buenos días don bosco

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DISFRUTANDO ENERO
CON DON BOSCO
Lunes 13 de Enero
¡Muy buenos días a todos!
Este mes de Enero celebramos la fiesta de Don Bosco y os
propongo dedicar un rato cada mañana a conocerlo un poco mejor…
En las mañanas de los días que transcurrirán hasta celebrar su triduo y festividad, los días 29, 30 y 31,
vamos a recorrer la infancia y juventud de Don Bosco, asomándonos al valor del hogar y de la familia
como Escuela fundamental en la vida de nuestro querido Juan Bosco, al valor de trabajo y el esfuerzo en
su deseo por estudiar y llegar a ser sacerdote y, sobre todo, en su gigantesco sentido de Dios, cultivado
junto a Mamá Margarita.
De niño a sacerdote, narraremos detalles y aventuras de Juan parándonos cada día en su Memorias. Feliz
mes de Don Bosco, no dejéis de disfrutar con él y junto a él.
El pequeño prestidigitador y saltimbanqui
En el libro de sus Memorias, Don Bosco contó su sueño de los 9 años, seguro que todos lo recordáis…
El Señor pide al joven Juan Bosco que no pegue a sus compañeros, sino que los trate con bondad y caridad, seguro que al
igual que nos lo pide a cada uno de nosotros… Saber vencer la violencia, dominarnos cuando tengamos ganas de insultar o
despreciar, ser buenos, saber perdonar, tener caridad, es decir, hacer el bien.
Juan vio un ejército de muchachos, en el sueño. Aquel Señor y aquella Señora le han invitado a hacerles el bien. ¿Por qué no
comenzar en seguida? Muchachos, ya conoce a bastantes: los compañeros de juegos, los pequeños mozos que viven en los
caseríos esparcidos por los campos. Muchos son buenos muchachos, pero otros son algo blasfemos y de comportamientos no
tan buenos.
En invierno, muchas familias pasaban juntas la velada en un establo grande, donde los bueyes y las vacas hacían de radiadores.
Mientras las mujeres hilaban y los hombres fumaban la pipa, Juan comenzó a leer a sus amigos los libros que le prestaba don
Lacqua: Guerino Meschino, La historia de Bertoldo, Los Pares de Francia. Tuvo un éxito fulminante. «Todos me querían en el
establo -cuenta él-. A mis compañeros se unía gente de toda edad y condición. Todos gozaban pudiendo pasar la velada
escuchando sin moverse al pobre lector de pie sobre un banco para que todos pudieran verlo.» Escribe aún: «Antes y después
de mis cuentos, hacíamos todos la señal de la Santa Cruz con el rezo del Avemaría».
En el buen tiempo las cosas cambian. Las historias ya no interesan. Para reunir a sus amigos, Juan comprende que debe hacer
algo «maravilloso». Pero, ¿qué? Las trompetas de los saltimbanquis resuenan en la colina vecina. Es día de feria. Juan va con
su madre.
La gente compra, vende, discute, enreda. Y se divierte. Se amontona alrededor de los prestidigitadores y de los acróbatas.
Juegos de prestigio, ejercicios de destreza hacen quedarse con la boca abierta a los campesinos. He aquí lo que podría hacer
también él.
Es preciso que se ponga a estudiar los secretos de los equilibristas y los trucos de los prestidigitadores. Pero los grandes
espectáculos se ven sólo en las fiestas patronales: los equilibristas bailan en la cuerda, los prestidigitadores hacen el «juego de
los cubiletes». Es decir, los juegos de prestigio más espectaculares: sacar palomas y conejos de los sombreros, hacer
desaparecer a una persona, partirla en dos partes y luego hacerla aparecer íntegra. Muy admirados son también los
«sacamuelas sin dolor».
Pero para ver estos espectáculos se paga el billete, dos perras. ¿De dónde sacarlas? Margarita, consultada, responde:
-Arréglate como quieras, pero no me pidas dinero. No lo tengo.
Juan se arregla. Caza pájaros y los vende, fabrica cestos y jaulas y los contrata con los ambulantes, recoge hierbas medicinales
y las lleva al boticario de Castelnuovo.
De este modo logra ponerse en las primeras filas de los espectáculos. Observando atentamente, comprende el equilibrio que en
la cuerda da aquella asta larga y sutil que se llama el «balancín», nota el rápido movimiento de los dedos que esconden el truco
de los prestidigitadores.
En casa intenta hacer los primeros juegos. «Me ejercitaba en ellos días y días hasta aprenderlos.» Para hacer salir los conejos
del sombrero, para caminar sobre la cuerda, hacen falta meses de ejercicio, de constancia, de porrazos. «Puede ser que no me
creáis -escribe Don Bosco-, pero a mis once años hacía juegos de manos, daba el salto mortal, hacía la golondrina, caminaba
con las manos, andaba, saltaba y bailaba sobre la cuerda como un profesional.»
Una tarde de domingo, en pleno verano, Juan anuncia a los amigos su primer espectáculo. Sobre una alfombra de sacos
extendidos sobre la hierba, hace milagros de equilibrio con frascos y cacerolas sostenidos en la punta de la nariz. Hace abrir la
boca a un pequeño espectador y saca de él decenas de pelotitas coloradas. Trabaja con la varita mágica. Y, al final, salta sobre
la cuerda y camina por ella entre los aplausos de los amigos.
La voz corre de casa en casa. El público crece: pequeños y grandes, muchachas y muchachos, incluso personas ancianas. Son
los mismos que en los establos le oían leer Los Pares de Francia. Ahora le ven hacer salir de la narizota de un campesino
ingenuo una fuente de monedas, cambiar el agua en vino, multiplicar los huevos, abrir el bolso de una señora y hacer volar una
paloma viva. Ríen, aplauden con las manos.
Antes del número final, sacaba del bolsillo el Rosario, se arrodillaba e invitaba a todos a rezar. O repetía el sermón escuchado
por la mañana en la parroquia. Era la oferta que pedía a su público, el billete que hacía pagar a pequeños y grandes.
Luego, el final brillante. Ataba una cuerda a dos árboles, se subía, caminaba sosteniendo un rudimental balancín, entre silencios
repentinos y ovaciones frenéticas.
