Héctor - Actividad Cultural del Banco de la República

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Héctor
Ramírez Bedoya
Matancerólogo. Dícese de la persona enamorada de
la música, especialmente de la música interpretada por la
Sonora Matancera.
Este hombre se considera un matancerológo nato.
Desde muy joven, cuando apenas cursaba el bachillerato, se
enamoró de la Sonora Matancera, el más famoso conjunto
de música cubana, nacido en los años veinte en la ciudad de
Matanzas, conocida también como la Atenas de Cuba.
Más de ochenta años de historia y creación musical de
la Sonora están en la cabeza de Héctor Ramírez Bedoya,
presidente del Club Sonora Matancera de Antioquia, hoy por
hoy, el único que ha sobrevivido en el mundo a las múltiples
tendencias musicales y que continúa reuniéndose una vez
por mes, el último sábado, y una vez por año, durante la
Feria de las Flores, con sus correligionarios internacionales.
“Para mí, la Sonora ha sido causante de enormes alegrías,
y desde hace muchos años, no puedo pasar más de un día
sin escucharla. Yo llego a mi casa, me alimento y de ahí me
voy a escuchar música, a escribir o a leer. Todos en el fondo
tenemos un vínculo con la música, yo vivo y vibro por la
Sonora”, dice.
Su pasión e investigación matancera no solamente
lo convirtieron en coleccionista de música, sino que lo
han llevado a hacer un ejercicio juicioso de escritura: ha
publicado cinco libros, el último de ellos sobre Bienvenido,
El Bigote que Canta, su ídolo y preferido; por él se ha dejado
el bigote. Desde hace doce años, asiste activamente al Taller
de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, donde le han
publicado dos de sus relatos y lo han apoyado y orientado en
literatura para embellecer sus textos matanceros.
Héctor recuerda aquella tarde en que, cuando caminando
por el centro de Medellín, escuchó en las lejanías las tonadas
del bolero En la orilla del mar, interpretada por el más célebre
cantante de la Sonora, Bienvenido Granda; aunque en ese
momento no tenía la menor idea de quién interpretaba esa
hermosa canción: “Luna, ruégale que vuelva / y dile que la
quiero / que solo la espero / en la orilla del mar”.
Desde ese día, Héctor ha conjugado su pasión
matancera con las actividades de su vida. Se graduó como
médico cirujano en la Universidad de Antioquia, e hizo una
especialización en Anestesiología y Cuidados Intensivos en
la Universidad Pontificia Bolivariana, profesión que le ha
dado el sustento y que continuará ejerciendo, por lo menos
hasta que cumpla setenta. Dice, orgulloso su oficio: “soy feliz
durmiendo gente, yo los jonjoleo mucho antes de dormirlos
y les converso, porque el acto anestésico es terrorífico y me
gusta hacerles la experiencia más agradable”.
Héctor es un hombre lleno de historias; no es gratuito
que sea llamado el Cronista de la Sonora, por relatar miles
de aventuras con los artistas, conciertos, viajes nacionales e
internacionales. Tuvo la oportunidad de conocer a muchas de
sus estrellas, entre ellas a dos de sus favoritas: Alberto Beltrán,
el Negrito del Batey, y el argentino Leo Marini. A Bienvenido,
lastimosamente, no lo logró conocer.
La Sonora, el bolero y el tango son la pirámide musical de
Héctor. La anestesiología, su pasión, pues siempre quiso ser
médico. Su ímpetu desde hace varios años es la escritura; y su
motor y complemento, la familia. “Para uno lograr la felicidad,
necesita un complemento especial que es la familia; yo tengo
a mi esposa, Piedad, y tres hijos, dos mujeres y un hombre”,
todos ellos enamorados también de la Sonora, en especial
su hijo Alejandro, de quien expresa: “Me quedo tranquilo,
porque sé que mi colección de música se va a perpetuar
con mi hijo. Como dice Borges: ‘Las cosas mueren, cuando la
última persona que tiene recuerdos de ellas, muere’”.
