LA VANGUARDIA BARCELONA - 1 jemes, 27 de diciembre de 1974 ESPAÑOLA «ADORES: DON CARLOS Y DON BARTOLOMÉ GODO Redacción y Admón.: PE LAYO, 28 «TELEX» 54.530 y 54.781 Teléfono 329-54-54 (20 líneas) Precio de este ejemplar: 10 pTS. Ano XC - Número 33.763 S. NI. Don Alfonso XII (Oleo de José M." Galvón [fragmento]. Palacio del Consejo Nacional. Madrid) Foto: FISA LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 RESTAURACIÓN CE cumpl en ahora cien años de la ResPor antonomasia se enande en nuestra historia contemporánea, R se trata de una vuelta de la Monartíi como forma de Estado que tuvo lupr a través del golpe militar de Sagundel día 29 de diciembre, pratagonizat por el general Arsenio Martínez Cam». Al pronunciamiento se fueron sumanmayorla de 'as guarniciones, incíuin la de Madrid y el propio Ejército del (Me que luchaba contra la rebelión car¡U y cuyo mando asumía el Jefe del Esado. Mariscal Serrano, que no ofreció resistencia. Aunque originado el pemonárquico, que iniciara don AlfonI, con una sublevación militar que filo ílraste con el ambiguo sistema que ia)i sucedido a la República, a las pocas tm, el mando político de la entera «ración se hallaba en manos civiles y w íl talento organizador de don Antonio del Castillo el que llevó a cabo rmtaje institucional completo, hasta de que la Restauración se ¡dentixj con su persona y con su obra de esaiista y de política. Que el jefe del pitido aifonsino tuviera o no, conocimierrí previo, de! golpe de Sagunto y que lo itera de «locura» innecesaria, es codiscuten todavía los historiadores, Mudase muchos a pensar que hubiera el sagaz malagueño la vía del lio o la del consenso popular para la Monarquía no llegase tarada por vicio de origen. No creo que el tes sea demasiado importante para hacer juicio valorativo de la RestauraPienso que el golpe de Sagunto lo dar otro cualquiera de los mjchos ¡«erales en activo que simpatizaban con jelta de la Monarquía, como Jovellar, de Rivera o Zavala. Concretamente, general don Manuel Gutiérrez de la jincha, Marqués del Duero, acaso el de prestigio profesional en aquellos m, estaba al parecer entendido con Cara y hay indicios para suponer que al Cantado el sitio de Bilbao, el dos de de 1874, pudo haber sido él, quien ¡era al traste con el Régimen del general Serrano, mientras que otros opinan que iíictia esperaba a tomar Estella para dar de gracia al carlismo y proclamar i al principe Alfonso. Pero el destino mí brutalmente aquellas ambiciones, al w muerto, el gran caudillo liberal, en la tetilla de Abárzu2a ganada finalmente por I» volúntanos de Carlos V I I . Por ello, repito, el detonador militar de i Iteración no fue lo interesante, sino contenido de aquélla. Lo que significó .i» obra de gobierno, como reparación tas grandes averías causadas en la nave Estado, en los últimos años isabeliIK, durante la revolución de septiembre, 3 través de la República y en virtud de is guerras carlistas. w taiifüri Cánovas era un diputado solitario en las ¡ote que trajeron ¡a Monarquía de Amamás tarde la República. Casi no era i» wí observador, prestigiado y escéptiasistía, sin minoría propia, al dra« político de España, desencadenado a unir de la caída de Isabel I I . La Reina no simpatizó nunca con Cánovas, ni d u rante su reinado, ni en el exilio parisiense, ni al confiarle la responsabilidad de la causa de don Alfonso de Borbón. Aquel hombre feo, ceceante, altivo y seguro de si mismo, que jamás fue cortesano; que detestaba las intrigas de palacio; que no se mordía la fengua en criticar y enjuiciar los regios disparates; que defendía la autoridad del Estado pero se declaraba incompatible con el ultraconservatismo; que era moderado, pero partidario del sufragio democrático; que defendía los principios liberal-conservadores de la burguesía pero trataba de hacer un sitio al cauce legal de las aspiraciones laborales; que respetaba al Ejército y lo deseaba fuerte y modernizado pero enteramente apartado de las ingerencias personales de los «espadones» y los «generales bonitos» en las avenidas del poder; no lo acabó nunca de digerir doña Isabel I I , ni como ministro de sus gobiernos, ni como mentor político de su hijo. En el exilio, f j e don Alfonso, primero, estudiante en Viena, pero después, por consejo de Cánovas, ingresó como alumno de la Academia Militar Británica de Sandhurst, en donde en opinión del futuro artífice restaurador, el ambiente era constitucional —-como el de Gran Bretaña— y liberal, en contraposición con el rigído y severo autoritarismo de los colegios de ia Viena de Francisco José. Allí, en Sandhurst, redactó y dio a conocer el. principe Alfonso su primer documento público el día 1 de diciembre de 1874, un mes antes de producirse el golpe de Sagunto. Era en rigor un sintético programa ideológico debido a ¡a pluma de Cánovas. La Monarquía constitucional que propugnaba era democrática, con libertades civiles e inspirada en un sentido predominante de justicia. Son conocidas las palabras finales que sirvieron de lema a su reinado: «ni dejaré de ser buen español; ni como todos mis antepasados buen católico; ni, como hombre de mí siglo, verdaderamente liberal». Ahí estaba la esencia, el meollo de la ¡dea restauradora. ¿Cuál era en el fondo la opinión de Cánovas sobre ¡a institución monárquica restaurada? ¿Qué quiso lograr y qué quiso evitar con ella? ¿Hasta dónde creía Cánovas que su sistema, el creado por él, tendría vigencia y solidez suficientes para prolongar la forma monárquica de Estado en la perspectiva del tiempo? Cánovas era un monstruo de saber humano, de erudición, de lecturas variadísimas y bien elegidas, de capacidad de t r a bajo, y aparte de otras cosas, un conocedor profundo, apasionado, tenaz de ¡a historia de España, del pasado de nuestro pueblo, de los secretos de nuestro ser. Yo he encontrado alguna vez en a l guno de los estudios suyos sobre episodios determinados, tal suma y acopio de elementos para enjuiciarlos, que el fervor tfel investigador de ayer contagia y emociona al lector de hoy. Cuando visité, hace algunos años, el campo de batalla de Rocroi, peregrinaje que a cualquier es- pañol de mediana cultura impresiona, llevaba conmigo el librito de "ánovas, que muchos años antes había recorrido minuciosamente el lugar donde las últimas p i cas ds Flandes quedaron en pie, aunque los que las llevaban ya hubiesen muerto, inmolados ante el asombrado enemigo. Digo esto para explicar que don Antonio Cánovas era, a mi parecer, un españal apasionado en su patriotismo y un español escéptico y desengañado en cuanto a ciertas cualidades morales y raciales de los españoles, que son poco favorables a la convivencia democrática entre ellos. Cánovas tenía ante sí una España estremecida desde comienzos de siglo, por una serie interminable de convulsiones: guerra de la Independencia: 1808-1814. Un millón de victimas. Un inmenso regjero de destrucciones. Una dinastía fuertemente quebrantada, después de lo ocurrido en Bayona y en Valencay 1820-23. Pérdida casi total del Imeprio americano. 1833-40. Guerra c i v i l ' d e los siete años. Cientos de miles de víctimas y de horribles estragos. 1841-1868. Generales ambiciosos suplantan a los, poco sólidos, grupos políticos. Intrigas de Corte. Brotes carlitas. 1868. Revolución de septiembre. Caída de la Monarquía. Go' bierno provisional. Asesinato de Prim. Reinado efímero de Amadeo. República federal, cantonal y unitaria. Desintegración del Estado. Sublevación general carlista. Golpe de estado r i ü t a r inoderacio, encabezado por Pavía y Serrano. Guerra civil contra carlistas y republicanos. El prestigio internacional de España desciende a su nivel mínimo. La Restauración no era una fórmula mágica que iba a curar los niales de España. La Restauración no resolvería de golpe los grandes problemas nacionales. La Restauración no pretendía convertir a los españoles en perfectos ciudadanos, que repentinamente habían de practicar los derechos cívicos de una democracia y convivir legalmente en forma civilizada. Cánovas era —ya lo hemos dicho— hombre de gran talento y de no menos grande escepticismo. La España de 1874 era una nación cansada, desangrada, dividida, en ruina económica. La cotización exterior de nues- tro país era tan endeble que hacía pensar en un pueblo moribundo, incapaz de recobrarse y organizarse como Estado moderno. Cánovas suponía a los dos extremos de la ideología política de entonces, carlistas y republicanos, incapaces de convivir libremente en un sistema abierto y pensaba en establecer un régimen arbitral qje con su autoridad, evita se el enfrentamiento, obligándoles a integrarse, si fuera posible, en el sistema mismo. El país estaba harto de anarquía, de guerra y de violencia y hambriento de paz, de orden y de autoridad del Estado. La Monarquía isabelina que Cánovas había conocido bien, perdió su prestigio entre camarinas palatinas y grupitos ideológicos, al final, predominantemente integristas, que socavaban el mecanismo constitucional. La Monarquía, isabelina queria ser un centro, pero las intrigas de los generales la empujaban hacia la ultra-derecha moderantista o hacia la izquierda progresista, con lo que los golpes de Estado y los pronunciamientos se sucedían ininterrumpidamente desde 1840 a 1868. Bravo Muritlo fue el único de los políticos isabelinos que iogró gobernar un periodo de tiempo suficiente con eficacia y modernidad. Quedaba por establecer el mecanismo del sistema para que funcionara debitamente. Partidos, lo que se dice partidos, en el lenguaje moderno constitucional no los había en aquel momento. Cánovas tuvo grandes dudas respecto a la forma de establecer el pluripartidlsmo. En las « M e morias» de un personaje de fa época —el marqués de Alquibla— se filtran algunas confidencias sobre el particular en que Cánovas piensa incluso en la posibilidad de asentar la Monarquía sobre un gran partido de vocación mayoritaria que tuviese en su interior tendencias bien diversas y diferenciadas. Pero al fin se fue al turno o alternativa de «conservadores» y «liberales», que aceptaban las reglas del juego común, cuyo secreto principal estaba en el instrumento electoral que manejaba el propio Gobierno. «Monarquía militar apoyada en los caciques» sentenció un espíritu de la época. «Fantasmagoría dirigida por un empresario de genio», comentó otro, ¡Fáciles criticas a un periodo excepcional que no era propicio a grandes construcciones estructurales y sí, en cambio, a realizaciones esenciales de lo que el país anhelaba: orden y progreso, con inspiración y filosofía, democráticas y liberales «como lo era el siglo»! La Monarquía de la Restauración debía —según Cánovas— alejar de la f o r t e el fantasma cíe las amenazas militares o generalicias. Para ello, el Ejército se convertía de hecho — y de derecho— en garante del orden constitucional, lo cual te inmunizaba contra cualquier veleidad o ambición corporativa. El sufragio universal que la Restauración hizo suyo como base y sustancia de la representatividad a todos los niveles —nacional, provincial y local— era difícil de implantar seriamente. España era probablemente en 1874 un país de mayoría analfabeta adulta. No conozco los porcentajes con precisión, pero ciertamente serían impresionantes. Sí fuese dable analizar en esos años las estadísticas de renta por Habitante, de población activa y de porcentajes de la misma en su reparto agrícola, industrial y de servicios, la enorme desproporción campesina y de condición pobrísima, nos revelaría el telón de fondo de la situación. La burguesía estaba concentrada en unas cuantas capitales y su volumen numérito era poco importante En otro orden de cosas, tampoco era numeroso, en cifras absolutas, el censo de los trabajadores industriales o mineros. Ni el de los grandes terratenientes, verdaderos potentados de aquella España paleo-capitalista. Funcionó el sistema, hasta el novecientos, haciendo sus pruebas de fuego, con la muerte prematura del Rey; la Regencia de María Cristina, princesa extranjera de discretísima condición; y la pérdida de Ultramar. Con Alfonso XIII pudo renovarse la Restauración y el turno, pero una serie de factores: muerte de Canalejas; alejamiento de Maura; frustraciones de Cambó y de Alba; problema de Marruecos t r a jeron la Dictadura y con ello la quiebra del canovismo en uno de sus principios esenciales. Con todo, en los años que duró la Restauración, entre 1875 y 1923, 'os carlistas y los republicanos no quedaron fuera de! sistema, sino que tuvieron sus puestos en las Cortes y los socialistas t a m bién, ensanchándose las bases del sufragio, q j e se iba haciendo más veraz con la alfabetización del país, el aumento del nivel de vida y la politización cada vez mayor de grandes núcleos de opinión pública. Cánovas, después de eliminar a los «ultras» de su partido que repudiaban el montaje establecido y querían una Monarquía absoluta sin sufragio y libertades, maniobró con habilidad para atraer a su campo un gran sector del liberalismo progresista, que había sido el factor decisivo en la revolución de Septiembre. Para ello empleó el cebo democrático y el código de las libertades políticas. A los más conservadores les ofreció el señuelo de la Monarquía misma, régimen tradicional y estable por naturaleza y de seculares raíces en nuestro país, y de la confesionalidad, aunque con tolerante libertad de cultos. El cálculo de Cánovas fue acertado. La sublevación carlista se desintegró en menos de un año y el ala moderada ús la izquierda progresista y republicana se pasó a la Monarquía con distintos nombres y membretes. El reparto de puestos y honores hizo lo demás. Con