un militar de pura cepa NICOLÁS ESTÉVANEZ:

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EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014
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ALEJANDRO
CIORANESCU, el rumano
exiliado y universal que acabó sus
días en Tenerife. 6/7
del domingo
revista semanal de EL DÍA
NICOLÁS
ESTÉVANEZ:
un militar
de pura cepa
Texto: José Manuel Clar Fernández
E
l próximo 21 de agosto se
conmemorará el primer
centenario de la muerte
de Nicolás Estévanez Murphy, un ilustre canario y
español que durante su larga y azarosa
vida sobresalió en actividades tan
diversas como la política, la literatura,
el periodismo, la historiografía..., y la
milicia, oficio que amaba con toda su
alma.
Tal vez, para algunas personas Nicolás Estévanez, sea poco más o
menos que un desconocido. Incluso,
habrá quien asocie su nombre al de
alguna calle. Pero muy pocos le conocen en su faceta como militar. Profesión que amaba profundamente y a
la que dedicó dieciocho años de
su vida.
Según consta en la
hoja de servicios de
Nicolás Estévanez,
nació en Las Palmas
de Gran Canaria, el
17 de febrero de
1838 y murió en
París el 21 de
agosto de 1914.
Aunque fuera natural de Las Palmas,
su familia tenía la
residencia habitual en
Tenerife, donde todavía
se encuentran los restos de
la que fue su casa paterna, en
la zona de Santa María de Gracia (La
Laguna), donde trascurrió su infancia
y adolescencia y recibió su educación
básica.
El 2 de enero de 1853, es decir, a los
quince años de edad, ingresó en el
Colegio General Militar de Toledo, donde cursó sus estudios como cadete de
Infantería. En 1856, por su buen comportamiento y aplicación, alcanzó los
empleos de subteniente y luego de alfé-
rez, pasando destinado, primeramente, para realizar las prácticas
reglamentarias como oficial subalterno, al Batallón de Cazadores de las
Navas y posteriormente a la Escuela de
Aplicación y Tiro de El Pardo, participando en los sucesos que tuvieron
lugar en Madrid los días 14, 15 y 16 de
julio. En 1857, ascendió a teniente por
antigüedad y fue destinado al Batallón
Provincial de Covadonga, en Cangas de
Onís.
En 1859, estando destinado en el
regimiento de Zamora nº 8, en Zaragoza, marchó con su unidad a Málaga
para formar parte de una brigada
constituida al efecto con diversos regimientos, embarcando el 12 de diciembre hacia Ceuta y participando en diversas acciones
de guerra contra los
marroquíes,
que
poseían fuerzas muy
superiores a las
españolas. En uno
de estos combates,
en las inmediaciones de los Castillejos, fue herido de
bala en una pierna
y evacuado al hospital de Ceuta, siendo ascendido al grado
de capitán por méritos
de guerra.
En enero de 1860, a solicitud propia, obtuvo el alta médica
para incorporarse a su regimiento,
acampado en los Castillejos. Al mes siguiente, participó en la memorable
batalla de Tetuán, en la que las tropas
españolas tomaron al enemigo todos
sus campamentos, fortificaciones,
artillería, bagajes y pertrechos,
sufriendo los marroquíes una completa
derrota. Por esta acción, el capitán
Estévanez fue distinguido con la Cruz
de 1ª Clase, sencilla, de la Orden Militar de San Fernando que, de acuerdo
con el Reglamento de dicha orden,
aprobado por Real Cédula de 10 de julio
de 1815, se concede por prestar servicios distinguidos y de riesgo.
Tras esta batalla y posterior toma de
Tetuán continuó en el territorio africano participando en otras acciones de
guerra, por las que en octubre del
citado año fue condecorado con la
Medalla del Ejército de África y declarado por las Cortes “Benemérito de la
Patria”.
En mayo de 1861 el capitán Estévanez fue trasladado con su regimiento
a Getafe y Vicálvaro (Madrid), siendo
destinado seguidamente a Zaragoza y
Nicolás Estévanez
en Puerto Rico en
1864. A la izquierda,
durante su exilio en
París, en 1909.
a Jaca. En agosto de 1862 se le concedió una licencia por enfermedad, por
lo que se trasladó a Tenerife, permaneciendo en esta situación hasta el mes
de abril de 1863, en que se reincorporó
a su regimiento de Zamora, en Barcelona, continuando en dicha unidad
hasta fin de junio, en que fue destinado
al batallón de Antequera nº 16, en Santa Cruz de Tenerife.
En enero de 1864, Nicolás Estévanez
embarcó con su batallón con destino
a Puerto Rico. Una vez allí pasó a prestar sus servicios al Batallón de Voluntarios del Ejército de Puerto Rico en la
isla de Santo Domingo, siendo reco-
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domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA
EN PORTADA
nocido como capitán para el mando en
ultramar. Participó en la guerra mandando un batallón, a pesar de ser capitán, y le fue concedida, en 1865, la Cruz
de Isabel la Católica.
Al concluir la guerra, en junio de
1865, se le encargó que visitara los Estados Unidos de Norteamérica, a fin de
estudiar los episodios militares más
importantes de la Guerra de Secesión
y elaborar la memoria correspondiente.
A pesar de ser oficial del Ejército,
Nicolás Estévanez siempre mantuvo
una actitud muy crítica respecto a la
política colonial de los sucesivos gobiernos de la reina Isabel II. En 1868,
solicitó la baja temporal del Ejército, por
dos años, para dedicarse plenamente
a la conspiración política, ya que,
estando en activo y por respeto al uniforme, no podía ni quería hacerlo.
Por su participación en la Revolución
de 1868, “La Gloriosa”, que supuso el
destronamiento de Isabel II y el inicio
del período denominado Sexenio
Democrático, así como en la sublevación republicanofederal de 1869, Estévanez fue detenido en Béjar y hecho
prisionero en las cárceles de Salamanca y de Ciudad Rodrigo, hasta que
fue incluido en la amplia amnistía promulgada el año 1870 para celebrar la
coronación del rey Amadeo I.
Reintegrado al Ejército y destinado
nuevamente a las Antillas, Nicolás
Estévanez prestó sus servicios en
Puerto Rico y en Cuba. Precisamente,
durante su estancia en La Habana ocurrió un dramático suceso que influyó en
el futuro como militar de este oficial,
hasta el extremo de tener que pedir la
baja definitiva de las filas del Ejército.
Tuvo lugar en la tarde del día 27 de
noviembre de 1871. Cuando este capitán paseaba, como solía acostumbrar,
por la acera del Louvre, junto al hotel
Inglaterra, un lugar de los más concurridos por aquel entonces de la capital
cubana, notó una escasa presencia de
transeúntes, lo que llamó su atención.
Extrañado de ello, se detuvo delante
de una cafetería y en ese instante oyó
una serie de disparos que procedían de
la fortaleza de La Punta. Al preguntar
a un camarero qué era lo que ocurría,
éste le respondió: “Los están fusilando”. “¿A quiénes?, preguntó Estévanez, y la respuesta fue: “A los estudiantes”.
Lo ocurrido fue que ocho jóvenes
cubanos, estudiantes de Medicina,
fueron fusilados, acusados sin prueba
alguna de la supuesta profanación de
la tumba del periodista español Gonzalo Castañón, fundador del diario “La
Voz de Cuba”, cuando el único crimen
que habían cometido estos jóvenes fue
el de alentar un sentimiento a favor de
Cuba y su soberanía, pues el propio hijo
de Castañón declaró luego que el
sepulcro de su padre estaba intacto.
Según refieren algunos historiadores
y escritores, tras este desgraciado
suceso, el capitán Estévanez alzó su voz
públicamente en señal de protesta, criticando lo que consideraba un crimen
y condenando la actitud pasiva del
capitán general de la isla por ceder
cobardemente a la presión de una turba
de voluntarios españoles que reclamaban justicia, admitiendo la sentencia que un Consejo de Guerra condenó
a los ocho estudiantes cubanos a ser
pasados por las armas. Por este motivo,
Nicolás Estévanez, decepcionado y
airado por semejante injusticia, pidió
la licencia absoluta de las filas del Ejército el 25 de diciembre de 1871, por cuya
razón fue dado de baja, renunciando
a su carrera militar y
abandonando Cuba
para dedicarse a la política.
