El otro mundo

Anuncio
El otro mundo es sin duda uno de
los libros más sorprendentes de
todos los tiempos, fruto de la
imaginación de Cyrano de Bergerac,
el comediógrafo, poeta, filósofo,
espadachín y libertino francés del
siglo XVII al que dio fama mundial la
obra de Edmond Rostand. A través
de la utopía, el viaje fantástico y la
ciencia ficción, Cyrano fustiga los
vicios de su época y toma partido
por las concepciones entonces más
avanzadas en la ciencia y la
filosofía. Tras permanecer la obra
censurada por la Iglesia durante
doscientos años, a principios del
siglo XX se descubrió un manuscrito
completo del viaje a la Luna,
gracias al cual ha llegado hasta
nosotros uno de los mejores y más
audaces escritores franceses del
«Gran siglo» y de todos los
tiempos; en esta ocasión por
primera vez en español en edición
crítica.
Cyrano de Bergerac
El otro mundo
O Los estados e imperios de la
Luna / Los estados e imperios
del Sol
ePub r1.0
Titivillus 09.08.15
Título original: L’Autre Monde
Cyrano de Bergerac, 1657
Traducción, estudio preliminar y notas:
Ramón Cotarelo
Diseño de cubierta: Sergio Ramírez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Estudio preliminar
El hombre
¿Quién no conoce la figura de este
estrafalario
espadachín
matasiete,
delicado poeta, dotado de una
prodigiosa nariz que lo forzaba a batirse
en duelo con frecuencia y le impedía
declarar abiertamente su amor al amor
de su vida, viéndose obligado a hacerlo
a través de un tercero más afortunado
que él? En resumen, éste es el meollo
del drama que estrenó Edmond Rostand
en París en 1897 con un clamoroso éxito
que lo catapultó a la fama. Hasta
cuarenta y dos veces hubo de alzarse el
telón aquella noche hasta que director y
autor lo dejaron por imposible
(Luján, 1984, p. 38). De la historia se
han
hecho
varias
versiones
cinematográficas, las más conocidas la
de Michael Gordon en 1950, con José
Ferrer, y la de Jean Paul Rappenau en
1990, con Gérard Depardieu. Pero en lo
esencial todas reproducen el modelo
forjado por Rostand que, sin embargo,
tiene poco que ver con la realidad.
Hasta tal punto es así que cabe decir que
bajo el nombre de Cyrano de Bergerac
conviven dos personajes muy distintos:
el legendario, un héroe romántico al
estilo de Vigny, Dumas o Gautier, y el
real, un escritor vanguardista, erudito,
sagaz polemista, bohemio antes de
tiempo y nada adaptado a las
convenciones y miserias de su época. Un
hombre de una personalidad tan
fascinante como el personaje teatral,
pero de muy otro calado.
Rostand dio forma a un personaje
que ha encontrado un eco fabuloso, muy
superior al que jamás alcanzó el Cyrano
real, quien sin embargo lo buscó
precisamente como autor dramático;
igual que Rostand, aunque de más
calidad a mi entender. Edmond Rostand
escribió mucho teatro, pero de él sólo se
recuerda el Cyrano de Bergerac, en
tanto que este último sólo escribió dos
obras, una de juventud, Le pédant joué y
la otra de relativa madurez, La mort
d’Agrippina. Relativa madurez porque
Cyrano murió con treinta y seis años,
que no es una edad a la que de ordinario
se adjudique una madurez plena.
Rostand era un autor de éxito en su
tiempo mientras que, de las dos obras de
Cyrano, sólo tenemos constancia de que
se estrenara una de ellas en vida suya,
La muerte de Agripina, y fue preciso
retirarla rápidamente de cartel bajo la
acusación de blasfemia. Eso mismo, sin
embargo, hizo que el texto se agotara en
las librerías porque todo el mundo
estaba deseoso de adquirir un ejemplar
tentado por las «monstruosidades que
contenía» (Lefèvre, 1929, p. 206).
A partir de su muerte en 1655,
Cyrano, «que fue todo y no fue nada»,
según el epitafio de la obra de Rostand,
cayó en el olvido y las obras que se
reeditaron de él, especialmente Los
estados e imperios de la Luna y Los
estados e imperios del Sol (ambas por
lo demás póstumas) fueron ediciones
expurgadas, censuradas, incompletas. Y
ello sin contar con que Los estados e
imperios del Sol se juzga obra
inacabada, aunque con Cyrano nunca se
sabe y hasta es posible que el
truncamiento final haya sido un efecto
buscado a propósito para dar idea de
viaje inacabado.
El autor Cyrano de Bergerac pasó a
ser conocido gracias a la fama que
alcanzó su personaje. Pero más tarde, a
comienzos del siglo XX, habrá un
resurgir sorprendente del Cyrano
histórico, sobre todo a raíz de que en
1910 y 1921 se publicaran, en Dresde
por un lado y en París por el otro, los
dos manuscritos de Los estados e
imperios de la Luna (de ahora en
adelante, Luna) íntegros, sin expurgar,
que se habían encontrado en las
bibliotecas de Múnich y Nacional de
Francia, en París. De Los estados e
imperios del Sol (de ahora en adelante,
Sol) no hay manuscrito alguno, de forma
que viene dándose por buena la edición
llamada de Sercy de 1662, atribuida a
los cuidados de su hermano.
La censura que sufrió la primera
obra, de la Luna, lo fue por mano de
Henri Lebret, clérigo y amigo íntimo de
Cyrano —quizá su mejor amigo y, desde
luego, de toda la vida— y a quien el
autor encomendó la edición de la obra.
Debe decirse que Lebret, que era
hombre leal, hubiera publicado el texto
íntegro de Cyrano por mucho que
algunos pasajes lo escandalizaran. Pero
como contemporáneo sabía que, en el
estado en que el autor dejó la obra, no
pasaría la censura y debió de considerar
preferible que su amigo fuera conocido,
aunque desfigurado, a que quedara sin
publicar. Por ello censuró los pasajes
ateos y más claramente libertinos y
adjudicó al título el adjetivo «cómico»
(Historia cómica de los estados e
imperios de la Luna fue el primer
título), tratando de encajarla en la moda
de historias livianas, «cómicas», como
la célebre Historia cómica de
Francion, de Sorel, que tanto influyó
sobre Cyrano.
El prólogo que puso Lebret al libro
de la Luna, en el que da noticia de la
vida de su amigo, ha sido hasta la fecha
la fuente principal de información sobre
la biografía de Cyrano y muy utilizada a
medida que la figura de nuestro autor ha
ido emergiendo del
olvido y
perfilándose como la de uno de los más
interesantes escritores franceses del
Grand Siècle, autor de raro ingenio,
dramaturgo, utopista y filósofo libertino,
esto es, librepensador, hombre de
insobornable independencia, que le
hacía preferir una vida de estrecheces a
la sumisión al mecenas de turno. Esa
figura ha ido creciendo de tal modo que
si cabe decir que Cyrano fue conocido
gracias a Edmond Rostand, un siglo
después Edmond Rostand es conocido
gracias a Cyrano.
Por lo demás, todo en la vida de
Cyrano de Bergerac aparece envuelto en
controversia. Él mismo, que vivía en un
mundo de fantasía, amaba los equívocos
y jugaba con los pseudónimos, de los
que usó varios; al hacerse llamar de
Bergerac (por una propiedad que su
padre había ya vendido), aunque había
nacido en París, alimentó la leyenda de
que era Gascón e incluso de origen
español (Magy, 1927, p. 13).
Actualmente, en el pueblo gascón de
Bergerac luce un busto de Cyrano, quien
jamás estuvo allí.
El joven Savinien de Cyrano, por el
nombre del registro, siendo el Cyrano de
origen sardo, tuvo una educación rígida,
propia de la época, primero con un cura
de aldea y luego en un colegio mayor de
París regido por un tieso pedagogo de
nombre Grangier, a quien su alumno
ridiculizó más tarde inmisericordemente
en Le pédant joué bajo el nombre de
Granger. En los años de la mocedad
alternó sus estudios con frecuentes
visitas al Pré aux Clercs, límite
entonces entre St. Germain y el campo,
en donde «nobles, burgueses, escolares
[…] estudiantes o doctores, ladrones o
gente togada podían asistir a duelos
diarios a espada de gentes de todas
condiciones» (Mourousy, 2000, p. 105).
Lebret insinúa que apartó a Cyrano
de unas tendencias homosexuales y lo
convenció para que se enrolaran juntos
en la compañía de cadetes de Carbon
Casteljaloux, toda ella de gascones
(Cardoze, 1994, p. 103), lo que vino a
confirmar la leyenda. Era también la
compañía en que sirvió el después
legendario D’Artagnan, si bien Cyrano
no llegó a tratar con él, que era diez
años mayor (Addyman, 1988, p. 62).
Ello no impidió que Paul Feval
explotara con éxito una saga de
literatura de cordel a fines del siglo XIX
en la que se narraban las hazañas
conjuntas de Cyrano y D’Artagnan.
La mala fortuna hizo que en junio de
1639 una bala de mosquete atravesara a
Cyrano en el sitio de Mouzon y en
agosto de 1640 un sablazo en el cuello
estuviera a punto de matarlo en el sitio
de Arras, contra los españoles. Por
cierto, fue en ese sitio donde se decidió
el destino del caballero Cinq-Mars,
convertido luego en héroe romántico con
algo de Cyrano (Vigny, 1970).
Con secuelas de por vida, Cyrano
cambió las armas por las letras y es
entonces cuando parece haber entrado en
el círculo de Gassendi, filósofo
epicúreo, libertino, antagonista de
Descartes,
«cura
rabelaisiano»
(Spens, 1985, p. 53), que tuvo una
influencia determinante en su vida y su
obra. Allí se hizo sus mejores amigos,
con quienes hablaba «de todas las cosas
cognoscibles y de algunas otras»
(Mongrédien, 1964, p. 41): Lamothe Le
Vayer, Tristan L’Hermite (a quien
ensalza sobremanera en la Luna),
Lignières, Dasoucy, etc., los principales
libertinos de la época y con los que
mantuvo relaciones tempestuosas que
iban desde amores con alguno
(Cardoze, 1994, p. 127) hasta «provocar
la amenaza de las espadas unas contra
otras de aquellos que se habían jurado
amistad definitiva» (Mourousy, 2000, p.
326). Cuando en 1649 Cyrano hizo
circular el manuscrito de la Luna, nadie
se ofreció a escribir un prólogo, lo cual
lo entristeció y lo enfureció al mismo
tiempo (Lefèvre, 1929, p. 186).
De estos años son las más famosas
aventuras de Cyrano, las que recoge y
dramatiza Rostand: la prohibición de
actuar al famoso cómico Montfleury y el
enfrentamiento de Cyrano solo con cien
matones a los que puso en fuga en la
torre de Nesle por defender a su amigo
Lignières. También de la época es el
episodio bufo en que Cyrano ensarta por
error un mono del titiritero Brioché
(Cardoze, 1994, p. 46).
Su vida disoluta, su ausencia de
medios, una sífilis que contrajo y tuvo
que ver probablemente con su extraña
muerte, le forzaron por imposición de
sus amigos a aceptar el mecenazgo del
Duque d’Arpajon, a cuyo cargo se
imprimieron (con una dedicatoria
impropia del orgullo ciranesco) unas
Oeuvres diverses (Mongrédien, 1964, p.
95), así como Le pédant joué, del que se
sirvió Molière para sus Fourberies de
Scapin, y se costeó el estreno de La
muerte de Agripina. El escándalo que
provocó la pieza enfrió las relaciones
con d’Arpajon, que se interrumpieron
del todo cuando Cyrano cayó víctima de
un golpe que lo llevaría a la tumba
catorce meses más tarde.
Así como su nacimiento fue motivo
de controversia, su muerte aún lo fue
más. Hasta hace poco se ha venido
aceptando que Cyrano murió al caerle
una viga sobre la cabeza. El debate era
si el hecho fue accidental o
intencionado. Lebret sostiene que fue un
accidente, pero el propio Cyrano creía
que los jesuitas lo perseguían y
pretendían asesinarlo. Una de sus cartas
satíricas, Contre un j… assassin et
médisant (Mourousy, 2000, p. 332) así
permite verlo. Cierto parece que los
jesuitas se la tenían jurada, cosa nada de
extrañar si se tiene en cuenta que,
además de sus propósitos libertinos,
Cyrano tenía golpes que escocían, como
sostener que la Compañía de Jesús
había de ser la de los dos ladrones en la
cruz (Spens, 1985, pp. 86-87). Otras
versiones atribuyen la muerte a la locura
producida por la sífilis. Voltaire les
daba crédito y Tallemant des Réaux en
sus Historietas decía: «Un loco llamado
Cyrano escribió una obra de teatro
titulada La muerte de Agripina en la que
Sejano decía cosas horribles contra los
dioses» (Réaux, 1961, II, p. 886). Pero
otros biógrafos sostienen que se trató de
un asesinato, entre ellos Paul Lacroix y
Jacques Denys, quien considera a
Cyrano
un
«mártir
del
libre
pensamiento» (cit. en Magy, 1929, p.
47). El propio Magy (1927, p. 52) habla
de asesinato. Y, según los datos más
recientes, asesinato fue, si bien no a
causa de la caída de una viga sino de un
atentado con arma de fuego en principio
contra el duque d’Arpajon y su séquito,
en el que se encontraba Cyrano, quien
recibió un tiro de mosquete en la cabeza,
falleciendo de ello catorce meses
después (Addyman, 1988, pp. 243-244).
Madeleine Alcover, sin duda la mejor
especialista en Cyrano, a quien ha
dedicado toda una vida de minuciosa
investigación, respalda la hipótesis del
atentado en una calle de París,
aduciendo como prueba que de él
informa una publicación periódica de la
época, La Muze historique, noticia en la
que no se menciona específicamente a
Cyrano, pero se da cuenta de la muerte
de uno de los asaltantes y las graves
heridas de uno del séquito del duque
(Alcover, 1990, pp. 29-30).
La época
La vida de Cyrano (1619-1655) es
casi coincidente con la Guerra de los
Treinta Años (1618-1648) en la que
combatió. Ese turbulento periodo de la
historia de Europa es uno de los más
característicos del continente. En la Paz
de Westfalia (1648), con la que termina,
muchos estudiosos ven el origen del
Estado moderno (Sorensen, 2010,
passim). Cierto, en la medida en que con
dicha paz se consagra la máxima algo
cínica del cuius regio eius religio y se
plantean dos puntos esenciales en la
modernidad posterior: por un lado, la
supremacía del poder civil sobre el
eclesiástico, especialmente en los países
en alguno de los cuales, como Inglaterra,
el rey es la cabeza de la Iglesia; por
otro, la justificación de la razón de
Estado, magníficamente teorizada por
Friedrich Meinecke (Meinecke, 1925).
Se trata de una época de
consolidación de las monarquías
absolutas, que se organizan a base de
validos,
primeros
ministros
todopoderosos que gobiernan en nombre
de los reyes, sobre todo si, como fue el
caso en Francia con Luis XIII y
Luis XIV, hubo largas minorías de edad
del monarca. Personajes como el
Conde-duque de Olivares en España, los
cardenales Richelieu y Mazarino en
Francia, Buckingham en Inglaterra
responden a un tipo humano común:
primero su propio poder y luego los
intereses del Estado. Dice Vigny que
Richelieu mandó redactar un decálogo
sobre la monarquía que obligó al rey a
memorizar y cuyo primer mandamiento
era: «Un príncipe debe tener un primer
ministro y este primer ministro tres
cualidades: 1.ª) que no tenga otra pasión
que su príncipe; 2.ª) que sea hábil y fiel;
3.ª) que sea eclesiástico» (Vigny, 1970,
p. 113). La más típica exigencia en la
época era que la razón de Estado
estuviera
por
encima
de
las
convicciones
religiosas
de
los
gobernantes. Con motivo de la guerra
entre Francia y los Austrias por la
sucesión mantuana, dice Wegwood que
fue «el punto de inflexión de la Guerra
de los Treinta Años porque aceleró la
división de la Iglesia católica, enemistó
al papa con los Austrias e hizo posible
moralmente que las potencias católicas
se aliaran con los protestantes para
mantener
el
equilibrio»
(Wegwood, 1961, p. 239).
Treinta años de guerra con alianzas
cambiantes en la que se heredaba la
contienda civil religiosa francesa del
siglo XVI entre católicos y hugonotes,
con episodios como la matanza de la
noche de San Bartolomé en 1572. Este
conflicto, pacificado por el Edicto de
Nantes de 1598 se recrudeció a raíz de
su revocación en 1626 (Luis XIII) y
1685 (Luis XIV). Todo el poder era del
rey y la razón de Estado su único
criterio. En 1639 se publican las
Consideraciones políticas sobre los
golpes de Estado, de Gabriel Naudé,
bibliotecario de Mazarino, perfecto
reflejo de la época, relativista para
quien sólo cuenta el poder aquí y ahora
ya que el tiempo todo lo arrasa: «las
monarquías, las religiones, las sectas,
las ciudades, los hombres, los animales,
árboles, piedras y todo lo que se
comprende y encierra en esta Gran
Máquina» (Naudé, 1639, p. 140); el
mismo espíritu con el que Cyrano
ridiculiza en la Luna las guerras de su
tiempo: «El asunto es importante ya que
se trata de ser el vasallo de un rey que
lleva gorguera o el de otro que lleva
golilla». Treinta años también que ven el
cenit del poderío español y el comienzo
de su decadencia, así como el ascenso
de Francia, que saldría de la guerra
como potencia dominante en Europa.
El proceso de consolidación de las
monarquías absolutas tropieza con
resistencias distintas según los países,
especialmente la antigua nobleza
territorial. En el Imperio alemán ese
estamento,
fragmentado
en unas
trescientas unidades políticas distintas,
seculares o eclesiásticas, estaba
acostumbrado a coexistir bajo la
autoridad nominal del emperador. La
Guerra de los Treinta Años vendría en
parte porque tal estamento se fracturó en
una parte católica, los Austrias, y otra
protestante, los llamados «príncipes».
En Francia, en cambio, la vieja nobleza
territorial, también dividida, se sublevó
contra la pretensión centralista de los
Borbones en la Fronda. Una de las
cuestiones interesantes es en qué media
fue Cyrano frondeur. Se le sigue
atribuyendo la autoría de siete
Mazarinades esto es, siete panfletos en
contra de Mazarino de los que por
entonces se publicaban a cientos. Lo
desconcertante era que luego había que
dar cuenta de una carta Contre les
frondeurs de autoría tan cierta como
incierta es la de las Mazarinades. Como
siempre ha sido Madeleine Alcover la
que ha puesto en claro, tras minuciosa
investigación,
que
las
tales
Mazarinades
son
«paternidades
putativas» (Alcover, 1990, pp. 94-114),
pero parece que su posición no tiene
mucho eco. Su lectura de la carta contra
los frondeurs se basa en la ironía y
afirma que cuando Cyrano habla de la
«imagen de Dios» de Luis XIV, se está
riendo (Alcover, 1990, p. 90). Es una
observación que hace justicia al espíritu
libertino, sobre todo al de Cyrano.
Por la Paz de Westfalia la religión
pierde fuerza en el siglo pues con
titubeos empieza a abrirse camino la
separación de la Iglesia y el Estado.
Pero eso no es óbice para que, tras
centurias de poder omnímodo de la
Iglesia, las gentes sigan recordando con
terror las torturas, las ejecuciones por
herejía, blasfemia, brujería. Estaba
fresca la memoria de casos horripilantes
como el de Giulio Vanini, a quien
cortaron la lengua y quemaron vivo en
1619 por enseñar que el alma es mortal
(Addyman, 1988, p. 172), justo lo
mismo que decía Cyrano, o también, aun
no tan recientes, los de Théophile de
Veau o Geoffroy Vallée, ahorcado y
quemado por orden del Parlamento de
París
en 1574
por
blasfemia
(Addyman, 1988, p. 181).
Es también la época que hereda el
escepticismo de Montaigne (otra
poderosa influencia en Cyrano) y que
aprende a convivir con el relativismo y
la fe en la razón merced a dos hechos
que confluyen en una misma dirección:
la
sucesión de
descubrimientos
geográficos a partir del de América que
amplía el mundo conocido hasta la
fecha, y la lucha por imponer el giro
copernicano frente a la astronomía
ptolemaica. Es en ese contexto de lucha
por la razón, contra la superstición, la
escolástica aristotélica, los privilegios
de la Iglesia en el que Cyrano escribe
sus dos obras principales, tomando
siempre partido, como por instinto por
las teorías más avanzadas y las que
únicamente se defendían ante los ojos de
la razón.
Para ello recurre a la forma
acrisolada desde la Antigüedad y muy
frecuente en el Renacimiento de los
diálogos, diálogos filosófico-teológicos.
Pero utiliza un artificio literario con una
venerable tradición recién refrescada
con la publicación de dos obras
decisivas, la de John Wilkins The
Discovery of a New World; Or, a
Discourse Tending to Prove, That It Is
Probable There May Be Another
Habitable World in the Moon, de 1638,
y la de Francis Godwin, The Man in the
Moone, también de 1638, ambas
traducidas al francés en el decenio de
1640. Es decir, se lleva los diálogos y la
materia explosiva sobre la que se
dialoga fuera de la Tierra, primero a la
Luna y luego al Sol y, además, hace
participar en ellos a personajes
inverosímiles pero que demuestran gran
cultura clásica y bíblica: el profeta
Elías, el demonio socrático, el alma de
Campanella, los árboles de Dodona o el
pájaro rey de los pájaros, todo para
impedir que su escrito pudiera utilizarse
luego como un alegato en contra suya en
un posible proceso inquisitorial.
Y el ardid literario funciona. Para
poder reírse del paraíso terrenal y
ridiculizar las leyendas del Génesis,
Cyrano se lleva el Edén a la Luna y allí
se encuentra con el anciano Elías quien
acaba
echándolo
con
cajas
destempladas, como Dios hizo con
Adán. Es más, el viaje a la Luna
concluye cuando, siendo arrastrado por
el diablo que lleva al blasfemo hijo del
anfitrión a sepultarlo en el averno, se le
ocurre invocar la jaculatoria ¡Jesús,
María! y se encuentra sin solución de
continuidad tumbado en un prado de
Italia, en una escena pastoril y, sobre
todo, «purificado». Lo que pasó en la
Luna, en la Luna se quedó, y a él ya
sólo le ladran los perros que son los
únicos que saben de dónde viene porque
siempre ladran a la Luna.
El escritor
Cyrano es un escritor barroco con un
estilo abigarrado en el que abundan las
figuras literarias, «la metonimia, la
catacresis, la sinécdoque, la antítesis y
el oxímoron» (Comparato, 1997, p. 26).
Tiene especial afición por las figuras
que llama pointues, esto es, por la
pointe, muy del gusto de los escritores
de la época y que viene a ser la agudeza
de Baltasar Gracián, otra de las muchas
influencias españolas en Cyrano, cuyos
Entretiens pointus, obra de juventud y
no de las mejores, revelan la influencia
del jesuita español. De hecho, es el
autor más citado en un ensayo sobre
Cyrano y el arte de la agudeza
(Goldin, 1973, passim).
Cyrano hace gala de ese estilo
literario rebuscado y elegante en
especial en sus Cartas (Cardoze, 1994,
p. 64) de las que, por cierto, hay una
magnífica traducción española reciente
debida
a
Mauro
Armiño
(Bergerac, 2009), lo que tampoco le
impide ridiculizarlo cuando lo encuentra
exagerado, como se prueba por el hecho
de que, en la provincia de los amantes
en los reinos del Sol, se prohíbe a un
personaje que recurra a la hipérbole
bajo pena de muerte.
Cyrano hace muy frecuente uso de la
ironía (Comparato, 1998, p. 54). El otro
mundo, dice Prévot, «es una novela
irónica por excelencia» (Prévot, 1977,
p. 112). Una ironía que no siempre es
fácil de detectar en mitad de un recurso
permanente a artificios literarios, que
juegan con la atribución de los puntos de
vista
para
evitar
consecuencias
desagradables con los guardianes de la
fe. En la conversación de Cyrano con el
hijo del anfitrión en la Luna es éste
quien defiende los puntos de vista del
Cyrano
real
(especialmente
la
inexistencia de Dios y la mortalidad del
alma), mientras que el personaje Cyrano
simula defender los puntos de vista
ortodoxos de la Iglesia, aunque de modo
rutinario y sin mucha esperanza.
En el aspecto literario, las
influencias que se detectan en Cyrano
son, entre otras, la de Rabelais, la de
Sorel y las de los autores españoles,
entonces en boga en Europa. Es cierto
que Cyrano participa en una gran
cantidad de duelos aunque, según
aclarará él mismo como «padrino» o
second, que se decía entonces, y cuyo
cometido consistía en batirse con los
seconds del enemigo. Para justificar sus
frecuentes participaciones en duelos
sostiene Cyrano que «el honor
mancillado sólo se lava con sangre»
(Spens, 1989, p. 58), lo mismo que dice
el celoso don Gutierre al rey en El
médico de su honra (1639), de
Calderón de la Barca: «El honor, Señor,
con sangre se lava». De la influencia de
Gracián ya se ha hablado. De la de Lope
de Vega basta con recordar cómo Le
pédant joué está inspirada en El rapto
de Helena, del Fénix de los ingenios.
Quedaría por ver la de Cervantes; pero
ésta no sería difícil, ya que el autor del
Quijote influyó sobre todos los
escritores de la época. Por ejemplo, el
episodio de la hija del rey de la Luna
que quiere escapar con Cyrano recuerda
mucho la novela del cristiano cautivo
que se narra en la primera parte del
Quijote, salvando todas las distancias,
por supuesto, pero en los dos casos
aparece como una historia intercalada.
Igualmente es curioso averiguar
quiénes acusaron a su vez la influencia
de Cyrano. Los autores que más
claramente han bebido en la obra
ciranesca son Fontenelle (con su idea
sobre la pluralidad de los mundos),
Swift (algunos de cuyos viajes de
Gulliver se parecen mucho a las
aventuras en la Luna) y Voltaire (con su
Micromégas). Igualmente defendidble,
aunque nunca mencionada, es la
influencia en Laurence Sterne, cuyo
Tristram Shandy comparte mentores
intelectuales con Cyrano: Rabelais,
Montaigne y Cervantes.
Resulta interesante calibrar en qué
medida se valoró a Cyrano una vez que
dejó de cubrirlo el injusto manto del
olvido. Su rehabilitación como gran
escritor
y espíritu original
e
independiente se abre paso en 1831 con
Charles Nodier quien, aun siendo
legitimista y reaccionario, supo apreciar
en Cyrano su profunda originalidad,
quejándose de que no se valorara
suficientemente a quien «ha abierto
tantas vías al talento y que se ha
adelantado a sí mismo en todos los
caminos que ha hecho» (Calvié, 2004, p.
117). Definitivo fue Théophile Gautier,
quien hace un semblante muy elogioso
de nuestro autor en sus Grotesques,
publicadas en 1844 y reconoce en
Cyrano a su capitán Fracasse
(Calvié, 2004, p. 134). De hecho,
vuelve a mencionarlo en su obra
principal, al hablar de la prodigiosa
nariz de uno de sus personajes
(Gautier, 1961, p. 318). La cuestión
quedaría zanjada cuando Rémy de
Gourmont publicó su semblanza de
Cyrano en el Mercure de France, en
1908: «la audacia filosófica de Cyrano
tiene algo de increíble. Sus ideas en el
año 1650 están exactamente a la altura
de las que quepa profesar hoy día»
(Calvié, 2004, p. 212). Y, añadimos
nosotros, también hoy, siglo XXI, más de
cien años después de que se escribiera
lo anterior.
En cuanto a sus concepciones
filosóficas, ya se ha señalado que
Cyrano es discípulo de Gassendi, lo que
quiere decir que bebe de Demócrito,
Epicuro y muy especialmente Pirro el
escéptico (Platow, 1902, p. 34). Todo
ello orientado través de la obra de
Lucrecio, De rerum natura, que tanto se
leyó en su siglo y cuyos temas aparecen
constantemente en la Luna, en la medida
en que los de Campanella aparecen en el
Sol. Basta recordar cómo Lucrecio se
considera a sí mismo en repetidas
ocasiones en lucha contra las
supersticiones de la época y cómo
insiste siempre en el razonamiento
correcto orientado solamente a la
búsqueda de la verdad racional, como
también lo hacía Cyrano y, con él, todos
los libertinos a los que cabe considerar
los precursores de la Ilustración.
No obstante, aunque interesado en la
filosofía y la ciencia, debe señalarse
que Cyrano no es propiamente hablando
un filósofo ni un científico, aunque esté
al tanto de lo más avanzado en su época
(Alcover, 1970, p. 9), participe en los
debates eruditos y adopte una posición
teórica
nítida
al
suscribir
el
materialismo
y
el
ateísmo
(Alcover, 1970, p. 132). Cyrano es un
poeta, un dramaturgo, un novelista; un
escritor
que
hoy
llamaríamos
«comprometido» en lo que entiende es
una lucha entre el viejo orden
representado por la Iglesia, por la fe y el
nuevo, representado por la ciencia, por
la razón, por Copérnico, Gassendi,
Galileo, Descartes, cuyo partido toma
vehementemente, si bien tratando de que
esta defensa no le cueste una de esas
muertes horribles que la Iglesia
deparaba por entonces a quienes
contradecían sus dogmas o se apartaban
de sus caminos.
Corresponde dar cuenta de la
influencia que sobre nuestro autor
ejerció Tommaso Campanella, de quien
habla en la Luna y a quien dice haber
encontrado en el Sol, en donde, por
cierto, nos enteramos de súbdito que el
autor se ha rebautizado como Dyrcona,
un anagrama evidente de Cyrano D(e
Bergerac), beneficiándose del hecho de
que el dominico le sirva de guía al modo
que lo hizo Virgilio con Dante. Pero esa
comparación no es muy afortunada. Sin
duda Cyrano quería rendir tributo al
heroísmo y capacidad de resistencia de
Campanella, quien pasó veintisiete años
en las mazmorras de la Inquisición, pero
los dos hombres tienen pocas cosas en
común,
aunque
algunas
tienen.
Campanella cree que el alma es inmortal
y Cyrano piensa que es mortal. Tampoco
La Ciudad del Sol del monje calabrés
(una utopía metódica concebida como
una teocracia) influyó mucho en la de
Cyrano, igual que no lo hizo
apreciablemente la de Tomás Moro,
publicada en 1643. Hasta puede
defenderse que, con toda la deferencia
con que Dyrcona trata a Campanella, en
realidad su diálogo muestra su rivalidad
al extremo de que aquél, a título de
venganza, al final, hace que Campanella
no llegue a encontrarse con Descartes, a
quien
sólo
ve
aproximarse
(Alcover, 1970, p. 140).
En las sociedades lunar y solar la
política cuenta poco y los gobiernos
menos. En la Luna, los habitantes son
gigantescos cuadrúpedos racionales
regidos por una especie de monarquía
benévola. Esos cuadrúpedos se niegan a
reconocer en Cyrano a un hombre como
ellos y lo consideran y lo tratan como un
mono e, incluso, creyendo que es del
género femenino, pretender aparearlo
con otro hombre que tiene la reina como
mascota y es un español que había
llegado a la Luna antes que él y del que
hablaremos luego. Todo el episodio
permite a Cyrano hacer una parodia de
los procesos inquisitoriales, incluidas
esas profesiones públicas de fe (las
llamadas enmiendas deshonrosas) que
dejan intacta la convicción interna del
profeso y que a su vez son la caricatura
del proceso de Galileo.
En el Sol, en donde se expande el
animismo ciranesco, hay una gran
variedad de habitantes porque se
cuentan muchas más provincias y reinos.
Hay árboles que hablan griego porque
son descendientes de los robles del
bosque del santuario de Dodona, pájaros
que cuentan historias y tienen un reino
con tribunales e instituciones que es de
organización ultrademocrática, porque
el rey responde de sus actos hasta con su
vida ante el menor de sus súbditos y
animales primordiales, casi telúricos, de
cuyos formidables combates depende
luego el destino de los otros seres vivos.
Probablemente, lo que más atraía a
Cyrano de Campanella era el decidido
antiaristotelismo del monje, que éste
había recogido de Bernardino Telesio
(Comparato, 1997, p. 34) y que está muy
presente en la obra del francés porque
era asimismo uno de los leitmotive de
Gassendi: acabar con el predominio de
la autoridad en la búsqueda de la verdad
y defender la primacía absoluta de la
razón que tomaba de Descartes. Las dos
obras de Cyrano son al respecto como
dos elencos de los temas de discusión
filosófica y científica de la época, en los
cuales nuestro autor adopta siempre la
actitud más avanzada. Su espíritu, en
línea con Gassendi, está siempre
empeñado en la lucha contra la
escolástica y el aristotelismo e
investigando las condiciones para el
verdadero conocimiento científico sobre
la base de los datos de la experiencia y
en
una
concepción
claramente
materialista. En la obra de Cyrano, «no
hay evolución alguna en el sentido del
espiritualismo. Por el contrario, lo que
en ella se encuentra es una tendencia,
difícil pero constante, a explicar el
universo exclusivamente a partir de la
materia,
rechazando
cualquier
espiritualismo» (Alcover, 1970, p. 132).
Es este criterio el que lo lleva a
presentir las teorías del transformismo y
el evolucionismo, de Lamarck y de
Darwin (Mongrédien, 1964, p. 165),
cosa que se apunta en varias ocasiones
en sus dos obras mayores.
El punto principal en entredicho
entonces, a más de un siglo de la
publicación de la obra de Copérnico, es
el debate entre la hipótesis geocéntrica y
la heliocéntrica. De hecho, Los estados
e imperios de la Luna arranca
precisamente con una especie de apuesta
a favor de la hipótesis heliocéntrica. En
este contexto Cyrano defiende asimismo
la eternidad e infinitud del mundo
(Alcover, 1970, pp. 32-33). Una idea
ésta de los mundos infinitos que
compartía
con
Giordano
Bruno
(Comparato, 1997, p. 33), cuyo fin no es
preciso recordar ahora.
En contra de lo que enseña
Descartes,
Cyrano
defiende
ardorosamente la existencia del vacío de
acuerdo con la tradición de la filosofía
atomística, e igualmente anticartesiana
es su posición de que los animales no
son meras máquinas sino que están
dotados de razón y también de alma
(Rossellini y Constentin, 2005, p. 188)
en lo que es una defensa de una
concepción vitalista (Comparato, 1997,
p. 16). Asimismo sostiene que los
animales poseen una especie de lenguaje
originario que los hombres han olvidado
ya y no comprenden, si bien él mismo se
jactaba de entender el lenguaje de los
pájaros e incluso de ser capaz de
hipnotizarlos (Spens, 1989, p. 205).
Estos aspectos son elementos esenciales
de su concepción filosófica y artística o
donde las dos vienen a unirse. La
parodia en la Luna acerca del alma de
las coles se complementa con la historia
de la República de los Pájaros en el
segundo volumen y que tanto muestra la
influencia de Aristófanes y de Rabelais.
Y ambos tienen un elemento en común
decisivo: la relativización de la
importancia del ser humano en el
conjunto de la creación. El hombre, cuya
existencia en el mundo es experimentada
como una maldición por las otras
especies animales y vegetales, no
solamente no ocupa el centro de la
creación, como pensaban los antiguos en
su desmedido orgullo, sino que no tiene
apenas relevancia alguna y su
importancia es puramente casual, como
la del oscuro patán iluminado por azar
por la antorcha de la carroza del rey que
pasa de largo.
La cuestión que más se ha discutido
a propósito de la filosofía de la Luna y
el Sol es en qué medida ambos textos
son coherentes o se observa un cambio
de perspectiva del autor, que pasa de ser
gassendista en la Luna a admitir
elementos cartesianos en el Sol. Quien
de nuevo más ha hecho por esclarecer
este asunto ha sido Madeleine Alcover,
para quien está claro sin duda alguna
que en los dos aspectos decisivos de la
existencia del vacío y el ateísmo,
Cyrano mantiene su anticartesianismo a
lo
largo
de
las
dos
obras
(Alcover, 1970, p. 168). Esta seguridad
de la estudiosa viene acompañada de
otra que no nos parece tan defendible: la
idea de que, en contra de las
apariencias, Cyrano no fue nunca un
escéptico, sino un defensor decidido de
las posibilidades de la ciencia
(Alcover, 1970, p. 154). Esto no
solamente minimiza la importancia de
Pirro en el pensamiento de nuestro autor,
sino también su costumbre —que la
misma Alcover señala— de valerse de
posiciones filosóficas diversas, aunque
no
siempre
sean
enteramente
congruentes, es decir, de hacer en
filosofía lo que, según se cuenta, hacía
Molière en el arte a la hora de servirse
de los hallazgos ajenos: prendre son
bien là où il le trouve.
A pesar de su falta de originalidad
filosófica, la obra de Cyrano es tan
compleja en su mezcla de factores que
ha podido presentársela al mismo
tiempo como la muestra de un pensador
cabalístico, dado al esoterismo y el
hermetismo, y como un ejemplo de
modernidad en cuanto al uso de la razón
y los criterios experimentales, es decir,
un adelantado del método científico en
la permanente querella entre los antiguos
y los modernos. La primera idea tiene ya
cierta historia. Es conocida la
interpretación que de la obra ciraniana
hace Fulcanelli, el patriarca del
esoterismo occidental en Las moradas
filosofales, en donde, entre otras cosas,
cita extensamente el combate entre la
salamandra y la rémora que se encuentra
en el Sol, atribuyéndole un valor
iniciático (Fulcanelli, 1973, pp.
348-352), y esoteristas posteriores
consideran a Cyrano como el gran
pensador hermético de los tiempos
modernos (Vledder, 1976, p. 61), esos
tiempos científicos a los que tan bien se
adaptan el escepticismo constructivo de
Cyrano así como su relativismo que
caracterizan su actitud «moderna» en
lucha contra la autoridad y el
dogmatismo (Harth, 1968, pp. 138-139).
Aunque Alcover niegue tajantemente en
su primera obra que Cyrano fuera
ocultista y mucho menos alquimista
(Alcover, 1970, p. 147), no debe sin
embargo entenderse que haya en Cyrano
una contradicción inexplicable o
insalvable entre los intereses esotéricos
y la preocupación por el método
científico. Hay incluso quien sostiene
que El otro mundo sólo es «una larga
operación de alquimia» (Armand, 2005,
p. 123). Conviene recordar que en el
siglo XVII era habitual que los sabios
dedicaran
tanto
esfuerzo
a
investigaciones experimentales que hoy
consideraríamos
indudablemente
científicas como a la búsqueda de la
piedra filosofal. ¿No compaginaba
Newton sus estudios e investigaciones
científicas con la alquimia?
La obra
Hay quien dice que la obra de
Cyrano no es propiamente hablando una
utopía, por cuanto faltan en ella algunos
de los requisitos de este género
literario, especialmente la idea de una
sociedad perfecta situada en algún lugar
ignoto del planeta, en un «no lugar»,
como falta la preocupación por los
aspectos organizativos de la sociedad y
la crítica a la de su tiempo. Es cierto
que las dos obras de Cyrano apenas
hacen referencia a las cuestiones
políticas tanto en la Luna como en el Sol
(Alcover, 1970, p. 174). Hay en esta
última una vaga alusión a una comunidad
de mujeres, de larga prosapia en la
literatura utópica y al hecho de que en la
República de los Pájaros no se escoja
por rey al más fuerte sino, por el
contrario, al más débil. Pero todos los
demás elementos del viaje utópico están
presentes aquí y con creces: las
sociedades imaginadas no son perfectas
(el pirronismo de Cyrano no le dejaría
imaginar nada así), pero en muchos
aspectos son mejores que la terrestre, y
en cuanto a la crítica contemporánea,
precisamente las dos aventuras no son
otra cosa que diálogos que además de su
carga filosófica abordan cuestiones
culturales, morales, de creencias, en los
que se ponen en solfa las ideas de la
época. A título de ejemplo, algunas
costumbres de la Luna le sirven para
criticar decididamente los usos y
creencias de su tiempo; por ejemplo, el
trato que en la Luna reciben los
ancianos a manos de los jóvenes y el
que éstos consideren a aquéllos como
criados, casi como esclavos, revela la
inconveniencia de lo que juzga que es el
respeto excesivo que su época tributaba
a la vejez, etapa de la vida que, cuando
se tienen los treinta años que tenía
Cyrano al escribir la Luna, casi resulta
incomprensible, sobre todo si se tiene en
cuenta que el joven Cyrano había
experimentado siempre como una tortura
las arbitrariedades de su anciano padre.
Por otro lado, la reproducción en bronce
del miembro viril que los selenitas lucen
en la ingle también sirve el autor para
lanzar un ataque crítico a la falsa moral
sexual de su tiempo, que, con una actitud
pacata, se avergüenza de los órganos de
la generación, de los que debiera
enorgullecerse.
En lo que hace a los viajes en sí
mismos, el de Cyrano se incluye en una
larga serie de viajes fantásticos y, más
concretamente, en el subgénero de los
«viajes filosóficos». El hecho de que
sea a la Luna tiene un significado
claramente filosófico, porque la Luna es
el límite entre los dos mundos
aristotélicos, el sublunar y el supralunar.
Entre los viajes a la Luna más famosos
de la literatura, y que, asimismo, sin
duda el propio Cyrano conocía y cuya
influencia se nota mucho en el suyo,
caben destacar el muy primero y padre
de todo el género, el de Luciano de
Samosata, que en la Historia verdadera
llega a la Luna en un barco arrastrado
por una tormenta; el de Dante en La
divina comedia, en el que la Luna es la
primera escala del viaje al cielo, ya en
compañía de Beatriz; el que hace
Astolfo en el Orlando furioso montado
sobre el hipogrifo para traer un brebaje
que haga que Orlando recobre la
cordura; el muy poco conocido pero
extraordinario y temprano Somnium, de
Juan Maldonado, escrito en 1532,
cuando el de Astolfo, y publicado en
1542 (Avilés, 1981); el otro Somnium
de Johannes Kepler, en el que figura un
viaje a la Luna, llamada Lavania por
arte de magia (1634), y unos años
después, los ya mencionados de Francis
Godwin, The Man in the Moone, y el de
John Wilkins. Los dos fueron
determinantes en el de Cyrano, pero el
más visible es el de Godwin, puesto que
Saviniano tiene la humorada de ir a
encontrarse en la Luna con el héroe de
Godwin,
el
español
Dominique
Gonzales, que ha llegado allí antes que
él en una nave tirada por gansos. Este
español, harto, dice a Cyrano, de que en
España lo persigan por sus opiniones
científicas, ha decidido alcanzar la
Luna, entre otras cosas para probar la
certeza de la hipótesis copernicana
(Godwin, 1996, p. 19). Igualmente, es en
esta obra donde Cyrano ha tomado
prestada la idea de que los selenitas
hablen musicalmente (Godwin, 1996, p.
30).
A propósito de esta costumbre tan
frecuente en el siglo XVII (y anteriores)
de que unos autores tomaran inspiración
y más que inspiración en otros, hay que
notar que, aunque Cyrano se quejara a
veces amargamente de que lo hubieran
plagiado, lo cierto era que el plagio no
estaba del todo mal visto, y Cyrano lo
practicaba más o menos con los demás
como los demás pudieron practicarlo
con él. Además de la presencia de
Gonzales en la Luna, Cyrano copia la
idea de Sorel en Francion del «dinero
poético» (Sorel, 1979, p. 196). Si bien
generalmente al tratarse de préstamos,
Cyrano cita la fuente o lo hace como una
especie de homenaje. Es con referencia
a otras partes de su obra en donde se da
mayor intertextualidad en Cyrano, esto
es, cuando Saviniano reproduce
textualmente párrafos enteros de sus
cartas o de alguna de sus obras de
teatro.
Si por utopismo se entienden
asimismo las curiosidades e invenciones
que un autor acumule en su obra, raro
será el que pueda decir que haya
superado a Cyrano en audacia, fertilidad
e imaginación. La lista de inventos y
ocurrencias que adornan los dos viajes
de la Luna y el Sol es prolongada y
algunos artilugios realmente remiten a
nuestra época. Solo en el viaje a la Luna
encontramos cuatro máquinas para volar
al satélite: una, la primera, que se basa
en la idea de que la Luna atrae el rocío;
una segunda que asciende gracias al
supuesto de que la luna creciente
absorbe el tuétano de los huesos de los
que se ha impregnado Cyrano, la tercera,
que se basa en el hecho de que el aire
caliente asciende llevando a Enoch, y la
cuarta mediante la cual Elías ha llegado
a la Luna, se basa en el principio de la
atracción magnética, aunque de una
forma que recuerda bastante al barón de
Munchhausen. Y eso sin contar con los
famosos gansos de Gonzáles, sobre los
que Cyrano se permite alguna ironía.
Además de este verdadero parque de
máquinas espaciales, en uno u otro
momento del relato vemos que a Cyrano
o a Elías les ocurren cosas que permiten
pensar en que nuestro autor ha predicho
los globos aerostáticos y hasta el
paracaídas.
Igualmente encontramos en la obra
ciudades ambulantes, que se desplazan
cientos de kilómetros en busca de climas
más benignos con un sistema de velas y
fuelles, y otras que se protegen de las
heladas hundiéndose en la tierra
mediante un procedimiento de un
gigantesco tornillo con su tuerca. Los
selenitas no comen en el sentido
terrestre del término, puesto que no
mastican los alimentos sino que se
limitan a olerlos, ya que la comida como
tal consiste en los efluvios olfativos de
los manjares, cosa que procede de la
Historia verdadera de Luciano de
Samosata. La iluminación nocturna está
garantizada con luciérnagas encerradas
en vasijas y, cuando éstas fallan, el
demonio de Sócrates las sustituye por
otras en las que ha encerrado sendos
rayos de sol a los que primeramente ha
hecho inofensivos a base de impedir que
puedan abrasar, sólo lucir. La gente no
lee, sino que escucha los libros. Algunos
autores sostienen que Cyrano ha
predicho aquí los audiolibros y,
asimismo, los libros electrónicos.
Cyrano es un utopista tecnológico y
muchos lo consideran el fundador de la
ciencia-ficción.
A su vez, en el viaje al Sol que se
concentra más en los aspectos
filosóficos y puramente fantasiosos y
menos en el orden práctico de la
peripecia ciranesca, encontramos una
cuarta máquina para el viaje lunar, un
icosaedro a base de espejos, un reloj de
viento y un ojo de cristal para ver por la
noche.
Por último, mención aparte merece
el hecho de que en los dos viajes de
Cyrano haya referencias frecuentes a
otros libros, hasta el punto de que su
obra casi no hace otra cosa que «hablar
de otros libros por las boca de sus
personajes» (Armand, 2005, p. 124), es
decir, en definitiva, que se trata de un
libro de libros o de un libro que remite a
una larga serie de ellos. También este
aspecto ha sido tratado con bastante
fortuna por Prévot (1977, 1978) y, sobre
todo, de modo sistemático por
Armand (2005), quien da cumplida
cuenta de todos los libros y referencias
librescas que hay en la Luna y el Sol, de
forma que su obra es casi una guía de
libros de Cyrano; desde el primero, con
el que se abre la narración de la Luna,
el tratado de Cardano sobre la Sutilidad,
hasta aquel con el que se interrumpe la
del Sol, esto es, la Física (es decir, el
libro II de los Principios de filosofía)
de Descartes, el lector los irá
encontrando por el camino, expresa o
tácitamente mencionados. Hay todo tipo
de referencias.
La relación más curiosa es la que se
mantiene entre las dos partes de la obra,
porque la misión de la segunda, entre
otras cosas, es la de dar cuenta de la
primera que, según se nos informa al
comienzo del Sol ya se ha vendido por
pliegos en la ciudad de Tolosa. Es decir,
sucede como con la segunda parte del
Quijote, en la que ya se sabe que la
primera anda rodando por ahí como
libro. Sólo que en el caso de Cyrano, es
una invención. Pero una invención que le
sirve para fabular la historia de un
proceso inquisitorial en la época: a
cuenta de ese libro imaginario, Cyrano
es denunciado por un clérigo ruin y
mendaz, detenido y encerrado en un
siniestro calabozo, de donde sólo le
sacan primero sus amigos y lo libera
luego su imaginación, el único elemento
de la obra que permite «ir más allá de la
duda» (Armand, 2005, p. 107).
La traducción
Para la versión al castellano nos
hemos valido de la edición de las
Oeuvres complètes preparada por
Jacques Prévot y publicada en la
Librairie Belin, París, 1977, que se
considera la más fidedigna y sigue el
texto del manuscrito de París. La edición
Belin carece de aparato crítico. Para
remediar esta carencia, hemos tenido a
la vista diversas ediciones críticas,
sobre todo de la Luna y a veces también
del Sol, en especial la clásica de Paul
Lacroix (P. L. Jacob, bibliophile), de
1858, que incluye ambos viajes,
reeditada por las ediciones Galic en
1962 y que, además del estudio crítico
introductorio del propio Lacroix,
canónico durante mucho tiempo y hoy ya
bastante superado, incluye el famoso
prólogo biográfico de Henri Lebret.
Igualmente, la impresionante edición
crítica de la Luna, hecha por Madeleine
Alcover y publicada por la Librairie
Honoré Champion, de París, en 1977, y
la también valiosísima del Sol, hecha
por B. Parmentier para GarnierFlammarion, París, 2003, y algunas otras
de menor valía, como la de Willy de
Spens o de Maurice Laugaa, que trae una
introducción y una cronología, pero no
aparato crítico. Por descontado, cuando
hemos recurrido a las notas críticas
ajenas, especialmente las de Lacroix
(que a veces dejan que desear) o las de
Alcover, lo hemos señalado.
No son escasas las traducciones de
la Luna al castellano, sí en cambio del
Sol en correspondencia con lo que
también sucede con los originales.
Hemos manejado la de Aguilar de 1968,
que trae la Luna y el Sol, si bien
encomendados a traductores distintos:
Emilio Sempere la Luna y Juan Martín
Ruiz-Werner el Sol; la de Fontamara de
1981 (debida a Emilio Olcina Aya) y la
de Anaya de 1987 (debida a Pollux
Hernúñez). Proponemos una traducción
nueva, íntegra y fidedigna porque, por lo
general, las existentes acusan el
problema de la falta de investigación en
el conjunto de la obra de Cyrano, y
aunque todas ellas tengan elementos
aprovechables, dan una impresión de
dejadez e improvisación, como si, como
dice Alcover de las ediciones de la obra
en francés, con Cyrano se pudiera hacer
cualquier cosa. No obstante, sí debe
señalarse que si bien la edición de
Fontamara afirma en «Nota a la edición»
en la página 7 que «publicamos en este
volumen, naturalmente, ambos textos en
su versión íntegra», ello no es cierto,
puesto que los dos textos (la Luna y el
Sol) han sufrido cortes tan extensos que,
en realidad, la edición representa menos
de la mitad de la obra original. Y esos
procedimientos no pueden quedar sin
mención.
Las reglas de escritura en el siglo
XVII eran bastante inseguras y así se
recoge en la edición Balin. Hemos
seguido el criterio de unificar según el
estilo contemporáneo de organizar
diálogos,
parlamentos
largos
y
descripciones. Sorprendentemente, la
obra no tiene muchos arcaísmos aunque,
en donde aparecen, hemos tratado de
conservarlos.
Los
tratamientos
personales también son erráticos e
igualmente hemos considerado oportuno
uniformarlos en torno a la forma
castellana del voseo, propia de la
época. Todas las notas a pie de página
son del traductor.
Bibliografía
ADDYMAN, I. (2009), Cyrano: The
Life and Legend of Cyrano de
Bergerac, Nueva York, Simon
and Shuster.
AGUSTÍN DE HIPONA (1988), City of
God,
Londres,
Havard
University Press y William
Heinemann, Ltd.
AKBAR, Y. (1980), Science et
Religion Chez Cyrano de
Bergerac,
Montpellier,
Université Paul Valery.
ALCOVER, M. (1970), La pensee
philosophique et scientifique de
Cyrano de Bergerac, Ginebra,
Droz.
— (1977), L’autre monde ou les
Estats et Empires de la Lune,
edición crítica, París, Librairie
Honoré Champion.
— (1990), Cyrano relu et corrigé
(Lettres, Estats du Soleil,
Fragment
et
Physique),
Ginebra, Droz.
APOSTOLIDÈS, J. M. (2006), Cyrano,
qui fut tout et qui ne fut rien,
París-Bruselas, Les Impressions
nouvelles.
ARMAND, G. (2005), L’autre monde
de Cyrano de Bergerac. Un
voyage dans l’espace du livre,
París-Caen, Minard.
AUGEARD, M. H. (1966), Savinien II
de Cyrano de Bergerac,
Dordogne, Le Relais de la
Ribeyrie.
AVILÉS, M. (1981), Sueños ficticios y
lucha ideológica en el Siglo de
Oro, Madrid, Editora Nacional.
AYERS, R. (1899), Romance of
Cyrano de Bergerac, Nueva
York, Neely’s Vacation Library.
BARGY, H. (ed.) (2009), Cyrano de
Bergerac, Cyrano de Sannois,
Les styles du savoir STSA 6,
Brepols Verlag.
BEDFORD—JONES,
H.
(1930),
Cyrano, Nueva York, Putnam.
BERGERAC, C. (2009), Cartas
satíricas y amorosas completas,
M. Armiño (ed.), Madrid,
Páginas de espuma.
BORJA—MONCAYO, L. A. de (1915),
Reencarnación de don Quijote y
Cyrano de Bergerac, Barcelona,
Casa Editorial Maucci.
BRUN, P. (1893), Savinien de Cyrano
Bergerac sa vie et ses oeuvres
d’après des documents inédits,
París, Armand Colin et Cie.
— (1909), Savinien de Cyrano de
Bergerac,
Gentilhomme
parisien. L’histoireet la légende
de Lebret à M. Rostand, París,
Daragon.
CALVIÉ, L. (comp.) (2004), Cyrano
de Bergerac dans tous ses états,
Toulouse, Anacharsis.
CAMPANELLA, T. (2006), La Ciudad
del Sol, Madrid, Akal.
CANSELIET, E. (1947), «Cyrano de
Bergerac,
philosophe
hermétique»,
Les
Cahiers
d’Hermès 1, París, Éditions le
vieux colombier, La Colombe.
CARCIOPPOLO, J. L. (1998), Lost
Sonnets of Cyrano de Bergerac:
A Poetic Fiction, Benicia,
California,
Lost
Sonnet
Publishing.
CARDOZE, M. (1994), Cyrano de
Bergerac. Libertin libertaire.
1619/1655, París, Lattès.
CASTETS, F. (1900), Cyrano de
Bergerac, conférence prononcée
au
Cercle
Artistique
de
Montpellier le Mercredi 29
Mars
1900,
Montpellier,
Imprimerie Gustave Firmin et
Montane.
COMPARATO, V. I. (1979), Cyrano de
Bergerac «politique», Perugia,
Edizioni Scientifiche Italiane.
COPÉRNICO, N. (1982), Sobre las
revoluciones (De los orbes
celestes),
Madrid,
Editora
Nacional.
COURTILZ DE SANDRAS, G. (1955),
Mémoires de M. D’Artagnan,
París, Club Français du Livre.
DALLAS, O. (1936), Cyrano de
Bergerac,
Londres,
The
Queensway Press.
DARMON, J.-C. (2004), Le songe
libertin; Cyrano de Bergerac
d’un monde à l’autre, Klinsieck.
DENIS, J.-F. (1970), Sceptiques ou
libertins de la premire moitié du
xviie siècle: Gassendi, Gabriel
Naudé, Guy-Patin, LamotheLevayer, Cyrano de Bergerac,
Ginebra, Slatkine Reprints.
EGGERS LAN, C. y JULIÁ, V. E.
(1978),
Los
filósofos
presocráticos,
Madrid,
Gredos, 3 vols.
ELUARD, P. (1968), La poésie du
passé. De Philippe de Thaun
(xiie siècle) à Cyrano de
Bergerac (xviie siècle), París,
Seghers.
ERBA, L. (1959), «L’incidenza della
magia nell’opera di Cyrano de
Bergerac», en Contributi del
Seminario
di
Filologia
Moderna, Serie Francese, vol. 1,
Milán, Società editrice Vita e
Pensiero, pp. 1—74.
— (2000), Magia e invenzione. Studi
su Cyrano de Bergerac e il
primo Seicento francese, Milán,
Vita e pensiero.
ESTRABÓN (1969), The Geography of
Strabo, Cambridge (Mass.),
Cambridge University Press, 8
vols.
FÉVAL, P. (1929), Dartagnan et
Cyrano de Bergerac réconciliés,
les noces de Cyrano,París,
Baudinière.
— (1932), Les Exploits de Cyrano:
Le démon de Bravoure, París,
Editions Baudinière. — (1958),
Les noces de Cyrano, París,
Librairie Arthème Fayard.
FÉVAL, P. y LASSEZ, M. (1946),
D’Artagnan contre Cyrano I. Le
chevalier mystère, París, La
technique du livre.
FÉVAL, P. y LASSEZ, M. (1946),
D’Artagnan contre Cyrano III,
Le sécret de la Bastille, París,
La technique du livre.
FÉVAL, P. y LASSEZ, M. (1946),
D’Artagnan contre Cyrano IV,
L’Héritage de Buckingham,
París, Librairie Arthème Fayard.
FÉVAL, P. y LASSEZ, M. (1956),
D’Artagnan contre Cyrano II,
Martyre de reine, París,
Librairie Arthème Fayard.
FILÓSTRATO (1989), The Life of
Apollonius of Tyana, Londres,
Cambridge (Mass.), Harvard
University Press.
FONTENELLE, B. le Bouyer de
(1998), Entretiens sur la
pluralité des mondes, París,
Garnier-Flammarion.
FOURNEL,
V.
(1875),
Les
contemporains de Molière,
París, Librairie de Firmin-Didot.
FULCANELLI (1973), Las moradas
filosofales, Barcelona, Plaza y
Janés.
GALLET, L., La capitaine Satan,
aventures de Cyrano de
Bergerac, París, Juven.
GARCÍA DE MENDOZA, L. (s. f.),
Cyrano de Bergerac. Novela,
Barcelona, Ramón Sopena.
GAUTIER, T. (1856), Les grotesques,
París, Michel Lévy frères.
— (1961), Le capitaine Fracasse,
París, Le livre de poche/LGF.
GERMAIN, A. (1996), Monsieur de
Cyrano-Bergerac,
París,
éditions Maisonneuve & Larose.
GIPPER, A. (2002), Wunderbare
Wissenschaft.
Literarische
Strategien
naturwissenschaftlicher
Vulgarisierung in Frankreich.
Von Cyrano de Bergerac bis zur
Encyclopédie,
Paderborn,
Wilhelm Fink Verlag.
GODWIN, F. (1996), The Man in the
Moone [1638], Trowbridge
Logaston Press.
GOLDIN, J. (1973), Cyrano de
Bergerac et l’art de la pointe,
Montreal,
Presses
de
l’Université de Montreal.
GORSSE, H. de y JACQUIN, J. (1904),
La jeunesse de Cyrano de
Bergerac, París, Hachette.
GOURMONT, R. de (1908), «Cyrano
de Bergerac», Mercure de
France.
GRACIÁN, B. (1957), Agudeza y arte
de ingenio, Madrid, EspasaCalpe.
GUIBAL, G. (1898), Cyrano de
Bergerac, Vérité & Poésie, Aixen-Provence, Garcin.
HARTH, E. (1970), Cyrano de
Bergerac and the Polemics of
Modernity,
Nueva
York,
Columbia University Press.
HASCHAK,
P.
G.
(1994),
Utopian/Dystopian Literature:
A Bibliography of Literary
Criticism, Metuen, Scarecrow
Press.
HERODOTO (1981), Stories, Londres,
Cambridge (Mass.), Harvard
University Press.
HESÍODO (1978), Teogonía, México,
Universidad Nacional Autónoma
de México.
HODGSON, R. G. (2009), Libertinism
and Literature in Seventeenth
Century France Narr, Dr.
Gunter.
INGLIS, D. N. (2010), A Comparison
Between the Cyrano of
Rostand’s Drama, Cyrano de
Bergerac and the Real Cyrano,
in Regard to Historical Data,
General Characteristics, Nabu
Press.
JAMET, F. y D. (s. f.), Cyrano de
Bergerac,
París,
Comédie
Française.
JENOFONTE
(1968),
Socrates’
Defence to the Jury, en Obras
de
Jenofonte,
vol.
IV,
Cambridge/Mass,
Cambridge
University Press y Londres,
Heinemann, 7 vols.
JUPPONT, P. (1906), L’Oeuvre
scientifique de Savinien de
Cyrano dit Cyrano de Bergerac
d’après une causerie faite à
l’amphiteatre
de
l’école
centrale
des
arts
et
manufactures le 22 mai 1906 à
l’occasion des noces d’argent
de la promotion 1881, París.
KIRK, G. S. y RAVEN, J. E. (1977),
The Presocratic Philosophers,
Cambridge,
Cambridge
University Press.
LACHÈVRE,
F.
(1922),
Les
successeurs de Cyrano de
Bergerac,
París,
Libraire
Ancienne Honoré Champion.
— (1928), «La réhabilitation de
Cyrano de Bergerac», Bulletin
du
bibliophile
et
du
bibliothécaire (julio).
LANIUS, E. W. (1967), Cyrano de
Bergerac and the Universe of
the Imagination, Ginebra, Droz.
LEFEVRE, L.-R. (1927), La vie de
Cyrano de Bergerac, París,
Librairie Gallimard.
LUCRECIO, De rerum natura,
Harvard, Harvard University
Press.
LUJÁN, N. (1984), «Los dos
Cyranos», Historia y vida 190
(enero).
MAGNE, É. (1898), Les erreurs de
documentation de Cyrano de
Bergerac, París, Éd. de la Revue
Française.
— (1920), Un Ami de Cyrano de
Bergerac – Le chevalier de
Lignières. Plaisante histoire
d’un poète libertin d’après des
documents
inédits,
París,
Editions E. Sansot.
MAGY, H. (1927), Le véritable
Cyrano de Bergerac, París, Le
Rouge et le Noir.
MASSEY, A. (2009), Cyrano de
Bergerac,
Caedmon
(audiocasette).
MCCAUGHREAN, G. (2006), Cyrano,
Oxford, Oxford University Press.
MEINECKE, F. (1925), Die Idee der
Staatsräson,
Berlín,
R.
Oldenbourg.
MERILHOU, F. (1855), Cyrano de
Bergerac, París, Imp. Dupont et
Cie.
MICHEL, L. (dir.) (2002), Cyrano de
Bergerac d’Edmond Rostand.
Étude de l’oeuvre par Guy
Boubonnais, Beauchemin, Laval.
MONGRÉDIEN, G. (1964), Cyrano de
Bergerac,
París,
Éditions
Berger-Levrault.
MONTAIGNE, M. de (1962), Essais,
París, Garnier, 2 vols.
MOTTEVILLE, Mme. de (1982),
Mémoirs, París, Fontaine.
MOUROUSY, P. (2000), Cyrano de
Bergerac. Illustre mais inconnu,
París, Éditions du Rocher.
MURATORE, M. J. (1994), Mimesis
and Metatextuality in the
French Neo-Classical Text:
Reflexives Readings of La
Fontaine, Molière, Racine,
Guilleragues, Madame de La
Fayette, Scarron, Cyrano de
Bergerac and Perrault, Ginebra,
Droz.
NAUDÉ, G. (1639), Considérations
politiques sur les coups d’État,
Hildesheim, Zúrich, Nueva York,
Georg Olms
Verlag (ed.
facsimilar, 1993).
PEMJEAN, L. (s. f.), Cyrano de
Bergerac, París, France Édition.
— (1931), Cyrano de Bergerac: Son
premier amour, París, Fayard.
PLATÓN
(1958),
Politeia,
en
Sämtliche Werke, vol. III,
Hamburgo, Rowohlt.
— (1997), Apology of Socrates,
Warminster, Aris and Phillips.
PLATOW, H. (1902), Die Personen
von Rostands Cyrano De
Bergerac in der Geschichte und
in der Dichtung, Kessinger
Publishing, LLC.
PLUTARCO (1971), Moralia, Londres,
Cambridge (Mass.), Harvard
University Press.
PREVOT, J. (1978), Cyrano de
Bergerac poète et dramaturge,
París, Belin.
— (1977), Cyrano de Bergerac
romancier, París, Belin.
PUJOS, C. (1951), Le double visage
de Cyrano de Bergerac, París,
L’imprimerie moderne.
QUINEL, C. y MONTGON, A. de
(1939), Cyrano de Bergerac et
ses amis, París, Ferdinand
Nathan.
RAPPENAU, J.-P. (1990), Cyrano de
Bergerac, Ramsay.
ROGERS, C. (1929), Cyrano, Nueva
York, Doubleday, Doran & Co.,
Inc.
ROSELLINI, M. y COSTENTIN, C.
(2005), Cyrano de Bergerac.
Les États et Empires de la Lune
et du Soleil, Tournai, Atlande.
ROSSAT—MIGNOD, S. (ed.) (1972),
Les Libertins du xviiè Siècle:
Cyrano de Bergerac, París,
Editions rationalistes.
RUIZ GARCÍA, C. (2009), «Cyrano de
Bergerac y el relato de viajes»,
Anuario de Letras Modernas 14
(2007-2008), pp. 71-85.
SCHENK, F. A. (1900), Etudes Sur La
Rime Dans Cyrano De Bergerac
De M. Rostand, Kessinger
Publishing, LLC.
SÈDE, G. de (1981-1982), «Cyrano de
Bergerac ou la voix de la
nature», Le Fou Parle. Revue
trimestrielle d’art et d’humeur,
19 (diciembre-enero).
SENESI, I. (1945), Il romanzo di
Cyrano de Bergerac, Milán,
Valsecchi.
SOREL, C. (1979), Histoire comique
de Francion [1633], París,
Garnier-Flammarion.
SPENS, W. de (1989), Cyrano de
Bergerac, l’esprit de révolte,
París, Editions du Rocher.
SPIERS, A. G. H. (1921), Cyrano de
Bergerac,
Oxford,
Oxford
French Series.
SPINK, J. S. (1960), French FreeThought from Gassendi to
Voltaire, Londres, University of
London, The Athlone Press.
SUFFRAN, M. (2003), Cyrano de
Bergerac, Doss Aquitanie.
SWIFT, J. (1930), Gulliver’s Travels
and Other works, Exactly
Reprinted from the First Edition
and Edited with Some Account
of Cyrano De Bergerac of His
Voyages to the Sun and Moon
By the Late Henry Morley, H.
Morley y J. P. Gilson (eds.),
Londres, George Routledge.
TALLEMANT DE REAUX, N. (1961),
Historiettes, París, Gallimard,
«la Pléiade», 2 vols.
TORERO
IBAD,
A.
(2009),
Libertinage,
science
et
philosophie
dans
le
materialisme de Cyrano de
Bergerac,
París,
Honoré
Champion.
UNTERMEYER, L. (1954), Cyrano de
Bergerac, Nueva York, Heritage
Press (con ilustraciones de
Pierre Brisaud).
VIGNY, A. de (1970), Cinq-Mars,
París,
Le
libre
de
poche/Gallimard.
VLEDDER, W. H. van (1976), Cyrano
de
Bergerac,
philosophe
ésotérique, étude de la structure
et du symbolisme d’une oeuvre
mystique («L’autre monde») de
XVII siècle, Ámsterdam, Holland
Universiteits Pers.
VOISÉ, W. (1973), Histoire du
copernicanisme en douze essais,
A l’occasion du Ve centenaire
de Nicolas Copernic, en Revue
de Synthèse, 3.ª serie, 69, 94
(enero-marzo), París, Albin
Michel, Centre International de
Synthèse.
VOLTAIRE
(1961),
Dictionnaire
philosophique, París, Garnier.
WEDGWOOD, C. V. (1961), The
Thirty Years War, Nueva York,
Doubleday/Anchor.
WHITE, J. E. (1964), Three
Philosophical Voyages: Cyrano
de Bergerac: Les Etats et
Empires de la Lune (selections);
Voltaire:
Micromegas
y
Candide, Nueva York, Dell.
Primera parte
El otro mundo o Los estados e
imperios de la Luna
La luna estaba llena, el cielo sereno
y habían sonado las nueve de la noche
cuando cuatro amigos míos y yo
regresábamos de una casa cercana a
París.
Los diferentes pensamientos que nos
inspiraba aquella bola azafranada nos
entretuvieron por el camino. Con los
ojos fijos en aquel gran astro, tan pronto
uno de nosotros la tomaba por un
tragaluz por el que se entreveía la gloria
de los bienaventurados como otro
sostenía que se trataba de la mesa sobre
la que Diana plancha los cuellos de
Apolo como otro, por fin, aducía que
bien podría tratarse del mismo Sol que,
habiéndose despojado de sus rayos por
la noche, miraba por un agujero lo que
sucedía en el mundo cuando él no
estaba.
—Y yo —dije—, que deseo mezclar
mis entusiasmos con los vuestros, sin
distraerme con las agudezas fantásticas
con que acariciáis el tiempo para que
pase más deprisa, creo que la Luna es un
mundo como éste al que el nuestro sirve
de luna.
Mis compañeros soltaron grandes
carcajadas.
—Puede que así mismo —les dije—
estén ahora riéndose en la Luna de algún
otro que sostiene que este globo es un
mundo.
En vano alegué que Pitágoras,
Epicuro, Demócrito y, en nuestra época,
Copérnico y Kepler[1] eran de este
parecer; sólo conseguí que se
troncharan de risa.
Este pensamiento, cuya audacia
desafiaba mi ánimo templado por la
contradicción, caló tan hondo en mí que
durante el resto del camino me sentí
henchido de mil definiciones de la Luna
sin poder decidirme por una y, a fuerza
de sostener esta creencia burlesca
mediante razonamientos graves, casi
llegué a darle crédito. Mas escucha,
lector, el milagro o accidente de los que
la Providencia o la fortuna se valieron
para confirmármela:
Apenas hube llegado a casa, y
cuando entraba en mi habitación con
ánimo de descansar del paseo, reparé en
que sobre la mesa había un libro abierto
que yo no había puesto allí. Eran las
obras de Cardano[2] y, aunque no sintiera
deseo de leerlo, mi vista se sintió
atraída por una historia que narra este
filósofo. Escribe que, encontrándose una
noche estudiando a la luz de una vela,
vio que a través de las puertas cerradas
de su habitación entraban dos ancianos
muy altos, quienes en respuesta a sus
muchas preguntas le contestaron que
eran habitantes de la Luna; dicho lo cual,
desaparecieron.
Me
quedé
tan
sorprendido, tanto porque el libro se
hubiera desplazado por su cuenta como
por el momento y pasaje en el que
estaba abierto, que tomé esta
concatenación de incidentes por una
inspiración divina que me impulsaba a
dar a conocer a los hombres que la Luna
es un mundo. «¡Cómo!» me dije a mí
mismo «después de haber estado
hablando hoy mismo de un asunto, un
libro que quizá sea el único en el mundo
en que se trata tal materia vuela de la
biblioteca a la mesa, muestra uso de
razón al abrirse exactamente en el lugar
de esta maravillosa aventura e insufla
enseguida a mi fantasía las reflexiones y
a mi voluntad los propósitos que me
hago. Sin duda», continué, «los dos
ancianos que se aparecieron a aquel
grande hombre son los mismos que han
sacado el libro y lo han abierto por esta
página para ahorrarse la molestia de
dirigirme el alegato que dirigieron a
Cardano. Pero», añadí, «no podré salir
de dudas si no subo hasta allí. Y ¿por
qué no?» me respondí de inmediato.
«Bien subió Prometeo[3] a los cielos a
robar el fuego».
A estas ocurrencias producidas por
las calenturas sucedió la esperanza de
tener éxito en un viaje tan hermoso.
