EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014 p1 ALEJANDRO CIORANESCU, el rumano exiliado y universal que acabó sus días en Tenerife. 6/7 del domingo revista semanal de EL DÍA NICOLÁS ESTÉVANEZ: un militar de pura cepa Texto: José Manuel Clar Fernández E l próximo 21 de agosto se conmemorará el primer centenario de la muerte de Nicolás Estévanez Murphy, un ilustre canario y español que durante su larga y azarosa vida sobresalió en actividades tan diversas como la política, la literatura, el periodismo, la historiografía..., y la milicia, oficio que amaba con toda su alma. Tal vez, para algunas personas Nicolás Estévanez, sea poco más o menos que un desconocido. Incluso, habrá quien asocie su nombre al de alguna calle. Pero muy pocos le conocen en su faceta como militar. Profesión que amaba profundamente y a la que dedicó dieciocho años de su vida. Según consta en la hoja de servicios de Nicolás Estévanez, nació en Las Palmas de Gran Canaria, el 17 de febrero de 1838 y murió en París el 21 de agosto de 1914. Aunque fuera natural de Las Palmas, su familia tenía la residencia habitual en Tenerife, donde todavía se encuentran los restos de la que fue su casa paterna, en la zona de Santa María de Gracia (La Laguna), donde trascurrió su infancia y adolescencia y recibió su educación básica. El 2 de enero de 1853, es decir, a los quince años de edad, ingresó en el Colegio General Militar de Toledo, donde cursó sus estudios como cadete de Infantería. En 1856, por su buen comportamiento y aplicación, alcanzó los empleos de subteniente y luego de alfé- rez, pasando destinado, primeramente, para realizar las prácticas reglamentarias como oficial subalterno, al Batallón de Cazadores de las Navas y posteriormente a la Escuela de Aplicación y Tiro de El Pardo, participando en los sucesos que tuvieron lugar en Madrid los días 14, 15 y 16 de julio. En 1857, ascendió a teniente por antigüedad y fue destinado al Batallón Provincial de Covadonga, en Cangas de Onís. En 1859, estando destinado en el regimiento de Zamora nº 8, en Zaragoza, marchó con su unidad a Málaga para formar parte de una brigada constituida al efecto con diversos regimientos, embarcando el 12 de diciembre hacia Ceuta y participando en diversas acciones de guerra contra los marroquíes, que poseían fuerzas muy superiores a las españolas. En uno de estos combates, en las inmediaciones de los Castillejos, fue herido de bala en una pierna y evacuado al hospital de Ceuta, siendo ascendido al grado de capitán por méritos de guerra. En enero de 1860, a solicitud propia, obtuvo el alta médica para incorporarse a su regimiento, acampado en los Castillejos. Al mes siguiente, participó en la memorable batalla de Tetuán, en la que las tropas españolas tomaron al enemigo todos sus campamentos, fortificaciones, artillería, bagajes y pertrechos, sufriendo los marroquíes una completa derrota. Por esta acción, el capitán Estévanez fue distinguido con la Cruz de 1ª Clase, sencilla, de la Orden Militar de San Fernando que, de acuerdo con el Reglamento de dicha orden, aprobado por Real Cédula de 10 de julio de 1815, se concede por prestar servicios distinguidos y de riesgo. Tras esta batalla y posterior toma de Tetuán continuó en el territorio africano participando en otras acciones de guerra, por las que en octubre del citado año fue condecorado con la Medalla del Ejército de África y declarado por las Cortes “Benemérito de la Patria”. En mayo de 1861 el capitán Estévanez fue trasladado con su regimiento a Getafe y Vicálvaro (Madrid), siendo destinado seguidamente a Zaragoza y Nicolás Estévanez en Puerto Rico en 1864. A la izquierda, durante su exilio en París, en 1909. a Jaca. En agosto de 1862 se le concedió una licencia por enfermedad, por lo que se trasladó a Tenerife, permaneciendo en esta situación hasta el mes de abril de 1863, en que se reincorporó a su regimiento de Zamora, en Barcelona, continuando en dicha unidad hasta fin de junio, en que fue destinado al batallón de Antequera nº 16, en Santa Cruz de Tenerife. En enero de 1864, Nicolás Estévanez embarcó con su batallón con destino a Puerto Rico. Una vez allí pasó a prestar sus servicios al Batallón de Voluntarios del Ejército de Puerto Rico en la isla de Santo Domingo, siendo reco- pasa a la pág. siguiente® p2 domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA EN PORTADA nocido como capitán para el mando en ultramar. Participó en la guerra mandando un batallón, a pesar de ser capitán, y le fue concedida, en 1865, la Cruz de Isabel la Católica. Al concluir la guerra, en junio de 1865, se le encargó que visitara los Estados Unidos de Norteamérica, a fin de estudiar los episodios militares más importantes de la Guerra de Secesión y elaborar la memoria correspondiente. A pesar de ser oficial del Ejército, Nicolás Estévanez siempre mantuvo una actitud muy crítica respecto a la política colonial de los sucesivos gobiernos de la reina Isabel II. En 1868, solicitó la baja temporal del Ejército, por dos años, para dedicarse plenamente a la conspiración política, ya que, estando en activo y por respeto al uniforme, no podía ni quería hacerlo. Por su participación en la Revolución de 1868, “La Gloriosa”, que supuso el destronamiento de Isabel II y el inicio del período denominado Sexenio Democrático, así como en la sublevación republicanofederal de 1869, Estévanez fue detenido en Béjar y hecho prisionero en las cárceles de Salamanca y de Ciudad Rodrigo, hasta que fue incluido en la amplia amnistía promulgada el año 1870 para celebrar la coronación del rey Amadeo I. Reintegrado al Ejército y destinado nuevamente a las Antillas, Nicolás Estévanez prestó sus servicios en Puerto Rico y en Cuba. Precisamente, durante su estancia en La Habana ocurrió un dramático suceso que influyó en el futuro como militar de este oficial, hasta el extremo de tener que pedir la baja definitiva de las filas del Ejército. Tuvo lugar en la tarde del día 27 de noviembre de 1871. Cuando este capitán paseaba, como solía acostumbrar, por la acera del Louvre, junto al hotel Inglaterra, un lugar de los más concurridos por aquel entonces de la capital cubana, notó una escasa presencia de transeúntes, lo que llamó su atención. Extrañado de ello, se detuvo delante de una cafetería y en ese instante oyó una serie de disparos que procedían de la fortaleza de La Punta. Al preguntar a un camarero qué era lo que ocurría, éste le respondió: “Los están fusilando”. “¿A quiénes?, preguntó Estévanez, y la respuesta fue: “A los estudiantes”. Lo ocurrido fue que ocho jóvenes cubanos, estudiantes de Medicina, fueron fusilados, acusados sin prueba alguna de la supuesta profanación de la tumba del periodista español Gonzalo Castañón, fundador del diario “La Voz de Cuba”, cuando el único crimen que habían cometido estos jóvenes fue el de alentar un sentimiento a favor de Cuba y su soberanía, pues el propio hijo de Castañón declaró luego que el sepulcro de su padre estaba intacto. Según refieren algunos historiadores y escritores, tras este desgraciado suceso, el capitán Estévanez alzó su voz públicamente en señal de protesta, criticando lo que consideraba un crimen y condenando la actitud pasiva del capitán general de la isla por ceder cobardemente a la presión de una turba de voluntarios españoles que reclamaban justicia, admitiendo la sentencia que un Consejo de Guerra condenó a los ocho estudiantes cubanos a ser pasados por las armas. Por este motivo, Nicolás Estévanez, decepcionado y airado por semejante injusticia, pidió