Ciencia, tecnología y cambio social

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Santillana
INFORME
CIENCIA, TECNOLOGÍA Y CAMBIO SOCIAL
Claves, Noviembre 1993
no 37, pp. 8-14.
José Manuel Sánchez Ron
Por muy primitiva y borrosa que sea
nuestra idea de «cambio social», sería difícil
negar que la ciencia y la tecnología figuran
entre los elementos que contribuyen a producir cambios en la sociedad. La introducción del torno de alfarero y de los vehículos
con ruedas hace 6.000 años (recordemos
que los seres humanos llevan construyendo
instrumentos durante al menos medio billón de años) muestra que es posible encontrar desarrollos tecnológicos que repercutieron de forma dramática en la humanidad
sin tener que acercarnos demasiado al presente. Nótese, sin embargo, que he utilizado
la expresión «desarrollos tecnológicos», y es
que con la ciencia no ocurre lo mismo. El
conocimiento científico constituye, en efecto, un logro más elaborado, y por consiguiente también más tardío, de la actividad
de los seres humanos; dista más de lo pura o
esencialmente empírico, que caracteriza a
una parte importante de la tecnología, especialmente la de épocas pretéritas. Por ello,
los cambios sociales relacionados de manera
estrecha con la ciencia no tienen una historia tan añeja. La imbricación de la tecnología con la sociedad es una constante de la
historia, mientras que el papel social de la
ciencia es mucho más reciente, habiendo
adquirido una intensidad especial durante
los últimos 100 o, incluso, 150 años.
Para hablar con sentido acerca de en qué
medida ciencia y tecnología producen cambios sociales es conveniente analizar diversas cuestiones, entre las que se encuentra,
por ejemplo, la de clarificar la relación entre
ciencia y sociedad, por un lado, y entre ciencia y tecnología, por otro. En lo que se refiere a la primera cuestión, es patente que
hace mucho tiempo que nadie cree que
ciencia y sociedad sean dos entidades autónomas, cada una capaz de existir independientemente de la otra. Esto es cierto, pero
existen matices. No se puede negar que la
ciencia depende, en cuanto actividad, de la sociedad; al fin y al cabo, los científicos son
entes sociales, personas con sus ideologías e
intereses, además de trabajadores sumergidos en determinadas culturas que deben ganarse la vida como otros y que, por si fuera
poco, necesitan (especialmente tras la aparición de la «Gran Ciencia») de la generosidad social para poder llevar adelante sus investigaciones. No obstante, esa dependencia
no implica necesariamente el aceptar la idea
de que el contenido de la ciencia se vea afectado por la historia social. Entre los profesionales de la ciencia se encuentra bastante
extendida la creencia de que ese contenido
es independiente del contexto social en el
que se desarrolla la ciencia; que las teorías
científicas se encuentran «depositadas» en
algo así como el Mundo 3 popperiano, a la
espera de que alguien –un científico, presumiblemente– las recupere. Ahora bien, no
es imposible, cuando menos, que en alguna
ocasión el contenido de la ciencia se vea
afectado por elementos sociales. Un intento
épico de establecer alguna conexión entre
elementos importantes de una teoría científica y la sociedad fue el realizado por Paul
Forman cuando trató de relacionar la acausalidad de la mecánica cuántica con la situación sociocultural en la Alemania de la República de Weimar1. No obstante, a la
postre el estudio de Forman distó de ser definitivo en cuanto a sus conclusiones, entre
otros motivos por no disponer de un modelo de relación ciencia-sociedad en el que se
distinguiesen con claridad los elementos sociales concretos que intervienen en el contenido de las teorías científicas.
Tal acusación es, en principio, más difícil
de realizar en el caso del modelo defendido
en tiempos por los marxistas duros (más que
duros, «vulgares»), en el que se mantiene que
existe una conexión necesaria entre las necesidades económicas de la industria y la formación
de las teorías científicas. Este modelo se asocia
habitualmente con los esfuerzos de la delegación soviética que asistió al II Congreso de la
Historia de la Ciencia (Londres, 1931). Fue
en aquella ocasión cuando Boris Hessen, un
físico que desapareció poco después (presumiblemente como consecuencia de una de las
purgas de Stalin), presentó su famoso trabajo
Las raíces sociales y económicas de los «Principia»
de Newton, en el que argumentaba que los
trabajos de Newton surgieron de sus intereses en minería, artillería, navegación y otras
actividades importantes desde el punto de
vista económico2. Basado en algunas cartas
de juventud de Newton, el análisis de Hessen, que implícitamente viene a decir que no
es la ciencia la que produce cambio social,
sino la sociedad –el mundo económico, en
concreto– la que origina los cambios científicos, es tremendamente simplista y, como
tantos otros escritos del marxismo de los
años treinta, imposible de defender.