Para llevar a cabo la empresa me
encerré en una casa de campo bastante
apartada en donde, tras haber satisfecho
mis sueños con los medios más
adecuados para llevarlos a cabo, he aquí
cómo subí al cielo.
Me había ceñido a la cintura gran
cantidad de redomas llenas de rocío y el
calor del sol, que tiraba de ellas, me
hizo elevarme a tal altura que acabé
encontrándome por encima de las más
altas montañas. Pero como esta
atracción me hacía ascender con
demasiada rapidez de forma que, en
lugar de aproximarme a la Luna como
pretendía, ésta me parecía más alejada
que a mi partida, rompí algunas de las
redomas hasta que sentí que mi peso
vencía la fuerza de atracción y que
descendía a tierra. Mi impresión no era
errónea puesto que volví a caer sobre
ella algo después y, a contar desde la
hora en que salí, debían de ser las doce
de la noche. No obstante, hube de
reconocer que el Sol estaba en el cenit y
que era mediodía. Podéis imaginar cuál
fue mi asombro; tanto que, no sabiendo a
qué atribuir este milagro, tuve el
atrevimiento de imaginar que, favorable
a mi osadía, Dios había vuelto a detener
el Sol en los cielos para que alumbrara
tan generosa empresa[4]. Lo que aumentó
mi estupefacción fue el no reconocer el
país en que me encontraba, pues me
parecía que, habiendo ascendido en
línea recta, debería haber descendido en
el mismo lugar desde el que había
subido. Vestido como estaba me
encaminé a una choza de la que salía
humo y, cuando me encontraba apenas a
un tiro de pistola, me vi rodeado de gran
cantidad de salvajes. Parecieron
sorprenderse mucho al encontrarme, ya
que creo que debía de ser la primera
persona que veían vestida de botellas. Y
para contradecir más todas las
interpretaciones que hubieran podido
dar a este atavío, veían que al caminar
apenas tocaba la tierra. No sabían que al
primer impulso que daba a mi cuerpo, el
ardor de los rayos del mediodía me
levantaba con mi rocío. Y si hubiera
tenido más redomas me hubiera elevado
por los aires a su vista. Quise acercarme
a ellos pero, como si el miedo los
hubiera convertido en pájaros, en un
instante los vi perderse en el bosque
más cercano. No obstante, conseguí
atrapar a uno cuyas piernas sin duda
habían traicionado su corazón. Con gran
esfuerzo, pues estaba sin aliento, le
pregunté
a
qué
distancia
nos
encontrábamos de París, desde cuándo
las gentes en Francia andaban
completamente desnudas y por qué huían
de mí con tanto temor. Este hombre a
quien me dirigía era un viejo aceitunado
que empezó por arrojarse a mis pies y,
levantando las manos por detrás de la
cabeza, abrió la boca y cerró los ojos.
Aunque
estuvo
bastante
tiempo
farfullando algo, no percibí que
articulase sonido alguno, de modo que
tomé su lenguaje por el balbuceo ronco
de un mudo.
A poco de aquello vi que se
acercaba una compañía de soldados a
tambor batiente y que dos de ellos se
destacaban de los demás para
reconocerme. Cuando se acercaron lo
suficiente para oírme les pregunté en
dónde estaba.
—Estáis
en
Francia
—me
respondieron—, pero ¿quién diablos os
ha puesto en ese estado y cómo es que
no os conocemos? ¿Han llegado los
barcos? ¿Vais a dar noticia al señor
gobernador? ¿Y por qué habéis
distribuido vuestro aguardiente entre
tantas botellas?
A todo lo cual repuse que ningún
diablo me había puesto en aquel estado,
que no me conocían porque no podían
conocer a todos los hombres, que no
sabía que el Sena fuera navegable, que
no tenía noticia alguna que dar al señor
de Montbazon y que no iba cargado de
aguardiente.
—Hola,
hola
—me
dijeron,
tomándome por el brazo—. Atrevido os
mostráis. El señor gobernador sabrá
quién sois.
Mientras así me hablaban me
conducían hacia sus filas y por ellos
supe que estaba en Francia, pero no en
Europa, ya que me encontraba en la
Nueva Francia[5].
Me presentaron al señor de
Montmagnie[6], que era el virrey. Me
preguntó por mi país, mi nombre y mi
condición y luego de satisfacer su
curiosidad contándole el agradable
episodio de mi viaje, sea porque lo
creyese o porque fingiera creerlo, tuvo
la bondad de hacer que me diesen una
habitación en su residencia. Mi dicha
fue grande al encontrar un hombre capaz
de tener opiniones elevadas y que no se
asombró cuando le dije que era preciso
que la Tierra hubiera girado durante mi
ascenso
puesto
que,
habiendo
comenzado a elevarme a dos leguas de
París, había caído en línea casi
perpendicular en el Canadá.
Por la noche, al ir a acostarme, vi
que entraba en mi habitación.
—No hubiera venido —me dijo— a
interrumpir vuestro descanso si no
hubiera creído que una persona que ha
hecho novecientas leguas en media
jornada ha podido hacerlas sin cansarse.
Mas ¿no sabéis —añadió— la graciosa
querella que acabo de tener a causa
vuestra con nuestros padres jesuitas?
Están absolutamente convencidos de que
sois un brujo y la mayor gracia que
podéis obtener de ellos es la de no ser
sino un impostor. Y en verdad, ese
movimiento que atribuís a la Tierra ¿no
es una curiosa paradoja? Lo que me
impide ser de vuestra opinión es que,
aunque ayer estuvierais en París, podéis
haber llegado hoy a este país sin que la
Tierra se haya movido, puesto que
¿acaso el Sol que os ha hecho ascender
gracias a vuestras botellas no puede
haberos traído hasta aquí ya que, según
Ptolomeo, Ticobrae y los filósofos
modernos[7], sigue el curso que según
vos sigue la Tierra? Y además, ¿qué
pruebas convincentes tenéis para
imaginaros que el Sol está inmóvil
cuando lo vemos moverse y que la
Tierra gire en torno a su eje cuando la
sentimos firme bajo nuestras plantas?
—Señor —le repliqué—, estas son
las razones que nos obligan a pensar de
tal modo:
En primer lugar es de sentido común
creer que el Sol está situado en el centro
del universo, puesto que todos los
cuerpos de la naturaleza precisan de ese
fuego radical que habita en el corazón
del reino para estar en situación de
satisfacer
con
diligencia
sus
necesidades y que la causa generatriz
está también situada igualmente en
medio de los cuerpos sobre los que
actúa, así como la sabia naturaleza ha
situado las partes genitales en el
hombre, las pepitas en el centro de las
manzanas, los huesos en medio de sus
frutos e igual que la cebolla conserva su
precioso germen al abrigo de cien hojas
que lo envuelven, de donde otros diez
millones extraerán su esencia. Puesto
que este cogollo es un pequeño universo
en sí mismo cuya semilla más cálida que
las otras partes es el Sol, que expande
en torno suyo el calor conservador de su
globo. Y ese germen en esa cebolla es el
pequeño sol de ese reducido mundo que
calienta y nutre la sal vegetativa[8] de
esta masa. Supuesto lo anterior digo que,
como la Tierra tiene necesidad de la luz,
del calor y de la influencia de este gran
fuego, gira en torno a él para recibir por
igual en todas sus partes esa virtud que
la conserva, ya que creer que esa gran
masa luminosa gira en torno a un punto
en el que no tiene nada que hacer es tan
ridículo como si cuando vemos una
alondra asada imagináramos que para
guisarla, el horno hubiera girado en
torno a ella. Por lo demás, si
correspondiera al Sol realizar este
trabajo, parecería como si la medicina
tuviera necesidad del enfermo, como si
el fuerte debiera plegarse ante el débil,
el grande servir al pequeño y como si en
vez de que un barco hiciera cabotaje a
lo largo de las costas de una provincia,
se forzara a la provincia a girar en torno
al barco. Pues si os cuesta comprender
cómo pueda moverse una masa tan
pesada, decidme, os lo ruego, los astros
y los cielos que suponéis tan sólidos
¿son más ligeros? Quienes estamos
seguros de la redondez de la Tierra
podemos
deducir
fácilmente
su
movimiento de su forma. Pero ¿por qué
suponer, ya que no podéis saberlo, que
el cielo es redondo y que ninguna de sus
figuras puede moverse con excepción de
ésta? No os reprocho vuestras
excéntricas, concéntricas ni vuestros
epiciclos[9], que no sabríais explicar
más que muy confusamente y que no
tienen lugar en mi sistema. Hablemos tan
solo de las causas naturales de este
movimiento: de vuestro lado estáis
obligados a recurrir a inteligencias que
mueven y gobiernan vuestros mundos.
Pero yo, sin interrumpir el reposo del
Ser Supremo que sin duda ha creado la
naturaleza en toda su perfección, y sin
negar su sabiduría al haberla acabado de
modo tal que habiéndola completado por
un lado no la haya hecho defectuosa por
otro, yo, digo, encuentro en la Tierra las
virtudes que la mueven. Digo que los
rayos del Sol, con su influencia al
incidir por encima en su circulación, la
hacen girar como nosotros lo hacemos
con un globo al golpearlo con la mano, o
que
los
vapores
que
exhala
continuamente su seno del lado por el
que el Sol la mira, al rebotar en el frío
de la región media[10], resbalan sobre
ella y al no poder incidir en ella más
que de refilón, la hacen dar vueltas. La
explicación de los otros movimientos es
menos complicada. Considerad, os lo
ruego…
Al llegar aquí el señor de
Montmagnie me interrumpió diciendo:
—Prefiero dispensaros de este tarea,
puesto que he leído algunos libros de
Gassendi[11] sobre la materia, a cambio
de que escuchéis lo que me dijo un día
uno de nuestros padres que sostenía
vuestra opinión. «En efecto», decía
aquél, «imagino que la Tierra gira no
por las razones que aduce Copérnico[12]
sino porque estando el fuego del Infierno
encerrado en el centro de la Tierra,
según nos enseñan las Sagradas
Escrituras, los condenados que quieren
huir del ardor de las llamas trepan para
alejarse hacia la bóveda y hacen así
girar la Tierra al igual que un perro hace
girar la rueda en la que está encerrado».
Alabamos por unos instantes el celo
del buen padre y, habiendo hecho su
panegírico, el señor de Montmagnie me
dijo que le asombraba mucho que el
sistema de Ptolomeo[13] tuviera tan
general acogida a pesar de ser tan poco
verosímil.
—Señor —le contesté—, la mayor
parte de los hombres, que sólo juzga por
los sentidos, se deja convencer por lo
que ve, e igual que aquel que navega a
vista de tierra cree estar inmóvil y que
es la costa la que se mueve, así los
hombres, girando con la Tierra
alrededor del cielo, creían que era el
mismo cielo el que giraba en torno a
ellos. Añadid a esto el orgullo
insoportable de los seres humanos que
los persuade de que la naturaleza no se
ha hecho más que para ellos como si
fuera verosímil que el Sol, una masa
enorme cuatrocientas treinta y cuatro
veces mayor que la Tierra[14], no
irradiara calor más que para madurar
sus nísperos y acogollar sus coles. En
cuanto a mí, lejos de incurrir en la
insolencia de estos brutos, creo que los
planetas son mundos alrededor del Sol y
que las estrellas fijas son otros soles
que tienen planetas en torno suyo, es
decir, mundos que no vemos desde aquí
a causa de su pequeñez y porque su luz
refleja no llega hasta nosotros. Pues,
¿cómo es posible creer de buena fe que
estos globos tan espaciosos no sean sino
grandes campos desiertos y que el
nuestro haya sido construido para
mandar sobre los demás sólo porque por
él nos arrastramos media docena de
grandes tunantes? Pues ¿qué? Por el
hecho de que el Sol acompase nuestros
días y nuestros años ¿hemos de creer
que haya sido creado para que no nos
rompamos la cabeza contra las paredes?
No, no, si ese dios visible alumbra al
hombre es por casualidad, como la
antorcha del rey ilumina por casualidad
al ganapán que pasa por la calle.
—Pero —me dijo— si, como
aseguráis, las estrellas fijas son otros
tantos soles, podría concluirse que el
mundo sea infinito, ya que es verosímil
que los pueblos de esos mundos que
están en torno a una estrella fija que
tomáis por otro sol descubran a su vez
otras estrellas fijas por encima de ellos
que no podríamos observar desde aquí y
así seguiría eternamente.
—No tengáis duda alguna —
repliqué yo— de que igual que Dios ha
podido hacer el alma inmortal, ha
podido hacer el mundo infinito, si es
cierto que la eternidad no es otra cosa
que una duración sin término y el infinito
una extensión sin límites. Además, el
mismo Dios sería finito si el mundo no
fuera infinito, ya que no podría estar en
donde no hubiera nada y no podría
acrecentar la grandeza del mundo sin
añadir algo a su propia extensión,
comenzando por estar en donde no
estaba antes. Es preciso creer que así
como vemos Saturno y Júpiter, si
estuviéramos en el uno o en el otro,
descubriríamos muchos mundos que no
vemos desde aquí y que el universo está
construido de este modo hasta el
infinito.
—A fe mía —me replicó—, por
mucho que me lo digáis no podré
comprender en absoluto esta infinitud.
—¡Ah! Decidme —le repliqué—,
¿acaso comprendéis mejor la nada que
hay más allá? En absoluto. Cuando
pensáis en esa nada os la imagináis
cuando menos como viento, como aire y
eso es algo; pero el infinito, si no podéis
comprenderlo en general, al menos lo
concebís por partes, pues no es difícil
figurarse la Tierra, el fuego, el agua, el
aire, los astros, los cielos. El infinito no
es más que un tejido sin límites de todo
esto. Si me preguntáis de qué modo se
han hecho estos mundos dado que las
Sagradas Escrituras sólo hablan de que
Dios haya creado uno, respondo que no
habla más que del nuestro, porque es el
único que Dios quiso molestarse en
hacer por su propia mano; pero todos
los otros, los veamos o no, suspendidos
entre el azul del universo, no son otra
cosa que la espuma de los soles que se
purgan.
Porque
¿cómo
podrían
sobrevivir esas grandes hogueras si no
dependieran de una materia que las
alimenta? Así que igual que el fuego
expulsa de sí la ceniza que lo ahoga, el
oro se refina en el crisol separándose de
la pirita que disminuye sus quilates, y
así como nuestro corazón se libera de
los humores indigestos que lo atacan
expulsándolos, el Sol vomita todos los
días y se purga del resto de la materia
que alimenta su fuego. Pero una vez que
haya consumido esta materia que lo
mantiene, no debéis dudar de que se
expandirá por todos los costados para
buscar otro pábulo y que se adjuntará a
todos los mundos que hubiera construido
antaño, en especial a los que encuentre
más próximos, y entonces ese gran
fuego, entrelazando de nuevo todos los
cuerpos, los volverá a expulsar de
cualquier modo de todas partes como
antes y, habiéndose purificado poco a
poco, comenzará a servir de sol a esos
pequeños mundos que engendrará,
impulsándolos fuera de su esfera. Y esto
es lo que sin duda ha llevado a los
pitagóricos a predecir el abrasamiento
universal[15]. No se trata de una fantasía
ridícula: la Nueva Francia, en la que nos
encontramos, nos proporciona un
ejemplo convincente. Este vasto
continente de América es la mitad de la
Tierra que, a pesar de que nuestros
antepasados habían surcado mil veces el
océano, no se había descubierto. Por
ello no existía, al igual que muchas
islas, penínsulas y montañas que se han
erigido en nuestro globo cuando, al
asearse, el Sol se desprende de las
máculas que quedan condensadas en
grumos suficientemente pesados para
que los atraiga el centro de nuestro
mundo; puede que poco a poco en
partículas menudas, pero también quizá
de golpe como una sola masa. Esto no es
tan disparatado que san Agustín no lo
hubiera aplaudido si el descubrimiento
de este continente se hubiera hecho en su
tiempo, ya que este gran personaje, cuyo
genio estaba iluminado por el Espíritu
Santo, asegura que en su tiempo la
Tierra era plana como un horno y que
flotaba sobre el agua como la mitad de
una naranja[16]. Pero si llego a tener el
honor de veros alguna vez en Francia, os
mostraré
mediante
una
lente
extraordinaria que tengo que ciertas
oscuridades que parecen manchas vistas
desde aquí son mundos en construcción.
Como al terminar mi alocución se
me cerraran los ojos, el señor de
Montmagnie se sintió obligado a
desearme las buenas noches. Al día
siguiente y en los posteriores tuvimos
conversaciones de naturaleza similar
pero, como algún tiempo después los
asuntos propios de la provincia se
mezclaran con nuestra filosofía, me
volvió con más fuerza el deseo de subir
a la Luna.
Desde que ésta se levantaba, yo me
adentraba en los bosques soñando con la
prosecución y el éxito de mi empresa.
Por fin, un día en la víspera de San Juan
en que se celebraba un consejo en el
fuerte para decidir si se auxiliaba a los
salvajes del país en contra de los
iroqueses fui solo detrás de nuestra
residencia, sobre la cima de una
pequeña montaña y he aquí lo que puse
en práctica.
Con una máquina que había
construido me imaginaba que era capaz
de elevarme tanto como quisiera. Me
precipité, pues, en el aire desde la
cresta de una roca pero, como no había
tomado bien las medidas, me di una
fuerte costalada en el valle. Regresé a
mi habitación todo magullado pero sin
desanimarme. Me unté todo el cuerpo
con tuétano de buey, pues estaba
dolorido de la cabeza a los pies, y tras
haber fortificado mi corazón con una
botella de esencia cordial, volví en
busca de la máquina, pero no la encontré
porque, habiéndola hallado por azar
algunos soldados enviados a cortar leña
al bosque para la hoguera de San Juan
que se encendería por la noche, la
habían llevado al fuerte. Después de
cavilar mucho sobre su naturaleza,
cuando se descubrió el invento del
muelle, algunos dijeron que era preciso
ceñirle una cantidad de cohetes
voladores para que, al subir muy alto
gracias a su rapidez y con el muelle
agitando sus grandes alas, no hubiera
nadie que no tomara la máquina por un
dragón ígneo.
La busqué mucho tiempo y por fin la
encontré en mitad de la plaza de Quebec
en el momento en que iban a prenderle
fuego. El dolor de encontrar la obra de
mis manos en tan grande peligro me
trastornó de tal modo que corrí a sujetar
por el brazo al soldado que la encendía.
Le arranqué la mecha y, lleno de furia,
me abalancé sobre mi máquina para
romper el artificio que la sujetaba. Pero
llegué demasiado tarde, pues apenas
hube puesto los pies en ella, me encontré
ascendiendo en una nube. El espanto
horrorizado que me invadió no alteró de
tal modo las facultades de mi alma que
no recuerde todo lo que me sucedió en
aquel instante. Sabed que cada vez que
la llama devoraba una fila de cohetes
(pues los habían dispuesto de seis en
seis por medio de un fulminante que
liaba cada media docena), otra se ponía
a arder y después otra, de forma que la
pólvora, al quemarse, alejaba el peligro
acrecentándolo. No obstante, al
terminarse la pólvora se acabó el
artificio y cuando ya sólo esperaba
romperme la cabeza contra la cresta de
alguna montaña, sentí que, sin moverme
en absoluto, seguía ascendiendo,
mientras que la máquina se separaba de
mí y vi cómo caía a tierra. Esta aventura
extraordinaria me llenó de un gozo tan
poco común que, fascinado por verme
libre de un peligro cierto, tuve la
impudicia de ponerme a filosofar sobre
ello. Mientras indagaba con la mirada y
el pensamiento cuál pudiera ser la causa
de este milagro, me di cuenta de que
tenía el cuerpo abotargado y todavía
grasiento por el tuétano con que me
había untado a causa de las
magulladuras de mi caída. Me di cuenta
de que, como la Luna estaba en cuarto
menguante, durante el cual acostumbra a
absorber el tuétano de los animales,
bebía el que yo me había untado con
tanta mayor intensidad cuanto más
próximo estaba a ella, dado que no
había nubes que debilitasen su vigor.
Cuando hube recorrido lo que, según
un cálculo que hice después, juzgaba
bastante más de los tres cuartos del
camino que separa la Tierra de la Luna,
me vi de pronto caer cabeza abajo sin
haberme volteado en modo alguno. Y
tampoco me habría dado cuenta si no
hubiera sentido que el peso del cuerpo
me gravitaba sobre la cabeza. Tuve por
comprobado que no estaba cayendo de
nuevo sobre nuestro mundo puesto que,
aunque me encontraba entre dos lunas y
veía con claridad que me alejaba de una
a medida que me acercaba a la otra,
estaba muy seguro de que la mayor era
nuestra Tierra, porque al cabo de un día
o dos de viaje[17] en que las lejanas
refracciones de los rayos solares
confundían la diversidad de cuerpos y
climas, ya no semejaba más que una gran
placa de oro, al igual que la otra. Esto
me hizo suponer que descendía hacia la
Luna y me afirmé en esta opinión cuando
recordé que no había comenzado a caer
más que a partir de los tres cuartos del
camino. Puesto que, me decía a mí
mismo, dado que esta masa es menor
que la nuestra, es lógico que su
actividad tenga también menor alcance y
que, en consecuencia, yo haya sentido
más tardíamente la fuerza de su
centro[18].
Después de una muy prolongada
caída por lo que alcanzo a suponer, ya
que la violencia de la precipitación
debe de haberme impedido observarla
mejor, todo lo que recuerdo es que me
encontré bajo un árbol, entre tres o
cuatro ramas bastante gruesas que se
habían desgajado con mi caída y el
rostro mojado a causa de una manzana
contra la que di de frente.
Por fortuna ese lugar, como sabréis
bien pronto, era el Paraíso terrenal y el
árbol sobre el que había caído era
precisamente el Árbol de la Vida. Por
ello entenderéis que si no se hubiera
producido una casualidad tan milagrosa,
estaría mil veces muerto. Con frecuencia
he reflexionado después acerca de esa
opinión del vulgo según la cual cuando
uno se precipita desde una gran altura,
se asfixia en la caída antes de alcanzar
al suelo, y he llegado a la conclusión de
que el vulgo miente, o bien que el jugo
enérgico de ese fruto, habiéndome
entrado en la boca, haya llamado a mi
alma, que no estaba aún lejos, a mi
cadáver todavía tibio y preparado para
las funciones de la vida. En efecto, tan
pronto como me hallé en tierra, el dolor
desapareció antes incluso de haberse
implantado en la memoria, y el hambre,
que me había atormentado mucho
durante el viaje, no dejó en mí más que
el ligero recuerdo de haberla saciado.
Apenas me hube levantado y
observado las riberas del más caudaloso
de los cuatro grandes ríos que
desembocan en un lago, cuando percibí
el aroma que el espíritu o el alma de los
bienaventurados que se exhalan en este
lugar y las piedrecitas no eran ásperas ni
duras sino a la vista, puesto que tenían
cuidado de ablandarse cuando se las
pisaba.
Encontré en primer lugar una
glorieta con cinco avenidas y unos
robles tan desmesuradamente altos que
parecían elevar al cielo una plataforma
arbórea. Midiéndolos con la vista desde
las raíces a la copa y luego desde ésta
hasta los pies, dudaba de si era la tierra
la que los sostenía o si no serían ellos
los que llevaran a la tierra colgada de
sus raíces, mientras que sus frentes
orgullosamente
erguidas
parecían
doblegarse a la fuerza bajo el peso de
los globos celestes cuya carga sostienen
con gran fatiga. Sus ramas extendidas
hacia el cielo parecen que, al abrazarlo,
estuvieran solicitando toda la pura
benevolencia de la influencia de los
astros y la estuvieran recibiendo antes
de haber perdido nada de su inocencia
en el lecho de los elementos. Allí hay
flores por doquier que, sin haber tenido
otros jardineros que la naturaleza,
traspiran un hálito tan silvestre que
despierta y satisface el olfato. El rojo
encendido de una rosa en el agavanzo y
el estallido de azul de una violeta bajo
las zarzas no permiten decidirse por una
de ellas, pues cada una es más bella que
la otra. Allí la primavera sustituye todas
las estaciones. Allí no germina planta
venenosa alguna que pueda conservarse.
Allí los arroyos relatan sus viajes a los
guijarros. Allí mil voces emplumadas
hacen que resuene el bosque con la
armonía de sus trinos y la aleteante
asamblea de estos gorjeos melodiosos
es tan general que parece que cada hoja
del bosque se haya convertido en la
lengua y la forma de un ruiseñor. Eco se
complace de tal modo en sus melodías
que, al oír como las repite, se diría que
quisiera aprenderlas. Próximos a este
bosque hay dos prados cuyo verdegay
ininterrumpido semeja una esmeralda
que se perdiera de vista. La mezcla
abigarrada de colores con que la
primavera pinta cien florecillas mezcla
los matices de unas con las otras y estas
flores agitadas parecen correr detrás de
ellas mismas para escapar a las caricias
del viento. Se diría que esta pradera era
un océano pero, al tratarse de un mar sin
orillas, mis ojos, espantados de haber
llegado tan lejos sin descubrir la ribera
lanzaban hacia ella prestamente mi
pensamiento y mi pensamiento, seguro
de estar ante el fin del mundo quería
convencerse de que unos lugares tan
encantadores podrían haber forzado
quizá al cielo a fundirse con la tierra.
Por medio de un tapiz tan vasto y
perfecto corre con borbotones argénteos
el agua de una fuente rústica, que corona
sus bordes con un césped esmaltado de
margaritas, botones de oro, violetas, y
esas flores, que se arraciman en torno
suyo, parecerían apretarse por ver cuál
se reflejará la primera. Todavía está en
la cuna, ya que acaba de nacer, y su
rostro joven y terso no muestra arruga
alguna. Los grandes círculos que
describe volviendo mil veces sobre sí
misma muestran que sale de su país natal
muy a su pesar y, como si sintiera
vergüenza de verse acariciar cerca de su
madre, rechaza murmurando mi mano
ligera que quiere tocarla. Los animales
que llegaban a apagar la sed, más
razonables que los de nuestro mundo,
mostraban su sorpresa al ver que el día
estaba avanzado en el horizonte en tanto
que veían el Sol en las antípodas y
apenas si osaban inclinarse sobre el
borde por el temor que tenían de caer en
el firmamento[19].
Debo confesaros que a la vista de
tanta belleza sentí el cosquilleo de esos
dolores agradables que, según se dice,
experimenta el embrión cuando se le
insufla el alma. Se me cayó el pelo viejo
para hacer lugar a otros cabellos más
espesos y ondulantes; sentí que mi
juventud reverdecía, que mi rostro
tomaba un color vivo, que mi calor
natural se mezclaba suavemente con mi
humedad radical y que, en breves
palabras, rejuvenecía unos catorce años.
Había caminado media legua a
través de una floresta de jazmines y
mirtos cuando descubrí algo que se
movía echado en la sombra. Era un
adolescente ante cuya majestuosa beldad
sentí el impulso de adorarlo.
—¡No es ante mí —exclamó— sino
ante
Dios
ante
quien
debéis
prosternaros!
—Estáis ante una persona —le
respondí— maravillada por tantos
milagros que no sé por cual empezar a
admirarlos. Viniendo de un mundo que
vos tomaréis aquí sin duda por una luna,
pensaba haber llegado a otro que los de
mi país también llaman Luna, héteme
aquí que me encuentro en el Paraíso a
los pies de un dios que no quiere ser
adorado y de un extranjero que habla mi
lengua.
—Aparte de la cualidad de dios —
me replicó—, lo que decís es verdad.
Esta tierra es la luna que veis desde
vuestro globo y este lugar en el que os
encontráis es el Paraíso; pero el Paraíso
terrestre en el que sólo han entrado seis
personas: Adán y Eva, Enoch, yo, que
soy el anciano Elías[20], san Juan
Evangelista y vos. Sabéis cómo fueron
expulsados los dos primeros, pero no
cómo llegaron a vuestro mundo. Sabed,
pues, que luego de haber probado ambos
la manzana prohibida, Adán, que temía
que, irritado por su vista, Dios le
incrementara el castigo, consideró la
Luna, vuestra tierra, como el único
refugio en que podría estar al abrigo de
los requerimientos de su Creador. Así
pues, como la imaginación del hombre
en aquel tiempo era muy poderosa al no
haberse corrompido por el desenfreno ni
por la crudeza de los alimentos ni por
las alteraciones causadas por las
enfermedades y estando ésta excitada
por el violento deseo de alcanzar aquel
asilo, el fuego de su entusiasmo aligeró
de tal modo su masa corporal, que
ascendió al modo en que se ha visto
como cuando la imaginación de algunos
filósofos se orienta intensamente hacia
algo, éstos se elevan en el aire en
arrebatos a los que llamáis éxtasis. Eva,
a quien la fragilidad de su sexo hacía
más débil y menos cálida, sin duda
hubiera carecido del vigor necesario en
su imaginación para vencer el peso de la
materia mediante el empeño de su
voluntad pero, como hacía muy poco que
había surgido del cuerpo de su marido,
la simpatía con que esta mitad estaba
aún unida a la totalidad la impulsaba
hacia él a medida que ascendía, al igual
que la paja sigue al ámbar y el imán se
vuelve hacia el Septentrión de donde ha
sido arrancado, y Adán atraía la obra de
su costado al igual que la mar atrae los
ríos que salieron de ella. Una vez que
hubieron llegado a vuestra tierra, se
establecieron entre la Mesopotamia y la
Arabia. Los hebreos lo conocían bajo el
nombre de Adán y los idólatras bajo el
de Prometeo, de quien sus poetas
dijeron que había robado el fuego del
cielo a causa de los descendientes que
engendró, provistos de un alma tan
perfecta como aquella de la que Dios lo
había dotado. De este modo, el primer
hombre dejó este mundo desierto para
habitar el vuestro, pero el Omnisciente
no consintió que una morada tan feliz
estuviera deshabitada. Después de
algunos siglos consintió que Enoch,
disgustado por la compañía de los
hombres cuya inocencia se corrompía,
sintiera deseo de abandonarlos. Este
santo personaje consideró que, si quería
protegerse de las ambiciones de sus
pares que ya habían comenzado a
degollarse unos a otros a fin de
repartirse el mundo, el único lugar
seguro
sería
aquella
tierra
bienaventurada de la que tanto le había
hablado antaño su abuelo Adán. Sin
embargo, ¿cómo alcanzarla? Aún no se
había inventado la escalera de Jacob[21].
La gracia del Altísimo vino en su ayuda,
pues reparó en que el fuego del Cielo
descendía sobre el holocausto de los
justos y de aquellos que eran agradables
a los ojos del Señor, según sus palabras:
«El aroma de los sacrificios del justo ha
llegado hasta mí». Un día en que esta
llama divina se concentraba en consumir
una víctima que ofrecía al Eterno,
rellenó dos vasijas con los vapores que
de ella se exhalaban, las cerró
herméticamente y se las colocó debajo
de las axilas. Como quiera que el humo
tendía a elevarse hacia Dios, no
pudiendo traspasar el metal salvo
milagro, atrajo las vasijas hacia lo alto y
de este modo hicieron que el hombre
subiera con ellas. Cuando llegó a la
Luna y puso sus ojos en este hermoso
jardín, una alegría casi sobrenatural le
hizo conocer que se trataba del Paraíso
terrenal, habitado antaño por su abuelo.
Se liberó con prontitud de las vasijas,
que se había ceñido a sus hombros como
si fueran alas, y lo hizo con tanta maña,
que apenas llegado por el aire a unas
cuatro toesas[22] de la superficie de la
Luna, se deshizo de sus flotadores. No
obstante, la altura a que se encontraba
era bastante para causarle gran daño de
no ser por la amplitud de vuelo de su
indumentaria, inflada por el viento, así
como por el ardor del fuego del amor
que también lo sostenía. En cuanto a las
vasijas, continuaron ascendiendo hasta
que Dios las engastó en el cielo, y son lo
que hoy llamáis el signo de Libra, que
nos muestra todos los días que está llena
de aromas del sacrificio de algún justo,
merced a las influencias favorables que
impregnaron el horóscopo de Luis el
Justo, que estaba bajo el ascendiente de
Libra.
Sin embargo, aún no estaba en este
jardín al que sólo llegó algún tiempo
después. Fue entonces cuando irrumpió
el diluvio, cuando las aguas que
engulleron vuestro mundo alcanzaron
una altura tan prodigiosa que el Arca
bogaba por los cielos al costado de la
Luna. Los seres humanos divisaban este
globo por la ventana, pero como el
reflejo de esta gran masa opaca se
debilitaba a causa de su proximidad que
mitigaba su luz, creyeron que se trataba
de un rincón de la tierra que no se había
sumergido. Sólo una hija de Noé, de
nombre Achab, sostuvo a grito pelado
que sin duda era la Luna, quizá por ser
la única que se había percatado de que,
a medida que el navío ascendía, se
acercaban a este astro. Fue inútil hacerle
ver que la sonda sólo había encontrado
quince codos[23] de agua; respondía que
el hierro había tropezado con el dorso
de una ballena que habían confundido
con la tierra. En cuanto a ella, estaba
muy segura de que lo que iban a
encontrar era la misma Luna. Por último,
como todo el mundo sigue el parecer de
otro, las demás mujeres se dejaron
convencer en seguida por esta opinión.
Y hete aquí que, a pesar de la
prohibición de los hombres, botaron el
esquife en la mar. Achab era la más
osada, de forma que quiso ser la primera
en afrontar el peligro. Abordó
alegremente el bote y todas las de su
sexo la hubieran seguido de no haber
sido porque una ola separó la barca del
navío. Fue inútil que la llamaran a
gritos, que la llamaran lunática cien
veces, que sería la causa de que un día
se reprochara a todas las mujeres tener
un cuarto de la luna en la cabeza. Achab
se reía de ellos. Hela aquí navegando
fuera del mundo. Los animales siguieron
su ejemplo, pues la mayor parte de los
pájaros, sintiendo que sus alas tenían
fuerza suficiente para levantar el vuelo,
impacientes por la prisión con que hasta
entonces se había restringido su libertad,
salieron de allí. Los más valientes de
los cuadrúpedos se pusieron a nadar.
Habían salido ya más de mil antes de
que los hijos de Noé cerraran los
establos que mantenía abiertos en su
escapada la masa de animales. La mayor
parte de ellos llegó a este mundo. En
cuanto al esquife, fue a dar a una muy
grata ribera en la que desembarcó la
generosa Achab y, alegre por haber
reconocido que, en efecto, esta tierra era
la Luna, no quiso en modo alguno
reembarcar para reunirse con sus
hermanos. Se instaló por una temporada
en una gruta y, cuando paseaba un día
cavilando si estaba disgustada por haber
perdido la compañía de los suyos o si
bien se sentía muy a gusto, divisó un
hombre que recogía bellotas. La alegría
del encuentro la impulsó a darle de
abrazos; recibió otros a cambio, ya que
hacía aún más tiempo que el anciano no
había visto rostro humano. Era Enoch el
Justo. Unieron sus vidas y, de no haber
sido porque el natural impío de sus hijos
y el orgullo de su mujer obligaron al
esposo a retirarse al bosque, hubieran
terminado de desgranar sus días con
toda la dulzura con que Dios bendice el
matrimonio de los justos. En medio de
aquellas retiros salvajes y aquella
espantosa soledad, el buen anciano
ofrendaba a Dios todos los días con
espíritu puro su corazón en holocausto,
hasta que un día, habiendo caído una
manzana del Árbol de la Ciencia en el
río en cuyo borde, como sabéis, está
plantado, y trasportada a merced de las
ondas fuera del Paraíso, fue a dar a un
lugar en el que el pobre Enoch se
procuraba peces por la pesca para
sustentarse. Quedó la hermosa manzana
atrapada en la red y Enoch la comió.
Conoció de inmediato en dónde estaba
el Paraíso terrestre y por caminos
secretos que no podréis concebir si no
habéis comido la manzana del Árbol de
la Ciencia, vino a habitar en él.
Ahora es preciso que os cuente el
modo en que yo llegué aquí: imagino que
no habréis olvidado que me llamo Elías,
pues os lo dije antes. Sabed que vivía en
vuestro mundo y que habitaba con
Eliseo[24], un hebreo como yo, a orillas
del Jordán, en donde llevaba una vida
entre libros tan tranquila que no
lamentaba el hecho de que transcurriera
y fuera pasando. No obstante, cuanto
más crecían las luces de mi espíritu, más
crecía asimismo el conocimiento de
aquellas de las que carecía. Siempre que
nuestros sacerdotes me recordaban a
Adán, la memoria de aquella filosofía
perfecta que fue la suya me arrancaba
suspiros. Ya desesperaba de poder
alcanzarla cuando un día, después de
haber hecho un sacrificio por la
expiación de las debilidades de mi ser
mortal, caí dormido y un ángel del Señor
se me apareció en sueños. Apenas me
desperté me puse a trabajar en los
asuntos que me había ordenado. Tomé un
imán de unos dos pies[25] cuadrados de
extensión que puse en el horno. Una vez
que se hubo purgado, precipitado y
disuelto, extraje el principio atractivo
de todo el amasijo calcinado y lo reduje
a un trozo del grosor de una pelota
mediana.
Tras estos preparativos hice
construir un carro de fuego muy ligero y,
al cabo de unos meses, habiendo
terminado todos mis aparejos, entré en
él. Quizá me preguntaréis a qué venía
tanto aparato. Sabed que el ángel me
había dicho en sueños que si quería
adquirir la ciencia perfecta que deseaba,
subiese al mundo de la Luna, en donde
encontraría el Árbol de la Ciencia en el
Paraíso de Adán ya que, una vez que
hubiera probado su fruta, mi alma
comprendería todas las verdades que
puede comprender una criatura. Tal era
el viaje para el que había construido mi
carro. Por último entré en él y, una vez
que hube cerrado bien y me hube
recostado en el asiento, lancé muy alto
al cielo la bola del imán. De este modo
la máquina de hierro que había
construido a propósito, más pesada en
su mitad que en las extremidades, se
elevó también en perfecto equilibrio, ya
que la atracción se ejercía con mayor
fuerza en el centro. Así pues, me
acercaba a donde estaba el imán y una
vez llegado a él, lo volvía a lanzar.
—Pero —le interrumpí— ¿cómo
lanzabais la bola tan recta por encima de
vuestro carro sin que jamás éste se
ladease?
—No veo motivo de maravilla
alguno en este asunto —me dijo—
porque el imán, al ser lanzado al aire,
atraía el hierro y, en consecuencia, era
imposible que subiese jamás de lado. Os
confieso que, cuando tenía la pelota en
la mano, seguíamos ascendiendo puesto
que el carro corría siempre hacia el
imán que mantenía por encima de él.
Pero el ímpetu que mostraba el hierro
para tocar a la pelota era tan fuerte que
me obligaba a doblar el cuerpo en
cuatro pliegues, de forma que no me he
atrevido a intentar esta experiencia
nueva más que una vez. En verdad era un
espectáculo asombroso de ver, puesto
que el cuidado con el que había pulido
el acero de esta casa volante reflejaba
por todos los lados una luz del sol tan
viva y aguda que yo mismo creía viajar
en un carro de fuego. En fin, después de
haber hecho muchos lanzamientos y de
mucho volar tras la pelota, llegó un
momento en que me sucedió como a vos,
en que caía hacia este mundo. Y como en
ese momento tenía la bola bien sujeta en
mis manos, mi carro, cuyo asiento me
empujaba para acercarse a su principio
de atracción, no me dejaba en modo
alguno. Sólo debía temer la posibilidad
de romperme el cuello y, para
protegerme, tiraba la pelota de vez en
cuando para que mi máquina, al sentirse
frenada naturalmente, se tomara un
respiro y mitigase la fuerza de mi caída.
Finalmente, cuando me vi a doscientas o
trescientas toesas de tierra, lancé la bola
por todas partes a los lados del carro,
tanto de uno como de otro, hasta que
volvía a verla. Luego conseguí lanzarla
a lo alto y cuando la máquina la seguía,
me dejé caer a punto de estrellarme
contra el suelo, y cuando volví a
lanzarla sólo a un pie por encima de mi
cabeza, este ligero movimiento eliminó
de hecho toda la velocidad que había
adquirido al precipitarse de modo que
mi caída no fue más violenta que si la
hubiese hecho desde mi altura. No os
hablaré del asombro que me embargó al
ver las maravillas que hay aquí porque
es en verdad igual al que acabáis de
experimentar.
Sabed tan sólo que al día siguiente
encontré el Árbol de la Vida, gracias al
cual he dejado de envejecer. Ese árbol
consumió enseguida la serpiente a la que
redujo a humo.
Al escuchar estas palabras dije:
—Venerable y sagrado patriarca, me
sería muy agradable saber qué queréis
decir con esa serpiente que se consumió.
Él me respondió mientras una
sonrisa se dibujaba en su rostro:
—Olvidaba, hijo mío, revelaros un
secreto del que no se os habrá instruido.
Sabed pues que luego de que Eva y su
marido hubieron comido la manzana
prohibida, para castigar a la serpiente
que los había tentado, Dios la relegó en
un cuerpo de hombre. Desde entonces no
ha nacido criatura humana que en castigo
por el crimen de su primer padre no
alimente una serpiente en su vientre,
salida de aquella otra primera. Las
llamáis tripas y las creéis necesarias
para las funciones de la vida, pero
sabed que no son otra cosa que
serpientes plegadas sobre sí mismas en
muchas dobleces. Cuando sentís que
gritan vuestras entrañas es la serpiente
que silba y que, siguiendo esa natural
glotonería con la que antaño incitó al
hombre a comer demasiado, también
pide de comer. Puesto que Dios que,
para castigaros quería haceros mortales,
como los otros animales os hizo estar
obsesionados por esta insaciable a fin
de que, si le dais mucho de comer, os
ahogáis, o si, cuando esta criatura
hambrienta muerde vuestro estómago
con sus dientes invisibles, le negáis su
pitanza, grita, brama y vomita ese
veneno que vuestros doctores llaman
bilis y os abrasa de tal modo mediante
ponzoña que instila en vuestras arterias
que os consumiríais en un instante. En
fin, para demostraros que vuestras tripas
son serpientes que tenéis en el cuerpo,
recordad que se encontraron algunas en
las tumbas de Esculapio, de Escipión,
Alejandro, Carlos Martel y Eduardo de
Inglaterra que aún se alimentaban con
los cadáveres de sus ocupantes.
—En
efecto
—le
dije,
interrumpiéndole—, he observado que
como esta serpiente trata siempre de
escaparse del cuerpo del hombre, suele
verse su cabeza y cuello saliendo de
nuestro bajo vientre. Asimismo, Dios no
ha permitido que sólo fuera el hombre
quien padeciera este tormento, sino que
quiso que se irguiera contra la mujer
para lanzarle su veneno y que el
abultamiento durara nueve meses
después de haberla picado. Y para
mostraros que hablo según la palabra
del Señor, Éste dijo a la serpiente para
maldecirla que, aunque hiciera tropezar
a la mujer irguiéndose contra ella, ella
le haría bajar la cabeza.
Yo quería continuar con estos
cuentos pero Elías me lo impidió:
—Pensad —dijo— que este lugar es
santo. A continuación se calló por unos
momentos como si quisiera recordar el
lugar en el que estaba. Luego volvió a
tomar la palabra:
No he probado el fruto de la vida
más que de cien en cien años y su jugo
tiene cierta relación con el gusto del
vino. Yo creo que fue esta manzana que
Adán comió la causa de que nuestros
primeros padres viviesen tanto tiempo,
porque parte de su energía penetró en su
simiente hasta que se extinguió con las
aguas del diluvio. El Árbol de la
Ciencia se encuentra a la vista. Su fruto
está cubierto por una corteza que
produce ignorancia a quien lo haya
gustado, pero que debajo del espesor de
esta corteza conserva las virtudes
espirituales de este docto manjar. En
otra ocasión y tras haber expulsado a
Adán de esta tierra bienaventurada, Dios
le frotó las encías con esta corteza por
miedo de que volviera a encontrar el
camino. Desde entonces Adán estuvo
más de quince años disparatando y
olvidó de tal modo todas las cosas que
ni él ni sus descendientes hasta Moisés
volvieron a acordarse de la Creación.
Pero los restos de la virtud de esta
gruesa corteza acabaron de disiparse
ante el calor y el genio de este gran
profeta. Por fortuna cogí una de las
manzanas a las que la madurez había
despojado de la piel y apenas se había
impregnado mi saliva cuando la
filosofía universal me absorbió. Me
pareció que una cantidad infinita de
ojillos me tachonaban la cabeza y supe
el medio de hablar al Señor. Cuando
reflexioné con posterioridad acerca de
este arrebato milagroso, me he dicho
que con un simple cuerpo natural no
hubiera podido vencer los poderes
ocultos de la vigilancia del serafín al
que Dios ha encargado la guardia de
este paraíso. Pero como le gusta
servirse de causas secundarias, creo que
me inspiró este medio para entrar en él
como quiso servirse de la costilla de
Adán para hacerle una mujer, aunque
hubiera podido formarla de barro como
hizo con él.
Pasé mucho tiempo en este jardín
paseándome solo. Pero finalmente, como
fuera que el ángel guardián del lugar era
mi principal anfitrión, tuve el deseo de
saludarlo. En una hora de camino
completé el viaje porque al cabo de ese
tiempo llegué a un lugar en el que mil
relámpagos, fundidos en uno solo,
convertían el día en algo tan
deslumbrante que sólo servía para hacer
visible la oscuridad.
Apenas me hube repuesto de esta
aventura cuando divisé ante mí un
hermoso adolescente que me dijo: «Soy
el arcángel que buscas. Acabo de leer en
Dios que te ha inspirado los medios de
venir aquí y que quería que esperases
aquí su voluntad». Me contó muchas
cosas y me comunicó, entre otras, que
esta luz de la que yo parecía haberme
asustado no era nada extraordinario.
Que se encendía casi todas las tardes
cuando él hacía la ronda, porque para
evitar las sorpresas de los brujos, que
entran por doquier sin dejarse ver,
estaba obligado a dar mandobles con su
espada flamígera en torno al Paraíso
terrestre, y esa luz eran los relámpagos
que producía su acero.
Los que veis desde vuestro mundo
están producidos por mí. Si a veces los
observáis desde muy lejos, se debe a
que las nubes de una región apartada, al
estar dispuestas a recibir esta impresión,
reflejan hacia vosotros estas ligeras
imágenes de fuego así como un vapor
acumulado en otra parte resulta
adecuado para formar un arcoíris. No os
enseñaré más cosas puesto que la
manzana de la ciencia no está lejos de
aquí y tan pronto como hayáis comido de
ella seréis docto como yo. Pero sobre
todo guardaos de un error. La mayor
parte de los frutos que penden de ese
árbol están envueltos en una corteza que,
si la probáis, os hará descender por
debajo del hombre, mientras que la
pulpa os hará subir tan alto como los
ángeles.
Habiendo llegado Elías a este punto
en sus instrucciones que le había dado el
serafín se nos acercó un hombrecillo.
—He aquí este Enoch de quien os he
hablado —me dijo en voz baja mi guía.
Al acabar éste de hablar, Enoch nos
mostró un cesto lleno de no sé qué frutas
semejantes a las granadas que acababa
de descubrir aquel mismo día en un
boscaje retirado. Me metí varias en los
bolsillos por recomendación de Elías
cuando el otro preguntó quién era yo.
—Es una aventura que requiere un
relato sosegado —respondió mi guía—;
cuando nos retiremos esta noche, él
mismo nos contará los maravillosos
detalles de su viaje.
Mientras
terminábamos
esta
conversación llegamos a una especie de
ermita hecha de ramas de palmera
ingeniosamente entrelazadas con mirtos
y naranjos. Allí divisé en un pequeño
reducto unos montones de cierta filadiz
tan blanca y suelta que pudiera pasar por
el alma de la nieve. También vi algunas
ruecas diseminadas aquí y allá. Pregunté
a mi guía para qué servían.
—Para hilar —me respondió—.
Cuando el buen Enoch quiere descansar
de la meditación a veces hila esta
estopa, a veces trenza el hilo, a veces
teje la tela que sirve para hacer camisas
a las once mil vírgenes. Es lo mismo que
encontráis en vuestro mundo a veces,
eso blanco que revolotea en el aire en
otoño en la estación de la sementera y
que los campesinos llaman «copos de la
Virgen»[26], es la borra que Enoch quita
al lino cuando lo carda.
Apenas nos detuvimos a despedirnos
de Enoch, que empleaba la cabaña como
celda, y lo que nos obligó a dejarlo tan
pronto fue que acostumbraba a rezar
cada seis horas y ya hacía otras tantas
que había terminado la última oración.
De camino supliqué a Elías que
terminara la historia de las asunciones
que había comenzado y le dije que,
según recordaba, se había quedado en la
de san Juan Evangelista.
—Dado que carecéis de paciencia
para esperar a que la manzana del saber
os enseñe mejor que yo estas cosas —
me dijo—, lo haré yo. Sabed, pues, que
Dios…
En este momento no se cómo se
mezcló el diablo, pues no pude evitar
interrumpirlo para bromear:
—Ya me acuerdo —le dije—, Dios
se dio cuenta un día de que el alma de
este Evangelista estaba ya tan suelta que
sólo la retenía a fuerza de apretar los
dientes y, sin embargo, casi había
expirado ya la hora en que estaba
previsto que fuera ascendido aquí de
modo que, no habiendo tiempo de
prepararle una máquina, fue forzoso
traerlo a toda prisa sin tener ocasión de
hacerlo venir.
Durante mi parlamento, Elías me
miraba con unos ojos capaces de
matarme si yo me encontrara en estado
de morir de otra cosa que de hambre.
—¡Es
abominable!
—dijo
retrocediendo—. Tienes la impudicia de
burlarte de las cosas santas. No
quedarías impune de no ser porque el
omnisciente quiere dejarte como
ejemplo glorioso de su misericordia
ante las naciones. Va, impío, fuera de
aquí, va a predicar en este pequeño
mundo y en el otro, al que estás
predestinado a retornar, el odio
inextinguible que Dios profesa a los
ateos.
Apenas
había
acabado
esta
imprecación cuando me agarró y me
empujó rudamente hacia la puerta.
Cuando llegamos junto a un gran árbol
cuyas ramas cargadas de fruto se
combaban hacia tierra dijo:
—He aquí el Árbol de la Ciencia
del que hubieras extraído luces
inextinguibles de no ser por tu
incredulidad.
No había acabado de hablar cuando,
simulando languidecer de debilidad me
dejé caer contra una rama de la que
sustraje una manzana hábilmente.
Todavía me quedaba un trecho antes de
salir de este parque delicioso, sin
embargo, el hambre me azuzaba con
tanta violencia que me hizo olvidar que
me encontraba en manos de un profeta
iracundo. Saqué una de las manzanas de
las que me había provisto y la mordí
pero, en lugar de coger una de las que
me había regalado Enoch, mi mano
cogió la manzana que había sustraído en
el Árbol de la Ciencia a la que, por
desgracia, no había quitado la corteza.
No bien la había probado cuando en
mi alma se hizo la más densa noche.
Dejé de ver la manzana, dejé de ver a
Elías cerca de mí, mis ojos no
reconocieron en todo el hemisferio una
sola traza del Paraíso terrenal y, sin
embargo, no dejaba de recordar todo lo
que me había sucedido.
Cada vez que he reflexionado
después sobre este milagro me he
imaginado que esta corteza no me había
embrutecido por completo, dado que la
había atravesado con los dientes a los
que llegó algo del jugo que había debajo
y cuya energía había disipado la
malignidad de la piel.
Quedé sorprendido de verme solo en
medio de un país del que no conocía
nada. Ya podía pasear la mirada y
escudriñar el campo que no aparecía
criatura alguna para consolarme. Por
último, decidí caminar hasta que la
fortuna me deparara la compañía de
alguna bestia o de la muerte.
Así lo hice porque al cabo de medio
cuarto de legua encontré dos animales
enormes de los que uno se detuvo ante
mí y el otro huyó prestamente a su
madriguera. Cuando menos así lo creí,
puesto que al cabo de un tiempo lo vi
volver acompañado de más de
setecientos u ochocientos individuos de
la misma especie que me rodearon.
Cuando pude verlos más de cerca, vi
que tenían la estatura, el cuerpo y el
semblante como nosotros. Esta aventura
me trajo a la memoria lo que había oído
contar antaño a mi ama de cría acerca de
las sirenas, los faunos y los sátiros. De
vez en cuando estas criaturas lanzaban
gritos tan furiosos, sin duda causados
por el asombro que les producía mi
visión, que pensaba que me había
convertido en un monstruo.
Uno de estos hombres animales,
cogiéndome por el pescuezo, igual que
hacen los lobos cuando roban una oveja,
me echó sobre su espalda y me llevó a
su ciudad. Al comprender que se trataba
de hombres, mi admiración fue grande,
pues no encontré ni uno, que no
caminara a cuatro patas.
Cuando este pueblo me vio pasar, al
observarme tan pequeño (ya que la
mayor parte de entre ellos tienen doce
codos de estatura[27]), sosteniéndome
sólo sobre dos pies, no podían creer que
fuera un hombre, ya que estaban
convencidos de que, entre otras cosas, si
la naturaleza había dotado a los
hombres, al igual que a los animales, de
dos piernas y dos brazos, debían
servirse de ellos como los animales.
Efectivamente,
reflexionando
posteriormente sobre este asunto he
pensado que esta posición del cuerpo no
es muy extravagante, puesto que basta
recordar que cuando nuestros niños aún
no han sido instruidos más que por la
naturaleza, caminan a cuatro pies y no se
yerguen sobre dos más que gracias a los
cuidados de sus amas de cría, que los
adiestran en los cochecitos infantiles y
los proveen de unas correas para
impedir que se caigan y vuelvan a la
posición de cuatro patas, que es la
posición que nuestro cuerpo tiende a
adoptar.
Por lo que posteriormente se me dio
a entender, decían que tenía que ser
necesariamente la hembra de la mascota
de la reina. Así que, bien fuera por esta
razón o por alguna otra, me condujeron
directamente al Ayuntamiento, en donde
por los murmullos y gestos de la gente y
de los magistrados podía verse que
deliberaban sobre quién fuera yo.
Cuando hubieron conferenciado bastante
tiempo, un ciudadano que se ocupaba de
animales extraños suplicó a los
magistrados municipales que me
entregaran a él en tanto la reina no
enviara a buscarme para convivir con mi
macho. Nadie puso dificultad alguna. El
titiritero me llevó a su domicilio y allí
me enseñó a hacer de bufón, a darme
costaladas, a hacer muecas y por la
noche, después de cenar cobraba entrada
por exhibirme.
Finalmente, ablandado el Cielo por
mis dolores y enojado de ver cómo se
profanaba el templo del Señor, quiso
que un día en que estaba yo atado al
cabo de una cuerda con la que el
charlatán me hacía saltar para divertir a
los mirones, uno de los que me
contemplaban, tras haberme considerado
muy atentamente, me preguntó en griego
quién era. Me asombré mucho al
escuchar que allí se hablaba como en
nuestro mundo. Me interrogó un tiempo,
le respondí y le conté en seguida aunque
por encima toda mi aventura y el
resultado de mi viaje. Me consoló y
recuerdo que me dijo:
—¡Ah!, hijo mío, sufrís las
consecuencias de las debilidades de
vuestro mundo. Aquí como allí domina
el vulgo, que no puede soportar la idea
de que haya cosas a las que no está
acostumbrado; pero sabed que se os
trata como lo haríais vosotros y que si
algún habitante de esta tierra hubiera
subido a la vuestra con la osadía de
llamarse hombre, vuestros doctores lo
harían estrangular como un monstruo o
un mono poseído por el diablo.
Me prometió de seguido que
avisaría a la Corte de mi desgracia y
añadió que en cuanto me hubo divisado,
el corazón le había dicho que yo era un
hombre, porque él había viajado en otro
tiempo al mundo del que yo venía, que
mi país era la Luna, que yo era galo y
que él había habitado antaño en Grecia,
que se le conocía como el demonio de
Sócrates[28], que después de la muerte
de este filósofo había gobernado e
instruido en Tebas a Epaminondas[29].
Igualmente dijo que, habiéndose
trasladado a Roma, el sentido de la
justicia le hizo tomar el partido de Catón
el Joven[30] y que, tras el fallecimiento
de éste, se había pasado a Bruto[31]; que
no habiendo estos personajes dejado
tras de sí otra cosa que la imagen de su
virtud, se había retirado con sus
compañeros a los templos y los
desiertos.
—Por último —añadió—, el pueblo
de vuestra tierra se volvió tan estúpido y
grosero que mis compañeros y yo
perdimos todo el placer que hasta
entonces
habíamos
obtenido
de
instruirlo. Y no es que no hayáis oído
hablar de nosotros; nos llamaban
oráculos, ninfas, genios, hadas, dioses
lares, lemures[32], duendes, lamias[33],
trasgos, náyades, íncubos, sombras,
manes,
espectros,
fantasmas.
Abandonamos vuestro mundo durante el
reinado de Augusto, al poco tiempo de
aparecerme a Druso, hijo de Livia[34],
que hacía la guerra en Alemania,
prohibiéndole que fuera más allá. No
hace mucho que he vuelto allí por
segunda vez. Hace cien años que tengo
el encargo de viajar a la Tierra: he
viajado mucho por Europa y he
conversado con personas que quizá
hayáis conocido. Un buen día me
aparecí a Cardano[35] cuando estaba
estudiando y le enseñé gran cantidad de
cosas, y en recompensa me prometió que
él daría testimonio a la posteridad de
quién había aprendido los milagros que
esperaba escribir. También vi a
Agrippa[36], al abate Triteme[37], al
doctor Fausto[38], a La Brosse[39], a
César[40]y a una cábala de jóvenes a
quienes el vulgo conoce con el nombre
de Caballeros Rosacruces[41], a quienes
he enseñado gran cantidad de artimañas
y secretos naturales que sin duda harán
que el pueblo los tenga por grandes
magos.
Conocí
asimismo
a
Campanella[42]. Fui yo quien, cuando
estaba en la Inquisición en Roma, le
aconsejó que imitara con su rostro y
cuerpo las muecas y las posturas
ordinarias de aquellos cuyo fuero
interno tenía interés en conocer a fin de
suscitar en sí de una sola vez los
pensamientos que la misma situación
había provocado en sus adversarios, de
forma que así trataría mejor sus almas
cuando los conociera. A mis instancias
comenzó un libro que titulamos De
sensu rerum[43]. En Francia también he
frecuentado a La Mothe Le Vayer[44] y a
Gassendi. El segundo es un hombre que
escribe tanto de filosofía como el
primero la practica. También he
conocido a gran cantidad de gentes que
vuestro siglo considera divinas, pero no
he encontrado en ellas más que mucha
cháchara y mucho orgullo.
Finalmente, cuando cruzaba vuestro
país camino de Inglaterra para estudiar
las costumbres de sus habitantes, conocí
a un hombre que es la vergüenza de su
país, puesto que, en efecto, es una
vergüenza para los grandes de vuestro
país reconocer la virtud que reina en él
sin adorarla. A fin de abreviar su
panegírico, diré que es todo espíritu y
todo corazón y que si conceder a alguien
estas dos cualidades de las que sólo una
bastaba en el pasado para hacer un
héroe, no fuera decir Tristan L’Hermite
[45], evitaría nombrarlo porque estoy
seguro de que no me perdonará esta
equivocación. Pero, dado que no espero
regresar jamás a vuestro mundo, deseo
rendir a la verdad este testimonio de mi
conciencia. En verdad es preciso que os
confiese que cuando vi una tan excelsa
virtud y supe que no estaba reconocida,
intenté hacerle aceptar tres redomas: la
primera estaba llena de aceite de talco,
la otra de una pólvora de proyección y
la tercera de oro potable[46], es decir, de
esa sal vegetativa mediante la que
vuestros alquimistas prometen la
eternidad. Pero las rechazó con un
desdén más generoso que el de Diógenes
con los cumplidos de Alejandro cuando
fue a visitarlo a su tonel. Por último, no
puedo añadir nada al elogio de este gran
hombre si no es decir que es el único
poeta, el único filósofo y el único
hombre libre con el que contáis. Estas
son las personalidades con las que he
conversado. Todas las otras, al menos
las que yo he conocido, están tan por
debajo que he visto a algunos animales
por encima de ellas.
Por lo demás, no soy originario de
vuestro tierra y tampoco de ésta. He
nacido en el Sol. Pero como algunas
veces nuestro mundo tiene exceso de
población debido a la larga duración de
las vidas de sus habitantes y a que está
casi exento de guerras y enfermedades,
de vez en cuando nuestros magistrados
envían colonias al mundo exterior. En
cuanto a mí, se me ordenó ir al de la
Tierra y se me declaró jefe de los
colonos que allí se enviaban. Después
vine a éste por las razones que os he
comentado y lo que hace que me haya
quedado aquí sin moverme es que los
hombres son amantes de la verdad, que
no hay pedantes, que los filósofos sólo
se dejan convencer por la razón[47] y que
ni la autoridad de un gran sabio ni la
opinión de la mayoría se imponen sobre
la opinión de un aventador de cereales,
si el aventador de cereales razona
consistentemente. En resumen, en este
país sólo se considera insensatos a los
sofistas y a los oradores.
Le pregunté cuánto tiempo vivían y
me contestó que «tres o cuatro mil
años», y continuó de esta guisa:
—Para hacerme visible como lo soy
ahora, cuando siento que el cadáver al
que animo está casi agotado o que los
órganos no ejercen su función
perfectamente, me introduzco en un
cuerpo joven recientemente muerto.
Aunque los habitantes del Sol no
alcancen a ser tan numerosos como los
de este mundo, el Sol suele expulsarlos
con frecuencia debido a que el pueblo,
al ser de un temperamento muy cálido,
es inquieto, ambicioso y come mucho.
Que esto que os cuento no os
parezca algo asombroso porque, aunque
nuestro globo sea muy grande y el
vuestro pequeño, aunque nosotros no
muramos más que pasados cuatro mil
años y vosotros después de medio siglo,
sabed no obstante que no hay tantos
guijarros como tierra, ni tantos insectos
como plantas, ni tantos animales como
insectos, ni tantos hombres como
animales y, por tanto, no debe de haber
tantos demonios como hombres debido a
las dificultades que se encuentran a la
hora de generar un compuesto tan
perfecto.
Le pregunté si tenían cuerpos como
los nuestros. Me respondió que sí, que
tenían cuerpos pero no como nosotros ni
como nada que pudiéramos considerar
tal, ya que nosotros sólo llamamos
cuerpo de ordinario a lo que puede
tocarse. Por lo demás, no hay nada en la
naturaleza que no sea material[48] y que,
aunque ellos fueran siempre ellos
mismos, cuando querían hacerse ver por
nosotros, estaban obligados a tomar
cuerpos proporcionados a lo que
nuestros sentidos pueden conocer.
Le aseguré que lo que había hecho
pensar a mucha gente que las historias
que se contaban de ellos no eran otra
cosa que efecto de las ensoñaciones de
las fábulas venía del hecho de que no
aparecieran más que de noche. Me
replicó que, como estaban obligados a
construir ellos mismos deprisa los
cuerpos de que debían servirse, con
frecuencia no tenían tiempo de
limpiarlos más que para un solo sentido,
a veces el oído, como las voces de los
oráculos, a veces la vista, como los
fuegos fatuos o los espectros, a veces el
tacto, como los íncubos y las pesadillas,
y que por medio del calor la luz destruye
esta masa que no es otra cosa que aire
condensado de un modo u otro así como
vemos que disipa la niebla dilatándola.
Eran tan bellas las cosas que me
explicaba que me entró la curiosidad de
preguntarle por su nacimiento y su
muerte, si en el país del Sol el individuo
venía al mundo por medio de la
generación y si moría por el desorden de
su temperamento o la ruptura de sus
órganos.
—Hay poquísima relación —dijo—
entre vuestros sentidos y la explicación
de estos misterios: os imagináis que lo
que no llegáis a comprender es
espiritual o no es en absoluto; la
conclusión es falsa, pero es la prueba de
que en el universo puede haber quizá un
millón de cosas que requerirían que
tuviéramos un millón de órganos
diferentes para comprenderlas. Yo, por
ejemplo, comprendo por mis sentidos la
causa de la atracción del imán por el
polo, la de las mareas marítimas y lo
que sucede con los animales después de
la muerte. Vosotros no alcanzaríais estos
altos conceptos debido a que os faltan
las proporciones de estos milagros al
igual que un ciego de nacimiento no
podrá imaginar qué sea la belleza de un
paisaje, el colorido de un cuadro, los
matices del arcoíris o bien se los
imaginará ya como algo tangible, ya
como un majar, ya como un sonido o
como un olor. Asimismo, si pretendo
explicaros lo que percibo por unos
sentidos que os faltan, os lo
representaréis como algo que se pueda
oír, ver, tocar, oler o saborear y, sin
embargo, no es nada de eso.
Había llegado a esta parte de su
discurso cuando mi titiritero se dio
cuenta de que el público comenzaba a
aburrirse con nuestra jerigonza que no
entendía y que tomaba por unos gruñidos
inarticulados. Así pues, se puso a tirar
de la cuerda con más intensidad para
hacerme
saltar
hasta
que
los
espectadores, borrachos de tanto reír, se
retiraron a sus casas asegurando que yo
tenía tanto espíritu como las bestias de
su pueblo.
De este modo, las visitas que me
hacía
este
demonio
oficioso
dulcificaban algo la aspereza de los
malos tratos de mi amo. Puesto que no
había lugar a conversar con otros
porque, aparte de que me tomaban por
un animal de los más característicos de
la categoría de los brutos, no sabía su
lengua ni ellos entendían la mía. Juzgad
cuál podría ser el resultado.
Habéis de saber que en este país se
usan dos lenguas: una sirve para los
grandes del lugar y la otra es
característica del pueblo.
La de los grandes no es otra cosa
que una escala de tonos no articulados y
más o menos semejante a nuestra música
cuando no se han ajustado las palabras.
Ciertamente se trata de una invención
muy agradable a la par que útil porque,
cuando están cansados de hablar o no
quieren prostituir su garganta en este
menester, toman a veces un laúd, a veces
otro instrumento de los que se sirven tan
bien como de la voz a para comunicarse
sus pensamientos de forma que a veces
se reúnen hasta quince o veinte que
tratan un asunto de Teología o las
dificultades de un proceso mediante un
concierto de los más armoniosos que
puedan acariciar el oído.
La segunda lengua que emplea el
pueblo se ejecuta mediante los
movimientos de los miembros, pero no
como cabe figurarse, ya que ciertas
partes del cuerpo equivalen a un
discurso completo: el movimiento de un
dedo, por ejemplo, o de una mano, de
una oreja, de un labio, de un brazo, de
una mejilla significan cada uno de ellos
una oración o un periodo con todos sus
elementos. Otros no sirven más que para
designar palabras, como una arruga en la
frente, los diversos estremecimientos de
los músculos, los giros de las manos, los
golpes con los pies en el suelo, las
contorsiones de los brazos, de forma que
cuando hablan al tiempo que andan
desnudos como tienen por costumbre,
sus
miembros
acostumbrados
a
gesticular sus conceptos se remueven de
tal modo que no parecen hombres que
hablen sino cuerpos que tiemblan.
El demonio venía a visitarme casi
todos los días y sus maravillosas
conversaciones me hacían pasar sin
fatiga las durezas de mi cautiverio.
Finalmente, una mañana vi que entraba
en mi cuarto un hombre al que no
conocía, quien tras contemplarme largo
rato en silencio, me agarró por la axila
con suavidad y con una de las patas con
la que me sostenía para que no me
lastimara, me echó sobre su espalda en
donde me encontré sentado con tanta
comodidad y a mi gusto que, a pesar de
la aflicción que me producía verme
tratado como un animal, no sentí deseo
alguno de escaparme. Eso sin contar con
que los hombres de este mundo que van
a cuatro pies caminan a una velocidad
muy distinta de la nuestra, puesto que los
más pesados alcanzan a los ciervos a la
carrera.
Me afligía enormemente el hecho de
no tener noticias de mi educado demonio
y a la noche de la primera etapa, una vez
llegados a la posada, me paseaba por la
cocina del albergue en espera de que se
sirviera la cena cuando he aquí que mi
portador, cuyo semblante era joven y
bastante hermoso viene a reírme en la
nariz y a echarme sus dos patas
delanteras al cuello. Y al ver cómo lo
contemplaba atentamente me dijo en
francés:
—¿Qué, ya no reconocéis a vuestro
amigo?
Podéis imaginaros cuáles fueron mis
sentimientos. Ciertamente mi sorpresa
fue tan grande que di en imaginarme que
todo el globo de la Luna, todo lo que me
había sucedido y todo cuanto veía no era
sino encantamiento, mientras este
hombre-bestia que me había servido de
montura siguió hablándome de este
modo:
—Me
prometisteis
que
no
olvidaríais jamás los buenos oficios que
os prestara.
Yo le dije que no le había visto
nunca antes.
—Soy el demonio de Sócrates que
os ha entretenido durante el tiempo de
vuestra prisión. Salí ayer, según os lo
había prometido, para advertir al rey de
vuestro infortunio y he hecho trescientas
leguas en dieciocho horas[49], puesto que
he llegado aquí a mediodía para
esperaros pero…
—Pero —le interrumpí—, ¿cómo
puede ser todo esto si ayer erais de una
gran corpulencia y hoy sois muy
menudo? ¿Si ayer teníais una voz débil y
cascada y hoy la tenéis clara y vigorosa?
¿Si ayer, en fin, erais un anciano canoso
y hoy no sois más que un joven? ¿Qué
sucede? ¿Así como en mi país se va del
nacimiento a la muerte los animales de
éste van de la muerte al nacimiento y
rejuvenecen a fuerza de envejecer?
—Tan pronto como hube hablado al
príncipe —me dijo—, tras recibir la
orden de conduciros hasta él, sentí que
el cuerpo que informaba estaba tan débil
por el cansancio que todos los órganos
se negaban a realizar sus funciones.
Pregunté por el camino del hospital y, en
cuanto entré en él, en la primera sala
encontré un joven que acababa de
exhalar el espíritu. Me aproximé al
cuerpo fingiendo haber observado un
movimiento, aseguré a todos los
asistentes que no estaba muerto, que su
enfermedad ni siquiera era peligrosa y,
con habilidad, sin que nadie lo
percibiera, me introduje en él por medio
de un suspiro. Mi cadáver viejo cayó de
inmediato de espaldas y yo, convertido
en este joven, me levanté. Todos
clamaron milagro y yo, sin hablar con
nadie, fui corriendo a casa de vuestro
titiritero en la que os recogí.
Me hubiera contado más cosas si no
hubieran venido a buscarnos para que
fuéramos a almorzar. Mi guía me
condujo a una sala magníficamente
amueblada, pero no vi nada preparado
para comer. Tan gran ausencia de
manjares cuando yo perecía de hambre
me obligó a preguntarle que en dónde
estaba lo que se había cocinado. No
pude escuchar lo que me respondía
porque tres o cuatro jóvenes, hijos del
anfitrión, se me acercaron en aquel
momento y, con mucha educación, me
despojaron hasta de la camisa. Esta
nueva ceremonia me asombró tanto que
no osé preguntar por la causa a mis
hermosos fámulos. Y no se cómo
respondí con dos palabras a la pregunta
de mi guía, que quería saber por dónde
empezaría:
—Una sopa.
De inmediato me llegó el aroma del
más suculento guiso que haya sentido el
olfato del malvado rico. Quise
incorporarme para ir al encuentro de la
fuente de tan agradable olor, pero mi
guía me lo impidió:
—¿A dónde queréis ir? —me dijo
—. Enseguida saldremos de paseo, pero
ahora es el momento de comer. Terminad
vuestra sopa y pediremos algo más.
—¡Eh! ¿En dónde diantres está esa
sopa? —le grité colérico—. ¿Habéis
apostado que hoy os reiréis de mí?