la licencia absoluta de las filas del Ejército el 25 de diciembre de 1871, por cuya razón fue dado de baja, renunciando a su carrera militar y abandonando Cuba para dedicarse a la política. Así concluyó su carrera militar, cuando tenía treinta y cuatro años de edad y un brillante porvenir en la milicia. Pese a las diversas peticiones y ofrecimientos que se le hicieron para que recapacitara su decisión y se reincorporara al Ejército jamás las aceptó. Tal decisión le marcó el resto de su vida con signos opuestos: para unos como un mal oficial, como un desertor, y para otros como un héroe. En sus memorias, y para justificar su baja voluntaria del Ejército, dejó escrito: “No se puede pertenecer a la milicia cuando se antepone la propia conciencia a todas las leyes, a todas las ordenanzas, a todos los prejuicios de profesión y de escuela”. En la concurrida esquina de las calles de San Rafael y de Prado, correspondiente a la fachada del hotel Inglaterra, en La Habana, una placa en bronce recuerda la actitud honorable del capitán Nicolás Estévanez, el militar español que honró a su patria indignado por el crimen ocurrido aquella tarde del 27 de noviembre de 1871. Su texto dice así: “Nicolás Estévanez (1838-1914). En esta acera del Louvre el 27-11-1871, siendo Capitán del Ejército español, dio ejemplo excepcional de dignidad, valor y civismo, al protestar públicamente contra el fusilamiento de los ocho inocentes estudiantes cubanos inmolados aquel día por los voluntarios españoles de La Habana. Abandonó la isla, renunció a su carrera y se negó a reingresar en la milicia. En tiempos de la Primera República española fue diputado, ministro de la Guerra y jamás se arrepintió de aquella su nobilísima actitud, pues para él antes que la Patria está la Humanidad y la Justicia. Cubanos y españoles ofrendan a la memoria del repúblico, hijo de las Islas Canarias, este homenaje en testimonio de respeto y admiración. A 27 de noviembre de 1937”. Esta placa en honor y recuerdo de Nicolás Estévanez se colocó por iniciativa del historiador de La Habana, patriota y revolucionario Emilio Roig Leuchsenring, y cada año se recuerda aquella actitud digna. El capitán Estévanez en 1860. Abajo, Cruz de 1ª Clase de la Orden de San Fernando. Algunos historiadores y escritores que han referido el fusilamiento de los estudiantes y la reacción del capitán Nicolás Estévanez dicen que éste, en señal de protesta, partió su sable de un golpe. Algo que no concuerda con la realidad, como así lo asegura la escritora cubana Elena Alavez Martín en su libro “Nicolás Estévanez: su accionar ético”. Tras dejar el Ejército, Nicolás Estévanez dedicó toda su atención a la política como activista y conspirador, ejerciendo también como periodista, historiador, poeta, traductor, etc. En la política ostentó cargos relevantes: diputado a Cortes en varias ocasiones, gobernador civil de Madrid y ministro de la Guerra durante la Primera República española, en el Gobierno presidido por Pi y Margall. Pero no es en estos campos donde debe resaltarse su actuación sino en la actividad que practicó con gran vocación desde que casi era un niño: la milicia, porque Estévanez fue, ante todo, un militar, con heridas de guerra, ascensos por méritos y condecorado con la Cruz de la Orden de San Fernando y otras recompensas. Fue un militar español de pura cepa, que tenía del honor un altísimo concepto y que, a pesar de abandonar voluntariamente su prometedora carrera, sentía pasión y vocación por su profesión, como así lo demuestran los siguientes testimonios: El 12 de agosto de 1885, la Alemania imperial del canciller Bismarck ocupó las españolas Islas Carolinas, sitas en Oceanía. Desde París, donde se hallaba residiendo, Nicolás Estévanez escribió ese día una carta a su amigo y general Manuel Cassola Fernández, que decía así: “Te escribo llorando de ira y de vergüenza. No podemos llegar a menos; ya nos insultan las razas inferiores. El despojo de las Carolinas, créelo, no será el último. Hazme el favor; si se declara la guerra, como anhelo con todo el fervor de mi alma, pide mi vuelta al servicio en mi antiguo empleo de capitán, que data de 1859. No tengo más que cuarenta y siete años y un corazón de veinticinco; por consiguiente, aún puedo servir de algo. Si tú no puedes dar ese paso, encárgaselo a otro, cuando llegue el momento. No me dirijo al ministro porque ahora es prematuro, y luego podría ser tarde. Tú, en Madrid, apreciarás la oportunidad. Tampoco me valgo de otros amigos por temor de que den publicidad a mi determinación. No quiero publicidad ni aplauso; lo que quiero es batirme”. En 1892, cuando tenía 54 años, y con ocasión de hallarse de visita en Toledo, cuna de la Infantería española, donde el entonces joven cadete, cursó sus estudios para ser un futuro oficial y fraguó su alma como militar, entre 1856 y 1859, en su trabajo titulado “La nostalgia de la juventud”, dejó escrito lo siguiente: “Sentí humedecerse mis ojos al pasar junto a mí un batallón del Ejército, y creo que no era el mío; sentí impulsos de abrazar al teniente coronel que lo mandaba y no le había visto nunca; se agitaron todas las fibras de mi corazón al escuchar las cornetas; me descubrí instintivamente y faltó poco para que me arrodillara cuando pasó la bandera luciendo sus corbatas que se ganaron con sangre y heroísmo. Era la bandera de Sierra Bullones, de Tetuán y de WadRas, era la bandera de la patria…”. En 1897, Nicolás Estévanez, editó su “Diccionario Militar”. En el prólogo sentencia esto: “Ahorqué el uniforme, pero sigo siendo militar por dentro. Bien sé que estoy en desacuerdo con mis antiguos compañeros de armas en más de cuatro cosas (y por eso mismo dejé de ser soldado); pero eso no quita que yo sienta una especie de nostalgia. El Ejército es la única esperanza de esta patria desfallecida y casi moribunda”. Tras abandonar la política y retirarse a vivir en París un exilio voluntario, Nicolás Estévanez no quiso cobrar la pensión que le correspondía como ex ministro de la Guerra durante la Primera República, malviviendo de traducciones, artículos y del producto de algún libro. Murió en la capital francesa el 21 de agosto de 1914, casi en la miseria. Para costear los gastos de sus exequias e incineración, según su propia voluntad, su hija y amigos tuvieron que recurrir a la ayuda de la Embajada de España. Fue Nicolás Estévanez un hombre cordial, sencillo, modesto y un patriota, sin ninguna duda, y no por rancios sentimientos, sino por convicción. De él dijo Pío Baroja, en 1931 (“Intermedios”), y podría ser su epitafio: “A pesar de su tendencia revolucionaria y de que había abandonado el Ejército hacía muchísimos años, era militar de alma”. La sociedad canaria tiene contraída una deuda histórica colectiva, la tarea de rescatar del olvido en que se encuentra inmerso este preclaro hijo y situarlo en el lugar que le corresponde. BIBLIOGRAFÍA -Hoja de Servicios de Nicolás Estévanez Murphy. Archivo General Militar de Segovia. -Elena Alavez Martín. “Nicolás Estévanez: su accionar ético”. Editorial Ciencias Sociales. La Habana. Nicolás Estévanez Murphy. “Mis memorias”. Prólogo de José Luis Fernández Rúa. -Nicolás Estévanez Murphy. “Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana”. Hijos de J. Espasa. Barcelona. Tomo 22. -Periódico “Las Novedades”. -José Luis Isabel Sánchez. “Caballeros de la Orden de San Fernando”. -Marcos Guimerá Peraza. “Nicolás Estévanez o la rebeldía”. Biblioteca de Autores Canarios. Aula de Cultura de Tenerife. p3 EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014 LUGARES SAGRADOS (XIII) SAN SEBASTIÁN. Ermita de San Juan en Benchijigua (I) El valle de Benchijigua es un encantador espacio que, con dulce voz, llama al caminante para que disfrute de él en franca armonía, para relatarle su historia con sabor añejo, para recordarle tiempos que ya fueron, y para contarle relatos de ermitas y de fiestas al uso tradicional de antaño. Todo en un marco casi natural de incomparable belleza. Texto: Emiliano Guillén Rodríguez (periodista. Cronista Oficial. Miembro del Instituto de Estudios Canarios.) Foto: doña Julia D e este lugar majestuoso y serio, lo que más impresiona al viajero es la locuacidad de su paisaje. Allí nadie habita y, sin embargo, el viajero no se siente solitario. Todo cuanto en él existe con insistencia le invita a la conversación empática y fluida. Su gran roque, fiel testigo del anárquico origen de su suelo, que vino a encontrar deseada calma cuando su naturaleza halló en el equilibrio el plácido sosiego, ya calmado tan bravo cataclismo, no es testigo mudo del paisaje, sino dicharachero paladín de su augusto dominio sobre el resto de la trama. Presto siempre para hablar de su apocalíptica gestación y de su caótico alumbramiento. A pesar de tan descomunal estampa, que apunta a limpios cielos o rasga nubes; derrocha, con pétrea moderación, toda su soberana majestuosidad, tornada en sabia quietud; al igual que su nobleza más pura, humilde y franca. La misma que acopió a lo largo de tantos y tantos siglos que no lograron, a pesar de sus intentos, hollar su señorial presencia. A sus pies, amparadas en su protector guardián, un puñadito de casas muy modestas, menudas y coquetas, cubiertas de ocres viejos, con sus paredes enlucidas en añejados blancos, pequeñas, sencillas y recoletas, tan parcas en ventanales como en riquezas, emulan pacer sobre los campos. Sus portalones pobres, trabajados en madera antigua e incorruptible, albergan muchos recuerdos dedicados al amor de tiempos idos. Sus siluetas se guarecen, medio escondidas, entre la floresta humanizada y la angostura de sus patios. Una buganvilla disfrazada bajo un sencillo traje elaborado en papel rosa y plisado en seda recuerda la internacionalidad de un dilatado andar. Los bancales, largos y enjutos como lianas emergidas de su propios suelos, colmados de malezas y de eriales, conversan sin descanso sobre sus agriculturas primitivas, regadas por generaciones de sudores, de fati- Detalle del paisaje gas y quebrantos, para obtener de ellos apenas un mendrugo de pan salobreño. Salado antaño, tanto por las frentes jóvenes, cuanto por las rugosas caras de sus cultivadores. Las aguas presentes, presas o liberadas, prefiere el caminante los sones de las últimas sobre las primeras; porque aquellas, ni siquiera el sol ya las contempla. Estas otras, sin embargo, entonan cantos alegres de pan sembrar, de mieses para segar y de parvas para trillar, sobre una era elevada con suelo empedrado, que busca la adecuada brisa que separe con diligencia paja y grano, ambos frugales para el labrador, generosos para el amo. Por aquí, la añoranza, la melancolía y la soledad vagan juntas en inútil tránsito. La mansión del señorío no podía faltar en un ambiente agrario, actualmente superado para fortuna de los vivos. La nueva estructura social borró por ventura, de un plumazo y para siempre, el feudalismo de sus campos. Las techumbres de sus cubiertas, las cumbreras y las limas, vencidas por la vejez y el abandono, no pudieron resistir el peso de su historia y declinaron su otrora noble estampa, gritando a cuantos quieran escucharlas todas las desdichas de su ruina inacabada. Apostada en lugar destacado simbolizando su poder, a socaire del riscal, una ermita de sobria estampa, más bien con desafortunada gallardía, en aquel lugar medita. Allí ha de estar omnipresente, porque su familiar presencia siempre enlaza, une, reúne y dulcifica los espíritus inquietos, los rebeldes, los molestos, los díscolos. Se trata de una construcción que se entiende necesaria en todo tipo de paisaje rural, o urbano, porque su presencia, como muchas por aquí, cuenta, alivia, identifica y cohesiona. Al amanecer todo el contexto, impregnado con el murmullo fresco del sideral hálito mañanero, bulle con serena inquietud en el montano. Ahora hasta los árboles parecen emular al caminante. Arrullados por las brisas tempraneras, semejan sostener una franca conversación con el paisaje que les sustenta. Con el paisaje y con el extraño que les interpreta. Este lugar sagrado nació para recolectar almas en su regazo, almas tan simples y sencillas como la sosería de sus puertas, la parquedad de sus ventanas, la sencillez de sus murales o la escueta simplicidad del campanario. Almas reunidas en torno a un canto espiritual aprendido e inculcado desde los albores de la civilización, para empeñar sus innatas libertades. La hacienda testifica su poder inequívoco de los unos sobre los otros, de los dueños sobre los subordinados, de los pudientes sobre los dependientes, de la opulencia frente al infortunio. Levitando como un cadáver pétreo dormitan, con malévola intención, las pruebas irrefutables que corroboran, en toda su crueldad, el implacable dominio de las humanas vanidades sobre las crudas realidades, las mismas que señalan y conforman las cuatro estaciones de la vida. El gofio, ausente ahora del lebrillo, se siente perdido entre las gélidas soledades del agua. El “conduto” hortera e indigente ya no obliga a regresar a la faena rutinaria. En ausencia presagiada, un coro de voces blancas y alegres recita sus infantiles ignorancias, mientras inventan algún inverosímil juguetillo para su distracción, ajenas a todas las verdades que les aguardan a la vuelta de cualquier ocaso, si el devenir no lo remedia. El amanecer claro y trasparente, camino ya del mediodía, con lentitud indolente, ilumina la totalidad de la angostura. Ahora se impone la vereda del retorno. Todo lo humano que es recuerdo atrás quedaba. Fue entonces cuando, desde todos los rincones posibles de aquel profundo y recio corazón de roca, el esporádico visitante recibe un último mensaje en exclusiva para sus adentros: ¡regresa y conversamos! p4 domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA DEL CLAUSTRO A LA PLAZA. La desaparecida palmera del convento de San Agustín, en Los Realejos. Texto: Germán F. Rodríguez Cabrera (Licenciado en Historia del Arte) L a realidad de los pueblos es una acumulación de hechos, pasados y presentes, que de diversas maneras se van sumando en el imaginario colectivo de los habitantes que, siglo tras siglo, van ocupando aquellos espacios. Nuestras líneas, en esta ocasión, van dirigidas a rescatar de ese sustrato un elemento vegetal, recordado por muchas de las generaciones, incluidos los actuales habitantes del lugar. En 1699 pactan los responsables de hacer cumplir la voluntad testamentaria de Juan de Gordejuela y Juana de Mesa, su esposa, levantar el convento de San Andrés y Santa Mónica en el entonces Llano de San Sebastián (actual San Agustín). La firma del testamento pone manos a la obra a dos destacados artistas en la construcción del cenobio realejero: Diego de Miranda, en la parte de labra, levantado de mampostería de los muros y su ornato pétreo, y Francisco de Orta, en las labores de carpintería(1). Entre ambos elevaron uno de los conjuntos monacales más armónicos en proporción y forma de los fundados en la isla de Tenerife, de los levantados desde los cimentos, no como fruto de la acumulación de solares y