«Después de algunas horas de estas recreaciones -escribe-, cuando yo estaba bien cansado, cesaban todos los juegos, se
hacía una breve oración y cada uno se iba a su casa.»
Pista de reflexión
Juan Bosco no sólo hacía que sus compañeros se divirtieran, sino que los invitaba a rezar. Rezar quiere decir hablar con Dios, y
es una de las cosas más importantes de la vida.
¿Rezo durante el día?
¿Por la mañana?, ¿el domingo, participando en la Misa?, ¿antes de las acciones más importantes pido al Señor que me ayude?,
¿después de un acontecimiento feliz le digo «gracias»?
Después de haberle ofendido, ¿le pido perdón? ¿Le rezo por mis seres queridos?
Avemaría
Martes 14 de Enero
Huérfano, pero valiente como su madre
El primer hecho que marca a fondo la vida de Don Bosco es la muerte de su padre. Don Bosco lo recuerda así en sus Memorias
autógrafas: «No tenía yo aún dos años cuando Dios nuestro Señor permitió en su misericordia que nos turbara una grave
desgracia.
Un día, el amado padre, en plena robustez, en la flor de la edad, deseoso de educar cristianamente a sus hijos, de vuelta del
trabajo, entró descuidadamente en la bodega, subterránea y fría. El enfriamiento sufrido se manifestó hacia el anochecer por una
fiebre alta, precursora de gran resfriado. Todos los cuidados resultaron inútiles, y en pocos días se puso a las puertas de la
muerte. Confortado con todos los auxilios de la religión, después de recomendar a mi madre confianza en Dios, expiraba, a la
edad de treinta y cuatro años, el 12 de mayo de 1817.
De aquellos días tengo un solo recuerdo, el primer recuerdo de mi vida: todos salían de la habitación del difunto, pero yo no
quería salir de allí a toda costa.
Mi madre me decía:
-Ven, Juan, ven conmigo.
-Si no viene papá, no quiero ir -respondí.
-Pobre hijo, ya no tienes padre, y dicho esto, se echó a llorar; me cogió de la mano y me llevó a otra parte, mientras lloraba yo
viéndola llorar a ella. Y es que, en aquella edad, no podía ciertamente comprender cuán grande desgracia es la pérdida del
padre. Este hecho sumió a la familia en una gran consternación».
Cuando contaba a sus muchachos aquel acontecimiento, añadirá: «Aquellas palabras: "Ya no tienes padre", nunca las olvidé»
(MB 1,36; MBe 1,45).
Margarita, la mamá de Juan Bosco, cuando su marido murió tenía sólo veintinueve años. Demasiado joven para soportar el peso
(tres hijos, la suegra semiparalizada en un sillón, casita y campos apenas suficientes para la supervivencia).
Pero no gastó muchos días en compadecerse de sí misma. Se remangó y comenzó a trabajar. Como otras campesinas de sus
pueblos, cortaba la hierba, araba, sembraba, segaba el trigo, preparaba las gavillas, las llevaba a la era, trillaba. Recalzaba las
viñas, pensaba en la vendimia y en la elaboración del vino.
Juan aprendió de su madre a ser valiente y admirador de valientes. Los muchachos que se plegaban demasiado fácilmente, las
«aguas mansas» (como él los llamaba), no hubieran sido nunca vistos por él como «los mejores jóvenes».
Entre los muchachos que oirá jugar en la niebla de Carmagnola, dirigidos por la voz de mando de Miguel Magone, Don Bosco irá
derecho a buscar al «comandante». Y lo llevará a Valdocco, como «muchacho que da buenas esperanzas, aunque era
turbulento». Quien tiene el valor de correr peligros será siempre estimado por él como «buen paño», más que quien ama la
tranquilidad.
Pista de reflexión
Valor significa no rendirse ante las dificultades, sino afrontarlas con decisión y constancia para superadas.
Cuando encuentro dificultades en el estudio, ¿soy un débil o un valiente?
Cuando me toman el pelo porque soy un cristiano, ¿me avergüenzo o sigo viviendo como cristiano?
Cuando todos atormentan a una persona porque es antipática, ignorante, porque no sabe defenderse, ¿hago yo como los demás
o, al contrario, tengo el valor de defender a aquella persona?
Avemaría
Jueves 16 de Enero
Mamá Margarita enseña el sentido de Dios
Una de las ideas más frecuentes que mamá Margarita inculca a sus hijos es: «Dios te ve». Deja que vayan a corretear por los
prados cercanos, y mientras parten, les dice: «Acordaos de que Dios os ve». Si observa que se hallan dominados por pequeños
rencores, o a punto de inventar una mentira para librarse de un apuro: «Recordad que Dios ve también vuestros pensamientos».
Pero no es un Dios policía el que ella graba en la mente de sus pequeños.
Si la noche es hermosa y el cielo está estrellado, mientras están tomando el fresco a la puerta, dice:
«Es Dios quien ha creado el mundo y ha puesto tantas estrellas allí arriba».
Cuando los prados están llenos de flores, murmura: «¡Cuántas cosas hermosas ha hecho el Señor para nosotros!».
Después de la siega, después de la vendimia, mientras toman aliento tras la fatiga de la recolección, dice: «Demos gracias al
Señor. Ha sido bueno con nosotros. Nos ha dado el pan de cada día».
También después del temporal y la granizada que ha destrozado todo, la mamá invita a reflexionar: «El Señor nos lo dio, el
Señor nos lo quitó. Él sabe por qué. Si hemos sido malos, recordemos que con Dios no se Juega».
Al Iado de la mamá, de los hermanos, de los vecinos, Juan aprende así a ver a otra persona. Una persona grande. Invisible,
pero presente en todas partes. En el cielo, en los campos, en la cara de los pobres, en la conciencia que le dice: «Has hecho
bien, has hecho mal». Una persona en la que su madre tiene una confianza ilimitada e indiscutible. Es padre bueno y providente,
da el pan de cada día, a veces permite ciertas cosas (la muerte del papá, la granizada en la viña) muy difíciles de comprender:
pero «Él» sabe por qué, y esto debe bastar. El primer catecismo de Juanito
Con el paso de los años, Juan de niño se hace muchacho. Y Margarita le ayuda a crecer también en el sentido de Dios. Es
analfabeta, pero el párroco le ha enseñado amplios pasajes de la Historia Sagrada y del Evangelio, y ella los cuenta a sus hijos.