Así concluyó su
carrera militar, cuando
tenía treinta y cuatro
años de edad y un brillante porvenir en la
milicia. Pese a las diversas peticiones y ofrecimientos que se le hicieron
para
que
recapacitara su decisión y se reincorporara
al Ejército jamás las
aceptó. Tal decisión le
marcó el resto de su
vida con signos opuestos: para unos como un
mal oficial, como un
desertor, y para otros
como un héroe.
En sus memorias, y
para justificar su baja
voluntaria del Ejército,
dejó escrito: “No se
puede pertenecer a la
milicia cuando se antepone la propia conciencia a todas las leyes, a todas las
ordenanzas, a todos los prejuicios de
profesión y de escuela”.
En la concurrida esquina de las
calles de San Rafael y de Prado, correspondiente a la fachada del hotel Inglaterra, en La Habana, una placa en
bronce recuerda la actitud honorable
del capitán Nicolás Estévanez, el militar español que honró a su patria
indignado por el crimen ocurrido
aquella tarde del 27 de noviembre de
1871. Su texto dice así: “Nicolás Estévanez (1838-1914). En esta acera del Louvre el 27-11-1871, siendo Capitán del Ejército español, dio ejemplo excepcional de
dignidad, valor y civismo, al protestar
públicamente contra el fusilamiento
de los ocho inocentes estudiantes cubanos inmolados aquel día por los voluntarios españoles de La Habana. Abandonó la isla, renunció a su carrera y se
negó a reingresar en la milicia. En tiempos de la Primera República española fue
diputado, ministro de la Guerra y jamás
se arrepintió de aquella su nobilísima
actitud, pues para él antes que la Patria
está la Humanidad y la Justicia. Cubanos y españoles ofrendan a la memoria
del repúblico, hijo de las Islas Canarias,
este homenaje en testimonio de respeto
y admiración. A 27 de noviembre de
1937”.
Esta placa en honor y recuerdo de
Nicolás Estévanez se colocó por iniciativa del historiador de La Habana,
patriota y revolucionario Emilio Roig
Leuchsenring, y cada año se recuerda
aquella actitud digna.
El capitán
Estévanez en
1860.
Abajo, Cruz de 1ª
Clase de la Orden de
San Fernando.
Algunos historiadores y escritores
que han referido el fusilamiento de los
estudiantes y la reacción del capitán
Nicolás Estévanez dicen que éste, en
señal de protesta, partió su sable de un
golpe. Algo que no concuerda con la
realidad, como así lo asegura la escritora cubana Elena Alavez Martín en su
libro “Nicolás Estévanez: su accionar
ético”.
Tras dejar el Ejército,
Nicolás
Estévanez
dedicó toda su atención
a la política como activista y conspirador,
ejerciendo también
como periodista, historiador, poeta, traductor, etc. En la política ostentó cargos
relevantes: diputado a
Cortes en varias ocasiones, gobernador civil
de Madrid y ministro
de la Guerra durante la
Primera
República
española, en el Gobierno presidido por Pi
y Margall. Pero no es en
estos campos donde
debe resaltarse su
actuación sino en la
actividad que practicó
con gran vocación
desde que casi era un
niño: la milicia, porque
Estévanez fue, ante todo, un militar, con heridas de guerra, ascensos
por méritos y condecorado con la Cruz de la Orden de San
Fernando y otras recompensas. Fue un
militar español de pura cepa, que
tenía del honor un altísimo concepto
y que, a pesar de abandonar voluntariamente su prometedora carrera, sentía pasión y vocación por su profesión,
como así lo demuestran los siguientes
testimonios:
El 12 de agosto de 1885, la Alemania
imperial del canciller Bismarck ocupó
las españolas Islas Carolinas, sitas en
Oceanía. Desde París, donde se hallaba
residiendo, Nicolás Estévanez escribió
ese día una carta a su amigo y general
Manuel Cassola Fernández, que decía
así: “Te escribo llorando de ira y de vergüenza. No podemos llegar a menos; ya
nos insultan las razas inferiores. El despojo de las Carolinas, créelo, no será el
último.
Hazme el favor; si se declara la guerra, como anhelo con todo el fervor de
mi alma, pide mi vuelta al servicio en mi
antiguo empleo de capitán, que data de
1859. No tengo más que cuarenta y siete
años y un corazón de veinticinco; por consiguiente, aún puedo servir de algo.
Si tú no puedes dar ese paso, encárgaselo a otro, cuando llegue el momento. No me dirijo al ministro porque
ahora es prematuro, y luego podría ser
tarde. Tú, en Madrid, apreciarás la oportunidad.
Tampoco me valgo de otros amigos por
temor de que den publicidad a mi
determinación. No quiero publicidad ni
aplauso; lo que quiero es batirme”.
En 1892, cuando tenía 54 años, y con
ocasión de hallarse de visita en Toledo,
cuna de la Infantería española, donde
el entonces joven cadete, cursó sus
estudios para ser un futuro oficial y fraguó su alma como militar, entre 1856
y 1859, en su trabajo titulado “La nostalgia de la juventud”, dejó escrito lo
siguiente: “Sentí humedecerse mis ojos
al pasar junto a mí un batallón del Ejército, y creo que no era el mío; sentí impulsos de abrazar al teniente coronel que
lo mandaba y no le había visto nunca;
se agitaron todas las fibras de mi corazón al escuchar las cornetas; me descubrí
instintivamente y faltó poco para que me
arrodillara cuando pasó la bandera
luciendo sus corbatas que se ganaron con
sangre y heroísmo. Era la bandera de
Sierra Bullones, de Tetuán y de WadRas, era la bandera de la patria…”.
En 1897, Nicolás Estévanez, editó su
“Diccionario Militar”. En el prólogo sentencia esto: “Ahorqué el uniforme,
pero sigo siendo militar por dentro. Bien
sé que estoy en desacuerdo con mis antiguos compañeros de armas en más de
cuatro cosas (y por eso mismo dejé de
ser soldado); pero eso no quita que yo
sienta una especie de nostalgia. El Ejército es la única esperanza de esta patria
desfallecida y casi moribunda”.
Tras abandonar la política y retirarse
a vivir en París un exilio voluntario,
Nicolás Estévanez no quiso cobrar la
pensión que le correspondía como ex
ministro de la Guerra durante la Primera República, malviviendo de traducciones, artículos y del producto de
algún libro. Murió en la capital francesa
el 21 de agosto de 1914, casi en la miseria. Para costear los gastos de sus exequias e incineración, según su propia
voluntad, su hija y amigos tuvieron que
recurrir a la ayuda de la Embajada de
España.
Fue Nicolás Estévanez un hombre
cordial, sencillo, modesto y un patriota,
sin ninguna duda, y no por rancios sentimientos, sino por convicción. De él
dijo Pío Baroja, en 1931 (“Intermedios”),
y podría ser su epitafio: “A pesar de su
tendencia revolucionaria y de que
había abandonado el Ejército hacía
muchísimos años, era militar de alma”.
La sociedad canaria tiene contraída
una deuda histórica colectiva, la tarea
de rescatar del olvido en que se
encuentra inmerso este preclaro hijo y
situarlo en el lugar que le corresponde.
BIBLIOGRAFÍA
-Hoja de Servicios de Nicolás Estévanez
Murphy. Archivo General Militar de Segovia.
-Elena Alavez Martín. “Nicolás Estévanez:
su accionar ético”. Editorial Ciencias Sociales. La Habana.
Nicolás Estévanez Murphy. “Mis memorias”. Prólogo de José Luis Fernández Rúa.