estructuras previas. El diseño del mismo implicaba dos patios, cementerio (actual espacio ocupado por el Teatro -Cine Realejos) , campanario y ajimez desde donde las religiosas tuvieran una privilegiada vista del valle de Taoro; a ello se le sumarian todas las dependencias para almacenaje y desarrollo de la vida diaria de la comunidad. Los patios, con sus respectivos corredores, servirían tanto para huerta como de patio más al sur, dotado de unos corredores más sencillos en decoración, de simples barrotes lignarios; por contra, en el patio principal, la cara más “pública” del mismo, se encontraban la escalera principal, el acceso a la iglesia y al coro, además de las salas principales, como la capitular o el refectorio, piezas claves de todo convento. A ello se sumaban, en el claustro, las procesiones y los ritos propios de la orden. En palabras recogidas por el profesor Jesús Pérez Morera, los cenobios eran “recintos cerrados a los ojos de la sociedad civil; el monasterio femenino era una ciudad dentro de la cuidad, una república de mujeres, un alcázar de las hijas de Sión, un místico jardín”(2). Palabras que nos permiten entender la amplia idea de la vida tras los muros, que al igual que la del exterior se articulaba por niveles y posiciones marcadas, la mayor de las veces, por el pago de la dote o por cuna. Si entendemos el claustro y la vida monacal como una renuncia al siglo, al mundo exterior, es lógico entender que en el mismo, tras los muros, se situaran detalles, espacios que hicieran la vida más cómoda. Crear un ajardinado sitio, jardín místico. Los inicios de la jardinería, desde tiempos pretéritos, surgen en espacios domésticos donde el hombre da forma o intenta hacer a su mano a la naturaleza. Las huertas de conventos o patios serían el reflejo de los mismo espacios en las casas de habitación, con mucho peso en Canarias, donde, al modo renacentista, los jardines o huertos tenían esta misma función: la mezcla de plantas ornamentales con arboleda y arbustos frutales. Los Realejos no era ajeno a esta realidad, de la que aún sobreviven varios ejemplos tras los muros de algunas haciendas y casa particulares. Así pues, los claustros de los conventos realejeros debieron de tener un aspecto similar, dotados de plantas ornamentales y árboles frutales, que hicieran la vida más agradable, cercana a esa belleza de la creación divina. La visión que del mismo tienen o tuvieron los que contemplaron o pasearon por los patios del San Andrés y Santa Mónica fue el resultado del paso de la exclaustración por el mismo, del uso civil, de la mano del hombre decimonónico, y no las de las religiosas que lo modelaron. En palabras de Elizabeth Murray (1856), testigo que trató con la última monja agustina que habitó entre sus muros, sor Jesús María de San José Álvarez , y de la que nos deja un interesante retrato humano, “el convento está ahora a un sinnúmero de fines. Se pueden ver cerdos alimentándose de raíces entre las ruinas, aves picando semillas y muchos niños jugando constantemente a lo largo del día, haciendo que el lugar, que en este tiempo fue dedicado a la paz de la religión, resuene ahora con sus gritos” (3). Los vecinos y visitantes contemplaron un patio ya dado a la burocracia, al día a día del pueblo y los avances tecnológicos del siglo XIX. En el primer patio La palmera El poeta Gonzalo Siverio Hernández. (Los Realejos, 19011964) del mismo se proyectó por primera vez cine. Testigo de ello son las citas de la prensa y las pocas imágenes que conocemos a día de hoy del mismo, donde se aprecia la caseta de proyecciones. En los años veinte del siglo XX se alza el definitivo edificio, el Teatro-Cine Realejos, sobre parte del cementerio del monasterio, por la iniciativa de Manuel Espinosa Chaves (+ Puerto de la Cruz, 1976). En un proceso, similar al sucedido en el cercano Puerto de la Cruz, donde el convento de monjas dominicas acogió las primeras proyecciones(4). Entre los corredores del mismo se instalaron el Ayuntamiento del Realejo Bajo, la banda de música, las escuelas (separadas por sexos), la cárcel y la vivienda de algún vecino que otro. En el centro del patio, además de las proyecciones de cine, se realizaron peleas de gallos, como sucedió en otros edificios monásticos de las Islas. En el caso realejero, todo ello hasta el incendio de febrero de 1952, en que, como dijera Viera y Clavijo, en su “Historia de Canarias”, “el último monasterio de monjas que se ha fundado en esta diócesis de Canarias” ardiera la única casa femenina de la orden agustina del Archi- piélago, el último convento del municipio fruto de la mano del hombre. Y testigo de todo lo descrito, del eco de historias de frailes y monjas, del incendio del convento de San Juan en 1806, de maestros y alcaldes, de las fiestas del Carmen, del sonido de las notas en los ensayos de la banda de música, de los cantos de los gallos y los primeros rayos de luces del cine y la sorpresa de los realejeros asistentes fue la palmera del convento, la heroína carmelita que cantara el olvidado poeta local Gonzalo Siverio Hernández. (Los Realejos, 1901-1964) del que recordamos el poema “Ser dueño de toda tu sombra” (a la palmera de San Agustín): ¡Que tu ya no existas, ni encuentres tus rastros;/ tú, que te burlabas bien de la vejez;/ que tú, que, de noche, mirabas los astros,/ irguiéndote sobre tu propia altivez;/ y en cuatro bandejas (o cuatro alabastros)/ en los que empolvaba la luna su tez,/ brindabas la sangre de miles de hijastros/ que el sol a tu sombra confió una vez;/ tan pronto olvidarás que ayer desafiabas/ la línea del Cielo, a donde avanzabas,/ cada año, un pasito, cada hora, un renglón./ Parece mentira; y fuera eso, sueño,/ si yo nunca hubiera soñado en ser dueño/ de toda tu sombra, por mala ambición”. Como resalta en su obra el catedrático en clásicas por la Sorbona Gonzalo Siverio en “Por rendirle mi amor”(5), tanto el convento como la palmera conformaron el imaginario local, siendo una de sus referencias más presentes, desde Barcelona o París; un modo de recordar su infancia y juventud en Los p5 EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014 Realejos. El ex convento-ayuntamiento, donde su padre, de igual nombre, fue secretario municipal debió de marcar parte de su vida. El poeta debió de pasar muchas horas rondando, contemplando e indagando en el desaparecido archivo municipal del Realejo Bajo, pues el conocimiento que muestra en su obra de la historia local así lo prueba. Este olvidado poeta, este destacado realejero, nos ha dejado una interesante visión del municipio, escrita desde la distancia, plasmando en la lírica, los recuerdos del terruño natal(6). A pesar de la virulencia con que las llamas consumieron el último de los conventos realejeros, fruto de ese acto cobarde de borrar el paso de ciertos elementos inapropiados para cargos públicos, las llamas no pudieron con la palmera del patio principal, con la palmera del convento, que con su calcinado tronco se sobrepuso al paso del fuego. Tronco y copa, se recuperaron de las temperaturas y reverdecieron ante la mirada de vecinos y visitantes. El endemismo vegetal contempló la colocación de la primera piedra, el desmonte de los muros calcinados y la elevación de la nueva iglesia del Nuestra Señora del Carmen. Fue testigo de cómo se transfiguraba el entorno urbano y debió de sentir la tala del pino de la entrada de la plaza como un augurio de su destino. Tras la unificación de ambos municipios en 1955, el Alto y el Bajo se transforman en Los Realejos, con