clínica del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (tdah)

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CLÍNICA DEL TRASTORNO POR DÉFICIT DE ATENCIÓN
E HIPERACTIVIDAD (TDAH) EN EL ADULTO
Eduardo Barbudo del Cura
PLAN DEL MÓDULO:
I. Problemas metodológicos al formular el TDAH en los adultos.
1º. Las formulaciones categoriales actualmente en uso fueron validadas
empíricamente estudiando niños.
2º. Problemas en la validez de constructo y en la validez convergente.
3º. Descuido de los criterios contextuales (supra-individuales y suprapsicológicos).
4º. Énfasis en el déficit de atención y en el carácter residual de la clínica
en las formulaciones oficiales.
II. Las tres perspectivas al definir el TDAH en los adultos: fundamento.
III. Las tres perspectivas.
III.1. EXTRAPOLACIÓN. Psicopatología descriptiva del TDAH en adulto
conforme a la tríada sintomatológica clásica, extrapolada.
III.1.1. Hiperactividad.
III.1.2. Impulsividad.
III.1.3. Déficit de atención.
III.2. MÉTODO DEDUCTIVO (DEL TODO A LAS PARTES).
III.2.1.Teoría general de la Función Ejecutiva.
III.2.2.La Disfunción Ejecutiva, ¿mera comorbilidad del TDAH?
III.2.3.La Disfunción Ejecutiva, substrato esencial del TDAH.
.
III.2.4.La Disfunción Ejecutiva, vía para identificar síntomas de TDAH
de nueva aparición en la edad adulta: el Modelo Híbrido de
Barkley.
III.2.5.Fenómenos por disfunción ejecutiva en los adultos con TDAH
que tienen mayor repercusión funcional.
III.3. MÉTODO INDUCTIVO (DE LAS PARTES AL TODO).
III.3.1.Lo que hemos descubierto sobre clínica y descripción del
adulto con TDAH siguiendo cohortes y viendo estudios
epidemiológicos en población general.
1. La dificultad para referir dificultades es relativa y pasajera.
2. El desempeño académico/laboral es causa de baja autoestima crónica.
3. El estilo internalizador es lo más frecuente y tiene consecuencias psicopatológicas
predecibles.Drogas y conductas adictivas: ¿realmente hay tanto problema?
4. Desajuste social y relacional: ¿por el TDAH o por un Trastorno de la Personalidad?
5. Vulnerabilidad para la depresión y la distimia.
6. La dudosa ubicación fenomenológica de la “ansiedad” y el TDAH.
7. La dudosa ubicación fenomenológica de “lo obsesivo” en el TDAH.
8. Problemas con la conducción de vehículos y las tecnologías modernas.
9. Sexualidad, conductas de riesgo y familia.
III.3.2. Lo que nos enseña el estudio transversal UMASS.
I. PROBLEMAS METODOLÓGICOS AL FORMULAR EL TDAH EN
LOS ADULTOS.
1º. Las formulaciones categoriales actualmente en uso fueron validadas
empíricamente estudiando niños.
Los criterios del DSM-IV, actualmente los más usados en el trabajo clínico y en la investigación, fueron
redactados por grupos de especialistas comprometidos con la Psiquiatría Infantil. La validación se hizo a partir
de estudios empíricos de niños. No se basan en el estudio sistemático de adultos. Pierden sensibilidad, dejan
muchos casos sin diagnosticar. Presuponen que la extrapolación de lo que ocurre en el niño, con ligeros
retoques, tendrá validez en el adulto (McGough, 2004; Barkley, 2009). Los criterios diagnósticos del TDAH en
el DSM-IV han sido calificados como “inapropiados y claramente restrictivos para la población adulta”
(Murphy, 1995). Los estudios clínicos dejan claro que los síntomas del TDAH son más heterogéneos y sutiles
en los adultos que en los niños (DeQuiros, 2001; Wender, 2001); esto animó a varios investigadores a
proponer que, para la evaluación del TDAH en el adulto, se debía usar una mayor variedad de síntomas y de
criterios: en cierto modo así actuó Paul H. Wender (Wender,1981; 1995) al dar tanta relevancia a los síntomas
afectivos (irritabilidad, labilidad emocional, “mal carácter”, etcétera), y en 1994 ya se habían encargado de
ampliar la lista, sin usar ninguna metodología estadística rigurosa, Hallowell & Ratey cuando publicaron su
best-seller: “Driven to distraction”.
La ventaja de los criterios de Hallowell y Ratey (ver la tabla que se facilita en el módulo: “historia del
TDAH en el adulto”) es que estos desglosan dificultades específicas que el DSM-IV pasa por alto o que
apenas menciona como “aspectos asociados” y “trastornos coexistentes”. A pesar de su escasa especificidad
(abundan los criterios que se solapan con los de otros trastornos psiquiátricos) y de una inexistente jerarquía
sintomática o sindrómica, ofrecen un panorama intuitivo en el que se ven fácilmente reflejados los pacientes
(“¡ese soy yo!, ¡cómo lo ha adivinado tan rápido?”, suelen decir sorprendidos, a veces después de años de
peregrinaje por distintos especialistas, con etiquetas diagnósticas variadas y psicoterapias frustrantes).
Russel A Barkley, que en 1995 también se mostraba partidario de ampliar las listas en los adultos,
cambió de parecer después de investigar concienzudamente el problema: en 2008, después de revisar en la
edad adulta a los participantes de la cohorte del Estudio de Milwaukee, y al comparar los resultados con los
de un estudio transversal de adultos que consultaron por primera vez porque creían tener TDAH (estudio
UMASS), Barkley llegó a estas conclusiones: 1) en la población adulta mayor de 25 años es científicamente
válido y riguroso trabajar con una lista de síntomas específicos para esa edad; 2) haciéndolo así se puede
reducir el número de criterios necesarios (o “punto de corte”) para dar por cierto un diagnóstico de TDAH en
un adulto, sin perder sensibilidad, especificidad ni valor predictivo (Barkley, 2008); 3) pasados los 25 años de
edad los cuestionarios autorreferidos por los adultos ganan en fiabilidad tras haberla perdido durante la
adolescencia; 4) el TDAH en la población adulta tiene algunas presentaciones ligeramente distintas de los
síntomas que son cardinales durante la edad infantil, pero sobre todo preserva un núcleo de disfunción
altamente específico: son los síntomas de Disfunción Ejecutiva; 5) el TDAH de los adultos está más depurado
de factores de confusión (trastornos bipolares incipientes, psicosis procesales, otro tipo de problemas…) que
afectan al diagnóstico del TDAH en los niños y los adolescentes (Barkley, 2008).
2º. Problemas en la validez de constructo y en la validez convergente.
En Estados Unidos se han diseñado entrevistas diagnósticas y escalas adaptadas al momento evolutivo
del adulto. Unas veces se basan en el DSM-IV (por ejemplo la ASRSv1-1 de la OMS), con lo que carecen de
fundamento empírico real; otras veces fueron diseñadas para el adulto desde el inicio, pero no tenían
validación adecuada (para la que se debería utilizar una triple comparación, tal como propuso Barkley en
2008: grandes muestras de casos de TDAH verdadero, de controles sanos de la misma comunidad estudiada,
y de controles no-sanos que consultan por sospecha de TDAH sin tenerlo finalmente), ni estandarización fuera
de los EE.UU. (Wender, 1995; Brown, 1996; Conners, 1999). Además se les puede criticar que se mantengan
en un nivel de epifenómenos porque suelen descuidar los síntomas de la Disfunción Ejecutiva, que a día de
hoy se consideran esenciales para entender las dificultades cotidianas de estas personas.
Un ejemplo de problema con la validez convergente y de constructo es la Escala autoaplicada de Utah de
Wender (Wender-Utah Rating Scale, o WURS), que apoya el diagnóstico retrospectivo de un TDAH padecido
en la infancia cuando el adulto que consulta por primera vez no cuenta con tal diagnóstico. Esta escala, de
amplio uso en la clínica española, no está basada en los criterios del DSM-IV: la escala WURS partió de las
investigaciones del Dr. Paul H. Wender con una muestra de adultos muy depurada, a partir de los Criterios de
Utah. Estos criterios fueron diseñados para la investigación y no para la práctica clínica cotidiana, hacen una
exclusión sistemática de trastornos psiquiátricos comórbidos, cuando lo habitual es que un adulto con TDAH
decida acudir a la consulta más por síntomas que son (o se asemejan) a los de estos últimos, antes que por
los síntomas cardinales del TDAH infantil. Los criterios de Utah, y por tanto lo que mide la escala WURS, han
ido distanciándose de las concepciones hoy más aceptadas en torno al trastorno: probablemente identifican a
un grupo de pacientes diferente al que se identifica con los criterios del DSM-IV porque minimiza el papel de la
inatención (sólo aporta 4 de los 25 items en la versión española) y de la hiperactividad, y en cambio
sobrepondera el papel de la impulsividad y de la dimensión afectiva (labilidad, irritabilidad, explosiones de ira,
tendencia a la depresión, temperamento irascible): todo lo que se solapa con los trastornos del espectro
bipolar y con los trastornos de personalidad del “cluster B” del DSM-IV: histriónico, narcisista, borderline y
antisocial. se intentó incrementar la validez con el “criterio B” de Utah, que exige excluir el trastorno afectivo
mayor para diagnosticar el TDAH, pero la progresiva ampliación del mismo concepto de bipolaridad hacia un
“espectro bipolar” (sobre todo la confusa consideración del trastorno bipolar infantojuvenil como una anomalía
posible y básicamente madurativa de las funciones ejecutivas, tal como proponen algunas escuelas) ha
avivado el negocio de las comorbilidades (Biederman, 1991; 1996a; 1996b; 1998b; 1998c; 2004; 2005a).
Cuando utilizamos la escala WURS con pacientes españoles hay que tener en cuenta que la
estandarización en nuestro país se realizó con una muestra de personas adictas al alcohol (RodríguezJiménez, 2001).
3º. Descuido de los criterios contextuales supra-individuales y suprapsicológicos.