-Nicolás Estévanez Murphy. “Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana”. Hijos de J. Espasa. Barcelona. Tomo
22.
-Periódico “Las Novedades”.
-José Luis Isabel Sánchez. “Caballeros de
la Orden de San Fernando”.
-Marcos Guimerá Peraza. “Nicolás Estévanez o la rebeldía”. Biblioteca de Autores
Canarios. Aula de Cultura de Tenerife.
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EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014
LUGARES SAGRADOS (XIII)
SAN SEBASTIÁN.
Ermita de San Juan en Benchijigua (I)
El valle de Benchijigua es un encantador espacio que, con dulce voz, llama al caminante para que
disfrute de él en franca armonía, para relatarle su historia con sabor añejo, para recordarle tiempos
que ya fueron, y para contarle relatos de ermitas y de fiestas al uso tradicional de antaño. Todo en un
marco casi natural de incomparable belleza.
Texto: Emiliano Guillén Rodríguez (periodista. Cronista Oficial. Miembro del Instituto de Estudios Canarios.)
Foto: doña Julia
D
e este lugar majestuoso
y serio, lo que más impresiona al viajero es la
locuacidad de su paisaje. Allí nadie habita y, sin
embargo, el viajero no se siente solitario. Todo cuanto en él existe con insistencia le invita a la conversación
empática y fluida.
Su gran roque, fiel testigo del anárquico origen de su suelo, que vino a
encontrar deseada calma cuando su
naturaleza halló en el equilibrio el plácido sosiego, ya calmado tan bravo cataclismo, no es testigo mudo del
paisaje, sino dicharachero paladín de
su augusto dominio sobre el resto de
la trama. Presto siempre para hablar
de su apocalíptica gestación y de su
caótico alumbramiento. A pesar de
tan descomunal estampa, que apunta
a limpios cielos o rasga nubes; derrocha, con pétrea moderación, toda su
soberana majestuosidad, tornada en
sabia quietud; al igual que su nobleza
más pura, humilde y franca. La misma que acopió a lo largo de tantos y
tantos siglos que no lograron, a pesar
de sus intentos, hollar su señorial presencia.
A sus pies, amparadas en su protector guardián, un puñadito de
casas muy modestas, menudas y
coquetas, cubiertas de ocres viejos,
con sus paredes enlucidas en añejados blancos, pequeñas, sencillas y
recoletas, tan parcas en ventanales
como en riquezas, emulan pacer
sobre los campos. Sus portalones
pobres, trabajados en madera antigua
e incorruptible, albergan muchos
recuerdos dedicados al amor de tiempos idos. Sus siluetas se guarecen,
medio escondidas, entre la floresta
humanizada y la angostura de sus
patios.
Una buganvilla disfrazada bajo un
sencillo traje elaborado en papel
rosa y plisado en seda recuerda la
internacionalidad de un dilatado
andar. Los bancales, largos y enjutos
como lianas emergidas de su propios
suelos, colmados de malezas y de
eriales, conversan sin descanso sobre
sus agriculturas primitivas, regadas
por generaciones de sudores, de fati-
Detalle del paisaje
gas y quebrantos, para obtener de
ellos apenas un mendrugo de pan
salobreño. Salado antaño, tanto por
las frentes jóvenes, cuanto por las
rugosas caras de sus cultivadores.
Las aguas presentes, presas o liberadas, prefiere el caminante los sones
de las últimas sobre las primeras; porque aquellas, ni siquiera el sol ya las
contempla. Estas otras, sin embargo,
entonan cantos alegres de pan sembrar, de mieses para segar y de parvas para trillar, sobre una era elevada
con suelo empedrado, que busca la
adecuada brisa que separe con diligencia paja y grano, ambos frugales
para el labrador, generosos para el
amo. Por aquí, la añoranza, la melancolía y la soledad vagan juntas en inútil tránsito.
La mansión del señorío no podía
faltar en un ambiente agrario, actualmente superado para fortuna de los
vivos. La nueva estructura social
borró por ventura, de un plumazo y
para siempre, el feudalismo de sus
campos. Las techumbres de sus
cubiertas, las cumbreras y las limas,
vencidas por la vejez y el abandono,
no pudieron resistir el peso de su historia y declinaron su otrora noble
estampa, gritando a cuantos quieran
escucharlas todas las desdichas de su
ruina inacabada.
Apostada en lugar destacado simbolizando su poder, a socaire del riscal, una ermita de sobria estampa,
más bien con desafortunada gallardía,
en aquel lugar medita. Allí ha de estar
omnipresente, porque su familiar
presencia siempre enlaza, une, reúne
y dulcifica los espíritus inquietos, los
rebeldes, los molestos, los díscolos.
Se trata de una construcción que se
entiende necesaria en todo tipo de
paisaje rural, o urbano, porque su presencia, como muchas por aquí,
cuenta, alivia, identifica y cohesiona.
Al amanecer todo el contexto, impregnado con el murmullo fresco del
sideral hálito mañanero, bulle con serena inquietud en el montano. Ahora
hasta los árboles parecen emular al
caminante. Arrullados por las brisas
tempraneras, semejan sostener una
franca conversación con el paisaje que
les sustenta. Con el paisaje y con el
extraño que les interpreta.
Este lugar sagrado nació para recolectar almas en su regazo, almas tan
simples y sencillas como la sosería de
sus puertas, la parquedad de sus ventanas, la sencillez de sus murales o la
escueta simplicidad del campanario.
Almas reunidas en torno a un canto
espiritual aprendido e inculcado desde los albores de la civilización, para
empeñar sus innatas libertades.
La hacienda testifica su poder inequívoco de los unos sobre los otros,
de los dueños sobre los subordinados,
de los pudientes sobre los dependientes, de la opulencia frente al infortunio.
Levitando como un cadáver pétreo
dormitan, con malévola intención, las
pruebas irrefutables que corroboran, en toda su crueldad, el implacable dominio de las humanas vanidades sobre las crudas realidades, las
mismas que señalan y conforman las
cuatro estaciones de la vida.
El gofio, ausente ahora del lebrillo,
se siente perdido entre las gélidas soledades del agua. El “conduto” hortera e indigente ya no obliga a regresar a la faena rutinaria. En ausencia
presagiada, un coro de voces blancas
y alegres recita sus infantiles ignorancias, mientras inventan algún inverosímil juguetillo para su distracción,
ajenas a todas las verdades que les
aguardan a la vuelta de cualquier
ocaso, si el devenir no lo remedia.
El amanecer claro y trasparente, camino ya del mediodía, con lentitud
indolente, ilumina la totalidad de la
angostura. Ahora se impone la vereda
del retorno. Todo lo humano que es
recuerdo atrás quedaba. Fue entonces cuando, desde todos los rincones
posibles de aquel profundo y recio
corazón de roca, el esporádico visitante recibe un último mensaje en exclusiva para sus adentros: ¡regresa y
conversamos!
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domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA
DEL CLAUSTRO A LA PLAZA.
La desaparecida palmera
del convento de San Agustín,
en Los Realejos.
Texto: Germán F. Rodríguez Cabrera
(Licenciado en Historia del Arte)
L
a realidad de los pueblos es
una acumulación de hechos,
pasados y presentes, que de
diversas maneras se van
sumando en el imaginario
colectivo de los habitantes que, siglo
tras siglo, van ocupando aquellos espacios. Nuestras líneas, en esta ocasión,
van dirigidas a rescatar de ese sustrato
un elemento vegetal, recordado por
muchas de las generaciones, incluidos los actuales habitantes del lugar.
En 1699 pactan los responsables de
hacer cumplir la voluntad testamentaria de Juan de Gordejuela y Juana
de Mesa, su esposa, levantar el convento de San Andrés y Santa Mónica
en el entonces Llano de San Sebastián
(actual San Agustín). La firma del testamento pone manos a la obra a dos
destacados artistas en la construcción
del cenobio realejero: Diego de Miranda,
en la parte de labra, levantado de mampostería de los muros y su ornato pétreo,
y Francisco de Orta, en las labores de
carpintería(1).