Y cree en la necesidad de rezar, es decir, de hablar con Dios, para tener fuerzas para vivir y hacer el bien. De su familia y de su
parroquia Margarita ha aprendido un racimo de oraciones, y las enseña por la noche a los niños. «Mientras era pequeñito escribe Don Bosco--- me enseñó ella misma las oraciones. Me hacía ponerme con mis hermanos de rodillas por la mañana y por
la noche, y todos juntos rezábamos las oraciones en común.”
El sacerdote estaba lejos, la iglesia más cercana era la de Morialdo. Y ella no esperó a que un sacerdote encontrase tiempo para
venir a enseñar el catecismo a sus muchachos.
He aquí las primeras preguntas y respuestas del Compendio de la doctrina cristiana que Margarita había aprendido desde
pequeña en su parroquia, y que transmite con la memoria tenaz de los campesinos a Juan, José y Antonio:
«Pregunta. ¿Qué debe hacer un buen cristiano por la mañana apenas se despierta?
Respuesta. La señal de la Santa Cruz.
Pregunta. Una vez lavado y vestido, ¿qué debe hacer un buen cristiano?
Respuesta. Ponerse de rodillas, si puede, delante de alguna imagen devota, y renovando con el corazón el Acto de fe en la
presencia de Dios, decir con devoción: Os adoro, Dios mío...
Pregunta. ¿Qué debe hacer antes del trabajo?
Respuesta. Ofrecer el trabajo a Dios».
Juan crece así en una familia que es una pequeña comunidad cristiana. Se alimenta de la oración y de la palabra de Dios. Y
pronto comenzará él mismo a distribuirla a su alrededor: antes de concluir los juegos en la cuerda, repetirá algún pensamiento
dicho por el párroco en el sermón.
Pista de reflexión
Juan se nutría de oración y de palabra de Dios.
La palabra de Dios la encontramos en el Evangelio y en las «homilías» que el sacerdote hace durante la Misa. ¿Tengo el
Evangelio? ¿Lo abro alguna vez para leer algunas líneas? Sería muy nutritivo para nuestra alma si lo abriésemos todos los días
y leyésemos un breve párrafo.
¿Cómo acojo las homilías del sacerdote durante la Misa?
¿Sé, al final, de qué ha hablado?
Avemaría
Viernes 17 de Enero
Para mamá Margarita Dios está en los demás
Margarita enseñó a Juan a ver a Dios no sólo en la naturaleza. Le enseñó a verlo también en la cara de los demás (que es una
manera más incómoda y, al mismo tiempo, profundamente cristiana).
Si había un enfermo grave en las casas vecinas, iban a despertar a Margarita. Sabían que no se negaba a echar una mano. Y
ella despertaba a uno de sus hijos, para que la acompañase.
Decía: «Hay que hacer una obra de caridad». «Hacer una obra de caridad»: con esta sencilla expresión, en aquellos tiempos, se
ponían juntos muchos «valores» que todos llamamos generosidad, compromiso por los demás, entrega, altruismo, servicio,
familia abierta...
La caridad, en la familia Bosco, no se hacía por filantropía o por sentimiento, sino por amor de Dios.
Dios vivía en aquella casa. Allí entraba con la cara del mendigo, del bandido buscado, del viejecito que ya no tiene nada.
Los zuecos del mendigo
«En invierno -recordaba Don Bosco- venía muchas veces a llamar a nuestra puerta un mendigo. A su alrededor había nieve, y
pedía dormir en el pajar.»
Margarita, antes de dejarlo ir allá arriba, le daba un plato de caldo caliente. Luego le miraba los pies. La mayoría de las veces
estaban rotos. Los zuecos consumidos dejaban pasar el agua y todo. Ella no tenía otro par que regalarle, pero le envolvía los
pies en trozos de paño y los ataba como podía.
El viejecito sin nada
En una casa de Los Becchi vivía Cecco. Había sido rico, pero había derrochado todo. Había caído en una miseria total, en la que
es difícil salvar incluso la propia dignidad. Los muchachos se burlaban de él. Las mamás lo señalaban a los niños y contaban la
fábula de la hormiga y de la cigarra: «Mientras nosotros trabajábamos como hormigas, él cantaba, se divertía. Era alegre como
una cigarra. Y ahora mira cómo se ha quedado. Aprende».
Aquel viejo se avergonzaba de pedir limosna y muchas veces padecía hambre. Margarita, cuando era de noche, dejaba en el
alféizar de una ventana una ollita de menestra caliente. Cecco iba a tomarla caminando en la oscuridad.
Juan aprendía. Antes la caridad que el ahorro. Había un muchacho que trabajaba como mozo en un caserío poco lejano. Se
llamaba Segundo Matta.
Por la mañana, el patrón le daba un pedazo de pan negro y le ponía en la mano el ronzal de dos vacas. Debía llevarlas al pasto
hasta mediodía. Al bajar al valle, encontraba a Juan que llevaba también él las vacas al pasto y tenía en la mano un trozo de pan
blanco. En aquellos tiempos un pan así (llamado «pan de flor de harina») era una exquisitez, costaba mucho más que el pobre
pan negro. Un día Juan le dijo:
-¿Me haces un favor?
-Con gusto.
-Querría que nos cambiásemos el pan. El tuyo debe de ser mejor que el mío.
Segundo Matta se lo creyó y, durante tres estaciones consecutivas -es él quien lo cuenta- siempre que se encontraban, se
cambiaban el pan. Sólo cuando fue hombre, el señor Matta lo pensó y comprendió que Juan Basca era una gran persona.
Pista de reflexión
Jesús ha dicho en el Evangelio: «Lo que hagáis a uno de estos pequeños, sin importancia, que están a vuestro lado, lo habréis
hecho a mí».
A tu alrededor está Jesús que espera ser tratado bien.
Cuando haces un acto de delicadeza a una persona, lo haces a Jesús.