El DSM-IV es pertinaz delimitando el TDAH más allá del repertorio sintomático del “criterio A” y del criterio
psicoevolutivo que en el “criterio B” especifica que los síntomas debían estar presentes antes de los 7 años de
edad (algo muy difícil de investigar en los adultos que son diagnosticados del TDAH retrospectivamente, en
base al recuerdo de su infancia). Siempre será poco lo que se insista a los psiquiatras sobre la importancia de
hacer una exhaustiva anamnesis bio-psico-social, que será el único modo de responder honestamente al
“criterio C” (“las alteraciones provocadas por los síntomas se producen en dos o más ambientes”), al “criterio
D” (“deben existir pruebas claras de un deterioro clínicamente significativo de la actividad social, académica o
laboral”) y al “criterio E” (“los síntomas (…) no se explican mejor por la presencia de otro trastorno mental”). El
descuido de estos criterios, frecuente y a menudo interesado, está provocando sobrediagnósticos
(sistemáticos en los EE.UU., anecdóticos y ocasionales en España), pero de forma más frecuente y
preocupante está causando malos diagnósticos que pasan por alto otros trastornos con Disfunción Ejecutiva
severa y síntomas análogos al TDAH: por ejemplo las esquizofrenias latentes y los trastornos bipolares presindrómicos (Elman, 1998; Rubino, 2009), y los deterioros comportamentales adquiridos tardíamente después
de un consumo crónico de substancias adictivas (Pedrero-Pérez, 2011). Con esto los escépticos disponen de
argumentos contra la validez misma del constructo clínico “TDAH”, dando a entender que se basa en una
colección de hallazgos variopinta, inespecífica y superficial, frente a la profundidad que estamos obligados a
presuponer en otras epistemologías no operativizables empíricamente, desde las cuales se escuchan
opiniones condenatorias contra quienes hacen uso del paradigma del TDAH en su práctica clínica: este
obedecería a una ofensiva mundial que trata de medicalizar la infancia y la vida cotidiana (Graham, 2006) a
través de perniciosas drogas estimulantes y escalas diagnósticas que de hecho devienen en prescripciones
morales (Pundik, 2006) o tratan de eliminar las consideraciones “sociales” y “humanas” en la prestación de
servicios de Salud Mental, bajo la presión de políticas economicistas de corte neo-liberal (Timimi, 2004; 2008;
2010; 2011) . Lo curioso es que estas furibundas críticas contra el TDAH no estén siendo dirigidas por igual
contra las demás entidades diagnósticas dimensionales que alteran la funcionalidad de los niños y de los
adultos (depresión, ansiedad, estrés postraumático, estrés a secas, “infelicidad”…) y que también
desembocan en el uso de terapias con potencial “etiquetador”, que cuestan tiempo, dinero y esfuerzo:
fármacos, infusiones, masajes, psicoterapias, etcétera, etcétera, etcétera. Queda por hacerse el estudio que
averigüe por qué a comienzos del siglo XXI en torno a un trastorno neurológico, el TDAH, se configuró una
división de pareceres entre los profesionales, con ásperos cruces de acusaciones de índole moral, como
pocas veces se vio durante el siglo XX con otros trastornos que parecían más proclives a ello (el estrés
postraumático, sin ir más lejos).
4º. Énfasis en el déficit de atención y en el carácter residual de la clínica en
las formulaciones oficiales.
Ni en el DSM-IV-TR ni en la CIE-10 se pudo incorporar una adaptación de los criterios diagnósticos del
TDAH para las personas adultas porque en el año 2000 fecha de publicación del DSM-IV-TR) carecíamos de
estudios empíricos de validación de criterios diagnósticos en muestras de adultos (Spencer,1994;
Murphy,1995; Spencer,1998;Barkley,2008). La tarea se ha llevado a cabo en la década de 2000-2010 y está
previsto que se haga una mención clara al TDAH del adulto como categoría plena (no residual) con rasgos
evolutivos específicos. Será en la 5ª edición del DSM (DSM-V), con fecha programada de publicación en
mayo de 2013. Russell Barkley, a partir del estudio UMASS (Barkley, 2008) ha aventurado unos criterios
altamente específicos (Barkley, 2009), pero no es probable que el resto de la comunidad psiquiátrica admita
tanta audacia. Por ahora seguimos trabajando con unas guías que siguen siendo fieles al modelo atencional
(9 criterios de atención, frente a los 6 de hiperactividad y los 3 de impulsividad) y que entienden la
sintomatología del adulto como un mero residuo de la tríada sintomática infantil, más o menos atenuada y
burdamente adaptada a las nuevas circunstancias (en vez de “colegio” hay que pensar en “trabajo”). E ignoran
los problemas derivados de la Disfunción Ejecutiva, que a menudo son el problema principal durante la edad
adulta. Esto condiciona el ejercicio clínico, en el que los síntomas de TDAH pasan necesariamente
inadvertidos en la consulta si el sujeto no menciona sus antecedentes (si estaba bien diagnosticado en la
infancia, cosa rara en España), o si el clínico no los detecta porque no está habituado a sospechar que estos
pueden estar operando por detrás de otras quejas.
II. LAS TRES PERSPECTIVAS AL DEFINIR EL TDAH EN LOS
ADULTOS: FUNDAMENTO.
Cuando el adulto que acude a la consulta fue diagnosticado de TDAH en la infancia, la explicación y la
búsqueda de problemas tienen el camino despejado: quizás demasiado despejado (Pearl, 2001), con riesgo
de obviar otros posibles problemas somáticos (por ejemplo un Síndrome Velocardiofacial con baja
expresividasd como factor etiológico, o una obesidad mórbida por un síndrome de Prader-Willi o por hacer uso
“adictivo”, “disejecutivo” e impulsivo de la comida…), neurológicos (un síndrome de Tourette leve, un problema
de mala coordinación con tendencia a las caídas…), trastornos psiquiátricos “comórbidos” (trastornos del
control de impulsos, trastornos del espectro ansioso, distimia…), toxicológicos (dependencia del tabaco, sobre
todo, y a veces también consumo perjudicial de otras substancias: pero asimismo hay vulnerabilidad para
experimentar reacciones paradójicas a las benzodiazepinas e “intoxicaciones patológicas” idiosincrásicas con
dosis bajas de alcohol…), conflictos de índole psicorreactiva (baja autoestima rasgos obsesivos
compensadores crónicamente, y de forma aguda diagnósticos de “trastorno adaptativo” conectado con
dificultades sociales concretas…), de índole interpersonal (problemas de pareja, mala gestión del tiempo
familiar, etcétera, que se codifican en el eje IV del diagnóstico psiquiátrico multiaxial) y índole social (conflictos
con los amigos, conflictos laborales y judiciales, accidentes…, también para el eje IV).
A menudo las complicaciones se han ido sumando conforme el individuo seguía su desarrollo
neurobiológico, que es intenso hasta los 25 años pero después nunca finaliza del todo. Desde perspectivas
supra-psicológicas y supra-individuales, esas dificultades seguirán
sumándose durante el “desarrollo”
(concepto psico-social), que asimismo podemos ver como un “ciclo vital” (concepto socio-psicológico) y una
“existencia” (concepto filosófico aplicado en las psicoterapias “humanistas”). Las dificultades se derivan de los
retos de la vida que el individuo afronta, y podemos entender su “vida” como un equilibrio dinámico entre
“cambio” y “continuidad” que es narrado como “ciclo vital individual”, que está engranado en un “ciclo vital
familiar” (todavía abordable desde nuestra profesión) y en un “ciclo histórico-social” que trasciende las
competencias de nuestra profesión pero que conviene no perder de vista. Hay reestructuraciones siempre,
durante toda la vida, hay épocas de mayor oscilación (“crisis del desarrollo” más o menos normativas y
universales) y épocas de estabilidad (“etapas evolutivas” más o menos normativas y universales), hasta que
envejecemos y luego morimos. Si perdura la vulnerabilidad neurobiológica (es decir, el TDAH clínicamente
definido, pero también su substrato patogénico cuando sólo queda sintomatología por debajo del umbral de
detección clínica), también perdura un mayor riesgo de experimentar “crisis del desarrollo” más intensas y
complicadas. Y de que se añadan “crisis por desgracia inesperada” y “situaciones vitales estresantes” en
mayor proporción que la observada en gente sin esa vulnerabilidad específica (Falicov, 1988; Joselevich,
2004).
El adolescente con TDAH que se hace adulto casi siempre mostrará rasgos de personalidad llamativos.
En gran medida serán signos de TDAH y/o del substrato de Disfunción Ejecutiva. También habrá casos con
un genuino Trastorno de la Personalidad, conforme a los criterios del DSM-IV, con algo más de frecuencia que
en la población general: pero con mucha menos frecuencia de lo que aparenta una primera impresión al
trabajar con población clínica. Esto es importante recordarlo para no sobrediagnosticar “comorbilidades” ni
infradiagnosticar el TDAH en la edad adulta. En los casos de verdadera “comorbilidad” caracterial los
problemas del individuo desbordarán la capacidad explicativa y curativa de los modelos psicoterapéuticos
convencionales, pero tampoco habrá un resultado satisfactorio con el manejo adecuado del caso como si sólo
hubiera TDAH; esto lo comprobamos cuando ciertas dificultades (pero no otras, que sí deben mejorar)
persisten tras instaurar el tratamiento farmacológico y conductual óptimo, mientras que se obtienen grandes
mejorías en la funcionalidad psico-social con intervenciones sociales, ambientales, educativas y
psicoterapéuticas.
En España no tenemos la tradición diagnóstica de los Estados Unidos, donde la controversia sobre el
aumento del autodiagnóstico y del sobrediagnóstico del TDAH entre adultos ya pertenece a la cultura popular.
En España domina el infradiagnóstico en la edad adulta, y esas personas suelen visitar las consultas de
psiquiatras, psicólogos, médicos generales y otros especialistas motivados por otros diagnósticos
“comórbidos” que “se resisten” a los tratamientos convencionales. También ocurre con frecuencia la pérdida
del diagnóstico, y por tanto del tratamiento adecuado, cuando el joven deja de ser atendido por los pediatras o
los servicios de salud mental infanto-juveniles y pasa a ser atendido por los servicios de salud mental de
adultos, que apenas contemplan la posibilidad del TDAH después de la adolescencia y a menudo entran en
abierta hostilidad doctrinal contra todo lo que significa este diagnóstico. El resultado es la dispersión de los
datos del paciente entre varias historias clínicas inconexas, la acumulación de diagnósticos cambiantes y una
historia de tratamientos farmacológicos que parecen contradictorios e inefectivos. También acontece un sesgo
metodológico que potencia la búsqueda y el trabajo terapéutico con las narrativas personales del individuo, de
una índole psicorreactiva, sociorreactiva o subjetivizante que se autoproclama exenta de la responsabilidad
profesional y ética de detectar y tratar con los condicionantes neurobiológicos actuales del paciente, y que en
consecuencia pasa por alto las dificultades concretas, cotidianas, sutiles pero graves, que permitirían entrever
el TDAH: porque se las estima “superficiales”, distractoras o “defensivas”. Todavía es frecuente oír respuestas
de este tipo entre los/as colegas, como si el predecible tono de audacia rebelde (y de superioridad moral)
pudiera esconder las varias falacias que aglutinan se en una sola sentencia: “¡pero si el TDAH no existe, yo
nunca he visto uno en la consulta y los que me han llegado con ese diagnóstico tenían otra cosa!: lo que a
esta paciente realmente le pasa es…”. Etcétera.