Algo más sutil es un modelo basado en
el concepto neomarxista de «hegemonía».
Utilizando este enfoque, Berman, por
ejemplo, intentó explicar ciertas características de la ciencia británica del siglo XIX en
términos de lucha de clases3. En su enfoque, la clase dominante británica buscaba
establecer y mantener una «hegemonía»,
una supremacía cultural en este caso, y así
estampar su sello en toda la sociedad, incluida la ciencia. De esta manera, la práctica científica reflejaría valores originados en
áreas alejadas de ella. El amateurismo de la
ciencia británica de la época, frente a la mayor profesionalización de los científicos alemanes, se ve en este modelo como reflejo
de ideales aristocráticos.
Evidentemente, la ciencia británica del
siglo XIX ofrece muchas posibilidades para
semejante tipo de argumentación, pero aun
así su defensa no es fácil. Existen diferencias notables, por ejemplo, entre las universidades de Oxford y Cambridge, por un
lado, y las escocesas de Glasgow y Edimburgo, por no mencionar los civic colleges
(colleges municipales) ingleses, algunos de
ellos gérmenes de futuras universidades,
que se irían estableciendo a partir de 1871 y
en los que la educación científica desempeñaba un papel destacado. Y si pensamos en
sociedades profesionales, no responden a
los mismos patrones culturales e ideológicos agrupaciones como la Linnaen Society
(482 miembros en 1867, 668 en 1878), la
Pharmaceutical Society (2.500 y 4.536), la
Royal Society (651 y 549), o la Royal Agricultural Society (5.525 y 6.797). Ahora
bien, si en lugar de referirnos a clase dominante limitamos nuestro ámbito al local,
entonces las explicaciones son más fáciles
pero también menos útiles desde el punto
de vista metodológico: los colleges municipales surgieron, obviamente, porque en las
Midlands y en el norte de Inglaterra existían grupos sociales interesados en promover
la formación científica, algo que requería
–o aconsejaba– su desarrollo industrial; y en
lo que se refiere a las sociedades científicas,
cada una refleja el ethos del grupo que la
sostiene. La «hegemonía» pierde de esta
manera casi todo su valor como elemento
explicativo. No podemos, por ejemplo, distinguir entre la sociedad británica de finales
del siglo XIX y comienzos del XX y la francesa de la misma época, en la que surgieron
los Instituts Annexes des Sciences Appliques, como el Institut de Chimie de Bordeaux (1891), el Institut Electrotéchnique de
Grenoble (1901), el Institut de Chimie de
Montpellier (1908) o el Institut de Chimie
de Besançon (1920). Para tales viajes no hacían falta semejantes alforjas. La práctica
científica (otra cosa son las ideas) está, siem-
© 1993 del original Claves y José Manuel Sánchez Ron.
© 1995 de esta edición by Santillana, S.A. La presente edición respeta el texto original excepto en las notas bibliográficas, que han sido resumidas.
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pre lo ha estado, en mayor o menor medida
condicionada por el contexto social.
Fuera de esta convicción, trivial en más
de un sentido, en el campo de la historia de
la ciencia y la tecnología apenas quedan teorías con pretensiones de generalidad acerca
de la relación entre ciencia, tecnología y
sociedad. Existen demasiados ejemplos
que muestran los diferentes sentidos en que
ciencia, tecnología y sociedad se fecundan
como para olvidarlos y embarcarse en la,
a veces agradable pero demasiado arriesgada, tarea de componer teorías generales.
Por desgracia, o por fortuna, parece que no
existe inevitabilidad histórica, ni en la política, ni en la economía, ni tampoco en la ciencia y la tecnología.
Es por este motivo por lo que a continuación me limitaré a tratar algunos casos
que muestran esa multidireccionalidad en
las relaciones entre ciencia, técnica y cambio social, casos que, además, revelan que
esas relaciones varían, en aspectos importantes, según transcurre la historia.
Más allá de los siglos XIX y XX
A pesar de que la historiografía más reciente en el campo de la historia de la ciencia y la tecnología sea particularmente generosa en el estudio de los siglos XIX y XX, y de
que esas centurias contengan excelentes lecciones para la cuestión del cambio social,
otras épocas ofrecen también magníficas
oportunidades. Veamos algunos ejemplos.
