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De parientes, criados y gracias.
Cultura del don y poder en el México colonial
(siglos XVI-XVII)
alejandro cañeque
Durham University
A través de un análisis de conceptos como liberalidad, magnificencia, justicia
distributiva, gratitud o beneméritos de Indias, este artículo examina los fundamentos ideológicos de la cultura del don que impregnaba todos los ámbitos de la
sociedad colonial de los siglos XVI y XVII. Esta cultura del don, a su vez, formaba
la base de las relaciones de patronazgo establecidas por la Corona española, las
que daban cohesión al imperio hispano. La Corona intentó reproducir en México
y en el Perú el sistema de patronazgo a través de la figura del virrey. Sin embargo,
los virreyes disponían de la suficiente autonomía como para utilizar el sistema
en su propio beneficio, lo cual produciría graves problemas a la Corona.
Through an analysis of concepts such as liberality, magnificence, distributive
justice, gratitude and “beneméritos de Indias,” this article aims to examine the
ideological foundations of the culture of favor and reward which permeated
all levels of colonial society in the sixteenth and seventeenth centuries. At the
same time, this culture of favor and reward formed the basis for the relation­
ships of patronage established by the Crown to provide cohesion to the Spanish
empire. The Crown attempted to reproduce in Mexico and Peru the patronage
system through the figure of the viceroy. However, the viceroys enjoyed sufficient
autonomy to allow them to utilize the system on their own behalf, something
which would be the source of great troubles for the Crown.
historica XXIX.1 (2005): 7-42
historica XXIX.1
Cuando en 1680 el conde de Paredes, virrey de la Nueva España,
hizo su entrada oficial en la ciudad de México, fue recibido, como
era costumbre, por dos arcos triunfales, uno erigido por el cabildo
secular en la plaza de Santo Domingo y el otro levantado por el
cabildo eclesiástico delante de la catedral. Estos dos arcos son especialmente famosos porque los encargados de diseñarlos fueron dos
grandes luminarias del universo intelectual novohispano del siglo
XVII, sor Juana Inés de la Cruz, que diseñó el arco de la catedral, y
Carlos de Sigüenza y Góngora, quien se encargó del arco del cabildo municipal. En los arcos, ambos autores incluyeron pinturas en
las que se alegorizaba la virtud de la liberalidad como propia de los
príncipes. En palabras de Sigüenza, «los príncipes no tienen otra cosa
que más los inmortalice que la liberalidad y magnificencia», sin que
por ello les disminuya la grandeza, pues «con nada mejor que con el
premio resplandecen las manos de los príncipes» y «mucho sobra a
los príncipes para beneficiar a los beneméritos». Citando a Séneca,
sor Juana, por su parte, declaraba que «se acredita a sí mismo el que
honra al digno», añadiendo que la recompensa por parte del príncipe
siempre ha de ser mayor que el servicio recibido.
Que tanto Sigüenza como sor Juana decidieran hacer mención, en
sus respectivos arcos, de la liberalidad y magnificencia del príncipe
no era casualidad, puesto que tales conceptos tenían una gran significación política y los contemporáneos les atribuían la mayor importancia. Así, por ejemplo, unos años antes, en 1666, Diego Felipe de
Sigüenza y Góngora, Carlos de. Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio. México: Porrúa, 1986, pp.
128-134.
De la Cruz, sor Juana Inés. Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político
que erigió la [...] Iglesia Metropolitana de Méjico en las lucidas alegóricas ideas de un arco
triunfal que consagró obsequiosa y dedicó amante a la feliz entrada del [...] conde de Paredes,
marqués de la Laguna. En Obras completas. México: Porrúa, 1992, pp. 795-796.
cañeque De parientes, criados y gracias
Albornoz, canónigo de la catedral de Cartagena en España, compuso
una cartilla política para ofrecérsela al rey-niño Carlos II. Con dicho
librito, aseveraba Albornoz, el monarca podría aprender, desde su más
tierna infancia, los principios básicos del gobierno. De este modo,
en orden alfabético, la cartilla describía una serie de conceptos e ideas
que el autor consideraba que eran la base de cualquier buen gobierno.
Por ejemplo, para la letra r, Albornoz escogió la palabra religión, que
aparece en la cartilla en primer lugar, delante de todas las demás letras
(en palabras de sor Juana, la religión y la piedad no solo sirven de
ejemplo a todos, sino también «para establecer y afirmar el Estado»);
a la letra j correspondía la palabra justicia; a la m, magnanimidad; a la p,
prudencia. En el caso de la letra d, Albornoz escogió la palabra dadivoso.
Según el autor, el «dar es la parte que más ennoblece a los príncipes y
en que [...] pueden los hombres competir con los dioses» y, por ello,
«la beneficiencia es compañera inseparable de la majestad».
Esto era algo con lo que todos los tratadistas de la época estaban de
acuerdo: el gobernante (ya fuera el monarca o uno de sus virreyes) debía ser liberal. Para Juan de Santa María, el influyente autor político de
principios del siglo XVII, cuanto más liberales se mostraran los reyes al
repartir «los bienes comunes de la república conforme a los méritos y
servicios de cada uno, escogiendo para los oficios y dignidades los más
dignos en virtud, letras y merecimientos», más se parecerían a Dios,
quien reparte su gracia divina a manos llenas. Para Juan de Solórzano,
«no hay cosa que así ensalce los reyes y defienda los reinos y estados,
como la benignidad y liberalidad con sus súbditos, y especialmente
con aquellos que se los ayudaron a conquistar». En palabras de Pedro
De la Cruz, Neptuno alegórico, p. 802.
Albornoz, Diego Felipe de. Cartilla política y cristiana. Madrid: Melchor Sánchez,
1666, ff. 29, 31.
Santa María, Juan de. Tratado de república y policía cristiana para reyes y príncipes, y
para los que en el gobierno tienen sus veces. Madrid: Imprenta Real, 1615, pp. 244-245,
257, 290-291.
Solórzano Pereira, Juan de. Política indiana. Edición de M. A. Ochoa Brun. Madrid:
Editorial Atlas, 1972, lib. III, cap. III, n.o 46.
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de Avilés, consejero del marqués de Astorga, virrey de Nápoles, «no
todos pueden ser liberales, porque no todos tienen que dar», pero los
príncipes que tienen «tesoros que repartir, dignidades que distribuir
y oficios que proveer, bien pueden ser liberales». Para Jerónimo de
Cevallos, no había otro monarca como el español que tuviera tanto
que dar: para los eclesiásticos estaban los arzobispados, obispados,
abadías y otras prebendas; para los seglares, los hábitos de las órdenes
militares, las encomiendas y los oficios temporales (además de todos
los oficios de la corte).
Los efectos de esta liberalidad regia son decisivos, pues con ella el
príncipe, en palabras de Juan Pablo Mártir Rizo, se hace «dueño de los
vasallos», por medio del agradecimiento que estos sienten por el beneficio recibido. Por eso es importante que el príncipe inicie su gobierno
mostrándose liberal, lo cual le asegurará la lealtad de sus súbditos.
De la misma opinión es Diego Saavedra Fajardo, quien sostiene que
con la liberalidad «la obediencia es más pronta, porque la dádiva en el
que puede mandar hace necesidad, o fuerza la obligación. El vasallaje
es agradable al que recibe».10 Y también el conde-duque de Olivares,
valido de Felipe IV, para quien «la liberalidad y magnificencia son
virtudes propias del ánimo real y las que son más necesarias parecen
Avilés, Pedro de. Advertencias de un político a su príncipe observadas en el feliz gobierno
del Excelentísimo Señor [...] marqués de Astorga, virrey y capitán general del reino de Nápoles.
Nápoles: N. de Bonis, 1673, p. 170.
Cevallos, Jerónimo de. Arte real para el buen gobierno de los reyes y príncipes y de sus
vasallos, en el cual se refieren las obligaciones de cada uno, con los principales documentos
para el buen gobierno[...]. Toledo: Diego Rodríguez, 1623, f. 81. Véase asimismo «Papel
que el Conde Duque puso en manos de su Majd. sobre que se ajustase a hacer incomunicable su hacienda con todo lo que no fuese necesidad de su corona, religión, armas y
autoridad». En Elliott, John y José de la Peña (eds.). Memoriales y cartas del conde-duque
de Olivares. Madrid: Alfaguara, 1978, vol. I, p. 9.
Mártir Rizo, Juan Pablo. Norte de príncipes y vida de Rómulo. Edición de J. A. Maravall.
Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 59, 61.
10
Saavedra Fajardo, Diego. Empresas políticas. Idea de un príncipe político-cristiano.
Edición de Quintín Aldea Vaquero. Madrid: Editorial Nacional, 1976, pp. 377-378.
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más naturales a la grandeza de los reyes, que con beneficios ligan en
amor y obediencia a los corazones de los vasallos».11
Este concepto de la liberalidad nos abre las puertas a uno de los
mecanismos de poder más importantes de la Corona, pues la distribución de oficios y mercedes le permitió crear redes de patronazgo
que sirvieron para dar cohesión a la monarquía y cimentar el poder
regio, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVI y al
menos hasta la década de 1660, periodo en el cual el poder monárquico alcanzó su máximo desarrollo. Por la magnitud de las fuentes
de riqueza y el prestigio que estaba bajo su control, el rey se convirtió
así en el gran patrón de sus súbditos, cuyo progreso dependía en gran
medida de la asistencia del patronazgo regio.12 En el caso de América,
la Corona española intentó reproducir, simbólica y ritualmente, la
figura del monarca en la persona de los virreyes como un medio para
afianzar su poder, y lo mismo trató de hacer con la reproducción de
sistemas de patronazgo al otro lado del Atlántico. De este modo,
los virreyes se convertirían en la principal fuente de patronazgo,
pues ellos eran los encargados de distribuir los premios (es decir,
los oficios) entre los habitantes del virreinato que así lo mereciesen.
Con esto se lograban, en teoría, dos objetivos: por un lado, el virrey
podía establecer un control más efectivo sobre el virreinato al crear
redes de lealtad personal con los alcaldes mayores repartidos por todo
el territorio y, por otro, el monarca se aseguraba la fidelidad de sus
súbditos americanos al quedar estos unidos al soberano por una deuda
de gratitud, ya que la distribución de mercedes realizada por el virrey
se hacía en nombre del rey. Pero desde muy temprano se produjo una
distorsión en el sistema al utilizar los virreyes la distribución de oficios
para recompensar, no a los habitantes de la Nueva España o del Perú,
sino a los miembros del numeroso séquito con el que viajaban desde
la península. Como se verá en las páginas que siguen, esto creó, a lo
Elliott y De la Peña, Memoriales, vol. I, p. 7.
Sobre este tema, véase Feros, Antonio. «Clientelismo y poder monárquico en la España
de los siglos XVI y XVII». Relaciones. 73 (1998), pp. 15-49; y del mismo autor El Duque
de Lerma. Realeza y privanza en la España de Felipe III. Madrid: M. Pons, 2002.