todas sus inevitables limitaciones y convencionalidades, la Restauración fue seguramente la mejor de todas las soluciones posibles para salir del túnel en que se encontraba España en 1874. Le faltó después renovarse periódicamente para ¡r dando entrada, dentro del Estado, a la nueva sociedad que se iba creando. No otra cosa es en esencia la democracia: un pueblo que se encuentra cómodo dentro de las instituciones que regulan la vida pública. A la Monarquía de A l fonso XIII y a sus políticos más representativos, de izquierda y derecha, les faltó quizá valor y audacia para que los poderes reales de la colectividad fueran sustituyendo gradualmente a los poderes caducos y ficticios de la rutina anticuada. Y al caer la Monarquía se volvió al enfrentamiento. Pero esa es ya otra cuestión diferente. Cánovas trajo al Rey bajo el lema: «Un Príncipe leal para un pueblo libre». Quitando lo que encubre la retórica, hay que reconocer que Alfonso XII fue leal a su pueblo y que éste tuvo bajo su reinado hiás paz y más libertades efectivas que en ningún otro periodo del siglo XIX. JOSÉ MARÍA DE AREILZA 1. Reunión del Gran Capítulo de las Ordenes Militares para investir al Rey Alfonso XII como gran maestre. (Oleo de Joaquín Sigúenza. Palacio del Consejo Nacional. Madrid.) — 2. Entrada del Rey don Alfonso XII en Madrid. (Patrimonio Artístico Nacional. Madrid.) — Don Alfonso XIII y doña María Cristina, Reina Regente. (Oleo de Luis Alvarez. Palacio del Consejo Nacional. Madrid] (Fotos: FISA y Patrimonio Artístico Nacioi VIERNES, ?7 DICIEMBRE DE 1974 LA VANGUARDIA ESPAÑOLA Cánovas del Castillo. (Oleo de Ricardo Madrazo. Palacio del Consejo Nacional. Madrid) (Foto: FISA) obedeció a un criterio que no es dable confundir con un simple proceso de reacción; que es, precisamente, todo lo contrario de una reacción. Reacción, hubiera sido dar marcha atrás al reloj de la Historia, situándose —como quería Mané y Flaquer— en 1845; ignorando, pues, toda la reciente obra revolucionaria. Se ha dicho, con increíble ligereza, que eso fue la Restauración canovista: la vuelta a 1845. Pero, dejando a un lado el hecho, en que ya hemos insistido bastante, de que la obra restauradora no se agota en los primeros años del reinado de Alfonso XII, tampoco hace falta un exceso de penetración par2 percibir que la Constitución de 1876 se sitúa a media distancia entre la tesis moderada y la antítesis progresista. Símbolo de este equilibrio es el famoso artículo 11, sobre la tolerancia de cultos, que aun no dando satisfacción completa al progresismo, levantó oleadas de indignación entre los "ultras». Y si la ley electoral que sirvió de complemento a la Constitución era todavía una vuelta al sistema censitario —ateniéndose a las «capacidades» intentaba una apelación no «a los más", sino a «los mejores»—, la ley democrática de 1890, que restableció el sufragio universal, se hizo con el asentimiento de Cánovas, que sería el primero en ponerla en práctica. EL REVERSO NEGATIVO Pero una vez señalados estos méritos positivos —los que permiten dar por válida la expresión acuñada por Cánovas: «He venido a continuar la historia de España»—, se hace preciso señalar cuál es el reverso negativo que, a la larga, tras el revulsivo moral provocado por el 98, iría socavando los cimientos del edificio canovista hasta dar con él en tierra. LA O&R& DF CÁNOVAS A UN SIGLO DE DISTANCIA. UN PARÉNTESIS DE CONCORDIA ENTRE GUERRAS CIVILES { estas alturas de nuestro tiempo, cuando viene a cumplirse el centenario de un hecho histórico ce primera magnitud —la Restauración—, resulta inexcusable situar en ¡u exacto valor —al margen de los tópicos— la obra institucional y politica de más larga andadura en nuestro pasado próximo: el pasado que arranca de la crisis del antiguo régimen, en el proceso turbulento que abrieron las Cortes de Cádiz. ¿Qué significado —positivo o negativo— tiene el gran edificio cuyo alzado inició Cánovas hace exactamente un siglo? ¿'Resumiremos ese significado, sin más ni más, en el de «pura reacción», ya que venía a. clausurar el famoso «sexenio revolucionario" abierto en 1868? ¿O, siguiendo la expresión del propio Cánovas —-Vengo a continuar la historia de España»— entenderemos su obra como continuidad progresiva? moderados y progresistas— en que había radicado -la inestabilidad de todo un siglo; apuntan a una síntesis entre las dos Españas separadas por el 68: la que no se había sumado al alzamiento que puso fin al reinado de Isabel II, y la que, protagonista del alzamiento, habia desplegado el programa democrático en que aquél culminó, LA SÍNTESIS DE CÁNOVAS Bajo la orientación de Cánovas, la primera de esas dos Españas en modo alguno podía quedar reducida a la resurrección del viejo y desacreditado moderantismo isabelino: contra él, en búsqueda de una apertura necesaria, se había alzado ya el propio Cánovas, junto con O'Donnel!, en 1854; y la Unión Liberal, obra suya, fue una primera plataforma de convivencia, fracasada en la misma meUn intento honrado de contestación dida en que sólo acertó a entenderse a estas preguntas, requiere de nos- con la derecha «moderada» sin lograr otros dos cosas: en primer lugar, un acomodo similar con el progresisque nos esforcemos por «ver» el gol- mo. En 1868, Cánovas, consciente de pede Estado de Sagunto «desde» su las razones que habían llevado al hunperspectiva inmediata; y, en segundo, dimiento del trono de Isabel II («toda flue nos pongamos de acuerdo acerca revolución, afirmaba Maistre, es el de la duración cronológica del capí- final de un proceso de descompositula histórico que la obra restaura- ción») se limitó a abstenerse; y si dora —la obra de Cánovas— vino a no hizo un gesto a favor de la reicubrir. La perspectiva inmediata del na, tampoco quiso dejarse arrastrar pronunciamiento de Martínez Campos por sus antiguos correligionarios uniolo sitúa corno franqueamiento del ca- nistas, ahora enfrentados con ello. lejón sin salida a que se veía abo- Aguardó su momento —que no decada la República federal —frustración bía ser una -vuelta al punto de pardebida, ante todo, a sus propios cori- tida», lo que hubiera significado, sefeos-. En cuanto a la extensión cro- gún el propio Maistre, una -revolunológica de la «obra restauradora» ción al contrario"; sino una rectifica-no exactamente de la Restauración, ción radical de las razones que conque en sentido amplio puede entender- dujeron al derrumbamiento: esto es, se como vigente hasta e! 14 de abrí! «lo contrario de una revolución». de 1931—, es preciso dejar muy cíaEn cuanto a la otra España, la de toque aquélla no se limita a [a breve etapa que lleva hasta la cristaliza- -la Gloriosa», la de Cádiz y Aloolea, ción del texto constitucional de 1876; la de Prim y los demócratas, recordeni siquiera a los breves años del rei- mos —lo he escrito muy recientemennado de Alfonso XII, señoreados por te—, que en el sexenio revolucionala hegemonía política de Cánovas. El rio, prolongado hasta 1874, la pleniprograma restaurador desplegado por tud democrática [si nos atenemos a si gran político malagueño rebasa am- lo dilatado de sus apoyos en los dipliamente la labor de -reajuste» asig- versos sectores de opinión del país) nada a su propio partido. La obra y se produce en 1869 —en el «frente el propósito de Cánovas van mucho amplio» de las Constituyentes—, y mis lejos: se articulan sirviendo a un no en 1873: basta comprobar la prodeseo de equilibrio, de integración porción de votantes para las Cortes superadora de las tensiones —entre republicanas que debían traer «la federal», y la importancia de los nú- cleos políticos abstenidos o excluidos. De hecho, el famoso sexenio avanza políticamente simultaneando una radicalización progresiva —centro derecha (reinado de Amadeo), centro izquierda (República sin mayoría parlamentaria), izquierda (República federal)—, con una continua reducción de base en cuanto a la masa de opinión del país. El empeño de Cánovas, desde su ••derecha abierta» de 1875, se aplica a rescatar para la Restauración la mayor cantidad posible de elementos sumados a la revolución de 1868. De aquí su preocupación por facilitar la reconstrucción de una «izquierda dinástica». De aquí su señalamiento de campo ideológico a esa posible izquierda: implícito ya en el hecho de que la ley electoral quedase al margen del cuerpo constitucional, como una invitación a modificarla —volviendo a la universalidad del sufragio—, brindada a los demócratas a cambio de su respeto a la Constitución monárquica. La figura de Sagasta, polarizador de la España del 68 asimilada a la del 74, es, en este sentido, tan decisiva como la del propio Cánovas. Había formado Sagasta entre la juventud exaltada que luchó contra la monarquía isabelina; fue uno de los hombres ds confianza y uno de los herederos de Prim. Constituyó, con Ruiz Zorrilla, pilar básico para ¡a «monarquía democrática» fundada por el general en torno a la dinastía saboyana. Tenía a su favor, en 1874, el deslizamiento hacia la moderación que le fue aconsejado por una doble experiencia: la del reinado cíe Amadeo, en el que la posibilidad de un sano bipartidismo, al quedar obturada en la rivalidad personal e implacable entre él mismo (a la derecha) y Ruiz Zorrilla (a la izquierda), v.no a resumirse en la eliminación de ambos por la I República; y la del desbarajuste —descomposición política, descomposición social, anarquía— de 1873. Sagasta resultaba, por eso, el cauce ideal para conducir a la Restauración las esencias del 68 sin desvirtúa.- la obra de orden y de pacificación —pacificación en los campos de batalla, pacificación en los espíritus— realizada por Cánovas. Así, pues, la «síntesis» canovista La etapa revolucionaria abierta en 1863 había supuesto el despliegue máximo de la línea liberal progresista —de raíz social burguesa— de todo un siglo. Pero había creado así las condiciones objetivas necesarias para que un nuevo ciclo revolucionario —el que movilizó por primera vez con «conciencia de clase» al cuarto estado—, se pusiera en marcha. El capítulo inicial de esta nueva revolución «dentro de la revolución» se desarrolló en España bajo los auspicios de la I Internacional, aunque en su versión bakuninista: lo que le hacía inasimilable para ningún programa político, por muy avanzado que éste fuese. En la etapa final de la República, y a lo largo de 1874 —antes, obsérvese bien, de la Restauración—, la acracia «intemacionalista» se vio desmantelada, como réplica a sus implicaciones en la famosa crisis cantonal. Precisamente por haber quedado al margen de la Internacional fue respetada, en cambio, la -Organización del Arte de Imprimir», reducto de los disidentes -—en sentido marxista— de las orientaciones ácratas adoptadas por nuestro "Obrerismo militante». Ducazcal, hombre de confianza de Cánovas y el propio ministro de la Gobernación, Romero Robledo, ia dejaron en paz. Y sería este pequeño núcleo —la «cuna de un gigante» lo llamaría García Morato— el que, en 1879, a los cuatro años de producirse la Restauración, daría paso al Partido Socialista Obrero Español. Uno de los efectos reales, innegables, de la inflexión democrática impresa por Sagasta a la monarquía restaurada, sería, en 1888, la aparición del órgano sindical socialista —la U.G.T.—. En 1890, la restauración del sufragio universal animó a estos grupos minoritarios —sin fuerza numérica, de momento, para triunfar en los comicios-— a iniciarse en la lucha legal que algún día pudiera llevarles al poder, Pero era lógico que, dadas las condiciones sociales (características, desde luego, de toda la Europa burguesa del momento) vigentes en la España finisecular, esa lucha aspirase no a una integración en el sistema, sino a la destrucción del sistema. La comprensión del fenómeno que la movilización socialista significaba, llegó muy tardíamente a los partidos de la Restauración; y cuando éstos iniciaron un revisionismo lento, pero efectivo, de sus supuestos sociales, el Partido obrero se había endurecido en la intransigencia; espoleado, en cierto modo, por su rivalidad con la acracia maxímalista, polarizadora de -rebeldes primitivos». Tanto el retraso de los unos —los elementos de la «España oficial»— como la intransigencia de los otros, cooperaron, eficazmente, a la crisis de ¡3 Restauración, Al mismo tiempo, la distancia entre las leyes teóricamente democráticas y unas estructuras sociales prácticamente incapacitadas —dado su escaso nivel cultural y económico— para utilizarlas, se tradujo en el falseamiento de aquéllas: el caciquismo electoral —la famosa «farsa*— se con- virtió en lacra generalizada en los medios rurales; pero en los urbanos, a salvo de la manipulación caciquil, el voto ciudadano fue cada vez más sincero, y cada vez se entendió más como expresión de la opinión real del país. A finales del reinado de Alfonso XIII este hecho bastaría, para contrarrestar las insinceridades de la «farsa sagastina»; como buen regeneracionista, el propio rey supo aplicar la más pura interpretación democrática a las elecciones de abril, sin más que tener en cuenta la diferencia entre el voto de la ciudad y e! voto campesino. PARÉNTESIS DE LIBERALISMO PACIFICO ENTRE GUERRAS CIVILES En todo caso, el concepto de «restauración», la construcción de es° «formidable edificio —según la frese de 'Martínez Cuadrado— que se extenderá a lo largo de cincuenta años en el inestable panorama político de la moderna sociedad española, y parte de cuyo espíritu sigue proyectándose en tantas instituciones políticas y sociales de ia España posterior a 1939», no debe llevarse, cronológicamente, más allá de 1890. Pese