—Pensaba —me replicó— que
habríais visto a vuestro amo o a algún
otro almorzar en la ciudad de la que
venís. Por este motivo no os puse en
antecedentes de la forma de alimentarse
en este país. Dado que aún lo ignoráis,
sabed que aquí sólo se vive de aromas.
El arte de la cocina consiste en encerrar
en grandes recipientes concebidos a este
propósito los vapores que exhalan las
viandas y, habiéndolos recogido de
distintos tipos y diferentes gustos, según
el apetito de aquellos a quienes se
agasaja, se destapa el recipiente en el
que este aroma se acumula, después se
abre otro, enseguida otro y así hasta que
la concurrencia queda ahíta. A menos
que hayáis vivido de esta forma, jamás
creeréis que la nariz sin dientes y sin
gaznate cumpla la función de la boca
para alimentar al hombre. Pero os lo
haré ver por experiencia.
Apenas lo había prometido cuando
sentí que penetraban en la sala tantos
agradables vapores y tan nutricios que
en menos de una media hora me di por
enteramente satisfecho. Cuando nos
hubimos levantado me dijo:
—Esto no es algo que deba causaros
gran admiración, ya que no podéis haber
vivido tanto sin observar que en vuestro
mundo lo cocineros y los pasteleros, que
comen menos que las gentes de otra
ocupación, están bastante más gruesos.
¿De dónde procede su obesidad si no es
del aroma de las viandas de las que
están siempre rodeados que penetra en
sus cuerpos y los alimenta? Igualmente,
las personas de este mundo gozan de una
salud mucho menos insegura y más
vigorosa debido a que la alimentación
apenas produce excrementos, que suelen
estar en el origen de casi todas las
enfermedades. Seguramente os haya
sorprendido el hecho de que antes de la
comida os hayan desvestido, dado que
esta costumbre, no existe en vuestro
país, pero es la costumbre en éste, en
donde sirve para que la piel del animal
pueda absorber más cantidad de aroma.
—Señor —le respondí—, lo que
decís tiene mucho sentido y yo mismo he
podido convencerme de ello. Pero debo
confesaros
que,
no
pudiendo
desembrutecerme tan rápidamente, me
resultaría muy agradable sentir un trozo
tangible entre los dientes.
Así me lo prometió pero en todo
caso no antes del día siguiente, pues me
dijo que ingerir
alimento tan
inmediatamente después de la comida
me produciría una indigestión. Seguimos
hablando un rato y luego subimos a
nuestros aposentos a dormir.
En el rellano de la escalera se nos
presentó un hombre que, habiéndonos
observado atentamente, me llevó a un
cuarto cuyo suelo estaba cubierto de
flores de azahar hasta una altura de tres
pies y a mi demonio a otro cubierto de
claveles y jazmín. Viendo que yo
parecía
asombrado
de
tanta
magnificencia, me dijo que era la
costumbre en cuanto a las camas del
país. Finalmente, nos acostamos cada
uno en nuestra celda y, apenas me tumbé
sobre mis flores, pude ver al resplandor
de una treintena de luciérnagas (puesto
que aquí no se utiliza otra candela) a los
tres o cuatro mozos que me habían
desvestido antes de la cena, uno de los
cuales se puso a cosquillearme los pies,
el otro las caderas, el otro los costados
y el último los brazos con tanto mimo y
delicadeza que en un instante sentí que
me adormecía.
A la mañana siguiente vi que mi
demonio
entraba
con el
Sol,
diciéndome:
—Cumpliré mi palabra. Hoy
desayunaréis más copiosamente de lo
que cenasteis ayer.
A estas palabras me levanté y él me
condujo de la mano detrás del jardín del
aposento en donde uno de los hijos del
anfitrión nos esperaba empuñando un
arma, parecida a nuestros fusiles.
Preguntó a mi guía si yo querría media
docena de alondras porque los monos
(me tomaba por uno de ellos) se
alimentan de estos pájaros. Apenas
respondí que sí cuando el cazador
descargó su fusil al aire y veinte o
treinta alondras asadas cayeron a
nuestros pies. He aquí, me imaginaba yo,
por qué en nuestro mundo se dice como
proverbio de un país que en él las
alondras caen asadas del cielo[50]. Sin
duda alguna quien lo dijo anduvo por
aquí y volvió.
—Comed sin cuidado —me dijo mi
demonio—. Los cazadores tienen la
habilidad
de
mezclar
con
la
composición que mata, despluma y asa
la caza los ingredientes necesarios para
sazonarla.
Recogí algunas alondras que me
comí fiado en lo que decía y en verdad
que nunca en mi vida he probado algo
tan delicioso.
Después
del
desayuno
nos
preparamos para salir y con todas las
cortesías de que se sirven allí cuando
quieren mostrar afecto, el anfitrión
recibió un papel de mi demonio. Le
pregunté si era un pagaré por el importe
de la cuenta y me respondió que no, que
no le debíamos nada y que el papel eran
versos.
—¿Cómo versos? —le contesté—.
Los taberneros ¿se interesan por las
rimas?
—Es —me dijo— la moneda del
país y el gasto que acabamos de hacer
asciende a una sextilla que acabo de
darle. No temo quedarme corto porque,
aunque estuviéramos aquí de francachela
ocho días, no haríamos gasto por valor
de un soneto y llevo cuatro en el
bolsillo, con nueve epigramas, dos odas
y una égloga.
«¡Ah, verdaderamente!», me dije a
mí mismo, «he aquí la moneda de la que
Sorel hace que se sirva Hortensius en
Francion, ya me acuerdo[51]. Sin duda
que lo ha sacado de aquí. Pero ¿de quién
diablos pueda haberla tomado? Debe de
haber sido de su madre de la que tengo
oído que era una lunática.»
Pregunté a mi demonio después si
estos versos monetizados seguían en
circulación siempre que se los
transcribiera. Me respondió que no y
continuó de esta forma:
—Cuando ha compuesto algunos
versos, el autor los lleva a la corte de
las monedas, en donde residen los
poetas oficiales del reino. Los
verificadores oficiales ponen a prueba
las piezas y, si son de buena aleación, se
las tasa no según su peso, sino según su
agudeza[52], de forma que cuando alguien
muere de hambre es que es un asno, en
tanto que las personas de espíritu comen
siempre en abundancia.
Admiré extasiado la sensata política
del país y prosiguió como sigue:
—También hay otros que enfocan el
negocio de forma distinta. Cuando salís
de su hospedaje os piden un recibo para
el Otro Mundo por la proporción de los
gastos que habéis hecho y, cuando se lo
entregáis, escriben en un gran libro de
registro que llaman las cuentas de Dios
poco más o menos algo así: «Item el
valor de tantos versos entregados tal día
a Fulano de tal que Dios debe
reembolsarme en cuanto recibo del
primer fondo que le llegue». Cuando se
sienten enfermos y en peligro de muerte
hacen trocear estos registros y se los
tragan porque creen que si no los
digieren, Dios no podrá leerlos.
Esta conversación no impedía que
siguiéramos caminando, mi portador a
cuatro patas conmigo encima y yo a
horcajadas sobre él. No me entretendré
más en las aventuras que nos aguardaban
en el camino hasta que por fin llegamos
al lugar en el que el rey tiene fijada su
residencia. Se me condujo directamente
al palacio. Los grandes me recibieron
con signos de admiración más
moderados que los del pueblo cuando
me pasearon por las calles. No obstante,
su conclusión fue parecida, a saber, que
yo era sin duda la hembra del animalito
de la reina. Mi guía me lo traducía así y,
sin embargo, él mismo no entendía este
enigma y no sabía cuál fuera el animalito
de la reina. No obstante, se nos ilustró
de inmediato, ya que poco después el
rey ordenó que lo trajeran. A la media
hora vi entrar un hombrecillo hecho casi
como yo, porque caminaba sobre dos
pies, en medio de una tropa de monos
que llevaban gorgueras y calzas. Apenas
me vio, se dirigió a mí con un «Criado
de Vuestra Merced». Le devolví la
ceremonia más o menos en los mismos
términos. Pero, por desgracia, en cuanto
nos vieron hablar creyeron todos que su
prejuicio era cierto, lo cual no prometía
nada bueno, puesto que aquel de los
asistentes que mejor opinión tenía sobre
nosotros
sostenía
que
nuestra
conversación era un gruñido que la
alegría de vernos juntos nos hacía
proferir por un instinto natural. El
hombrecillo me contó que era europeo,
natural de Castilla la Vieja, que había
encontrado el medio de valerse de unos
pájaros para llegar al mundo de la Luna
en el que nos encontrábamos, que
habiendo caído en manos de la reina,
ésta lo había tomado por un mono
debido a que, por azar, en este país
visten a los monos a la española, y que
al verlo ataviado de este modo, a su
llegada no había tenido duda de que se
trataba de un miembro de la especie[53].
—Es preciso decir —contesté— que
después de haber intentado todo tipo de
indumentarias no habrán encontrado
nada más ridículo y que por esto era por
lo que los ataviaban de esta guisa, pues
no conservaban estos animales más que
por placer.
—Eso es desconocer —dijo— la
dignidad de nuestra nación a favor de la
cual el universo no produce hombres
sino para proporcionarnos esclavos y
por quien la naturaleza sólo sabe
engendrar motivos de gozo.
A continuación me rogó que le
explicara cómo me había atrevido a
subir a la Luna con la máquina que le
había dicho. Le contesté que porque él
se había llevado los pájaros con los que
esperaba subir. Sonrió con la broma y
cerca de un cuarto de hora después el
rey ordenó a los cuidadores de monos
que nos llevaran con orden expresa de
que nos acostáramos juntos, el español y
yo, para hacer que la especie se
multiplicara en su reino. La voluntad del
príncipe se ejecutó al pie de la letra, lo
que me resultó muy agradable por el
placer que obtenía del hecho de tener a
alguien con quien conversar durante la
soledad de mi embrutecimiento. Un día
mi macho (ya que se suponía que yo era
la hembra) me contó que lo que
verdaderamente le había obligado a
recorrer toda la Tierra y abandonarla
finalmente por la Luna fue que no había
podido encontrar un solo país en el que
la imaginación fuera libre.
—Ved —me dijo—, a menos que
llevéis birrete, muceta o sotana, aunque
digáis cosas muy bellas, si van contra
los principios de los doctores de toga,
sois un idiota, un loco o un ateo. En mi
país han querido entregarme a la
Inquisición porque he sostenido ante las
mismas barbas de unos pedantes
horrorizados que existe el vacío[54] en la
naturaleza y que no conozco materia en
el mundo que sea más pesada que otra.
Le pregunté en qué pruebas apoyaba
una opinión tan poco frecuente.
—Para entenderlo —me dijo— es
preciso suponer que no hay más que un
elemento, puesto que aunque veamos por
separado el agua, la tierra, el aire y el
fuego, nunca se los encuentra tan
perfectamente puros que no estén
mezclados unos con otros. Por ejemplo,
cuando observáis el fuego, no es fuego,
no es más que aire muy extendido y el
aire no es más que agua muy dilatada, el
agua no es más que tierra que se funde y
la misma tierra no es otra cosa que agua
muy comprimida y así, al estudiar en
mayor
profundidad
la
materia,
encontraréis que no es más que una que,
como una excelente comediante,
interpreta todo tipo de personajes bajo
todo tipo de indumentarias. De otro
modo sería necesario admitir la
existencia de tantos elementos como
cuerpos. Si me preguntáis por qué
quema el fuego y refresca el agua siendo
así que se trata de la misma materia, os
respondo que esta materia actúa por
simpatía, según la disposición en que se
encuentra en el momento en que actúa.
El fuego que no es más que la tierra aun
más extendida de lo que es para
constituir el aire intenta cambiar en ella
por simpatía lo que en ella encuentra.
Así el calor del carbón, que es el fuego
más sutil y más apropiado para penetrar
un cuerpo, se desliza entre los poros de
nuestra masa, nos hace dilatarnos al
comienzo al tratarse de una nueva
materia que nos llena, nos hace exhalar
sudor. Este sudor extendido por el fuego
se convierte en humo y se hace aire. Este
aire aún más fundido por el calor de la
antiperístasis o de los astros que la
rodean se llama fuego y la tierra
abandonada por el frío y la humedad que
ligan todas nuestras partes, cae a tierra.
Por otra parte, el agua, aunque no difiere
de la materia del fuego sino en que está
más cerrada, no nos quema debido a
que, estando cerrada, requiere por
simpatía encerrar el cuerpo que
encuentra y el frío que sentimos no es
otra cosa que el efecto de nuestra carne
que se repliega sobre ella misma por la
vecindad de la tierra o del agua que la
obliga a parecérsela. De aquí viene que
los hidrópicos, henchidos de agua,
cambien en agua todos los alimentos que
toman. De aquí viene también que los
biliosos cambien en bilis toda la sangre
que se forma en su hígado. Supuesto,
pues, que no haya más que un único
elemento, es cierto que todos los
cuerpos, cada uno según sus cantidades,
inclinan por igual hacia el centro de la
Tierra.
Pero me preguntáis por qué pues el
oro, el hierro, los metales, la tierra, la
madera descienden más deprisa hacia el
centro que una esponja de no ser porque
ésta está llena de aire que tiende hacia
lo alto naturalmente. Esta no es la razón
y he aquí mi forma de argumentarlo:
aunque una roca caiga a mayor
velocidad que una pluma, la una y la
otra tienen la misma inclinación a este
viaje. Pero una bala de cañón, por
ejemplo, que encontrara la tierra
horadada de un extremo a otro se
precipitaría con mayor rapidez hacia el
centro que una vejiga llena de viento. Y
la razón es que esta masa de metal es
mucha tierra apelmazada en un pequeño
trozo y que ese viento es muy poca tierra
extendida en mucho espacio. Puesto que
todas las partes de la materia que se
encuentran en ese hierro, al estar
interpenetradas, aumentan su fuerza por
la unión y debido a que están
estrechadas, vienen a encontrar que se
trata de un mucho que combate contra
poco, visto que una parte de aire, aunque
iguala el grosor de una bala, no es igual
en cantidad y de este modo, admitiendo
el hecho de que hay gentes más
numerosas y experimentadas que ella, se
deja penetrar para que quede el camino
libre.
Sin
probar
esto
por
un
encadenamiento de razones, ¿cómo, a fe
vuestra, nos hieren una pica, una espada,
un puñal si no es a causa de que siendo
el acero una materia cuyas partes son
más próximas e interpenetradas unas en
otras que vuestra carne, cuyos poros y
cuya suavidad muestran que contiene
muy poca tierra extendida en una amplia
superficie y que la punta del acero que
nos pincha, al ser una cantidad casi
innumerable de materia contra muy poca
carne, la obliga a ceder al más fuerte,
igual que un escuadrón bien dirigido
penetra un frente entero de la batalla que
está muy extendida? ¿Por qué un aro de
acero al rojo es más caliente que un
trozo de madera ardiendo si no es
porque hay más fuego en menos espacio
en el aro e igualmente extendido por
todas las partes del metal que en el palo
que, al ser muy esponjoso, también
contiene mucho vacío y porque el vacío,
no siendo más que una forma de
privación del Ser, no puede adoptar la
forma del fuego? Pero, me objetareis,
habláis del vacío como si hubierais
probado su existencia y en eso es en lo
que estamos en desacuerdo. Bien, os lo
probaré y, aunque esta dificultad fuera la
hermana del nudo gordiano, tengo fuerza
suficiente en los brazos para ser su
Alejandro.
Que me conteste, pues así se lo
ruego, este vulgar estúpido que no cree
ser hombre sino porque un doctor se lo
ha dicho. Suponiendo que no haya más
que una sola materia como creo haber
demostrado suficientemente, ¿cómo es
posible que se expanda o se contraiga
según le parezca? ¿Cómo es posible que
un trozo de tierra, a fuerza de
condensarse, se convierta en guijarro?
¿Acaso las partículas de ese guijarro se
han puesto unas sobre otras de modo tal
que allí en donde había un grano de
arena, allí mismo, en ese mismo sitio,
haya otro grano de arena? No, no puede
ser de acuerdo con su mismo principio,
ya que los cuerpos no se penetran unos a
otros. Pero sí es preciso que esta
materia se haya aproximado y, por así
decirlo, se haya encogido, llenando el
vacío de su lugar.
Decir que no es comprensible que
haya nada en el mundo y que nosotros
podamos estar en parte compuestos de
nada, ¿por qué no? ¿Acaso el mundo
entero no está rodeado de nada? Dado
que estáis de acuerdo con esto, confesad
igualmente que también es muy posible
que haya dentro del mundo algo de la
nada que hay en torno suyo.
Veo con claridad que me
preguntaréis por qué el agua,
comprimida por el hielo en una jarra, la
hace reventar si no es para impedir que
haga el vacío. Os respondo que eso
sucede porque, a causa de que el aire de
arriba, que tiende al centro, al igual que
la tierra y el agua, encontrando en el
camino recto del lugar una hostería
vacante, quiere alojarse en ella. Si
encuentra que los poros de esta vasija,
es decir, los caminos que llevan a esta
cámara de vacío son demasiado
estrechos, largos o tortuosos, la revienta
para satisfacer su impaciencia por llegar
a su alojamiento.
Pero,
para
no
entretenerme
respondiendo a todas las objeciones me
atrevo a decir que, si no hubiera vacío,
no habría movimiento, o bien será
necesario admitir que los cuerpos se
penetran. Sería ridículo pensar que
cuando una mosca empuja con las alas
un volumen de aire, éste hace recular
otro delante de él, este otro, otro más y,
así, el movimiento del meñique de una
pulga provoca un trastorno en el otro
extremo del mundo[55]. Cuando ya no
tienen recursos se aferran a la
rarefacción; pero, a fe suya, ¿cómo es
posible que, cuando un cuerpo se
rarifica, una partícula de la masa pueda
alejarse de otra sin dejar un vacío en el
medio? ¿No habría sido necesario que
estos dos cuerpos que acaban de
separarse hubieran estado al mismo
tiempo en el mismo lugar en el que
estaba aquel y que, de este modo, se
hubieran penetrado los tres? Supongo
que me preguntaréis por qué es posible
hacer subir el agua en contra de su
inclinación por medio de un canuto, una
jeringa o una bomba. Pero os responderé
que se le hace violencia y que no es el
miedo que tiene del vacío el que la
obliga a apartarse de su camino sino
que, habiéndose unido al aire por un
lazo imperceptible, se eleva a lo alto
cuando se eleva el aire que la rodea.
Esto no es arduo de comprender
para quien conoce el círculo perfecto y
el delicado encadenamiento de los
elementos, puesto que, si consideráis
atentamente el limo que se forma con la
unión de la tierra y el agua, veréis que
no es tierra y tampoco agua, sino un
intermediario en el contrato entre estos
dos adversarios. De igual modo, el agua
y el aire se envían una niebla recíproca
que se inclina a los humores de la una y
el otro para conseguir la paz, y el aire se
reconcilia con el fuego por medio de una
exhalación mediadora que los une.
Imagino que quería seguir hablando
cuando nos trajeron la pitanza y, como
estábamos hambrientos, yo cerré los
oídos y él la boca para abrir el
estómago.
Recuerdo que en otra ocasión,
cuando estábamos filosofando, puesto
que ninguno de los dos éramos
aficionados a conversar sobre asuntos
frívolos o menores, me dijo:
—Mucho me irrita ver un espíritu
del temple del vuestro infectado de los
errores del vulgo. Es necesario que
sepáis que, a pesar del pedantismo de
Aristóteles que encuentra eco en todas
las aulas de vuestra Francia, todo está
en todo; es decir que en el agua, por
ejemplo, hay fuego; en el fuego, agua; en
el aire, tierra y en la tierra, aire. Si bien
esta opinión deja perplejos a los
escolásticos, es muy sencilla de probar,
aunque no lo sea tanto convencer a
aquéllos.
Les pregunto en primer lugar si el
agua no engendra peces. Cuando me lo
nieguen les diré que caven un hoyo y lo
rellenen con jarabe de un aguamanil que
podrán pasar a través de un cedazo para
evitar las objeciones de los ciegos y, en
el caso de que, al cabo de algún tiempo,
no encuentren peces[56], me tragaré toda
el agua que hayan vertido. Pero si hay
peces, de lo que no tengo duda, será una
prueba convincente de que hay sal y
fuego. En consecuencia, encontrar agua
en el fuego no es empresa difícil. Que
escojan el fuego que quieran, incluso el
más ajeno a la materia, como el de los
cometas, siempre la habrá en él y en
gran medida, porque si ese humor
pegadizo que los engendra, reducido a
azufre por el calor de la antiperístasis
que los alumbra, no encontrase un
obstáculo a su violencia en la frialdad
húmeda que la tempera y la combate, se
consumiría rápidamente como un
relámpago. Por lo demás, no negarán
que haya aire en la tierra a no ser que no
hayan oído hablar jamás de los terribles
estremecimientos
que
sacuden
frecuentemente las montañas de Sicilia.
Por otro lado, vemos que la tierra es
porosa, incluidos los granos de arena
que la componen. Sin embargo, nadie ha
dicho aún que esos huecos estén rellenos
de vacío. No habrá pues objeción a que
el aire se refugie en ellos. Me queda por
demostrar que hay tierra en el aire, pero
apenas me parece que merezca la pena
hacerlo, ya que vos mismo os
convencéis cada vez que veis agitarse
sobre vuestra cabeza esas legiones de
átomos tan numerosas que ahogan la
aritmética.
Pero pasemos de los cuerpos
simples a los compuestos. Éstos me
facilitarán muchas más ocasiones de
demostrar que todas las cosas están en
todas las cosas. No que cambien unas en
otras
como
balbucean
vuestros
peripatéticos, ya que sostendré en sus
mismas narices que los principios se
mezclan, se separan y vuelven a
mezclarse sin más de forma que aquello
que nació como agua por obra del sabio
creador será siempre agua. A diferencia
de ellos, no postulo máximas que no
puedo probar.
Tomad, os ruego, un leño o alguna
otra materia combustible y prendedle
fuego. Cuando el fuego la haya
consumido, ellos dirán que lo que era
madera se ha convertido en fuego. Pero
yo sostengo que no, que no hay más
fuego ahora que el leño está en llamas
que antes de aplicarle la cerilla sino que
el que estaba escondido en el leño, al
que el frío y la humedad impedían que
se extendiera y actuara, con el concurso
del exterior, ha recuperado fuerzas
contra la flema que lo ahogaba y se ha
apoderado del campo de su enemigo; de
este modo, sin obstáculo alguno, se
muestra triunfante frente a su carcelero.
¿Acaso no veis cómo el agua huye por
los dos extremos del leño, caliente y
humeante aún por el combate que ha
librado? Esta llama que veis en lo alto
es el fuego más sutil, el más
desprendido de la materia y el más
presto, en consecuencia, a volver a su
hogar. No obstante, se congrega en
forma de pirámide hasta cierta altura
con el fin de penetrar en la espesa
humedad del aire que le opone
resistencia. Pero como, al subir, acaba
por desprenderse poco a poco de la
violenta compañía de sus anfitriones,
toma velocidad porque ya no encuentra
nada que se oponga a su marcha. Y esta
negligencia es frecuentemente la causa
de una segunda prisión. Porque quien
camina solo a veces se perderá en una
nube si encuentra en ella otros fuegos en
cantidad suficientemente grande para
hacer frente al vapor con lo que se unen,
rugen, truenan, fulminan rayos y la
muerte de inocentes es con frecuencia el
efecto de la cólera animada de las cosas
muertas. Si, cuando se encuentra
obstaculizado por las inoportunas
asperezas de la zona media no tiene
fuerza suficiente para defenderse, se
abandona a la discreción de la nube que,
obligada a caer a tierra a causa de su
peso, lleva con ella su prisionero y este
desgraciado, encerrado en una gota de
agua, se encontrará quizá al pie de un
roble cuyo fuego animal invitará al
pobre extraviado a alojarse con él. Así
lo encontramos ahora devuelto a la
condición de la que se había separado
unos días antes.
Pero veamos la fortuna de los otros
elementos que componían este leño. El
aire se retira a su refugio, aunque
todavía mezclado con el vapor debido a
que, el fuego, en su cólera, los ha
expulsado a los dos revueltos. Helo aquí
que sirve de globo a los vientos, permite
la respiración de los animales, rellena el
vacío que hace la naturaleza y hasta es
posible que, habiéndose envuelto en una
gota de agua, sea absorbido y digerido
por las hojas inquietas de ese árbol en el
que se ha retirado nuestro fuego. El agua
que la llama había expulsado del tronco
elevado por el calor hasta la cuna de los
meteoros volverá a caer en forma de
lluvia sobre nuestro roble y sobre otros.
Y la tierra convertida en ceniza, curada
de su esterilidad por el calor alimenticio
del estiércol en la que haya caído, por la
sal vegetativa de algunas plantas
aledañas, por el agua fecunda de los
ríos, quizá se encuentre cerca del roble
que, a causa del calor de su germen, la
atraerá y hará de ella una parte del todo.
De este modo he aquí que los cuatro
elementos recuperan la condición de la
que se habían separado unos días antes.
De este modo, en un hombre se
encuentra todo lo que hace falta para
componer un árbol, así como en un árbol
se encuentra todo lo que hace falta para
componer un hombre. Por último,
asimismo todas las cosas se encuentran
en todas las cosas pero nos hace falta un
Prometeo para hacer el extracto.
Tales eran los asuntos en los que
entreteníamos el tiempo y en verdad
aquel españolito era de espíritu vivo.
Nuestra conversación sólo se producía
por la noche, ya que desde las seis de la
mañana hasta la tarde la gran masa de
gente que venía a contemplarnos nos
hubiera distraído. Algunos nos tiraban
piedras; otros, nueces y otros, hierba.
Sólo se hablaba de los animales del rey.
Todos los días se nos servía de comer a
su hora y el rey y la reina venían con
frecuencia y se preocupaban por
tentarme el vientre a ver si ya iba
creciendo, porque ardían con el
extraordinario deseo de tener una raza
de estos animalitos. No sé si fue por
haber estado más atento que mi macho a
los gestos y entonaciones pero
comenzaba a entender su lengua y hasta
a chapurrearla. En poco tiempo se
difundió por el reino la noticia de que se
había encontrado a dos hombres
salvajes más pequeños que los otros a
causa de los pobres alimentos que la
soledad nos había procurado y que, por
un defecto de la simiente de sus padres,
no tenían las patas delanteras
suficientemente fuertes para apoyarse en
ellas.
Esta creencia estaba a punto de
echar raíces a fuerza de circular de no
ser por los curas del país, que se
opusieron a ella diciendo que era un
impiedad espantosa creer que no
solamente las bestias sino también unos
monstruos fueran de su misma especie.
—Sería mucho más probable —
añadían los menos apasionados— que
nuestros
animales
domésticos
compartieran con nosotros la humanidad
y la inmortalidad, pues han nacido en
nuestro país, que una bestia monstruosa
que se dice nacida no se sabe dónde o
en la Luna. Además, considerad las
diferencias que hay entre nosotros y
ellos. Nosotros caminamos sobre cuatro
pies porque Dios no quiso confiar algo
tan precioso a una base menos firme,
pues tenía miedo de que le sucediera
algo al hombre. Por este motivo se tomó
el trabajo de asentarlo sobre cuatro
pilares, para que no pudiera caerse,
pero desdeñó ocuparse de la
construcción de esos dos brutos. Antes
bien, los abandonó al capricho de la
naturaleza, la cual no los apoyó sobre
cuatro patas, pues no temía la pérdida de
tan poca cosa.
—Los mismos pájaros —decían—,
no han sido tan maltratados porque,
cuando menos, están dotados de plumas
para compensar por la debilidad de sus
pies y lanzarse al aire cuando las
expulsamos de nuestra vera. En cambio,
la naturaleza, al quitar dos pies a estos
monstruos, los ha puesto en estado de no
poder escapar a nuestra justicia.
Ved, además de ello, cómo tienen la
cabeza vuelta hacia el cielo: es la
escasez de todas las cosas a que los ha
condenado Dios la que los ha puesto en
esta situación, puesto que esta actitud
suplicante prueba que buscan el cielo
para quejarse a quien los ha creado y
pedirle permiso para gozar de nuestras
sobras. En cambio, nosotros tenemos la
cabeza inclinada hacia abajo para
contemplar los bienes de los que somos
dueños y debido a que no hay nada en el
cielo que podamos considerar con
envidia en nuestra feliz condición.
Desde mi aposento escuchaba todos
los días a los curas contar estos cuentos
u otros similares. Por último,
conquistaron de tal modo la conciencia
de los pueblos a este respecto, que se
decidió finalmente que yo no podría
pasar de la condición de un loro
desplumado. Y a los convencidos les
hacían ver que, como sucedía con los
pájaros, no tenía más que dos pies. De
este modo se me enjauló por orden
expresa del Consejo Supremo.
El pajarero de la reina venía todos
los días a silbarme la lengua de los
pájaros, como hacemos nosotros con los
estorninos. Yo estaba contento en
realidad de que no faltara nunca la
pitanza en mi jaula. Además, con las
tonterías con que los mirones me
torturaban los oídos, aprendí a hablar
como ellos.
Cuando fui bastante competente en la
lengua para expresar la mayoría de mis
concepciones, conté todo tipo de
historias. Los visitantes ya sólo venían a
escuchar la elegancia de mis dichos y el
aprecio en que se tenía mi espíritu llegó
a ser tan alto, que el clero se sintió
obligado a publicar una advertencia por
la que se prohibía creer que yo poseyese
razón con un mandato expreso dirigido a
todas las personas, fuese cual fuese su
calidad y condición, obligándolas a
creer que hiciera lo que hiciera de
espiritual, era el instinto el que me
impulsaba a hacerlo.
No obstante, la definición acerca de
lo que era yo dividió a la ciudad en dos
facciones. El partido que hablaba en mi
favor crecía día a día. Por último, a
despecho del anatema y la excomunión
de los profetas que intentaban así
amedrentar al pueblo, mis partidarios
reclamaron una asamblea de Estados
para resolver este problema religioso.
Tardose mucho tiempo en elegir a
quiénes emitirían su juicio, pero los
árbitros pacificaron la animosidad a
base de igualar la cantidad de
interesados.
Me condujeron a la fuerza a la Sala
de la Justicia en donde los
Examinadores me trataron con toda
severidad. Entre otras cosas me
interrogaron sobre filosofía. Les expuse
de buena fe lo que mi maestro me
enseñara en su día. Pero no necesitaron
mucho tiempo para refutarme con
muchas razones en verdad muy
convincentes. Cuando me vi vencido,
alegué como último recurso los
principios de Aristóteles, que no me
sirvieron más que los sofismas, ya que
me descubrieron su falsedad en dos
palabras.
—Aristóteles
—me
dijeron—
adaptaba los principios a su filosofía en
lugar de adaptar su filosofía a los
principios. Además, también debió
probar que aquellos principios eran por
lo menos más razonables que los de
otras escuelas, cosa que no pudo hacer.
Razón por la cual el buen hombre no se
tomará a mal que le besemos las manos.
Finalmente, como vieron que no
balbuceaba otra cosa sino que no eran
más sabios que Aristóteles y que se me
había prohibido debatir con quienes
niegan los principios, concluyeron de
común acuerdo que no era un hombre
sino posiblemente algún tipo de avestruz
visto que, como ésta, llevaba la cabeza
erguida, de forma que se ordenó al
pajarero que me condujera de nuevo a la
jaula. Allí pasaba el tiempo con bastante
tranquilidad ya que, dado que hablaba
correctamente su lengua, toda la corte se
divertía haciéndome cotorrear. Las hijas
de la reina, entre otros, echaban todos
los días algunas migajas en mi comedero
y la más linda de todas llegó a sentir
cierta amistad hacia mí. Cuando estando
a solas le descubría los misterios de
nuestra religión, sentía tal arrebato de
alegría, especialmente cuando le
hablaba de nuestras campanas y nuestras
reliquias que, con los ojos llenos de
lágrimas, declaraba que si alguna vez
me encontraba en situación de regresar a
nuestro mundo, me seguiría de buen
grado.
Un día muy temprano por la mañana
desperté sobresaltado y la vi
tamborileando en los barrotes de mi
jaula.
—Alegraos —me dijo—, ayer el
Consejo decidió ir a la guerra contra el
gran rey
. Con el zafarrancho de
los preparativos y mientras nuestro
Monarca y sus súbditos marchan al
combate, espero que encontremos una
ocasión para escaparnos.
—¿Cómo la guerra? —la interrumpí
de inmediato—. ¿Hay querellas entre los
príncipes de este mundo como las hay en
el nuestro? ¿Sí? Contadme, os ruego, su
forma de combatir.
—Cuando los árbitros —siguió
diciendo— elegidos según criterio de
las dos partes han señalado el tiempo
acordado para armarse, el de la partida,
la cantidad de combatientes, el día y
lugar de la batalla y todo eso con tanta
equidad que no hay en ninguno de los
dos ejércitos un hombre de más respecto
al otro, se encuadra a los soldados
lisiados en una sola compañía y cuando
comienza el combate, los mariscales de
campo procuran oponerlos a los tullidos
del otro bando, los gigantes se enfrentan
a los colosos, los espadachines a los
hábiles, los valientes a los osados, los
débiles a los flojos, los indispuestos a
los enfermos, los robustos a los fuertes y
si alguien intenta atacar a otro que no
sea su enemigo designado, es condenado
como cobarde, a no ser que pueda
probar que lo hizo por error. Terminada
la batalla se cuentan los heridos, los
muertos, los prisioneros, ya que no hay
desertores. Si resulta que las bajas son
iguales en una parte y la otra, la victoria
se decide a cara o cruz.
Pero aunque un rey haya derrotado
en buena lid a su enemigo, aún no está
nada decidido, porque hay otros
ejércitos poco numerosos de sabios y
hombres de espíritu, de debates de los
que depende por entero la verdadera
victoria o la servidumbre de los
Estados. Un sabio se opone a otro sabio,
un hombre de ingenio a otro hombre de
ingenio, un juicioso a otro juicioso. Por
lo demás, la victoria que obtiene un
Estado de este modo se cuenta por tres
victorias en combate directo. Cuando
una nación se proclama victoriosa, se
disuelve la asamblea y el pueblo
vencedor elige como rey al del enemigo
o al suyo propio.
No pude evitar reírme de esta forma
escrupulosa de librar batallas y, como
ejemplo de una política más acertada,
puse las costumbres de nuestra Europa,
donde el monarca no tiene escrúpulos en
valerse de sus ventajas para vencer y he
aquí lo que me dijo:
—Explicadme —me dijo— si
vuestros príncipes sólo tienen en cuenta
a la hora de armarse la idea de que la
fuerza es derecho.
—En absoluto —le repliqué—,
también tienen en cuenta la justicia de su
causa.
—¿Por qué entonces —continuó—
no escogen árbitros no sospechosos para
ponerse de acuerdo? Y si resulta que
están igualados en derechos, que se
queden como están o que se jueguen a
las cartas la ciudad o la provincia que
se disputen. En cambio hacen que más
de cuatro millones de hombres que valen
más que ellos se abran la cabeza
recíprocamente mientras ellos están en
sus aposentos burlándose de la masacre
de esos ilusos. Pero cometo un error al
atacar así el valor de vuestros bravos
súbditos. Hacen bien en morir por su
patria. El asunto es importante, ya que se
trata de ser el vasallo de un rey que
lleva gorguera o el de otro que lleva
golilla.
—¿Y vosotros? —respondí yo—,
¿por qué todos esos melindres en
vuestra forma de combatir? ¿No es
suficiente con que los ejércitos tengan
parecida cantidad de hombres?
—Apenas si tenéis juicio —me
contestó ella—. ¿Creeríais a fe vuestra
que habiendo vencido a vuestro enemigo
en el campo de batalla en lucha mano a
mano, lo habríais vencido en buena lid
estando vos cubierto con una cota de
malla y él no? ¿Si él no tuviera más que
un puñal y vos una espada? ¿Si él fuera
manco y vos tuvierais los dos brazos?
No obstante, a pesar de toda la igualdad
que tanto recomendáis a vuestros
combatientes, jamás luchan en igualdad
de condiciones, puesto que uno será muy
alto el otro muy pequeño, uno será hábil
espadachín y el otro no habrá manejado
jamás la espada, el uno será robusto y el
otro débil. Y aun cuando se hayan
equiparado estas desproporciones y
ambos combatientes sean igualmente
grandes, igualmente hábiles e igualmente
fuertes el uno que el otro, seguirán sin
ser parejos, puesto que uno de ellos
quizá tenga más valor que el otro y más
que, so pretexto de que un bruto no
reparará en el peligro, será más bilioso,
tendrá más sangre, el corazón más firme
con todas las cualidades que constituyen
el valor, como si todo esto no fuera un
arma, igual que una espada, de la que su
enemigo carece. Aquel se abalanza
sobre el otro, lo asusta, arrebata la vida
a este pobre hombre que prevé el
peligro, cuyo calor se ahoga en la flema
y cuyo corazón es demasiado grande
para reunir el espíritu necesario a fin de
disipar ese hielo que se llama cobardía.
De tal modo alabáis a este hombre por
haber matado a su enemigo con ventaja y
al alabar su temeridad, lo alabáis por un
pecado contra la naturaleza dado que la
temeridad tiende a su destrucción.
Sabed que hace unos años se
presentó una petición en el Consejo de
Guerra para establecer un reglamento
más presentable y concienzudo de los
combates y el filósofo al que se pidió
consejo habló así:
Os imagináis, señores, haber
igualado las ventajas de dos enemigos al
haberlos escogido igualmente fornidos,
grandes, hábiles, los dos valerosos, pero
esto no es suficiente, puesto que por
fuerza será necesario que el vencedor
supere al otro por maña, fuerza o
fortuna. Si ha sido por maña, sin duda ha
atacado a su adversario en un lugar en el
que éste no lo esperaba o con mayor
rapidez de lo que parecía verosímil o
fingiendo atacarlo por un lado y
haciéndolo por el otro. Pero todo esto es
disimular, engañar, traicionar y ni el
disimulo, ni el engaño ni la traición
pueden ser objetos de estima para una
persona verdaderamente generosa. Si ha
triunfado por la fuerza, ¿consideraréis a
su enemigo vencido cuando ha sido
violentado? Sin duda que no, igual que
no diríais de un hombre sepultado por
una montaña que se le haya escapado la
victoria, puesto que nunca tuvo
posibilidad de alcanzarla. Tampoco
aquél habrá sido vencido porque no se
haya encontrado en ese momento en
situación de resistir a la violencia de su
adversario. Si ha vencido a su enemigo
por azar, es a la fortuna y no a él a quien
hay que coronar puesto que él no ha
hecho nada. Por ultimo, tampoco cabe
vituperar al vencido igual que no cabe
hacerlo con el jugador de dados que ve
cómo otro obtiene dieciocho puntos y
vence así sus diecisiete.
Le contestaron que tenía razón pero
que, dada la condición humana, era
imposible resolver la cuestión y que más
valía sufrir un pequeño inconveniente
que ceder ante mil de mayor
envergadura.
No siguió hablando conmigo en esta
ocasión porque temía que la encontraran
a solas en mi compañía, y tan temprano.
Y no es que en este país la impudicia
sea un delito. Al contrario, a excepción
de los delincuentes convictos, todos los
hombres tienen derechos sobre todas las
mujeres, e igualmente una mujer puede
llevar ante los tribunales a cualquier
hombre que la haya rechazado. Pero, por
lo que me dijo, no se atrevía a verse
conmigo en público debido a que los
curas en el último sacrificio habían
predicado que eran sobre todo las
mujeres las que decían que yo era un
hombre a fin de ocultar bajo este
pretexto el execrable deseo que las
consumía de mezclarse con las bestias y
de cometer conmigo sin vergüenza
alguna pecados contra la naturaleza.
Ésta fue la causa de que pasara bastante
tiempo sin verla a ella ni a ninguna de su
sexo.
Sin embargo, preciso era que alguien
hubiera reavivado las querellas sobre la
definición de mi ser puesto que, cuando
ya pensaba que me moriría en la jaula,
vinieron de nuevo a buscarme para
darme audiencia. Así pues, me
interrogaron en presencia de muchos
cortesanos sobre algunas cuestiones de
física y, según creo, mis respuestas no
los satisficieron en modo alguno. El
presidente expuso en tono coloquial y
pormenorizadamente sus opiniones
sobre la estructura del mundo. Me
parecieron ingeniosas y si no hubiera
abordado la cuestión del origen de éste,
al que reputaba eterno[57], hubiera
encontrado su filosofía más razonable
que la nuestra. Pero una vez le hube
escuchado un delirio tan contrario a lo
que nos enseña la fe, le pregunté qué
podría responder a la autoridad de
Moisés y al hecho de que este gran
patriarca
hubiera
dejado
dicho
expresamente que Dios había creado el
mundo en seis días. El ignorante se
limitó a reír, sin contestarme. En
consecuencia, no pude abstenerme de
decirle que, pues estaba en esa tesitura,
yo comenzaba a creer que su mundo no
era más que una luna.
—Pero —me dijeron ellos—, bien
veis la tierra, los bosques, los ríos, los
mares, ¿qué sería todo esto?
—No importa —aseguré yo—,
Aristóteles asegura que no es más que la
Luna y si hubierais dicho lo contrario en
las clases en las que yo estudié, os
hubieran abucheado.
Al escuchar esto rompieron todos a
reír, huelga decir que a causa de su
ignorancia, y me devolvieron a la jaula.
No obstante, llegó a conocimiento de
los curas que yo había osado decir que
la Luna era un mundo del que yo venía y
que su mundo no era más que una luna.
Creyeron que esto les daba un pretexto
suficiente para hacerme condenar al
agua (era la forma de exterminar a los
ateos). Acudió toda la compañía a
presentar su queja al rey, que les
prometió justicia, y se dio orden de que
se volviera a sentarme en el banquillo.
Heme pues desenjaulado por tercera
vez. El gran pontífice tomó la palabra e
hizo un alegato en mi contra. No me
acuerdo de su discurso porque estaba
demasiado asustado para entender los
matices de su voz sin distorsiones y
también porque se había servido para su
alegato de un instrumento cuyo ruido me
ensordecía. Era una trompeta que había
escogido él mismo a fin de que la
violencia de su tono marcial calentara
los espíritus preparándolos para mi
muerte y para impedir gracias a esta
emoción que el razonamiento cumpliera
su cometido, como sucede en nuestros
ejércitos, en donde el estruendo de
tambores y trompetas impide que el
soldado reflexione sobre la importancia
de su vida.
Cuando hubo acabado, me levanté
para defender mi causa, pero no me fue
necesario hablar debido a la aventura
que paso a relataros. Iba a empezar a
hablar cuando un hombre que se había
abierto camino trabajosamente hasta
nosotros a través de la muchedumbre
vino a postrarse a los pies del rey y se
arrastró un buen rato sobre la espalda.
Esta forma de actuar no me sorprendió,
porque ya sabía yo de hacía tiempo que
era la posición que adoptaban cuando
querían hablar en público. Guardé para
otro momento mi discurso y he aquí el
que escuchamos de él:
—¡Justos, escuchadme! No podéis
condenar a este hombre, mono o loro
por haber dicho que la Luna es un mundo
del que él viene porque, si es hombre,
aunque no venga de la Luna, como
quiera que todo hombre es libre, ¿no
será libre de imaginar lo que quiera?
¿Acaso podéis obligarlo a no tener más
visión que la vuestra? Lo obligaréis a
decir que cree que la Luna no es un
mundo, pero no por ello lo creerá.
Porque, para creer algo, es preciso que
se presenten a su imaginación ciertas
posibilidades más favorables al sí que
al no de esa cosa. De forma que a menos
que le proporcionéis esa verosimilitud o
que ésta se le aparezca por sí misma a
su espíritu, os dirá sin duda que cree,
pero no por eso creerá. Ahora os
probaré que tampoco debéis condenarlo
si lo clasificáis como un animal.
Suponed que sea un animal sin razón,
¿qué razón tenéis vosotros mismos para
acusarlo de haber pecado en contra de
ella? Ha dicho que la Luna es un mundo.
Pero los brutos sólo actúan por instinto
de naturaleza. En consecuencia, es la
naturaleza la que lo ha dicho y no él.
Creer que esta sabia naturaleza que ha
hecho la Luna y este mundo no sepa lo
que son y que vosotros, que no tenéis
otro conocimiento que el que habéis
recibido de ella, lo sabéis con mayor
certidumbre, es ridículo. Pero incluso si
las pasiones os hicieran renunciar a
vuestros
primeros
principios
y
supusierais que la naturaleza no guía a
los brutos, ruborizaos, cuando menos, de
las inquietudes que os causan los
caprichos de una bestia. En verdad,
señores, si dierais con un hombre en
edad madura que hiciera de policía de
un hormiguero al punto de dar una
bofetada a la hormiga que hubiera hecho
caer a su compañera, o de encarcelar a
otra que hubiera sustraído a su vecina un
grano de trigo o incluso procesar en los
tribunales a otra que hubiera
abandonado sus huevos, ¿no lo tomaríais
por un insensato por dedicarse a cosas
muy por debajo de él y por pretender
someter a la razón a animales que no la
tienen? ¿Cómo, pues, venerables
pontífices llamaréis al interés que os
tomáis en los caprichos de este
animalito? He dicho, Justos.
Una vez que hubo terminado, la sala
retumbó con una intensa música de
aplausos y, después de debatir sobre las
distintas opiniones durante más de un
cuarto de hora, he aquí la decisión del
rey: que, de ahora en adelante, se me
tendría por hombre y, como tal, puesto
en libertad. Que mi castigo de ser
ahogado se conmutaría por una
retractación deshonrosa (ya que en este
país no la hay honrosa) en la que me
desdiría públicamente de haber
enseñado que la Luna es un mundo, y
ello a causa del escándalo que la
novedad de esta opinión hubiera podido
causar en el alma de los débiles de
espíritu.
Pronunciado el fallo, me sacan del
palacio, me visten ignominiosamente, es
decir, en toda magnificencia, me suben a
una tribuna en un carro soberbio, tirado
por cuatro príncipes uncidos al yugo y
he aquí lo que me obligaron a
pronunciar en todas las esquinas de la
ciudad:
—Pueblo: declaro que esta luna de
aquí no es una luna sino un mundo y que
el mundo de allí no es un mundo sino
una luna. Tal es lo que los curas
consideran que debéis creer.
Después de haber gritado lo mismo
en las cinco grandes plazas de la ciudad,
vi a mi abogado que me tendía la mano
para ayudarme a bajar. Mucho me
asombró reconocer en él al verlo de
cerca a mi viejo demonio. Estuvimos
una hora abrazándonos y me dijo:
—Venid a mi casa, ya que volver a
la corte después de una retractación
pública no sería bien visto. Por lo
demás debo deciros que aún estaríais
con los monos, al igual que el español,
vuestro compañero, si no hubiera yo
dado a conocer por doquiera el vigor y
la fuerza de vuestro espíritu y no hubiera
impetrado a favor vuestro a los grandes
en contra de los profetas.
Terminaba yo de agradecerle sus
atenciones cuando entrábamos en su
casa en donde, hasta la hora de cenar,
estuvo contándome de qué medios se
había valido para obligar a los
sacerdotes a permitir que el pueblo me
escuchara a pesar de las engañosas
artimañas con que habían embaucado la
conciencia de éste. Estábamos sentados
ante un fuego vivo, dado que la estación
era fría, y se disponía a seguir
contándome (creo) lo que había hecho
desde que no le había visto, pero
vinieron a decirnos que la cena estaba
lista.
—He rogado —me dijo— a dos
profesores de la academia de esta
ciudad que vengan a cenar con nosotros.
Les haré hablar de la filosofía que se
enseña en este mundo. De igual modo
conoceréis al hijo de mi anfitrión, que es
el joven más inteligente que he conocido
y que sería un segundo Sócrates si
pusiera orden en su cabeza, no ahogara
en el vicio los dones que le ha
prodigado Dios y no quisiera afectar
impiedad por ostentación. Yo mismo me
alojo aquí para tener ocasión de
instruirlo.
Se calló como si quisiera dejarme a
mi vez libertad para discurrir.
Finalmente, hizo señal de que me
despojaran de los vergonzosos atavíos
que todavía me cubrían.
Los dos profesores a los que
esperábamos llegaron casi de inmediato.
Los cuatro pasamos, pues, al comedor,
en donde encontramos al joven del que
se me había hablado, que ya estaba
comiendo. Lo saludaron con gran
ceremonia y lo trataban con un respeto
tan profundo como el esclavo al amo.
Pregunté la causa de este proceder a mi
demonio, quien me respondió que se
debía a su edad, ya que en ese mundo
los viejos tributaban todo tipo de honras
y deferencias a los jóvenes al igual que
los padres obedecían a los hijos cuando
éstos, según criterio del Senado de los
filósofos, hubieran alcanzado el uso de
razón.
—¿Os asombráis —continuó— de
una costumbre tan contraria a la de
vuestro país? Sin embargo, no es
contraria a la recta razón, porque
decidme en conciencia si un hombre
joven y ardoroso en situación de
imaginar, juzgar y ejecutar sus
propósitos no será más capaz de
gobernar una familia que un sexagenario
enfermo. Un pobre lelo al que la nieve
de sesenta inviernos ha congelado la
imaginación se guía por el ejemplo de
los sucesos felices siendo así que es la
Fortuna la que los ha producido en
contra de todas las reglas y toda la
economía de la prudencia humana. En
cuanto al juicio, muestra bastante poco,
aunque el vulgo en vuestro mundo crea
que es un atributo de la vejez. Para
convencerlo de lo contrario es preciso
que sepa que lo que se llama prudencia
en un viejo no es más que una aprensión
de pánico, un miedo obsesivo y feroz a
tomar cualquier decisión. Así pues, hijo
mío, si no se atrevió a correr un peligro
en el que un hombre joven se hubiera
perdido no es porque previera la
catástrofe, sino porque no tenía ardor
suficiente para encender esos nobles
impulsos que nos hacen aventurarnos y
la audacia en aquel joven es como la
prenda del éxito de su empresa, porque
ese ardor que hace la presteza y la
facilidad de una ejecución era la que lo
impulsaría a emprenderla.
En lo que se refiere a la acción
práctica, constituiría un insulto a vuestra
inteligencia si me esforzara en
convenceros con pruebas. Sabéis que
sólo la juventud es propensa a la acción
y, si no estáis completamente
convencido, decidme, os lo ruego, si
cuando respetáis a un hombre valeroso
acaso no es porque puede vengaros de
vuestros enemigos o de vuestros
opresores.
¿Por
qué
seguís
respetándolos si no es por costumbre,
cuando setenta inviernos les han helado
la sangre y matado de frío todos
aquellos nobles entusiasmos que
encienden a los jóvenes en pro de la
justicia? Cuando mostráis deferencia
hacia el fuerte, ¿acaso no es para que os
esté agradecido por una victoria que no
podríais reñirle? ¿Por qué, pues,
someterse a aquel a quien la pereza ha
deshecho los músculos, debilitado las
arterias, evaporado el ánimo y
succionado el tuétano de los huesos?
Si adoráis a una mujer, ¿no es a
causa de su belleza? ¿Por qué proseguir
con vuestras genuflexiones luego que la
vejez ha hecho de ella un fantasma que
amenaza de muerte a los vivos?
Finalmente, cuando honrabais a un
hombre de talento se debía a que por la
agudeza de su ingenio había entendido
un asunto complejo y lo había aclarado,
porque cautivaba con su verbo a la
asamblea más selecta, porque entendía
las ciencias a la primera y porque las
almas bellas no realizaban los mayores
esfuerzos sino por parecérsele y, sin
embargo,
continuáis
rindiéndole
homenaje cuando sus órganos gastados
hacen que su cabeza esté imbécil y
pesada y cuando, en compañía de otros,
parezca por su silencio antes bien un
dios lar que un hombre capaz de razón.
De aquí se sigue, hijo mío, que más vale
encomendar a los jóvenes el gobierno de
las familias que a los viejos.
Cometeríais un error si creyerais
que Hércules, Aquiles, Epaminondas,
Alejandro y César, todos muertos antes
de los cuarenta años[58], hubieran sido
personas a quienes sólo se debían
honores vulgares y que, en cambio,
debéis tributar culto a un viejo chocho a
quien el Sol ha madurado noventa veces
la cosecha.
Pero, me diréis, todas las leyes de
nuestro mundo prescriben celosamente
ese respeto que se debe a los viejos. Es
cierto, pero también lo es que los que
han promulgado esas leyes han sido los
viejos que temían que los jóvenes los
desposeyeran justamente de la autoridad
que habían usurpado y han hecho como
los legisladores de las religiones falsas,
un misterio de lo que no han podido
probar. Sí, seguiréis diciendo, pero ese
viejo es mi padre y el cielo me promete
larga vida si lo honro. Os lo admito si
vuestro padre, hijo mío, no os ordena
nada contrario a los mandamientos del
Altísimo. Pero si lo hace, pisad el
vientre del padre que os engendró,
patead el seno de la madre[59] que os
concibió, puesto que no hay la menor
posibilidad de que el respeto cobarde
que unos padres viciosos han arrancado
a vuestra debilidad sea talmente
agradable al cielo que éste prolongue
vuestros días.
¡Qué! ¿Acaso ese saludo sombrero
en mano con que halagáis y alimentáis la
soberbia de vuestro padre hace reventar
el absceso que tenéis en el costado,
repara vuestra humedad radical, os cura
de una estocada que os ha atravesado el
estómago, desmenuza la piedra en la
vesícula? Si es así, los médicos están
muy equivocados y en lugar de las
pociones infernales con que amargan la
vida de los hombres, que ordenen tres
reverencias en ayunas para la viruela,
cuatro «muchísimas gracias» después de
comer y doce «buenas noches señor
padre, buenas noches señora madre»
antes de dormir. Me replicaréis que sin
él vos no seríais; es cierto, pero también
lo es que, sin vuestro abuelo, tampoco él
hubiera sido, ni vuestro abuelo sin
vuestro bisabuelo y sin vos vuestro
padre no podría tener nietos. Cuando la
naturaleza le hizo ver la luz fue a
condición de devolver lo que ésta le
había prestado. Así que cuando os
engendró, no os dio nada sino que pagó
una deuda. Además, me gustaría saber si
vuestros padres pensaban en vos cuando
os hicieron. En modo alguno,
desgraciadamente. Y, a pesar de todo,
creéis estarles obligado por un presente
que os han fabricado sin pensar en vos.
¡Cómo! Porque vuestro padre era tan
lascivo que no pudo resistir a los
hermosos ojos de no sé qué criatura,
porque cambalacheó para satisfacer su
pasión y porque fuisteis el resultado de
sus escarceos, ¿reverenciáis a ese
lujurioso como a uno de los siete sabios
de Grecia? ¡Pues, qué! Porque este otro
avaro compró los bienes de su esposa a
base de hacerle un hijo, este hijo ¿sólo
puede hablarle de rodillas? Así vuestro
padre hizo bien en ser lascivo y el otro
en ser avaro, pues de otro modo vos no
habríais existido. Pero me gustaría saber
si hubiera disparado de haber estado
seguro que fallaría el tiro. ¡Dios santo,
qué cosas os hacen creer a la gente de
vuestro mundo!
A vuestro arquitecto mortal sólo le
debéis vuestro cuerpo, hijo mío; vuestra
alma procede del cielo, que podría
haberla engastado igualmente en otra
funda. Y vuestro padre pudo haber sido
vuestro hijo igual que vos sois el suyo.
¿Qué sabéis si no es posible que haya
impedido que heredéis una corona?
Suponed que vuestro espíritu hubiera
partido del cielo con intención de dar
vida al rey de los romanos en el vientre
de la emperatriz. En el camino y por
azar, se encuentra con vuestro embrión y,
para abreviar el camino se aloja en él.
No, no, Dios no os hubiera borrado de
la lista de los hombres aunque vuestro
padre hubiera muerto siendo niño. Pero
¿quién sabe si no seríais obra de algún
valiente capitán que os hubiera hecho
participar de su gloria y de sus bienes?
De este modo no tenéis más obligación
hacia vuestro padre por la vida que os
ha dado de la que tenéis con el pirata
que os ha encadenado por el hecho de
que os alimente. Y tampoco aunque os
hubiera engendrado rey. Un regalo
pierde su valor cuando se hace sin que
el que lo recibe tenga elección. Se dio
muerte a César e igualmente a Casio; sin
embargo, Casio[60] está obligado hacia
el esclavo a quien se la pidió y no así en
cambio César hacia sus asesinos, ya que
estos se la impusieron. ¿Acaso os
preguntó vuestro parecer vuestro padre
cuando se acostó con vuestra madre?
¿Os preguntó si os gustaría ver este siglo
o preferiríais esperar a otro? ¿Si os
conformaríais con ser el hijo de un necio
o si tendríais la ambición de proceder
de un hombre de valía? ¡Por desgracia
fuisteis el único cuyo parecer no se
consultó en un asunto que os incumbía
tan sólo a vos! Es posible que si
hubierais estado encerrado en un lugar
distinto de la matriz de la naturaleza y
que hubierais podido pronunciaros
sobre vuestro nacimiento, habríais dicho
a la parca: «Mi querida señorita, tomad
el huso[61] de otro; hace mucho tiempo
que estoy en la nada y prefiero seguir sin
ser durante otros cien años que ser hoy
para arrepentirme mañana». No
obstante, fue fuerza que pasarais por
ello. Ya podíais berrear a fin de volver
a la larga y negra morada de la que se os
arrancaba. Fingían creer que pedíais de
mamar.
Tales, hijo mío, son las razones del
respeto que los padres tienen a sus hijos.
Sé que me he puesto del lado de los
hijos más de lo que pide la justicia y que
he hablado en su favor un poco en contra
de mi conciencia. Al querer corregir ese
insolente orgullo con que los padres
abusan de la debilidad de sus pequeños,
me he visto obligado a hacer como los
que quieren enderezar un árbol torcido:
lo tuercen del otro lado para que quede
igualmente recto entre las dos torsiones.
De igual modo he restituido a los padres
el tiránico respeto que habían usurpado
y les he arrebatado mucho de lo que les
pertenecía para que, en otra ocasión, se
conformaran con lo que es suyo. Sé que
con esta apología he indignado a todos
los viejos, pero éstos deben recordar
que fueron hijos antes de ser padres y
que es imposible que no haya hablado
muy en su favor, ya que no han
aparecido debajo de una higuera. Por
último, pase lo que pase, si mis
enemigos libraran batalla contra mis
amigos, saldría ganando, porque he
servido a la mitad de los hombres y sólo
he contrariado a la otra mitad.
Al llegar aquí se calló y el hijo de
nuestro anfitrión tomó la palabra:
—Dado —le dijo— que, gracias a
vos, estoy informado sobre el origen, la
historia, las costumbres y la filosofía del
mundo de este hombrecillo, permitidme
que añada algo a lo que habéis dicho y
pruebe que los hijos no están obligados
a los padres por haberlos engendrado,
ya que los padres estaban en conciencia
obligados a engendrarlos.
La filosofía más estricta de su
mundo sostiene que es más de desear la
muerte que el hecho de no haber nacido
ya que, para morir, es preciso haber
vivido. Así pues, como al no dar el ser a
ésta nada, la dejo en una situación peor
que la muerte, soy más culpable si no la
produzco que si la mato. Tú,
hombrecillo, creerías haber cometido un
parricidio imperdonable si hubieras
degollado a tu hijo y, en verdad, sería
algo terrible. No obstante, es mucho más
execrable no dar el ser a quien puede
recibirlo, ya que ese niño al que privas
de la luz habrá tenido siempre la
satisfacción de gozar de ella por un
tiempo[62]. Además, sabemos que sólo le
privas de ella unos pocos siglos. Pero
impides maliciosamente que vean el día
esas pobres cuarenta pequeñas nadas, de
las que podrías hacer cuarenta buenos
soldados de tu rey y dejas que se pudran
en tus riñones, al albur de una apoplejía
que te ahogará.
Que no se me objeten los bellos
panegíricos de la virginidad, pues esa
honra no es más que humo ya que,
finalmente, todos los respetos con los
que la idolatra el vulgo no son sino
recomendaciones morales, incluso entre
vosotros, mientras que la prohibición de
matar, de no engendrar un hijo
haciéndolo así más desgraciado que un
muerto, es un mandamiento, razón por la
que me asombra mucho, visto que en el
mundo del que venís se prefiere la
continencia a la propagación carnal, que
Dios no os haya hecho nacer con el
rocío del mes de mayo, como los hongos
o como los cocodrilos del limo fértil de
la tierra calentada por el Sol. Sin
embargo, sólo por accidente hay
eunucos entre vosotros y Dios no extirpa
los órganos genitales a vuestros monjes,
curas y obispos. Me diréis que se los ha
dado la naturaleza; sí, pero Él es el amo
de la naturaleza y, si hubiera reconocido
que ese trozo de carne es perjudicial
para su salvación, hubiera ordenado que
lo cortaran, igual que el prepucio a los
judíos en la Ley antigua. Pero se trata de
fantasías ridículas. A fe vuestra, ¿hay
algún punto de vuestro cuerpo más
sagrado o más maldito que otro? ¿Por
qué cometo un pecado cuando me
acaricio la pieza del medio y no cuando
me toco la oreja o el talón? ¿Es porque
me hace gozar? Tampoco, pues, debo
desahogarme en el bacín, porque al
hacerlo se siente cierta voluptuosidad y
los devotos no deben elevarse a la
contemplación de Dios, ya que sienten
un gran placer de la imaginación. En
verdad, visto cuán contraria a la
naturaleza es la religión en vuestro país
y cuán celosa del contento de los
hombres, me asombra que los curas no
consideren un crimen el hecho de
rascarse, debido al agradable dolorcillo
que se siente. Asimismo, he observado
que la naturaleza previsora ha hecho que
todos los grandes personajes, valientes y
de elevado espíritu hayan probado las
delicias del amor, testigos: Sansón,
David, Hércules, César, Aníbal,
Carlomagno.
¿Lo
hicieron
para
rebanarse luego el órgano del placer con
una hoz? Esa misma naturaleza
descendió incluso a la cuba de
Diógenes, flaco, feo y piojoso para
pervertirlo y hacerle componer suspiros
a Lais[63] con el mismo aliento con que
soplaba las zanahorias. No hay duda de
que la naturaleza procedía así por el
temor que la embargaba de que no
hubiera suficiente gente honrada en el
mundo. Se sigue de todo esto que
vuestro padre estaba obligado en
conciencia a haceros ver la luz del día y
si piensa que le debéis mucho por
haceros mientras disfrutaba, en el fondo
no os ha dado más de lo que un toro
común da diez veces a diario a las vacas
para refocilarse.
—Estáis en un error —lo
interrumpió entonces mi demonio— al
interpretar la sabiduría de Dios. Es
verdad que nos ha prohibido el exceso
de ese placer pero ¿qué sabéis si acaso
no lo ha querido así a fin de que las
dificultades que encontremos el
combatir esta pasión nos hagan merecer
la gloria que nos prepara? ¿Qué sabéis
si acaso no se trata de agudizar el
apetito por la prohibición? ¿Qué sabéis
si no preveía que, al abandonar la
juventud a los ímpetus de la carne, el
coito demasiado frecuente no degradaría
su simiente y ocasionaría el fin del
mundo para los descendientes del
primer hombre? ¿Qué sabéis si no ha
querido impedir que la fertilidad de la
tierra no fuera suficiente para satisfacer
las necesidades de tantos hambrientos?
Y, por último, ¿qué sabéis si no ha
querido hacerlo contra toda razón a fin
de compensar a aquellos que, contra
toda razón, han confiado en su palabra?
Creo que esta respuesta no debió de
satisfacer al joven anfitrión, ya que
movió la cabeza dos o tres veces, pero
nuestro preceptor común se calló porque
la comida estaba a punto de
volatilizarse.
Nos reclinamos sobre mullidos
colchones cubiertos por grandes tapices
y nos llegaron los aromas como había
sucedido la otra vez en la hospedería.
Un sirviente joven se llevó al mayor de
nuestros filósofos a una salita aparte.
—¡Volved —le gritó mi preceptor—
en cuanto hayáis comido! Y el nos lo
prometió.
Este capricho de comer aparte me
despertó la curiosidad y pregunté por la
causa.
—No le gusta —me dijeron— el
olor de la carne, ni siquiera el de las
verduras, si no han muerto por sí mismas
debido a que las cree capaces de sufrir.
—No me parece sorprendente —
contesté yo— que se abstenga de la
carne y de todo aquello que tenga vida
sensible, ya que en nuestro mundo los
pitagóricos y algunos santos anacoretas
han seguido ese régimen. Pero no
atreverse, por ejemplo, a cortar una col
por temor a herirla me parece
completamente irrisorio.
—Pues yo —respondió el demonio
— encuentro muy plausible su opinión.
Porque, decidme, esa col de la que
habláis ¿no es tan criatura de Dios como
vos? ¿No tenéis los dos por padre y
madre a Dios y la necesidad? ¿No ha
tenido Dios ocupado su intelecto durante
toda la eternidad con su nacimiento y
con el vuestro? Hasta parece que se
haya ocupado más concienzudamente del
vegetal que del racional, ya que ha
confiado la generación del hombre al
capricho de su padre, que puede
engendrarlo o no según le plazca, rigor
con el que, sin embargo, no ha querido
tratar a la col ya que, en lugar de dejar a
la discreción del padre la generación
del hijo, como si temiera más por la
preservación de la raza de las coles que
de los hombres, las obligó quisieran o
no a darse el ser las unas a las otras y no
al modo de los hombres que, todo lo
más, sólo consiguen engendrar una
veintena de hijos en su vida mientras
que ellas producen cuatrocientas mil por
cabeza. Decir por tanto que Dios ama
más al hombre que a la col es contarnos
un chiste para reírnos ya que, no siendo
capaz de sentir pasiones, no puede odiar
ni amar a nadie y, si pudiera amar, antes
sentiría más ternura por esa col que
tenéis y no puede ofenderlo que por ese
hombre de cuyas posteriores ofensas
tiene ya conocimiento. Añadid a ello
que el hombre no puede nacer impoluto,
ya que tiene parte del primer hombre
que lo hizo culpable, en tanto que
sabemos que la primera col no ofendió a
su creador en el Paraíso terrenal. Se
dirá que nosotros estamos hechos a
imagen y semejanza del Ser Supremo y
las coles no. Si esto fuera cierto, al
ensuciar nuestra alma, que es por donde
nos parecemos a él, borramos esta
semejanza, ya que nada hay más opuesto
a Dios que el pecado. Y si nuestra alma
no es su retrato, tampoco nos parecemos
más a él por las manos, los pies, la
boca, la frente o las orejas que la col
por sus hojas, sus flores, sus pencas, su
troncho o su cogollo. ¿No creéis, en
verdad, que si esta pobre planta pudiera
hablar, cuando la cortan diría: «Hombre,
querido hermano mío, qué te he hecho
para merecer la muerte? Sólo crezco en
tus huertos y nunca se me encuentra en
lugar silvestre en donde viviría más
segura. Me niego a ser resultado de
otras manos que no sean las tuyas pero,
apenas he salido de ellas cuando, para
regresar a tu poder, emerjo de la tierra,
me abro, te tiendo los brazos, te ofrezco
mis hijos granados y en pago a mi
gentileza, ¡haces que me corten la
cabeza!». Tal es el discurso que
pronunciaría esta col si pudiera
expresarse. Y, ¿cómo? Porque no sabe
quejarse, ¿quiere decir que podemos
hacerle todo el daño que no es capaz de
impedir? Si encuentro a un pobre
desgraciado maniatado, ¿puedo matarlo
sin delito a causa de que no es capaz de
defenderse? Al contrario, su indefensión
haría más grave mi crueldad. Porque
aunque esta desgraciada criatura sea
pobre y privada de nuestras ventajas, no
por ello merece la muerte. ¡Cómo! De
todos los bienes del ser sólo tiene el de
vegetar ¿y se lo arrancamos? El pecado
de asesinar a un hombre no es tan grande
como el de cortar una col y quitarle la
vida, ya que aquel resucitará algún día,
mientras que ésta no tiene nada que
esperar. Al matar una col, aniquiláis su
alma pero, al matar a un hombre, sólo la
cambiáis de domicilio. Y todavía digo
más: como quiera que Dios, padre
común de todas las cosas, ama por igual
sus obras, ¿no es razonable que reparta
su benevolencia por igual entre las
plantas y nosotros? Es cierto que
nacimos los primeros, pero en la familia
de Dios no se conoce el derecho de
primogenitura. Si las coles no han
recibido su parte correspondiente en el
dominio de la inmortalidad, como
nosotros, sin duda se les compensó con
cualquier otro que, por su grandeza,
compense por su brevedad. Quizá sea
una
inteligencia
universal,
un
conocimiento perfecto de todas las
cosas en sus causas y quizá por ello el
Sabio Motor no les ha otorgado órganos
parecidos a los nuestros, cuyo único
resultado es un simple y débil
razonamiento frecuentemente engañoso,
sino de otros más ingeniosamente
hechos, más fuertes y numerosos que les
sirven para
sus
conversaciones
especulativas. Me preguntaréis, quizá,
qué sea lo que nos han enseñado de
estos grandes pensamientos. Pero
decidme, ¿qué os han enseñado los
ángeles más que ellas? Igual que no hay
proporción, relación ni armonía entre
las débiles facultades del hombre y las
de estas divinas criaturas, estas coles
intelectuales perderían el tiempo
tratando de hacernos comprender la
causa
oculta
de
todos
los
acontecimientos
maravillosos.
Carecemos de los sentidos necesarios
para entender tan altos conceptos.
Moisés, el más grande de los
filósofos puesto que, como decís, bebía
el conocimiento de la naturaleza en la
fuente de la misma naturaleza, se refería
a esta verdad cuando hablaba del Árbol
de la Ciencia. Pretendía enseñarnos,
valiéndose de este enigma, que las
plantas poseen el monopolio de la
filosofía perfecta. Recordad pues,
vosotros, los más soberbios de todos los
animales, que aunque la col a la que
cortáis la cabeza no diga nada, no por
ello deja de pensar. Pero el pobre
vegetal carece de órganos adecuados
para chillar, como nosotros, de órganos
para agitarse o para llorar. Sí los tiene
para quejarse de la faena que le hacéis y
con los cuales atrae sobre vosotros la
venganza del Cielo. Y si me preguntáis
que cómo sé que las coles tienen estos
bellos pensamientos, yo os pregunto
cómo sabéis vos que no los tienen y que,
por ejemplo, no hay una col que, a
imitación vuestra, diga por la noche al
cerrarse: «Queda de VE, señora Col
Rizada, vuestra muy humilde servidora,
la Col Repolluda».
Habiendo llegado a este punto en su
discurso,
el
joven que
había
acompañado a nuestro filósofo lo trajo
de vuelta.
—¡Cómo! ¿Ya habéis cenado? —
exclamó mi demonio. Él respondió que
sí, que casi todo en tanto que el
fisiónomo le había permitido probar
nuestra cena. El joven anfitrión no
esperó a que le preguntase por la
explicación de este misterio.
—Ya veo —dijo— que esta forma
de vivir os asombra. Sabed sin embargo
que, aunque en vuestro mundo se sea
más negligente en asuntos de salud, el
régimen de éste no es de despreciar. En
todas las casas hay un fisiónomo,
retribuido con cargo al erario público,
que es más o menos lo que vos
llamaríais en el vuestro un médico, con
la excepción de que no se ocupa más
que de los sanos y que no decide acerca
de los distintos tratamientos que
debemos seguir si no por la regla de la
proporción, la forma y la simetría de
nuestros miembros, por los rasgos
faciales, el color de la carne, la
suavidad del cutis, la agilidad del
conjunto, el tono de voz, el color, la
fuerza y la fortaleza del cabello. ¿No
habéis reparado hace un instante en un
hombre bastante bajo que os ha
observado largo tiempo? Es el
fisiónomo de esta casa: estad seguro de
que ha diversificado la exhalación de
vuestra cena de acuerdo con el
reconocimiento que haya hecho de
vuestra complexión. Observad que el
colchón en el que os habéis echado está
alejado de nuestras camas. Sin duda os
ha juzgado de un temperamento muy
distinto al nuestro, ya que ha temido que
el olor que se evapora de esos pequeños
grifos por encima de vuestra nariz no se
expandiera hasta nosotros o que el
nuestro no os alcanzara a vos. Esta
noche lo veréis cómo escoge las flores
de vuestro lecho con igual cuidado.