Los frecuentes casos de adultos que buscan ayuda pero están “descolgados” del modelo de intervención
que permitiría un diagnóstico de TDAH y acuden por primera vez al médico general, no al psiquiatra (Kendall,
2008; Feifel 2008a,b; Rostain, 2008; Culpepper,2008), nos obliga a redefinir la clínica de los adultos con
TDAH desde:
A. Las coordenadas psicoevolutivas de la edad adulta, para profundizar en la psicopatología
descriptiva cuando extrapolamos la tríada sintomática clásica (es decir, los criterios diagnósticos
oficiales) a esa edad.
B. El substrato neuropsicológico que permitiría deducir todo lo demás, incluida la tríada sintomática
clásica, sin la obligación de atender a la suma estandarizada de “criterios diagnósticos operativos”, cosa
necesaria para trabajar con casos atípicos, de sospecha, de baja expresividad, o diagnósticamente
“residuales” pero suficientemente disfuncionales.
C. El perfil de las “comorbilidades”
y de los problemas psicosociales específicos que se han
correlacionado estadísticamente con el TDAH, que permitirán sospechar el trastorno cuando el
paciente consulte por otros problemas; perfilar unos “tipos característicos” (clínicos o sociológicos) de
adultos con TDAH que faciliten la sospecha diagnóstica en las consultas no especializadas; definir mejor
los ámbitos de afectación y el grado de repercusión funcional y malestar (criterios C y D), si se prosigue el
diagnóstico riguroso del TDAH; y detectar de forma sistemática las dificultades y las fortalezas del
individuo para definir futuros focos de intervención terapéutica.
Tabla 1. Dificultades para reconocer y diagnosticar el TDAH en los adultos:
x Muchos adultos no han recibido el diagnóstico en la infancia.
x El TDAH es un trastorno sutil, y esa sutileza es más difícil de detectar en la edad adulta
si no se detectó en la infancia, porque las dificultades crónicas ya pueden haber sido
compensadas, camufladas o tratadas como otra cosa. La sutileza se debe a:
9 Es un trastorno dimensional.
9 El curso es crónico, no-episódico, sin momento de inicio señalable. Cuando
eclosiona el malestar, este ocurre porque algún cambio situacional desequilibra el
balance que el sujeto había alcanzado temporalmente entre las exigencias
ambientales y el déficit individual, hasta entonces compensado. Si la terapeuta no
tiene sensibilidad para sospechar el TDAH, es probable que los síntomas sean
exclusivamente atribuidos a lo situacional y que se lo diagnostique de “Trastorno
Adaptativo”, o de no tener ningún trastorno en absoluto.
9 El diagnóstico formal del TDAH está sometido a más exigencias que otros
trastornos: consideraciones evolutivas (edad), situacionales (dos o más ambientes)
y de funcionalidad social (malestar significativo, desadaptación): criterios B,C y D.
x Muchos adultos acuden arrastrando otros diagnósticos diferentes al TDAH, por error
diagnostico o por comorbilidad real, que hacen temer la consecuencia de un tratamiento
con psicoestimulantes o antidepresivos (trastornos de espectro bipolar, dependencia de
cocaína), o que hacen dudar del diagnóstico mismo de TDAH (sobre todo si se siguen
criterios estrictos de investigación altamente específicos, como los de Utah-Wender).
x El TDAH es un trastorno del neurodesarrollo y de la neurocognición. Ambos
aspectos cambian con el paso de la infancia a la edad adulta, y luego también siguen
cambiando algo durante el paso de los años. La expresión de los síntomas del TDAH se
ve modificada por ello.
x El TDAH es un tratorno que afecta al sujeto durante toda su vida, y por tanto se entrelaza
con su “ciclo evolutivo” individual y familiar. Las variaciones normales, propias del
ciclo evolutivo y de las “crisis del desarrollo” esperables, afectan a la expresión de los
síntomas del TDAH.
x El doble carácter evolutivo en cuestión (del TDAH como tratorno neuroevolutivo, y del
sujeto inmerso en un “ciclo vital”) hace que la emergencia de síntomas y de disfunciones
dependa muchas veces de la compleja interacción con los retos del ciclo vital (por
ejemplo, habrá más disfunción percibida coincidiendo con las “crisis del desarrollo”
normativas, como la entrada en la adolescencia o el nacimiento del primer hijo) y con las
demandas ambientales. Algunos adultos encontrarán “nichos relacionales” (por
ejemplo, un cónyuge especialmente juicioso que como tal pueda tolerar los síntomas del
TDAH de su pareja) y “nichos laborales o sociales” cuyas exigencias se adaptarán al
nivel de desempeño de sus funciones ejecutivas, permitiéndoles disimular los síntomas el
tiempo que dure la acomodación al “nicho”.
x A lo largo de la vida los pacientes encuentran formas de compensar sus dificultades y
sus síntomas, bien a través de un uso efectivo de agendas y de otros instrumentos
recordatorios, bien porque se vinculan a personas que les ayudan a compensar aquellas
áreas más dañadas (pareja, entrenador, jefe, compañero de trabajo, secretario, etc).
x La “comorbilidad” puede ser frecuente y severa, y cuando se pone en primer plano
camufla el TDAH y retrasa su detección.
x El paradigma del TDAH todavía no ha penetrado en el ámbito de los servicios de salud
mental para adultos, y tampoco en los modelos convencionales de psicoterapia. Al
desconocimiento se suman las posiciones doctrinales que niegan la posibilidad de este
diagnóstico.
III.LAS TRES PERPECTIVAS.
III.1. EXTRAPOLACIÓN.
Tabla 2. Cambio de los síntomas clásicos del TDAH en la edad adulta.
Se trata de hacer una Psicopatología Descriptiva del TDAH en el adulto conforme a la tríada
sintomatológica infantil clásica, haciendo la extrapolación de esta con arreglo a las diferencias más notorias
que pueda haber entre la idea de “el adulto” y la idea de “el niño”. La extrapolación es el método que hoy
siguen los manuales diagnósticos DSM-IV-TR y CIE-10. Otros intentos de listado semiológico para adultos
también usan este procedimiento (los criterios de Utah de Wender, por ejemplo, no son tan sofisticadamente
adultomorfos como se pretendían). La psicopatología aparece como un mero residuo, atenuación o reajuste
de la clínica que había sido definida en los niños (la tríada sintomática clásica) a las nuevas circunstancias del
“ciclo vital”, que es reducido a una idea “el adulto”. Es decir: el “ciclo vital” o “desarrollo evolutivo”, que en
puridad alude a un proceso continuo divisible en etapas, se queda en una dicotomía: niños/adolecentes o
adultos. Es una maniobra simple, relativamente efectiva para afrontar con rapidez la reciente constatación de
que el TDAH no se termina en la adolescencia. Sin embargo tiene algunos efectos indeseados, como el
infradiagnóstico y/o el desvío diagnóstico hacia otras categorías: trastornos adictivos, trastornos de la
personalidad, trastornos afectivos (mono y bipolares, sobre todo distimia), trastornos del espectro ansioso
(trastorno por pánico, por ansiedad generalizada, por estrés postraumático…), trastornos adaptativos y
trastornos del control de impulsos.
Nótese que al hacer la dicotomía entre lo infantojuvenil y lo adulto se pasa por alto la singularidad
patoplástica de la adolescencia, que se infantiliza. Pero hay más: la edad adulta dista mucho de ser una etapa
única y eludimos la realidad si la definimos en términos estáticos. El paso a la mayoría de edad antropológica
(entre los 14 y los 35 años, según cada grupo cultural y su particular “rito de pasaje”) no coincide con el paso
a la mayoría de edad legal (entre los 18 y los 21 años, según cada país); sendos pasajes condicionan
maneras inusitadas de pensar, de sentir y de comportarse por mecanismos socio-culturales, más que psicobiológicos. Esas edades tienen un solapamiento asíncrono con la mayoría de edad biológica, en la que se
estabilizan los rasgos de la personalidad, el crecimiento corporal, los pulsos hormonales y el desarrollo
cerebral (alrededor de los 25 años). Tampoco encajan bien con la mayoría de edad en el “ciclo vital familiar”,
que aun teniendo un rango de tiempo amplio (esto es debido a los numerosos condicionantes socio-culturales)
se puede ubicar entre los 25 y los 35 años en los países occidentales porque esta es la edad en la que los
jóvenes salen definitivamente (no es una mera intentona) del grupo familiar en el que se criaron, al conseguir
la primera fuente de ingresos suficientemente cuantiosa y estable o porque han formalizado de algún modo
una relación íntima de compromiso orientada al largo plazo. Por supuesto que hay más etapas en el adulto:
estas hacen que un patrón de emociones, cogniciones, conductas y reacciones interpersonales, que en
apariencia permanecían estables al pasar el tiempo (eso que llamamos “personalidad”, o más exactamente:
“carácter”), en gran medida obedezcan a poderosos condicionantes supra-individuales propios de la “etapa del
desarrollo” que se está atravesando, la cual mudará y consigo se llevará una parte de lo que parecía
inamovible en el carácter del individuo. Por ejemplo, habrá grandes diferencias de presentación social y de
regulación afectiva entre un adulto emancipado con pareja estable sin hijos, y ese mismo adulto tiempo
después durante la etapa que abarca el nacimiento del primer hijo (una verdadera “hecatombe existencial”
que transforma al sujeto, según los estudiosos del “ciclo vital”) y la llegada a la adolescencia del hijo mayor. Y
con respecto a ese mismo adulto años después, durante la “fase de lanzamiento” al mundo extrafamiliar del
último hijo post-adolescente en la que simultáneamente acontece un re-encuentro con la pareja en soledad
(Carter & McGoldrick, 1999).