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12
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historica XXIX.1
largo de todo el siglo XVII, un dilema a la Corona que nunca fue
capaz de resolver: por un lado, siempre creyó que el mantenimiento
del poder y autoridad de los virreyes estaba indisolublemente unido a
la distribución de favores y mercedes, como algo que los identificaba
estrechamente con el monarca; pero, por otra parte, siempre tuvo
conciencia de que el mal uso de esta prerrogativa podía contribuir al
debilitamiento del poder regio en las remotas tierras americanas.13
la cultura del don en el mundo hispánico
La práctica del patronazgo regio se sustentaba en la idea de que, en
cualquier comunidad política bien gobernada, el gobernante nunca
dejaba de recompensar a los buenos súbditos y de castigar a los malos.
En un influyente tratado político publicado en 1595, el jesuita Pedro
de Rivadeneira afirmaba que la justicia verdadera, aquella que debía
alcanzar el príncipe en su gobierno, consistía «en dos cosas principalmente: la primera, en repartir con igualdad los premios y las cargas
de la república; la otra, en mandar castigar a los facinorosos y hacer
justicia entre las partes». Según Rivadeneira, el príncipe justo no debe
dejar ningún servicio sin premio, ni delito sin castigo, puesto que «el
premio y la pena son las dos pesas que traen concertado el reloj de
la república».14 La virtud de la liberalidad, pues, está íntimamente
unida a la virtud de la justicia. Los tratadistas siempre señalan que la
liberalidad del rey puede ser voluntaria u obligatoria. La liberalidad
obligatoria es un asunto de justicia, pues es aquella que obliga al rey,
en virtud de la justicia distributiva, a recompensar los servicios que
le hacen sus vasallos, dando a cada cual según sus méritos.15 Y puesto
Aunque mi análisis se basa en el caso mexicano, estos argumentos se pueden aplicar
igualmente al virreinato del Perú.
14
Rivadeneira, Pedro de. Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano
para gobernar y conservar sus estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos deste
tiempo enseñan. En Obras escogidas del padre Pedro de Rivadeneira. Edición de Vicente
de la Fuente. Madrid: Atlas, 1952, pp. 527, 531. Cevallos expresa ideas muy similares
en su Arte real, f. 15.
15
Los tratadistas de la época dividen la justicia en tres clases: vindicativa, la que se
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que la largueza de los reyes tiene sus límites, se le aconseja que no
abuse de las donaciones voluntarias, con lo que así podrá cumplir con
las obligaciones que le impone la justicia distributiva.16
A la hora de distribuir los oficios, la mayoría de los tratadistas
afirma que no se ha de mirar la riqueza o la nobleza del pretendiente
sino su virtud y servicios. Además, las personas a cuyo cargo está el
premiar los servicios y repartir los oficios deben darlos a quienes los
merezcan y no a quienes los pidan o negocien, pues, en opinión de
Santa María, «el dar tanto es más digno de alabanza y de agradecimiento cuanto se da más liberal y graciosamente».17 Pero el agustino
Juan Márquez, otro influyente tratadista político del siglo XVII, tiene
una visión más pragmática. Aunque acepta que la regla general a la
hora de dar un oficio debe de ser el escoger al mejor, admite que por
obligaciones de amistad, por ejemplo, se otorgue el puesto a alguien
que sea simplemente competente. «Querer obligar a lo contrario so
pena de pecado mortal», señala Márquez con resignación, «sería pedir
a nuestro natural mayor puntualidad de la que admite, y parecería
inhumana la ley que no diese lugar a descansar el arco y siempre
tuviese tirada la cuerda».18 Pero incluso los tratadistas más estrictos
encarga de castigar los delitos (justicia penal); conmutativa, por la que se le da a cada
cual lo que es suyo (justicia civil); y distributiva, que es la que, como su propio nombre
indica, distribuye los premios de acuerdo con los méritos de cada uno. Al respecto,
véase Conclusiones políticas del príncipe y sus virtudes. Madrid: Imprenta Real, 1638, ff.
12-14.
16
Santa María, Tratado de república y policía cristiana, p. 256; Cevallos, Arte real, f.
50. «A la hora de repartir, el príncipe no debe ser ni pródigo ni avariento, aunque hay
quien sostiene, como los jesuitas del Colegio Imperial de Madrid, que es mejor que el
gobernante sea pródigo, pues la liberalidad en los príncipes se convierte en magnificencia»
(Conclusiones políticas del príncipe, f. 13). Mártir Rizo también es de la misma opinión
(Norte de príncipes, pp. 60-61). Sin embargo, Saavedra Fajardo critica duramente la
prodigalidad en los príncipes, ya que «cerca está de ser rapiña o tiranía, porque es fuerza
que, si con ambición se agota el erario, se llene con malos medios» (Empresas políticas,
p. 378).
17
Santa María, Tratado de república y policía cristiana, pp. 279, 285; Rivadeneira, Tratado
de la religión y virtudes, p. 528.
18
Márquez, Juan. El gobernador cristiano, deducido de las vidas de Moisén y Josué, príncipes
del pueblo de Dios. Amberes: Jacobo Meursio, 1664, p. 122. Para Márquez, la provisión
14
historica XXIX.1
reconocen a este respecto que, puesto que el mismo Dios quiere que
la república esté jerárquicamente organizada, los nobles deben ser
preferidos a los que no lo son, aunque no sean tan idóneos como
otros, especialmente para los mayores puestos (como los virreinatos).
Esto no solo es, como señala Rivadeneira, una materia de razón y
justicia, sino de buen gobierno, pues con ello el príncipe se asegura
su propia autoridad y la tranquilidad de sus dominios, ya que, por un
lado, es más fácil mantener la autoridad cuando los monarcas se sirven
de los «señores principales» en vez de «gente baja y soez», a quien es
más probable que el pueblo le falte al respeto, mientras que, por otra
parte, al concederles estos puestos se premia su fidelidad al monarca.19
De esta manera, la nobleza quedaba atrapada en la invisible red de la
economía de la gracia: al beneficio concedido por el soberano, el noble
quedaba obligado, por la ley de la gratitud, a devolver el don de la
única manera que le resultaba posible: sirviendo y reverenciando más
al monarca, quien, a su vez, estaba obligado a recompensar el amor
del noble hacia su persona (y los servicios realizados) con un nuevo
beneficio. Todo ello funcionaba como un proceso de conversión de
riqueza en poder y en autorreproducción de ese poder.
de los oficios públicos no es un asunto de justicia distributiva (por la que se premian los
méritos de los vasallos) sino de justicia conmutativa, es decir, el príncipe distribuye dichos
oficios porque son necesarios para el buen funcionamiento de cualquier república, y el
salario que se les da a los nombrados no es en premio por sus méritos sino para pagar el
trabajo que realizan. De ahí se deduce que la única obligación que tiene el gobernante
es simplemente de proveer las plazas en personas capacitadas o «idóneas», aunque no
siempre sean las más meritorias o «más dignas» (Ib., pp. 117-121). Por su parte, el autor
de Conclusiones políticas del príncipe afirma que no es lo mismo dar un oficio que un
premio, por lo que habiendo dos pretendientes para un oficio, se debe dar al que esté
más capacitado para él, aunque el otro haya hecho muchos servicios al rey (f. 12).
19
Rivadeneira, Tratado de la religión y virtudes, p. 528; Avilés, Advertencias de un político
a su príncipe, pp. 52-55. Para un análisis de los usos políticos por parte de la nobleza de
los conceptos de liberalidad regia y justicia distributiva durante el reinado de Carlos II,
véase Álvarez-Ossorio, Antonio. «El favor real: liberalidad del príncipe y jerarquía de la
república (1665-1700)». En Continisio, Ch. y C. Mozzarelli (eds). Repubblica e virtù:
pensiero politico e monarchia cattolica fra XVI e XVII secolo. Roma: Bulzoni, 1995.
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15
El concepto de liberalidad regia formaba parte de una cultura más
amplia que impregnaba la sociedad hispana en todos sus niveles. Esta
cultura, que podemos definir como cultura del don o de la gracia, y
que se basaba en una serie de principios no escritos, no resulta fácil
de comprender y puede pasar desapercibida, puesto que resulta totalmente ajena a la manera actual de concebir las relaciones sociales,
políticas y aun económicas. El estudio del derecho de la época no
ayuda mucho, pues se presta a todo tipo de interpretaciones erróneas
y anacrónicas, ya que aquel ocupaba solamente una pequeña parcela
del universo normativo y, muy a menudo, se hallaba subordinado a
aspectos tan ajenos a él, desde nuestro punto de vista actual, como
el amor, la amistad y, por supuesto, la teología (de ahí la importancia
que se atribuía a los pecados cometidos por los gobernantes en el
desarrollo de sus funciones o la extraordinaria importancia política
de los confesores de monarcas y virreyes, a quienes continuamente se
les pedía consejo sobre todo tipo de cuestiones políticas, económicas
o sociales).20
La cultura del don tenía su base principal en las ideas de Séneca,
cuya reputación e influencia alcanzan su punto culminante en esta
época y para quien la concesión de favores, más que ninguna otra cosa
en el mundo, servía para dar cohesión a las sociedades humanas.21
Tal vez, la principal característica de la economía de la dádiva es que
en el acto de conceder un don o favor no hay lugar, a pesar de las
apariencias, para la espontaneidad: tanto el que da como el que recibe
quedan atrapados en una red de obligaciones mutuas, pues el don,
por el imperativo de la gratitud, reclama ser restituido dignamente.
No hay nada tan odioso como la ingratitud. Era esta una idea que
Sobre el papel político desempeñado por los confesores, véase Jago, Charles. «Taxation
and Political Culture in Castile 1590-1640». En Kagan, R. y G. Parker (eds.). Spain,
Europe and the Atlantic World: Essays in Honour of John H. Elliott. Cambridge: Cambridge
University Press, 1995, pp. 48-72.
21
Lucius Anneus Séneca. On Favors [De Beneficiis]. En Moral and Political Essays. Edición de Cooper, J. M. y J. F. Procopé. Cambridge: Cambridge University Press, 1995,
p. 200.