a! «trauma» creado por el Desastre —avance de la experiencia que, andando el tiempo, habían de vivir todos los imperios coloniales en que se había desplegado Europa—, el saldo de la obra de Cánovas es altamente positivo. Abrió un largo paréntesis de paz insólito en nuestro país desde comienzos del siglo XIX; cifró su credo en dos frases que él supo convertir en norma ejemplificadora. Esta, primero: «No hay posibilidad de gobierno sin transacciones justas, honradas e inteligentes». Y esta otra; «En política, todo lo que no es posible es falso». Y una convivencia auténticamente liberal desplazó en la realidad española el repetido desgarramiento de la guerra civil. El inolvidable Santiago Nadal gustaba de citar la exacta definición de Maeztu: «El problema de la Restauración consiste, de una parte, en crear un orden de coexistencia en el que republicanos y carlistas pueden convivir sin exterminarse mutuamente y procurar atraer a unos y a otros a fin de ir consolidando la transacción entre ambos que es la Monarquía constitucional». Gracias a Cánovas pudo olvidarse el terrible epitafio de Larra: «Aquí yace media España. Murió de la otra media». (Las protestas de Ortega contra este remanso de concordia dichosamente creado por la Restauración, hallarían su eco en la nueva y tremenda crisis que acompañó al final del capítulo histórico cubierto por ella: la guerra civil de 1936; la más desgarradora, la más lacerante de nuestras guerras civiles). Ortega, como tantos otros intelectuales de su tiempo, no supo estimar cuánto debía su propia obra a la «nefasta» paz de la Restauración. Ahora sabemos muy bien lo que tuvo de excepcional, en toda nuestra historia moderna (incluida por supuesto la II República), la efectiva libertad de expresión garantizada por el civilizado sistema de convivencias abierto en torno al famoso «pacto del Pardo». De la legislación de 1883, puerta abierta al vuelo de la prensa y de las ideas, ha dicho el propio Martínez Cuadrado: «A una singladura de más de medio siglo, que enlaza con la libertad de 1868, y que permite la eclosión más importante de la prensa, la literatura y los medios de creación, de opinión y de educación de la historia española contemporánea, no cabe regatearle ningún elogio... La mejor prensa, política y no política, los mejores escritores políticos y literarios; la mejor creación cultural hispánica de nuestro tiempo, nace inequívocamente del hontanar abierto por la ley de 1883, fruto de la determinación y el tesón que derrocharon Sagasta y su partido...». Sí, no puede negarse que ese «segundo siglo de oro» vivido a caballo entre el XIX y el XX fue uno de los frutos lozanos de la Restauración canovista; como lo fue, en otro orden de cosas —y dada la modestia del punto de partida— el «desarrollo económico magnificado en las dos grandes plataformas de la burguesía industrial del país, Cataluña y el País Vasco, y que alcanzaría insólito despliegue en la segunda década del siglo XX, Pero ningún fruto tan espléndido —tan exótico en nuestro clima— como ese hábito de «diálogo convivencia!» —contrapartida a fallos e insuficiencias indudables— que durante medio siglo creó en los españoles una auténtica mentalidad europea, cuando el ideal era conseguir que España, lejos de ser «diferente» lo fuese cada vez menos. ¡Tanto han cambiado los tiempos...! CARLOS SECO SERRANO LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 LA CIENCIA ESPAÑOLA DURANTE LA RESTAURACIÓN Y LA REGENCIA CUMPLIRÉ otra vez la lúcida ^ consigna de Xenius: c o m o Stendhal frente a la cúpula de San Pedro, expondré ante todo «los dst-alles exactos». Llamando «ciencia» al conjunto de las disciplinas intelectuales que hoy, por antonomasia, solemos designar con ese término, comenzaré afirmando qus durante la Restauración (1874-1335) y la Regencia (1885-1902) progresa considerablemente entre nosotras, tanto en cantidad como en calidad, el cultivo de los sabaras científicos, y consignaré a continuación los principales datos sobre los cuales ese aserto se íunda. La investigación mlcrografica pasa entonces ds la altura humilde en que se mueven los trabajos de Maestre de San Juan a la egregia altitud de la obra de Cajal; la anatomía, da Fourquet a Olóriz; la critica literaria y la ciencia filológica—en Madrid, al menos; en Barcelona estaba Milá—,' de los prologuistas de la Biblioteca de Autores Españoles a Menéndez Pelayo, y pronto a Menéndez Pidal; el arabismo, ya excelentemente cultivado antes por Gayangos y Codera, alcanzará las descollantes cimas de Ribera y Asín; la historiografía asciende del «nivel Lafusnte» y el «íivel Costa» al «nivel Hinojosa»; por su parte, las ciencias naturales dejan de ser mera taxonomía dieciochesca (Colmeiro, Graells) y, volando mucho más alto, se convierten en la geología de Mallada y Calderón y en al biología de Bolívar, Lázaro e Ibiza y Turró; con Federico Rubio, Alejandro San •Martin y Salvador Cardenal, la cirugía se levanta desde el buen oficio fin la sala de operaciones (Aromosa, Creus) 'hasta la verdadera ciencia quirúrgica; la matemática, retrasadísima respecto de la europea en la época de Isabel XI, se actualiza gracias a Torroja y García deGaldeano; nace con Jaime Ferrán y Ramón Turró la investigación bacteriológica; la química gana erudición y brillantez con Carracido y Pifierúa —piénsese que sólo con Luanco, hacia 1860, había entrado en España la concepción atómico-molecular de esa ciencia—, y con Casares Gil y algunos otros comienza a ser discreta producción original; la fisiología adquiere dignidad de ciencia experimental por sbra de Gómez Ocaña y, ya en la lir.de terminal del período que ahora contemplamos, de Pí y Suñer: con Alonso Sañudo, Mad"inaveitia yG-il Casares, la clínica médica se europeiza; surge la deslumbrante técnica de Torres Quevedo... Es verdad que en la ciencia <\'pañola de la Restauración y la Regencia hubo considerables lagunas; y que muchos de los sabios que acabo de r,ombrar distaron de alcanzar vi- § f f f f gencia universal; y que todavía en 1902—asi, en 1902—un profesor de la Facultad de Ciencias ds Zaragoza comunicaba a la Sociedad Española de Historia Natural la alegría de haber recibido los dos primeros microscopios para las prácticas de sus alumnos. Pero, con todo, ¿podrá alguien negar que a partir de 1874, y en el curso de muy pocos años, se produjo un considerable salto ascendente, a la vez cualitativo y cuantitativo, en la historia de la ciencia española? Y pensando sobre todo en Cajal, Menéndaz Pelayo, Hínojosa, Ribera, Bolívar, Calderón, Turró, San Martin, Olóriz, Gómez Ocaña, Torroja y Torres Quevedo, ¿no es cierto que bisn puede ser llamada «generación de sabios» la que entre 1875 y 1898 logra dar tan espsranzador acento nuevo a la modesta vida intelectual de España? Hasta aquí, los detalles exactos; desde aquí, la interpretación, la crítica, la reflexión hacia nuestro presente y nuestro futuro. Menguada narración histórica, cien veces lo he dicho, aquella en que el recuerdo de lo que fuá no sirva para mejorar lo que está siendo y para suscitar la esperanza de lo que puede ser. ¿Por qué ese salto cualitativo y cuantitativo de que acabo de hablar? ¿Es que entonces se produjo una mutación meliorativa en la disposición biológica de los españules para la investigación científica? No: biológicamente, los hombres de Iberia seguían siendo lo que hasta entonces habían sido; pero la naturaleza humana se ac- I tualiza en la historia, y en alguna medida cambiaron con la Restauración las condiciones de nuestra existencia 'histórica. En nuestro país hubo paz interior y libertad pública; en bastantes españoles pervivía la noble convicción romántica de que la v!da sólo es de veras digna cuando esforzadamente se la consagra a la realización de un ideal; y extinta, aunque no tan definitivamente como entonces se creía, la terrible ilusión de resolver _por las armas el problema de España, en algunos de tales españoles —por lo menos, en los titulares de esa renovadora «generación de sabios»— surgió una suerte de quijotismo del trabajo científico, la íe, muerta o casi muerta desde Carlos III y Jovellanos en la posibilidad de redimir al país mediante una cuarta, inédita salida de Don Quijote. A mi modo de ver, tal fue, esquemáticamente reducida a sus claves principales, la razón por la cual dicho salto tuvo su concreta realidad. Cuidado. Yo no afirmo que aquella paz interior fuera la óptima, porque en muy buena parte se hallaba determinada por el cansancio de setenta años de sangrientas luchas civiles o más que civiles y de ineficaz palabrería oratoria y polémica. Yo no sostengo que aquellas libertades públicas —indudables, por lo demás, y tan necesarias para que la verdadera ciencia florezca— fuesen enteramente satisfactorias, porque tenían como principal base democrática el caciquismo, el analfabetismo y el «pucherazo», y porque quienes las institu- |-1. La Universidad Literaria de Barcelona en 1874, antes de terminar las obras. (Foto: Instituto Municipal írfe Historia.) — 2. Don Santiago Ramón y Cajal. — 3. Busto del doctor Ferrán. — 4. Fachada de la Real Academia de Ciencias de Barcelona I f f f I I f I I yeron fueron por completo ciegos frente a lo que históricamente representaba el entonces naciente socialismo. Yo no pienso que aquel Estado tuviese conciencia clara y responsable de sus deberes y sus conveniencias en relación con el cultivo del saber y ante la significación histórica y, social de quienes a dicha faena se consagran; baste recordar el «espléndido aislamiento» —no, el pobre aislamiento— en que a tal respscto esos hombres tuvieron que vivir entre 1874 y 1902, e incluso bastante más acá. Yo no desconozco, en fin, el significado de la indiferencia cafeteril y la insipiente idolatría —los dos polos de su reacción frente a la realidad del hombre de ciencia— a que tal «generación ds sabios» dio lugar en la sociedad de aquella España. Bien. No obstante esas salvedades, más aún, reconociendo de buen grado, junto a ellas, las considerables lagunas y los enormes altibajos de la ciencia española entre 1374 y 1902. es de la más estricta justicia proclamar el mérito insigne de quienes la hicieron; mérito tanto más alto a nuestros ojos, cuanto que su renovador o innovador esfuerzo ha sido, directa o indirectamente, el punto, de partida de cuanto en el campo del quehacer científico luego se ha hecho en España. He hablado antes de una reflexión hacia nuestro presente y nuestro futuro como deseable consecuencia de este rápido esbozo memorativo y crítico; y mirando el porvenir de nuestro país desde la problemática situación que como presente aíiora estamos viviendo, encuentro que mi proyecto se me resuelve, tiene qua resolvérseme ÍMI una ráfaga de preguntas. ¿Llegará por fin España al estado de paz interior basado sobre la libre autorrealización de sus ciudadanos —que no otro debe ser, a mi juicio, el sentido de las libertades públicas—, sin el cual no parece posible el cultivo verdaderamente eficaz de la ciencia? Respecto del trabajo científico, ¿crecerá el número de los españoles para los cuales sólo al servicio de ese ideal sea terrenalmsnte digna la vida? La preocupación por la ciencia, ¿terminará siendo real y efectiva, no meramente palabrera y táctica, en los hombres, en todos los hombres que rijan nuestro Estado? Después de haber gastado cientos de millones en contratar los puntapiés de unos cuantos futbolistas, ¿dejará nuestra sociedad ds sentirse justificada, en io tocante a sus deberes intelactuales, pidiendo autógrafos o dando banquetes a los premios Nobel propios o ajenos? Tal vez sí; tal vez no. Pero si el término de la. disyuntiva va a ser el segundo, bien poco nos habrá servido recordar lo mucho que fue, y lo mucho más que como germen y ejemplo todavía podria ser, el casi heroico esfuerzo cotidiano de los hombres que al abrigo de la paz y la libertad de la Restauración y la Regencia hicieron ciencia auténtica en aquella pobre, fatigada e ilusionada. España. PEDRO LAIN ENTRALGO VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 LA VANGUARDIA ESPAÑOLA HISTORIA DE UNA ESPERANZA CRÓNICA APRESURADA DE DOCE DÍAS DECISIVOS EL CAMINO HACIA EL FUTURO CL día 25 de junio de 1870 Isabel II ^ abdicaba en su hijo el principe Alfonso. Era el punto final a una época que se había cerrado con !a Revolución de 1868. Era, también, el primer paso en el camino hacia el fu;uro. Como el Duque de Sesto había :¡cho a doña Isabel: «Su trono, sem, tiene raíces. Pero sólo es el : nncipe el que puede elevarse sobre él>, Isabel II era el pasado; el presente se estaba viviendo azarosamen:s en España; el porvenir era don A.'fonso. «Don Alfonso —aseguraba Eesto— lograría gran eco en toda la •ación por la significación de su Gobernó templado y libre de error y Je culpa. A él volverán todos los )¡DS,,.». Pero ese momento había que ücerlo posible: era preciso construir il futuro. La pieza clave era don Alfonso. Condiciones no le faltaban para ser un buen rey constitucional; educado en el destierro —en el colegio Stanislas de París, en el Theresianum ¡e Viena y por último en la academia militar de Sandhurst—. el joven Príncipe poseía un gran atractivo perso•9í, era inteligente y estaba lleno de :i¡ena voluntad. Faltaba el arquitecto que pudiera levar a cabo la gran o&ra. Y ese cimbre era don Antonio Cánovas. El í! de agosto de 1873 Isabel II le concedió plenos poderes para dirigir la causa. Entre tantas intrigas de cama•:la. ése fue su mayor acierto. Se laoía dado un nuevo paso hacia ade.inte. Cánovas emprendió inmedíatanente el trabajo. Nadie mejor que él isniD para exponernos su proyecto: Llegaremos