la nuca del hombre encargado de guiar el
vehículo y los tres de atrás cada uno con fusil, también se preparaban para disparar
contra nosotros “¡Dios mío!”, dije. Mientras me preguntaba si eran del DAS
(Departamento Administrativo de Seguridad) ¡¿Porqué…?! Yo mismo me preguntaba
con angustia, desespero y confusión si no había motivos para que nos confundieran
con algún delincuente, si como lo dije, Juan Carlos y yo estábamos uniformados.
Cuando terminé de decirlo o no sé si de pensarlo, inmediatamente empezaron a salir
ráfagas del vehículo, yo alcancé a agachar la cabeza y empecé a sentir que todo
estaba pasando en forma lenta... “¡Dios mío…!”, invoqué al supremo. “¡¿Esto qué
es…?! ¿Qué me está pasando…? Nos van a matar… ¿Pero por qué…? ¡¿Por qué a
nosotros?!”, eran las preguntas y lamentaciones que me hacía mientras escuchaba un
ruido aterrador que producían esas armas disparando tan cerca. Pasaron segundos
hasta que pude reaccionar “¡pero Dios mío…! ¿Qué me está pasando…? ¡Nos
tenemos que defender!”, me recriminé y empecé a mover las manos como buscando
algo. Dentro del vehículo cargábamos varias granadas de fragmentación que siempre
permanecían en el piso al lado derecho del conductor, pero como le habían hecho
aseo al carro, decidieron guardarlas dentro de la guantera y por eso mi búsqueda fue
en vano. Pensaba en accionarlas y lanzárselas dentro del vehículo, pero no me
percaté de buscar en la guantera, tan solo tenía un revólver que le había pedido en
calidad de préstamo a otro oficial que laboraba en la SIJIN. Agachado volteé la cabeza
como para preguntarle al conductor en dónde estaban las granadas, en ese momento
vi cuando de la cabeza de Escalante saltaba sangre y polvo, era una cuestión horrible,
nadie hablaba, el vehículo avanzaba rápidamente mientras el conductor se
balanceaba hacia un lado y el otro, su mano como por instinto permanecía aún sobre
la palanca de cambios, su cuerpo se desgonzó y me cayó encima, su cráneo estaba
roto en la parte posterior, su ojo del lado derecho se salió y quedó colgando, como
pude lo agarré del pecho y lo coloqué sobre mi pierna izquierda, me estiré casi por
encima de él, traté de darle rumbo al vehículo, pero cuando cogí el timón del carro,
sentí un quemonazo en el brazo izquierdo. Uno de tantos impactos logró alcanzarme
el brazo, la cosa se complicaba cada vez más, el carro se subió por una rampa, pensé
que se iba a voltear, estiré el brazo derecho y con la mano cerré el swiche, esto hizo
que el vehículo se empezara a detener. Sabía que venían por nosotros y por eso dije:
“¡No Dios mío, yo aquí no me quedo!”. Con el dedo meñique eché la manija hacia
atrás y como el carro estaba inclinado hacia el lado derecho, esto facilitó para que la
puerta se abriera de inmediato entretanto el vehículo disminuía su marcha hasta
detenerse por completo.
Salí y vi que el carro desde donde nos habían disparado, había parado también su
marcha, de este descendieron varios hombres y se empezaron a aproximar hacia
nosotros, al verlos armados les hice un disparo, ellos estaban distraídos, no creerían
que alguno de nosotros fuera a quedar vivo y más aún que se atreviera a hacerles
frente, porque el plomo que nos habían dado fue muchísimo, cuando se dieron cuenta
de que alguien les había disparado, los cañones de sus armas se levantaron,
sincronizadamente apuntaron hacia mí y empezaron a disparar. Uno de los proyectiles
me dio en un dedo, atravesó mi mano y le pegó a la cacha del revólver haciendo que
este saliera a volar. Al verme desarmado, mi instinto fue el de buscar refugio e intenté
esconderme detrás del vehículo. Sin querer dejar de verlos retrocedí unos pasos hasta
cuando dos impactos que me pegaron al lado de la ingle hicieron que me encorvara,
mi silueta se redujo, en esta posición di vuelta e intenté de nuevo buscar dónde
esconderme, fue cuando otro proyectil me dio en el omoplato derecho e hizo que mi
cuerpo de nuevo se girara, volví a ver de frente a los sicarios, uno de ellos a una
distancia de unos cuatro metros ya me estaba esperando con un changón y me llenó
el pecho de perdigones, el impacto fue tan fuerte que me hizo levantar del piso y como
un bulto caí boca abajo. Yo portaba gafas oscuras, de reojo me veía todo
ensangrentado y eso me desilusionó demasiado. Con fervor empecé a suplicarle a
aquel ser supremo que no quería que fuera de esa forma. Empecé a hacerme un
chequeo y me di cuenta que podía mover mis pies y manos. Sabía que estaba ¡vivo! Y
que no me quería morir, con las manos me aferré al piso, cogí una manotada de tierra,
la empuñé y le volví a pedir a Dios que no quería morir así. Luego vino una escena
que me causó el mayor pánico, eso ocurrió cuando los delincuentes se dieron cuenta
de que yo me estaba moviendo, uno de ellos de manera histérica le empezó a ordenar
al otro: “¡Matáaa, matáaa a ese hijuepúuuta que todavía está vivo!”. Gracias a los
anteojos podía ver los zapatos ´Troop` que estaban de moda y gustaban mucho a los
sicarios de la época, tenían una suela bastante gruesa cosa que los hacia ver
estrambóticos, también pude ver el humo que salía de las trompetillas de sus armas.
Uno de los sicarios se aproximó y me hizo sentir el mayor terror. Me sentí el hombre
más indefenso de este mundo y le pedí a Dios que no me fuera a dejar ir. Opté por
quedarme quieto y esperar un milagro porque sabía que una vez los sicarios le
disparaban a una persona, se acercaban y remataban a la víctima con un tiro en la
cabeza. El asesino me hurgó con la trompetilla como buscando algún signo de vida,
luego me agarró del pelo, me levantó la cara y me dejó caer contra el suelo, eso me
causó un pánico espantoso, traté de quedarme quieto y así logré que no me fuera a
dar el tiro de gracia. Entonces empezó a mirar dentro del vehículo. Creí que iban a
rematar a los demás compañeros quienes no habían logrado salir. Por mi cabeza
cruzaron muchas cosas, empecé a recordar a mi viejo y a mi vieja, supongo que sus
rezos me ayudaron mucho en ese momento tan trágico, además, por la suerte que
tengo, dentro de lo malo que estaba sucediendo es una suerte bonita ¿no…? Empecé
a escuchar voces como si estuvieran cargando a alguien: “¡Ayudáme… ayudáme que
este man pesa mucho!”, con cierta premura le gritaba uno al otro. Mientras un carro
que había permanecido todo el tiempo con el motor acelerado cerró sus puertas y
arrancó. Sin suficiente control logré ponerme de pie, mi cuerpo tambaleaba, miré a los
tipos quienes una vez se dieron cuenta de que yo no estaba muerto, sin reducir la
velocidad empezaron a disparar por las ventanas del vehículo pero no me lograron
alcanzar. Estaba envuelto en sangre, miré a mí alrededor y vi que se había formado un
trancón, varias personas que viajaban en buses me empezaron a gritar para que me
tirara al piso. Yo estaba como sonámbulo, no sabía para dónde coger ni qué hacer,
miré hacia el interior del carro y encontré algo espantoso, había tanta sangre y sesos
que daban a creer que los cuatro ya estaban muertos, pero la suerte seguía
acompañándome, dentro del trancón había una patrulla de la Defensa Civil y ésta nos
auxilió. El conductor se abrió paso, varios rescatistas se bajaron, me cogieron y me
acostaron en una camilla, pero yo les insistía para que sacaran a mis compañeros.
- “¡Sáquelos… sáquelos… que ellos aún están vivos!”, era lo único que les podía
decir.
Sacaron a Martínez y a González, y los metieron dentro de la ambulancia.
- “¿Y los otros?”, porque sabía que éramos más, pregunté.
- “¡No… ellos ya están muertos!”, como si no quisieran perder un segundo más,
me respondieron.
Antes de subir a la patrulla le había dicho a un muchacho de la Defensa Civil que me
alcanzara el radio, pero cuando lo fui a coger no pude mover mi brazo ni cerrar las
manos, entonces él lo obturó y empecé a gritar: “¡Ayúdenos, ayúdenos que nos están
matando…!”
También le pedí que recogiera mi revólver, y así lo hizo. El conductor me preguntó
hacia dónde debía dirigirse, días antes habíamos hablado con Martínez que si nos
ocurría algo, teníamos que ir a la mejor clínica que tenía Medellín para la época y fue a
la clínica Soma hacia donde se dirigió el conductor.
Había trancones, pero con la sirena puesta y subiéndose por cualquier anden que
fuera necesario, con gran premura nos llevó casi hasta la sala de urgencias en donde
nos recibieron, nos acostaron de tal forma que quedé contra la pared, Juan Carlos en
el centro y al otro extremo González. Nos separaban unas cortinas de hule pero yo los
lograba ver. En el recinto estaban unos cuatro o cinco médicos atendiéndonos, nos
movían, nos chuzaban por todas partes, a Martínez le introdujeron sondas por vía oral
y luego de unos segundos en forma agitada empezaron a hablar: “¡Se está muriendo,
se está muriendo!”, volteé a mirar y observé que González se había ido. Al ver que no
había nada que hacer, los médicos se repartieron entre Juan Carlos y yo.
Estando dentro de la ambulancia le dije a Martínez que estuviera tranquilo, porque
según mi pensar de ésta nos íbamos a salvar, él sin conocimiento, parecía estar
dormido y con una sonrisa, irradió una gran serenidad, eso me dio esperanzas, pero
las cosas se estaban complicando, los médicos empezaron a moverse de un lado a
otro y en forma angustiada empezaron a decir: “¡Se murió el teniente, se murió… se
murió!”.
Habían hecho todo lo que tuvieron a su alcance, pero él también se fue y eso me
produjo una gran tristeza, es algo que me ha marcado toda la vida… me sentí tan solo
y afligido…, empecé a recordar todo lo bueno que habíamos hecho, en todos los
momentos que habíamos pasado en unión de su familia, que había sido mi sustento
para poder superar todos los problemas y necesidades por las que tuve que pasar en
el lapso de permanencia dentro de esa ciudad.
Los especialistas concentraron su atención en mí, me rasgaron la camisa y vi cómo de
mi pecho salían unos pequeños hilos de sangre debido a las heridas que causaron los
perdigones. Por la ingle habían entrado dos ojivas, uno de los médicos me estaba
viendo los genitales, levanté la cabeza y le dije: “Ya no voy a tener familia ¿cierto?”,
pero él me respondió: “Esté tranquilo… esté tranquilo que de eso anda bien”. Luego
me vi el brazo izquierdo y sentí mucho miedo ¡no! Me lamenté. ¡Si me salvo voy a
quedar sin brazo! Yo no había perdido el conocimiento y por eso todo era tan
impactante. Me condujeron hacia la sala de rayos x, y dentro de la pesadumbre ocurrió
algo cómico, en las placas aparecían dos bolígrafos. Los especialistas confundidos me
preguntaron si yo me los había comido y no pudieron estar tranquilos hasta que me
levantaron y removieron los objetos que estaban adheridos a mi espalda por la sangre
coagulada. Me voltearon sobre el hombro izquierdo y empecé a sentir gotas de sangre
que escurrían por mi cara, cuando volteé a mirar vi que tenía un orificio grande en el
hombro derecho ¡nooo! Pensaba. ¡Ahora si quedé fregado, primero sin manos y ahora
sin brazos!
Me pasaron a cirugía y como era dos de enero, supongo los empleados de la clínica
estaban celebrando aún las fiestas de año nuevo y por eso no encontraban quién me
interviniera. Un dolor intenso me recorría el cuerpo y yo no sabía qué hacer pues me
dolía mucho. Alguien se acercó, era el médico que me iría a operar y lo único que le
pude sollozar fue: “Rásqueme la nariz que tengo comezón”. Me rascó la nariz y luego
ordenó: “¡Póngale pentotal!”. Entonces me despedí y le dije a aquel ángel: “Doctor no
me vaya a dejar morir”. Y mientras la anestesia cumplía su efecto me puse a pensar:
¡Me voy de este mundo, me voy y no dejé una familia…, no me realicé
profesionalmente como yo lo había deseado…, me voy y nunca volveré a ver a mis
padres y hermanos…, dejaré de existir y quedará la duda de cómo ocurrieron los
hechos”.
Volví a abrir los ojos a las 23:00 horas y la primera imagen que pude ver fue la de un
grupo de médicos dándome la bienvenida al mundo, junto a ellos también se
encontraban los compañeros del grupo de homicidios quienes al verme despierto
acompañaron a los médicos en el recibimiento. Creí que estaba soñando, tardé un
poco para darme cuenta de que eran reales las personas que estaba viendo y las
voces que estaba escuchando. Supongo que los muchachos de la SIJIN ya habían
averiguado sobre lo ocurrido y hasta me habrían dado por muerto cuando se enteraron
de mi diagnóstico, algunos de ellos me miraban con curiosidad y otros como si me
estuvieran auscultando se acercaban para saludarme y poderme ver mejor. Era obvio
que estuvieran sorprendidos, esto era algo insólito para ellos que tenían tanta
experiencia en el tema de investigación de homicidios.
Duré diez días más en Medellín, me trasladaron a Bogotá donde estuve otro mes y
veinte días hospitalizado y allí fue donde por fin pude sumar el total de impactos que
me habían propinado: Tres habían sido con fusil R-15, cinco con armas de calibre 9
mm y un changonazo en el pecho.
A los pocos meses después del incidente se me dificultaba dormir, me daba mucho
miedo andar en vehículos, no me gustaba que las personas caminaran detrás de mí,
por suerte me enviaron a la Escuela Eduardo Cuevas ubicada en la ciudad de
Villavicencio, donde permanecí durante dos años, tiempo que me sirvió de terapia para
el trabajo de psicología al que fui sometido. A los ocho meses aproximadamente volví
a Medellín, pedí los antecedentes de la investigación y me mostraron las fotografías de
un hombre a quien yo había dado de baja, el disparo se lo había propinado como
dicen: ¡En toda la mitad de las cejas! Fotografías de sujetos que habían sido dados de
baja en varios operativos y otros que fueron capturados en distintos puestos de control
que se habían intensificado con el fin de dar con el paradero de los desadaptados
sociales. Según los informes de inteligencia, se decía que un hombre de alias ´El
Zarco` era quien se atribuía el crimen y expresaba los motivos del mismo,
especificando que eso se debió a la guerra declarada por Pablo Escobar contra la
fuerza pública, también se hablaba de once sujetos en dos vehículos y una
motocicleta, yo pude ver tan solo un automóvil que nos adelantó por el costado
derecho, pero el de atrás y la motocicleta destinada a cubrir el flanco izquierdo no. La
institución pudo darse cuenta de que los hechos ocurrieron no porque nosotros
estuviéramos involucrados en cosas ilícitas ni nada parecido, sino algo planeado
dentro del objetivo principal gestado por el máximo capo del narcotráfico en esta
ciudad.
El trabajo psicológico desarrollado por un profesional y costeado por mis padres,
consistió en una serie de terapias que se basaban en hacer que yo repitiera todo,
absolutamente todo lo que había realizado en el transcurso del día de los hechos. Eso
lo tenía que hacer antes de acostarme a dormir y estando solo en mi habitación. Al
comienzo llegaba hasta la mitad, pero el ejercicio se culminaría cuando yo pudiera
llegar hasta el final de lo vivido sin que me llegara a dormir ¡y lo principal! Que debía
aceptar que lo ocurrido formaba parte del pasado y que no podía guardar ningún tipo
de resentimiento, mucho menos lamentar la experiencia por la que había tenido que
pasar.
En la parte física quedé con varias limitaciones, realicé varias terapias dirigidas por un
quinesiólogo las cuales también costeé y logré así superar casi todas las afectaciones
causadas por las heridas.
Siento que me he vuelto más susceptible y cuando me entero que algún compañero
está en una circunstancia similar, trato de estar pendiente de él, porque por
experiencia sé que es una situación en la que se siente una gran soledad y se desean
tener voces de aliento que estimulen las ganas de vivir. Siempre he sido un hombre
sensible pero fuerte y realista a la vez, debido a que aprendí y sé que los amigos se
tienen ahora y un rato después fácilmente dejaran de existir. Trato de evitar la rutina y
creo que aunque la forma como aprendí a ver la vida fue muy dolorosa, también siento
que me ha ayudado a madurar y amarla mucho más.
Hoy 17 de septiembre de 1999 me siento bien, el hijo de mi compañero próximamente
se gradúa como bachiller, su esposa quedó asegurada y eso me produce una gran
satisfacción. Soy un hombre feliz, a mi esposa curiosamente la había conocido una
semana antes del atentado, ella es una gran mujer que me acompañó en toda esa
crisis y cuando yo imaginaba que podía quedar lisiado por mis secuelas físicas, ella
me lo hizo ver como algo material, ayudándome a comprender que lo importante era lo
espiritual, cosa que me llenó de satisfacción y hoy tengo un gran hogar con dos
hermosos hijos.
Tuve la oportunidad de ingresar al Área de Aviación de la Policía, donde me
desempeño como piloto de helicóptero y aunque he tenido muchos sustos, también le
he podido prestar un gran servicio a mi institución.
Quiero rendir un sincero y merecido hom enaje al señor teniente Martínez, dragoneante
Escalante, agente González y agente Rodríguez quienes perecieron en cumplimiento
de su deber y quienes siempre se caracterizaron por ser unos excelentes padres,
hijos, esposos, amigos y honorables policías, de igual forma presentar a sus familias
un muy sincero sentimiento de aprecio y decirles que a diario elevo mis plegarias al
Altísimo para que estos hombres descansen para siempre en paz y aunque ellos ya lo
saben, ratificarles que tienen en mí, al hijo y al hermano que perdieron en esa guerra
absurda.
CAPITULO VlI
NO SABEN EL MAL QUE LE HACEN A UN SER HUMANO
(Primera parte)
Capitán Carlos Augusto Romero Guzmán. Trabajé durante siete meses en el
departamento de Santander y luego fui trasladado al municipio de Santa Helena del
Opón, que pertenece al distrito de policía Cimitarra Santander.
Era soltero, sin hijos y con muchos años de vida por delante para dedicárselos al
trabajo comunitario que desarrollaría con un suboficial y veinte agentes quienes me
irían a acompañar durante esa gran labor pronosticada para un tiempo mínimo de seis
meses.
Los relevos en esos municipios son masivos y por su topografía la única forma segura
para ingresar es por vía aérea. Por tierra se llegaba hasta Vélez y de ahí, si hay buen
tiempo, seis horas más en carro. De igual forma se puede ir pasando por el Socorro,
Contratación, Guacamayo y tres horas más de a pie, porque por ese lado la carretera
no se había construido aún. Dos veces por semana entraban vehículos tipo campero
que reemplazan a los buses, los que por falta de una carretera no logran llegar hasta
el casco urbano del municipio.
Había escuchado que el sitio era un caserío muy pequeño y que para algunos era
prácticamente una cárcel, cosa que corroboré pues de allí ninguno de nosotros podía
salir si no era en caso de relevo o en el evento de encontrarse en un estado grave de
salud.
La aeronave se aproximaba y desde arriba se veía algo insignificante, Santa Helena
era un caserío metido entre las montañas, conformado por el marco de la plaza y
varias casas alrededor, su demografía no excedía los quinientos habitantes en el área
urbana y otros tantos en el perímetro rural. El piloto buscó la parte más alta, aterrizó y
esperó el tiempo necesario mientras subía el personal que salía de cumplir su
comisión al mando del teniente Suarez, quien al verme me saludó y en tono de
advertencia me dijo:
-
“Bueno hermano, yo ya me salvé de la toma, ahora le toca a usted”.
-
“Bueno mi teniente, vamos a ver qué pasa”, fue mi respuesta acompañada de
una risa de nerviosismo e incertidumbre pues no sabía con quién me iba a
encontrar.
Me entregó las actas. Eran 11.247 cartuchos calibre 7-62, tres granadas de mano y
veintisiete fusiles. Como se contaba con solo dos helicópteros para el relevo, yo llegué
en el primer viaje con la mitad de mi personal, él embarcó la mitad del suyo y esperó el
segundo vuelo. Durante el tiempo de espera aprovechó para hablarme un poco sobre
el lugar y me dio algunas recomendaciones para que las cosas salieran bien.
Siempre he tenido vocación de servicio y la policía es un medio eficaz para
desarrollarla a plenitud si de colaborar se trata, aunque mi hermano, oficial de la fuerza
aérea, insistió que me presentara a esa fuerza, pero mis deseos de estar aquí fueron
mayores y gracias a Dios entré a trabajar en la institución que realmente deseaba.
Llegué al lugar un poco prevenido, el personal con quien iba a trabajar era difícil de
manejar: Les gustaba mucho el licor, eran indisciplinados y reacios a cumplir las
órdenes. A esto se sumaban unas instalaciones que daban la apariencia de no
aguantar la más mínima arremetida hecha por la subversión. Como cuartel se había
escogido una casa abandonada ubicada en la esquina del parque, las grietas en sus
paredes dejaban ver los adobes con los que hacía mucho tiempo se había construido,
tenía varias trincheras hechas de ladrillo y cemento a las que le agregamos algunas
mallas anti granadas e hicimos zanjas de arrastre dentro del mismo cuartel, pero aun
así sabíamos que eso no nos iba a servir de mucho.
Las granadas no eran suficientes y por eso hicimos veinte bombas caseras empleando
dinamita, estopines eléctricos, mecha lenta y otros elementos que figuraban en el
inventario del almacén.
Mi capitán Carlos Burgos Noruega (q.e.p.d.) se desempeñaba como comandante del
primer distrito cimitarra, cuando podía comunicarse conmigo me decía que tenía
informaciones contundentes sobre la posibilidad de un intento de toma y esto junto con
otros indicios ocasionaron que meses después llegara una brigada móvil del ejército
que venía haciendo un barrido desde varias zonas del Magdalena Medio, norte de
Santander; sur de Bolívar y Boyacá. Era gente en cantidad. En Santa Helena
permanecieron por algún tiempo mientras se recuperaban para continuar su
operación, pero hasta donde yo supe no encontraron nada.
Entre mis hombres tenía agentes con varias sanciones, otros con investigaciones
pendientes y una gran falta de interés por hacer lo que se les encomendaba, cosa que
me llevaba a pensar que con esta gente no iría a aguantar durante mucho tiempo
cualquier tipo de incursión. Una de mis consignas era que el personal no debía tener el
arma con cartucho en la recámara, esto solo se podía hacer cuando se les impartiera
la orden o ante una amenaza de muerte. Al término de un turno de seguridad formé el
personal de centinelas para revisarles el armamento y como no encontré anomalías,
los mandé a descansar, innecesariamente uno de ellos montó su arma, la desaseguró,
la colgó en el camarote y se acostó a dormir. A las siete de la mañana él tenía que
formar para recibir nuevamente un turno de seguridad, yo estaba presidiendo dicha
formación y como nada que aparecía, le grité para que bajara, porque dormía en el
segundo piso. “Ya voy…”, estaba diciendo cuando ¡pum! Escuchamos el disparo “¡uy!
¿Qué pasó?”, pregunté. Contó con tan mala suerte de coger el fusil de la trompetilla y
taparle la boca del cañón con la palma de la mano, lo haló y como el disparador
estaba enganchado con un tornillo del catre ¡pues claro… se pegó el tiro! Y aunque
había desobedecido una orden, esa no era excusa suficiente para dejarlo solo,
además, yo estaba respondiendo por cada uno de ellos. No tenía en qué mandarlo al
hospital, contábamos con un puesto de salud tan paupérrimo, que sabía no me iba a
servir de mucho, por eso tuve que llamar a Bucaramanga e informar de la situación,
sugerí que enviaran un helicóptero o lo que fuera para sacarlo, pero la repuesta del
comandante operativo fue que no había en qué y a raíz de esto les dije que ¡así fuera
en burro! Pero lo iba a sacar hasta Vélez donde sabía le podrían prestar alguna ayuda.
Alisté al cabo y cuando estábamos buscando unos caballos, entró un vehículo
Daihatsu, era un juez que venía a visitar a su homólogo en Santa Helena, llegó a las
cinco y treinta de la tarde, había viajado durante toda la noche y gran parte del día,
pero cuando le pedí el favor y le expliqué lo ocurrido, él en forma generosa cumplió
esa obra de caridad. Ya desde Vélez habían mandado una ambulancia para recogerlo,
se encontraron en la ruta, le prestaron ayuda necesaria y en el hospital le lograron
salvar la mano.
Ese y otros percances me llevaron a pensar que ante una incursión subversiva, el
apoyo se iba a demorar demasiado, pero a pesar de todos los infortunios, teníamos
que subsistir y dejar nuestra huella en este rinconcito de Colombia.
Pasaron los seis meses y se nos informó que habíamos culminado nuestra comisión,
sentí una satisfacción muy grande porque había cumplido mi cuota, pero como
segunda orden, yo tenía que quedarme quince días más organizando al personal que
llegaba, debía relacionarlos con las personas de confianza, señalarles los puntos
críticos y ofrecerles la asesoría necesaria para que cumplieran un mejor servicio. Eso
me pareció perfecto, veía que era algo lógico y así se debía hacer, además, el oficial
que me iba a recibir venía desde Cali y estaba próximo a llegar.
Llegaron los helicópteros, instalamos la seguridad y solo veía rostros de felicidad en
quienes se iban. Yo en realidad no tenía mucho afán de irme, en Bucaramanga no
había mucho qué hacer y mi único estrés me lo producía el propio personal, porque
con la ciudadanía estaba muy bien. Comencé a observar al personal que llegó, venían
al mando de un cabo, mientras bajaban se me vino a la cabeza: ¿Será que estos son
iguales a los que se van…? ¡No… imposible! Los formé y a cada uno le di la mano, me
les presenté y empecé a preguntarles cuál era su nombre, de dónde eran naturales, de
dónde venían de trabajar y me causó mucha curiosidad cuando uno de ellos me dijo
que se llamaba ´Yimis` y desde que me empezó a hablar lo hizo sonriendo, pensé que
ese era igual de ´mamagallista` (burlón) a los otros ¿será que voy a tener problemas
con éste? ¡Dios no lo quiera! Me dije. “¿Y cuál es su apellido?”, con cierto recelo, le
pregunté. “Elles”, me contestó. Y por eso me tocó preguntarle de nuevo el nombre,
creí que me estaba mintiendo ¡pero no! En realidad se llama Yimis Elles Agudelo. En
instantes les expliqué cómo se trabajaba en ese sitio y demás cosas que a mi criterio
era necesario que ellos supieran. Le cuento que en ocho días conocí tan bien a esa
gente, que me dije: ¡Si me toca quedarme otros seis meses con ellos, aquí me quedo!
Estaba dispuesto a hacerlo porque los veía completamente diferentes a los que se
habían ido ¡quedé aterrado! De los veintitrés tan solo dos o tres no reunían mis
expectativas y esto se debía a que les gustaba el licor. Los demás eran muy distintos,
les dije que quería hacer una escuela y sin haber terminado de dar los pormenores,
empezaron a efectuar las coordinaciones para crearla ´Escuela Centenario de la
Policía Nacional` fue su nombre. ¡Noooo, que hijuemadre… aquí me quedo!,
convencido de lo que quería, me dije.
Pasó enero, febrero y nada que llegaba mi relevo, pero aun así no me importaba, eran
una bendición, ¡nos hicimos muy buenos amigos! Era una hermandad única, todos
eran para mí y yo para ellos. Fue un cambio del cielo a la tierra ¡imagínense… si me
había preparado para quedarme con ellos otros seis meses, era por algo!
Agente Arturo Valderrama Chanagá. Llevaba seis años en la institución y por la
misma dinámica de la policía fui destinado a relevar al personal de Santa Helena.
Llegué por vía terrestre hasta el Socorro donde pernoctamos una noche y al día
siguiente viajamos hacia Santa Helena. Mientras se hacía el relevo tuvimos la
oportunidad de hablar con parte del personal que nos estaba entregando la estación,
ellos hicieron que entráramos en un estado de prevención al darnos mala imagen del
comandante que iríamos a tener allí, ya nos habían dicho que no iba a ser trasladado
aún, los policías nos dijeron que era muy quejumbroso, que mantenía llamando a sus
superiores porque no se aguantaba al personal y que había sido muy exigente con
ellos. Por eso surgió entre nosotros la idea de prescindir al máximo de él, haríamos
todo el trabajo que pudiéramos en forma independiente, pero aún no lo conocíamos y
hasta ahora ni lo habíamos visto.
Llegué a Santa Helena, varios compañeros nos estaban esperando “reciba este fusil”,
me dijo alguien. Yo no sabía quién me lo estaba entregando, sé que era otro policía
porque estaba uniformado, se le miraba ansioso de entregar cualquier elemento que lo
comprometiera, porque se quería ir cuanto antes de ahí. Desembarqué del helicóptero
y escuchaba a los agentes que se iban, decir: “Buena muchachos… ¡ahí le dejamos
ese huesito, que les vaya bien!”. Ya estando todos en tierra vi mucha decepción en el
rostro de mis compañeros, era un pueblo desolado, con alrededores muy quebrados y
selváticos.
Mi teniente nos recibió con una sonrisa y un estilo agradable. Nos saludó y se puso a
nuestras enteras órdenes, pero eso no cambiaba el concepto que teníamos sobre él.
Era interesante ver el escenario, nunca había trabajado en esa zona de orden público
y mucho menos me había pasado por la mente que fuera a tener que vivir una
experiencia, la cual viví y aún recuerdo como si hubiera ocurrido ayer.
Yo simplemente quería trabajar, poner en práctica la instrucción que tenía, deseaba
mostrar una imagen amable y cordial a cada uno de los habitantes del municipio, en
ningún momento pensé que la guerrilla nos fuera a causar daño, sabía y comentaba
que nuestro posible mal comportamiento individual, nos podía acarrear problemas con
los ciudadanos y esto es algo que aprovecha la subversión para entrar a un pueblo,
destruirlo y por último decir que lo hicieron en miras de hacer respetar los derechos
humanos de las personas que allí habitan, por eso, nos propusimos cuidarnos los unos
a los otros evitando que cualquiera de los miembros de la institución la fuera a
embarrar haciendo enemistades con cualquier morador, al no mostrar un buen
comportamiento o profesionalismo en su proceder. Se trataba de controlar nuestra
disciplina, sabíamos que eso nos podía dañar y si lo permitíamos, nos podían matar
individualmente, pues en ningún momento pensé en un ataque colectivo.
A medida que pasaba el tiempo, poco a poco la imagen negativa que teníamos de mi
teniente se fue disipando, y aunque no estuvimos muy satisfechos por algunas
decisiones que tomaba, compartimos la mayoría de las órdenes que nos impartía. Una
conducta especial la observamos cuando él se nos perdía por tiempos un poco largos,
eso hacía que nosotros con cierta malicia nos preguntáramos: “¿Y mi teniente dónde
está?”. Pero luego supimos que tenía una novia y que se nos perdía a visitarla. De
esto nos vinimos a dar cuenta después de lo que nos pasó.
Capitán Romero. Había un agente que tomaba mucho trago, le apliqué como seis
arrestos y le informé a mi capitán Posada quien le había recibido el distrito de policía a
mi capitán Burbano en Cimitarra, sobre el comportamiento que estaba presentado este
uniformado, él de inmediato lo hizo trasladar y dos días después llegó el ´poligrama`
(mensaje recibido a través de la radio) notificando su destitución. El oficial era de una
línea mucho más fuerte que la del anterior. Tiempo después me enteré que fue muerto
en Medellín durante la guerra contra Pablo Escobar. En el mes de febrero él me llamó
y me dijo: “Romero, en cualquier día de febrero se le van a meter”. Nunca lo había
hecho y con ese aviso fue suficiente para alertarme.