Perfil: Vera Constanza Agudelo Estrada / Fotografía: Vera Constanza Agudelo Estrada
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Antonio
Acevedo Linares
El poeta, ensayista y sociólogo santandereano, Antonio
Acevedo Linares, nació en El Centro, Barrancabermeja,
28 de julio de 1957. Realizó estudios de Sociología en la
Universidad Cooperativa de Colombia y de especialización
en Filosofía Política Contemporánea en el Instituto
de Filosofía de la Universidad de Antioquia, así como
egresó de la maestría en Filosofía Latinoamericana, con
especialización en Educación en Filosofía Colombiana, de
la Universidad Santo Tomás.
Ha ejercido la cátedra universitaria en varias
universidades de Bucaramanga, como la Universidad
Industrial de Santander, la Universidad Santo Tomás, la
Universidad Cooperativa de Colombia, la Universidad
Manuela Beltrán y la Universidad de Santander, en las áreas
de sociología, lenguaje y sociedad, filosofía y sociedad,
literatura contemporánea, filosofía contemporánea,
literatura colombiana y literatura contemporánea. En
su experiencia profesional, ha trabajado en la Alcaldía
de Bucaramanga, en la Secretaría de Desarrollo Social,
y en experiencias de construcción participativa en el
Observatorio de Derechos Humanos de Santander y en el
programa de minorías étnicas.
Sin embargo, su campo de mayores satisfacciones es
la literatura. Entre sus libros de poesía pueden contarse:
Por esta manera de querernos tanto, La lluvia sobre el tejado,
Bitácora, Arthur Rimbaud y otros poemas, Saudade, Atlántica,
Los girasoles de Van Gogh, Poemas de invierno, Los días de
octubre, En el país de las mariposas, Los días que a diario son
la muerte, En la guerra como en el amor, y Amor a Sophia.
Así mismo, la obra de Antonio Acevedo Linares ha sido
recogida en numerosas antologías nacionales y regionales.
Para él, “la poesía es la exploración de la palabra como
el amor es la exploración del cuerpo. La hermosura de
escribir sólo es comparable con el amor. La escritura
de la poesía ha sido en estos años un oficio que me ha
hecho sentir que cuando no escribo, siento que pierdo el
tiempo, pero cuando escribo, recobro el tiempo perdido.
La poesía nos recobra y redime. Su ejercicio es redimir las
cosas cotidianas que pasan inadvertidas y soñar un país. Su
esencia es la comunicación, porque creemos que la poesía
es fundamentalmente comunicación. La comunicación
del asombro y la dulzura de las cosas. Son treinta años ya
dedicados a la escritura poética, un oficio que ha sido mi
mejor coartada, y muchas cosas me han sido cómplices y
me han deslumbrado a tal punto, que todavía se persiste
en este oficio como un heroísmo en estos tiempos difíciles
para la poesía”.
En ese oficio de escribir y comunicar, Antonio ha
participado en congresos y eventos con ponencias como
El amor en la poesía, en la VIII Feria Internacional del Libro;
y La ciudad como imaginación, en la Casa de la Universidad
Autónoma de Bucaramanga, entre muchas otras.
Después del 2006, afirma el poeta, no volvió a participar
en concursos literarios, pues, aduce, la poesía no es una
competencia de caballos sino una pasión solitaria en
busca de una voz propia. Así, ha escrito en el prólogo de
uno de sus libros, una reflexión sobre su propia poesía en
donde afirma que “la poesía es un oficio que se me ha ido
imponiendo con los años y siempre he estado abierto a
sus sonidos y furias. No la he acechado premeditadamente
sino que me ha llegado de la manera más natural y así la he
escrito. He escrito poesía con los elementos más cotidianos
y autobiográficos que he tenido a la mano, lecturas y
viajes han sido las fuentes principales para escribirla, poco
he dejado a la imaginación, aunque sé que es su fuente
originaria, pero he recurrido más a la experiencia vivida
y leída que son los materiales de la que está hecha esta
poesía”.
En la actualidad, el poeta Acevedo Linares continúa
escribiendo y preparando sus próximas publicaciones.
De igual manera, permanece ejerciendo la cátedra de
lectoescritura y habilidades comunicativas, en las Unidades
Tecnológicas de Santander, UTS, en Bucaramanga.