El ya clásico estudio de Robert Merton
dedicado a la interacción entre el protestantismo ascético del siglo XVII y la ciencia de la
época –un tema profundamente weberiano–, en el que se sostiene que el puritanismo contribuyó, inadvertidamente, a la legitimación de la ciencia como institución
social emergente, constituye un espléndido
ejemplo sobre la literatura histórica en la
que se aborda de manera directa la relación
entre ciencia, tecnología y cambio social4.
Como también lo es el conocido estudio de
Lynn White Tecnología medieval y cambio social (Paidos, Barcelona, 1990), en el que se
estudian la introducción de un invento, de
una tecnología, la del estribo, a la que se debió el que durante siglos el jinete fuese muy
superior al soldado de a pie. «Pocos inventos», escribió allí White (pág. 54), «han sido
tan sencillos como el del estribo, pero pocos
ejercieron una influencia tan catalítica en la
historia». En efecto, las necesidades de la
nueva modalidad de guerra que el estribo
hizo posible, tales como el tener que equipar y armar grandes cantidades de caballeros, en un contexto en el que escaseaban
tanto los caballos como el hierro, obligaron,
para pagar tales gastos, a una reorganización
de todo el sistema económico, lo que contribuyó a generar una nueva forma de sociedad europea occidental, dominada por una
aristocracia de guerreros a quienes se concedían tierras para que pudiesen combatir con
un estilo nuevo y altamente especializado.
Otra obra particularmente rica en enseñanzas sobre la relación entre, en este caso,
técnica y sociedad es la debida a George Basalla, La evolución de la tecnología (Crítica,
Barcelona, 1991), en la que se muestra que
la cultura de una sociedad puede afectar
profundamente a las tecnologías que mantiene. Para ilustrar este punto, Basalla ha
considerado el caso de la introducción en
Japón, en 1543 y por mediación de los por-
tugueses, de armas de fuego. Rápidamente
se seleccionaron los fusiles para fines bélicos, siendo producidos en grandes cantidades por artesanos japoneses altamente cualificados. A finales del siglo XVI había en
Japón más rifles, en número absoluto, que
en cualquier otra región del planeta. Sin
embargo, en lo que parece haber sido su cenit de popularidad, los japoneses volvieron a
sus armas tradicionales: la espada, la lanza y
el arco y la flecha. Varias fueron las razones
por las que los japoneses renunciaron a los
rifles, pero para Basalla la principal fue el
que la elitista e influyente clase guerrera japonesa, los samurais, prefería batallar con
espadas, dotadas para ellos de valores simbólicos, artísticos y culturales. Aunque no se
llegaron a prohibir las armas de fuego, el
que los funcionarios japoneses limitaran su
uso y producción en el siglo XVII obligó a los
fusileros a volver a la espada y a la producción de armaduras, además de a otros trabajos más mundanos. En el siglo XVIII las
armas de fuego subsistentes en Japón
quedaron anticuadas y sustancialmente en
desuso. La tecnología y estrategia militares
japonesas habían vuelto a la espada como
arma básica. Sería en el último cuarto del siglo XIX cuando se reanudase la fabricación
de armas de fuego y cañones.
Existen otros factores –no mencionados
por Basalla– que ayudan a comprender el caso japonés. Como todo estudiante de historia japonesa sabe5, el régimen Tokugawa
(1600-1867) mantuvo un aislacionismo estricto con respecto al mundo exterior durante más de 200 años (1639-1853). No existieron prácticamente viajes de japoneses a otras
naciones, o de extranjeros al Japón. No es
sorprendente, por consiguiente, que el flujo
de ideas con el exterior fuese muy limitado y
que tradiciones como las de los samurais se
impusiesen ante novedades –tecnológicas en
nuestro caso– que habían venido de otros
países. Se ha señalado que «con algunas
excepciones notables, los gobernantes autocráticos han sido por lo común hostiles
o indiferentes al cambio tecnológico. La
necesidad instintiva de estabilidad y el temor
a las actitudes disidentes prevalecían sobre
las posibles ventajas que se podrían lograr
con el progreso tecnológico»6.