Ninguna precisión evolutiva fiel a la realidad ha sido contemplada por los modelos diagnósticos y
terapéuticos que dominan la Psicología y la Psiquiatría. A este respecto, con el TDAH ocurre igual que con
los demás trastornos mentales y del comportamiento, por lo menos hasta que se edite un DSM-V que se
anuncia más sensible con los factores de “ciclo vital” en el proceder diagnóstico. De hecho el TDAH es uno de
los pocos trastornos en los que se ha investigado de forma empírica, sistemática, con grandes muestras, con
grupos-control y con replicación de los estudios, la variación de los fenómenos ligados al TDAH conforme a
tres grupos de edad: infancia, adolescencia y edad adulta. Esta división es todo un logro de la Psiquiatría,
pero todavía resulta simplista con un trastorno endógeno (con gran carga neurobiológica y genética) y a la vez
muy sutil. ¿Qué quiero decir con sutil?:
a) Porque, a diferencia de la esquizofrenia y del trastorno bipolar, la afectación sintomática que produce es
dimensional. La investigación no puede probar un “punto de corte” entre la normalidad y el trastorno,
aunque los criterios diagnósticos operativos, basados en la suma de síntomas-clave enlistados, nos
produzcan esa ilusión.
b) Porque no tienen un momento de inicio señalado (no hay la “ruptura biográfica” que ofrecen las psicosis,
por ejemplo), y porque es de curso crónico y no-episódico. Al carecer de episodios agudos con
sintomatología específica se hace más difícil la autopercepción y la captación externa de disfunciones,
pues no hay “cambio” inmediatamente observable. Cuando eclosiona el malestar, este ocurre porque
algún cambio situacional desequilibra el balance que el sujeto había alcanzado temporalmente entre las
exigencias ambientales y el déficit individual, hasta entonces compensado. Si la terapeuta no tiene
sensibilidad para sospechar el TDAH, es probable que los síntomas sean exclusivamente atribuidos a lo
situacional y que se lo diagnostique de “Trastorno Adaptativo”, o de no tener ningún trastorno en absoluto.
c) Porque al intentar diagnosticarlo con los criterios oficiales, y al querer probarlo ante colegas, nos topamos
con más exigencias que en otros trastornos que también son dimensionales, crónicos y no-episódicos
(como la ansiedad generalizada y la ansiedad de separación, por ejemplo): exigencia de marcador
evolutivo (edad-límite de aparición: antes de los 7 años), exigencia de marcadores situacionales (al menos
dos ambientes problemáticos) y exigencia de marcadores sociales (funcionalidad y malestar significativos
en esos ámbitos). Son los controvertidos e importantísimos criterios B, C y D del DSM-IV.
III.1.1.Hiperactividad.
Habitualmente la hiperactividad parece desvanecerse durante la adolescencia, y por eso se ha dicho que
es el síntoma que más cambia con la edad. Los estudios demuestran, no obstante, que tanto la hiperactividad
como la impulsividad infantiles se vuelve menos evidentes con el paso de los años, pero no desaparecen: se
tornan en sensaciones internas de inquietud, ansiedad y desazón. El sujeto sigue siendo inquieto pero es
capaz de permanecer sentado y de adecuarse mínimamente a los contextos sociales que así se lo exigen.
Pero siempre le costará relajarse en el asiento. La hipercinesia tiende a contenerse (“internalización”), a
compensarse (vinculación con personas que ejercen una función correctora o de relleno de la disfunción:
pareja, amigos, superiores, etc) y a desviarse hacia conductas aparentemente intencionales y pragmáticas,
pero que de hecho están poco planificadas a largo plazo y apenas ofrecen beneficios adaptativos (ejercicio
físico solitario y poco reglado con apariencia de deporte compulsivo, o conducir el automóvil sin rumbo, por
ejemplo).
Algunos adultos con mayor capacidad de introspección reconocen que su inquietud infantil ha cambiado
de naturaleza, tornándose más sentida que actuada, más fina que desbocada, y más propositiva: siguen sin
soportar la inactividad por un largo período, de modo que la hipercinesia grosera, aparentemente extinta, de
hecho se encauza en ocupaciones y aficiones en las que estar permanentemente activo sea una necesidad.
Si su trabajo no les proporciona la oportunidad de desplegar toda la hiperactividad buscarán el pluriempleo y
las aficiones complementarias. Algunos casos de “adicción al trabajo” se deben a un TDAH. El pluriempleo y
el exceso de actividades lúdico-sociales son frecuentes, sin que haya un estado hipomaníaco de por medio,
sino más bien una queja permanente de agotamiento y de ansiedad que no llegan a poner en relación con su
hiperactividad, es decir: la asunción de esas actividades suplementarias no es del todo consciente ni
planeada, y eso explica que finalmente el adulto con TDAH se queje de estar sobrecargado, presionado,
estresado, ansioso por el exceso de preocupaciones y de obligaciones, aprensivo con el futuro, temeroso de
no poder cumplir con los plazos previstos: el cansancio y la ansiedad anticipatoria, la baja autoestima
resultante, así como el curso crónico y diariamente sostenido de la sobrecarga de actividad (es un estilo de
vida, un rasgo del carácter, no un fenómeno episódico ni vinculado con un estado expansivo del humor)
permiten diferenciar al adulto con TDAH del adulto con trastorno del espectro bipolar. Las previsibles
experiencias de agotamiento y de fracaso sociolaboral serán motivos frecuentes de consulta por síntomas de
apariencia ansiosa y depresiva, que el paciente no siempre será capaz de poner en relación con su peculiar
estilo de vida. Algunos no entienden por qué se los valora tanto en el trabajo: pues los adultos con TDAH, si
están ubicados en el puesto adecuado, suelen ser altamente productivos (pero a la vez creen que no se
merecen tal valoración, que son “un fraude”, y eso malogra su integración y su ascenso laboral). Otros, al
contrario, no se explican por qué en su lugar de trabajo suscitan tanto rechazo entre los superiores y los
compañeros, puesto que depositan todo su empeño en la labor: no ven que su exceso de movimientos por
unidad de tiempo trabajado agobia a los demás y es ineficiente, máxime si se añaden problemas de
impulsividad y errores en el plan ejecutivo, que terminan por afear el resultado final óptimo que habían
esperado.
Los adultos con TDAH buscan profesiones y actividades de ocio que armonicen con el síntoma, tienen
vocación por las “profesiones movidas”: cierto tipo de deportes, danza, actuación, situaciones de riesgo y
acción, eligen trabajar donde otros no lo desean (las urgencias médicas y sociales, el comercio y la hostelería,
el desplazamiento continuo sin oficina fija…). Se van a la cama tarde pero les cuesta madrugar: puede haber
trastornos en la arquitectura del sueño (un “trastorno de la fase del sueño”) pero es más habitual que haya
una simple mala higiene del sueño y descontrol de horarios por acumulación de tareas al final de la jornada.
Pueden madrugar entusiastas si se les ofrece un día promisorio de novedades, o de lo contrario tener serias
dificultades para salir de la cama si sólo asoma la monotonía cotidiana: pero no describen una depresión
inhibida ni una hipersomnia, y esto lo diferencia del trastorno afectivo estacional y de la depresión
endogenomorfa, tanto típica como atípica (siendo esta última la más próxima a lo bipolar). Si se ven obligados
a permanecer en la cama por una enfermedad vulgar sienten que enloquecen, y acaban enloqueciendo a los
que les asisten.
Algunos sólo se sienten satisfechos con la jornada si han hecho montones de cosas distintas o han
desplegado una intensa actividad física, pero si están desmoralizados, o si la disfunción ejecutiva es muy
severa, suelen contar que están completamente inactivos, que “no hacen nada” (sí que hacen: menudencias
que les distraen y de las que luego no se acuerdan). Esto puede ser erróneamente calificado de anhedonía,
inhibición psicomotriz o apatía, dando ocasión a un mal diagnóstico de depresión.
Muchos no toleran actividades sedentarias y monótonas como mirar la televisión, una sesión de cine o de
teatro, leer un libro; sin embargo pueden desempeñar con habilidad prodigiosa durante horas, sin inquietud,
alguna actividad monótona que conecte con sus particulares intereses y les conceda sensaciones de
novedad, de gratificación inmediata renovada, y de dominio sobre la materia; este fenómeno de
hiperfocalización paradójica de la atención sostenida dejará perplejos a quienes les rodeen y provocará dudas
sobre su déficit, que a menudo será tachado con aspereza de vagancia, capricho o falta de voluntad.
De todo modo persiste cierta inquietud subjetiva crónica, a menudo descrita como desazón, que suele ser
confundida con un Trastorno de Ansiedad Generalizada (TAG).
La captación de la hiperactividad exige una observación atenta durante varias consultas sucesivas.
También la confianza ganada del paciente hará que este se esfuerce menos en disimular el síntoma.
Conviene incorporar en el plan de las primeras citas una premeditada dilatación del tiempo de espera, antes
de pasar a consulta, hasta impacientarlo, así como lapsos de monotonía y dilatación del tiempo de diálogo
durante la sesión: pues el paciente es capaz de contener los síntomas a voluntad durante largo rato durante
los contextos de evaluación, pero no durante demasiado rato. Si seguimos este plan veremos que la
hipercinesia no desaparece en los adultos, ni es tan “internalizada” como decimos: simplemente se encauza
un modo más prosocial que en la infancia, pero precariamente. Cuando acaba emergiendo en la consulta,
vemos esto: el adulto gesticula con ampulosidad creciente mientras habla; poco a poco empieza a manipular
pequeños objetos de la mesa (toquetea lápices, hace pelotillas de papel…); tamborilea la mesa con los dedos;
se atusa el cabello y la vestimenta como si tuviera tics; se despereza, se mece, se arrellana o se retuerce en
el asiento; balancea las piernas; profiere peroratas cada vez más prolongadas que se alternan con súbitos
comedimientos ante la reconvención del explorador, de hecho suelen encajar estas llamadas de atención con
vergüenza y luego con agradecimiento, como si intuyesen que el descontrol durante la conversación es uno
de los problemas que necesitan tratar: prueba de que no operan “defensas maníacas” ni verborreas
defensivas de tipo paranoide, ni otros afanes de control omnipotente de la relación con su terapeuta.
A veces la hipercinesia es ostensible desde el principio: el sujeto desinhibe su discurso y tiene llamativas
pérdidas del hilo argumental, emite comentarios fuera de lugar, utiliza un vocabulario progresivamente menos
comedido, suelta algún taco y se levanta precipitadamente de la silla al interpretar como despedida algún
ademán del entrevistador, pero no subyace en todo esto un humor expansivo, tampoco está irritable con
nosotros, no le hacen gracia ni le dejan indiferente ni le producen orgullo sus desviaciones, de hecho profiere
quejas de fatiga y desmoralización a diferencia de la persona con hipomanía.