Perfil: Ramiro Lagos Castro / Fotografía: Archivo personal
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Hernán Darío
Jiménez Betancur
Sentado entre griegos, romanos, tigres e indígenas de
madera, un abogado redacta con pasión las demandas que
presentará a los juzgados. Allí, donde las paredes son de
libros y música, atiende a sus clientes que se concentran
primero en el entorno y luego en la razón por la que han
ido. Allí también, en la oficina de Hernán, se organiza el
Festival de Poesía Ánfora Mágica del municipio de Caucasia.
Hernán Darío Jimenez Betancur es abogado egresado
de la Universidad de Antioquia, en 1989. Nació en Medellín,
pero se considera caucasiano. Llegó al pueblo a trabajar
por corto tiempo, pero tuvo la osadía de bañarse en el río
Cauca y decidió quedarse. Estos veintidós años que lleva
en Caucasia se tradujeron con el tiempo en familia, amigos,
trabajo y poesía. Y es allí, en la palabra, donde encontró
sus mayores aliados para conformar lo que hoy se llama
Corporación Ánfora Mágica, una organización que le
apuesta a la cultura del Bajo Cauca antioqueño y que realiza
desde hace seis años el festival de poesía.
Desde joven, cuando estudiaba en el Liceo Antioqueño,
Hernán se apasionó por las letras que son leyes, pero
también por las letras que son literatura. Así ha pasado
su vida, como un péndulo oscilando entre sus pasiones,
sacando de cada una de ellas lo mejor y lo peor.
Empezó a litigar en 1990 y, cuando menos pensó, lo
buscaban tanto empresas como personas para que les
prestara sus servicios como profesional; le tenían confianza,
su espíritu apasionado lo hacía visible y su empeño le dio
un prestigio que hoy se mantiene vigente.
Al ver caer las coloridas tardes caucasianas, desde algún
parque u oficina, Hernán y otros amigos se embriagaban
de música y literatura, y en una de esas rascas intelectuales
nació la Corporación Ánfora Mágica. Existía desde antes
en las mentes y corazones de este grupo de bohemios,
quienes tenían muy claro el aporte que querían hacer a
la cultura del municipio y al artista caucasiano que suele
refugiarse tras la pobreza y la falta de apoyo.
Todos los integrantes de la Corporación se debaten
entre su oficio y el ejercicio altruista de promocionar la
cultura local. En sus reuniones, en la oficina de Hernán,
definen la logística del festival, gestionan la financiación,
escogen la carátula de las memorias impresas, crean el
eslogan, escogen a los poetas y, entre todo, disfrutan
este ritual que hasta ahora se ha materializado en cinco
ediciones. Curiosamente, Hernán no escribe literatura. Tras
bambalinas disfruta el éxtasis de la poesía, específicamente
la declamada en el festival. Lee bonito, como dice él, y sólo
escribió el prólogo del libro Canciones para la guerra, de su
compañero de travesía cultural, Enrique Aldave.
Este personaje duerme poco, pero sueña mucho. Desde
las tres de la mañana está leyendo y pensando en todas
las personas que le pueden aportar a este proyecto. Cada
año, caminando acelerado, visita empresas, instituciones,
amigos, desconocidos, para lograr llevar a cabo el festival
de poesía.
Gracias a su gestión, reciben aportes en dinero o en
especie, y con ello pueden costear algunos insumos del
evento. En alguna ocasión, Hernán insistió en darle dinero
a una amiga por diseñar el libro de las memorias; ella no
quiso recibirlo, pero ante la insistencia, aceptó, no sin antes
decirle “me siento como cobrando un abrazo”.
Así pues, el abogado, amante de la literatura, organizador
del Festival Ánfora Mágica, recitador y soñador, está dejando
una huella memorable en la tierra que no es de él aunque
la siente suya, que la vive, que la lee, que la escucha, como
una poesía dulce declamada.