Durante esta intervención yo hacía
señales a mi anfitrión para que intentase
obligar a los filósofos a abordar algún
capítulo de la ciencia que profesaban. Él
a su vez, al considerarse amigo mío no
desaprovecharía la ocasión de hacerlo.
No os describiré los discursos ni los
ruegos que sirvieron de embajada a este
trato. De igual modo, la sutil diferencia
entre lo ridículo y lo serio fue
demasiado imperceptible para que se la
pudiera imitar. En resumen, después de
otros asuntos, el último de los doctores
en llegar continuó de esta manera:
—Me queda probaros que hay
infinitos mundos en este mundo
infinito[64]. Representaos, pues, el
universo como un enorme animal y las
estrellas que son mundos como otros
animales dentro de aquél y que sirven a
su vez de mundos a otros pueblos como
nosotros, los caballos y los elefantes, y
nosotros, a nuestra vez, también somos
los mundos de ciertas gentes todavía
más pequeñas, como los chancros, los
piojos, las lombrices o las cresas. Éstos
también sirven como tierra a otros
animales imperceptibles. Así de igual
modo que nosotros parecemos un gran
mundo a esta gente menuda, es posible
que nuestra carne, nuestra sangre y
nuestro espíritu no sean otra cosa que un
tejido de animalitos que se entretienen,
nos prestan movimiento con el suyo y
dejándose conducir ciegamente por
nuestra voluntad, que les sirve de
cochero, en realidad nos conducen a
nosotros y producen el conjunto de esa
acción a la que llamamos vida. Pues,
decidme, os lo ruego, ¿es desatinado
creer que un piojo tome nuestro cuerpo
por un mundo y que cuando alguno de
ellos viaja de una de vuestras orejas a la
otra sus compañeros digan de él que ha
viajado al fin del mundo o que lo ha
recorrido de un polo al otro? Sí, sin
duda, esta gente minúscula toma vuestro
pelo por los bosques de su país, los
poros llenos de pituita por fuentes, las
bubas y cresas por lagos y estanques, las
apostemas por mares, las fluxiones por
diluvios. Y cuando os peináis por
delante y por detrás creen que esta
agitación es la pleamar y bajamar del
océano. ¿Acaso no prueba el prurito lo
que digo? Ese ácaro que lo produce,
¿qué es sino uno de esos animalitos que
se ha separado de la sociedad civil para
establecerse como tirano en su país? Si
me preguntáis cómo es que son más
grandes que esos otros animales casi
imperceptibles, yo os preguntaré cómo
es que los elefantes son más grandes que
nosotros y los irlandeses que los
españoles. En cuanto a esa ampolla y
esa costra cuya causa ignoráis, tienen
que darse bien por la corrupción de las
carroñas de sus enemigos que esos
pequeños gigantes han masacrado, bien
porque la peste producida por la
necesidad de los alimentos de los que se
han saciado los sediciosos han dejado
pudrirse en el campo montones de
cadáveres, bien finalmente porque ese
tirano, luego de haber despejado su
entorno de sus compañeros que
taponaban con sus cuerpos los poros del
nuestro, ha dado paso a la pituita que, al
haberse extravasado fuera de la esfera
de circulación de nuestra sangre, se ha
corrompido. Quizá se me pregunte por
qué un ácaro produce otros cien. Esto no
es difícil de concebir porque igual que
una revuelta despierta otra, estos
pequeños pueblos, impulsados por el
mal ejemplo de sus sediciosos
compañeros, aspiran al mando cada uno
en particular, encendiendo la guerra por
doquier, la masacre y el hambre. Pero,
me diréis, unas personas padecen menos
prurito que otras y sin embargo las dos
están igualmente plagadas por estos
animales, ya que son ellos, según decís,
los que hacen la vida. También es
verdad, es de señalar, que los flemáticos
sufren menos los escozores que los
biliosos debido a que, al simpatizar el
pueblo con el clima que habita, es más
lento en un cuerpo frío que en otro
calentado por la temperatura de su
región, que se estremece, se remueve y
no es capaz de quedarse quieto en un
lugar. Así, el bilioso es mucho más
delicado que el flemático, puesto que al
estar animado en muchas más partes y no
siendo el alma más que la acción de
estas bestezuelas, es capaz de sentir en
todos los lugares en que se mueven estos
animales, mientras que el flemático no
abriga el calor suficiente para permitir
la acción más que en algunas partes. Y
para probar esta acaridad universal sólo
tenéis que considerar cómo acude la
sangre a la herida cuando estáis herido.
Vuestros doctores dicen que está guiada
por una naturaleza previsora que quiere
socorrer las partes debilitadas, pero
ésas son bellas quimeras: así pues,
además del alma y el espíritu todavía
hay una tercera sustancia intelectual que
tiene sus funciones y sus órganos aparte.
Es mucho más digno de crédito que, al
sentirse atacados, estos animalillos
acudan a sus vecinos en petición de
socorro y que, habiendo llegado éste de
todas partes y no pudiendo el país
sostener a tantas gentes, éstas mueran en
las apreturas o de inanición. Esta
mortalidad se produce cuando el
apostema está maduro puesto que, como
prueba de que entonces estos animales
de vida se han extinguido, la carne
podrida se hace insensible y si suele
suceder que la sangría que se ordena
para desviar la fluxión da buen resultado
es porque, habiéndose perdido mucha
por la abertura que estos animalitos
trataban de taponar, se niegan a ayudar a
sus aliados, puesto que no tienen sino
muy mermadas fuerzas para defenderse
cada uno en su lugar.
Con esto terminó y cuando el
segundo filósofo se dio cuenta de que
nuestras miradas convergían sobre él
exhortándole a hablar, dijo:
—Hombres: viéndoos deseosos de
enseñar a este animalillo, nuestro
semejante, parte de la ciencia que
profesamos, dictaré ahora un tratado que
tendría mucho gusto en enseñarle debido
a la luz que arroja sobre la comprensión
de nuestra física: es la explicación del
origen eterno del mundo, pero como
tengo prisa por hacer trabajar a mis
fuelles, puesto que mañana la ciudad
parte inexcusablemente, me perdonaréis
la brevedad con la promesa en todo caso
de que cuando aquélla se detenga os
daré satisfacción.
Al escuchar esto, el hijo del
anfitrión llamó a su padre y, al llegar
éste, todos le preguntaron la hora y el
buen hombre respondió que eran las
ocho. Montando en cólera su hijo dijo
entonces:
—¡Ah! Venid aquí, pillastre. ¿No os
había ordenado que nos avisarais a las
siete? Sabéis que las casas se van
mañana, que las murallas ya se han ido y
la pereza os cierra hasta la boca.
—Señor —replicó el buen hombre
—, acaba de conocerse, mientras
estabais en la mesa, una prohibición
expresa de salir antes de pasado
mañana.
—No importa —replicó el hijo
dándole un empujón—. Tenéis que
obedecer ciegamente, no interpretar mis
órdenes y acordaros solamente de lo que
os he ordenado. Rápido, id por vuestra
efigie.
Cuando el padre la hubo traído, el
jovenzuelo la agarró por el brazo y
estuvo un cuarto de hora largo
azotándola.
—Y ahora, largo, golfo —continuó
—.
En
castigo
por
vuestra
desobediencia quiero que hoy seáis la
irrisión de todo el mundo y para ello os
ordeno que caminéis sobre dos pies todo
el día.
El pobre viejo salió todo
desconsolado y su hijo prosiguió:
—Señores, os ruego excuséis las
bribonadas de este gandul; esperaba
hacer algo bueno de él pero ha abusado
de mi amistad. Creo que este granuja me
buscará la muerte. En verdad ya son más
de diez veces que he estado a punto de
maldecirlo.
Aunque no llegué a morderme los
labios, fue difícil para mí no reírme de
este mundo invertido con lo que, para
interrumpir aquella pedagogía burlesca
que a la postre me hubiera hecho estallar
en carcajadas, le supliqué que me dijera
qué entendía por ese viaje de la ciudad
del que acababa de hablar y si las casas
y las murallas caminaban. Así me
respondió:
—Nuestras ciudades, querido amigo,
se dividen en móviles y sedentarias. Las
móviles, por ejemplo, ésta en la que nos
encontramos ahora, se construyen del
modo siguiente: el arquitecto edifica
cada palacio como éste que veis de una
madera muy ligera y pone debajo cuatro
ruedas. Dentro de uno de los muros
coloca muchos fuelles grandes cuyos
tubos pasan en línea horizontal a través
del último paso de un aguilón al otro. De
este modo, cuando se quiere llevar las
ciudades a otra parte —puesto que se
las cambia de aires en todas las
estaciones—, cada cual despliega sobre
un lateral de su casa gran cantidad de
velas por delante de los fuelles. Luego,
habiendo fijado un muelle para que
funcionen, en menos de ocho días
trasladan sus casas si quieren a más de
cien leguas de distancia[65] gracias a las
bocanadas continuas que vomitan estos
monstruos de viento y que empujan las
velas.
La arquitectura del segundo tipo de
casas, que llamamos sedentarias, es
como sigue: las casas son casi iguales a
vuestras torres de no ser porque están
horadadas en el centro por un tornillo
fuerte y grueso que va desde el sótano al
tejado para poder bajarlas o subirlas a
discreción. Bajo la casa la tierra está
excavada hasta una profundidad
equivalente a la altura del edificio y
todo está construido de modo tal que tan
pronto como las heladas comienzan a
bajar del cielo, hacen descender las
casas girándolas hasta el fondo de la
fosa y por medio de unas pieles con las
que cubren el edificio y la excavación
en su entorno, se mantienen al abrigo de
la intemperie. Y tan pronto como el
dulce hálito de la primavera suaviza el
clima, vuelven a salir a la luz del día
mediante ese gran tornillo del que he
hablado.
Pienso que, llegado a este punto,
hubiese querido recobrar aliento cuando
tomé la palabra para decir:
—A fe mía, señor, jamás hubiera
creído que un albañil tan experto
pudiera ser filósofo de no teneros a vos
como prueba. Por ello mismo y ya que
no vamos a salir hoy, tenéis tiempo y
ocasión de explicarnos ese origen eterno
del mundo que celebrabais hace un
momento. En recompensa os prometo
que, en cuanto haya vuelto a la Luna, de
donde mi preceptor (y señalaba a mi
demonio) os certificará que he venido,
difundiré vuestra gloria contando las
cosas hermosas que nos hayáis relatado.
Veo que os reís de mi promesa porque
no creéis que la Luna sea un mundo y
aun menos que yo sea habitante de ella.
Pero puedo aseguraros asimismo que las
gentes de aquel mundo que toman éste
por una luna se burlarán de mí cuando
les diga que su luna es un mundo, que
los campos en ella son de tierra y que
vos sois personas.
Se limitó a responderme con una
sonrisa y comenzó su discurso de esta
forma:
—Como sea que, cuando queremos
remontarnos al origen de este gran todo,
estamos obligados a incurrir en tres o
cuatro absurdos, será muy razonable
tomar el camino en el que menos
tropecemos. El primer obstáculo con
que topamos es la eternidad del mundo.
Dado que el espíritu humano no es lo
bastante fuerte para concebirla y dado
que no puede imaginar que este gran
universo tan hermoso, tan ordenado,
pueda haberse hecho a sí mismo, ha
recurrido a la creación. Pero a
semejanza de aquel que se sumergió en
un río para que la lluvia no lo mojara, se
salva de los brazos de un enano
encomendándose a la misericordia de un
gigante. Con todo, tampoco se salvan,
puesto que esa eternidad que niegan al
mundo, por no poder comprenderla, se
la atribuyen a Dios, como si les fuera
más fácil imaginarla en el uno que en el
otro. Este absurdo, pues, este gigante del
que he hablado es la creación, porque
decidme en verdad ¿comprende alguien
cómo cabe hacer algo de la nada? Por
desgracia, entre la nada y un átomo sólo
hay tan infinitas desproporciones que el
cerebro más agudo no es capaz de
comprenderlas. Para escapar a este
laberinto inexplicable tendréis que
admitir una materia eterna junto a Dios y
en tal caso, no será necesario admitir un
Dios, puesto que el mundo ha podido ser
sin él. Pero, me diréis, si os concedo
que la materia sea eterna, ¿cómo se ha
organizado por sí mismo este caos? ¡Ah!
Os lo explicaré.
Después
de
haber
separado
mentalmente cada corpúsculo visible en
una infinidad de corpúsculos invisibles
es necesario, animalillo mío, imaginarse
que el universo infinito no está
compuesto de otra cosa que de esos
átomos infinitos muy sólidos, muy
incorruptibles y muy simples entre los
cuales unos son cubos, otros
paralelogramos, otros ángulos, otros
redondos, otros puntiagudos, otros
piramidales, otros hexágonos, otros
óvalos y que todos se comportan de
forma distinta cada uno según su forma.
Si dudáis de que sea así, poned una bola
de marfil muy redondeada sobre una
superficie muy lisa; al menor impulso
que le deis, estará moviéndose medio
cuarto de hora sin detenerse. Añado que
si fuera tan perfectamente redonda como
algunos de los átomos de que hablo, no
se detendría jamás. Por tanto, si el
artificio es capaz de poner un cuerpo en
movimiento perpetuo, ¿por qué no
hemos de creer que pueda hacerlo la
naturaleza? Lo mismo sucede con las
otras formas: una, como el cubo,
requiere reposo perpetuo; otras, un
movimiento
de
costado;
otras,
movimiento a medias, como una
oscilación. Y la forma redonda, cuyo ser
es moverse, al unirse a la pirámide
puede formar lo que llamamos el fuego,
no solamente porque éste se agita sin
cesar, sino que horada y penetra
fácilmente y, además, el fuego tiene
efectos diferentes según los grados y la
cantidad de los ángulos allí donde se
junta con la forma redonda; así, el fuego
de la pimienta es distinto del fuego del
azúcar, el fuego del azúcar distinto del
fuego de la canela, el de la canela
distinto del fuego del clavo y éste
distinto del fuego de leña. De este modo,
el fuego que es el constructor y
destructor de las partes y de todo el
universo ha empujado y recogido en un
roble la cantidad de formas necesarias
para producir ese roble. Pero, me diréis,
¿cómo es posible que el azar haya
reunido en un sitio todas las cosas
necesarias para producir ese roble?
Respondo que no es una maravilla el
hecho de que la naturaleza así dispuesta
haya formado un roble, sino que la
maravilla hubiera sido mayor si, una vez
dispuesta la materia, el roble no se
hubiera formado. Algunas formas menos
y hubiera sido un olmo, un álamo, un
sauce, un saúco, brezo o musgo. Un poco
más de otras formas y hubiera sido una
planta sensible, una ostra con su concha,
un gusano, una mosca, una rana, un
gorrión, un mono, un hombre. Cuando al
tirar tres dados sobre la mesa sale un
trío de doses o una escalera de tres,
cuatro, cinco o bien dos, seis y uno,
diréis: «¡Oh milagro! En cada dado ha
salido un único punto pudiendo haber
salido tantos otros. ¡Milagro! En tres
dados
han salido
tres
puntos
consecutivos. ¡Oh milagro! Han salido
dos seises y la parte posterior del otro
seis». Estoy seguro de que, al ser un
hombre inteligente, no os asombraréis
de este modo ya que, al no haber en los
dados más que cierta cantidad de
números, es imposible que no salga
alguno. Os asombráis de cómo sea
posible que esta materia mezcla de
cualquier forma al azar puede haber
constituido un hombre, puesto que eran
necesarias tantas cosas para la
constitución de su ser. Pero no sabéis
que cien millones de veces, esta materia
que se orientaba a la constitución de un
hombre se detuvo para formar a veces
una piedra, a veces plomo, coral, una
flor, un cometa debido a que había falta
o exceso de ciertas formas para hacer o
no hacer un hombre. Igualmente, nada
tiene de maravilloso que de una cantidad
infinita de materia que cambia y se
mueve de modo incesante ésta haya
tenido la oportunidad de hacer la piel de
los animales, los vegetales, los
minerales que vemos; igual que tampoco
es maravilla que de cien suertes de
dados salga un trío. Igualmente es
imposible que no salga algo de ese
movimiento y ese algo despertará
siempre la admiración del atolondrado
que no sabrá qué poco ha faltado para
que no se hubiera hecho. Cuando el gran
río de
hace que trabaje un
molino o mueve los resortes de un reloj
y el arroyuelo
se limita a fluir y
desbordarse, a veces no diréis que este
río tiene espíritu, ya que sabéis que ha
encontrado las cosas dispuestas para
hacer estas bellas obras maestras.
Porque si no hubiera encontrado un
molino en su curso, no hubiera molido el
grano, si no hubiera encontrado un reloj,
no hubiera marcado las horas y si el
arroyuelo del que he hablado hubiera
encontrado los mismos elementos,
habría hecho los mismos milagros. Lo
mismo sucede con ese fuego que se
enciende por sí mismo puesto que,
habiendo encontrado los órganos
precisos a la agitación necesaria para
razonar, razona, cuando encontró los
propios para sentir, sintió, cuando los
propios para vegetar, vegetó. Y si esto
no es así, arrancad los ojos a ese
hombre al que el fuego y el alma
permiten ver y dejará de ver de igual
modo que nuestro gran río dejará de
marcar las horas si se destruye el reloj.
Por último, estos átomos primeros e
indivisibles hacen un círculo sobre el
que ruedan sin dificultad las más
embarazosas cuestiones de la física. No
hay nada en el funcionamiento de los
sentidos que nadie ha conseguido
comprender bien hasta ahora que no
pueda
explicarlo
yo
con
los
corpúsculos. Comencemos con la vista
que, por ser el sentido más
incomprensible, merece los honores del
estreno.
Ésta se produce, imagino, cuando las
túnicas del ojo, cuyas aberturas son
similares a las de vidrio, proyectan ese
polvo ígneo que llamamos rayos
visuales, los cuales, al tropezar con
cualquier materia opaca, retornan al
origen con lo que, al encontrar en su
camino la imagen del objeto que los
rechaza y no siendo tal imagen más que
una cantidad infinita de corpúsculos que
se exhalan continuamente en superficies
iguales del objeto mirado, la empuja
hasta nuestro ojo.
No dejaréis de objetarme que el
vidrio es un cuerpo opaco y muy prieto
que, sin embargo, en lugar de rechazar
estos corpúsculos, se deja penetrar por
ellos. Pero os respondo que los poros
del vidrio están hechos de igual forma
que esos átomos de fuego que los
atraviesan y que igual que una criba de
trigo no es adecuada para cribar la
avena ni una de avena para cribar el
trigo; así también, igual que una cajita
de pino es tan tenue que deja pasar los
sonidos pero no es penetrable a la vista,
una pieza de cristal, al ser transparente,
se deja penetrar por la vista pero no por
el oído.
No pude evitar interrumpirlo:
—Pero ¿cómo, señor —le dije—,
partiendo de esos principios, podéis
explicar el modo en que nos reflejamos
en un espejo?
—Muy sencillo —me contestó—.
Figuraos que esos fuegos de nuestros
ojos, habiendo atravesado el espejo y
encontrado detrás un cuerpo no diáfano
que los rechaza, vuelven a pasar por
donde habían venido y encontrando esos
corpúsculos que salieron de nosotros,
caminando en superficies iguales,
extendidos sobre el espejo, los llevan a
nuestros ojos y nuestra imaginación, más
cálida que las otras facultades del alma,
atrae la más sutil, de la que hace un
retrato reducido.
El modo de trabajar del oído no es
el más difícil de entender. Para abreviar
consideremos tan solo el aspecto de la
armonía tomando por ejemplo un laúd
tocado por las manos de un maestro del
arte. Me preguntaréis cómo es posible
que escuche desde tan lejos algo que no
veo. ¿Salen esponjas de mis oídos que
absorben esa música y me la trasmiten?
¿O ese laudista engendra en mi cabeza
otro laudista pequeño con un pequeño
laúd y con orden de interpretar los
mismos aires? No, ese milagro proviene
de que, al vibrar la cuerda, golpea los
corpúsculos de que está compuesto el
aire y los expulsa a mi cerebro en donde
penetran suavemente con esas partículas
corporales minúsculas. A medida que la
cuerda se tensa, el sonido es más agudo,
ya que empuja los átomos con mayor
fuerza. Y el órgano en el que penetran
proporciona materia suficiente a la
fantasía para hacerse su composición. Si
hay pocos, sucede que como nuestra
memoria no ha acabado aún la imagen,
estamos obligados a repetir el mismo
sonido con el fin de que llegue a recoger
materiales suficientes de los que se le
proporcionan, por ejemplo, si se trata de
una zarabanda, para acabar el retrato de
dicha zarabanda. Pero esta operación no
es casi nada. Lo maravilloso es que su
efecto nos mueva tanto a la alegría como
a la rabia, tanto a la piedad como a la
ensoñación o al dolor. Eso sucede,
supongo, cuando el movimiento que se
imprime a estos corpúsculos tropieza en
nuestro interior con otros corpúsculos
que se mueven en el mismo sentido o a
los que su misma forma inclina al mismo
movimiento. Entonces los recién
llegados impulsan a los anfitriones a
moverse como ellos. De este modo,
cuando un ritmo fuerte encuentra el
fuego de nuestra sangre inclinado al
mismo movimiento, incita a este fuego a
exteriorizarse y es lo que llamamos un
valor ardoroso. Si el sonido es más
suave y carece de fuerza para levantar
más que una pequeña llama más agitada
debido a que la materia es más volátil,
paseándola a lo largo de los nervios, de
las membranas y de las aperturas de
nuestra carne, despierta ese cosquilleo
al que llamamos alegría. Lo mismo
sucede con el hervidero de otras
pasiones según que estos corpúsculos se
lancen sobre nosotros con mayor o
menor violencia, según el movimiento
que reciben al encontrarse otros
movimientos y según lo que se
encuentren en movimiento en nosotros.
Esto en cuanto al oído.
La demostración del tacto no es más
difícil. Toda materia palpable emite
corpúsculos a perpetuidad a medida que
la tocamos y se evaporan de inmediato
porque se desprenden del objeto que
manejamos como el agua de una esponja
cuando la estrujamos. Los corpúsculos
duros informan al órgano de su solidez;
los mullidos de su blandura; los rugosos
de su aspereza; los ardientes de su calor;
los helados de su frío. Si esto no fuera
así, no somos tan delicados para
discernir por el tacto con unas manos
gastadas por el trabajo y a causa del
grosor de nuestros callos que, al no ser
porosos ni animados, sólo con dificultad
transmiten esos efluvios de la materia.
Algunos desearán saber en dónde está la
sede del órgano del tacto. Entiendo que
está extendido por todas las superficies
del cuerpo, dado que éste está hecho por
el entrecruzamiento de los nervios del
que nuestra piel no es más que un tejido
imperceptible y continuo. En todo caso
imagino que cuando tanteamos con un
miembro próximo a la cabeza, sabemos
con mayor rapidez lo que es. Esto puede
experimentarse cuando tocamos algo con
las manos y con los ojos cerrados,
puesto que adivinamos rápidamente de
qué se trata. Por el contrario, si la
tocamos con el pie, trabajaremos mucho
para reconocerla. Esto proviene del
hecho de que nuestra piel está
enteramente acribillada de agujeritos y
los nervios (cuya materia no está más
prieta) pierden en el camino muchos de
estos átomos por las pequeñas aberturas
de su contextura antes de llegar al
cerebro, en donde termina su viaje.
Réstame por probar que los sentidos
del olfato y el gusto también funcionan
por intermedio de estos mismos
corpúsculos.
Decidme, pues, cuando degusto un
fruto ¿no es a causa de la humedad de la
boca que lo funde? Confesadme por
tanto que habiendo otras sales en una
pera y distribuyéndolas la solución en
corpúsculos de forma distinta a la que
componen el sabor de una ciruela,
atravesarán nuestro paladar de forma
distinta, igual que el desgarrón
producido por el hierro de una pica que
me atraviesa no es en absoluto igual al
impacto de la bala de una pistola, igual
que la bala de la pistola me infiere un
dolor distinto a la punta de acero de una
flecha[66].
No tengo nada que decir del olfato,
ya que vuestros mismos filósofos
confiesan que se da gracias a una
emisión continua de corpúsculos que se
desprenden de su masa y, al expandirse,
nos llegan a la nariz.
Apoyado en este principio voy a
explicaros la creación, la armonía y la
influencia de las esferas celestes así
como la inmutable variedad de los
meteoros.
Iba a continuar pero en ese momento
entró el anfitrión viejo y nuestro filósofo
hizo ademán de retirarse. Traía cristales
llenos de luciérnagas, pero como quiera
que estos diminutos insectos lucientes
pierden casi todo su resplandor cuando
no están recién capturados, los que él
llevaba apenas daban luz, pues tenían ya
diez días. Mi demonio no esperó a que
los presentes protestaran, sino que subió
a sus habitaciones y regresó de
inmediato con dos bolas de fuego tan
brillantes que todos se asombraron de
cómo fuera posible que no se quemara
los dedos.
Estos haces de luz incombustibles
nos serán más útiles que vuestros
amasijos de gusanos. Son rayos de sol
que he purgado de su calor ya que, de no
ser así, las características corrosivas de
su fuego hubieran dañado vuestra vista
al deslumbraros. He extraído la luz y la
he encerrado en estas esferas
transparentes. Esto no debe asombraros
porque, como nací en el Sol, para mí no
es más difícil condensar sus rayos, que
son el polvo del mundo solar, que para
vosotros amasar el polvo o los átomos,
que son la tierra pulverizada de éste.
Una vez que este hijo del Sol hubo
acabado su panegírico y como se hacía
tarde, el anfitrión joven envió a su padre
a acompañar a los dos filósofos con una
docena de esferas de gusanos sujetas a
sus cuatro pies. En cuanto a nosotros,
esto es, el anfitrión joven, mi preceptor
y yo, nos acostamos por orden del
fisiónomo. Éste me adjudicó esta vez
una habitación de violetas y lirios, hizo
que me cosquillearan como era habitual
para dormirme y, al día siguiente, vi
entrar a mi demonio que me dijo que
venía de Palacio, adondele había
llamado
una de las damas de la
reina, que se había interesado por mí e
insistido en que se ratificaba en su deseo
de cumplir su palabra, esto es, que si
quería llevarla conmigo al otro mundo,
me seguiría de buena gana.
—Esto me ha confortado mucho —
continuó— porque me he dado cuenta de
que el motivo principal de su viaje no es
otro que hacerse cristiana. Así le he
prometido ayudarla en su propósito con
todas mis fuerzas e inventar a este efecto
una máquina capaz de contener tres o
cuatro personas y en la que podréis
viajar juntos: desde hoy voy a
dedicarme seriamente a esta empresa.
Por ello y a fin de que os divirtáis
durante mi ausencia, tened un libro que
os dejo y que traje en su día de mi país
natal. Se titula Los estados e imperios
del Sol. También os doy este otro que
estimo mucho más, es La gran obra de
los filósofos[67] que ha compuesto uno
de los espíritus más esclarecidos del
Sol. En él prueba que todas las cosas
son verdaderas y declara el modo de
unir físicamente las verdades de cada
contradicción como, por ejemplo, que lo
blanco es negro, que se puede ser y no
ser al mismo tiempo, que puede haber
una montaña sin valle, que la nada es
algo y que todas las cosas que son no
son. Pero reparad en que prueba todas
esas paradojas inauditas sin ninguna
razón capciosa ni sofística. Cuando os
canséis de leer, podéis pasear o bien
conversar con nuestro joven anfitrión,
vuestro compañero. Tiene un espíritu
adornado de muchas virtudes. Lo que me
disgusta de él es que es un impío. Pero
si llega a escandalizaros o a conseguir
que vuestra fe vacile merced a sus
razonamientos, no os demoréis en venir
a decírmelo. Yo resolveré las
dificultades. Cualquier otro os ordenaría
que interrumpierais la conversación
cuando comience a filosofar sobre estos
asuntos pero, como es extremadamente
vanidoso, estoy seguro de que tomaría
esta huida por una derrota y se
imaginaría que vuestra creencia es
contraria a la razón si os negáis a
escuchar las suyas. Pensad en vivir en
libertad.
Al decir esto se separó de mí,
porque es la forma que hay en este país
de despedirse, igual que el «buenos
días» o el «soy, señor, vuestro servidor»
se expresan con este cumplido:
«Ámame, sabio, ya que yo te amo».
Apenas se hubo marchado me puse a
considerar atentamente mis libros. Las
cajitas, esto es, las cubiertas, me
parecieron admirables por su riqueza.
Una estaba tallada de un único diamante
incomparablemente más brillante que
los nuestros. La segunda parecía una
perla enorme hendida en dos. Mi
demonio los había traducido en la
lengua de este mundo. Pero como
todavía no he hablado de su forma de
imprimir, explicaré las formas de estos
dos volúmenes.
Al abrir la cajita encuentro dentro
algo metálico muy parecido a nuestros
relojes con una cantidad infinita de
pequeños resortes y de máquinas
imperceptibles. Es un libro en verdad,
pero un libro milagroso que no tiene
páginas ni caracteres. En fin es un libro
para cuya lectura no se necesitan los
ojos; basta con las orejas. Cuando
alguien quiere leer, da cuerda a esta
máquina con una serie de llaves de todo
tipo y luego pone la aguja sobre el
capítulo que desea escuchar y, al mismo
tiempo, salen de esta nuez, como si fuera
la boca de un hombre o un instrumento
de música, todos los sonidos distintos y
diferentes que entre los grandes lunares
sirven como expresión del lenguaje.
Una vez que hube reflexionado sobre
este invento milagroso para hacer libros
no me asombré de que los jóvenes de
este
país
tuvieran
mayores
conocimientos a los dieciséis y
diecisiete años que las barbas canas del
nuestro puesto que, al aprender a leer al
tiempo que a hablar, nunca carecen de
lectura. Ya sea en su habitación o de
paseo, en la ciudad, de viaje, a pie, a
caballo pueden tener una treintena de
estos libros en el bolsillo o colgados en
el arzón de la silla, a los que solamente
deben dar cuerda a un resorte para
escuchar un capítulo o más si tienen
ánimos para oír todo el libro. De este
modo, puede uno vivir rodeado
eternamente de todos los grandes
hombres, muertos y vivos, que
conversan con nosotros de viva voz.
Este regalo me tuvo entretenido más
de una hora. Finalmente, tras
colgármelos de las orejas como si
fueran pendientes, salí a la ciudad de
paseo. Apenas hube recorrido la calle
que hay frente a nuestra casa cuando
tropecé en el otro extremo con un grupo
bastante nutrido de personas tristes.
Cuatro de ellas llevaban sobre los
hombros una especie de ataúd forrado
de negro. Pregunté a otro espectador qué
quería decir esta procesión parecida a
las pompas fúnebres de mi país. Me
respondió que este malvado
designado por el pueblo con una
palmada en la rodilla derecha,
condenado por envidia e ingratitud,
había muerto ayer y que el Parlamento lo
había condenado hacia veinte años a
morir de muerte natural en su cama y a
ser enterrado después de su muerte.
Me eché a reír con esta respuesta y
él me preguntó por qué lo hacía.
—Me asombráis —le contesté yo—
al decir que lo que en nuestro mundo es
una señal de bendición, esto es, una vida
larga, una muerte apacible, un entierro
pomposo, sirvan aquí como castigo
ejemplar.
—¡Cómo! —me contestó el hombre
—. ¡Tomáis la sepultura como una señal
de bendición! Vaya, a fe vuestra ¿podéis
concebir algo más espantoso que un
cadáver que camina sobre los gusanos
de los que rebosa, a merced de los
sapos que le comen las mejillas, en fin,
la peste revestida con el cuerpo de un
hombre? ¡Santo Dios! La sola idea de
tener, aunque sea muerto, la cara
envuelta en una mortaja y una pica de
tierra sobre la boca no me deja respirar.
Este miserable a quien veis aquí
transportar, además de la infamia de que
lo tiren a una fosa, ha sido condenado a
ir acompañado en su viaje por ciento
cincuenta amigos suyos a los que, como
castigo por haber amado a un envidioso
y un ingrato, se les ha ordenado que
comparezcan en el funeral con el
semblante triste, y si no hubiera sido
porque los jueces se han apiadado
imputando en parte sus delitos a su falta
de inteligencia, les hubieran ordenado
que lloraran. Al margen de los
delincuentes aquí incineramos a todo el
mundo, la cual es una costumbre muy
decente y razonable, pues creemos que
el fuego separa lo puro de la impuro y
merced a su calor atrae por simpatía ese
calor natural que compone el alma y le
da la fuerza necesaria para elevarse
ascendiendo hacia algún astro, la tierra
de ciertos pueblos menos materialistas
que nosotros, más intelectuales, ya que
su temperamento debe corresponderse y
participar en la pureza del globo que
habitan, y dicha llama radical, habiendo
mejorado por la sutileza de los
elementos de ese mundo, viene a
constituir un ciudadano de ese país
ígneo.
No obstante, tampoco es nuestra
mejor manera de inhumar. Cuando uno
de nuestros filósofos alcanza una edad
en la que siente que se le ablanda el
espíritu y el hielo de los años entorpece
los movimientos de su alma, reúne a sus
amigos para un banquete suntuoso.
Luego, una vez que ha expuesto los
motivos que le han hecho decidir que se
despide de la naturaleza y la escasa
esperanza que tiene de añadir algo a sus
acciones más hermosas, bien se le
otorga gracia, es decir, se le ordena la
muerte, o se le impone la severa
condena de vivir. Cuando por mayoría
de votos se ha puesto su aliento en sus
manos, señala a sus seres queridos el
lugar y la hora; éstos se purgan y se
abstienen de comer durante veinticuatro
horas. Luego, una vez llegados a la casa
del sabio, tras haber sacrificado al Sol,
entran en la habitación en la que esta
alma generosa los espera reclinado
sobre un lujoso lecho. Cada uno de los
visitantes se le echa en los brazos. Y
cuando llega a aquel a quien más ama,
luego de haberlo besado tiernamente, lo
apoya sobre el estómago y, juntando su
boca a la boca del otro, con la mano
derecha, que tiene libre, se hunde un
puñal en el corazón. El amante no separa
los labios de los de su amante hasta que
no lo siente expirar. Entonces extrae el
acero de su seno y cierra la llaga con su
boca, tragando su sangre y chupando
hasta que no puede beber más. De
inmediato le sucede otro y se lleva al
primero al lecho. Cuando el segundo
está ahíto, se le lleva a acostar para
hacer sitio a un tercero. Finalmente,
cuando todo el grupo está lleno, se trae
una joven de dieciséis o diecisiete años
para cada uno de ellos y durante los tres
o cuatro días que pasan degustando las
delicias del amor, no se les alimenta
más que con la carne del muerto, que se
les hace comer cruda a fin de que, si ha
de nacer algo de sus coyundas, se
aseguren de que es su amigo que revive.
No di ocasión a este hombre de
seguir discurriendo de esta guisa sino
que lo dejé plantado para seguir mi
paseo.
Aunque éste fue corto, el tiempo que
empleé en las particularidades de estos
espectáculos y en visitar algunos lugares
de la ciudad fue la causa de que llegara
con dos horas de retraso a la cena. Me
preguntaron por qué llegaba tan tarde.
—No es culpa mía —contesté al
cocinero que estaba quejoso—; he
preguntado varias veces la hora en la
calle pero sólo me respondían abriendo
la boca, cerrando los dientes y ladeando
el rostro.
—¡Cómo!
—exclamaron
los
presentes—. ¿No sabéis que de esa
forma os decían la hora?
—A fe mía —contesté—, hubieran
todos expuesto sus narizotas al sol antes
de que yo me enterara.
—Es una comodidad —me dijeron
ellos— que les sirve para prescindir del
reloj. Cuando quieren decirle a alguien
la hora, abren los labios, hacen un
cuadrante justo con los dientes y la
sombra de la nariz, que viene a caer
sobre ello, viene a dar la hora que el
demandante quiere saber. Y ahora, para
que sepáis por qué todo el mundo en
este país tiene la nariz grande, sabed que
en cuanto una mujer da a luz, la
comadrona lleva al niño ante el prior
del Seminario y cuando pasa un año
justo, se reúnen los expertos y si resulta
que su nariz es más corta de una medida
que tiene el síndico, se le declara chato
y se le entrega a los sacerdotes, que lo
castran. Es posible que me preguntéis la
causa de esta barbaridad y cómo sea
posible que nosotros, para quienes la
virginidad es un delito, fabriquemos
castos a la fuerza. Sabed que lo hacemos
así después de haber observado hace ya
treinta siglos que una nariz grande es
como un letrero a la puerta que dice: en
esta casa habita un hombre espiritual,
prudente, cortés, afable, generoso y
liberal, y que una nariz pequeña es
símbolo de los vicios opuestos. Por este
motivo hacemos eunucos de los ñatos,
porque la República prefiere no tener
hijos a tenerlos semejantes a ellos.
Mi interlocutor seguía hablando
cuando vi que entraba un hombre
completamente desnudo. Me senté de
inmediato y me cubrí en su honor, ya que
estas son las marcas del mayor respeto
que pueda testimoniarse a alguien en
este país.
—El Reino —dijo— desea que,
antes de marcharos a vuestro país,
aviséis a los magistrados debido a que
un matemático acaba de prometer al
Consejo que si cuando estéis de regreso
en vuestro mundo queréis construir
cierta máquina que él os enseñará,
correspondiente con otra que él tendrá
dispuesta en este mundo, él la atraerá y
la juntará con nuestro globo.
Apenas hubo salido el hombre
cuando dirigiéndome al joven anfitrión
le dije:
—¡Ah! Os ruego me digáis qué
quiere decir ese bronce que representa
unas partes pudendas y pende de la
cintura de ese hombre. Ya había visto
gran cantidad de ellas cuando estaba en
la jaula, pero como casi siempre estaba
rodeado de las damas de la reina, me
daba apuro violar el respeto que se debe
a su sexo y condición si hubiese
planteado en su presencia un asunto tan
grosero.
Él me respondió:
—Aquí las mujeres, al igual que los
hombres, no son tan ingratas que se
ruboricen a la vista de aquel que las ha
forjado. Y las vírgenes no se
avergüenzan de amar en nosotros la
memoria de su madre naturaleza, la
única cosa que lleva su nombre. Sabed
pues que la banda con la que se honra a
ese hombre y de la que cuelga la forma
de un miembro viril como si fuera una
medalla es el símbolo de la hidalguía y
la señal que distingue al noble del patán.
Confieso que esa paradoja me
pareció tan extravagante que no pude
dejar de reír.
—Esta costumbre me parece
extraordinaria —dije a mi joven
anfitrión— porque en nuestro mundo la
señal de la nobleza es llevar espada.
Pero él, sin inmutarse, exclamó:
—¡Oh, hombrecillo! ¡Qué locos
están los grandes de vuestro mundo al
presumir de un instrumento que
caracteriza al verdugo, que sólo se ha
forjado para destruirnos, en fin, que es
el enemigo jurado de todo lo que vive y
al esconder, por el contrario, un
miembro sin el cual estaríamos a nivel
de lo que no es, el Prometeo de cada
animal y el reparador infatigable de las
debilidades
de
la
naturaleza!
¡Desgraciado el lugar en el que las
marcas
de
la
generación son
ignominiosas y las de la aniquilación
honorables! No obstante, vos llamáis a
este miembro las partes pudendas como
si hubiera algo más glorioso que dar la
vida y algo más infame que quitarla.
Durante este discurso no cesamos de
cenar y, en cuanto nos levantamos de
nuestras camas, salimos al jardín a
tomar el aire. Las ocurrencias y la
belleza del lugar nos entretuvieron algún
tiempo, pero como el deseo más noble
que me animaba por entonces era
convertir a nuestra religión un alma tan
superior al nivel del vulgo, le exhorté
mil veces a no permitir que la materia
ensuciara aquel hermoso genio de que el
cielo lo había provisto, que liberara del
vínculo animal aquel espíritu capaz de
la visión de Dios. En fin, que pensara
seriamente en unir algún día su
inmoralidad al placer antes que al dolor.
—¡Cómo!
—me
respondió
estallando en carcajadas—. ¿Estimáis
vuestra alma inmortal y la de los
animales no? ¡En verdad, amigo mío,
vuestro orgullo es muy insolente! ¿Y
cómo demostráis, os lo ruego, esta
inmortalidad en perjuicio de la de las
bestias? ¿Será a causa de que nosotros
estamos dotados de razón y ellas no? En
primer lugar, lo niego y os probaré
cuando os plazca que las bestias razonan
como nosotros. Pero aunque fuera
verdad que la razón nos ha sido dada en
atributo y que es un privilegio reservado
únicamente a nuestra especie, ¿es
obligado creer que Dios haya
enriquecido al hombre con la
inmortalidad porque ya le ha atribuido
la razón? ¿Así que tengo que dar a este
pobre hoy una pistola porque ayer le di
un escudo?[68]. Vos mismo veis la
falsedad de esta consecuencia de modo
que, al contrario, si soy justo, en lugar
de dar una pistola a éste, debo dar un
escudo a otro que aún no ha recibido
nada de mí. De esto es necesario
concluir, querido amigo, que Dios, mil
veces más justo que nosotros, no habrá
otorgado todo a unos para no dejar nada
a los otros. Si se alega el ejemplo de los
primogénitos de vuestro mundo que se
llevan casi todos los bienes de la casa
en la partición de las herencias, se trata
de una debilidad de los padres que,
queriendo perpetuar su nombre, han
temido que se perdiera o desapareciera
en la pobreza. Pero Dios, que no es
capaz de error, tuvo buen cuidado de
cometer uno tan grande y, además, no
habiendo en la eternidad de Dios ni
antes ni después, los segundogénitos no
son más jóvenes que los primogénitos.
No le oculté que este razonamiento
me desconcertó[69].
—Permitiréis —le dije— que
interrumpa aquí este asunto, pues no me
siento con fuerzas suficientes para
responderos. Voy a preguntar la solución
de esta dificultad a nuestro preceptor
común.
Sin esperar a que me respondiera,
subí de inmediato a la habitación de
aquel hábil demonio y, haciendo a un
lado todo preámbulo, le expuse lo que
se me acababa de objetar en lo tocante a
la inmortalidad de nuestras almas y esto
es lo que me respondió:
—Hijo mío, ese joven atolondrado
trataba a toda costa de convenceros de
que no es verosímil que el alma del
hombre sea inmortal porque, en tal caso,
Dios sería injusto, Él, que se dice padre
común de todos los seres, por haber
beneficiado a una especie abandonando
todas las demás a la nada o al infortunio,
en verdad razones que tienen cierta
fuerza. ¿Y si yo le preguntara cómo sabe
que lo que es justo para nosotros
también lo es para Dios? ¿Cómo sabe
que Dios se mide por nuestro rasero?
¿Cómo que nuestras leyes y costumbres,
que se han instituido para poner remedio
a nuestros desórdenes, sirven asimismo
para cuantificar las partes de la
omnipotencia de Dios? Dejo de lado
todas estas cosas con todo lo que han
respondido tan divinamente sobre esta
materia los padres de vuestra Iglesia y
os descubriré un misterio que aún no se
ha revelado.
Sabéis, hijo mío, que de la tierra se
hace el árbol; del árbol, el cerdo; y del
cerdo, el hombre, con lo que no cabe
sino creer que, como todos los seres en
la naturaleza tienden a lo más perfecto,
aspiran a ser hombres, cuya esencia es
el logro de la más hermosa combinación
y el que mejor se haya imaginado en el
mundo, puesto que es el único que sirve
de puente entre la vida brutal y la
angélica. Hay que ser pedante para
negar que estas metamorfosis suceden;
¿acaso no vemos que un manzano
absorbe y digiere la hierba que lo rodea
como por una boca y con el calor de su
germen? ¿No vemos que un cerdo
devora el fruto y lo convierte en parte de
sí mismo? ¿O que un hombre, al comer
el cerdo recalienta su carne muerta, la
une a sí y hace revivir al animal bajo la
forma de una especie más noble? De
este modo, ese gran pontífice que veis
con la mitra sobre la cabeza hace
sesenta años no era más que una mata de
hierbas en mi jardín. Dios, que es el
padre común de todas sus criaturas, las
ama a todas por igual. ¿Acaso no es
creíble que por esa metempsicosis, más
razonada que la pitagórica, todo lo que
siente, lo que vegeta, por último, que
toda la materia habrá pasado por el
hombre y ese gran día del juicio llegará
en el que todos los profetas hacen
coincidir los secretos de su filosofía?
Volví a bajar muy contento al jardín
y comenzaba a recitar a mi contertulio lo
que nuestro maestro nos había enseñado,
cuando llegó el fisiónomo para
llevarnos a la refacción y al dormitorio.
Me callo las particularidades, dado que
me alimentaron y me acostaron como el
día anterior.
Al día siguiente, desde el momento
en que desperté fui a hacer levantar a mi
antagonista.
—Es tan milagroso —le dije al
llegar— encontrar una inteligencia
poderosa como la vuestra arrebujada en
el sueño como ver un fuego sin
animación.
Este cumplido malévolo le arrancó
una sonrisa.
—Pero —exclamó con una cólera
entreverada de amor— ¿no dejaréis caer
jamás tanto de vuestra boca como de
vuestro corazón esos términos fabulosos
de «milagros»? Sabed que esos nombres
difaman el de filósofo. Dado que el
sabio no ve nada en el mundo que no
pueda concebir o que no juzgue que
pueda ser concebido, debe abominar de
todas esas expresiones de milagros,
prodigios, acontecimientos contra la
naturaleza que han inventado los
estúpidos para excusar las debilidades
de su entendimiento.
Creí entonces estar obligado en
conciencia a tomar la palabra para
desengañarle:
—Aunque no creáis en los milagros
—le contesté—, no por eso deja de
haberlos y muchos. Yo los he visto con
mis ojos. He conocido a más de veinte
enfermos curados milagrosamente.
—Vos decís —me interrumpió— que
esas gentes se han curado por milagro,
pero no sabéis que la fuerza de la
imaginación es capaz de combatir todas
las enfermedades a causa de cierto
bálsamo natural extendido por todo el
cuerpo que contiene todas las cualidades
contrarias a aquellas de los distintos
males que nos atacan, y nuestra
imaginación, avisada por el dolor, va a
escoger a su lugar el remedio específico
que combate el veneno y nos cura. De
aquí es de donde viene que el médico
más hábil de nuestro mundo aconseje al
paciente que elija antes un médico
ignorante al que él cree hábil que uno
hábil del que piense que es ignorante, ya
que supone que nuestra imaginación está
trabajando a favor de nuestra salud. A
poco que se la ayude con algunos
remedios, es capaz de curarnos. En
cambio, los más poderosos son también
los más débiles cuando no es la
imaginación la que los aplica. ¿Os
asombráis de que los primeros hombres
de vuestro mundo vivieran tantos siglos
sin tener conocimientos de medicina? Su
naturaleza era robusta y el bálsamo
natural no estaba disperso por las
drogas con las que os consumen vuestros
médicos.
Para
entrar
en
la
convalecencia lo único que tenían que
hacer era desear intensamente e
imaginarse estar curados. De inmediato
toda su fantasía limpia, vigorosa y tensa
se sumergía en ese óleo vital, aplicaba
lo activo a lo pasivo y, en un abrir y
cerrar de ojos, helos aquí sanos como
antes. Hoy día no dejan de producirse
curaciones asombrosas, pero el pueblo
las atribuye a milagros. En cuanto a mí,
no creo en absoluto y mi razón para ello
es que es más fácil que todos ésos que
hablan se equivoquen a que algo así
pueda suceder. Pues les pregunto: ese
paciente febril que acaba de curarse ha
deseado
intensamente,
como
es
verosímil, durante su enfermedad verse
de nuevo con salud. Ha hecho votos. Por
el hecho de estar enfermo era
absolutamente necesario que el paciente
muriera al agravarse su mal o que se
curara. Si muere, se dirá que Dios ha
querido
recompensarlo
por
sus
sufrimientos. También puede hacerse una
interpretación equívoca al decir que,
habiendo escuchado las oraciones del
paciente, Dios lo ha curado de todos sus
males. Si vive pero continúa con su
enfermedad, se dice que no tenía fe
suficiente. Pero si se cura, se trata
evidentemente de un milagro. ¿Acaso no
es más verosímil que sea su fantasía,
excitada por sus ardientes deseos de
salud, la que haya producido este
cambio? Admito que muchas personas
que han hecho votos se han salvado,
pero ¿cuántos más no vemos que
perecen miserablemente a pesar de sus
votos?
—Pero cuando menos —le contesté
yo— si es cierto lo que decís de ese
bálsamo, se trata de una marca de la
racionalidad propia del alma porque, sin
valerse de los instrumentos de nuestra
razón ni apoyarse en la ayuda de nuestra
voluntad, sabe por sí misma, como si
estuviera fuera de nosotros, aplicar lo
activo a lo pasivo. Por tanto, si es
racional cuando está fuera de nosotros,
es necesario que sea espiritual. Y si
admitís que es espiritual, hay que
concluir que es inmortal, ya que la
muerte no alcanza a los animales sino
por el cambio de formas del que sólo es
capaz la materia.
Incorporándose sobre el lecho y
haciéndome sentar de modo parecido, el
joven discurrió poco más o menos como
sigue:
—En cuanto al alma de los animales,
que es corporal, no me asombra nada
que muera, puesto que posiblemente no
sea otra cosa que una armonía de los
cuatro accidentes[70], un impulso de la
sangre, una proporción de los órganos
bien concertados. Pero me asombra
mucho que la nuestra, que se dice
incorpórea, intelectual e inmortal esté
obligada a abandonarnos por las mismas
causas que hacen perecer la de un buey.
¿Acaso ha hecho un pacto con nuestro
cuerpo de forma que, cuando una espada
le atraviesa el corazón, una bala de
plomo el cerebro o un disparo de
mosquete el cuerpo, abandona de
inmediato su alojamiento agujereado?
Según esto incumpliría con frecuencia el
contrato, puesto que algunos mueren a
consecuencia de una herida de la que
otros se curan. Sería preciso que cada
alma hubiera hecho un acuerdo especial
con su cuerpo. En verdad y a pesar de
todo el espíritu que tiene, según se nos
dice, el alma se pone furiosa al salir de
su albergue cuando ve que en ese
momento se le va a asignar un lugar en
el Infierno. Y si esta alma fuera
espiritual y por eso mismo racional,
como se dice, capaz de inteligencia
cuando está separada de nuestra masa
corpórea como cuando está revestida de
ella, ¿por qué los ciegos de nacimiento
no pueden siquiera imaginarse qué sea
el hecho de ver a pesar de todas las
ventajas de esa alma intelectual? ¿Por
qué los sordos no oyen nada? ¿Es
porque la muerte aún no los ha
despojado de todos los sentidos?
¡Cómo! ¿Acaso no podré valerme de la
mano derecha porque ya tengo una
izquierda? Para probar que el alma no
podría actuar sin los sentidos y aunque
sea espiritual, alegan el ejemplo de un
pintor que no podría pintar un cuadro si
no tuviera pinceles. Sí, pero eso no
quiere decir que, aunque tuviera los
pinceles, el pintor podría pintar si, en
cambio, le faltaran los colores, los
lápices, las telas o la paleta. Al
contrario, cuantos más obstáculos se
opongan a su trabajo, más difícil le será
pintar. Y sin embargo pretenden que esta
alma que no puede actuar si no
imperfectamente en vida cuando ha
perdido uno de sus utensilios pueda en
cambio trabajar a la perfección cuando
los haya perdido todos después de
nuestra muerte. Si vienen a contarnos
que no necesita sus instrumentos para
realizar sus funciones, yo les contaré
que es preciso azotar a los ciegos del
hospicio que fingen no ver nada.
—Pero —le dije— si nuestra alma
muriese, como veo que queréis concluir,
la resurrección que esperamos no sería
más que una quimera, ya que sería
preciso que Dios volviese a crearlas y
eso no sería ya una resurrección.
Me interrumpió denegando con la
cabeza con una exclamación:
—¡Ah, a fe vuestra! ¿Quién os ha
contado ese cuento? ¡Cómo! ¿Resucitar
vos? ¿Yo? ¿Mi criada?
—No es un cuento de hadas —le
contesté—; es una verdad indudable que
os probaré.
—Y yo —me dijo— os probaré lo
contrario. Para empezar supongamos que
os coméis a un mahometano. En
consecuencia, lo convertís en sustancia
vuestra. ¿No es cierto que, una vez
digerido, ese mahometano se convierte
parte en carne vuestra, parte en sangre y
parte en esperma? A continuación os
acostáis con vuestra esposa y de vuestro
semen que viene íntegro del cadáver del
mahometano, moldeáis un precioso
cristianito. Pregunto: ¿tendrá su cuerpo
el mahometano? Si la tierra se lo
devuelve, el cristianito no tendrá el suyo
ya que todo él no es más que una parte
del mahometano. Si me decís que el
cristianito tendrá su cuerpo, Dios
sustraerá pues al mahometano aquello
que el cristianito haya recibido del
cuerpo de éste. De este modo, es preciso
que uno o el otro carezca de cuerpo.
Quizá me respondáis que Dios recreará
la materia que necesite el que se haya
quedado sin ella. Sí, pero surge otra
dificultad en el camino y es que si el
condenado mahometano resucita y Dios
le proporciona un cuerpo nuevo en
sustitución del que le ha robado el
cristiano, como quiera que el cuerpo
solo ni el alma sola no hacen al hombre
sino el uno y la otra unidos en un solo
sujeto y como el cuerpo y el alma son
partes inseparables del hombre, si Dios
prestase a este mahometano un cuerpo
distinto del suyo, ya no sería el mismo
individuo. De este modo, Dios condena
a otra persona distinta de la que ha
merecido el Infierno. Así pues, para
castigar ese cuerpo depravado, ese
cuerpo que ha abusado criminalmente de
todos sus sentidos, Dios arroja al fuego
a otro que es virgen, que es puro y que
jamás ha prestado sus órganos para la
comisión del menor delito. Y lo que aún
es más ridículo es que ese cuerpo habrá
merecido el Infierno y el Paraíso al
mismo tiempo ya que, en tanto que
mahometano, tiene que condenarse y en
tanto que cristiano, ha de salvarse. De
forma que si Dios lo admite en el
Paraíso, será injusto al cambiar por la
gloria la condenación que tiene
merecida por mahometano y si lo arroja
al Infierno, también es injusto por
sustituir con la muerte eterna la beatitud
que ha merecido como cristiano. Así que
si quiere ser equitativo, es necesario que
condene y salve eternamente a ese
hombre.
Tomé entonces la palabra para
responderle:
—No tengo nada que oponer a
vuestros argumentos sofistas contra la
resurrección, por cuanto es Dios quien
lo ha dicho y Dios no puede mentir.
—No vayáis tan deprisa —me
contestó—. Ya estáis en el «lo ha dicho
Dios». Antes hay que probar que Dios
exista, pues yo os lo niego en redondo.
—No me entretendré —le dije— en
recitaros las demostraciones evidentes
de que se han servido los filósofos para
demostrar su existencia: sería preciso
volver a contar todo lo que han escrito
los hombres más razonables. Os
pregunto solamente qué riesgos corréis
al creer. Estoy seguro de que no podríais
mencionarme ninguno. ¿Por qué no os
convencéis cuando es claro que de la
creencia sólo se obtienen beneficios?
Porque si Dios existe, aparte de que se
probará que estabais equivocado,
habréis desobedecido el precepto que
ordena creer. Y si Dios no existe, no
estaréis mejor que nosotros[71].
—Desde luego —me respondió—
estaré mejor que vos porque si no hay
Dios estaremos a la par, vos y yo. Pero,
por el contrario, si hay Dios, no podré
haber ofendido una cosa que no creía
que existiera, ya que para pecar es
necesario saber o querer. ¿Acaso no
veis que un hombre, aunque no sea muy
prudente, no se ofendería porque un
patán lo hubiera injuriado si el patán
hubiera pensado que no estaba
haciéndolo, si lo hubiera tomado por
otro o si hablara al dictado del vino?
Con mayor motivo Dios, que es
inconmovible, ¿se encolerizará contra
nosotros por no haberlo conocido
cuando es Él mismo quien nos ha negado
los medios de conocerlo? A fe vuestra,
mi animalillo, si la creencia en Dios nos
resultara tan necesaria, si nos fuera en
ella la eternidad ¿no nos habría el
mismo Dios insuflado a todos luces tan
claras como el sol, que no se oculta a
nadie? Porque suponer que haya querido
jugar al escondite con los hombres
haciendo como los niños: «Cucú, ¿en
dónde estoy?», ocultarse ahora y ahora
descubrirse, disfrazarse frente a unos y
manifestarse a otros, es suponer un Dios
estúpido o malicioso, dado que si lo he
conocido gracias a mi intelecto, el
mérito es suyo y no mío, por cuanto
podría haberme dado un alma u órganos
débiles que no me hubieran dejado
conocerlo. Y si, por el contrario, me
hubiera dotado de una inteligencia
incapaz de comprenderlo, no hubiera
sido culpa mía sino suya porque podría
haberme dotado de una tan viva que lo
hubiera comprendido.
Estas opiniones diabólicas y
ridículas me hicieron estremecer.
Comencé entonces a contemplar a este
hombre con algo más de atención y me
quedé pasmado al observar en su
semblante un no sé qué de espantoso que
hasta entonces no había advertido: sus
ojos eran pequeños y estaban hundidos,
la tez tostada, la boca grande, poblada la
barba, las uñas negras. «¡Oh, Dios mío!»
me dije de inmediato, «este miserable es
un réprobo en esta vida y hasta es
posible que sea el Anticristo, del que
tanto se habla en nuestro mundo».
No quise, sin embargo, revelarle mi
pensamiento a causa de la estima en que
tenía su inteligencia y en verdad el
ánimo favorable con que la naturaleza
había mirado su cuna me había hecho
concebir cierta amistad por él. No
obstante, no conseguí contenerme tanto
que no rompiese en imprecaciones que
le anunciaban un fin desgraciado.
Pero él, ignorando mi cólera
exclamó:
—Si, por la muerte…
No sé qué pensaba decir, pues en
esto alguien llamó a la puerta de nuestra
habitación y vi entrar a un hombre alto,
negro, velludo. Se aproximó a nosotros
y agarrando al blasfemo por la cintura,
se lo llevó por la chimenea.
La piedad que sentí por la suerte de
este desdichado me obligó a abrazarme
a él para arrancarlo de las garras del
etíope, pero éste era tan fornido que nos
levantó a los dos de forma que un
momento después estábamos por las
nubes. Ya no era el amor al prójimo el
que me impulsaba a sujetarme
fuertemente sino el miedo a caer. Luego
de haber estado atravesando el cielo no
sé cuántos días sin saber en dónde nos
encontrábamos, reconocí que nos
acercábamos a nuestro mundo. Ya
distinguía Asia de Europa y Europa del
África, ya mi mirada no alcanzaba más
allá de Italia a causa de nuestro
descenso cuando mi corazón me dijo que
este diablo sin duda llevaba a mi
anfitrión al Infierno en cuerpo y alma y
que por eso pasaba por nuestra tierra, ya
que el Infierno está en el centro. No
obstante, tanto esta reflexión como todo
lo que nos había sucedido desde que el
diablo era nuestro vehículo se me
borraron ante el espanto que me produjo
la vista de una montaña toda fuego que
casi estaba tocando. La visión de este
espectáculo ardiente me hizo exclamar:
«¡Jesús, María!» Apenas había acabado
de pronunciar la última letra cuando me
encontré tumbado entre brezos en lo alto
de una pequeña colina y dos o tres
pastores a mi alrededor que rezaban
letanías y me hablaban en italiano.
—¡Oh! —exclamé—. ¡Alabado sea
Dios! Por fin he encontrado cristianos en
el mundo de la Luna. ¡Eh! Decidme,
amigos, ¿en qué provincia de vuestro
mundo me encuentro?
—En Italia —me respondieron.
—¡Cómo!
—interrumpí
yo—.
¿También hay una Italia en el mundo de
la Luna?
Había reflexionado tan poco sobre
el accidente que no había advertido que
me hablaban en italiano y yo les
respondía en la misma lengua.
Cuando finalmente me desengañé y
nada me impidió reconocer que estaba
de vuelta en este mundo, me dejé llevar
a donde aquellos campesinos quisieran.
Pero no había llegado aún a las puertas
de **** cuando todos los perros de la
ciudad se precipitaron sobre mí, y si el
miedo no me hubiera hecho refugiarme
en una casa donde conseguí parapetarme
de ellos, me hubieran devorado
indefectiblemente.
Un cuarto de hora más tarde,
mientras reposaba en este refugio, he
aquí que se escucha un aquelarre de
todos los perros del reino, creo. Allí se
veía desde el dogo al perrito de lanas,
aullando con furia más espantosa que si
estuvieran celebrando el aniversario de
su primer Adán.
Esta aventura causó no poca
admiración en todos los que la vieron.
Pero tan pronto desperté de mis
ensoñaciones
sobre
este
asunto
comprendí de inmediato que aquellos
animales se encarnizaban conmigo a
causa del mundo del que venía,
«porque», me decía a mi mismo, «como
están acostumbrados a aullar a la Luna a
causa del sufrimiento que ésta les inflige
de tan lejos, sin duda han querido
echarse sobre mí porque huelo a luna, un
aroma que los enfurece».
Para librarme de aquel mal olor me
tendí desnudo al sol sobre una terraza.
Así estuve cuatro o cinco horas al cabo
de las cuales bajé y, al no olfatear el
olor que me había convertido en
enemigo suyo, los perros se volvieron
cada uno a su casa.
Pregunté en el puerto cuándo salía un
barco para Francia y una vez
embarcado, no pude hacer otra cosa que
reflexionar sobre las maravillas de mi
viaje. Admiré mil veces la Divina
Providencia que había relegado a
aquellos hombres, naturalmente impíos,
a un lugar desde el que no pudieran
corromper a sus bienamados y los había
castigado
por
su
orgullo
abandonándolos a su presunción.
Asimismo, comprendo por qué no ha
querido hasta ahora enviar a predicar
allí el Evangelio, porque sabía que no lo
respetarían y esta resistencia sólo
serviría para hacerlos merecedores de
un castigo aún más severo en el Otro
Mundo.
Segunda parte
Los estados e imperios del Sol
Por fin nuestro barco atracó en el
puerto de Tolón. De inmediato y tras
haber dado gracias a los vientos y a las
estrellas por el feliz término del viaje,
nos abrazamos todos en el muelle y nos
dijimos adiós. En cuanto a mi pasaje,
como en el mundo de la Luna, del que
acababa de llegar, el dinero está
constituido por cuentos placenteros y
casi había perdido su recuerdo, el
patrón se contentó con el honor de haber
llevado en su navío a un hombre caído
del cielo. Nada nos impedía acercarnos
a Tolosa, a casa de uno de mis amigos.
Ardía en deseos de verlo por la alegría
que esperaba producirle con el relato de
mis aventuras. No os aburriré
recitándoos todo lo que me sucedió en el
camino. Me cansé, descansé, tuve sed,
tuve hambre, bebí, comí en mitad de
veinte o treinta perros que componían su
jauría. Aunque me encontraba en estado
lamentable, delgado y tostado por el sol
y la intemperie, mi amigo me reconoció.
Fuera de sí de alegría me saltó al cuello
y, después de besarme más de cien
veces y temblando de placer, me
arrastró hasta su castillo en donde, una
vez que las lágrimas dejaron paso a la
voz, exclamó:
—Por fin. Vivimos y viviremos a
pesar de todos los accidentes con los
que la Fortuna ha baqueteado nuestra
vida. Pero, Dios Santo, así que ¿no era
cierto el rumor que corrió de que
habíais muerto abrasado en el Canadá en
aquel gran fuego artificial que
inventasteis? Y sin embargo, dos o tres
personas de mi confianza entre las que
me comunicaron las tristes nuevas me
han jurado haber visto y tocado ese
pájaro de madera que os arrebató. Me
contaron que entrasteis en él cuando, por
desgracia, le prendían fuego y que la
rapidez de los cohetes que ardían todo
alrededor os elevó tan alto que los
asistentes os perdieron de vista y, según
lo que dicen, os consumisteis de tal
modo que, al volver a caer la máquina,
apenas se encontró algo de vuestras
cenizas.
—Esas cenizas, señor —le respondí
—, eran las del mismo artificio, pues el
fuego no me lastimó en modo alguno. El
artificio estaba acoplado al exterior y su
calor no podía incomodarme.
Habéis de saber que tan pronto se
agotó la pólvora, como la impetuosa
ascensión de los cohetes ya no sostenía
la máquina, ésta cayó a tierra. Yo la vi
caer y cuando pensaba precipitarme con
ella, me asombró ver que subía hacia la
Luna. Pero es preciso explicaros la
causa de un efecto que podríais tomar
por un milagro.
El día del accidente me había
frotado el cuerpo con tuétano a causa de
ciertas magulladuras que había sufrido,
pero como estábamos en cuarto
menguante y en ese periodo la Luna
atrae el tuétano, absorbió tan ávidamente
el que impregnaba mi cuerpo, en
especial cuando la caja subió de la
región media en la que no hay nubes
interpuestas que puedan debilitar la
influencia, que mi cuerpo siguió esta
atracción. Y os aseguro que siguió
absorbiéndome tanto tiempo que, por
fin, llegué a ese mundo al que aquí
llamamos la Luna.
Enseguida le conté detalladamente
todas las particularidades de mi viaje y
el señor de Colignac, fascinado al
escuchar cosas tan extraordinarias, me
instó a que las pusiera por escrito.
Como soy amante de la tranquilidad, me
resistí largo tiempo debido al ajetreo
que probablemente me atraería esta
publicación. No obstante, avergonzado
por los reproches que me hacía de no
escuchar sus ruegos, me decidí
finalmente a satisfacerlo. Tomé pues la
pluma y, a medida que acababa un
cuaderno, impaciente por hacer mi
gloria, que le importaba más que la
suya, iba a Tolosa a pregonarla en los
círculos más distinguidos. Como tenía
reputación de ser uno de los más
grandes genios de nuestra época, sus
alabanzas, que repetía incansablemente,
me hicieron familiar a todo el mundo.
Sin conocerme los grabadores ya habían
burilado mi efigie. En todas las esquinas
de la ciudad retumbaban las voces
roncas de los buhoneros que gritaban a
voz en cuello: «¡He aquí el retrato del
autor de los estados e imperios de la
Luna!». Entre las gentes que leyeron mi
libro hubo muchos ignorantes que se
limitaron a hojearlo. Para semejarse a
los espíritus de altos vuelos,
aplaudieron como los otros cada palabra
hasta romperse las manos de miedo a
equivocarse
y
todos
gozosos
exclamaban: «¡Qué bueno es!» en los
pasajes que no entendían en absoluto.
Pero la superstición, cuyos dientes son
muy
afilados,
disfrazada
de
remordimientos bajo la camisa del
necio, les roía de tal forma el corazón
que preferían renunciar a la reputación
de filósofo, hábito que les venía grande,
antes que responder de ella el día del
Juicio.
El péndulo oscilaba del otro lado y
ahora se trataba de saber quién cantaría
la palinodia. La obra a la que habían
prestado tanta atención no era ahora más
que una mezcolanza de cuentos
ridículos, un amasijo de trozos sueltos,
un repertorio de Pieles de asno[72] para
dormir a los niños. Y había quienes, sin
tener idea de sintaxis, condenaban al
autor a poner una vela a san Maturín[73].
Esta oposición de pareceres entre
los entendidos y los idiotas aumentó la
fama de la obra. Poco después se
vendían copias manuscritas bajo cuerda.
Y todo el mundo, incluidos quienes están
fuera del mundo, es decir, desde el
gentilhombre hasta el monje, compró el
relato. Hasta las mujeres tomaron
partido y las pasiones en esta querella
llegaron tan lejos que la ciudad se
dividió en dos facciones, la lunar y la
antilunar[74].
Estábamos en los prolegómenos de
la batalla cuando una mañana vi que
entraban nueve o diez luengas togas
barbadas en el aposento de Colignac, a
quien hablaron de esta guisa:
—Señor, sabéis que no hay uno solo
entre nosotros que no sea bien aliado,
bien pariente o amigo vuestro y, por
tanto, cuanto os suceda de vergonzoso
caerá sobre nuestras cabezas. Sin
embargo, nos han informado de que
albergáis a un brujo en vuestro castillo.
—¡Un brujo! —exclamó Colignac—.
¡Dios mío! Señaládmelo que lo pondré
en vuestras manos. Pero conviene estar
en guardia no vaya a ser una calumnia.
—¡Cómo, señor! —interrumpió uno
de los más venerables—. ¿Hay algún
Parlamento[75] que sepa más de brujos
que el nuestro? En fin, mi querido
sobrino, para no teneros más en la
incertidumbre, el brujo al que acusamos
es el autor de Los estados e imperios de
la Luna. No puede negar que es el brujo
mayor de Europa luego de lo que él
mismo ha confesado. ¡Cómo! Haber
subido a la Luna. ¿Puede hacerse eso sin
la colaboración de…? No oso nombrar
a la Bestia[76] porque, finalmente,
decidme: ¿qué iba a hacer a la Luna?
—Buena pregunta —interrumpió
otro—. Iba a asistir al aquelarre que
probablemente se celebraba aquel día y,
efectivamente, veis que conoció al
demonio de Sócrates. Luego de eso ¿os
asombráis de que el diablo lo haya
traído a este mundo como dice él? Pero
sea como sea ved que tantas lunas, tantas
chimeneas, tantos viajes por el aire, no
son nada bueno; repito, nada de nada.
Entre vos y nosotros (al llegar aquí puso
la boca en la oreja de su interlocutor),
jamás he conocido brujo alguno que no
haya tenido tratos con la Luna.
Después de estos buenos consejos
mantuvieron silencio y Colignac quedó
tan pasmado de su común extravagancia
que no pudo pronunciar una sola
palabra. Viendo lo cual, un venerable
cernícalo que no había abierto la boca
todavía dijo:
—Ved, querido pariente, que nos
hacemos cargo de vuestra situación. El
brujo es una persona que amáis. Pero no
os preocupéis. Por consideración hacia
vos las cosas irán como la seda. Sólo
tenéis que entregárnoslo y por el amor
que os profesamos comprometemos
nuestro honor en hacerlo quemar sin
escándalo.
Al
escuchar
estas
palabras,
Colignac, que se había clavado los
puños en los ijares, no pudo contenerse
más. Tuvo un ataque de risa que ofendió
grandemente a sus señores parientes, de
forma que no pudo responder a ningún
argumento de su alegato salvo con
carcajadas de jajajaja o jojojo, de forma
que nuestros señores se fueron muy
escandalizados, corridos de vergüenza
hasta Tolosa. Una vez que se fueron
conduje a Colignac a su despacho y tan
pronto cerré la puerta tras de nosotros,
le dije:
—Conde, esos embajadores de
luengas barbas me parecen cometas con
sus cabelleras. Temo que el estampido
que han producido no sea más que el
trueno del rayo que se apresta a caer.
Por muy ridícula que sea su acusación,
posiblemente resultado de su estupidez
yo no estaré menos muerto por el hecho
de que una docena de gentes inteligentes
que vieron como me achicharraban
digan que mis jueces son unos necios.
Todos los argumentos con los que
probarían mi inocencia no conseguirían
resucitarme. Y mis cenizas estarían igual
de frías en una tumba que en un muladar.
Por ello y sin perjuicio de vuestro mejor
criterio, me alegraría mucho ceder a la
tentación, que me aconseja no dejar en
esta provincia más que mi retrato.
