EL PSIQUISMO DE SANTANDER Y DE BOLÍVAR, PARTE I Temperamentos de Santander y Bolívar David Alberto Campos Vargas, MD* El Libertador y Santander chocaban, inevitablemente. Si no se produjo antes su alejamiento (definitivo en 1826) fue por la nobleza de Bolívar, dado a olvidar disgustos pasados, propenso a perdonar, incapaz de guardar rencores. También, en parte, a los buenos modales y la capacidad de inhibición de Santander, que muchas veces se tragó sus palabras y terminó obedeciendo (aunque de mala gana). Pero era una amistad destinada al fracaso. A ambos les encantaba dirigir. Sólo que Santander tuvo menos estrella: a él su talento sólo le daba para ser general en Casanare; la suerte (desde que se arrimó al Libertador) le permitió ser Vicepresidente de Colombia (tras la muerte del Libertador, llegó a ser Presidente), pero no más. El espíritu de Bolívar, en cambio, era del tamaño de América. Ser Presidente de un solo país le quedaba chiquito, así como dar la independencia a una sola nación. Él quería (y podía) mucho más. Bolívar estaba, en realidad, hecho para grandes empresas (debo decir titánicas, épicas). Santander fue el maestro del corrillo, de la intriga, del cabildeo, de la política subrepticia. Actuaba con astucia y sigilo. Bolívar fue hombre de multitudes, de desfiles, de grandes actos de oratoria; y una persona de franqueza y transparencia únicas. Hacía política en grande. Notoria, no subrepticia. No se desgastaba en banalidades, no se reducía a pequeñeces. Santander, propenso a la envidia y mucho menos noble de corazón, se carcomía por dentro con el éxito de los demás y se satisfacía ventilando los defectos de ellos. A Bolívar se le daba muy bien el trato social. Era buen bailarín, y mejor conversador. No era el culmen del refinamiento, dada su naturaleza espontánea, ajena a la hipocresía, pero era un hombre elegante (es hasta gracioso imaginarse a un hombre de sus características, compartiendo su vida con sujetos burdos como Páez, a quien le enseñó a usar tenedor). Como Sucre, era políglota y de buenas maneras. Santander compartía con ellos los modales, pero los superaba en capacidad de halagar a los igualmente poderosos (potenciales enemigos). Era el cortesano por excelencia, el príncipe con el que siempre soñó Maquiavelo (y mucho más sutil, más “limpio” que los Borgia), experto en ardides, maestro en el arte de seducir para lograr sus propósitos y en sacar del camino a sus rivales. No vamos a creer que Bolívar fue siempre magnánimo. Esa idealización de ciertos historiadores no le hace honor a la verdad. Es cierto que indultó a varios siendo Presidente. Hasta le conmutó la pena de muerte a Santander, después de que éste hubiera planeado asesinarle. Pero en la época de la “guerra a muerte” contra los españoles (1813-1821), dio muestras de sevicia y crueldad. Alguien podrá objetar que no lo hacía por maldad pura, que fue empujado a ello por Boves, que se trataba de “crímenes con finalidad política” (eufemismo que se usa, todavía hoy, para intentar maquillar lisos y llanos homicidios). La verdad es que Simón Bolívar, al inicio de su carrera, se comportó muchas veces como un fanático. Y los muertos son muertos, así se maten por una idea. Pero Santander fue peor. No sólo hizo ejecutar a algunos de sus rivales (a veces, aconsejándole malintencionadamente al Libertador). Escaló posiciones con todo tipo de triquiñuelas, a veces empleando su ponzoñosa lengua, otras usando su pluma envenenada (sus documentos “históricos”, y los publicados por sus partidarios y protegidos, Restrepo y Baraya, están llenos de falsedades). En varias ocasiones el propio Páez le interceptó cartas dirigidas a Bolívar, en las que el resentido Santander habla mal de Anzoátegui, de García Rovira y del propio