Perfil: Andrés Felipe Motta Jaramillo / Fotografía: Archivo personal
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Débora
Arango Pérez
“Fui pintando lo que fui viendo” es una de las frases
con las que Débora Arango, usando eufemismos, escupía
en público la mordaza fastidiosa con la que la hostigaba la
moral católica en Medellín aficionada a los gobelinos con
rostros de mártires y a santos manitiesos tiznados por velas
de cebo. Esa moral confesional escribía desconcertada en El
Diario o en El Colombiano.
Ella conocía el doblez de la moral local y para desafiar
sus oquedades decía cosas como: “Contra toda mi voluntad
resultó ser el rostro de una pecadora”, refiriéndose a un
cuadro suyo en el que intentaba dibujar la mujer “mística”.
Esa moral fue la que le dio color intenso, forma pagana,
profundidad y realismo a eso que ella pintó y contempló
como vivo.
Débora fue instruida por las monjas del colegio María
Auxiliadora, donde una de las religiosas la animó a que le
hiciera caso a su talento, “que al fin y al cabo le había dado
Dios”. El arte en la Medellín de principios del siglo XX era
una expresión más de fe. La ciudad tenía poco más de
doscientos mil habitantes y Eladio Vélez era uno de los
dos maestros con los que se podía estudiar el asunto. Este
le enseñó la técnica del retrato, pronto lo sintió como un
ejercicio estático y algo la impulsaba a romper los rígidos
moldes de la quietud.
Luego la sedujo la fuerza revolucionaria que Pedro Nel
Gómez representaba en la ciudad. Él, además de dominar la
complejidad del fresco, empezó a bosquejar entre colores
y dolores los cuerpos desnudos y curtidos de hombres y
mujeres barequeando, tejiendo o herrando. Con Débora
y un puñado de señoritas, Pedro Nel salía con caballetes
y pinceles a la calle a agarrar pueblo. Ella, sin embargo, no
tenía ningún sentimiento de raza. La luz que vio sobre su
mundo caía intensa, le lastimaba la piel e imponía contrastes
fuertes. En los años treinta, los estudiantes de Pedro Nel
hicieron fama de revolucionarios y los estudiantes de Eladio
de reaccionarios.
Los desnudos de Débora no alagaban, por el contrario,
le endosaron una “moral corrupta”. Para la exposición de
1939, exhibió su popular “amiga” y junto con ella otras
mujeres de pubis peludo, senos caídos y panzas escurridas
que, a veces, se contorsionaban plácidas. “El arte no tiene
que ver con la moral”, “Sin práctica en desnudos ningún
artista que aspire a algo puede sentirse satisfecho”, argüía
cuando su antiguo maestro Eladio Vélez se tranzó a insultos
con los otros jurados y vaticinó que al entregarle el único
premio de la exposición a la señorita Arango “no podrían
defenderse —en el futuro— de la lluvia de desnudos y de
acuarelas que reclamarán premio”. “Si Pedro Nel era origen,
Débora Arango estaba cerca del mito de la redención”, decía
su biógrafo Santiago Londoño.
Al garete del expresionismo salió a la calle, recreó la fauna
sombría que latía en la Medellín obrera. Amaneceres en
cantinas, prostitutas acosadas por el deseo obrero, mujeres
peleándose en la calle, rostros deformados y muecas de
horror. Ahora la expresión pagana también era crítica social.
Redactó y firmó el Manifiesto de los artistas independientes
que, rebelde, se anexaba al Americanismo que convocó
Diego Rivera en México.
Después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la
posterior época de la violencia, Débora se concentró en no
dejar impunes sus artífices y reprodujo las orgías del poder.
Laureano Gómez es un sapo arengando sobre calaveras y el
pabellón nacional tiene las vísceras expuestas al apetito de
los gallinazos. Franco, el dictador español, también la obligó
a bajar sus cuadros en una sala de España.
Agotada de la faena pública, de la censura rampante,
decidió no salir más durante tres décadas. Su obra se replegó
en su casa en Envigado. El olvido y el abstraccionismo que
se impuso como moda amordazaron su algarabía. Luego
resucitaría entre el silencio para poder morir.