al fin apetecido; hace a sólo opinión, mucha opinión en favor de don Alfonso. Se necesita calma, serenidad, paciencia, tanto como perseverancia y energía. Se necesita no abrir abismos innecesarios, no íiacer imposible ninguna inteligencia pueda ser conveniente...» Se traen definitiva, de devolver a Esaña la concordia, la convivencia; eran precisos," por tanto, unos medios que estuvieran a la altura def fin, porque -una Monarquía legítima y restauradora del orden social no puede ser levantada por medio de motines desorganizadores y acaso sangrientos-. «Mi plan —escribía Cánovas— es preparar la opinión cumplidamente y luego aguardar con paciencia y previsión una sorpresa, un estallido de la opinión misma, un golpe quizá impensado que habrá que aprovechar "prontamente para que no se malogre». Era necesario esperar. Entretanto en España había fracasado la monarquía extranjera de Amadeo, había fracasado también la República, los carlistas no conseguían el éxito y tampoco Serrano lograba consolidar su posición. ¿Qué otro camino quedaba sino el príncipe Alfonso? El desenlace lo presentían muchos como inminente. Convenía, pues, aclarar ideas, definir !o que iba a ser la Restauración. El 28 de noviembre de 1874 don Alfonso cumplió diecisiete años. En respuesta a las felicitaciones recibidas, se dio el manifiesto firmado por el Príncipe en Sandhurst el 1 de diciembre y redactado por Cánovas. Quedaba establecido en él que la monarquía restaurada sería una monarquía -hereditaria y representativa-, basada en la confianza de que -llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten sobre todas las cuestiones por resolver un Príncipe leal y un pueblo libre». Don Alfonso concluía con una promesa que era toda una declaración de principios: -Sea la que quiera mi suerte, ni dejaré de ser buen español, ni como mis antepasados buen católico, n¡ como hombre del siglo verdaderamente liberal». ¡VIVA ALFONSO XII! La espera continuaba mientras todo estaba preparado cuando se presentara ¡a oportunidad. Pero si se estaba de acuerdo en el fin, no sucedía lo mismo en cuanto a los medios. «No quisiera —decía Cánovas— que la Restauración de la Monarquía legítima sea debida a un golpe de fuerza. Sólo delante del hecho consumado bajaré la cabeza. Aspiro a que el príncipe Alfonso sea proclamado Rry por unas cortes o por un plebiscito». Cánovas, desde luego, cantaba con el Ejército, pero no al precio —en frase de Fernández Almagro— de -gravar la Restauración con hipoteca castrense alguna-. Sin embargo, la ocasión la brindaría un militar. El general Martínez Campos decidió no esperar más. Escribió una carta a Cánovas: «Cuando reciba usted ésta habré iniciado el movimiento en favor de dun Alfonso XII: cargo con la responsabilidad de este acto... No me arrojo por amor propio ni por derecho; lo hago por la fe y convicción que tengo; lo hago porque ustedes aseguran que la opinión está hecha...-. No se trataba de rivalidades políticas, sino que -la diferencia estriba en los distintos modos de procedimiento en la cuestión del alzamiento». Primera hora de la nañana del 29 de diciembre de 1874. En un campo de olivos —simbólico escenario— de la finca de las Alquerietas, cercana a Sagunto, el general Martínez Campos arengó a la brigada Daban. Un grito unánime: «¡Viva Alfonso XII!-. Una promesa solemne: «defender, hasta perder la última gota de sangre, la bandera que habían levantado frente a las desgracias de la patria, como signo dichoso de redención, de paz y de grandeza*. Mientras las tropas que habían proclamado a don Alfonso marchaban nacia Valencia, todo dependía de la actitud del resto de España. La incógnita se desveló muy pronto. Efectivamente, la opinión estaba hecha. Primero vino la adhesión de Jovellar y con ella la de todo el Ejército del Centro. A esto se sumó lo que Carr ha denominado el -pronunciamiento negativo» del Ejército del Norte, que luchaba, acaudillado por Serrano, contra los carlistas y que estaba mayoritíiriamente del lado alfonsino. La primera providencia del Gobierno había sido detener a Cánovas y a otros miembros destacados del Partido. Era cuestión de guardar las formas; poco más se podía hacer. La intervención del 1. Don Arsenio Martínez Campos. (Oleo de Federico Madrazo. Palacio del Consejo Nacional. Madrid.) - Foto: FISA. — 2. S. M. don Alfonso XII pasando revista a las tropas. — 3. Paso del joven Rey por las Ramblas, tras su llegada al puerto de Barcelona capitán general de Castilla la Nueva, don Fernando Primo de Rivera -—que no había desengañado todavía a! Gobierno de la lealtad de sus t r o p a s precipitó el desenlace: se presentó a las cinco de la mañana del día 30 en el Ministerio de la Guerra y exigió el cese inmediato del Gobierno. Tras una conferencia de Sagasta y otros ministros con Serrano, que se encontraba en el frente, el Gobierno entregó sus poderes. La Restauración era un hecho. El golpe de Martínez Campos había sido un éxito y las felicitaciones llovían sobre Cánovas que era el verdadero autor de aquel triunfo. DE SANDHURST AL TRONO En Sandhurst habían comenzado las vacaciones. Don Alfonso fue a pasar el día de Navidad a Londres con su ayudante el coronel Velasco y regresó de nuevo para preparar el equipaje y despedirse, pues pensaba inaugurar e! nuevo año en París junto a su familia. Después tenía el proyecto de volver a Inglaterra y viajar por el país antes de reincorporarse a la academia. Sin embargo, su destino era otro. El día 29 transcurrió entre preparativos. El día 30 salió al amanecer hacia Dover y al mediodía embarcó para Francia; por la tarde su madre le esperaba en París. ¿Cómo se enteró don Alfonso de su proclamación? Para un rey romántico, una anécdota romántica. Aquella noche en el Palacio de Castilla, después de cenar, mientras se preparaba para ir al teatro, recibió una nota, escrita con letra de mujer y encabezada por el anagrama de Cristo, en la que únicamente se leía, «Sire: Votre Majesté a été proclamé Roi hier soir par l'Armée espagnole. Vive le Roü». Y el Rey calló. En el teatro de la Gaieté, durante la representación de La poule aux oeufs d'or, nadie sospechó nada. Una vez de regreso a Palacio, Elduayen informó a la familia real de lo acaecido en Sagunto. Don Alfonso dio una sencilla respuesta: -Ya lo sabía- y mientras todo era júbilo y nerviosismo, él continuó en su actitud de serenidad y prudencia. A la mañana siguiente se recibió en París el comunicado oficial en que Cánovas y Primo de Rivera daban noticia del «gran triunfo, alcanzado sin lucha ni derramamiento de sangre». Pero aquello no era más que el principio; entonces comenzaba realmente el trabajo. La primera medida fue la formación, el 31 de diciembre, del Ministerio-Regencia, presidido por Cánovas. El 5 de enero de 1875 Alfonso XII enviaba su respuesta: -Puede interpretar mis sentimientos de gratitud y amor a la Nación, ratificando las opiniones consignadas en mi Manifiesto de primero de diciembre último, y afirmando mi lealtad para cumplirlas y mis vivísimos deseos de que el solemne acto de mi entrada en mi querida patria sea prenda de paz, de unión y de olvido de las pasadas discordias, y como consecuencia de todo ello, la inauguración de la verdadera libertad, en que, aunando nuestros esfuerzos y con la protección del Cielo, podamos alcanzar para España nuevos días de prosperidad y grandeza-. El día 6 salió don Alfonso de París. En la estación la despedida fue apoteósica; Isabel II lloraba. Al llegar a Marsella fue recibido por la comisión venida de Madrid y presidida por el marqués de Molíns, y el 8 de enero, a bordo de la fragata Navas de Tolosa y el vapor Cádiz que esperaban al Rey y a su séquito, zarparon rumbo a España. Amaneció el 9 de enero de 1875. A ias siete de la mañana el vigía de Montjuich avistó la fragata real. Tras fondear los barcos en el puerto, Martínez Campos, ya capitán general de Cataluña, se adelantó a recibir al Rey que había proclamado en Sagunto. A bordo del buque ambos se saludaron emocionados. Cuando Alfonso XII desembarcó an la Puerta de la Paz, Barcelona le aclamó entusiastamente: era el reencuentro del Rey con su patria. El mejor testimonio de la brillante acogida que le dispensó la ciudad son las palabras que el mismo don Alfonso telegrafió a París, «Madre mía: El recibimiento que me ha hecho Barcelona excede mis esperanzas, excedería tus deseos...». Era el preludio de la bienvenida de España entera. Al día siguiente salió el Rey de Barcelona y se dirigió por mar hacia Valencia; de allí, en un tren especial, a Aranjuez. El día 14 entró en Madrid. Después de las luchas, fracasos y desilusiones de los últimos años, había llegado el momento de emprender un nuevo camino que todos pudieran recorrer juntos y en paz. La voluntad de concordia la reiteró don Alfonso una y otra vez: «Yo he dicho que venía a ser Rey de todos los españoles, y ha llegado el día de cumplir lo que he escrito*. Coincidía el deseo del monarca y el de la gran mayoría del país. De su realización sólo el tiempo nos daría la respuesta; de su autenticidad no cabe duda. El simbolismo de aquel momento histórico nadie mejor que un poeta para comprenderlo. En palabras de Joan Maragall, Alfonso XII. el joven Rey al que España recibía entre aclamaciones, «era la encarnación de la vida nueva, de la calma después de la tempestad —es decir, de una calma fecunda—; era lo más bello de este mundo... la esperanza». M.' de los ANGELES PÉREZ SAMPER LA VANGUARDIA — Barcelona, 27 de diciembre de 1974. — Director: Horacio Sáenz Guerrero. — T.I.S.A., Redacción y Talleres: Pelayo, 28 LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 LA BURGUESÍA CATALANA Y LA RESTAURACIÓN FL desarrollo interno del proceso histórico iniciado en septiembre de 1868 fue demostrando progresivamente al núcleo burgués catalán que ¡us específicos intereses no quedaban adecuadamente servidos en el marco «oncreío del sexenio revolucionario; Ss amenazas implícitas en la actuación de los elementos extremos del espectro político la empujarían necesariamente a apoyar una solución institucional que se presentase como posible plataforma de convivencia: la Restauración de la Monarquía la persona de Alfonso XII, con o su amplio significado de conflación entre orden y libertad, al mismo tiempo que asumía en su esencia las demandas fundamentales det ciclo revolucionario liberal, venía cubrir adecuadamente! esta neceidad. La burguesía catalana apo¿ría decididamente el establecimienio del nuevo régimen al encontrar s é\ garantías suficientes a sus .iterases; la estabilidad de la nueva tiperiencia histórica habría de condonarse al progreso que pudiera iftecer en los planos político, ecolómico y social. plantación de la Restauración abre para Cataluña un período interpretado tradicionalmente como de esplendor económico y que se ha dado en denominar «la fiebre del oro»: el progreso positivo— aunque valorado en exceso y revisable— de la economía catalana, arrancó de la inflexión positiva en el sector agrario de la aparición de la filoxera en Francia, aumentando el poder adquisitivo del sector social rural con la consiguiente repercusión en el impulso de la actividad industrial, en el desarrollo de nuevas empresas comerciales y en el auge de las actividades financieras. E! último cuarto del siglo XIX es importante en la constitución de la gran burguesía catalana: su poder económico —cimentado primero en «la fiebre del oro» y posteriormente en el monopolio textil cubano— la llevará a imponer su estilo de vida al amplio grupo de la clase media, a cuya cabeza se colocará como élite de plutócratas que ha alcanzado el lugar que ocupa r^r su esfuerzo personal, por concentración económica y por endo2dm¡a< y que< P°r matrimonios o concesiones de la Monarquía, ha logrado un reconocimiento formal de su preeminencia al enno|A «FIEBRE DEL ORO» blecerse y englobarse en el mundo Aunque es evidente que el perso- de la aristocracia nacional. Todas las Jnal político electo en Cataluña du- manifestaciones de la vida social de iruite la Restauración englobaba a las poblaciones catalanas —especialindividuos de indudable altura per- mente, Barcelona—, se impregnaron •onal, en las primeras etapas del nue- de la realidad de estas fuerzas socia[vo momento histórico la burguesía les: en Cataluña se produjo una cultura palana —desengañada de la expe- de la «clase media», un modo esperiencia política del sexenio— se de- cífico de vivir que, auizá, tuvo en dicó de lleno a la actividad econó- el Ensanche de Barcelona uno de sus mica como norte fundamental de sus reflejos materiales más aparentes; inquietudes. Cronológicamente, la im- con la Restauración se ocupó el es- pacio situado más allá de las Rondas y las clases acomodadas poblaron el Ensanche, factor esencial en la fisonomía de la ciudad, que, a raíz de las realizaciones materiales de la Exposición de 1888, completó —con la urbanización del Parque de la Ciudadela, Salón de San Juan y Rambla de Cataluña, y con la construcción de edificios y monumentos como el Palacio de Justicia y el Monumento a Cristóbal Colón— sus rasgos característicos. Culturalmente, con los primeros momentos de la Restauración, se llega al cénit de la Renaixenca: el movimiento intelectual —a diferencia de etapas anteriores— se vincula y enraiza con la realidad catalana, contribuyendo con ello en breve futuro a la toma colectiva ds conciencia y encontrando amplio eco, resonancia y apoyo en los núcleos burgueses. En el ámbito concreto del mundo periodístico, la Restauración vio la consolidación de la prensa política surgida en el 68 —con las salvedades propias del momento— y creó un importante