La causa secreta - Machado de Assis

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BRAZILIAN LITERATURE IN TRANSLATION
La causa
secreta
machado de assis
La causa secreta
machado de assis
Traducido por Pablo Cardellino Soto
G
arcia, de pie, miraba y hacía sonar las uñas; Fortunato, en la mecedora,
miraba el techo; Maria Luísa, cerca de la ventana, terminaba una labor
de aguja. Hacía ya cinco minutos que ninguno de ellos decía nada. Habían hablado del día, que había estado excelente, de Catumbi, donde
vivía el matrimonio Fortunato, y de una casa de salud, que se explicará más adelante. Como los tres personajes aquí presentes están ahora muertos y enterrados,
es tiempo de contar la historia sin tapujos.
Habían hablado también de otra cosa, además de esas tres, algo tan feo y grave, que no les dejó mucho gusto para tratar del día, del barrio y de la casa de salud.
Toda la conversación al respecto fue constreñida. Incluso ahora, los dedos de Maria
Luísa parecen aún trémulos, al paso que hay en el rostro de Garcia una expresión de
severidad, que no le es habitual. En verdad, lo que ocurrió allí fue de tal naturaleza,
que para hacerlo entender es preciso remontar al origen de la situación.
García se había formado en medicina, el año anterior, 1861. En 1860, estando
aún en la Escuela, se encontró con Fortunato, por primera vez, en la puerta del
hospital Santa Casa; entraba, cuando el otro salía. Le impresionó la figura; pero,
aún así, la habría olvidado, no fuera el segundo encuentro, pocos días después.
Vivía en la Rua de D. Manoel. Una de sus raras distracciones era ir al Teatro de S.
Januário, que quedaba cerca, entre esa calle y la playa; iba una o dos veces por
mes, y nunca encontraba más de cuarenta personas. Solo los más intrépidos se
atrevían a extender los pasos hasta aquel rincón de la ciudad. Una noche, estando
en las butacas, apareció allí Fortunato, y se sentó a su lado.
La pieza era un dramón, cosido a cuchilladas, erizado de imprecaciones y
remordimientos; pero Fortunato la oía con singular interés. En los momentos dolorosos, su atención aumentaba, los ojos iban ávidamente de un personaje a otro, al
punto que el estudiante sospechó que había en la pieza reminiscencias personales
del vecino. Al final del drama, vino una farsa; pero Fortunato no esperó y salió;
Garcia salió tras él. Fortunato fue por el callejón Beco do Cotovelo, Rua de S. José,
hasta el Largo da Carioca. Iba despacio, cabizbajo, parando a veces, para darle un
bastonazo a algún perro que dormía; el perro quedaba gañendo y él se iba andando. En el Largo da Carioca entró en un tílburi, y fue hacia el lado de la Praça da
Constituição. Garcia volvió a su casa sin saber nada más.
Pasaron algunas semanas. Una noche, eran las nueve, estaba en casa, cuando escuchó un rumor de voces en la escalera; bajó rápido de la buhardilla, donde
vivía, al primer piso, donde vivía un empleado del Arsenal de Guerra. Era este a
quien algunos hombres conducían, escaleras arriba, ensangrentado. El negro que
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lo servía acudió a abrir la puerta; el hombre gemía, las voces eran confusas, la luz
poca. Puesto el herido en la cama, Garcia dijo que era preciso llamar un médico.
—Ya viene uno, acudió alguien.
Garcia miró: era el mismo hombre de la Santa Casa y del teatro. Imaginó que
sería pariente o amigo del herido; pero, rechazó la suposición, desde que le oyó
preguntar si este tenía familia o alguien cercano. El negro le dijo que no, y él asumió la dirección del servicio, pidió que las personas extrañas se retiraran, pagó a
los cargadores, y dio las primeras órdenes. Al saber que García era vecino y estudiante de medicina, le pidió que se quedara para ayudar al médico. En seguida
contó lo que había pasado.
—Fue una pandilla de capoeiras. Yo venía del cuartel de Moura, adonde fui a
visitar un primo, cuando oí un ruido muy grande, y después un grupo de gente.
Parece que ellos también hirieron a un sujeto que pasaba, y que entró por uno de
aquellos callejones; pero yo solo vi a este señor, que cruzaba la calle cuando uno
de los capoeiras, topándose con él, le metió el puñal. No cayó enseguida; dijo dónde vivía, y, como era a dos pasos, me pareció mejor traerlo.
