Anderl Heckmair: `Pared Norte de las Grandes Jorasses`

Anuncio
Anderl Heckmair: 'Pared Norte de las Grandes Jorasses'
Aparte de algunas tentativas sin éxito de alpinistas franceses, entre las cuales debe
citarse particularmente la del guía de Chamonix, Armand Charlet, no se intentó la
cara norte de las Grandes Jorasses durante los años 1932 y 1933.
En cuanto a mí, en 1932 estaba en Marruecos, en el Atlas, en compañía de mi
amigo y compañero de cuerda, Gustl Kröner. No habíamos olvidado nuestro sueño,
y por eso durante las sofocantes noches del desierto o en la atmósfera trémula de
calor del Atlas, hablábamos de la cara norte de las Grandes Jorasses.
En 1933 otras obligaciones nos volvieron a apartar de ella. En junio me
examiné con éxito en Innsbruck y obtuve el título de guía. Y como al fin y al cabo
debía hacer algo para ganarme la vida, conduje a mis clientes por los Dolomitas.
Estando en el refugio de Vajolett, en el grupo del Catinaccio, recibí una carta de
Gustl Kröner en la que me anunciaba que hacía catorce días que, en compañía de
Walter Stösser, estaba atacando la pared norte del Cervino para realizar la segunda
ascensión. La habían iniciado ya dos veces, siendo en ambas ocasiones rechazados
por el hielo reciente y la caída constante de piedras. Pero el tiempo había
mejorado, y decía: "Mañana, antes de que empiecen a desprenderse las piedras,
estaremos ya muy arriba, en la pared". La carta había sido escrita la víspera... La
horrible noticia me llegó en el momento en que abría la carta: Gustl Kröner había
encontrado la muerte en la pared norte del Cervino. No podía creerlo.
Interrumpiendo mi estancia, volví precipitadamente a casa. Ocho días más tarde, al
celebrarse los funerales de Gustl en Traunstein, su amigo Stösser me hizo el relato
del accidente.
Habían salido el sábado 19 de agosto por la noche. Las estrellas brillaban en
el cielo y el frío era intenso. La temperatura bajó todavía más al amanecer, cuando
alcanzaron la rimaya, así es que resultaba lógico suponer que el hielo, más duro
todavía en las alturas, les protegería de todo peligro. Una vez franqueada la
rimaya, Gustl tomó la dirección de la cordada, elevándose por la tiesa pendiente de
hielo. Stösser, que había permanecido debajo del labio superior, le aseguraba. De
pronto percibió el ruido de un alud de piedras que caía a su alrededor, silbando y
produciendo gran estruendo. Luego se hizo un gran silencio. Stösser abrigaba ya la
esperanza de que habían escapado una vez más del peligro cuando la cuerda
empezó de pronto a deslizarse suavemente y el cuerpo de Gustl cayó a su lado.
Una de las últimas piedras (que según los médicos debía de ser apenas mayor que
una nuez) le había herido en la cabeza. No tenía ninguna
otra herida.
Así perdí a mi amigo más fiel, a mi compañero de
alegrías e infortunios. Pero sabía que no obraría de acuerdo
con su espíritu, si abandonaba nuestro plan de vencer las
Grandes Jorasses. Con esta intención me cité, en 1934,
con Martin Maier, uno de los mejores escaladores de
Múnich, pero cuando volví de una excursión por Suiza lo
busqué inútilmente por toda la ciudad. No conseguí
hallarlo. Muy abatido por la infidelidad de mi compañero,
erraba sin rumbo por las calles de Múnich, cuando de
pronto tropecé con Ludwig Steinauer, miembro como yo de
la sección Bayerland. ¡El cielo me lo enviaba! Le pregunté:
La cara norte de las
"¿Te interesan las Grandes Jorasses?". Su entusiasmo fue
Grandes Jorasses tapizada
tan grande que cinco minutos después nuestro plan de
por la nieve (1951).
ataque ya estaba trazado.
Yo debía dirigirme primero a los Dolomitas, desde
donde alcanzaría el refugio Leschaux por Courmayeur. Steinauer iría por Chamonix
y se llevaría consigo todo el equipo necesario para una ascensión tan importante.
Todo quedó rápidamente concluido y me fui tranquilo a cumplir mis compromisos.
Llegué a Courmayeur el día previsto. La idea de un paseo solitario por el
agrietado glaciar del Géant no me seducía mucho. En Entrèves encontré a dos
Wandervögel5 que acampaban en la región y que por una feliz casualidad deseaban
dirigirse a Chamonix, pero no se atrevían a aventurarse solos por la montaña.