Un problema con estos ejemplos es el de
su representatividad. ¿Hasta qué punto es
frecuente en la historia encontrarse con situaciones en las que una determinada cultura, más correctamente, un grupo cultural
concreto, o una nación, pone frenos al desarrollo tecnológico, alterando de esta manera,
indirecta, los cambios sociales que se hubieran podido producir caso de haberse mantenido la utilización de aquella tecnología? Es
ésta una pregunta complicada, pero todo parece indicar que una libertad (para aislarse
del exterior) como la que poseyeron los japoneses y los chinos entre, aproximadamente, los siglos XV al XIX es cada vez más difícil
de conseguir. La libertad para alterar (o detener) el desarrollo, el cambio tecnológico,
con el fin de atender deseos o necesidades de
grupos se debilitó considerablemente con el
avance, a partir del siglo XIX, de la industrialización y, sobre todo, con el crecimiento y
perfeccionamiento de los sistemas de comunicaciones y transporte. Japón pudo renunciar a los fusiles gracias a su remota situación
geográfica con relación a otras sociedades
que sí mantuvieron aquella tecnología y
otros valores culturales, así como a que los
medios de comunicación en aquella época
eran muy lentos, lo que permitía el aislacionismo. A partir de mediados del siglo XIX le
habría resultado mucho más problemático: y
de hecho fue entonces cuando volvió a abrirse a la producción y utilización masiva de las
armas de fuego, dentro del programa de modernización emprendido por la dinastía Meiji, programa que terminaría conduciendo al
Japón a la posición de privilegio que ocupa
en la actualidad.
¿Se debe interpretar lo que acabo de decir
en el sentido de que estoy afirmando que la
incidencia de la cultura en el cambio tecnológico es cada vez más difícil? No necesariamente, pero lo que sí parece es que desde el
siglo pasado resulta progresivamente más
complicado mantener valores sociales, impulsar, incluso, cambios sociales que entren
en conflicto radical con las posibilidades que
ofrece –y que exige– la tecnología.
La sociedad como impulsora
de tecnologías «de cambio»
De la mano de Basalla, en la sección anterior entramos en la cuestión de la influencia que va de la sociedad a la tecnología. Es
éste, no obstante, un tema mucho más amplio de lo que sugieren las consideraciones
anteriores, en las que nos enfrentábamos
con una situación concreta. En general, el
cambio social incide en la tecnología e, indirectamente cuando menos, en la ciencia
también. Así, el surgimiento de las naciones-Estado entre 1450 y 1750 tuvo importantes consecuencias para el desarrollo
tecnológico. El ámbito (geográfico de población, político, económico) de la naciónEstado favorecía la capacidad de diseñar
políticas propias de una cierta dimensión7.
Y algunas de esas políticas fomentaban la
tecnología: las necesidades militares llevaron al diseño de fortificaciones, a la fabricación de cañones o a la construcción de
buques de guerra. Por su parte, los requisitos mercantilistas impulsaron a los Gobiernos a, por ejemplo, multiplicar los empleos
y subsidios para lo que llamaríamos hoy
«ingenieros», y en su momento (a partir
del siglo XVIII) a crear escuelas especiales
en las que se pudiesen educar los futuros
ingenieros; también recompensaron con
pensiones, monopolios y patentes a los inventores que contribuyeron al bienestar
del Estado. Comenzó entonces un proceso
(no de carácter general) que se ha mantenido hasta el presente: naciones que notaban
que se quedaban rezagadas hacían un esfuerzo deliberado por avanzar tecnológica
y científicamente; esto es, para ponerse a la
altura de los países más desarrollados. La
Rusia de Pedro I el Grande, el Japón de
Meiji, España después de la pérdida de Cuba y Filipinas, Estados Unidos tras el lanzamiento del primer satélite soviético, son
ejemplos de naciones que se embarcaron,
por motivos políticos, en programas destinados a mejorar su capacidad científicotecnológica. Sin embargo, y como veremos
a continuación, no es necesario recurrir a
una unidad de la dimensión del Estado para detectar la influencia que la sociedad tiene en el cambio tecnológico.
A mediados del siglo pasado, y gracias al
avance que estaba experimentando la ciencia de la electricidad y el magnetismo, se vio
la posibilidad de enviar información entre
puntos alejados utilizando señales eléctricas,
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muchísimo más rápidas que cualquier otro
medio de los empleados hasta entonces en
las comunicaciones. Me estoy refiriendo a
la telegrafía. Pues bien, cuando se repasa la
historia de la telegrafía se encuentra un proceso complicado en el que ciencia, tecnología y sociedad se relacionan de formas
muy variadas. Comencemos por la relación
«ciencia-tecnología».
