Abraham, una esperanza desde lo humanamente imposible

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Abraham, una esperanza desde
lo humanamente imposible
Nuestra pequeña hermana, la esperanza.
Oración de la pequeña esperanza.
Señor Jesús, danos esperanza:
En cada anhelo, en cada inquietud y en cada esfuerzo.
Otórganos como tarea tu don.
Regálanos tu Espíritu: fuego y soplo, vida y milagro.
Concédenos que a nuestra esperanza le crezcan alas.
Que vuele y se despliegue
por la suave brisa de tu gracia que todo lo envuelve.
Que nuestra esperanza crezca tanto
que sea capaz de alcanzarte y de tocarte.
Que esté inundada de luz y transparencia.
Colmada de suavidad y tibieza.
Que tu fuerza nos impulse
para caminar y seguir,
levantarnos y continuar.
Concédenos ser alcanzados por ti.
La vida siempre sigue hacia adelante.
Nuestro futuro es tu presente.
Señor Jesús, esperanza de nuestra esperanza,
Danos gotas de alegría que rocíen nuestro suelo.
Que toda nuestra vida sea tu regalo.
Que todo tu amor sea el nuestro.
Que esta pequeña hermana nuestra, la esperanza, abrace tu
corazón.
Que nuestro tiempo corra hasta descansar, fatigado, en las
orillas de tu eternidad
y se sumerja en lo profundo de tu infinito mar.
Amén
1- Abraham, una esperanza desde lo humanamente imposible.
Texto 1:
“El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra y de la casa de tu
padre a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti un gran
pueblo. Te bendeciré. Haré famoso tu nombre y será como una
bendición. Bendeciré a los que te bendigan. Con tu nombre
bendeciré a todas las familias de la tierra” (Gn 12,1-3).
Si queremos empezar a hablar de la esperanza partiendo desde
la Biblia, tenemos que saber que en el Antiguo Testamento, la
esperanza está sostenida por la confianza en Dios. Esta es una
de las lecciones que nos deja la historia del primer hombre
llamado por Dios: Abraham.
Su vida nos relata una esperanza un poco desconcertante y
paradójica, misteriosa y extraña. Sin embargo, se constituye
en el modelo de esperanza en toda la Biblia. Recordemos que
Abraham era un anciano, que después de haber vivido su vida y
gastado casi todos sus longevos años, permaneciendo al lado de
su esposa, tan anciana casi como él, llamada Sara, es llamado
por Dios para fundar su pueblo.
Dios no elige a un joven, vigoroso y lleno de vida y
proyectos, sino que escoge a un hombre que ha empezado el
declive de su vida. Abraham y Sara se llamaban originalmente
Abrán y Saray; después del encuentro con Dios, son llamados
Abraham y Sara. Dios les cambia el nombre indicando con eso,
que les cambia la misión que tienen en la vida. Cambian el
nombre porque les cambia el camino. Tendrán que salir de la
tierra conocida y aventurarse a donde los quiere llevar Dios,
a una tierra prometida para ellos y para un inmenso pueblo que
surgirá de ellos.
Ciertamente este designio parecía una ironía de Dios. Se les
cambia todo –nombre, destino y tierra- y, además, tuvieron que
asumir y creer que ellos, un anciano y una anciana ya débiles,
igual a muchos otros, se transformarían en el punto inicial de
un pueblo naciente y numeroso.
El padre del Pueblo elegido, Abraham, un anciano marchito de
años, comienza a guardar en su vida la promesa de una semilla
fecunda que pondrá a prueba toda expectativa humana. Hasta su
misma esposa Sara sonríe algo escéptica ante el anuncio de la
venida de un hijo (Cf. Gn 18,10-15). Ni siquiera
biológicamente ya podían concebir y cuando eso fue posible,
porque Dios lo quiso, el niño engendrado y nacido lleva el
nombre de Isaac. El hijo de su esperanza nace cuando Abraham
contaba, nada menos, que cien años (Cf. 21,5).
La historia de Abraham tiene un mensaje: La imposibilidad del
hombre guarda -en la confianza de la fe- la posibilidad de
Dios. Una vez que Isaac nace, crece con él la esperanza que
encarna, la cual se realizará nuevamente por el camino de una
aparente contradicción, otra más en el camino de Abraham y de
Sara.
Dios mismo quiere purificar la esperanza de Abraham pidiendo
que sacrifique a su hijo. Como Abraham está dispuesto todo,
aún a eso, la esperanza del Patriarca queda confirmada con el
total cumplimiento de la promesa por parte de Dios (Cf.