Cuando les dije que era guía, pero que no tendrían que pagarme nada, aceptaron
con gusto reunirse conmigo. Eran dos muchachos jóvenes y fuertes. Subían
fácilmente, tan fácilmente que era yo quien casi perdía el aliento. Al cabo de seis
horas llegábamos ya a la cabaña Torino, objetivo de nuestra jornada. Pero como no
era todavía el mediodía y una espesa niebla empezaba a subir por el glaciar,
decidimos proseguir inmediatamente la marcha, tan pronto como hubimos comido
algo. Después de encordarnos, pasamos el Col du Géant y bajamos por el glaciar
del mismo nombre. Habíamos caminado apenas quinientos metros cuando el
primero de los muchachos desapareció en una grieta. El susto de mis compañeros
me pareció cómico, les aseguré que los incidentes de esta clase eran muy
corrientes. ¿Para qué, entonces, llevábamos una cuerda? Me costó convencerles, y
desde aquel momento caminaron como si pisaran huevos.
Una hora después descubrimos a varias cordadas que
venían a nuestro encuentro, y a cierta distancia un hombre
aislado. Su aire decidido y su seguridad despertaron mi
interés. De lejos, y por su modo de vestir, ya vi que se
trataba de uno de los nuestros. Era en realidad Martin
Maier, a quien en mi fuero interno había calificado de infiel.
Nos saludamos con gritos de alegría, y mientras los
muchachos iban delante, pudimos aclarar el equívoco que
nos había separado. Se le había presentado la oportunidad
de poder viajar en coche, así que adelantó su marcha, no
sin dejarme antes una carta en Múnich, carta que no he
recibido nunca. Hacía diez días que me esperaba. Le conté
Anderl Heckmair escala en
mi decepción ante su ausencia y mi acuerdo posterior con
el primer largo del
Ludwig Steinauer, que no le acabó de gustar. Pero no
Espolón Walker de las
teníamos más remedio que conformarnos. Mientras
Grandes Jorasses.
charlábamos así, olvidamos a nuestros dos principiantes,
que nos habían inducido metódicamente a un error, pues habíamos bajado mucho
más de lo necesario por el glaciar y nos hallábamos ante una inmensa grieta
transversal que nos impedía el paso. Sentimos mucho este incidente, del que
éramos los primeros culpables; no se podía volver atrás, y rodear la grieta, de diez
metros de anchura, nos conduciría a un nuevo laberinto. Por otra parte, no tenía
más que unos treinta metros de profundidad, y en el otro lado descubrimos un
lugar por donde resultaba fácil salir para ganar la morrena lateral. Nuestros
improvisados montañeros infundían lástima con sus sandalias y sus pantalones
cortos: después de dos rápeles ya tenían las piernas ensangrentadas. Cuando
llegamos al refugio del Requín, un poco más tarde, estaban completamente
agotados, pero preferían esto a un vivac en pleno glaciar.
Los dejamos allí y nos dirigimos en plena oscuridad al refugio Leschaux, en el
que Ludwig Steinauer nos esperaba ya. A ninguno de nosotros nos hacía gracia que
fuésemos tres, pero nadie tenía la culpa, y además, hubiera podido ser ventajoso...
Pero aquella vez el éxito huyó también de nosotros.
Cuando al día siguiente volvimos a subir de Chamonix, adonde habíamos ido a
buscar provisiones, ya no estábamos solos. Una seria competencia ocupaba el
refugio. Rudel Peters y Haringer, que se habían dado a conocer por su éxito en la
pared sudeste del Schüsselkar, en el Wetterstein, pretendían también atacar la
pared norte de las Jorasses. Temiendo que una rivalidad demasiado enconada nos
hiciera obrar sin discernimiento, quise atraer la atención de Peters que, lo mismo
que su compañero, no tenía ninguna experiencia sobre el hielo y los particulares
peligros de la pared. Pero no fui bien recibido, pues Peters me respondió lo
siguiente: "Nunca se debe dar ningún consejo a quien no lo haya solicitado".
El tiempo estaba tan poco seguro que nos vimos obligados a limitarnos a
pequeñas operaciones de reconocimiento del terreno. Las relaciones entre las dos
cordadas eran bastante tirantes y la atmósfera casi hostil.
El refugio de Leschaux estaba en reconstrucción y no
podíamos dormir en él, así que acampábamos fuera.
Nosotros nos refugiamos en una balma que habíamos
descubierto más arriba del albergue, hacía ya tiempo, y
Peters montó su tienda cincuenta metros más abajo del
refugio, pero en el curso de la noche estalló una tormenta
de tal violencia que los obreros que ocupaban el barracón
tuvieron compasión de nosotros y nos ofrecieron
hospitalidad. Peters y Haringer se negaron a aceptarla. De
pronto un resplandor iluminó la ventana. Creímos que era
un relámpago, pero era el fogón de bencina de Peters que
Anderl Heckmair y su
había explotado, incendiando la tienda, aunque la lluvia
compañero de cordada de las
ayudó a apagar el fuego. Haringer, atendiendo nuestras
Grandes Jorasses, Köster,
con las manos vendadas
exhortaciones, vino a reunirse con nosotros, pero Peters,
después de escalar el
obstinado, permaneció bajo los restos de su tienda, a pesar
Espolón Walker.
de que llovía a cántaros. Semejante terquedad aumentó mi
respeto por él.