Páez, buscando desprestigiarlos ante el Caraqueño. Y en otras, dirigidas a “ilustres” bogotanos (eminencias grises, rábulas pretenciosos y dizque aristocráticos; los mismos que difamaron, le hicieron la vida imposible y tumbaron gustosos a Antonio Nariño, para poder turnarse ellos mismos, en ridículos Triunviratos, cada cuatro meses la Presidencia…los ineptos líderes de la Patria Boba, mal dirigida y mal estructurada, que fue fácilmente aplastada por España), enfila contra “el tirano Bolívar” y los “follones venezolanos”. Peor aún. Bolívar hizo fusilar a Piar y a Padilla después de hacerles un debido juicio (y a Piar, sin degradarlo). Santander hizo matar a sus rivales políticos de manera infame. El crimen más horrendo, por lo desleal y por las nefastas consecuencias que tuvo para la República, fue el de Antonio José de Sucre. El gran mariscal iba solo, viajaba sin escolta hacia Quito, a encontrarse con su esposa y su hija. Santander, apoyado en Obando y otros sujetos execrables, lo hizo emboscar y asesinar en Berruecos. Por más que hizo desaparecer cartas y otros documentos “comprometedores” (como era de esperarse en un “buen” abogado), la historiografía moderna ha destapado su participación en el asunto. Sucre era el seguro sucesor de Bolívar en la Presidencia de Colombia, si seguía vivo. Fue la puñalada final, una tristeza más para el desilusionado Libertador, que ya había renunciado y sólo deseaba irse. Sobra decir que en la década siguiente Obando y Santander ocuparon la primera magistratura. A Manuel de Serviez, muy capacitado general francés al servicio del ejército libertador, Santander lo hizo apuñalar mientras dormía. Luego completó el teatro inculpando al mulato al que le había pagado, diciéndole a Bolívar que el idiota útil “había matado a Serviez para robarle su reloj”. Fusilado el mulato, borradas las pruebas. Serviez muerto. Y Santander ascendido. De la misma manera acabó con Miguel París, que apareció muerto en el campamento patriota, aunque en esta ocasión los “realistas” que lo atacaron no se dejaron atrapar. Vamos ya viendo ciertos elementos recurrentes en el temperamento de Bolívar y en el de su vicepresidente. El Libertador era exaltado, jovial, alegre, brioso, lleno de energía. Amigo de alzar la voz, pero enemigo de secretos y traiciones. Amante de la actividad física (ya de niño era feliz nadando en ríos y quebradas, montando caballo a pelo, brincando) y de las buenas lecturas, en especial Rousseau. Santander era grave, solemne hasta en su caminar, recatado, parco en sus expresiones (nunca se le vio reír a carcajadas: sólo se dibujaba en su rostro de hielo una tenue sonrisa, cuando alguno de sus planes se realizaba), asténico, sedentario. Hablaba poco y en voz baja. Cuando tramaba algo feo, se entendía casi en clave con sus cómplices. Era muy bueno para los secretos, y para amañar documentos y escribir la Historia a su acomodo. No está muy claro si Santander planeó el atentado a Bolívar en 1818. No hay datos suficientes para afirmar que estuviese comprometido (como sí lo estuvo diez años más tarde, en la conspiración septembrina). El historiador y filósofo Fernando González Ochoa cuenta que Santander condujo a un puñado de realistas hacia la hamaca blanca donde dormía Bolívar. El grupo de asesinos hizo fuego, pero Santander empezó a gritar. Parece que algunos de los llaneros leales a Bolívar, que tenían sus hamacas cerca de él (¿tal vez Jacinto Lara?), despertó rápidamente y contestó el fuego. Los esbirros huyeron. Santander quiso posar de héroe, y en sus memorias (aunque poco fiables, como ya se ha dicho) no escatimó en elogios a sí mismo, dizque por “salvador del Libertador”. Lo curioso es que nadie pudo explicarse el por qué Santander gritó, como si estuviera al tanto de