núcleo de prensa informativa, teniendo una profunda significación las publicaciones periódicas en lengua catalana. Este ambiente próspero —basado más en la abundancia de dinero que en la creación de una auténtica riqueza— había mantenido una cierta estabilidad y paz en las relaciones sociales, pero tal situación había de terminar forzosamente en el mismo momento en que desapareciese la tendencia que la había posibilitado. La superación en Francia de la crisis filoxérica y su aparición en España cortó el momento positivo de la economía y sensibilizó intensamente a la 1. Tienda de «MITJANS Y CÍA.», en la barcelonesa calle de Fernando. — 2. «El Liceo». (Oleo de Ramón Casas. Círculo del Liceo. Barcelona.) - Foto: GRAFISTUDIO. — 3. Fábrica Batlló, actual recinto de la Escuela Industrial de Barcelona opinión catalana en torno a las medidas librecambistas y fiscales del ministro Camacho —1882—, proyectadas en un momento en que el <sgrifo de oro» empezaba a dejar de manar: la situación económica incidiría claramente en los planos de lo social y lo político, LA CUESTIÓN SOCIAL El mundo obrero catalán había experimentado un aumento numérico con la inmigración imbricada en el proceso de «la fiebre del oro», cuyo término había de abrir una nueva etapa en los enfrentamientos sociales. Ante los problemas del sector necesitado, el resto de la sociedad manifestó una absoluta incomprensión, y una institución como la Iglesia esgrimió una actitud altamente parcial al desatender las necesidades del mundo obrero y dedicarse casi exclusivamente a la conquista de las clases dirigentes mediante los establecimientos de enseñanza regentados por órdenes religiosas; el corolario sería el alejamiento del mundo obrero de la práctica religiosa mientras que las clases altas y medias volvían al contacto con la Iglesia, a la que veían como un importante freno de la reivindicación social. La incidencia de la crisis económica en el ámbito social sensibilizó la conciencia del mundo obrero catalán y dio paso —tras la incomprensión de los sectores sociales conservadores a las reivindicaciones articuladas a partir de 1890 en torno al significado de las conmemoraciones del 1 de mayo—, al auge del anarquismo, que se manifestó espectacularmente en su vertiente terrorista —favorecido por el «entourage» propicio de los condicionamientos de Barcelona (pequeña industria, barrios obreros, puer!o...)— atentando contra el Ejército, la burguesía y la Iglesia. PROTECCIONISMO V CATALANISMO La crisis de 1883-1886 motivó la reacción defensiva cíe la burguesía catalana: la protesta contra las medidas económicas de Camacho—1882— fue el inicio de una decidida acción en defensa de los intereses económicos catalanes: la Exposición de 3 888 puede ser interpretada como una muestra del potencial vital que estaba amenazado y la creación en 1889 de! Fomento del Trabajo Nacional, como fusión de entidades ya existentes, entrañó la unificación de todos los esfuerzos en favor del proteccionismo. La ley de 1891 significaría su triunfo al obtener !a industria U \til catalana el monopolio en Cuba. Por otro lado, la crisis económica \ i a señalar el inicio de una nueva etapa política muy marcada por el despertar colectivo catalán, en cuyos orígenes ha de ser tenida en cuenta forzosamente la realidad proteccionista: ello no implica automáticamente que el catalanismo sea el resultado de una mera reacción económica o un exclusivo fenómeno burgués —aislando a este grupo social del resto de la sociedad catalana—, pero no puede olvidarse! la fuerza vital de las clases medias catalanas que por derecho propio se colocaban en el centro del impulso de la mentalidad colectiva y que no dudarían en esgrimir el fenómeno catalanista como un arma política ante la actuación estatal, en un intento de darle una orientación más acorde con sus intereses. En el último cuarto del siglo XIX, la toma de conciencia colectiva catalana es evidente y la manifestación del movimiento regional ista se da de manera completa en el ámbito cultural, en el social y en el político: hay un renacimiento cultural que cuenta con el apoyo de Jos sectores acomodados y medios de la sociedad catalana y que tendrá un desenlace político de cara al siglo XX con el catalanismo a partir de la polarización de toda la problemática en torno al inicial impulso proteccionista. El Memorial de Greuges (1885) constituyó una expresión razonada y metódica de los puntos de vista de los sectores catalanes no obreros; posteriormente, las Bases de Manresa (1892) serían la primera formulación de un programa autónomo que tendría más importancia por su futura proyección ideológica hacia el siglo XX que por su inmediata repercusión en la España finisecular. La problemática social tendía a facilitar un entendimiento entre Castilla y Cataluña —los dos sectores básicos de la historia española—: la hostilidad frente al enemigo común —las reivindicaciones de los obreros y de los campesinos sin tierras— superaba los elementos disgregadores inherentes a las plataformas de que partían y en que se movían Castilla y Cataluña. Pero el desastre de 1898 —sin que hiciera desaparecer la inquietud de los grupos sociales conservadores ante el peligro revolucionario— marcaría el inicio de una nueva etapa histórica en la que el catalanismo iba a tomar fuerza política, constituyéndose en uno de los más fuertes obstáculos para la articulación práctica del régimen iniciado en 1875. De cara al siglo XX, Cataluña —que reacciona positivamente a partir del revisionismo total provocado por el 98— partirá en situación ventajosa, respecto a Castilla por su plataforma generacional —nueva y joven— y presentará unos objetivos muy diferentes de los que se había marcado en 1875. JUAN JACOB CALVO VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 LA VANGUARDIA ESPAÑOLA RESTAURACIÓN Y SOCIALISMO es un hecho incuestionabl? H'fOY el que la aparición y organiza- ción paulatina del cuarto estado fueron una seria amenaza para los postulados en que se cimentaba la «revolución burguesa»; en último •;£rmlno, obligarían a ésta a un revisionismo sistemático de sus propios supuestos. El atraso económico y cultural de España, respecto a otros países europeos, se reflejó en el tardío nacimiento del proletariado y su lenta toma de concisncia como clase diferenciada. Asi, prácticamente, no podemos hablar de organización obrera hasta que, amparada por las libertades democráticas de la revolución de 1868, la Internacional hace acto de presencia en el país. Las dos vertientes en que se canalizó el movimiento obrero después del cisma de la Internacional, la bakuninista y la marxista, estuvieron marcadas, ya desde su nacimiento, por una serie de estigmas que les obligarían a rechazar las oportunidades de cooperación que, encaminadas lógicamente hacía el control del cuarto estado, les iba a brindar el régimen restauracionista. El movimiento ácrata estaba ya, por principios doctrinales, fuera de todo posible juego: pero, ¿y la corriente socialista? El socialismo marxista aparece sn España ya a finales de 1872, ipoyado por antiguos internaciolalistas; pero el escaso número de sus partidarios, la abierta oposición del grueso dsl movimiento obrero organizado y las repetidas persecuciones gubernamentales a los seguidores de la Internacional redujeron a este primitivo grupo socialista, integrado por unos doscientos militantes, a la más estricta clandestinidad, e incluso movieron a la mayoría ds sus miembros a abandonar la causa. Es entonces cuando el joven Paulino Iglesias se convertiría en guardián de la doctrina marxista, refugiado en la Asociación del Arte de Imprimir: organismo dsl qus, en 1879, saldría configurado el Partido Socialista Obrero Español, bautizado entonces como «Partido Democrático Socialista Obrero*. Frente al considerable número de partidarios de la corriente anarquista, los efectivos socialistas fueron insignificantes desde su comienzo; no en vano, como gráficamente se ha señalado, cabían en si momento de la fundación del partido en una pequeña taberna da la madrileña calle de Tstuán. Se ;ha intentado, con mayor o menor éxito, Ir rastreando los efectivos numéricos del partido y de su sindical desds su fundación hasta 1932 —en que logran superar el millón de afiliados—, y demostrar asi su paulatino crecimiento y su imposición dentro de la política del país. Se ha señalado la importancia de la aparición, ya en 1886, de su órgano propagandístico «El Socialista», el periódico obrero dp más duración en España; se ha in- 1. — «La carga» {óleo de Ramón Casas. Museo Municipal. Olot). Foto: Archivo Mas. 2. — «Gentes del p u e b l o » (fragmento dé un óleo de Gonzalo Casas. Palacio de Pedral bes. Barcelona). Foto: Buesa. 3. — «Muelles del puerto de Barcelona» {acuarela de Lola Anglada. Palacio de la Diputación Provincial. Barcelona). Foto: Creix. slstído en la trascendencia de la reorganización del partido y de la fundación ds su sindical en 1883, pero todo ello sólo es válido para comprender su dinámica interna, no es útil para comprender su importancia real. Creo que los 15.264 afiliados a la U. G. T. en septiembre de 1899 son una cifra lo suficientementa indicativa para demostrar que el progreso socialista en la España restaurada era excesivamente lento, y :jus su innegable lucha para cubrir las etapas necesarias a la implantación ds su programa revolucionarlo se estaba demorando demasiado. Quizás esto, y no la enemiga del régimen, que sin duda intentaba ensanchar los cauces democráticos, es lo qus nos explica ese lento peregrinar socialista a lo largo de las sucesivas elecciones generales en las que sin desmayar, por supuesto, participará hasta conseguir un escaño en el Parlamento: y e3to no lo conseguiría hasta 1910... Sagasta, máximo representante entonces de la «apertura», podía, sin temor alguno, poner en práctica algunos puntos de su programa democrático-burgués. Podía permitir en 1831 la constitución pública de un partido que sólo tenía representantes en Madrid, Barcelona y Guadalajara; e Incluso podía llegar a implantar el sufragio universal sin temor a tener que falsear en demasía el sufragio. Quizá conocía mucho más a fondo que su rival de «turno», Antonio Cánovas, la realidad del país: un país cansado y decepcionado por la triste experiencia de 1863 a 1874, en el que, al menos de momento, no podía triunfar el único partido obrero. La importancia, pues, de la aparición ds un partido ds clase en España —el segundo en el mundo después del alemán— no radica en su volumen orgánico, sino en su significado global dentro de la dinámica de la historia: aparición de una fuerza organizada, con plena conciencia de clase y dispuesta a aniquilar el montaje de la ya tradicional sociedad burguesa. Su más genuino representante y quizá también el máximo responsable de la orientación del P.S.O.E. fue Pablo Iglesias Posse. No vamos a tratar de su honradez personal, ni de su gran capacidad organizadora, ni de su ascética vida de lu•chador incansable, ni de su tesón y entrega personal a la causa que defendía: cualidades todas ellas sumamente positivas para el desarrollo dsl Partido, pero lastradas oor una evidente contrapartida: su proverbial inflexibilidad. Esta inflexibilidad de Pablo Iglesias, que impregnó a todo el Partido, y en la que fueron decisivos la influencia guesdlsta y —probablemente con más fuerza aún— sus condicionamientos personales, se mantuvo incluso entrado el siglo XX, trente a la apertura que supuso el gobierno canalejlsta. La actitud puede resultar comprensible si consideramos que el grupo,' amenazado en su insignificancia por su «derecha» (lus republicanos) y por su «Izquierda» (los anarquistas) quiso mantener intactos sus primitivos principios aun a costa de retrasar notablemente su representación efectiva dentro de la política del país. Cambia ds táctica dentro, tendencia a superar su aislamiento para poder acelerar su proceso de dominio del podsr, los hubo dentro del P. fe. O. E.; pero se trata de un «simple oportunismo» que se iría repitiendo desde la tímida alianza con los .federalistas pimargallianos en 1899. continuaría en la conjunción republicano-socialista y culminaría en su actución durante la dictadura de Primo de Rivera. Hablo —insisto— de «oportunismo»; no de «colaboracionismo». Iglesias mismo lo aclaró en multitud de ocasiones. En todo caso, a finales del siglo XIX, el socialismo no era enemigo temible. Sí poco a poco su desarrollo íue cambiando las cosas, es Imposible negar que en buena parte ello se debió al «clima» de libertad —en prensa, en reunión, en expresión— montado por la Restauración «desde» su ángulo democrático abierto por Sagasta. Y esa verdad no pusde desvirtuarse afirmando que el régimen se podía permitir el lujo de hacer ciertas concesiones a una fuerza de tan escasa entidad. Porque no se trataba sólo de «permitirle» su entrada en los municipios o autorizar sus tradicionales manifestaciones de primero de mayo —«una muestra más de folklore callejero», según la expresión de algún periódico de la época. De hecho, la Restauración facilitaba los planteamientos de una nueva era revolucionaria que nunca —y este fue su fracaso— lograría asimilar. Al traspasar el umbral del nuevo siglo, esa tajante diferenciación entre unos y otros —los partidas en que se sellaba la síntesis de la revolución liberal burguesa, y el partido que simbolizaba una nueva era revolucionaria— apuntaba ya a la crisis de la restauración canovista. MAREA TERESA MARTÍNEZ DE SAS LA VANGUARDIA ESPAÑOLA SAGASTA PUANDO la literatura picaresca quiere hacer la caricatura del sido XIX español desentierra siempre elfantasmadedon Práxedes MATEO SAGASTA, personificando en él todos los vicios de una época y los rasgos típicos de la granujería política. Sin más. Y esta imagen ha tenido tal fuerza que ha traspasado los ambientes cultos para modelarse en tópico popular. El tupé sagastino, como signo de desenfado; los catarros oportunos como habilidad para capear tormentas parlamentarias; los (derechos individuales inalienables... e inaguantables», se repiten siempre como definidores de nuestro hombre. Todo esto es verdad y su larga vida de ochenta años (1825-1905) llena de episodios contradictorios, trepidante de acción, cruzada de aventuras íntimas y públicas, presente casi siempre en la primera fila del espectáculo nacional, da pie para «le apresurado esbozo biográfico de tono peyorativo. No se trata, por supuesto, de hacer una rectificación de la misma, una historia «salvífíca» y al revés; ni se podría tal vez, ni debe ser este el esfuerzo del estudioso. Intentemos, sencillamente, proyector su contorno político en el marco de su tiempo y, sobre todo, encajar y entender su papel en la Restauración como ¿contrafigura? necesaria de Cánovas. Las frases de su vida pueden ordenarse en una primera desde su nacimiento el 21 de julio de 1825, en Torrecilla de Cameros (Logroño), de estudios —ingeniero de Caminos—, destinos profesionales en provincias -Valladolid, Zamora.