-Éste sí que no renunciará fácilmente, una vez haya empezado a escalar la
pared -les dije a mis compañeros.
Un espeso caparazón de nieve y de hielo recubría de nuevo la pared,
imposibilitando toda tentativa antes de quince días. Además acababa de recibir un
telegrama que me prometía una respetable ganancia si me marchaba enseguida.
Después de protestar un poco, mis camaradas aceptaron mis razones, y la
concordia reinaba entre nosotros mientras bajábamos a Chamonix, hasta donde me
acompañaron. Me marché tranquilo, sabiendo que los dos velarían como perros de
presa y no permitirían que Peters se les adelantara cuando se presentara un día
favorable.
El tiempo seguía inseguro. Maier y Steinauer hicieron una tentativa en el
curso de la cual vivaquearon en la pared; luego tuvieron que retirarse
precipitadamente. Mientras descansaban en la cabaña, Peters y Haringer salieron a
su vez. Como todos los neófitos en técnica glaciar, se extenuaron, tallando
inmensas bañeras, y emplearon un día entero para salir de la pala de hielo y
alcanzar una repisa rocosa, en la cual instalaron su primer vivac, al pie de un
gendarme. Por la mañana, cuando se disponían a proseguir su ascensión, vieron a
otra cordada que atravesaba la pala de hielo con increíble rapidez y se les
adelantaba. Muy sorprendidos siguieron con la vista a los dos escaladores, que
desaparecieron después de atravesar con gran facilidad las rocas que dominaban el
lugar en donde ellos habían pasado la noche. Ignoraban que acababan de ver al
célebre guía francés Armand Charlet, cuyas tentativas eran ya muy numerosas,
acompañado por un camarada.
Peters y Haringer se pusieron en marcha tras ellos
con la mezcla de sentimientos que puede adivinarse. Por la
tarde, cuando tenían ya a sus pies más de la mitad de la
pared, se hallaron de pronto frente a la cordada que les
precedía y que había decidido dar media vuelta. Charlet les
indicó que una chimenea recubierta de hielo obstruía el
paso y que además el tiempo no era suficientemente
seguro. Pero ya habíamos visto antes que las opiniones de
los demás no influían en Peters. Mientras la cordada de
Armand Charlet volvía a bajar, Peters y Haringer
prosiguieron la ascensión, no tardando en alcanzar la
famosa chimenea. Acostumbrados a las dificultades
Anderl Heckmair escala en
rocosas extremas, el paso no les inquietó demasiado, a
las Placas Grises en la cara
pesar de estar cubierto de escarcha. Además, la certeza de
norte de las Grandes
Jorasses (1951).
ser los primeros les dio nuevo impulso. Asegurándose con
la doble cuerda y con otros refinamientos de la técnica
moderna consiguieron vencer el obstáculo. Mientras tanto, las tinieblas les
rodeaban lentamente. Durante la noche el tiempo empeoró tanto que a la mañana
siguiente se vieron obligados a regresar.
Las horas duraban minutos durante su lenta retirada. La tempestad se había
desencadenado, el viento silbaba, la nieve caía; las complicadísimas maniobras de
cuerda a las que se veían forzados les obligaron a un nuevo vivac. Se
desencordaron, y mientras Peters preparaba un emplazamiento, Haringer dio unos
pasos de lado para llenar un cazo de nieve. De pronto resbaló y desapareció, sin
ruido, en el abismo. Peters, petrificado por el horror, oyó los golpes sordos, que
iban disminuyendo. Luego el silencio mortal. Llamó con todas las fuerzas que le
quedaban. No obtuvo respuesta...
Muchos años más tarde Peters me contó la impresión que le produjo la
pérdida de su compañero. Desesperado, se había sentado, pretendiendo ver en la
noche. ¿Qué otro hombre hubiera salido sano y salvo de semejante aventura? Al
mismo tiempo que Haringer, todo el equipo había desaparecido en las
profundidades. La tormenta empezó con nueva furia. Al amanecer, su voluntad de
vivir casi había desaparecido y pensó seriamente en seguir a su compañero. Por fin
se impuso el instinto de conservación y Peters comenzó a rapelar, prosiguió su
descenso. Entonces le afligió una nueva desgracia: había perdido las gafas, y tenía
los ojos tan inflamados a causa de la nieve y la niebla que estaba completamente
ciego. Sólo los que han sido atacados alguna vez por la ceguera de las nieves
pueden comprender su sufrimiento. Y otra vez sintió la tentación de dejarse caer.