La idea de que la ciencia es previa a, y relativamente independiente de, la tecnología;
de que ésta no es sino la explotación de las
posibilidades que señalan las teorías científicas, no ha sido abandonada todavía en algunos medios. Y en la medida en que normalmente es la tecnología la más directamente
involucrada en los cambios sociales, esa opinión puede llevar a pensar que la ciencia es
la responsable, en última instancia, de los
cambios sociales relacionados con el complejo ciencia-tecnología (un argumento éste
que daría a la ciencia una posición de privilegio frente a la tecnología).
El ejemplo del electromagnetismo y las
comunicaciones nos muestra lo erróneo de
semejantes puntos de vista. Así, es importante comprender que las aplicaciones del
electromagnetismo ya se abrían camino,
con fuerza creciente, en la década de 1840,
cuando James Clerk Maxwell, quien lograría completar el edificio teórico de la ciencia de la electricidad y el magnetismo, ni
siquiera se había graduado (lo hizo en
1854). En este sentido no se puede decir
que el conocimiento científico guiase totalmente al práctico, que la ciencia pura precediese a la aplicada. Como en muchos
otros casos, anteriores y posteriores, la relación ciencia-tecnología resultó ser complicada. Aunque los descubrimientos (científicos) de Oersted y Faraday habían dado
pie a imaginar la posibilidad (práctica) de
la telegrafía, una vez abierta la puerta
de aquella posibilidad inventores, entrepreneurs y científicos emprendieron, juntos o
por separado, la lucha por lograr hacer realidad semejante idea. A lo largo de ese camino la ciencia siguió aportando beneficios
a la, como denominaríamos hoy, tecnología, pero también aquélla se benefició de
ésta. Se ha argumentado en este sentido
que la noción de campo de Faraday, esencial
para el desarrollo de la teoría electromagnética, es acreedora del descubrimiento del
retraso que sufría la corriente eléctrica
cuando era transmitida a lo largo de grandes distancias de cables telegráficos subterráneos. Un punto éste importante para la
discusión de la intervención de la sociedad
en el contenido de las teorías científicas.
También está el caso de William Thomson. El futuro lord Kelvin comenzó a interesarse en la telegrafía por cable por los
alrededores de 1853-1854, continuando
ocupándose de ella durante el resto de su
vida, una actividad que no sólo le reportó
dinero y fama social, sino que también tuvo
un profundo efecto en los problemas científicos de que se ocupó, e incluso, como
han señalado sus más recientes biógrafos,
en la manera en que concibió los fenómenos electromagnéticos8.
Finalmente, no podemos olvidar que el
éxito social de la telegrafía repercutió favorablemente en los científicos, en los «físicos» en particular, además de, por supuesto, en lo que hoy denominaríamos técnicos
de grado superior y medio. Entre 1854 y
1867 dobló su tamaño la red telegráfica bri-
tánica. El precio de un mensaje se redujo a
la mitad y el volumen de comunicaciones se
cuadruplicó. Obviamente, aumentó también la oferta de trabajo en la producción o
utilización de conductores eléctricos, aislantes, baterías e instrumental telegráfico,
lo que a su vez creó una fuerte demanda de
instrucción en telegrafía e, indirectamente,
en la ciencia de la electricidad.
En vista del éxito de la telegrafía terrestre pronto surgió la idea de unir telegráficamente el Reino Unido con el continente americano. El 20 de octubre de 1856
se formó con capital británico y estadounidense básicamente, la Atlantic Telegraph
Company. No iba a ser, sin embargo, una
empresa fácil de llevar adelante. Las dificultades técnicas de todo tipo eran muy
numerosas y aunque el primer cable se instaló en 1857, no se consiguió depositar en
el fondo marino un cable que funcionase
hasta 1866.
Entre 1866 y 1874, cuando la construcción de líneas telegráficas submarinas estaba en su apogeo, laboratorios de física como el de Thomson, en Glasgow, se veían
inundados de estudiantes que querían convertirse en «ingenieros telegráficos». De
hecho, en el Reino Unido no existieron laboratorios de ingeniería hasta 1878, lo que
obligaba a los jóvenes que querían convertirse en lo que hoy denominamos «ingenieros» a recibir su instrucción práctica, bien
en industrias, como aprendices, bien en laboratorios de física en los que la electricidad ocupase una posición dominante. Esto
ayudó, evidentemente, a la física; y en este
sentido se puede decir que la telegrafía, la
demanda social que se encontraba detrás de
ella, los cambios sociales promovidos por
esa misma tecnología, favorecieron claramente la institucionalización de la ciencia
física hasta finales de siglo.