20
16
historica XXIX.1
impregnaba completamente la sociedad española de la época, como
queda bien reflejado en la advertencia de Don Quijote a los galeotes
a los que acababa de conceder la gracia de su libertad: «De gente bien
nacida es agradecer los beneficios que reciben y uno de los pecados
que más a Dios ofende es la ingratitud».22 Por su parte, el capitán
Alonso de Contreras, un personaje que en gran medida representa
al soldado español del siglo XVII por antonomasia, declarará en su
autobiografía que, aunque por una serie de circunstancias, había
perdido el favor de su patrón, el conde de Monterrey, prefería seguir
siendo «su criado, aunque en desgracia, más que criado de otro en
gracia, porque jamás seré ingrato a las mercedes recibidas en su casa
y pan comido».23
La gratitud, a su vez, pone en marcha de nuevo el mecanismo de
la liberalidad, todo ello provocando una espiral de relaciones sociales
mutuas de favor o beneficencia y gratitud o actitud de servicio. La
economía de la gracia, además, nunca responde a la lógica comercial
o contable, según la cual la obligación de devolver el favor recibido
se salda pagando la deuda en la misma medida de lo concedido. Al
contrario, responde a una lógica usuraria por la que se tiene que
devolver más de lo que se ha recibido. Tampoco responde a una
lógica jurídica, por la que la concesión de un don genera vínculos
contractuales que obligan a ambas partes: de hacerlo así, se perdería el
carácter espontáneo y libre del agradecimiento.24 Todo esto convierte,
en última instancia, la concesión de favores o gracias en un agente
fundamental de estructuración de las relaciones políticas. Así pues,
Cervantes, Miguel de. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. En Obras
completas. Edición de Ángel Valbuena Prat. Madrid: Aguilar, 1970, t. II, p.1308.
23
Contreras, Alonso de. Vida, nacimiento, padres y crianza del capitán Alonso de Contreras.
Madrid: Alianza Editorial, 1967, pp. 238-239. Del mismo modo, Séneca considera que
la ingratitud es la peor forma de depravación de un ser humano (On Favors, pp. 204-206,
242-245).
24
Por esa misma razón, Séneca sostiene que el acto de ingratitud no puede someterse
a acción judicial, puesto que la gracia no puede tratarse de la misma manera que una
transacción mercantil sin riesgo de que aquella quede desacreditada. (On Favors, pp.
245-255).
22
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17
incluso en la concesión de gracias y mercedes, algo que siempre se
ha identificado como una de las características más típicas del absolutismo, el poder del monarca se hallaba limitado por las reglas no
codificadas de la liberalidad (o el deber de dar) y de la gratitud (o la
obligación de restituir).25
El concepto aristotélico de la amistad también contribuyó de una
manera muy importante a dar forma a la cultura del don. El discurso
aristotélico se basa en la idea de que la amistad origina y sustenta
los vínculos políticos más duraderos. La amistad no solo se da entre
iguales, sino también entre personas desiguales: esta es la relación
que une al gobernante con el gobernado o al patrón con su cliente.
En este tipo de amistad, los amigos esperan prestaciones recíprocas y
desiguales el uno del otro. Mientras que las prestaciones materiales del
superior siempre son mayores, el inferior queda obligado a amar más
al superior (es decir, queda obligado a la sumisión política). Al igual
que la liberalidad, que en principio parece libre y gratuita, pero que en
virtud de la ley del agradecimiento tiene en realidad una fuerza coercitiva mayor que la que puedan tener las leyes, la relación de amistad
origina una espiral benéfica de carácter recíproco, convirtiéndose en
un foco de normatividad social. Se crea así un orden naturalizado en
el que tanto el superior como el inferior quedan sujetos a la obligación
de hacerse prestaciones mutuas y de hacerlas, además, siguiendo el
orden establecido (si por un lado se ofrece protección y favores, por
el otro se corresponde con reverencia y servicios).26
Baso mis argumentos en las ideas expuestas por António M. Hespanha en La gracia
del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna. Traducción de A. Cañellas. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 151-156. Véase también Clavero,
Bartolomé. Antidora. Antropología católica de la economía moderna. Milán: Giuffré, 1991,
pp. 100, 104-105, 211.
26
Hespanha, La gracia del derecho, pp. 157-162. El concepto de amistad impregnaba la
sociedad premoderna en todos sus aspectos, incluyendo la economía. Ver, por ejemplo,
Clavero, Antidora, pp. 187-198. Los argumentos de Aristóteles sobre la amistad aparecen en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco y en el libro VII de la Ética eudemia.
Prueba de la vigencia de las ideas aristotélicas es la publicación, en 1591, del libro de
Francesco Patrizi, De reyno y de la institución del que ha de reynar, y de cómo deve averse
25
18
historica XXIX.1
Como ha señalado Pierre Bourdieu, en sociedades que no están
dominadas por la lógica del capitalismo moderno, «el hombre posee
para dar. Pero también posee dando». Las obligaciones morales y los
vínculos emocionales que se crean y mantienen con la acción de dar
conforman uno de los métodos más efectivos de establecer y mantener un dominio duradero sobre las personas (el otro método sería
el endeudamiento). De este modo, la confianza, la lealtad personal,
los obsequios y todas las virtudes de la ética del honor se convierten en los elementos definidores del poder. Al aparecer «como el
modo de dominación más económico puesto que es el que mejor se
corresponde con la economía del sistema», este «poder simbólico»
es mucho más efectivo que la violencia manifiesta (además de ser el
único modo posible de ejercer la dominación en sociedades donde
resulta dificultoso ejercer una dominación directa).27Estas ideas se
pueden aplicar perfectamente a la sociedad colonial de los siglos
XVI y XVII, en la que nunca llegaron a desarrollarse por completo
unas instituciones objetivadas y donde los mecanismos simbólicos de
dominación por medio de relaciones interpersonales siempre fueron
mucho más importantes.
la economía virreinal de la gracia
Al igual que en el caso de los reyes, una de las acciones más importantes
del gobierno de cualquier virrey de la monarquía hispánica, en cuanto
viva imagen del rey, debía ser la práctica de la liberalidad. A esto hacía
alusión claramente el autor del arco triunfal construido en 1660 en la
ciudad de México para recibir al conde de Baños. Su autor diseñó una
pintura en la que aparecía Júpiter entregándole a la ninfa Amaltea, en
con los súbditos, y ellos con él (la obra había sido publicada originariamente en latín en
el siglo XV), el cual contiene varios capítulos sobre el concepto de amistad que siguen
muy de cerca las ideas de Aristóteles. La prueba de que, igualmente, estas ideas estaban
vigentes en América la ofrece el hecho de que el traductor de la obra fue el limeño
Enrique Garcés.
27
Bourdieu, Pierre. The Logic of Practice. Stanford: Stanford University Press, 1990, pp.
123-128.
cañeque De parientes, criados y gracias
19
agradecimiento por haberle amamantado, una cornucopia repleta de
flores y frutos. Con esto quiso representar la abundancia de favores
y mercedes que la ciudad de México/Amaltea esperaba recibir del
virrey/Júpiter, en agradecimiento por el amor/lealtad que la ciudad le
mostraba.28 Pero esta práctica siempre acarreó grandes complicaciones
a la Corona, siendo uno de los asuntos que más tinta hizo correr en
la época. Un tratado escrito a finales del siglo XVI por Hernando de
Mendoza, confesor del conde de Lemos, virrey de Nápoles, presenta
dichos problemas con claridad, al tiempo que permite adentrarnos en
los entresijos de la cultura del don. Mendoza ataca la opinión de que
el virrey pueda aceptar dinero por la concesión de una gracia, pues la
auténtica gracia siempre se debe dar desinteresadamente:
¿Puédese imaginar cosa más baja en un tan gran señor como V. E. —le
pregunta Mendoza al virrey— que tener esta manera de mercancía? ¿Cuánto
más vil cosa es esta que negociar en vino o en aceite o en otra cualquiera
mercaduría? ¿Qué cosa de mayor vergüenza se puede imaginar de un
príncipe que vender a los pobres súbditos los favores y gracias que les hace
y qué cosa de mayor honra que hacer bien a todo cuanto se debe y puede
con limpieza y liberalidad? 29
Para Mendoza, la intención del rey al hacer a los virreyes sus Alter
Nos no es darles «una autoridad tan vil que se venda como el pan y
como la carne, sino una autoridad gravísima y limpísima de administrar justicia y de hacer gracias, favores y mercedes a todos sus vasallos
cuando conviniere». A esto, Mendoza añade que la autoridad que
tiene el virrey para conceder favores no es suya sino del rey, que es «el
Fernández Osorio, Pedro. Júpiter benévolo, astro ético político, idea simbólica de príncipes
que en la sumptuosa fábrica de una arco triunfal dedica obsequiosa y consagra festiva la […]
Iglesia Metropolitana de México al […] conde de Baños, marqués de Leyva […]. México:
Por la viuda de Bernardo Calderón, 1660, f. 8r.
29
Las opiniones de Mendoza fueron publicadas originariamente en Nápoles en 1602
bajo el título Tres tratados compuestos [...] para el [...] conde de Lemos, virrey de Nápoles.
Pedro de Avilés incluyó en su libro los dos primeros tratados, De las gracias y De los oficios
vendibles. Esta y las demás citas en Avilés, Advertencias de un político a su príncipe, pp.
72-83.
28
20
historica XXIX.1
legítimo y supremo señor del reino». El virrey en realidad no es más
que un «criado asalariado» cuyo oficio consiste en administrar el reino,
por lo que no le está permitido vender la hacienda ajena, puesto que
el monarca no quiere que se vendan las gracias. Y si el rey dispusiera
lo contrario, cometería un gravísimo pecado, pues tampoco él tiene
autoridad para destruir la república, por los daños que se siguen de
que las gracias se vendan y se abra la puerta al interés.
El otro aspecto de la liberalidad virreinal que Mendoza está especialmente interesado en analizar es el papel que en ella desempeña la
familia del virrey, es decir, su séquito o clientela (o en el lenguaje de la
época, sus parientes, criados y allegados). Era este un asunto espinoso,
que causaba grandes controversias. Así lo hace constar Mendoza al
introducir el asunto en su discurso, al tiempo que explica el porqué
de que esto sea así:
Deseo infinito que V.E. acierte con la voluntad de Dios en esta materia
de criados y de gracias, porque si de este bajío sale V.E. libre al cabo de su
gobierno, será señaladísima merced de la Divina Majestad y una gloriosa
vitoria contra la más terrible tentación del demonio de cuantas puede padecer V.E. en este gobierno. Porque no hay criado que no tenga puesto su
remedio en estas gracias, y que no tenga en la cabeza que a costa dellas ha
de triunfar, comer y beber y vestir y jugar como un rey, y después volver
rico a España. Y decirles lo contrario lo tienen por desatino.
La moral de la dádiva y las relaciones de patronazgo sometían a una
figura tan poderosa como la del virrey a una serie de obligaciones con
respecto a los miembros de su familia (entendida en el sentido más
amplio posible), obligaciones que los familiares del virrey intentaban aprovechar al máximo, sobre todo por medio del repartimiento
de oficios públicos. Pero la cultura de la gracia exigía que los dones
fueran distribuidos libre y gratuitamente, sin intercesión de criados
y familiares y sin el cobro de dinero para la consecución del oficio.