Porque me enojaría doblemente si
tuviera que morir por una causa en la
que casi no creo.
Colignac tuvo apenas la paciencia
para escucharme hasta el final antes de
responderme. Empezó por burlarse de
mí pero cuando vio que lo tomaba en
serio exclamó con la alarma pintada en
el semblante:
—¡Ah! ¡Por la muerte! Para tocaros
el borde de vuestro manto tendrán que
pasar por encima de mi cadáver, los de
mis amigos, mis vasallos y todos
aquellos
que
me
tienen
en
consideración. Mi casa es inexpugnable
sin cañones, está bien situada y
defendida en los flancos. Pero soy un
loco al preocuparme por los truenos de
papel.
—A veces —repliqué— son más de
temer que los de la región media.
A partir de entonces sólo hablamos
de divertirnos. Un día íbamos de caza,
otro de paseo, a veces recibíamos visita,
a veces la hacíamos nosotros. En fin,
dejábamos siempre las diversiones antes
de que éstas pudieran aburrirnos.
El marqués de Cussan, vecino de
Colignac, hombre entendido en cosas
elevadas, estaba de ordinario en nuestra
casa y nosotros en la suya. Y para hacer
más agradable nuestra estancia en
aquellos lugares, los cambiábamos e
íbamos de Colignac a Cussan y de
Cussan a Colignac. Los inocentes
placeres de que el cuerpo es capaz eran
sólo la menor parte de nuestros
entretenimientos. No nos faltaba ninguno
de los que el espíritu puede encontrar en
el estudio y la conversación. Y nuestras
bibliotecas, unidas como nuestros
espíritus, acogían a todos los doctos de
nuestra sociedad. Mezclábamos la
lectura con la conversación, la
conversación con la buena mesa y ésta
con la pesca, la caza y los paseos. En
una palabra gozábamos, por decirlo así,
de nosotros mismos y de lo que la
naturaleza ha producido de más dulce
para nosotros y únicamente admitíamos
la razón como límite a nuestros deseos.
Sin embargo, mi reputación, enemiga de
mi reposo, recorría las aldeas
circunvecinas y las mismas ciudades de
la provincia: atraídos por ese rumor,
todos buscaban algún pretexto para
venir a ver al señor y de paso al brujo.
Cuando salía del castillo, no solamente
los niños y las mujeres sino también los
hombres me miraban como la Bestia,
especialmente el pastor de Colignac
que, por malicia o por ignorancia, era en
secreto mi peor enemigo. Este hombre
simple en apariencia y cuyo espíritu
elemental y primitivo era infinitamente
divertido en su ingenuidad era en
realidad muy malvado: vengativo hasta
el frenesí, más calumniador que un
normando y tan encizañador que el amor
a la cizaña era su pasión dominante.
Habiéndose querellado largo tiempo
contra su señor, a quien odiaba tanto
más cuanto que lo había encontrado
firme ante sus ataques, temía sus
represalias y, para evitarlas, había
querido permutar su beneficio pero, bien
fuera porque hubiera cambiado de
opinión, bien porque hubiera preferido
aplazarlo para vengarse de Colignac en
mi persona, se esforzaba en aparentar lo
contrario mientras residía en sus tierras,
aunque los frecuentes viajes que hacía a
Tolosa levantaban sospechas. Contaba
allí mil historias ridículas sobre mis
encantamientos y la voz de este hombre
malvado, unida a la de los necios y los
ignorantes, hacían mi nombre execrable.
No se hablaba de mí más que como de
un nuevo Agripa[77]. Supimos incluso
que se había informado en contra de mí
a instancias del cura, que había sido
preceptor de los hijos del conde.
Recibimos aviso por diversas personas
que se cuidaban de los intereses de
Colignac y del marqués y aunque el
parecer grosero de todo un país se nos
antojara objeto de asombro e irrisión, no
por ello dejaba de espantarme en
secreto cuando consideraba más de
cerca qué consecuencias desagradables
podía tener este error. Mi buen genio sin
duda me inspiró este espanto, dotó mi
razón de todas las luces necesarias para
hacerme ver el precipicio en el que iba
a caer. Y no contento con aconsejarme
así tácitamente, quiso manifestarse más
expresamente en mi favor.
Una noche de las más funestas que
haya pasado, tras uno de los días más
agradables que hubimos en Colignac, me
levanté con la aurora y, para disipar las
inquietudes y nubarrones que aún
ofuscaban mi espíritu, bajé al jardín en
el que la vegetación, las flores y los
frutos, el artificio y la naturaleza
encantaban el alma a través de los ojos.
En ese mismo instante divisé al marqués
que se paseaba solo por una gran
avenida que partía el prado por la mitad.
Caminaba lentamente y tenía el
semblante pensativo. Me sorprendió
mucho verlo tan mañanero en contra de
su costumbre y me apresuré a abordarlo
para preguntarle por la causa. Me
respondió que unos sueños fastidiosos
que le habían asaltado le habían
obligado a venir más temprano que de
costumbre a curarse a la luz del día de
un mal que le había causado la
oscuridad. Le confesé que una dolencia
similar me había impedido dormir e iba
a contárselo con más detalle cuando
observamos que Colignac caminaba a
grandes zancadas en el rincón del seto
que se cruzaba con el nuestro. Al
divisarnos a lo lejos exclamó:
—Veis aquí a un hombre que acaba
de escapar a unas visiones tan
espantosas que obnubilan la mente.
Apenas he tenido tiempo de ponerme el
jubón para bajar a contároslas. Pero
ninguno de los dos estabais en vuestros
aposentos. Por ello me he apresurado a
venir al jardín sabiendo que os
encontraría aquí.
En efecto, el pobre hidalgo estaba
sin aliento. Cuando lo recobró lo
exhortamos a que se aligerara de una
carga que no por ser muchas veces
liviana deja de ser muy pesada.
—Esa es mi intención —nos replicó
—, pero sentémonos antes.
Una azotea de jazmines nos ofrecía
el frescor y los asientos a propósito.
Nos retiramos en ella y, habiéndose
acomodado cada cual, Colignac
prosiguió de esta manera:
—Sabed que luego de dos o tres
sueños en los que me he visto muy
apurado, durante el que he tenido en el
crepúsculo de la aurora me ha parecido
que nuestro querido huésped, que, he
aquí, estaba entre el marqués y yo que lo
abrazábamos estrechamente, cuando un
enorme monstruo negro todo él hecho de
cabezas ha venido a arrancárnoslo de
golpe. Pienso incluso que iba a arrojarlo
a una hoguera encendida allí cercana
porque ya lo tenía suspendido sobre las
llamas, pero una joven parecida a esa
musa que se llama Euterpe[78] se postró
a los pies de una dama a la que ha
impetró que lo salvara (esta dama tenía
el porte y las señales de que se sirven
los pintores para representar a la
naturaleza).
Apenas
había
ésta
escuchado los ruegos de su doncella
cuando, muy asombrada, exclamó: «¡Ay!
Es uno de mis amigos». De inmediato se
llevó a la boca una especie de cerbatana
y sopló tanto por ella bajo los pies de
mi querido huésped que lo hizo subir al
cielo, poniéndolo a salvo de la crueldad
del monstruo de cien cabezas. Yo fui
gritando tras él bastante tiempo,
pidiéndole que no se fuera sin mí,
cuando una infinidad de angelitos
rollizos que decían ser hijos de la
Aurora me elevaron al mismo país hacia
el que él parecía volar y me hicieron ver
cosas que no os relataré porque me
parecen demasiado ridículas.
Le suplicamos que no dejara de
decírnoslas.
—Me figuré —continuó— estar en
el Sol y que el Sol era un mundo. Y
seguiría soñando de no ser por el
relincho de mi caballo árabe, que me
despertó, haciéndome ver que estaba en
mi lecho.
Cuando el marqués vio que Colignac
había acabado preguntó:
—Y vos, señor Dyrcona[79], ¿cuál
fue vuestro sueño?
—En cuanto al mío —respondí—,
aunque no haya sido de los vulgares, lo
tengo por poca cosa. Soy bilioso y
melancólico y tal es el motivo por el
que, desde que estoy en el mundo, en
mis sueños he visto siempre cavernas y
fuego. En lo mejor de mi juventud, al
dormir me parecía que me volvía ligero
y me elevaba hasta las nubes para
sustraerme a la rabia de una tropa de
asesinos que me perseguía. Pero luego
de un esfuerzo sostenido y extenuante y
tras haber volado por encima de
incontables muros, siempre aparecía
alguno a cuyo pie, agotado por la fatiga,
acababa siendo arrestado. O bien
cuando me imaginaba emprender el
vuelo alto y directo y aunque llevase
mucho tiempo nadando a braza en el
cielo, no conseguía despegarme de la
tierra y, sin que me pareciera estar
cansado o sentirme pesado y contra toda
razón, a mis enemigos les bastaba con
estirar la mano para cogerme por un pie
y arrastrarme hacia ellos. Desde que
tengo memoria no recuerdo otros sueños
distintos de ése. Esta noche, sin
embargo, tras haber estado volando
mucho tiempo, como de costumbre, y
haberme escapado varias veces de mis
perseguidores, me pareció que por fin
los había perdido de vista y que en un
cielo libre y muy luminoso con el cuerpo
aliviado de toda pesantez, he proseguido
mi viaje hasta un palacio en el que se
combinan el calor y la luz. Sin duda
hubiera podido observar muchas otras
cosas, pero mi agitación al volar me
acercó tanto al borde del lecho que me
he caído al suelo con el vientre desnudo
sobre el pavimento y los ojos abiertos.
Tal es, señores, mi sueño expuesto
con detalle y que no supongo sea otra
cosa que un mero efecto de las dos
cualidades que predominan en mi
temperamento. Porque aunque difiere un
poco de los que tengo siempre desde
que volé hasta el cielo sin caer, atribuyo
este cambio a que, debido a la alegría
de los placeres de ayer, la sangre se ha
dilatado más que de ordinario, ha
penetrado en la melancolía y, al
elevarla, le ha quitado esa pesantez que
me hacía caer. En todo caso se trata de
una ciencia en la que hay mucho por
adivinar.
—A fe mía —prosiguió Cussan—
tenéis razón; se trata de una mezcla de
todas las cosas en las que hemos
pensado despiertos, una quimera
monstruosa,
una
conjunción
de
cuestiones confusas que nos presenta
desordenadas la fantasía, que en el
sueño no cuenta con la guía de la razón y
de las que creemos conocer el
verdadero sentido a base de retorcerlas,
extrayendo de los sueños, como de los
oráculos, una ciencia del porvenir. Pero
voto a tal que no encuentro ninguna otra
relación entre ellas salvo el hecho de
que los sueños, como los oráculos, no
pueden entenderse. En todo caso podéis
juzgar del valor que tengan todos ellos
considerando el mío, que no tiene nada
de extraordinario. He soñado que estaba
muy triste y por todas partes me
encontraba con Dyrcona, que nos
llamaba. Pero sin necesidad de
devanarme más los sesos con la
explicación de estos oscuros enigmas,
os expondré en dos palabras su sentido
místico, y es que a fe mía que en
Colignac se tienen malos sueños y que,
si me hacéis caso, debemos ir a tratar de
que sean mejores a Cussan.
—Vayamos, pues —me dijo el conde
—, ya que tanto lo desea este
aguafiestas.
Decidimos salir aquel mismo día.
Les supliqué que fueran por delante por
cuanto, si habíamos de estar fuera un
mes (como acababan de decidir), me
vendría bien hacer que me llevaran
algunos libros. Estuvieron de acuerdo e,
inmediatamente después de comer
pusieron las posaderas sobre sus
monturas. A fe mía que entretanto hice
un bulto con los volúmenes que suponía
no se encontrarían en la biblioteca de
Cussan y cargué con él un mulo. Salí por
último cerca de las tres de la tarde jinete
en un buen caballo corredor. Sin
embargo, marchaba al paso con el fin de
acompañar mi pequeña biblioteca y para
que mi alma degustase a su antojo las
bellezas que la vista ofrecía.
Pero escuchad una aventura que os
sorprenderá.
Había avanzado más de cuatro
leguas cuando me encontré en un lugar
que no tenía duda de haber visto en otra
parte. Efectivamente, busqué tanto en mi
memoria preguntándole de dónde
conocía yo aquel sitio, que la presencia
de los objetos, al producir imágenes, me
hizo recordar que era exactamente el
lugar que había visto en el sueño de la
noche pasada. Esta coincidencia
sorprendente hubiera ocupado mi
intención más tiempo del que lo hizo de
no ser por una extraña aparición que me
sobresaltó. Un espectro (por tal lo tomé
cuando menos), saliéndome al paso en
mitad del camino, sujetó el caballo por
la brida. El fantasma era de muy alta
estatura y por lo poco que se veía de sus
ojos tenía la mirada triste y hosca. No
obstante, no podría decir si era hermoso
o feo porque un largo vestido hecho con
hojas de un libro de canto llano lo
tapaba hasta las uñas y su rostro se
ocultaba tras un cartón en el figuraba
escrito el In Principio[80].
Las primeras palabras que profirió
el fantasma fueron:
—¡Satanus Diabolas[81] —exclamó
espantado— yo te conjuro por el gran
Dios vivo…!
Tras estas palabras vaciló, pero
siguió repitiendo «el gran Dios vivo» y
buscando con rostro espantado a su
pastor para que le soplara el resto y
cuando vio que mirara donde mirara su
pastor no aparecía, lo asaltó tan
formidable estremecimiento que a fuerza
de castañetear los dientes se le cayó la
mitad de ellos y dos tercios de la escala
bajo la que se ocultaba se hicieron
jirones. No obstante, se volvió hacia mí,
y con una mirada que no era dulce ni
dura y en la que yo veía que su espíritu
dudaba entre mostrarse irritado o suave,
me dijo:
—¡Ah, bueno, Satanus Diabolas,
voto a tal, te conjuro en nombre de Dios
y del señor san Juan a que me dejes
hacer porque si mueves un dedo, que el
diablo me lleve si no te destripo!
Yo trataba de arrebatarle la brida
del caballo pero las carcajadas que me
sofocaban me quitaban toda la fuerza.
Añadid a ello que detrás de un valla
salió una cincuentena de aldeanos,
marchando de rodillas y cantando a voz
en grito el Kyrie Eleison. Cuando
estuvieron bastante cerca cuatro de los
más fornidos, tras mojar los dedos en un
acetre con agua bendita que sostenía a
propósito el siervo del presbiterio, me
cogieron por el cuello. Apenas me
habían sujeto cuando vi aparecer el
señor Juan, que tiró devotamente de
estola y con ella me amarró. De
inmediato, un tropel de mujeres y niños
me cosieron en una gran lona a pesar de
mi resistencia. Quedé tan bien
enfundado que sólo se me veía la
cabeza. De esta guisa me llevaron a
Tolosa como si me llevaran a un
monumento. A veces uno gritaba que si
no me hubieran detenido, habría habido
hambruna,
porque
cuando
me
encontraron iba sin duda a echar un
maleficio a los campos. Luego
escuchaba a otro quejarse de que la
peste empezó en su majada un domingo
en que, al salir de vísperas, yo le había
tocado el hombro. Pero lo que, a pesar
de todos mis desastres, estuvo a punto
de hacerme reír fue el grito lleno de
espanto de una joven aldeana al lado de
su novio, que era el fantasma que me
había quitado el caballo (pues habéis de
saber que el rústico lo llevaba montado)
y lo aguijoneaba con ardor como si fuera
suyo:
—¡Miserable!
—aullaba
su
enamorada—. ¿Estás ciego? ¿No ves
que el caballo del brujo es más negro
que el carbón y que es el diablo en
persona que te llevará al aquelarre?
Del susto el gañán cayó por encima
de la grupa y mi caballo tuvo campo
libre para escapar. Deliberaron si
decomisarían el mulo y decidieron que
sí. Pero cuando abrieron el fardo el
primer volumen que encontraron fue la
Física[82] del señor des Cartes, y cuando
vieron todos los círculos con que este
filósofo ha designado el movimiento de
cada planeta, todos al unísono aullaron
que eran los anillos que yo trazaba para
llamar a Belcebú. El que lo había
cogido lo dejó caer de aprensión y, al
caer, fue a abrirse por desgracia por una
página en la que se explican las
propiedades del imán. Digo por
desgracia porque en el lugar del que
hablo hay una imagen de esta piedra
metálica en la que los corpúsculos que
se desprenden de la masa para atraer el
hierro se representan como brazos. En
cuanto lo vio uno de aquellos bribones
lo oí desgañitarse diciendo que se
trataba del sapo que habían encontrado
en el bebedero del establo de su primo
Fiacre cuando murieron sus caballos. Al
oír lo cual, todos los que habían
parecido más exaltados ocultaron las
manos o las metieron en los bolsillos. El
señor Juan, por su lado, gritaba a voz en
cuello que todos se guardaran de tocar
nada, que todas aquellas obras eran
libros de conjuros y el mulo, un Satán.
Espantada la canalla, dejó ir en paz el
mulo. No obstante, vi cómo Mathurine,
la criada del señor cura, lo arreaba
camino del establo del presbiterio ante
el temor de que fuera al cementerio a
profanar la hierba de los difuntos.
Eran pasadas las siete de la tarde
cuando llegamos a un caserío en el que,
para refrescarme, me encerraron en una
celda. Porque el lector no me creería si
le dijese que me enterraron en un
agujero. Y sin embargo es tan cierto que,
con un solo movimiento, reconocí todo
el lugar. En fin, nadie que me hubiera
visto en aquel sitio hubiera dejado de
tomarme por una vela encendida bajo
una ventosa. Antes de que mi carcelero
me precipitara en esta cueva, le dije:
—Si me dais este vestido de piedra
como un traje, es demasiado grande,
pero si me lo dais como una tumba, es
demasiado pequeño. Aquí no cabe
contar los días sino por noches. De los
cinco sentidos sólo dos me son útiles, el
olfato y el tacto. El uno para hacerme
percibir las pestilencias de mi prisión y
el otro para hacérmela tangible. En
verdad os confieso que creería haberme
condenado de no ser porque sé que no
hay inocentes en el Infierno.
Al escuchar la palabra «inocente» el
carcelero prorrumpió en carcajadas.
—¡A fe mía sois de los nuestros! —
dijo—, porque nunca he tenido bajo mi
guarda más que a gente inocente.
Luego de otros cumplidos de este
tipo, el buen hombre se tomó el trabajo
de registrarme, ignoro con qué intención
pero, por la diligencia que puso en ello,
juzgo que por mi bien. Sus pesquisas
resultaron inútiles debido a que, durante
la batalla de Diabolas, había ocultado
mi oro en los zapatos. Cuando después
de un minucioso recorrido se encontró
con las manos tan vacías como al
comienzo, faltó poco para que yo
muriese de temor igual que él creyó
hacerlo de dolor.
—¡Voto a bríos! —exclamó echando
espuma por la boca—. Desde el
principio vi que se trataba de un brujo.
Es engañador como el mismo diablo.
Venga, venga, compañero, piensa en
hora buena en tu conciencia.
Apenas hubo dicho estas palabras
cuando oí el tintineo de un manojo de
llaves entre las que buscaba la de mi
calabozo. Estaba de espalda, razón por
la cual, temeroso de que quisiera
vengarse por la inutilidad de su registro,
saqué con habilidad tres pistolas de su
escondite y le dije:
—Señor
conserje,
tened
un
doblón[83]. Os suplico hagáis me traigan
un bocado, pues llevo once horas sin
comer.
Lo recibió con afabilidad y me
confesó que mi desgracia lo afligía.
Cuando supe que su corazón se había
ablandado continué:
—Tomad otro en reconocimiento de
la molestia que me avergüenza causaros.
Abrió el oído, el corazón y la mano
y añadí, al tiempo que le daba tres en
lugar de dos doblones, que por el
tercero le rogaba que me dejara a uno de
sus ayudantes para que me hiciera
compañía, ya que los desgraciados
deben temer la soledad.
Encantado de mi prodigalidad me lo
prometió todo, me abrazó las rodillas,
declamó contra la justicia, me dijo que
ya veía que tenía amigos pero que
recuperaría mi honra, que tuviese valor
y que, por lo demás, él se encargaba de
que antes de tres días me quitaran los
grilletes. Se lo agradecí muy gravemente
y después de mil abrazos con los que
pensé que me estrangularía, este querido
amigo cerró la puerta con doble vuelta
de llave.
Quedé completamente solo y sumido
en la melancolía, acurrucado sobre un
montón de paja en polvo que, sin
embargo, no estaba lo suficientemente
desmenuzada que cincuenta ratas no
siguieran royéndola. La bóveda, los
muros y el suelo estaban hechos con seis
lápidas de forma que, al tener a la
muerte encima, debajo y en torno,
supiera que estaba enterrado. El rastro
frío de las babosas y el veneno pegajoso
de los sapos me corrían por el rostro.
Los piojos tenían los dientes más largos
que el cuerpo. Me atacaba el mal de la
piedra que no por ser exterior me hacía
menos daño. En fin, pienso que para ser
Job sólo me faltaban una mujer y una
jarra rota[84].
Pude resistir sin embargo durante
dos horas muy difíciles cuando el ruido
de una gruesa[85] de llaves así como de
los cerrojos de mi puerta me distrajo de
la atención que prestaba a mis
sufrimientos. Cesado el estruendo, pude
distinguir a la claridad de una lámpara a
un robusto gañán, que me puso un
lebrillo sobre las piernas.
—Bueno, bueno —dijo—. No os
aflijáis. He aquí una sopa de coles que
aunque fuera… En realidad es la misma
sopa de nuestra ama y a fe mía, como
decía el otro, que no le han quitado una
gota de grasa.
Dicho lo cual hundió los cinco
dedos en la sopa hasta el fondo para
invitarme a hacer lo mismo. Lo imité por
temor a desanimarlo y él exclamó con
gesto de júbilo:
—¡Demonios, sois un buen cofrade!
Dicen que tenéis enemigos que os
envidian; juro que son traidores. Sí,
testifico que son traidores. ¡Ah! Que
vengan y verán. ¡Oh! Bueno, bueno ya
veremos qué pasa.
Tanta ingenuidad hizo que me
subiera un par de veces la risa a la
garganta. No obstante, afortunadamente
la evité. Veía que la fortuna parecía
ofrecerme en este gañán una ocasión de
liberarme. Por ello era muy importante
para mí ganarme su buena disposición.
Porque era imposible escapar por otras
vías, ya que el arquitecto que había
construido la prisión hizo varias
entradas, pero no se había acordado de
hacer
una
sola
salida.
Estas
consideraciones fueron la causa de que,
para sondearlo, le hablara así:
—Eres pobre, mi buen amigo,
¿verdad?
—¡Ah, señor! —respondió el rústico
—. Si vinierais de casa del adivino, no
hubierais dado más en el clavo.
—Toma, pues —continué—. Aquí
tienes un doblón.
Al ponérselo en la mano noté que
ésta temblaba de tal forma que apenas
pudo cerrarla. Tal comienzo me pareció
de mal augurio. Sin embargo, por el
fervor de sus agradecimientos supe que
temblaba de alegría, lo que me hizo
proseguir:
—Y si fueras hombre capaz de
participar en el cumplimiento de un voto
que he hecho, veinte doblones (además
de la salvación de tu alma) serían tan
tuyos como tu sombrero. Porque has de
saber que no hace un cuarto de hora, en
fin, un instante antes de tu llegada, se me
ha aparecido un ángel que me ha
prometido dar a conocer la justicia de
mi causa siempre que vaya mañana a
hacer decir una misa al altar mayor de la
iglesia de este pueblo. He tratado de
excusarme por el hecho de encontrarme
bajo riguroso encierro, pero me ha
respondido que vendría un hombre
enviado por el carcelero para hacerme
compañía y al cual sólo tendría que
ordenar de su parte que me llevara a la
iglesia y me devolviera a la prisión, que
le recomendase que lo mantuviese en
secreto y obedeciera sin rechistar so
pena de muerte en este año, y si éste
dudaba de mi palabra, yo debía decirle,
a modo de contraseña, que pertenecía a
la Cofradía del Escapulario.
El lector debe saber que antes había
podido entrever por la abertura de su
camisa un escapulario que me hizo
inventarme esta aparición.
—¡Ah, sí! ¡Vaya, mi buen señor! —
dijo—. Haremos lo que el ángel nos ha
ordenado, pero es necesario que sea a
las nueve, porque mi amo estará a esa
hora en Tolosa en los esponsales de su
hijo con la hija del verdugo. ¡Caramba,
escuchad! El verdugo no es un
cualquiera. Se dice que la hija llevará
en la dote escudos suficientes para
rescatar a un rey. En fin, es hermosa y
rica, pero las migajas no llegarán hasta
un pobre mozo. ¡Ah, mi buen señor! Es
preciso que sepáis…
No dejé de interrumpirlo en este
momento ya que, con este comienzo,
presentía el comienzo de una digresión,
de una larga serie de patochadas. Luego
de haber acordado los detalles de
nuestra conspiración, el gañán se
despidió de mí. Al día siguiente no dejó
de venir puntualmente a desenterrarme.
Dejé mi ropa en la prisión y me vestí de
harapos con el fin de no ser reconocido,
pues así lo habíamos acordado la
víspera. En cuanto estuvimos a la luz del
día le pagué sus veinte doblones. Los
miró fijamente, con los ojos muy
abiertos.
—Son de oro de ley —le dije—.
Tenéis mi palabra.
—¡Ah, señor! —me replicó—. No
es en eso en lo que pienso, sino en que
la casa del gran Macé está en venta, con
su cercado y su viñedo. La conseguiré
por doscientos francos y necesito ocho
días para cerrar el trato. Quisiera
rogaros, mi buen señor, que si lo tenéis a
bien, en tanto el gran Macé no tenga muy
contados los veinte doblones en su
cofre, no se conviertan en hojas de
árbol.
La ingenuidad de aquel pillastre me
hizo reír. No obstante, continuamos
camino a la iglesia en la que entramos.
Poco después comenzó la misa mayor y
en cuanto vi que mi guarda se ponía en
fila para ir a la ofrenda, crucé la nave de
tres zancadas y en otras tres me perdí
rápidamente en una callejuela apartada.
De todos los pensamientos que me
asaltaron en aquel instante, el que seguí
fue ganar Tolosa, de la que la aldea no
distaba más que media legua, con
intención de tomar allí un coche de
posta. Llegué a las afueras a buena hora,
pero me puse tan nervioso al ver cómo
me miraba la gente, que me sentí en
apuros. La causa de su asombro era mi
indumentaria porque, como era bastante
novato en materia de mendicidad, me
había puesto los harapos de forma tan
extraña que, con un resultado que no
casaba en nada con el hábito, parecía
menos un pobre que una máscara.
Además, caminaba deprisa, con la
mirada en el suelo y sin pedir.
Finalmente, considerando que una
atención tan generalizada me amenazaba
con alguna consecuencia peligrosa, me
sobrepuse a mi vergüenza. En cuanto
veía que alguien me miraba alargaba la
mano. Incluso impetré la caridad de los
que no me miraban. Pero admiraos de
cómo con frecuencia, al tratar de
acompañar
con
demasiada
circunspección los designios en que la
Fortuna participa, los destruimos e
irritamos a esta diosa orgullosa. Hago
esta reflexión a propósito de mi aventura
porque, viendo a un hombre vestido de
burgués medio con la espalda vuelta
hacia mí, le dije, tirándole de la manga:
—Señor: si la compasión puede
tocar…
No había comenzado la palabra
siguiente cuando aquel hombre volvió la
cabeza. ¡Dios, mío! ¿Quién resultó ser?
Y aún más, ¡Dios mío! ¿Quién resulté
ser yo? Aquel hombre era mi carcelero.
Nos quedamos los dos pasmados de
admiración de vernos en donde nos
veíamos. Mi figura llenaba todo su
campo de visión; y él ocupaba todo el
mío. Finalmente, el interés común,
aunque muy diferente en ambos, nos
sacó a los dos del éxtasis en que
habíamos caído.
—¡Ah, miserable de mí! —exclamó
el carcelero—. ¡Estoy atrapado!
Esta palabra de significado ambiguo
me inspiró la estratagema que paso a
exponeros:
—¡Eh, señores, ayuda! ¡Ayuda a la
justicia! —grité en cuanto pude chillar
—: este ladrón ha robado las joyas de la
condesa de Mosseaux. Hace un año que
lo busco. ¡Señores! —proseguí todo
exaltado—. ¡Cien doblones a quien lo
arreste!
Apenas había pronunciado estas
palabras cuando una chusma arrolló al
pobre hombre desconcertado. El pasmo
que mi extraordinaria impudicia le había
producido unido a la idea que se había
hecho de que no podía haberme
escapado sin ser como un cuerpo
glorioso, capaz de atravesar indemne los
muros, lo anonadó de tal modo que
estuvo largo tiempo fuera de sí.
Finalmente, sin embargo, se recuperó y
las primeras palabras que empleó para
desengañar al populacho fueron que se
guardaran de equivocarse, que era
hombre de mucha honra. Sin duda se
disponía a descubrir todo el misterio,
pero una docena de verduleras, lacayos
y porteadores, deseosos de servirme a
cambio de mi dinero, le cerraron la boca
a puñetazos. Y como quiera que
creyeran que la recompensa sería
proporcional a los ultrajes que
infligieran a la debilidad de aquel pobre
engañado, cada cual se apresuraba a
darle con el pie o con la mano.
—¡Vaya con el hombre de mucha
honra! —aullaba la canalla—. Sin
embargo, no pudo evitar decir cuando
reconoció al señor que estaba atrapado.
Lo bueno de la comedia era que,
como mi carcelero vestía su mejor traje,
le daba vergüenza confesar que era el
compadre del verdugo y hasta temía que,
si lo descubrían, le darían más palos.
Por mi parte emprendí la huida en lo
más caliente de la pendencia. Confié mi
salvación a mis piernas, que me
pusieron a salvo enseguida. Pero, para
mi desdicha, las miradas que todos
volvían a dirigirme, suscitaron de nuevo
mis primeras alarmas. Si el espectáculo
de cien harapos, que danzaban en torno
mío como pequeños mendigos, hacía que
un bobalicón me mirase, temía que
leyese en mi frente que era un prisionero
fugado. Si un viandante sacaba la mano
por debajo de su manto, me imaginaba
que era un sargento que alargaba el
brazo para arrestarme. Si observaba a
otro dando zancadas por la calle y sin
mirarme a los ojos, me convencía de que
fingía no verme para agarrarme por
detrás. Si divisaba a un comerciante
entrando en su tienda, me decía: «Va a
descolgar su alabarda». Si entraba en un
barrio más concurrido que de costumbre
pensaba: «Tanta gente no se reúne sin un
motivo». Si lo hacía en otro casi vacío:
«Aquí están vigilándome». Si un
obstáculo se interponía en mi huida:
«Han erigido barricadas en las calles
para acorralarme». En fin, con la razón
sobornada por el miedo cada hombre me
parecía un alguacil; cada palabra un
«¡Detenido!» y cada ruido el
insoportable rechinar de los cerrojos en
mi anterior prisión.
Abrumado así por este terror pánico
resolví
seguir
mendigando para
atravesar el resto de la ciudad hasta la
posta sin despertar sospechas pero, por
miedo de que se me reconociera en la
voz, al disfraz de pedigüeño añadí el
ardid de fingirme mudo. Me dirigía así a
quienes veía que me observaban,
señalaba con el dedo bajo la barba,
luego por encima de la boca y la abría
balbuceando,
con
un
sonido
inarticulado, para dar a entender con
muecas que un pobre mudo pedía
limosna. Por caridad me daban a veces
una palmada de compasión en la
espalda, otras me deslizaban unas
monedas en la mano y a veces escuchaba
a unas mujeres murmurar que quizá me
hubieran martirizado de esta forma en
Turquía por defender la fe. Por último,
aprendí que la mendicidad es un gran
libro que nos muestra las costumbres de
los pueblos de modo más económico
que todos esos grandes viajes de Colón
y Magallanes.
Sin embargo, esta estratagema no
pudo vencer la obstinación de mi
destino
ni
contrarrestar
su
animadversión pero ¿a qué otra
invención podía recurrir? Pues, ¿no era
verosímil que si hubiera querido cruzar
una gran ciudad como Tolosa en la que
mi retrato me había hecho familiar hasta
para las pescaderas, ataviado de
harapos tan variados como los de un
arlequín, habría llamado la atención y se
me hubiera reconocido al instante? ¿Y
no lo era también que el antídoto frente a
este peligro era el papel de mendigo,
que se interpreta con multitud de
rostros? Además, en el caso de no haber
maquinado esta estratagema con todas
las precauciones que con ella iban
pienso que, en medio de circunstancias
tan funestas, se necesitaba un juicio muy
sano para no volverse loco.
Seguía pues mi camino cuando me vi
obligado a retroceder de golpe, puesto
que mi venerable carcelero y una docena
de alguaciles conocidos suyos que lo
habían rescatado de manos de la canalla,
habiéndose amotinado y patrullando
toda la ciudad para encontrarme,
vinieron desgraciadamente a darse de
bruces conmigo. Una vez me divisaron
con sus ojos de lince, echarse a volar
con todas sus fuerzas y echarme yo con
todas las mías fue todo uno. Me
perseguían con tal celeridad que a veces
mi libertad sentía por detrás de mi
cuello el aliento de los tiranos que
querían oprimirla. Pero pareciera como
si el aire que resoplaban al correr detrás
de mí me impulsara ante ellos.
Finalmente, el Cielo o el miedo me
hicieron ganar cuatro o cinco callejuelas
de ventaja. Fue entonces cuando mis
perseguidores perdieron el aliento y mis
huellas y yo la vista y el alboroto de esta
cacería inoportuna. Quien no haya
experimentado personalmente similares
angustias no podrá calibrar la alegría
que me invadió cuando me vi a salvo.
En todo caso, como mi salud me quería
íntegro, decidí ahorrar con avaricia el
tiempo que los otros derrochaban en
buscarme. Me embadurné el rostro, me
llené los cabellos de polvo, me quité el
jubón, me bajé las calzas, tiré el
sombrero por un tragaluz y, habiendo
extendido mi pañuelo en el suelo, con
cuatro pequeños guijarros uno en cada
esquina, como hacen los apestados, me
tumbé con el vientre contra la tierra y
con una voz lastimera me puse a gemir
lánguidamente. Apenas lo hice cuando
escuché los gritos de aquel populacho
turbulento, mucho antes que el ruido de
sus pisadas. Tuve el buen juicio preciso
para mantenerme en la misma posición
en la esperanza de que no me
reconocieran y no me engañé ya que,
tomándome por un apestado, pasaron de
largo a toda prisa tapándose de la nariz
y la mayoría de ellos dejó un ochavo
sobre el pañuelo.
Una vez pasada la tormenta, entré en
una avenida, recuperé mi vestimenta y
me abandoné de nuevo a la Fortuna
pero, como había corrido tanto, se había
cansado de seguirme. Así hay que
creerlo porque a fuerza de cruzar plazas
y esquinas, seguir y atravesar calles,
esta gloriosa divinidad, falta de
costumbre de caminar tan deprisa, para
mejor perderme, me hizo caer
ciegamente en manos de los alguaciles
que me perseguían. Al encontrarme
lanzaron un alarido tan horrísono que
quedé ensordecido. Como creían no
tener brazos bastantes para detenerme,
emplearon los dientes, y aun así no
estaban seguros de haberme cogido. Uno
me arrastraba por los cabellos, otro por
el cuello, mientras que los menos
apasionados me cacheaban. La búsqueda
fue más feliz que la de la prisión, pues
encontraron el resto del oro.
Mientras estos médicos caritativos
se ocupaban de curar la hidropesía de
mi bolsa, se escuchó un gran ruido. Toda
la plaza resonaba con estas palabras:
¡matadlos!, ¡matadlos! Y, al mismo
tiempo, vi brillar el acero de las
espadas. Los señores que me arrastraban
gritaron que se trataba de los alguaciles
del gran preboste[86], que querían
arrebatarles su presa.
—Pero guardaos de caer en sus
manos —me dijeron arrastrándome con
más fuerza que antes—, porque os
condenarían en veinticuatro horas y ni el
rey os salvaría.
Finalmente, sin embargo, asustados
ellos mismos de la pelotera que se les
venía encima, me dejaron todos y quedé
solo en mitad de la calle mientras que
los
agresores
destruían
cuanto
encontraban a su paso.
Podéis imaginaros si me di a la fuga,
cuenta habida de que los dos partidos
me eran igualmente temibles. En un
instante me alejé del tumulto pero,
cuando estaba preguntando el camino de
la posta, un alud de gente que huía de la
refriega abocó mi calle. Al no poder
resistir a la muchedumbre la seguí, y
fatigado de estar corriendo tanto tiempo,
alcancé un portillo muy sombrío por el
que me lancé en revoltijo con otros
fugitivos. La atrancamos detrás de
nosotros y, cuando todo el mundo hubo
recuperado el aliento, uno del grupo
dijo:
—Compañeros, si confiáis en mí,
pasemos los dos postigos y hagámonos
fuertes en el patio.
Estas palabras espantosas golpearon
mis oídos con un dolor tan sorprendente
que pensé caer muerto sobre el mismo
lugar. ¡Ay! De inmediato, aunque
demasiado tarde, me percaté de que en
lugar de refugiarme en un asilo, como
creía, había venido a meterme yo mismo
en la prisión, así de imposible es
escapar a la vigilancia del propio sino.
Observé a aquel hombre con mayor
detenimiento y reconocí en él a uno de
los alguaciles que me habían
perseguido. La frente se me cubrió de
sudor frío y empalidecí a punto de
desvanecerme. Quienes me vieron tan
débil, movidos a compasión, pidieron
agua. Todos se aproximaron para
socorrerme y, por desgracia, aquel
maldito alguacil fue de los que más se
apresuraron. Apenas puso los ojos sobre
mí me reconoció. Hizo una señal a sus
compañeros y al mismo tiempo me
saludaron con un «¡Daos preso en
nombre del rey!». No fue preciso ir
lejos para encarcelarme.
Permanecí en la celda de ingreso
hasta la noche mientras los carceleros
venían uno tras otro a escudriñar mi
rostro en todas sus facetas para pintar mi
retrato en la tela de su memoria.
A las siete en punto el ruido de un
manojo de llaves fue la señal de la
retirada. Me preguntaron si quería ir a
una celda de pago y respondí afirmando
con la cabeza.
—Venga el dinero, pues —me
replicó mi guía.
Supe entonces que estaba en un lugar
en el que tendría que aguantar mucho.
Por ello le rogué que, en caso de que su
afabilidad no le permitiera concederme
crédito hasta el día siguiente, dijera de
mi parte al carcelero que me devolviera
el dinero que me había arrebatado.
—Jo, jo, a fe mía —respondió este
patán—. Nuestro señor tiene buen
corazón. No devuelve nada. Así que
vos, por vuestra nariz… ¡Bah! Vamos,
vamos a las mazmorras.
Al concluir sus palabras me mostró
el camino dándome un gran golpe con su
manojo de llaves, cuyo peso me derribó
y me hizo abrasarme mientras resbalaba
de arriba abajo por una pendiente oscura
hasta el pie de una puerta, que me
detuvo y que no hubiera tomado por tal
de no ser por el fragor del choque con
que la golpeé, puesto que ya no tenía
ojos, que se habían quedado en lo alto
de la escalera bajo la imagen de un
candelabro que tenía en la mano,
ochenta escalones por encima de mí, el
guardián verdugo. Por último, este
hombre tigre descendió lentamente,
abrió treinta gruesas cerraduras, liberó
otras tantas barras y con el portillo
abierto a medias, me arrojó de un
rodillazo a un foso cuyo horror no pude
apreciar de la prisa con la que cerró la
puerta tras él. El légamo me llegaba a
las rodillas. Si pretendía acercarme al
borde, me hundía hasta la cintura. El
gorgoteo terrible de los sapos que
chapoteaban en el cieno me hacía desear
ser sordo. Sentía que los lagartos me
subían por los muslos y las culebras se
me enrollaban al cuello. Divisé una a la
lúgubre claridad de sus pupilas
brillantes que desde su boca negra de
veneno proyectaba una lengua trífida,
cuya brusca agitación parecía un rayo
encendido por sus miradas.
No puedo seguir relatando el resto,
ya que sobrepasa toda verosimilitud y,
además, no me atrevo a recordarlo del
temor que me produce que la
certidumbre que tengo de haber salido
de mi prisión no sea más que un sueño
del que he de despertar. La aguja marcó
las diez en el cuadrante de la torre
principal del lugar antes de que alguien
viniera a llamar a la puerta de mi tumba.
En esos momentos, cuando el dolor de
una amarga tristeza empezaba a
oprimirme el corazón y a desordenar ese
equilibrio armónico en que consiste la
vida, escuché una voz que me advertía
de agarrar la percha que se me ofrecía.
Luego de haber tanteado bastante tiempo
en mitad de la oscuridad encontré un
cabo de ella, lo agarré muy emocionado
y, tirando hacia sí desde el otro, mi
carcelero me sacó del cenagal. No tuve
duda de que mis asuntos habían tomado
otro cariz, pues me hizo muchas
reverencias, sólo me hablaba con la
cabeza descubierta y me dijo que cinco
o seis personas de calidad esperaban en
el patio para verme. Y precisamente esta
bestia salvaje que me había encerrado
en la cueva que os he descrito tuvo la
impudicia de dirigirse a mí. Con una
rodilla en tierra me besó las manos, con
una de sus patas me quitó gran cantidad
de babosas que se me habían pegado a
los cabellos y con la otra hizo caer un
montón de sanguijuelas que me
ocultaban el rostro. Después de estas
admirables muestras de cortesía me
dijo:
—Al menos, mi buen señor, os
acordaréis de las fatigas y los cuidados
que Nicolasón ha tenido para con vos.
¡Caray! Ni que hubierais sido el rey. Y
no es por echároslo en cara.
Ofendido por la desfachatez del
patán, le hice seña de que lo recordaría.
Pasados mil recovecos espantosos pude
ver por fin la luz del día y después el
patio en donde, apenas entrado, me
asieron dos hombres a los que no pude
reconocer de entrada, porque se habían
arrojado sobre mí al mismo tiempo y me
tenían tanto uno como el otro con sus
rostros pegados al mío. Estuve largo
rato sin adivinar quiénes pudieran ser
pero, cuando los trasportes de su
amistad se mitigaron un tanto, reconocí a
mi querido Colignac y al bravo marqués.
Colignac tenía el brazo en cabestrillo y
Cussan fue el primero en salir del
éxtasis:
—¡Qué desgracia! —dijo—. Jamás
hubiéramos sospechado tal desastre sin
vuestro caballo corredor y el mulo que
llegaron aquella noche a las puertas de
mi castillo. Los antepechos, las cinchas,
las gruperas, todo estaba roto, y eso nos
hizo pensar que algo malo os hubiese
sucedido. Montamos de inmediato a
caballo y no habíamos cabalgado dos o
tres leguas en dirección a Colignac
cuando todos los paisanos, conmovidos
por el incidente, nos dieron cuenta
pormenorizada de las circunstancias.
Nos dirigimos al galope a la aldea en la
que estabais en prisión. Una vez allí nos
enteramos de vuestra evasión y de que
habíais tomado el camino de Tolosa, y
hasta aquí hemos venido a rienda suelta
con nuestras gentes. El primero a quien
preguntamos por vos nos dijo que habían
vuelto a deteneros. Al mismo tiempo
enfilamos los caballos hacia esta
prisión, pero otra gente nos aseguró que
os habíais esfumado de entre las manos
de los alguaciles. Y según íbamos
haciendo camino, corría la voz entre los
habitantes del lugar de que os habíais
vuelto invisible. Por último, a fuerza de
preguntar, supimos que luego de haberos
capturado, perdido y vuelto a capturar
no sé cuántas veces, os llevaban a la
prisión de la torre principal. Salimos al
paso de los alguaciles y, por una dicha
más aparente que real, nos los
encontramos de frente, los atacamos, los
combatimos y los pusimos en fuga, pero
no conseguimos averiguar qué había
sido de vos, ni siquiera de boca de los
heridos que habíamos tomado, hasta que
esta mañana han venido a decirnos que
vos mismo os habíais metido a ciegas en
la prisión. Colignac tiene varias heridas,
aunque sin importancia. Por lo demás,
acabamos de dar orden de que os alojen
en el mejor aposento de aquí. Como os
gusta el aire libre, hemos hecho
amueblar un pequeño apartamento sólo
para vos en lo alto de la torre principal,
cuya terraza os servirá de balcón.
Cuando menos vuestros ojos estarán en
libertad, a pesar de que el cuerpo los
retenga.
—¡Ah, mi querido Dyrcona! —
exclamó el conde tomando entonces la
palabra—. ¡Qué mal hicimos al no
llevaros con nosotros cuando salimos de
Colignac! Por una ciega tristeza cuya
causa ignoraba mi corazón me predecía
no sé de espantoso: pero no importa,
tengo amigos, sois inocente y, en todo
caso, sé bien cómo se muere con gloria.
Sólo una cosa me desespera. El granuja
sobre el que pretendía ensayar los
primeros golpes de mi venganza
(imaginaréis que estoy hablando del
cura) ya no está en situación de
experimentarla, pues el miserable ha
entregado el alma. Éste es el relato de su
muerte. Corría con su sirviente para
atrapar vuestro caballo y llevarlo a su
cuadra cuando el animal, con una
fidelidad que quizá haya redoblado las
luces secretas de su instinto, se puso a
dar coces fogosamente con tanta furia y
tanto éxito que en tres patadas contra las
que se estrelló la cabeza de este
cabestro, dejó vacante el beneficio. Sin
duda no comprendéis las causas del
odio de este insensato, pero voy a
revelároslas. Sabed, pues, para empezar
el relato desde el comienzo, que este
santo varón, normando de nación y
encizañador de oficio, que atendía una
capilla abandonada con el dinero de los
peregrinos, echó el ojo sobre el curato
de Colignac y que, a pesar de mis
esfuerzos por defender en su derecho al
posesor, el bribón se ganó de tal modo a
los jueces que, por fin y a pesar nuestro,
fue nuestro pastor.
Al cabo de un año pleiteó conmigo
porque entendía que yo debía pagar el
diezmo. Fue inútil hacerle ver que mis
tierras eran francas desde tiempo
inmemorial. No cejó en su intención de
ir a un proceso que perdió. Pero durante
el procedimiento, dio lugar a tantas
incidencias que, al ir planteándose, han
engendrado otros veinte procesos que
ahora quedarán archivados gracias al
caballo cuya pezuña ha resultado ser
más dura que la cabeza del señor Jean.
He aquí lo que puedo conjeturar del
delirio de nuestro pastor. Mas admiraos
con qué previsión administraba su rabia.
Acaban
de
asegurarme
que,
habiéndosele metido en la cabeza el
desgraciado proyecto de encarcelaros,
había permutado en secreto el curato de
Colignac con otro en su país, adonde
esperaba retirarse una vez que
estuvierais en prisión. Su propio
servidor ha dicho que, al ver vuestro
caballo cerca de su cuadra, lo oyó
murmurar que le serviría para llevarlo a
donde no pudieran encontrarlo.
Seguidamente, Colignac me advirtió
que desconfiara de las ofrendas y visitas
que quizá me hiciera una persona muy
poderosa cuyo nombre mencionó.
Gracias a él había ganado el proceso del
curato el señor Jean. Y que esta persona
de calidad había decidido el asunto en
su favor en pago de los servicios que el
buen cura había prestado a su hijo en el
colegio cuando no era más que un patán.
—Por tanto —continuó Colignac—,
como es muy difícil pleitear sin acritud
y sin que quede en el alma un poso de
enemistad que ya no se borra, aunque las
partes se reconcilien, desde entonces ha
buscado
secretamente
todas
las
oportunidades de perjudicarme. Pero no
importa: tengo más parientes que él en la
judicatura y tengo muchos amigos, y en
el peor de los casos sabremos invocar la
autoridad real.
Después de lo dicho por Colignac,
el uno y el otro intentaron consolarme,
pero unas muestras de un dolor tan
tierno no hicieron sino aumentar el mío.
En estos menesteres, mi carcelero
vino a buscarnos para comunicarnos que
la cámara estaba lista.
—Vamos a verla —respondió
Cussan. Emprendió la marcha y nosotros
le seguimos. Yo la encontré muy
conveniente.
—No me falta nada —les dije—,
salvo los libros.
Colignac me prometió enviarme al
día siguiente todos los que le pidiera en
una lista. Una vez que hubimos
considerado y reconocido que toda
tentativa de evasión estaba fuera de las
posibilidades humanas, debido a la
altura de mi torre, la profundidad de los
fosos que la rodeaban y a todas las
disposiciones de mi cámara, mis dos
amigos se miraron el uno al otro y, al
poner los ojos sobre mí, rompieron a
llorar. Pero como si, de repente, nuestro
dolor hubiera suavizado la cólera del
cielo, una alegría repentina se apoderó
de mi alma. La alegría atrajo la
esperanza y la esperanza abrió luces
secretas que deslumbraron de tal modo
mi razón que con un entusiasmo contra
mi voluntad que a mí mismo me parecía
ridículo les dije:
—Id, id a esperarme a Colignac,
adonde llegaré en tres días, y enviadme
todos los instrumentos de matemáticas
con los que trabajo de ordinario. Por lo
demás, encontraréis en una gran caja
muchos cristales tallados de diversas
formas. No los olvidéis. En todo caso,
será mejor que especifique en una
memoria las cosas que necesito.
Se encargaron de la lista que les di
sin adivinar mi intención. Luego me
despedí de ellos.
Cuando se fueron no hice más que
reflexionar sobre la ejecución de las
cosas que había premeditado y aún
seguía reflexionando la mañana
siguiente cuando me trajeron todo lo que
había solicitado en el catálogo. Un
criado de Colignac me dijo que no se
había visto a su amo desde el día
anterior y que no se sabía qué le hubiera
sucedido. Este accidente no me
preocupó porque de inmediato me vino a
la cabeza la idea de que posiblemente
habría ido al tribunal a solicitar mi
libertad. Por ello, y sin asombrarme,
puse manos a la obra. Durante ocho días
estuve
escuadrando,
cepillando,
encolando hasta que construí la máquina
que voy a describiros:
Era una gran caja muy ligera y que
se cerraba herméticamente. Tenía una
altura de unos seis pies y una longitud de
tres en cuadrado. Estaba agujereada por
abajo y, por encima de la bóveda, que
también lo estaba, puse una vasija de
cristal también horadada, formando un
globo pero muy grande cuyo cuello
terminaba y se ajustaba a la apertura que
había abierto en el techo.
La vasija estaba hecha a propósito
en varios ángulos y en forma de
icosaedro, de modo que siendo cada
faceta convexa y cóncava, mi bola
producía el efecto de un espejo ardiente.
Ni el carcelero ni sus esbirros
subieron jamás a mi aposento que no me
encontraran ocupado en este trabajo,
pero no se asombraban debido a la
cantidad de artilugios mecánicos que
veían en la habitación y de los que yo
me decía el inventor. Entre otros había
un reloj de viento, un ojo artificial con
el cual se veía de noche, una esfera en la
que los astros seguían el movimiento
que tienen en el cielo. Todo ello los
persuadió de que la máquina en la que
trabajaba era una curiosidad semejante.
Además, el dinero con el que Colignac
los untaba los hacía tratarme con muchos
miramientos. Así pues, eran las nueve de
la mañana. Mi carcelero había
descendido y el cielo se había
oscurecido cuando expuse esta máquina
en la parte superior de la torre, esto es,
en el lugar más descubierto de la
terraza. Estaba tan herméticamente
cerrada que de no ser por las dos
aberturas un soplo de aire no podía
entrar en ella. Había metido también un
pequeño taburete muy ligero que me
servía para sentarme.
Todo dispuesto de esta forma, me
encerré en la máquina y allí me quedé
cerca de una hora, esperando que
pluguiese a la Fortuna ordenar algo
sobre mi persona.
Cuando el sol libre de nubes
comenzó a iluminar mi máquina, este
icosaedro transparente que recibía los
tesoros del astro por medio de sus
facetas difundía la luz en mi celda a
través del bocal. Y como este esplendor
se debilitaba a causa de los rayos que no
podían replegarse hasta mí sin romperse
muchas veces, esta fuerza de la claridad
temperada convertía mi asiento en un
pequeño cielo de púrpura esmaltado de
oro.
Estaba admirando extasiado la
belleza de un colorido tan mezclado,
cuando he aquí que mis entrañas se
mueven de golpe de la misma forma que
se conmocionaría alguien que fuera
elevado por una polea.
Iba a abrir la ventanilla para
conocer la causa de esta emoción pero,
conforme avanzaba la mano, vi por el
agujero del suelo de mi caja la torre ya
muy distanciada debajo de mí y mi
pequeño castillo en el aire, empujando
mis pies a contramano me permitió ver
de una ojeada Tolosa que se hundía en la
tierra. Este prodigio me asombró no a
causa de un ascenso tan repentino, sino
de ese tremendo arrebato de la razón
humana ante el éxito de un proyecto del
que la sola imaginación me había
asustado. El resto no me sorprendió,
pues había previsto que el vacío que se
produciría en el icosaedro a causa de
los rayos del sol unidos por los cristales
cóncavos atraería para rellenarlo una
furiosa abundancia de aire que alzaría
mi caja. Y a medida que yo subiera, el
horrible viento que entraría por el
agujero no podría elevarse hasta la
bóveda más que penetrando con furia en
la máquina y empujándola hacia arriba.
Aunque había planeado cuidadosamente
mi proyecto, me equivoqué en una
circunstancia al no haber calculado bien
las posibilidades de mis espejos. Había
colocado en torno a la caja una pequeña
vela fácil de manejar con una cuerda que
pasaba por el bocal de la vasija y cuyo
cabo sujetaba yo. Había supuesto que
cuando estuviera en el aire podría
recoger todo el viento que precisara
para llegar a Colignac. Pero en un abrir
y cerrar de ojos el sol que caía a plomo
y oblicuamente sobre los espejos
ardientes del icosaedro me elevó a tal
altura que perdí de vista Tolosa. Ello me
obligó a soltar la cuerda y poco después
pude ver por una de las ventanillas que
había abierto en los cuatro lados de la
máquina cómo mi vela arrancada se
alejaba volando impulsada por un
torbellino que se había formado dentro
de ella.
Recuerdo que en menos de media
hora me encontraba por encima de la
región media. Me di cuenta enseguida
porque veía granizar y llover por debajo
de mí. Quizá se me pregunte de dónde
venía entonces ese viento sin el cual mi
caja no podía subir en una región celeste
exenta de meteoros. Pero si se me
escucha, responderé a la objeción. Os he
dicho que el sol que alumbraba
vigorosamente mis espejos cóncavos, al
unir los rayos en mitad de la vasija,
expulsaba con su calor por el tubo de
arriba el aire de que estaba llena. De
este modo, manteniendo el vacío, como
la naturaleza lo aborrece, hacía que por
la abertura baja se absorbiera otro aire
para llenarse. Si la vasija perdía mucho,
recobraba otro tanto. De tal modo, no
hay de qué asombrarse de que en una
región por encima de la media en donde
están los vientos siguiese subiendo,
porque el éter se convertía en viento por
la furiosa celeridad con la que se
precipitaba para impedir el vacío y, en
consecuencia, tenía que impulsar mi
máquina sin cesar.
Apenas sentí hambre, excepto
mientras atravesaba esta región media,
ya que en verdad el frío del clima me la
hizo
sentir
lejanamente.
Digo
lejanamente porque gracias a una botella
de licor que siempre llevaba conmigo y
de la que bebí varios tragos se mantuvo
a distancia.
No volví a sentir su aguijón durante
el resto del viaje. Al contrario, cuanto
más avanzaba hacia aquel mundo
inflamado, más robusto me sentía. Tenía
el rostro algo acalorado y más alegre
que de costumbre. Las manos aparecían
coloreadas de un agradable tono
bermejo y no sé qué alegría circulaba
por mis venas que me hacía sentir fuera
de mí.
Recuerdo que al reflexionar sobre
esta aventura razonaba así en cierta
ocasión: «No hay duda de que el hambre
no me atormentará ya que, no siendo su
sensación sino un instinto de la
naturaleza por el que obliga a los
animales a reparar mediante la
alimentación lo que pierden de su
sustancia, al ver hoy día que mediante su
irradiación pura, continua y cercana, el
sol me hace recuperar más calor radical
del que pierdo, ya no suscita en mí ese
deseo que me sería inútil». No obstante,
yo mismo objetaba a estas razones que,
como el temperamento que hace la vida
consiste no solamente en calor natural
sino en humedad radical a la que este
fuego debe adherirse como la llama al
aceite de una lámpara, los rayos solos
de este brasero vital no pueden hacer el
alma a menos que encuentren alguna
materia pegadiza que los fije. Pero vencí
esta dificultad de inmediato tras
observar que en nuestro cuerpos la
humedad radical y el calor natural no
son sino una misma cosa, ya que eso que
llamamos humedad, tanto en los
animales como en el sol, esa gran alma
del mundo, no es más que un flujo de
chispas más continuadas a causa de su
movilidad. Y eso a lo que llamamos
calor es una llovizna de átomos de fuego
que parecen menos sueltos debido a su
interrupción. Pero aunque la humedad y
el calor radicales fueran dos cosas
distintas, es seguro que lo húmedo no
será necesario para vivir tan cerca del
Sol, ya que esta humedad sólo sirve para
que los seres vivos retengan el calor que
se exhala con demasiada rapidez y no se
repone con suficiente prontitud. No
debía preocuparme por su insuficiencia
en una región en la que esos corpúsculos
ígneos que constituyen la vida se reunían
en mi ser con mayor velocidad de la que
se separaban.
Otra observación puede ser motivo
de asombro, a saber: por qué la
aproximación a este globo ardiente no
me consumía ya que había alcanzado
casi la actividad plena de su esfera.
Pero he aquí el motivo: hablando con
propiedad, no es el mismo fuego el que
arde sino una materia más consistente a
la que el fuego empuja de aquí para allá
en los impulsos de su naturaleza móvil,
y esta pólvora de chispas que llamo
fuego, movible en sí misma, puede
realizar su acción gracias a la redondez
de sus átomos. Estos cosquillean,
calientan o queman según sea la forma
del cuerpo que arrastran con ellos. Así,
la paja no arroja una llama tan ardiente
como la madera; la madera arde con
menos violencia que el hierro y esto se
da porque el fuego del hierro, la madera
y la paja, aunque sea el mismo fuego,
actúa de formas distintas según la
diversidad de los cuerpos que remueve.
Por esto motivo, en la paja el fuego (este
polvo casi espiritual), al no tropezar
más que con un cuerpo blando, es menos
corrosivo. En la madera, cuya sustancia
es más compacta, el fuego entra con
mayor dureza. Y en el hierro, cuya masa
es sólida por completo y trabada por
partes angulares, penetra y consume lo
que allí encuentra en un abrir y cerrar de
ojos. Dado que estas observaciones son
muy conocidas, no resultará asombroso
que me aproximase al Sol sin quemarme,
ya que lo que quema no es el fuego sino
la materia a la que está adherido y el
fuego del Sol no puede mezclarse con
materia
alguna.
¿Acaso
no
experimentamos que la alegría, que es
un fuego, ya que sólo remueve una
sangre aérea cuyas partículas muy
sueltas resbalan dulcemente por las
membranas de nuestra carne, la acaricia
y hace nacer no sé qué ciega
voluptuosidad?
¿Y
que
esta
voluptuosidad o, mejor dicho, este
primer atisbo de dolor, al no llegar a
amenazar de muerte al animal sino sólo
a hacerle sentir que está vivo, causa un
movimiento en nuestros espíritus que
llamamos alegría? No es que la fiebre
no sea un fuego igual que la alegría,
aunque tenga accidentes contrarios, sino
que es un fuego envuelto en un cuerpo
cuyos granos son puntiagudos, como lo
es la bilis negra o melancolía, que lanza
sus puntas ganchudas allí por donde su
naturaleza móvil la pasea y horada,
corta, quema y por esta agitación
violenta produce lo que se llama el
ardor de la fiebre. Pero esta
concatenación de pruebas es muy inútil,
ya que los experimentos más vulgares
bastarán para convencer a los
obstinados. No tenía tiempo que perder,
sino que debía pensar en mí. Al igual
que Faetón[87], me encontraba en mitad
de un trayecto en el que no podía
retroceder y en el que, si daba un paso
en falso, toda la naturaleza sería incapaz
de socorrerme.
Pude ver con claridad, como ya
había supuesto antaño al subir a la Luna,
que en efecto es la Tierra la que gira de
Oriente a Occidente[88] en torno al Sol y
no el Sol el que lo hace en torno a ella.
Veía cómo pasaban sucesivamente a la
vista del agujero de mi recinto después
de Francia la punta de la bota de Italia,
después el mar Mediterráneo, después
Grecia, el Bósforo, el Ponto Euxino,
Persia, las Indias, la China y finalmente
el Japón. Horas después de mi ascenso,
habiendo pasado todo el mar del Sur,
apareció el continente de América.
Distinguía claramente todas estas
revoluciones y recuerdo incluso que,
largo tiempo después, vi de nuevo
Europa apareciendo en escena, pero no
podía divisar los Estados por separado
debido a que en mi ascenso había
llegado demasiado alto. Fui dejando a lo
largo de mi trayecto, tanto a izquierda
como a derecha, muchas Tierras como la
nuestra hacia donde me sentía atraído a
poco que alcanzara sus esferas de
actividad. En todo caso, la rápida fuerza
de mi ascenso superaba la de estas
atracciones.
Contorneé la Luna, que entonces se
encontraba entre el Sol y la Tierra, y
dejé Venus a mi derecha. A propósito de
esta estrella la vieja astronomía lleva
tanto tiempo predicando que los planetas
son astros que giran en torno a la Tierra,
que la moderna no parece atreverse a
dudar de ello. Sin embargo, pude
observar que durante todo el tiempo en
que Venus estuvo más allá del Sol, en
torno al cual gira, lo vi siempre en
creciente. Pero, al acabar su trayectoria
observé que, a medida que pasaba
detrás, sus cuernos se aproximaban y su
centro negro relumbraba. Esta cuestión
de las luces y las sombras muestra
claramente que los planetas son, como la
Luna y la Tierra, globos sin claridad
propia que sólo son capaces de reflejar
la que reciben.
Efectivamente, según seguí subiendo
pude hacer la misma observación con
Mercurio. Además, vi cómo todos esos
mundos tienen otros más pequeños que
se mueven en derredor de ellos.
Cavilando más tarde sobre las causas de
la construcción de este gran universo,
me imaginé que al desenmarañarse el
caos, una vez que Dios creó la materia,
los cuerpos semejantes se unieron por
ese principio de amor desconocido
gracias al cual sabemos que cada cosa
busca su semejante. Unas partículas
formadas de cierta forma se juntaron e
hicieron el aire. Otras a las que su forma
imponía un movimiento circular
compusieron al juntarse los globos que
llamamos astros que, no solamente por
su inclinación a girar sobre sus polos a
la que los obliga su forma han tenido
que aglomerarse en formas redondas
como los vemos sino que, al evaporarse
de la masa y caminar en su huida a una
velocidad similar, hicieron girar las
órbitas menores que se encontraban en
la esfera de su actividad. Por este
motivo Mercurio, Venus, la Tierra,
Marte, Júpiter y Saturno están obligados
a girar sobre sí mismos y en torno al Sol
al mismo tiempo. No es que no quepa
imaginar que en otro tiempo todos estos
globos hayan sido soles puesto que, a
pesar de su estado de extinción actual, la
Tierra conserva calor bastante para
hacer girar la Luna en torno a ella, por
el movimiento circular de los cuerpos
que se desprenden de su masa y que
también queda suficiente en Júpiter para
hacer girar cuatro lunas. Con el paso del
tiempo todos estos soles han sufrido una
pérdida de luz y de fuego tan
considerable a causa de la emisión
continua de corpúsculos que hacen el
ardor y la claridad que se han
convertido en marcos fríos, tenebrosos y
casi
impotentes.
Igualmente,
descubrimos que esas manchas en el
Sol, de las que los antiguos no habían
advertido, crecen de día en día. Así
¿quién sabe si no es una costra que se
forma en su superficie, habiéndose
extinguido su masa a medida que se
desprende la luz, y si no se convertirá en
un globo opaco como la Tierra a medida
que todos esos cuerpos móviles la hayan
abandonado? Hay tiempos muy remotos
en los que no aparece vestigio humano
alguno. Puede ser que antes la Tierra
hubiera sido un sol poblado de animales
adecuados al clima que los había
producido y puede ser que dichos
animales fueran los demonios de los que
la Antigüedad cuenta tantos ejemplos.
¿Por qué no? ¿Por qué no puede ser que,
después de la extinción de la Tierra,
siguieron habitándola algún tiempo y
que la alteración de su globo no haya
destruido aún todas sus especies? En
efecto, duraron con vida hasta el reinado
de Augusto, según testimonio de
Plutarco[89]. Incluso parece que el
testamento profético y sagrado de
nuestros primeros patriarcas haya
querido llevarnos de la mano hacia esa
verdad, porque antes de que se hable de
los hombres se cuenta la rebelión de los
ángeles[90]. Este decurso del tiempo que
observa la escritura, ¿no es como una
semiprueba de que los ángeles habitaron
la Tierra antes que nosotros? ¿Y que
esos seres orgullosos que habitaban
nuestro mundo cuando era sol,
desdeñando quizá seguir habitándolo
cuando se extinguió y sabiendo que Dios
había llevado su trono al sol, osaron
ocuparlo? Pero Dios, que quiso castigar
su audacia, los expulsó de la misma
Tierra y creó al hombre menos perfecto
y, en consecuencia, menos soberbio, a
fin de ocupar sus plazas vacantes.
A los cuatro meses de viaje más o
menos por lo que se puede computar
cuando no hay noche que permita
distinguirla del día, llegué a una de las
pequeñas tierras que giran en torno al
Sol y que los matemáticos llaman
máculas, donde a causa de la
interposición de unas nubes, como mis
espejos ya no reunían tanto calor y el
aire no empujaba mi cabaña con tanto
vigor, lo que quedaba del viento ya no
era capaz más que de sostener mi caída
y de depositarme sobre la cumbre de una
alta montaña de la que descendí
tranquilamente.
Dejo a vuestro ánimo imaginar la
alegría que me invadió al sentir que mis
pies se posaban sobre un suelo sólido
después de haber estado tanto tiempo
interpretando el papel de pájaro.
Ciertamente
no
tengo
palabras
adecuadas para expresar el desahogo
que sentí cuando por fin vi mi cabeza
coronada por la claridad de los cielos.
Sin embargo, este éxtasis no me arrebató
tanto que no pensara en salir de mi caja,
en cubrir su capitel con mi camisa antes
de alejarme porque temía que si el aire
se serenaba y el sol volvía a alumbrar
mis espejos, como era verosímil, quizá
no volviera a encontrar mi casa.
Siguiendo unas grietas que restos de
agua mostraban se produjeron antaño,
desemboqué en una llanura en la que
apenas podía andar a causa de una
espesa capa de limo de la que estaba
cubierta la tierra. En todo caso,
habiendo caminado un trecho, llegué a
una hondonada en la que encontré un
hombrecillo desnudo que reposaba
sentado sobre una piedra. No recuerdo
si fui yo quien habló el primero o si fue
él quien me interrogó, pero tengo
recuerdos frescos, como si lo estuviera
escuchando ahora, de que me habló
durante tres horas en una lengua que sé
bien no haber escuchado jamás y que no
tiene relación alguna con ninguna de este
mundo y que, sin embargo, comprendía
más deprisa y de forma más inteligible
que la de mi nodriza. Cuando le pregunté
la razón de algo tan maravilloso me dijo
que en las ciencias hay una verdad, fuera
de la cual uno está siempre alejado de lo
fácil y que cuanto más se alejaba esa
lengua de la verdad, más difícil de
concebir era y de menos fácil
comprensión.
Por el mismo motivo —continuó—,
en la música no se encuentra jamás esa
verdad sin que el alma se eleve de
inmediato hacia ella sin dudarlo. No la
vemos, pero sentimos que la naturaleza
la ve y, sin poder comprender de qué
modo nos absorbe, no deja de
fascinarnos, aunque no sepamos señalar
en dónde está. Sucede lo mismo con las
lenguas. Quien encuentra esta verdad de
las letras, de las palabras y de su orden
no puede jamás caer por debajo de su
concepción al expresarse, sino que
habla siempre conforme a su
pensamiento. Al no conocer este idioma
perfecto, os quedáis corto por no saber
el orden ni las palabras que puedan
explicar lo que imagináis.
Le dije que el primer hombre de
nuestro mundo indudablemente se había
servido de esta lengua porque cada
nombre que había impuesto a cada cosa
declaraba su esencia. Él me interrumpió
y prosiguió:
—Esta lengua no es solamente
necesaria para expresar todo lo que
concibe el espíritu, sino que sin ella no
es posible hacerse entender por todo el
mundo. Dado que este idioma es el
instinto o la voz de la naturaleza, debe
ser inteligible a todo lo que vive al
amparo de la naturaleza. Por ello, si
tuvierais la inteligencia necesaria
podríais comunicaros y hablar todos
vuestros pensamientos con las bestias y
las bestias con vos de todos los suyos,
ya que es el lenguaje mismo de la
naturaleza por el que se hacen entender
de todos los animales. Que no os
asombre más la facilidad con la que
entendéis el sentido de una lengua que
no ha sonado jamás a vuestros oídos.
Cuando hablo, vuestra alma encuentra en
cada una de mis palabras esa verdad que
busca a tientas. Y aunque su razón no la
entiende, tiene en su seno una naturaleza
que no puede dejar de entenderla.
—¡Ah! —exclamé yo—. Sin duda es
por medio de este enérgico idioma por
el que antaño nuestro primer padre
conversaba con los animales que a su
vez lo entendían. Porque como se le
había dado el dominio sobre todas las
especies, éstas lo obedecían, porque les
hablaba en una lengua que les era
conocida. Y dado que esta lengua matriz
se ha perdido, ya no acuden cuando las
llamamos como antes; porque no nos
entienden.
El hombrecillo no hizo ademán de
responderme sino que iba a continuar
con el hilo de su discurso si no lo
hubiera interrumpido yo una vez más. Le
pregunté en qué mundo respirábamos, si
estaba muy habitado y qué tipo de
Gobierno regía en él.
—Voy a exponeros —replicó—
secretos que no son conocidos en
vuestra Tierra. Observad bien la tierra
sobre la que caminamos. No hace mucho
era una masa confusa y revuelta, un caos
de materia desordenada, una porquería
negra y viscosa de la que el sol se había
purgado. Así, después de haber
mezclado, comprimido y condensado
estas numerosas nubes de átomos por
medio de los rayos que lanzaba contra
ellas; después, digo, de que hubiera
separado en esta bola los cuerpos más
contrarios y reunido los más semejantes
mediante una larga y fuerte cocción, esta
masa abrumada de calor sudó con tal
abundancia que precipitó un diluvio de
más de cuarenta días, ya que tanta agua
precisaba mucho tiempo para penetrar
en las regiones más inclinadas y más
bajas de nuestro globo.