Revisé las tácticas adquiridas mediante la instrucción que había recibido y aunque en
algunas ocasiones menguaba la seguridad, sentí que el día estaba cerca, me propuse
activar el plan defensa de localidades todos los días y así fue. Todos los días lo hacía
y como los policías eran buenos, no tenía ningún problema en adoptar esta estrategia
de seguridad. Escogí la mitad del personal para cuidar el municipio, esa escuadra
salía en horas nocturnas o a diferentes horas del día, pensaba a la vez que nunca me
iría a quedar con toda la gente dentro del cuartel y por eso escogí a los mejores, a los
más juiciosos, ellos descansaban en la mañana y hacia las dos de la tarde ya estaban
disponibles para realizar un patrullaje o cubrir algún punto vulnerable para nuestra
seguridad. Salían a un sitio o al otro, a veces al mando del cabo y a veces conmigo, en
ocasiones también los ponía a reforzar la seguridad de la estación.
Por esos días la situación del país estaba muy crítica. En diciembre de 1990 se
presentó la toma de ´casa verde` (campamento donde se encontraba refugiado el
secretario de las FARC) por parte de las fuerzas militares y a raíz de esa operación
hubo una ofensiva muy fuerte de la guerrilla a nivel nacional. Los bandoleros destruían
torres eléctricas, tumbaban puentes, asaltaban estaciones de policía, cometían
secuestros, extorciones, etc. Y como era normal, esto nos repercutió, pues por la
voladura de una torre de energía en el departamento de Boyacá, nuestro municipio
quedó varios meses sin fluido eléctrico. ¿Sería que la guerrilla tumbó la torre en
Boyacá para dejarnos sin luz y atacarnos? O ¿Sería solo coincidencia? ¿Será que
están cerca…? Esas y otras preguntas me vivía haciendo para saber cuándo y cómo
nos irían atacar. Tenía una novia en Bucaramanga y pocos días antes de nuestro
problema me llamó y me preguntó cómo estaba yo, la psicosis era tanta que
aproveché para decirle que no me volviera a llamar, porque a mi forma de ver a esta
vaina se la iba a llevar el diablo.
Yo presentía que me iban a matar…, era mejor no tener nada con ella y pudiera así
afrontar mejor mi ausencia. A mi casa llamaba pero no les trasmitía ninguna clase de
miedo, todo lo contrario, les decía que estaba bien y que ya estaba próximo a salir de
allí.
Al teniente Perdomo quien supuestamente venía desde Cali a cumplir mi reemplazo,
había tenido un accidente automovilístico, estaba excusado del servicio y optaron por
enviarlo para La Paz.
Mi capitán comandante de Vélez me llamó y me dijo que estuviera ´pilas`, porque
había recibido una información acerca de trescientos guerrilleros que se estaban
desplazando con rumbo hacia Jesús María, Santa Helena o La Paz. Yo también tenía
informaciones similares que me avisaban sobre movimientos masivos por esos lados,
es más, al pueblo llegaron una pareja, hombre y mujer, duraron solo un día, porque
´yo les azaré la plaza` (presioné) e hice que se fueran del municipio. Ellos llegaron
diciendo que eran comerciantes y se alojaron en una casa vieja que servía de
hospedaje a personas que venían a ferias y fiestas o de paseo, y estaba ubicada
preciso al lado del cuartel. Desde que llegaron, ´nos le pusimos a la pata` (estar
pendientes de todo lo que hicieran) cuestionándoles el motivo de su visita al municipio.
“Deje ver su libreta militar”, le dije al hombre y él dijo que no tenía. “¿Pero cómo así…?
Usted tan viejo y sin libreta”, le reclamé.
Cuando el tipo me dijo que no tenía ese documento, de inmediato pensé: ¡Éste
hijueputa es guerrillero! la ´pinta` (persona) era Leoncio, un muchacho de treinta años
con cara de loco jefe de explosivos de uno de los frentes guerrilleros de la FARC. “¿Y
ustedes de dónde vienen…? ¿Qué hacen…?”, eran nuestras preguntas tajantes.
-
“Viajamos por todas partes ofreciendo productos”, de forma tranquila, nos
respondió.
-
“¿Pero productos de qué?”, eran mis preguntas insistentes para que el sujeto
me justificara exactamente qué era lo que estaba haciendo en el pueblo, hasta
que se disgustó.
-
“¿Es que no podemos caminar libres por donde queramos?”, al no tener una
buena coartada, me reclamó.
-
“Pues sí… claro que ustedes pueden caminar por donde quieran”, con cierto
enojo, le respondí. “Pero me parece muy rara su actitud y no quiero tener
problemas con ustedes”, de manera enfática les hice la advertencia.
La vieja era una gorda toda fea a quien nunca volví a ver. Ellos me dijeron que vivían
en Piedecuesta (Santander) y me dieron una dirección. Pedí antecedentes a
Bucaramanga y cuando me llamaron para decidirme que esa dirección no existía,
hacía ocho días la pareja se había ido.
Había mucha cosa rara en el ambiente, yo estaba atento de todo lo que ocurriera en
los alrededores. Mandaba al personal disponible con munición de reserva y las
granadas caseras hacia diferentes puntos del perímetro urbano para reaccionar ante
cualquier eventualidad. Cuando hablaba con el sacerdote del municipio aprovechaba
para preguntarle: “Qué padre… usted que sale tanto… ¿no ha visto nada raro por
allá?”. Él me daba a entender que a veces veía pequeñas fracciones, pero ningún
movimiento en masa.
Un día cualquiera me tomé unas cervezas, estaba contento, era la primera y última
vez que lo hacía en ese pueblo y me dije a mí mismo… ¡si se van a meter, pues que
se metan… y si nos toca morirnos, pues nos morimos pero peleando…! En cierta
forma estaba contento, tenía gente buena que me iría a respaldar hasta el final. Con
dos o tres cervezas prácticamente me emborraché porque yo no estaba acostumbrado
a hacerlo, me mareé y me puse a pensar en tantos días de zozobra y nada… había
mucha información pero, qué más podía hacer… todos los días habíamos estado
saliendo del cuartel y era lógico que si los guerrilleros nos estaban haciendo
inteligencia, seguramente ya sabían por dónde y cuántos hombres estaban saliendo, y
hasta me podían tener minado el lugar o lugares escogidos para pasar la noche. Debía
cambiar de sitios ¿pero para dónde cojo…? Tenía dos opciones: Una era quedarme
en el cuartel y la otra era salir con todos e irnos para un cerro que quedaba a
trescientos metros y era usado como helipuerto. ¡Pero si me voy con todos van a decir
que somos cobardes y que no queremos responder! Pensé. Y debido a todo esto opté
por dejar al personal dentro de las instalaciones, no sin antes hablar con dos personas
amigas con el fin de que me autorizaran alojar parte de mi personal en sus
residencias. Era gente de confianza, pero cuando le dije a uno, él de manera honesta
me respondió: “Yo a ustedes los estimo mucho, pero mañana mismo la guerrilla se va
a dar cuenta de lo que hice, y no volveré a amanecer vivo para contarlo”. El otro con
distintas palabras prácticamente me dijo lo mismo. Debía entenderlos y no los podía
obligar. Entonces decidí quedarme en el cuartel y le ordené a la escuadra de refuerzo
que apoyaran la seguridad desde las trincheras.
El cuarto turno era el más crítico para mí, por eso escogí hacerlo y le dije al cabo que
realizara el primero. “Vaya comen, se acuestan y nadie me sale del cuartel”, fue la
orden que les impartí. Dos policías tenían a sus esposas de visita, habían alquilado
una habitación e iban a pernoctar allí, sin embargo, les dije que por esa noche se
tenían que quedar dentro de las instalaciones cosa que aceptaron sin refutar. Fui a
una tienda que quedaba diagonal al cuartel, no sé si era por el presentimiento o por
haberme tomado esas tres cervezas, pero me dio mucha sed, me tomé unos cinco
jugos Néctar cosa que nunca había hecho y como si fuera poco, le dije a la tendera
que me vendiera otros cinco, porque esa noche iba a ser muy larga y me los iba a
tomar… cogí los jugos, me los llevé para la habitación y alisté agua en la cantimplora.
Había muchos agentes con varios años de experiencia, uno de ellos era Franco que
tenía treinta y ocho años de edad y más de quince dentro de la institución. Era una
persona muy callada y los demás compañeros lo conocían como el ´bulto de sal`, el
verraco a toda estación que llegaba la asaltaban, había sufrido como cuatro intentos
de toma en varios municipios de Santander, pero él no hacía alarde de eso y como era
tan reservado, me le acerqué y le pregunté: “Oigan Franco… ¿es verdad que a todo
sitio al que usted llega lo asaltan?”, él me volteó a mirar y de manera pausada y
respetuosa me respondió:
-
“Si mi teniente… eso es verdad”.
-
“Uy hermano no me diga esa vaina”, con cierta preocupación, le reclamé.
-
“¡¿Pero qué… y cómo le ha ido?!”, ansiosamente le volví a preguntar.
Me dijo que relativamente bien, que había estado en la toma de Puerto Wilches y que
allí había obtenido la medalla al valor, pero que de las otras, aunque hubiera salido
airoso, no había obtenido mayor cosa.
Por la parte izquierda colindábamos con la casa hotel, al lado de esta seguía el
Palacio Municipal que era igual de grande al cuartel, Telecom en la parte de atrás y le
seguía una tienda que era la de don ´Jorge`. Como la estación era esquinera, hacia el
lado derecho colindábamos con una cuadra completa de casas habitadas.
Se instalaron de a dos policías por trinchera, el radio operador estaría conmigo de
recorredor, para un total de ocho. Pasó todo el cuarto turno y no se escuchó
absolutamente nada, a veces me pregunto: ¡¿Pero cómo se habrán metido… si nadie
escuchó nada?! Le entregué la seguridad de la estación al cabo y a su gente no sin
antes decirles: “Bueno, ya pasó la hora crítica, es difícil que se metan y si lo hacen,
será por cuatro o cinco horas mientras amanece, porque de ahí en adelante la cosa se
pondrá a otro precio”.
Por radio se tenía comunicación con Cimitarra, pero había ocasiones en que no me
podía comunicar con ninguna estación, durábamos incomunicados por periodos de
hasta ocho días, y como estábamos sin luz, ese martes aprovechamos que había
llegado un camión que traía víveres, para colocarle las baterías y cargarlas.
Tratábamos de mantenerlas ´al pelo`. Les dije que prendieran el radio solo para hacer
el reporte de cada hora y de resto nada de mensajes que no fueran urgentes.
Antes de acostarme cogí al cabo y le dije: “Pilas que todavía se pueden meter, no me
vaya a dejar dormir la gente y cualquier cosa me avisa que yo estoy en la habitación”.
Nunca me quitaba el dril para dormir, a duras penas me despojaba la camisa y las
medias ¡pero como cosa rara! Ese día se me dio por quitarme todo y ponerme la
pijama… la misma que utilicé de alférez cuando era alumno en la escuela de oficiales,
prendí una vela y me puse a leer el libro del doctor Gomes Porras sobre derecho de
policía porque al día siguiente me correspondía dar una charla sobre la materia.
Agente Chanagá. En cuestión de la seguridad éramos muy conscientes, había
personal con mucha experiencia y se hacía todo lo que se acordara, patrullábamos y
salíamos a pernoctar por fuera. Yo tenía un fusil Galil con cuatro proveedores de a
veinticinco cartuchos cada uno, cargaba trecientos cartuchos en una mochila y en el
almacén había más munición de reserva.
Teníamos ecónomo y nosotros mismos cocinábamos, se comía lo mejor que se podía.
En una ocasión Javier Blanco cumplió años, compró unos pollos y nos brindó la
comida, nosotros le hicimos un obsequio, tratamos que fuera lo mejor. Todos nos
llevábamos muy bien, teníamos nuestras reservas pero no las hacíamos saber, nadie
acostumbraba a salir solo, una cuadra que nos alejáramos del cuartel era mucho,
cuando íbamos a la iglesia lo hacíamos sin armamento. Los veteranos que estaban
conmigo hacían valer su experiencia, la recomendación radicaba en que el arma
podría ser nuestra condena, si nos desplazábamos solos teníamos que ir desarmados
y así no dar oportunidad que nos mataran en el intento de quitarnos el fusil.
A dos cuadras de la estación íbamos a bañarnos usando totumas que llenábamos con
agua que recogíamos de un pozo, pero en épocas secas escaseaba y había solo para
la comida. Los casos de policía que debíamos a tender eran algunas riñas entre
vecinos por el agua, pero eran fáciles de solucionar.
Capitán Romero. Comencé a cabecear, hasta que me quedé dormido, me despertó un
ruido y dije: “Ese hijueputa disparo no es de Galil”. Pasaron milésimas de segundo
cuando ¡boom… y tatatatata! “¡Se metieron!”, como si lo hubiera esperado demasiado,
dije. Lo primero que hice fue alumbrar y ver el reloj, ¡era la una! Ni un minuto más, ni
un minuto menos. Todo lo tenían cronometrado, con el primer tiro me mataron un
centinela, era uno de los casados y tenía dos niñas. Para mí eso fue un ´chimbazo`
(suerte), a menos que lo hayan observado con visores nocturnos, porque todo estaba
¡oscuro, oscuro, oscuro! Y el disparo se lo dieron en la cabeza. De inmediato me quité
la pijama y dije: “Gran hijueputas… si me muero, me muero uniformado”. Me coloqué
el pantalón y una camiseta que decía: ¡Granadero nunca muere! Las botas sin medias,
el armamento y como yo había ensayado el plan defensa, sabía en dónde debía
reaccionar cada gente, igualmente ellos sabían qué sitio me correspondía apoyar. Casi
a ciegas salí de mi habitación, avancé unos cuatro metros hacia el frente, pues mi
función era cubrir la trinchera y defender ese punto con Duran Zafra. Cuando iba
saliendo escuché que el cabo estaba reportando la novedad a Cimitarra, pero no le
creían. “¿Pero cómo así?”, le decían. “Si usted acabó de reportar que no había
ninguna novedad”. “¡Si escuchen, escuchen!”, les gritaba mientras alzaba el micrófono
del radio para que escucharan las detonaciones. No le dije nada, sabía que eso era
suficiente para que supieran por lo que estábamos pasando. Fue una levantada ni la
verraca, como dice el cuento: ¡Nos pajeamos! (Nos distrajimos), se nos metieron y no
nos dimos cuenta, y por la forma como nos atacaron, se sentía que era mucha gente
la que estaban disparando por lado y lado.
Al frente nos pusieron una ametralladora y un rocket, mortero o cualquier güevonada
de esas. Se ubicaron en el parque, diga usted a unos sesenta metros de nosotros y se
turnaban para dispararnos sin dejar ni siquiera un minuto para descansar, lo único que
podía hacer era llamar a la gente desde mi trinchera. A los cinco minutos ya me di
cuenta de que cárdenas estaba muerto en la parte de atrás y que hacían falta los
agentes Ayala y Osorio. Yo no sabía dónde estaban, pero supuse que me habían
incumplido la orden y se habían ido a visitar cada uno a su esposa. Pensé pasar por
todas las trincheras y los diferentes puntos donde se suponía tenían que estar
reaccionando cada policía. La arremetida era constante, fue un solo remezón que duró
hasta las tres y treinta de la mañana. El principal objetivo fue doblegarnos en el menor
tiempo posible y aprovechar el resto de oscuridad para huir… ¡eso pensé yo…!
Verifiqué cómo estaba cada uno de los uniformados, hasta cuando llegué al segundo
piso y vi que había un negrito muy ´atortolado` (asustado), estaba como una estatua y
no podía disparar, me le acerqué y le dije: “Hijueputa reaccione, coja ese fusil y eche
plomo”. Pero como él se demoró en hacerlo, le cogí la mano e hice que metiera el
dedo en el disparador. “Mire, dispare esta mierda, écheles plomo”. Después tuve que
detenerlo porque estaba desocupando los proveedores en pura verraca. A él fue al
único que tuve que empujar, porque el resto estaban bien. Llegué donde Yimis y como
cosa rara estaba cagado de la risa y no demostraba preocupación.
Vi como falla garrafal el habernos dejado coger dentro de la estación, porque en dos
horas ya me habían matado a tres policías, heridos como otros diez y lo único que
escuchaba era grito tras grito: “¡Mi teniente, mi teniente, estoy herido, estoy herido!”. El
único lugar que tenía para protegerlos era mi habitación, un cuarto de dos metros
cuadrados donde cabía la cama y sobraba un pequeño espacio, que utilicé para
acomodarlos mientras les prestaban algún auxilio. La mayoría alcanzó a llegar por sus
propios medios, sabía que estaba Ortega, Chanagá, Cadena y otros tres, pero no
tenía pleno conocimiento de cuáles eran las heridas que presentaban cada uno de
ellos, y los pocos elementos con que se contaba para aplicar los primeros auxilios no
eran suficientes para tanta gente.
Agente Chanagá. Yo tenía puesta una pantaloneta y una camiseta roja, el fusil estaba
colgado en el catre junto con la munición, cuando empezaron a escucharse los
disparos, me levanté en forma tranquila. Mi temperamento siempre ha sido variable,
he tenido momentos de miedo, pero luego de un tiempo se convierte en una gran
calma. Traté de pensar en que no nos estaban atacando, escuché disparos pero
deduje que se estaban haciendo con armas de corto alcance. ¿Estaré viviendo un
sueño? Me pregunté. Fue un montón de ideas disparejas las que se me vinieron a la
cabeza. Me levanté pensando en que debía presenciar algo que estaba sucediendo,
algún borracho haciendo disparos o alguna riña. Percibí cierto agite y estrés por parte
de mis compañeros cuyo instinto hizo que se tiraran al piso. Cuando me bajé del
camarote casi no pude caminar, varios estaban arrastrándose y no me dejaban
avanzar. Cogí el fusil, en un pie me puse un zapato deportivo y en el otro un guayo.
Salí y empecé a echar plomo venteado que para mí sonó bonito. Nunca había estado
en una repliega de ese tipo y precisamente ese era uno de los motivos para que yo no
sintiera miedo, todo lo contrario, me produjo una serena y casi reconfortante calma,
junto con cierta curiosidad por las cosas, al saber que el monstruo se estaba
creciendo, que era peligroso y bastante feo. ¡Uy… ¿En dónde estoy?! Ya un poco más
consciente de las cosas, pregunté. Pero ya no había mucho tiempo para pensar, pues
del otro lado nos estaban descargando de todo… el piso temblaba, las paredes se
sacudían y esto hizo que me resignara a morir en forma instantánea.
Alcancé a llegar a la trinchera número dos, que era el lugar donde me correspondía
reaccionar, allí me encontré con el agente Cadena ´El Tolimense`. Él me recibió con
mucha alegría, no sé de dónde había sacado que yo era un héroe. Él a pesar de su
escasa experiencia, porque hasta ahora iba a cumplir un año de egresado como
agente, estaba combatiendo con ferocidad, entusiasmo y una extraña felicidad. Algo lo
estaba incentivando para que lo hiciera de esa forma. Estaría viendo con buenos ojos
poder tener la oportunidad de vivir una experiencia de estas ¡o no sé! Si haya existido
una causa distinta, lo cierto es que estaba contento, gritaba y acompañaba las
arengas de los demás policías. El grito más constante fue el de: “¡Por la paz de
Colombia, viva la policía nacional!”
No se veía nada, tan solo una infinidad de fogonazos de fusiles y ametralladoras que
disparaban al unísono. Las granadas me aturdían y hacían que perdiera
momentáneamente el sentido, la noción del tiempo y el espacio. Luego de varios
segundos despertaba y me encontraba con una realidad desfavorable, porque no
podíamos tomar una buena posición para refugiarnos y contrarrestar toda esa
crueldad que estaban descargando los facinerosos contra nosotros. Disparábamos
con Cadena quien prácticamente fue mi instructor, él me daba las pautas de cómo
disparar, y como la noche estaba muy oscura, me decía que debíamos cubrir el área
para evitar el avance de cualquier bandolero que quisiera avanzar. Por eso hacíamos
disparos escalonados en forma esporádica hacia ciertos lugares por donde se nos
podrían acercar. Yo disparaba hacia mi flanco derecho y cubría los techos que
teníamos al frente, que eran de una planta y pertenecía a las casas de la cuadra
donde vivía Arlet Osorio quien se encontraba en esos momentos con su esposa.
Osorio le gritó a Cadena que iba a pasar a la estación y como yo empecé a escuchar
pasos y no sabía que era él, me alisté para disparar hacia el lugar de donde provenía
el ruido, pero Cadena me alcanzó a ver con el cañón apuntando hacia esas puertas y
me gritó: “¡No dispare!”. Simultáneamente gritó Osorio diciendo que iba a pasar. Lo
cubrimos disparando hacia arriba y hacia abajo, le dimos el espacio para que pasara,
así lo hizo, llegó corriendo y en forma calmada tomó posición. Yo nunca había visto un
guerrillero y eso me causaba una gran curiosidad, también quería escuchar lo que
estaban gritando al otro lado y sobre todo a las mujeres, que eran las que más lo
hacían. Le pedí a Cadena que hiciera silencio, porque quería saber qué era lo que
estaban diciendo. Eran gritos de ¡entréguense! Y frases contra el gobierno. Veinte
minutos después se escuchó un grito muy claro: “¡Augusto Romero, venimos por
usted… no haga matar a sus policías!”. Hubo unos segundos de silencio, mi teniente
también supongo quedó a la expectativa, uno de los agentes contestó: “¡Pues si
quieren vengan por él, gran hijueputas!”. Y el resto de policías empezaron a
acompañarlo con gritos e insultos que para mí en ese momento me hicieron verlo
como un juego. Sentí estar actuando en una de tantas películas que había visto en mi
vida, pero después de eso vino un gran terror, terror que se presentó precisamente
cuando explotaron varias granadas en el techo de nuestra edificación y muy cerca de
nuestras trincheras, que nos dejaron cubiertos de tierra. Creí que el edificio se nos iba
a caer encima, ya habían llegado los agentes Cortés, Franco y Baquero, pero una
granada levantó un corral de madera que golpeó a Cortés, le pegó tan duro que lo dejó
inmediatamente inmóvil y fuera de combate. Sentí golpes por todo el cuerpo y me
asusté mucho porque todo se oscureció, me fui un poco hacia dentro, le recibí un
proveedor a Franco, cargué el fusil y cuando fui a reaccionar, se trabó y por más que
intenté habilitarlo no puede. Quedé con el arma fuera de servicio, la perilla no se
movía ni para adelante ni para atrás, pero aun así lo vi normal, el pánico vino cuando
otros dos fusiles de mis compañeros también dejaron de funcionar. Había escuchado
que las armas las podían rezar con no sé qué trucos, yo nunca había creído en eso,
pero el pánico se apoderó de mí y empecé a pensar lo peor, el miedo desapareció
hasta cuando mis compañeros pudieron destrabar cada uno su fusil y yo logré cambiar
el mío.
Volvió el ánimo y la calma a mi espíritu, hasta que sonó otra granada que nos causó
terror del bueno, sentí que un montón de arena me cubrió el cuerpo, mi compañero
Cadena salió herido y esta es la hora que no sé cuántos impactos le habrán pegado, lo
que sí sé es que lo dejaron fuera de combate y tan solo podía decir: “¡Chanagá…
siento que me escurre agua hermano, me escurre agua!”. “Fresco que es sudor”, sin
ponerle casi atención, le respondí, porque no había tiempo para ser compasivo, ni
mirar qué heridas presentaba. No había tiempo para ayudarlo físicamente sino,
anímicamente, sin embargo, a pesar de la confusión alguien le amarró una toalla en la
cabeza y después de haber peleado tanto, tuvo que quedarse quieto, pues si se movía
podía agravarse más. Baquero regresó a los lados de Telecom, Franco también se fue
y hubo un momento en el que quedé solo. Estaba disparando hacia mi costado
derecho, cuando recibí un impacto que me cruzó el pectoral izquierdo, alcancé a
clavar el cañón del fusil en el piso y logré sostenerme porque ya iba a caer. El impacto
me sacó hacia un lado, sentí que me había destrozado todo y estuve pendiente de que
la boca no me fuera a saber a sangre. Yo había escuchado que cuando una herida era
grave, podía ocasionar vomito de sangre, y en ese momento lo que m ás quería era mi
vida. Había tenido momentos de pánico extremo y había visto pasar mi vida en un sin
número de imágenes completamente visibles una después de otra, eso me exaltó
mucho, sentí ganas de fumar, sabía hacerlo pero no era mi vicio y como no contaba
con el tiempo ni con el cigarrillo, tuve que aguantarme unas ganas aterradoras.
Le grité a Osorio que me habían dado, no debía infundirles miedo y aunque lo sintiera
no lo podía demostrar, me daba pena hacerlo, ellos me veían como uno de los más
valientes del grupo, algún día se me habría soltado la legua hablando unas cuantas
mentiras o… no sé, alguien que por ´tomar del pelo` habló de mí un poco más de la
cuenta. Por eso grité que estaba herido y tuve que retirarme a buscar otro sitio al ver
que en el que me encontraba era muy vulnerable. Hoy me da rabia y me ofende
pensar ¡¿por qué no habíamos visto una falla de esa trinchera, que tenía una puerta
atrás y desde la parte posterior del cuartel, era blanco fijo para que las balas la
travesaran y nos dieran en la espalda, ahora, la pared que estaba atrás, era bajita con
respecto al cerro y al balcón de la alcaldía desde donde nos estaban disparando?!
Pero Dios es grande… poderoso… y no permitió que los sediciosos se dieran cuenta
de cuál era nuestra posición exacta. El cuartel en general fue muy vulnerable, dada su
situación y la gran cantidad de explosivos empleados para dominarnos y hasta los
cilindros de gas que los bandoleros usaban en forma repetitiva, les fue fácil emplear al
dejarlos rodar desde un sitio relativamente cercano, luego salir corriendo y esperar a
que explotaran.
Era una pelea entre hombres con mucho valor y otros con muchas ganas de
doblegarnos a como diera lugar.
Nos disparaban granadas de fusil y rocket en cantidad, esto lo podían hacer desde
cualquier sitio, contrario a nosotros que teníamos tres granadas y todas fueron
lanzadas por mi teniente desde algunas de las trincheras porque si salía a tomar otra
posición, fácilmente lo podrían masacrar. Si la cosa hubiera sido a solo tiros, pues
hasta bonito, pero a punta de explosivos es muy difícil, porque cuando nos
recuperábamos de un totazo de esos, medio enceguecidos por el polvo, con las
piernas temblorosas por el cansancio y el miedo que produce la incertidumbre de no
saber cuándo y de qué forma se va uno a morir, nos teníamos que preparar para
recibir la otra y esto no nos dejaba ni tomar aire para así quedarnos en un solo sitio,
alinear las miras y hacerles algún daño. Sin embargo las ganas de vivir nos ayudaban
a movernos y evitar ser presas de cualquier artefacto que nos pudiera lesionar. Entré a
la habitación que mi teniente había adaptado como enfermería, y me dediqué a
esperar que pasara el tiempo entretanto escuchaba que salían y entraban personas
que o llegaban heridas, o pasaban a mirar cómo seguíamos los que estábamos allí.
Todo estaba muy oscuro, en una de esas entró Franco, a los pocos minutos me llamó
y con voz suave predijo: “¡Chanagá... me voy a morir!”. “Fresco Franco”, creyendo que
la cosa no era en serio, le dije. “No diga eso, que usted no se va a morir”. Yo sentía
como si él me estuviera viendo, estiró la mano y me agarró la pierna, no recuerdo
exactamente lo que me dijo, pero se despidió de mí y por último dijo: “¡Padre en tus
manos encomiendo mi espíritu!”. Desafortunadamente no lo pude ver, pero si sentí
cuando se fue porque perdió sus últimas fuerzas y me soltó. Días después iniciaba la
Semana Santa.
Capitán Romero. Desde un comienzo nos pusieron mujeres y niños a gritar hasta tal
punto que usted llega a pensar que se está enfrentando a familias enteras y fue tanta
la acción psicológica empleada por los insurgentes, que una pregunta empezó a calar
en mi mente ¿contra quién es que estoy peleando…?
Los policías decían que tenían sed, pero ir por agua me quedaba muy difícil, el patio
donde estaba el tanque se había convertido en un infierno, pero como fuera tenía que
llevarles algo de beber… ya estaba pensando de dónde sacar agua, era tempranísimo,
diga usted las tres de la mañana, pasé por la enfermería, vi una cantidad de heridos
que en poco tiempo me hicieron desesperar porque los muchachos me llamaban ¡era
a mí! Y sabiendo que los demás estaban reaccionando anímicamente bien, pues
sostenían en forma enérgica la guerra física y psicológica porque hasta los escuchaba
cantar, decidí quedarme con los heridos y prestarles ayuda, que aunque era muy
mínima, de algo les iría a servir. Estuve un rato con ellos, luego salí y me asomé al
patio, el aspecto que allí se percibía era de Navidad, donde se derrocha una gran
cantidad de pólvora, haciendo que todo se ilumine, en este caso los fuegos
pirotécnicos eran los proyectiles trazadores que venían de todas partes y el plomo que
estaba cayendo directamente al solar. Mi estado de excitación era mucho. Por eso me
preparé para lanzarme e ir por agua, hasta que puede recordar que tenía varios jugos
en mi habitación y de inmediato me devolví por ellos, tomé uno y repartí los otros entre
los enfermos. En alguna oportunidad encontré agua en una de las cantimploras y
también les llevé.
Como a las tres y treinta horas salí a pasar revista, empecé a llamar por radio y
mientras lo hacía, pensé: ¡Si no pudieron ahora, ya no se nos van a meter! Y a pesar
que nos seguían dando duro, vi que la gente estaba bien parada y con ánimo de
seguir peleando. Luego cayó una granada y dejó herido a Pérez, el siguió
combatiendo hasta que cayó otra y lo acabó de joder, recuerdo que me llamó varias
veces para que lo ayudara, pero era difícil auxiliarlo porque él estaba en el patio y eso
parecida un hervidero, cuando pude llegar hasta él, su cuerpo ya estaba sin vida.
Murió en el rincón como refugiándose en sí mismo, pues no había nada más en qué
hacerlo ¡Noooo hijueputa… nos van a volver mierda! Pensaba yo mientras veía ese
espectáculo tan deprimente, luego corrí hacia la sala de radio, me encontré con
Franco y le dije: “¿¡Hermano, usted que está haciendo aquí!?”. Estaba sentado como
analizando la situación, entonces me dijo: “No mi teniente… ¡esto está muy hijueputa!”.
Supongo que si lo decía de esa forma, estaría comparando este hecho con los otros
que había tenido que sortear y si decía que estaba muy difícil, era porque la situación
superaba a las otras en gravedad. Le dije que se ubicara en una de las trincheras
donde hacía falta gente, se puso de pie, subió la mano, saludó marcialmente y me dijo:
“Como ordene”. Luego cogió su fusil y salió. Cambié de batería, empecé a mover
todos los canales hasta que logré tener comunicación con Bucaramanga, le dije a mi
coronel que tenía dos muertos y varios heridos, no recuerdo qué me contestó, sabía
que con enterarlo de ese parte era suficiente para que supiera por las que estábamos
pasando, apagué el radio y volví a mi trinchera.
Dentro del plan de defensa, una de las tácticas era la de reaccionar abriéndonos, pero
cuando fuimos a hacerlo ya nos tenían copados. El techo del segundo piso estaba
construido con madera y zinc, esto nos servía únicamente para protegernos del agua,
pues cualquier esquirla lo podía atravesar. Había un orificio aéreo que nos
comunicaba con el hotel, por eso subí hasta el segundo nivel y junto con dos policías
intentamos meternos por el agujero, pero había mucho fuego cruzado, la intención era
reaccionar, replegarnos y ¿por qué no? Darles por su retaguardia, pero habían varios
fusiles apuntando cerca, las ojivas de sus armas reventaban en las tejas y parecía
como si estuviera lloviendo granizo, queríamos hacerlo, pero granada tras granada
seguían reventando, y si no contábamos con la suficiente suerte nos podrían alcanzar,
por eso desistimos y empezamos a buscar otra forma de salir.
Varios de los muchachos que habían estado repeliendo el ataque desde el segundo
piso tenían esquirlas en la cabeza, cuerpo e inclusive había uno que tenía la marca de
una ojiva que le raspó el cuero cabelludo a la altura de la sien.