La hipercinesia ha ocupado tradicionalmente un segundo plano respecto al déficit de atención en las
formulaciones teóricas y diagnósticas; sin embargo nosotros pensamos que constituye la pista clave e
inconfundible de la disfunción neurológica, es decir corporal, del TDAH: no está mediada por procesos
mentales simbólicos, no es totalmente voluntaria ni involuntaria (como los tics), no subyacen escisiones de las
representaciones objetales ni disociaciones yoicas (a diferencia de los verdaderos trastornos de la
personalidad con organización “fronteriza”); tampoco subyace un estado afectivo de curso episódico, o fásicorecurrente, con signos vegetativos y psicomotrices de endogenicidad. Por supuesto, no debe ser una
estereotipia ni una perseveración motora ni un manierismo que acompañen a otros signos propios de un
síndrome psicoorgánico o de una esquizofrenia.
La relación entre hipercinesia y ansiedad es compleja (luego lo explicaremos con más detalle). La
hipercinesia puede ser egosintónica y aparecer en solitario. Otras veces se asocia con ansiedad, y por tanto
con malestar secundario (a la ansiedad, no a la hipercinesia en sí). Lo importante es evitar confundir la
hipercinesia y la ansiedad a fin de hacer un diagnóstico final correcto: para ello habrá que explorar el correlato
vegetativo y subjetivo (afectivo y cognitivo) de la hipercinesia que estamos observando. Es sorprendente
cómo algunos adultos extremadamente inquietos, y a la vez desmoralizados, afirman con rotundidad que en
ese momento no se están sintiendo ansiosos ni inquietos, sino más bien apagados y poco energéticos (Weiss
& Hechtman, 1999; Joselevich, 2004; Barkley, 2008)
La impulsividad y el déficit de atención, en tanto que hallazgos fenomenológicos (no como objetos de
estudio empírico y estadístico sobre grandes muestras de casos), son mucho menos específicos que la
hipercinesia. El valor diagnóstico-fenomenológico de aquéllos está en alza porque son más fáciles de percibir
en poco tiempo. La captación de la hipercinesia del adulto con un TDAH, carente de planificación primaria y
de un correlato ideoafectivo, exige a los profesionales gastar más tiempo de consulta y manejar con pericia el
ritmo de la entrevista.
III.1.2. Impulsividad.
En tanto que síntoma (otra cosa sería su consideración como objeto de la investigación básica, donde
adquiere la polisemia y el carácter dudoso y problemático que más adelante señalaremos en la idea del déficit
de atención) la impulsividad es la dificultad para inhibir una respuesta inmediata ante un estímulo novedoso.
Este síntoma ha tomado relevancia diagnostica y teórica en las dos últimas décadas. Su papel había sido
eclipsado: primero por la dominancia descriptiva que el signo de la hipercinesia mantuvo hasta los años
1970s; luego por el auge de la Teoría Atencional de Douglas, que se difundió a partir del DSM-III acaparando
el debate durante los años 1970s y 1980s.
La impulsividad como síntoma ganó protagonismo cuando en los años 1990s se popularizó el modelo
teórico de la Disfunción Ejecutiva para dar fundamento fisiopatológico del TDAH (Artigas-Pallarés, 2009). No
era casualidad que este cambio de modelo coincidiese en el tiempo con un reconocimiento de la persistencia
del TDAH en la edad adulta por sectores profesionales cada vez más amplios, pues la impulsividad es el
síntoma que menos se adapta al paso de la edad, es de los que más incapacita al joven cuando este sale del
entorno protector que lo compensa en la infancia (Weiss y Hechtman, 1993; Barkley, 1997; Barkley, 2008). De
los tres epifenómenos que componen la “tríada sintomática clásica” es el que nos transmite de manera más
inmediata la supuesta Disfunción Ejecutiva
El adulto impulsivo no será tolerado por los demás igual que cuando era niño. Por la impulsividad perderá
oportunidades, sufrirá serios reveses sociales y familiares, y en algunos casos también legales. Un niño
impaciente, enojoso, tendente a las rabietas cuando no se satisface de inmediato su deseo, puede ser
tolerado en un entorno familiar que compensa el déficit con una crianza confiable, estructurada e insistente.
En la edad adulta las decisiones irreflexivas, tales como los cambios súbitos de trabajo y de relación, las
infidelidades, las conductas temerarias al volante, las adicciones y las explosiones de ira, no contarán con la
mirada benévola que antaño el sujeto obtuvo de unos padres y de unos profesores armados de paciencia.
En aras de la empatía y de la alianza terapéutica conviene recordar que una persona con
demasiada impulsividad pocas veces tiene conciencia plena del problema. Suele ignorar todo el alcance
de su gravedad hasta que sufre las consecuencias de manera contundente o irreversible, no sin antes haber
atravesado épocas en las que ve injusto el rechazo social de sus conductas impulsivas. Que un individuo sea
percibido como demasiado impulsivo depende en buena medida de su contexto social, y eso explica que
tantos adultos con TDAH tomen por primera vez conciencia de que tienen una dificultad cuando cambian de
barrio, de trabajo o de medio social. Esto también dificulta el puntaje de los criterios C y D que exige el DSMIV para diagnosticar un TDAH. Los márgenes de tolerancia social hacia los rasgos del temperamento pueden
ser muy amplios y estar determinados por factores socioeconómicos. No es lo mismo actuar en un circo que
pasarse todo el día sentado en un despacho individual realizando labor administrativa; la existencia da un
vuelco si el eficaz viajante de comercio es ascendido para coordinar todo un equipo de vendedores desde el
sillón de la oficina; los modos que alguien despliega con ese grupo de amigos que formó jugando al fútbol
aficionado no serán tolerados tan bien si se muda a un distrito de gente sedentaria, intelectual y flemática. En
la sociedad moderna estos contrastes se acentúan debido que ya no hay un criterio único para el decoro,
gracias a la dispersión y a la heterogeneidad social que nos ha dado la vida urbana. Por eso a menudo se
confunde la impulsividad con la creatividad, la espontaneidad, el potencial de autorrealización, el vitalismo y la
satisfacción inmediata de los deseos (que suelen ser deseos consumistas, y no por casualidad). El control, la
previsión y la reflexión sobre uno-mismo-en-relación-con-otros son tareas difíciles para el niño hiperactivo si
este no cuenta con reforzadores externos adecuados, suficientemente buenos, seguros, predecibles y
coherentes conforme pasa el tiempo. El adulto impulsivo necesita para sobrevivir, en mayor grado que otras
personas, la función estructurante del Yo que será ejercida por una figura de apego segura, confiable,
ordenada y con un grado razonable de altruismo. Si es que la encuentra. Mezclando terminología de la Teoría
del Apego (Franc, 2009) y de la Neurociencia, a eso yo lo llamo: apego hacia una corteza prefrontal
auxiliar.
Hoy se cotiza poco el ejercicio de esa función auxiliar del Yo-individual-en-relación-actual (actual es decir:
no sólo la que fue internalizada durante la infancia). Antaño esa función auxiliar la ejercían los allegados (la
familia, la pareja, los amigos, los vecinos, los compañeros de trabajo) y las relaciones clientelares (el cura de
pueblo, los gremios, las cofradías, las camaraderías sindicales, etcétera), en parte porque gozaba de relativa
buena prensa y en parte porque era uno de los hábitos que componían los sistemas de socorro mutuo de
unas sociedades civiles todavía poco engranadas en la maquinaria del Estado moderno. Sin embargo durante
los siglos XIX y XX las sociedades económicamente desarrolladas han tendido poco a poco a desacreditar
esta función cuando es ejercitada por los individuos particulares. A su vez los estados, con instituciones
mediadoras impersonales, la asumen, la monopolizan: pues tácitamente les ha sido delegada por unas
ciudadanías que creen poder desentenderse del bien común. Así han prosperado las profesiones de control,
vigilancia anónima y normalización en las que hoy día depositamos la función auxiliar del Yo-individual-enrelación-actual: psicólogos, psiquiatras, pedagogos, terapeutas, trabajadores sociales, educadores, jefes de
personal, policías, jueces… (Foucault, 1975). Ningún estudio sistemático ha probado que la alienación de la
responsabilidad individual (lo que es decir responsabilidad colectiva) esté incrementando la capacidad de
autocontrol de los ciudadanos. Algunos psicoterapeutas (Carter & McGoldric, 1999) y pensadores sociales
(Curtis, 2002) han aventurado que más bien sucede lo contrario. Dentro de este magma de observaciones
socialmente críticas han germinado buena parte de los argumentos escépticos que vienen a explicar el TDAH
como producto de la sociedad y de la cultura, sin un firme substrato neurobiológico que sustente su validez de
constructo (Timimi 2004, 2010, 2011; Graham,2006). Hay evidencia empírica de que el factor social influye en
la patogenia y en el hábito diagnóstico del TDAH…, igual que en cualquier otra enfermedad, psiquiátrica o no
psiquiátrica. Cuando se ha puesto a prueba la capacidad explicativa de las hipótesis sociogénicas se ha visto
que, si bien el factor social tiene un peso considerable, este sólo predice una porción del fenómeno total. Y lo
que es más importante: este opera en interacción con los factores psicobiológicos. La medida de los
trastornos mentales individuales en función de los contextos sociales es posible, pero no refuta el modelo
neuropsicológico de la Disfunción Ejecutiva: lo acredita más (Pinker, 2002; Barkley, 2008; Ramos-Loyo, 2011).
El adulto con TDAH contiene e “internaliza” algo la impulsividad motora que de niño fue indiscriminada. Se
suele acomodar a las posibilidades limitadas que le ofrece la vida urbana en una sociedad compleja, y por
tanto concentra la búsqueda de satisfacciones rápidas en las conductas verbales, que son situaciones
cotidianas estimulantes, inmediatas, fácilmente disponibles y renovables. Poco cuesta imaginar el rechazo
social que va a experimentar este adulto: pasa súbitamente del silencio evitativo (si es capaz de permanecer
atento porque sabe que tiende a meter la pata cada vez que abre la boca) o del silencio distraído (si se aburre
con facilidad) a acaparar el espacio social con una verborrea desmesurada en extensión y en tono, que
parece no tener consideración por la opinión de los demás porque conecta poco con lo que los otros tratan de
decir; el adulto hiperactivo parece que no escucha al interlocutor cuando sí lo hace, pero otras veces
realmente no lo escucha porque se distrae con su propia perorata entusiasta; tiende a expresar las ideas sin
elaboración, antes de olvidarlas, empujado por el sentimiento de que ese será el único momento para
comunicarlas, aun saltándose las convenciones sociales…Dice lo primero que se le ocurre y luego se
arrepiente, comete indiscreciones, es poco consciente de que a sus contertulios les puede sonar indecoroso lo
que está diciendo, precipita las respuestas, le cuesta dejar que los demás terminen sus intervenciones y se
entromete en las conversaciones ajenas. Toma decisiones extemporáneas irreflexivas, cambia de juego, se
aburre rápido. En definitiva, adopta decisiones rápidas que están dirigidas a obtener gratificaciones inmediatas
que irán seguidas de arrepentimientos y de sentimientos intensos de culpa (o no tan intensos: según el
desarrollo caracterial y moral que haya alcanzado).