— y preparación sentimental para la política en los ambientes progresistas de las reu.niones y las redacciones de los periódicos hasta 1854, tras la Vicalvarada, que le lleva a formar parte de la EL POLÍTICO DE LAS HORAS DIFÍCILES «nueva generación» que adviene a la vida parlamentaria en las Cortes Constituyentes convocadas por los hombres del Bienio. Ya se hace notar en los debates de aquellos años y muy especialmente en las jornadas de julio de 1856 en el enfreníamiento del progresismo con los soldados de O'Donnell con su gesto de serena resistencia en el salón da sesiones cuando «entró por una ventana una bala de cañón y cayó cerca de Sagasta, en la tercera fila de escaños, tras el banco azul donde él reposaría tranquilamente en los años venideros» (Kiernan). Luego, la primera y breve emigración para reaparecer en las Cortes de 1858 formando parte de la escasa y célebre minoría progresista de los Olózaga, Madoz, Figueroia, Calvo Asensio, Aguirre y él mismo que combatieron duramente la política de la Unión Liberal. Viene después el período más tronante de su existencia, entre 1863 y 1868, cuando el progresismo desesperado se arroja a «remover los obstáculos tradicionales», el climax revolucionario en plena lucha callejera, participando activamente en los sucesos sangrientos de 22 de junio de 1866 en el Cuartel de San Gil, preámbulo de la revolución, actuación que le vale una condena de muerte de la que escapa por un nuevo exilio para convertirse desde entonces en un elemento destacado en el fre/ite de la oposición que derrocará a Isabel II en septiembre de 1868. Sus andanzas y contactos con los distintos grupos que dirige Prim merecen una atención especial. Esta fecha de 1868 marca el comienzo de un nuevo Sagasta, el que salta de las barricadas al sillón ministerial, al hombre de gobierno; y ¡qué sillón le_ tocará ocupar en esta hora revisionista de España!: el de la Gobernación, desde donde, de la mano del conde de Reus, compromete su futuro procurando encauzar las aguas agitadas hacia una Monarquía nueva. Al llegar aquí se impone una primera reflexión sobre una constante en la vida política de don Práxedes, en la que no parece haberse reparado lo suficiente y que quizás explique en cierta manera sus rectificaciones, su maleabilidad, su acomodación posterior a formas más atemperadas: le tocó gobernar siempre en las coyunturas más difíciles, en los momentos de fractura; es, en este sentido, un político de las situaciones conflictívas, un hombre de «tristes destinos». Entra valientemente al toro que acaba de salir y por ello muchas veces acabará volteado. Comienza este destino en ese septiembre de 1868, en el primer Gobierno de una revolución que tiene que dar satisfacción a tantas ilusiones encontradas, monárquicos ambiciosos, republicanos apresurados, masas populares que exigen medidas sociales profundas y que pronto se sentirán defraudadas pasando al campo de la revuelta y la subversión. El ministro de la Gobernación será puesto a prueba, y en la gestión pierde prestigio. Pero este hecho de ser un hombre de las horas difíciles se repetirá, insistimos, varias veces cuando la crisis del Estado sea más honda. Así le vemos de nuevo en el fatídico Ministerio de Ja Gobernación en los días finales del mandato de Prim (encargado de la cartera el 25 de diciembre, dos días antes del asesinato de la caile del Turco), suceso del que se negó a hablar de por vida. Personaje destacado en los primeros tiempos del reinado de don Amadeo en un duelo político a muerte con su antiguo correligionario y amigo don Manuel Ruiz Zorrilla; Práxedes Mateo Sagasta. (Oleo Palacio de las Cortes. Madrid.) — 2. La Reina Regente doña"1"! María Cristina con su hijo don Alfonso XIII. (Oleo de T. Mas riera. Salón de Sesiones del Ayuntamiento de Barcelona.) — Fofos: Archivo MAS VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 porta\o¿ ya Sagasta de un liberalismo tibio y moderadamente burgués frente al radicalismo de su rival, protagonista don Práxedes de «chanchullos» electorales ruidosos, saldrá vencido en el duelo y apartado, para su bien futuro, de los últimos episodios revolucionarios desarrollados durante la República del 73. Mas otra vez aparecerá como el hombre solución en la mañana del 3 de enero de 1874 solicitado por el general Pavía y no le arredra hacerse cargo de un Ministerio en un Gobierno sin salida y en unos momentos de dureza con un país en carne viva de carlistas y cantonales levantados. Este es el hombre que llevará a la izquierda —una cierta izquierda, por supuesto— a la Restauración. Mucha experiencia, mucho oficio detrás: no muy sólida, doctrina, una fama de gran luchador, con una fealdad simpática —su famosa sonrisa ladina—; «no es un orador erudito, metafísico, profundamente ilustrado; es un orador oportuno, enérgico, incisivo, de lógica contundente, de palabra bastante correcta y fácil, de giros y prontos tribunicios, de apostrofes magníficos, de ironías mortales, de exposición clara, de verdadera elocuencia política. Su talento es más práctico que teórico; su naturaleza, de lucha más que de paz. No ilustra cuando habla; pero enardece, entusiasma, agrada» (Cañamaque). Tras su Hderato se agrupará un sector de la burguesía que aspira a consolidar sus conquistas económicas en unas instituciones flexiblemente liberales, las libertades bien reguladas que puedan contener las acometidas de los extremismos. Sabrá, con habilidad, talento de una medianía, agrupar en torno suyo a las fuerzas dispersas y enfrentadas de esa izquierda posibilista, para, con un programa mínimo, ofrecerse a la nueva situación. Con estos presupuestos, tiene lugar la obra maestra de Cánovas del Castillo: la asunción por su régimen de esa izquierda dialogante, con lo que evita, por un lado, el supremo peligro del anquilosamiento conservador de sus huestes y, por otro, el que los hombres de la revolución del 68, dejados a extramuros del sistema, se lancen, como es clásico en la desesperación del progresismo, al campo de la revuelta y el pronunciamiento. Suprema lección de estos dos hombres, el que domina el presente y ei que quiere salvar el futuro. Sagasta servirá a maravilla, y su entrega será sin reservas para continuar su ejecutoria de político de las honis difíciles. ¿Se ha reparado bastante, cualquiera que sea el juicio que de su gestión se tenga, en el servicio que prestó a cuerpo limpio en noviembre de 1885 al encargarse del Gobierno de una reina regente en espera de lo que había de nacer y con un cielo político lleno de nubarrones? Incluso en estas horas difíciles sabrá soslayar algunos peligros en gracia a las circunstancias. Así, pondrá sordina al anticlericalismo callejero para dar una sensación de paz, aunque bajo ella se libre una dura batalla por la educación, en. la que están presentes los sentimientos religiosos. Y es de señalar a este respecto cómo el viejo Sagasta de los años 1900 a 1902, desarbolado su programa por las tormentas del 98, desenterrará anacrónicamente la bandera de ese ant¡clericalismo como un recuerdo de los años mozos y un señuelo para atraer a !as masas que ha perdido. Pero su aportación al régimen de los Borbones es muy importante, tanto por lo que evitó como escudo, a veces demasiado duro, contra inquietudes sociales que no supo entender desde su plataforma puramente política de un liberalismo de escuela —caso de los sucesos andaluces de la Mano Negra—; tentativas de pronunciamientos militares de carácter republicano —Badajoz. Santo Domingo de la Calzada, general Villacampa—, como por el conjunto de leyes que se promulgan bajo su mandato, y que constituyen el complemento imprescindible del texto básico del régimen, la Constitución de 1876: conjunto de leyes que viene a ser como una segunda constitución y el armazón liberal que convierten el reinado de María Cristina, una de las soberanas de talante más conservador del siglo XIX, en una de las Monarquías instítucíonalmente más avanzadas de Europa: al menos, institucionalmente, no obstante que la realidad de la estructura social fuera muy otra. Pero él respondía en su programa a un cuadro de valores estrictamente representativos de la clase social que le apoyaba. Las leyes del jurado y del matrimonio civil, las reformas militares, el Código Civil, el establecimiento del sufragio universal como culminación y techo del sistema restauracionistti, la ley de imprenta que habría de regir hasta 1931, son algunas de esas conquistas que la izquierda de mano de Sagasía deja como legado permanente. Y aún vendría el último servicio a ht Monarquía dentro de esa línea de las tristes situaciones, y por cierto, el más duro, el más amargo de su vida cuando, asesinado Cánovas en 1897. tenga que hacerse cargo del endose de la Guerra de Cuba hasta llegar a! desastre de! que se convertirá en pararrayos, en blanco del desprecio y de las iras mientras consume pastillas de cafeína en la cabecera del banco azul para capear el temporal. La amargura del país ya tiene su personificación, su víctima, don Práxedes Mateo Sagasta, muy difícil de salvar para la Historia. JOSÉ CEPEDA ADÁN (Universidad de Granada) LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 LA OTRA CARA DEL 98 1398 es la fecha clave, verdadera piedra de toque, que quiebra y separa dos etapas bien distintas de la Reslauracióíi. El -antes» y el «después» del Desastre. Optimista, hasta cierto punto, el primer período y de desengaño y ansias de cambio ei segundo. Sin embargo, para entender el problema en su aspecto global —como concurrencia de intereses contrapuestos: cubanos, españoles y norteamericanos— hay que situarlo en época muy anterior. Parece, así, acertado considerar el levantamiento cubano de febrero del 95 mejor organizado que otros habidos en la isla durante el siglo XIX, como última manifestación exlerna de un proceso histórico en el jue áe forma manifiesta contrastan íjces y sombras. Lo novedoso en la postrera insurrección será la directa y decisiva participación estadounidense en la fase final del conflicto, mediante la cual Cuba logrará su sepa1 ración definitiva de España. Respecto al carácter decisorio de ía intervención norteamericana lo proclamará el propio Tomás Estrada Palma, primer presidente de la nueva nación surgida en el Caribe. «...Después de tres años de contienda heroica, devastada la isla, diezmada la población, secas ya o poco menos las fuentes de donde salían los recursos pecuniarios, indiferentes si no hostiles en una forma otra los gobiernos de la América Latina, enemigas las naciones europeas (,..), el oscuro aspecto que presentaba por entonces la segunda guerra de independencia, lejos de ofrecer signos de esperanza presagiaba más bien el final desgraciado de ¡a epopeya de los diez años (la guerra de 1868 a 1878), En medio de esta situación desconsoladora de Cuba infeliz (...) recibió de los Estados Unidos existencia política, dejó de ser colonia para tomar asiento entre las naciones de la tierra.» Pero la actuación norteamericana. T relación con el asunto antillano, tenía como meta unos objetivos muy claros. Como advertirá el gran historiador cubano Ramiro Guerra, los Estados Unidos «no hacían un papel gratuito de Don Quijote desfaciendo entuertos». Hay que remontarse a principios del siglo XIX para hallar el documento que clarifica la posición de Norteamérica respecto a Cuba. Cuando John Quincy Adams era secretario de Estado, en las instrucciones que envió en 1823 al representante americano entonces acreditado en Madrid, Hugo Nelson, puede leerse: •Ambas islas son —Adams se refiere a Cuba y Puerto :Rico— apéndices naturales del Continente americano. Cuba, sobre todo, casi a la vista de las costas norteamericanas, ha venido a ser (...) de una importancia trascendental para los intereses políticos y comerciales de la Unión. La dominante posición que ocupa en el Golfo de 'México y el mar de las Antillas, el carácter de su población, su posición en mitad del camino de la costa meridional de los Estados Unidos y Santo Domingo; su vasto y abrigado puerto de La Habana, frente a una larga línea de costa norteamericana sin una ventaja' similar; la naturaleza de sus producciones y de sus necesidades, que sirven de base, unas y otras, a un intercambio comercial con los Estados Unidos (...), todo esto se combina para darle tal importancia a Cuba en el conjunto de los Intereses nacionales de los Estados Unidos, que na hay ningún otro territorio extranjero que pueda comparársele.» -Los vínculos que unen los Estados Unidos con Cuba —geográficos, comerciales, políticos, etc. —agrega Adams—, fomentados y robustecidos gradualmente en el transcurso del ti.