Perfil: Santiago Botero Cadavid / Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano
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Rodrigo
Arenas Betancur
Me inquietan algunas esculturas de Rodrigo Arenas
Betancur pues expresan su existencia: los cristos, que
según él “son prometeos tras una efigie cristiana” y caen
como arqueros de fútbol vencidos, sugiriendo que no hay
redención distinta a la de la muerte. Otro tipo es el de El
Hombre creador de energía, esa flor de cemento con dos
desnudos enredados en la punta, que el artista plantó en el
ombligo de ciudad universitaria para que hiciera escándalo
día y noche envuelta en chorros de agua. Esa contiene una
sensación que acompañó al artista la vida entera: la mezcla
entre el amor, el destierro, el hambre y el heroísmo de quien
los vence.
De niño, en el Uvital, corregimiento de Fredonia, frente al
Cerro Bravo, sufrió el acoso del hambre y la transigencia del
Cristo. Primogénito de una familia numerosa amontonada
en una casa estrecha sobre tierra infértil. En los años 20, cielo
y tierra ya estaban repartidos entre muy pocos, y para la
gente como Rodrigo Arenas solo estaba servida una “miseria
espantosa”. Lidiaba con ello mendigando o recogiendo café,
hasta que el hambre lo llevaba a robar en los mercados.
Jovencito, cayó a la cárcel “por raponero”. Sus hermanos
enfermaban con frecuencia y uno de ellos murió de inanición
entre sus brazos.
Al lado del hambre, Cristo. La primera vez que lo vio fue
en las ilustraciones de Doré en la biblia de la casa. Su familia
entera pidió limosna para enviarlo al seminario de Yarumal.
Una vez allí, entre santos y rejo entendió que la sensación
de Dios creador estaba en sus manos y no en las rodillas.
Sin tierra ni dios, siguió el sino del hambriento antioqueño:
el de “la heroica fuerza migratoria”. Gabriel García Márquez
escribió que cuando Rodrigo Arenas llegó a Medellín “parecía
sacado a lazo de Fredonia”. Comenzó su destierro y con él un
desasosiego que lo acompañó hasta su muerte.
El primer maestro fue su padre, quien tallaba crucifijos y
murió apretando uno que el cura párroco no quiso bendecir.
El segundo, Ramón Elías, un pariente faquir y espiritista que,
errante, viajó a Europa y colaboró con el arquitecto Gaudí en
la iglesia de la Sagrada Familia. En Medellín ingresó a Bellas
Artes y “cayó en manos de Pedro Nel Gómez”, quien le develó,
sin querer, que Antioquia era un“pueblo onanista y reprimido”.
Algunos escritores conservadores de El Colombiano, entre
los que estaba el futuro presidente Belisario Betancour lo
enviaron a México cediéndole el dinero de algunos artículos
firmados como PRAB (Para Rodrigo Arenas Betancur).
Para entonces, el arte era una pasión mórbida. Aunque
lo recibieron en la embajada colombiana, por su escasez y
su orfandad terminó pernoctando junto al joven escritor
colombiano Manuel Zapata Olivella en un catre de un
consultorio médico. Buscó el arte a cada oportunidad y probó
varias formas de esclavitud trabajando para artistas locales;
durmió en bancas de parque y comía en los mercados, como
lo hizo en Fredonia. Conoció a los mayas en las Ruinas de Itzá
y vio a las mujeres amasar maíz; descubrió “el misterio del
sacrificio humano” entre los indígenas.
En México vino a probar la dignidad humana. Chaparro y
garetas, caminó beodo entre talleres y mujeres, lloró el amor
suicida de Elvia Calderón que se casó con él para dejarlo al
día siguiente, y escapó a las purgaciones y las puñaladas de
una “puta enamorada” llamada Esperanza Olivares. Escribió
discursos para un candidato a la presidencia y relató su
asombro de extranjero en las Crónicas de Yucatán. Una
tarde logró vender una escultura en la “exposición colectiva
del bosque de Chapultepec y tres meses después conoció a
Diego Rivera y todo lo que vale la pena del arte mexicano”,
contó García Márquez.
“Si no existe la belleza, sí la pasión por darle vida”, afirmaba
Rodrigo cuando el buril de su “sentimiento heroico” hizo carne
el arte que llevaba adentro, y puede decirse que se diseminó
con fuerza napoleónica por Latinoamérica.