Entre ambos elevaron uno de los conjuntos monacales más armónicos en
proporción y forma de los fundados
en la isla de Tenerife, de los levantados desde los cimentos, no como fruto
de la acumulación de solares y estructuras previas.
El diseño del mismo implicaba dos
patios, cementerio (actual espacio ocupado por el Teatro -Cine Realejos) , campanario y ajimez desde donde las religiosas tuvieran una privilegiada vista
del valle de Taoro; a ello se le sumarian todas las dependencias para almacenaje y desarrollo de la vida diaria de la comunidad. Los patios, con
sus respectivos corredores, servirían
tanto para huerta como de patio más
al sur, dotado de unos corredores más
sencillos en decoración, de simples
barrotes lignarios; por contra, en el patio
principal, la cara más “pública” del
mismo, se encontraban la escalera principal, el acceso a la iglesia y al coro,
además de las salas principales, como
la capitular o el refectorio, piezas claves de todo convento. A ello se sumaban, en el claustro, las procesiones y
los ritos propios de la orden.
En palabras recogidas por el profesor Jesús Pérez Morera, los cenobios
eran “recintos cerrados a los ojos de la
sociedad civil; el monasterio femenino
era una ciudad dentro de la cuidad, una
república de mujeres, un alcázar de las
hijas de Sión, un místico jardín”(2).
Palabras que nos permiten entender la amplia idea de la vida tras los
muros, que al igual que la del exterior
se articulaba por niveles y posiciones
marcadas, la mayor de las veces, por
el pago de la dote o por cuna.
Si entendemos el claustro y la vida
monacal como una renuncia al siglo,
al mundo exterior, es lógico entender
que en el mismo, tras los muros, se
situaran detalles, espacios que hicieran la vida más cómoda. Crear un ajardinado sitio, jardín místico. Los inicios de la jardinería, desde tiempos pretéritos, surgen en espacios domésticos donde el hombre da forma o intenta
hacer a su mano a la naturaleza. Las
huertas de conventos o patios serían
el reflejo de los mismo espacios en las
casas de habitación, con mucho peso
en Canarias, donde, al modo renacentista, los jardines o huertos tenían
esta misma función: la mezcla de plantas ornamentales con arboleda y arbustos frutales.
Los Realejos no era ajeno a esta realidad, de la que aún sobreviven varios
ejemplos tras los muros de algunas
haciendas y casa particulares. Así pues,
los claustros de los conventos realejeros debieron de tener un aspecto similar, dotados de plantas ornamentales
y árboles frutales, que hicieran la vida
más agradable, cercana a esa belleza
de la creación divina.
La visión que del mismo tienen o
tuvieron los que contemplaron o pasearon por los patios del San Andrés
y Santa Mónica fue el resultado del paso
de la exclaustración por el mismo, del
uso civil, de la mano del hombre decimonónico, y no las de las religiosas que
lo modelaron. En palabras de Elizabeth Murray (1856), testigo que trató
con la última monja agustina que habitó
entre sus muros, sor Jesús María de
San José Álvarez , y de la que nos deja
un interesante retrato humano, “el convento está ahora a un sinnúmero de fines.
Se pueden ver cerdos alimentándose de
raíces entre las ruinas, aves picando semillas y muchos niños jugando constantemente a lo largo del día, haciendo que
el lugar, que en este tiempo fue dedicado a la paz de la religión, resuene ahora
con sus gritos” (3).
Los vecinos y visitantes contemplaron
un patio ya dado a la burocracia, al día
a día del pueblo y los avances tecnológicos del siglo XIX. En el primer patio
La palmera
El poeta Gonzalo
Siverio Hernández.
(Los Realejos, 19011964)
del mismo se proyectó por primera
vez cine. Testigo de
ello son las citas de
la prensa y las
pocas imágenes
que conocemos a
día de hoy del
mismo, donde se
aprecia la caseta de
proyecciones. En
los años veinte del
siglo XX se alza el
definitivo edificio,
el Teatro-Cine Realejos, sobre parte
del cementerio del
monasterio, por la iniciativa de
Manuel Espinosa Chaves (+ Puerto de
la Cruz, 1976). En un proceso, similar
al sucedido en el cercano Puerto de
la Cruz, donde el convento de monjas dominicas acogió las primeras proyecciones(4).
Entre los corredores del mismo se
instalaron el Ayuntamiento del Realejo Bajo, la banda de música, las escuelas (separadas por sexos), la cárcel y
la vivienda de algún vecino que otro.
En el centro del patio, además de las
proyecciones de cine, se realizaron peleas de gallos, como sucedió en otros
edificios monásticos de las Islas. En
el caso realejero, todo ello hasta el incendio de febrero de 1952, en que, como
dijera Viera y Clavijo, en su “Historia
de Canarias”, “el último monasterio de
monjas que se ha fundado en esta diócesis de Canarias” ardiera la única casa
femenina de la orden agustina del Archi-
piélago, el último convento del municipio fruto de la mano del hombre.
Y testigo de todo lo descrito, del eco
de historias de frailes y monjas, del
incendio del convento de San Juan en
1806, de maestros y alcaldes, de las
fiestas del Carmen, del sonido de las
notas en los ensayos de la banda de
música, de los cantos de los gallos y
los primeros rayos de luces del cine
y la sorpresa de los realejeros asistentes
fue la palmera del convento, la heroína
carmelita que cantara el olvidado poeta
local Gonzalo Siverio Hernández.
(Los Realejos, 1901-1964) del que recordamos el poema “Ser dueño de toda
tu sombra” (a la palmera de San
Agustín): ¡Que tu ya no existas, ni encuentres tus rastros;/ tú, que te burlabas bien
de la vejez;/ que tú, que, de noche, mirabas los astros,/ irguiéndote sobre tu propia altivez;/ y en cuatro bandejas (o cuatro alabastros)/ en los que empolvaba
la luna su tez,/ brindabas la sangre de
miles de hijastros/ que el sol a tu sombra confió una vez;/ tan pronto olvidarás
que ayer desafiabas/ la línea del Cielo,
a donde avanzabas,/ cada año, un pasito,
cada hora, un renglón./ Parece mentira; y fuera eso, sueño,/ si yo nunca
hubiera soñado en ser dueño/ de toda
tu sombra, por mala ambición”.
Como resalta en su obra el catedrático
en clásicas por la Sorbona Gonzalo Siverio en “Por rendirle mi amor”(5), tanto el convento como la palmera conformaron el imaginario local, siendo
una de sus referencias más presentes,
desde Barcelona o París; un modo de
recordar su infancia y juventud en Los
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EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014
Realejos. El ex convento-ayuntamiento,
donde su padre, de igual nombre, fue
secretario municipal debió de marcar
parte de su vida. El poeta debió de pasar
muchas horas rondando, contemplando e indagando en el desaparecido
archivo municipal del Realejo Bajo, pues
el conocimiento que muestra en su obra
de la historia local así lo prueba. Este
olvidado poeta, este destacado realejero,
nos ha dejado una interesante visión
del municipio, escrita desde la distancia,
plasmando en la lírica, los recuerdos
del terruño natal(6).
A pesar de la virulencia con que las
llamas consumieron el último de los
conventos realejeros, fruto de ese acto
cobarde de borrar el paso de ciertos
elementos inapropiados para cargos
públicos, las llamas no pudieron con
la palmera del patio principal, con la
palmera del convento, que con su calcinado tronco se sobrepuso al paso del
fuego. Tronco y copa, se recuperaron
de las temperaturas y reverdecieron
ante la mirada de vecinos y visitantes. El endemismo vegetal contempló
la colocación de la primera piedra, el
desmonte de los muros calcinados y
la elevación de la nueva iglesia del Nuestra Señora del Carmen. Fue testigo de
cómo se transfiguraba el entorno urbano y debió de sentir la tala del pino
de la entrada de la plaza como un augurio de su destino.