—¿Lo conocía antes? preguntó Garcia.
—No, nunca lo vi. ¿Quién es?
—Es un buen hombre, empleado del Arsenal de Guerra. Se llama Gouveia.
—No sé quién es.
Médico y subcomisario vinieron poco después; se hizo el curativo, y se tomaron las informaciones. El desconocido declaró llamarse Fortunato Gomes da
Silveira, ser rentista, soltero, residente en Catumbi. La herida fue reconocida grave.
Durante el curativo, ayudado por el estudiante, Fortunato sirvió de criado, sosteniendo la palangana, la vela, los paños, sin perturbar en nada, mirando fríamente
al herido, que gemía mucho. Al final, se entendió en particular con el médico, lo
acompañó al rellano de la escalera, y reiteró al subcomisario la declaración de estar
dispuesto a auxiliar en las pesquisas policiales. Los dos salieron, él y el estudiante
permanecieron en el cuarto.
Garcia estaba atónito. Lo miró, lo vio sentarse tranquilamente, estirar las piernas, meter las manos en los bolsillos de los pantalones, y clavar los ojos en el
herido. Los ojos eran claros, plomizos, se movían despacio, y tenían la expresión
dura, seca y fría. Cara delgada y pálida; una tira estrecha de barba, por debajo del
mentón, y de una sien a otra, corta, pelirroja y rara. Tendría cuarenta años. De vez
en cuando, se volvía hacia el estudiate, y preguntaba algo acerca del herido; pero
volvía enseguida a mirarlo, mientras el joven le daba la respuesta. La sensación que
el estudiante tenía era de repulsión al tiempo que de curiosidad; no podía negar
que estaba presenciando un acto de rara dedicación, y si era desinteresado como
parecía, no había más que aceptar el corazón humano como un pozo de misterios.
Fortunato salió poco antes de una hora; volvió los días siguientes, pero la cura
se realizó deprisa, y, antes de concluida, desapareció sin decir al favorecido dónde
vivía. Fue el estudiante quien le dio las indicaciones del nombre, calle y número.
—Le agradeceré el favor que me hizo, en cuanto pueda salir, dijo el convaleciente.
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Corrió a Catumbi seis días después. Fortunato lo recibió incómodo, oyó impaciente las palabras de agradecimiento, le dio una respuesta hastiada y terminó
golpeándose la rodilla con las bolas de la bata. Gouveia, frente a él, sentado y callado, alisaba el sombrero con los dedos, levantando los ojos de vez en cuando, sin
encontrar nada más que decir. Pasados diez minutos, pidió permiso para salir, y salió.
—¡Cuidado con los capoeiras! Le dijo el dueño de casa, riéndose.
El pobre diablo salió de allí mortificado, humillado, masticando con dificultad el
desdén, forcejeando por olvidarlo, explicarlo o perdonarlo, para que en el corazón
solo perdurara la memoria del beneficio; pero el esfuerzo era vano. El resentimiento,
huésped nuevo y exclusivo, entró y echó al beneficio, de modo que el desgraciado
no tuvo más que treparse a la cabeza y refugiarse allí como una simple idea. Fue
así que el mismo benefactor insinuó a este hombre el sentimiento de la ingratitud.
Todo ello asombró a Garcia. Este joven tenía, en embrión, la facultad de descifrar a los hombres, de descomponer los caracteres, tenía el amor del análisis,
y sentía el placer, que decía supremo, de penetrar muchas capas morales, hasta
palpar el secreto de un organismo. Picado por la curiosidad, pensó en ir a ver al
hombre de Catumbi, pero advirtió que él ni le había ofrecido formalmente la casa.
Al menos, necesitaba un pretexto, y no encontró ninguno.
Tiempo después, ya recibido, y viviendo en la Rua de Mata-cavalos, cerca de
la del Conde, encontró a Fortunato en una góndola, lo encontró otras veces más, y
la frecuencia trajo la familiaridad. Un día Fortunato lo invitó a ir a visitarlo allí cerca,
en Catumbi.
—¿Sabe que estoy casado?
—No lo sabía.
—Me casé hace cuatro meses, podría decir cuatro días. Cene con nosotros el
domingo.