Cuando das una bofetada o dices un insulto a alguien, lo haces a Jesús. Cuando das algo tuyo a otro, lo haces a Jesús.
Avemaría
Lunes 20 de Enero
En el rincón de la cocina, la vara. La gran sed de verano
Mamá Margarita tenía las manos destrozadas por el trabajo, pero sabía acariciar dulcemente a sus niños. Porque era una
trabajadora, pero sobre todo era siempre la mamá de sus hijos. Era una mamá dulcísima, pero enérgica y fuerte. Los hijos
sabían que cuando decía que no, era no. Y no había caprichos que la hicieran cambiar de parecer. Don Bosco recuerda dos
episodios que iluminan vivamente el carácter dulce y firme del amor de su madre.
La vara en el rincón
En un rincón de la cocina había una vara flexible, para castigar las faltas más graves. La mamá no la usó nunca, pero nunca la
quitó de aquel rincón. Un día Juan armó un buen lío. Tal vez, por la prisa de ir a jugar, dejó abierta la conejera y todos los
conejos se escaparon por los prados. Una fatiga pesada el volver a cazarlos todos.
Entrando cansados en la cocina, Margarita indicó el rincón.
-Juan, ve a traerme la vara.
El niño se retiró hacia la puerta:
-¿Qué quiere hacer con ella?
- Tráemela y lo verás.
El tono era decidido. Juan la tomó y ofreciéndosela desde lejos, dijo:
-Usted quiere usarla en mis espaldas...
-¿Y por qué no, si me armas estos líos?
-Mamá, no lo volveré a hacer.
En este punto, la madre sonríe. No «se pone de hocicos», no «permanece con los nervios tensos». Sonríe y sonríe también su
hijo. Y todo vuelve a ser sereno y tranquilo en la casita.
La gran sed
Un día de sol ardiente, Juan y José vuelven de la viña con una sed tremenda. Margarita va al pozo, saca un cubo de agua fresca
y con el cazo de cobre da de beber primero a José. Juan (cuatro años) saca el morro. Se siente ofendido por aquella
preferencia. Cuando la mamá le ofrece de beber también a él, hace señas de que ya no quiere agua.
Margarita no dice: «Pobrecito pequeño mío, te he dejado el último y ¿tú te enojas? Vamos, vamos, sé bueno...». No dice nada.
Lleva el cubo a la cocina y cierra la puerta. Un instante, y llega Juan adentro:
- Mamá...
-¿Qué sucede?
-¿Me da agua también a mí?
-Creía que ya no tenías sed.
-Perdón, mamá.
-Así está bien -y le ofrece también a él el cazo que goteaba.
Pista de reflexión
La madre busca nuestro bien no sólo cuando nos contenta, sino también cuando pretende que hagamos nuestros deberes, aún
pesados.
¿Cómo tratas a tu madre cuando te invita a hacer tus deberes antes que ver la televisión o ir a jugar?
¿Cómo tratas a tu mamá cuando te invita a echar una mano en los pequeños trabajos de la casa?
¿Sacas también tú el capricho, como Juanito cuando tenía cuatro años?
Una madre que cede siempre ante sus hijos, los educa mal, los vicia. Hoy reza por tu madre, para que el Señor le dé muchos
consuelos. Y el consuelo más precioso eres tú.
Avemaría
Martes 21 de Enero
Comenzar a trabajar
La mamá trabaja, y los hijos echan una mano según sus posibilidades. La familia Bosco es pobre. Entre las pocas casas de Los
Becchi, la de Bosco es la más pobre de todas: una construcción de un piso, que sirve de habitación, pajar y establo. En la cocina
hay sacos de maíz y detrás de una pared sutil pastan dos vacas.
Juan tiene cuatro años cuando su madre le entrega las primeras tres o cuatro varas de cáñamo maceradas para deshilarlas. Un
trabajo de poca cosa, pero un trabajo. Comienza de esta manera a dar su pequeña aportación a la familia, que vive del trabajo
de todos.
Juan tiene cinco años y José siete cuando Margarita los manda a pastorear una pequeña manada de pavos. Mientras los
animales cazan grillos, los hermanos juegan, corren, trepan a los árboles. Pero no dejan de cuidar los pavos, porque la mamá
les ha dicho:
«Es un trabajo. Debéis hacerlo bien».
Un saco en el seto
Un día, interrumpiendo el juego y contando con los dedos, José grita que falta un pavo. Buscan afanosamente. Nada. Un pavo
es algo importante, no puede desaparecer así. Dan vueltas alrededor de un seto, y Juan ve a un hombre. Piensa de golpe: «Lo
ha robado él». Llama a José y se acerca resuelto:
-Devuélvanos el pavo.
El forastero los mira admirado:
-¿Un pavo? ¿Y quién lo ha visto?
-Lo ha robado usted. Sáquelo. De lo contrario gritaremos «al ladrón» y acabará usted a palos.
Dos niños se puede hacer que huyan con cuatro azotes. Pero la resolución de aquellos dos lo pone en mala situación. Hay
campesinos que trabajan cerca, y si se ponen a gritar, puede suceder de todo. Va a sacar del seto un saco y deja suelto el pavo.
-Sólo quería gastaros una broma.
-No es una broma de un caballero -responden los pequeños mientras él se va.
Por la noche, como siempre, dan cuenta a la mamá.
-Habéis corrido un peligro.
-Y, ¿por qué?
-Ante todo, no estabais seguros de que fuese él.
-Pero no había nadie más por allí cerca.
-Esto no basta para llamar a uno ladrón. Y; además, vosotros sois pequeños, y él un hombre. ¿Y si os hubiese hecho algún
daño?
-¿Entonces debíamos dejarnos robar el pavo?
-Tener valor no es malo. Pero mejor es perder un pavo que venir maltrechos para las fiestas.
-Uhm -murmura Juan pensativo-. Será como dice usted, mamá. Pero era un pavo bien cebado.