En palabras de Mendoza, consentir que las gracias se concedan por
dinero «es una de las mayores bellaquerías que se pueden hacer en
esta materia, y merecería el virrey que tal hiciese o consintiese ser
afrentosamente privado del oficio». A pesar de la dureza de sus pa-
cañeque De parientes, criados y gracias
21
labras, Mendoza reconoce que «sería insufrible sequedad y tiranía»
no permitirles a los criados y familiares del virrey que le soliciten la
concesión de alguna gracia para ellos o para sus amigos, pues «la ley
de Dios no obliga tanto, ni jamás hemos visto príncipe eclesiástico
ni secular que algunas veces no se rinda a ruegos de sus criados y
amigos». Puesto que el virrey puede conceder gracias por intercesión
de cualquier vasallo, así también puede hacerlo con sus criados. Pero
con estos, añade Mendoza, «conviene tener un poco de más cuidado,
porque [...] están siempre en casa, y tienen la puerta abierta, y proceden con mayor confianza, y les parece que se les debe de justicia, y
V. E. les tiene mayor voluntad y obligación». Por todo ello, el virrey
debe vigilar a sus familiares estrechamente, pues es muy probable
que, aunque el virrey se comporte honestamente, acabe perdiendo
«la honra por el descuido de sus criados».30
En manos de los virreyes, por tanto, se encontraba la posibilidad de
crear, por medio de la concesión de gracias y de la distribución de oficios, una red de patronazgo y clientelismo que resultaba fundamental
para establecer las bases de su poder y, por extensión, el de la Corona.
En el caso concreto de la América hispánica, es este un aspecto que
apenas ha sido estudiado, aunque uno siempre se encuentra de pasada
con referencias del sistema de patronazgo en el que se basaba el gobierno colonial y, sobre todo, de la corrupción que caracterizaba dicho
sistema de gobierno. Pero el ejercicio del patronazgo y la existencia
de redes clientelares no deben verse como manifestaciones de la corrupción generalizada que supuestamente caracterizaba a la América
colonial, sobre todo en el siglo XVII, sino como actividades legítimas
de una sociedad que funcionaba con parámetros muy diferentes de los
actuales. Con esto no se niega la existencia de corrupción, sino que se
intenta diferenciar el sistema legítimo de patronazgo de la corrupción
de dicho sistema.31 A este respecto, y en relación con la presencia
Avilés, Advertencias de un político a su príncipe, pp. 84-96.
Para un análisis más detallado del problema de la corrupción en la América colonial,
se puede consultar Cañeque, Alejandro. The King’s Living Image: The Culture and Politics
30
31
22
historica XXIX.1
de numerosos parientes en el séquito de los virreyes, es importante
recalcar que las relaciones familiares solían ser las más antiguas entre
todas aquellas desarrolladas por un individuo a lo largo de su vida,
por lo que tendían a formar el núcleo de cualquier clientela que dicho individuo estableciese con posterioridad. Además, la tendencia
natural a emular a los padres y la necesidad de vivir de acuerdo con
el linaje familiar eran los argumentos más comunes para justificar la
práctica del nepotismo, que en las sociedades premodernas se veía
como algo aceptable y legítimo a la hora de hacer nombramientos o de
repartir mercedes.32 Por otro lado, además de parientes y criados, los
virreyes partían hacia América acompañados por diferentes personas
que debían llevar con ellos por obligaciones clientelares (el virrey, a
la vez que patrón, podía ser cliente de un noble superior, algo que no
debería sorprender teniendo en cuenta que la mayoría de los virreyes
pertenecía a la nobleza secundaria o eran miembros segundones de
las grandes casas nobiliarias). En 1628, por ejemplo, el presidente del
Consejo de Indias le pedía al conde de Chinchón, recién nombrado
virrey del Perú, que no recibiera «criados por recomendación de los
deste Consejo ni de otra ninguna persona, ni lleve más que los necesarios y forzosos para su servicio», algo que, muy probablemente,
había sido la norma hasta ese momento.33
Como patrón, el virrey estaba obligado a recompensar materialmente a su clientela. Y en las Indias no había modo más fácil para
ello que la concesión de un corregimiento o alcaldía mayor. Aunque
oficialmente la provisión de estos oficios pertenecía al rey como «señor
natural y soberano» de las Indias, su distribución se dejaba en manos
of Viceregal Power in Colonial Mexico. Nueva York y Londres: Routledge, 2004, pp.
175-183.
32
Véanse, por ejemplo, Harding, Robert. «Corruption and the Moral Boundaries of
Patronage in the Renaissance». En Lytle, G. F. y S. Orgel (eds.). Patronage in the Renaissance. Princeton: Princeton University Press, 1981, p. 55; Kettering, Sharon. Patrons,
Brokers, and Clients in Seventeenth-Century France. Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 1986, p. 73.
33
Archivo General de Indias [en adelante AGI], Indiferente 756, consulta del 7 de
febrero de 1628.
cañeque De parientes, criados y gracias
23
del virrey para obviar los inconvenientes de la gran distancia que separaba estas posesiones de la metrópoli.34 En las instrucciones que el
monarca entregaba a cada virrey antes de su partida, se le encargaba
que se informase de quiénes eran las personas «más beneméritas», tanto seglares como eclesiásticas, en el territorio de su jurisdicción, y que
remitiese cada año una lista con los nombres y méritos de cada uno.35
Desde la época de las Leyes Nuevas de 1542, los monarcas siempre
quisieron que entre las personas beneméritas de Indias se incluyeran
a los descendientes de los conquistadores y primeros pobladores.36
Como argumentaba Fernando Pizarro, nieto del conquistador del
Perú, la justicia distributiva y las leyes del agradecimiento obligaban
a los reyes a premiar los servicios de los vasallos, tanto en ellos como
en sus descendientes. ¿Y quiénes habían realizado mayores servicios
a la Corona —se preguntaba Pizarro— sino los conquistadores, al
contribuir al engrandecimiento de la monarquía con sus conquistas?
Para Pizarro, si la ingratitud era la raíz de todos los males de una
república, los premios y los castigos eran los dos pilares en los que se
basaba su conservación y engrandecimiento. Igualmente, si cuando
distribuía sus bienes por mera liberalidad, el monarca podía hacer
merced a quien quisiera, aunque fueran sus parientes, cuando se
trataba de recompensar los grandes servicios que los conquistadores
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias. Madrid: Gráficas Ultra, 1943, lib. III,
tít. II, ley primera. A principios del siglo XVII, el monarca sólo nombraba cinco alcaldes
mayores en toda la Nueva España, y estos en lugares de escasa importancia: Tabasco,
Cuautla de Amilpas, Tacuba, Metepec-Ixtlahuac y Tlanepantla. Véase Yalí Román, Alberto. «Sobre alcaldías mayores y corregimientos en Indias. Un ensayo de interpretación».
Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas. 9 (1972),
p. 13.
35
«Instrucción al conde de Monterrey, 20.III.1596». En Hanke, Lewis y Celso Rodríguez
(eds.). Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria: México.
Madrid: Atlas, 1977, t. II, pp. 136, 144. Esta Instrucción constituiría el modelo de todas
las Instrucciones dadas a los virreyes en el siglo XVII. Para Diego de Albornoz, una persona benemérita es aquella a quien el monarca le debe agradecimiento por alguna cosa
justa, lo que la hace digna de sus dádivas y acreedora a ellas (Cartilla política y cristiana,
f. 31v).
36
Recopilación, lib. III, tít. II, leyes xiii y xiiii.
34
24
historica XXIX.1
habían hecho a la Corona, entonces habían de tener preferencia los
que más hubieran servido y sus descendientes, puesto que la dignidad
que había adquirido el padre por los servicios prestados a la república
se heredaba del mismo modo que se heredaba la sangre. Si no se hiciera
así, se cometería un acto contra la justicia distributiva, que pedía que
los premios se distribuyesen de acuerdo con los servicios.37
Pero esto no era una cuestión asentada entre los tratadistas. Si
Pizarro se basa en la opinión de Juan Márquez de que es razonable
que los hijos hereden la merced que el príncipe hizo al padre, puesto
que heredan su sangre y calidad (aunque Márquez advierte que esto
se ha de hacer siempre que no sea en detrimento del bien público, es
decir, que se nombre a un hijo incompetente en el mismo puesto en
que sirvió el padre con habilidad), el propio Pedro de Rivadeneira
opinaba que los servicios propios debían ser más premiados que los
que se heredaban de los padres. Para Rivadeneira, a la hora de repartir
las honras el príncipe debía anteponer «al caballero vicioso el pobre
virtuoso», añadiendo que «justo es que el que sirve sea galardonado,
y el que sirvió más sea galardonado más, y que no reciba premios el
que no tiene servicios, y que los servicios propios y personales sean
preferidos y remunerados más que los que heredamos de nuestros
padres».38
Por su parte, los virreyes siempre pusieron objeciones al mandamiento regio de preferir, en la distribución de oficios, a los descendientes
de los conquistadores y primeros pobladores de la Nueva España. A
principios del siglo XVII, el marqués de Montesclaros se quejaba de
las muchas querellas judiciales que dichos descendientes presentaban
contra los virreyes por no gratificarlos con los oficios de justicia, lo
cual le parecía un desacato contra la autoridad de estos. Además,
al marqués no le parecía apropiado que se antepusiera cualquier
Pizarro y Orellana, Fernando. Discurso legal y político de la obligación que tienen los
reyes a premiar los servicios de sus vasallos, o en ellos o en sus descendientes. Madrid: Por
Diego Díaz de la Carrera, 1639, pp. 7-53.
38
Márquez, El gobernador cristiano, pp. 230-231; Rivadeneira, Tratado de la religión y
virtudes, p. 529.
37
cañeque De parientes, criados y gracias
25
descendiente de conquistador al resto de los pretendientes a una
plaza, pues con eso se daba a entender que «de la misma manera sea
benemérito y espere paga el carpintero que fabricó los bergantines, y
el herrero que hizo los clavos, y el que empedró las calles de México,
todos por sus jornales, como el marqués del Valle que lo conquistó».
Y por si esto fuera poco, el virrey le recordaba al monarca que, por
la falta de mujeres españolas que hubo al principio de la conquista,
había muchos descendientes de conquistadores que eran mestizos
y mulatos, lo cual les hacía «incapaces de bien y honra».39 El virrey
también creía que la pobreza de los descendientes los inhabilitaba
para aquellos oficios que requerían personas que tuvieran bienes
propios.40 Por todo ello, solicitaba que se mandase que a la hora de
proveer los oficios «se atienda a la virtud de cada uno, sin que sean
correlativos conquistadores y corregidores, que con esto se animarán
ellos a merecer por sus partes personales lo que ahora les parece suyo
por nacimiento. Y el virrey estará siempre reverenciado y acatado
como conviene».41
Sin duda, esta defensa de una estricta liberalidad, regida exclusivamente por los principios de la justicia distributiva, por parte de un
miembro de la nobleza, no solo era paradójica (pues ya se ha visto
que era una idea común pensar que los nobles, por el simple hecho
de serlo, debían tener preferencia a la hora de recibir oficios) sino
En el discurso racial de la época, se suponía que los mestizos y mulatos eran generalmente producto del adulterio o de «otros ilícitos y punibles ayuntamientos», según las
palabras de Juan de Solórzano, porque había muy pocos «españoles de honra» que se
quisieran casar con indias o negras. Este origen infame, al que se añadía «la mancha del
color vario» (es decir, no puro), imprimía carácter, pues predisponía al mestizo o mulato
a todo tipo de vicios, pues en ellos eran «como naturales y mamados en la leche». Véase
Solórzano, Política indiana, lib. II, cap. XXX, núms. 18-21.