Es evidente que la existencia del cable
submarino interatlántico, y su subsiguiente
extensión a otros mares y a otros continentes,
entrañaba profundos cambios sociales, aunque esos cambios no se extendieran en principio a todas las clases (en 1866 el precio de
un telegrama atlántico era exorbitante: uno
de 20 palabras costaba alrededor de 100 dólares, el equivalente al salario de cuatro meses
de un trabajador industrial). Fueron los mundos de los negocios y de la política los que
más directa y rápidamente se vieron afectados por la introducción de la telegrafía submarina. Para el mundo empresarial, en particular, la velocidad y seguridad de la telegrafía
justificaba su coste. Muchos negocios que
surgieron o ampliaron su ámbito durante el
siglo XIX, como el ferrocarril, las líneas marítimas y los periódicos dependieron fuertemente de la telegrafía (terrestre o submarina).
Todo esto resulta tan claro que no es
preciso detenerse mucho en ello. Ahora
bien, semejantes consideraciones, en las
que prima uno de los dos sentidos posibles
en la relación entre ciencia y tecnología,
por un lado, y sociedad, por otro, pueden
conducir, si no se matizan, a una visión
profundamente desenfocada. Es evidente
que los científicos y tecnólogos dedicados
al estudio del electromagnetismo fueron
una condición necesaria para el desarrollo
de la telegrafía, pero no se debe pasar por
alto el papel de la sociedad (de los empresarios, del Gobierno y de los periódicos, en
particular), que con su presión e interés
empujó firmemente al desarrollo de ese
medio de comunicación. De la sociedad, y
no de la ciencia y la tecnología, surgió el
interés necesario como para que se reuniese el capital necesario como para formar la
Atlantic Telegraph Company, que hizo posible la instalación del cable submarino
en 1866. En otras palabras: es posible argumentar que, en cierto –y parcial– sentido, el
cambio social que produjeron los nuevos
modos de comunicación estaba latente en
la propia sociedad, que esa sociedad, o grupos importantes dentro de ella, necesitaba
que su capacidad de transmisión de información se hiciese más rápida, y que, por
consiguiente, estaba buscando un medio
adecuado para satisfacer sus deseos. La
ciencia y tecnología del electromagnetismo
le proporcionaron ese medio.
Ciencia, tecnología y relaciones
internacionales
La introducción de redes telegráficas a
nivel mundial tuvo consecuencias importantes en lo que se refiere a las relaciones
internacionales. Como los mensajes telegráficos tenían que atravesar a menudo
fronteras entre naciones, hubo que establecer convenios de cooperación internacional. Así, en la década de 1850 y principios
de la de 1860 se firmaron diversos acuerdos
y tratados bilaterales (en 1865, por ejemplo,
se fundó la Unión Telegráfica Internacional). En general, los desarrollos científicostecnológicos que se produjeron a partir de
la segunda mitad del siglo XIX, y cuyas consecuencias se dejaron sentir en el mundo
industrial, fomentaron la cooperación –y
la competencia– internacional, que hasta
entonces había estado prácticamente restringida a iniciativas surgidas del mundo de
la política. Para, por ejemplo, poder vender
en distintos mercados nacionales productos
surgidos de algunas tecnologías, se necesitaban sistemas comunes de unidades de medida, al igual que decisiones generales sobre
ciertos procedimientos o mecanismos, lo
que obligaba a que las diferentes naciones
se pusiesen de acuerdo (no siempre lo conseguían: recordemos en este sentido el empleo de voltajes de 220 y 125 voltios, las vías ferroviarias anchas y estrechas, y el
tráfico por la derecha y por la izquierda).
Es ilustrativo de la variedad, importancia
y profundidad de las relaciones entre ciencia,
tecnología y sociedad a finales del siglo XIX,
que el I Congreso Internacional de Electricidad, celebrado en París en 1881, estuviese
presidido por el director francés de Correos
y Telégrafos, y que el triunvirato que encabezaba la delegación alemana estuviese formado por un representante del Gobierno
(Wilhelm Förster), uno del mundo académico (Hermann von Helmholtz) y uno de la
industria (Werner von Siemens). De hecho,
el creciente papel de la ciencia en el avance
tecnológico, y de éste en el comercio internacional, llevó a que algunas naciones (las
más poderosas) crearan laboratorios nacionales de investigación que combinaban intereses científicos y tecnológicos. El Physikalisch-Technische Reinchsanstalt alemán fue
el primer centro de este tipo fundado (comenzó a funcionar en 1887), siendo seguido
su modelo pocos años después por Estados
Unidos (National Bureau of Standars, 1901)
y por el Reino Unido (National Physical
Laboratory, 1902). En definitiva, aunque la
ciencia y, sobre todo, la tecnología habían si-
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do de antaño objeto de atención por los poderes públicos y privados, desde, aproximadamente, el último tercio del siglo XIX esta
dimensión social de la ciencia y la tecnología
adquirió una intensidad especial. Una mayor
cercanía entre avances científicos y desarrollos tecnológicos, la proliferación de mercados (debido a la mejora de los sistemas de
transporte), al igual que la cada vez mayor
aplicabilidad de la tecnología a la guerra, figuran entre las causas principales de tal «socialización» de la ciencia y de la tecnología.