Al juntarse estos torrentes de humor
se formó el mar que aún testifica por su
sal que debe de ser una acumulación de
sudor, ya que todo sudor es salado. A
continuación de la retirada de las aguas
quedó sobre la tierra un cieno graso y
fértil del que, por efecto de los rayos del
sol, se elevó como una burbuja que no
había podido expulsar su germen a causa
del frío. Por esta razón recibió otra
cocción que la rectificó y perfeccionó
por una mezcla más exacta, que hizo que
dicho germen, que no era capaz más que
de vegetar, pudiera sentir. Pero como las
aguas que habían estado tanto tiempo
acumuladas sobre el limo lo habían
enfriado, la burbuja no se abrió, de
forma que el Sol la recoció otra vez y,
tras una tercera digestión, esta matriz se
recalentó tanto que el frío ya no supuso
un obstáculo a su parto, así que se abrió
y dio a luz un hombre que retuvo en el
hígado, que es el lugar del alma
vegetativa y el de la primera cocción, la
potencia del crecimiento; en el corazón,
que es el sitio de la actividad y el lugar
de la segunda cocción, la potencia vital;
y en el cerebro, que es el sitio de lo
intelectual y el lugar de la tercera
cocción, la potencia de razonar. Si no
fuera por esto, ¿para qué tendríamos que
estar más tiempo en el vientre de
nuestras madres que el resto de los
animales si no fuera porque nuestro
embrión recibe tres cocciones distintas
para formar las tres potencias diferentes
de nuestra alma y las bestias solamente
dos para formar sus dos potencias? Ya
sé que el caballo sólo se forma después
de diez, doce o catorce meses en el
vientre de la yegua. Pero como es de
temperamento tan contrario al que nos
hace hombres, nunca llega a la vida sino
en los meses que, es de notar, son muy
antipáticos a la nuestra cuando nos
quedamos en el seno materno después
del curso natural de las cosas. No es
extraño que el tiempo que precisa la
naturaleza para hacer parir una yegua
sea muy superior al que precisa para que
una mujer dé a luz.
Sí, dirá alguno, pero a fin de cuentas
el caballo está más tiempo que nosotros
en el vientre de su madre y, por lo tanto,
recibe cocciones más perfectas y
numerosas.
Respondo que esto no es así. No
preciso apoyarme en las observaciones
que han hecho tantos doctos sobre la
energía de los nombres cuando prueban
que si bien toda materia está en
movimiento, unos seres se consiguen en
una cierta revolución de días y se
destruyen en otra. Tampoco preciso
tomar pie en las pruebas que extraen
después de haber explicado la causa de
todos estos movimientos, de que el
número nueve es el más perfecto[91]. Me
contentaré con responder que al ser el
germen del hombre más cálido, el Sol
trabaja en él, y en nueve meses termina
más órganos de los que inicia en diez
meses en un potro. No obstante, no hay
duda de que el caballo no es mucho más
frío que el hombre, ya que esta bestia
sólo muere de una inflamación del bazo
o de otros males que proceden de la
melancolía.
No obstante, me diréis, ¿no hay en
nuestro mundo ningún hombre hecho de
barro y así producido?
Ya lo creo. Vuestro mundo está hoy
muy caldeado puesto que tan pronto
como el sol atrae un germen de la tierra,
al no encontrar ese frío húmedo o, mejor
dicho, ese periodo seguro de un
movimiento acabado que lo obliga a
varias cocciones, forma así de
inmediato un vegetal. Si hacen falta dos
cocciones, dado que la segunda no tiene
tiempo de acabarse a la perfección, no
engendra más que un insecto. Así he
observado que el mono que, como
nosotros, lleva a sus pequeños en el
seno materno nueve meses, se nos
parece en tantos rasgos que muchos
naturalistas no han diferenciado las
especies[92] y la razón es que su semen
poco más o menos templado como el
nuestro casi ha tenido tiempo en ese
periodo de acabar tres digestiones.
Sin duda me preguntaréis de dónde
saco la historia que os he contado. Me
diréis que no puedo haberla sacado de
quienes no existían. Es cierto que soy el
único que estuvo presente y que, en
consecuencia, no puedo dar fe de ella,
pues sucedió antes de que yo naciese.
Pero sabed también que en una región
cercana al Sol como la nuestra, las
almas plenas de fuego son más claras,
más sutiles, más penetrantes que las de
los otros animales en esferas más
alejadas. Así pues, igual que en vuestro
mundo se encontraron antaño profetas
con el espíritu encendido por un
entusiasmo vigoroso que tuvieron
presentimientos de futuro, no es
imposible que en este de aquí, mucho
más cercano al Sol y, en consecuencia,
mucho más luminoso que el vuestro,
venga a algún genio poderoso algún
aroma del pasado. Su razón inquisitiva
se mueve igual hacia delante que hacia
atrás y es capaz de establecer la causa a
partir de los efectos como lo es de
extraer los efectos de la causa.
Terminó de esta forma su relato y,
después de una conferencia aun más
especial sobre secretos muy ocultos que
reveló y de los que quiero callar una
parte mientras que la otra se me ha ido
de la memoria, me dijo que no hacía tres
semanas que una mota de tierra
fecundada por el sol lo había parido a
él.
—Mirad bien este tumor.
Entonces me hizo observar una
especie de hinchazón parecida a una
topera sobre la burbuja.
—Es —me dijo— una apostema o,
mejor dicho, una matriz que alberga
hace nueve meses el embrión de uno de
mis hermanos. Estoy aguardando el
momento de servirle de comadrona.
Habría continuado de no haber
observado que la tierra palpitaba en
torno al brote de arcilla. Esto,
juntamente con la hinchazón de la buba,
le hizo suponer que la tierra estaba
dando a luz y que aquella sacudida
anunciaba ya los estremecimientos del
parto. Me dejó de inmediato para acudir
al lugar del alumbramiento y yo fui en
busca de mi cabaña.
Volví a subir a la montaña de la que
había bajado y a cuya cumbre llegué
muy cansado. Podéis imaginaros cuánta
fue mi angustia cuando no la encontré en
donde la había dejado. Estaba ya
lamentando su pérdida cuando la divisé
revoloteando muy a lo lejos. Corrí hasta
perder el aliento con toda la fuerza de
mis piernas y realmente era un
pasatiempo agradable contemplar esta
forma nueva de ir de caza. Cada vez que
le ponía la mano encima se producía un
ligero aumento de temperatura en la bola
de vidrio que tiraba del aire con más
fuerza y este aire de mayor violencia, al
elevar la caja por encima de mí, me
hacía saltar tras ella como el gato que
quiere coger una liebre colgada en un
gancho. Si mi camisa encima del capitel
no se hubiera opuesto a la fuerza de los
espejos, la caja habría emprendido el
viaje por sí sola.
Pero ¿para qué refrescar la memoria
de una aventura de la que no podría
acordarme más que con el mismo dolor
que sentí entonces? Bastará con saber
que la máquina saltó, corrió y voló
como yo boté, corrí y salté hasta que la
vi caer al pie de una alta montaña.
Todavía me habría arrastrado más lejos
si las sombras que ennegrecían el cielo
en esta orgullosa elevación de la tierra
antes que en la llanura no hubieran
difundido la noche en un radio de media
legua. Al encontrarse entre tinieblas, en
cuanto los cristales de la caja sintieron
el frescor, que ya no se engendraba
vacío alguno, no entraba viento por el
agujero y faltaba el impulso que la
sostenía, se vino abajo y se hubiera roto
en mil pedazos si la charca en que cayó
no hubiera amortiguado el golpe. La
saqué del agua, reparé lo que se había
estropeado y, luego, tras abrazarla con
todas mis fuerzas, la llevé a la cima de
un collado próximo. Retiré la camisa de
la vasija pero no pude ponérmela
porque, al comenzar su trabajo los
espejos, comprobé que la cabaña se
estremecía a punto de volar. Apenas
tuve tiempo de entrar rápidamente y me
encerré como la primera vez.
La esfera de nuestro mundo no me
parecía ya más que un astro más o
menos del tamaño que juzgamos tiene la
Luna. A medida que iba subiendo se
empequeñecía hasta convertirse en una
estrella, luego en una chispa y después
en nada, y aquel punto luminoso se
redujo tanto para igualarse al que
terminaba el último rayo de mi vista,
que ésta lo dejó confundirse con el color
del cielo. Alguno se asombrará de que
el sueño no me asaltara durante un viaje
tan prolongado. Pero como el sueño es
producido por la dulce exhalación de
los alimentos que se evaporan del
estómago al cerebro o por la necesidad
que siente la naturaleza de atrapar
nuestra alma para reparar mediante el
reposo los elementos espirituales que el
trabajo
haya
consumido,
no
experimentaba necesidad de dormir
dado que no comía y que el Sol me
restituía más, mucho más calor radical
del que disipaba. Entretanto continuaba
mi ascensión, y a medida que me
aproximaba a aquel mundo en llamas,
sentía correr por mi sangre cierta alegría
que la depuraba y pasaba luego al alma.
De vez en cuando miraba hacia arriba
para admirar la variedad de matices que
refulgían en mi pequeña cúpula de
cristal y todavía tengo memoria viva de
que, cuando dirigí la mirada al bocal de
la vasija, sentí como en un sobresalto
que algo pesado se desprendía de todas
las partes de mi cuerpo. Una bocanada
de humo espeso y casi tangible sumergió
la vasija en tinieblas y cuando quise
incorporarme para contemplar esa
negrura que me cegaba, no vi la vasija ni
los espejos ni la vidriera ni la cubierta
de mi cabaña. Bajé la mirada para
averiguar qué era lo que convertía mi
obra maestra en una ruina pero sólo
encontré el cielo en torno mío en lugar
de la cabaña con sus cuatro costados y
su suelo. Y lo que más me asustó fue
sentir como si la ola de aire se hubiera
petrificado y no sé qué obstáculo
invisible que retenía mis brazos cuando
pretendía extenderlos. Se me ocurrió
entonces que, a fuerza de ascender, sin
duda había llegado al firmamento que
ciertos filósofos y algunos astrónomos
dicen que es sólido[93].
Comencé a temer que me quedaría
allí encajado, pero el horror que me
produjo la extrañeza de este accidente
aumentó más debido a los que le
sucedieron, ya que mi vista, que vagaba
de aquí para allá, al ir a caer sobre mi
pecho en lugar de detenerse en la
superficie de mi cuerpo, pasó a través
de él. En un instante comprendí que
estaba mirando por detrás sin intervalo
alguno. Como si mi cuerpo no fuera más
que un órgano de visión, sentí que mi
carne, habiéndose despojado de su
opacidad, transfería los objetos a mis
ojos y éstos a los objetos a través de
ella. Finalmente, después de haber
tropezado mil veces sin verlos con la
bóveda, el suelo y las paredes de mi
caja deduje que, por una necesidad
secreta de la luz en su misma fuente, mi
cabaña y yo nos habíamos hecho
transparentes. Y no es que no hubiera
podido percibirla, aunque fuera diáfana,
ya que también se ven bien el vidrio, el
cristal y los diamantes, que lo son.
Supongo que una región tan próxima al
Sol depura más perfectamente los
cuerpos de su opacidad mejorando las
aperturas imperceptibles de la materia
más de lo que lo hace en nuestro mundo
en donde su fuerza, casi agotada por tan
largo camino, apenas es capaz de
penetrar con su destello las piedras
preciosas. En todo caso, y gracias a la
igualdad interna de las superficies de
éstas, el sol les hace reflejar a través de
sus cristales, como si fueran ojitos, el
verde de las esmeraldas, el escarlata de
los rubíes o el violeta de las amatistas,
según que los diferentes poros de la
piedra, ya sean más rectos, ya más
torcidos, extingan o reaviven por la
cantidad de sus reflejos esa luz
debilitada. Hay una dificultad que puede
plantearse el lector: cómo podía verme
yo y no ver mi caja cuando yo me había
hecho tan diáfano como ella. A esto
respondo que el sol actúa sin duda de
forma distinta sobre los cuerpos vivos
que sobre los inanimados, ya que
ninguna parte de mi carne ni de mis
huesos ni de mis entrañas había perdido
su color natural a pesar de ser
trasparente. Por el contrario, mis
pulmones conservaban su suave
delicadeza bajo un rojo encarnado, mi
corazón, siempre bermejo, oscilaba
suavemente entre la sístole y la diástole,
mi hígado parecía arder en un púrpura
de fuego y la circulación de la sangre[94]
seguía cociendo el aire que respiraba.
Por último, me veía, me tocaba, me
sentía el mismo y, sin embargo, no lo
era.
Mientras
consideraba
esta
metamorfosis, mi viaje iba tocando a su
fin, aunque por entonces con mucha
lentitud debido a la serenidad del éter
que se rarificaba a medida que me
aproximaba a la fuente de la luz. Dado
que la materia en esta etapa está muy
suelta a causa del enorme vacío de que
está llena y que, en consecuencia, es
muy perezosa debido a que éste no
realiza acción alguna, al pasar por el
agujero de mi caja, este aire no podía
producir más que un vientecillo apenas
capaz de sostenerla.
Nunca reparaba en el capricho
malicioso de la Fortuna, que seguía
oponiéndose al éxito de mi empresa con
tanta obstinación que me asombra cómo
no perdí la cabeza. Pero escuchad un
milagro que los siglos venideros apenas
podrán creer.
Me encontraba reducido a una
situación de extremo infortunio:
encerrado en una caja de luz que
acababa de perder de vista y con mis
ímpetus agotados por el esfuerzo para no
caer y en un estado en el que todo lo que
encierra la máquina entera del mundo,
era impotente para socorrerme. En
cualquier caso, al igual que, cuando
expiramos, una fuerza interior nos
impulsa a abrazar a aquellos que nos
dieron el ser, elevé mis ojos al Sol,
nuestro padre común. Este ardor de mi
voluntad no solamente sostuvo mi
cuerpo, sino que lo lanzó hacia aquello
que deseaba abrazar. Mi cuerpo
empujaba la caja y de este modo
continué mi viaje. En cuanto me di
cuenta, tensé con mayor atención que
nunca todas las facultades de mi alma
para juntarlas con la imaginación a
aquello que me atraía. Pero la cabeza,
cargada con la cabaña, contra cuyo
capitel me izaban a pesar mío los
esfuerzos de mi voluntad, me molestaba
tanto que a la postre esta pesantez me
obligó a buscar a tientas el sitio de la
puerta invisible. Por fortuna la encontré,
la abrí y me lancé fuera. Pero este temor
natural de caer que tienen todos los
animales cuando se ven en vilo me hizo
extender el brazo para sujetarme. Mi
guía era la naturaleza, que no sabe
razonar, por lo cual la Fortuna, su
enemiga, empujó maliciosamente mi
mano sobre el capitel de cristal. ¡Ay!
¡Qué trueno llegó a mis oídos! El ruido
del icosaedro que escuché romperse en
trozos, tal desorden, tal desgracia, tal
espanto están más allá de toda
descripción. Los espejos ya no atraían el
aire porque no se hacía el vacío. El aire
ya no se volvía viento presuroso por
rellenarlo. El viento cesó de impulsar
mi caja hacia arriba. En dos palabras,
luego de este destrozo, la vi caer mucho
tiempo a través de los vastos campos
del mundo. Reabsorbió las tinieblas
opacas en la misma región en que las
había exhalado. Tanto más cuanto que, al
cesar en este lugar la fuerza enérgica de
la luz, volvió a unirse ávidamente al
oscuro espesor que le era esencial. Del
mismo modo que se han visto almas que,
mucho tiempo después de la separación
de sus cuerpos, vienen a buscarlos y
vagan durante cien años en torno a las
sepulturas para tratar de reunirse con
ellos, creo que perdió así su
trasparencia, pues la he visto después en
Polonia en el mismo estado en que se
encontraba cuando entré en ella por
primera vez. Además, he sabido que
cayó bajo la línea equinoccial del Reino
de Borneo. Un mercader portugués la
había comprado al isleño que la
encontró y, de mano en mano, llegó a
poder de este ingeniero polaco que se
sirve de ella para volar.
Suspendido así en el vacío de los
cielos y atribulado por la muerte que
vendría con mi caída, volví, como os he
dicho, mi triste mirada al Sol. La mirada
acarreó el pensamiento, mis ojos fijos
en el globo señalaron una vía que mi
voluntad siguió para elevar mi cuerpo.
Este impulso vigoroso de mi alma no
será
incomprensible
para
quien
considere los efectos más simples de
nuestra voluntad. Se sabe, por ejemplo,
que cuando quiero saltar, mi voluntad,
incitada por mi fantasía, habiendo
animado todo el microcosmos, intenta
trasponerlo hasta el lugar que se ha
fijado. Si no llega siempre a conseguirlo
se debe a que los principios de la
naturaleza, que son universales,
prevalecen sobre los particulares y
como la facultad de querer es particular
a las cosas sensibles mientras que la de
caer en el centro está generalmente
extendida entre toda la materia, es
obligado que mi salto cese cuando la
masa, habiendo vencido la insolencia de
la voluntad que la ha sorprendido, se
aproxima al punto al que tiende.
Callaré sobre lo que sucedió en el
resto del viaje por miedo a que el relato
dure tanto como él. El hecho es que al
cabo de veintidós meses abordé
felizmente las grandes llanuras de la luz.
Esta tierra parece hecha de copos de
nieve refulgente porque es muy
luminosa. No obstante, resulta bastante
increíble que, desde que cayó mi caja,
no consiguiera comprender si subía o si
bajaba hacia el Sol. Sólo recuerdo que,
cuando llegué caminaba con ligereza por
encima. Sólo tocaba el suelo en un punto
y a veces rodaba como una bola sin que
me resultase más incómodo caminar con
la cabeza que con los pies. Incluso
cuando a veces estaba con las piernas
hacia el cielo y los hombros sobre la
tierra, me sentía tan natural en esa
posición como si tuviera las piernas
sobre la tierra y los hombros hacia el
cielo. Fuera cual fuera la parte del
cuerpo sobre la que me apoyase, sobre
el vientre, la espalda, sobre un codo,
una oreja, me encontraba de pie. Por
ello supe que el Sol es un mundo que
carece de centro y que, dado que estaba
muy alejado de la esfera activa del
nuestro y de todos los que había ido
encontrando en mi camino, era
imposible que pesara, ya que la pesantez
no es más que la atracción que ejerce el
centro hacia su esfera de actividad[95].
El respeto con el que hollaba con
mis pasos este campo luminoso aplacó
durante un tiempo el deseo que
experimentaba de continuar mi viaje. Me
sentía avergonzado de caminar sobre la
luz. Mi mismo cuerpo asombrado,
queriendo apoyarse en los ojos, en esta
tierra transparente en la que penetraban,
no podía sostenerlos con lo que mi
instinto, convertido en señor de mi
pensamiento a pesar mío, lo arrastraba a
lo más profundo de una luz sin fondo.
No obstante, poco a poco mi razón se
impuso a mi instinto. Apoyé sobre el
suelo mis plantas seguras y firmes y
conté mis pasos con tanta dedicación
que si los hombres hubieran podido
divisarme desde su mundo, me habrían
tomado por ese gran Dios que camina
sobre las nubes. Después de haber
caminado creo que unos quince días,
llegué a un paraje del Sol menos
resplandeciente del que venía. Me sentí
conmovido de alegría y supuse que
indudablemente tal alegría procedía de
una secreta simpatía que mi ser
guardaba aún por mi opacidad. Mi
conocimiento del asunto, sin embargo,
no me hizo desistir de mi empeño. Mi
caso era como el de esos viejos
dormidos que, aunque saben que el
sueño les es perjudicial y que han
ordenado a sus sirvientes que los
despierten, se enfadan mucho cuando los
despiertan. Así, a medida que mi cuerpo
se oscurecía según alcanzaba las
provincias más tenebrosas, volvía a
contraer las debilidades que aporta esta
enfermedad de la materia: sentí
cansancio y el sueño me asaltó. Esas
dulces languideces que nos acarician
cuando se acerca la somnolencia
insuflaban tanto placer a mis sentidos
que, ganados éstos por la voluptuosidad,
forzaron a mi alma a ceder ante el tirano
que encadena a sus siervos. Porque el
sueño, este antiguo tirano de la mitad de
nuestros días que, no pudiendo soportar
la luz ni mirarla sin desvanecerse a
causa de su ancianidad, se había visto
obligado a dejarme a la entrada de las
regiones brillantes del Sol, había venido
a esperarme en los confines de la región
tenebrosa de que hablo en donde,
habiéndome atrapado, me detuvo como
prisionero y cerró mis ojos, sus
enemigos declarados, bajo la negra
bóveda de mis párpados. Y por miedo a
que mis otros sentidos lo molestasen en
el disfrute apacible de su presa,
traicionándolo
como
me
habían
traicionado a mí, amarró a cada uno de
ellos a su lecho. En dos palabras, todo
esto quiere decir que me acosté sobre la
arena muy adormecido. Se trataba de
una llanura tan despejada que mi vista
no alcanzaba a ver a lo lejos ni una
mata. Sin embargo, al despertarme, me
encontré bajo un árbol en comparación
con el cual, los cedros más altos no
parecían sino hierba. Su tronco era de
oro macizo, sus ramas de plata y sus
hojas de esmeraldas que en el verdor
resplandeciente
de
su
preciosa
superficie representaban como si fueran
espejos las imágenes de los frutos que
pendían en derredor. Juzgad si el fruto
debía nada a las hojas: el escarlata
inflamado de un gran rubí formaba la
mitad de cada uno y la otra mitad
permitía dudar de si se trataba de un
crisólito o de un trozo de ámbar dorado.
Las flores abiertas eran rosas de grandes
diamantes y los capullos gruesas perlas
en forma de pera.
Un ruiseñor cuyo denso plumaje lo
hacía
extraordinariamente
bello,
encaramado en lo más alto parecía
valerse de su melodía para que los ojos
se vieran obligados a confesar a los
oídos que no era indigno del trono en el
que se encontraba sentado.
Quedé largo tiempo maravillado a la
vista de este rico espectáculo y no me
cansaba de contemplarlo. Pero cuando
concentraba todo mi pensamiento en
contemplar entre los otros frutos una
granada
extraordinariamente
bella
incrustada de un macizo de grandes
rubíes, observé que se removía la
coronita que le hace veces de cabeza,
que se alargaba hasta llegar a formar un
cuello. De inmediato vi removerse por
arriba algo blanco que, a fuerza de
espesarse, crecer, de hacer avanzar y
retroceder la materia en ciertas partes,
acabó adquiriendo la forma de un
pequeño busto de carne. Este pequeño
busto terminaba en redondo a la altura
de la cintura, lo que quiere decir que por
abajo mantenía su forma de granada. No
obstante, siguió extendiéndose poco a
poco, su cola se convirtió en dos piernas
y cada una de las piernas se dividió en
cinco dedos. Una vez que se hubo
humanizado, la granada se separó de su
tallo y con una ligera cabriola cayó
justamente a mis pies. Ciertamente, lo
confieso,
cuando
vi
caminar
decididamente ante mí a esta granada
racional, este pedacito de enano, no más
grande que el pulgar pero lo bastante
fuerte para crearse a sí mismo, sentí
veneración.
—Animal humano (me dijo en esa
lengua matriz sobre la que ya os he
hablado en otro momento), tras haberte
considerado largo tiempo desde lo alto
de la rama de la que pendía, he creído
leer en tu semblante que no eres
originario de este mundo. Por este
motivo he descendido, para que me
ilustres sobre la verdad.
Una vez hube satisfecho su
curiosidad acerca de todas las materias
por las que me preguntó, le dije:
—Y vos, explicadme quién sois
porque lo que acabo de ver es tan
asombroso que desespero de llegar
jamás a conocer la causa si no me la
aclaráis. ¡Cómo! ¡Un árbol enorme todo
de oro puro, cuyas hojas son
esmeraldas, las flores diamantes, los
capullos perlas y, además de todo esto,
con frutos que se hacen hombres en un
abrir y cerrar de ojos! Confieso que la
comprensión de un milagro tal
sobrepasa mis capacidades.
A raíz de esta exclamación y
mientras esperaba su respuesta me dijo:
—Dado que soy el rey de todo el
pueblo que compone este árbol, no os
parecerá mal que le diga que me siga.
Cuando hubo hablado de este modo,
me percaté de que se recogía sobre sí
mismo y no sé si tensando los resortes
interiores de su voluntad, provocó fuera
de sí algún movimiento que hizo que se
produjera lo que vais a oír: de
inmediato todos los frutos, todas las
flores, todas las hojas, todas las ramas,
en fin, todo el árbol cayó en piezas
tomando la forma de hombrecillos que
miraban, se sentaban y caminaban y que,
como si quisieran celebrar el día de su
nacimiento en el momento mismo de su
nacimiento, se pusieron a bailar a mi
alrededor. Sólo el ruiseñor mantuvo su
forma y no se metamorfoseó. Vino a
posarse sobre el hombro de nuestro
pequeño monarca, en donde cantó una
melodía tan melancólica y amorosa que
toda la asamblea, incluido el príncipe,
enternecida por las dulces languideces
de su voz desfallecida, derramó algunas
lágrimas. La curiosidad de saber de
dónde venía este pájaro se apoderó de
mí, provocándome una necesidad de
hablar que no pude contener:
—Señor —dije, dirigiéndome al rey
—, si no temiera importunar a Vuestra
Majestad os preguntaría por qué el
ruiseñor es el único que ha permanecido
en su ser en medio de tantas
metamorfosis.
El pequeño príncipe me escuchó con
una complacencia que mostraba bien su
bondad natural y, sabedor de mi
curiosidad, me replicó:
—El ruiseñor no ha cambiado de
forma como nosotros porque no ha
podido: es un verdadero pájaro, es
decir, es lo que os parece. Pero vayamos
a las regiones opacas y, de camino, os
contaré quién soy con la historia del
ruiseñor.
Apenas le había yo testimoniado la
satisfacción que recibía de su oferta
cuando saltó ágilmente sobre uno de mis
hombros. Se puso de puntillas con sus
pequeños pies para alcanzar mi oído con
la boca y, a veces balanceándose en mis
cabellos, a veces sufriendo una especie
de estrapada, me dijo:
—A fe mía, excusad a una persona
que ya está sin aliento. Al estar en un
cuerpo pequeño, mis pulmones son
estrechos y la voz tan fina que tengo que
pasar mucha fatiga para hacerme oír. El
ruiseñor tendrá que hablar él mismo de
sí mismo, que cante tan bien como le
parezca y por lo menos tendremos el
placer de escuchar su historia en
música.
Le repliqué que aún no estaba
bastante acostumbrado al lenguaje de los
pájaros; que en verdad cierto filósofo
que había encontrado al subir al Sol me
había dado algunos principios generales
para entender el de los brutos, pero que
no me bastaban para entender todas las
palabras ni para entender todas las
delicadezas que se encuentran en una
aventura como la que debía de ser
aquella.
—¡Ah, bien! Puesto que así lo
quieres, tus orejas no se verán sólo
privadas de las bellas canciones del
ruiseñor sino de casi toda su aventura de
la que sólo puedo contarte lo que ha
llegado a mi conocimiento. En todo caso
te contentarás con esta muestra. Aunque
la supiera toda entera, la brevedad de
nuestro viaje a su país, adonde lo
conducimos, no me permitiría que
llevara la narración más allá.
Habiendo hablado así, saltó de mi
hombro a tierra, dio la mano a toda su
gente menuda y se puso a bailar con un
modo de moverse que no podría
describir porque nunca había visto algo
semejante. Pero escuchad, pueblos de la
Tierra, lo que no os obligo a creer, ya
que en vuestro mundo, en el que los
milagros no son más que efectos
naturales, éste se considera un milagro.
En cuanto estos hombrecillos se
pusieron a bailar, me pareció sentir su
animación en mí y la mía en ellos. No
podía mirar este baile sin sentirme
arrastrado de mi lugar como por un
vórtice que se removía en su misma
oscilación y con la animación particular
de cada cual, todas las partes de mi
cuerpo; y sentía extenderse por mi rostro
la misma alegría que un movimiento
parecido había extendido por el suyo. A
medida que la danza se hacía más viva,
los bailarines se entremezclaban con un
movimiento de pies mucho más rápido e
imperceptible. Parecía como si la
finalidad de la danza fuera representar
un enorme gigante, puesto que a fuerza
de juntarse y de redoblar la rapidez de
sus movimientos se mezclaron tanto que
no alcanzaba a discernir más que un gran
coloso a plena luz y casi transparente.
En todo caso, mis ojos los vieron entrar
unos en otros. Por entonces comencé a
no poder distinguir más la diversidad de
movimientos de cada cual a causa de su
volubilidad extrema y porque, al hacerse
más intensa a medida que se acercaba al
centro, cada vórtice ocupaba tan poco
espacio que escapaba a mi vista. No
obstante, creo que las partes siguieron
juntándose porque esta masa humana,
antes desmesurada, se reabsorbió poco a
poco hasta dar forma a un joven de
estatura media cuyos miembros estaban
proporcionados mediante una simetría
que no tenía nada que envidiar a la
perfección en su forma más pura. Era
mucho más hermoso de lo que todos los
pintores hayan podido imaginar en su
fantasía y lo que encontré más
maravilloso fue que la unión entre todas
las partes que dieron forma a este
microcosmos perfecto se hizo en un
abrir y cerrar de ojos. Algunos de
nuestros más ágiles bailarines se
enlazaron a la altura y en la posición
necesaria para formar una cabeza; otros
más calurosos y menos sueltos formaron
el corazón y otros mucho más pesado
proporcionaron los huesos, la carne y la
gordura.
Una vez enteramente acabado este
hermoso joven en el ritmo de cuya
rápida construcción apenas tuve tiempo
de apreciar intervalo alguno, vi entrar
por la boca al rey de todos los pueblos,
que no formaban más que un caos, y creo
que atraído al cuerpo por la respiración
de ese mismo cuerpo. Todo aquel
amasijo de hombrecillos no había dado
antes señal de vida alguna pero, tan
pronto como se tragó a su rey, sólo se
sintió un único ser vivo. Éste
permaneció
algún
tiempo
considerándome y, como si se hubiera
aprovisionado a fuerza de mirarme, se
me acercó, me acarició y, dándome la
mano, me dijo:
—Ahora es cuando, sin peligro para
la delicadeza de mis pulmones, puedo
darte cuenta de las cosas que suspirabas
por conocer. Pero antes es sensato que te
descubra los ocultos secretos de nuestro
origen. Sabe, pues, que somos animales
nativos del Sol en las regiones
iluminadas. La más ordinaria y más útil
de nuestras ocupaciones consiste en
viajar por los vastos países de este gran
mundo. Observamos atentamente las
costumbres de los pueblos, el carácter
de los países y la naturaleza de todas las
cosas que merezcan nuestra atención,
por medio de todo lo cual nos hacemos
una ciencia cierta de lo que existe. No
obstante, has de saber que mis vasallos
viajaban bajo mi dirección y que a fin
de disponer del tiempo necesario para
observar las cosas con mayor
detenimiento, no conservamos esta
configuración especial de nuestro
cuerpo que tus sentidos no pueden
percibir y cuya sutileza nos hubiera
hecho caminar demasiado deprisa, de
forma que nos hicimos pájaros.
Siguiendo mis órdenes, todos mis
súbditos se convirtieron en águilas y en
cuanto a mí, por temor a que se
aburriesen, me metamorfoseé en
ruiseñor a fin de dulcificar su trabajo
con los encantos de la música. Yo seguía
el rápido vuelo de mi pueblo, sin volar
yo mismo porque me había posado sobre
la cabeza de uno de mis vasallos, y así
seguíamos nuestro camino, cuando un
ruiseñor, habitante de una provincia del
país opaco por el que atravesábamos
entonces, asombrado de verme en poder
de un águila (ya que quien nos veía sólo
podía tomarnos por tales) se puso a
lamentar mi desgracia. Hice que mis
gentes se detuvieran y descendimos
sobre las copas de algunos árboles en
donde suspiraba este pájaro caritativo.
Me produjo tanto placer la dulzura de
sus tristes cantos que, a fin de gozar de
ellos más tiempo y más a mis anchas, no
quise desengañarlo. Improvisé sobre la
marcha una historia en la que le conté
las desdichas imaginarias que me habían
hecho caer en las garras de esta águila.
Mezclé
tantas
aventuras
tan
sorprendentes en las que se despertaban
hábilmente las pasiones y con el canto
tan ajustado a la letra que el ruiseñor se
sintió completamente trastornado.
Nos gorjeamos recíprocamente y uno
tras otro la historia en música de
nuestros mutuos amores. A través de mis
melodías, yo cantaba que no solamente
me consolaba, sino que incluso me
alegraba de mis desastres porque me
habían proporcionado la gloria de que
se me llorara con canciones tan bellas.
El pequeño inconsolable a su vez me
respondía con las suyas que aceptaría
con alegría toda la estima que le
profesaba si supiera que así alcanzaría
el honor de morir en mi lugar, pero
como la Fortuna no había reservado
tanta gloria a un desdichado como él,
sólo aceptaría de esa estima lo preciso
para que no tuviera que avergonzarme
de nuestra amistad. Le respondí con
todos los transportes, todas las ternuras
y todas las zalemas de una pasión tan
tierna que en dos o tres ocasiones lo vi
presto a desfallecer de amor sobre su
rama. En verdad mezclé tanta habilidad
en la dulzura de mi voz y sorprendía su
oído con tonos tan sabios y frases tan
poco frecuentes en los de su especie que
transportaba su bella alma a todas las
pasiones en las que quería subyugarla.
Empleamos veinticuatro horas en este
ejercicio y creo que no nos hubiéramos
cansado jamás de hacernos el amor si
nuestras gargantas no nos hubieran
negado la voz. Fue el único obstáculo
que nos impidió proseguir pues, al sentir
que la tarea comenzaba a desgarrarme la
garganta y que no podría continuar sin
desmayarme, le hice señal de que se
acercara. El peligro en que creía que me
hallaba en medio de tantas águilas lo
convenció de que lo llamaba en mi
auxilio. Voló de inmediato en mi ayuda
y, queriendo darme una hermosa prueba
de que por un amigo estaba dispuesto a
desafiar a la muerte hasta en su mismo
trono, vino a posarse valientemente
sobre el gran pico ganchudo del águila
en la que yo estaba encaramado.
Ciertamente, un valor tan denodado en
un animal tan feble me impresionó
porque, aunque fuera yo quien lo había
llamado como él lo había visto, y
aunque entre los animales de especie
semejante ayudar al desdichado es una
ley, no obstante, el instinto propio de su
débil naturaleza debía haberle hecho
reflexionar y, sin embargo, no reflexionó
en absoluto, sino que emprendió vuelo
con tal rapidez que no sé quién voló
primero, si la señal o el ruiseñor. Feliz
de ver bajo sus patas la cabeza de su
tirano y encantado de pensar que iba a
sacrificarse por amor a mí, casi entre
mis alas giró dulcemente la mirada hacia
mi lado y, tras decirme una especie de
adiós con unos ojos con los que parecía
pedirme permiso para morir, hundió tan
rápidamente el pico en los ojos del
águila que antes los vi reventados que
atacados. Cuando mi pájaro se sintió
ciego, se fabricó una vista nueva de
inmediato. Amonesté dulcemente al
ruiseñor por su acción precipitada y,
juzgando que sería demasiado peligroso
seguir
ocultándole
nuestro
ser
verdadero, me descubrí a él y le conté
quiénes éramos. Pero el pobre animal,
persuadido de que los bárbaros de los
que era prisionero me obligaban a
inventarme esta fábula, no otorgó fe
alguna a lo que pudiera decirle. Cuando
comprendí que todas las razones por las
que pretendía convencerlo se las llevaba
el viento, di algunas órdenes por lo bajo
a diez o doce mil súbditos míos y de
inmediato el ruiseñor vio fluir un río
bajo sus patas y flotando sobre él, un
barco. Tenía la envergadura necesaria
para contener dos como yo. A la primera
señal que les hice las águilas se fueron
volando y yo me metí en el esquife
desde donde grité al ruiseñor que no
podía decidirse a abandonarme tan
pronto, que se embarcara conmigo. Una
vez hubo entrado ordené al río fluir
hacia la región hacia la que volaba mi
pueblo. Pero al ser la fluidez de las
ondas menor que la del aire y, por
consiguiente, al ser su vuelo más rápido
que nuestra navegación, íbamos con algo
de retraso.
Durante todo el camino me esforcé
en desengañar a mi pequeño huésped. Le
demostré que no debía esperar fruto
alguno de su pasión, ya que no
pertenecíamos a la misma especie, que
podría haberlo reconocido cuando el
águila a la que había saltado los ojos se
había forjado unos nuevos en su
presencia y cuando doce mil de mis
vasallos, siguiendo mis órdenes, se
habían transformado en el río y en el
barco sobre los que navegábamos. Mis
esfuerzos no tuvieron éxito alguno. Me
respondió, en cuanto al águila, que yo
quería hacerle creer que se había
fabricado ojos nuevos cuando no tenía
necesidad de ellos al no estar ciega
porque él no había atinado con el pico
en sus órbitas. En cuanto al río y el
barco que yo decía que habían sido
engendrados por una metamorfosis de mi
pueblo, en realidad estaban en el bosque
desde la creación del mundo, sólo que
nadie los había observado. Viéndolo tan
ingenioso a la hora de engañarse, acordé
con él que mis vasallos y yo nos
metamorfosearíamos a su vista en lo que
él quisiera a cambio de que, después,
volviera a su patria. Una vez quiso que
nos transformáramos en árbol, otra en
flor, otra vez en fruto, otra en metal, en
piedra. Finalmente, y para satisfacer de
una vez por entero su deseo, cuando nos
reunimos con mi corte en el lugar en que
la había ordenado que me esperara, nos
metamorfoseamos a los ojos del
ruiseñor en ese precioso árbol que
encontraste en tu camino y cuya forma
acabamos de abandonar.
Por lo demás, ahora que veo este
pajarito dispuesto a regresar a su país,
mis súbditos y yo vamos a recuperar
nuestra forma y a seguir nuestro viaje.
Pero antes es razonable que te
revelemos quiénes somos. Somos
animales nativos y originarios del Sol en
la parte luminosa, porque hay una
diferencia muy notable entre los pueblos
que produce la región luminosa y los
pueblos del país opaco. Somos aquellos
a quienes llamáis espíritus en el mundo
de la Tierra y vuestra presuntuosa
estupidez nos ha dado este nombre
porque, al no poder imaginar animales
más perfectos que el hombre y viendo
que ciertas criaturas hacen cosas por
encima de las facultades humanas,
habéis creído que esos animales son
espíritus; pero os equivocáis de medio a
medio pues somos animales como
vosotros porque, aunque cuando nos
place damos a nuestra materia, como
acabas de verlo, la figura y la forma
esencial de las cosas en las que
queremos metamorfosearnos, de ahí no
se sigue que seamos espíritus. Pero
escucha y te descubriré cómo todas esas
metamorfosis que te parecen otros tantos
milagros no son nada más que puros
efectos naturales. Debes saber que,
habiendo nacido habitantes de la parte
clara de este gran mundo en el que el
principio de la materia es estar en
acción, tenemos la imaginación mucho
más activa que la de los habitantes de
las regiones opacas y la sustancia del
cuerpo también mucho más lábil. Dado
lo anterior, por supuesto resulta evidente
que, al no encontrar ningún obstáculo en
la materia de que estamos hechos,
nuestra imaginación la organiza como
quiere y, sometiendo a su poder nuestra
masa, remueve todas sus partículas para
obligarla a seguir el orden necesario
para constituir en grande la cosa que se
había formado en pequeño. De este
modo, al haber imaginado cada uno de
nosotros el lugar y la parte de ese
precioso árbol en los que quería
cambiarse y al haber incitado mediante
este esfuerzo de la imaginación nuestra
materia a los movimientos necesarios
para
producirlos,
nos
hemos
metamorfoseado en ellos. Así, mi águila
con los ojos reventados no tuvo más que
imaginarse un águila clarividente para
restablecer su vista, ya que todas
nuestras transformaciones se producen
por medio del movimiento. Por eso,
cuando nos hemos transmutado en
hombres a partir de las hojas, las flores
y los frutos que éramos, nos has visto
bailar durante algún tiempo, porque aún
no nos habíamos repuesto de la sacudida
que fue preciso dar a nuestra materia
para hacernos hombres. A semejanza de
las campanas que aun habiéndose
detenido siguen resonando algún tiempo
después y continúan dando el mismo
sonido que producía el badajo al
golpearlas, nos has visto bailar antes de
componer ese hombre grande porque,
para hacerlo, nos ha sido preciso darnos
todos los movimientos generales y
particulares necesarios para constituirlo
a fin de que esta animación, estrechando
poco a poco nuestros cuerpos y
absorbiendo en uno solo a cada uno de
nosotros por su movimiento crease en
cada parte el movimiento específico que
necesita. Vosotros los hombres no
podéis hacer tales cosas debido a la
pesantez de vuestro cuerpo y la frialdad
de vuestra imaginación.
Prosiguió con su demostración y la
sostuvo con ejemplos tan familiares y
tangibles que finalmente me desengañé
de una gran cantidad de opiniones mal
demostradas con las que nuestros
atontados doctores perjudican el
entendimiento de los débiles. Comencé a
entender entonces por qué, en efecto, la
imaginación de estos pueblos solares
que es más cálida a causa del clima,
igual que sus cuerpos son más ligeros y
los individuos más cambiantes por la
misma razón (dado que en este mundo no
hay, como en el nuestro, una actividad
del centro que pueda desviar la materia
del movimiento que le imprime esa
imaginación), comencé a entender, digo,
que esta imaginación podía producir sin
milagro alguno todos los milagros que
acababa de hacer. Mil ejemplos de
casos casi iguales de los que dan fe los
pueblos de nuestro globo acabaron de
persuadirme: Cippus, rey de Italia quien,
por haber asistido a una lid de toros y
haber estado toda la noche con la
imaginación ocupada con cuernos, al día
siguiente amaneció con cuernos en la
frente[96]. Gallo Vibio[97], quien forzó su
alma y la incitó con tanta fuerza a
comprender la esencia de la locura que
se volvió loco a fuerza de dar a su
materia por un esfuerzo de imaginación
los mismos movimientos que esta
materia necesita para constituir la
locura. El rey Codro[98], enfermo de los
pulmones, se curó de su mal clavando
sus ojos y su pensamiento en el frescor
de un semblante joven y consiguiendo
que la alegría floreciente que le llegaba
desde la adolescencia del muchacho
tomara en su cuerpo el movimiento por
el que éste se imaginaba la salud de un
joven. Por último, muchas mujeres
embarazadas
han convertido
en
monstruos a sus hijos ya formados en la
matriz porque su imaginación no era
bastante fuerte para darles a ellas la
forma de monstruos que habían
imaginado, pero sí lo era para organizar
la materia del feto, mucho más cálida y
móvil que la suya en el orden necesario
para la producción de esos monstruos.
Incluso me convencí de que si cuando
aquel famoso hipocondríaco de la
Antigüedad se imaginaba ser un
cántaro[99], su materia demasiado
compacta y pesada hubiera podido
seguir la emoción de su fantasía, habría
parecido a todo el mundo un cántaro
verdadero como sólo se lo parecía a sí
mismo.
Con
otros
tantos
ejemplos
satisfactorios quedé de tal modo
convencido que ya no dudé de ninguna
de las maravillas que el hombre-espíritu
me había contado. Me preguntó si no
deseaba nada más de él y le di las
gracias de todo corazón. De inmediato
tuvo la bondad de aconsejarme que, al
ser habitante de la tierra, siguiera al
ruiseñor a las regiones opacas del Sol,
porque eran más conformes a los
placeres que gustan a la naturaleza
humana. No bien hubo terminado su
discurso, cuando abrió mucho la boca y
vi salir del fondo de su gaznate al rey de
aquellos pequeños animales en forma de
ruiseñor. El hombre grande cayó de
inmediato al suelo y, al mismo tiempo,
todos
sus
miembros
troceados
emprendieron el vuelo en forma de
águilas. Aquel ruiseñor, creador de sí
mismo, se posó sobre la cabeza de la
más hermosa de ellas, desde donde
entonó una melodía admirable con la
que creo que me decía adiós. El
verdadero ruiseñor también emprendió
el vuelo, pero no de su lado, ni tampoco
subió tan alto, de forma que no lo perdí
de vista, pues caminábamos más o
menos al paso ya que, dado que no tenía
intención de llegar a un lugar antes que a
otro, me alegré de acompañarlo. Sin
contar con que, siendo las regiones
opacas de los pájaros más acordes con
mi temperamento, esperaba encontrar en
ellas aventuras más apropiadas a mi
humor.
Con esta esperanza viajé por lo
menos tres semanas a plena satisfacción
mía si no hubiera tenido otra cosa que el
oído por satisfacer, pues el ruiseñor no
permitía que careciera de música.
Cuando se cansaba venía a posarse
sobre mi hombro y cuando yo me
detenía, me esperaba. Finalmente, llegué
a una región del reino de este pequeño
cantor que ya no se preocupó más por
acompañarme, por lo que lo perdí de
vista. Lo busqué, lo llamé pero, por
último, me fatigué tanto de correr en
vano tras él que resolví reposar. A tal
efecto me tendí sobre una mata de
blanda hierba que tapizaba el pie de un
gran peñasco. Este peñasco estaba
cubierto por varios árboles cuyo frescor
verde y alegre hablaba de juventud pero,
rendido por los encantos del lugar,
comencé a dormir a su sombra.
Historia de los pájaros[100]
Comenzaba a dormirme a la sombra
cuando divisé en el aire un pájaro
maravilloso que planeaba sobre mi
cabeza. Se sostenía con un movimiento
tan ligero e imperceptible que estuve un
tiempo dudando si no sería otro pequeño
universo oscilando sobre su propio
centro. Sin embargo, fue descendiendo
poco a poco y llegó finalmente tan cerca
de mí que mis ojos, aliviados, se
llenaron con su imagen. La cola parecía
verde, el vientre azul esmaltado, las alas
encarnadas y la cabeza de púrpura, al
agitarse, hacía brillar una corona de oro
cuyos rayos refulgían de sus ojos.
Estuvo largo rato volando en la nube y
yo, estaba tan pendiente de todo cuanto
hiciera, que mi alma se había replegado
y casi como reducido a la sola función
de ver, sin alcanzar la de oír, por lo que
no podía entender que el pájaro hablaba
al cantar.
Regresado poco a poco de mi
éxtasis, pude distinguir claramente las
sílabas, las palabras y el discurso que
articulaba.
He aquí en la medida en que los
recuerdo los términos con que hiló el
tejido de su canción:
—Sois extranjero —silbó muy
agradablemente— y nacisteis en un
mundo del que yo soy originario. Esa
disposición secreta que nos hace
conmovernos por nuestros compatriotas
es el instinto que me induce a querer que
conozcáis mi vida.
Veo vuestro ánimo perplejo tratando
de comprender cómo sea posible que me
haga entender de vos con un discurso
continuado dado que, aunque los pájaros
imiten vuestra palabra, no la
comprenden. Pero cuando vosotros
imitáis el ladrido de un perro o el canto
de un ruiseñor, tampoco comprendéis lo
que el perro y el ruiseñor hayan querido
decir. Llegad así a la conclusión de que
no por ello son menos racionales los
ruiseñores ni los hombres.
No obstante, igual que entre vosotros
hay personas ilustradas que entienden y
hablan nuestra lengua, como Apolonio
de Tiana, Anaximandro, Esopo[101] y
muchos otros cuyos nombres no cito
porque no los conocéis, entre nosotros
los hay que entienden y hablan vuestra
lengua. Algunos, en verdad, no saben
más que la de una nación. Pero al igual
que hay pájaros que no hablan una
palabra, algunos que gorjean y otros que
hablan, también los hay más perfectos
que saben valerse de toda clase de
idiomas. En cuanto a mí, tengo el honor
de pertenecer a ese pequeño grupo.
Por lo demás, sabréis que en
cualquiera de los mundos la naturaleza
ha impreso en los pájaros un deseo
secreto de volar hasta aquí y es posible
que sea esta emoción de nuestra
voluntad la que haya hecho que nos
crezcan alas; al igual que las mujeres
embarazadas imprimen en sus hijos la
forma de las cosas que desean; o
también igual que esos que, deseosos de
aprender a nadar, se los ha visto
arrojarse a la corriente de los ríos
mientras dormían y sobreponerse con
más destreza que un nadador
experimentado a peligros a los que no
hubieran hecho frente despiertos; o
como ese hijo del rey Creso a quien un
vehemente deseo de hablar para
salvaguardar a su padre le hizo aprender
de golpe una lengua[102]; o, finalmente,
como aquel antiguo que, sorprendido
por el enemigo y sin armas, sintió que le
crecían sobre la frente los cuernos de un
toro por el deseo que le inspiró un furor
semejante al de ese animal.
Así, cuando los pájaros llegan al
Sol, van a unirse a la república de su
especie. Ya veo que estáis impaciente
por saber quién soy. Soy aquel que entre
vosotros se llama el ave Fénix. En cada
mundo sólo hay un ave Fénix cada vez
que lo habita durante cien años. Al cabo
de un siglo, cuando ha puesto un gran
huevo en cualquier montaña de Arabia
en medio de los carbones de su hoguera
en la que ha escogido como materia
ramas de aloe, de canela y de incienso,
emprende el vuelo y se dirige hacia el
Sol como la patria a la que su corazón
lleva largo tiempo aspirando. Antes ha
hecho todos los preparativos para el
viaje pero la pesantez del huevo, cuya
cáscara es tan espesa que hace falta un
siglo para incubarlo retardaba siempre
la empresa.
Estoy seguro de que será difícil para
vos entender esta producción milagrosa
y por eso quiero explicárosla. El ave
Fénix es hermafrodita, pero entre los
hermafroditas hay además otro Fénix
extraordinario que…
Estuvo medio cuarto de hora sin
hablar y después añadió:
—Ya veo que sospecháis que es
falso lo que acabo de deciros pero, si no
digo la verdad, que jamás llegue a
vuestro mundo sin que un águila me
ataque.
Todavía
estuvo
un
tiempo
sobrevolando en el cielo y después se
fue.
La admiración que me había causado
su relato me inspiró la curiosidad de
seguirlo y como hendía las ondas
celestes con un vuelo poco precipitado,
lo seguí fácilmente con los ojos y los
pies.
Aproximadamente al cabo de
cincuenta leguas me encontré en un país
tan lleno de pájaros que su cantidad casi
igualaba a la de las hojas de árbol que
los cubría. Lo que más me sorprendió
fue que aquellos pájaros, en lugar de
sobresaltarse con mi
presencia,
revoloteaban en derredor mío. Uno me
silbaba al oído. Otro hacía la rueda
sobre mi cabeza. En resumen, después
de haber observado sus cabriolas
bastante tiempo, de repente sentí los
brazos cargados con más de un millón
de todo tipo de especies que pesaban
tanto que no me permitían moverlos.
En este estado me tuvieron hasta que
vi llegar cuatro grandes águilas, de las
cuales dos me agarraron por las piernas
y las otras dos por los brazos y me
elevaron a mucha altura.
Entre la muchedumbre de aves
observé una urraca que volaba y
revoloteaba con mucha premura, ora
hacia aquí, ora hacia allí, y la entendí
que me decía que no me defendiese, ya
que sus compañeras tenían orden de
sacarme los ojos. Esta advertencia
impidió toda resistencia que hubiera
podido ofrecer, de forma que las águilas
me llevaron a más de mil leguas de allí,
a un gran bosque que era (según lo que
me dijo mi urraca) la ciudad en la que su
rey tenía la residencia.
Lo primero que hicieron fue
arrojarme en prisión en el tronco hueco
de un roble en cuyas ramas se encaramó
gran número de las más robustas, que
ejercieron las funciones de una
compañía de soldados bajo las armas.
A
las
veinticuatro
horas
aproximadamente llegaron otras de
guardia para relevar a las anteriores.
Mientras yo esperaba con gran
melancolía lo que la Fortuna fuera
servida de decidir sobre mis desgracias,
mi caritativa urraca me explicó todo lo
que pasaba.
Entre otras cosas recuerdo que me
advirtió de que el populacho de los
pájaros había protestado mucho por el
hecho de que se me detuviera tanto
tiempo sin devorarme; que ya se habían
quejado de que adelgazaría de tal modo
que no se encontraría en mí nada más
que los huesos para roer.
Los rumores iban camino de
convertirse en sedición. Como mi urraca
se atreviera a sostener que hacer morir
así, sin conocimiento de causa, un
animal que en cierto modo les era
cercano en el uso de la razón era un
proceder de bárbaros, quisieron hacerla
pedazos alegando que es ridículo creer
que un animal desnudo al que la
naturaleza, a la hora de crearlo, no se ha
molestado en proporcionar las cosas
necesarias para la conservación, fuera
capaz de razonar como ellas.
—Y todavía —añadían— si se
tratase de un animal que se acercara
algo más a nuestra forma. Pero es
justamente el menos parecido y el más
espantoso; en fin, una bestia sin pelo, un
ave desplumada, una quimera compuesta
con todo tipo de caracteres y que inspira
miedo a todas: el hombre, decimos, tan
necio y tan vanidoso que está
convencido de que se nos ha hecho para
él; el hombre que, con su alma
clarividente, no sabe distinguir el azúcar
del arsénico, que se tragará la cicuta que
su sano juicio le habrá hecho confundir
con el perejil; el hombre, que sostiene
que sólo se razona gracias a los sentidos
y que, sin embargo, tiene los sentidos
más débiles, los más lentos y los más
falsos de todas las criaturas; el hombre,
por último, al que la naturaleza ha
creado como los monstruos por hacer de
todo pero en el que, sin embargo, ha
imbuido la ambición de mandar sobre
todos los animales para exterminarlos.
Esto era lo que decían los más
prudentes. En cuanto al pueblo, gritaba
que era horrible creer que una bestia
cuyo rostro no se parecía al suyo tuviera
uso de razón. «¡Cómo!» murmuraban
entre ellos, «no tiene pico ni plumas ni
garras y ¿se supone que tiene un alma
espiritual? ¡Dios, qué impertinencia!».
La compasión que sentían por mí los
más generosos no impidió que se me
instruyera un proceso criminal: se
levantaron todos los atestados sobre la
corteza de un ciprés y, al cabo de
algunos días, me llevaron ante el
Tribunal de los Pájaros. Los abogados,
fiscales y jueces de la causa eran
urracas, arrendajos y estorninos y sólo
se había escogido a los que entendían mi
lengua.
En lugar de interrogarme sentado
sobre el banquillo me pusieron a
horcajadas sobre un tocón de madera
podrida y, tras chasquear el pico dos o
tres veces y sacudir majestuosamente su
plumaje, el que presidía la vista me
preguntó de dónde era, de qué nación y
de qué especie. Mi caritativa urraca
habíame
dado
antes
algunas
instrucciones que me resultaron muy
saludables, entre otras que me cuidase
muy mucho de confesar que era un
hombre. Respondí, por tanto, que venía
de ese pequeño mundo al que se llama
Tierra, del que el ave Fénix y algunas
otras que veía entre la concurrencia
podrían haberle hablado; que el clima
que me había visto nacer se situaba en la
zona templada del Polo Norte, en un
extremo de Europa que se conoce como
Francia. En cuanto a lo que se refería a
mi especie, que no era un hombre en
absoluto, como se figuraban, sino mono;
que los hombres me habían secuestrado
en la cuna siendo muy niño y me habían
criado con ellos; que la mala educación
que me dieron había hecho que mi piel
fuera delicada; que me habían hecho
olvidar mi lengua natural e instruido en
la suya; que, por complacer a esos
animales feroces, me acostumbré a
caminar sobre dos pies; y que,
finalmente, dado que es más fácil
descender que ascender en la escala de
las especies, la opinión, la costumbre y
la alimentación de aquellas bestias
inmundas tenían tal poder sobre mí que
mis padres, que son monos de alcurnia,
apenas podrían reconocerme. Añadí, a
título de prueba, que me hicieran
examinar por expertos y que si se
descubría que soy hombre, me sometería
a la pena de aniquilación como si fuera
un monstruo.
—Señores
—exclamó
una
golondrina de la audiencia una vez hube
terminado de hablar—, es culpable: no
olvidéis que acaba de decir que el país
que lo vio nacer es Francia. Pero, como
sabéis, en Francia los simios no se
reproducen. Juzgad después de esto si es
lo que presume que es.
Respondí a mi acusadora que me
habían arrebatado del seno de mis
padres y transportado a Francia siendo
tan niño que en buena ley podía llamar
mi país natal a aquel del que tenía mis
primeros recuerdos.
Aunque habilidosa, esta excusa no
era suficiente. Pero la mayoría de los
presentes, encantada de escuchar que no
era hombre, no tenía inconveniente en
creerlo, porque los que jamás habían
visto uno no podían convencerse de que
un hombre no fuera algo mucho más
horrible de lo que yo les parecía. Y los
más sensatos añadían que el hombre era
algo tan abominable que resultaba útil se
creyera que no era sino un ser
imaginario.
Toda la concurrencia batió las alas
de alegría y de inmediato se me puso en
manos de los síndicos para que me
examinaran con encargo de regresar al
día siguiente y de que presentaran su
informe a la apertura de la sesión. Se
pusieron manos a la obra y me llevaron
a un soto apartado. Mientras estuve allí
no hicieron otra cosa que gesticular
alrededor de mí haciendo cien clases de
cabriolas y caminando en procesión con
cáscaras de nuez sobre la cabeza. A
veces hacían zapatetas con los pies, a
veces cavaban hoyos pequeños para
rellenarlos enseguida. Por mi parte,
estaba asombrado de no ver allí a nadie.
El día y la noche transcurrieron
ocupados en estas fruslerías hasta la
mañana siguiente en que, habiendo
sonado la hora prescrita, me llevaron
directamente a comparecer ante mis
jueces ante quienes mis síndicos,
emplazados a decir la verdad,
respondieron que en descargo de su
conciencia se sentían obligados a
advertir al tribunal que sin duda yo no
era un mono, como me jactaba de ser.
—Pues —decían— ha sido inútil
que
saltáramos,
camináramos,
hiciéramos piruetas e inventáramos mil
artimañas en presencia suya por las
cuales queríamos inducirlo a hacer lo
mismo, según las costumbres de los
simios. Porque, aunque se haya criado
entre hombres, como un mono es
siempre un mono, sostenemos que no
hubiera podido abstenerse de imitar
nuestras monerías. Tal es, señores,
nuestro informe.
Los jueces se juntaron para deliberar
pero, al ver que el cielo se encapotaba y
parecía cargado de nubes, se decidió
levantar la sesión.
Ya imaginaba yo que la aparición
del mal tiempo les había hecho aplazar
la sesión cuando el fiscal vino a decirme
por orden del tribunal que no se me
juzgaría aquel día, que nunca se
substanciaba un procedimiento criminal
cuando el cielo no estaba sereno porque
temían que la mala temperatura del aire
alterase algo en la buena actitud de
ánimo de los jueces y que la tristeza que
invade el humor de los pájaros durante
la lluvia afectara la causa o que,
finalmente, el tribunal se vengase de su
tristeza en el acusado. Por ello se aplazó
mi juicio hasta que hiciera mejor
tiempo. Me llevaron de nuevo a la
prisión y recuerdo que durante el
trayecto apenas me abandonó mi
caritativa urraca pues volaba siempre a
mi lado y creo que no me habría dejado
si sus compañeros no se hubieran
aproximado.
Finalmente, llegué al lugar de mi
prisión en donde durante mi cautiverio
sólo se me alimentó de pan de rey, que
era como llamaban a una cincuentena de
gusanos y otras tantas larvas que me
traían para comer cada siete horas.
Creía, como todo el mundo, que
volvería a comparecer al día siguiente,
pero uno de mis guardianes me dijo al
cabo de cinco o seis días que todo ese
tiempo se había empleado en hacer
justicia a una comunidad de jilgueros
que la había instado en contra de uno de
los suyos. Pregunté al guardián de qué
delito se acusaba a aquel desdichado.
Del peor delito —replicó el
guardián— con que puede mancillarse
un pájaro. Se le acusa… pero ¡Dios
mío! Sólo de pensar en ello se me erizan
las plumas sobre la cabeza. Se le acusa
de que, luego de seis años, aún no ha
merecido tener amigo alguno. Por ello lo
han condenado a ser rey, y rey de un
pueblo diferente a su especie. Si sus
súbditos fueran de su naturaleza, hubiera
podido participar, al menos con los ojos
y el deseo, de sus voluptuosidades; pero
como los placeres de una especie no
tienen relación alguna con los de otra,
soportará todas la fatigas y beberá todas
la hieles de la realeza sin poder gustar
ninguna de sus dulzuras. Se le ha
despachado esta mañana rodeado de
muchos médicos para impedir que se
envenene por el camino.
Aunque mi guardián era conversador
por naturaleza, no se atrevió a seguir
hablando solo conmigo por tenor a que
se sospechara que había entendimiento
entre nosotros.
Hacia el fin de semana me llevaron
de nuevo ante mis jueces.
Me encajaron en una horquilla de un
árbol pequeño sin hojas. Los pájaros de
luenga toga, abogados, consejeros y
presidentes se posaron por pisos, cada
cual según su dignidad, en la copa de un
gran cedro. En cuanto a los otros, que
sólo asistían a la vista por curiosidad,
se sentaron de cualquier forma, según se
fueron llenando las plazas hasta que
todos los asientos estuvieron ocupados,
es decir, hasta que las ramas del cedro
se cubrieron de patas.
La urraca que había observado
siempre tan llena de compasión por mí
vino a posarse sobre mi árbol en donde,
fingiendo que se entretenía en picotear
el musgo, me dijo:
—En verdad, no sabéis hasta dónde
me afecta vuestra desgracia. No ignoro
que un hombre es una plaga entre los
seres vivos que habría que eliminar en
todo Estado bien regido. Sin embargo,
siempre que recuerdo que me
arrebataron de la cuna para criarme
entre ellos, que aprendí su lengua tan
perfectamente que casi olvidé la mía,
que comía de sus quesos tiernos tan
excelentes que, cuando los recuerdo se
me hacen agua los ojos y la boca, siento
por vos una ternura que me impide
pronunciarme sobre la justicia de la
causa.
Acababa de hablar cuando nos
interrumpió la llegada de un águila, que
vino a posarse entre las ramas de un
árbol bastante cercano al mío. Quise
levantarme para prosternarme ante ella
creyendo que fuera la reina, pero mi
urraca me mantuvo con su pata sobre mi
asiento.
—¿Pensabais pues —me dijo— que
esta gran águila fuera nuestra soberana?
Es una fantasía que tenéis los hombres
que, a causa de que dejáis mandar a los
más grandes, los más fuertes y los más
crueles de vuestros compañeros habéis
creído estúpidamente, juzgando todas
las cosas por vuestro rasero, que el
águila debería mandar sobre nosotros.
Pero nuestra política es muy otra,
porque sólo escogemos por reyes a los
más débiles, los más dulces y los más
pacíficos y además los cambiamos cada
seis meses. Los escogemos débiles para
que hasta los más pequeños a quienes
hayan causado algún mal puedan
vengarse de ellos. Los escogemos
dulces para que no odien ni se hagan
odiar por nadie y queremos que sea de
un humor pacífico para evitar la guerra,
la causa de todas las injusticias.
Cada semana se convocan Cortes y
todo el mundo puede quejarse del rey.
Con que haya solamente tres pájaros
insatisfechos con su gobierno se le
depone y se procede a una nueva
elección.
Durante la celebración de las cortes
se sube a nuestro rey a la copa de un
gran tejo, al borde de un estanque, con
los pies y las alas atados. Todos los
pájaros desfilan ante él uno tras otro y,
si alguno de ellos lo sabe merecedor de
la última pena, puede tirarlo al agua:
pero es necesario que justifique de
inmediato la razón para hacerlo, pues de
otro modo se lo condena a la muerte
triste.
No pude evitar interrumpirlo para
preguntarle qué entendía por muerte
triste y esto es lo que me replicó:
—Cuando se considera que el delito
de un culpable es tan grave que la
muerte es poca cosa para expiarlo, se
trata de escoger una que contenga el
dolor de varias y se procede de este
modo:
Aquellos de nosotros que tienen el
canto más melancólico y más fúnebre
son asignados a acompañar al culpable,
al que se conduce sobre un funesto
ciprés. Una vez allí, estos tristes
músicos se agrupan a su alrededor y le
colman el alma a través del oído con
canciones tan lúgubres y trágicas que se
consume a ojos vista y muere sofocado
por la tristeza, por cuanto la amargura
de su dolor desordena la economía de
sus órganos y le oprime el corazón.
En todo caso, un espectáculo así es
infrecuente porque, como nuestros reyes
son muy dulces no obligan jamás a nadie
a correr el peligro de una muerte tan
cruel por el hecho de vengarse.
Actualmente, el rey es un palomo
cuyo humor es tan pacífico que el otro
día en que era necesario reconciliar dos
gorriones fue casi imposible hacerle
comprender lo que fuera la enemistad.
Mi urraca no pudo seguir con su
discurso sin que algunos de los
asistentes no lo observaran y, como sea
que ya era sospechosa de algún
entendimiento conmigo, los superiores
de la asamblea hicieron que un águila de
la guardia la agarrara por el cuello y la
detuviera. En esto llegó el rey palomo.
Todos se callaron y lo primero que
rompió el silencio fue el alegato que el
gran censor de las aves hizo contra la
urraca. El rey, enteramente informado
del escándalo que el ave había causado,
le preguntó su nombre y cómo me
conocía.
—Majestad —respondió ella muy
asombrada—, me llamo Margot. Hay
aquí muchos pájaros de calidad que
responderán de mí. Un día en el mundo
de la Tierra, del que soy nativa, pude
saber gracias a Guillery, el Resfriado,
aquí presente (quien, al oírme llorar en
la jaula, vino a visitarme a la ventana en
la que estaba colgada), que mi padre era
Colacorta y mi madre Cascanueces. Sin
él nunca lo hubiera sabido porque me
habían secuestrado nada más nacer de
debajo de las alas de mis padres en la
cuna. Mi madre murió del disgusto poco
tiempo después y mi padre, de edad
demasiado avanzada para tener más
hijos, desesperado de verse sin
herederos, se fue a la guerra de los
arrendajos, en la que encontró la muerte
de un picotazo en el cerebro. Mis
secuestradores fueron ciertos animales
salvajes a los que llaman porquerizos,
que me llevaron a venderme al castillo,
en donde vi al hombre al que ahora
procesáis. No se si sintió cierta buena
voluntad hacia mí, pero se tomó la
molestia de advertir a la servidumbre
que me preparara el condumio. A veces
tenía la bondad de traérmelo él mismo.
Cuando estaba helada, me llevaba cerca
del fuego. Tapaba la jaula u ordenaba al
jardinero que me calentara en su camisa.
Los criados no se atrevían a molestarme
en su presencia y me acuerdo que un día
me salvó de las fauces de un gato entre
cuyas garras me había puesto el paje de
mi señora. Pero no estará de más
exponeros la causa de esta barbarie.
Para complacer a Verdelet (que era el
nombre del paje) un día repetía yo las
tonterías que me había enseñado. Pero
una vez en que yo repetía como de
costumbre mis puyas de corrido, quiso
la desgracia que él entrase con un
recado falso justamente cuando yo
decía:
—Callaos, hijo de puta; habéis
mentido.
El acusado aquí presente que
conocía el natural mentiroso del bribón
pensó que yo podría haber hablado una
profecía y mandó averiguar si Verdelet
venía de donde decía; Verdelet hubo de
confesar su bellaquería, Verdelet fue
azotado y Verdelet, como venganza,
quiso que me comiera el morrongo. Con
un movimiento de cabeza el rey mostró
que aprobaba la piedad que la urraca
había tenido de mi desgracia. No
obstante, le prohibió que volviera a
hablarme en secreto. Luego preguntó a
mi acusador si tenía listo su alegato.
Éste hizo señal con la pata de que iba a
hablar y éstos son, creo, los mismos
argumentos que presentó en contra de
mí.
Alegato presentado ante el
Tribunal de los Pájaros en
sesión conjunta de ambas
cámaras contra un animal
al que se acusa de ser un
hombre
—Señores la acusación contra este
criminal es Guillermina la Carnosa,
perdiz de origen, recientemente llegada
de la Tierra con la garganta aún abierta
por una bala de plomo que le han
disparado los hombres, querellante en
contra del género humano y por
consiguiente respecto a un animal que
sostengo que es un miembro de esa
numerosa clase. No estaría de más que
impidiéramos mediante la pena de
muerte las violencias que podría
realizar. Sin embargo, como la salvación
o la muerte de todo cuanto vive es de
importancia para la República de los
vivos, me parece que mereceríamos ser
hombres, es decir, despojados de la
razón y de la inmortalidad que nosotros
les llevamos de ventaja si nos
pareciéramos a ellos en cualquiera de
sus injusticias.
Examinemos, pues, señores las
dificultades de este proceso con toda la
mesura de la que son capaces nuestros
divinos espíritus.
El meollo del asunto consiste en
averiguar si este animal es un hombre y,
luego, en caso de que concluyamos que
lo es, si merece la muerte por ello.
En cuanto a mí, me parece evidente
que es hombre. Primero porque es tan
desvergonzado que miente al sostener
que no lo es. Segundo porque ríe como
un loco. Tercero porque llora como un
necio. Cuarto porque se suena la nariz
como un villano. Quinto porque es
implume como un sarnoso. Sexto porque
lleva la cola delante. Séptimo porque
tiene siempre una serie de piedritas
cuadradas en la boca que no escupe ni
traga. Octavo y último porque pone en lo
alto todas la mañanas los ojos, la nariz y
su ancho pico, abre las manos con la
punta de los dedos hacia el cielo y las
junta palma con palma, como si fueran
una sola y le fastidiara tener las dos
libres, se rompe las piernas por la mitad
de forma que cae de rodillas; luego, con
unas palabras mágicas que murmura me
he dado cuenta de que sus piernas rotas
se recomponen y que vuelve a levantarse
tan alegre como antes. Ahora bien,
sabéis, señores que de todos los
animales únicamente el hombre tiene el
alma tan negra que es capaz de
entregarse a la magia y, en consecuencia,
éste de aquí es un hombre. Ahora es
preciso considerar si, por ser hombre,
merece la muerte.
Pienso, señores, que jamás se ha
puesto en duda que todas las criaturas
son obra de nuestra madre común para
vivir en sociedad. Por tanto, si pruebo
que el hombre no ha nacido más que
para romperla, ¿acaso no probaré que,
al ir contra el fin de su creación, merece
que la naturaleza se arrepienta de su
obra?
La primera ley y la más fundamental
para la conservación de una República
es la igualdad. Pero el hombre no es
capaz de soportarla eternamente. Se
apodera de nosotros para comernos, se
convence a sí mismo de que no estamos
hechos más que para él. Toma como
prueba de su pretendida superioridad la
barbarie con la que nos masacra y la
escasa resistencia que encuentra a la
hora de vencer nuestra debilidad y, sin
embargo, se niega a reconocer como
amos a las águilas, los cóndores y los
buitres que dominan a los más robustos
entre ellos.
Pero ¿por qué este tamaño y
disposición
de
los
miembros
determinaría la diferencia entre especies
cuando entre ellos mismos se encuentran
enanos y gigantes?
Además, esta dominación de la que
se vanaglorian es un derecho imaginario.
Por el contrario, son tan proclives a la
servidumbre que, de miedo de no tener a
quien servir, se venden su libertad unos
a otros. De tal modo los jóvenes son
esclavos de los viejos, los pobres de los
ricos, los campesinos de los hidalgos,
los príncipes de los monarcas y los
monarcas mismos de las leyes que han
establecido. Pero con todo ello, estos
pobres siervos tienen tanto miedo a no
encontrar amos que, cual si creyeran que
la libertad les viene de algún lugar
insospechado, se forjan dioses en todas
partes, en el agua, en el aire, en el fuego,
bajo la tierra. Antes se los fabrican de
madera que dejar de tenerlos. Y creo
que acarician falsas esperanzas de
inmortalidad, menos por el horror que
les inspira la nada que por el temor a
que no haya nadie que les dé órdenes
después de la muerte. Tal es el lindo
efecto de esta fantástica monarquía y de
esta dominación tan natural del hombre
sobre los animales y sobre nosotros
mismos. Porque su insolencia ha llegado
hasta este extremo. No obstante, a
consecuencia de este principado
ridículo se atribuye bonitamente el
derecho de vida y muerte sobre
nosotros, nos tiende emboscadas, nos
encadena, nos encierra en prisiones, nos
degüella, nos come, y de la capacidad
para matar a quienes son libres hace un
timbre de nobleza[103]. Piensa que el Sol
alumbra para iluminarlo cuando nos
hace la guerra, que la naturaleza nos ha
permitido tender nuestros caminos en el
cielo solamente con la finalidad de que
pueda extraer auspicios favorables o
desfavorables de nuestro vuelo y que
cuando Dios puso entrañas en nuestros
cuerpos no tuvo otra intención que hacer
un gran libro en el que el hombre
pudiera aprender la ciencia de las cosas
futuras.