Perfil: Santiago Botero Cadavid / Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano
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Marco Aurelio
Toro Durán
Te propongo un viaje. Una búsqueda. Un recorrido por la
historia de la humanidad, un encuentro con las comunidades
y su quehacer musical. Visitaremos la América colonial
y nos detendremos en su música barroca. Llegaremos
hasta Inglaterra y pasearemos por los siglos XIII, XIV y XV,
investigando y conociendo sobre las músicas tempranas,
o early music, como dirían allá. Bajaremos a España y nos
detendremos en la corte de Alfonso el Sabio. Mezclándonos
entre juglares, moros y judíos, descubriremos, en sus escritos
y melodías, los diferentes procesos de inventiva y desarrollo
cultural de la musicología española.
No será necesario llevar mucho equipaje. Quizá una libreta
de apuntes, que nos servirá, entre otras cosas, para transcribir
partituras; un buen libro, Nietzsche, Hesse o Musil, y eso sí, una
vela y algo con que hacer fuego. Porque el fuego nos tiene
que acompañar. No solo nos brindará tranquilidad, también
nos proporcionará paz interior. Lo demás lo encontraremos
en el camino, unos cuantos instrumentos antiguos en Chile,
la punta de una lanza indígena en Centroamérica o un
tambor marroquí en las playas de Vizcaya.
A Colombia volveremos después. Recorreremos el país
fundando escuelas de música, primero en Antioquia, por
medio del Plan de Desarrollo Musical (1992), y luego en
Bogotá mediante el Programa Socio-Cultural de Naciones
Unidas (2006). Interpretaremos el violonchelo, diferentes
instrumentos de cuerda y de viento, y con una pluma,
que encontraremos en el campo, tocaremos el salterio. No
debemos quitársela a ningún animal; es más, ni siquiera,
en este viaje, debemos comer carne de animal alguno. El
bienestar interior es importante cuando se hace música, y
consumir alimentos contaminantes para nuestro espíritu
genera otro tipo de expresividades, completamente ajenas
al sentir y a la armonía musical.
En Medellín enseñaremos solfeo, teoría musical, flauta
dulce, práctica coral, apreciación musical y, por supuesto,
música antigua. También allí sembraremos las bases para
la red de Escuelas y Bandas Musicales (1998) como una
estrategia para contribuir al desarrollo intelectual, social y
humanístico de miles de jóvenes en situación de riesgo.
Porque la música es una vocación que sirve no solo para
vivir, sino para sobrevivir en estos tiempos tan tormentosos
y violentos.
Te propongo un viaje. Una exploración. Una búsqueda
que traspase las barreras geográficas y nos conduzca al
interior del ser humano. Que nos permita conocer los
procesos sonoros que la música desencadena en nuestro
interior y cuáles serían nuestras reacciones a dichos estímulos
sensoriales. Relájate, el fuego nos acompaña. Cierra los ojos
y abre tu espíritu. Trata de escuchar una melodía. ¿Te suena
muy triste? Pues píntala de rojo y mira, y oye, y siente cómo se
transforma y te transforma, cómo cambia tu estado de ánimo
y todo a tu alrededor.
Es que la música es algo que toda persona, sin importar
el momento de la vida en que se encuentre, debería
realizar. No interesa si uno piensa dedicarse a ella o no; da
lo mismo el género que interprete; da igual si cantas, tocas
un instrumento, compones o diriges, lo que verdaderamente
importa es que lo que hagas lo hagas bien y que te fluya
desde adentro, que despierte tus sentidos, tus chacras y te
eleve emocionalmente.
Movámonos, indaguemos, caminemos, sembremos,
que la vida es eso, un redescubrimiento de lo que fuiste y la
retoma de los proyectos que dejaste sin concluir. Porque las
casualidades no existen y a este mundo no llegamos por azar;
porque el estar acá tiene un sentido, porque con cada día que
pasa estamos construyendo una etapa más en este viaje que
te propongo, en esta búsqueda sensorial, en este recorrido al
que solemos llamar… existencia.