Volvimos a nuestras trincheras, la mayoría de mi gente estaba anímicamente bien, en
voz baja me decía a mí mismo: ¡Aunque nos están dando duro… aquí hay con quien
pelear! Volví a pasar revista al cuarto donde estaban los heridos, entré y sentí cierto
olor a muerto, como Chanagá se encontraba cerca de la puerta, le pregunté quién se
había muerto y con seguridad en su voz me respondió “¡Franco mi teniente!”. “¿Cómo
así… en qué momento llegó?”, sin casi poder creerlo, le reclamé. Supe después que
cuando le dije que saliera, el hombre llegó y reforzó una trinchera, allí le dijeron que se
quedara amunicionando, así lo hizo hasta que una bala le atravesó la espalda, alcanzó
a llegar herido hasta la habitación, se acostó y se dedicó a esperar hasta que se
desangró. Alumbré, lo vi y me dio mucho pesar e ira, de una vez se me vino a la
cabeza la imagen de su hija y la de su bebé de escasos meses de nacida, además, yo
lo había mandado a esa trinchera… sentí ganas de llorar… pero no era el momento de
hacerlo, sin decir palabra salí, me ubiqué en una de las trincheras y decidí quedarme
ahí. No quería ver a los heridos, tampoco me iba a comunicar con Bucaramanga, el
comandante operativo me había dicho que aguantara hasta las seis de la mañana,
mientras llegaban los helicópteros que habían salido desde Bogotá y otros refuerzos
de Bucaramanga. Yo sabía que como estábamos iríamos a aguantar, había recogido
alguna munición de reserva que encontré dentro de mi habitación y “¡bien!”, le dije a
Duran que estaba conmigo. “¡Hermano, no haga más que llenarme los proveedores,
que yo hago el resto!”. El parque estaba despejado y desde ese lugar era de donde
más nos daban. Lanzaban un artefacto y luego ametrallaban durante unos cinco
minutos sin sacarle el dedo al disparador. Disparaban fusil tras fusil e impedían que
nos pudiéramos mover, teníamos que agachar la cabeza y esperar hasta que
acabaran porque en esas no se podía asomar ni un dedo. Estando agachado me puse
a pensar y me pregunté por qué estos gran hijueputas hacían eso. Empecé a suponer
que estarían cubriendo a alguien para que se arrastrara y llegara hasta nosotros,
lanzara algo y se devolviera, por eso empecé a asomar el fusil y disparar hacia el piso
con el ánimo de barrer todo lo que se quisiera aproximar, le grité a los que estaban
arriba que dispararan hacia donde vieran los fogonazos, entretanto yo seguía
disparando hacia abajo y así lo hicimos durante un tiempo mientras Duran seguía
amunicionando, luego cogí el fusil de Duran y empeñado en quitarme la ametralladora
que estaba tableteando desde el frente, le armé una granada. Tenía que lanzarla a la
de Dios, si les caía les caía pero no podía darme el lujo de apuntar, saqué el fusil y sin
levantarme calculé, pero al momento de acomodarme se me fue la granada, cuando
sentí fue que estalló por allá lejos… noooo…. ¡se me fue pa` la mierda! Pero como mi
objetivo era claro, saqué otra granada, recuerdo que debía lanzarla con cartucho
impulsor y no de guerra, pero del susto le monté el cartucho que era y cuando iba a
disparar me ´atortolé` (asusté) y me puse a dudar ¿le habré metido el cartucho
impulsor o el de guerra? Y por eso tuve que volver a quitar el proveedor verificar y
volverlo a meter ¡claro! En ese ejercicio perdí mucho tiempo hasta que decidí
levantarme, pues mis intenciones eran de salir de la trinchera, pararme de frente y
lanzarles la granada ¡no veía otra! Sabía que me podían matar ¿pero cómo más
calculaba la distancia? Esperé un espacio de cese al fuego y me dispuse a disparar,
estaría muy de malas si me veían, porque la noche estaba muy oscura “¡lo hago
porque lo hago!”, dije y en un momento en que menguaron los disparos encontré un
instante, calculé el sitio de donde venía el fuego de la ametralladora, asumí el riesgo,
me puse prácticamente de pie, acomodé la culata en el hombro, puse el ojo en la mira
apunté y ¡Bum… la lancé hermano! En cuestión de milésimas de segundo me agaché
y esperé que explotara… no sé qué pasó, tal vez les di, lo cierto es que la
ametralladora no se volvió a escuchar desde ese sitio y eso me dejó muy contento.
En la parte de atrás había otra ametralladora, me llevé una granada de mano, la lancé
pero no reventó. La granadas de mano estaba distribuías en todo el personal, pero
varias de ellas no quisieron explotar.
Me fui para la trinchera que colindaba con la casa hotel, los bandoleros ya tenían
copadas todas esas residencias, a eso de las cinco de la mañana, del segundo piso de
ese inmueble se asomó un guerrillero, yo no sé cómo lo alcancé a ver, porque yo tenía
mi línea de fuego hacia abajo, cuando me di cuenta, halé a Duran y nos corrimos, le
disparamos pero no le pudimos dar, supongo que nos tenía listos pero gracias a Dios
nos dimos cuenta a tiempo, por eso tuve que decirle a mi compañero que apuntara
hacia arriba mientras yo lo hacía hacia la parte de abajo y a pesar de la psicosis que
en cualquier momento me pudieran dar desde la casa hotel o desde el costado
izquierdo, seguí defendiéndome y esperé a que los insurgentes se fueran.
En la esquina opuesta al cuartel, recuerdo que habían unos bandoleros que me tenían
alineado y por confiado me hice detrás de varias piedras que me tapaban parte del
cuerpo, tenían una altura de un metro, estaba acurrucado, me hicieron un rafagazo
que hizo chispear la roca ¡alcancé a ver estrellitas! Unos centímetros más arriba y me
quitan la cabeza
Empleaban varias tácticas para hacernos gastar la munición, una de esas fue asomar
una prenda de vestir a unos ochenta a cien metros de distancia, uno tan solo veía el
bulto y pensaba que era un guerrillero el que se estaba asomando en la esquina, le
disparaba pero nada que caía, los agentes me decían: “Mi teniente venga y le da a
este”. Ellos querían confirmar qué era lo que estaba ocurriendo pues al igual que yo, le
apuntaban al objetivo y a sabiendas que lo habían impactado, éste no caía. Ya de
tanto preguntarme por qué le daba y le daba y no se moría, fue cuando me di cuenta
de que estaban jugando con nosotros y después que a usted le queden tan solo cien o
menos cartuchos, la piensa para gastar alguno en forma inoficiosa.
Mi problema ahora eran los tobillos, casi todo el tiempo había estado acurrucado y sin
poderme casi mover, esto hizo que se me durmieran hasta tal punto que ya ni los
sentía y por esto perdí el control al caminar.
Llegó la madrugada, el cabo fue hasta mi trinchera, su responsabilidad era la parte de
atrás, se me acercó y me dijo: “Acabé de llamar a Bucaramanga y me dijeron que en
diez minutos llega el refuerzo”. Faltaban cinco para las seis, regularmente a esa hora
ya había luz del día, pero como cosa rara, amanecimos con una niebla densa que no
nos dejaba ver bien, tampoco se escuchaba nada ¿se estarán yendo? Con cierta
lógica, me pregunté. Y sin confirmarlo, tan solo con imaginarlo, me puse contento y
empecé a gritarles: “¡Gran hijueputas… malparidos!”, la felicidad hizo que me les
regara en ´prosa`, a pesar que teníamos tres muertos y casi diez heridos, eso no nos
dejó amedrentar, percibí la ineptitud del enemigo y sentí realmente la victoria. Pensé
que los habíamos vencido y esto nos sirvió de aliciente para gritarles que no habían
podido contra nosotros. Pero yo no era el único que estaba feliz ¡porque todos lo
estábamos! Sin embargo me asomé por un orificio y no vi absolutamente nada que me
ayudara a estar seguro de su partida “¡ahhh… esto está como raro!”, sin saber qué era
lo que estaba pasando, dije en voz baja. ¿Y los helicópteros... en dónde están… y si
ya llegó el refuerzo… por qué no se escucha totear?”, confundido me pregunté. Había
pensado en salir, pero me acordé de la experiencia relatada por un oficial, quien me
había dicho que en un combate, la mayoría de los muertos de la policía se habían
presentado cuando salieron de las trincheras creyendo que todo había acabado,
fueron a ver qué era lo que estaba sucediendo y fueron asesinados por varios
francotiradores que los estaban esperando. Varios agentes me gritaron para que
saliéramos, según ellos, los delincuentes ya se habían ido, pero gracias a mis
presentimientos, les respondí: “¡Nada… así tengamos que quedarnos hasta que llegue
el refuerzo, pero nadie me asoma la cabeza hasta que no estemos seguros de que se
hayan ido!”.
Habíamos gastado mucha munición, en mi caso como le comenté, disparé al piso
turnando dos fusiles para que no me llegaran a rastras en plena plomacera, uno de los
fusiles se me trabó, pero cuando lo reparé seguí disparando sin descansar.
Presentí que se estaban reorganizando y que como habían escuchado que venía
nuestro refuerzo, habían cambiado la táctica para contraatacar. Yo estaba cerca de la
casa hotel, la gente que vivía en ese sitio no sabía que esto iría a ocurrir y en un lapso
de cese al fuego, salió un muchacho, se asomó y gritó:
-
“Teniente vamos a salir...”
-
“No salga que los matan”, preocupado le respondí.
-
“¡No teniente es que vamos a salir… vamos a salir!”, decididamente me
respondió.
¡Claro! Pensé. Los bandidos deben estar adentro y querrán que la gente salga del
hotel. Yo no podía obligarlos a que permanecieran ahí, pues la guerrilla de cualquier
forma los iría a sacar, por eso le dije que lo hicieran bajo su propia responsabilidad. A
mi mente vino la posibilidad de que los bandoleros incendiaran la residencia y esto por
obvias razones nos iría a afectar.
Agente Chanagá. Próximos a amanecer, el tiempo me pasó muy rápido ¡y no sé por
qué! Pero algo que para otros resultó ser largo y tedioso, para mí fue sencillo y cortó.
No tuve tiempo para el tiempo y creo que esto se debió al mismo agite que tuve que
vivir al estar metido entre esas cuatro paredes. Me sentí herido y esta es la hora que
aún no recuerdo con exactitud, cual fue la posición que adopté cuando estuve dentro
de la habitación, seguramente permanecí sentado o… acostado tal vez. Mi teniente
nos llevó agua en un recipiente para aceite, tomé y se lo pasé a los que estaban
acostados, volví a recibir la vasija y sentí que aquella persona que había arriesgado
todo por traernos de tomar, era parte de nosotros. Le vi mucho valor, conservó la
cabeza y no se dejó alterar por nada. En algunas ocasiones me preguntó: “Oiga
Chanagá… ¿será que perdemos esta pelea?”. No recuerdo muy bien lo que le dije,
pero sé que mis palabras le sirvieron para mantenerse con el mismo vigor y temple
demostrados durante todo el tiempo que estuvimos en combate. Pasó un rato con
nosotros y se fue.
Con la luz del día hubo alegría para todo el mundo, sabíamos que se iban y algunos
comenzaron a salir de donde estaban atrincherados, pero otros no lo permitieron.
Bernal Anzola, ´Jesusito` que era como se auto nombraba, aun se mantenía en pie,
vio movimientos que daban a entender como si los bandoleros se estuvieran
preparando para salir del municipio y por eso les gritó: “¿No pudieron contra
nosotros…? Moimos hijueputas… ¡vengan y les enseñamos a bailar…!”. Y no pasó
mucho tiempo cuando ¡preciso! Nos respondieron con plomo. Empezaron a silbar los
rockets y las granadas de fusil que venían directo hacia nosotros. Lo que había
parecido como una retirada, resultó ser una reorganización, estarían observando
nuestros movimientos o esperando que saliéramos para acribillarnos. Yo estaba
tendido en el piso, sentía que el artefacto venía por el aire y me preparaba físicamente
para evitar que me fuera a causar algún daño. Tomaba una posición fetal, con la boca
bien abierta y con las manos haciendo una especie de araña, me tapaba los oídos
para menguar un poco el efecto de la onda explosiva y el tremendo ruido
ensordecedor de cada explosión que hacía que me levantara unos cinco centímetros
del piso y caer luego casi sin aire. El humo y el polvo se disipaban y mientras mi mente
terminaba de asimilar lo que había visto y sentido, me preguntaba ¡¿qué mierda era lo
que había ocurrido?! En esas situaciones casi no se puede pensar, lo único que hacía
era rezar para que ninguna de esas bombas fuera a caer en donde estábamos.
Encima teníamos una trinchera hecha de ladrillo quemado, instalada de forma que
cubría todo el largo del corredor, reposaba sobre el balcón construido con piso de
tabla y eso se convirtió en un gran riesgo para los que estábamos ahí. Si nos
descuidábamos se nos iría a caer encima y nos acabaría de fregar, por eso cuando
hubo un receso, salí de la pieza de mi teniente y busqué refugio en otro lugar.
Capitán Romero. El silencio tardó unos quince minutos hasta que sentimos una
arremetida muy dura. Simultáneamente escuché un ruido parecido al que produce un
helicóptero “uy… llegaron”, dije. Luego sentí un fuerte olor a gasolina entretanto se
empezaron a escuchar frases como: “¡Los vamos a quemar tombos malparidos…!”.
¿Cómo así? Me pregunté. Lo que había escuchado no eran helicópteros sino,
motobombas instaladas en la esquina y en la parte de atrás de la estación. Se
escucharon varios vidrios reventar, los insurgentes rociaban gasolina e iniciaban la
llama con bombas molotov. Nunca había previsto un incendio, pero como era lógico yo
tenía que darle una solución al problema que se nos estaba presentando. Creí que
habían pocas personas dentro del hotel, pero cuando empezaron a ver que los
bandoleros iban a incendiar el cuartel y todo lo que estuviera a su alrededor
empezaron a salir y fue cuando vi toda esa ´gallada` (montón) de ´peladitos` (niños)
que nunca había visto, pero que por accidente habían pasado la noche ahí. Se veían
familias enteras, salieron y atravesaron todo el parque como alma que llevaba el diablo
y no se volvieron a asomar por ahí.
¡Vamos a quemar esta mierda! Eran los gritos que se escuchaban por todas partes.
Sinceramente se nos habían adelantado, llegaron tomándose los sitios que nosotros
habíamos previsto como lugares de evacuación. En el caso del hotel que colindaba
con la estación, fue fácil de ocupar porque limitaba a su vez con la alcaldía y por ahí
fue que entraron, de modo que cuando fui a ocupar el hotel ya estaba suturado de esa
plaga. Lo único que les falló fue no poderse tomar el cuartel mediante un ´golpe de
mano` (sorpresa), pero como tenían copado el pueblo y habían previsto quedarse por
mucho tiempo, llevaron abundante munición y logística para sostener el ataque
durante el tiempo que fuera necesario. Ellos quemaron tres veces más munición que
nosotros y aunque la alternaron con mechas y otros fuegos pirotécnicos, estos eran
fáciles de diferenciar.
Ya empezamos a preocuparnos por el incendio, la joda se había puesto a otro precio y
ahí si me acordé de lo que había dicho Franco: ¡Esto está hijueputa mi teniente!
Los bandoleros empezaron a gritar: “¡Señores agentes, entreguen al teniente!”. La
reacción de los policías fue tan rápida, que no me dieron tiempo para pensar si les
había pasado por la mente hacerlo, porque tan pronto terminaron los subversivos de
decirlo, los agentes respondieron: “¡Ni mierda hijueputas, vengan por él si son tan
verracos!”. “¡Vengan por mí!”, en forma resuelta empecé también a gritarles. “¡Si nos
tenemos que morir quemados, aquí nos morimos mi teniente!”, de manera enfática, me
dijeron los policías. Realmente a usted le daría pena como comandante echar para
atrás con gente como esa, se me hubiera caído la cara de vergüenza tener que decir:
“¡Echemos para atrás!”, o algo que les diera entender que yo tenía miedo. Viendo esa
gente tan decidida, tan convencida de lo que estaban haciendo, me transmitió un valor
y un ánimo muy grande que a la vez les retribuí con el mismo gesto. Eran momentos
de felicidad, nostalgia o no sé qué, lo que sentía al escuchar gritar con tanto odio y
entereza a esos policías ¡vengan por mí si son tan verracos! Uno dice ¡Yo muero con
ellos…! ¡Yo doy la vida por esta gente! Y para eso me empecé a preparar.
Empezó a quemarse la estación y el refuerzo nada que llegaba. Candela y tristeza era
lo único que se veía en los ojos de muchos. En menos de nada la estación se envolvió
en llamas. Decidimos quemarnos ahí, no íbamos a salir por nada, el humo hizo que la
gente que estaba en el segundo piso optara por bajar y acomodarse donde menos
peligro pudieran correr, quedamos prácticamente por fuera de la estación y protegidos
por las trincheras que estaban al frente y al costado derecho.
A las siete de la mañana se empezó todo a caer, por eso teníamos que: O cuidarnos
de los disparos que podían venir desde cualquier flanco o de las vigas y pedazos de
escombros que estaban cayendo por la parte de atrás.
Agente Chanagá. Yo cargaba mi fusil. El fuego estaba arreciando tanto que ya no
tenía hacia dónde ir. Le prendieron fuego a la alcaldía e inevitablemente las llamas se
trasladaran hacia el cuartel, los techos en una u otra forma estaban conectados por
listones hechos en madera, la cubierta era de caña y tejas de barro, y estaba todo a un
mismo nivel. Era una situación en la que no se quiere ni pensar. El fuego nos llegó
rápidamente, mis compañeros seguían peleando, pero el techo del cuartel ardía en
llamas y hacía que mis compañeros buscaran una posición de disparo que les ayudara
a impedir algún avance del enemigo. Son anécdotas de mucho miedo. Buscaba cómo
favorecerme de la candela, se me ocurrió ubicarme en la trinchera principal que estaba
en el parque y así estar atento cuando se cayera el alero de esos costados, pues mi
intención era colgarme de la trinchera y cuando se desplomara el techo saltar y caer
sobre los escombros. No era una idea muy buena porque tendría que caer encima de
las brasas, pero no veía de otra ¡intentar salir era un suicidio! Llegué a un extremo de
la trinchera, quedé tendido sobre el suelo, el fuego se había metido y cuando volteé a
mirar encontré una cuerda de alta tensión que estaba a solo diez centímetros de mi
cara y fue tanto el temor que me produjo morir electrocutado, que no le puse atención
a los disparos que venían por todas partes, salí de la trinchera, expuse toda mi
humanidad a las balas, ingresé de nuevo al cuartel que estaba ardiendo al tope y una
vez me ubiqué en la cocina, me acordé que hacía ocho días no teníamos luz en el
pueblo. Allí me encontré con Luna, un tipo de mucho coraje, un hombre que peleó con
rabia y agresividad. También me encontré con Alexander Mosquera, con Fonseca
Patiño, Javier Blanco, Bernal Anzola ´Jesusito`, un paisa de quien no recuerdo el
apellido y decidimos esperar ahí hasta que se cayera el cuartel.
Se suponía que todo iba para el suelo, en pocos minutos vimos cómo se desplomó el
techo de la habitación donde se encontraban mis compañeros, unos cuantos buscaron
salida por Telecom, lograron pasar por la casa vecina y perdieron el contacto con
nosotros... quedamos solo Mosquera, Luna, El paisa y yo dentro de la cocina. El
cuartel se empezó a caer y cuando ya iban a desplomarse las paredes de la pieza de
mi teniente, dentro del fuego vimos que apareció el agente Cortez. Nosotros no nos
acordábamos de él, cuando nos dimos cuenta fue porque salió pegando alaridos de
dolor, su estado de exaltación le había servido para que saliera, cayera en la parte
exterior y si no nos hubiéramos lanzado a recogerlo, creo yo se nos hubiera alcanzado
a quemar, estaba muy mal, lo ubicamos detrás del tanque que teníamos para
almacenar el agua, este quedaba al lado de la cocina y lo dejamos ahí para tirarle
agua en el evento que se fuera quemar.
El chispero que levantaba la candela era tremendo, pero teníamos ya con qué evitar
que se nos quemaran las vigas de nuestro techo, por eso nos dedicamos a lanzar
agua hacia arriba hasta que se desplomó el techo de la casa vecina, y fue así como
nos quitamos ese riesgo de encima. Las paredes también nos protegían de las
esquirlas de granadas o de los disparos hechos contra nosotros, esa barrera nos
favoreció muchísimo porque la gran mayoría de explosivos caían en el solar. Desde
nuestra posición veíamos que en el patio había un compañero muerto, pero no
sabíamos cómo ni en qué momento había sido su deceso.
Los agentes Javier Blanco, Fonseca, Patiño y Rodríguez ´el Tolimense`, pasaron a
una habitación que quedaba encima de la trinchera donde murió Cárdenas, ahí
funcionaba el gimnasio y como las ojivas que perforaban las paredes hacían orificios
muy grandes, esos mismo orificios sirvieron para ser aprovechados por los tres
compañeros, quienes repelieron cualquier otra agresión que se pudieran presentar por
parte de los bandoleros. Tenían una panorámica muy buena, la pelea en ese momento
era de ellos y el negro Alexander Mosquera, quien tenía el fusil metido en un hueco de
la cocina y con los ojos puestos en otro orificio, localizaba a los guerrilleros y
disparaba hacia donde fuera necesario. De esta manera se sostuvieron por un largo
rato hasta que les montaron una ametralladora y como el cuartel estaba casi en el
suelo, les permitió a los delincuentes tener una cobertura muy amplia sobre nuestras
instalaciones. Acomodaron el arma y nos soltaron tanto plomo, que la cabeza de
quienes estábamos dentro de la cocina se llenó de arena y nos dejó rubios, sentía
miedo que una ojiva de esas nos fuera a rebotar en la cabeza, estamos tan solo a
unos dos metros de la pared hacia donde los sediciosos estaban disparando, después
de un rato, por suerte se silenció el arma y aprovechamos para llenar los proveedores
y lanzárselos a los agentes que debían continuar pendientes y evitar que cualquiera se
nos fuera a acercar. Los delincuentes dejaron de disparar, los policías hicimos lo
mismo, así pasó un largo rato hasta que arremetieron con más fuerza ¡fue una mano
de plomo muy verraca! Y como nosotros ya no teníamos con qué ayudarle a los que
estaban dentro del gimnasio y ellos no pronunciaban palabra, supuse que estaban
muertos, era lógico pensar en eso cuando veía que la habitación se estaba cayendo a
punta de disparos.
Capitán Romero. El calor era tan intenso, que hacia las ocho y treinta de la mañana
tuvimos que echar para atrás, pasé por la enfermería y vi que los heridos ya no
estaban, quedaba solo el muerto cuyo cuerpo estaba completamente carbonizado,
también había un poco de munición que no alcanzamos a sacar. Llegué a la parte de
atrás, vi que casi todos los policías estaban arrinconados en un solo sitio y eso me
hizo dar una gran tristeza. “¡No hermanos…! Nos van a quemar vivos”, sin saber qué
hacer, les dije. Ellos con sus ojos pesados y el cuerpo lleno de polvo, se me quedaron
viendo a la esperaba de una solución. Era gente muy decidida, valiente y osada, pero
que en ese momento no sabían qué hacer ¡estábamos acorralados y sin saber qué
decisión tomar! “¡¿Qué hacemos?!”, preguntó alguien. “¡No, no, ni por el hijueputas
nos vamos a dejar quemar!”, con decisión, les dije. Por eso cogí a Osorio, uno de los
más bravos, aunque pude haber escogido a cualquiera de los que no estaban heridos
y me lo llevé por los lados de la trinchera número dos, que era la que colindaba con
Telecom, la idea era pasarme a una casa del frente ¡que podía estar tomada por la
guerrilla! Pero si lográbamos llegar hasta ella, tendríamos otra posibilidad para no
dejarnos someter tan fácilmente. Cinco metros de distancia nos separaba de la puerta
del frente, entonces le dije a Osorio: “Hermano… ¡cúbrame que yo voy a pasar!”.
Tenía que estar seguro de que la puerta estuviera abierta, no podía cometer la locura
de atravesar la calle y devolverme porque en esa me matarían, pero si se abría,
llegara o no llegara me iría a tirar pues quemados no nos íbamos a quedar. Los
tobillos me seguían doliendo, pero de alguna forma iría a llegar, sin embargo, a pesar
que le disparamos varias veces a la chapa, ésta no se abrió, la puerta era de madera,
no sé si tenía tranca por dentro, pero lo cierto fue que no se abrió ¡aunque del
desespero! Estuve casi deicidio a correr, estrellarme con ella y abrirla a golpes,
afortunadamente un agente sugirió que nos pasáramos a las instalaciones de Telecom
y como funcionaba en el mismo edificio de la estación, a culatazos y patadas
rompimos la puerta, ingresamos a esa oficina y desde allí hicimos el mismo
procedimiento con una puerta que estaba en frente, pero tampoco la pudimos abrir. El
incendio seguía consumiendo y ya no podíamos ni respirar.
Agente Chanagá. Mi cabo, mi teniente y otros agentes ya se habían tomado la casa
vecina, yo creí que ellos habían logrado salir, mi esperanza era que ya en la parte
externa y haciendo un anillo de seguridad pudieran hacer alejar a los bandoleros para
que nosotros que estábamos allí atrapados, lográramos también salir. No le veía salida
por ningún otro lado, sentía que el cuartel estaba completamente rodeado y como se
escuchaban disparos a lo lejos, eso me dio a pensar que mi teniente junto con los
demás, ya se encontraban combatiendo por fuera, pero quién iba a saber que ellos
estaban librando una tragedia casi peor que la nuestra.
El cuartel estaba hecho escombros, ya había pasado toda la mañana hasta que
escuché las primeras voces de los guerrilleros, serían las tres de la tarde una hora no
muy precisa, pero supongo que era esa, porque el tiempo desde que yo escuché y que
esperaron para decidirse a entrar fue muy largo. Comentaban y hablaban entre ellos
de entrar y saquear nuestras instalaciones.
Luna había reservado una granada para cuando los sintiera entrar, en mi caso tenía
un proveedor con unos cuantos cartuchos, se sentía muy liviano, pero había una
esperanza. Alexander Mosquera ya no estaba con nosotros, había desaparecido y
solo veía al paisa, a Luna y me veía ahí fatigado queriendo despertar de esa pesadilla,
que se sentía muy real y eterna para unas cuantas horas de sueño que me había
dispuesto a descansar, porque al día siguiente tenía que madrugar. También
alcanzaba a ver a Cortés que permanecía detrás del tanque ¡el hombre estaba muy
mal! La fatiga, el olor a pólvora, el humo, el bochorno, la sed y el fuerte olor a caucho
(sería de las bombas molotov que contenían pedazos de caucho y los petardos
elaborados con recipientes plásticos), hacían que el cansancio fuera dominante, pero
a pesar de todo yo no quería dejarme vencer del sueño pues si lo hacía me podía
desangrar, por eso era sobre humano el esfuerzo que tenía que hacer para no
dejarme doblegar. ´El paisa` estaba dormido, Mosquera había desaparecido, Luna
estaba ahí parado con la granada en la mano y resuelto a hacerla explotar, luego de
varias horas los bandoleros entraron hasta el borde del patio y vieron a Peláez. Uno de
los subversivos como previniendo al otro, le dijo:
-
“¡Mire, ahí hay un ´tombo` (policía)!
-
“Yo voy por la fornitura”, emocionado le respondió el otro.
-
“No, no, no venga que puede ser peligroso, lancémosle primero una
´unipersonal` (granada)”, creyendo que el cuerpo que yacía en el piso podría
reaccionar, lo volvió a prevenir el bandolero.
Son expresiones que no se pueden olvidar, me llené de pánico y ¡recé con tanta
devoción y clamor a la virgen! Pues no vi otra salvación. Afortunadamente ella me
escuchó, porque le dio valor a un guerrillero para que se metiera a quitarle la fornitura
al muerto. Yo no alcanzaba a ver a los delincuentes pero si al cadáver, cuando el
bandolero se agachó y mandó la mano a la cintura del muerto, levantó la mirada, me
vio y como si se hubiera topado con un espanto, de manera admirable saltó hacia
atrás entretanto yo me preparé para lo peor “¡salgan con las manos en alto y les
respetamos la vida!”, gritaron. Yo tenía el fusil en la mano y lo descargué en el piso
“¡bueno, está bien!”, a sabiendas que no había nada qué hacer, respondí. No sé qué
era lo que estaba sintiendo, mi estado de cansancio, miedo y decepción eran muy
altos. Vi que a mi lado apareció Luna, él se había dormido con la granada en la mano
y después de escuchar tanto ruido se despertó, yo ni me acordé que él tuvo el
artefacto en las manos y que había amenazado con hacerlo explotar. Nuestra atención
se enfocó en lo que estaba sucediendo, salí con las manos en alto y vi esa cantidad de
guerrilleros. Luego salió Luna, ´El Paisa` y detrás de ellos apareció Mosquera quien
había permanecido bajo los escombros de un cuarto pequeño que funcionaba como
regadera y estaba al lado de la cocina. Varios guerrilleros avanzaron y tomaron los
fusiles que habíamos dejado adentro, nos condujeron por encima de las cenizas y la
trinchera principal, habían colocado piedras para caminar, yo no le puse atención a las
brasas porque mi atención se enfocó en otras cosas. Mientras era conducido con las
manos en alto procuré vivir el momento, no recuerdo haber pensado en algo. Yo
encabeza la fila, en una de las habitaciones del cuartel encontré escombros y vi más
guerrilleros. En el momento que los delincuentes estaban amarrados por los fusiles
que habíamos dejado y embobados mirándonos a nosotros, porque eso también sería
una novedad para ellos, aparecieron con las manos en alto los agentes que habían
permanecido en el gimnasio, algunos bandoleros se habrían ´miado` (orinado) del
susto, escuché cuando alguien dijo: “¡No los maten!”. Volteé y vi que salieron por la
parte de atrás, creándoles más asombro a los asaltantes quienes habrían pensado
que todos estábamos muertos e incinerados.
Yo nunca había visto una brigada móvil del ejército y sabía muy poco de eso, pero si
había escuchado que era mucha gente con capacidad de desplazarse a cualquier sitio.
Me dio por pensar que era una brigada móvil que había llegado a salvarnos, serían
alucinaciones, los veía uniformados, me sentí muy agradecido con ellos, sentía que les
estaba sonriendo con gestos de mucho agradecimiento, tenía que ser tolerante con
aquellas personas que venían a rescatarnos, fui bajando las manos hasta que me
pegaron un grito: “¡Que suba las manos, no las baje!”. Intenté volver a la realidad no
obstante me empecé a preguntar: ¿Pero por qué son tan creídos estos tipos? Es cierto
que nos están ayudando en una situación muy difícil, pero tampoco es para tanto. Le
hice caso y subí las manos, terminé de entrar a la realidad cuando una joven me
apuntó con una escopeta (después me enteré que era un AK - 47) y empecé a ver más
mujeres.
Salimos a la trinchera principal y fue cuando vi a una gran cantidad de guerrilleros que
permanecían en el parque y a un viejo que con una barba prominente y portando una
gorra leninista, se dedicaba a organizar a sus colegas. “¡Contra la pared!”, nos
gritaron. Varios de mis compañeros, sumisa y clamorosamente preguntaron si nos
iban a matar, lo hacían demostrando mucho miedo ¡yo también tenía miedo! En el
momento que nos dijeron: “¡Contra la pared!”, pensé que nos iban a fusilar, no pensé
en más, pero sentí mucha rabia cuando escuché clamar a mis compañeros y esa rabia
me hizo saltar la trinchera y hacer que ellos me siguieran, lo único que quería ver era
la cara del asesino que me iba disparar. Yo tenía las manos en alto y pegadas en la
pared, pero giré la cabeza hacia atrás y observé a cada uno de los guerrilleros que se
estaban acercando. La convicción que tenía en ese momento era que me iban a
disparar e insistía en verle el rostro a mi asesino. Pasó un guerrillero y me sobó al
requisarme, porque yo tenía puesta una pantaloneta y una camiseta, sin embargo lo
hizo, me pasó la mano por encima y después supe que estaban prevenidos conmigo
¡con el de rojo! Porque me habían visto voltear mucho sacándole el cuerpo a la muerte
dentro del cuartel, ellos habían calificado mi comportamiento no como el de un ratón
en la candela sino, como el de una serpiente defendiéndose de su agresor.