ímpo (••.), son tan fuertes, que cuando se echa una mirada hacia el probable rumbo de los acontecimientos en los próximos cincuenta años, es imposible resistir a la convicción de que la anexión de Cuba a la República norteamericana será índispensa. ble para la existencia y la integridad de la Unión.» John Quincy Adams trazaba a continuación las líneas de actuación a seguir —válidas para las sucesivas Administraciones—: la de la -espera paciente» o la «política de la fruta madura-, en atención al símil de la manzana empleado en su definición: «Hay leyes de gravitación política, como las hay de gravitación física, y. así como una manzana separada del árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quisiera, dejar de caer al suelo, Cuba, rota la artificial conexión que la une a España, separada de ésta e incapaz de sostenerse a si misma, ha de gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, y sólo hacia ella. A la Unión misma, por su parte, le será imposible, en virtud de la propia ley, dejar de admitirla en su seno». Los Estados Unidos, pues, estaban dispuestos a esperar. La isla podía permanecer bajo soberanía española hasta el momento propicio en que pudiera ser -acogida- por sus vecinos anglosajones. Cuba independiente no entraba en los cálculos norteamericanos. A fin de acortar etapas hacia un final que se presumía irreversible, hubo Intentos conocidos de compra de Cuba a España, por parte de los Estados Unidos, durante las presidencias de Polk, Pierce, Buchanan y Grant. Volvieron a hacerse gesliones en tiempos de Cleveland y continuaron con McKinley —algunas se realizaron abiertamente, de gobierno a gobierno, otras de manera más discreta—; claro es que, de haber estado España dispuesta a vender, los beneficiados no hubieran sido los cubanos. Cleveland señaló la incongruencia de gastar dinero en favor de terceros. Si por fin Cuba accedió a la independencia —con todas las limitaciones que entrañaba la Enmienda Platt— no fue debido al empeño que mostrara el gobierno republicano de McKinley en alentar esta solución que, al fin y al cabo, hubiera estado más en consonancia con las solemnes declaraciones que emanaban del Ejecutivo norteamericano, sino que el resultado, no deseado, se impuso porque concurrieron circunstancias excepcionales. Los cubanos en armas siempre desconfiaron de la actitud oficial estadounidense. Había de por medio tantas declaraciones públicas a favor de la incorporación de Cuba a la Unión —que en alguna época incluso encontraron apoyo en la isla— y una conducta mantenida por las diferentes Administraciones que se habían sucedido en los Estados Unidos que no invitaban a la tranquilidad. El fantasma de la anexión, pero con muchos visos de convertirse en realidad, preocupaba a los responsables de la insurrección. Descartada la posibilidad de que España abandonara voluntariamente la Gran Antilla, previa entrega de una indemnización, buscaron los insurgentes -negocia/» con los norteamericanos. Dicho llanamente: trataron de comprar su independencia. En diciembre de 1896 el senador Cali, de Florida, aseguraba al «Encargado de Negocios de la República de Cuba» en Washington: -Si hay dinero, el reconocimiento de la independencia es un hecho cierto antes del 15 de enero». Naturalmente la idea era que dólares o bonos, cuidadosamente distribuidos entre senadores y representantes, servirían para arrancar la anhelada declaración de las Cámaras. A este mismo fin se encaminaron los contratos celebrados entre el Delegado Plenipotenciario de la Revolución en los Estados Unidos y los representantes de una banca neoyorquina con excelentes contactos oficiales. Después que el Congreso americano aprobara, el 19 de abril de 1898, la Joint Resolution —«el pueblo de la Isla de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente...»—, los banqueros americanos pasaron la factura al cobro. Y aún hubo más. Si bien los «ex. pansionista.-s» encajaron el golpe, no capitularon sin condiciones y la Enmienda Platt —cesión de Guantánamo, amén de otras cláusulas— vino a paliar, hasta cierto punto, el primitivo uisgusto de muchos. Estrada Palma examinaba la Enmienda como mal menor. -Todos han considerado (se refiere a los Presidentes americanos) la posibilidad geográfica de la isla de una importancia trascendental con relación a la defensa de este país (Estados Unidos) y al canal interoceánico, por Nicaragua o Panamá, y nunca hubiera habido gobierno en Washington que se hubiese decidido a apoyar nuestra independencia sin imponernos previamente aquellas condiciones, a su juicio necesarias, para garantía de los intereses americanos, conforme a la política nacional.» Desde el lado español parece difícil dilucidar responsabilidades entre los políticos de la Restauración por no haber sabido evitar un conflicto con los Estados Unidos. El ideario norteamericano, si no se cedía Cuba, llevaba forzosamente al enfrentamiento enire las.dos naciones. La Administra- ción republicana de M:>í¡iiliy creyó haber agotado, en 1898, \ooor- 'os plazos que se había autolmpi, tr.ro an la re solución favorable —paro r, Unión— del caso cubano. Pasó a ¡a .lición directa. No había sido suficiente obstáculo que el Gobierno español, bajo la presidencia de Sagasta. se aviniera a todas las indicaciones yanquis. Doña María Cristina, en conversación confidencial con el embajador americano a principios de 1898, le decía: «He hecho todo lo que usted me ha pedido o sugerido y he ido tan lejos como he podido». Era inútil. Norteamérica exigía la única alternativa a la que no era posible acceder: el abandono de la isla por parte de España. Es imposible enjuiciar una situación de ayer con las ideas de hoy. Para un español del XIX Cuba era la prolongación peninsular al otro lado del mar; tierra española, tan válida como Cataluña o Extremadura, por tanto, no negociable. El que existiera quien se diese cuenta de la ficción —por ejemplo, Pi y Margall—, no invalida la anterior afirmación. Hubiera sido casi imposible, caso de haber consentido en la evacuación de la isla o en su venta, resistir a la opinión pública española. Sólo una persona podía intentar la arriesgada solución de abandonar la isla en un caso extremo, como el que se planteó en abril del 98, y parece que, en este sentido, se orientaban sus pensamientos de última hora: esa persona era Cánovas —que. como De Gaulle, poseía el suficiente «carisma» para que se le permitiera, quizás en un momento determinado, hacer todo lo contrario de lo que hasta entonces se había dicho y hecho si así creía convenía al bien del país—; pero el gran estadista había muerto, asesinado, víctima de un entendimiento anarco-cubano. Si exculpamos a los españoles, bueno será fijarse en los americanos. A Woodford, el Ministro de McKinley acreditado en Madrid, ya le preocupaba entonces la cuestión. Cercana la intervención escribía al Presidente. «¿Es la advertencia dada en su mensaje (se refiere al mensaje anual del Presidente al Congreso, en 1897) y repetida en la Nota americana de 20 de diciembre, suficientemente clara y definitiva como para justificar una efectiva acción que sea aprobada por ef soberano juicio de nuestro pueblo y el juicio final de la Historia?». El 98 agrietó seriamente el sisteme implantado por Cánovas hace ahora cien años. Si la Institución no se vino abajo después del Desastre, desaparecido el arquitecto que la creara y que podía repararla, en buena parte se debió a la figura de tacto excepcional que era doña María Cristina. Continuando en el terreno de los hechos concretos, el fracaso exterior sirvió como contrapunto a un examen de conciencia colectivo —no limitado al momento histórico y sus circunstancias— que. como todo intento sincero de encararse con la realidad, hay que anotarlo como acción positiva. Una etapa histórica quedaba cerrada. JULIÁN COMPANYS MONGLUS 1. La prensa norteamericana contribuyó extraordinariamente a crear un clima favorable a la guerra con España. En la ilustración aparece una especie da bruto-pirata, un español, rodeado de todas sus supuestas victimas. El lema dice: ¡Culpable! (Judge, 16 de abril de 1898). — 2. McKfnley, a Igual que Hamlet, duda. Por un lado están las víctimas del «Maine» y de las crueldades españolas, Cuba que llora y la opinión pública ñorteamerieana que pide la intervención. Por otro lado, los «intereses» de Wall Street que prefieren le paz. ¿Qué hacer? (Judge, 26 de marzo de 1898.) LA VANGUARDIA — Barcelona, 27 de diciembre de 1974. — üirector: Horacio Sáeiiz Guerrero. — T.I.S.A., Redacción y Talleres: Pelayo, 28 LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 DE ALFONSO XIIA MARÍA CRISTINA: S T R E S S ¡ lo que entendemos por -sistema de la Restauración» fue, fundamenlmente, obra de Cánovas del Castilo —o, si se quiere, de la afortunada ¡ínjunción Cánovas-Sagasta—, no pue\t olvidarse que la clave de bóveda el formidable edificio era la Corona; en efecto, la máxima garantía de ¡Hito pera la obra restauradora resií, de manera providencial, en la coneta encarnación de la realeza du¡nte el último cuarto del siglo XIX: fonao XII, el Pacificador, y la prulaniísima Reina Regente. Había querido Cánovas, por encima ¡Modo, que la Monarquía restaurada ¡pareciese como antítesis de los erroen que incurrió la Monarquía isalelina. Isabel II había sido «la Reina le los moderados»: jamás acertó a emprender que el carácter de soberna constitucional !a situaba, muy lentajosamente sin duda, por encima 1 al margen de los partidos. El enriamiento a muerte entre moderatos y progresistas, cuando ella apa«¡a sin rebozo como máxima valeiore de aquéllos, la Identificó, a los de! progresismo, con los famosos obstáculos tradicionales». Por eso se izo necesaria la revolución de 1868, por eso la revolución la barrió del rano, Alfonso XII, antítesis de los errores isabelinos Alfonso XII aprendió muy bien la lección que Cánovas se había esforado en inculcarle desde el momento que se hizo cargo de los trabajos freíales de la Restauración. Jamás ajó llevar por la arbitrariedad, el ^pricho —o la deslealtad a sus mi ilstros—, que tanto habían contribuido a ¡a caída de su madre; jamás insntó afiliar el trono, como ella, a un soo l partido. Cuando seis largos años !shegemonía política del canovismo imenzaban a inquietar a la recién ¡izada -izquierda dinástica-, renorondo el temible -slogan» revolucionarlo de los -obstáculos tradicionales», la llamada de Sagasta al poder, «1881, bastó para disipar todas las iiisplcaclas; el -turno pacífico* comenzó a ser efectivo aun antes de p í o regulara el pacto llamado — imimpíamente, al parecer— de El Pardo. Aparte su clara y precoz ínteligena, reconocida por todas las fuentes witemporaneas, había sido providential, para el joven Rey, la prolongada experiencia del destierro que la reolución le impuso, precisamente, en !w momentos en que. apenas iniciada eu adolescencia, comenzaba a bosquejarse su personalidad. Un interesante texto de Galdós, en -La de los :es destinos-, nos da la imagen lo que fueron los primeros años del principe de Asturias, en el amiente enrarecido del palacio de Oriente. El protagonista de esta novela —el marqués de Beramendi— hace el siente comentario, tras una visita a ternilla real: «Compadezco a este niño y compadezco a mi patria. En Alo1 vi una esperanza. Ya no veo mis que un desengaño, un caso más Je esta inmensa tristeza española... Be i n está el manejo de las armas; alen esté la equitación como ejercicio corporal: la prestancia de un rey exige todo eso... Pero, ¿acaso no pide timbián una fuerte enseñanza espiritual...? Un rey es la cabeza, el coranin, el brazo del pueblo, y debe resumri en su ser las ideas, los anhelos y toda la energía de los millones de sm i as que componen el pueblo...». Antes de que fuera irremediable il agostamiento de posibilidades y promesas que preocupaba a Beramendi,-la revolución arrancó al príncipe de la malsana atmósfera de la Corte madrileña, y le familiarizó con las diverías modalidades políticas y culturales que brindaba la pletórtca Eurosi de au tiempo, desde la Francia crepuscular del II Imperio a la democrática Suiza; desde el patrlarcalismo de Francisco José, en Viena, al parlamentarismo británico. Esta formación cosmopolita y abierta, junto con un innato casticismo que prolongaba en su ingestiva juventud lo mejor de! canter materno, le convirtieron en el Rey Ideal para cimentar la obra de Cánovas. El propio Pérez Galdós, observador excepcional y humanísimo de nuestro siglo XIX, señalaría, andando los años —en el sentido artículo necrológico dedicado a Isabel II—, que loa errores políticos de la Reina, digns de mejor suerte, tuvieron como causa Is falta de un consejero con autoridad y -apertura- eficaces, que guiara los pasos de su inexperta juventud; e imaginaba, soñadoramente. Mué pudo ser y no fue: -Para que Isabel ejerciera noblemente su sobe- don Alfonso XII. (Oleo de Ricardo Madraio. Villa Giralda. Lisboa) (Foto: LIPPMAN) rania constitucional elegía yo entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas, a don "Antonio Cánovas, no como era ef 46, un mozuelo sin experiencia, sino como fue después, en la madurez de su laboriosa vida política. Con el Cánovas de 1876... no había miedo de que. a espaldas de los Gobiernos visibles, trabajasen en las sombras palatinas las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones de gobierno. Cánovas (y quien sueña Cánovas puede soñar Prim o Sagasta, aunque éstos hubieran sido más útiles en días posteriores del reinado) habría hecho de la servidumbre de Palacio lo que debía ser...