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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Rodolfo
Pérez González
Uno nace músico, como nace garetas o como nace bizco, es
algo innato, completamente natural.
Hasta el cura de Buenos Aires trató de impedir que se
dedicara a la música. “Que se meta a Coltejer a trabajar
de obrero”, decía, porque vivir bien como músico, en ese
entonces, era algo muy complicado. Incluso muy pocas
personas podían permitirse estudiar música. ¿Quiénes
lo hacían? Unas niñas muy distinguidas que los papás
querían que tocaran piano. “Eso cambió cuando se fundó
el Conservatorio de la Universidad de Antioquia, en 1961,
que estaba encaminado a gente del pueblo y del cual yo
fui el primer director”, sostiene el maestro Rodolfo Pérez
González.
Su familia tampoco estaba de acuerdo con aquella
vocación. Hasta su papá, que era músico, y que conocía
muy bien los pormenores de dicha profesión, quería que
su hijo los evitara. Pero la decisión estaba tomada. Aunque
sabía que podía optar por una carrera más lucrativa, Rodolfo
tenía la convicción de haber nacido para la música y sabía
que tenía que obedecer ese mandato de la naturaleza.
La polifonía fue su especialidad. En 1951 fundó en
Medellín la Coral Victoria, con la cual dirigiría una de las dos
óperas en las que participó como director: Orfeo y Eurídice,
del compositor alemán Christoph Willibald Ritter. Más
adelante, y por invitación del gobierno español, investigó
sobre la polifonía del renacimiento en el país ibérico,
transcribiendo del latín todo el material que recopilaba, para
que los músicos contemporáneos pudieran comprenderlo.
Mientras trabajaba en Madrid, estudiaba la posibilidad
de fundar un coro de latinoamericanos, cuando un amigo
suyo le contó que en Coltejer había una vacante, no de
obrero, sino de director coral. Sin pensarlo dos veces
regresó, y en Itagüí, en 1964, fundó la Capilla Polifónica de
Coltejer, un irregular coro de obreros que dirigió por quince
años. Con este grupo montó su segunda ópera: Elixir de
Amor del italiano Gaetano Donizetti.
Pero su interés por la música no se limitaba a la
dirección coral o a la interpretación de algún instrumento
(viola, piano y violín). La docencia era otro de sus intereses.
“Es lógico que cuando a uno le gusta algo, pretenda que a
otros también les encarrete. La docencia es un veneno que
tiene uno entre los huesos, es el prurito de darles a otros
eso que a uno le parece satisfactorio”.
Convencido de que los conocimientos se adquieren
para compartirlos, ha escrito varios libros, entre los que
se encuentran: Mozart, vida y obra y La obra de Beethoven,
y ha tenido diferentes programas radiales sobre música.
Todos los de la U. de A. se borraron, en cambio los de la
UPB, Efemérides y Hablemos de Música, aún se transmiten.
“Yo me encuentro con choferes de la flota de Laureles que
escuchan con religiosidad los programitas. ¿Cuándo un
señor que maneja un taxi puede alimentar su interés por la
música o el arte? Ahí está lo importante de la radio: es una
proyección del aula.”
Cuando el Liceo Antioqueño, “la manga”, como lo
llamaban en ese entonces, quedaba al frente la Placita
de Flórez, por allá en la década del cincuenta, Rodolfo
Pérez comenzó su relación docente con la Universidad de
Antioquia. Más adelante también ejercería como profesor
de la recién fundada Facultad de Artes.
Con 82 años, el maestro continúa dedicado a la música.
A su casa acuden personas para hablar y aprender sobre
ella. Ahora escribe acerca de Antonie Birkenstock, la amada
inmortal de Beethoven. “Yo me jubilé, pero no cambié de
vida. Uno es lo que es, y cuando se nace para enseñar, se
tiene que morir enseñando. Sería yo muy desgraciado si
no consigo a alguno por ahí para darle clases o explicarle
cualquier cosita.”