Satisfacción por «echar una mano»
Entre los ocho y los nueve años, Juan comienza a participar más activamente en el trabajo de la familia, a compartir su vida dura
y austera. Se trabaja de sol a sol, y el sol de verano se levanta pronto. «Un hombre que duerme no pesca peces», decía
Margarita a los muchachos al despertarlos al amanecer. Y tal vez Juanito, embelesado por el sueño, se habrá preguntado
muchas veces dónde estaban aquellos benditos peces. El desayuno de la mañana es puro y simple alimento: una rebanada de
pan y agua fresca.
Juan aprende a cavar, a cortar la hierba, a manejar la podadera, a ordeñar las vacas. Un verdadero campesino. Los viajes se
hacen a pie. La diligencia pasa lejos, por el camino de Castelnuovo; y cuesta dinero.
Por la noche, yendo a dormir sobre el jergón de hojas de maíz, Juan siente la satisfacción profunda de formar parte activa de
una familia que va adelante, que supera las dificultades, porque también él «echa una mano».
Pista de reflexión
Echar una mano a la familia. Es una tarea muy importante.
Hay muchachos que «reciben todo» de su familia: la comida preparada, la cama hecha, los zapatos limpios, los platos lavados,
los vestidos limpios y planchados... Hay muchachos, en cambio, que «echan una mano en todo»: para preparar la comida, para
hacer la cama, para limpiarse los zapatos, para lavar los platos...
Los muchachos «que echan una mano» se fatigan más, pero se sienten más felices. Porque se sienten «en su casa».
Los muchachos que «reciben todo» se fatigan menos, pero se sienten menos felices. Porque se sienten «como en un hotel».
Crecen como pobres egoístas.
Tú, ¿cómo eres?
Miércoles 22 de Enero
Vida y milagros de la Beata Laura Vicuña
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Nació el 5 de abril de 1891 en Santiago de Chile. Es la primogénita
del matrimonio de José Vicuña y Mercedes del Pino. Poco después
de nacer la segunda hija: Julia, muere su padre quedando la familia
en la indigencia. Mercedes emigra con otros chilenos a la Argentina
buscando un bienestar Así llega a Neuquén en 1899, finalmente llega
a la estancia del Quilquihué de Junín de los Andes a trabajar como
dependiente y donde comienza a convivir con Manuel Mora (el dueño
de la misma). Laura y Julia ingresan al colegio María Auxiliadora de
Junín de los Andes. Desde su llegada Laura es muy sensible a la fe
cristiana. A los 10 años recibe la primera Comunión.
Avemaría
En sus segundas vacaciones al volver a la estancia, ya adolescente, Manuel Mora trata de abordarla y es
rechazado. Durante una fiesta la invita a bailar y al ser nuevamente rechazado la arrastra fuera de la casa
y debe dormir a la intemperie. Mora decide no pagar más la cuota de la escuela, para acorralarla, pero las
hermanas la reciben gratuitamente Laura decide ofrecer su vida por la conversión de su madre.
Al poco tiempo sobreviene una inundación en el colegio en un crudo invierno, Laura se enferma. La
madre se la lleva a su casa pero no se recupera. Entonces decide regresar a Junín, Mora furioso por
haber perdido a Mercedes y ser rechazado por Laura le propina una feroz paliza a la joven. Viendo
próxima su muerte Laura le dice a su madre de su ofrecimiento: "mamá, la muerte está cerca, yo misma
se la he pedido a Jesús. Le he ofrecido mi vida por ti, para que regreses a El" y le pide que abandone a
Mora y se convierta. Ella le promete cumplir su deseo. Muere un 22 de enero de 1904, sin cumplir los 13
años. Sus restos desde 1956 están en el Colegio María Auxiliadora de Bahía Blanca (Argentina). El 3 de
septiembre de 1988 Juan Pablo II la declara Beata.
Reflexión:
Imitemos a Laura cumpliendo nuestro deber cada día, queriendo a los que nos rodean, siendo
fuertes ante las dificultades que se nos presentan en la vida, confiando siempre en Jesús y en
María.
Avemaría
Jueves 23 de Enero
Pequeño emigrante
La primera clase elemental Juanito la frecuentó probablemente a los nueve años, en el invierno 1824-1825. Entonces las clases
comenzaban el 3 de noviembre, y el 25 de marzo se acababan. Era la «estación muerta» de los campos. Antes y después, hasta
los débiles brazos de los muchachitos eran necesarios en casa y en los campos.
Como la escuela municipal de Castelnuovo distaba cinco kilómetros, su primer maestro fue un campesino que sabía leer. Luego
la tía Mariana Occhiena, hermana de Margarita y sirvienta del sacerdote maestro de Capriglio, rogó a aquel sacerdote que
encontrara un puesto en su escuela para el sobrinito.
Don Lacqua asintió y Juan permaneció probablemente como huésped de su tía algunos meses. Lo mismo sucedió en el invierno
de 1825-1826. Pero en aquella estación Antonio (diecisiete años) comenzó a manifestar su enfado.
-¿Para qué mandarle todavía a la escuela? Una vez que se aprende a leer y a poner la firma, es suficiente. Que coja la azada
como la he cogido yo.
Antonio, una noche, vio a Juan con un libro al Iado del plato y saltó:
-iYo tiro ese libro al fuego!
-Juan trabaja como todos los demás –respondió Margarita-. Si luego él quiere leer, ¿qué te importa?
-Me importa porque esta barraca soy yo quien la mantiene en pie. Me rompo la espalda en el campo, yo. Y no quiero mantener a
ningún señorito que acabe viviendo cómodamente, dejándonos a nosotros comiendo polenta.
Juan reaccionó con violencia. Las palabras no le faltaban.
Antonio levantó las manos. Margarita trató de ponerse en medio, pero Juan fue pisoteado. En la cama, Juan lloró, más de rabia
que de dolor. Y poco lejos lloró también Margarita, que aquella noche no durmió, y tomó una decisión grave. Por la mañana dijo
a Juan las palabras más tristes de su vida:
-Es mejor que te vayas de casa. Antonio un día u otro podría hacerte daño.
-¿y adónde voy?
Con la muerte en el corazón, Margarita le indicó el camino hacia la granja Moglia, en Moncucco. Juan partió entre la niebla,
llevando bajo el brazo un hatillo con dos camisas, un panecillo y sus dos libros.
En los Moglia tenían dificultad para aceptarlo.