Ciencia, tecnología
y guerra en el siglo XIX
Acabo de referirme a la «cada vez mayor
aplicabilidad de la tecnología a la guerra»; y
aunque no puedo entrar en todas las facetas
de este amplísimo tema, es necesario realizar algunos comentarios relevantes al problema que me ocupa.
Limitándome al período que estoy considerando ahora, tenemos que durante la segunda mitad del siglo XIX se incrementó de
manera muy notable el papel de la tecnología en las Fuerzas Armadas, especialmente
en las de las naciones más poderosas. De hecho, se ha señalado que la industrialización
de la guerra se puede fechar en la década
de 1840, cuando los ferrocarriles y una producción en serie semiautomatizada, junto
con los fusiles de retrocarga prusianos y los
esfuerzos franceses por explotar el vapor en
detrimento de la supremacía naval británica,
comenzaron a transformar las instituciones
militares preexistentes9.
Ahora bien, al contrario de lo que ocurría en el ámbito de las comunicaciones, en
el caso de las Fuerzas Armadas del período
que acabo de mencionar hay que distinguir
claramente entre tecnología y ciencia. Entre
los militares del siglo XIX no existió apenas
conciencia de la creciente interdependencia
entre tecnología y ciencia; para ellos se trataba de disciplinas sustancialmente diferentes. El ingeniero era cada vez más necesario,
pero no así el científico10. Éste (los químicos
y los físicos, fundamentalmente) tuvo que
esperar a la I Guerra Mundial para comenzar a mostrar sus posibilidades militares.
La industrialización de la guerra durante
el siglo XIX tuvo varias consecuencias sociales importantes. Por un lado, tenemos que la
intensificación de la interacción entre los
sectores industrial y militar de la sociedad
europea culminó con el establecimiento, en
el Reino Unido hacia 1884 y como parte de
la carrera armamentista naval entre esa nación y Alemania, de lo que se ha denominado el «complejo militar-industrial»11. Nos
encontramos aquí con los gérmenes de, más
que una institución o «complejo», un modo
operativo que a partir de la II Guerra Mundial se extendería –incluyendo ya, plenamente, a la ciencia– entre las naciones más poderosas militarmente, y cuyas consecuencias
sociales (políticas, económicas, culturales, al
igual que de desarrollo científico y tecnológico) han contribuido de manera decisiva a
configurar la historia mundial más reciente.
Históricamente, un papel que no han dejado de desempeñar, intermitentemente, los
ejércitos de las naciones más poderosas ha
sido el de instrumento para dominar a otras
colectividades. Con frecuencia, los límites
de su ambición, de sus deseos de dominio,
lo pusieron los medios técnicos de que disponían. Esta «industrialización de la guerra», o lo que es lo mismo, «industrialización de los ejércitos», cooperó en ampliar
sustancialmente las posibilidades geográficas de dominio (o, cuando menos, de influencia) de muchas naciones europeas durante una parte del siglo XIX (y también
del XX): me estoy refiriendo al imperialismo
o colonialismo europeo.
Es cierto que el colonialismo no se puede
reducir a la acción de las Fuerzas Armadas,
siendo fundamental tomar en cuenta también la intervención de la sociedad civil, pero indudablemente un Ejército capaz constituía un apoyo, o recurso, muy conveniente
para las naciones colonialistas del siglo XIX.
Y en cualquier caso, el progreso de la técnica fue un instrumento básico para aquellos
procesos coloniales tanto desde la perspectiva de la acción militar como de la civil. En
lo que se refiere a esta última, las posibilidades de la técnica permitieron llegar con los
barcos de vapor a territorios muy alejados
de la metrópoli; una vez allí se pudieron introducir tecnologías, como el ferrocarril,
que favorecieron por un lado el comercio
(planteado desde la perspectiva de los intereses de la economía de la nación europea
correspondiente) y, por otro, una mayor penetración y control geográfico12. Una vez
instalados en sus nuevos habitats, los
europeos pudieron mantener una comunicación constante con sus países de origen
gracias a los cables telegráficos (terrestres
y submarinos). Sin estos frutos del cambio
tecnológico del XIX, las ideologías políticas y
culturales de los colonizadores se habrían
visto sustancialmente atemperadas.