todo, tan pronto se oyó el primer disparo; ni por qué, si es que había visto a los esbirros, no hizo nada para detenerlos, ni abrió fuego. Lo cierto es que Bolívar jamás volvió a dormir a la intemperie. González Ochoa está convencido de la complicidad de Santander, pero no se puede afirmar esto con certeza. Si llegó a traicionar, delatándolos, a sus propios cómplices, es en realidad el maestro de la felonía en la política colombiana. A Antonio José de Sucre, como ya se dijo, sí lo hizo matar, aunque “limpiamente”, sin dejar rastro: Santander sí que cuidaba su apariencia de “hombre de las leyes”, cuando en realidad era un grandísimo leguleyo, de esos que creen que son inocentes por el simple hecho de no encontrárseles pruebas suficientes en contra; siempre hábil inculpando a otros, tirando al piedra y escondiendo la mano. Y así, actuando en las sombras, fue que Santander urdió la caída de Bolívar (poniéndole en contra, lentamente, a las aristocracias criollas emergentes); así fue como impidió que Nariño (el más sublime, el más noble y quijotesco de los precursores) lograra recuperar su brillo, a su retorno de la prisión de Cádiz (no lo dejó ser Vicepresidente, e hizo todo lo posible para eclipsarlo); así apoyó intelectual y materialmente la conspiración septembrina. Otra diferencia grande entre el Libertador y el Hombre de las leyes (que no de la Ley, porque su ética era cambiante con las circunstancias) está en sus actitudes ante el dinero. Bolívar fue siempre generoso, desinteresado. Nació millonario y murió pobre, arrimado en la casa de un español (¡dolorosas ironías de la vida!), con un par de camisas y muchas decepciones. Su final no fue distinto del de San Martín (que también murió pobre y rumiando desilusiones, pero al menos sí alcanzó a llegar a Europa), ni del de O`Higgins (que encontró en el Perú más cariño y gratitud que en su patria). Y así con los precursores y próceres de las independencias de Centro y Suramérica: el que no murió asesinado acabó en prisión, o en el exilio. La gran excepción fue Santander, que al morir era rico (y poderoso: ex Presidente y flamante Senador de la desmembrada República de Colombia). El zorruno jurista era ya bueno para los negocios desde la campaña de 1816. Hacía préstamos con intereses bastante altos, a sus propios compañeros de armas. Soublette, Urdaneta, Fortoul, Anzoátegui, Páez…pidieron prestado a nuestro usurero héroe. Éste, que no sabía nadar, ni amansar potros, ni vencer caimanes (porque era un hombrecito “bien”, aunque de origen modesto, educado en el Seminario y recién graduado en Derecho), sí que era bueno para las cuentas. Las cuentas, no los números. No estaba hecho para el cálculo, ni para la geometría analítica, sino para la contabilidad. No era bueno para la matemática in abstracto, ésas cosas eran para el sabio Caldas. Pero sí sumaba y restaba muy bien, tenía bien claro aquello de las tablas del Debe y del Haber, sabía calcular tasas de interés. Y como buen prestamista: muy cumplidor del deber (a la hora de cobrar, por supuesto). Ahora bien, ¿qué hubiera hecho el Libertador sin su perrito faldero (aunque infiel)? Hay que hacerle aquí justicia a Santander. Sin un hombre así de obsesivo con las cuentas, así de ahorrativo (por no decir avaro), así de organizado, la Colombia que gobernaba (la mayor parte del tiempo, desde el extranjero) Simón Bolívar se habría arruinado en tan sólo cuatro años. Se requería un hombre así de juicioso, así de amarrado y meticuloso como Santander para poder sostener el tren de gastos que el Libertador, en sus planes no exentos de megalomanía, exigía. Y en un punto convergen estas dos almas, que forjaron la identidad de nuestra patria: ambos conocían lo mal recibida que era por el pueblo neogranadino la llegada