Continuaron requisando a mis compañeros mientras yo permanecía escoltado por una
muchacha que me veía como su trofeo, porque supuestamente ella era la que me
había sacado del cuartel y sería lo que iría a mostrarle a sus diferentes mandos, era
algo así como una prenda, al igual que el fusil, un equipo, un radio, etc… De ahí nos
trasladaron a una escuela que quedaba a una cuadra del parque a la orilla de un
cafetal y esperamos hasta que escuchamos por radio que habían encontrado más
gente en la casa vecina “¡tráigalos!” ordenó uno de los jefes subversivos. Veinte
minutos después los trajeron, los vimos, los reconocimos, nos alegramos de verlos con
vida y si fuera por nosotros hubiéramos quedado fundidos por el sueño, queríamos
recostarnos, dormir y despertar en otro sitio distinto a ese.
Capitán Romero. La puerta no abrió, otro agente me dijo que hiciéramos un roto por
encima y saltáramos a la casa vecina. Al fin y al cabo correríamos menos riesgo que si
intentábamos cruzar la calle, por eso empezamos a abrir el agujero para pasarnos. Era
la casa de don Jorge, rápidamente rompimos unas tablas y unas cuantas vigas,
empezamos a subirnos por el muro y antes de desalojar la estación le dije al cabo que
sacáramos el radio, los fusiles de los heridos y la poca munición que quedaba.
Agachados recorrimos las instalaciones, cogimos el radio pero ya estaba inservible y
como era muy pesado, lo pusimos a quemar junto con los pedazos de fusil que
encontramos por ahí regados y recogimos el poco de munición que pudimos. Eran casi
las nueve de la mañana, conmigo había unos once hombres armados pero con muy
poca munición, me quedé con Osorio hasta que pasaron todos, sabía que varios se
me habían quedado en la estación, estaban heridos, se refugiaron en algún sitio y no
los pude encontrar. Rogué a Dios que la casa no fuera a estar copada por la guerrilla,
con dificultad ingresé de último y me encontré a una mujer quien con cierto cariño de
madre, me dijo: “Ay teniente, entréguense que ellos vienen es por las armas”. “¡No
doña Alicia… ni loco me les voy a entregar!”, de manera radical, le respondí. También
le advertí que no permitiríamos que le ocurriera algo malo a ella o a sus hijas, quienes
se encontraban también dentro del inmueble, luego se refugiaron en una habitación y
no volvieron a salir. Ahí funcionaban unos billares y una tienda donde comprábamos
los útiles de aseo, la casa estaba semidestruida y prácticamente sin techo, muchas
bombas que no lograron caer sobre el cuartel cayeron en esa casa o en la que
quedaba al lado, afortunadamente casi toda era de material y esto no permitió la
conflagración. Ubiqué dos hombres al frente y los demás en los distintos sitios por
donde se nos pudieran acercar y hacernos más daño, “¡nadie me gasta más munición,
que ellos la desperdicien dándole a lo que queda de cuartel!”, a manera de orden, les
dije. Mientras seguíamos escuchando disparos aprovechamos para tomar gaseosa,
agua y hasta vino ¡imagínese! Desde la una de la mañana sudando y sin tener nada
que beber ni fumar. Aprovechamos para amunicionar y esperar lo que viniera. Horas
antes había sacado un tiempo para pensar en todo lo que habíamos tenido que vivir
durante esa larga noche, veía con melancolía que varios de mis hombres habían
muerto y aun podíamos morir sin haber logrado despedirnos de nuestras familias.
Sentí la necesidad del refuerzo ¡lo necesitábamos! Como norma nunca se debe
esperar, pero lo anhelábamos.
De ánimo aun estábamos bien, habíamos logrado salvarnos de la furia del fuego y
alcanzábamos a escuchar la fuerza con que arreciaba sobre todo lo que encontraba
en pie, casi toda la manzana se quemó y quedó igual a como quedan las ciudades
vistas desde arriba después de haber sufrido un gran bombardeo, todo quedo en
ruinas.
La guerrilla se enteró que estábamos en la casa, seguramente ya habían entrado al
cuartel y se habían preguntado: ¿En dónde están los otros? No teníamos hacia dónde
ir, las casas del frente también estaban cerradas y hacia el otro costado lindaba con un
lote baldío que era muy vulnerable y difícil de cruzar si queríamos llegar hasta las otras
casas. No sabíamos si se podía pasar, mi objetivo era aguantar con la poca munición
que teníamos hasta que llegara la noche y comenzar a desplazarnos por ese lote sin
construir. Empezaron de nuevo a lanzarnos gasolina. Bombas, plomo y candela era lo
que nuevamente veíamos venir contra nosotros. Las motobombas seguían rociando el
combustibles y las molotov continuaban iniciando el fuego, incendiaron las casas,
afortunadamente no nos quitaron el agua, pero a pesar que usted tenga con qué
apagar el fuego, cuando toma fuerza se convierte en algo impredecible, ahora, nos
habíamos salvado de un incendio y nos estábamos enfrentando a otro, cosa que nos
desanimó porque ya no teníamos hacia donde ir, sin embargo, nuestros deseos de
vivir eran muchos y por eso montamos una comisión de bomberos que se ubicó en los
sitios donde se podía recolectar agua y se extendida por toda la residencia, que por
ser de material, no permitió que el fuego cogiera la suficiente fuerza.
Así logramos aguantar durante un buen rato y evitamos que el fuego avanzara, pero
desde las diez en adelante, cada dos horas empezaron a arremeter contra la casa. En
las pausas de media hora yo creía que se estaban retirando, pero con descansos de
hasta dos horas es absurdo pensar que esa gente siguiera aún con intenciones de
doblegar a su adversario ¡me parecía casi imposible que quisieran seguir! Ya
llevábamos más de ocho horas dándonos bala y tenía muy buena visibilidad para
continuar dándoles en el momento que se fueran a asomar, no obstante, a las doce
del día iniciaron un ataque que duró varios minutos y volvieron a parar ¡pero nooooo…
es imposible que estos hijueputas sigan jodiendo! Pensaba yo.
Tenía una buena línea de fuego, cubría totalmente la salida del pueblo e inclusive vi
salir el camión con el que habíamos cargado las baterías y como tenía la carpa abajo,
pensé que estaba lleno de guerrilla en retirada, un agente les iba a disparar y
rápidamente le grité: “¡No…! ¿Cómo se le ocurre?... ¿No ve los torea y se nos
devuelven?”. Dejamos que se fueran ¡es imposible que estos animales sigan después
de tanto plomo que nos han echado! Pensaba yo mientras estábamos en la
expectativa. A los diez minutos calculo yo, después que salió el camión vi un
guerrillero que pegó ¡un brinco! Haga de cuenta como el de una liebre y aun así para
un animal es mucho. Lo vi brincar, estaba a unos doscientos metros de nosotros y ahí
sí dije: “No… estos cerdos no se están yendo, se están es organizando de nuevo y si
se quedan ¡nos jodieron!”. Aunque ninguno de los policías cedía, su arrojo y valor era
tanto que se les percibía como si estuvieran bien, además, nos quedaba munición y
otro tanto, calculo yo unos ochocientos cartuchos se estaban quemando dentro de la
estación, se escuchaban reventar y como estaban guardados en bolsas, podríamos
devolvernos y recuperar lo que pudiéramos. Yo era uno de los que más tenía
munición, eran dos proveedores llenos y los repartí para que todos tuvieran el mismo
promedio. Físicamente estábamos cansados, a mí lo que más me afectaban eran los
tobillos que no me dolían pero igualmente no los sentía y eso impedía moverme con
facilidad. A la una de la tarde empezó un ataque que se mantuvo hasta las dos o tres,
me parecía mentira, era casi imposible y me daba ¡piedra! Al ver que habíamos
aguantado durante tanto tiempo, casi sin munición y que a la vuelta de un segundo
podríamos estar muertos no sé cómo, sin saber por qué no nos habían puesto
atención y enviado apoyo. Ahí si empecé a desesperarme, tres de la tarde, si se iban
era prácticamente un milagro, porque en la situación en que nos encontrábamos
¿cómo íbamos a pelear…? Tendríamos que hacerlo a mordiscos, a puños o a
culatazos pues ya casi no teníamos munición. Tres y veinte y aún no claudicaban con
sus planes ¡no, no, no! Me dije. ¡Ni hasta las seis vamos aguantar… no hay con qué…!
Por mi parte ya no quería que sonara un cartucho más, un disparo producía el mismo
ruido que una bomba, era tremendo, los oídos se habían vuelto muy sensibles, un
disparo que se hiciera dentro de la casa nos aturdía, supongo se debía a la acústica o
por no querer saber que estábamos muy cerca de una derrota. Quedé prácticamente
sin munición, le dije al cabo que nos devolviéramos al cuartel a recoger cualquier
cartucho que hubiera quedado allí, él escogió a un agente y con el ánimo de regresar
al cuartel por el mismo orificio que habíamos salido, se preparó para subir por la
pared. Nos estaban poniendo muchas bombas por fuera, creo que eran canecas
porque escuchaba cuando decían ¡páseme las canecas! También tengo entendido que
sacaron los cilindros que había en las casas vecinas para hacerlos explotar y esto lo
digo porque en una ocasión con Yimis devolvimos a dos subversivos que venían
cargando un cilindro con intenciones de dejárnoslo cerca y hacerlo estallar. Cuando el
cabo y el agente se estaban trepando en la pared, se escuchó una fuerte detonación
que hizo que los dos hombres se desplomaran, casi me los matan y fue cuando dije:
“¡No más!”. Para qué arriesgaba la vida de esos hombres, claro está que ellos se
encontraban dispuestos a darla en cumplimiento de nuestro deber, sin embargo les
dije que esperáramos, que no insistiéramos más y ante esa orden, todos se sentaron y
nos dedicamos a esperar que pasara lo que pasara. Había guardado un cartucho con
el fin de ultimar mi vida, pero es que llegar a tomar una decisión de estas es bastante
difícil, claro está que si tenía que hacerlo lo hacía, aunque con esto hubiera creado
más caos y nostalgia entre mis hombres, lógicamente yo no quería ser culpable del
suicidio de ellos, que al verme muerto se sentirían solos y querrían hacer lo mismo por
la solidaridad, fidelidad y lealtad que nos unía, igualmente éste sería un gesto dirigido
a todo el mundo por parte de un grupo de verdaderos seres humanos, que no querrían
tener que sufrir ningún tipo de bajeza a la que estarían expuestos si caían en manos
de esa clase de enemigo, por eso, cuando estábamos en pleno combate, preferí
sacarlo y quemarlo en algo más productivo como la búsqueda de nuestra libertad.
Sabía que podíamos morir masacrados o ser objeto de un secuestro, muchas cosas
podían pasar, a veces pienso ¡porque no habré muerto combatiendo! Así no hubiera
creado tanta conmoción como la que se podía presentar en el caso de propinarme un
disparo y se hubiera podido disfrutar de un verdadero descanso, si se compara con
todo lo que tuve que vivir, luego de haber perdido esa batalla.
Los bandoleros comenzaron a aproximarse hasta tal punto, que se nos asomaron casi
a la venta para decirnos que saliéramos. Uno por uno fuimos saliendo, varios
habíamos desarmado el fusil y enterrado sus partes principales entre los escombros,
salí con las manos en la nuca, me quité la reata y la arrojé hacía un lado, pues esas
eran las instrucciones y siguiendo algunas señales caminé hacia el parque, al llegar a
la esquina me encontré con un subversivo que aparentaba ser un comandante y le
pregunté qué iba a pasar con nosotros y él contestó: “¡Lo que el pueblo decida!”. Cosa
que me gustó y me alegró mucho porque mi gente al igual que yo estábamos muy bien
con las personas del municipio, pero lo que yo no sabía era que él no se estaba
refiriendo al pueblo de Santa Elena sino, ¡al pueblo colombiano!
Agente Chanagá. Fundido por el suelo pero con gran expectativa al no saber a ciencia
cierta qué nos iba a ocurrir, además, quería observarlo todo, traté de no perderme el
más mínimo detalle toda vez que nunca había visto a un subversivo y mucho menos
su forma de actuar, cosa que me despertaba una gran curiosidad. Caminamos
custodiados hasta llegar a la escuela del municipio, donde uno de los sediciosos que
allí se encontraba nos preguntó en forma ofensiva, empleando para esto términos
despectivos y déspotas, tales como: “¿Cómo la vieron…? ¿Cómo se sintieron…?”.
-
“¡Muy difícil!”, le habré respondido yo.
-
“¡Eso no es como estar pateando gente en las calles!”, nos siguió recriminando.
El recibimiento no fue muy grato, era un muchacho de mediana estatura, piel trigueña
tostada por el sol, en su cabeza tenía una boina negra, al verlo lo reconociera
fácilmente. Uno de mis compañeros le preguntó: “¿Pero ustedes no nos van a matar…
verdad?”. “¡Eso ahora lo veremos!”, con cierta prepotencia, respondió. Era miembro
del ELN, luego llegó un hombre alto, delgado, trigueño, de modales muy agradables,
tipo paisa y nos dijo: “¡Muchachos… ¿Cómo les va?!”. Era alias ´Dumar` el mismo
sujeto quien se hacía responsable del asalto a Santa Helena del Opón. “¡Ésta es la
guerra!”, continuó diciendo. “Pero tranquilos… la vida está llena de múltiples batallas y
en ellas el vencedor toma como prisionero al vencido, es la ley y por eso en este
momento ustedes son ¡prisioneros de guerra! Y como tal, ese es el tratamiento que se
les va a dar, es el trato que ustedes van a recibir”. Cuando el bandolero dejó de hablar
empecé a percibir un futuro negro, vinieron a mi mente imágenes vistas en las
películas de Vietnam, imágenes de soldados metidos en calabozos subterráneos,
viendo la luz del sol a través de una reja de alambres de púa, propensos a morir de
hambre o por una enfermedad tropical que no fuera atendida a tiempo. Un poco
resignado y aunque psicológicamente afectado, saqué no sé qué clase de energía,
que me tranquilizó y me ayudó a mantener el ánimo para seguir hasta donde
tuviéramos que llegar. Después pude establecer cuál era el tratamiento al que iríamos
a estar expuestos por ser prisioneros. Resultó ser todo lo contrario al que yo me
imaginaba, nada coincidió con lo que tenía en mente y eso fue cuando me entregaron
una cartilla donde se especificaba el trato que iríamos a recibir durante el tiempo que
ellos estimaran tenernos en su poder. Con el saludo de ´Dumar`, el guerrillero que nos
había recibido despectivamente se escurrió, supongo sería de vergüenza, porque se
desmoronó y se fue deslizando suavemente hasta desaparecer de nuestra vista.
´Dumar` preguntó quién de nosotros era el teniente, después de esto llegaron los
primero policías que habían logrado salir de la estación junto con mi teniente, entre
ellos Osorio, nos saludamos y sentimos mucha alegría al verlos con vida, y aunque
ellos igualmente estaban cansados, así mismo se les notó la cara de sorpresa y
felicidad al vernos dentro de la escuela, era obvio que nos hubieran dado por muertos.
Osorio en forma tímida levantó la mano queriendo dar a entender que él era el oficial
al mando de los policías, pero no le pusieron mucha atención, acto seguido llegó mi
teniente quien venía con los últimos ayudando a traer a varios heridos en hombros y
una vez estuvimos todos reunidos, volvieron a preguntar quién era el teniente. Él
levantó esta vez la mano dando a entender que se hacía cargo de todo lo ocurrido,
pero como Osorio estaba cabizbajo, no vio que mi teniente lo había hecho, por eso la
volvió a levantar y cuando mi teniente se dio cuenta de lo que estaba haciendo Osorio,
enérgicamente dijo: “¡Yo soy el teniente!”. Y Osorio la bajó. Por esto el jefe guerrillero
dijo: “Para nosotros el teniente sigue siendo el señor teniente, al igual que el cabo
seguirá siendo el señor cabo y los agentes seguirán siendo los señores agentes,
nosotros no degradamos a nadie, entendemos que en toda sociedad existe la
jerarquía y por eso, en este caso también deberá prevalecer”. A mi teniente se le veía
destruido físicamente, a mi cabo Rodríguez también se le veía muy agotado, de tal
forma que no se les escuchó palabra alguna. Nos subieron a un camión que era del
pueblo y lo tenían listo para nuestro traslado, nos subimos y empezó la marcha con
rumbo hacia la vereda ´Trochas`, el camión era conducido por una guerrillera,
seguramente empezaron a sobrevolarnos los helicópteros que habían venido en
nuestra ¡ayuda!, por esto, uno de los agentes dijo: “Aquí no nos disparan, porque
saben que vamos nosotros”. Inmediatamente un guerrillero le respondió: “En la toma
de San Pablo llevábamos a los policías dentro de un camión y el único guerrillero que
murió, fue por que recibió un disparo de alguno de los artilleros desde el helicóptero
hacia el camión”. Estas palabras hicieron que nosotros entráramos en pánico
nuevamente, ahora lo único que deseábamos era que las máquinas no se fueran a
acercar, por suerte no ocurrió nada malo, luego dijo el bandolero: “Ahora a nosotros
nos corresponde cuidarlos a ustedes del ejército, porque si ellos los matan, van a
resultar diciendo que la subversión fue quien lo hizo”.
Durante el viaje mi teniente se mareó y luego se vomitó. A un guerrillero le pareció
bonita la correa de mi cabo y le dijo: “Linda… linda esa correa”. No sé porque mi cabo
se la quitó y se la regaló, el facineroso de la misma forma se sacó el pedazo de
cabuya que hacía las veces de correa y se la entregó a mi cabo para que se
sostuviera los pantalones, luego se dieron las gracias y no volvieron a cruzar palabra
alguna. Llegamos a ´Trochas` y debajo de un kiosco, que tenía grama alrededor,
velaron a un guerrillero que tenía su cabeza envuelta en un pedazo de tela y como el
agente Carrero había tenido que pelear todo el tiempo sin nada en los pies, alias
´Dumar` ordenó que le quitaran las botas de caucho al muerto y se las entregaran a mi
compañero, los pies del muerto estaban ¡blancos, blancos! Parecían dos cuajadas,
daban el aspecto de estar llenos de hongos, considero yo es normal cuando se utilizan
esta clase de calzado durante mucho tiempo. En ´Trochas` hubo comida que tan sólo
probamos, porque a pesar que había mucha hambre, no habían ganas de comer y tan
solo algunos tomamos el líquido que nos dieron en ese caserío. Estando allí me
regalaron una carpa pequeña, una linterna que supongo era de un muerto, pues es un
elemento de primera necesidad y un vivo no la va a regalar de buenas a primeras,
igualmente nos dieron jabón, cepillo y crema de dientes, elementos que venían en una
bolsa plástica la que se me dañó en menos de nada. En ´Trochas` intenté conciliar el
sueño, cerré los ojos y quise dormir, pero tan pronto lo hice volvió a mi mente el
bombardeo y la balacera más tremenda, volví a revivir aquella batalla ocurrida durante
esa noche insomne, me sentía muy cansado, buscaba ignorar todo lo vivido pero no
podía dormir. Me sentía herido, pero no podía hacerle caso a la lesión, la que estaba
un poco húmeda pero ya no salía sangre, luego de algún tiempo se organizó una
marcha que fue dirigida por una mujer si no estoy mal era ´Claudia`, quien se
caracterizó por su prepotencia, mal genio y por portar un sombrero como el que
emplea la policía antinarcóticos pero de fabricación casera, el cual era un poco más
pequeño que el normal. Después de saber lo ocurrido, hallé la razón para que la
guerrillera estuviera disgustada, según otro subversivo, la mujer había perdido a su
amante quien era segundo o tercero al mando de una cuadrilla y como se había
ubicado al frente a la estación, una ojiva o una esquirla lo mató. Estaba furiosa,
maldecía porque como se sabe, ellos están acostumbrados a impartir la muerte pero
no a recibirla.
En mi caso yo era el puntero de los policías, adelante iban dos comandantes y la
mujer, detrás de ella un guerrillero y detrás de él, el agente Bernal y no recuerdo más.
Caminamos mucho, seguimos por una carretera hasta llegar a un rio de dónde
sacaron agua y prepararon algo de tomar, nos repartieron y lo consumimos en forma
afanada, el agua era lo que mejor nos caía, descansamos durante escasos minutos e
iniciamos una cuesta. El terreno según ellos era muy peligroso, muchos de nosotros
habíamos recibido linternas, éramos diecisiete y ninguno la encendía, ellos si las
hacían parpadear, pero la puntera se disgustó y nos echó la culpa a nosotros cuando
preguntó por qué les habían dado linterna a esos tombos hijueputas, pero nosotros
qué podíamos hacer. El mensaje que se originaba de algún comandante iba pasando
de boca en boca hasta llegar al último de los bandoleros. Seguimos caminado por
donde nos iba arrastrando el de adelante, hasta que llegamos a un cacaotal. Eran las
tres de la mañana, dijeron que la dormida iba a ser en ese sitio y por eso me dispuse a
hacerlo acomodando mi carpita sobre la hojarasca. Mi teniente estaba sentado a unos
cuatro metros de mi posición, recuerdo que no lo llamé como lo debía hacer,
simplemente le dije: “Augusto”, y le señalé el lugar que había destinado para que él se
recostara y no durmiera directamente sobre la vegetación, hoy aún pienso en que si lo
llamé por su nombre, no lo hice por falta de respeto, sino porque no quise hacer
latente su grado entre los policías y los guerrilleros. Estaba aislado, no quería hablar
con nadie, se le veía muy fatigado y por eso lo llamé para que descansara en un lugar
apropiado, además, yo era el único que tenía carpa. Se acercó, se recostó y de
inmediato se quedó dormido, en mi caso no podía cerrar los ojos ya que sentía miedo
de dormirme y todavía había cosas que me causaban curiosidad. Con nosotros iban
unos ochenta guerrilleros, había mucha gente cubriendo la carretera, escuchábamos
decir que eran cuatro frentes provenientes de los llanos orientales, Santa Marta y otros
lugares, los que habían participado en la incursión contra Santa Helena y en realidad
veía gente en forma exagerada. Sentía que no me podía perder de nada ¡hasta
masoquista… ¿no?! También sentía miedo porque todos dejaban ver su cara, ninguno
utilizaba capucha y por eso pensé que no iríamos a salir bien librados de esta.
Pensaba en un final trágico y ese pensamiento me ayudaba a hacer un tanto duro
conmigo mismo, me daba una coraza que me ayudaría a subsistir en ese ambiente
durante el tiempo que fuera necesario. Como era normal, el cansancio pudo más y por
último me quedé dormido y cuando me desperté, estaba en tremenda balacera,
recuerdo que me desadormecí dando botes en el piso ¡y no era psicosis! Pues si
estaba sonando bala, no era de verdad, pero sí era de una grabación que tenían los
guerrilleros y se la estaban dando a escuchar a varios policías que permanecían
despiertos. Un compañero me tranquilizó, había dormido unas tres horas, la camisa
estaba tiesa por la sangre coagulada, las piernas rasguñadas por el roce con ramas y
las esquirlas que me habían alcanzado a herir. Me dolía todo el cuerpo,
necesitábamos agua y con un pequeño chorro que pasaba cerca al lugar donde nos
encontrábamos pudimos bañarnos la cara, luego trajeron café y como yo tan solo tenía
una pantaloneta y una camiseta, el jefe subversivo le preguntó a los guerrilleros que si
alguno tenía un pantalón para que me lo regalara, uno de ellos me entregó un
pantalón verde de los mismos empleados por ellos, que era de color verde botella
hecho en tela sintética y me quedó preciso.
Había un tipo de quien decían era ¡el papá de los explosivos! Tenía cara de ser un
poco civilizado, no empleaba la jerga de los campesinos pero se desenvolvía muy bien
en el área. Algunos decían que se parecía a mí y según él, no se acordaba que una
vez lo habíamos retenido en la estación, comportándose como si no se tratara de él,
mi teniente le dijo: “Yo a usted lo he visto en alguna parte”, el frunció el ceño y dijo que
también él como que lo había visto en algún sitio, pero mi teniente le llevó el juego, tal
vez lo hizo quedar bien ante los otros, si como sea, el hombre tenía cierto grado entre
los demás, por eso nuestro comandante le dijo: “Yo a usted lo vi en Bucaramanga
manejando taxi”. El hombre manteniendo la cabeza erguida, como que le gustó el
comentario, si no estoy mal, mi teniente le dijo que cuando él había trabajo en la base
del departamento, un día se encontraba patrullando y le ayudó a despichar una llanta
del carro. El tipo con movimientos de cabeza y con cierto aire de sabiondo, afirmada y
se sonreía, se le habría subido el ego, entonces mi superior dijo: “¿Qué tal que se me
hubiera dado por verle el baúl…? ¿Qué tanto estaría cargado usted dentro del carro?”.
El tipo se hinchaba, sus demás compañeros lo miraban con gran asombro y
admiración sin saber que el caso había sido muy distinto.
El comandante guerrillero dijo que iban a hacer un sancocho con el fin de ´quemar`
(delatar), al dueño de la finca señalándolo de sapo, según el subversivo, el propietario
de la finca le vivía contando todo al ejército, por eso quería que la fuerza pública lo
señalara como auxiliador de los bandoleros y lo juzgaran por esto. En la actualidad no
sé cuál haya sido su verdadera intención, supondrían que nosotros podríamos
conducir a la tropa hasta ese lugar ¿pero cómo?
Almorzamos, fuimos los primeros en hacerlo y para esto tuvimos que utilizar menajes,
que consistían en unas ollitas que hacían las veces de platos, nunca me había tomado
el tiempo para pensar, cuál sería la forma de tomar sus alimentos en el monte, por eso
todo era novedoso para mí, estaba aprendiendo de esa gente y eso me daría una gran
experiencia.
Como a las dos de la tarde emprendimos una cuesta a pleno sol, hasta ese momento
me di cuenta que mi teniente estaba enfermo de los tobillos, los tendría desgarrados al
saltar o tener que arrastrarse, observaba que sufría al caminar, porque para hacerlo
tenía que levantar las rodillas en forma exagerada. Llegamos a una carretera bastante
transitada, desafortunadamente yo no conocía esa zona, cruzamos esa vía y a la orilla
había varias bodegas destinadas para el almacenamiento de víveres y mientras
nosotros seguíamos derecho, ellos compraron arroz, azúcar y otros elementos que
iban a ser utilizados para preparar nuestra comida y la de los bandoleros. Llegamos
hasta un rancho techado con zinc, a su alrededor había un espacio un poco
considerable, esperamos unos minutos mientras distribuyeron la mercancía que debía
cargar cada uno de los subversivos, a nosotros solo nos dieron una bolsa de
polietileno para reemplazar nuestro equipaje, que como lo dije antes, consistía en una
bolsa de plástico endeble que no aguantó pocas horas de trajín. En ese sitio se
robaron una gallina que se acercó y un guerrillero dijo: “Esa gallina como que me está
desafiando”. ¡El papá de los explosivos!, que era como le decían los demás
guerrilleros, salió junto con otros dos hombres, la cogieron, la metieron en una olla
grande y se la llevaron, tan solo se le veía asomar la cabeza a la pobre que ni se
imaginaba lo que le iba a pasar… jajajaja.
Pasaban los días en los que no dejábamos de caminar y para llegar hasta el rio
Magdalena, tuvimos que desplazarnos desde muy temprano por una área en la que no
había una gota de agua ni para los guerrilleros, ni para los policías, hasta cuando a las
siete de la noche llegamos a un rio, o mejor dicho, un caño de donde sacaron agua, le
echaron melaza y nos repartieron. Recuerdo haberme tomado cuatro olladas como de
un litro cada una y así pude saciar mi sed. Cuando llegamos a ese sitio ocurrió algo
que me causó cierta inquietud y fue cuando muchos de los guerrilleros que habían
permanecido custodiándonos durante un poco más de diez días y no tenían mucha
jerarquía, se tuvieron que separar de la caravana no sin antes despedirse en una
forma tan efusiva y afectiva a la vez, que hubiera dado a pensar que se estaban
despidiendo de sus propios camaradas. No lo vi como trabajo psicológico, nos
desearon suerte, luego se devolvieron y creo yo se fueron contestos de alejarse de
nosotros pues ya no tendrían que arriesgar su vida cuidándonos. Continuamos
conociendo gente y al cruzar el rio Magdalena nos encontramos con otros ochenta
hombres aproximadamente, que nos estaban esperando para llevarnos a una de sus
caletas, no sin antes caminar durante varias horas y así recorrer el territorio necesario
para llegar hasta su campamento.
Estando en ese lugar ´Hércules` quien era el mismo Losada, un policía que había
construido parte del gimnasio dentro de la estación, era muy dedicado al ejercicio
además de ser muy serio, quiso comentar una de sus historias. Fue una
transformación fenomenal porque nos hacía reír mucho, según él, cuando se presentó
a la escuela general Santander fue rechazado y la forma como lo decía, hacía que
hasta mi teniente se riera y los guerrilleros mantuvieron oído atento a sus palabras,
luego comentó que se había presentado a la escuela para suboficiales Gonzales
Jiménez de Quesada, donde también fue rechazado y por último se presentó para
hacer curso de agente, pero en la primera ocasión también lo desestimaron y solo
hasta en su segundo intento se pudo incorporar. Él quería hacer ver en forma irónica
todo el sacrificio por el que tuvo que pasar para entrar a la policía y ahora tener que
estar viviendo un secuestro por el solo hecho de pertenecer a esta institución ¡ingresó
únicamente para ´llevar del bulto` (sufrir)! Y todos nos echamos a reír de su
comentario.
El comportamiento de Carrero era normal, él desde antes de ingresar a la policía había
tenido dotes de payaso y en alguna ocasión lo fue, por eso durante su secuestro se
dedicó a imitar a cuanta persona se le viniera a la cabeza. Recuerdo que en algún
momento escogió al comandante del departamento de policía y haciendo de cuenta
que éramos liberados y que mi teniente nos formaba para darle parte de todo el
personal, suponía que cuando nuestro comandante se estaba acercando a su superior
para informarle las novedades, el coronel levantaba el brazo y en forma arrogante
apuntándole con la palma de la mano, le decía: “Desde allá teniente cobarde, ahora
salen muy flojos del Alma Mater... dejan matar a sus muchachos y nos los defienden”.
Mi teniente de un momento a otro se levantó disgustado y refutó: “¡Coronel gran
hijueputa, como usted no fue el que estuvo allá poniendo el culo para que se lo
llenaran de plomo!”. “Jajajaja…”, nos echamos todos a reír. Tal vez estaría viviendo la
historia de otra forma, porque se mostró muy disgustado cuando supuso se estaba
dirigiendo al supuesto coronel. Mientras unos nos seguíamos riendo, los otros se
pusieron a controlar la situación porque mi teniente estaba encolerizado, pero luego se
tranquilizó.
En el caso de mi cabo era un poco diferente, mantenía pendiente de cada uno de
nosotros, pero era muy callado y reservado, solo hablaba cuando se le pedía que lo
hiciera y se caracterizó por saber manejar muy bien el miedo. Cuentan mis
compañeros que él peleó desde el segundo piso, empleó dos fusiles que sostuvo con
su mano derecha e izquierda y apuntó por entre las ventanas haciendo que no se le
arrimara nadie, pero ante el fuego no pudo hacer mucho y yo creo esa era la tristeza
que lo embargaba. Hablaba dormido y en sus frases relatadas a la noche, describía
parte de sus planes de fuga, por esto la seguridad a la que estuvo sujeto fue mucho
más estricta que la nuestra, sumándole a esto que en una ocasión, como era lo
ordenado, fue acompañado hasta la letrina y cuando venía de regreso vio un vástago
que colgaba a varios metros de un árbol y de una patada lo bajó, por eso los
bandoleros que lo escoltaban llegaron relatando con admiración lo que mi cabo había
hecho y para la muestra traían la rama en sus manos. Mi cabo participaba en las horas
de integración cultural cantando música antillana y también le gustaba entonar el tema
del ´Gran Varón`, que fue muy aplaudido por los espectadores, claro está que él no
era el único, Rodrigo Mosquera ´El Chocoano`, cantaba vallenatos, él, que en paz
descanse porque murió tiempo después de ser puesto en libertad, cantaba con Osorio,
quien se dedicaba a hacerle los coros o los sonidos que Mosquera necesitara para
animarse y poder cantar.
Entre mi teniente y yo surgió una especie de lenguaje que pocos o ninguno entendía,
por eso decían que yo lo estaba volviendo loco ¡pero no era mi culpa! Era un lenguaje
normal para los dos, aunque para los otros fuera diferente, este tipo de comunicación
se originó cuando en una ocasión escuchamos por radio un capítulo de la serie ´Misión
del deber` cuyo tema principal trataba del secuestro de un mayor ´prisionero de
guerra`, quien solo se dedicaba a urdir planes de fuga, por eso mi teniente asumió el
papel del protagonista y cuando quería hablarme de algo referente al tema, me decía
frases como: “¿Qué tal lo del mayor? ¿Cómo le pareció? ¿Cómo y cuándo lo vamos a
hacer?”. Por eso, cuando queríamos pensar en fugarnos, debíamos hablar en esa
forma, que era casi imposible de descifrar.