Tras la unificación de ambos municipios en 1955, el Alto y el Bajo se transforman en Los Realejos, con la consiguiente lluvia de millones para la creación de las infraestructuras necesarias
para la dotación de la nueva entidad.
Dentro de esos planes, reflejados en
la prensa y las crónicas municipales,
se sitúa el rediseño, la realización de
una nueva plaza y, por ende, sin explicación lógica, el corte de la palmera.
Esa profunda renovación de los tejidos urbanos, ese aire de nuevo pueblo, estética nuova que parece no hemos
parado de rediseñar, fue la que propició el cambio. Desde el consistorio
se procedió al diseño de una nueva
plaza, un nuevo escenario para un
nuevo edificio. Como recoge Eduardo
Zalba en su reciente estudio sobre la
nueva iglesia obra de Tomás Machado,
el estudio, diseño de la nueva plaza,
fue encargado por la alcaldía en julio
de 1956 al inspector general de arquitectura del Ministerio de Vivienda Juan
Margarit Serradell y se centró en el ajuste
de los desniveles del lugar tras el derrumbe de los muros del antiguo con-
El convento de
San Agustín antes
de 1952 (arriba) y
después de esa
fecha (abajo).
NOTAS
(1) José Siverio Pérez “Los conventos del Realejo” Ayuntamiento de Los Realejos, 1977.
vento, completando así la nueva
imagen del solar que ocupó el convento
agustino(7).
Pero el diseño de Margarit parece que
no cumplió con las expectativas y estética puestas en el mismo. Así, en julio
de 1960, cuatro años después, el
ayuntamiento expone en las páginas
del programa de los festejos del Carmen de ese año “El futuro de la plaza
de San Agustín”, anunciando el inicio
de las obras tras las fiestas de julio. El
autor de las mismas, del nuevo proyecto, es el arquitecto tinerfeño Enrique Rumeu de Armas (Tenerife, 19071978) con un proyecto concebido
con “gran efecto estético y adaptado
a la especial configuración del terreno”,
dentro de las pautas que definió Navarro Segura como orientadas hacia
“los lenguajes vernáculos y monumentales” propuestos desde el Mando Económico de Canarias que dirigió la posguerra en las Islas(8).
desde la plaza del Carmen con el poema a la palmera, llegó hasta su casa natal, haciendo un reco-
(8) María Isabel Navarro Segura. “Arquitectura
lejero cuyos huesos reposan en el cementerio de
rrido por toda la calle la Alhóndiga, pasando por
del mando económico en Canarias (1941 - 46). La
postguerra en el Archipiélago” Aula de Cultura de
(2) Jesús Pérez Morera “La república del claus-
San Francisco, de Los Realejos. Posee tres obras
el paseadero y plaza de San Sebastián. Todo ello
publicadas en editoriales de Barcelona y nume-
se completó con una conferencia dedicada a ana-
femeninos”. Anuario de Estudios Atlánticos.
rosos artículos en la prensa local.
lizar y poner en valor la figura de Gonzalo Sive-
(3) Elizabeht Murray “Recuerdos de Tenerife”.
Ediciones Idea. Sta. Cruz de Tenerife, 2004.
de Ntra. Sra. del Carmen. Los Realejos. 2013.
(5) Gonzalo Siverio Hernández. “Por rendirle
mi amor”. Barcelona, 1960. Olvidado poeta rea-
tro. jerarquía y estratos sociales en los conventos
Madrid - Las Palmas. 2005. nº 51
Rumeu planteaba el aprovechamiento del desnivel de la entonces calle Generalísimo, ahora La Alhóndiga, para la
creación de diversos locales destinados a comercios, con un número de
seis, uno de los cuales se destina a la
instalación de un bar-cafetería. Los locales se construirían por manos privadas y las obras de la plaza de manos
del consistorio. Como remate, se
proyectaban dos escalinatas de acceso
–las presentes en la actualidad–, y sobre el talud de contención de la plaza, unos jardines colgados y pérgolas,
además de diversos arboles y suelo de
granito de distintos colores. Dentro de
los planes del consistorio y del arquitecto parece no tener cabida la palmera
del convento, pues, como se cita en
el mismo artículo, se quiere que el histórico lugar tome un aspecto de “fisonomía nueva y despejada”. De esta manera, la superviviente al fuego de 1952
no mantenía su lugar donde la plantearan siglos atrás, desapareciendo antes
de 1965, en que ya deja de aparecer
en las fotografías del lugar.
Con su tala desaparecía uno de los
elementos que marcaban el paisaje de
San Agustín, y el imaginario de sus visitantes y vecinos. Su espacio visual lo
pasó a ocupar la nueva torre del Santuario de Nuestra Señora del Carmen,
dotada de reloj, lo que modificó
igualmente el día a día de los lugareños(9). De esta manera, el perfil del lugar
pasó a ser dominado por la citada torre
y el Drago de Siete Fuentes(10), que ha
perdurado hasta nuestros días.
Los años cincuenta y sesenta en Los
Realejos fueron novedosos, de una
profunda renovación de los tejidos
urbanos de la población. Visto con perspectiva, en su tránsito por el tiempo,
ese período debe ser analizado como
un momento aprovechado de auge
económico, de adaptación a nuevos
tiempos, pero, su coste real en el entramado urbanístico, sobre el patrimonio
histórico, sobre los formatos económicos y sociales ¿se ha valorado? No
pretendo ahondar más en el tema, pues
no era el propósito.
Para acabar, hay que solicitar al Ayuntamiento de Los Realejos que valore,
que apueste por recuperar un símbolo
del municipio, con un ejemplar de
“Phoenix canariensis”, palmera canaria, que no dificulte el día a día de la
plaza de San Agustín y se recupere este
elemento vegetal, elemento del imaginario colectivo, incomprensiblemente
talado hace más de cincuenta años.
(6) Después de décadas de olvido, se recuperó
rio, impartida por quien escribe, y un recital de
su memoria en octubre de 2013, durante los actos
algunos de sus poemas a cargo de Abilio Marín
festivos en honor de Ntra. Sra. del Rosario, patro-
y Francisco Hernández Fuentes.
Tenerife. Cabildo Insular. 1982.
(9) La máquina fabricado por la Casa Viuda de
Murua de Vitoria, donada a la iglesia del Carmen
por Nicolás González Abreu en 1966.
(4) Gonzalo Pavés Borges, “De como el Puerto
cinados por la Asociación Cultural 7 de Octubre
González. “Una nueva
(10) Sobre su historia y presencia en el arte.
de la Cruz conoció la luz del cine en el patio del
de Los Realejos y la ayuda del consistorio muni-
morada para María. El incendio de 1952, los pro-
Germán F. Rodríguez Cabrera “La Finca del Drago
ex-convento de monjas (1906 - 1925)”. Coloquio
cipal. En los mismos, se procedió a la colocación
yectos de reconstrucción y el santuario actual”, en
de Siete Fuentes, de Los Realejos. Algunos datos
de historia Canarias-América. Cabildo de Gran Cana-
de una selección de poemas dedicados por
Vitis Floriger. La Virgen del Carmen de Los Rea-
para su historia”. La Prensa, El Día. 7 de marzo
ria, 1996.
nuestro autor al municipio, que, partiendo
lejos. Emblema de fe, arte e historia. Parroquia
de 2013.
(7) Eduardo Zalba
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domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA
Conversando con un rumano universal
ALEJANDRO CIORANESCU (I)
A mis nietas Sofía y Eva,
hispanorumanas de etnia y corazón
Texto: AntonioLuque
(Vocal de Relaciones Institucionales de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife)
“Solamente el trabajo ofrece
compensaciones y se justifica por
sí mismo”
(A. Cioranescu)
U
na tarde de primavera
del año 1983, ¡el pasado
siglo ya!, me encaminé al
domicilio del profesor
Alejandro [Alejandru]
Cioranescu, sito en la calle de Méndez Núñez de la ciudad de Santa Cruz
de Tenerife. Mi visita, fijada tras una
llamada telefónica, tenía por objeto
hacerle una consulta de carácter histórico, con la que pretendía salir del
atolladero ocasionado por un trabajo
de investigación que había yo iniciado
y que con mis conocimientos de entonces me resultaba difícil superar.