40
Antes de tomar posesión de sus oficios, los corregidores y alcaldes mayores estaban
obligados a depositar una fianza para garantizar el pago de aquellas multas que se les
impusieran durante sus procesos de residencia.
41
«Informe del marqués de Montesclaros sobre los problemas que encontró a su llegada
a México, 20.XI.1603». En Hanke y Rodríguez, Los virreyes españoles en América: México,
t. II, pp. 280-282.
39
26
historica XXIX.1
también interesada, pues al verse obligado a distribuir mercedes a los
descendientes de conquistadores, el virrey se veía privado de la discrecionalidad que le permitía otorgar dichas gracias a los miembros de
su séquito o a cualesquiera otras personas con las que él pretendiera
establecer una relación de dependencia. Esto suponía claramente una
merma en el poder del virrey, pues al dar un oficio a un descendiente
de conquistador, que lo recibía por derecho de nacimiento, este no
quedaba ligado al virrey por ninguna deuda de gratitud y, con ello,
de sumisión. De ahí la conexión que el marqués de Montesclaros
establece entre la obligatoriedad de la concesión de estos oficios a los
descendientes de conquistadores y la merma de su autoridad. Por lo
demás, este argumento era compartido por la Corona, que siempre
creyó firmemente en la estrecha relación entre patronazgo y poder
monárquico. Sin embargo, la práctica virreinal de la liberalidad y las
realidades del virreinato de la Nueva España producirían, como se verá
a continuación, enormes quebraderos de cabeza a los monarcas.
las dudas de la corona
Al reflexionar sobre la figura del virrey en sus Dictámenes espirituales,
morales y políticos, Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y
visitador general de la Nueva España de 1640 a 1649, afirma que el
monarca que quiera reinar con felicidad no debe «consentir que nadie
se le iguale en su culto y reverencia, ni sea más estimado ni temido
en todos sus reinos que él». De hacerlo así, el soberano evitará un
mal extremadamente pernicioso, el de la «idolatría política, con la
cual se lleva la imagen el culto que se debe al original, [...] teniendo
en más los preceptos del virrey que los del rey». Y esto es mucho más
peligroso en lugares remotos, donde la predisposición a la sedición
es siempre mayor. Para evitar este peligro, Palafox solo ve dos soluciones. La primera, que se prive de su oficio a los virreyes tan pronto
como cometan alguna desobediencia grave, con lo que los habitantes
del reino quedarán avisados de que «hay otro que puede más que la
imagen que le[s] gobierna, y que esta es sombra de aquel cuerpo». La
segunda solución es dividir las materias de gracia de manera que los
cañeque De parientes, criados y gracias
27
vasallos y la nobleza dependan más del rey que del virrey, «porque
—añade Palafox— allá se va en los súbditos el amor adonde ven que
se halla el premio».42
En estas líneas, Palafox expresa con claridad el dilema al que se vio
abocada la Corona durante todo el siglo XVII respecto del patronazgo ejercido por los virreyes. Pero las críticas de Palafox al sistema
de patronazgo creado por los virreyes con la distribución de oficios
(sobre todo alcaldías mayores) no eran las primeras, pues ya en 1618
el monarca había despachado una cédula al virrey de México para
que se informara de dónde procedían las grandes sumas que remitían
a España los alcaldes mayores, ya que era imposible que fuera de sus
salarios, por lo que no le había quedado más remedio al monarca
que concluir que o bien procedía de «mi real hacienda o del trabajo
y sangre de los indios». Para ello, ordenaba al virrey que, con ayuda
de la Audiencia y de forma secreta, estudiara la mejor forma de poner
coto a semejantes ganancias.43 En 1619, la Corona despacharía una
detallada cédula con la que se intentaba poner orden en la distribución
de dichos oficios. La Corona reconocía que los virreyes concedían
los oficios a sus «allegados, criados y familiares», entre los que se incluían personas que habían llevado con ellos «como encomendados
de personas poderosas y de obligación». Ahora se vuelve a ordenar
que se dé preferencia a la hora de conceder los oficios tanto a los
descendientes de conquistadores como a los nacidos en las Indias.
Además, se prohibe explícitamente que se pueda proveer algún oficio
Palafox, Juan de. «Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos». En Obras
del Ilmo., Exmo. y venerable siervo de Dios, don Juan de Palafox y Mendoza. Madrid: Imprenta de Gabriel Ramírez, 1762, vol. X, núms. xcii-xciii. Ideas muy similares aparecen
en «Razón que da a Vuestra Majestad Don Juan de Palafox de los acontecimientos del
año de 1647». En Palafox, Juan de. Tratados Mejicanos. Edición de F. Sánchez-Cantaner.
Madrid: Atlas, 1968, t. II, pp. 64-65.
43
Archivo General de la Nación, México [en adelante AGN], Reales Cédulas Duplicados
[en adelante RCD], vol. 180, f. 78v, el rey al marqués de Guadalcázar, 19 de diciembre
de 1618. Por la misma época, se prohibió a los virreyes que pudieran prorrogar a su
voluntad el mandato de los alcaldes mayores. Véase AGN, RCD, vol. 180, f. 77, el rey
al marqués de Guadalcázar, 1618.
42
28
historica XXIX.1
en parientes (dentro del cuarto grado) o familiares de los virreyes (o
de las virreinas, pues, como se expresa en la cédula, «los parentescos
de las mujeres de los tales ministros y parientes de ellas suelen ser más
molestos y de mayor perjuicio al gobierno público que los deudos
de los mismos maridos»). Para ello, se definen como «familiares y
allegados» de los virreyes todas aquellas «personas que hubieren ido
destos reinos, u de unas provincias a otras, en compañía y debajo del
amparo y familiaridad de los dichos virreyes». Además, se establece
la obligación de que todos los proveídos en alguno de estos oficios,
antes de tomar posesión de ellos, hayan de presentarse ante el oidor
más antiguo y el fiscal de la Audiencia para que constaten ante ellos
si son parientes o familiares del virrey.44
Las opiniones y actuaciones de Palafox respecto de los alcaldes
mayores en la década de 1640 no hicieron sino agudizar la percepción en la corte de la existencia del problema. La Corona en general
pareció estar de acuerdo con el diagnóstico de Palafox de que los
alcaldes mayores se conducían de manera abusiva, y en el transcurso
de las décadas siguientes intentó solucionar el problema adoptando
diferentes medidas, algunas de ellas incluso de naturaleza radical, pero
siempre actuando de manera dubitativa. Ya en 1645, y probablemente
como resultado de los informes de Palafox, se le había impuesto una
multa de 1.000 ducados al conde de Salvatierra por haber distribuido
plazas de alcaldes mayores entre los allegados de los miembros de la
Audiencia y del Tribunal de Cuentas de México, a pesar de estarle
prohibido por la cédula de 1619. En un gesto más simbólico que
efectivo, pero indicativo de cuál sería la vía a seguir para imponer la
autoridad real, el monarca se reservaba, además, la provisión de cuatro
o cinco oficios de los proveídos hasta entonces por el virrey.45
AGN, RCD, vol. 30, ff. 98-99v, cédula del 12 de diciembre de 1619. Ver también,
Ib., vol. 180, f. 83v, el rey al marqués de Guadalcázar, 12 de diciembre de 1619; Recopilación, lib. III, tít. II, ley xxvii. En la Recopilación, se define a los criados como todos
aquellos que reciben un salario o estipendio por parte del virrey (Ib., ley xxviii).
45
AGN, Reales Cédulas Originales [en adelante RCO], vol. 2, exp. 81, f. 165, el rey al
conde de Salvatierra, 11 de octubre de 1645.
44
cañeque De parientes, criados y gracias
29
Por la misma época, el Consejo de Indias propuso al rey la conveniencia de que fuera el mismo monarca quien nombrase al corregidor
de Veracruz, un lugar clave en el sistema de poder colonial, puesto
que era la puerta de entrada de Nueva España, a donde llegaban y
de donde salían las flotas anuales. La razón para arrebatarle al virrey
el nombramiento de este puesto no era sino los muchos fraudes que
los alcaldes mayores de Veracruz solían cometer en perjuicio de la
hacienda real, aprovechándose de sus conexiones con el virrey. Debido
a la riqueza que circulaba por dicha ciudad, este puesto era uno de los
más provechosos, por lo que los virreyes siempre nombraban a algún
miembro de su clientela para cubrirlo.46 El rey se mostró de acuerdo
con la opinión de sus consejeros, decidiendo aumentar sustancialmente —de 250 a 1.000 pesos— el salario del alcalde que había de
nombrar él mismo a partir de entonces.47 Resulta interesante, a este
respecto, examinar los argumentos que utilizó el conde de Alba de
Liste, recién nombrado virrey, para oponerse a esta medida. En primer
lugar, Alba de Liste argüía (y en esto probablemente no andaba equivocado) que los mismos fraudes podría cometer una persona elegida
por el rey que una nombrada por el virrey. Antes bien, el nombrado
por el rey se encontraría con mayor libertad para hacer lo que quisiese
por la gran distancia a la que se hallaba el monarca. Además, estaría
más inclinado a intentar beneficiarse a cualquier costa del oficio para
resarcirse de los grandes gastos que le ocasionaría el traslado desde
Como años atrás había señalado Francisco Manso, arzobispo de México, «el mayor
desagüe que la hacienda de V. M. tiene en este reino de entrada y salida dél se causa en
los dos puertos de la Nueva Veracruz y de Acapulco, con los fraudes que se cometen en
ellos [...], pues así los castellanos como los alcaldes mayores vienen a ser criados de los
virreyes» (AGI, México 3, n.o 126, Manso al rey, 26 de mayo de 1628). Véase también
la consulta del 16 de septiembre de 1630 (Ib., n.o 133).
47
AGI, México 5, núms. 62 y 105, consultas del 7 de enero y 31 de diciembre de 1649.
No obstante, esta medida no era totalmente novedosa, pues ya en 1629 el rey se había
reservado el nombramiento de los castellanos de las fortalezas de San Juan de Ulúa, en
Veracruz, y de Acapulco, que previamente habían estado en manos de los virreyes, y lo
mismo había sucedido con los alcaldes mayores de importantes ciudades como Puebla
o San Luis Potosí.