Al principio todos dormíamos en el suelo y los insectos nos mortificaban, pero nos
fueron consiguiendo toldillos, alcanzando a tener uno para cada dos. A mi teniente le
consiguieron una hamaca, que utilizó varias veces hasta que se cansaba y le daba por
dormir en el piso. Bernal dormía conmigo, habíamos adecuado una cama suave, con
hojas de palma y ramas que la hacían un lugar más acolchado y agradable, sin
embargo cuando llovía se nos mojaba todo, aunque yo no le ponía mucha atención a
eso, pero lo que si me disgustaba y atemorizaba, eran los rayos y los truenos, creía
que una descarga de esas me iba a chamuscar y por eso cogía un pedazo de trapo
que me habían regalado e improvisando una venda me la ponía sobre los ojos, ya
después podía tronar todo lo que quisiera. Esta era la única forma de superar el
miedo, al no tener que ver los destellos, tampoco el árbol que habría de caerme
encima y matarme. Así tuvimos que pasar varias noches, pero gracias a Dios ninguno
de los que compartieron la experiencia del secuestro conmigo, fue víctima de morir
electrocutado o aplastado.
En una ocasión, el agente Díaz entró a su cambuche para acostarse a dormir, pero
corrió ¡con tan mala suerte! Que fue picado por un alacrán. Por reflejo mandó la mano
al sitio de la picadura, pero también el animal se la picó. Se armó el desorden, él no
gritó, pero asustado dio avisó de que algo lo había picado, prendieron las linternas y
cuando fueron a ver, encontraron un alacrán grandote con visos azules y negros, los
que daban un aspecto brillante y peligroso. Un guerrillero pidió que trajeran un granito
de panela y alcohol que le echaron en la nalga y en el dedo, le dieron a chupar el
granito de panela ¡y a dormir! Claro que para untarle el alcohol tuvieron que hacerle
bajar el pantalón y como su nalga estaba tan blanca que casi alumbraba en la
oscuridad, Yimis tuvo fiesta, hizo mofa un buen rato del pobre Díaz y no dejó de
hacerlo hasta que igualmente se quedó dormido. También un día tuve que ver a mi
hermano, que fue picado por un alacrán, eso lo tuvo quejándose durante casi
veinticuatro horas, pero en el caso de Díaz, él tan pronto se acostó, se durmió y hasta
el otro día en la tarde fue que nos acordamos de lo que había ocurrido la noche
anterior y eso fue cuando alguien le preguntó cómo había amanecido, pero él
difícilmente se acordaba de la picadura. ¡No sé! Si el remedio fue efectivo o si el
veneno del animal no cumplió con su función, pero lo que si vi, fue el brinco que pegó
cuando el alacrán lo picó.
Como lo dije anteriormente, cuando llovía, el agua se nos metía a los cambuches, pero
esto a mí no me afectaba, contrario a mis compañeros que se quejaban
excesivamente y esto era normal al tener que dormir completamente mojados.
Empezaban a renegar dentro del cambuche diciendo: “Esto me pasa a mí por
cobarde... ¿quién me mandó a perder esta pelea? No creo que vuelva a perder otra ni
por el verraco”. Y eso tal vez creó inconformismo entre los guerrilleros, porque al otro
día uno de ellos preguntó cuál era el policía que había dicho que no iría a perder otra
pelea, yo no sabía quién había sido con exactitud, pero muchos miraron a Carrero,
que inmediatamente volvió a repetir lo que había dicho la noche anterior, agregando
que en verdad él no podía volver a perder otra pelea, porque si lo hacía qué iría a decir
su mamá, ella que creía que su hijo había salido igual de macho a su papá, igual de
varón a su progenitor, ¡pero no! Resultó ser más flojo que la mierda en el agua...
jajajaja... eso hizo reír a carcajadas a todos los que estaban cerca de nuestro
cambuche y lo hacía con tanta gracia, que nos sorprendió pues nunca nos había
permitido conocer esas dotes de mamagallista, que salieron a flote durante su
retención.
Mi teniente también nos hacía reír remedando a Losada ´Hércules` a quien se le
despertó una gran afición por cantar vallenatos y cuyo tema favorito, era aquel donde
el compositor suplicaba ante Dios diciéndole que él era creador de todas las cosas
bellas que habían en este mundo, y que por qué no le ayudaba a curar sus males...
pero de ahí no pasaban los gestos de gracia de mi teniente.
Un día estando yo herido, una guerrillera que hacía las veces de enfermera me llevó a
un caño con el fin de ayudarme a bañar, ese día hubo baño solo para mí y como ella
era la que me guiaba hasta el lugar donde según su criterio, era el mejor para
limpiarme las heridas, me metió por los lados de la cocina y al pasar por este sitio,
tuve la panorámica de un pie de monte, que no se lograba ver desde donde estaban
mis compañeros, pero había mucha gente allí sentada o de pie. Parecían unos
trescientos, esto por decir una cifra por que el número real podía ser mucho mayor.
Ella como que comprendió, que había incurrido en alguna falta al haberme guiado por
ese sitio y agilizó el paso hasta llegar al arroyuelo, donde me hizo las curaciones y
entabló cierta relación amistosa con su paciente, aunque le agradaba a todos. En su
forma de ser era muy cordial y no creo que haya un policía que se refiera en malos
términos cuando se le pregunte algo acerca de ella. La conocimos como ´Amparo`, era
alta, delgada y un poco veterana, siempre cargaba su fusil al hombro y en forma
despreocupada lo que lo hacía pensar a uno, que no tenía mucha experiencia en el
dominio de las armas, pero como enfermera sabía lo que tenía que hacer.
Estando en un campamento, el nuevo encargado de nuestra guardia nos pidió el favor
de que le cantáramos el himno de la policía porque según él, los demás guerrilleros
que estaban bajo su mando no lo conocían y le habían dicho que lo querían escuchar.
Como era de esperarse, el himno de las FARC era entonado seguidamente, pero el
nuestro lo íbamos a afinar hasta ese momento y se presentó la oportunidad solo
porque iríamos a complacer a nuestros secuestradores. Cuando los miembros de la
guardia empezaron a cantar su himno, lo escuchamos recostados en los árboles o en
cualquier lugar en el que nos pudiéramos apoyar, pero cuando correspondió nuestro
turno, el espíritu de policías nos hizo enderezar, haciendo que todos nos colocáramos
como nos habían enseñado ´en posición fundamental` (firmes) y viviendo cada frase
de ese hermoso himno, con gran fervor cantamos tan henchidos de mística y respeto
hacia ese símbolo, que ocurrió algo que me sorprendió mucho y no sé si fue por
reflejo, admiración o por causarnos una imagen de una guerrilla culta, pulcra, ejemplar,
muy respetuosa de los ´Derechos Humanos...` o bien entrenada, pero a todos nos
sorprendió que los subversivos adoptaron nuestra misma posición, poniéndose firmes
en el momento que nosotros iniciamos con nuestro cántico, y mantuvieron esa postura
hasta que terminamos de cantar.
Una vez me permitieron hacer una hoguera con la que quería espantar los sancudos y
a la vez distraerme, serían las siete de la noche y ese mismo día en la tarde varias
cuadrillas habían atacado la población de San Pablo (Bolívar), pasó el avión al que
ellos le dicen ´La Marrana` (avión Hércules empleado por la Fuerza Aérea
Colombiana), que iría tal vez a apoyar esa población o tan solo estaría efectuando un
vuelo de traslado, lo cierto fue que ellos al escuchar el ruido del avión se asustaron
tanto, que se pegaron a los árboles y lo único que hacían era gimotear para que yo
apagara la fogata “¡apaguen eso, apaguen eso!”, con cierto clamor, pedían los
bandoleros. Varios agentes, entre ellos Osorio, le echaron tierra y ahogaron el fuego,
pero los subversivos no fueron capaces de retirarse de los árboles hasta que no vieron
completamente apagada la fogata.
Fue una guerrilla que siempre vi equipada con un buen armamento y explosivos
(rockets, granadas, dinamita, etc.), procurando hacer un despliegue cada vez más
grande de armas y tropa, supongo que para hacerse ver ante nosotros, como
invencibles o algo por el estilo, pero si este era su objetivo, tampoco pudor calar en mí,
porque el convivir con el enemigo, sirve para saber cómo es uno en su interior y
conocer mejor a su adversario. Pude ver los cambios de valor, coraje y miedo reflejado
en esa gente ante situaciones de inminente peligro. Yo no soy muy corajudo, pero
igualmente no soy tan miedoso como ellos y es que al preguntarles, el por qué
utilizaban tanta dinamita en los golpes perpetrados contra pequeñas estaciones de
policía, simplemente decían que lo veían más fácil y de menos riesgo que si tuvieran
que doblegar a los uniformados disparando tiro a tiro, cosa que sería casi imposible.
Alguien construyó un ajedrez y mi teniente fue uno de los que más disfrutó con ese
juego, Osorio también hizo un dominó que nos sirvió para quemar el tiempo mientras
nos resolvían la situación.
Comíamos poco, pero como siempre existe alguien que come mucho más que los
otros y en nuestro caso no podía hacer falta, el apodo de glotón se lo ganó Jesusito
Bernal Anzola, para quien su olla era el doble de grande en comparación con la
nuestra, él trataba de llenarla al tope cuando pasaba a recibir los alimentos y si le
daban la oportunidad, se comía dos o tres ´cancharinas` (arepas de harina), mientras
nosotros podíamos con solo una. Era impresionante la forma como comía ese hombre,
creo yo era la ansiedad o el estrés, lo cierto fue que cuando salió de su secuestro, sus
familiares lo vieron demasiado gordo.
A los guerrilleros casi nunca los vi comer, ellos siempre lo hacían dentro de sus
cambuches, evitando así que nosotros nos diéramos cuenta de sus modales al
hacerlo.
´Rambo`, uno de los jefes guerrilleros fue muy tratable conmigo, preparaba sopas, se
nos acercaba y me llamaba para que fuera con él a escuchar vallenatos dedicados a la
guerrilla, interpretados por un grupo subversivo que delinquía en Santa Marta, todas
las canciones eran alusivas a la subversión y mientras escuchábamos los temas me
daba de lo que comía diciendo que sus alimentos tenían muchas vitaminas. Después
de algún tiempo y varias caminatas vine a darme cuenta que cuando él me ofrecía
comida, era porque sabía que al rato nos figuraba una gran caminata y en ese aspecto
creo que fue muy consciente conmigo, al ver que me encontraba herido y los
alimentos que ellos nos suministraban no tenían los nutrientes suficientes para que yo
me mantuviera con energías y así lograr caminar durante tantas horas. Hablábamos
de milicia y preguntaba sobre nuestros procedimientos de policía, diciendo que ellos
también hacían sus procedimientos enfocados al bienestar de la población civil,
arreglando las diferencias entre ciudadanos, criticando nuestros métodos y
quejándose de nuestra ineficacia para arreglar ciertos problemas entre la gente.
Yo siento haberle enseñado algo, pues le decía que nosotros no debíamos
solucionarle la situación a las personas, cuando el problema fuera una infracción de
una norma o una ley establecida, nosotros simplemente cumplíamos con capturar y
poner a disposición al individuo para que otro ente competente impusiera la sanción a
la que se hacía acreedor el infractor, por eso nosotros no podíamos ser jueces y parte
en la solución de un conflicto, aunque para él era mucho más fácil coger dos
campesinos en discusión, escuchar sus quejas y en forma radical plantearles la
solución del problema, y que debían acatar si no querían vérselas con él, para luego
ufanarse de decir: “Cuento arreglado ¿sí o no ?”, y ¡según él! Muy contestos se iban
las partes a continuar con las labores diarias en sus parcelas.
Le decían Marcos, nosotros lo llamábamos ´Rambo` que hablaba de su acérrimo
enemigo refiriéndose a la gran nación del norte, ´Los Yanquis` como él los llamaba,
eran los estadounidenses que nos estaban explotando bajo el auspicio del gobierno
nacional, que no hacía nada para contrarrestar ese crimen y por la clase alta de
nuestro país, quienes directa o indirectamente se beneficiaban de ese negocio
lucrativo y por eso tenía que combatirlos a como diera lugar.
Luego de varios días, un miércoles a las cinco de la tarde, escuchamos la noticia por
radio donde textualmente decían: “En este momento están siendo liberados los
policías secuestrados en el municipio de Santa Helena del Opón”. Escuchábamos esa
gran mentira, mientras permanecíamos en el campamento y custodiados por gente
distinta a nuestros primeros captores, “la prensa habría recibido mal la información”,
nos decíamos. Porque nuestra liberación se produjo unos dos o tres días después de
este comunicado, aunque cuando lo escuchamos nos pareció raro, pero no le pusimos
mucha atención.
Cuando se iba a efectuar nuestra entrega, comenzamos a caminar desde medio día,
recogiendo los pasos dejados para llegar hasta el campamento donde habíamos
permanecido durante mucho tiempo, toda esa tarde caminamos sin descansar, nos
deteníamos únicamente para consumir líquido, hasta que llegamos a un caño en el
que nos estaban esperando y en varias chalupas pasamos al otro lado, luego nos
llevaron a otro lugar donde habían varias casitas hechas con palma, las cuales
habitamos y nos sirvieron para tomar algunos alimentos y café. Serían las once o doce
de la noche, cuando nos volvimos a reunir con ´Dumar` a quien hacía tiempo
habíamos dejado atrás cuando cruzamos el rio Magdalena. El preguntó que donde
estaba ´El Pitufo` que era como me llamaban los guerrilleros, él se acordaba de mí,
debido a que nunca compartió mi secuestro por la gravedad de mi herida, además, en
otra ocasión un guerrillero me regaló una camisa y una gorra de las que ellos utilizan,
de tal modo que quedé casi uniformado como ellos y aunque yo permanecía siempre
con mis compañeros, un día estando hablando con el experto en explosivos, llegaron
dos guerrilleros utilizando prendas de civil y al verme con sus prendas se confundieron
y me saludaron como a un camarada más, pero cuando saludaron al otro, él les hizo
´cambio de luces` (señales con la mirada), haciendo que los visitantes siguieran y
continuaran a lo que venían, claro está que esto le fue informado al tal ´Dumar`, por
eso cuando nos encontramos de nuevo, me palmeó el hombro con fuerza y trajo a
colación la anécdota cuando me dijo: “Qué hubo camarada... ¿cómo está…? ¿Quiere
tinto?”. Acepté y me llevó hacia otro rancho, me ofreció cigarrillos que cogí y fumé en
forma desesperada, consumí todos los que quise, tenía dolor en el alma, sentíamos
que lo que iba a ocurrir no era justo y veía mucho más dolor en mis compañeros, eso
se notó cuando ellos insistieron en quedarse junto a mi teniente y a mi cabo si éstos
no eran puestos en libertad como lo habían planeado con nosotros, pero ese dolor se
tornó en felicidad meses después cuando a ciencia cierta supimos que los habían
liberado. Pero mi teniente queriendo lo mejor para nosotros, tajantemente y en forma
de orden dijo que debíamos continuar por el sendero previsto para lograr nuestra
libertad, porque a él le produciría una gran tranquilidad saber que nosotros íbamos a
estar con nuestras familias.
Él fue siempre el más afligido, amínicamente lo estuvo desde cuando fue derrotado en
Santa Helena, pienso que debido a su responsabilidad, a la reciente formación
recibida en la escuela de oficiales, a sus criterios como policía, su forma de ver las
cosas y otros factores, contribuyeron para que su golpe fuera mucho más duro que el
nuestro, a veces lo veíamos muy atormentado y al borde tal vez de la locura, pero
afortunadamente todos procurábamos estar en contacto con él, previniéndolo y
aconsejándolo para que se desinhibiera de cualquier responsabilidad a la que se
quisiera hacer cargo, y los policías con más experiencia le decían que todo se había
escapado del poder de sus facultades, haciéndole entender que no hubo nada más
qué hacer y por eso no permitiríamos que llegara a perder la cabeza culpándose por la
suerte de cada uno de nosotros y de los fallecidos.
Me tomé el tinto con los demás policías y subversivos, emprendimos la partida hasta
un sitio donde nos estaban esperando varios vehículos y personas pertenecientes a la
comisión encargada de recibirnos, serían las seis de la mañana, subimos a los autos y
nos fuimos con rumbo desconocido. Conmigo en la parte de atrás de un campero
viajaba un compañero que se sentó en la silla del frente y tan pronto arrancamos se
quedó profundamente dormido, junto a él se sentó un subversivo encargado de
custodiarlo permanentemente y justo a mi costado izquierdo se sentó una guerrillera
flaca que mostraba el trajinar de los caminos. La pobre tenía mucho sueño, cargaba
un fusil R-15 de asalto, en el momento que el carro tomó un altibajo me desperté y me
encontré con su cara recostada en mi hombro, el fusil puesto sobre mi brazo derecho y
el cuello humedecido por el vapor de su respiración, volteé a mirarla y luego vi al que
estaba al frente quien luchando por no dormirse, abrió los ojos y en forma somnolienta
me sonrió. No sé cómo diablos, mi brazo apareció detrás de ella como si la estuviera
abrazando, porque recuerdo que le palmoteé su hombro izquierdo y con un gesto
hecho con la boca le señalé el fusil, ella lo quitó de ahí para recostarlo al otro lado y
así poder seguir durmiendo. No me pasó por la mente hacer algo en contra de ellos,
se suponía que ya íbamos a quedar en libertad y cualquier cosa que hiciera no iba a
arreglar nuestra situación. La guerrillera se acomodó y al rato volvió a recostarse sobre
mi hombro hasta que llegamos a una finca, bajamos, unos pocos nos bañamos en una
quebrada
y
esperamos
hasta que
llegó
una comisión
que venía
desde
Barrancabermeja.
Los conductores eran empleados de la gobernación de Santander y del municipio de
Barrancabermeja, como líder del grupo se encontraba una mujer quien a su vez
estaba representando a la Cruz Roja Internacional, también habían personas de los
derechos humanos de Bucaramanga, un político, el obispo de San Gil y varios
periodistas. Verificaron nuestro estado de salud observándonos y preguntándonos
cómo estábamos, cuál había sido el trato para con nosotros y después que firmaron
varios documentos, hicieron varias actas, tomaron unas declaraciones, realizaron
varias entrevistas, entre ellas la de ´Dumar` quien sin cubrirse el rostro dio varias
declaraciones a la prensa, contrario a lo que hizo el ideólogo subversivo, que habló
todo el tiempo con su cara cubierta por una pañoleta. Luego nos dieron ropa de civil y
nos llevaron hasta Bucaramanga.
Capitán Romero. El simple hecho de tener que dormir dentro de un establo, sin
toldillo, en interiores y sin ningún tipo de prenda encima, se convertía en una tortura
para cada uno de nosotros, era normal que al estar desnudo sintiéramos frío y nuestra
piel se ampollara por las picaduras de los zancudos y demás insectos que
aprovechaban para hacer fiestas con nosotros. Bajo esta situación cualquier persona
se desanimaba y esa orden se dio porque alguno de los guerrilleros que se encontraba
como centinela, se atrevió a decir que el cabo quería escaparse, aparte de esto, en el
momento que estábamos dentro de la estación, yo le dije al cabo Rodríguez que
quemara todo lo que había dentro de las habitaciones, supongo él quiso salvar su
álbum fotográfico ¡o no sé cómo se salvó! Pero la guerrilla lo encontró y como él había
sido agente, aparecía formando parte de una contraguerrilla que operaba en el
departamento de Arauca, también habían fotografías tomadas en el momento que
recibía un diploma que certificaba la aprobación de un curso de policía judicial. Él es
un tipo que tiene casi dos metros de estatura con un estado físico ni el verraco, porque
era cinturón negro en algún tipo de arte marcial y por esto se había convertido en el
profesor de educación física de la escuela del municipio y para acabar de completar,
tenía varias fotografías donde se mostraba efectuando pruebas de elasticidad que
consistían en abrir las piernas hasta un ángulo de ciento ochenta grados, cosa que no
puede hacer cualquier persona. Todas estas cosas acrecentaron la desconfianza de
los bandoleros para con el cabo, hasta tal punto que lo veían como a un
´superhombre` que podía hacerles daño en cualquier momento, aunque yo veía muy
distante la posibilidad de escapar, pues éramos 17 y no podíamos desplazarnos tan
fácilmente, menos aún si nos ordenaban dormir en interiores, pero para ellos no les
costó mucho trabajo inventar la historia sobre una posible fuga. El álbum nos trajo
varios días de amargura, según ellos los hombres que hacían curso de policía judicial
pertenecían a la especialidad de inteligencia, la cual les había hecho mucho daño y
para ellos escuchar hablar de una SIJIN, era como si se estuviera hablando del
mismísimo ´diablo`, pero yo le dije al comandante del frente cuarenta y seis quien
estaba al mando de nuestra seguridad, que todos los policías debían tener ese tipo de
instrucción, explicándole que esos conocimientos eran necesarios para hacer las
investigaciones preliminares en la inspección de un cadáver, registro de cualquier sitio
donde se haya cometido un delito, etc., por ende todos debíamos estar en condiciones
de cumplir esa función de ´policía judicial` más aun cuando no existiera en el lugar de
los hechos, otro organismo con competencia constitucional para hacerlo. Sentí que los
había medio convencido, por eso aproveché para decirles que pertenecer a una
contraguerrilla era lo mismo y que no se necesitaba ser un ´Rambo` para pertenecer a
un grupo de esos, simplemente el gusto por estar comiendo raciones de campaña y la
disponibilidad para dormir donde le cayera la noche, al no ser casado ni tener algún
otro compromiso igual a este. Luego nos levantaron la sanción pero estuvieron muy
pendientes de cualquier policía que vieran con la intención de escapar.
A los cincuenta y dos días se llevaron a los quince policías secuestrados con nosotros,
con el ánimo de ponerlos en libertad, quedándome solo con el cabo Rodríguez y un
pequeño grupo de bandoleros encargados de custodiarnos, a los pocos días nos
corrimos unos doscientos metros más arriba, creo yo previendo algún rescate dirigido
por alguna fuerza armada, guiada por cualquiera de los policías puestos en libertad.
Agente Chanagá. El recibimiento por parte de la policía fue fabuloso, todo me pareció
muy bonito, en mi caso no lo esperaba, recuerdo que en una entrevista que tuve en el
lugar de la entrega, le dije a los periodistas que mi principal deseo era el de seguir
siendo policía, a lo que dijeron los subversivos que podíamos correr con el riesgo de
encontrarnos nuevamente, pero eso no me preocupaba tanto como cuando pensaba
en la clase de recibimiento que nos tendría preparado el mando institucional. Tenía
miedo de enfrentarme al Código Penal Militar.
Inicialmente fuimos hasta el Comando de Policía de Barrancabermeja, pero los
policías de allí se les había prohibido hablar con nosotros y al ver que todos los
uniformados tenían órdenes precisas para con los recién liberados, esto nos hizo
prever algo malo, pero al llegar a Bucaramanga todo lo que ocurrió fue muy contrario a
como me lo había imaginado.
Todo me producía sorpresa, al mando de la comitiva de recibimiento estaba mi general
Director Operativo de la Policía quien había venido desde Bogotá con la orden
exclusiva de llevarnos hacia la capital del país. Un camión estaba obstruyendo una de
las vías de acceso al comando de departamento, nos decían que camináramos rápido,
pero como había tanta gente abrazándonos y felicitándonos casi no pudimos entrar,
nuestro afán ahora era el de lograr cruzar la puerta principal y entrar a las
instalaciones del edificio, hasta que lo hicimos.
Un señor coronel nos llevó hasta la peluquería donde me dejaron casi calvo y no
dejaba de apresurarnos porque corría el tiempo y él, según lo ordenado, tenía que
llevarnos al hospital, luego entró al alojamiento con el ánimo de apurarnos, pero tuvo
que salir corriendo al no aguantarse ese fuerte olor a ´pecueca` causado por el uso de
las botas de caucho durante varios meses, sin tener el tiempo suficiente para ponerlas
a secar, pero para nosotros era normal... jajajaja, es que ya estábamos
acostumbrados.
Luego de ser examinados medicamente salimos para Bogotá. Yo había tenido la
oportunidad de volar varias veces, pero en este caso, las azafatas de Avianca, que ya
habían prestado los servicios de abordo a la mitad de los pasajeros, de pronto se
pusieron pálidas y lívidas como un muerto, se fueron hacia la cabina de pilotos, esto
me hizo dar miedo, el avión empezó a sacudirse y seguidamente se fue la luz cosa
que me hizo alterar más los nervios, trataba de tranquilizarme, pero el miedo estaba
ahí dentro, sin embargo, valió más el querer mostrarle calma a los compañeros que
me preguntaban, si lo que estaba ocurriendo era normal. “Si... ¡es normal!”, sintiendo
que por dentro me estaba muriendo del susto, les respondí. Hasta que la aeronave
aterrizó y pudimos descender. Hoy pienso que si las auxiliares no se hubieran retirado
de esa forma, no me hubieran transmitido tanto miedo, pero gracias a Dios pudimos
llegar a la siete de la noche a Bogotá.
Tuvimos diez días de permiso y pude visitar a mis padres, para ellos yo había estado
muerto, llegué a la casa y los encontré reunidos en la cocina, me miraron y me
preguntaron:
-
“¿Y ahora qué…?”.
-
“No, pues... yo sigo aquí hasta cuando Dios disponga”, con cierta tranquilidad,
contesté.
-
“Entre su papá y yo hemos decidido no interferir en sus decisiones, así que
puede hacer lo que mejor le parezca”, con aire de sabiduría, me respondió.
Y nunca más se volvió a tratar el tema.
Hoy continúo dentro de la institución, y estoy convencido de que ésta sigue marchando
en busca de la perfección y que cada miembro tiene mucho que dar para que nuestra
policía crezca aún más y sea la mejor del mundo.
Capitán Romero. En una ocasión pregunté, cuánto tiempo iría a estar secuestrado,
ellos me dijeron que tres meses, cuando escuché esa noticia sentí uno de los golpes
más duros en mi vida, pensé que era el fin del mundo “¡¿noventa días?!”, dije. “Noooo,
yo no voy a poder aguantar tanto tiempo”. Sin embargo me preparé para esto
pensando en que tarde o temprano iría a terminar, pero aun así, esos tres meses que
me habían pronosticado ¡eran nada!, en comparación del tiempo real de secuestro, el
que tendría que saber sobrellevar si quería quedar en libertad.
Ellos me habían secuestrado sin saber cuántos días me iban a tener en confinamiento
y por eso siempre que yo preguntaba cuál sería mi futuro, ellos lo único que hacían era
´tramarme` (engañarme) diciendo que dentro de poco tiempo me irían a dejar libre. Yo
pienso que esa gente ¡no se imagina cuánto daño psicológico le hacen a una persona,
teniéndola recluida en un lugar donde muy difícilmente se puede subsistir y más aún
nosotros que nuestra autoestima, honor y otro tanto de valores los teníamos por el
piso, al estar en la condición de secuestrados luego de haber combatido en aras de
defender a un pueblo! Varios meses después de vencida la fecha o plazo proyectado
para mi entrega y sin que me hubieran definido mi situación, hablé con el ideólogo del
grupo y le pregunté cuánto tiempo más iría a durar mi secuestro. El tipo dijo que no
sabían y que de lo único que si estaba seguro, era que íbamos a salir con vida, pero
no conocía con exactitud hasta cuándo me irían a tener escondido en esa selva, lo que
me atormentó aún más, porque si me hubiera dicho eso desde un comienzo la cosa
hubiera sido distinta, pues no me habría ilusionado con salir temprano de esa tortura,
pero todo se estaba saliendo de mis manos, era una situación de incertidumbre muy
difícil de manejar y no veía ningún estímulo, un motivo o una razón que me ayudara a
aguantar ese tipo se suplicio físico y espiritual por el que estaba pasando.
Hubo un radio transistor que empezó a rodar entre los agentes, cuando ellos se
fueron, hicieron que el radio quedara en manos de los que nos quedamos. Sería de
algún guerrillero, un agente lo pidió en calidad de préstamo y ahí se quedó, luego me
lo prestaron y me acompañó durante todo el tiempo que permanecí privado de mi
libertad, y lo devolví cuando se efectuó mi entrega.
Ellos se comunicaban constantemente empleando varios radios portátiles, cuya carga
era suministrada por baterías de 1.5 voltios, por eso me podía ´cuadrar` (aprovisionar)
fácilmente de pailas para el mío, llegando a tener una bolsa llena. Nunca tuve
problema por esto, les decía que cuando se les acabaran me las regalaran porque a
mi si me servirían y lograba mantenerme enterado de todo lo que ocurría en el país. Al
estar en algunos sitios selváticos la señal no entraba fácilmente pero esto era por
pocos días y luego me actualizaba de lo que había ocurrido a nivel nacional.
La comida nos llegaba en mulas, para eso había una persona encargada de ir a
determinados sitios y entregar los víveres que se le pedían, cocinaban y nos daban de
comer, el resto lo preparaban, lo guardaban en bolsas plásticas y se consum ía durante
largas marchas en las que no se tenía tiempo para cocinar, igualmente cargaban su
armamento, munición, elementos de medicina, una muda de ropa, un uniforme hecho
en dril de reserva, una hamaca y un plástico.
Nosotros tan solo viajábamos de un sitio al otro, llevando en nuestro poder una
hamaca, un plástico y los utensilios de aseo.
Generalmente eran veinte bandoleros los que nos cuidaban, en ocasiones fueron
veinticinco y como mínimo doce. Mi objetivo fue siempre el de volverme ´amigo` de
alguno de mis captores ¿por qué no…? ¡Ganarme la confianza de cualquiera de ellos
y así me ayudaría a escapar! Y para esto, primero tendría que saber dónde estaba,
porque en medio de la selva era difícil saber hacia qué dirección coger, estaba perdido
sin conocer absolutamente nada, llegábamos a la cima de un cerro y a nuestro
alrededor veíamos solo montañas que no permitían saber con qué rumbo ni a qué
distancia podríamos encontrar alguna muestra de civilización, por eso necesitaba que
tan solo me dijeran: “Mire desde aquí con este rumbo y a un día de camino existe un
campesino, un caserío o un pueblo donde usted puede pedir ayuda y sin ningún
problema la ira a obtener”. Así podría emprender mi fuga sin saber que correría el
riesgo de encontrarme con gente simpatizante de la subversión, pero esa gente está
muy bien adoctrinada, no hablan más de lo necesario y eso hace difícil entablar una
amistad, aunque cualquier guerrillero que no tuviera algún rango dentro de los grupos
que nos custodiaba, tenía permiso para hablarnos y si lo hacían, cosa que no recuerdo
haber visto, era previa cierta autorización de hacerlo, porque de lo contrario se
dedicaban a cumplir cada una de las consignas que se les impartiera sin derecho a
refutar absolutamente nada.
En nuestro caso fue complicado ver mujeres, a veces pasaban meses enteros en los
que no se veía un rostro femenino y creo yo, la presencia de mujeres en un grupo tan
comprometido como era el que nos estaba cuidando, podría obstaculizar su tarea
ocasionando con esto problemas, bien fuera de celos o infidelidad, por eso, después
de varios meses llegaba alguna mujer y uno notaba que era para satisfacerlos
sexualmente, aprovechaban, tenían sus relaciones y duraban dos o tres días para
luego desaparecer. Otra misión que cumplían algunas de ellas, era la de verificar
cuánta y en qué condiciones se encontraban los medicamentos e implementos
necesarios para la prestación de los primeros auxilios (sueros, gasa, etc.), y así
renovarla en caso de vencimiento o aumentarla en el caso de deficiencia.