22,1-19). Isaac no es sacrificado pero Dios sabe hasta dónde
puede contar con Abraham. Puede contar con todo. Incluso con
lo más valioso que tiene un padre: Su hijo único.
La vida de Abraham como primer creyente -entre otras cosasnos muestra que la esperanza, fundada en la promesa de Dios,
no descarta el sacrificio de aquello que es el fin de la
propia esperanza. Sólo los que están dispuestos a sacrificar
aquello que ellos mismo esperan, obtendrán lo esperado de una
manera aún mayor y más intensa, nueva y definitiva.
Abraham comenzó a tener y a disfrutar de Isaac de un nuevo
modo. No a la manera que hasta entonces lo había hecho sino de
una forma absolutamente nueva. Lo reconquistó al modo de Dios
más que al modo humano. Más a la medida divina que a su propia
y limitada medida humana. El sacrificio confirmó la esperanza
de una manera radicalmente nueva. Esto nos enseña que Dios muchas veces- no nos da lo que le pedimos sino para darnos
después lo que hubiéramos preferido.
La esperanza que Dios propone a Abraham está entrelazada de
contradicciones e imposibilidades humanas -la vejez del mismo
Abraham y la infertilidad de Sara por su avanzada edad- sin
embargo, en ese paradójico itinerario, se sostiene toda la
firmeza de la esperanza que Dios quiere dar. De allí que la
Biblia tiene para Abraham el elogio de la mejor esperanza: “…
Abraham, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho
padre de muchas naciones…” (Rm 4,18).
Ciertamente la esperanza de Abraham en la promesa de Dios tuvo
que combatir con las expectativas de las esperanzas humanas
que, en su caso, ya estaban anuladas. Esperó en Dios contra
toda esperanza humana Aquí está la radical paradoja: Tener que
esperar en contra de toda posibilidad humana y, no obstante,
ser testigo de que la espera se ve ampliamente colmada,
superando todo alcance. La imposibilidad humana, poniéndose en
manos de Dios, se fecunda a sí misma en la posibilidad de
una esperanza divina. Sólo se necesita la confianza del
abandono y la entrega incondicional, la humilde respuesta de
un milagroso “sí” humano.
El modo que tiene la esperanza de Abraham -se repite a lo
largo de toda la Biblia- con algunas variaciones, en otras
historias, donde el camino de Dios se abre paso en medio de
aparentes contradicciones humanas. A Dios le gustan los
imposibles humanos. Los desafía a convertirse en esperanzas.
Por ejemplo, Moisés se sabe tartamudo y Dios lo escoge para
anunciar a su Pueblo la liberación de la esclavitud en Egipto;
el profeta Samuel es concebido de la ancianidad estéril de
Ana; el Profeta Jeremías es un joven inexperto y, sin embargo,
se vuelve el portavoz de Dios que nadie quiere escuchar; el
profeta Jonás reniega del destino de proclamar la Palabra a
los paganos aunque luego va a ellos a través de un accidentado
e insospechado camino; el rey David, descartado en la elección
por ser el menor de los hermanos resulta -no obstante- el
elegido por Dios; Juan el Bautista, el último profeta mártir,
nace de padres estériles… Y así se podría continuar a lo largo
de toda la Biblia con las esperanzas tejidas del dramatismo de
imposibilidades humanas que se abren a la confianza en medio
de las aparentes contradicciones que Dios propone.
Ciertamente este camino no es fácil, ni predecible. Mucho
menos cómodo y pasivo. Tiene mucho de paradoja, la resolución
de lo casi imposible para el hombre obrando -sin
condicionamientos- en la total y absoluta posibilidad de Dios.
Lo imposible del hombre se vuelve posible para Dios. Eso es lo
que nos cuentan todas las historias de esperanza que aparecen
en la Biblia, empezando por la de Abraham. En definitiva, la
esperanza del hombre creyente tiene que ver con la
omnipotencia de Dios para el cual “nada hay de imposible”.
A partir de esta historia, te propongo que reflexionemos y
compartamos, ¿vos tenés alguna realidad, humanamente difícil,
en la que se haya manifestado Dios sosteniendo tu esperanza?
Texto 2:
La última razón de la espera en Dios es Dios mismo como
promesa de esa espera. Dios merece ser esperado por el corazón
humano. La esperanza no es sólo una virtud humana sino -para
el creyente- también es una virtud llamada “teologal” porque
su centro está en Dios.
En medio del drama del mundo y sus conflictos, el cristiano
sabe que el descanso último de su esperanza está más allá de
los restringidos confines de la historia. Creemos en Dios,
creemos en la resurrección de Jesucristo, creemos en que Él ha
de venir a juzgar a vivos y muertos, y creemos en la
resurrección de los muertos. Todo esto que confesamos cada vez
que rezamos el Credo tiene una vinculación directa con la
esperanza definitiva que profesa el cristiano.