Quiero precisar que yo no era sino un
perfecto desconocido para él, ni siquiera tenía la condición de antiguo
estudiante de la Universidad de La
Laguna, donde durante tantos años
había ejercido don Alejandro su magistral docencia; un desconocido que
acudía en demanda de ayuda a una
persona destacada y respetada por sus
profundos conocimientos históricos,
reflejados en múltiples publicaciones,
no sólo canarias.
Pero ¿quién era en realidad ese profesor que tan amablemente había accedido a recibirme y a cuya señalada enseñanza me acogía? Cioranescu era un
polígrafo rumano, residente en Tenerife desde 1948, singular estudioso del
pasado de las Islas Canarias, de quien
yo conocía su fundamental Historia
de Santa Cruz de Tenerife, lectura que
me sedujo por su profunda documentación y rigurosa amenidad. Mi interés por su obra me condujo a descubrir que su principal aportación científica había sido en el campo de la literatura comparada. Autor en varias lenguas —dominaba el rumano, el francés, el español y el italiano—, no hay
que olvidar su gran capacidad de trabajo, y su superdotada inteligencia le
hizo famoso como historiador, biógrafo
y ensayista. Mi visita, repito, obedecía a su nombradía de historiador.
Creo obligado dar aquí una breve
reseña de sus orígenes, su vida y obra.
Alejandro [Alejandru] Cioranescu
nació el 15 de noviembre de 1911 en
Moroeni [Moroieni], localidad situada
al norte de Bucarest, en la falda de los
Cárpatos, y falleció en La Laguna, Tenerife, el 18 de noviembre de 1999. Sexto
hijo del matrimonio formado por
Ion Cioranu (1874-1948) —apellido que
por voluntad propia transformó en Cioranescu— y Ecaterina Teodorescu
(1880-1965), ambos maestros de escuela. Su padre fue el creador en Rumanía de la enseñanza especial para sordos y de una serie de manuales que
completaron la metodología aplicada a ese tipo de enseñanza y que fueron durante muchos años los de mayor aceptación. Sus descendientes forman una cantera de intelectuales que
cuenta con nueve doctores en diferentes disciplinas científicas, dos
profesores de segunda enseñanza, tres
ingenieros y tres escritores.
Alejandro Cioranescu hizo sus primeros estudios en Moroeni, que prosiguió en el colegio Spiru Haret, de Bucarest (1922-1930), y finalizó como primer bachiller de su promoción en todo
el país. Luego, entre 1930 y 1933, cursó
El profesor
Cioranescu en su
casa en 1996.
Foto: Cristóbal García
(Efe).
estudios superiores
en la Universidad
de Bucarest, donde
obtuvo las licenciaturas en Literatura Rumana y
Francesa y, además, se diplomó en
la Escuela de Archivística y Paleografía. Había empezado, con sólo
catorce años, a
publicar versos y
prosa en la revista
de su colegio —
que había fundado
su hermano, el
poeta Ion Cioranescu (1905-1957)
—, publicación de
la que sería director en el último
año de sus estudios
secundarios.
A partir de 1930
empezó a colaborar regularmente
en la prensa literaria. Sus primeros
trabajos tratan de
temas relativos a
literatura comparada; si bien manifestó desde el principio una gran afición por la investigación histórica en
general.
Entre 1934 y
1939, con el fin de preparar su tesis doctoral, fue becario de la Escuela
Rumana en Francia. En París, en la Sorbona y en la Escuela Normal Superior,
asistió a los cursos de Literatura
Comparada de los profesores Ferdinand Baldensperger, de Van Tierghem
y Paul Hazard (Collège de France). Este
último fue en realidad el director de
las dos tesis con las que se doctoró en
1939, la primera, L´Arioste en France,
y la segunda Isabelle, que es la edición
y el estudio de una tragedia francesa
inédita, inspirada en el poema de
Ariosto, escrita en los primeros años
del siglo XVII.
Durante su estancia en Francia colaboró en diversas y acreditadas publicaciones, como Revue de Littérature
Comparée o el Bulletin Hispanique. Pasó
en España los veranos de 1934 y 1935,
investigando en el Archivo General de
Simancas documentación acerca de
la historia de los rumanos, cuyas conclusiones fueron publicadas posteriormente por la Academia de Rumanía. Sus estancias en Simancas, sin embargo, no sólo le fueron de utilidad para
sus trabajos de investigación científica, sino que tuvieron también como
consecuencia el encuentro con España
y su lengua. Allí conoció a Antonio
Tovar, con quien luego se vería muy
a menudo en París. La amistad con
Tovar le sirvió para profundizar y practicar el aprendizaje del idioma español.
Entre 1938 y 1939 ejerció como lector de rumano en la Universidad de
Lyon y, al tiempo, consejero cultural
de la Embajada de Rumanía en París.
Los acontecimientos bélicos de 1940,
con la entrada de los alemanes en Francia, y luego en toda Europa, lo obligaron a regresar a Bucarest.
Después de un periodo de movilización (1941-1943), con treinta años
de edad, fue director de la importante
editorial rumana Editura Contemporana (1942-1945), a la vez que promotor
y director de un vasto proyecto de Enciclopedia Rumana; secretario de la filial
rumana de la Asociación creada por
Giovanni Papini para el estudio del
Renacimiento, y de la Asociación de
Cultura Hispano-Rumana; director del
Teatro Municipal de Bucarest; inspector
general de Artes y director de la revista
Universul Literar. Actividades todas
suprimidas, en 1945, con la implantación del régimen comunista en
Rumanía.
Regresó a París en 1946, como consejero cultural de la Real Embajada de
Rumanía, donde, pese a las graves dificultades existentes, permaneció todo
un año, por fidelidad al rey Mijaíl I y
lo que su monarquía representaba, hasta
que el régimen comunista lo destituyó
de su cargo. Entre 1947 y 1948, fue secretario de redacción de la revista Le Livre,
y tras un breve periodo, en ese último
año, en que fue agregado de investigación del Centro Nacional de la Investigación Científica de París, pasaría a La Laguna, invitado como profesor encargado de curso y, hasta 1978,
profesor de Lengua y Literatura Francesas.
Cuando su buen amigo Antonio
Tovar, a quien consideró uno de los
más eminentes humanistas contemporáneos —había sido destacado
alumno de Unamuno e incluso rector
de la Universidad de Salamanca—, supo
que había sido destituido de su cargo
en la embajada rumana, le sugirió una
posibilidad de trabajo en Canarias. Tovar
conocía a Elías Serra Ràfols, profesor
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EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014
de Historia Universal y decano de la
Facultad de Letras de la Universidad
de La Laguna, así que pensó que Cioranescu sería la persona idónea para
la enseñanza del francés en dicha Universidad, ya que por entonces urgía
la presencia de un profesor para esa
asignatura. Tovar encareció tanto al
profesor rumano ante Serra Ràfols que
fue aceptado de inmediato, y su recomendación no sólo se basaba en la
amistad que se profesaban, sino en el
convencimiento de sus dotes intelectuales. Teniendo en cuenta las dificultades por las que pasaba, nuestro
profesor no tuvo otra opción que la
de aceptar el ofrecimiento que se le
hacía. De España sólo conocía Valladolid y Madrid, donde había trabajado
investigando en diferentes archivos,
y de pasada, según sus propias manifestaciones, Sevilla y Granada. Canarias era para él un lugar por completo
desconocido.