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: Sergio González Álvarez
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Fernando
Botero Angulo
Los archivos del Liceo Antioqueño de la Universidad
de Antioquia dicen que Fernando Botero terminó allí sus
estudios secundarios en 1950 después de haber llegado
del Colegio San José de Marinilla. En 1994 recibió el título
Honoris Causa en Artes Plásticas. Como artista, se expresa
en el lienzo y la escultura. Dibujante, muralista e ilustrador
(de textos de Gonzalo Arango y Gabriel García Márquez) es
reconocido por sus personajes sensuales y voluminosos en
pinturas y esculturas monumentales.
La Medellín de sus inicios carecía de museos de arte
y academias reconocidas, apenas superaba los cien mil
habitantes, y esto como resultado de las migraciones internas
que se produjeron con la expectativa de la industrialización
a partir de 1910.
De la valoración de su obra existe amplia bibliografía. La
crítica argentina Marta Traba nos explicó, a los colombianos,
el valor de las búsquedas de Botero en un entorno pacato
al que se le dificultaba entender cualquier obra que fuera
más allá del romanticismo primario imperante en un lugar
de comerciantes y mineros. Traba comentó así la exposición
de Botero en el Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1964:
“El mayor problema que plantea la muestra de Botero es el
de la fealdad; es difícil de aceptar porque se refiere a una
apariencia; está maltratando únicamente la superficie, el
volumen o la dimensión normal de las cosas. No es una
fealdad moral, de adentro, de contenidos, que traduciendo
la esencia dramática del hombre llega a producir monstruos.
Nada de eso: la fealdad de las figuras de Botero es lo que
está, ni más hondo ni más lejos de lo que está. Se presenta
como una invención enorme y mítica de formas nuevas, tan
distintas a las reales que no aceptan con ellas comparación
alguna”.
La estética de Botero, contemporánea monumental y
voluminosa, es una construcción surgida de su acercamiento
y apreciación del Renacimiento y el Quattrocento y de su
aproximación a los maestros de la historia del arte. En París
conoció a los expresionistas. En Madrid e Italia asistió a las
academias San Fernando y San Marcos. Estudió a Velásquez,
a Goya, a Tiziano, a Tintoretto, a Rubens y a Piero della
Francesca. En México aprendió de la obra de Rufino Tamayo,
José Luis Cuevas, y de sus grandes muralistas.
Encontró su expresión y construyó un universo
estético que identifica sus lienzos y esculturas. Marta Traba
reconoció otros rasgos: “En el artista convive también el
poco ceremonioso cuentero antioqueño, lleno de sentido
del humor... En sus cuadros es fascinante leer un sinnúmero
de historias en las que, como en los cuentos, la culebra, la
mosca o la manzana están ahí porque se necesitaban para
completar la composición”. Su obra incorpora temas como
la tortura en Iraq, la violencia, el narcotráfico; aparecen
animales como el toro, el olor y el color locales. Su obra es
punto de encuentro, se convirtió en un referente de ciudad,
en un vínculo táctil presente en las plazas públicas, centros
culturales y vehículos de transporte público, sin que eso
implique que todos comprendan el sentido simbólico
de su obra. Esa identidad ciudad-artista se amplía en los
colombianos, que la asumen como propia al verla en las vías
principales de Madrid, París, Lisboa o Nueva York.
Fernando Botero compartió con Gonzalo Arango en el
liceo Antioqueño e hizo parte del círculo de intelectuales y
artistas cercanos al maestro Fernando González. Asimismo,
se relacionó con la generación alrededor de la revista Mito,
de la que hacían parte intelectuales del siglo pasado como
Camilo Torres Restrepo, Eduardo Ramírez Villamizar, Gabriel
García Márquez, Rogelio Salmona y Jorge Gaitán Durán.
Botero es lo que es, por su talento y disciplina creadora. El
entorno de ciudad que le tocó, poco puede ufanarse de esos
logros. Quizás acá sus paisanos convivimos con su obra sin
la suficiente objetividad y las herramientas necesarias para
apreciarla. Quizás por eso nos queda más difícil valorar, más
allá del adjetivo gratuito, el potencial universal de su obra.
Perfil: Álvaro Cadavid Marulanda / Fotografía: David Estrada L. Cortesía Museo de Antioquia
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