de nuevos impuestos. Fue justamente ése el detonante para la revolución de los comuneros, finalizando el siglo XVIII. Fue ése el principal motivo de odio al virrey y a sus funcionarios entre el pueblo raso. Ni Bolívar ni Santander querían echarse encima al pueblo colombiano (bien difícil de domar, por cierto), y por eso fueron tan cautelosos en materia impositiva. Prefirieron pedir préstamos a Inglaterra (la Gran Usurera del siglo XIX) a desatar más revueltas. Así, mientras Santander hacía maniobras y buscaba sacarle jugo a cada moneda del Tesoro, Bolívar gastaba todo lo que su ambición le permitía. Equipar a un simple soldado (ya eran los tiempos de un ejército grancolombiano regular, cada vez más disciplinado, mejor armado y más sediento de victoria) costaba bastante…hay que imaginar cuánto costó (en armas, en pólvora, en municiones, en caballos, mulas y ganado, etcétera) la manutención del ejército (cada vez más colombiano y menos venezolano, porque los llaneros estaban cada vez menos de acuerdo con el proyecto unionista de Bolívar y más disgustados con los continuos desplantes que les hacía Santander) que salvó al Perú y al Alto Perú (luego bautizado Bolivia). Y los desfiles. Y los bailes. Y las fiestas del Libertador. Y los salarios de los funcionarios (porque como todo Estado, la Gran Colombia también tenía un aparato burocrático). Y el gasto social (Bolívar exigía a Santander la fundación de más y más escuelas…sin saber el cómo se iba a sostenerlas). Así que el calculador Francisco de Paula, el Vicepresidente que en realidad ya era un Presidente en funciones (“Presidente encargado”, eufemismo para no herir la sensibilidad narcisística de Bolívar), se vio cada vez más a gatas con aquello de administrar “el sueño bolivariano”. Otro problema con el que pronto se enfrentó el Hombre de las Leyes fue el de la corrupción. Muchos criollos sólo estaban interesados en sacar provecho económico de la Independencia: desbancados los “curros”, los “chapetones”, había llegado el momento para ellos; hubo unos muy interesados en saquear el Tesoro para aumentar su fortuna personal, como el ladino Francisco Antonio Zea, que al parecer se robó uno de los empréstitos -el de 1824- solicitados a Inglaterra por el gobierno colombiano. Hay que decir, en honor a la verdad, que aunque González Ochoa duda de la honestidad de Santander, los documentos que existen nos muestran a un Vicepresidente íntegro y precavido (y que inclusive fue capaz de plantársele a Bolívar y exigirle que se deshiciera de planes tan megalómanos como el de la invasión al Brasil). Es interesante una carta de Santander, en la que el granadino reconoce que su carácter “exige por naturaleza mandar, aunque sea un piquete”. Algunos autores colombianos, en su afán por idealizarlo, lo han querido mostrar como un abnegado colaborador del Caraqueño, como un dócil y leal subalterno. La realidad fue distinta. A Santander nunca le gustó su puesto de segundón en la campaña de 1819, ni ser “el Vice”, ni su alejamiento total de la milicia (al serle encomendadas las difíciles, pero menos gloriosas, tareas administrativas). Si nos atenemos a la tipología de Sheldon, encontramos en Bolívar al hombre de acción, siempre en movimiento, amante de la fiesta y el baile, extrovertido, luchador infatigable, bueno tanto para el discurso de multitudes cargado de reflexiones sociales y políticas como para la arenga improvisada y franca; en Santander asistimos al tipo del deber, asténico, introvertido, impredecible, de inteligencia concentrada, poco dado al roce social, mal orador pero obsesivo escritor, al flemático “oficial de escritorio”. * Médico y cirujano, Especialista en Psiquiatría. Psicoterapeuta. Escritor. Historiador. Estudiante de Filosofía. [email protected]