la consiguiente lluvia de millones para la creación de las infraestructuras necesarias para la dotación de la nueva entidad. Dentro de esos planes, reflejados en la prensa y las crónicas municipales, se sitúa el rediseño, la realización de una nueva plaza y, por ende, sin explicación lógica, el corte de la palmera. Esa profunda renovación de los tejidos urbanos, ese aire de nuevo pueblo, estética nuova que parece no hemos parado de rediseñar, fue la que propició el cambio. Desde el consistorio se procedió al diseño de una nueva plaza, un nuevo escenario para un nuevo edificio. Como recoge Eduardo Zalba en su reciente estudio sobre la nueva iglesia obra de Tomás Machado, el estudio, diseño de la nueva plaza, fue encargado por la alcaldía en julio de 1956 al inspector general de arquitectura del Ministerio de Vivienda Juan Margarit Serradell y se centró en el ajuste de los desniveles del lugar tras el derrumbe de los muros del antiguo con- El convento de San Agustín antes de 1952 (arriba) y después de esa fecha (abajo). NOTAS (1) José Siverio Pérez “Los conventos del Realejo” Ayuntamiento de Los Realejos, 1977. vento, completando así la nueva imagen del solar que ocupó el convento agustino(7). Pero el diseño de Margarit parece que no cumplió con las expectativas y estética puestas en el mismo. Así, en julio de 1960, cuatro años después, el ayuntamiento expone en las páginas del programa de los festejos del Carmen de ese año “El futuro de la plaza de San Agustín”, anunciando el inicio de las obras tras las fiestas de julio. El autor de las mismas, del nuevo proyecto, es el arquitecto tinerfeño Enrique Rumeu de Armas (Tenerife, 19071978) con un proyecto concebido con “gran efecto estético y adaptado a la especial configuración del terreno”, dentro de las pautas que definió Navarro Segura como orientadas hacia “los lenguajes vernáculos y monumentales” propuestos desde el Mando Económico de Canarias que dirigió la posguerra en las Islas(8). desde la plaza del Carmen con el poema a la palmera, llegó hasta su casa natal, haciendo un reco- (8) María Isabel Navarro Segura. “Arquitectura lejero cuyos huesos reposan en el cementerio de rrido por toda la calle la Alhóndiga, pasando por del mando económico en Canarias (1941 - 46). La postguerra en el Archipiélago” Aula de Cultura de (2) Jesús Pérez Morera “La república del claus- San Francisco, de Los Realejos. Posee tres obras el paseadero y plaza de San Sebastián. Todo ello publicadas en editoriales de Barcelona y nume- se completó con una conferencia dedicada a ana- femeninos”. Anuario de Estudios Atlánticos. rosos artículos en la prensa local. lizar y poner en valor la figura de Gonzalo Sive- (3) Elizabeht Murray “Recuerdos de Tenerife”. Ediciones Idea. Sta. Cruz de Tenerife, 2004. de Ntra. Sra. del Carmen. Los Realejos. 2013. (5) Gonzalo Siverio Hernández. “Por rendirle mi amor”. Barcelona, 1960. Olvidado poeta rea- tro. jerarquía y estratos sociales en los conventos Madrid - Las Palmas. 2005. nº 51 Rumeu planteaba el aprovechamiento del desnivel de la entonces calle Generalísimo, ahora La Alhóndiga, para la creación de diversos locales destinados a comercios, con un número de seis, uno de los cuales se destina a la instalación de un bar-cafetería. Los locales se construirían por manos privadas y las obras de la plaza de manos del consistorio. Como remate, se proyectaban dos escalinatas de acceso –las presentes en la actualidad–, y sobre el talud de contención de la plaza, unos jardines colgados y pérgolas, además de diversos arboles y suelo de granito de distintos colores. Dentro de los planes del consistorio y del arquitecto parece no tener cabida la palmera del convento, pues, como se cita en el mismo artículo, se quiere que el histórico lugar tome un aspecto de “fisonomía nueva y despejada”. De esta manera, la superviviente al fuego de 1952 no mantenía su lugar donde la plantearan siglos atrás, desapareciendo antes de 1965, en que ya deja de aparecer en las fotografías del lugar. Con su tala desaparecía uno de los elementos que marcaban el paisaje de San Agustín, y el imaginario de sus visitantes y vecinos. Su espacio visual lo pasó a ocupar la nueva torre del Santuario de Nuestra Señora del Carmen, dotada de reloj, lo que modificó igualmente el día a día de los lugareños(9). De esta manera, el perfil del lugar pasó a ser dominado por la citada torre y el Drago de Siete Fuentes(10), que ha perdurado hasta nuestros días. Los años cincuenta y sesenta en Los Realejos fueron novedosos, de una profunda renovación de los tejidos urbanos de la población. Visto con perspectiva, en su tránsito por el tiempo, ese período debe ser analizado como un momento aprovechado de auge económico, de adaptación a nuevos tiempos, pero, su coste real en el entramado urbanístico, sobre el patrimonio histórico, sobre los formatos económicos y sociales ¿se ha valorado? No pretendo ahondar más en el tema, pues no era el propósito. Para acabar, hay que solicitar al Ayuntamiento de Los Realejos que valore, que apueste por recuperar un símbolo del municipio, con un ejemplar de “Phoenix canariensis”, palmera canaria, que no dificulte el día a día de la plaza de San Agustín y se recupere este elemento vegetal, elemento del imaginario colectivo, incomprensiblemente talado hace más de cincuenta años. (6) Después de décadas de olvido, se recuperó rio, impartida por quien escribe, y un recital de su memoria en octubre de 2013, durante los actos algunos de sus poemas a cargo de Abilio Marín festivos en honor de Ntra. Sra. del Rosario, patro- y Francisco Hernández Fuentes. Tenerife. Cabildo Insular. 1982. (9) La máquina fabricado por la Casa Viuda de Murua de Vitoria, donada a la iglesia del Carmen por Nicolás González Abreu en 1966. (4) Gonzalo Pavés Borges, “De como el Puerto cinados por la Asociación Cultural 7 de Octubre González. “Una nueva (10) Sobre su historia y presencia en el arte. de la Cruz conoció la luz del cine en el patio del de Los Realejos y la ayuda del consistorio muni- morada para María. El incendio de 1952, los pro- Germán F. Rodríguez Cabrera “La Finca del Drago ex-convento de monjas (1906 - 1925)”. Coloquio cipal. En los mismos, se procedió a la colocación yectos de reconstrucción y el santuario actual”, en de Siete Fuentes, de Los Realejos. Algunos datos de historia Canarias-América. Cabildo de Gran Cana- de una selección de poemas dedicados por Vitis Floriger. La Virgen del Carmen de Los Rea- para su historia”. La Prensa, El Día. 7 de marzo ria, 1996. nuestro autor al municipio, que, partiendo lejos. Emblema de fe, arte e historia. Parroquia de 2013. (7) Eduardo Zalba p6 domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA Conversando con un rumano universal ALEJANDRO CIORANESCU (I) A mis nietas Sofía y Eva, hispanorumanas de etnia y corazón Texto: AntonioLuque (Vocal de Relaciones Institucionales de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife) “Solamente el trabajo ofrece compensaciones y se justifica por sí mismo” (A. Cioranescu) U na tarde de primavera del año 1983, ¡el pasado siglo ya!, me encaminé al domicilio del profesor Alejandro [Alejandru] Cioranescu, sito en la calle de Méndez Núñez de la ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Mi visita, fijada tras una llamada telefónica, tenía por objeto hacerle una consulta de carácter histórico, con la que pretendía salir del atolladero ocasionado por un trabajo de investigación que había yo iniciado y que con mis conocimientos de entonces me resultaba difícil