1
P. Forman, Cultura en Weimar, causalidad y teoría cuántica, 1918-1927.
Alianza, Madrid, 1984.
2
Boris Hessen, «The social and economic roots of Newton’s Principia»,
reproducido en Science at the cross roads. Cass, Londres, 1971, págs. 151212.
3
M. Berman, «Hegemony and the amateur tradition in British science»,
Journal of Social History 1 (1975): 30-50.
4
Robert K. Merton, Ciencia, tecnología y sociedad de la Inglaterra del siglo XVII. Alianza, Madrid, 1984; Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Península, Barcelona, 1969.
5
James R. Bartholomew, The formation of science in Japan. Yale University Press, New Haven, 1989, capítulo 2, «Science and society in the
Tokugawa period».
6
7
Joel Mokyr, La palanca de la riqueza. Alianza, Madrid, 1993, pág. 227.
José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social. Revista de
Occidente, Madrid, 1972, vol. I, y José María López Piñero, Ciencia y
En definitiva, tenemos que, gracias al poder de la tecnología y, en menor grado, las
ciencias europeas, extensas regiones de Asia
(la India, en particular) y África se vieron
sometidas a importantes cambios sociales
debidos a la acción de las potencias coloniales europeas, que introdujeron en ellas muchos de sus modos de comportamiento
(económicos, educativos, culturales, militares, lingüísticos, al igual que, por supuesto,
científicos y tecnológicos).
Ciencia, técnica y cambio social
durante el siglo XX
Hasta ahora mis argumentos han estado
basados fundamentalmente en la tecnología, ocupando la ciencia un lugar un tanto
secundario. Si me hubiera centrado en el siglo XX, algo que impide los límites de este
artículo13, habríamos observado que el papel de la ciencia en el entramado «ciencia,
tecnología y cambio social» es diferente,
más destacado. Esto es así debido a múltiples razones: a, por ejemplo, que el conocimiento científico, que experimentó alteraciones dramáticas durante el primer
cuarto de siglo, ha pasado a ser más importante para el desarrollo tecnológico. Así,
revoluciones como la nuclear, informática,
de nuevos materiales, telecomunicaciones
y biotecnológica dependen fuertemente
del conocimiento científico. Una de las
consecuencias de esta situación ha sido la
constante y creciente presencia, desde
comienzos de siglo, de laboratorios de
investigación –en los que la ciencia ocupa
un lugar central–. No cabe duda de que en
apartados importantes del mundo industrial, el desarrollo científico ha originado
cambios sustanciales en los modos de organización y producción, cambios que, a su
vez, han generado otros no menos notorios
en numerosas esferas sociales de todo el
mundo, relacionadas, de múltiples maneras,
con esa producción industrial.
De la misma manera, no nos es extraño
–todo lo contrario, somos parte de ese mundo– el extraordinario poder de penetración
social, de condicionamiento, creación y alteración de patrones culturales, que poseen
desde hace tiempo, con intensidad creciente, la ciencia y la tecnología (un caso particularmente notorio son las tecnologías de
la información y las comunicaciones). Pero
éstas son cuestiones que, como dije, deben
esperar otra ocasión.
técnica en la sociedad española de los siglos
1979.
XVI
y
XVII.
Labor, Barcelona,
8
Crosbie Smith y M. Norton Wise, Energy and empire. A biographical
study of Lord Kelvin. Cambridge University Press, Cambridge, 1989.
9
William H. McNeill, La búsqueda del poder. Siglo XXI, Madrid, 1988.
10
A. Hunter Dupree, Science in the Federal Government. Cambridge,
Mass., 1957.
11
Alex Roland, «Technology and war: The historiographical revolution
of the 1980s», Technology and Culture 34 (1993).
12
D. R. Headrick, Los instrumentos del imperio. Alianza, Madrid, 1989.
Ver, asimismo, D. R. Headrick, The tentacles of progress. Technology
transfer in the age of imperialism. 1850-1940. Oxford University Press,
Oxford, 1988.
13
J. M. Sánchez Ron, El poder de la ciencia. Alianza, Madrid, 1992.
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