-Querido pobre muchacho, estamos en invierno, y los mozos de granja nosotros los acogemos sólo al final de marzo. Y, además,
eres tan pequeño...
Juan se sintió humillado y cansado. Se echó a llorar.
-Acéptenme, por caridad. No me den ninguna paga, pero no me devuelvan a mi casa.
La señora Dorotea, una señora en la flor de los veinticinco años, se enterneció ante aquel muchacho.
-Aceptémosle, probemos al menos algunos días.
Juan comenzó así la vida del mozo de granja. Casi tres años, en los que se hizo hombre, pero en silencio lloró muchas veces las
lágrimas del muchacho alejado de su familia.
Para dormir, los Moglia le habían asignado una estancia clara y una buena cama. Más de cuanto tenía en Los Becchi, donde
debía compartir la estancia con José y Antonio. Después de las primeras noches, Juan se atrevió a encender un cabo de vela, y
a leer durante una hora uno de los libros que don Lacqua le había prestado. Nadie le dijo nada y él continuó.
Con la llegada del buen tiempo, al muchacho le tocaba llevar las vacas al pasto: cuidar que no se desbandaran por los prados de
los demás, que no comieran hierba poco mojada, que no se descarnaran. Sentado a la sombra de los árboles, mientras los
animales tascaban la hierba a su alrededor, Juan encontró algo de tiempo para sus libros. Luis Moglia no se lamentaba, pero
sacudía la cabeza:
-¿Para qué lees tanto?
-Quiero ser sacerdote.
-¿y no sabes que para estudiar, hoy, hacen falta nueve o diez mil liras? ¿Dónde las vas a encontrar?
-Si Dios quiere, alguien pensará en ello.
Pista de reflexión
Te cuesta trabajo estudiar. Pero «tener la posibilidad de estudiar» es también un gran privilegio que tú tienes, mientras tantos
otros muchachos (que lo querrían tener) no lo tienen. Cuántos muchachos de tu edad en África, en India, en América del Sur,
tienen que ser pastores, campesinos, mineros para «ganar para vivir».
Trata de convencerte de que estudiar no es sólo un deber trabajoso, sino también una gran posibilidad de desarrollar tu mente,
de aumentar tu cultura, de tener mañana un puesto de responsabilidad en la vida. Y da gracias al Señor y a tu familia.
Avemaría
Viernes 24 de Enero
San Francisco de Sales (Buenos Días en la Capilla)
Lunes 27 de Enero
El viejo sacerdote y el muchacho de 14 años
En septiembre de 1829 (Juan tenía catorce años de edad y acababa de regresar de la granja Moglia), a Morialdo había ido a
establecerse como capellán don Juan Melchor Calosso, sacerdote de unos setenta años, que había renunciado unos años antes
a la parroquia de Bruino. Era un venerable sacerdote, cargado de años y de experiencia pastoral.
En noviembre hubo una «misión predicada» en el pueblo de Buttigliera. Fue también Juan, y también don Calosso. Mientras
volvía a casa, el viejo sacerdote notó entre la gente a aquel muchachito de catorce años, que iba solo.
-¿De dónde eres, hijo mío?
-De Los Becchi. He ido al sermón de los misioneros.
-Quién sabe qué habrás entendido con tantas citas en latín -y sacudió la cabeza blanca sonriendo-. Tal vez tu mamá te habría
podido hacer un sermón más oportuno.
-Es verdad, mi madre me da muchas veces buenos sermones. Pero me parece que he entendido también a los misioneros.
-A ver, si me dices cuatro palabras del sermón de hoy, te daré cuatro perras.
Juan comenzó tranquilo y recitó al capellán el sermón entero, como si lo leyera en un libro. Don Calosso no dejó transparentar
su emoción, y le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Juan Bosco. Mi padre murió cuando yo era todavía un niño.
-¿Qué clase has hecho?
-He aprendido a leer y a escribir por medio de don Lacqua, en Capriglio. Me gustaría seguir estudiando. Pero mi hermano mayor
no quiere saber nada y los párrocos de Castelnuovo y Buttigliera no tienen tiempo para ayudarme.
-¿Y para qué querrías estudiar?
-Para ser sacerdote.
-Di a tu mamá que venga a verme en Morialdo. Tal vez podré echarte una mano, aunque soy anciano.
Margarita, sentada delante de la mesa de Don Calosso, le oyó decir:
-Su hijo es un prodigio de memoria. Es preciso que se ponga a estudiar en seguida, sin perder más tiempo. Yo soy viejo, pero
todo lo que yo pueda hacer todavía, lo haré.
Se pusieron de acuerdo en que Juan habría estudiado con el capellán, no distante de Los Becchi. A casa iría sólo a dormir. Sin
embargo, en los momentos de más trabajo en el campo, habría ayudado a los suyos.
Juan obtuvo de golpe lo que le había faltado tanto tiempo: confidencia paterna, sentido de seguridad, confianza.
«Me puse en seguida en las manos de don Calosso -escribe-. Me di a conocer a él tal como era. Le manifestaba con naturalidad
mis deseos, mis pensamientos y mis acciones. Así conocí cuánto vale un director fijo, un amigo fiel del alma, pues hasta
entonces no lo había tenido. Me prohibió en seguida, entre otras cosas, una penitencia que yo acostumbraba a hacer y que no
era proporcionada a mi edad. Me animó a frecuentar la confesión y comunión, y me enseñó a hacer cada día una breve
meditación y un poco de lectura espiritual.»
«Con él morían todas mis esperanzas»
Alrededor de septiembre de 1830 (tal vez para acabar con toda tensión posible con Antonio) fue a establecerse con don Calosso
aun por la noche. Volvía sólo una vez por semana para cambiarse de ropa.
Los estudios progresaban rápidamente y bien. Don Bosco recordaba estos días con palabras de entusiasmo:
«Nadie puede imaginar mi gran alegría. Don Calosso se convirtió para mí en un ídolo. Le quería más que a un padre, rezaba por
él y le servía con ilusión en todo. Aquel hombre de Dios me apreciaba tanto, que me dijo varias veces:
-No te preocupes de tu porvenir; mientras yo viva, nada te ha de faltar; y, si muero, también proveeré.