—¿El domingo?
—No forje excusas; no admito excusas. Vaya el domingo.
García fue el domingo. Fortunato le dio una buena cena, buenos puros y buena charla, en compañía de la señora, que era interesante. La figura de él no había cambiado; los ojos eran las mismas chapas de estaño, duras y frías; sus otras
facciones no eran más atractivas que antes. Las atenciones, empero, aunque no
rescataran la naturaleza, traían cierta compensación, y no era poco. Maria Luísa sí
poseía ambos hechizos, persona y modos. Era esbelta, airosa, ojos tiernos y sumisos; tenía veinticinco años y parecía no pasar de los diecinueve. Garcia, la segunda
vez que fue, notó que entre ellos había cierta disonancia de caracteres, poca o
ninguna afinidad moral, y de parte de la mujer hacia el marido unos modos que
trascendían el respeto y se confinaban en la resignación y el temor. Un día, estando
los tres juntos, preguntó Garcia a Maria Luísa si conocía las circunstancias en que
él había conocido al marido.
—No, respondió la joven.
—Escuchará una linda acción.
—No vale la pena, interrumpió Fortunato.
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—La señora verá si vale la pena, insistió el médico.
Contó la anécdota de la Rua de D. Manoel. La joven lo oyó asombrada. Insensiblemente extendió la mano y apretó la muñeca al marido, risueña y agradecida,
como si acabara de descubrirle el corazón. Fortunato sacudía los hombros, pero
no oía con indiferencia. Al final, contó él mismo la visita que le hizo el herido, con
todos los pormenores del personaje, los gestos, las palabras cohibidas, los silencios, en suma, un estrafalario. Y reía mucho al contarla. No era la risa de la falsedad.
La falsedad es evasiva y oblicua; su ria era jovial y franca.
“¡Singular hombre!” pensó Garcia.
Maria Luiza quedó desconsolada con la burla del marido; pero el médico le
devolvió la satisfacción anterior, volviendo a referir la dedicación de este y sus
raras cualidades de enfermero; tan buen enfermero, concluyó, que, si algún día
fundara una casa de salud, lo invitaré.
—¿Hecho? preguntó Fortunato.
—¿Hecho qué?
—¿Vamos a fundar una casa de salud?
—Nada hecho; estoy bromeando.
—Se podría hacer algo; y para usted, que empieza en la clínica, creo que sería
muy bueno. Tengo justamente una casa que quedará libre, y sirve.
Garcia rehusó ese día y al día siguiente; pero la idea se le había metido en la
cabeza al otro, y no fue posible retroceder más. En verdad, era un buen estreno
para él, y podía venir a ser un buen negocio para ambos. Aceptó finalmente, días
después, y fue una desilusión para Maria Luísa. Criatura nerviosa y frágil, padecía
solo con la idea de que el marido tuviera que vivir en contacto con enfermedades
humanas, pero no se atrevió a oponérsele, y curvó la cabeza. El plano se hizo y se
cumplió deprisa. Es verdad que Fortunato no trató de nada más, ni entonces, ni
después. Abierta la casa, fue él mismo el administrador y jefe de enfermeros, examinaba todo, ordenaba todo, compras y caldos, drogas y cuentas.
Garcia pudo entonces observar que la dedicación al herido de la Rua D. Manoel no era un caso fortuito, sino que descansaba en la misma naturaleza de este
hombre. Lo veía servir como ninguno de los mozos. No retrocedía ante nada, no
conocía molestia aflictiva o repelente, y estaba siempre dispuesto a todo, a cualquier hora del día o la noche. Toda la gente se pasmaba y aplaudía. Fortunato
estudiaba, acompañaba las operaciones, y nadie más curaba los cáusticos.
—Tengo mucha fe en los cáusticos, decía.
La comunión de intereses estrechó los lazos de la intimidad. Garcia se hizo
familiar en la casa; allí cenaba casi todos los días, allí observaba a la persona y la
vida de Maria Luísa, cuya soledad moral era evidente. Y la soledad como que le
duplicaba el encanto. Garcia comenzó a sentir que alguna cosa lo agitaba, cuando ella aparecía, cuando hablaba, cuando trabajaba, callada, junto a la ventana, o
tocaba al piano unas músicas tristes. Mansamente, le entró el amor en el corazón.