La necesidad obliga o, dicho con palabras de Lilica Voicu-Brey: “Cuando se
vive con estas incertidumbres, y en París,
nada mejor que la Enciclopedia EspasaCalpe, y la propia Embajada española,
para despejar la múltiples dudas”. Los
informes “enciclopédico-diplomáticos”
fueron suficientemente satisfactorios como para decidirlo a emprender,
junto a su esposa, el largo viaje de París
a Tenerife, vía Madrid. En la capital de
España tuvo la suerte de encontrarse
con su compatriota el ensayista, poeta
y traductor Alejandro Busuioceanu
(1886-1961), que se encontraba en una
situación parecida a la suya, pues había sido destituido de su puesto y de
sus responsabilidades en la embajada.
Aunque Busuioceanu ocupaba un lugar destacado en la vida literaria y artística española, y además era profesor
de Historia del Arte en la Facultad de
Letras de la Universidad madrileña.
Ya en Tenerife, se hospedaron en el
hotel Aguere, de La Laguna, donde
casualmente entabló relación con el
lagunero Dr. Tomás Tabares de Nava,
gran conocedor de la ciudad, y cuya
ayuda, años más tarde, le sería de suma
utilidad para componer su Guía histórica y monumental de la ciudad de
La Laguna. Al día siguiente, Cioranescu
se personó en la Universidad de La Laguna para ponerse a las órdenes del
decano de la Facultad de Letras,
Elías Serra Ràfols, un profesor de origen catalán, historiador, un erudito,
en definitiva, de gran categoría. Los
dos llegaron a entenderse muy bien.
Es posible pensar que Serra Ràfols fuera
una de las razones para que nuestro
profesor no abandonase en algún momento de desánimo la isla. Creemos
que el encuentro entre ambos, además de fecundo, fue doblemente
oportuno. La Universidad de La Laguna y Canarias en su conjunto salieron ganando con la presencia de los
dos historiadores, el catalán y el rumano.
El matrimonio Cioranescu se instaló
en un piso de alquiler en el número
80 de la calle Méndez Núñez, de Santa
Cruz de Tenerife, el mismo donde fui
a visitarlo aquella inolvidable tarde de
1983. La precaria economía familiar
pudo ser completada con los ingresos
proporcionados por las clases de
francés de Lyda Cioranescu(1), a más
de algunas traducciones que realizó,
después de aprender español. Y con
esos otros ingresos imprevistos, como
nos lo contó el propio don Alejandro:
“…en los días que siguieron, antes del
fin de semana, nuestras finanzas
fueron consolidadas milagrosamente.
La librería más importante de Santa
Cruz, o sea su propietario, mi futuro
amigo Leopoldo García Nieto, recibió
mi propuesta de ayudarle en la organización de un sector de libro francés,
del cual carecía. A cambio, él me ayudaba económicamente, lo que en
conjunto representaba más que mi
sueldo en la Universidad. Doña Blanca,
nuestra casera, que descubrimos a través de un anuncio público, se conmovió
por nuestra situación de refugiados y
nos prefirió a un número importante
de candidatos, haciéndonos también
una reducción sensible del alquiler.
Finalmente, Lyda hizo rápidamente
muchas amistades femeninas, que le
aconsejaron que diera clases de francés, y se obligaron a enviarle alumnas
de la mejor sociedad, o sea solventes.
En los diez años siguientes, Lyda ganó
más fácil y más que yo”.
En la Universidad de La Laguna fue
también profesor de Literatura Italiana,
Lengua Rumana y Literatura GalaicoPortuguesa. A petición suya, se le confió una vez un curso de Literatura Comparada, que parece haber sido el primero en España. En 1965 fue nombrado
maître de conférences de Literatura Comparada en las universidades francesas,
pasando a catedrático de la misma especialidad en 1978, y sería desde 1960
a 1962 comisionado de investigación
en el Centro Nacional francés para poder
terminar su Bibliographie de la Littérature française.
Entre 1963 y 1978 fue consejero técnico del Aula de Cultura de Tenerife,
dependiente del Cabildo Insular. En
1968 y 1969 fue profesor invitado, para
dos cursos de Literatura Comparada,
uno teórico y otro práctico, destinados a los alumnos postgraduados de
la Universidad de Bahía Blanca, de donde surgió su libro L’avenir du passé.
Utopie et Littérature, publicado por la
prestigiosa editorial parisina Gallimard.
Asimismo, fue profesor encargado de
impartir cursillos o conferencias en las
universidades de Santiago de Compostela, Salamanca, Londres y Bolonia.
Además de colaborar en Destin, revista
cultural rumana que se publicó en la
capital de España en el periodo comprendido entre 1951 y 1972, dirigida por
el doctor George Uscatescu (1919-1995),
filosofo, historiador y ensayista.
El profesor Cioranescu, a cuya puerta llamó este historiador en ciernes, ya
había publicado en Canarias una
ingente cantidad de trabajos, sobre Viera
y Clavijo, Tomás de Iriarte, Espinosa,
Gadafier de la Salle, el conquistador Juan
de Bethencourt y el ingeniero Agustín
de Bethancourt, Alejandro de Humboldt,
la Guía Histórica y Monumental de La
Laguna y una obra fundamental: Prin-
cipios de literatura comparada… Sonó
el timbre y, tras una breve espera, apareció ante mí un hombre de severa prestancia, estatura más que mediana, pelo
entrecano, casi blanco, con grandes entradas, expresión amablemente irónica,
ojos vivaces y penetrantes bajo unas
gruesas lentes de miope; su defecto de
la vista le daba un aire algo distante,
que diluía su afabilidad; cultísimo,
cuando se trataba de temas de su interés, la conversación se transformaba
en amena e inolvidable lección. Consecuente con su criterio, en particular,
en defensa de la conjetura de la verdad concluyente como fundamento de
todo trabajo histórico.
Me hizo pasar a través de un luminoso vestíbulo, cuyas paredes ocupaban
grandes estantes repletos de libros, hasta
un despacho también totalmente tapizado de volúmenes. Allí, tras un amable saludo, me interrogó sobre el motivo
de mi visita. Lo más sintéticamente
que supe, le expliqué que trabajaba
en las cartas de Viera y Clavijo y que,
para ilustrarlo, me era necesario conocer datos biográficos de sus corresponsales, ya que de algunos de ellos
me había sido imposible encontrar referencia. Cioranescu me escuchaba
atentamente y me preguntó a continuación de qué personajes se trataba.
Traía sus nombres apuntados en una
pequeña libreta, así que a mi relación
respondió que me daría una serie de
fuentes bibliográficas —libros y revistas especializadas— donde podría
encontrarlos y recabar la información
anhelada. “Pero tendrá que trabajar”,
añadió. Con ello, cumplido quedaba
La llegada del
profesor enriqueció
la Universidad de La
Laguna con nuevos
estudios. Foto: Trino
Garriga.
el motivo de mi visita.
Después de unos breves comentarios, nos despedimos, no sin antes agradecerle su generosa información. El
trabajo iniciado por mí salió al fin del
atolladero en que estaba; los datos proporcionados por el profesor rumano
me rindieron un enorme servicio.
En esa primera visita vi con claridad lo que Stefan Zweig comentaba:
“Había recibido la primera lección: los
grandes hombres son siempre los más
amables”. Meses más tarde, después
de vencer todas las dificultades que
la publicación de un libro conlleva,
obstáculos que para un autor novel
representan más que la subida a
una abrupta montaña, y lleno de optimismo, regresé a casa de nuestro profesor con un ejemplar de mi obra Cartas de Don José de Viera y Clavijo a diversas personalidades. Me recibió nuevamente en el vestíbulo y, en esta ocasión, me saludó con familiaridad. De
inmediato le entregué mi libro, cuyo
prólogo era de Enrique Roméu Palazuelos, conde de Barbate, conocido
especialista en la materia. Cioranescu lo examinó detenidamente y lo elogió mucho. Le di las gracias por sus
consejos tan acertados y, con modestia, quité importancia a mi trabajo. El
profesor me reveló que a su puerta
llamaban muchos “escritores”, algunos en busca de ayuda en su investigación, otros con una obra ya casi ultimada, para solicitarle un prólogo y
garantizarse de ese modo un añadido
de calidad al trabajo, el espaldarazo
de un auténtico hombre de letras, sin
que, a pesar de ello, la obra pasase a
mayores. Me confesó: “Muy pocos regresan con el libro impreso, pues éste
sólo existe en la imaginación del peticionario. Es como cuando en el café,
y después de tomar unas copas, los
hombres hablan de sus conquistas amorosas y refieren con detalles su exitosas aventuras, todas con las más deseadas mujeres, aventuras que sólo
se desarrollaron en la imaginación”.