Me consideraba feliz en todo y nada del mundo deseaba, cuando un desastre truncó el camino de mis esperanzas».
Una mañana de noviembre de 1830, mientras Juan está en su casa para cambiar el hatillo de la ropa, llega una persona para
decirle que don Calosso se encontraba grave.
«Más que correr, volé», recuerda Don Bosco. Había sufrido un infarto. Reconoció a Juan, pero no logró hablarle. Le indicó la
llave de una cajita, indicando por señas que no la entregara a nadie, y todo acabó.
Al muchacho no le quedó sino llorar desesperadamente sobre el cadáver de su segundo padre. «Con él morían todas mis
esperanzas.»
Me quedaba todavía una esperanza: la llave. En la cajita había 6.000 liras.
Por las señas de don Calosso resultaba evidente que eran para él, para su porvenir. Se lo confirmaban algunos que habían
asistido al moribundo. Algún otro sostenía, en cambio, que los gestos de un moribundo no quieren decir nada: sólo un
testamento regular da o quita derechos.
Los sobrinos de don Calosso, cuando llegaron, se comportaron como personas honradas. Se informaron y luego dijeron a Juan:
-Parece que nuestro tío quería dejarte a ti este dinero. Toma todo lo que quieras.
Juan se quedó pensando; luego concluyó:
-No quiero nada.
Ahora Juan estaba de nuevo solo. Tenía quince años y se encontraba sin maestro, sin dinero, sin planes para el futuro. «Lloraba
inconsolable», escribe.
Pista de reflexión
El sacerdote. Una persona un poco misteriosa, tal vez, para ti. Y, sin embargo, era un muchacho como tú, cuando aceptó la
invitación de Jesús para ser sacerdote.
¿Qué quiere decir esto?
Sacerdote es aquel que, en medio de la gente, ocupa el puesto de Jesús. Hace lo que hacía Jesús. Jesús consumió su vida para
llevar a la gente la Palabra de Dios, para invitar a pensar menos en la tierra y más en el Cielo. Pasó de pueblo en pueblo para
convencer a todos a sanar del egoísmo, de la prepotencia, de la sensualidad: los grandes males que crecen en el corazón y
llevan a la mina y a la perdición eterna.
Jesús llevó a todos el perdón de Dios. Y demostró un amor tiernísimo a los pequeños, a los enfermos, a los pobres.
Un sacerdote es Jesús que sigue viviendo entre la gente.
Hoy recemos juntos una oración por todos los sacerdotes del mundo, y por los muchachos que serán los sacerdotes de mañana,
para ser Jesús en medio de nosotros.
Avemaría
Martes 28 de Enero
Dividir la casa y sufrir la tomadura de pelo para seguir estudiando
Juan quería continuar sus estudios, a toda costa. Para prevenir nuevas oposiciones de Antonio, Margarita decidió dividir los
bienes dejados por el papá Francisco entre él y sus hermanos. Había también un buen motivo, que «cubría» el asunto poco
simpático a los ojos de los extraños. Antonio estaba para casarse: el 12 de marzo de 1831 habría llevado al altar a Ana Rosso,
de Castelnuovo.
Se dividieron los campos, la casa de Los Becchi: Antonio quedó como propietario de la mitad que mira a levante (con la
escalerilla de madera que sube al primer piso); en la otra mitad siguieron viviendo Margarita, José y Juan.
En diciembre, Juan se pone en camino. Va a frecuentar las escuelas públicas de Castelnuovo. Al Iado de las elementales, el
Ayuntamiento ha abierto un curso de lengua latina articulado en cinco clases. Pero los pocos alumnos de cada clase se reúnen
en una salita única, y tienen un único profesor, don Manuel Virano.
La comida en la escudilla
Los cinco kilómetros que separan Los Becchi de Castelnuovo, al principio, parecen un obstáculo insuperable para los quince
años robustos de Juan. Como la escuela se divide en dos tiempos, tres horas y media por la mañana y tres horas por la tarde, el
muchacho parte por la mañana con un trozo de pan en la mano, vuelve para comer, se vuelve a poner en camino por la tarde y
regresa por la noche. Casi veinte kilómetros diarios. Un ritmo loco, que después de pocos días (acaso a la primera nevada)
pronto se modifica.
El tío Miguel le encuentra una semipensión en casa de un buen hombre, Juan Roberto, sastre y músico del pueblo. Junto a él,
Juan consume la comida, que se lleva cada ocho días en la «escudilla». Pero cinco kilómetros por la mañana y cinco por la tarde
no son una broma, especialmente en invierno.
Juan camina con voluntad, y cuando el sendero no es un pantano por la lluvia o una pista helada por la nieve, como todos los
campesinos se quita los zapatos y se los cuelga en bandolera. Lluvia y viento, sol y polvo, son sus compañeros muchos días.
Pero en ciertas tardes de enero no se siente con fuerzas para recorrer el camino entre la niebla y pide al señor Roberto poder
dormir debajo de la escalera, aunque se saltase la cena.
Mamá Margarita comprende que por el camino, en aquel invierno, su hijo podría arruinarse la salud y va a tratar con el sastre.
Por una cifra razonable (que pagaría también con cereales y vino), el señor Roberto acepta a Juan en pensión completa. Le dará
una menestra caliente a mediodía y a la noche, y el sitio de debajo de la escalera para dormir. En el pan pensará la madre.
Ella misma le acompaña a Castelnuovo llevando en la bolsa las pocas ropas necesarias a un muchachote de quince años.
Recomienda al señor Roberto que «le eche una mirada» y a Juan le dice: «Sé devoto de la Virgen, que te haga crecer bien».
En la clase se encuentra con muchachitos de diez y once años. Su preparación cultural, hasta hoy, ha sido muy modesta. Si
añadimos la chaqueta desproporcionada y los zapatos toscos, es fácil comprender que se convierte en la diana de bromas y
burlas por parte de los compañeros. Lo llaman «el vaquero de Los Becchi».