superar. Quiero precisar que yo no era sino un perfecto desconocido para él, ni siquiera tenía la condición de antiguo estudiante de la Universidad de La Laguna, donde durante tantos años había ejercido don Alejandro su magistral docencia; un desconocido que acudía en demanda de ayuda a una persona destacada y respetada por sus profundos conocimientos históricos, reflejados en múltiples publicaciones, no sólo canarias. Pero ¿quién era en realidad ese profesor que tan amablemente había accedido a recibirme y a cuya señalada enseñanza me acogía? Cioranescu era un polígrafo rumano, residente en Tenerife desde 1948, singular estudioso del pasado de las Islas Canarias, de quien yo conocía su fundamental Historia de Santa Cruz de Tenerife, lectura que me sedujo por su profunda documentación y rigurosa amenidad. Mi interés por su obra me condujo a descubrir que su principal aportación científica había sido en el campo de la literatura comparada. Autor en varias lenguas —dominaba el rumano, el francés, el español y el italiano—, no hay que olvidar su gran capacidad de trabajo, y su superdotada inteligencia le hizo famoso como historiador, biógrafo y ensayista. Mi visita, repito, obedecía a su nombradía de historiador. Creo obligado dar aquí una breve reseña de sus orígenes, su vida y obra. Alejandro [Alejandru] Cioranescu nació el 15 de noviembre de 1911 en Moroeni [Moroieni], localidad situada al norte de Bucarest, en la falda de los Cárpatos, y falleció en La Laguna, Tenerife, el 18 de noviembre de 1999. Sexto hijo del matrimonio formado por Ion Cioranu (1874-1948) —apellido que por voluntad propia transformó en Cioranescu— y Ecaterina Teodorescu (1880-1965), ambos maestros de escuela. Su padre fue el creador en Rumanía de la enseñanza especial para sordos y de una serie de manuales que completaron la metodología aplicada a ese tipo de enseñanza y que fueron durante muchos años los de mayor aceptación. Sus descendientes forman una cantera de intelectuales que cuenta con nueve doctores en diferentes disciplinas científicas, dos profesores de segunda enseñanza, tres ingenieros y tres escritores. Alejandro Cioranescu hizo sus primeros estudios en Moroeni, que prosiguió en el colegio Spiru Haret, de Bucarest (1922-1930), y finalizó como primer bachiller de su promoción en todo el país. Luego, entre 1930 y 1933, cursó El profesor Cioranescu en su casa en 1996. Foto: Cristóbal García (Efe). estudios superiores en la Universidad de Bucarest, donde obtuvo las licenciaturas en Literatura Rumana y Francesa y, además, se diplomó en la Escuela de Archivística y Paleografía. Había empezado, con sólo catorce años, a publicar versos y prosa en la revista de su colegio — que había fundado su hermano, el poeta Ion Cioranescu (1905-1957) —, publicación de la que sería director en el último año de sus estudios secundarios. A partir de 1930 empezó a colaborar regularmente en la prensa literaria. Sus primeros trabajos tratan de temas relativos a literatura comparada; si bien manifestó desde el principio una gran afición por la investigación histórica en general. Entre 1934 y 1939, con el fin de preparar su tesis doctoral, fue becario de la Escuela Rumana en Francia. En París, en la Sorbona y en la Escuela Normal Superior, asistió a los cursos de Literatura Comparada de los profesores Ferdinand Baldensperger, de Van Tierghem y Paul Hazard (Collège de France). Este último fue en realidad el director de las dos tesis con las que se doctoró en 1939, la primera, L´Arioste en France, y la segunda Isabelle, que es la edición y el estudio de una tragedia francesa inédita, inspirada en el poema de Ariosto, escrita en los primeros años del siglo XVII. Durante su estancia en Francia colaboró en diversas y acreditadas publicaciones, como Revue de Littérature Comparée o el Bulletin Hispanique. Pasó en España los veranos de 1934 y 1935, investigando en el Archivo General de Simancas documentación acerca de la historia de los rumanos, cuyas conclusiones fueron publicadas posteriormente por la Academia de Rumanía. Sus estancias en Simancas, sin embargo, no sólo le fueron de utilidad para sus trabajos de investigación científica, sino que tuvieron también como consecuencia el encuentro con España y su lengua. Allí conoció a Antonio Tovar, con quien luego se vería muy a menudo en París. La amistad con Tovar le sirvió para profundizar y practicar el aprendizaje del idioma español. Entre 1938 y 1939 ejerció como lector de rumano en la Universidad de Lyon y, al tiempo, consejero cultural de la Embajada de Rumanía en París. Los acontecimientos bélicos de 1940, con la entrada de los alemanes en Francia, y luego en toda Europa, lo obligaron a regresar a Bucarest. Después de un periodo de movilización (1941-1943), con treinta años de edad, fue director de la importante editorial rumana Editura Contemporana (1942-1945), a la vez que promotor y director de un vasto proyecto de Enciclopedia Rumana; secretario de la filial rumana de la Asociación creada por Giovanni Papini para el estudio del Renacimiento, y de la Asociación de Cultura Hispano-Rumana; director del Teatro Municipal de Bucarest; inspector general de Artes y director de la revista Universul Literar. Actividades todas suprimidas, en 1945, con la implantación del régimen comunista en Rumanía. Regresó a París en 1946, como consejero cultural de la Real Embajada de Rumanía, donde, pese a las graves dificultades existentes, permaneció todo un año, por fidelidad al rey Mijaíl I y lo que su monarquía representaba, hasta que el régimen comunista lo destituyó de su cargo. Entre 1947 y 1948, fue secretario de redacción de la revista Le Livre, y tras un breve periodo, en ese último año, en que fue agregado de investigación del Centro Nacional de la Investigación Científica de París, pasaría a La Laguna, invitado como profesor encargado de curso y, hasta 1978, profesor de Lengua y Literatura Francesas. Cuando su buen amigo Antonio Tovar, a quien consideró uno de los más eminentes humanistas contemporáneos —había sido destacado alumno de Unamuno e incluso rector de la Universidad de Salamanca—, supo que había sido destituido de su cargo en la embajada rumana, le sugirió una posibilidad de trabajo en Canarias. Tovar conocía a Elías Serra Ràfols, profesor p7 EL DÍA, domingo, 17 de agosto de 2014 de Historia Universal y decano de la Facultad de Letras de la Universidad de La Laguna, así que pensó que Cioranescu sería la persona idónea para la enseñanza del francés en dicha Universidad, ya que por entonces urgía la presencia de un profesor para esa asignatura. Tovar encareció tanto al profesor rumano ante Serra Ràfols que fue aceptado de inmediato, y su recomendación no sólo se basaba en la amistad que se profesaban, sino en el convencimiento de sus dotes intelectuales. Teniendo en cuenta las dificultades por las que pasaba, nuestro profesor no tuvo otra opción que la de aceptar el ofrecimiento que se le hacía. De España sólo conocía Valladolid y Madrid, donde había trabajado investigando en diferentes archivos, y de pasada, según sus propias manifestaciones, Sevilla y Granada. Canarias era para él un lugar por completo desconocido. La necesidad obliga o, dicho con palabras de Lilica Voicu-Brey: “Cuando se vive con estas incertidumbres, y en París, nada mejor que la Enciclopedia EspasaCalpe, y la propia Embajada española, para despejar la múltiples dudas”. Los informes “enciclopédico-diplomáticos” fueron suficientemente satisfactorios como para decidirlo a emprender, junto a su esposa, el