Al adulto con TDAH le cuesta tolerar esperas y turnos, que serán vividos con frustración intensa y hasta
con un enfado que a veces desemboca en “explosión de ira”.
El adulto con TDAH necesita realizar varias cosas al mismo tiempo, y esto no es solo por hipercinesia:
cuando se trata de actividades intencionales, más bien lo está dominando un sentimiento de urgencia
inaplazable y de avidez por la novedad, que sí es intencional (aunque cortoplacista).
III.1.3. Déficit de Atención.
La atención, en tanto que función neuropsicológica objeto de investigación básica, es compleja y por ello
difícil de definir. Todavía hoy no parece haber entre los neuropsicólogos un claro acuerdo sobre qué es
atención y qué no lo es. Sí parece haber acuerdo en que impera una gran confusión terminológica que
dificulta el estudio de los mecanismos incluidos dentro de este constructo multidimensional. Cabe señalar que
para muchos investigadores la atención no existe, al menos como un proceso cognitivo independiente (RíosLago, 2011).
La atención, en tanto que síntoma-guía para el diagnóstico y el tratamiento del TDAH, tiene hoy día una
caracterización bastante desdibujada, sobre todo después de la conceptualización de Barkley, en la que el
TDAH se entiende como un trastorno de la Función Ejecutiva y no como un trastorno primario de la atención
(Artigas-Pallarés, 2009). En realidad la falta de atención sería un aspecto colateral de un fallo general de la
Función Ejecutiva.
Russell A. Barkley ha publicado en 2008 los resultados de su descomunal estudio del TDAH en adultos,
que se basa principalmente en dos grandes muestras investigadas:
a) La nutrida cohorte de niños con TDAH (Cohorte de Milwaukee), los cuales se reevaluaron después de los
25 años de edad y se compararon con los grupos del estudio UMASS.
b) El estudio transversal UMASS de Masachussetts, con adultos que acudían por primera vez a una
consulta especializada en TDAH porque creían tener TDAH, situación que configuraba tres grandes
grupos de comparación que se investigaron sistemáticamente con los mismos métodos: Grupo de Casos
de adultos con TDAH de nuevo diagnóstico, Grupo de Controles Clínicos adultos con otros problemas
psicopatológicos que finalmente no tienen diagnóstico de TDAH, y Grupo de Controles sanos extraídos de
la población general. Se aplicaron diversos instrumentos de diagnóstico del TDAH (categoriales,
dimensionales, entrevista, etc), se cuantificó la comorbilidad psicopatológica de manera categorial y
dimensional, la neuropsicología, la función ejecutiva, la personalidad y las variables sociales y
demográficas (delitos, desempeño académico, desempeño laboral, problemas familiares, problemas en la
conducción de vehículos, funcionalidad social, etc).
El grupo de Barkley, Murphy y Fischer, mediante unos diseños de investigación que tratan de controlar al
máximo los potenciales sesgos metodológicos, más un exhaustivo análisis estadístico de la inmensa base de
datos empíricos que así se han reunido, sostiene que está probado (y disponible para ser ya utilizado en la
clínica) lo que él y otros (K. Conners, T.E.Brown…) venían manifestando desde mediados de los 1990s a
partir de estudios más reducidos y experimentales: que los problemas de inhibición (es decir, de impulsividad)
contribuyen al déficit de atención. La falta de atención es realmente un problema de atención/impulsividad, no
refleja únicamente la falta de atención (Barkley, 2008), la cual por lo demás no existe de forma aislable para
los neuropsicólogos experimentales.
Según los modelos atencionales teóricos más predicados hoy, que en general se derivan del Modelo de
las Redes Atencionales anatómico-funcionales de Posner y Petersen (1990), se pueden medir siete tipos de
atención (Ríos-Lago, 2011):
a)
Red de Alerta o componente general de activación para mantener el sensorio dispuesto a la detección de
estímulos: estado de activación y estado de alerta.
b)
Red de Orientación o componente atencional posterior para la detección y localización de estímulos
ambientales: atención focalizada.
c)
Red de Vigilancia o componente atencional anterior de vigilancia (región frontoparietal derecha): atención
sostenida, la que miden los test de ejecución continua (CPT) y más se ha relacionado con la
neurotransmisión noradrenérgica.
d)
Red Ejecutiva o componente atencional anterior, para el control voluntario de la atención y del sistema
atencional supervisor (cíngulo anterior, área motora suplementaria, corteza orbitofrontal, corteza
prefrontal dorsolateral y tálamo), para tareas de cambio, control inhibitorio, resolución de conflictos,
dirección de errores y localización intencional de recursos atencionales, participando en la planificación, el
procesamiento de estímulos novedosos y la ejecución de nuevas conductas: atención alternante,
atención dividida y atención selectiva.
Hasta mediados de los años 1990s, cuando el modelo de la disfunción atencional dominaba el debate, se
pensaba que la alteración del TDAH residía en la atención sostenida: el problema no era que no se pudiese
focalizar la atención hacia determinado acontecimiento, o que no se pudiese estar pendiente de diversos
focos de interés, el problema residía en la persistencia, la cual se podía medir con CPT (Continous
Performance Test) y tratar con fármacos noradrenérgicos. Este modelo “inatento” de TDAH permitía reunir
casos de TDAH de subtipo combinado genéticamente bien caracterizables (los que más vemos en los adultos)
con casos de TDAH de genética más dudosa y con presentación clínica atípica o comórbida (TDA puro,
Trastorno del Apredizaje No Verbal, trastornos de espectro autista, daño cerebral adquirido en la temprana
infancia, etcétera). Desde que Barkley difundió entre 1995-1997 su modelo del TDAH por Disfunción
Ejecutiva, ha habido un cambio de paradigma que sólo en parte se ha trasladado al ejercicio clínico:
1) El déficit de atención como objeto primario de investigación neuropsicológica en el TDAH ha
perdido empuje, aunque sigue siendo una fuente de inspiración, de controversia y de publicaciones.
2) El déficit de atención como síntoma-objeto de investigación terapéutica en el TDAH permanece
estancado, no aporta nuevo conocimiento práctico, pero fundamenta el uso de fármacos con acción
exclusivamente noradrenérgica, como la atomoxetina. Sin embargo se anuncia la recuperación del
Trastorno por Déficit de Atención puro (TDA), sin hiperactividad ni impulsividad, en la 5ª edición del DSM,
sacándolo del capítulo de los trastornos necesitados de más evidencia empírica para reincorporarlo al
constructo TDAH, como en la época del DSM-III. La noticia nos choca porque el estudio del TDAH en los
adultos que se ha llevado a cabo en los últimos veinte años ha permitido cuestionar la validez teórica y
práctica de los subtipos ahora vigentes. En los adultos, a diferencia de los niños, sólo hay un único tipo: el
combinado. El TDA puro es, a mi entender, una entidad nosográfica aún más heterogénea que el TDAH
que debe ser más investigada, desglosada y separada deL TDAH. Me atrevo a señalar que casi todos los
casos de TDA puro que fueron detectados en la infancia se acabarán diluyendo misteriosamente en la
edad adulta, entre oscuros patrones sintomáticos de difícil ubicación nosográfica, perfiles de comorbilidad
chocantes y raros desenlaces psico-sociales que apuntan a una severa pérdida de funcionalidad
(Diamond,
2005):
se
añaden
síntomas
obsesivo-compulsivos,
perseveraciones
egosintónicas,
estereotipias, y se hacen más patentes las dimensiones del espectro autista; el cociente intelectual está en
el límite bajo, hay deterioro de la personalidad (por estancamiento o por progresión), hay oscilaciones del
humor (que para algunos autores apuntarían al “espectro bipolar” y para otros al trastorno de la
personalidad de tipo “límite”), hay síntomas neurológicos “menores” que luego no parecen ser tan
“menores”, hay trastornos de la coordinación motora severos y a veces aparecen signos de
funcionamiento cerebral epileptoide; se asocian enfermedades endocrinas, inmunológicas y cutáneas
infrecuentes que parecen tener un patrón de agregación familiar, y aparecen tumores… En estos casos
“atípicos” a veces nos percatamos tardíamente, cuando el sujeto es adulto, de que ya había en la infancia
señales alarmantes de un síndrome fetal adquirido que no dieron lugar al oportuno tratamiento (hipoxias
perinatales, sin ir más lejos); y signos de alteración en el cierre de la línea media del neuroeje; y hasta
cromosomopatías de baja expresividad. No es sorprendente que este entramado se acompañe de
incapacidad laboral severa, de aislamiento social, de detención en el desarrollo de la personalidad, y hasta
llegamos a pensar en una psicosis procesal latente de tipo esquizofrénico o de tipo marginal: ¿es todo
esto TDAH, al menos el TDAH que hoy hemos llegado a acotar a base de excluir trastornos psicoorgánicos con déficit de atención? Y si responde parcialmente al tratamiento farmacológico propio del
TDAH, ¿eso prueba que es TDAH?
3) El déficit de atención como foco de la terapia ha perdido relevancia porque ahora se considera
secundario a un fallo más básico de la Función Ejecutiva: es hacia ésta donde se deben orientar las
psicoterapias cognitivo-conductuales, la psicoeducación y las intervenciones situacionales (terapias de
grupo y familia).
4) El déficit de atención como conjunto de síntomas diagnósticamente útiles mantiene todo su vigor en
las guías diagnósticas oficiales y en la investigación empírica. La disfunción más específica del TDAH,
acorde con el modelo de Disfunción Ejecutiva, sería el déficit de atención alternante: dificultad para
interrumpir una acción en curso y cambiar a otra acción dentro de un plan complejo de acciones que está
orientado a obtener fines más valiosos a largo plazo; pero realmente no hay consenso ni estudio definitivo
que lo pruebe: porque tampoco existe un instrumento de medida en Neuropsicología capaz de medir
aisladamente un tipo específico de atención, ni de preservarlo de las influencias del estado afectivo del
sujeto.