Cuando quiso darse cuenta, quiso expelerlo para que entre él y Fortunato no hubiera otro lazo que el de amistad; pero no pudo. Solamente pudo trancarlo; Maria
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Luísa comprendió ambas cosas, el afecto y el silencio, pero no se dio por enterada.
A principios de octubre hubo un incidente que reveló aún más a los ojos del
médico la situación de la joven. Fortunato se había metido a estudiar anatomía y
fisiología, y se ocupaba en horas libres abriendo y envenenando gatos y perros.
Como los chillidos de los animales aturdían a los enfermos, llevó el laboratorio a la
casa, y la mujer, complexión nerviosa, tuvo que sufrirlos. Un día, sin embargo, sin
poder más, fue a ver al médico y le pidió que, como algo suyo, consiguiera que el
marido cesara dichas experiencias.
—Pero usted misma…
Maria Luísa acudió, sonriendo:
—Él naturalmente pensará que soy una niña. Lo que yo quería es que usted,
como médico, le dijera que eso me hace mal; y créame que es así…
Garcia consiguió rápidamente que el otro terminara con dichos estudios. Si
fue a hacerlos en otra parte, nadie lo supo, pero puede ser que sí. Maria Luísa agradeció al médico, tanto por ella como por los animales, que no podía ver padecer.
Tosía de vez en cuando; Garcia le preguntó si tenía algo, ella respondió que nada.
—Déjeme verle el pulso.
—No tengo nada.
No dio el pulso, y se retiró. Garcia quedó aprehensivo. Pensaba, más bien, que
ella podía tener algo, que era preciso observarla y avisar al marido en su tiempo.
Dos días después —exactamente el día en que los vemos ahora—, Garcia fue
allá a cenar. En la sala le dijeron que Fortunato estaba en el gabinete, y él caminó
hacia allí; llegaba a la puerta, cuando Maria Luísa salía afligida.
—¿Qué pasa? le preguntó.
—¡El ratón! ¡El ratón! exclamó la joven sofocada y alejándose.
Garcia recordó que, la víspera, oyó a Fortunato quejarse de un ratón, que se
le había llevado un papel importante; pero estaba lejos de esperar lo que vio. Vio a
Fortunato sentado a la mesa, en el centro del gabinete, sobre la cual puso un plato
con espíritu de vino. El líquido llameaba. Entre el pulgar y el índice de la mano
izquierda sostenía un cordón, de cuya punta pendía el ratón atado por la cola. En
la derecha tenía una tijera. Justo cuando entró García, Fortunato le cortaba una de
las patas al ratón; en seguida bajó al infeliz hasta la llama, rápido, para no matarlo,
y se dispuso a hacer lo mismo con la tercera, pues ya le había cortado la primera.
García paró en seco horrorizado.
—¡Mátelo de una vez! le dijo.
—Ya va.
Y con una sonrisa única, reflejo del alma satisfecha, algo que traducía el disfrute íntimo de las sensaciones supremas, Fortunato le cortó la tercera pata al
ratón, e hizo por tercera vez el mismo movimiento hasta la llama. El miserable se
contorsionaba, chillando, ensangrentado, chamuscado, y no terminaba de morir.
Garcia desvió los ojos, después los volvió nuevamente, y extendió la mano para
impedir que el suplicio continuara, pero no llegó a hacerlo, porque el diablo del
hombre daba miedo, con toda aquella serenidad radiosa de su fisionomía. Faltaba
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cortar la última pata; Fortunato la cortó muy despacio, siguiendo la tijera con los
ojos; la pata cayó, y él se quedó mirando el ratón medio cadáver. Al bajarlo por
cuarta vez, hasta la llama, dio aún más rapidez al gesto, para salvar, si pudiera, algunos jirones de vida.
García, enfrente, conseguía dominar la repugnancia del espectáculo para grabarse la cara del hombre. Ni rabia, ni odio; tan solo un vasto placer, quieto y profundo, como daría a otro la audición de una bella sonata o la vista de una estatua
divina, algo parecido a la pura sensación estética. Le pareció, y era verdad, que
Fortunato lo había olvidado totalmente. Ante esto, no estaría fingiendo, y debía ser
realmente así. La llama moría, el ratón podía ser que tuviera aún un residuo de vida,
sombra de sombra; Fortunato lo aprovechó para cortarle el hocico y por última vez
aproximar la carne al fuego. Al final dejó caer el cadáver en el plato, y alejó de sí
toda esa mezcla de chamusco y sangre.