largo viaje de París a Tenerife, vía Madrid. En la capital de España tuvo la suerte de encontrarse con su compatriota el ensayista, poeta y traductor Alejandro Busuioceanu (1886-1961), que se encontraba en una situación parecida a la suya, pues había sido destituido de su puesto y de sus responsabilidades en la embajada. Aunque Busuioceanu ocupaba un lugar destacado en la vida literaria y artística española, y además era profesor de Historia del Arte en la Facultad de Letras de la Universidad madrileña. Ya en Tenerife, se hospedaron en el hotel Aguere, de La Laguna, donde casualmente entabló relación con el lagunero Dr. Tomás Tabares de Nava, gran conocedor de la ciudad, y cuya ayuda, años más tarde, le sería de suma utilidad para componer su Guía histórica y monumental de la ciudad de La Laguna. Al día siguiente, Cioranescu se personó en la Universidad de La Laguna para ponerse a las órdenes del decano de la Facultad de Letras, Elías Serra Ràfols, un profesor de origen catalán, historiador, un erudito, en definitiva, de gran categoría. Los dos llegaron a entenderse muy bien. Es posible pensar que Serra Ràfols fuera una de las razones para que nuestro profesor no abandonase en algún momento de desánimo la isla. Creemos que el encuentro entre ambos, además de fecundo, fue doblemente oportuno. La Universidad de La Laguna y Canarias en su conjunto salieron ganando con la presencia de los dos historiadores, el catalán y el rumano. El matrimonio Cioranescu se instaló en un piso de alquiler en el número 80 de la calle Méndez Núñez, de Santa Cruz de Tenerife, el mismo donde fui a visitarlo aquella inolvidable tarde de 1983. La precaria economía familiar pudo ser completada con los ingresos proporcionados por las clases de francés de Lyda Cioranescu(1), a más de algunas traducciones que realizó, después de aprender español. Y con esos otros ingresos imprevistos, como nos lo contó el propio don Alejandro: “…en los días que siguieron, antes del fin de semana, nuestras finanzas fueron consolidadas milagrosamente. La librería más importante de Santa Cruz, o sea su propietario, mi futuro amigo Leopoldo García Nieto, recibió mi propuesta de ayudarle en la organización de un sector de libro francés, del cual carecía. A cambio, él me ayudaba económicamente, lo que en conjunto representaba más que mi sueldo en la Universidad. Doña Blanca, nuestra casera, que descubrimos a través de un anuncio público, se conmovió por nuestra situación de refugiados y nos prefirió a un número importante de candidatos, haciéndonos también una reducción sensible del alquiler. Finalmente, Lyda hizo rápidamente muchas amistades femeninas, que le aconsejaron que diera clases de francés, y se obligaron a enviarle alumnas de la mejor sociedad, o sea solventes. En los diez años siguientes, Lyda ganó más fácil y más que yo”. En la Universidad de La Laguna fue también profesor de Literatura Italiana, Lengua Rumana y Literatura GalaicoPortuguesa. A petición suya, se le confió una vez un curso de Literatura Comparada, que parece haber sido el primero en España. En 1965 fue nombrado maître de conférences de Literatura Comparada en las universidades francesas, pasando a catedrático de la misma especialidad en 1978, y sería desde 1960 a 1962 comisionado de investigación en el Centro Nacional francés para poder terminar su Bibliographie de la Littérature française. Entre 1963 y 1978 fue consejero técnico del Aula de Cultura de Tenerife, dependiente del Cabildo Insular. En 1968 y 1969 fue profesor invitado, para dos cursos de Literatura Comparada, uno teórico y otro práctico, destinados a los alumnos postgraduados de la Universidad de Bahía Blanca, de donde surgió su libro L’avenir du passé. Utopie et Littérature, publicado por la prestigiosa editorial parisina Gallimard. Asimismo, fue profesor encargado de impartir cursillos o conferencias en las universidades de Santiago de Compostela, Salamanca, Londres y Bolonia. Además de colaborar en Destin, revista cultural rumana que se publicó en la capital de España en el periodo comprendido entre 1951 y 1972, dirigida por el doctor George Uscatescu (1919-1995), filosofo, historiador y ensayista. El profesor Cioranescu, a cuya puerta llamó este historiador en ciernes, ya había publicado en Canarias una ingente cantidad de trabajos, sobre Viera y Clavijo, Tomás de Iriarte, Espinosa, Gadafier de la Salle, el conquistador Juan de Bethencourt y el ingeniero Agustín de Bethancourt, Alejandro de Humboldt, la Guía Histórica y Monumental de La Laguna y una obra fundamental: Prin- cipios de literatura comparada… Sonó el timbre y, tras una breve espera, apareció ante mí un hombre de severa prestancia, estatura más que mediana, pelo entrecano, casi blanco, con grandes entradas, expresión amablemente irónica, ojos vivaces y penetrantes bajo unas gruesas lentes de miope; su defecto de la vista le daba un aire algo distante, que diluía su afabilidad; cultísimo, cuando se trataba de temas de su interés, la conversación se transformaba en amena e inolvidable lección. Consecuente con su criterio, en particular, en defensa de la conjetura de la verdad concluyente como fundamento de todo trabajo histórico. Me hizo pasar a través de un luminoso vestíbulo, cuyas paredes ocupaban grandes estantes repletos de libros, hasta un despacho también totalmente tapizado de volúmenes. Allí, tras un amable saludo, me interrogó sobre el motivo de mi visita. Lo más sintéticamente que supe, le expliqué que trabajaba en las cartas de Viera y Clavijo y que, para ilustrarlo, me era necesario conocer datos biográficos de sus corresponsales, ya que de algunos de ellos me había sido imposible encontrar referencia. Cioranescu me escuchaba atentamente y me preguntó a continuación de qué personajes se trataba. Traía sus nombres apuntados en una pequeña libreta, así que a mi relación respondió que me daría una serie de fuentes bibliográficas —libros y revistas especializadas— donde podría encontrarlos y recabar la información anhelada. “Pero tendrá que trabajar”, añadió. Con ello, cumplido quedaba La llegada del profesor enriqueció la Universidad de La Laguna con nuevos estudios. Foto: Trino Garriga. el motivo de mi visita. Después de unos breves comentarios, nos despedimos, no sin antes agradecerle su generosa información. El trabajo iniciado por mí salió al fin del atolladero en que estaba; los datos proporcionados por el profesor rumano me rindieron un enorme servicio. En esa primera visita vi con claridad lo que Stefan Zweig comentaba: “Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los más amables”. Meses más tarde, después de vencer todas las dificultades que la publicación de un libro conlleva, obstáculos que para un autor novel representan más que la subida a una abrupta montaña, y lleno de optimismo, regresé a casa de nuestro profesor con un ejemplar de mi obra Cartas de Don José de Viera y Clavijo a diversas personalidades. Me recibió nuevamente en el vestíbulo y, en esta ocasión, me saludó con familiaridad. De inmediato le entregué mi libro, cuyo prólogo era de Enrique Roméu Palazuelos, conde de Barbate, conocido especialista en la materia. Cioranescu lo examinó detenidamente y lo elogió mucho. Le di las gracias por sus consejos tan acertados y, con modestia, quité importancia a mi trabajo. El profesor me reveló que a su puerta llamaban muchos “escritores”, algunos en busca de ayuda en su investigación, otros con una obra ya casi ultimada, para solicitarle un prólogo y garantizarse de ese modo un añadido de calidad