Todos los días hacían conferencias, elaboraban una orden del día la que era firmada
por el jefe del grupo y verificado su cumplimiento por el segundo al mando, formaban,
tenían varias horas para el aseo personal, instalaciones (campamentos), armamento
(cosa que para ellos es sagrado y hasta dos veces al día limpiaban sus armas), lavado
de ropa, entrenamiento físico, estudio, almuerzo y en fin, actividades propias que
realiza cualquier unidad de combate. Se les veía anémicos por la mala alimentación y
el arduo trajín al que están sujetos por pertenecer a una banda de estas, a veces
llegaban con un animal (vaca, cerdos), en pie, lo sacrificaban, salaban su carne y la
hacían durar ¡hasta un mes! Mientras se lo comían o encontraban otro animal para
renovar al alimento. Cuando salíamos de un campamento a otro, también se echaban
un pedazo de carne al morral, iban sacando a medida que se necesitara, teniendo que
comer carne podrida y era tal el estado de descomposición a la que podía llegar, que
por más hambre que sintiéramos nos absteníamos de hacerlo, pues el sabor era
¡horrible!
Ellos nos veían como a sus enemigos, cosa que nosotros le retribuíamos
comportándonos como tales y viéndolos de la misma forma. Habíamos tenido un
combate bélico, ahora teníamos uno ideológico y aunque ellos hayan intentado hacer
cambiar nuestro concepto, fingiendo ser una guerrilla con ideología, con cultura y
proyección, les fue imposible porque nosotros no éramos ningunos analfabetas que se
iban a dejar engañar por un grupo de delincuentes organizados que no sabían desde,
ni para dónde iban, además, no sabían ni qué era lo que querían y luchaban por algo
utópico, como es el querer tomar por la vía armada el poder político de un país, para
luego imponer una tiranía sangrienta, basada en las experiencias adquiridas a medida
que han transitado por un camino lleno de tormento, destrucción, resentimiento,
miseria y barbarie mediante una guerra fratricida a la que han estado expuestos por su
falta de conocimiento, deseos de surgir, sed de venganza, mediocridad y en muchos
casos inocencia, la que hábilmente ha sido aprovechada y manipulada por algunos
delincuentes con un cerebro criminal y un pensamiento terrorista depravado, muy bien
manipulado y quienes mediante engaños o amenazas de muerte, los han mantenido
enclaustrados dentro de esa guerra absurda, la que se ha estado viviendo durante
más de cuarenta años en esta, nuestra gran nación.
Consejos revolucionarios nunca vi, pero si escuchaba decir que a esto era sometido
cualquier bandolero que se saliera de sus políticas, yo le decía al ideólogo que nadie
tenía derecho para disponer de la vida de una persona, también que veía muy
contradictorio y desatinado, el significado y el concepto que ellos tenían de la palabra
paz, a la que se referían cada vez que se dirigían por cualquier medio al país, pues no
encontraba motivo convincente que justificara el dejar incomunicada una región o
impedir que esta pudiera disfrutar de unos servicios públicos que ofrece el Estado,
porque con esto, estaban hiriendo de muerte a toda una comunidad, al impedir el
crecimiento de los municipios afectados mediante la voladura de un puente, una torre
eléctrica, el secuestro y muerte de personas honestas que fomentan el empleo dentro
de un pueblo, el ataque a comunidades en las que hay tanta pobreza, haciendo que
estas queden completamente arrasadas y mucho más atrasadas con respeto a las que
aún no han corrido con la tan mala suerte de haber tenido que sufrir un ataque como el
que se vivió en Santa Helena, pero él decía que todo lo que se estaba haciendo, era
en rechazo a la gran ´injusticia social` que existía en Colombia y a la respuesta que le
daba la subversión al desalojo de Casa Verde, lo cual repercutiría en todo el país y
que el gobierno tendría que escucharlos y por ende, seguirían haciéndose sentir hasta
una nueva orden.
Tenían comunicación dos o tres veces al día, escuché hablar mucho a alias ´Tomas
Lince` comandante del frente 24 de las FARC, inclusive él formó parte de los diálogos
de paz en México, igualmente escuché al comandante del frente 46, quien después
huyó con una gran cantidad de dinero de esa organización delictiva. De eso me enteré
por la radio al igual que por boca de los mismos guerrilleros. Ellos decían que estaban
muy ofendidos porque les había robado esa plata, pero a mí me parecía un
comportamiento raro, si ellos también lo habían obtenido mediante hurto, extorción,
secuestro y es obvio que: ¡Lo que por agua venía, por agua se tenía que ir!
Un día habían unos veinte guerrilleros cuidándonos, se fueron casi la mitad con el
mejor armamento que había para prestarnos la seguridad, los que se quedaron
contaban con varias escopetas, carabinas y armamento no muy pesado. A los pocos
días, tres semanas tal vez, se presentó un intento de toma a la población de Santa
Rosa Sur de Bolívar que entre otras cosas a la guerrilla le fue muy mal. Otros fueron
los verdaderos héroes.
CAPITULO VIII
LOS VERDADEROS ¡HEROES DE SANTA ROSA!
Cabo Saúl Pérez Cerquera. Llegué a Santa Rosa en el mes de marzo del año 1990
en reemplazo de dos policías que habían sido asesinados en dicho lugar, como autor
material e intelectual del crimen había sido sindicado un antisocial de alias ´Chivatá`,
quien fue una leyenda en ese municipio. Pertenecía al ELN y era uno de los hombres
encargados de hacer los trabajos a nivel urbano del grupo subversivo. Se había
logrado establecer la forma de cómo fueron ultimados los dos agentes: Estos se
encontraban haciendo algunos arreglos locativos en el cuartel y cuando fueron a tomar
gaseosa en un establecimiento público cerca de nuestras instalaciones, vieron dentro
a una persona sospechosa, que fue requisada y como en el momento del
procedimiento no portaba ningún elemento que obligara a su retención, fue identificado
y puesto en libertad, los agentes continuaron con su cometido, pero el delincuente
tenía una pistola escondida dentro de una canasta de gaseosa y cuando ellos le dieron
la espalda al sicario, éste los llamó y cuando voltearon a mirar, recibieron de a un tiro
en la frente, ya estando los dos cuerpos inermes, les hurtaron los fusiles.
Era domingo, nos llevaron en helicóptero y nos dieron el armamento de dotación. Yo
era casado, mi esposa se encontraba en Medellín con mi hijo y esperaba otro que
venía en camino. El mismo día de mi llegada, en horas de la tarde se formó una
trifulca, un uniformado de apellido Montaño a quien apodaban ´La Lagartija` había
recibido un impacto que le rozó la oreja. El disparo lo hizo el famoso ´Chivatá` salimos
en su búsqueda pero ya no estaba a nuestro alcance.
El mes de septiembre fue emboscada una patrulla en Simití (Bolívar), allí mataron a un
sub oficial y a seis agentes. Todas estas situaciones hacían que nuestro estado de
alistamiento fuera el mejor. Nadie quería acercarse a la policía, ni siquiera se atrevían
a vendernos la comida y mucho menos a lavarnos la ropa, sin embargo, siempre
existe un alma sensible que deja a un lado el temor, se olvida de todos los riesgos y se
enfoca a prestar un servicio bien remunerado, por eso una mujer en forma decidida se
comprometió a lavarnos la ropa y como era normal tuvo problemas pues en una
oportunidad le robaron varios uniformes, pero no pudimos hacer nada, tuvimos que
aguantarnos y pedirle de nuevo el favor para que nos siguiera prestando el servicio.
El 31 de enero de 1991 se tenía que escoltar al funcionario de la Caja Agraria hasta el
helipuerto, yo estaba durmiendo porque había amanecido trabajando, salió una
patrulla con siete policías al mando de mi teniente Robayo. Normalmente el recorrido
se hacía en un vehículo, porque eran $230.000.000 guardados en tulas que tenían que
llevarse hasta un lugar apartado del municipio y significaba mucho riesgo cargar esa
suma de dinero en las manos, sin embargo así lo hicieron. El helipuerto tenía unas
seis entradas entre trochas y caminos que ya estaban dinamitadas para ser operadas
mediante dispositivos electrónicos al paso de la escolta, extrañamente la patrulla no
empleó ninguna de las vías establecidas, ingresaron por un lugar que servía de
cementerio de una retroexcavadora que desde hacía mucho tiempo estaba
descompuesta, se hizo una descubierta en la que se revisó el área de aterrizaje,
normalmente el helicóptero llegaba, nosotros salíamos corriendo para darle vía libre y
luego entregarle el dinero. En la mayoría de las estaciones de policía se tienen perros
y nosotros no podíamos ser la excepción, ´Chocolate`, como se llamaba el nuestro, le
gustaba jugar con los demás animales que encontraba a su paso y mientras los
policías verificaban el estado del helipuerto, se puso a jugar con unos marranos que
halló próximos al lugar y los hizo caer dentro de una zanja que tenía casi dos metros
de profundidad y eran suficientes para que una persona parapetada caminara
fácilmente dentro de ella, marranos y perros cayeron dentro de la zanja e hicieron que
los sediciosos empezaran a salir corriendo mientras que el agente Vela, que estaba
cerca, empezó a dispararles y evitó que sus compañeros quedaran dentro del cerco
enemigo. Nos enteramos de la posible agresión que estaba recibiendo la patrulla y con
botas a medio amarrar, pantalón, camisa, fusil y munición de reserva, salí corriendo
casi dormido, y digo casi dormido porque ni me di cuenta que desde el frente de la
estación varios bandoleros estaban disparando contra nuestras instalaciones tratando
de obstruir la salida del apoyo.
Cuando entendí lo que estaba ocurriendo, ya me encontraba cerca de la patrulla, y por
la parte posterior de la emboscada alcanzaba a ver que los bandoleros salían por
varios sitios y estaban rodeando a mis compañeros. A mi lado ya estaban Jaramillo,
Bayona y Uribe con quienes tomé la decisión de no acercarnos a los otros siete,
porque sumariamos silueta y nos podrían dar fácilmente, mejor sería esperar para
contra emboscar ya que de una u otra forma los delincuentes tendrían que salir.
Conscientes de que podríamos perder a nuestra patrulla, nos preparamos para
dañarles la fiesta a los ladrones, sabíamos que les iba a ir mal y no se escaparían con
las manos llenas, porque esa era su costumbre y como conocíamos muy bien el
terreno, escogimos el punto al que se le denominaba ¡de aniquilamiento! Que era el
lugar por donde obligatoriamente saldría el enemigo luego de haber cumplido sus
intenciones, o nuestros compañeros quienes se encontraban en un gran estado de
indefensión y estarían buscándole una salida al problema. Caminamos dos kilómetros
en sentido contrario hacia donde estaba la emboscada y cuando llegamos al lugar nos
encontramos con una gran sorpresa al ver que otros guerrilleros ya estaban ahí
esperando para copar a la escolta y respaldar al resto de los sediciosos. Por suerte
habíamos salido treinta metros atrás y el ruido que hacían los bandoleros al hablar nos
sirvió para identificarlos, entonces ubicamos a los que estaban en la línea de fuego y
¡tóme pa‟que lleven! Vimos caer a varios, con el único problema que a los costados
también había gente de esa y nosotros no los habíamos visto, por esta imprevisión
quedamos en medio del fuego que venía de lado y lado y nos vimos obligados a
atrincherarnos detrás de varias piedras donde pudimos permanecer y protegernos
durante un buen rato. Los encargados de hurtar el dinero habían escuchado los
refuerzos de la policía, porque no era lógico que escucharan disparos en un sitio
distante al de la primera emboscada, además, ellos conocen el ruido de su
armamento, por eso empezaron a salir y a medida que iban saliendo, les íbamos
dando y con intenciones de volver, empezaron a reagrupase en un punto denominado
´Los Limones`, ubicado a veinte minutos de Santa Rosa, mientras tanto llegó el
helicóptero destinado para el transporte del dinero y con éste, otra aeronave tripulada
por mi general del ejército Carlos Julio Gil Colorado quien se encontraba pasando
revista de las guarniciones militares bajo su mando y cuando se enteró de lo que
estaba ocurriendo, se dirigió de inmediato hacia el lugar del problema y con la ayuda
de sus artilleros hizo que la chusma se disgregara. Llevábamos tres horas y cuarenta
minutos de combate, mi general bajó, se reunió con la patrulla encargada de la
escolta, a nosotros nos daban por desaparecidos y tuvimos mucha dificultad para salir
hasta la estación, porque todavía habían guerrilleros apostados en las casas y sin
importarle la suerte que pudieran correr los moradores, estaban listos para atacarnos y
cobrarnos sus muertos, sin embargo esquivamos el cerco y pudimos reunirnos con el
resto del personal.
El parte fue de triunfo, recogimos tres cuerpos sin vida y se tuvo conocimiento de que
llevaron otros más, porque en ´Carabelas`, que era una vereda muy frecuentada por
los antisociales, supimos que enterraron a otros diez. Mi general Gil envió dos
contraguerrillas, por eso la situación transcurrió sin más contratiempos. Yo no alcancé
a verlo ese día, pero sentí una gran alegría al escuchar que había estado
colaborándonos. Al día siguiente volvió a la estación, recibió parte del personal, nos
dio voces de aliento, ofreció sus servicios y nos dijo que contáramos con él para lo que
fuera, dio sus números telefónicos y dijo que cuando necesitáramos algo lo
llamáramos, efectivamente ante cualquier escaramuza que se presentaba lo
llamábamos y al otro día teníamos ejército en la zona, nos dejaba una contraguerrilla
por uno o dos meses según las necesidades y esto nos servía mucho porque después
de cada hostigamiento, nuestro estado de ánimo se alteraba y subía el grado de
estrés. En otras ocasiones él era quien llamaba para preguntar cómo estábamos y
recababa en que podíamos contar con su ayuda en forma incondicional.
En el mes de marzo se presentó un enfrentamiento con el tal ´Chivatá`, nos avisaron
que estaba en el pueblo, salimos a buscarlo pero él no estaba en el sitio donde
nosotros suponíamos que se encontraba, se nos adelantó disparando contra los
uniformados que se movilizaban en un vehículo, hirió al agente Goyeneche con tres
impactos en las piernas. Según la norma, el procedimiento para descender de un
vehículo en caso de peligro es agacharse y reducir al máximo la silueta, pero si el
agente hubiera cumplido esa pauta, hubiera recibido los disparos en el cuerpo y hoy
estuviera muerto. Empezó el cruce de disparos y como era obvio, en igualdad de
condiciones, ¡murió Chivatá!, al igual que dos de sus secuaces, se recuperó la pistola
que portaba el delincuente y el armamento de los restantes. Uno de los muertos
resultó ser hermano menor del juez del Tribunal Superior del Cesar y aunque a raíz del
procedimiento tuvimos algunos problemas, nos fue fácil impugnar las acusaciones del
familiar y demostrar la culpabilidad del delincuente.
´Chivatá` tenía cuarenta procesos por homicidio ¡conocidos!, y el mismo juez que hizo
la inspección del cadáver, cerró varios por fallecimiento del sindicado. En su poder se
encontraron siete cédulas de delincuentes cuya orden de captura estaba vigente y
aunque no debíamos alegrarnos por haber dado de baja a personas como éstas, pues
de cualquier modo eran seres humanos, sí sentimos cierta satisfacción ya que eran
tres enemigos menos que tenía la población civil, porque independiente de extorsionar
a los comerciantes, asesinaban a cualquiera que no cumpliera sus deseos,
prácticamente hubo fiesta en el parque y la gente se aglomeró a ver lo que había
quedado de esos seres perdidos por el odio, la maldad y el resentimiento. Horas
después llegaron los familiares y reclamaron los cuerpos para darles sepultura.
Nuestra premisa era que cualquiera que se enfrentara en franca lid contra nosotros no
saldría ileso y esto lo confirmamos cuando en el mes de agosto del año 90 nos
hicieron un hostigamiento en el que un policía recibió tres impactos y al otro casi le
quitan el fusil, pero nuestro grupo dio de baja a un bandido de apellido Téllez alias
´Camina` y como pocos días después volvieron a atacarnos, de esto aparecieron dos
muertos por los lados del colegio y en su poder se encontraron dos sub
ametralladoras. Estos hechos confirmaron que éramos una estación de combate, con
una gran capacidad de reacción y que por esto no nos iban a someter tan fácilmente.
Los hostigamientos continuaron y se llegaron a presentar un promedio de tres
semanales, esto hizo que no pudiéramos conciliar el sueño y era ganancia lo que se
lograra dormir en el día. Hacer un cuarto turno se convertía en un dolor de cabeza y
por esto, una vez se terminaba, era preferible sacar el colchón y dormir en la trinchera
para reaccionar fácilmente desde allí. Pasaban días en los que no deseaba hablar con
los compañeros, el pesimismo era tanto que a sabiendas de que si salía solo hasta la
esquina me irían a disparar, dejaba el armamento en la guardia y me paraba en algún
lugar para que cualquier bandido que me viera desarmado, se atreviera a matarme y
con esto poder descansar de tanta presión psicológica que ejercían los bandoleros
sobre nosotros.
A la señora que nos lavaba la ropa la mataron, la guerrilla fue hasta su residencia,
formaron a sus tres hijos y a dos adultos que estaban dentro de la casa y frente a ellos
la arrodillaron y le metieron cuatro tiros de calibre nueve milímetros en la cara, el
secretario del Inspector de Policía que hizo la inspección del cadáver, fue muerto casi
de la misma forma, a él le propinaron cuatro impactos de bala en la cara y la única
diferencia entre su asesinato y el de la señora, fue que el de él se produjo en un
campo de tejo y delante de las personas que allí se encontraban. Nadie podía hablar
con nosotros, sin embargo existían personas de bien que se arriesgaban y agotaban
todos los medios para hacernos llegar mensajes escritos que nos servían para estar
preparados, porque sabíamos que algo malo iba a ocurrir.
El ELN ha trabajado durante más de quince años para declarar independiente la
´República del Sur de Bolívar`, en San Pablo habían prácticamente sacado la policía,
que había sido instalada en Cantagallo, en Morales tampoco había fuerza pública, tan
solo quedábamos en Santa Rosa y Simití, ahora bien, si se levantaba la nuestra
también se tenía que remover la otra, quedando la zona a disposición de la subversión
Nosotros éramos el último escollo, por eso teníamos que trabajar y pelear hasta lo
último antes de dejar de ejercer la soberanía en esa región.
Hicimos muchos esfuerzos para ganarnos a la gente, construimos un parque infantil y
con ello expusimos nuestra vida al salir hasta las zonas rurales para cortar la madera
que se iría a utilizar en la elaboración de los diferentes elementos para la recreación,
pero a Santa Rosa mandaban algunos policías catalogados de malos y entre esos los
que se embriagaban o se dormían cuando estaban de servicio, hubo problemas por
mal comportamiento de dos compañeros que fueron sancionados y trasladados
dejándonos el problema a nosotros. Cuando llegó la comisión investigadora le
manifestamos la dificultad que teníamos con los traslados, dijeron que iban a estudiar
los diferentes casos y se fueron. Yo casi alisté la maleta previendo que en cualquier
momento me iría a llegar el relevo.
Había egresado de la escuela Carlos Holguín de la ciudad de Medellín, llevaba tan
solo veinte meses en la Institución de los cuales dieciocho los había trabajado en
Santa Rosa e iba para los diecinueve.
Capitán Mario Fernando Quiroga Murillo. Con la experiencia vivida durante dos años
y medio en el grado de subteniente dentro de la policía nacional decidieron enviarme
al municipio de Santa Rosa ubicado al sur de Bolívar con el fin de reemplazar al
teniente Rodríguez, quien era el titular al mando de la estación y debía salir a
vacaciones. Santa Rosa limita con la Serranía de San Lucas y el municipio de Simití,
estos sitios pertenecen al departamento de Bolívar, pero por encontrarse tan distantes
de Cartagena son cubiertos por el Departamento de Policía Santander.
Llegué por vía aérea, cuarenta minutos se tardó el avión en arribar desde
Bucaramanga, porque si lo hubiera hecho por vía terrestre, habría tenido que dar la
vuelta por Aguachica (Cesar), llegar a la Gamarra, cruzar el río Magdalena en
planchón y por último llegar hasta Simití (Sur de Bolívar) donde tomaría una pequeña
trocha que nos conduciría hasta Santa Rosa. Llegué a la pista y un séquito formado
por personal de agentes que sabían cómo era la situación, ya estaba regado a los
alrededores esperando que el avión aterrizara, cubrirlo mientras tomaba vuelo y luego
escoltarme hasta el casco urbano de Santa Rosa. Asentándome en mi cargo pude
constatar que tenía un suboficial y treinta hombres más para cubrir las diferentes
circunstancias que se pudieran presentar allí, cada uno contaba con un fusil y
ochocientos cartuchos, además se tenían quince granadas entre fusil y mano
distribuidas en el personal.
Junto con los agentes disponibles nos dedicamos a terminar de llenar unos costales
con arena para reforzar las trincheras que había de concreto, la estación, de unos
ocho metros de frente por otros cuarenta de fondo, estaba en obra negra y tanto las
garitas como las trincheras se veían relativamente fuertes. Había sido construida en
varios niveles y ubicada en una de las esquinas del parque, con la alcaldía y la Caja
Agraria al frente, la iglesia al costado izquierdo por una vía alterna. De vecinos
contábamos por el lado izquierdo con un señor que supuestamente había donado el
terreno en el que se había construido el edificio que nos servía de albergue y para
atender a cada uno de los habitantes que residían en el casco urbano y en el área
rural del municipio, éste había optado por hacer un zaguán entre el cuartel y su casa
ya que en incursiones anteriores realizadas por la subversión, le habían destruido el
costado de su inmueble aledaño al cuartel. Diagonal a la derecha estaba el matadero
de ganado. Casi en la parte de atrás, teníamos la biblioteca municipal que en la noche
permanecía sin celador, seguía una casa de familia regularmente habitada.
Laboré sin mayor contratiempo, cumplí el mes que era el tiempo programado para
remplazar al otro oficial, pero decidieron dejarme como único responsable en la
dirección de esa unidad y por eso tuve que llamar al comandante del departamento
para pedirle autorización de ir hasta Bucaramanga donde tenía el resto de mis cosas y
previo permiso viajé dejando encargado al cabo Pachón quien era el segundo al
mando de la estación. En el día me trasladé hacía Bucaramanga y en la noche se
presentaron problemas con varios agentes de Santa Rosa, quienes se habían
emborrachado y le habían pegado a varias personas del pueblo y a raíz de eso mi
coronel me ordenó trasladarme de inmediato hacia el municipio donde lo primero que
hice fue reunir a los agentes y advertirles que a raíz de ese comportamiento, la
subversión iba tener motivos suficientes para incursionar en contra de la policía y que
por eso teníamos que prepararnos para lo peor, luego fui hasta donde el señor
agredido, le presenté mis disculpas y le manifesté que eso nunca volvería a ocurrir,
igualmente pasé por los establecimientos públicos y le dije a los tenderos que el que le
vendiera una cerveza a cualquier policía se haría acreedor a un cierre temporal de su
negocio, esto creó indisposición en algunos de los policías que no habían tenido nada
que ver con la querella, ¡pero como no había nada más qué hacer!
El día miércoles 14 de agosto, llegaron a la estación enviados desde Bucaramanga, el
cura, la trabajadora social, un peluquero y un señor oficial con el fin de investigar los
motivos que habían llevado al pésimo comportamiento de los policías involucrados en
el acto de indisciplina del día viernes, la excusa de los infractores fue que esto se
debía al alto grado de estrés al que estaban sometidos, al tiempo que llevaban sin ver
a sus esposas e hijos y a la incertidumbre en la solución de su situación, si como la
mayoría, ellos habían sido destinados a laborar en ese lugar por un tiempo de seis
meses y habían cumplido un año sin que hasta el momento se les hubiera dado una
fecha aproximada para su próximo traslado. Posteriormente el sacerdote dio una misa
y durante el sermón hizo énfasis en que todos debíamos ser conscientes de la
situación, y la forma como lo hizo, corroboró nuestra premonición: ¡Se avecinaba un
gran problema! El peluquero también hizo su trabajo y por ´loquinas` que le dan a uno,
junto con varios agentes me hice rapar.
La situación de desorden público estaba muy difícil de sobrellevar, la presencia del
Estado en el área era bastante escasa, contraria a la de la guerrilla que desde su
fundación ha tratado asentarse en sectores donde fluya la economía y esta zona se ha
visto beneficiada gracias al comercio del oro explotado en la Serranía de San Lucas.
Nuestra comunicación por radio se hacía de forma permanente, la luz en el pueblo se
suministraba por medio de una planta eléctrica y en caso de no tener fluido, se
contaba con una batería, sin embargo, en el plan de defensa se había establecido que
en caso de un ataque se debía apagar la luz y con esto no ser blanco fácil del
enemigo. Los alimentos eran preparados por dos agentes y supieran o no cocinar,
estaban destinados a cumplir su única función como ecónomos y cocineros dentro de
la estación. La adquisición de víveres era un poco difícil pues por futuras retaliaciones,
algunos tenderos no nos vendían, y digo algunos porque otros dueños de graneros a
sabiendas del peligro que corrían, se atrevían a vendernos comestibles mientras otros
no querían comprometerse con la policía y por eso se optó por parar los camiones que
surtían los supermercados antes que entraran al casco urbano y comprarle los víveres
necesarios para el consumo. El personal casado, con excepción del agente Guerrero
Anaya, quien había llegado con su esposa poco tiempo antes que yo y la había
alojado en una casa vecina, habían dejado a sus cónyuges en el lugar desde donde
habían sido trasladados y hacia el que esperaban volver luego de cumplir el tiempo
establecido de comisión. Los patrullajes se hacían de forma permanente, para esto se
empleaban un promedio de quince o más hombres de los veintitrés que quedaban,
porque el restante habían salido con vacaciones o estaban cumpliendo citas médicas
en la capital del departamento.
Previendo un intento de toma por parte de los bandoleros, la cual era inminente, se
reforzó la seguridad en las noches ocupando para ello los puntos altos conformados
por dos garitas construidas en la azotea del segundo piso, en cada una de estas
trincheras se ubicaban dos agentes y tanto el suboficial como yo, procurábamos estar
despiertos el mayor tiempo posible y así dirigir al personal ante algún acontecimiento.
Cabo Pérez. El día jueves 15 de agosto fue el preámbulo de las fiestas en Santa
Rosa, se sentía el ambiente de festividad y de tensión a la vez. Serían las cinco de la
tarde cuando Justiniano Machado, me preguntó que si estaba listo, “¡claro!”, con gran
seguridad le respondí. “¡Estoy listo para lo que sea!”. El parque estaba lleno de gente
de esa, sabíamos que había muchos subversivos porque uno aprende a conocerlos. Al
campesino se le ve el rostro quemado por el sol, todo lo contrario al bandolero que por
mantenerse metido dentro del monte y por la escasez de alimentos, su piel toma un
color anémico difícil de disimular, pero no se les podía molestar, porque si no tenían
algo en sus manos para implicarlos con el delito, pasaban como ciudadanos comunes
ante la sociedad. El agente Montaño Sarmiento se acercó y me dijo: “¡Uy hermano…
hay una mano de guerrilla en el parque… ¿Vamos a requisarlos?!”. Me convenció y en
compañía de otros dos salimos a verificar, nos dirigimos hacia ellos y estando a unos
diez metros de los sospechosos, desistí de la idea pues pensé que no iríamos a ganar
nada con esto, seguramente no les íbamos a encontrar nada encima y gracias a Dios
nos abstuvimos de hacerlo, de lo contrario nos hubieran matado porque eran muchos.
Nos devolvimos y tratamos de tomar posiciones donde nos pudiéramos resguardar
fácilmente.
Entre nuestros policías había dos que jugaban muy bien el fútbol y se prestaban
cuando los solicitaban para reforzar otros equipos y para ese día estaban
comprometidos en uno de los partidos.
Capitán Quiroga. La noche del día catorce de agosto, estuve patrullando la zona de
tolerancia o lugar de prostitución y observé una gran afluencia de clientes, se suponía
que eran campesinos que venían de las diferentes provincias para tener un rato de
esparcimiento y a su vez se preparaban para asistir a las fiestas que iniciaban al día
siguiente. Se recibió información referente al desplazamiento de personas armadas
que bajaban de la Serranía de San Lucas, de esto todo el personal quedó enterado. Al
día siguiente, jueves, me senté en el jardín del frente y me puse a hablar con el agente
Machado: “¡Oiga hermano!”, le dije. “¡Le cuento que anoche casi no puedo dormir, tuve
un mal sueño y a mí me late que se nos van a meter!”. Él me respondió que estaba en
las mismas.
En horas de la tarde los muchachos estaban jugando microfútbol, como a las cinco les
dije que se entraran, ellos procedieron a ducharse y pasaron a formar para prestar su
tumo de servicio, mientras los otros me decían que les prestara el televisor y el beta
para ver una cinta, sin ninguna objeción les instalé el televisor en la sala que se
hallaba cerca de la entrada del cuartel y se pusieron a ver su película. Se titulaba ´La
Mosca` y como yo ya la había visto, me salí de las instalaciones y me puse a hablar
con los tres agentes que estaban de centinelas. Estando ahí sentado sobre una sillita
de madera que permanecía al lado de la trinchera, el agente Hurtado me pidió permiso
para ir hasta la veterinaria a recoger una encomienda que le había llegado, yo no le vi
problema y lo autoricé, ya eran casi las 17:30 horas y por la calle que estaba a nuestra
izquierda hacia donde se dirigía Hurtado, vi venir en su carrito al médico y al
odontólogo rurales quienes se estacionaron al lado de la veterinaria y fue cuando
empezó la plomacera.
Cabo Pérez. Serían las 17:15 ó 17:30 horas cuando se formó el ´tejemaneje`, fue una
plomacera muy dura, yo estaba de comandante de guardia y tenía muy bien definido
que lo primero que tenía que poner a salvo en caso de un ataque era el radio de
comunicaciones, era la vida y así le dijeran mentiras a uno sobre el refuerzo, uno se
sentiría bien escuchando algunas voces de aliento cosa que nos iría a ayudar mucho.
Era un General Electric muy pesado, intenté tomarlo pero veía cómo las ojivas
salpicaban sobre el escritorio y las ventanas, sin embargo me obsesioné por cuidar mi
radio y como pude lo bajé y lo puse en un ángulo donde sabía estaría a salvo y no me
le iría a pasar nada, pero la arremetida era bastante fuerte y por eso no me pude
reportar. Cogí mi fusil y empecé a escuchar de dónde venían los disparos. Había un
hotel de nombre ´Bochica` ubicado en la esquina y el que disparaba estaba encima del
techo, cuando intentaba asomarme a la ventana que era de metal, veía solo las
chispas que saltaban por las ráfagas que me hacía desde arriba el bandolero, por
fortuna el cuartel estaba en construcción y aún no estaban instalados los vidrios. Con
el pie obturé el radio y grité: “¡Veintinueve!”, que era el indicativo de la base ubicada en
Bucaramanga, “¡de once cero dos, nos están atacando, nos están atacando!”.
Pensaba que si no podían escuchar mi voz, podrían reconocer la plomacera. “¡Nos
están atacando, nos van a matar!”. Era lo único que podía decir hasta que vi a
Guerrero y Ardila que entraron arrastrando a Rodríguez Caro, a quien le habían
propinado un rafagazo en la espalda. Segundos después vi cuando entró mi teniente
con el brazo ensangrentado y Guerrero Montoya quien había estado jugando en el
parque, con la cara lavada en sangre. “¡Estamos mal, estamos mal…!”, fue lo único
que le pude decir al radioperador de Bucaramanga. Habían pasado pocos minutos y
ya eran varios los heridos que teníamos que atender.
Capitán Quiroga. De un lado y del otro lo único que se escuchaban eran los tiros de
fusil, granadas y rocketazos que venían encima de nosotros. En ese instante me
encontraba en pantalones cortos pues había estado trabajando en la construcción de
unas trincheras. Los dos agentes que estaban conmigo alcanzaron a entrar y
parapetarse, yo había avanzado unos metros hacia adentro hasta que un rocketazo
que pegó cerca de la puerta, me levantó y me lanzó contra el piso, por instinto me
levanté y sin saber bien qué era lo que había pasado corrí hasta la sala de radio, allí
estaba el dragoneante Pérez y cuando me vio me señaló que tenía una herida, me
miré y efectivamente vi un chorro de sangre que salía de mi brazo derecho. La mente
me quedó en blanco, no podía reaccionar y luego de varios segundos, me arrastré
hasta mi habitación, me coloqué el pantalón, una camiseta, cogí otra y me la amarré
en el brazo. La esquirla había entrado y salido sin alcanzarme el hueso, y sin sentir
dolor, pues sólo era sangre lo que veía salir, permanecí unos minutos dentro de mi
pieza hasta que el cabo en forma afanada me gritó: “¡Sálgase mi teniente que lo van a
matar!”. Ese grito me sirvió para reaccionar, le dije que sacara todos los fusiles, la
munición que teníamos de reserva y sin intenciones de dejar ver más el miedo, porque
por dentro me estaba carcomiendo, le pregunté si todo el personal estaba atrincherado
a lo que me dijo sí.