46
30
historica XXIX.1
España. Pero, sobre todo, el quitar a los virreyes el nombramiento
de una plaza tan importante repercutiría negativamente en su poder,
pues «quedarían despojados de la auctoridad, amor y respecto que
allí, más que en otra parte del mundo, se les debe tener y conservar»,
y sus órdenes al corregidor de Veracruz no tendrían el «vigor que se
requiere».48 Aunque esto puede parecer una opinión interesada, lo que
está insinuando Alba de Liste es que era imprescindible que un lugar
de la importancia de Veracruz, donde se organizaban y recibían las
flotas, fuese regido por una persona que siguiera fielmente las órdenes
del virrey (que era el encargado del despacho anual de las mismas). Y
la única manera de asegurarse esta obediencia, en una sociedad en la
que la jerarquía de mando era imperfecta y donde generalmente no
se podía estar seguro del exacto cumplimiento de las órdenes del rey
o del virrey, era colocar allí a alguien que siguiera las instrucciones
virreinales más por sus obligaciones clientelares que por una abstracta,
y a menudo inexistente, cadena de mando burocrática.
Es este un aspecto fundamental para comprender los mecanismos
de poder de la monarquía hispana. El gobierno por medio de relaciones clientelares y de patronazgo es típico de estados con un nivel
de centralización incompleto, como lo era la monarquía hispana de
los siglos XVI y XVII.49 La Corona, por supuesto, gobernaba por
medio de oficiales regios, pero los procedimientos institucionales
eran insuficientes, ya que la ejecución de las órdenes reales resultaba
siempre demasiado incierta al carecer la Corona de la fuerza y de los
AGI, México 5, n.o 105, Alba de Liste al rey, 10 de diciembre de 1649.
La idea de que la monarquía hispana fue un ente político altamente centralizado está
bastante extendida entre los historiadores. Sin embargo, la historiografía más reciente ha
demostrado lo contrario. Véase, por ejemplo, Fernández Albaladejo, Pablo. Fragmentos de
Monarquía. Trabajos de historia política. Madrid: Alianza Editorial, 1992, pp. 241-247,
282-283; Hespanha, António M. Vísperas del Leviatán. Instituciones y poder político
(Portugal, siglo XVII). Traducción de F. J. Bouza. Madrid: Taurus, 1989, pp. 232-241,
437-442; Elliott, John H. «A Europe of Composite Monarchies». Past & Present. 137
(Noviembre, 1992), pp. 48-71; Oestreich, Gerhard. Neostoicism and the Early Modern
State. Cambridge: Cambridge University Press, 1982, pp. 263-264; Jago, «Taxation and
Political Culture in Castile», pp. 56-67.
48
49
cañeque De parientes, criados y gracias
31
medios necesarios para hacerlas cumplir. Las relaciones clientelares,
por tanto, se hacían necesarias como un medio para manipular las
instituciones políticas desde dentro y, cuando fuera necesario, para
actuar en lugar de dichas instituciones.50 El sistema parece haber sido
muy efectivo, pues si, por una parte, las quejas del monarca sobre
la falta de obediencia a sus órdenes son frecuentes, los virreyes no
parecen haberse lamentado en absoluto de la desobediencia de los
alcaldes mayores.
Los sucesos que tuvieron lugar en Tehuantepec (actual estado de
Oaxaca) en 1660 volvieron a poner sobre el tapete la cuestión del
nombramiento de los alcaldes mayores por los virreyes. En ese año, se
produjeron diversos levantamientos indígenas, con el resultado de la
muerte del alcalde mayor de Tehuantepec —un miembro del séquito
del virrey duque de Alburquerque— a manos de los indios.51 Este suceso era lo suficientemente inusual como para que la Corona decidiera
investigar las causas últimas del levantamiento. Desde el principio,
el Consejo reconoció que este tipo de alteraciones se producían por
los abusos cometidos por los alcaldes mayores contra la población
indígena. Y, en opinión del Consejo, los abusos se cometían sobre
todo porque los virreyes nombraban para estos puestos a sus parientes
y allegados en vez de escoger «personas de experiencia, celo y cristiandad». Por ello, se despachó, una vez más, un decreto recordando
a los virreyes las prohibiciones de la cédula de 1619.52 Al debatir este
asunto, el Consejo se enfrentaba a un dilema aparentemente insoluble.
Por un lado, reconocía que esta cédula tampoco se cumpliría y que
En palabras de Sharon Kettering, dichas relaciones clientelares constituían «estructuras intersticiales, suplementarias y paralelas» (Patrons, Brokers, and Clients, p. 5). Véase
también Casey, James. «Some Considerations on State Formation and Patronage in Early
Modern Spain». En Giry-Deloison Ch. y R. Mettam (eds.). Patronages et Clientélismes,
1550-1750 (France, Angleterre, Espagne, Italie). Londres: Institut Français du RoyaumeUni, 1995, pp. 103-115.
51
Para una descripción y análisis de estas revueltas, véase la colección de ensayos reunida
en Díaz-Polanco, Héctor (ed.). El fuego de la inobediencia. Autonomía y rebelión india en
el obispado de Oaxaca. Oaxaca: CIESAS, 1996.
52
AGN, RCD, vol. 30, f. 99, cédula del 20 de marzo de 1662.
50
32
historica XXIX.1
los virreyes seguirían nombrando a personas sin méritos, por lo que
otras medidas más radicales —como el quitarles la prerrogativa de
distribuir las alcaldías mayores— se hacían necesarias. Pero, por otra
parte, el Consejo rechazaba estas medidas. En primer lugar, porque
si en vez de alcaldes mayores se elegían alcaldes ordinarios, no había
ninguna razón para creer que estos no cometerían los mismos abusos.
Igualmente, se reconocía que si fueran todos nombrados por el rey,
no por ello dejarían de producirse abusos. Pero, sobre todo, porque
tal medida afectaría negativamente la autoridad de los virreyes. Así lo
expresaba claramente en una de sus reuniones el año de 1660:
Considera [el Consejo] que es muy digno de reparo quitar a los virreyes
la facultad de proveer los oficios, porque esta les constituye en la mayor
autoridad respecto de depender de ellos todos los que pretenden ocuparlos
por sus mismas conveniencias, y que si usasen bien de la facultad no se
puede negar la importancia de que la tengan, porque con ella representan
más vivamente la suprema autoridad y regalía de V. M., manteniendo el
puesto de virrey con el respecto que debe tener para el gobierno político y
militar, y más en reinos y provincias tan apartadas de la real influencia de
V. M., donde esto se tiene por tan necesario para que se conserven en la
obediencia desta corona.53
Para el Consejo, era imprescindible que el poder del virrey, como
imagen del poder regio, estuviera estrechamente asociado a la economía de la gracia. Esta era también la opinión de Gabriel Fernández de
Villalobos, marqués de Varinas y autor de un extenso tratado sobre el
gobierno de las Indias compuesto en la década de 1670, quien, a pesar
de ser un crítico acerbo de la corrupción del sistema de patronazgo
virreinal, opinaba que
mientras un virrey tuviere en Indias que proveer será respetado y temido de
los inferiores, y podrá mantener los reinos en paz y quietud a devoción de
V. M. Porque si reconociesen los súbditos, y más los criollos, que el virrey
no tiene autoridad bastante, así para dar como para castigar, le despreciarán
AGI, México 600, ff. 531-533v, consulta del 29 de mayo de 1660 (las cursivas son
mías).
53
cañeque De parientes, criados y gracias
33
y procurarán para sí la mayor autoridad y con facilidad pasarán a despreciar
sus órdenes y aun a las de V. M.54
Atenazado por un dilema aparentemente irresoluble, el Consejo
solo sería capaz de resolver que antes de tomar alguna medida drástica
(como habría sido reservarse el monarca todos los nombramientos)
se pidiesen informes a diversos prelados que conociesen bien esta
materia.55 Cuando dichos informes se recibieron en Madrid, todos
sus autores parecieron estar de acuerdo en que los alcaldes mayores se
beneficiaban grandemente con sus cargos y que los mayores perjudicados eran los indios.56 La solución al problema no era, sin embargo,
que el rey proveyese todos los oficios, pues si viniesen de España, los
nombrados intentarían resarcirse a cualquier costa de los muchos
gastos producidos por el viaje. Y si se proveyesen en habitantes de
Nueva España, tampoco se evitaría que utilizasen el cargo para enriquecerse. Además, sería muy difícil para los habitantes de las Indias
hacer valer sus méritos a tanta distancia.57 La solución tampoco era
hacer que la Audiencia interviniese en la distribución de los oficios,
primero, porque crearía tensiones entre los oidores y el virrey, y segundo, porque los oidores también tenían «amigos y allegados para
Fernández de Villalobos, Gabriel. Estado eclesiástico, político y militar de la América (o
grandeza de Indias). Edición de Javier Falcón Ramírez. Madrid: Instituto de Cooperación
Iberoamericana, 1990, pp. 641-642. Las críticas de Villalobos a la corrupción del sistema
de patronazgo virreinal son muy similares a las de Palafox (Ib., pp. 605-639).
55
AGI, México 600, ff. 535v-539. Gil de Castejón, uno de los consejeros, creía, sin
embargo, que pedir informes nuevamente, cuando hacía veinte años que se discutía
el problema, era «eternizar el daño», por lo que la solución era sustituir a los alcaldes
mayores por alcaldes ordinarios sin más dilaciones.
56
Al ser todos los informantes eclesiásticos —Diego Osorio, obispo de Puebla; Marcos
Rámírez, obispo de Michoacán; el obispo de Nicaragua; Francisco López de Solís,
prebendado de la catedral de México, que previamente había sido oidor de la Audiencia
de Guatemala; y Pedro Medina Rico, visitador de la Inquisición de México— y dadas las
rivalidades habituales entre el poder secular y el eclesiástico, sus opiniones deberían tomarse
con cierta reserva (los virreyes, por ejemplo, utilizan un lenguaje similar al empleado
por estos informantes en sus críticas de los procedimientos de curas y doctrineros).
57
AGI, México 600, f. 570v, López de Solís al rey, 3 de octubre de 1662; f. 556, Osorio al
rey, 25 de octubre de 1662; ff. 593-595, Medina Rico al rey, 2 de diciembre de 1662.