Y bien, ¿no es este un orgullo
completamente insoportable? Quién lo
concibió, ¿merecería un castigo menor
que el de ser hombre? Pero no son estas
cuestiones por las que os pido que
condenéis a éste: dado que la pobre
bestia carece del uso de razón, como
nosotros, lo disculpo sus errores en
cuanto que son producto de falta de
entendimiento. Pero pido justicia para
aquellos otros que sólo son hijos de la
voluntad. Por ejemplo, del hecho de que
nos mate sin que lo hayamos atacado; de
que nos coma pudiendo saciar su hambre
con alimentos más convenientes; y del
que considero el más cobarde de todos:
de que pervierta la bondad natural de
algunos de los nuestros, como los
alcotanes, los halcones y los buitres
para instruirlos en la matanza de los
suyos, en degollar a sus semejantes en
entregarnos en sus manos.
Solamente esta consideración es tan
abrumadora que pido al tribunal para él
la pena de la muerte triste.
Toda la sala se estremeció de horror
ante tan gran suplicio, razón por la cual,
para ejercer de moderador, el rey hizo
una señal a mi abogado para que
contestara.
Era un estornino, gran jurisconsulto,
quien, tras golpear tres veces con la pata
sobre la rama que lo sostenía, se dirigió
de este modo a la asamblea:
—Es cierto, señores, que, movido
por la piedad, acepté hacerme cargo de
la defensa de esta desgraciada bestia.
Pero al ir a pronunciar mi alegato me
asaltó un remordimiento y me habló algo
como una voz secreta que me prohibió
realizar una acción tan detestable. De tal
forma, señores, os declaro, así como a
todo el tribunal, que, para cuidar de la
salvación de mi alma, no quiero
coadyuvar en modo alguno a la
conservación de un monstruo como el
hombre.
Todo el populacho chasqueó con los
picos en señal de regocijo y para
felicitarse por la sinceridad de un pájaro
de bien.
Mi urraca se ofreció a defenderme
en su lugar, pero se la obligó a callar
debido a que, habiéndose criado entre
los hombres y estando quizá infectada de
su moral, era de temer que aportase a la
causa un ánimo parcial. Porque el
Tribunal de los Pájaros no tolera en
modo alguno escuchar a un abogado que
se interese más por una parte que por la
otra a menos que pueda justificar que
esta inclinación concuerda con el mejor
derecho de la parte.
Cuando mis jueces vieron que nadie
acudía en mi defensa, extendieron y
sacudieron las alas y volaron de
inmediato a la deliberación.
La mayoría, según supe después,
insistió mucho en que se me impusiera la
pena de muerte triste, pero cuando se
vio que el rey se inclinaba a la dulzura,
cada cual revisó su opinión. De este
modo, mis jueces se moderaron y en
lugar de la muerte triste, de la que me
hicieron gracia, encontraron que, para
compensar con mi castigo algunos de
mis crímenes, era mejor aniquilarme
mediante un suplicio que sirviera para
desengañarme de esa pretendida
superioridad del hombre sobre los
pájaros, esto es, que se me abandonara a
la cólera de los más débiles entre ellos.
Es decir, que me condenaron a ser
devorado por las moscas.
Al mismo tiempo, se levantó la
sesión y oí murmurar que no se habían
extendido más en especificar las
circunstancias de mi tragedia a causa del
accidente acaecido a un pájaro de los
presentes, que se había desmayado
cuando quería hablar al rey. Se cree que
el desmayo fue debido al horror que
experimentó al contemplar demasiado
fijamente a un hombre. Por ello se dio
orden de sacarme de allí.
Antes se pronunció mi sentencia y,
apenas hubo acabado de leérmela el
quebrantahuesos que actuaba de
secretario del tribunal, cuando vi que el
cielo en torno mío estaba completamente
negro de moscas, abejorros, abejas,
avispas, mosquitos y pulgas que
zumbaban de impaciencia.
Estaba esperando a que mis águilas
me levantasen como era habitual pero en
su lugar vi un enorme avestruz negro que
me puso vergonzosamente a horcajadas
sobre su lomo, ya que esta postura es la
más ignominiosa que se pueda aplicar a
un criminal y jamás se condena a ella a
pájaro alguno por grave que sea el
delito cometido.
Los alguaciles que me condujeron al
suplicio eran una cincuentena de
cóndores y otros tantos buitres por
delante y detrás de ellos volaba
lentamente una procesión de cuervos que
graznaban algo lúgubre y me pareció oír
que unas lechuzas contestaban a lo lejos.
Desde el lugar en que me fue
pronunciada la sentencia dos aves del
Paraíso a las que se había encargado
que me asistieran en la hora de la muerte
vinieron a posarse sobre mis hombros.
Si bien tenía alma muy atribulada a
causa del horror del paso que me
esperaba, recuerdo casi todos los
razonamientos con los que dichas aves
intentaban consolarme.
—La muerte —me dijeron (poniendo
el pico en mi oído)— no es sin duda una
desgracia mayor, puesto que la
naturaleza, nuestra buena madre, somete
a ella a todos sus hijos y tampoco debe
de ser cosa de gran consecuencia, ya que
llega en todo momento y por poca cosa;
porque si la vida fuera tan excelente, no
estaría en nuestro poder no darla. Y si la
muerte
acarreara
consigo
las
consecuencias de la importancia que te
imaginas, no estaría en nuestro podar
darla. Es mucho más probable lo
contrario, esto es, que si el animal
comienza la vida mediante un juego, la
termine del mismo modo. Te hablo de
este modo debido a que, pues tu alma no
es inmortal como la nuestra, puedes
suponer que cuando tú mueres, todo
muere contigo. No te aflijas pues por
hacer antes lo que algunos de tus
compañeros harán más tarde. Su
condición es más deplorable que la tuya
porque si la muerte es un mal, no lo es
más que para quienes van a morir y
ellos, a diferencia de ti que no te queda
más de una hora todavía, pasaran
cincuenta o sesenta años en situación de
poder morir. Y además reconóceme que
el que no ha nacido no es desgraciado.
Por tanto, vas a ser como quien no ha
nacido. Un instante después de la vida
serás lo que eras un instante antes de
nacer[104]. Y una vez transcurrido aquel
instante llevarás muerto tanto tiempo
como quien murió hace mil siglos. En
todo caso, supuesto que la vida sea un
bien, la misma casualidad que hace que
seas ahora en la infinidad del tiempo,
¿no podrá hacer que vuelvas a ser otra
vez? La materia que a fuerza de
mezclarse alcanza por fin esa cantidad,
esa disposición y ese orden necesarios
para la construcción de tu ser ¿acaso no
puede volver a mezclarse a fin de llegar
a la disposición necesaria para hacer
que sientas ser de nuevo? Sí, me dirás,
pero no recordaré haber sido. ¡Ah,
querido hermano! ¿Qué te importa con
tal de que sientas que eres? Y además,
¿no podrá ser que para consolarte de la
pérdida de la vida te imagines las
mismas razones que yo te expongo
ahora?
Son consideraciones de peso
suficiente para hacerte pasar este
amargo trance con paciencia. Todavía
me quedan otras más poderosas que sin
duda te invitarán a desear pasarlo. Es
necesario, querido hermano mío, que te
convenzas de que, como tú y los otros
brutos sois seres materiales y como la
muerte, en lugar de aniquilar la materia,
lo único que hace es trastornar su
economía, debes dar por cierto que, al
cesar de ser lo que eras, comenzarás a
ser alguna otra cosa. Aunque no seas
más que una mota de tierra o un guijarro,
siempre serás algo menos malvado que
el hombre[105]. Pero tengo un secreto que
revelarte que no quisiera que ninguno de
mis compañeros me hubiera oído. Dado
que vas a ser comido por nuestros
pájaros pequeños, pasarás a su
sustancia. Sí, te cabrá el honor de
contribuir, aunque sea ciegamente, a la
actividad intelectual de nuestras moscas
y de participar en la gloria de hacerlas
razonar, ya que no podrás razonar tú
mismo.
En este momento de la exhortación
llegamos al lugar destinado para mi
suplicio.
Había cuatro árboles muy próximos
entre sí y casi a la misma distancia unos
de los otros y sobre cada uno de ellos se
había
posado
una
gran garza
aproximadamente a la misma altura. Me
bajaron del avestruz negro y una gran
cantidad de cormoranes me subió a
donde me esperaban las cuatro garzas.
Estos pájaros, uno frente a otro, cada
uno de ellos bien apoyado en su árbol
respectivo, enroscaron sus pescuezos de
prodigiosa longitud, como si fueran
cuerdas, unos en torno a mis brazos y
otros a las piernas, y me apretaron tanto
que, aunque cada uno de mis miembros
sólo estaba sujeto por un cuello, no
podía moverlo en modo alguno.
Tenían que permanecer largo tiempo
en esta posición porque oí que se
encargaba a los cormoranes que me
habían elevado que fueran a pescar para
las garzas y les metieran la comida en el
pico.
Seguíamos esperando las moscas
debido a que no volaban a nuestra
velocidad, pero al poco ya se las oía.
Lo primero que hicieron fue
repartirse mi cuerpo y este reparto se
hizo con tanta maldad que los ojos se
asignaron a las abejas, a fin de que me
los reventaran mientras se los comían; la
orejas a los abejorros para aturdirlas y
devorarlas al mismo tiempo; los
hombros a las pulgas para que los
llenaran de mordeduras y me los
destruyeran y así todo el resto. Apenas
terminé de oírles dar sus órdenes cuando
las vi acercarse de inmediato. Parecía
como si todos los átomos de que está
compuesto el aire se hubieran
convertido en moscas, puesto que sólo
alcanzaba a divisar dos o tres débiles
rayos de luz que parecían esconderse
para llegar hasta mí, tal era la densidad
de estos batallones y tan cerca estaban
de mi carne.
Más cuando cada uno de ellos estaba
eligiendo con delectación el lugar en el
que debía morder, los vi retroceder de
pronto y entre la confusión de una serie
infinita de estallidos que llegaban hasta
las nubes, escuché repetir varias veces
la palabra ¡Gracia, gracia, gracia!
Inmediatamente se me aproximaron
dos
tórtolas.
A
su
llegada
desaparecieron todos los funestos
preparativos de mi muerte. Sentí que mis
garzas aflojaban los lazos de sus largos
pescuezos con los que me ataban. Mi
cuerpo, extendido en aspa, cayó desde la
copa de los cuatro árboles a los pies de
sus raíces.
No esperaba otra cosa de mi caída
sino estrellarme en el suelo sobre alguna
roca, pero en contra de mi temor me
asombró encontrarme sentado sobre un
avestruz blanco que, en cuanto me sintió
sobre su lomo, se puso a galopar.
Me llevaron por un camino distinto
al que me había traído, pues recuerdo
que atravesé un gran bosque de mirtos y
otro de terebintos terminando en otro
gran bosque de olivos en donde me
esperaba el rey palomo con toda su
corte.
En cuanto me vio, hizo señal de que
se me ayudara a descender. De
inmediato dos águilas de la guardia me
tendieron las patas y me llevaron hasta
su príncipe.
Por respeto quise abrazar y besar los
pequeños espolones de Su Majestad,
pero él se apartó.
—Quiero preguntaros —dijo antes
— si conocéis este pájaro.
Con estas palabras me mostró un
loro que se puso a hacer la rueda y a
batir las alas como si se diera cuenta de
que estaba examinándolo.
—Me parece —exclamé— que lo he
visto en alguna parte, pero estoy tan
confuso por el miedo y la alegría que no
sé en dónde con exactitud.
Por su lado, el loro vino a
abrazarme el rostro con las dos alas y
me dijo:
—¡Cómo! ¿Ya no conocéis a César,
el loro de vuestra prima respecto al cual
habéis sostenido tantas veces que los
pájaros razonan? Soy yo quien durante
vuestro proceso he querido declarar en
audiencia las obligaciones que tengo con
vos. Pero el dolor de veros en tan gran
peligro me hizo desmayarme.
Sus palabras acabaron de abrirme
los ojos. Habiéndolo reconocido lo
abracé y lo besé y él me abrazó y me
besó.
—Así, pues —dije—, ¿eres tú, mi
pobre César, a quien abrí la jaula para
devolverte la libertad que la tiránica
costumbre de nuestro mundo te había
quitado?
El rey interrumpió nuestras caricias
y me habló de esta forma:
—Hombre, entre nosotros una buena
acción no se pierde jamás y por ello
aunque, como hombre, mereces morir
sólo por haber nacido, el Senado te
perdona la vida. Con esta consideración
la cámara reconoce las luces con las que
la naturaleza ha iluminado tu instinto
cuando te hizo presentir en nosotros la
razón que no eras capaz de conocer. Ve
pues en paz y vive feliz.
Dio algunas órdenes en voz muy baja
y mi avestruz blanco, conducido por las
dos tórtolas, me sacó de la reunión.
Luego de haber galopado cosa de
medio día me dejó cerca de un bosque
en el que me adentré una vez que el
avestruz se alejó. Allí comencé a
degustar el placer de la libertad y el de
comer la miel que corría a lo largo de la
corteza de los árboles.
Creo que no hubiera dejado jamás
de pasear porque la agradable variedad
del lugar me hacía descubrir cada vez
algo más hermoso si mi cuerpo hubiera
podido resistir la fatiga, pero como me
encontraba agotado de cansancio, me
dejé caer sobre la hierba.
Tumbado así a la sombra de
aquellos árboles, me sentía invitado al
sueño por el dulce frescor y el silencio
de la soledad cuando un ruido impreciso
de voces confusas que me parecía oír
revoloteando en derredor mío me
despertó con un sobresalto.
El terreno parecía muy llano y no
había en él matorral alguno que pudiera
obstaculizar la vista, razón por la cual la
mía se extendía muy lejos entre los
árboles del bosque. Sin embargo, el
murmullo que alcanzaba mis oídos sólo
podía venir de algún sitio muy próximo,
de forma que reforzando mi atención,
escuché con toda claridad una serie de
palabras griegas y entre las muchas
personas que conversaban, distinguí una
que se expresaba así:
—Señor médico, uno de mis aliados,
el olmo tricéfalo, acaba de enviarme un
pinzón para comunicarme que padece
una fiebre hética y un fuerte mal de
musgo que lo cubre de la cabeza a los
pies. Os suplico por la amistad que nos
une, que le prescribáis algo.
Estuve algún tiempo sin escuchar
nada, pero al cabo de un instante me
pareció oír que alguien replicaba así:
—Aunque el olmo tricéfalo no fuera
vuestro aliado y aunque en lugar de vos,
que sois mi amigo, el que me hiciera
este ruego fuera el más extraño de
nuestra especie, mi profesión me obliga
a socorrer a todo el mundo. Haréis decir
pues al olmo tricéfalo que para curar su
enfermedad necesita absorber el máximo
de humedad y el mínimo de sequedad
que pueda; que a estos efectos debe
orientar los pelos absorbentes de sus
raíces hacia el lado más húmedo de su
lecho, no ocuparse más que de cosas
alegres y hacer que todos los días le
interpreten música algunos ruiseñores de
gran calidad. Después, que os haga
saber cómo le sienta ese régimen de
vida y más tarde, según evolucione su
enfermedad, cuando hayamos analizado
sus humores, alguna de mis cigüeñas
amigas le dará una lavativa de mi parte
que lo pondrá en plena convalecencia.
Pronunciadas estas palabras no
volví a escuchar el menor ruido, sino
que un cuarto de hora más tarde, una voz
que creía no haber escuchado hasta
entonces llegó a mis oídos y así es como
habló.
—Hola, ahorquillado, ¿dormís?
Oí que otra voz respondía así:
—No, corteza-fresca, ¿por qué?
—Es que —siguió la primera voz
que había roto el silencio— tengo la
misma sensación que nos invade de
costumbre cuando se acercan esos
animales que se llaman hombre y
quisiera preguntaros si vos también la
sentís.
Pasó algún tiempo antes de que la
otra voz respondiera, como si hubiera
querido aplicar a esta indagación sus
sentidos más secretos. Luego exclamó:
—¡Dios mío, tenéis razón! Y os juro
que tengo los sentidos tan llenos de los
efluvios de un hombre que seré el más
equivocado del mundo si no hay uno
muy cerca de aquí.
Entonces se sumaron varias voces
que decían que sin duda sentían que
había un hombre.
Ya podía yo mirar en todas
direcciones que no descubrí en absoluto
de dónde podían provenir aquellas
palabras. Por último, tras haberme
repuesto algo del horror en que me había
sumido este acontecimiento, respondí a
la voz de la que me parecía que era la
que se había preguntado si había un
hombre que sí, que había uno:
—Pero os suplico —continué de
inmediato—, quienquiera que seáis los
que me habláis, me digáis en dónde
estáis.
Un momento después escuché estas
palabras:
—Estamos en tu presencia, tus ojos
nos miran pero tú no nos ves. Contempla
los robles en los que sentimos que tienes
fija la mirada, somos nosotros los que te
hablamos y si te asombras de que
hablemos una lengua utilizada en el
mundo del que vienes, sabe que nuestros
primeros padres son originarios de él.
Vivían en el Epiro, en el bosque de
Dodona, en donde su bondad natural los
llevó a dar oráculos a los afligidos que
los consultaban[106]. A este efecto, para
que se les entendiera, habían aprendido
la lengua griega, la más universal que
había entonces. Y como nosotros
descendemos de ellos de padres a hijos,
el don de la profecía ha llegado a
nosotros. Sabrás igualmente que una
gran águila a la que nuestros padres en
Dodona daban refugio, al no poder ir de
caza porque se había roto una mano,
comía las bellotas que sus ramajes le
proporcionaban. Un día, harta de vivir
en un mundo en el que sufría tanto,
emprendió el vuelo hacia el Sol e hizo
su viaje tan felizmente que finalmente
llegó al mundo luminoso en el que
estamos nosotros. Pero, a su llegada, el
calor del clima la hizo vomitar: expulsó
gran cantidad de bellotas que aún no
había digerido. Las bellotas germinaron
y crecieron robles que fueron nuestros
antepasados.
Así es como cambiamos de
asentamiento. Sin embargo, aunque me
oigáis hablar una lengua humana, eso no
quiere decir que los demás árboles se
expresen de la misma forma. Solamente
nosotros, los robles salidos del bosque
de Dodona hablamos como vosotros. En
cuanto a las otras especies, su forma de
expresarse es como sigue. ¿No habéis
observado ese viento dulce y sutil que
nunca deja de soplar en las lindes de los
bosques? Es el hálito de sus palabras y
ese suave murmullo o ese rumor
delicado con los que rompen el silencio
sagrado de su soledad es su lenguaje
propiamente hablando. Pero aunque el
rumor de los bosques parece siempre el
mismo es en realidad tan distinto que
cada especie de árbol guarda la suya
particular, de forma que el abedul no
habla como el arce ni el haya como el
cerezo. Si la estúpida gente de vuestro
mundo me hubiera oído hablar como lo
hago, creería que se trata de un diablo
encerrado en mi corteza, puesto que,
lejos de creer que podamos razonar, ni
siquiera se imagina que tengamos un
alma sensible, aunque vea todos los días
cómo al primer hachazo con el que el
leñador ataca un árbol, la hoja entra en
la pulpa cuatro veces más que en el
segundo golpe. Debiera conjeturar que
seguramente el primer golpe lo ha
sorprendido y lo ha cogido por sorpresa
pero, una vez que el dolor lo ha puesto
en guardia, se recoge en sí mismo, reúne
sus fuerzas para combatir y en cierto
modo se petrifica para resistir a la
dureza de las armas de su enemigo. Pero
no es mi intención hacer comprender la
luz a los ciegos. Para mí un individuo
vale por toda la especie y toda la
especie no es más que un individuo
cuando éste no está infectado por los
errores de la especie. Por ello prestad
atención ya que, al hablaros, creo hablar
a toda la especie humana.
Habéis de saber pues en primer
lugar que casi todos los conciertos con
los que los pájaros hacen música se
componen en loor de los árboles. Pero
también en recompensa por el cuidado
que ponen en celebrar nuestros buenos
actos nosotros nos tomamos el de
ocultar sus amores. Porque no
imaginaréis que cuando tenéis tantas
dificultades para descubrir sus nidos
ello se deba solamente a la prudencia
con la que los han ocultado. Es el árbol
quien ha plegado sus ramas por sí
mismo en torno al nido para proteger a
la familia de su huésped de las
crueldades del hombre. Y por si hay
alguna duda, considerad los nidos de
aquellos que han nacido para destruir a
los otros pájaros, sus conciudadanos,
como los gavilanes, los baharíes, los
milanos, los halcones, etc., o los que no
hablan más que para sembrar cizaña,
como los arrendajos y las urracas, o los
que se divierten inspirándonos miedo,
como los búhos y los autillos.
Observaréis que el nido de éstos está
abandonado a la vista de todo el mundo
porque el árbol ha apartado sus ramas
para entregarlo como presa[107].
Pero no es preciso pormenorizar
tanto las cosas para probar que los
árboles
ejercen
todas
vuestras
funciones, las del cuerpo y las del alma.
¿Hay alguno entre vosotros que no haya
observado que, en primavera, cuando el
sol ha reavivado nuestra corteza con una
savia fecunda, alargamos nuestras ramas
y las extendemos cargadas de frutos
sobre el seno de la tierra de la que
estamos enamorados? La tierra, por su
parte, se entreabre y se calienta con el
mismo ardor y como si cada una de
nuestras ramas fuera un… la tierra se
acerca para unirse con ella y nuestras
ramas,
transportadas
de
placer,
descargan en su seno la simiente que
ella arde en deseos de concebir. Luego
tarda nueve meses en formar el embrión
antes de darlo a luz. Pero el árbol, su
marido, que teme que el frío del
invierno perjudique su embarazo, se
despoja de su ropaje verde para
cubrirla, contentándose por su parte para
esconder algo de su desnudez con un
abrigo viejo de hojas muertas.
—¡Ah, bien! Vosotros los hombres
miráis estas cosas durante una eternidad
pero no las veis nunca. Ante vuestros
ojos han sucedido cosas mucho más
convincentes que ni han conmovido a los
obstinados.
Tenía atención fija en los discursos
con que esta voz arbórea hablaba
conmigo y esperaba la continuación
cuando, de golpe, se detuvo con un
sonido parecido al de una persona que
no puede continuar porque le falta el
aliento.
Cuando vi que se obstinaba en
guardar silencio, la conjuré por todo
aquello que suponía que más pudiera
conmoverla que se dignase instruir a una
persona que no había corrido los riesgos
de un viaje tan largo más que para
ilustrarse. En ese instante escuché
también dos o tres voces que, por amor
a mí, le dirigían los mismos ruegos y
distinguí una que le dijo como si
estuviera enfadada:
—Bueno, ya que os lamentáis tanto
por vuestros pulmones, reposad mientras
yo le cuento la historia de los árboles
amantes.
—¡Ah, quien quiera que seáis! —
exclamé, arrodillándome—, el más
sabio de los robles de Dodona, que os
dignáis tomaros la molestia de
instruirme, sabed que no impartiréis
lección a un ingrato, pues me
comprometo a divulgar las maravillas
de las que me otorgáis el honor de ser
testigo si alguna vez vuelvo a mi país
natal.
Acababa de hacer esta promesa
cuando escuche la misma voz continuar
de esta forma:
—Observad, hombrecillo, a doce o
quince pasos a vuestra derecha; veréis
dos árboles gemelos de altura media que
confunden sus ramas y raíces y tratan de
mil formas de no ser más que uno.
Volví los ojos hacia esas plantas de
amor y observé que las hojas de los dos,
ligeramente agitadas por una emoción
casi
voluntaria,
suscitaban
al
estremecerse un murmullo muy delicado
apenas audible y con el cual se hubiera
dicho que trataban de interrogarse y
responderse.
Una vez transcurrido el tiempo
necesario para observar aquel vegetal
doble, mi buen amigo el roble retomó el
hilo de su discurso:
No es posible que hayáis vivido
tanto sin que haya llegado a vuestro
conocimiento la famosa amistad de
Pílades y Orestes[108].
Os describiría todas las alegrías de
una dulce pasión y os contaría todos los
milagros con los que estos amantes
asombraron su siglo si no temiera que
tanta luz ofuscase los ojos de vuestra
razón. Por ello me limitaré a pintar estos
dos jóvenes soles en su ocaso.
Os bastará con saber que un día el
bravo Orestes, luchando en la batalla,
buscaba a su querido Pílades para
degustar el placer de vencer o morir en
su presencia, cuando lo divisó en medio
de cien brazos de hierro que se alzaban
sobre su cabeza. ¡Ay! Y ¿qué hizo?
Desesperado se lanzó a través de un
bosque de picas, gritaba, aullaba,
echaba espuma por la boca. Pero
¡expreso tan pobremente el horror de los
movimientos de este ser inconsolable!
Se arrancaba los cabellos, se comía las
manos, desgarraba sus heridas. Con todo
debo decir al comienzo de esta
descripción que el medio de expresar su
dolor murió con él. Cuando creía que
podía abrirse un camino con su espada
para ir a socorrer a Pílades, se le opuso
una montaña de hombres. No obstante,
se abalanzó sobre ellos y después de
haber avanzado largo trecho sobre los
trofeos sangrantes de su victoria, fue
acercándose poco a poco a Pílades.
Pero Pílades le pareció tan próximo a la
muerte que no osaba detener a sus
enemigos por temor de sobrevivir al ser
que era su razón de ser. Hubiérase dicho
que con la mirada de sus ojos ya plenos
de las sombras de la muerte trataba de
envenenar a los matadores de su amigo.
Por último, Pílades cayó sin vida y el
enamorado Orestes, que sentía también
la suya en el borde de los labios, la
retuvo hasta que, habiendo buscado con
su mirada perdida y encontrado entre los
muertos a Pílades, pareció que, al juntar
las bocas hubiera querido verter su alma
en el cuerpo del amigo.
El más joven de estos héroes expiró
de dolor sobre el cadáver de su amigo y
sabed que de la podredumbre de sus
cuerpos que sin duda habían fecundado
la tierra se vio germinar entre los huesos
ya blancos de sus esqueletos dos tiernos
arbolitos cuyos troncos y ramas,
juntándose en desorden parecían no
apresurarse a crecer más que para
entrelazarse más[109]. Se supo así que
habían cambiado de ser sin olvidar lo
que habían sido, puesto que sus capullos
perfumados se inclinaban el uno sobre el
otro y se daban calor mutuamente con su
aliento como para hacerse florecer más
deprisa. ¿Y qué, diré de la amorosa
equidad que mantenía su unidad? Jamás
se ofrecía a sus cepas el jugo en el que
reside el alimento que no lo
compartiesen con ceremonia. Nunca
estaba uno mal alimentado sin que el
otro padeciera de inanición. Los dos
succionaban por dentro el pecho de su
nodriza como vosotros lo succionáis por
fuera. Finalmente, estos amantes
dichosos produjeron manzanas, pero
manzanas portentosas que hicieron más
milagros aun que sus padres. Apenas se
habían comido las manzanas de uno
cuando se caía perdidamente enamorado
de cualquiera que hubiera comido el
fruto del otro. Y este accidente sucedía
casi todos los días porque todos los
retoños de Pílades rodeaban o se
encontraban rodeados por los de Orestes
y sus frutos, casi gemelos, no podían
decidirse a alejarse.
No obstante, la naturaleza había
diferenciado la energía de aquella doble
esencia con tanta precaución que cuando
un hombre había comido el fruto de uno
de los árboles y otro hombre el del otro
árbol, ello engendraba una amistad
recíproca. Y cuando eso mismo sucedía
con dos personas de sexo distinto, se
engendraba el amor, pero un amor
vigoroso que conservaba siempre el
carácter de su origen, por cuanto aunque
este fruto proporcionase su efecto a la
potencia, dulcificando su virtud en una
mujer, conservaba sin embargo siempre
algo de viril.
Es preciso subrayar que aquel de los
dos que más cantidad hubiera comido
sería el más amado. No había cuidado
de que este fruto no fuera dulcísimo y
muy hermoso, ya que nada hay tan
hermoso ni tan dulce como la amistad.
Fueron pues estas dos cualidades de la
belleza y la bondad las que lo pusieron
de moda. ¡Ah, cuántas veces multiplicó
el ejemplo de Pílades y Orestes gracias
a su milagrosa virtud! Desde aquel
momento se vieron Hércules y Teseos,
Aquiles y Patroclos, Nisos y
Euríalos[110], en resumen, una cantidad
incalculable de los que por amistad han
consagrado su memoria en el templo de
la eternidad. Se llevaron brotes de los
árboles al Peloponeso y con ellos se
adornó el campo de prácticas en el que
los tebanos ejercitaban a sus jóvenes.
Estos árboles gemelos se plantaban en
línea y en el tiempo de la sazón, cuando
los frutos colgaban de las ramas los
jóvenes que iban diariamente al campo,
tentados por su hermosura, no se
abstenían de comer de ellos. Como solía
suceder, su valor sentía el efecto de
inmediato. Se los vio entregarse
recíprocamente las almas sin orden
alguno y a cada uno de ellos convertirse
los unos en la mitad de los otros, vivir
menos en ellos mismos que en sus
amigos y al más cobarde capaz de
realizar los actos más temerarios por su
amante.
Esta enfermedad celestial caldeó su
sangre con tan noble ardor que, por
consejo de los más sabios, se organizó
esta tropa de amantes en una misma
compañía militar para ir a la guerra.
Posteriormente se la denominó la
unidad sagrada a causa de los actos
heroicos que realizó. Sus hazañas
sobrepasaron en mucho lo que Tebas se
había prometido, porque cada uno de
aquellos valientes realizaba esfuerzos
tan increíbles en el combate para
proteger a su amante o merecer su amor
como jamás se había visto en la
Antigüedad. Mientras sobrevivió esta
compañía amorosa, los tebanos, que
antes pasaban por ser los peores
soldados entre los griegos, vencieron y
superaron
siempre
desde
los
lacedemonios mismos hasta los pueblos
más belicosos de la Tierra.
Pero entre la cantidad infinita de
acciones dignas de elogio de que estas
manzanas fueron causa, también
produjeron otras vergonzosas, aunque no
intencionadamente.
Mirra, joven de alcurnia, comió de
estos frutos con Cíniras, su padre[111].
Por desgracia, uno de los frutos era de
Pílades y el otro de Orestes. El amor
enturbió de inmediato la naturaleza y la
confundió de tal modo que Cíniras
juraba «soy mi yerno» y Mirra «soy mi
madrastra». En fin, creo que para
mostraros este crimen bastará con
añadir que, al cabo de nueve meses, el
padre se convirtió en el abuelo de lo que
engendró y la hija dio a luz a sus
hermanos.
Es más, el azar no se dio por
contento con este crimen sino que quiso
que un toro entrara en los jardines del
rey Minos y por desgracia encontrara al
pie del árbol de Orestes algunas
manzanas que comió. Digo por
desgracia porque la reina Pasifae comía
todos los días de este fruto. Helos aquí
ciegamente enamorados el uno de la
otra. No explicaré sin embargo la
inmensidad de su placer y bastará con
decir que Pasifae se hundió en un crimen
del que aún no había ejemplos[112].
Precisamente en aquel tiempo el
famoso escultor Pigmalión esculpía una
estatua de Venus en mármol[113]. La
reina, a la que placían los buenos
artífices, le regaló dos de estas
manzanas de la que el artista comió la
más hermosa. Como quiera que,
casualmente, estuviera falto de agua, que
como sabéis es necesaria para trabajar
el mármol, humedeció la estatua. En ese
momento, impregnado por el jugo de la
otra, el mármol se ablandó poco a poco.
La enérgica virtud de esta manzana,
orientando su trabajo según el proyecto
del artista, siguió por dentro de la talla
los rasgos que había encontrado en la
superficie. De este modo se dilató, se
calentó y se coloreó de acuerdo con la
naturaleza de las partes que había
encontrado en su camino. Finalmente, el
mármol cobró vida y, tocado por la
pasión de la manzana, abrazó a
Pigmalión con todas las fuerzas de su
corazón y Pigmalión, arrebatado de
amor, la recibió por esposa.
En esta misma provincia, la joven
Ifis había comido de este fruto junto con
la bella Yante, su compañera, en todas
las circunstancias precisas para originar
una amistad recíproca. Al acto de comer
siguió el efecto acostumbrado pero, al
haberla encontrado tan sabrosa, Ifis
comió tantas que su amistad, que crecía
con la cantidad de manzanas de las que
no se saciaba, usurpó todas las
funciones del amor y, a fuerza de
aumentar poco a poco, este amor fue
haciéndose
más
viril
y
más
vigoroso[114]. Al estar toda ella repleta
de este fruto, su cuerpo, que ardía por
formar
los
movimientos
que
respondieran a los entusiasmos de su
voluntad, trastornó la materia en sí
mismo con tanta intensidad que
construyó órganos mucho más fuertes,
capaces de seguir su pensamiento y de
satisfacer plenamente su amor en toda su
masculina extensión. Es decir, que Ifis
se convirtió en lo que es necesario ser
para desposar a una mujer.
Si me quedara algún nombre para
calificar la aventura que sigue la
llamaría milagro.
Un joven muy hermoso que se
llamaba Narciso había ganado gracias a
su amor el de una joven muy bella a la
que los poetas han cantado bajo el
nombre de Eco. Pero, como sabéis que
las mujeres, más que los de nuestro
sexo, no se consideran nunca
suficientemente amadas, habiendo oído
alabar la virtud de las manzanas de
Orestes, se afanó tanto que recogió
varias de diversos lugares. Pero como
temía que las de un árbol fuesen menos
activas que las del otro, pues el amor es
siempre temeroso, quiso que gustase de
los dos. Apenas las hubo comido el
joven cuando la imagen de Eco se borró
de su memoria; todo su amor se dirigió
hacia el que había ingerido el fruto; fue
el amante y el amado porque la sustancia
de la manzana de Pílades abrazó dentro
de él la de la manzana de Orestes. Este
fruto gemelo, extendido por toda su
sangre, indujo a todas las partes de su
cuerpo a acariciarse. Su corazón, en
donde entraba la doble virtud,
proyectaba sus llamas dentro de él.
Animados por la pasión, todos sus
miembros
quisieron
penetrarse
mutuamente. Hasta su imagen, que ardía
entre el frescor de los manantiales,
atraía su cuerpo para unirse con él. Es
decir, el pobre Narciso se enamoró
perdidamente de sí mismo.
No os aburriré contándoos su
deplorable catástrofe, pues los siglos
antiguos han hablado suficientemente de
ella[115]. Me quedan dos aventuras cuya
narración consumirá mejor el tiempo
que reste.
Sabréis que la bella Salmacis
frecuentaba al pastor Hermafrodita[116],
aunque sin más intimidad que la que la
vecindad de sus casas podía tolerar,
cuando la Fortuna, que se complace en
trastornar las vidas más tranquilas,
permitió que en una competición de
juegos en la que el premio de la belleza
y el de la velocidad eran dos de estas
manzanas, Hermafrodita consiguiera la
de la velocidad y Salmacis la de la
belleza. Aunque venían juntas, habían
sido recogidas de ramas distintas porque
sus frutos amorosos se mezclaban con
tanta astucia, que una de Pílades se
juntaba siempre con otra de Orestes y tal
era el motivo de que, al parecer
gemelas, normalmente se recogía una
pareja. La bella Salmacis comió la suya
y el gentil Hermafrodita guardó la suya
en su cesta. Salmacis, encendida de los
entusiasmos de su manzana y de la
manzana del pastor, que comenzaba a
calentarse en la cesta, se sintió atraída
hacia él por el flujo y reflujo simpático
de su manzana con la otra.
Los padres del pastor, que notaron
los amores de la ninfa, trataron de
alimentarlo y acrecentarlo debido a que
consideraban esta alianza como algo
beneficioso. Por ello, habiendo oído
alabar las manzanas gemelas como un
fruto cuyo jugo inclinaba los ánimos al
amor, lo destilaron y encontraron medio
de hacer beber a su hijo y a su amante de
la quintaesencia perfeccionada. Su
energía, que habían sublimado al
máximo límite que podía alcanzar,
encendió en el corazón de estos
enamorados un deseo tan vehemente de
unirse que, a la primera vista,
Hermafrodita se absorbió en Salmacis y
Salmacis se fundió entre los brazos de
Hermafrodita. Pasaron el uno en la otra
y, de dos personas de sexo diferente,
compusieron un doble no sé qué que no
era hombre ni mujer. Cuando
Hermafrodita quería gozar de Salmacis,
resultaba ser la ninfa y cuando Salmacis
quería que Hermafrodita la abrazara,
sentía que era el pastor. Sin embargo,
este doble no sé qué mantenía su unidad;
engendraba y concebía sin ser hombre ni
mujer. Finalmente, la naturaleza creó
con él una maravilla que desde entonces
nadie ha podido imitar.
Pues bien, ¿acaso no son asombrosas
estas historias? Lo son. Ver a una hija
acostarse con su padre, a una joven
princesa satisfacer los amores de un
toro, a un hombre aspirar a gozar una
piedra, a otro casarse consigo mismo, a
una muchacha celebrar como tal un
casamiento
que
consuma
como
muchacho, otro dejar de ser hombre sin
empezar a ser mujer, a otro hacerse
mellizo fuera del seno materno y gemelo
de una persona con la que no tiene
relación alguna, todo eso es algo muy
lejano al curso ordinario de la
naturaleza. Y, sin embargo, lo que voy a
contaros aún os sorprenderá más.
Entre la suntuosa diversidad de toda
clase de frutos que llegaron de las
regiones más lejanas para el festín de
las bodas de Cambises, venía una yema
de un árbol de Orestes que él ordeno se
injertara en un plátano y, entre las otras
exquisiteces del postre, le sirvieron
manzanas de ese árbol.
La golosina del manjar lo incitó a
comer mucho de él y, al haberse
convertido la sustancia de aquel fruto en
una simiente perfecta, luego de sus tres
cocciones, se formó en el vientre de la
reina el embrión de su hijo
Artajerjes[117], ya que todas las
particularidades de su vida han hecho
conjeturar a los médicos que podía
haber sido concebido de este modo.
Cuando el joven corazón del
príncipe llegó a la edad de atraer las
iras de Amor, pudo observarse que no
suspiraba por sus semejantes sino que
sólo amaba los árboles, los vergeles, los
bosques pero, sobre todos aquellos a los
que parecía más sensible, el hermoso
plátano en el que su padre Cambises
había hecho injertar aquella yema de
Orestes era el que le consumía de amor.
Su temperamento seguía con tanta
atención el crecimiento del plátano que
él mismo parecía crecer con sus ramas.
Iba a abrazarlo todos los días. En el
sueño no soñaba más que con él. Y
organizaba todos sus asuntos bajo la
sombra de su verde manto. Pudo
observarse que el plátano, aguijoneado
por un ardor recíproco, estaba
encantado con sus caricias, porque en
todo momento podía verse cómo sus
hojas temblaban y se sobresaltaban de
alegría sin razón aparente, así como sus
ramas se curvaban en redondo sobre su
cabeza como para hacerle una corona y
descender tan próximas a su rostro que
resultaba fácil observar que era más
para besarle que por su natural
inclinación a pender hacia abajo. Al
mismo tiempo, se observaba que
organizaba y presionaba sus hojas la una
contra la otra a causa de los celos por
miedo a que, al penetrar a través de
ellas, los rayos del sol lo besaran como
lo hacía él. A su vez, el rey no conocía
límites en su amor. Hizo que instalaran
su cama al pie del plátano y el plátano,
que no sabía cómo corresponder a tanto
afecto, le daba lo que los árboles tienen
en mayor aprecio, esto es, su miel y su
rocío, que destilaba todas las mañanas
sobre él.
Sus caricias recíprocas hubieran
durado mucho más si la muerte, enemiga
de las cosas bellas, no les hubiera
puesto fin: Artajerjes expiró de amor
entre los brazos de su querido plátano y
todos los persas, afligidos por la
pérdida de tan buen príncipe quisieron
rendirle tributo después de su muerte y
que se incinerara su cuerpo con las
ramas de este árbol, sin que se empleara
ninguna otra leña para la hoguera.
Cuando comenzó a arder la pira, se
vio que la llama del árbol se enroscaba
en la de la grasa del cuerpo y que las
dos cabelleras ardientes, que se
entrelazaban una con la otra formaron
una pirámide que ascendió hasta
perderse de vista.
Este fuego puro y sutil ascendió a
los cielos y cuando hubo llegado al Sol,
en donde termina toda materia ígnea,
como bien sabéis, formó la semilla del
manzano de Orestes que tenéis a vuestra
mano derecha.
Con todo, la casta de este fruto se ha
perdido en vuestro mundo y así es como
llegó a suceder tal desgracia:
Los padres y las madres que, como
es conocido, sólo se orientan por el
interés en el gobierno de sus familias,
irritados de que en cuanto sus hijos
gustaban estos frutos prodigaban en su
amigo todo lo que poseían, quemaron
tantas plantas de éstas como pudieron
encontrar. Así se perdió la especie y ésa
es la razón por la que ya no se encuentra
ningún amigo verdadero.
Sin embargo, a medida que el fuego
consumía estos árboles, las lluvias que
les cayeron encima calcinaron la ceniza,
de modo que ese jugo se petrificó del
mismo modo que el humor del helecho
quemado se metamorfosea en vidrio. De
manera que de las cenizas de estos
árboles gemelos se formaron en todas
las regiones de la Tierra dos piedras
metálicas que se llaman hoy hierro e
imán que, a causa de la simpatía de los
frutos de Pílades y Orestes, de los que
han conservado la virtud, siguen
aspirando a abrazarse todos los días. Y
observad que si el trozo de imán es
mayor, atrae al hierro y si es la pieza de
hierro la más grande, es ella la que atrae
el imán, como sucedía antaño con el
efecto milagroso de las manzanas de
Pílades y Orestes, pues el que hubiera
comido más de unas de ellas era más
amado por el que hubiera comido de la
otra.
Así, el hierro se nutre del imán y el
imán se nutre del hierro tan visiblemente
que éste se oxida y aquel pierde su
fuerza a menos que los pongan el uno
junto al otro para que restauren lo que
pierden de su sustancia.
¿No habéis observado nunca un
trozo de imán apoyado sobre limaduras
de hierro? Veis cómo el imán se cubre
en un instante de estos átomos metálicos
y el ardor amoroso con el que se unen es
tan súbito e impaciente que, después de
haberse abrazado por todas partes,
dijérase que no hay un grano de imán
que no quiera besar un grano de hierro y
ni un grano de hierro que no desee
unirse con un grano de imán, porque el
hierro y el imán separados proyectan
continuamente desde sus masas los
corpúsculos más móviles en busca de lo
que aman; pero cuando lo han
encontrado, como ya no les queda nada
que desear, cada uno pone fin a sus
viajes y el imán ocupa su descanso en
poseer el hierro, igual que el hiero
concentra todo su ser en gozar del imán.
Así pues, es de la savia de estos dos
árboles de la que ha brotado el humor
del que han nacido los dos metales.
Antes de esto eran desconocidos y si
queréis saber de qué forma se
fabricaban las armas para la guerra,
veréis que Sansón se armó de una
mandíbula de asno contra los filisteos;
Júpiter, rey de Creta, de fuegos
artificiales con los que imitaba el rayo
para someter a sus enemigos; Hércules,
finalmente, se valía de una maza para
vencer a los tiranos y dominar a los
monstruos. Pero estos dos metales tienen
además una relación mucho más
específica con nuestros dos árboles:
sabréis que aunque esta pareja de
enamorados sin vida se inclinan hacia el
polo, no lo hacen sino en compañía el
uno del otro, y voy a descubriros la
razón de ello una vez que os haya
contado algo sobre los polos.
Los polos son las bocas del cielo a
través de las cuales éste recupera la luz,
el calor y las influencias que ha
diseminado por la tierra, porque si todos
los tesoros del Sol no volvieran a su
fuente, haría mucho tiempo que se
hubiera extinguido (ya que todo su fulgor
no es otra cosa que un polvo de átomos
inflamados que se desprenden de su
globo) y habría dejado de alumbrar, o
bien que esta abundancia de corpúsculos
ígneos que se amontonan sobre la tierra
sin volver a salir la hubieran consumido.
En consecuencia, como os he dicho, es
necesario que haya tragaluces en el cielo
por donde se exhalan las repleciones de
la tierra y de otras partes por donde el
cielo pueda reponer las pérdidas con el
fin de que la circulación eterna de estos
corpúsculos
vitales
penetre
sucesivamente en todos los globos de
este enorme universo. En consecuencia,
los tragaluces del cielo son los polos
por donde se alimenta de las almas de
todo aquello que muere en los mundos
que contiene y todos los astros son las
bocas y los poros por donde se exhalan
nuevamente los espíritus. Pero para
demostraros que ésta no es una idea tan
nueva, cuando vuestros poetas antiguos,
a los que la Filosofía había descubierto
los más ocultos secretos de la
naturaleza, hablaban de un héroe del que
querían decir que el alma había ido a
vivir con los dioses, se expresaban así:
«Ha subido al polo; está sentado en el
polo; ha atravesado el polo», porque
sabían que los polos son las únicas
entradas por donde el cielo recibe todo
lo que ha salido de él. Si la autoridad de
estos grandes hombres no os satisface
por entero, quizá lo haga la experiencia
de vuestros modernos, que han viajado
hacia el norte. Observaron que, a
medida que se acercaban a la Osa
durante los seis meses de noche en que
se ha creído que en esa región todo era
negro, una gran luz que no podía
provenir más que del polo iluminaba el
horizonte, porque a medida que se
aproximaban y, por tanto, se alejaban
del Sol, dicha luz se hacía más intensa.
Por tanto, es verosímil que ésta proceda
de los rayos de luz y de un gran montón
de almas que, como sabéis, no están
hechas más que de átomos luminosos
que regresan al cielo por sus puertas de
costumbre.
Después de lo anterior no es difícil
comprender por qué el hierro frotado
con el imán o el imán frotado con el
hierro se vuelven hacia el polo puesto
que, siendo un extracto del cuerpo de
Pílades y de Orestes, y conservando
siempre las inclinaciones de los dos
árboles, al igual que los dos árboles la
de los dos amantes, deben aspirar a
reunirse con su alma y por ello es por lo
que se orientan hacia el polo, por donde
imaginan que ha subido, con la reserva,
no obstante, de que el hierro no se
orienta hacia el polo si no se le frota con
el imán ni el imán si no se le frota con el
hierro, debido a que el hierro no quiere
dejar al mundo privado de su amigo el
imán ni el imán privado de su amigo el
hierro y no pueden decidirse a
emprender el viaje uno sin el otro.
Creo que la voz iba a proseguir su
discurso pero sobrevino el ruido de una
gran alarma que lo impidió: todo el
bosque resonaba con estas dos frases:
«¡Cuidado con la plaga! ¡Corre la voz!»
Insté al árbol que tanto me había
hablado a explicarme de dónde procedía
tanto tumulto.
Amigo mío —me dijo—, todavía no
estamos bien informados al respecto en
esta parte del bosque acerca de las
características de este mal. Solamente
os diré en breves palabras que esta
plaga que nos amenaza es lo que los
hombres llaman incendio. Bien podemos
llamarla así, ya que entre nosotros no
hay enfermedad más contagiosa. El
remedio al que vamos a acudir será
retener nuestros alientos y soplar luego
todos juntos hacia el lugar de donde
vienen las llamas con el fin de rechazar
este mal aire. Creo que la que nos ha
traído esta fiebre ardiente es una bestia
de fuego que hace días ronda alrededor
de nuestros bosques porque, dado que
nunca van sin fuego y no pueden
prescindir de él, será ésta sin duda, la
que lo habrá prendido a alguno de
nuestros árboles.
Hemos mandado llamar al animal
Témpano para que venga en nuestro
auxilio, pero aún no ha llegado. Pero,
adiós, no tengo tiempo de conversar con
vos, ya que hay que pensar en la salud
pública; en cuanto a vos, emprended la
huida pues, de otro modo, corréis el
riesgo de veros atrapado en nuestra
desgracia.
Seguí su consejo sin apresurarme
mucho sin embargo, pues conozco mis
piernas. Pero como sabía tan poco de la
geografía del país, al cabo de dieciocho
horas de marcha me encontraba detrás
del bosque del pensaba estar huyendo y,
para mayor angustia, cien espantosos
chasquidos de trueno me aturdieron el
cerebro, mientras que el funesto y lívido
fulgor de mil relámpagos venía a cegar
mis pupilas.
Los
truenos
redoblaban por
momentos con tanto furor que se diría
que los fundamentos del mundo estaban
hundiéndose y, a pesar de todo, el cielo
jamás había aparecido más sereno.
Dado que no encontraba explicación
racional al hecho, el deseo de conocer
la causa de un acontecimiento tan
extraordinario me incitó a caminar hacia
el lugar de donde parecía provenir el
ruido.
Anduve cosa de unos cuatrocientos
estadios[118] al final de los cuales divisé
en mitad de un campo muy extenso algo
parecido a dos bolas que zumbaban
girando la una en torno a la otra durante
largo
tiempo,
aproximándose
y
distanciándose. Observé que cuando se
producía el choque, era cuando se oían
los truenos. Pero a medida que avanzaba
reconocía que lo que de lejos me habían
parecido dos bolas eran dos animales.
Uno de ellos, aunque redondo por abajo,
formaba un triángulo en la mitad y su
cabeza, muy elevada, con su cabellera
roja apuntando hacia arriba, se
agudizaba en forma de pirámide. Su
cuerpo estaba agujereado como una
criba y a través de sus orificios abiertos
que le servían de poros se veían brotar
llamitas que parecían cubrirlo con un
plumaje de fuego.
Al acercarme encontré un anciano
muy venerable que contemplaba este
aparatoso combate con tanta curiosidad
como yo. Me hizo señal de que me
acercara, lo obedecí y nos sentamos uno
junto a otro.
Yo tenía intención de preguntarle por
el motivo que lo había llevado a este
lugar, pero se me adelantó con estas
palabras:
—Muy bien, sabréis el motivo que
me ha traído a este lugar.
Y con esto me contó por extenso
todas las particularidades de su viaje.
Podéis imaginaros si me quedé atónito.
No obstante, para aumentar mi
consternación, cuando ardía en deseos
de preguntarle qué demonio le revelaba
mis pensamientos, exclamó:
—No, no; no es un demonio el que
me revela vuestros pensamientos…
Este nuevo golpe de adivinación me
hizo considerarlo con más atención que
antes, con lo que observé que remedaba
mi ademán, mis gestos, mi semblante,
acoplaba todos sus miembros y
componía todas las partes de su rostro
según los míos. En fin, mi sombra en
tres dimensiones no se me hubiera
parecido más.
—Veo
—continuó—
que
os
esforzáis por saber por qué os imito y
voy a explicároslo. Sabed, pues, que a
fin de conocer vuestro fuero interno he
dispuesto todas las partes de mi cuerpo
en un orden parecido al vuestro puesto
que, estando en todas partes en vuestra
situación, hago nacer en mí por esta
disposición de la materia el mismo
pensamiento que esta dicha disposición
produce en vos.
Admitiréis que este efecto es posible
si en otros momentos habéis observado
que los gemelos que son iguales
normalmente tienen el ánimo, las
pasiones y la voluntad iguales. Hasta se
han encontrado en París dos mellizos
que siempre han tenido las mismas
enfermedades y la misma salud; que se
han casado a la misma hora y el mismo
día sin hacerlo a propósito; que se han
escrito recíprocamente cartas cuyo
sentido, texto y composición eran los
mismos; y que, por último, han
compuesto el mismo tipo de versos
sobre el mismo tema, con las mismas
agudezas, los mismos giros y el mismo
orden. ¿Acaso no veis que sería
imposible que si la composición de los
órganos de sus cuerpos es similar en
todas las circunstancias, no actuaran de
forma similar, ya que dos instrumentos
iguales tocados del mismo modo tienen
que dar una armonía igual? ¿Y que, de
este modo, configurando completamente
mi cuerpo como el vuestro y
convirtiéndome, por decirlo así, en
vuestro gemelo sería imposible que un
mismo movimiento de la materia no nos
causara a ambos el mismo movimiento
de ánimo?
Después de esto se puso a imitarme
de nuevo y prosiguió de este modo:
—Ahora os esforzáis por saber la
causa del combate de estos dos
monstruos y voy a explicárosla. Sabed,
pues, que al no haber podido los árboles
del bosque a nuestra espalda rechazar
con sus soplidos los violentos ataques
de la bestia del fuego, han recurrido al
animal témpano.
—Hasta ahora —le dije— sólo he
oído hablar de esos animales a un roble
de este lugar, pero muy de pasada
porque
únicamente
pensaba
en
protegerse, por lo cual os suplico que
me hagáis saber más.
He aquí lo que me dijo.
—Los bosques de este globo en el
que nos encontramos estarían muy ralos
a causa de la gran cantidad de bestias
del fuego que los arrasan, de no ser por
los animales témpanos que todos los
días vienen a curar los árboles enfermos
a ruegos de sus amigos los bosques.
Digo curar porque apenas soplan con
sus bocas heladas sobre los tizones de
esta plaga los extinguen.
En el mundo de la Tierra, del que
procedemos vos y yo, la bestia de fuego
se llama salamandra y el animal
témpano es conocido como rémora.
Ahora bien, sabéis que las rémoras
habitan en el extremo del polo, en lo
más profundo del mar glacial, y que es
el frío evaporado de esos peces a través
de sus escamas el que hace que se hiele
el agua del mar en esas partes, aunque
esté salada.
La mayoría de los navegantes que
han viajado en descubrimiento de
Groenlandia han observado que en
cierta estación desaparecen los hielos
que otras veces les impidieron la
navegación y que este mar estaba libre
en el tiempo del invierno más intenso y
no dejan de atribuir la causa de ello a
algún tipo de calor secreto que los haya
fundido. Pero es mucho más probable
que las rémoras, que sólo se alimentan
de hielo, los hubieran absorbido. Así
debéis saber que algunos meses después
de haberse saciado, esta espantosa
digestión les enfría de tal modo el
estómago que sólo el aliento que exhalan
vuelve a helar de golpe todo el mar del
polo. Cuando las rémoras salen a tierra
(pues viven por igual en el uno y el otro
elemento), sólo se alimentan de cicuta,
acónito, opio y mandrágora.
Las gentes de nuestro mundo se
preguntan de dónde proceden esos aires
friolentos que acarrean las heladas, pero
si nuestros compatriotas supieran como
nosotros que las rémoras habitan
aquellas regiones también sabrían como
nosotros que proceden de los soplidos
con los que tratan de rechazar el calor
del sol que se les aproxima.
Esta agua estigia[119] con la cual se
envenenó al gran Alejandro[120] y cuya
frialdad petrifica las entrañas nació de
los orines de uno de estos animales. Por
último, la rémora contiene todos los
principios de la frigidez de forma tan
eminente que, cuando pasa por debajo
de un navío, éste queda atrapado por el
frío y tan aterido que no puede moverse
de su sitio. Por este motivo la mitad de
los que han zarpado hacia el norte en
búsqueda del polo no ha regresado,
porque es un milagro que las rémoras,
tan abundantes en este mar, no detengan
sus navíos. Esto en cuanto a los
animales témpanos.
Y en cuanto a las bestias de fuego,
residen en la tierra, bajo montañas de
alquitrán ardiendo, como el Etna, el
Vesuvio o el Cabo Rojo[121]. Esos
granos que veis en la garganta de ese,
que proceden de la inflamación del
hígado son…
Nos detuvimos aquí, sin hablar para
asistir atentamente al tremendo duelo.
La salamandra atacaba con mucho
ardor, pero la rémora resistía sin ceder.
Cada golpe que se daban producía un
trueno, como sucede en los mundos de
esta región en donde el choque de una
nube caliente con otra fría produce el
mismo ruido.
De los ojos de la salamandra
brotaba en cada colérica mirada que
lanzaba contra su enemigo una luz roja
que parecía encender el aire al volar.
Sudaba aceite hirviendo y orinaba
aguafuerte.
La rémora, por su parte, gruesa,
pesada y maciza, mostraba un cuerpo
cubierto de escamas de carámbanos. Sus
enormes ojos parecían dos platos de
cristal y sus miradas lanzaban una luz
tan glacial que sentía estremecerse el
invierno en cada miembro de mi cuerpo
en el que se posaba. Si trataba de
protegerme con la mano, ésta se
entumecía. El mismo aire que la
rodeaba, alcanzado por su rigor, se
espesaba convirtiéndose en nieve y la
tierra se endurecía a su paso. Yo podía
seguir las huellas de la bestia por la
cantidad de sabañones que me salían
cuando pisaba sobre ellas.
Al inicio del combate y a causa del
vigoroso impulso de su ardor, la
salamandra había hecho sudar a la
rémora pero, a la larga, al enfriarse ese
sudor, cubrió toda la llanura de una
escarcha tan resbaladiza que la
salamandra no podía alcanzar la rémora
sin caer. El filósofo y yo nos dimos
cuenta de que, a fuerza de caer y
levantarse tantas veces, la salamandra se
había debilitado, puesto que esos
estallidos de trueno antes tan espantosos
que producían los choques con su
enemigo ya no eran más que el ruido
sordo de esos ecos lejanos que señalan
el fin de una tormenta. Y tal ruido sordo,
amortiguado poco a poco, degeneró en
un estremecimiento semejante al que
hace el hierro al rojo sumergido en el
agua fría.
Cuando la rémora comprendió que el
combate estaba en las últimas por el
debilitamiento de unos choques que
apenas la conmovían, se irguió sobre un
vértice de su cuerpo y se dejó caer con
todo su peso sobre el estómago de la
salamandra con el resultado de que el
corazón, en el que la pobre salamandra
había concentrado el resto de su ardor,
estalló con un ruido tan horrísono que no
sé con qué podría compararlo en la
naturaleza.
Así murió la bestia de fuego bajo la
resistencia
perezosa
del
animal
témpano.
Luego de que la rémora se retiró nos
acercamos al campo de batalla y,
frotándose las manos con la tierra sobre
la que la salamandra había caminado
como una especie de protección contra
las quemaduras, el anciano agarró el
cadáver de la salamandra.
—Con el cuerpo de este animal —
me dijo— ya no tengo que encender
fuego en mi cocina puesto que, en cuanto
lo cuelgue del llar, cocerá y asará todo
lo que ponga en el fogón. En cuanto a los
ojos, los guardo cuidadosamente. Si
estuvieran libres de las sombras de la
muerte los tomaríais por pequeños
soles. Los antiguos de nuestro mundo
sabían aprovecharlos bien. Son lo que
llamaban «lámparas ardientes» y sólo se
colgaban en las sepulturas suntuosas de
los personajes ilustres. Nuestros
modernos han encontrado algunos
buscando en estos sepulcros famosos
pero, en su curiosidad ignorante, los han
reventado creyendo que detrás de sus
membranas rotas encontrarían el fuego
que veían relumbrar en ellas.
El anciano seguía caminando y yo
iba tras él, atento a las maravillas que
me contaba. Así, a propósito del
combate no olvidaré la conversación
que mantuvimos referente al animal
témpano.
—No creo —me dijo— que hayáis
visto rémoras nunca porque estos peces
apenas suben a la superficie del agua y
además casi nunca abandonan el océano
septentrional. Pero sin duda habréis
visto ciertos animales que, en cierto
modo, puede decirse que son de su
especie. Ya os dicho que, yendo hacia el
norte, este mar está lleno de rémoras
que, como los otros peces, desovan
sobre el limo. Habéis de saber que esta
simiente, extraída de toda su masa,
contiene toda la frialdad de modo tan
concentrado que si un navío pasa por
encima, se lleva uno o varios gusanos de
estos huevos que se convierten en
pájaros, cuya sangre fría hace que se los
clasifique entre los peces a pesar de que
tienen alas. Por eso el sumo pontífice,
que conoce su origen, no prohíbe
comerlos en cuaresma. Son los que
llamáis negretas.
Yo seguía caminando sin otro
objetivo que seguirle, pero tan
encantado de haber encontrado un
hombre, que no osaba apartar los ojos
de él, tal era mi temor a perderlo.
—Joven mortal —me dijo— (pues
ya veo que aún no habéis pagado el
tributo que debemos a la naturaleza
como he hecho yo), tan pronto os he
visto he observado en vuestro semblante
ese no sé qué que suscita el deseo de
conocer a la gente. Si no me equivoco
respecto a las circunstancias de vuestra
conformación corporal, habéis de ser
francés y nativo de París. Esa ciudad es
el lugar en que terminaron mis
desgracias después de haberlas paseado
por toda Europa[122].
Me llamo Campanella y soy calabrés
de nación. Desde que llegué al Sol he
empleado el tiempo en visitar los países
de este gran globo para descubrir sus
maravillas. Está dividido en reinos,
repúblicas, estados y principados, como
la Tierra. De este modo, los
cuadrúpedos, los volátiles, las plantas,
las piedras, cada uno tiene el suyo. Y
aunque algunos de ellos no permiten la
entrada a los animales de una especie
distinta, especialmente a los hombres,
que los pájaros sobre todo odian a
muerte, puedo viajar por doquiera sin
correr riesgos debido a que el alma del
filósofo está tejida de partes mucho más
delicadas que los instrumentos de que
habrían de servirse para atormentarla.
Estaba yo tan feliz en la provincia de los
árboles
cuando
comenzaron los
desórdenes de la salamandra. Esos
retumbantes truenos que tenéis que haber
oído igual que yo me condujeron a su
campo de batalla, al que llegasteis vos
un momento después. Por lo demás,
regresaba a la provincia de los
filósofos…
—¡Cómo! —le dijo yo—. Así pues,
¿también hay filósofos en el Sol?
—Desde luego que los hay —
replicó el buen hombre—. Ciertamente,
y son los principales habitantes del Sol
y precisamente los mismos de cuya fama
se hacen lenguas en vuestro mundo.
Pronto podréis conversar con ellos
siempre que tengáis el coraje de
seguirme, puesto que espero llegar a su
ciudad antes de tres días. No creo que
alcancéis a entender de qué modo han
llegado hasta aquí estos grandes genios.
—Desde luego que no —exclamé—.
¿O es que tantas otras personas pueden
haber estado cegadas para no ver el
camino? ¿O es que después de la muerte
comparecemos ante un examinador de
espíritus que nos otorga o nos niega el
derecho de ciudadanía en el Sol, según
nuestra capacidad?
—No es nada de eso —respondió el
anciano—. Las almas vienen a reunirse
a esta masa de luz por un principio de
similitud, ya que este mundo no está
hecho de otra cosa que de los espíritus
de todo lo que muere en los orbes de
alrededor, como Mercurio, Venus, la
Tierra, Marte, Júpiter o Saturno.
De este modo, cuando una planta,
una bestia o un hombre expiran, sus
almas suben sin extinguirse en su esfera,
igual que veis volar la llama de una
candela formando un aguja a pesar del
sebo que tira de ella hacia abajo. Así
todas estas almas unidas en la esencia
de la luz y purgadas de la grosera
materia que las sujetaba ejercen
funciones mucho más nobles que las de
crecer, sentir y razonar, puesto que se
emplean en formar la sangre y los
espíritus vitales del Sol, ese animal
grande y perfecto. De este modo, no
tenéis que dudar de que el Sol evidencie
un espíritu más perfecto que el vuestro,
ya que merced al calor de un millón de
estas almas depuradas de las que la suya
es un elixir, conoce el secreto de la
vida, insufla en la materia de vuestros
mundos la potencia para engendrar, hace
que los cuerpos sean capaces de sentirse
como seres y, por último, se hace ver y
hace que todas las cosas se vean.
Ahora sólo me queda por explicar
por qué las almas de los filósofos no se
unen esencialmente a la masa del Sol
como las de los otros hombres.
Hay tres órdenes de espíritus en
todos los planetas, es decir, en los
pequeños mundos que se mueven en
torno a éste.
Los más groseros sólo sirven para
conservar la salud del Sol. Los sutiles
pueden pasar por sus rayos. Pero los de
los filósofos, que no han contraído nada
impuro en su exilio, llegan íntegros a la
esfera de la luz para convertirse en sus
habitantes. Sin embargo, a diferencia de
los otros, no se convierten en parte
integrante de su masa porque la materia
que los compone en el momento de su
generación se mezcla tan exactamente
que nada puede disgregarla, en todo
semejante a la que forma el oro, los
diamantes y los astros en los que todas
las partes están entrelazadas con tantos
vínculos que el disolvente más fuerte no
podría aflojarlos.
Así pues, en relación con las otras
almas, éstas de los filósofos son como el
oro, el diamante o los astros en relación
con los demás cuerpos; tanto que el
Epicuro del Sol es el mismo Epicuro
que vivía en la Tierra.
El goce que me producía escuchar a
este gran hombre me hacía más corto el
camino y con frecuencia planteaba a
propósito cuestiones eruditas o curiosas
sobre las cuales solicitaba conocer su
pensamiento con el fin de instruirme. Y
ciertamente jamás he visto bondad tan
grande como la suya puesto que, aunque
a causa de la agilidad de su sustancia,
hubiera podido llegar solo en muy pocas
jornadas al reino de los filósofos,
prefería aburrirse mucho tiempo en mi
compañía que abandonarme en estos
solitarios parajes.
Sin embargo, tenía prisa porque
recuerdo que, habiendo tenido la
precaución de preguntarle por qué se
volvía antes de haber conocido todas las
regiones de este gran mundo, me
respondió que la impaciencia de ver a
uno de sus amigos, que acababa de
llegar le obligaba a interrumpir su viaje.
Por lo que dijo después, reconocía que
ese amigo era ese famoso filósofo de
nuestro tiempos, el señor des Cartes, y
que sólo se apresuraba para reunirse con
él[123].
Con todo, cuando le pregunté en
cuánto estimaba su Física[124] me
respondió que no había que leerla con el
mismo respeto con el que se escuchan
los oráculos.
—No se trata —añadió— de que la
ciencia de las cosas naturales no tenga
necesidad de ocupar nuestro juicio con
axiomas que no prueba, como las otras
ciencias, sino de que los principios de
la suya son tan simples y naturales que,
cuando se los da por supuestos, no hay
ningún otro que se ajuste tan bien a las
apariencias.
Llegado a este punto no pude
abstenerme de preguntarle:
—Pero —le dije— me parece que
este filósofo ha impugnado siempre la
existencia del vacío. Y, sin embargo,
aunque fuese epicúreo y a fin de
atribuirse la gloria de dotar de un
principio a los principios de Epicuro, es
decir, a los átomos, ha establecido como
comienzo de las cosas un caos de la
materia completamente sólido que Dios
dividió en una cantidad innumerable de
cuadraditos, a cada uno de los cuales
imprimió movimientos opuestos. Así,
según él, esos cubos, al frotarse unos
contra otros, se han desmenuzado en
todo tipo de formas. Pero ¿cómo puede
concebir que estas piezas cuadradas
hayan comenzado a girar por separado
sin admitir que se haya hecho el vacío
entre sus ángulos? ¿Acaso no se
encuentra éste necesariamente en los
espacios que esos ángulos están
obligados a abandonar para moverse? Y,
además, esos cuadrados, que no ocupan
más que una extensión concreta antes de
girar, ¿pueden moverse en círculo sin
que hayan ocupado antes otro tanto? La
geometría nos enseña que eso es
imposible. En consecuencia, la mitad de
ese espacio ha tenido que estar vacío,
puesto que todavía no había suficientes
átomos para llenarlo.
Mi filósofo me respondió que el
señor des Cartes nos daría razón de ello
él mismo y que, habiendo nacido tan
cortés como filósofo, sin duda estaría
encantado de encontrar en este mundo un
hombre mortal para aclararle respecto a
las cien dudas que la sorpresa de la
muerte le había obligado a dejar en la
tierra que acababa de abandonar; que no
creía que tuviera gran dificultad en
responder a ellas según sus principios
que yo no había estudiado, sino en la
medida en que la debilidad de mi
espíritu me lo permitía.
—Porque —decía— las obras de
este gran hombre son tan profundas y
sutiles que, para entenderlas, hace falta
la atención que exige el alma de un
verdadero y consumado filósofo. Esto es
lo que hace que no haya un solo filósofo
en el Sol que no sienta veneración por él
y que nadie desee reñirle el primer
rango si su modestia no le hace
rechazarlo.
Para olvidarnos del cansancio que
podría provocaros la larga distancia del
recorrido discurriremos según sus
principios, que sin duda son tan claros y
parecen dar tan satisfactoria respuesta a
todo mediante la luz admirable de este
gran genio que se diría que ha
contribuido a la bella y magnífica
estructura del universo.
Recordaréis que dice que nuestro
entendimiento es finito y como sea que
la materia es divisible hasta el infinito,
no hay duda de que es una de las cosas
que no puede comprender ni imaginar y
que dar cuenta de ello está por encima
de sus posibilidades. Pero, añade,
aunque esto no esté al alcance de los
sentidos, no dejamos de concebir que
eso es así por el conocimiento que
tenemos de la materia. Y no debemos,
dice, dudar a la hora de determinar
nuestro juicio por las cosas que
concebimos. En efecto, ¿podemos
imaginar la forma en que el alma actúa
sobre el cuerpo? Sin embargo, no cabe
negar esta verdad ni ponerla en duda,
mientras que es un absurdo mucho mayor
atribuir al vacío esta cualidad de ceder
al cuerpo y este espacio que son las
características de una extensión que sólo
puede atribuirse a la sustancia, ya que si
no se confundiría la idea de la nada con
la del ser y que se atribuirían cualidades
a lo que no puede producir nada y no
puede ser autor de nada. Pero —añadió
— pobre mortal, veo que estas
especulaciones te fatigan porque, como
dice este hombre excelente, «nunca te
has tomado el trabajo de depurar tu
espíritu de la masa del cuerpo y por eso
lo has hecho tan perezoso que no quiere
realizar función alguna sin la ayuda de
los sentidos».
Iba a responderle cuando me tiró del
brazo para mostrarme un pequeño valle
de maravillosa belleza.
—¿Veis
—me
dijo—
ese
hundimiento del terreno al que vamos a
descender? Se diría que la cima de las
colinas que lo limitan se halla coronada
de árboles a propósito para invitar al
caminante a reposar al frescor de su
sombra.
Al pie de uno de esos montículos
está la fuente del lago del sueño. Está
formado por el caudal de cinco bocas.
Por lo demás, si no se mezclara con los
tres ríos y no entorpeciera sus aguas por
su densidad, ningún animal de nuestro
mundo dormiría.
No puedo expresar la impaciencia
que me empujaba a preguntarle por esos
tres ríos de los que aún no había oído
hablar; pero me conformé cuando me
dijo que lo vería todo.
En poco tiempo llegamos a la
vaguada y casi al mismo tiempo al prado
que bordea el gran lago.
—En verdad —me dijo Campanella
—, sois muy afortunado de ver todas las
maravillas de este mundo antes de morir.
Es una suerte para los habitantes de
vuestro globo contar con un hombre que
pueda enseñarles las maravillas del Sol
ya que, si no fuera por vos, correrían el
riesgo de vivir en una ignorancia
grosera y de gozar de cien placeres sin
saber de dónde vienen, pues no cabe
imaginar todos los regalos que hace el
Sol a vuestros pequeños mundos. Sólo
este pequeño valle derrama una
infinidad de bienes por todo el universo
sin los cuales no podríais vivir, ni
siquiera ver la luz. Me parece que basta
con que hayáis visto esta región para
que confeséis que el Sol es vuestro
padre y que es el autor de todas las
cosas. Estos cinco arroyos que vienen a
desembocar aquí sólo han fluido quince
o dieciséis horas y, sin embargo,
parecen tan fatigados al llegar que
apenas pueden moverse y dan prueba de
su cansancio de muy diferente forma. El
de la vista se estrecha a medida que se
acerca al estanque del sueño. El del
oído se confunde, se extravía y se pierde
en el fango. El del olfato produce un
murmullo semejante al del hombre que
ronca. El del gusto, que se ha hecho
desabrido en su curso, se torna insípido.