En el estudio de Montreal, que mantuvo seguimiento de una cohorte de niños desde los años 1960s hasta
muy entrada la edad adulta, midiendo variables de funcionalidad social y comorbilidad psicopatológica por vez
primera (Weiss y Hechtman, 1985), la mayoría de los niños con TDAH habían dejado de quejarse
espontáneamente de sus problemas atencionales. Las autoras del estudio pensaron que el paciente buscaría
estilos de vida en los que no tuviera que comprometer su atención sostenida, o en los que pudiera delegar
en otras personas las tareas más monótonas. Margaret Weiss, Lily T. Hechtman y Gabrielle Weiss (1999)
pusieron pronto el acento en la elevada casuística que observaron de mujeres que nunca habían recibido el
diagnóstico de TDAH durante la infancia y que visitaban a la psiquiatra, por primera vez en la vida, siendo
adultas; venían derivadas por el médico general y todas tenían quejas difusas de ansiedad, depresión y
conflictos interpersonales crónicos que daban la impresión de ser meras reacciones psicológicas
comprensibles ante dificultades situacionales y conflictos de la vida social, tales como sentirse desbordadas
por el trabajo, la vida en pareja o la crianza de los hijos. En estas pacientes no había en apariencia
antecedentes de mala conducta ni de hipercinesia en la infancia, pero reconstruyendo concienzudamente su
biografía se encontraban frecuentes relatos anecdóticos, ya casi olvidados, de trastadas, accidentes y
problemas de disciplina en la escuela que no habían despertado la alarma de los profesores ni de los padres
con el ímpetu esperable en el caso de ser varones.
Hoy día los especialistas no terminan de explicarse las diferencias en la presentación clínica y en el patrón
de comorbilidades que los estudios sistemáticos con grandes muestras han encontrado entre las personas de
sexo masculino y las de sexo femenino (Gershon, 2002; Able, 2007). Algunos expertos piensan que hay
verdaderos condicionantes psico-neuro-biológicos ligados a la condición sexual, otros afirman que debe haber
valores socioculturales que son internalizados de manera diferente según el género sexual, y otros pensamos
que las pregonadas diferencias son en gran medida producto del sesgo metodológico de los investigadores
(Biederman, 2005b). No obstante, hay que reconocer que los estudios todavía muestran que las mujeres con
TDAH tienen menos conductas disruptivas, menos desarrollos antisociales, más déficit de atención, menos
hipercinesia e impulsividad y más comorbilidad con trastornos del aprendizaje. Mi experiencia con casos
concretos, no con estadísticas, es que la anamnesis exhaustiva, la exploración metódica y desprejuiciada, así
como el conocimiento de los factores psicológicos y socioculturales que asociamos con la identidad sexual
(que atenúan, distorsionan, encauzan o disimulan ciertos rasgos y conductas), permiten superar el sesgo del
observador y de los instrumentos de medida: salvados estos sesgos, no se observan tantas diferencias
nucleares entre hombres y mujeres en cuanto a la psicopatología nuclear y al perfil de comorbilidad. Para
empezar, suele haber sesgo en la derivación: en los varones se siguen tolerando menos que en las mujeres
los fracasos académicos y de socialización temprana con pares extrafamiliares; las niñas introvertidas, poco
aplicadas y poco socializadas no parecen preocupar tanto a los padres ni a los profesores (¿debemos pensar:
“ya se les encontrará alguna utilidad casera…”?). Nuestra cultura normaliza y hasta promueve la expresividad
ansiosa, lábil, quejumbrosa y melodramática en las mujeres hasta hacérnosla parecer inherente y connatural
de “lo femenino”: a un hombre no se le tolera de igual modo tener lágrima fácil (Carter & McGoldrick, 1999). Y
es sabido que los clínicos diagnosticamos presionados por una percepción colectiva sesgada, positivista y
pseudo-conductista, masculiniza las nociones de “lo violento” y “lo antisocial” (Blasco Fontecilla, 2007). De
cualquier modo en las mujeres diagnosticadas de TDAH son más patentes los problemas atencionales y los
síntomas de Disfunción Ejecutiva; estas parecen más incapaces de organizar su tiempo, de postergar las
obligaciones hasta que “les pilla el toro”, de tener severas dificultades para iniciar tareas laboriosas que
tengan muchos pasos, de quedarse adheridas a una parte del proceso planeado sin conmutar la acción y sin
aprender del error (déficit de Atención Alternante).
Cuando los adultos con TDAH se ven enfrentados con una gran exigencia atencional (administrar su
dinero, aprender un idioma, asistir a clases magistrales de escucha pasiva, mantener ordenada la casa o la
mesa de la oficina…) no suelen tolerarlo, se exasperan, lo postergan y lo evitan con las negaciones más
variopintas, escabulléndose o delegando la tarea en otros. Evitan pensar en la tarea pendiente porque de sólo
imaginarla se ponen ansiosos, la van dejando para el último momento y hasta llegan a olvidarla. Acudir tarde a
las citas, desatender los compromisos, formular con entusiasmo proyectos que al poco tiempo se olvidará
cumplir, extraviar las llaves de casa o del auto, son sucesos cotidianos para unos sujetos que se suelen
autocalificar de “eternos distraídos”.
Son personas con un Cociente de Inteligencia normal, alto o superdotado que no alcanzan rendimientos
académicos u otros logros intelectuales acordes con las capacidades que ellos mismos intuyen tener. Si se les
pregunta al respecto, casi todos admitirán sin jactancia ni alardes narcisistas que se sienten más inteligentes y
capaces de lo que otros creen, pero que a menudo también se sienten inútiles, torpes y estúpidos. Es
probable que estas personas públicamente consigan mantener una imagen de eficacia y de prestigio laboral (y
hasta académico: a veces se da el milagro y la inteligencia elevada coincide con una gran capacidad de
sobreesfuerzo y un entorno sociofamiliar compensador), pero en la consulta del psiquiatra se derrumban y
pueden confesar, algo exagerados, que “sienten que son un fraude”. Tal autorreproche suele ser muestra de
simple desmoralización; sin embargo algunas veces apunta hacia conflictos intrapsíquicos de índole
narcisista, y hasta completos desarrollos narcisistas del carácter que habrán de ser tenidos en cuenta primero
al formar la “alianza terapéutica” y luego en el trazado de objetivos psicoterapéuticos (previamente
estabilizado el substrato neurobiológico con medicación). Este tipo de sentimientos crónicos, en general
conscientes, de malogro, cansancio, culpa y frustración son tan intensos a los siete como a los veintisiete
años, y no es raro que se conviertan en motivo de absentismo escolar, refugio en grupos marginales, uso de
substancias para la evasión y tentativa de suicidio durante la adolescencia y el comienzo de la edad adulta,
sobre todo en los varones (Weiss y Hechtman, 1999; James, 2004; Galéra, 2008).
Algunos adultos, percatados de su tara atencional, encuentran refugio en estilos de vida en los que ser
distraído y desorganizado no resulte algo grave hasta el punto de olvidar que sí es un problema; entonces
pueden llegar a culpar a otros de sus fracasos, dando una falsa impresión de paranoidismo primario, y a no
quejarse de ser distraídos y desorganizados en la consulta si no se les pregunta con una insistencia que debe
ser proporcional al grado de tolerancia que hayamos calibrado en su contexto socio-laboral. Rara vez hilamos
así de fino cuando nos llega a la consulta un adulto sin historia clínica previa, así que el diagnóstico de TDAH
se nos puede pasar por alto si el motivo de consulta es una queja de índole psicosocial o una “comorbilidad”
de alta prevalencia (ansiedad, depresión, distimia). Pero los adultos, a diferencia de los niños, suelen tener
cierto insight que les permite intuir que en la distraibilidad, la desorganización y la tozudez ensimismada (es
decir, en las manifestaciones de los varios tipos de déficit atencionales y de disfunciones ejecutivas que
aglutinamos con el genérico: “déficit de atención”) residen sus dificultades y su malestar crónico. Otras
dificultades serán secundarias a las soluciones que por sí solos se han ido buscando para sobrevivir: una
apariencia informal y juvenil para esconder la desorganización, una vida ritualizada de apariencia obsesivocompulsiva, una actitud “dependiente” respecto a las personas que están dispuestas a ejercer de “corteza
prefrontal auxiliar”: padres, pareja, jefe, coacher, líder espiritual…
A veces su queja principal es la incapacidad para mantener la lectura de textos densos y largos. Se
aburren, su mente vaga por otros asuntos. Llegan a creer que padecen dislexia y trastornos de la memoria.
Aunque los trastornos específicos del aprendizaje se asocian con el TDAH con más frecuencia que en la
población general, la mayoría de los TDAH no tienen trastornos específicos del aprendizaje (Tannock, 2003);
pero el TDAH puede llegar a ser tan discapacitante como para que una persona inicie la lectura de muchos
libros y no llegue a concluir ninguno, postergando una lectura tras otra con la vana esperanza de que
recuperará el interés. Si alguien con una inteligencia normal, y en ausencia de síntomas específicos de
dislexia, posee un nivel de lectura muy por debajo de lo esperable en su profesión o en su medio sociocultural,
y si realizó intentos repetidos para superar esta limitación sin éxito, debemos sospechar un déficit de atención
(Gratch, 2000). Cuando esta dificultad es extremadamente intensa el paciente puede llegar a ser incapaz de
soportar un programa de televisión, una película o una obra de teatro, un juego de mesa o una charla
prolongada porque se aburre. Cuando intente participar acabará interrumpiendo, molestará a los otros y
entablará disputas con encono sin medir las palabras ni los gestos hasta ser tachado de pesado, egocéntrico,
desconsiderado, egoísta o maltratador (Joselevich, 2004).
III.2. MÉTODO DEDUCTIVO (DEL TODO A LAS PARTES).
¿Podemos deducir toda la psicopatología descriptiva del TDAH en el adulto a partir del modelo de
Disfunción Ejecutiva? Así lo cree Russell A. Barkley. Para eso necesitamos un modelo teórico que integre de
manera óptima los hallazgos empíricos y que genere predicciones susceptibles de ser verificadas. Sin
descuidar que el TDAH es un trastorno de la maduración neurológica (de obligada existencia en la edad
infantil para poder ser diagnosticado en la edad adulta), podemos partir desde las disfunciones ejecutivas,
nucleares y persistentes, hasta deducir los síntomas concretos que habrá de tener quien sufra tales
disfunciones ejecutivas. Semejante perspectiva tiene la ventaja de que da cabida a una variedad más amplia
de quejas, problemas, signos, síntomas, patoplastias y evoluciones del carácter. Tal como apuntó Barkley
(1997), la mayoría de las investigaciones sobre el TDAH hasta los años 1990s eran descriptivas, de
correlación positivista, pretendidamente ateóricas y seguramente tan fragmentarias que impedían construir un
modelo teórico totalizador que diera cuenta de todos los hallazgos.