54
34
historica XXIX.1
obligar y obligarse alternativamente», lo cual se había comprobado
las veces que la Audiencia había estado a cargo del gobierno, pues se
había comportado a este respecto igual que el virrey.58
La solución más radical la ofrecieron López de Solís y Diego Osorio,
obispo de Puebla, para quienes los alcaldes españoles no eran necesarios, siendo suficientes los gobernadores y jueces indios. López de Solís
pensaba que el sustituir a los alcaldes mayores por alcaldes ordinarios
no era la solución, pues estos se comportarían igual que aquellos, con
la diferencia de que los indios tendrían que soportar no uno sino dos
alcaldes. Solo las grandes ciudades —México, Puebla, Oaxaca, Veracruz, Querétaro, San Luis Potosí, Valladolid y Acapulco— debían
tener alcaldes españoles. Para el obispo de Puebla, el nombramiento
de alcaldes ordinarios en las poblaciones de españoles evitaría su dependencia del virrey o de la Audiencia. Desde el punto de vista de la
hacienda real, una gran ventaja de dejar a la población indígena que
se gobernara por sí misma, sin interferencias de españoles, era que así
se aseguraría mejor el cobro de los tributos, pues los indios pagaban
con gran puntualidad, cosa que no hacían los alcaldes mayores una
vez recibidos los tributos de manos de los gobernadores indios de
todo su distrito. Otra ventaja sería que, al ser cobrado el tributo por
cada uno de los gobernadores indios, si alguno de estos quebrase, la
pérdida para la hacienda real sería mucho menor que si quebraba
un alcalde mayor, quien concentraba en su persona la cobranza de
los tributos de todo su distrito. Respecto de la objección de que sin
alcaldes españoles sería más fácil que se produjesen levantamientos,
López de Solís afirmaba que no había nada que temer, pues los indios
eran de natural pacífico. Además, siempre estarían los doctrineros para
avisar de cualquier incidente. El obispo, por su parte, sostenía que
era más probable que los levantamientos se produjeran con alcaldes
AGI, México 600, f. 555v, Osorio al rey, 25 de octubre de 1662. El obispo de
Michoacán, sin embargo, creía que la provisión de oficios debían hacerla el virrey y la
Audiencia conjuntamente, pues al ser muchos no sería fácil que se pusiesen de acuerdo
para favorecer intereses privados (el oficio se debería otorgar al que sacase más votos)
(AGI, México 600, ff. 691v-692, Ramírez al rey, 16 de julio de 1664).
58
cañeque De parientes, criados y gracias
35
mayores que sin ellos, pues la principal causa de dichas revueltas eran
los agravios que les causaban a los indios los alcaldes. Además, el distrito de un alcalde mayor era tan grande que no serviría de mucho su
presencia en caso de que los indios decidieran sublevarse.59
El resto de los informantes pensaba que la mejor solución al problema era que se nombrasen alcaldes ordinarios. Siendo anuales estos
oficios, sostenía Medina Rico, los elegidos no tendrían tiempo para
dedicarse a comerciar (con lo que se favorecería el cobro de las alcabalas que los alcaldes mayores no solían pagar). Además, se ahorrarían los
salarios de los alcaldes, puesto que eran cargos honoríficos (la elección
debería hacerse por sorteo).60 Para el obispo de Michoacán, esta era
también la solución, porque al ser nativos del lugar y conocer mejor
a sus moradores, los alcaldes ordinarios pensarían dos veces antes de
cometer algún abuso por el descrédito que esto les causaría entre sus
vecinos. Además, así se cumplirían las cédulas que mandaban que
en los oficios tuviesen preferencia los habitantes de las Indias. Pero,
también, dichos oficios se debían proveer entre la nobleza criolla,
para que dichos cargos, concluía el obispo, gozasen de «la autoridad,
estimación y lustre que importa en tierras de tanto vulgo y gente baja,
mezclada de varios colores y procreada de variedad de naciones, y por
lo que a los indios incumbe, que se llevan mucho del exterior aparato
y esplendor de las personas que reconoscen por cabezas».61
A la vista de estos informes, y reconociendo que los abusos seguirían
cometiéndose siempre que los virreyes nombrasen a los alcaldes mayores, el fiscal del Consejo de Indias solicitó en 1663 que el monarca,
a propuesta del Consejo, nombrase a partir de entonces a los alcaldes
mayores más importantes y el resto se sustituyesen por alcaldes ordinarios elegidos anualmente.62 No parece, sin embargo, que se tomara
ninguna medida radical al respecto durante los siguientes años. No
AGI, México 600, ff. 568-570, 572-574, López de Solís al rey, 3 de octubre de 1662;
ff. 556-561, Osorio al rey, 25 de octubre de 1662.
60
AGI, México 600, ff. 595v-597, Medina Rico al rey, 2 de diciembre de 1662.
61
AGI, México 600, ff. 690v-692, Ramírez al rey, 16 de julio de 1664.
62
AGI, México 600, ff. 685-686, informe del fiscal, 24 de noviembre de 1663.
59
36
historica XXIX.1
será sino hasta quince años después, en 1678, cuando el monarca se
decida a tomar medidas más radicales en relación con la distribución
de oficios, pero sin seguir las recomendaciones de los informantes de
1662, ordenando escuetamente que, «por justas causas y consideraciones convenientes a mi servicio y al bien público de las Indias», a partir
de entonces será él mismo quien proveerá todos los corregimientos
y alcaldías mayores.63 No está claro por qué fue precisamente en este
momento cuando la Corona decidió tomar una medida a la que se
había opuesto con anterioridad. Parece ser que el motivo inmediato
fue la serie de quejas recibida por los abusos cometidos en la provisión
de los corregimientos, no en México, sino en el Perú, por parte de
su virrey, el conde de Castellar.64 En el caso de Nueva España, sin
embargo, no parece haberse producido un aumento de las protestas
de sus habitantes similar al que ocurrió durante el gobierno del conde
de Baños, a principios de la década de 1660.65 Habría que destacar,
AGN, RCO, vol. 16, exp. 26, f. 52, el rey al virrey de Nueva España, 28 de febrero
de 1678. Por cédula de 24 de mayo de 1678, el monarca se reservaba igualmente el
nombramiento de todos los corregidores que hasta ese momento habían sido nombrados
por los presidentes de audiencias y gobernadores (En AGN, RCO, vol. 18, exp. 8, ff.
16-17, cédula del 22 de febrero de 1680). Las mismas cédulas se expidieron al virrey
del Perú. Véase Lohmann Villena, Guillermo. El corregidor de indios en el Perú bajo los
Austrias. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2001, pp. 166-167.
64
Véase Konetzke, Richard (ed ). Colección de Documentos para la Historia de la Formación
Social de Hispanoamérica, 1493-1810. Madrid, 1958, vol. II, pp. 648-649, el rey al conde
de Castellar, 1 de febrero de 1678; Ib., pp. 650-653, consulta del 4 de febrero de 1678;
Ib., pp. 688-689, el rey al arzobispo de Lima, 6 de diciembre de 1679; Lohmann, El
corregidor de indios, pp. 125-127; Yalí, «Sobre alcaldías mayores», p. 29.
65
El conde de Baños fue, probablemente, uno de los virreyes más polémicos de todo
el siglo XVII, pues consiguió enemistarse con prácticamente todos los sectores de la
sociedad novohispana, y en particular con Diego Osorio, obispo de Puebla. Uno de los
motivos de mayores quejas fue la mala distribución que hacía de los oficios, favoreciendo
descaradamente a sus parientes (incluidos sus propios hijos) y marginando a los criollos.
Al cumplirse los tres años de su nombramiento, el monarca, en vista de la conflictividad
causada por su gobierno, decidió no prorrogarle el cargo por otros tres años (que era lo
habitual), ni siquiera hasta que llegara el nuevo virrey, pues decidió nombrar al obispo de
Puebla como virrey interino. Sobre el gobierno del conde de Baños, se puede consultar
Israel, Jonathan I. Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670.
México: Fondo de Cultura Económica, 1980. Respecto de las muchas quejas provo63
cañeque De parientes, criados y gracias
37
no obstante, la decisión tomada por el monarca en 1676, a sugerencia
del Consejo, de que la alcaldía de Villa Alta de San Ildefonso, en el
distrito de Oaxaca y una de las más ricas de todo México (el conde
de Baños, durante su gobierno, se la había concedido a uno de sus
hijos), pasara a ser de su provisión y no de los virreyes. Esta decisión
se había tomado a raíz de la información enviada por el arzobispo de
México, Payo Enríquez de Ribera, confirmando que los nombrados
para esta alcaldía, como «regalo y agradecimiento», solían dar a los
virreyes la suma de 24.000 pesos el primer año, y después 1.500
pesos por cada mes que se les prorrogara el cargo (el salario anual del
alcalde mayor era, en 1676, de 350 pesos).66
En la decisión de desposeer a los virreyes de la prerrogativa de nombrar a los alcaldes mayores podría haber influido que al frente de los
virreinatos americanos estuviesen en ese momento dos eclesiásticos
nombrados provisionalmente, y no miembros de la nobleza, que
probablemente habrían ofrecido mucha más resistencia a la medida.
Enríquez de Ribera fue virrey en funciones de 1673 a 1680, mientras
que Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima, ocupó el puesto
de virrey del Perú en ínterin de 1678 a 1681. Liñán y Cisneros, sin
embargo, se opuso enérgicamente a la decisión de la Corona, y para
justificar su postura no duda en subrayar la importancia de la liberalidad virreinal como mecanismo de poder: «Si el virrey quedase con
la espada de la justicia en la mano —señala el arzobispo—, pero no
con la rama fructífera del premio, haría horrorosa la imagen del rey y
se hallaría destituido del afecto común, sobre todo porque la nobleza
mejor se deja vencer y llevar de la ingenua y decorosa esencia del premio que del servil afecto del temor».67 En cualquier caso, la medida
cadas por la distribución de oficios por el virrey, véase AGI, México 600, ff. 604-671,
«Información fecha [...] sobre diferentes cosas tocantes al gobierno del conde de Baños»,
1662-1663.
66
AGI, México 7, ramo 6, consulta del 30 de abril de 1676; AGI, México 600, ff. 694696, «Relación muy por menor de todos los oficios que proveen los virreyes de Nueva
España en su distrito», 17 de mayo de 1676.
67
Citado en Lohmann, El corregidor de indios, pp. 167-168.
38
historica XXIX.1
tomada por la Corona no duró mucho. En 1680, el monarca despachó
una nueva cédula que revocaba la de 1678 y restituía a los virreyes la
«regalía» del nombramiento de corregidores y alcaldes mayores. El
rey justificaba su decisión por el gran inconveniente que suponía a
los habitantes de las Indias el tener que acudir al Consejo de Indias
para solicitar un puesto. Pero, sobre todo, el soberano consideraba
que «hallándose tan distantes de mi real influencia ministros de la
graduación de mis virreyes, presidentes y gobernadores, necesitan de
toda autoridad, por cuya causa se les dejó desde el descubrimiento
de unas y otras provincias la provisión de aquellos oficios».68 Sin
duda fue la extraordinaria importancia que poseía el mecanismo de
la gracia en el gobierno de la monarquía hispánica lo que hizo que la
decisión de quitar a los virreyes el poder de distribuir oficios apenas
durara dos años. La distribución graciosa de oficios y beneficios era
una regalía, una de las marcas del poder soberano del rey y uno de
los mecanismos más efectivos sobre los que se asentaba su poder y la
fidelidad de sus vasallos. Y no había nada que asimilara tanto el poder
del virrey al del monarca, y que al mismo tiempo sirviera para afianzar
su autoridad, como los invisibles lazos de dependencia creados por
la economía de la gracia.