-. Al corregir la plana al reinado de Isabel II, Galdós se limitaba a contrastarlo —según habrá observado el lector— con una feliz experiencia vivida: la del reinado de Alfonso XII. Pasados los años, Maragall evocaría con nostalgia la llegada del joven Rey, como un auroral instante iluminado por la esperanza. Esa esperanza —esperanza de paz y de concordia. cuando los desgarramientos provocados por la revolución y por la guerra habían puesto al país en trance de agonía— cristalizó en venturosa realidad apenas se afianzó el trono. Alfonso XII fue. por encima de todo, -el Pacificador»: la máxima virtud de la Restauración se identificó con su persona. Si en Roma el -altar de la Patria» —símbolo de la unidad italiana— tiene su expresión en la estatua de Víctor Manuel II, en Madrid el símbolo de la reconciliación entre los españoles —por una vez lograda— es la estatua de Alfonso XII, que todavía recorta su silueta airosa sobre las frondas del Retiro. Bastaría con ello para hacer de Alfonso XII uno de los monarcas más dignos de recuerdo de la dinastía borbónica —que antes de Carlos IV había proporcionado ya a España gobernantes tan eficaces como Fernando VI o Carlos MI—. La aureola romántica con que ha pasado a la Historia —aureola a la que contribuyeron la triste historia de sus amores con Mercedes de Orleans, y su propia muerte a la temprana edad de veintiocho años— ha relegado a segundo término una acusada personalidad de cauto y prudente político, en abnegada entrega al país sobre el que reinó. Dos notas, en simpático contraste, le definen: la serenidad cun que, identificado con Cánovas, abordó el grave conflicto de las Carolinas, evitando a España un posible 98 catorce años antes del Desastre; y el rasgo de generosidad con que. burlando a sus ministros, acudió a Aranjuez para atender personalmente a los apestados del Real Sitio —cuando él estaba ya herido de muerte. La desaparición del Rey. ocurrida a los diez años del golpe de Estado de Sagunto, pudo ser fatal para la monarquía restaurada. El propio don Alfonso, moribundo, antepuso á la angustia de su fin, en plena juventud, la que le ocasionaba la incógnita del futuro, para el país y para la dinastía. -¡Qué conflicto!» fue la frase con que expresó este atormentador presentimiento. La magnanimidad de Cánovas —cediendo el poder a la inquieta e inquietante Izquierda sagastina— y la solidez y lealtad del acuerdo entre los dos jefes políticos salvaron, de momento, la crisis. Pero, a la larga, fueron mucho más decisivos, para la consolidación del trono restaurado, el nacimiento de un Rey —hijo postumo del monarca fallecido— y. sobre todo, la extraordinaria personalidad de la Regente. La discreta regente de España María Cristina era muy poco conocida al producirse su prematura viudez. El recuerdo fulgurante y romántico de la reina Mercedes había constituido un obstáculo para su propia popularidad, y, por otra parte, su condición de extranjera, su talante aristocrático y distinguido eran, en principio, cualidades poco propicias a crear entusiasmos -de masa- en torno suyo. El propio Cánovas no había sabido intuir cuánto se ocultaba tras ia apariencia fría y reservada de doña Cristina. En esto se mostró mucho más perspicaz Sagasta, al comprender desde el primer día todo el conjunto de valores moraies atesorados por la Doña María Cristina de Habsburgo, Reina Regente de España. (Oleo de José Llaneces. Palacio del Consejo Nacional. Madrid] (Foto; FISA) Reina, para la que había de ser, en cierto modo, un paternal Disraeli, abriendo cauces, como el gran ministro inglés, a la compenetración del pueblo con la soberana. E! conocido retrato de Raimundo Madrazo. fechado en 1887. es testimonio de primer orden para calar el secreto de esta personalidad en su momento decisivo. El rostro, lleno de inteligencia y de finura, respira un maravilloso equilibrio interior. Y. en efecto, si quisiéramos definir con una sola palabra a la Regente, habríamos de escoger esta: equilibrio. Cualidad casi inédita en la vasta galería de nuestras figuras políticas de ambos sexos, si no nos remontamos a la castellana -mesura" de otra Regente en difícil trance histórico: María de Molina. En ambas, los sinsabores repetidos que les brindó la vida en plena juventud forjaron ese peculiar tono de madura discreción, de soberana dignidad, que las caracteriza. En la misión asignada a la Restauración por Cánovas —la de integrar las fuerzas enfrentadas durante todo un siglo en larga guerra civil— le cupo a la Regente un papel primordial, por cuanto ella facilitó ¡a rotación de los partidos dinásticos en el Poder y las reformas democráticas de Sagasta. Más que a la habilidad política del -viejo pastor- se debió a la intachable conducta constitucional de la Reina el «posibilismo- de Castelar. que desintegraría por mucho tiempo a los republicanos. Pero nos engañaríamos si, dejándonos llevar por !as apariencias, creyésemos a doña Cristina más próxima al ideario de don Práxedes que al de Cánovas. Simpatía humana e identificación política son cosas muy diferentes. Puesta entre los máximos modelos monárquicos de la época —el parlamentarismo químicamente puro de Victoria I y el conservadurismo remozado de Francisco José—, ella había de sentirse, por razones de sangre, de temperamento y de educación, más próxima al patrón austríaco que al británico. Lo cual hace mucho más meritoria su inhibición absoluta en las luchas en- tre los partidos, atenida siempre a su papel de supremo arbitraje. En es;) actitud se reflejaba tanto su intachable honestidad personal como su exquisita elegancia; una elegancia manifiesta en todos los aspectos de su vida: en la abnegación, sin exhibicionismos, con que supo asumir su deber de madre y de educadora; en el tono distinguido, sin concesión alguna a la frivolidad o al dispendio, que imprimió a la Corte; incluso en su propio atavío personal, entonado en grises y malvas, ajeno a toda estridencia, a todo «snobismo-. Su integridad hizo que se embotaran ante su persona todos los intentos de calumnia o de desprestigio: la chismografía de la Corte no logró acuñar, para ella, más que un sobrenombre que la honraba: -doña Virtudes». En el difícil momento de la crisis con Norteamérica, ninguno de los políticos que la asistían estuvo a la altura de la Reina, cuya patética dignidad provocó a un mismo tiempo el respeto y la admiración del implacable embajador Woodford —lo reflejará, muy pronto, la tesis doctoral en que ahora trabaja Julián Companys—. Aunque el país desconocía los esfuerzos de la Reina para evitar un rompimiento militar —esfuerzos en los que llegó tan lejos como sus limitaciones constitucionales se lo permitían—, jamás responsabilizó a doña Cristina con el Desastre. La mezcla de veneración y respeto con que el pueblo —todos los estamentos sociales— la miró hasta el final de sus días permitió que el esperanzador regeneración ismo de comienzos de siglo actuase -desde dentro» de la Monarquía. Cuando el trono comenzó a cuartearse, una opinión generalizada —aunque injusta— creyó ver la causa en el abandono, por ei Rey, de los prudentes consejos maternos. De hecho, sólo dos años escasos separan la muerte de doña Cristina del final de la monarquía restaurada: diríase que había sido, mientras vivió, su auténtico ángel tutelar. CARLOS SECO SERRANO LA VANGUARDIA ESPAÑOLA VIERNES, 27 DICIEMBRE DE 1974 S OE SU LARGO DESTIERRO BARCELONA, PRIMER CONTAC POMO en otras ocasiones en la historia, la Ciudad Condal iba a jugar un papel decisivo en la restauración alfonsina. El día 9 de febrero de 1875, Barcelona cpnsagraba, con sus aclamaciones, el hecho feliz del regreso de Alfonso XII, cuyo primer contacto con la patria reencontrada sería precisamente nuestra ciudad. Al igual que cien años antes, los barceloneses habían hecho con Carlos III, darían la bienvenida a Alfonso XII, que con juvenil ímpetu ven/a a regir los destinos de España, después de un período de experimentos e inestabilidad. El nuevo monarca trataba en aquelos memorables momentos de convocar a la, tarea de remodelar la convivencia hispánica dentro de la legalidad de todas las fuerzas vivas del país. Pocas semanas antes había proclamado solemnemente en Sandhurst, que «no dejaría de ser un buen español, ni como sus antepasadoi un buen católico, ni como hombre del sitio, verdaderamente libemi», Nunca han sido reacios I I ; barceloneses a acoger a Jos grandes personajes, ni mucho menos podí; n serlo con Alfonso XII que venía a cerrar el paréntesis abierto por i v Revolución de Septiembre, tras haber fracasado asimismo todos los intentos del período revolucionario. El nuevo reinado daba principio b.tjo el doble signo del escarmiento y de la ilusión. El anuncio del arribo del joven monarca movilizó a todo c' país, que se dispuso a tributarle un gran recibimiento, en el que Barcelona iba a ser el primer eslabón, España estaba ansiosa de p iz, de orden y de bienestar y búscala anhelante en la monarquía restaurada el logro de tales objetivos. Naturalmente el; cambio de régimen trajo consigo una renovación total de auroridades. El nuevo Ayuntamiei to lo presidió don Ramón de Setmcnat y Despujol, marqués de Ciutadi la, y, la Capitanía General, fue encomendada a la figura indiscutible de la Milicia, don Armenio Martínrv Campos, que pocas semanas antes habí;i Í#\II UU li tuiHUfi 1. Llagada de don Alfonso XII al patrio da Barcelona, tras su largo destierro. (Oleo de Gonzalo Caiaa. Palacio de Pedralbea. Barcelona.) — 2. Escudo dal Rey an al libro «Historia cronológica de Timbras y Blasona*», dedicado a don Alfonso Xll. (Palacio de Pedralbes.) — 3. Estatua an bronce dorado del Rey niño, regalo a doAa fsabel II. {Palacio de Pedralbes.) — 4. Doña Isabel II presentando su hijo al pueblo. (Mármol de Vallmítfana. Palacio de Pedralbes.) proclamado en Sagunto al nuevo monarca. Mané y FlaqUer, el periodista insigne, a quien Cánovas del Castillo quiso hacer gobernador civil —incluso su nombramiento apareció en, la, «Gaceta»-^ rechazó el cargo en una emotiva nota, en la que afirmaba que él sólo deseaba servir a la monarquía en su calidad de periodista. En pocas semanas la ciudad preparóse para el magno acontecimiento. Se construyó incluso, un trozo de muelle de Atarazanas, al que se le dio el nombre de la Plaza de la Pa/. Las Casas Consistoriales fueron debidamente acondicionadas para que sirvieran de residencia al rey y, un detalle curioso, que aparece en los periódicos de la época, es la, escasez de- coches d& lujo, que much;is personas deseaban alquilar aE objeta de participar en el recibimiento. «Viene Alfonso XII —escribía Mané— a ser el rey de todos los españoles y símbolo de la monarquía representativa, como lo fue siempre en España.» El \iaje de regreso a la patria lo hizo Alfonso XII a bordo del buque de guerra «Navas de Tolosa», y el día anterior de su llegada salió del puerto barcelonés el «Jaime II» en el que viajaban una comisión de la Diputación Provincial y varios pe- riodistas, el cual avistó a la fragata real alrededor de las tres de ].i madrugada, noticia que, por cierto, la Agencia Fabra, por conducto de su director-propietario, hizo llegar al «Diario de Barcelona* a través de una paloma mensajera soltada a ia altura de Tordera. En el Palacio de Pedralbes se conserva un curioso cuadro —propiedad del Patrimonio Nacional— de un autor cuya identidad se desconoce —Gonzalo Casas—, que posiblemente es el único testimonio gráfico que existe del momento en que Alfonso XII pisa tierra española. El cuadro, de excelente colorido, está inmerso en la que podríamos llamar escuela del «fortunyismoj> y en él. aparte del monarca y de todos sus acompañantes —ministros, ayudantes, secretario, periodistasi españoles y extranjeros, dibujantes, etcétera— pueden identificarse a todas las autoridades barcelonesas, principalmente al primer magistrado, al dar la bienvenida al rey —que vestía uniforme de capitán general en campaña—, el cual, en su contestación, dijo entre otras cosas, que conocía los altos hechos de los condes de Barcelona, cuyo título se gloriaba de llevar y sabía perfectamente que, en el mundo civilizado, Barcelona gozaba con justicia de fama de ciudad industrial. siendo de las primeras en señalarse en todos los ramos de la nctividad humana. El momento, según cuentan los cronistas de la época, fue inolvidable. Eran las primeras palabras pronunciadas por el nuevo monarca al pisar en Barcelona, tierra española, La Restauración, como afirma Viccns Vives, fue esencialmente un acto de fe en la convivencia hispánica y, fue Juan Maragall quien, años después, se refería al hondo significado de la entrada triunfal del Alfonso XII en la Ciudad Condal. Entrada triunfalmente no porque hubiera puesto sitio a la ciudad y la hubiera conquistado —decía—, sino porque en el delirio de las aclamaciones- que rodeaban su entrada había la sensación de triunfo de España sobre sí misma. Aquel niño que entraba a caballo Ramblas arriba, rodeado de viejos generales, de atronadores vivas y lluvia de flores, era la encarnación de la vida nueva, de la calma después de la tempestad, era lo más bello de este mundo: era la esperanza. Así fue el primer contacto de Alfonso XII con España a través de las calles barcelonesas... JOSÉ TARÍN-IGLESIAS Fotos: JAIME BUESA