al trabajo, el espaldarazo de un auténtico hombre de letras, sin que, a pesar de ello, la obra pasase a mayores. Me confesó: “Muy pocos regresan con el libro impreso, pues éste sólo existe en la imaginación del peticionario. Es como cuando en el café, y después de tomar unas copas, los hombres hablan de sus conquistas amorosas y refieren con detalles su exitosas aventuras, todas con las más deseadas mujeres, aventuras que sólo se desarrollaron en la imaginación”. Ambos reímos. Desde entonces, asistí a cuantas conferencias suyas pude y, a veces, coincidíamos en actos culturales, circunstancias que siempre aprovechaba yo para saludarlo; también, cuando me enteraba de un acontecimiento relacionado con su persona acostumbraba a hacerle partícipe de mi apoyo incondicional. Cioranescu siempre respondió a mis saludos, en persona y por escrito, con demostraciones de amistad. Una prueba de su estima es que cita mi libro Las familias de Chaves y Montañés de Tenerife en la bibliografía y numerosas veces en el texto de su Diccionario Biográfico de Canarios-Americanos, obra en dos volúmenes (1989). NOTA: (1) Lyda Cioranescu falleció en febrero de 1988. BIBLIOGRAFÍA Lilica Voicu-Brey, Alejandro Cioranescu. Biografía Intelectual de un comparatista, Instituto de Estudios Canarios, La Laguna de Tenerife, 2006. Universidad de La Laguna, Acto de Investidura de Doctor “Honoris Causa” del Profesor D. Alejandro Cioranesu, La Laguna, 1990. p8 domingo, 17 de agosto de 2014, EL DÍA www.eldia.es/laprensa Revista semanal de EL DÍA. Segunda época, número 941 “No es posible un desarrollo turístico eficiente, sin un personal debidamente preparado profesionalmente desde sus mismas bases del conocimiento” (CIESTCA). FORMACIÓN PROFESIONAL TURÍSTICA: una asignatura siempre pendiente (I) Texto: Antonio-Pedro Tejera Reyes (Del Grupo de Expertos de la Organización Mundial de Turismo, de las Naciones Unidad. ONU) “Nunca hay que abandonar los ideales en lo que creamos fielmente” “Perseverar ante las dificultades, es abrir camino hacia el éxito” C orría el año 1994 cuando en un periódico de las Islas Canarias apareció publicado un artículo de opinión escrito por el profesional Antonio Romero Aumente sobre la formación profesional en el sector turístico. Las últimas noticias que llegaron a nosotros sobre este destacado profesional en el turismo español le situaban en el sur de Tenerife, como director del hotel Jardín Tropical, un establecimiento hotelero de cinco estrellas vinculado a grandes capitalistas españoles, a cuya inauguración, creo recordar, asistió el presidente del Gobierno de España Felipe González. Hoy, pasados más de veinte años de estos recuerdos, algunas consideraciones y reflexiones amigas nos han puesto nuevamente a ocuparnos del mismo tema, reproduciendo casi en su totalidad –solo con algunas llamadas a la actualidad– el escrito que en aquel entonces remitimos a la prensa, el cual nos pareció oportuno en aquellos momentos y cuyo contenido creemos sigue siendo de actualidad más de veinte años después. Es lo que hay. Una realidad evidente Lo que escribimos en 1994: “Dedicados desde hace más de treinta años al tema de los estudios turísticos, y trabajando en el sector desde 1958, no hemos resistido la tentación de acometer estas reflexiones ante el artículo aparecido en la prensa de Canarias, original de Antonio Romero Aumente, con el sano propósito de exponer, una vez mas, nuestras ideas sabiendo, como sabemos, por la experiencia que nos acompaña, que quedarán como “papel mojado”. En todos estos años en que hemos tenido la oportunidad de servir en y desde las Islas Canarias a la primera industria mundial, como es considerada el turismo, hemos sostenido contactos con las más diversas autoridades políticas, empresariales y de entes sociales, y pertenecido a las más amplias asociaciones y gremios, internacionales, nacionales, regionales y locales, siempre desde el plano del sector privado, buscando la manera de concienciarles en la necesidad evidente e indiscutible de preparar al personal profesionalmente para el desempeño de sus funciones en el campo del turismo. Es algo que hemos tenido siempre claro y en lo que no hemos escatimado esfuerzos ni apoyos, hasta el punto de que todo lo que nos ha producido esta actividad lo hemos reinvertido en su gestión, como nos es fácilmente demostrable, después de estos más de cincuenta años de trabajo. Viene todo esto a cuento porque nos parece ya hora de poder expresarnos con los conocimientos que nuestra experiencia y preparación nos ha deparado y en lo que, por supuesto, tampoco hemos escatimado absolutamente nada, no solamente a nivel personal sino que la historia está escrita con profesores becados por nosotros –sin ninguna ayuda ni apoyo oficial– para asistir en España, e incluso en el extranjero, a cursos, seminarios, congresos y otros encuentros relacionados con el turismo, algunos convocados por el Instituto de Estudios Turismo de España y otros organismos e instituciones, entre ellos el Centro Internacional de Estudios Su- Seminario celebrado en Madrid, sobre la innovación en las enseñanzas del turismo, convocado por la Organización Mundial del Turismo, y en el que se estudiaron las nuevas fórmulas del sistema. periores de Turismo, CIEST, ubicado en Torino, Italia, hoy lamentablemente desaparecido, que pertenecía a la UIOOT, hoy Organización Mundial del Turismo, y cuyo centro de estudios era el más importante del mundo, como tuvimos ocasión de comprobar personalmente asistiendo a uno de sus memorables cursos. Cursos y seminarios en Canarias Las aulas de las escuelas de turismo de Santa Cruz de Tenerife y de Las Palmas, fundadas por nosotros en el año 1965, fueron testigos de decenas de cursos, cursillos y seminarios donde actuaron los más versados y famosos tratadistas del tema turístico, siendo puestos de ejemplo de buen hacer, más de una vez, por las más connotadas autoridades en la materia, muchos de ellos tristemente desaparecidos hoy, como fueron Manuel Fraga Iribarne, León Herrera, Fernández Fuster, Fernández Álvarez, Manuel Figuerola, Ángel Miguelsanz, Oskar A. Dignoes, Castro Fariñas, Martín Fornoza, Ramón Tamanes, Funes Robert, etc., etc., que hacían equipo con los más avezados profesores canarios en la materia, incluidos los profesionales del sector en las islas, llevando a toda la colectividad canaria sus conocimiento e inquietu- des, con programas elaborados por nosotros como conocedores de la problemática del sector, en lo cual nos encontrábamos, y nos encontramos, fundamentalmente comprometidos. No quedó ahí nuestra labor. Se expandió tanto que llegamos a ser puestos de ejemplo mundial por el entonces presidente de la Unión Internacional de Organismos Oficiales de Turismo (UIOOT) –hoy Organización Mundial del Turismo–, Mr. George Fadoul, quien dijo por escrito que éramos el primer centro de estudios turísticos del mundo, y que debíamos ser imitados, según declaraciones que en su día publicamos, y que conservamos como uno de los reconocimientos mundiales más valiosos que tenemos de nuestra pública labor. Ahí está la hemeroteca canaria para dar fe de cuanto hemos escrito y seguimos escribiendo”. Hasta aquí lo que pudieran llamarse la primera parte de unas memorias que continuaremos en estas ilustres páginas, cargadas de vivencias y testigos mudos de cientos de gestas relacionadas con el servicio que nos impusiéramos luchando a brazo partido con la incomprensión, el poder constituido, la prepotencia y la ignorancia. “Servir es nuestra ocupación.”