Así era, ciertamente, como entendía la base de su poder el conde
de Paredes, quien fue nombrado virrey de México precisamente ese
mismo año de 1680 para sustituir el largo gobierno interino del
arzobispo Enríquez de Ribera.69 Para el conde, un virrey debía tener
total libertad a la hora de distribuir dichas gracias, pues en ello se
fundamentaba su autoridad. Según manifestaba en una carta enviada
al rey apenas un año después de su entrada triunfal en México, «es
muy de ponderar la desautoridad que se sigue a mi puesto en no
tener a su adbitrio esta distribución, porque ni los españoles darán
atención a virrey que absolutamente no puede acomodarlos, ni los
AGN, RCO, vol. 18, exp. 8, ff. 16-17, cédula del 22 de febrero de 1680.
Es muy probable que el conde de Paredes, dadas sus conexiones con la corte al más
alto nivel (era el hermano menor del duque de Medinaceli, valido de Carlos II), jugara
un papel decisivo en el cambio de actitud del monarca respecto de la cédula de 1678.
68
69
cañeque De parientes, criados y gracias
39
criollos darán motivos a quien necesariamente los ha de emplear solo
por la razón de serlo».70 La discrecionalidad en la distribución de
oficios permitía al virrey cumplir con sus obligaciones de patronazgo
para con los miembros de su séquito (lo que le aseguraba su total
fidelidad), al tiempo que le dejaba suficiente espacio para establecer
lazos de dependencia con aquellos miembros de la sociedad criolla
que considerara oportuno.71
La cédula de 1680 conlleva, además, un cambio altamente significativo, pues ahora no solo se devuelve a los virreyes el nombramiento
de los corregimientos que habían pasado a manos del monarca en
1678, sino que por primera vez se reconoce la posibilidad de que los
virreyes puedan proveer oficios entre los miembros de su séquito.
El duque de La Palata, virrey del Perú en estos años, había sugerido
que entre la prohibición total y el abuso generalizado de dar oficios
a todos los miembros de la casa del virrey estaba el justo medio de
permitir a los virreyes que proveyesen 12 oficios entre sus «criados
y allegados», con lo que se satisfaría a todos, sin crear agravios a los
nativos de las Indias. El rey aceptó la propuesta, pero para evitar que
estos 12 oficios fuesen los mejores, impuso la condición de que solo
dos de los oficios fueran de «primera clase» (la alcaldía mayor de
Tepeaca y el corregimiento de Oaxaca), mientras que cinco oficios
serían de «segunda clase» (Tehuacan, Miaguatlan, Chalco, Guanajuato
y Xochimilco) y otros cinco de «tercera clase» (Mestitlan, Veracruz
Vieja, Huatulco, Tonalá y Sultepec).72
AGI, México 52, n.º 3, Paredes al rey, 16 de febrero de 1681.
En respuesta a la carta del conde, el Consejo aclaraba que los oficios debían distribuirse
no solo entre los nacidos en Nueva España, sino también a todos aquellos beneméritos
que viviesen en dicho virreinato, aunque no hubieran nacido en él (siempre que no
fueran parientes o allegados del virrey) (AGI, México 52, n.º 3, Cámara de Indias, 23 de
julio de 1681). Por otra parte, en 1623 se había despachado una cédula para aclarar que
la prohibición de dar oficios a los miembros de la casa del virrey no afectaba a aquellos
descendientes de conquistadores que sirvieran en el séquito de aquel (AGN, RCO, vol.
8, exp. 25, f. 70, cédula del 1 de junio de 1623). Véase también, Ib., el rey al marqués
de Mancera, 17 de mayo de 1665.
72
AGN, RCO, vol. 18, exp. 26, f. 50, cédula del 14 de mayo de 1680; AGN, RCO,
70
71
40
historica XXIX.1
Esta decisión, sin embargo, podría haberse tomado como compensación a los virreyes por el hecho de que en estos años se habían
empezado a beneficiar, es decir, a vender por la Corona, muchos de los
oficios que siempre habían distribuido los virreyes, como medida de
emergencia para resolver las necesidades financieras de la monarquía.73
La actitud de los virreyes respecto de este beneficio de los oficios, que
siempre habían distribuido ellos, queda probablemente bien representada en las opiniones vertidas por el conde de Galve, virrey de Nueva
España entre 1688 y 1696, en varias cartas escritas a su hermano,
el duque del Infantado. El virrey, en referencia a los contratiempos
que le creaba el no poder distribuir los oficios libremente por estar
muchos de ellos beneficiados, acusaba a los miembros del Consejo
de estar solamente interesados en sacar dinero de cualquier manera,
sin tener conciencia de las realidades de un lugar como México y
de las malas consecuencias que sus resoluciones traían consigo. Por
todo ello, el virrey no estaba dispuesto a destituir a aquellos alcaldes
mayores nombrados por él y cuyos oficios habían sido beneficiados
en Madrid (al menos hasta que cumplieran el término de sus nombramientos).74
En opinión de la Corona, sin embargo, la venta de oficios de alcaldes
mayores y corregidores era solo una medida temporal, más tolerada
vol. 18, exp. 67, ff. 143-144, cédula del 23 de noviembre de 1680. Respecto de las tres
o cuatro categorías en que se dividían las alcaldías mayores, dependiendo de su valor
económico, véase AGI, México 600, ff. 698-702, «Memoria de todos los oficios que
provee S. E. en esta gobernación como en los demás obispados de su gobierno», año de
1663.
73
AGN, RCO, vol. 22, exp. 24, f. 46, cédula del 6 de mayo de 1688; Ib., exp. 46, f.
86, cédula del 9 de junio de 1688; Yalí, «Sobre alcaldías mayores», pp. 31-35.
74
El conde de Galve al duque del Infantado, 10 de enero y 4 de junio de 1693, en
Gutiérrez Lorenzo, María Pilar. De la corte de Castilla al virreinato de México: el conde
de Galve (1653-1697). Guadalajara: Diputación Provincial de Guadalajara, 1993, pp.
155-158, 167-170. Su predecesor, el conde de la Monclova (que de México pasó a ser
virrey del Perú hasta el año 1705), igualmente se negó a dar la posesión a los nombrados
por la Corona, ante lo cual el Consejo se limitó a ordenar a las Audiencias que, en caso
de resistirse los virreyes, fueran ellas las que se encargaran de darles la posesión. Véase
Yalí, «Sobre alcaldías mayores», p. 30; Lohmann, El corregidor de indios, p. 169.
cañeque De parientes, criados y gracias
41
que aceptada (de ahí que se utilizara el término beneficio y no el de
venta, con lo que se indicaba que el comprador no adquiría la propiedad del oficio). La venta de oficios se ha visto tradicionalmente
como una manifestación de la decadencia de la monarquía española
en el siglo XVII, al contribuir grandemente al debilitamiento de la
autoridad real en las Indias.75 Sin embargo, dichas ventas, sobre todo
las de alcaldías mayores, no deberían verse como un aspecto más de
la impotencia del poder de la Corona a finales del siglo XVII. Al contrario, como ya se ha mencionado, tanto a principios como a finales
del siglo, el control ejercido por los monarcas sobre los corregidores
era bastante limitado. Pero esta limitación o impotencia debería
entenderse más como una característica intrínseca de los sistemas
de gobierno del Antiguo Régimen que como una manifestación de
la irrefrenable decadencia de la monarquía española. Además, si la
Corona siempre dudó en arrebatar a los virreyes el poder de la gracia,
más que por falta de autoridad, fue porque concebía el poder de estos
íntimamente unido a la facultad de distribuir mercedes. En última
instancia, serían las acuciantes necesidades fiscales de la monarquía las
que, en gran medida, acabarían arrebatando a los virreyes la provisión
de los oficios locales.
conclusión
La distribución de oficios por parte de los virreyes, que encontraba
su legitimidad en el concepto de la liberalidad regia y en una cultura
del don que empapaba todos los aspectos de la sociedad hispana de
la época, acabó convirtiéndose en un complejo juego político. Si un
Véase, por ejemplo, Parry, John H. The Sale of Public Office in the Spanish Indies under
the Hapsburgs. Berkeley: Cambridge University Press, 1953; Burkholder, Mark A. y
Douglas S. Chandler. De la impotencia a la autoridad. La Corona española y las Audiencias
en América, 1687-1808. México: Fondo de Cultura Económica, 1984; Andrien, Kenneth
J. «The Sale of Fiscal Offices and the Decline of Royal Authority in the Viceroyalty of
Peru, 1633-1700». Hispanic American Historical Review. 62/1 (1982), pp. 49-71; y del
mismo autor «Corruption, Inefficiency, and Imperial Decline in the Seventeenth-Century
Viceroyalty of Peru». The Americas. 41/1 (1984), pp. 1-20.
75
42
historica XXIX.1
virrey era políticamente hábil, sabía cómo equilibrar el reparto de
oficios y beneficios entre los miembros de su séquito y los habitantes
del virreinato. Así, por ejemplo, el marqués de Villena, en la década
de 1640, le aconsejaba a su sucesor que los oficios más importantes
se los diese a «sus propias obligaciones», es decir, a los miembros de
su clientela; los oficios medianos debían ser para la nobleza criolla,
que era, según el marqués, «mucha, segura y pobre, y que mirará por
la tierra como propia»; el resto de los oficios deberían distribuirse
entre los descendientes de conquistadores y los que se solicitasen por
intercesión de algún criado del virrey o alguna otra persona importante. Por último, el marqués le aconsejaba a su sucesor que tuviera
siempre algo que dar, ya que era «buena fullería del gobierno, pues a
algunos mantienen las esperanzas y a otros el recelo de perder lo que
poseen».76 Como se puede apreciar, en el esquema del marqués de
Villena, los descendientes de conquistadores ocupaban un pequeño
rincón. Este desdeño hacia ellos, si se llevaba a cabo con habilidad
política, no debía ofrecer demasiados problemas, puesto que, para
mediados del siglo XVII y a pesar de las quejas de dichos descendientes, este segmento de la población criolla no jugaba ya ningún papel
relevante en la sociedad colonial. Pero, por otra parte, si el virrey era
políticamente inepto y monopolizaba el reparto de oficios entre los
miembros de su clientela, ignorando a los habitantes de la Nueva
España, entonces arreciaban las críticas y el descontento entre la
población criolla en general, provocando, al menos así se veía desde
Madrid, un debilitamiento de los lazos de lealtad que unían a dicha
población con el monarca.
«Carta del duque de Escalona al conde de Salvatierra, 13.XI.1642». En Hanke y
Rodríguez, Los virreyes españoles en América: México, t. IV, p. 34.
76
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