Juan, que era el ídolo de los muchachos en Morialdo y en Moncucco, sufre. Pero se entrega de lleno a estudiar todo lo que
puede, ayudado y muy querido del maestro. Don Virno es un hombre capaz y gentil. Viendo su buena voluntad, lo toma aparte y
en poco tiempo le hace lograr rápidos progresos. Cuando Juan escribe una composición verdaderamente buena, don Virano lo
lee en clase y concluye.
-Quien hace trabajos así, puede también permitirse llevar zapatos de vaquero. Porque lo que cuenta en la vida no son los
zapatos, sino la cabeza.
Don Bosco cuenta: «Durante aquel año tropecé con algún peligro por parte de ciertos compañeros. Querían llevarme a jugar
durante las horas de clase y, como yo pusiera la excusa de que no tenía dinero, me decían:
-Amigo, ya es hora de que despiertes: hay que aprender a vivir en este mundo. Roba a tu amo y a tu madre.
Recuerdo que respondí así:
-Mi madre me quiere mucho. No quiero comenzar ahora a desobedecerla».
Pista de reflexión
Casi en todas las clases hay algún muchacho a quien los demás le toman el pelo. Casi en todas las escuelas hay pequeños
bellacos que se divierten tomando el pelo y hacen sufrir, y otros pequeños cobardes que no tienen el valor de defender a quien
es objeto de burlas.
El oratorio errante .La marquesa Barollo.
Juan continúa estudiando y se hace sacerdote. ¿Qué va a hacer Don Bosco? Llueven proposiciones de todos, para tenerlo
consigo. Una familia acomodada le querría para preceptor de sus hijos; los vecinos de Murialdo, cerca de I Becchi, le desean
como capellán y están dispuestos a doblar el estipendio; en Castelnuovo también le buscan para vicepárroco. Don Bosco, en
cambio, quiere dedicarse a los muchachos. Va a Turín para hablar con don Cafasso, su confidente, el cual está de profesor en
un Convictorio, donde se perfeccionan los sacerdotes jóvenes. Don Cafasso le dice: " Quédate aquí y estudia algún año más ". y
Don Bosco obedece. Conoce entonces a Bartolomé Garelli el día de la Inmaculada. Don Bosco empieza. Bartolomé Garelli, el
huérfano, el analfabeto, el abandonado, es el primero de sus muchachos. Bartolomé Garelli, vuelve a Don Bosco al domingo
siguiente, pero ya no va solo: lleva consigo otros seis muchachos. No saben nada de Dios. Pero han encontrado un amigo que
domingo a domingo juega con ellos y les cuenta cosas de Dios.
Terminados los tres años de estudio, Don Bosco tiene que salir del Convictorio. Sus muchachos se quedan de golpe en la calle.
Empieza un peregrinar desconsolador. Don Cafasso le aconseja:
-Tome sus bártulos y vaya al Refugio. AIlí necesitan un Director para el Hospitalillo de Santa Filomena. Junto con el
teólogo Borel trabajará en aquella situación, y mientras tanto Dios proveerá indicándole lo que deba hacer por sus
muchachos.
El Hospital de Santa Filomena y el Refugio habían sido fundados en el barrio de Valdocco por una señora de la nobleza, la
marquesa de Barolo, alma buena, mas no fácil a la acomodación. La marquesa ocupa en Turín un lugar sobresaliente. Por sus
salas pasan hombres ilustres: Balzac, Cavour, Lamartine. Autoriza a Don Bosco para reunir a sus pilluelos en un patinillo.
El domingo por la mañana, llegan los muchachos parlanchines e impacientes. Preguntan a cuantos encuentran: "¿Dónde está
Don Bosco? ¿Dónde para el Oratorio? "
Los habitantes de aquel barrio pacífico se asoman enfadados a las ventanas." ¡Qué Don Bosco ni qué Oratorio! ¡Fuera de aquí
grandullones! "
Llega Don Bosco en seguida. Los muchachos le rodean con gritos de alegría.
La habitación de Don Bosco es bastante amplia. Entran todos en ella.
Los muchachos la toman por asalto. Unos se sientan en la cama, otros sobre la mesa, quién por el suelo y quién en el mismo
antepecho de la ventana.
Uno enciende el fuego y el otro lo apaga; aquél barre la habitación sin regarla; éste quita el polvo; todos los objetos andan en
desorden, y los muchachos mayores pretenden ordenarlos y ponerlos en su lugar. Don Bosco mira y sonríe, y sólo recomienda
que no le estropeen nada. Allí se alternan los juegos con la, oración.
Pista de reflexión
 No le faltó a Don Bosco el auxilio de gente pudiente.
 Son mucha la gente de buen corazón y alta posición que ha colaborado con los Salesianos.
Avemaría
SUEÑO DE LOS NUEVE AÑOS
«A los nueve años tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida.
“Me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en
pleno juego. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para
hacerlos callar a puñetazos e insultos.
En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de
arriba abajo; pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó
ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras:
-No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos tus amigos. Ponte, pues, ahora mismo a
enseñarles que el pecado es una cosa mala, y que la amistad con el Señor es un bien precioso.
Aturdido y espantado, dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En
aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba.
Sin saber casi lo que me decía, añadí:
-¿Quién sois vos para mandarme estos imposibles?
-Precisamente porque esto te parece imposible, debes convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia.
-¿Cómo podré adquirir la ciencia?
- Yo te daré la maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y sin la cual toda sabiduría se convierte en necedad.
-Pero, ¿quién sois vos?
-Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día.
-Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto, vuestro nombre.
-Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento vi junto a él a una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes,
como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas
y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano me dijo:
-Mira.
Miré y me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado. En su lugar vi una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y
otros varios animales. La Señora majestuosa me dijo:
-He aquí tu campo, he aquí donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos
con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al
Hombre ya la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor.
En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar.
Pedí que se me hablara de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué quería significar todo aquello.
Entonces ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
-A su debido tiempo todo lo comprenderás.
Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión.
Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por
las bofetadas recibidas.
Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela.
Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: "Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales". Mi madre:
"¡Quién sabe si un día serás sacerdote!". Antonio, con dureza: "Tal vez, capitán de bandoleros". Pero la abuela, analfabeta del
todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva:
"No hay que hacer caso de los sueños". Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño”, en
Obras fundamentales, BAC, Madrid, 1979, pp. 349-351).
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