Al levantarse dio con el médico y tuvo un sobresalto. Entonces, se mostró rabioso contra el animal, que le comió el papel; pero la cólera evidentemente era fingida.
“Castiga sin rabia”, pensó el médico, “por la necesidad de encontrar una sensación de placer, que solo el dolor ajeno le puede dar: es ese el secreto de este hombre”.
Fortunato enalteció la importancia del papel, la pérdida que le causaba, pérdida de tiempo, es verdad, pero el tiempo ahora le era preciosísimo. Garcia oía
solamente, sin decir nada, ni darle crédito. Recordaba sus acciones, graves y leves,
encontraba la misma explicación para todas. Siempre el mismo cambio de teclas
de la sensibilidad, un diletantismo sui generis, una reducción de Calígula
Cuando Maria Luísa volvió al gabinete, poco después, el marido fue hacia ella,
riendo, le tomó las manos y le habló mansamente:
—¡Flojona!
Y volviéndose hacia el médico:
—¿Puede creer que casi se desmaya?
Maria Luísa se defendió tímidamente, dijo que era nerviosa y mujer; después
fue a sentarse a la ventana con sus lanas y agujas, y los dedos aún temblorosos,
como la vimos al principio de esta historia. Recordarán que, después de haber hablado de otras cosas, se quedaron callados los tres, el marido sentado y mirando
el techo, el médico haciendo sonar las uñas. Poco después fueron a cenar; pero la
cena no fue alegre. Maria Luísa quedaba absorta y tosía; el médico se indagaba a
sí mismo si no estaría expuesta a algún exceso en compañía de ese hombre. Solamente era posible; pero el amor transformó la posibilidad en certidumbre; temió
por ella y decidió vigilarlos.
Ella tosía, tosía, y no pasó mucho tiempo sin que la molestia se sacara la
máscara. Era la tisis, vieja dama insaciable, que chupa toda la vida, hasta dejar un
montón de huesos. Fortunato recibió la noticia como un golpe; amaba realmente a
la mujer, a su modo, estaba acostumbrado a ella, le costaba perderla. No escatimó
esfuerzos, médicos, remedios, aires, todos los recursos y todos los paliativos. Pero
fue todo en vano. La enfermedad era mortal.
En los últimos días, ante los tormentos extremos de la joven, la naturaleza
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del marido subyugó cualquier otro afecto. No la dejó más; fijó el ojo opaco y frío
en aquella descomposición lenta y dolorosa de la vida, se bebió una por una las
aflicciones de la bella criatura, ahora delgada y transparente, devorada de fiebre
y minada de muerte. Su egoísmo aspérrimo, hambriento de sensaciones, no le
perdonó un solo minuto de agonía, ni se los pagó con una sola lágrima, pública o
íntima. Solo cuando ella expiró, fue que quedó aturdido. Volviendo en sí, vio que
estaba otra vez solo.
De noche, cuando una parienta de Maria Luísa, que la ayudó a morir, fue a descansar, quedaron solos Fortunato y Garcia, velando el cadáver, ambos pensativos; pero
incluso el mismo marido estaba fatigado, el médico le dijo que descansara un poco.
—Vaya a descansar, duerma una hora o dos: yo voy después.
Fortunato salió, fue a echarse al sofá de la saleta contigua, y se adormeció en
seguida. Veinte minutos después se despertó, quiso dormirse otra vez, dormitó algunos minutos, hasta que se levantó y volvió a la sala. Caminaba de puntillas para no
despertar a la parienta, que dormía cerca. Al llegar a la puerta, se detuvo asombrado.
Garcia se había aproximado al cadáver, levantado el pañuelo y contemplaba por
algunos instantes las facciones difuntas. Después, como si la muerte lo espiritualizara
todo, se inclinó y la besó en la frente. Fue en ese momento que Fortunato llegó a la
puerta. Se detuvo perplejo; no podía ser el beso de la amistad, podía ser el epílogo de
un libro adúltero. No tenía celos, obsérvese; la naturaleza lo compuso de modo que
no le causó celos ni envidia, sino vanidad, que no se sustrae menos al resentimiento.