Cabo Pérez. Me empeñé en bajar al tipo quien desde la parte alta del hotel estaba
empecinado en darnos, conocía nuestra ubicación, sabía que estábamos en
desventaja y querría evitar que nos comunicáramos para pedir apoyo, pues desde su
posición era fácil escuchar nuestros gritos de auxilio. Al lado de la guardia había una
ventana pequeña con una malla, cuando saqué la trompetilla del fusil por uno de los
orificios, sentí que se mecía, eran las granadas que estallaban muy cerca y las
esquirlas golpeaban los alambres y el cañón, esperé ahí hasta que vi al francotirador
escudado sobre el techo del hotel, tenía un FAL (Fusil de Asalto Ligero), empecé a
ubicarlo pero no podía alinearlo y siempre que me asomaba ¡Pum!, me disparaba y
obligaba a quitarme, me tenía a raya y por eso tuve que observar la trayectoria de sus
disparos, la mayoría pegaba en las tejas, entonces me asomé un poquito, estuve
seguro de su posición y sin más dilatación ¡tome! Le disparé y lo di como uno menos
porque no volvió a molestar, sin embargo permanecía la incertidumbre que volviera a
aparecer.
Seguí llamando para pedir el refuerzo y me respondió un compañero modulando el
radio de Barrancabermeja, yo le grité que nos estaban acabando y él en pocas
palabras me dijo: “¡Tengan cuidado con la munición, aseguren los fusiles que tengan
de reserva, ubiquen las antenas de mano para el radio, alisten agua porque la sequía
va a ser mucha y sean pacientes que el apoyo ya va para allá!”. Yo tenía trescientos
cartuchos en servicio, otros trescientos cincuenta en reserva y ya había gastado cuatro
proveedores (cien cartuchos), porque la única forma de sostenernos y de evitar que se
nos arrimaran era con plomo. Alistamos la antena de mano, minutos después
tumbaron la antena aérea, sabíamos dónde instalar la otra para que la señal cogiera y
funcionó.
Capitán Quiroga. Me uniformé pero me hacían falta las botas, la noche anterior
haciendo un patrullaje las había mojado y las tenía secando al lado del baño, metí la
mano, las agarré, con dos puntadas quedaron sujetas a mis pies y salí corriendo hacia
el frente de la estación donde verifiqué que el personal había tomado su posición, caso
contrario hacia la parte de atrás, que era donde quedaba el patio, al que era difícil
llegar porque en ese sitio no teníamos ningún tipo de protección.
La esposa de Guerrero una vez escuchó los disparos, se acordó que él estaba dentro
de nuestras instalaciones y que había dejado el fusil en su residencia, salió corriendo
con el ánimo de entregarle el arma, no sin antes hacer unos disparos hacia el costado
donde se encontraban los bandoleros, por eso fue alcanzada por varias esquirlas de
granada que le partieron la tibia y el peroné de una de sus piernas. Salimos con
Guerrero, recogimos a la señora, la trasladamos hasta la estación, la dejamos debajo
de unas escaleras que estaban en obra negra y ubicamos un agente para que cubriera
el sitio en el que había sido herida la mujer, ya que lo tuvimos en cuenta como un lugar
estratégico para evitar la aproximación de cualquier delincuente. A pesar de estar
herida, la verraca no se lamentaba, ella, al igual que su esposo es Barranquillera y con
su comportamiento nos demostró que no se necesitaba tener el mejor entrenamiento
para actuar eficientemente en una acción de estas, sino un gran amor por su pareja y
por su vida. Una vez dejé a la señora y me cercioré que sus heridas no eran mortales,
volví a ubicarme en la parte del frente y entre el agite y la confusión de cada uno de
nosotros, alcancé a observar que alguien venía acercándose por entre las materas del
parque y cuando ya lo teníamos en la mira de nuestros fusiles, alcanzó a gritar: “¡No
vayan a disparar, no disparen que soy yo!”. Era uno de los agentes que se había
quedado jugando fútbol en el parque, lo cubrimos mientras avanzó, entró al cuartel, se
armó y tomó su lugar de facción.
Cabo Pérez. No había oscurecido todavía cuando lograron lanzarnos un artefacto, no
sé qué sería, lo cierto fue que la explosión que produjo fue tremenda y yo que estaba
en la guardia, aparecí en la plaza de armas. Todavía no entiendo cómo pude llegar
hasta allí, si el trayecto a seguir para llegar a este lugar, estaba descrito por una curva.
Aparecí con un montón de escombros encima y cuando abrí los ojos lo único que pude
reconocer fue la habitación de mi teniente, en mis manos ya no estaba el fusil y eso
me produjo tal susto que salí corriendo, me arriesgué de ser alcanzado por cualquiera
de los artefactos que nos estaban lanzando, llegué hasta la sala de radio, recuperé mi
arma, estaba tirada en el suelo y al otro costado vi a mi teniente, él estaba con los pies
levantados y sobre su cuerpo tenía un televisor, un betamax y una mesa. Corrí a
quitárselos de encima, lo ayudé a levantar y como vio que no estaba muy lesionado,
arrancó a correr hacia el segundo piso. Se escuchó otra detonación y vi cómo el
agente que estaba atrincherado en la parte del frente, salió volando sin perder la
postura para disparar, siendo desplazado unos diez metros hacia atrás y vino a caer
en la plaza de armas, fue algo chistoso, parecía una caricatura, no tuvo oportunidad
para cambiar su posición hasta que la onda explosiva perdió su efecto y él por fin se
pudo poner de pie.
Capitán Quiroga. Empezamos a recibir arremetidas muy fuertes, disminuían por algún
tiempo haciendo que en nosotros se creara una gran tensión, se veían agentes
llorando, gritando y otros que dentro de su preocupación, mostraban calma y trataban
de tranquilizar a los que más lo necesitaran, había quienes de forma nerviosa me
abrazaban y me decían que no había nada qué hacer “¡nos van a matar!”, eran sus
palabras de horror mientras lo único que podía hacer era inducirlos a pensar en sus
familias, diciéndoles que todos iríamos a salir adelante, que en ningún momento nos
íbamos a entregar y que si salía uno, salíamos todos.
Cabo Pérez. Yo no podía dejar la sala de radio, ese era un lugar estratégico para darle
a los insurrectos, pero Contreras empezó a gritar que necesitaba ayuda porque estaba
solo y tuve que ir a apoyarlo. En la parte de arriba había varios compañeros
disparando hacia el parque, pero al estar en el segundo piso, tenían un ángulo muerto
que les dificultaba evitar el ingreso del enemigo hacia el cuartel y prácticamente era
Contreras quien estaba protegiendo la entrada. El ataque era violento y se llegaba al
punto de no saber qué hacer, el cuento que le echaban a uno era que los delincuentes
empezaban a disparar munición de fogueo, que lanzaban juegos pirotécnicos para
lograr que el agredido dispare en forma acelerada y quede rápidamente sin munición
¡pero quéee! Nos estaban era dando con munición de verdad que venía de todas
partes y era fácil diferenciar, porque cuando las ojivas reventaban contra las paredes,
producían un montón de esquirlas de las que nos teníamos era que cuidar o si no nos
dejaban ciegos.
Capitán Quiroga. El gran terror se debía a que los policías sabían que la mayoría de
las incursiones subversivas presentadas en el departamento de Santander se habían
perdido y que las derrotas conllevaban no solo a la pérdida del armamento, sino a ser
acribillados y secuestrados según los planes de los delincuentes, a su vez, no
podíamos ilusionarnos pensando en algún refuerzo porque sabíamos que no iría a
llegar debido a que nos encontrábamos en una zona de difícil acceso.
Pensaba con cabeza fría y si recelosamente cierto policía se retiraba de su lugar de
facción, lo cogía del brazo y lo llevaba de nuevo a su garita recabándole que
defendiéndonos sería la única forma de evitar un avance y así nos mantendríamos con
vida, lloraban y a regañadientes tomaban su posición para disparar mientras yo les
insistía que tenían que seguir peleando porque no había nada más qué hacer.
Cabo Pérez. Predominaba la agresión que venía de lugares aledaños a la iglesia, que
quedaba a nuestro costado izquierdo y frente a la iglesia se hallaban sembradas unas
palmeras bastante gruesas que les facilitó su accionar, pues los disparos que venían
de ese sitio daban exactamente a la altura de nuestra cabeza y hacia ese flanco
teníamos tan solo una trinchera de unos ochenta centímetros de alto con una mirilla
horizontal de cuarenta centímetros, por eso no podíamos levantarnos y cuando
asomábamos la cabeza, era fijo que recibiríamos un disparo, tuvimos que permanecer
agachados por un buen tiempo y pendientes de cualquier avance. Pasaron unos
minutos, vi que en ese refugio podría morir fácilmente y decidí introducirme en una
trinchera que daba contra el frente, a la que le dispararon mucho pero ya no correría
tanto peligro al no estar expuesto al fuego de los costados. No se podía casi ni salir de
la estación y aunque se redujera al máximo la silueta, se estaba expuesto a recibir un
impacto pues el fuego era muy nutrido. Había un bandido que contaba con un amplio
ángulo de tiro y un gran arsenal porque no dejaba de lanzarnos granadas de fusil.
Ellos no disparaban a la loca, como en muchos casos lo hacemos nosotros al no tener
un punto fijo hacia dónde arremeter, los sediciosos deben cubrir tan solo cien o un
poco más de metros cuadrados, hacia los cuales pueden descargar toda su furia sin
tener probabilidades de error, pudiendo con ello dar en el punto exacto.
Capitán Quiroga. Tuve que recorrer la estación y verificar cómo estaba cada uno de
mis hombres, les decía que teníamos que ponerle toda la voluntad a lo que estábamos
haciendo y a pesar que sentía un gran miedo, evitaba demostrarlo y lo único que podía
hacer era transmitirle ciertas ganas, ganas de batallar hasta el último momento.
El fuego de nuestra parte era muy controlado y algo que siempre les recordaba era
que no fueran a hablar ni a responder a los gritos de los subversivos, eso los
desgastaría físicamente y les produciría indignación, la que se reflejaría en un gasto
innecesario de la munición, además, podrían hacer un cálculo de la cantidad de
hombres que había en cada trinchera y con base en esto lanzarían el elemento
necesario que pudiera exterminarlos a la vez, pero a pesar de las advertencias
algunos policías se dejaban llevar por los vituperios lanzados por los sediciosos y
empezaban a gritar: “¡Vengan tales por cuales, vengan y nos sacan si pueden!”.
Mientras tanto las advertencias de los subversivos eran incisivas y constantes cuando
manifestaban que si no deponíamos las armas, correríamos idéntica suerte a los
policías de Santa Helena, Morales (Santander) y otros que no recuerdo.
Cabo Pérez. Como a las 18:30 horas salió Guerrero, ´El Costeño` gritando: “¡Qué,
familia… ¿le ayudo?!”. Yo estaba muy mal, cinco minutos antes una bola de fuego del
tamaño de un balón de fútbol había chocado contra una columna, rebotó y cayó hacia
mi costado izquierdo en el que había un montículo de arena, luego reventó y dejó un
polvero que hizo toser hasta a los sediciosos que estaban próximos a llegar a nuestra
posición, porque la cortina de polvo no los dejaba respirar, esperaron unos segundos
mientras se disipaba la nube de arena y pudieran retomar nuevamente sus posiciones,
tiempo que aprovechamos para descansar y ubicarnos mejor. Guerrero me dijo que si
me relevaba, yo le dije que bueno pero lo previne cuando le dije que no fuera a
levantar la cabeza porque, señalándole el lugar donde nos estaba disparando el
francotirador, le dije que nos tenían a raya y cualquier movimiento que hiciéramos, él
lo detectaría y de una vez nos iba a dar, “¡hacia el lado del consultorio!”, también le
dije. “¡Allá hay gente de esa esperando cualquier movimiento, no vaya a gritar porque
tan pronto uno lo hace les facilita la ubicación y tenga, le dan, al comienzo yo le
contesté sus insultos y me llegó plomo corrido, por eso mejor decidí responderles con
un disparo hacia el lugar donde he escuchado los gritos!”. Guerrero no gritaba,
disparaba poco y era efectivo al hacerlo hasta que se fue obscureciendo el día y él se
confió, se fue hacia el costado izquierdo que era el más endeble, un bandido disparó
una granada de fusil que pegó en todo el vértice de la trinchera y las esquirlas le
dieron en la cabeza ¡hasta aquí llegó Guerrero!, dije cuando ya lo daba por muerto y
dándome mañas lo cogí, lo arrastré hasta la sala, lo dejé y volví a mi posición con el
ánimo de defenderme, no podía quedarme, al posible herido se le debí a dar un motivo
para vivir, se le debía decir que de esa se iría a salir con vida y que como fuera se iba
a reponer, pero tenía que salir a cubrir el flanco izquierdo por donde los sentía muy
cerca. Hacía tres disparos y volvía al centro porque tampoco podía perder esa
posición.
Contreras gritaba: “¡Tengo uno al lado, tengo uno al lado, ayúdenme!”. Por eso
también tenía que disparar hacia la derecha para colaborarle a mi compañero.
Nosotros estábamos preparados para una incursión de este tipo y éramos conscientes
de que la situación se iría a tornar cada vez más dura, sabíamos que iba a ser un
combate a muerte en el que no iríamos a pensar en algún refuerzo y que si nos decían
que vendría, lo veríamos como algo muy remoto, aunque acepto que al pensar en él
me producía una gran esperanza, porque es un gran aliciente si se está luchando por
un ideal tan noble como el nuestro. Sabíamos que esto iba a comenzar temprano y
que no iba a terminar muy pronto, por eso trataba de estar lo más sereno posible y
sabía que el éxito para superar cualquier situación de crisis se centraba en la
capacidad de dilucidar, haciendo todo en forma consiente y para esto necesitaba la
mayor concentración, tenía que escuchar de dónde venían y con qué tipo de armas se
estaban haciendo los disparos que venían hacia nosotros y con mesura también debía
identificar las voces que se escuchaban a los alrededores, porque podían ser voces de
compañeros que aún estaban afuera y ansiosamente querían ingresar. Hubo
momentos en los que nos llamaban por nuestros apellidos y cuando les
contestábamos, de inmediato nos disparaban. Yo había sido soldado profesional, tenía
experiencia en combate pero en campo abierto y no en estas condiciones tan
adversas, en las que sentía estar en una caja de fósforos a la que podían atacar y
hacer con uno cualquier cosa, propia a la de una mente asesina como la de esos
hombres que estaban allí esperando el más mínimo asomo de debilidad para arreciar
con todo lo que tenían a su alcance. Cualquier disparo que hacían daba en el blanco y
es tanta la superioridad del enemigo que se siente una gran manipulación de ideas y
acciones a seguir, porque sus gritos iban acompañados de un vasto accionar y se
llega a pensar y hacer lo que ellos deseen que uno haga. El adversario estaba en
todas partes, arriba, abajo, atrás, a los lados y el máximo ángulo que podíamos cubrir
era de unos 180º, dependiendo de la trinchera porque habían otras que cubrían tan
solo 40º o 50º, espacio que era insuficiente para una buena cobertura, sin embargo
eran aprovechados al máximo porque no los dejábamos arrimar. Estaba consciente de
que me iba a morir, era algo inminente pues no había otra opción, así tenía que ser,
sin embargo pensaba que debía vender mi vida lo más caro posible y no debía permitir
que el enemigo nos fuera a copar tan fácilmente, y si lo hacía, tendría que hacerlo con
todas las de la ley, porque por mi parte pelearía con todo el valor posible, le iba a
poner espíritu a la ´vaina` ¡y si me iba! Tendría que ser con todos los honores posibles.
Teníamos buena cadencia de fuego y sin dejar de dispararles economizamos
provisiones, los teníamos a la medida y si se detectaba un foco de agresión ahí se les
disparaba para hacer que perdieran su posición de combate, claro que eso se logra
con munición de verdad y no con gritos. Tenían varios nidos de ametralladora rockets
y granadas, disparaban un cohete de esos y lo acompañaban de cuatro granadas que
nos aturdían mucho, mientras nosotros tan solo podíamos turnarnos para hacerles de
a dos o tres disparos. No se podía comparar la cantidad de armamento y munición en
manos de doscientos hombres a los que no les interesa agotarlos en el desarrollo de
un macabro plan porque lo podrán recuperar fácilmente, mediante la compra directa
con dineros obtenidos del secuestro a personas, comercio de drogas, etc., o el canje
por estupefacientes. Nosotros éramos tan solo veinte y el Estado por intermedio de la
Institución, no se puede dar el lujo de almacenar grandes arsenales listos para ser
empleados en este tipo de problemas si como es bien sabido, la policía nacional
cuenta con un gran número de estaciones distribuías a nivel país que están siendo
amenazadas con acciones como ésta, además, nuestras armas han sido adquiridas
con dineros del presupuesto nacional que es limitado y no permite ningún tipo de
despilfarro.
Capitán Quiroga. Decían que no estábamos preparados para la guerra, que lo único
que hacíamos era cuidar cuatro paredes, insistían que venían exclusivamente por el
armamento, que si nos entregábamos nos iban a respetar la vida, pero ante nuestro
rechazo, lanzaron rockets que con un ruido estruendoso hacían temblar todo el
cuartel, parecía que el edificio se iba a venir al piso, algunos se tapaban los oídos con
pedazos de papel higiénico pero esto no era suficiente para aminorar todo ese ruido
de las detonaciones provenientes de los dos bandos. Cuando se dio inicio a la primera
descarga, se empezó a escuchar una proclama que mediante un altavoz se quería dar
a conocer a todo el pueblo y a la letra rezaba: “Hoy 15 de agosto de 1991 la
Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, acuerda tomarse la estación de Santa Rosa
Sur de Bolívar, ante la negativa que ha presentado el gobierno del presidente Cesar
Gaviria Trujillo a los diálogos de paz propuestos por la CGSB, creando con ello un gran
daño para el pueblo”. Se escuchaba anunciar un nombre y número de los distintos
frentes que hacían parte activa en el ataque que estábamos sorteando y ante la
amenaza y la indecisión al no saber cuántos podrían ser los bandoleros
comprometidos en la envestida, empezaba a hacer cuentas y como eran más de
cuatro los frentes que se estaban enunciando y el más pequeño podría tener unos
cincuenta hombres, como mínimo sumarían doscientos los bandidos quienes en forma
presuntuosa daban por hecho nuestro fracaso.
Cabo Pérez. A tres casas vecinas, por el costado izquierdo de la estación, se suponía
había instalado la guerrilla su puesto de operaciones y desde allí un tal Alfonso Cano
era quien supuestamente estaba dirigiendo el ataque, hice mis cálculos y hacia ese
lado les disparé una granada que no explotó pero si me desarmó el fusil, tuve que
buscar el de Guerrero y cuando fui a recoger su arma, escuché que resollaba como
queriendo hablar, le quité una bota y se la puse de cabecera, con esto le facilité la
respiración y evité que se ahogara. Haber percibido signos de vida en alguien que
había dado por muerto, fue motivo de alegría, vi que todo no podía ser tristeza y
desilusión, por eso cogí su fusil y me dirigí a defender mi posición, simultáneamente
escuché la proclama en la que se daba a conocer los motivos de la toma a la estación
de policía Santa Rosa, los cuales se debían a la presión que se quería ejercer por
parte de la coordinadora guerrillera contra el gobierno.
Capitán Quiroga. Guerrero subía y bajaba para estar pendiente de su esposa, le dije
que tuviera cuidado porque le podían pegar un tiro, hasta que rato después me
gritaron que lo habían matado. Serían las 6:30 de la tarde, yo estaba en el segundo
piso, bajé arrastrándome y como le había puesto el lente rojo a mi linterna, alumbré y
llegué hasta donde estaba el muchacho, vi que respiraba con dificultad, me arrimé y le
alcancé a ver una herida en la parte posterior de la cabeza, parecía como si se
estuviera asfixiando, entonces le abrí la boca y vi que intentó mover la lengua, tenía
residuos de comida que no le permitían respirar, era como cuando se intenta vomitar
pero no se puede y creyendo que como fuera se iría a morir, le metí la mano en la
boca y le removí todo lo que pude, empezó a respirar mejor y como no sabía qué clase
de herida era la que tenía, lo dejé en la misma posición y me fui a cubrir otros sitios. A
la esposa no se le comentó lo ocurrido, le habría parecido extraño que su compañero
no hubiera vuelto a verificar cómo estaba, pero también supondría que estaba muy
ocupado en salvar su vida y la de sus compañeros, además a esa verraca no se le
escuchó quejar por sus heridas.
Cabo Pérez. Después de la proclama vino un ataque brutal, se escuchaban muchas
detonaciones, instalaban cilindros que muy cerca de nosotros explotaban, colocaban
cargas multiplicadoras que hacía que la tierra temblara y no sé si eran granadas de
mortero lo que estaban lanzando, pero cuando caían, hacían que uno se moviera de
lado a lado perdiendo por instantes el conocimiento. Veía a mi compañero y creyendo
que estaba muerto, segundos después se volvía a levantar y rápidamente seguía
protegiendo su lugar de facción. Estaba exhausto, desesperadamente abría los ojos y
veía imágenes difusas de todos los colores y sin saber a ciencia cierta qué era lo que
había ocurrido, como un autómata tomaba posición de disparo pues creía que los
vándalos ya estaban por entrar a masacrarnos. Mi cabo les lanzaba tacos de dinamita,
para él era fácil hacerlo ya que tenía a los delincuentes a escasos cinco metros de
distancia.
Capitán Quiroga. Siendo las siete de la noche, empezaron los noticieros a dar los
reportes acerca del enfrentamiento, entre tanto las siguientes horas pasaron
prontamente porque cuando volví a ver el reloj, ya marcaban las diez de la noche y a
partir de ese momento, el tiempo empezó a volverse eterno. El ataque continuaba, los
policías estaban ya más calmados, cantaban el himno nacional y rezaban la oración
patria, yo aprovechaba para pensar en todo lo malo y lo bueno que había hecho en mi
vida y las muchas cosas que había dejado por hacer, recordaba los casos de policía
que había tenido que atender y en los que había salido victorioso, mis éxitos, mis
infortunios, mis sueños y expectativas. Tenía esquirlas de granada en la espalda, los
brazos y en la parte posterior de las piernas, pero como no me molestaban, volví al
segundo piso no sin antes decirle a uno de los muchachos que se quedara cubriendo
mi posición porque era un punto clave donde se divisaba la parte trasera de la
estación, cuando iba subiendo las escaleras se escuchó un ¡Puuummm! Era una
granada que le había caído al muchacho, quien una vez se sintió herido empezó a
gritar con pavor: “¡Mi teniennnteee… me mataron, me mataron!”. Dejé mis cosas
arriba, bajé, lo cargué y me lo llevé hacia el segundo piso, allí había un armario que
estaba en obra negra y en el que metí una colchoneta y lo acosté, vi que en ese sitio
podría estar a salvo y por eso le dije que esperara mientras todo pasara para sacarlo y
él en forma somnolienta y con voz temblorosa me respondió:
-
“Mi teniente… por si acaso se van a entregar… no me vaya a dejar aquí,
déjeme un fusil y yo me mato, porque yo no quiero que me cojan vivo”.
-
“Nooo… tranquilo mijo”, con tristeza y cierto aire de confianza y seguridad le
dije. “De aquí salimos todos y todos nos vamos a ayudar, tenga fe de que nos
va a ir bien”.
Vi una ventana que daba hacia el fondo del pueblo, en ese sitio había un tanque con
agua que fue utilizado por los delincuentes para colocar una ametralladora, asomé la
cabeza, apunté, quité la cabeza y disparé hasta que volaron media ventana y vi que
por ese franco no se podía hacer mucho y sí se arriesgaba demasiado, claro que
desde ese lugar no se volvieron a recibir disparos. Me metí en el baño, asomé la
cabeza por la ventana y como a cincuenta metros vi a tres bandoleros encarnizados
contra nosotros, estaban acostados en una esquina cubiertos con una matera
relativamente baja. Mi fusil era uno de los pocos que disparaba en ráfaga, por eso
llamé a Oviedo y le dije: “Me voy a trepar en el lavamanos y apenas dispare, usted se
sube por el otro lado y empieza a disparar hacia el cerro”. Que era uno de los lugares
desde donde disparaban constantemente hacia la parte posterior de la estación. Él lo
hizo, solté la ráfaga y barrí con todos, de eso me pude dar cuenta después y cuando
uno no está para morirse, pues no se muere porque de inmediato me dispararon, los
tiros dieron en las divisiones de la ventana que había sido construida con láminas
gruesas y cuando sentí el rafagazo me tiré hacia atrás y fui a dar contra un inodoro
que estaba recién instalado, entre tanto el chino seguía disparando instintivamente
hacia arriba porque ni siquiera le dejaban asomar la cabeza, hasta que pudimos
salimos.
Cabo Pérez. Era oscuro, veía que algo se estaba asomando por las mirillas de la
garita en la que se encontraba Contreras y como no sabía qué era, metí la trompetilla
por el orificio que tenía unos ocho centímetros de alto por otros treinta de ancho y le
pegué a un objeto sólido, empezó a oler a pólvora y pudimos establecer que era un
pedazo de mecha lenta encendida la que estaba produciendo ese olor, porque cuando
le dije a Contreras que le había pegado a algo que estaba al otro lado de la trinchera,
pero que no estaba seguro de qué era, por fortuna él se asomó y disparó al ver que
era un subversivo quien con un artefacto en las manos, se disponía a lanzarlo contra
nosotros, le logró propinar un tiro en la cara que lo hizo desplomar mientras se
escuchaba una fuerte detonación acompañada de un gran destello de luz que nos
encandiló y lo acabó de rematar.
Capitán Quiroga. Volví a recorrer los sitios en los que todavía permanecían los
policías en pie, les recalcaba que no malgastaran la munición mientras empezaba a
resignarme al sentir que no iríamos a poder sostener ese ataque tan duro y que era
cada vez peor. Pensaba que en el caso de sentirnos perdidos, no permitiría que
ninguno de los agentes fuera a salir a menos que lo hiciera con intenciones de repeler
el ataque desde otro flanco y lo autorizaría bajo su propio riesgo, porque de lo
contrario, no me iría a rendir y si alguien intentaba hacerlo, yo sería el primero en
darle, pues sabía que como estaba la situación, el entregarnos no iría a ser nada
favorable, porque ya les habíamos hecho mella y estarían encolerizados por nuestra
respuesta, y si de optimismo se trataba, en la cabeza no me cabía la idea de estar
privado de la libertad y por esto preferiría estar muerto.
Cabo Pérez. Pasaron minutos o tal vez horas y volvieron a exigir que nos
entregáramos, pero en vista de nuestra negativa, vino otro ataque más fuerte
acompañado de un baño de gasolina lanzado con una moto bomba. Guerrero Montoya
se había vendado la cabeza, subió y se paró cerca de una trinchera, él era uno de los
que tenía el fusil con ráfaga, le soltó un proveedor completo al operador de la moto
bomba e hizo que le cambiaran de sitio, cuando empezó la primera quema sentí un
gran bochorno, un fuerte olor y mucho miedo, mentalmente me estaba muriendo al no
saber qué vendría en adelante y cómo sería nuestro final, pero teníamos que soportar
hasta lo último. Hacia las 20:30 horas llegó Mario Aristizabal a quien le decían ´El
Brevo`, diciendo que la situación estaba muy dura, y que a Aponte y a Montaño ya les
habían dado, “¡¿Cómo así?!”, le dije. “¿Y en dónde están?”, desconcertado le
pregunté. “Están en la parte de atrás”, me dijo. Y dejando todo a un lado, salí
enfurecido a buscarlos, pero mi cabo que estaba en el segundo piso me trancó, no me
dejó pasar y me devolvió a mi puesto. Ardila había intentado bajar y ¡pum! Le hicieron
seis disparos que entraron por una de las ventanas, cinco lo hirieron en las piernas, un
sexto se alojó en el atlas, lo dejó inmóvil y ahí quedó. No aceptaba la idea ni me
resignaba a creer que Montaño y Aponte, que eran mis mejores amigos, estuvieran
heridos o en dificultades, quería constatar cómo estaban pero se me impedía hacerlo y
para acabar de completar, hacia las 24:00 horas se vino una brutal embestida que me
hizo creer que todo se iba acabar, sabía que en cualquier momento una granada de
mortero iría a destruir la trinchera y acabaría con nosotros, efectivamente un rocket
pegó en la placa que hacía las veces de techo, revotó y explotó un poco más arriba
con un gran estruendo que nos tuvo por varios minutos en jaque y como había un palo
de mango, lo deshojó y casi lo tumba. Todo esto nos desgastaba físicamente,
esperanza de vida ya no había y cuando hablaba con Aristizábal que también había
estado evitando el ingreso de los bandoleros a la estación, coincidíamos en nuestro
pensar cuando decíamos que ya no había nada qué hacer, estábamos a merced de
esos bandidos y por donde quiera que disparaban nos hacían mucho daño. Cuando el
tipo del alto parlante decía que nos iba a mandar algo para que reflexionáramos y
pensáramos en rendirnos, sabíamos que se iban a venir con todo y lo peor se
presentaba cuando luego de la descarga, venía un gran silencio y una calma que
tardaba lo suficiente para que junto con Aristizábal pensáramos que los demás policías
ya estaban muertos y por eso me atreví a decirle que los únicos vivos éramos
nosotros, porque no se escuchaba absolutamente a nadie. Mi teniente y mi cabo
estarían diciéndole lo mismo a quienes estaban con ellos.
Sin permitirnos casi ni pensar, mucho menos pronunciar palabra, sólo nos quedaba
esperar y desear que la próxima descarga no fuera a ser tan fuerte y en ese dilema
permanecimos durante casi una hora.
Capitán Quiroga. Disparé cuatro granadas de fusil, había recibido la instrucción de
cómo lanzarlas, pero en el momento de hacerlo se me olvidó que tenía que buscar un
blanco sólido y no lo hice, entonces las disparaba, caían y no explotaban, de cuatro
creo yo tan solo una reventó y cuando no explotaban, me embargaba una enorme
depresión al no entender qué era lo que estaba ocurriendo, pero las de mano si
hicieron efecto y aunque nos hizo falta tener más medios para defendernos, hicimos lo
que pudimos con lo que teníamos a la mano. Algunos fusiles se dañaron y fueron
remplazados por los de reserva, uno de los policías que había recibido una herida en
el estómago y otra en el brazo, estuvo todo el tiempo sentado en medio de otros dos,
fue quien se dedicó a llenar los proveedores para pasárselos a sus colegas ya que sus
lesiones no le permitían hacer más.
Antes de medianoche comenzamos a escuchar un avión de la fuerza aérea, del que se
lanzaron varias bengalas que cayeron en la Ciénega de Simití, que aunque se puede
ver desde el filo de la pista, quedaba a unos cuarenta y cinco minutos en carro desde
Santa Rosa. Me pedían las coordenadas del municipio pero yo no las sabía, el
sobrevuelo del avión repercutió, hubo casi una hora de silencio que se tornó en un
gran nerviosismo para nosotros, entonces le dije a los muchachos: “O se están
retirando o se están reorganizando, porque ese silencio está muy raro”. Hasta que:
¡Plum…plum…plum...! Se nos vino una arremetida tan ¡duuura!, que me hizo imaginar
que el cuartel se nos iba a venir encima, simultáneamente se empezaron a escuchar
moto bombas y a la vez un fuerte olor a gasolina “¡uy… nos van a meter candela!”, les
dije. “Alisten los dos extintores y en caso dado si no podemos apagar el fuego, nos
metemos al tanque de agua”. El tanque era subterráneo y tenía unos tres metros de
profundidad. Los policías a pesar de verse sin salida no dejaban de defenderse como
fieras y aunque sentíamos muy cerca la derrota, no decaían en sus ganas de salir
adelante y aguantar mientras llegaba la luz del día. Resignadamente me puse a
pensar que si me pegaban un tiro, ojalá fuera certero, porque no quería quedar lisiado
y como soy muy devoto a los actos religiosos, me senté por un momento, cogí el
escapulario y me puse a rezar “¡que sea lo usted disponga!”, le dije a mi Dios. Empecé
a sentir un fuerte olor a carne quemada, “¡miren!”, con cinismo nos gritaban los
facinerosos. “¡Ya empezó a oler a carne de ´tombo` quemado!”. Las motobombas
alcanzaron a funcionar durante unos cinco minutos y se apagaron, pero la
conflagración ya había envuelto el cuartel, pues las paredes estaban impregnadas con
gasolina. Tenía dos agentes en la trinchera de la azotea, hasta ese sitio me les
lograron meter un rocketazo que los sacó, dejándolos a un lado de la atalaya y sin
ningún tipo de amparo, en su afán de protegerse, se internaron en un orificio que
conducía hasta el segundo piso, en el que fueron alcanzados por una bomba molotov
que los calcinó y aunque pudieron haber quedado heridos, el combustible arrojado por
las moto bombas los terminó de incinerar.