En menos de un minuto todo habría acabado; incluso tal vez podría salvarse, pues
sólo doscientos o trescientos metros le separaban del pie de la pared. El vacío le
atraía, pero su férrea voluntad logró de nuevo dominar la crisis. Unas veces
dejándose resbalar, otras haciendo rápel fue ganando terreno lentamente.
En el refugio, los compañeros (con Franz Schmidt, que se encontraba por
casualidad en la región en compañía de un americano) hacía rato que estaban
inquietos. Cuando por fin la niebla se disipó unos momentos, divisaron un punto
negro que se movía en la pala de hielo y salieron inmediatamente en su ayuda.
Peters había llegado al límite de sus fuerzas. Pocos
metros más arriba de la rimaya intentó colocar una clavija
en el hielo para un último rápel. Estaba casi ciego y abatido
por violentos dolores de cabeza que le inutilizaban
completamente. En aquel momento llegaron los que habían
salido en su ayuda. Sin necesidad de palabras
comprendieron enseguida lo sucedido. Cuando Peters
estuvo seguro, volvieron a salir en busca del cuerpo de
Haringer, que no tardaron en descubrir. Haringer fue
enterrado en Chamonix algunos días más tarde, y sus
compañeros emprendieron el regreso a su país, durante el
cual Martin Maier ocupó, detrás de la moto de Peters, la
Material para escalada en
plaza que había quedado vacante.
roca de la época, extendido
Aunque la temporada de 1934 acabara tan
sobre una piedra.
tristemente, a nadie se le ocurrió siquiera la idea de
abandonar. Ahora sabía con qué clase de competidores
tenía que vérmelas, y en 1935 quise, a toda costa, ser el primero en la cara norte
de las Jorasses. Resultaba difícil encontrar un camarada, no sólo por falta de
tiempo disponible, sino también por la cuestión económica. Aquella vez me puse de
acuerdo con Hans Lucke, aspirante a guía, de Kufstein.
Otra vez pasé por Italia para llegar a Courmayeur... Como estábamos muy al
principio de la temporada de roca íbamos provistos de esquís. En efecto, sólo nos
hallábamos a primeros de junio, y por lo tanto encontramos nieve en abundancia.
Las laderas que bajan del Col du Géant sobre el Mont Fréty estaban todavía
completamente blancas, y terroríficos aludes se precipitaban por todos lados. No
habíamos imaginado semejantes condiciones. ¡Cómo estaría la cara norte!
Seguros de que no nos sería posible hacer nada antes de tres semanas, se
nos ocurrió que podríamos pasar el tiempo mucho más agradablemente en la
Riviera, en Porto Fino, en donde teníamos unos amigos que poseían una casita.
Además tendríamos oportunidad de entrenarnos en las rocas de los alrededores.
Nos dirigimos, pues, hacia la Riviera, en donde causamos sensación con nuestros
esquís y nuestro equipo completo para glaciar. Nuestros amigos nos recibieron
calurosamente y pasamos tres semanas magníficas. Sin embargo, no nos hundimos
en la pereza, sino que, al contrario, llevamos una vida de entrenamiento digna de
espartanos.
Llegó el día fijado para empaquetar todos nuestros trastos y antes de
emprender el retorno quisimos aprovechar la tarde para "hacer dedos" en un
bloque. ¡Ojalá no lo hubiéramos hecho! Una presa minúscula cedió al apoyarme en
ella; salté enseguida, pero al aterrizar sentí un agudo dolor que me taladraba el
pie. La radiografía reveló que tenía el tobillo roto y fue preciso enyesarme. Pocos
días después, en lugar de dirigirme hacia las Grandes Jorasses, pude volver a casa,
hastiado de la Riviera. Al llegar a Múnich fui a visitar a un amigo. Éste, lanzándome
una extraña mirada me puso ante los ojos la última edición de un diario donde se
leía en grandes titulares: "La pared norte de las Grandes Jorasses ha sido vencida
por Peters y Maier". Me dejé caer sobre la silla que mi compañero deslizó
rápidamente debajo de mí. Luego, para que mi derrota fuera más completa aún,
me preguntó con expresión compasiva:
-¿Qué edad tienes?
-Cumpliré treinta el año próximo.
-Entonces ya puedes "cortarte la coleta". Abandona la escalada y búscate otra
profesión.
Quedé anonadado. No tenía celos de mis compañeros, desde luego, pero mi
suerte me parecía demasiado lamentable. Como un perro apaleado y con el corazón
lleno de amargura fui a buscar refugio a Bayrischzell.
Descargar