Miró asombrado, mordiéndose los labios.
Mientras tanto, Garcia se inclinó aún para besar otra vez el cadáver; pero entonces no pudo más. El beso estalló en sollozos, y los ojos no pudieron contener
las lágrimas, que vinieron a borbotones, lágrimas de amor callado, e irremediable
desespero. Fortunato, en el umbral, donde se quedó, saboreó tranquilo esa explosión de dolor moral que fue larga, muy larga, deliciosamente larga.
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La causa secreta | machado de assis
El libro
Machado de Assis
• Título original: Várias histórias
• Título da tradução: Varias historias
• Año de publicación: 2012
• Editorial de la publicación en
español: Ediciones Cruz del Sur
La traducción al español ha sido generosamente autorizada por Ediciones Cruz
Del Sur para la presente publicación.
Sinopsis
Varias historias contiene algunas de
las obras maestras de Machado de
Assis y justifica plenamente que se lo
cuente entre los grandes genios del
cuento universal, debido a su aguda
mirada sobre la esencia del ser humano. Contiene 16 historias que abarcan
desde las situaciones más cotidianas y
prosaicas hasta la alegoría fabulosa o
mitológica, donde se tratan los conflictos de personajes extremadamente
complejos en temas tan universales
como el amor, las obsesiones, los miedos o las decepciones, los sentimientos
y las contradicciones del ser humano.
Varios argumentos incluyen triángulos
amorosos que sirven como base para
discutir la frivolidad y el descubrimiento del amor, el alejamiento entre las
ideas y la realidad, entre el moralismo y
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los deseos. Otros se centran en las obsesiones y psicopatías, como el sadismo y la belleza, una visión fantasiosa
de la realidad y hasta la meta-literatura.
El tema central de “La causa secreta”
es el sadismo sin límites de uno de los
personajes centrales. Lo grotesco y la
crueldad forman parte del argumento,
donde son centrales la caracterización
psicológica de los personajes y la tensión constante.
Estos cuentos magistrales, que fueron
originalmente publicados en la prensa
carioca y reunidos por el autor en 1896
para este volumen, son muestra de la
increíble versatilidad y genialidad de
Machado de Assis.
Reseñas en periódicos
o revistas
http://movidoacultura.blogspot.
com.br/2009/06/resenha-literaria-varias-historias.html
http://www.passeiweb.com/na_ponta_lingua/livros/analises_completas/v/
varias_historias
http://www.lendo.org/a-causa-secreta/
http://www.scielo.br/scielo.php?pid=
S0101-31731988000100010&script=sci_arttext
La causa secreta | machado de assis
El autor
Joaquim Maria Machado de Assis
• Nombre de pluma: Machado de Assis
• Otros libros:
- Novelas
Ressureição
Iaiá Garcia
Helena
Memórias póstumas de Brás Cubas
Casa Velha
Dom Casmurro
Quincas Borba
Esaú e Jacó
Memorial de Aires
- Cuentos (solo las compilaciones
publicadas por el autor en vida)
Contos fluminenses
Histórias da meia-noite
Histórias sem data
Páginas recolhidas
Papéis avulsos
Relíquias de casa velha
Várias histórias
- Poesia
Crisálidas
Falenas
Americanas
Ocidentais
- Teatro
Desencantos
Quase Ministro
Deuses de Casaca
Tu, só tu, puro amor
Crônicas
De todas las obras existen innumerables ediciones y grandes tiradas
• Página web del autor:
http://www.machadodeassis.org.br/
El traductor
Pablo Cardellino Soto
Pablo Cardellino Soto es traductor profesional e investigador de literatura traducida. Cursó Letras en Español, maestría y,
actualmente, doctorado en Estudios de
la Traducción en la UFSC. Es uruguayo,
tradujo Don Casmurro, Varias histórias y
“El alienista”, de Machado de Assis, al español. A cuatro manos, con Walter Carlos
Costa, tradujo El coloquio de los perros,
de Cervantes, y Las Hortensias, de Felisberto Hernández, al portugués. Contacto:
[email protected]
Derechos de publicación
La obra está bajo dominio público, ya que expiró el plazo en el que sus derechos patrimoniales estaban protegidos.
Los derechos del traductor son reservados
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