¡Me jodieron!, dije, pero insisto, el día que uno no está para morirse, pues no se muere
y mi Dios es muy grande, porque no sé de dónde vino un viento tremendo que arrastró
las llamas, aunque causó efectos colaterales pues pasó hacia las casas vecinas, que
se encontraban ya desocupadas y vino algo de la calma. Escuché que alguien pedía
agua, sin embargo las voces no se oían dentro de la estación y tampoco podíamos
salir a verificar quién era.
Cabo Pérez. Ellos disparaban y disparaban, nosotros como no podíamos ver de dónde
salían los disparos y si lo hacíamos no les causaríamos ni el menor daño, pues nos
dedicamos a esperar. Lanzaron rocketazos, nadie reaccionó y ante tanta apatía por
responderles, empezaron a gritar: “¡Eso, muy bien por el policía, muy bien, levante el
fusil… eso, así… ahora acérquese…!”, luego aplaudían y seguían dando unas
supuestas instrucciones, mientras yo me preguntaba: ¿Quién habrá sido? Y a la vez
me decía a mí mismo: ¡Donde lo vea, yo mismo le doy! Aristizábal me dijo que podían
ser los que estaban cubriendo la parte posterior, los de atrás estarían pensando que
éramos nosotros los que habíamos decaído y nos estaríamos entregando. Al rato otra
vez lo mismo, que muy bien, que arriba las manos y ya sumábamos como cinco “¡uy…
nos dejaron solos hermano!”, le dije a mi compañero. “¡Y yo no me pienso entregar
´Repollo`!”. Él decía lo mismo. Contreras estaba muy cerca de nosotros pero con él no
hablábamos. Reinó el silencio. Pasaron varios minutos y fue cuando vimos que se
empezaron a acercar los insurgentes ¡como Pedro por su casa! E incluso se atrevieron
a colgar el fusil a su espalda, para mí era absurdo, ¿pero qué pasa? Me pregunté.
Creerían que ya estábamos muertos, heridos y sin munición y vendrían a rematarnos,
y a saquear lo que quedaba del cuartel. Yo no creía lo que estaban viendo mis ojos,
venían en cantidades y parecían como ratas saliendo de su madriguera y sin que nos
hubiéramos puesto de acuerdo, extraña, milagrosa e instintivamente todos, al mismo
tiempo empezamos a bolearles plomo. Ahí me di cuenta de que ninguno de nosotros
se había entregado, pues la mayoría de nuestras armas estaban vivas ¡y claro!, los
bandidos quedaron entre los dos fuegos: El nuestro y el de sus compinches que
cubrían un anillo exterior, ocasionándoles la mayoría de sus muertos que quedaron en
la mitad del parque. Había llegado ahora el momento para que fuéramos nosotros los
que nos encarnizáramos a darles plomo, veía cómo brincaban y su sorpresa fue tanta
que ni siquiera tuvieron la oportunidad de tomar sus fusiles y disparar, esto llevó a que
nos salváramos y se les formara un grave problema, porque ahora tendrían que
dedicarse a recoger sus ´morracos` (cadáveres) y dejar lo menos posible si a la luz
pública querían ocultar su derrota. El tal Alfonso Cano se rebotó y empezó a gritar de
manera sulfurada: “¡¿Si miran…? Los tratamos bien, les dimos todas las prebendas y
miren cómo nos tratan, eso es traición y ahora verán de lo que somos capaces, porque
hasta ahora no les había ocurrido era nada… ahora verán!”. Y lo que decía era verdad,
porque se vino una arremetida ¡señor Dios mío, mi Dios querido! Que no hay palabras
para describirlo. Fueron como dos horas las que emplearon para desocupar la mayoría
de su arsenal y nosotros resista y resista deseando volvernos lo más pequeñitos
posible para que esas ´vainas` (bombas) no fueran a causarnos tanto daño, hasta las
4:30 horas, cuando todo se calmó y se volvieron a pronunciar: “¡Esta es la última
oportunidad para que se entreguen, porque lo que les ha pasado es nada en
comparación de lo que les va a pasar!”, decía el hombre que tenía el megáfono. “¿Y si
eso no era lo peor?”, nos preguntábamos. “¿Cómo será el final?”. Porque cuando el
hombre anunciaba una arremetida uno no sabía dónde esconderse, pero eso se
quedó en palabras, ya que se les había acabado casi todo su parque y a pesar que
lanzaban granadas de fusil y disparaban algunas ametralladoras, eso no era nada si
se comparaba con lo que habíamos tenido que soportar, así mismo, en cada
´papayazo` (oportunidad) que nos daban se ganaban su tiro y esto los hacía prevenir
aún más.
Capitán Quiroga. Como a las cuatro de la mañana los delincuentes empezaron gritar:
“Señores policías por favor entréguese, que les queremos respetar la vida”. Pero
nosotros ya habíamos sorteado muchas circunstancias de peligro y como estaba
próximo a amanecer, me atreví a decirle a los policías que de donde estábamos no
nos iba a sacar nadie. El cabo Pachón se fue a conseguir agua, encontró un balde con
ropa enjabonada y como pudo lo desocupó, sacó agua de la alberca y nos llenó las
cantimploras, tenía cierto sabor a jabón pero sin riesgo se podía consumir, además,
las sed era mucha y no podíamos ponerle recato.
Cabo Pérez. Ya como a las cinco de la mañana llegó don Esteban y nos dijo que en su
casa se encontraba uno de los policías, que en un intento por llegar a la estación,
había sido alcanzado por una granada que no lo lesionó con la metralla pero con la
onda expansiva le ocasionó la pérdida del conocimiento, pero lo recuperó horas
después cuando estando dentro de una cuneta, empezó a sentir escombros ardiendo
que le caían encima. Cuando vio lo que estaba pasando, del susto salió corriendo en
busca de un sitio donde resguardarse, encontró ayuda en la casa de don Esteban
quien salió y lo encaminó hasta su almacén en el que ya permanecían otras dos
personas, quienes transitando cerca de nuestras edificaciones quedaron dentro del
fuego cruzado y como no encontraron a dónde ir, se habían metido también al
almacén en el que recibieron albergue, sin embargo, la estadía del policía se vio en
grave dificultad cuando los antisociales ingresaron hasta la tienda e intentaron
identificar a cada uno de los que allí se encontraban, pero los tres restantes lo
encubrieron y fue así como le pudieron salvar la vida. Luego, hacia las cuatro de la
mañana, recibieron la orden de desalojar la residencia, dos salieron y murieron en el
acto, pero como don Esteban y el agente no se atrevieron a salir, pudieron salvarse de
morir.
Le dije a Aristizábal y a Contreras que me cubrieran porque iría por él. Salí
arrastrándome sobre la espalda y con el fusil en mis manos, avancé esperando el
momento en el que cualquier delincuente apostado sobre algún techo de una
edificación vecina se asomara y me disparara. A la altura del consultorio médico vi tres
muertos vestidos tan solo con una pantaloneta y muy cerca de ellos, recargados en
una puerta habían dos fusiles Galil, le hice señas a los que me estaban cubriendo para
que supieran que teníamos tres posibles compañeros muertos, así lo supuse por el
tipo de armamento y la indumentaria que tenían, pues pensaba que no les habrían
permitido reaccionar y además ¿quién iba a creer encontrar un guerrillero tirado sobre
el piso? Uno sabe que les da, pero nunca se los piensa encontrar, porque como es
bien sabido, ellos atacan en manada y con una gran superioridad de fuerza, cosa que
les asegura una victoria y el tiempo suficiente para recoger lo suyo. Con más calma
me puse a detallar el tercer cuerpo, que se encontraba un poco retirado de los otros y
quien con una de sus piernas dobladas y un fusil FAL recostado en su diestra,
permanecía inmóvil y casi sin respirar. Seguí adelante, llegué hasta donde Riaño,
quien del susto no quería salir, él no había tenido con qué defenderse, estaba herido y
con sus nervios muy alterados, tardé casi cinco minutos para convencerlo de que era
yo, hasta que salió y me acompañó a la estación, donde lo acogieron y recibió todo el
apoyo que necesitaba. A rastras y mirando hacia el frente, volví a salir, suponía que
del techo ya no me iría a aparecer nadie y de reojo quise ver a los muertos, centré mi
atención en uno de ellos cuando observé que ya tenía el fusil sobre las piernas ¡ehhh!
Me dije. ¡Pero si yo estoy seguro de haber visto el fusil casi sobre el piso! ¿Sería que
por el cansancio habré visto mal? Me pregunté. Avancé muy poco porque la duda me
hizo mirar de nuevo al supuesto cadáver quien con su fusil ya a la altura del pecho se
disponía a disparar y del susto se me fueron casi diez proyectiles, escuché que soltó
algo que pensé sería una granada y me tiré a esperar que explotara, algo que era
imposible pues resultó ser un radio de comunicaciones, el delincuente había fingido
estar muerto y quería no irse invicto. Atrincherado detrás de unos escombros, recogí
los tres fusiles y se los pasé a Aristizábal, él los haló con una varilla y los guardó
dentro de una trinchera.
Pensaba que en cierta forma nos había ido mal y no podía concebir ni entender cómo
una persona puede guardar en su corazón, en su alma y en su accionar, tanta
violencia y tanta maldad para con otro ser humano.
Aún no sabía si teníamos gente muerta, todos mantenían su posición hasta que al
igual que yo, se atrevieron a salir y recoger el armamento que se encontraba aún
tirado. En la entrada de la estación, con medio cuerpo adentro y el otro afuera, yacía
otro cuerpo, no lo habíamos visto, porque durante la contienda todos habíamos estado
resguardados tras las trincheras, en una de sus manos encontramos una pistola, en la
otra un lanzagranadas de la línea Heckler con culata retráctil y una mochila llena de
granadas de cuarenta milímetros. Recogimos su material, lo tiramos hacia adentro y
continué escuchando uno que otro disparo. Yo de pronto me había apresurado a salir
y reunir las armas que veía abandonadas, porque cuando lo estaba haciendo, un
sujeto acostado sobre la calle cerca de la Caja Agraria, que tenía un fusil R-15 y a
varias personas a su lado, me disparó un buen rato sin darme la oportunidad de
levantar la cabeza, me tuvo muy bien alineado y los proyectiles que pegaban en la
pared y levantaban pedazos de cemento, me hacían creer que ya me había dado,
sentí pánico al ver que no podía ni siquiera mover el fusil y solo una media zanja me
servía para protegerme mientras el insurgente ensañado seguía disparando, hasta que
Contreras lo alcanzó a ver y le dio. Tan solo quedó el rastro de su sangre pues les fue
sencillo arrastrarlo.
Capitán Quiroga. Pachón insistía en llamar a Bucaramanga y como a las cinco de la
mañana se pudo comunicar con mi coronel quien nos dijo que aguantáramos, porque
el ejército ya había salido en nuestro apoyo. Empezó a aclarar y ya pude ver mejor las
condiciones en las que se encontraba cada uno de los agentes, pasé al módulo de
atrás donde encontré siete u ocho agentes, algunos estaban heridos con esquirlas de
granadas y se habían tenido que refugiar debajo de las camas, los ayudé para que
pasaran al otro lado del cuartel y hacia las seis o seis y treinta, empecé a escuchar
radios de comunicaciones en los que se decía: “¡Camaradas, camaradas, abrámonos
que estos hijueputas nos acabaron, todos ábranse!”. Pensamos que era alguna
artimaña de algún francotirador para que nos asomáramos o saliéramos y hacernos el
mayor daño posible.
Cabo Pérez. Como a las 6:45 horas llegó el ejército y no se volvió a escuchar un
disparo, tan solo se veía cuando huían por entre los callejoncitos, claro está que estos
bandoleros debían ser urbanos, porque el grueso de la tropa ya se había retirado.
Llegó un señor mayor y dijo que venía de parte de mi general Gil. Una sensación de
esas es difícil de expresar, yo los veía como seres de otro mundo y hasta el momento
ha sido una de las cosas más hermosas que jamás me haya ocurrido en toda mi
vida… sentí tanta felicidad, porque… no sé… durante todo el tiempo tuve el apoyo de
mis compañeros, cosa aterradora hubiera sido tener que estar solo en medio del
combate, pero tanto mis compañeros como yo, estábamos en igualdad de
condiciones, indefensos permanecimos la mayoría del tiempo esperando morir, en
cambio, el ver cómo cambian los papeles y se tiene al frente no un montón de
verdugos, sino un centenar de hermanos dispuestos a revirar hasta la muerte por uno,
es algo único. Sentir que hay alguien mucho más fuerte que nos estaba ayudando y
que ya nadie se atrevería a meterse con nosotros, me produjo ganas de llorar. Ya con
más calma salí en busca de Marcelo Montaño y de Aponte, me metí por una ventana,
salí a la terraza y vi que desde la iglesia le habían logrado dar a la garita en la que por
largo rato mis amigos se habían refugiado y en la que habían sido heridos para más
tarde ser completamente incinerados. Al ver ese hecho tan deprimente, no pude
contener la tristeza y lloré, lloré a moco tendido mientras gritaba del desespero y la
cólera, porque veía algo que era muy injusto, algo absurdo que no podía entender ni
quería aceptar, era algo para lo que nunca había estado preparado. Los veía ahí
tiesos y me parecía no estar en la realidad, era casi imposible luego de haber
compartido con ellos tantas cosas, de haber estado esperando el momento y labrado
planes para cuando saliéramos trasladados, compartir juntos con nuestras familias
todo ese amor, ese cariño represado durante más de un año, tener que verlos ahí
inmóviles y sin poderlos escuchar, sin poder volver a ver sus rostros llenos de enfado
cuando sentían miedo o de felicidad, inocencia y tristeza cuando recibían un mensaje
de sus padres o sus compañeras. Todo eso hacía que mi llanto se justificara y no
quisiera parar de expresar todo ese dolor. Sus cuerpos quedaron reducidos casi a
cenizas, rato después los bajamos y los ubicamos en la sala.
Capitán Quiroga. Hacia las 6:45 horas salí con unos agentes y empecé a ver
cadáveres por un lado y por el otro. Eran cuerpos de varios delincuentes a los que no
habían podido llevar, les dije a los policías que recogieran lo más rápido posible el
armamento, la munición, la cual estaba guardada en medias y mochilas, un radio de
comunicaciones y un arma muy bonita y efectiva que le regalé al comándate de una de
las estaciones cercanas a la nuestra y que le fue muy útil en un ataque que tubo al
poco tiempo. Eran nuestro trofeo de guerra, varios de los fusiles recuperados
resultaron ser de policías muertos en una emboscada perpetuada por varios
facinerosos en un sitio denominado la ´Y` en cercanías de Simití.
Estando dentro de la estación y verificando nuestras novedades, vi cuando se estaban
acercando varios hombres de gran estatura, con barba y uniforme camuflado “¡uy
juepucha… pilas!”, le grité a los policías. Yo tenía más munición y nuevo armamento
para seguir peleando y cuando les grite: “¡Quietos, no avancen más!”. Ellos
respondieron diciendo que podíamos estar tranquilos porque eran soldados
profesionales del ejército. “¡Quédense allá, no se muevan!”, les dijimos. Eran unos
sesenta hombres y un tipo quien resultó ser un oficial se aproximó y dijo que venían
desde Puerto Parra y que según él, habían caminado durante toda la noche para llegar
a auxiliarnos. Preguntó si nosotros necesitábamos tratamiento médico pues contaba
con tres enfermeros, yo tenía cuatro o cinco muchachos graves y los saqué para que
les prestaran los primeros auxilios. Empezó a salir la gente del pueblo, nos miraban
como bichos raros y empezaron a murmurar, algunos se acercaron y me dijeron:
“¿Sabe que teniente…? Nosotros no creíamos que ustedes fueran a salir vivos y
aunque hemos visto guerrilla en otras ocasiones, nunca en esa cantidad, porque era
mucha la gente que estaba rondando por el pueblo y también le digo que se llevaron
unos treinta muertos y un poco más de heridos que cargaron en carros que
encontraron”.
Junto con el personal del ejército recorrimos el pueblo y en una esquina al lado del
matadero se encontraron pedazos de sesos, carne y una gran cantidad de sangre.
Nos encontrábamos con gente que nunca antes nos había colaborado, pero que ahora
me preguntaba que si necesitábamos medicamentos o comida.
Cabo Pérez. Había mucha gente que nos estimaba, pero tuvo que ocurrir una cosa de
estas para que pudieran demostrarlo, aplaudían y se acercaban para preguntar cómo
habíamos podido soportar tal odisea. Nos ofrecieron comida, pero solo pude tomar
agua, pues me sentía enfermo y aunque le echaba la culpa al ruido de las
detonaciones, al olor de la pólvora, las sed o qué se yo, lo estaba, porque varios días
después resulté con una hepatitis crónica por la que estuve durante tres meses
incapacitado. Veía de lo que era capaz una persona cuando se sentía acorralada,
pues con semejante enfermedad, alterqué con dureza sacando fuerzas de donde ya
no habían, pero qué más podía hacer, si nunca hubo alguien disponible para
paladearme o para prestarme algún auxilio médico y si no ponía de mi parte me irían
era a matar.
Fueron casi diez los subversivos muertos, nosotros tuvimos tres y entre ellos a Juan
de la Cruz Hurtado quien recogiendo una encomienda fue secuestrado y tenido
durante toda la noche, y aunque no gozó de una última oportunidad, murió teniendo el
tiempo suficiente para encomendar su alma a Dios, habiéndose arrepentido por estar
ahí, en un lugar que nunca pensó conocer, habitado por gente a quienes protegió en
forma incondicional. Por vocación y necesidad tuvo que estar lejos de su familia que
anheló tener en ese momento, para despedirse y dar las gracias, reconociéndoles por
haberlo traído a este hermoso paraíso ¡claro está! Sin el más mínimo asomo de
recriminación, ¡porque ningún padre trae a un hijo a este mundo con la intención de
verlo sufrir! Todo lo contrario, lo acompaña a crecer educándolo para que haga el bien,
protegiéndolo de tanta escoria humana la que abunda en nuestra sociedad, deseando
darle todo lo que él no tuvo y poniéndolo de ejemplo al haber escogido una profesión
tan noble como es la nuestra. Murió no sin antes haber recibido un juicio diferente al
que conocemos todos, puesto que en ese caso, el acusado no tuvo un defensor y
tampoco hubo jurado, solo una gran cantidad de jueces acusadores y parcializados
por la ira, quienes unánimemente decidieron su muerte.
Capitán Quiroga. Guerrero Anaya estaba muy pálido y con los párpados hinchados,
llegaron dos helicópteros de la policía con personal de la contraguerrilla y se llevaron
los heridos más graves. Al finalizar el enfrentamiento sentía mi brazo cada vez más
pesado y ya estaba muy amoratado, los agentes me habían estado preguntando cómo
me sentía, pero en todo momento, para no preocuparlos, les había dicho que estaba
bien, yo era el menos indicado para trasmitirles miedo, porque cualquier cosa que
ocurría, era motivo para que me llamaran y yo tenía que darle una posible solución y
aunque el cabo me colaboró muchísimo en el manejo de la crisis, yo tuve la mayor
responsabilidad.
Fuimos por el joven que había dejado en el armario, “¡gracias mi teniente!”,
apretándome la mano me decía. “Usted me salvó” y de inmediato se puso a llorar. Nos
reunimos con los policías, algunos estaban heridos, nos paramos a un lado de la vía y
de rodillas, mirando al cielo rezamos, nos abrazamos y no dejábamos de darle gracias
a Dios por habernos protegido. Hubo muchas lágrimas que no habíamos podido dejar
salir durante toda una noche de larga pesadilla.
Cabo Pérez. A las ocho llegó mi general Mario Velazco García y nos felicitó dando
esta gran victoria como regalo para la policía nacional en sus cien años de existencia,
también asistió mi general Gil quien sin intenciones de desmeritar el trabajo
sobresaliente del resto de personal, hizo que levantáramos la mano los que habíamos
participado en la emboscada del 31 de enero, la levantamos cinco, nos abrazó y nos
dijo: “¡Estos son mis héroes, ustedes son la gente que necesitamos y nos felicitó!”. Él
era muy efusivo al hablar, más aún cuando se trataba de alagar a las personas que
estimaba. Preguntó quién conocía la vereda ´Carabelas`, considerado uno de los sitios
con más incidencia subversiva en el área, le dijeron que yo lo conocía y me preguntó
si podía guiar los helicópteros hasta ese sitio, así lo hice y llegando a ´Carabelas`,
vimos que en un precipicio que estaba a unos cuatrocientos o quinientos metros de la
carretera, había un vehículo con quince guerrilleros muertos y el total de su
armamento, de los cuales catorce presentaban herida de bala y un último que estaba
vestido con ropas civiles y no presentaba señales de haber sido muerto con arma de
fuego, había cumplido las funciones de conductor. Y es que para ellos todo esto se
había tornado en algo personal, quedando lo táctico y estratégico a un lado, porque
ellos pensaban doblegarnos en quince minutos mediante un golpe de mano y para
esto aprovecharían que la fuerza pública, como es nuestro deber, estaría cubriendo la
seguridad en las fiestas, prueba de ello la indumentaria que traían los nueve
asaltantes recogidos a escasos metros de la estación, que estaban vestidos con trajes
deportivos (pantalones cortos, camisetas, tenis o botas de caucho).
Desde San Francisco barriendo hasta Santa Lucía, mandaron un promedio de mil
soldados profesionales, involucraron a todo el personal disponible de la quinta brigada
con sede en Bucaramanga y también recogieron contraguerrillas de Cúcuta (Norte de
Santander) para dejarlos al sur de Bolívar con el fin de dar captura a todo lo que oliera
a subversión.
El batallón Nueva Granada dio un parte de más de cuarenta cadáveres encontrados
en el área junto con un buen número de armamento y la orden de mi general Gil fue de
darle todo el crédito a la policía, porque como era bien sabido nosotros lo merecíamos.
En 1994 sembrado en la serranía de San Lucas se encontró un campamento de ELN,
en el que se halló un parte de guerra de la coordinadora guerrillera donde
Manifestaban haber perdido un centenar de armas largas, al igual que muchas vidas
humanas entre cabecillas, guerrilleros rasos y desertores.
Como recuerdo de la tremenda derrota que sufrió la coordinadora guerrillera, nace el
frente denominado: ´Mártires de Santa Rosa` en homenaje a cada uno de los muertos
de ese grupo dados de baja por un grupo pequeño de policías que se defendieron
como verdaderas fieras. Tiempo después cambia el nombre de dicho frente por el de
´Héroes de Santa Rosa`.
Capitán Quiroga. Murió una niña de cinco y otra de nueve años, la gente empezó a
decir que nosotros las habíamos matado, fue muy triste para mí ver a los dos angelitos
sin vida y más aún que nos imputaran un acto de barbarie como este, pero en el
informe balístico encontraron ojivas de munición de 9 milímetros, la cual nosotros no
teníamos. El médico y el odontólogo que llegaban en su Suzuki también murieron en el
enfrentamiento.
Estando en Bucaramanga empecé a recibir amenazas por vía telefónica: “¡Ya
sabemos en dónde está usted teniente y lo vamos a matar!”, escuchaba al otro lado
del auricular, mientras lo único que les podía contestar era que si sabían en dónde
estaba, pues que vinieran, que yo los estaría esperando, pero de ahí no pasaban las
intimidaciones.
A la señora de Guerrero le iban a amputar la pierna, pero después de hacerle varios
injertos se la salvaron, su esposo duró en coma casi veinticinco días pero igualmente
se salvó. El día que se despertó yo estaba en el hospital, él tan solo lograba verme,
pero no podía hablar, me miraba y las lágrimas se le escurrían, no dejaba de llorar y
supongo que aunque estaba vivo quería desahogar su tristeza, al saber que ya no
sería el mismo ser que algún día había ingresado a una gran institución como la
nuestra. Ya con el tiempo recobró el habla. La ojiva o esquirla con la que fue herido le
había entrado por la parte posterior de la cabeza y no sé cómo le había salido por la
corona. Cuando me veía me preguntaba: “¿Usted es mi teniente, cierto?”. “Guerrero”,
le decía yo. “¿Usted se acuerda en donde estuvimos?”. Y en forma entrecortada decía
que en Santa Rosa y luego preguntaba: “¿No es cierto que les dimos duro, mi
teniente?” Y se ponía a llorar. “Si mijo, les dimos duro”. Supe que en 1995 fue
pensionado por sanidad.
De estas situaciones quedan muchos traumas, a veces sueño y pienso en eso, me
acuerdo de todo como si fuera ayer, me he vuelto muy desconfiado, no me gusta tener
personas a la espalda y cuando escucho explosiones me pongo muy nervioso.
Uno de mis uniformes y el de otro agente, al igual que las banderas de la estación
reposan en el museo de la policía. Esa victoria fue adoptada como el regalo hecho por
los integrantes de la policía en sus cien años de vida institucional y sin ánimo de
restarle valor al trabajo de todos los policías que aguantaron muchos ataques a través
de los años de existencia subversiva y en los que se habían logrado victorias, el
nuestro superó en bajas a los demás.
Este había sido el tercer ataque realizado por la subversión en contra de la estación de
Santa Rosa y en las dos anteriores vencieron a los policías. En una de esas habían
sido doblegados y con intenciones de fusilarlos fueron conducidos hasta el parque
principal, pero el sacerdote intercedió por ellos y logró evitar una masacre.
Fuimos condecorados, me dieron ´la Cruz al Mérito` y ´la Medalla al Valor`. Nunca
pensé en eso, lo importante para mí había sido salir vivo y al lado de cada uno de los
hombres que estaban bajo mi responsabilidad.
Mis padres viajaron a los dos días hasta Bucaramanga, como es normal me insinuaron
que me retirara, pero eso era algo muy difícil, porque a pesar que había tenido
dificultades para subsistir dentro de esta institución, sentía que formaba parte de mí,
además, yo había entrado a la policía luego de haber cursado seis semestres de
ingeniería civil y el dejarlo todo para estar en una profesión tan sacrificada y exigente,
no lo hace todo el mundo y no creo que exista mejor ejemplo para demostrar mi gran
vocación.
Cabo Pérez. Junto con Cepeda salimos el día viernes 16 de agosto hacia la ciudad de
Bucaramanga, donde pude comunicarme mejor con mi familia, ellos habían escuchado
mi nombre figurando entre los muertos y luego entre los heridos, supongo que hasta
que no escucharon mi voz no pudieron creer sobre mi verdadera situación. Nos dieron
unos estímulos, por mi parte recibí la medalla de ´Servicios Distinguidos`, por la
emboscada, la de ´El Valor` por la última incursión y un viaje a la ciudad de Bogotá,
donde estuvimos por un lapso de diez días.
Haber estado al borde de la muerte y sin casi posibilidades de salir con vida, hizo que
permaneciera durante casi ocho meses con problemas de sueño. Tenía la mente en
blanco y estaba mal, porque como canon de salud las personas siempre deben estar
pensando en algo, imaginando cosas y analizando lo que se les dice o lo que ven, me
convertí en un ente que cumplía órdenes absurdas sin controvertirlas, no podía sumar,
había perdido la capacidad de memoria luego de haber sido uno de mis fuertes y
cuando hacía las cosas, no pensaba en si era o no lógicas, simplemente me limitaba a
hacerlas. Un ser que no diferenciaba entre acabar de llegar o prepararse ¡hasta
ahora!, para salir y si tenía que doblarme en mi tiempo de servicio no me afectaba y si
no me decían que era hora de almorzar no lo hacía y si estaba en ´plan comercio` sin
que me dieran la orden de retirarme, seguía hasta que alguien me dijera que podía
irme a descansar. Cumplía las ordenes que recibía, que se convertían en una gran
fijación y por esto, lo único que hacía era cumplirlas a como diera lugar. Permanecía
como si estuviera ebrio, no acudí ante un médico porque nadie me lo decía y hoy creo
que fue acertado no haberlo hecho pues de lo contrario me hubiera convertido en un
adicto a los medicamentos formulados. Al comienzo, cuando salía a servicio, no
reclamaba armamento porque no veía la necesidad y una vez acudí a un llamado de
un caso de policía sobre un hurto bancario, por ventura resultó ser falso, porque de lo
contrario no hubiera tenido con qué hacerle frente a los asaltantes.
Mi familia estaba en Medellín y por eso le dedicaba todo el tiempo a mi profesión, hoy
veo conveniente el haber tenido a mi esposa y a mis hijos lejos de mí, de lo contrario
hubieran tenido que vivir a mi lado toda esa pesadumbre. Contreras hacia muchas
cosas raras, fue tratado con especialistas y tiempo después salió pensionado por
sanidad.
Estuve en Bucaramanga y luego en Cali, quise irme para la DIJIN (Dirección de Policía
Judicial e Investigación) pero no se pudo. Trabajar en la Policía Metropolitana de Cali
fue para mí un gran estímulo, allí me sentí mejor, la zozobra ya no era tanta y aunque
tenía mis desveladas, estas eran más llevaderas. Solicité hacer curso para suboficial
con el fin de superar el problema de amnesia, porque para sumar y restar siempre
tenía que hacerlo con una calculadora, un papel y un lápiz, pensaba que ejercitando la
mente podría superar esa crisis y si no era capaz de hacerlo, pues me retiraría ¡y así
fue! Lo pude superar en gran parte y hasta ocupé el primer puesto. Hice luego el curso
de policía judicial y logré también ocupar el máximo galardón, demostrándome que era
capaz de superarme y que gracias a Dios podía estar bien. En el curso para cabo
primero volví a obtener el mejor promedio, mejorando cada vez más mi capacidad
mental y por eso la policía me dio la oportunidad de estar navegando durante siete
meses en el Buque Escuela Gloria de la Armada Nacional, conociendo otros países y
otras culturas. Fue una gran terapia para mi vida, pero aun así han pasado ya ocho
años y no he podido dejar de pensar en Montaño, Aponte y Hurtado, de quienes tengo
en mi mente gratos recuerdos y las mejores imágenes de sus rostros, lo que también
en momentos de depresión evoco, pensando que me están escuchando les hablo y les
pido que me protejan, porque lo que viví con ellos no fue el primero ni será el último
percance que tendré que sortear en mi vida.
Capitán Quiroga. Trabajé en Cartagena, allí conocí a la señora Gloria Dusan, ella me
comentó que había perdido a un primo que había sido muerto durante un
enfrentamiento en Santa Rosa sur de Bolívar “¿y él que hacia allá doña?”, le pregunté.
“Era el odontólogo del pueblo”, me contestó. Y con las mejores intenciones de evitar
cualquier tergiversación en la realidad de los hechos, le relaté la historia de lo
sucedido y como era de esperarse, la pobre no pudo contener el llanto y mientras
escuchaba esa historia de horror, sintió alivio al enterarse de la verdad.
No me gusta hablar de esto, porque cuando lo hago revivo escenas de sufrimiento,
angustia, preocupación y eso me duele, me duele mucho pensar en cada uno de los
policías que murieron luchando por su vida, sin haber vivido lo suficiente, ni haber
estado preparado para dejar de existir.
Tiempo después pertenecí al Servicio Aéreo de la Policía, viajé a los Estados Unidos
para hacer el curso de piloto y cuando me encontraba recibiendo instrucción de vuelo
en un helicóptero, vi cómo una máquina tripulada por uno de los alumnos se
desplomó, esa imagen me impresionó mucho hasta el punto de enfermarme y tuve
que devolverme para Colombia sin tener una nueva oportunidad. Hoy laboro en una de
las escuelas de formación para policías donde pongo todo el esmero para ayudar a
preparar a los servidores públicos del mañana y no dejo de advertirle a los alumnos
que su labor será muy difícil y que la situación del país exige hombres con mucha
vocación, dispuestos a entregar hasta la última gota de su sangre en pro de lo que
aman.
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