Ambos reímos.
Desde entonces, asistí a cuantas conferencias suyas pude y, a veces,
coincidíamos en actos culturales,
circunstancias que siempre aprovechaba yo para saludarlo; también,
cuando me enteraba de un acontecimiento relacionado con su persona
acostumbraba a hacerle partícipe de
mi apoyo incondicional. Cioranescu
siempre respondió a mis saludos, en
persona y por escrito, con demostraciones de amistad. Una prueba de su
estima es que cita mi libro Las familias de Chaves y Montañés de Tenerife
en la bibliografía y numerosas veces
en el texto de su Diccionario Biográfico de Canarios-Americanos, obra en
dos volúmenes (1989).
NOTA:
(1) Lyda Cioranescu falleció en febrero de
1988.
BIBLIOGRAFÍA
Lilica Voicu-Brey, Alejandro Cioranescu. Biografía Intelectual de un comparatista, Instituto
de Estudios Canarios, La Laguna de Tenerife,
2006.
Universidad de La Laguna, Acto de Investidura de Doctor “Honoris Causa” del Profesor
D. Alejandro Cioranesu, La Laguna, 1990.
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domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA
www.eldia.es/laprensa
Revista semanal de EL DÍA. Segunda época, número 941
“No es posible un desarrollo turístico eficiente, sin un personal debidamente preparado profesionalmente
desde sus mismas bases del conocimiento” (CIESTCA).
FORMACIÓN PROFESIONAL TURÍSTICA:
una asignatura siempre pendiente (I)
Texto: Antonio-Pedro Tejera Reyes
(Del Grupo de Expertos de la Organización Mundial de Turismo, de las Naciones Unidad. ONU)
“Nunca hay que abandonar los
ideales
en lo que creamos fielmente”
“Perseverar ante las dificultades,
es abrir camino hacia el éxito”
C
orría el año 1994 cuando
en un periódico de las Islas Canarias apareció publicado un artículo de
opinión escrito por el
profesional
Antonio
Romero
Aumente sobre la formación profesional en el sector turístico. Las últimas noticias que llegaron a nosotros
sobre este destacado profesional en
el turismo español le situaban en el
sur de Tenerife, como director del
hotel Jardín Tropical, un establecimiento hotelero de cinco estrellas
vinculado a grandes capitalistas
españoles, a cuya inauguración, creo
recordar, asistió el presidente del
Gobierno de España Felipe González.
Hoy, pasados más de veinte años de
estos recuerdos, algunas consideraciones y reflexiones amigas nos han
puesto nuevamente a ocuparnos del
mismo tema, reproduciendo casi en
su totalidad –solo con algunas llamadas a la actualidad– el escrito que
en aquel entonces remitimos a la
prensa, el cual nos pareció oportuno
en aquellos momentos y cuyo contenido creemos sigue siendo de actualidad más de veinte años después. Es
lo que hay.
Una realidad evidente
Lo que escribimos en 1994:
“Dedicados desde hace más de
treinta años al tema de los estudios
turísticos, y trabajando en el sector
desde 1958, no hemos resistido la tentación de acometer estas reflexiones
ante el artículo aparecido en la
prensa de Canarias, original de Antonio Romero Aumente, con el sano propósito de exponer, una vez mas, nuestras ideas sabiendo, como sabemos,
por la experiencia que nos acompaña,
que quedarán como “papel mojado”.
En todos estos años en que hemos
tenido la oportunidad de servir en y
desde las Islas Canarias a la primera
industria mundial, como es considerada el turismo, hemos sostenido contactos con las más diversas autoridades políticas, empresariales y de entes
sociales, y pertenecido a las más
amplias asociaciones y gremios, internacionales, nacionales, regionales y
locales, siempre desde el plano del sector privado, buscando la manera de
concienciarles en la necesidad evidente
e indiscutible de preparar al personal
profesionalmente para el desempeño
de sus funciones en el campo del
turismo. Es algo que hemos tenido
siempre claro y en lo que no hemos
escatimado esfuerzos ni apoyos, hasta
el punto de que todo lo que nos ha producido esta actividad lo hemos reinvertido en su gestión, como nos es fácilmente demostrable, después de estos
más de cincuenta años de trabajo.
Viene todo esto a cuento porque nos
parece ya hora de poder expresarnos
con los conocimientos que nuestra
experiencia y preparación nos ha
deparado y en lo que, por supuesto,
tampoco hemos escatimado absolutamente nada, no solamente a nivel
personal sino que la historia está
escrita con profesores becados por
nosotros –sin ninguna ayuda ni apoyo
oficial– para asistir en España, e incluso en el extranjero, a cursos, seminarios, congresos y otros encuentros
relacionados con el turismo, algunos
convocados por el Instituto de Estudios Turismo de España y otros organismos e instituciones, entre ellos el
Centro Internacional de Estudios Su-
Seminario
celebrado en
Madrid, sobre la
innovación en las
enseñanzas del
turismo, convocado
por la Organización
Mundial del Turismo,
y en el que se
estudiaron las
nuevas fórmulas del
sistema.
periores de Turismo, CIEST, ubicado
en Torino, Italia, hoy lamentablemente desaparecido, que pertenecía a la
UIOOT, hoy Organización Mundial del
Turismo, y cuyo centro de estudios era
el más importante del mundo, como
tuvimos ocasión de comprobar personalmente asistiendo a uno de sus
memorables cursos.
Cursos y seminarios en Canarias
Las aulas de las escuelas de turismo
de Santa Cruz de Tenerife y de Las
Palmas, fundadas por nosotros en el
año 1965, fueron testigos de decenas
de cursos, cursillos y seminarios donde actuaron los más versados y famosos tratadistas del tema turístico,
siendo puestos de ejemplo de buen
hacer, más de una vez, por las más
connotadas autoridades en la materia, muchos de ellos tristemente
desaparecidos hoy, como fueron Manuel Fraga Iribarne, León Herrera,
Fernández Fuster, Fernández Álvarez,
Manuel Figuerola, Ángel Miguelsanz,
Oskar A. Dignoes, Castro Fariñas,
Martín Fornoza, Ramón Tamanes,
Funes Robert, etc., etc., que hacían
equipo con los más avezados profesores canarios en la materia, incluidos los profesionales del sector en las
islas, llevando a toda la colectividad
canaria sus conocimiento e inquietu-
des, con programas elaborados por
nosotros como conocedores de la problemática del sector, en lo cual nos
encontrábamos, y nos encontramos,
fundamentalmente comprometidos.
No quedó ahí nuestra labor. Se expandió tanto que llegamos a ser puestos
de ejemplo mundial por el entonces
presidente de la Unión Internacional
de Organismos Oficiales de Turismo
(UIOOT) –hoy Organización Mundial
del Turismo–, Mr. George Fadoul,
quien dijo por escrito que éramos el
primer centro de estudios turísticos del
mundo, y que debíamos ser imitados,
según declaraciones que en su día
publicamos, y que conservamos como
uno de los reconocimientos mundiales más valiosos que tenemos de
nuestra pública labor.
Ahí está la hemeroteca canaria
para dar fe de cuanto hemos escrito
y seguimos escribiendo”.
Hasta aquí lo que pudieran llamarse la primera parte de unas
memorias que continuaremos en
estas ilustres páginas, cargadas de
vivencias y testigos mudos de cientos de gestas relacionadas con el servicio que nos impusiéramos
luchando a brazo partido con la
incomprensión, el poder constituido, la prepotencia y la ignorancia.
“Servir es nuestra ocupación.”
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