Y el del tacto, antaño tan poderoso que
albergaba a sus compañeros, queda
reducido a ocultar su morada. Por su
lado, la ninfa de la Paz, que tiene la suya
en medio del lago, recibe a sus
huéspedes con los brazos abiertos, los
acuesta en su lecho y los mima con tanta
delicadeza que, para dormirlos, los
acuna ella misma. Algún tiempo después
de que los cinco ríos hayan confundido
sus aguas con las de este vasto círculo,
éste vuelve a separarse en el otro
extremo de golpe en cinco arroyos que
vuelven a tomar al salir los mismos
nombres que tenían al entrar. Los más
deseosos de partir y que tiran de sus
compañeros para ponerse en camino son
el oído y el tacto. Los otros tres esperan
a que éstos los despierten y el gusto, en
especial, siempre se queda atrás.
La negra cavidad de una gruta cubre
el lago del sueño. Gran cantidad de
tortugas pasean con paso lento por la
orilla. Mil adormideras comunican al
agua, al mirarse en ella, la virtud del
sueño. Hasta se ven marmotas que han
recorrido cincuenta leguas para venir a
beber. El susurro de las ondas es tan
encantador que parece como si se rozara
con los guijarros con dulzura y tratara de
componer una música adormeciente.
El sabio Campanella previó sin duda
que yo sentiría estos efectos y me
aconsejó que redoblara el paso. Yo le
hubiera obedecido pero los encantos de
esta agua habían envuelto mi razón de tal
modo que apenas me quedó la suficiente
para escuchar sus últimas palabras.
—Dormid, pues, dormid; os lo
permito. Además, los sueños que aquí se
tienen son tan perfectos que algún día os
satisfará recordar el que tengáis. Entre
tanto me entretendré visitando las
curiosidades del lugar y luego vendré a
recogeros.
Estaba en mitad del sueño más
interesante y mejor concebido del
mundo cuanto vino a despertarme mi
filósofo. Os lo contaré cuando no
interrumpa el hilo del relato, ya que es
muy importante que lo conozcáis a fin de
que sepáis con qué libertad actúa el
espíritu de los habitantes del Sol cuando
el sueño cautiva los sentidos. Por mi
parte, pienso que en este lago se
evapora un aire que tiene la propiedad
de liberar por entero el espíritu de las
ataduras de los sentidos, puesto que no
se presenta nada al pensamiento que no
parezca ser para perfeccionar e instruir.
Por este motivo, tengo el mayor respeto
del mundo por esos filósofos a los que
se llama soñadores y de los que se
burlan los ignorantes.
Abrí los ojos sobresaltado y me
pareció oírle decir:
—Mortal, ya basta de dormir.
Levantaos si queréis ver una curiosidad
que jamás se imaginaría en vuestro
mundo. Hace más o menos una hora que
os he dejado para no alterar vuestro
reposo y me he paseado a lo largo de las
cinco fuentes que salen del estanque del
sueño. Podéis imaginaros con cuánta
atención las he considerado todas.
Llevan los nombres de los cinco
sentidos y fluyen muy cercanas las unas
a las otras. La de la vista semeja un tubo
bifurcado lleno de diamantes en polvo y
de espejuelos que absorben y devuelven
las imágenes de todo lo que hay y
circunda el reino de los linces. El del
oído es también doble, discurre de un
modo sinuoso como un dédalo y en lo
más cavernoso de las cavidades de su
curso se oye un eco de todo ruido que
suena en su derredor; mucho me
equivoco si no son zorros los que he
visto acudir a él a curarse los oídos. La
del olfato, como las anteriores, parece
dividirse en dos canalillos escondidos
bajo una sola bóveda y extrae de todo lo
que encuentra no sé qué cosa invisible
con la que compone mil clases de olores
que hacen en ella las veces del agua; en
los bordes de esta fuente se encuentran
perros que afinan su olfato. La del gusto
fluye a borbotones de los que se
producen normalmente tres o cuatro al
día; con todo, se abre una gran válvula
de coral y, por debajo de ella, muchas
otras más pequeñas que son de marfil; su
esencia recuerda la saliva. En cuanto a
la quinta, la del tacto, es tan extensa y
profunda que rodea a todas sus hermanas
hasta la puesta del sol en su lecho y su
humor espeso se desparrama a lo ancho
sobre verdes céspedes de plantas
sensibles.
Así pues, sabréis cómo paralizado
por la veneración estaba yo admirando
los meandros misteriosos de todas estas
fontanas cuando, a fuerza de caminar, me
encuentro en su desembocadura en
donde vierten sus aguas en los tres ríos.
Más seguidme y comprenderéis mucho
mejor todas estas cosas viéndolas.
Una promesa tan atractiva acabó de
despertarme. Le tendí el brazo y
caminamos por el mismo sendero que él
había seguido a lo largo de los riberos
que comprimen los cinco arroyos, cada
uno en su canal.
Al
cabo
de
un
estadio
aproximadamente algo resplandeciente
como la superficie de un lago llegó a
nuestros ojos. Apenas lo divisó el sabio
Campanella me dijo:
—Por fin, hijo mío, llegamos a
puerto. Veo con claridad los tres ríos.
Ante esta noticia me sentí arrebatar
por tal ardor que pensé que me había
convertido en águila. Volaba en lugar de
caminar y corría todo alrededor con una
curiosidad tan ávida que en menos de
una hora mi guía y yo observamos lo que
vais a escuchar.
Tres grandes ríos riegan las
campiñas brillantes de este mundo
iluminado: el primero y más grande se
llama la memoria; el segundo, más
estrecho y profundo, la imaginación y el
tercero y más corto que los otros, el
juicio.
En las riberas de la memoria se
escucha noche y día un molesto gorjeo
de arrendajos, loros, urracas, estorninos,
pardillos, pinzones y todas las especies
que balbucean lo que han aprendido. Por
la noche no dicen nada porque están
ocupados en abrevar el vapor espeso
que exhalan estos lugares acuáticos,
pero su estómago cacoquimio lo digiere
tan mal que por la mañana, cuando creen
que lo han convertido en parte de su
sustancia, se lo ve caer de su pico tan
puro como lo estaba en la ribera. El
agua de este río parece pegajosa y fluye
muy ruidosamente. Los ecos que se
forman en sus cuevas repiten la palabra
más de mil veces. Engendran ciertos
monstruos cuyo semblante semeja el de
la mujer. También se ven otros con la
cabeza cornuda o cuadrada poco más o
menos como la de nuestros pedantes.
Éstos no hacen más que gritar y no dicen
nada que no hayan oído decir unos a
otros.
El río de la imaginación discurre
con mayor suavidad. Su caudal, ligero y
brillante, refulge por todas partes. Al
contemplar esta agua de un torrente de
centellas húmedas parecería que, al
revolverse, no guardan orden cierto
alguno. Después de haberla considerado
con más atención, observé que el líquido
que fluía en su fondo era oro puro
potable y su espuma, aceite de talco. Los
peces que alimenta son rémoras, sirenas
y salamandras. En lugar de la grava del
fondo, se encuentran esas piedras de las
que habla Plinio y con las cuales uno se
hace pesado cuando las toca por el
reverso y ligero cuando se tocan por el
anverso[125]. También observé otras con
las que Giges[126] se había hecho un
anillo y que hacen invisible. Pero ante
todo, sobre sus arenas brilla abundancia
de piedras filosofales. En las orillas
había abundancia de árboles frutales,
especialmente los que encontró Mahoma
en el Paraíso. Las ramas estaban
cargadas de aves Fénix y también
observé arbolillos de aquel frutal en el
que Discordia recogió la manzana que
arrojó a los pies de las tres diosas[127] y
en los que se habían injertado yemas del
jardín de las Hespérides[128]. Cada uno
de estos dos largos ríos se divide en una
infinidad de brazos que se entrelazan y
observé que cuando una corriente grande
de la memoria se aproximaba a una más
pequeña de la imaginación, la secaba de
inmediato pero, al contrario, si el arroyo
de la imaginación era mayor, secaba el
de la memoria. Y así, como quiera que
estos tres ríos discurren siempre juntos,
uno al costado del otro, ya sea en su
lecho principal o en sus ramificaciones,
allí donde la memoria es fuerte, la
imaginación disminuye y ésta aumenta a
medida que la otra se empequeñece.
Allí cerca fluye con una increíble
lentitud el río del juicio. Su lecho es
profundo, su caudal parece frío y cuando
se desborda, seca en lugar de mojar. En
el limo de su fondo crecen plantas de
eléboro[129], cuya raíz, que se extiende
en largos filamentos, limpia el agua de
su boca. Alimenta serpientes y sobre la
hierba jugosa que tapiza sus riberas
reposa un millón de elefantes. Igual que
sus hermanos, se ramifica en una
infinidad de arroyuelos. Crece al fluir.
Y, aunque avanza siempre, va y viene
eternamente sobre sí mismo.
El Sol entero se riega con el caudal
de estos tres ríos. Sirven para empapar
los átomos ardientes de los que mueren
en este gran mundo. Pero merece la pena
tratar
este
asunto
con mayor
detenimiento.
La vida de los animales del Sol es
muy prolongada y sólo acaba por muerte
natural, que no llega sino al cabo de
siete a ocho mil años, cuando el orden
de la materia se confunde debido a los
excesos continuos del espíritu a que los
inclina su temperamento de fuego.
Porque tan pronto como un cuerpo de la
naturaleza siente que haría falta más
tiempo para reparar las ruinas de su ser
que para componer uno nuevo, aspira a
disolverse. Y así se los ve no
pudriéndose de día en día, sino cayendo
las partículas del animal semejantes a
ascuas.
La muerte no suele llegar más que de
esta manera. Habiendo expirado el ser
o, mejor dicho, habiéndose extinguido,
los corpúsculos ígneos que componían
su sustancia entran en la materia grosera
de este mundo iluminado hasta que el
azar los hace abrevar del caudal de los
tres ríos. Al hacerse móviles entonces
gracias a su fluidez y a fin de ejercer
rápidamente las facultades de las que
esta agua acaba de imprimirles un
conocimiento oscuro, se juntan en largos
filamentos y mediante un flujo de puntos
luminosos, se agudizan en rayos y se
expanden en las esferas de alrededor, en
donde tan pronto han sido admitidos
organizan por su cuenta la materia tanto
como pueden en la forma adecuada para
ejercer las funciones, cuyo instinto han
contraído en el agua de los tres ríos, las
cinco fontanas y el estanque. Por este
motivo se dejan absorber por las
plantas, para vegetar. Las plantas se
dejan pacer por los animales con el fin
de sentir. Y los animales se dejan comer
por los hombres para que, al pasar a su
sustancia, vengan a reparar esas tres
facultades
de
la
memoria,
la
imaginación y el juicio de las que las
riberas del Sol les habían hecho
presentir la potencia.
De este modo, según que los átomos
se hayan empapado más o menos en el
caudal de estos tres ríos, aportan a los
animales más o menos memoria,
imaginación y juicio. Y según que hayan
absorbido más o menos caudal de las
cinco fontanas y de la laguna, elaboran
sentidos más o menos perfectos y
producen almas más o menos
adormecidas.
Esto viene a ser lo que observamos
en relación con la naturaleza de los tres
ríos. Por todas partes aparecen
pequeños afluentes diseminados aquí y
allá. Los brazos principales van
derechos a desembocar a la provincia
de los filósofos. De esta forma
regresamos al camino mayor sin
alejarnos de la corriente salvo lo
necesario para subir a la calzada.
Siempre tuvimos a la vista los tres
grandes ríos que discurrían a nuestro
costado, y en cuanto a las cinco fuentes,
las mirábamos de arriba abajo
serpenteando en la pradera. Este camino
es muy agradable, aunque solitario. Se
respira en ella un aire libre y sutil que
alimenta el alma y la hace dominar las
pasiones.
Al cabo de cinco o seis jornadas de
camino y mientras entreteníamos los
ojos considerando la diversidad y
riqueza de aspecto de los paisajes, llegó
a nuestros oídos una voz lánguida como
de un enfermo que gimiese. Nos
aproximamos al lugar del que juzgamos
que podía venir y en la ribera del río
Imaginación encontramos a un anciano
tumbado de espaldas que lanzaba
grandes gritos. Los ojos se me inundaron
de lágrimas de compasión y la piedad
que me inspiraba el mal de aquel
desdichado me hizo preguntar la causa.
—Este hombre —me respondió
Campanella volviéndose hacia mí— es
un filósofo reducido a la agonía, ya que
morimos más de una vez. Dado que no
somos más que partes del universo,
cambiamos de forma para ir a tomar
vida en otro lugar, lo cual no es una
desgracia, puesto que se trata de un
camino para perfeccionar el ser de uno y
para llegar a una cantidad infinita de
conocimientos. Su enfermedad es la que
ha hecho morir a casi todos los grandes
hombres.
Su discurso me hizo considerar al
enfermo más atentamente y, desde la
primera ojeada, vi que tenía la cabeza
inflada como un tonel y abierta por
varias partes.
—Hale, vámonos —me dijo
Campanella tirándome por el brazo—.
Toda la ayuda que quisiéramos prestar a
este moribundo sería inútil y no haría
más que intranquilizarlo. Pasemos de
largo porque su mal es incurable. La
hinchazón de su cabeza proviene de
haber ejercido el espíritu en demasía.
Porque, aunque las especies de que ha
llenado los tres órganos o los tres
ventrículos de su cerebro sean imágenes
minúsculas, son corporales y capaces en
consecuencia de rellenar un espacio
amplio cuando son muy numerosas.
Sabed que este filósofo ha acrecido de
tal modo su cerebro a base de amontonar
imagen sobre imagen que, al no poder
contenerlas todas, ha estallado. Esta
forma de morir es la de los grandes
genios y se llama reventar de espíritu.
Caminábamos hablando sin cesar y,
según iban presentándosenos las cosas,
nos daban motivo de conversación. No
obstante, me hubiera gustado salir de las
regiones opacas del Sol para entrar en
las luminosas, pues el lector sabrá que
no todas las regiones son diáfanas, ya
que las hay oscuras, como las de nuestro
mundo, y que sin la luz de un sol, que se
divisa desde ellas, estarían cubiertas de
tinieblas. Así, a medida que se entra en
las regiones opacas, uno va haciéndose
opaco insensiblemente, y lo mismo
cuando uno se acerca a las
transparentes, cuando se siente uno
despojado de esta negra oscuridad por
la radiación vigorosa del lugar.
A propósito de este deseo que me
consumía recuerdo que pregunté a
Campanella si la provincia de los
filósofos era brillante o tenebrosa.
—Es más tenebrosa que brillante —
me respondió—, porque como seguimos
simpatizando mucho con la Tierra,
nuestro lugar natal, que es opaco por
naturaleza,
no
hemos
podido
acomodarnos en las regiones más
esclarecidas de este globo. En todo caso
y por una insistencia vigorosa de la
voluntad, podemos hacernos diáfanos
cuando lo deseamos. Incluso en su
mayor parte, los filósofos no hablan con
la lengua sino que cuando quieren
comunicar su pensamiento, se purgan
mediante los impulsos de su fantasía de
un vapor sombrío bajo el cual tienen a
cubierto
habitualmente
sus
concepciones. Y tan pronto como han
hecho descender de nuevo a su sitio esta
oscuridad del bazo que los ennegrece,
dado que su cuerpo se hace entonces
diáfano, es posible ver a través de su
cerebro aquello de lo que se acuerdan,
lo que imaginan y lo que juzgan, así
como lo que desean y lo que deciden en
su hígado y en su corazón porque,
aunque esos diminutos retratos sean más
imperceptibles que cualquier cosa que
podamos figurarnos, tenemos en este
mundo la mirada lo bastante aguda como
para distinguir con facilidad hasta las
menores ideas.
Así, cuando alguno de nosotros
quiere revelar a su amigo el afecto que
siente por él, se ve su corazón lanzar
rayos hasta en su memoria sobre la
imagen de aquel a quien ama. Y cuando,
al contrario, quiere testimoniar su
aversión, se ve su corazón lanzar contra
la de aquel a quien odia borbotones de
chispas ardientes así como retirarse
cuanto puede hacia atrás. De igual
modo, cuando habla para sí mismo, se
ven claramente las especies, esto es, los
caracteres de cada cosa que medita y
que, al imprimirse o levantarse, vienen a
presentar a los ojos de quien observa no
un discurso articulado, sino una historia
en recuadros de todos sus pensamientos.
Mi guía iba a proseguir pero le
disuadió de lo contrario un accidente
hasta entonces inaudito y fue que, de
golpe, vimos que la tierra se ennegrecía
bajo nuestros pies y el cielo, encendido
de rayos, se extendía sobre nuestras
cabezas como si entre nosotros y el Sol
se hubiera desplegado una techumbre de
cuatro leguas.
Me es arduo explicaros lo que nos
imaginamos en aquella situación. Nos
asaltaron todos los terrores hasta el del
fin del mundo y ninguno de ellos nos
pareció fuera de lugar, puesto que ver la
noche en el Sol o el aire oscurecido por
las nubes es un milagro que no sucede
nunca. Sin embargo, esto no fue todo: de
inmediato llegó a nuestros oídos un
ruido agrio y chillón parecido al de una
garrucha que girara con rapidez y, al
mismo tiempo, vimos caer una caja a
nuestros pies. Apenas en el suelo se
abrió y dejó salir a un hombre y una
mujer. Llevaban un ancla que sujetaron
al pie de una roca y enseguida vimos
que venían hacia nosotros. La mujer
conducía al hombre y tiraba de él
amenazándolo. Cuando estuvo muy cerca
dijo con una voz algo emocionada:
—Señores, ¿no es ésta la provincia
de los filósofos?
Respondí que no pero que
esperábamos llegar a ella en
veinticuatro horas y que el anciano que
sufría mi compañía era uno de los
principales magistrados de aquella
monarquía.
—Puesto que sois filósofo —
respondió la mujer dirigiendo la palabra
a Campanella— es preciso que, sin más,
os revele mi corazón. Para deciros en
pocas palabras la causa que aquí me
trae, sabed que vengo a quejarme de un
asesinato cometido en la persona del
menor de mis hijos. Este bárbaro que
traigo aquí lo ha matado dos veces a
pesar de ser su padre.
El
discurso
nos
dejó
desconcertados, razón por la que quise
saber qué entendía ella por un niño
muerto dos veces.
—Sabed —respondió la mujer—
que en nuestro país, entre otras normas
sobre el amor hay una ley que regula la
cantidad de veces que un marido está
obligado a yacer con su esposa. Para
eso todas las noches cada médico visita
todas las casas de su barrio y, tras haber
examinado al marido y a la mujer, los
tasa por cada noche y según sea de
fuerte o débil su salud a yacer una
cantidad de veces. Así, en nuestro caso
fue de siete. Sin embargo, irritado por
unas palabras un poco ásperas que le
había dirigido al acostarnos, no me tocó
mientras estuvimos en el lecho. Pero
Dios, que venga la causa de los
afligidos, permitió que en sueños este
miserable, gozando con el recuerdo de
las caricias que me negaba injustamente,
dejara perder un hombre. Os he dicho
que su padre lo ha matado dos veces
porque, al impedirle ser, ha hecho que
no sea en absoluto y ése es su primer
asesinato. Y también ha hecho que no
haya sido y he ahí el segundo. Porque un
asesino ordinario sabe bien que aquel a
quien priva de la luz ya no es, pero no
puede conseguir que no haya sido.
Nuestros magistrados hubieran hecho
recta justicia, pero el muy tramposo ha
puesto como excusa que hubiera
cumplido sus deberes conyugales de no
ser porque temía que, si yacía conmigo
en el estado de cólera en que lo había
puesto, hubiera engendrado un hombre
furioso.
La sala, desconcertada ante esta
justificación, nos ha ordenado venir a
presentarnos ante los filósofos para
defender nuestras causas. Tan pronto
recibimos la orden de partir, nos
metimos en una caja suspendida al
pescuezo de este gran pájaro que veis y
del cual bajamos a tierra o flotamos en
el aire por medio de una polea. Hay
personas en nuestra provincia que se
dedican expresamente a domesticarlos
cuando son jóvenes y a enseñarles los
trabajos que nos son útiles. Lo que los
inclina a hacerse disciplinados a pesar
de su naturaleza feroz es que
satisfacemos su hambre, casi inagotable,
dejándolos comer todos los cadáveres
de las bestias que mueren. Por lo demás,
cuando queremos dormir (pues a causa
de los excesos amorosos demasiado
continuos que nos debilitan tenemos
necesidad de descanso), soltamos en el
campo a intervalos veinte o treinta de
estos pájaros atados cada uno de ellos a
una cuerda y que, levantando el vuelo
con sus grandes alas, despliegan en el
cielo un noche más extensa que el
horizonte.
Estaba muy atento a su discurso así
como a considerar el gran tamaño de
aquel pájaro gigante pero, en cuanto
Campanella lo miró exclamó:
—¡Ah, es verdad! Es uno de esos
monstruos de plumas llamados cóndores
que se ven en la isla de la Mandrágora
en nuestro mundo y en toda la zona
tórrida, y cuya envergadura cubre una
fanega de tierra. Pero como estos
animales se hacen más y más
desmesurados según va calentándose el
sol que los ha visto nacer, es así que en
el mundo del Sol adquieren un tamaño
espantoso.
En todo caso —añadió volviéndose
hacia la mujer—, es imprescindible que
acabéis vuestro viaje, ya que es a
Sócrates, a quien se ha adjudicado la
inspección de costumbres, a quien
corresponde juzgaros. No obstante, os
ruego nos informéis de qué región sois
porque, como no hace más que tres o
cuatro años que he llegado este mundo,
aún no conozco su geografía.
—Somos —respondió ella— del
Reino de los Enamorados. Este gran
Estado limita por un lado con la
República de la Paz y, con el otro, con
la de los Justos.
En el país del que procedo, los
jóvenes ingresan en el noviciado del
amor a los dieciséis años. Es un palacio
muy suntuoso que ocupa casi una cuarta
parte de la ciudad. En cuanto a las
jóvenes, ingresan a los trece años. Tanto
unos como otras pasan allí un año de
formación durante el cual los muchachos
no se ocupan más que de merecer el
afecto de las chicas y las chicas de
hacerse dignas de la amistad de los
muchachos. Pasados los doce meses, la
Facultad de Medicina en pleno acude a
visitar este Seminario de los Amantes.
Los médicos examinan uno a uno a los
seminaristas hasta en las partes más
íntimas; los hacen acostarse a su vista y
luego, si el varón se muestra vigoroso y
bien conformado durante la prueba, se le
dan por esposas diez, veinte, treinta o
cuarenta muchachas de las que le
querían, siempre que se amen
mutuamente. El esposo, sin embargo, no
puede yacer con más de dos a la vez y
no le está permitido hacerlo con ninguna
que esté embarazada. Las que resultan
estériles sólo se emplean como
servidumbre y los hombres impotentes
se hacen esclavos que pueden juntarse
carnalmente con las mujeres estériles.
Por lo demás, cuando una familia tiene
más hijos de los que puede alimentar, la
República los mantiene; pero es una
desgracia que apenas sucede porque, en
cuanto una mujer da a luz en la ciudad,
el Ahorro proporciona una cantidad
anual para la educación del niño, según
su calidad, que los tesoreros del Estado
se encargan de llevar en persona a la
casa del padre. Pero si queréis saber
más del asunto, entrad en nuestro cesto
en el que cabemos los cuatro. Puesto que
llevamos el mismo camino, charlando se
nos hará el viaje más corto.
Campanella juzgó que debíamos
aceptar la oferta y yo me alegré mucho
igualmente para evitar el cansancio.
Pero cuando acudí a ayudarlos a levar el
ancla, me asombró ver que en lugar del
cable grueso que suponía debía
sostenerla sólo pendía de un hilo de
seda tan fino como un cabello. Pregunté
a Campanella cómo era posible que una
masa tan pesada como era el ancla no
rompiera con su peso una cosa tan frágil
y el buen hombre me contestó que la
cuerda no se rompía porque habiéndose
hilado de modo igual en toda su
longitud, no había motivo por el que
debiera romperse por un sitio antes que
por el otro. Nos acomodamos todos en
la barquilla y enseguida nos izamos
hasta lo más alto del gaznate del pájaro,
en donde parecíamos un cascabel que
pendiera de su cuello. Cuando llegamos
arriba, junto a la polea fijamos el cable
allí donde la caja estaba suspendida en
una de las plumas más ligeras del
plumón del ave que, sin embargo, tenía
el grosor del pulgar. Cuando la mujer
dio al pájaro la señal de emprender el
vuelo, sentimos que hendíamos el cielo
con una rauda violencia. El cóndor
moderaba o aceleraba el vuelo, lo
alzaba o lo bajaba a voluntad de su ama,
cuya voz le servía de brida. No
habíamos volado doscientas leguas
cuando vimos en la tierra, a nuestra
mano izquierda, una noche similar a la
que producía debajo de sí nuestro
parasol viviente. Preguntamos a la
extranjera qué pensaba ella que podía
ser.
—Es otro culpable que va a que lo
juzguen en la provincia a la que nos
dirigimos. Sin duda su pájaro es más
fuerte que el nuestro, o bien nos hemos
entretenido mucho, porque salió después
del nuestro.
Le pregunté de qué crimen se
acusaba a aquel desgraciado.
—No es simplemente un acusado —
nos respondió—. Ya está condenado a
muerte porque se le ha declarado
culpable de no temer la muerte.
—¡Cómo! —le dijo Campanella—.
Las leyes de vuestro país ¿ordenan
temer la muerte?
—Sí —replicó la mujer—, se lo
ordenan a todos, excepto a los que
integran el Colegio de los Sabios,
porque nuestros magistrados han
comprobado por experiencias funestas
que quien no tiene miedo a perder la
vida es capaz de quitársela a todo el
mundo.
Después de algunos otros discursos
que vinieron con éste, Campanella quiso
informarse con más detalle de las
costumbres del país de la mujer. Así le
preguntó cuáles eran las leyes y
costumbres del
Reino de los
Enamorados. Pero ella se disculpó de
responder porque, no habiendo nacido
en él, no lo conocía más que a medias y
temía hablar de más o de menos.
—Es cierto que vengo de esa
provincia —continuó la mujer—, pero
tanto yo como mis antecesores somos
originarios del Reino de la Verdad. Mi
madre me dio a luz en él y no tuvo más
hijos. Me educó en aquel país hasta que
cumplí trece años, en que el rey, por
consejo de los médicos, le ordenó que
me llevara al Reino de los Enamorados,
de donde vengo para que, educándome
en el Palacio del Amor con un régimen
más alegre y suave que el de nuestro
país, fuera más fecunda que ella. Mi
madre me llevó y me hizo entrar en la
Casa del Placer.
Me fue muy trabajoso en principio
hacerme a sus costumbres. Empezaron
por parecerme muy rudas puesto que,
como sabéis, las opiniones que hemos
mamado con la leche nos parecen
siempre las más razonables y yo sólo
acababa de llegar del Reino de la
Verdad, mi país natal.
Y no es que yo no supiese que esta
nación de los enamorados vivía de
modo más dulce e indulgente que la
nuestra. Porque, aunque todos hablaban
de que mi vista hería profundamente, de
que mis miradas hacían morir y que de
mis ojos brotaba una llama que
consumía los corazones, sin embargo, la
bondad
de
todo
el
mundo,
principalmente de los jóvenes, era tan
grande que me acariciaban, me
abrazaban y yacían conmigo en lugar de
vengarse del daño que les había
causado. Monté en cólera contra mí
misma debido a los trastornos que
provocaba, lo que hizo que, movida por
la compasión, les revelara un día la
resolución de huir que había tomado.
—Pero ¡oh desgracia!, ¿cómo
salvaros?
—exclamaron
todos
echándoseme al cuello y besándome las
manos—.
Vuestra
casa
está
completamente rodeada de agua y el
riesgo es tan grande que sin un milagro
indudablemente nos ahogaríamos.
—¡Cómo! —interrumpí yo—, ¿acaso
la región de los amantes está sometida a
inundaciones?
—Así debe suponerse —me replicó
—, porque uno de mis enamorados (un
hombre que no me hubiera engañado
puesto que me amaba) me escribió que,
al saber de mi marcha, su pena le hizo
derramar un océano de llantos. Vi a otro
que me aseguró que hacía tres días que
sus ojos habían derramado una fuente de
lágrimas. Y cuando, por amor a ellos,
maldecía yo la hora fatal en que me
habían visto, uno de los que decían ser
mis esclavos envió a decirme que la
noche anterior sus ojos desbordados
habían causado un diluvio. Pretendía
desaparecer de ese mundo a fin de no
ser causa de tantos males si el correo no
hubiera añadido de inmediato que su
amo le había encargado informarme de
que no había nada que temer, porque el
horno de su pecho había secado aquel
diluvio. En fin, podéis conjeturar que el
Reino de los Enamorados debe de ser
bastante acuoso, pues entre ellos se
entiende sólo llorar a medias cuando de
sus párpados únicamente brotan arroyos,
fontanas y torrentes.
No conseguía imaginarme en qué
ingenio conseguiría ponerme a salvo de
las aguas que iban a ahogarme, pero uno
de mis amantes, al que llamaban el
Celoso, me aconsejó que me arrancara
el corazón y que me embarcara en él;
que, por lo demás, no debía temer que
no aguantara, puesto que contaba con
tantos otros, o que se fuera a pique, dado
que era muy ligero y que todo cuanto
debía temer era un incendio, por cuanto
el material del navío era muy sensible al
fuego; que me fuese por el mar de sus
lágrimas, que la estela de su amor me
serviría de vela y que el viento
favorable de sus suspiros me llevaría a
buen puerto a pesar de la tempestad
provocada por sus rivales.
Pasé un tiempo cavilando cómo
podría poner en ejecución esta empresa.
La timidez natural de mi sexo me
impedía iniciarla. Pero finalmente, la
idea de que, si la cosa no fuera posible,
un hombre no sería tan loco de
aconsejarla y todavía menos un
enamorado a su amada, me infundió
valor.
Empuñé un cuchillo y me abrí el
pecho. Hurgaba ya en la herida con las
manos y con mirada intrépida buscaba el
corazón para arrancarlo, cuando vino un
joven que me amaba. Me quitó el
cuchillo a mi pesar y después me
preguntó el motivo de mi acción que
llamó desesperada. Le di cuenta, pero
me sorprendió mucho saber que un
cuarto de hora después había entregado
el Celoso a la justicia. No obstante,
como si temieran ceder demasiado por
el ejemplo o la novedad del caso, los
magistrados remitieron esta causa al
tribunal del Reino de los Justos. Allí lo
condenaron al destierro perpetuo y a
terminar sus días en calidad de esclavo
en las tierras de la República de la
Verdad, con prohibición a todos sus
descendientes hasta la cuarta generación
de volver a poner el pie en la provincia
de los amantes. Igualmente se le
prohibió utilizar jamás hipérbole alguna
bajo pena de muerte.
Desde aquel momento sentí mucho
afecto por el joven que me había
salvado y, bien fuera por sus buenos
oficios o a causa de la pasión con la que
me había servido, una vez que nuestro
noviciado llegó a término, no lo rechacé
cuando me pidió que fuera una de sus
mujeres.
Desde entonces hemos vivido bien
juntos y seguiríamos haciéndolo de no
ser porque, como os he dicho, ha matado
dos veces uno de mis hijos, de lo cual
voy a implorar venganza al Reino de los
Filósofos.
Campanella y yo estábamos muy
asombrados del silencio de aquel
hombre. Por ello traté de consolarlo, por
entender que una taciturnidad tan
profunda sería hija de un dolor muy
hondo. Pero su mujer me lo impidió.
—No es el exceso de tristeza —dijo
— el que le cierra la boca, sino nuestras
leyes, que prohíben que los criminales
citados por la justicia hablen si no es a
los jueces.
Durante esta conversación el pájaro
siguió avanzando sin parar cuando, lleno
de asombro, escuché que Campanella
exclamaba con la alegría y la exaltación
pintadas en el semblante:
—Sed muy bienvenido, el más
querido de mis amigos. Vamos, señores
—continuó el buen hombre—, a ver al
señor des Cartes. Bajemos que ya llega.
No está más que a tres leguas de aquí.
En cuanto a mí, me sorprendió este
ímpetu, pues no podía comprender cómo
había podido él conocer la llegada de
una persona de la que no teníamos
noticia.
—Seguramente —le dije— lo habéis
visto en sueños.
—Si llamáis sueño —dijo— al
hecho de que vuestra alma puede ver
con la misma certidumbre como vuestros
ojos cuando hay luz, lo admito.
—Pero —exclamé— ¿no es una
ensoñación creer que el señor des
Cartes, a quien no habéis visto desde
vuestra marcha del mundo de la Tierra,
esté a tres leguas de aquí porque lo
habéis imaginado?
Estaba pronunciando la última sílaba
cuando vimos llegar a des Cartes. De
inmediato
Campanella
corrió
a
abrazarlo. Estuvieron los dos hablando
bastante tiempo, pero no pude fijarme en
las cortesías que se decían porque ardía
en deseos de conocer el secreto de
Campanella sobre la adivinación. Este
filósofo, que me leyó la pasión en el
rostro, dio cuenta a su amigo y le rogó
que no se incomodara si me satisfacía.
El señor des Cartes respondió con una
sonrisa y mi sabio preceptor discurrió
de esta manera:
—Todos los cuerpos exhalan
especies, esto es, imágenes corporales
que revolotean en el aire. Así, a pesar
de su agitación, estas imágenes
conservan siempre la forma, el color y
todas las demás proporciones del objeto
del que hablan. Pero como son muy
sutiles y finas, atraviesan nuestros
órganos sin causar en ellos sensación
alguna: alcanzan el alma en donde se
imprimen a causa de la delicadeza de su
sustancia y le hacen ver así cosas muy
alejadas que los sentidos no pueden
detectar. Y esto sucede aquí de ordinario
porque el espíritu no está encerrado en
un cuerpo formado por materia grosera
como en tu mundo. Ya os diremos cómo
sucede esto cuando tengamos ocasión de
satisfacer por entero el anhelo mutuo
que tenemos de conversar, puesto que
con seguridad merecéis que se tenga con
vos esta última consideración[130].
HERCULE-SAVINIEN DE CYRANO
DE BERGERAC, conocido como
Cyrano de Bergerac (París, 6 de marzo
de 1619 - Sannois, 28 de julio de 1655),
fue un poeta, dramaturgo y pensador
francés, coetáneo de Boileau y de
Molière.
Como
intelectual,
fue
considerado libertino, por su actitud
irrespetuosa hacia las instituciones
religiosas y seculares. También se le
tiene por uno de los precursores de la
ciencia ficción. En la actualidad, es
especialmente conocido por la obra de
teatro Cyrano de Bergerac de Edmond
Rostand.
Notas
[1]
La idea de la pluralidad de los
mundos era muy común en la filosofía
presocrática y clásica griega en general.
Pitágoras postulaba la existencia de
mundos infinitos, así como Epicuro y
Demócrito en función de la teoría
atomística. El cristianismo sostiene la
unicidad del mundo como consecuencia
de la creación y esa visión empieza a
romperse de nuevo con Copérnico y
Kepler, discípulo de Tycho Brahe. Quien
primero postuló la existencia de vida
civilizada en otros planetas fue
Giordano Bruno. <<
[2]
Girolamo Cardano (1501-1576),
matemático, médico, filósofo y astrólogo
italiano, autor, entre otros hallazgos, del
«soporte» o «suspensión de Cardano»,
que servía para demostrar la rotación de
la Tierra, sobre el que se basó después
el giróscopo. También hizo aportaciones
importantes al álgebra, singularmente la
solución de las ecuaciones de tercer
grado, que lleva su nombre, dejando
asimismo una obra pionera en teoría de
probabilidades en un escrito sobre
juegos de azar, en los que era maestro.
Probablemente fue el médico más
famoso de su tiempo. Pasó algún tiempo
encarcelado por la Inquisición y llegó a
ser luego astrólogo del papa. Su
filosofía hilozoísta, que considera
animada toda la materia y concibe el
universo como una gran organismo, tuvo
gran influencia en Cyrano. La obra en
cuestión, De la Subtilité & subtiles
inventions, ensemble les causes
occultes, et raisons d’icelles, un
compendio de los saberes de la época
muy conocido por los eruditos libertinos
del siglo XVII, que lo habían estudiado
detenidamente. <<
[3]
La comparación no es menor. El titán
Prometeo roba el fuego de los dioses
para entregárselo a los hombres, se
enfrenta al cielo en beneficio de la
humanidad, igual que los copernicanos
se habían enfrentado al papa. <<
[4]
Referencia al libro de Josué en el que
Dios ordena que el Sol y la Luna se
detengan para la conquista de la ciudad
de Gabaón y el valle de Ajalón (Jos 10,
12-13). <<
[5]
Nombre que se dio a las enormes
posesiones francesas en Norteamérica
entre 1534 y 1714, que iban desde
Terranova hasta el golfo de México y,
entre otros territorios, comprendían el
Canadá. <<
[6]
Charles Jacques Huault de
Montmagny (1599-1654) fue el primer
gobernador de la Nueva Francia entre
1636 y 1648. <<
[7]
Tycho Brahe (1546-1601) intentó
conciliar el geocentrismo ptolemaico
con el heliocentrismo copernicano
presumiendo que, al no detectarse las
paralajes de las estrellas, la Tierra no se
movía siendo así que no se detectaban
por la falta de instrumental adecuado
para medirlas. <<
[8]
No he conseguido encontrar
referencia fidedigna de esta expresión
de
«sal
vegetativa».
Madeleine
Alcover (1977, p. 16) también dice no
haberla hallado. Quizá se trate de un
concepto hermético y obviamente se
refiere a un principio generativo. <<
[9]
Conceptos ptolemaicos y anteriores,
como el de epiciclos (propuesto por
Apolonio de Perga) para explicar el
problema de la retrogradación de los
planetas sin renunciar a la hipótesis
geocéntrica. Con el advenimiento del
heliocentrismo
copernicano
los
epiciclos cayeron en desuso. <<
[10]
Según el Dictionnaire Universel
contenant generalement tous les mots
François… etc., de Antoine Fouretière,
publicado en La Haya, en 1728, tomo III,
la «región media» es la que se encuentra
por encima de la «región baja», desde el
suelo hasta las cumbres de las más altas
montañas, que es donde se producen las
tormentas, las heladas, los relámpagos y
por debajo de la «región alta», una
clasificación que venía de Aristóteles.
Corresponde a la hoy comprendida entre
la troposfera y la termosfera, esto es, la
estratosfera y la mesosfera. <<
[11]
Pierre Gassendi (1592-1655).
Filósofo, astrónomo y matemático, el
clérigo Gassendi, el filósofo que más
influyó sobre Cyrano, era una de las
cabezas visibles del pensamiento
libertino francés, una mezcla compleja
hecha de cierto escepticismo, método
científico,
antiaristotelismo
y
epicureísmo. Hombre influyente en su
tiempo, mantuvo una prolongada disputa
con Descartes en la que, sin embargo,
las posiciones no estaban tan
encontradas como ellos creían. Las
obras a que se refiere el gobernador
pueden ser la Epistula XX de apparente
magnitudine Solis (1641) e Institutio
astronomica que, si se admite que El
otro mundo fue escrita hacia 1648,
acababa de publicarse (1647). <<
[12]
Nicolás Copérnico (1473-1543),
astrónomo polaco que, con la
demostración
de
la
hipótesis
geocéntrica, dio el mayor impulso a la
ciencia moderna, hasta el punto de que
el «cambio de paradigma» que supuso,
el llamado «giro copernicano», es
sinónimo de revolución científica ya
desde los tiempos de Kant. <<
[13]
Claudio Ptolomeo (90-168 d. C.),
matemático y astrónomo romano nacido
en Egipto, autor de tres importantes
obras, el Almagesto, la Geografía y el
Cuatripartito, en la primera de las
cuales parte de la hipótesis geocéntrica
que ha quedado asociada a su nombre.
<<
[14]
El Sol es 1 300 000 veces mayor que
la Tierra. <<
[15]
En el De coelo Aristóteles dice que
los pitagóricos sitúan el fuego, como
más importante que la tierra, en el centro
de la esfera, al que llaman el «puesto de
guardia de Zeus». Cit. en Kira y
Raven, 1977, p. 258. <<
[16]
Esto no está nada claro. San Agustín
habla de «la otra parte de la Tierra»
(contraria parte terrae), lo que parece
indicar una idea de que la Tierra sea
plana. Pero no está reñido con su
esfericidad. En todo caso lo que el
obispo de Hipona niega vehementemente
es la existencia de habitantes en las
antípodas (Agustín de Hipona, 1988, V,
p. 49). <<
[17]
Siempre que Cyrano tiene que dar
cantidades concretas de días, meses,
pesos, objetos, etc., es de una
ambigüedad extraña y deliberada. Es
prácticamente imposible que un viajero
no sepa si lleva uno o dos días viajando.
Es como si el autor quisiera relativizar
su narración. No he visto que ningún
comentarista haya reparado en esta
constante de la prosa cyranesca. <<
[18]
Una premonición de la fuerza de la
gravedad que reitera en Los estados e
imperios del Sol. <<
[19]
Casi toda esta descripción reproduce
una de sus cartas, la número XI, De una
casa de campo. <<
[20]
Enoch y Elías son los dos patriarcas
que, según el Antiguo Testamento, no
murieron puesto que Dios se los llevó
con él, razón por la cual algunos autores
sostienen que siguen vivos. Elías, como
se sabe, fue arrebatado en un carro de
fuego (2 Re 2, 11) y ha de regresar en el
fin de los tiempos (Mar 9, 11). Hay
varios Enoch en el Antiguo Testamento
pero solo a uno, al padre de Matusalén,
que llegó a vivir 365 años, se lo llevó
Dios consigo (Gen 5, 24). San Juan
Evangelista debe de estar aquí en
reconocimiento de la visión del Paraíso
que se abre al final del Apocalipsis. <<
[21]
Escalera que vio Jacob en sueños
tras huir de su hermano Esaú, que
comunicaba la tierra con el cielo y por
la que subían y bajaban los ángeles
(Gen 28, 11-19). <<
[22]
La toesa era una antigua medida de
longitud francesa, equivalente a 1946
metros. Esto quiere decir que Enoch
tomó la decisión de prescindir de las
vasijas a unos ocho kilómetros de altitud
sobre la Luna. <<
[23]
El codo equivalía aproximadamente
a 0,45 metros por lo que la sonda tocó
fondo a unos siete metros y medio de
profundidad. <<
[24]
2 Re 2, 2. <<
[25]
El pie, medida tradicional de
longitud, venía a tener algo más de 0,30
metros. Dos pies cuadrados serían, por
tanto, una pieza de unos 18 centímetros
cuadrados. <<
[26]
Es una versión aproximada. Cyrano
habla de cotton de Nostre-Dame, que
Alcover sostiene se refería a las
freluches, esto es, especie de botones
con pinta de copos (Alcover, 1977, p.
57). <<
[27]
Aproximadamente cinco metros y
medio. Unos gigantes. <<
[28]
Sócrates define a su daimon en
términos negativos: «Es una voz que me
acompaña desde la infancia y se hace
sentir para desaconsejarme algunas
acciones, pero jamás para impulsarme a
emprender otras» (Platón [1997], 31, d,
3 y también 40, a, 5]. También se da
cuenta de él en la Apología de Sócrates
de Jenofonte, en donde tiene un carácter
positivo. <<
[29]
Epaminondas (Beocia, 415 a. C.Mantinea, 362 a. C.) general y
gobernante griego que consiguió la
supremacía militar de Tebas en la
Grecia central gracias a su genio militar,
tras derrotar a Esparta en la batalla de
Leuctra (371 a. C.) y estuvo a punto de
consolidar un gran poder frente a Atenas
en alianza con los persas cuando
sucumbió en otra batalla contra Esparta,
la de Mantinea. A partir de su muerte
decayó el poder de Tebas, destruido
finalmente por Filipo de Macedonia y su
hijo Alejandro. <<
[30]
Catón el Joven (Roma, 95 a. C.Utica, 46 a. C.), biznieto de Catón el
Viejo, patricio romano, senador que
ocupó varios cargos electos y
emprendió
algunas
expediciones
militares. Seguidor del estoicismo,
defendió los valores republicanos y se
opuso siempre a las pretensiones
dictatoriales, primero de Catilina (en
colaboración con Cicerón) y luego de
César durante la guerra civil, tras la
ruptura del primer triunvirato (César,
Pompeyo y Creso). <<
[31]
Marco Junio Bruto (85-42 a. C.) era
sobrino de Catón el Joven y participó en
el asesinato de César en pro de la
República. <<
[32]
Espectros malignos de los muertos
en la antigua religión romana que se
aparecían a
sus
familiares
y
descendientes aterrorizándolos. Era
necesario propiciarlos mediante una los
rituales llamados «lemuria». <<
[33]
Se trata de diablesas que devoran
niños en la mitología clásica. También
podían aparecer como hermosas jóvenes
que seducían a los muchachos con el fin
de devorarlos. <<
[34]
Al poco tiempo de divorciarse de
Claudio
Tiberio
Nerón,
Livia
Drusila (57 a. C.-29 d. C.) dio a luz a
Druso (39 a. C.-9 a. C.), posteriormente
llamado «Mayor» y «Germánico», por
lo que corrió el rumor de que éste era
hijo de Octaviano, luego Augusto, con
quien Livia se casó. Druso fue un
general victorioso que participó en la
conquista de Germania, en donde
falleció a los veintinueve años de
resultas de una caída del caballo. <<
[35]
Aunque al final de su vida Cardano
se retractó, siempre sostuvo que había
escrito sus obras por inspiración de un
demonio particular. <<
[36]
Heinrich Cornelius Agrippa von
Nettesheim
(Colonia,
1486Grenoble, 1535), secretario de la corte
del emperador Carlos V, médico,
teólogo, mago, ocultista. En su obra De
Oculta Philosophia impulsó los
estudios de magia y propagó las
primeras leyendas sobre el doctor
Fausto. <<
[37]
Johannes
Trithemius
(Trittenheim, 1462-Würzburg, 1516),
monje benedictino alemán de mucho
prestigio en su época, versado en magia,
artes secretas, ocultismo y cabalística.
Su
obra
más
importante,
Steganographia, publicada en 1606, es
aparentemente un tratado en tres
volúmenes sobre angeología pero, en
realidad, lo es de criptología, ya que
todo el texto aparece encriptado. <<
[38]
Parece que hubo un doctor Fausto
que murió hacia 1540 y del que apenas
se sabe nada, salvo que solía decir que
el diablo era su compadre. Dejó tras de
sí la leyenda del hombre que, movido
por afán de conocimiento y poder, vende
su alma al diablo a cambio de aquéllos.
Se dice que estaba versado en
necromancia, alquimia, magia y otros
saberes diabólicos. La leyenda quedó
fijada en el primer Faustbuch,
publicado en 1587 por autor anónimo, y
de ahí ha conocido la recepción artística
que se sabe. <<
[39]
Este La Brosse puede referirse,
cuando menos, a dos personajes: un
cierto Joachin Girault, llamado el
Jorobado de La Brosse, que fue
ahorcado en un sonado proceso de
brujería junto con otros acusados entre
1582 y 1583, o bien a Guy de la Brosse
(Rouen, 1586-París, 1641), médico de
Luis XIII que obtuvo permiso del
monarca para crear un jardín de
especímenes vegetales en París del que
surgió luego el Museo de Historia
Natural. Guy de la Brosse pertenecía al
círculo libertino de Gassendi y tenía una
fuerte influencia de Paracelso. <<
[40]
No está claro de quién se habla aquí.
Según la edición de El otro mundo, de
Willy de Spens, se trata de un César que
vivió en tiempos de Luis XIII y se
jactaba de hablar con un demonio
particular al que llamaba Sófocles. Pero
no he podido encontrar rastro de él.
Según el bibliófilo Jacob, en su clásica
edición de las obras de Cyrano, se trata
de César Nostradamus (1503-1566),
médico, quiromante, astrólogo, profeta,
mago, etc. Pero Nostradamus se llamaba
Michel y César fue su hijo, pintor. <<
[41]
La Hermandad de la Rosacruz es una
asociación secreta cuyos orígenes
documentales se remontan a comienzos
del siglo XVII y que pretende haber sido
fundada por Christian Rosenkreuz,
nacido en 1378 y muerto en 1404, si
bien hay serias dudas sobre su
existencia histórica. Los rosacruces
pretenden ser depositarios de una
sabiduría secreta en la que se mezclan
doctrinas cristianas con doctrinas
orientales que Rosenkreuz, se dice,
adquirió en sus viajes a Egipto,
Damasco, Arabia, etc. <<
[42]
Tommasso Campanella (Stilo,
Calabria 1568-París, 1639), monje
dominico, célebre filósofo renacentista
que formuló teorías heterodoxas en
defensa de Galileo y del espíritu
científico entre otras cosas. Pasó
veintisiete años en las cárceles de la
Inquisición por decisión de los
españoles, a pesar de que había escrito
un ensayo, De monarchia hispanica
discursus (1601) en el que justificaba la
preeminencia mundial de España bajo la
dirección del papado. Fue un autor
prolífico que tocó muchos temas.
Escribió igualmente una utopía, La
ciudad del Sol, en la que dibuja un
estado comunista teocrático, que influyó
en Cyrano, quien dice habérselo
encontrado en la segunda parte de su
viaje, Los estados e imperios del Sol y,
de hecho, le sirve de guía como Virgilio
a Dante. <<
[43]
De sensu rerum et magia (1620),
obra en la que defiende el conocimiento
a través de los sentidos y el estudio
empírico de la naturaleza porque ésta es
la estatua, la imagen viva de Dios. <<
[44]
Pierre La Mothe Le Vayer, preceptor
del delfín, Luis XIV, era gassendista, y
su hijo, de igual nombre, amigo de
Cyrano. <<
[45]
Tristan L’Hermite (La Marche, 1601París, 1655), pseudónimo de François
L’Hermite, uno de los pocos amigos con
los que Cyrano no rompió, fue un
excelente poeta y dramaturgo sólo
segundo a Corneille. Su vida de
espadachín, aventurero y jugador, que
cuenta él mismo en su obra Le page
desgracié (1643), lo mantuvo siempre
en la pobreza, a pesar de haber estado al
servicio de grandes señores, como el
duque de Guisa. <<
[46]
Equivalente al «elixir de la vida» en
la alquimia. <<
[47]
Principio el de supremacía de la
razón típico de los filósofos libertinos,
singularmente Gassendi, en su lucha
contra la escolástica que, frente a él,
enarbolaba el principio de autoridad; la
de Aristóteles singularmente. <<
[48]
Principio esencial del materialismo
atomista de Leucipo, desarrollado luego
por su discípulo Demócrito y recogido
por Epicuro, el filósofo que inspira todo
el círculo de Gassendi. <<
[49]
Siendo la legua aproximadamente
5,5 kilómetros, el demonio de Sócrates
dice haber hecho unos 1600 kilómetros
en 18 horas. <<
[50]
Les alouettes vont tomber toutes
cuites, es decir, si hacer esfuerzo
alguno, equivalente al español de «atar
los perros con longanizas». <<
[51]
Sorel, 1979, p. 196. <<
[52]
Hombre de su tiempo, escritor
barroco, muy influido por la literatura
española, Cyrano tiene en alta estima el
recurso a las «agudezas» y finuras de
ingenio. Tanta que le dedica una de sus
obras juveniles, aunque no de las más
logradas, L’art de la Pointe, en donde
se delata la influencia del jesuita
español Baltasar Gracián (1957). <<
[53]
Se trata de Domingo Gonzales, el
héroe del libro The Man in the Moone,
publicado por el obispo Francis Godwin
en 1638 y traducido al francés en 1643.
<<
[54]
La doctrina de la existencia del
vacío, postulada por los materialistas
atomistas
y
expuesta
por
Lucrecio (1975). <<
[55]
Se trata del supuesto trasmitido en el
viejo proverbio chino «El aleteo de las
alas de una mariposa se puede sentir al
otro lado del mundo», esto es, el
llamado «efecto mariposa», admitido en
la teoría del caos. <<
[56]
Aceptación del principio de la
generación espontánea. <<
[57]
Otro principio materialista-atomista
bellamente transmitido a través de la
obra de Lucrecio: la eternidad del
universo. <<
[58]
Los ejemplos no sostienen el punto
de vista de Cyrano. Hércules y Aquiles
son personajes imaginarios; Alejandro
murió, sí, a los treinta y tres años; pero
Julio César y Epaminondas lo hicieron a
los cincuenta y seis. <<
[59]
Es muy probable que Cyrano hable a
partir de la experiencia propia: se crió
sin madre, ya que la suya falleció siendo
él un niño pequeño, y sus relaciones con
su padre nunca fueron buenas. <<
[60]
Gayo Casio Longino, cuñado de
Marco Junio Bruto, participó en el
asesinato de César. Más tarde, en el
enfrentamiento entre Bruto y Casio por
un lado y los dos triunviros restantes,
Marco Antonio y Octavio, en la batalla
de Filipos, por el otro, habiendo sido
derrotado, Casio ordenó a su liberto
Píndaro que lo matara. <<
[61]
Las parcas, de la mitología romana,
equivalentes a las moiras de la griega,
eran las personificaciones del destino y
se las representaba como hilanderas,
encargadas de hilar, medir y cortar el
hilo de la vida humana del huso que
corresponde a cada cual. <<
[62]
Este razonamiento se repetirá en Los
estados e imperios del Sol, en el
episodio de una esposa despechada que
acusa a su marido de doble parricidio
por negarse a fecundarla. <<
[63]
Lais de Corinto, cortesana de quien
cuenta la leyenda que despreciaba el
dinero, llegando a rechazar los 10 000
dracmas que le ofreció en cierta ocasión
Demóstenes, pero se acostaba con
Diógenes, pobre como un perro, por
nada. <<
[64]
La infinitud de los mundos era
doctrina señera de la escuela atomística,
fielmente seguida por Cyrano al extremo
de que es ella la que explica esta su
obra principal. <<
[65]
Unos 550 kilómetros. <<
[66]
Recuérdese que Cyrano había
sufrido
ambas
experiencias
directamente: un disparo de mosquete
que le atravesó el cuerpo en el sitio de
Mouzon y un sablazo en el cuello en el
de Arras. <<
[67]
Probablemente se refiere a La
Grande Oeuvre des Philosophes,
publicada en 1608 por el cordelero
piamontés
Phillipe
Rouillac
y
considerado un texto esotérico básico.
<<
[68]
Pistola era el nombre que se daba en
Italia, Francia, Alemania a la moneda
española de oro de dos escudos y que en
España y su imperio se conocía como
doblón. El escudo era una moneda de
oro equivalente a 350 maravedíes, que
fue la unidad monetaria española (como
moneda física y unidad de cuenta) hasta
mediados del siglo XIX, cuando ya
imperaba el real, que era la moneda
física, equivalente a 34 maravedíes. <<
[69]
Debe recordarse que Cyrano era el
tercero de cuatro hijos y que hubo de
contemplar cómo su padre daba un trato
preferencial al primogénito (que profesó
órdenes) y a la segundagénita (que
también ingresó en un convento), hasta
el punto de que la fortuna paterna quedó
seriamente comprometida. <<
[70]
Frío, calor, humedad y sequedad. <<
[71]
Se trata de un claro precedente de la
apuesta pascaliana, si bien Pascal la
expone de otra forma. <<
[72]
Mucho antes de que lo popularizara
Perrault, Piel de asno era ya un cuento
clásico, sinónimo de cuentos populares.
<<
[73]
Santo francés cuya principal acción
consistió en librar a la hija del
emperador Teodosio de la posesión
demoniaca, razón por la cual se lo
invoca para conseguir la curación de los
locos y es el patrón de los bufones, cuyo
oficio tiene mucha relación con la
locura. <<
[74]
Igual que en la Luna la opinión
pública se había dividido entre quienes
creían que Cyrano era un simio y
quienes pensaban que era un hombre. <<
[75]
El Parlamento de Tolosa era el más
antiguo de Francia después del de París,
creado en 1443 por Carlos VII tras la
guerra de los Cien Años. El Parlement
procedía del antiguo Consejo Real o
Curia regis y tenía funciones
legislativas y judiciales. <<
[76]
El diablo. <<
[77]
Véase nota 36 de Los estados e
imperios de la Luna. <<
[78]
La musa de la música. <<
[79]
Manifiesto anagrama de su nombre
(Cyrano D[e Bergerac]), que el autor
utiliza aquí pero no en el viaje anterior a
la Luna. <<
[80]
Primeras palabras del Evangelio
según san Juan. <<
[81]
Corrupción de Satanas diabolus. <<
[82]
La Física cartesiana se contiene en
una de sus primeras obras, Le Monde,
de 1633, que el filósofo no llegó a
publicar por el temor que le produjo el
procesamiento de Galileo. Le Monde se
incorporaría luego a los Principia
Philosophiae, de 1644. <<
[83]
Véase nota 58 de Los estados e
imperios de la Luna. <<
[84]
Job 2, 8-9. <<
[85]
Unidad de medida equivalente a
doce docenas. <<
[86]
No eran infrecuentes los conflictos
de competencia entre los representantes
del rey (el gran preboste o corregidor
real) y los representantes del municipio.
<<
[87]
Faetón, hijo del Sol, se encaprichó
con la idea de conducir un día entero el
carro de su padre a través del
firmamento. Su padre trató de
disuadirlo, pero no pudo, y el hijo
perdió pronto el control de los
poderosos caballos de forma que causó
todo tipo de destrozos en la tierra a lo
largo de un curso que no podía parar,
hasta que Zeus lo hizo por él, quien se
precipitó a tierra y murió ahogado en el
río Po. <<
[88]
Este error es una de las pruebas que
más frecuentemente se citan cuando se
trata de poner en duda la autoría de
estos Estados e imperios del Sol ya que,
obviamente, en Los estados e imperios
de la Luna, Cyrano sí da entender
correctamente que la Tierra gira de
occidente a oriente por cuanto, habiendo
ascendido en Francia, desciende luego
en el Canadá. (Véase nota 6 de Los
estados e imperios de la Luna). Pienso
que puede tratarse de un simple error
del autor o, incluso, del copista. <<
[89]
Plutarco (1971, II, p. 171). <<
[90]
En realidad esta rebelión no se narra
en el Antiguo Testamento sino en el
Talmud. El nombre de Lucifer aparece
dos veces en aquél (Is. 14, 12 y Job 11,
17) y una en el Nuevo Testamento (2
Pe 1, 19). Bajo otros nombres, como
Satán, Satanás, demonio, etc., aparece
más veces en ambos textos. Pero la
historia de la rebelión de Lucifer (o
Luzbel) a la cabeza de un tercio de los
ángeles es del Talmud y otros
comentarios hebreos a la Biblia. <<
[91]
No está claro de dónde haya sacado
Cyrano esta idea. Ya desde antes de
Pitágoras se sabía que los números
perfectos eran el 6, el 28, el 496, el
8128, esto es, aquellos números que
eran resultado de la suma de sus
divisores excepto ellos mismos. De
acuerdo con esta denominación, el 9 es
un número deficiente. Cierta tradición
hermética quiere ver en el nueve una
propiedad única que le da un significado
simbólico: si se suma dígito a dígito
cada uno de los múltiplos de nueve hasta
dejarlos reducidos a uno solo, éste será
nueve. (9 × 2 = 18; 9 × 3 = 27; … 9 × 9
= 81; 9 × 83 = 747 = 7 + 4 + 7 = 18 = 1
+ 8 = 9). <<
[92]
Hay quien quiere ver aquí una
anticipación de la teoría darwiniana. <<
[93]
Todos los pueblos antiguos,
excluidos los caldeos e incluidos los
hebreos y, por supuesto, los griegos,
pensaban que el cielo era rígido
(Voltaire, 1961, p. 138). <<
[94]
El descubrimiento de la circulación
de la sangre era todavía muy reciente.
William Harvey había publicado su
libro Sobre el movimiento del corazón y
la sangre en 1628 y el asunto seguía
siendo controvertido… y peligroso. <<
[95]
Clara premonición de la teoría de la
fuerza de la gravedad que se halla
también en Los estados e imperios de la
Luna, aunque erróneamente se la niegue
aquí al Sol. <<
[96]
Montaigne refiere este mismo caso
con similar intención de negar los
milagros y atribuir estos hechos a la
fuerza
de
la
imaginación.
(Montaigne, 1962, I, p. 101). <<
[97]
Montaigne, 1962, I, p. 100. El editor
de la obra de Montaigne, Maurice Rat,
traza esta anécdota en nota a pie de
página a Séneca Retor. <<
[98]
Codro, cuya existencia histórica no
está fuera de toda duda, fue el último rey
de Atenas que, según la leyenda, se
sacrificó para salvar su patria de los
dorios. Luego de Codro se instituyó el
arcontado. <<
[99]
Se trata de Aelio Arístides
(117-181), retórico griego que vivió en
el Imperio romano y a quien una serie de
enfermedades en su juventud llevó a
vivir en el Aslepeium de Pérgamo. <<
[100]
Esta parte tiene clara influencia
tanto de la comedia de Aristófanes, Los
pájaros, como de la historia de la isla
de los Pájaros que se narra en el
Cinquième libre de Rabelais. <<
[101]
Que Apolonio de Tiana, pitagórico,
hombre de muchos saberes, célebre en
su tiempo, viajero incansable que llegó
hasta la India, conociera ese supuesto
lenguaje de los animales lo cuenta
Filóstrato en su Vida de Apolonio de
Tiana, en donde precisa que fueron los
árabes los que le enseñaron el lenguaje
de los pájaros (Filóstrato, 1989, p. 57).
Que lo haga Anaximandro deriva del
hecho de que este presocrático postulara
una especie de teoría de la evolución
por adelantado, según la cual el hombre
procede de otros animales de otras
especies (Egers y Juliá 1978, I, p. 128).
En cuanto a Esopo, cuya existencia
histórica está puesta en duda, la
deducción proviene, obviamente, de las
fábulas en las que se escucha hablar a
los más variados animales. <<
[102]
A los efectos de salvarlo de morir
quemado vivo por orden de Ciro
(Herodoto, 1981, I, p. 85). <<
[103]
En referencia a los privilegios de
caza de que gozaba el estamento
nobiliario. <<
[104]
Sejano contesta a Agripina, que
trata de asustarlo con la proximidad de
su propia muerte en La muerte de
Agripina: «Una hora después de la
muerte, nuestra alma desvanecida será
lo que era una hora antes de la vida»
(acto II, línea 150). <<
[105]
Apunta aquí una teoría de la
metempsicosis de tradición pitagórica.
<<
[106]
Bosque del Epiro en el que se
alzaba un templo a Zeus que albergaba
uno de los más famosos oráculos de la
antigua Grecia, que ya aparece
mencionado en la Iliada y la Odisea. El
oráculo estaba situado en un roble
sagrado, aunque cuando lo visitó
Herodoto ya estaba al cuidado de
sacerdotisas. <<
[107]
En realidad muchos de estos tipos
de aves defienden sus nidos de otra
forma. Así, los gavilanes los construyen
a la vista, pero a considerable altura (de
6 y 7 metros); los milanos, también muy
altos y adornados con materiales de todo
tipo para disuadir depredadores; los
halcones (incluidos los baharíes) en lo
alto de construcciones y zonas
inaccesibles de rocas; los arrendajos los
hacen colgantes de las ramas, como si
fueran calcetines; las urracas también
muy altos y provistos de techos; los
búhos (incluidos los autillos) usan
campanarios y agujeros en las paredes.
<<
[108]
La relación de Orestes, hijo de
Agamemnon y Pílades, hijo de Estrofio,
rey de Fócida, es un canto al valor de la
amistad en la Grecia clásica, que
incluye el amor entre jóvenes varones,
al estilo asimismo de la de Aquiles y
Pratoclo. Orestes y Pílades se criaron
juntos en Fócida, adonde Egisto y
Clitemnestra, los asesinos de Agamenón,
lo enviaron para alejarlo de la corte de
Micenas. El llamado «Grupo de San
Ildefonso» (escultura del año 10 a. C.,
aproximadamente), que se conserva hoy
en el Museo del Prado y se supone que
representa a los dos jóvenes en una
ofrenda (aunque hay quien dice que se
trata de Cástor y Pólux), se descubrió en
Roma en 1623. Es posible que tal
descubrimiento fuera todavía noticia en
Europa cuando se escribía El otro
mundo y que, impresionado por él,
Cyrano urdiera la historia que sigue. <<
[109]
Esta idea de Cyrano reproduce en
realidad el mito de Filemón y Baucis,
relatado
por
Ovidio
en
Las
metamorfosis, ambos convertidos en
árboles a su muerte, que se produjo al
unísono porque así se lo pidieron a
Júpiter, él en roble y ella en tilo, que se
inclinaban el uno hacia el otro. <<
[110]
Las relaciones entre Hércules y
Teseo se dieron a lo largo de la vida de
ambos en distintos momentos. Teseo
admiraba al hijo de Zeus y quiso ser
como él; coincidieron en varios hechos
memorables, como el descenso de
Hércules al Hades en busca de Teseo, la
expedición de los argonautas o la
victoria sobre las amazonas, pero no hay
entre ambos una verdadera relación de
amistad comparable a la de Orestes y
Pílades. Sí se da en cambio entre
Aquiles y Patroclo, como cuenta
Homero en detalle, así como entre Niso
y Euríalo, cuya historia narra Virgilio en
La Eneida y la corona con la
descripción de una sangrienta batalla
cuando los dos amigos tratan de cruzar
las líneas de los rútulos, que asedian
Troya, y caen juntos en una escena que
Cyrano ha traspuesto obviamente a la
historia de Orestes y Pílades. <<
[111]
Este de Mirra y Cíniras asi como el
resto de mitos que ilustran la fábula de
los «árboles amantes» proceden
seguramente de Las metamorfosis de
Ovidio, texto muy popular en la época,
aunque algunos especialmente famosos,
podían venir de otras fuentes, como el
de Eco y Narciso, que se encuentra en
una obra de Calderón de la Barca de
igual título, también ampliamente
conocido en la época. Cyrano ignora
deliberadamente el hilo conductor de
todos ellos, esto es, las metamorfosis,
para insistir en los efectos mágicos de
las manzanas. <<
[112]
De cuyo acto nacería el Minotauro,
al que Minos, esposo de Pasifae,
encerró en el laberinto que fabricó
Dédalo, hasta que Teseo acabó con él.
<<
[113]
Las versiones más conocidas del
mito señalan que la estatua era de una
mujer perfecta, a la que Pigmalión
llamaba Galatea, siendo la intervención
de Venus/Afrodita la que la convierte en
mujer de carne y hueso. En el libro X de
Las metamorfosis, la estatua no es de
Venus, pero tampoco recibe nombre
alguno. <<
[114]
La edicion de Prévot en la que se
basa esta traducción, habla de Ifis en
masculino, lo que probablemente es un
lapsus, quizá del propio Cyrano. Ifis es
nombre de mujer y hombre. Su madre se
lo puso para engañar al padre, quien le
había dicho que, pues eran pobres, no
podían permitirse tener una hija, que si
eso sucedía, la matara y sólo lo
conservara si fuera niño. La esposa
recurre al ardid del nombre epiceno y
consigue conservar a su hija ocultándole
su sexo al padre. Cuando éste la
compromete con Yante, la hija de unos
vecinos, es la diosa Isis la que provoca
la metamorfosis de Ifis en varón. <<
[115]
Narciso, como se sabe, murió
ahogado tratando de abrazar su imagen
en la superficie del agua. <<
[116]
Hijo de Hermes y Afrodita,
producto de un incesto. <<
[117]
Ignoro de dónde haya sacado
Cyrano esta leyenda, que parece
inventada por él, muy en línea con lo
que ha contado anteriormente de los
árboles. En el aspecto histórico, ninguno
de los dos Cambises tuvo un hijo
Artajerjes y ninguno de los cinco
Artajerjes un padre Cambises. <<
[118]
Esta medición es completamente
fantástica. No tiene mayor importancia,
cuenta habida de que todo en el libro lo
es; pero 400 estadios (siendo 1 estadio
equivalente a 125 pasos geométricos y
cada paso geométrico a 1,393 metros),
significaría haber recorrido una longitud
de cerca de 70 kilómetros. <<
[119]
<<
O fría como la de la laguna Estigia.
[120]
Una teoría sostiene que, en efecto,
Alejandro pudo ser envenenado con
agua del río Mavroneri, que los griegos
identificaban con el Stix del Hades que,
según Hesiodo, recorría el Peloponeso y
en el cual se encontraba una substancia
muy tóxica llamada hoy calicheamicina.
Lo curioso es que esta teoría es muy
reciente y desconocida en tiempos de
Cyrano. <<
[121]
No está clara esta referencia. Los
dos Cap Rouge que hay en el mundo, el
de Quebec en el Canadá y el de Puerto
Príncipe en Haití, no tienen volcán
alguno. El bibliófilo P. L. Jacob apunta,
como improbables hipótesis, que podría
tratarse del Cabo de Hornos o, incluso,
de un lado de la isla de Tenerife. <<
[122]
Después de varias persecuciones y
detenciones, Tommaso Campanella fue
recluido por el Vaticano y las
autoridades
españolas
durante
veintisiete años en el castillo de
Nápoles. Finalmente, Urbano VIII le
concedió la libertad total en 1634 y él se
exilió en París, en donde murió cinco
años después. <<
[123]
Descartes murió el 11 de febrero de
1650 en Estocolmo, lo que parece
indicar que el texto debió de escribirse
poco después, ya que el filósofo aún no
había llegado al Sol. <<
[124]
Véase nota 11 de Los estados e
imperios del Sol. El desacuerdo mayor
de Cyrano con Descartes, que se
mantiene en la segunda parte de la obra,
aunque se diga que en ella el autor
acepta el cartesianismo, es en lo
referente al vacío que Descartes niega y
Cyrano afirma en la tradición epicúrea.
<<
[125]
Plinio el Viejo, Historia natural,
libro 37. <<
[126]
La leyenda de Giges, pastor al
servicio del rey de Lidia, se cuenta en el
libro II de La República de Platón para
ejemplificar la teoría de que los
hombres sólo son justos por obligación.
La diferencia es que en Platón, Giges no
se hace el anillo; lo sustrae.
(Platón, 1958, p. 359, d.) <<
[127]
Eris, la diosa de la discordia, no
arrojó la manzana a los pies de las tres
diosas, sino en medio del banquete con
que los dioses celebraban los
esponsales de Tetis y Peleo, los padres
de Aquiles. El conflicto se produce
porque las tres diosas, Hera, Afrodita y
Palas, sostienen cada una por su lado
que la manzana le pertenece por ser la
más hermosa. <<
[128]
Las Hespérides que, según
Hesíodo, eran tres (Esteno, Euríale y
Medusa; Hesiodo, 1978, p. 275) y según
otros relatos, siete, estaban encargadas
de cuidar de las manzanas de oro que
Gea regaló a Hera con motivo de su
casamiento con Zeus. Vivían entre los
hiperbóreos. Estrabón sitúa su jardín en
el extremo occidental del mundo de
entonces,
enfrente
Tartessos
(Estrabón, 1969, II, p. 57), al sur de
España, lo que alimenta la leyenda de
que estaba en las islas Canarias. <<
[129]
Planta en muchos casos venenosa
que se usaba para muy diversas
finalidades en alquimia; la más
extendida como elixir para alargar la
vida. <<
[130]
El texto se interrumpe aquí. Es
opinión general que la obra de Cyrano
quedó sin acabar. <<
Descargar