El creyente genuino es más que optimista: Es esperanzado;
realistamente esperanzado; “dramáticamente” esperanzado. La
esperanza que nos queda -en este fragmento del tiempo que
transitamos juntos- es el de una esperanza adulta y madura,
responsable y sacrificada, comunitaria y solidaria,
participativa y servicial. Ésa es la esperanza que debemos
esperar. Cualquier otra esperanza no aporta nada para el
camino de salida que necesitamos.
Ciertamente -en los tiempos en que vivimos- la esperanza se ve
maltratada y mutilada, asechada y acosada por actitudes que la
opacan. Hay que ganar a las tentaciones contra la esperanza:
El desánimo, el desencanto, el escepticismo, el miedo, el
desconcierto, la tristeza, la angustia, la inacción y la
resignación, entre otras. Contrarrestando todo esto hay que
hacer crecer a las “hijas de la esperanza”: La paciencia; la
alegría; la paz; el discernimiento; el buen humor; la
solidaridad; la consolación y la fortaleza.
Tampoco es posible olvidar a las “hermanas” de la esperanza.
La fe y la caridad. La esperanza es como pequeña niña, que
tiene grandes e ilustres hermanas. La esperanza es un milagro
de la gracia que Dios nos concede para seguir sosteniendo en
sus manos nuestros corazones muchas veces sofocados entre las
grietas del mundo. Aún en esas roturas, se filtra algún rayo
de belleza que nos hace suspirar por aquello que no vemos. En
ese suspiro, está el Espíritu, insuflando la brisa fresca de
una esperanza joven.
La esperanza es una gracia, un don de la concesión inmerecida
que nos Dios nos hace, una dádiva divina de lo alto. Es el
fuego del Espíritu infundido en la expectativa humana. Las dos
dimensiones son necesarias, la divina y la humana: El Espíritu
de Dios y la expectativa del hombre. De allí que la esperanza
sea una virtud teologal y también una virtud humana. Es en
Jesucristo donde el don de Dios y la expectativa humana se
encuentran. Jesucristo es la esperanza de Dios en el hombre y
la esperanza del hombre en Dios. Sólo desde Él podemos
contemplar las desgarraduras del mundo y, a la vez, guardar
esperanza.
No existe en el cristianismo contradicción al contemplar un
mundo desgarrado por el pecado y, a la vez, ya redimido y
salvado. Por la Encarnación, Jesús asumió el mundo caído desde
adentro. Sólo porque Dios se abajó es que nosotros podemos
subir. Tenemos esperanza porque Dios ha estado a nuestra
altura. A la altura de un mundo postrado y caído.
El Dios Encarnado nos mostró en la Cruz su Corazón traspasado
(Cf. Jn 19,34-37) redimiendo la herida del mundo: “…Sus
heridas nos han curado…” como dice el Apóstol (1 Pe 2,25). En
esas heridas de Dios y del mundo se guardan todas las más
doloridas y fecundas esperanzas posibles.
La esperanza cristiana es para la santidad. No es una salida
risueña y superficial para los males que padecemos. Al
contrario es una actitud de fortaleza heroica para el
acompañamiento en tiempos difíciles y oscuros.
La esperanza cristiana no es sólo una cuestión individual sino
solidaria y comunitaria. Tenemos una común corresponsabilidad
en la esperanza compartida. La esperanza es un servicio que
los cristianos debemos dar al mundo que surge de un confiado
abandono a Dios. Esa “esperanza no falla, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). La esperanza que no
defrauda es fruto del amor. Sólo cuando el amor se entrega, la
esperanza es posible.
El Espíritu de Dios peregrina en la historia buscando un nuevo
amanecer en el cual, paso a paso, nos vamos aproximando -cada
vez un poquito más- a lo que Dios quiso hacer cuando creó
nuestro pequeño mundo.
Ojalá que nos sea dado la presencia de nuestra hermana
esperanza. Contemplemos a María que arropó a la Palabra de
Dios con su misma carne. En María, la gestación del Hijo de
Dios, la espera de todas las esperas, cobró dimensión física y
corporal. El Dios eterno se revistió de la carne del hombre en
los nueve meses de una mujer para ser dado a luz en la
historia. Que María acune en sus brazos las esperanzas nuevas
de los hombres y -una vez más- las ponga en la pobre cuna de
este mundo. En tanto nosotros, mientras tengamos fuerzas,
mantengamos alerta nuestra esperanza y presentemos cada día
una nueva batalla a la vida. Que así sea.
Eduardo Casas.
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