Un problema para la teorización es el carácter complejo del TDAH: aunque se nos presenta como
categoría diagnóstica, es de hecho una dimensión psicopatológica sin signos patognomónicos, lo que plantea
problemas similares a los que tenemos que afrontar cuando investigamos los trastornos ansiosos y
depresivos. La dimensionalidad del TDHA, junto con su relatividad al contexto social, conlleva problemas
metodológicos serios; el caso clínicamente cierto representa el extremo de un continum en la curva normal del
funcionamiento humano (Murphy 1998). En los casos de TDAH adulto que fueron bien tipificados durante la
infancia, pero que ahora son leves y están compensados por las circunstancias del entorno, podríamos
descuidar problemas que precisarían una intervención más apremiante, por ejemplo un episodio depresivo o
un conflicto familiar de riesgo.
La hiperactividad y la impulsividad son hallazgos posibles en algún momento de la evaluación de casi
todas las enfermedades psiquiátricas. Y el déficit de atención es, sencillamente, un síntoma ubicuo. La
disfunción ejecutiva que es estable en el tiempo parece ser más específica (momentáneamente cualquier
alteración de los afectos la puede alterar).
Hay un pequeño número de personas con inteligencia superdotada que pueden hacer las pruebas
neuropsicológicas con resultados normales, incluso óptimos, cuando estas se antojan novedosas, retadoras,
interesantes (Denckla, 2000). Y algunos adultos que no reúnen criterios de TDAH pueden presentar marcada
Disfunción Ejecutiva. Nosotros pensamos que cuando las condiciones de laboratorio no tienen sensibilidad
suficiente es preciso evaluar la Disfunción Ejecutiva en condiciones naturales, es decir, en el desempeño
cotidiano de tareas reales en un contexto social: ¿y qué son sino descripciones operativas de observaciones
en condiciones naturalísticas los síntomas del TDAH en el adulto que vienen tipificados en las escalas
diagnósticas al uso? Eso es lo que se ha propuesto hacer Barkley con los criterios operativos del TDAH adulto
en el futuro DSM (Barkley, 2008).
Muchos adultos que consultan por trastornos específicos del aprendizaje o por trastornos psiquiátricos
leves crónicos no cumplen los criterios diagnósticos de TDAH conforme al DSM-IV-TR. Sin embargo tienen
una clara Disfunción Ejecutiva desde antes de los siete años de edad, que no siempre genera sufrimiento
sintomático en el individuo porque sólo se pone en evidencia ante ciertos retos sociales (Denckla, 2000), los
cuales sacan a la luz lo que siempre permanece en el rango de lo anormal (aunque la función ejecutiva pueda
fluctuar algo con la ansiedad). Tal vez la validez de constructo del TDAH es mejorable porque actualmente su
definición pasaría por alto el malestar que se da sobre disfunciones ejecutivas de fondo específicas. O tal vez
los criterios diagnósticos habituales del TDAH en el adulto tengan un sesgo pediátrico y una descripción
demasiado orientada a la cuantificación estadística de listados sintomáticos desconectados de un substrato
fisiopatológico que, de poder identificarse, debería ser más sensible y específico para el diagnóstico.
III.2.1. Teoría general de la Función Ejecutiva.
Términos como ‘funcionamiento ejecutivo’ o ‘control ejecutivo’ hacen referencia a una serie de
mecanismos implicados en la optimización de los procesos cognitivos para orientarlos hacia la resolución de
situaciones complejas o novedosas. Luria fue el primer autor que, sin nombrar el término, conceptualizó las
funciones ejecutivas como una serie de trastornos en la iniciativa, en la motivación, en la formulación de
metas y planes de acción y en la automonitorización de la conducta asociada a lesiones frontales. El término
‘funciones ejecutivas’ es debido a Muriel Lezak, quien las define como las capacidades mentales esenciales
para llevar a cabo una conducta eficaz, creativa y aceptada socialmente.
Parece evidente que tanto el propio concepto (ejecutivo) como sus descripciones se apoyan en
modelos predominantemente cognitivistas que basan sus definiciones en aproximaciones más o menos
afortunadas a los modelos de procesamiento de la información. En este sentido, el término ‘funciones
ejecutivas’ resulta excesivamente genérico en su intención de describir funciones metacognitivas y de
autorregulación de la conducta, y las definiciones sobre lo que contiene no parecen reflejar que se trate de un
sistema unitario, sino, más bien, de un sistema supramodal de procesamiento múltiple.
Las alteraciones en las funciones ejecutivas se han considerado prototípicas de la patología del lóbulo
frontal, fundamentalmente de las lesiones o disfunciones que afectan a la región prefrontal dorsolateral. Se ha
acuñado el término ‘síndrome disejecutivo’ para definir las dificultades que exhiben algunos pacientes con una
marcada dificultad para:
1. Centrarse en la tarea y finalizarla sin un control ambiental externo.
2. Establecer nuevos repertorios conductuales. Tienen falta de habilidad para utilizar estrategias operativas.
3. Producir con creatividad por tener escasa flexibilidad cognitiva.
4. Incapacidad para la abstracción de ideas que muestra dificultades para anticipar las consecuencias de su
comportamiento, lo que provoca una mayor impulsividad o incapacidad para posponer una respuesta.
Según los neuropsicólogos, conviene recordar que son numerosas las patologías neurológicas y los
trastornos mentales en los que se han descrito alteraciones en alguno o en todos los componentes del
funcionamiento ejecutivo. Entre los primeros podemos destacar los tumores cerebrales, los traumatismos
craneoencefálicos, los accidentes cerebrovasculares, la enfermedad de Parkinson, la esclerosis múltiple, y el
síndrome de Gilles de la Tourette. En lo que respecta a la patología psiquiátrica, las alteraciones disejecutivas
han sido estudiadasen la esquizofrenia, en el trastorno obsesivo-compulsivo, en el trastorno disocial de la
personalidad, en el autismo o en el TDAH. Esto sugiere que el término ‘funcionamiento ejecutivo’ describe de
forma inadecuada una función y además no depende de una estructura anatómica única. En la
neuropsicología clásica no resulta demasiado complicado describir los diferentes cuadros afásicos y su
relación con lesiones cerebrales específicas; sin embargo, nos encontramos en la clínica cotidiana con
demasiados ejemplos que ponen de manifiesto la alteración del funcionamiento ejecutivo en ausencia de
afectación frontal. Dicho de otro modo, cuando nos referimos a las funciones ejecutivas y pretendemos
establecer una relación clara entre estructura, función y conducta, no poseemos una teoría neuropsicológica
firme. Esto hace dudar a muchos de que las funciones ejecutivas puedan llegar a ser “marcadores cerebrales”
eficientes.
III.2.2. La Disfunción Ejecutiva, ¿mera comorbilidad del TDAH?
Biederman et al (2006) han tratado de medir las funciones ejecutivas en adultos con y sin TDAH y han
descubierto que los primeros tienen significativamente más casos de Disfunción Ejecutiva que los segundos;
de hecho esta disfunción se asocia con un logro académico y un estatus sociolaboral más bajos, con menor
cociente intelectual y menor disfrute del ocio, al margen del subtipo clínico y de la cantidad de síntomas de
TDAH. Pero esta asociación ocurre también en adultos con disfunción ejecutiva sin TDAH. Por otra parte, el
TDAH se sigue correlacionando más con los problemas de tráfico, los delitos y la psicopatología comórbida
corriente. Este grupo de investigadores llega a sugerir que la Disfunción Ejecutiva es una entidad cognitiva
discreta y comórbida dentro del TDAH, con repercusiones específicas en algunas áreas, y no en otras.
Entienden que sus resultados ya reflejan una realidad, que no son producto de la indefinición misma de las
funciones ejecutivas, de la insensibilidad e inespecifidad de los instrumentos de medida usados.
Convirtiendo cualquier nueva correlación estadística en una “comorbilidad” optativa, es decir algo no
esencial del trastorno mismo (pero que se le puede sumar porque la correlación parece significativa, es decir:
sí algo esencial), se está eludiendo la reflexión teórica y se está hipertrofiando la nosografía psiquiátrica, sin
aumentar el conocimiento real que permita diagnosticar y tratar mejor a estas personas. A mi entender es
falaz presentar algo como una entidad material, necesaria e inteligible (es decir, una “enfermedad”, una
“entidad morbosa”) por el solo hecho de haberle puesto un nombre y haberlo deslindado de entre los datos
por medio de criterios que no son específicos de una función que aún no está del todo definida, basándose en
meros análisis estadísticos ad hoc.
III.2.3. La Disfunción Ejecutiva, substrato esencial del TDAH.
Así reza una de las fórmulas con que habitualmente se expresa la “Navaja de Ockham”: cuando dos o
más explicaciones se ofrecen para un fenómeno, la explicación completa más simple es preferible, es decir:
no deben multiplicarse las entidades sin necesidad. Este principio de parsimonia es el que sigue Russell A.
Barkley, quien sostiene que la Disfunción Ejecutiva es la dimensión que siempre se halla en mayor o menor
grado presente en el TDAH, que llega a explicarlo, que es útil tenerla en cuenta con fines diagnósticos y
terapéuticos, y que es preciso usar instrumentos sensible y específicos para medirla, o en su defecto construir
unos criterios operativos observables en condiciones naturalísticas que nos permitan evaluar con inmediatez
esa disfunción. Según Barkley, en la interacción de la Disfunción Ejecutiva con las circunstancias psicosociales del contexto que la ponen a prueba es cuando se hacen visibles los síntomas que en conjunto
denominaremos TDAH (Cervera-Barceló, 2005; Artigas-Pallarés, 2009).
III.2.4. La Disfunción Ejecutiva, vía para identificar síntomas de
TDAH de nueva aparición en la edad adulta.
Podríamos deducir la pormenorizada lista de Hallowell y Ratey (1994) a partir de la disfunción ejecutiva.
El adulto con disfunción ejecutiva puede tener mucha inteligencia pero asimismo resulta singularmente poco
desenvuelto con la gente, llegando a desarrollar una vida improductiva: por la disfunción en sí misma y por el
retraimiento social que puede surgir secundariamente. Aunque un adulto con TDAH sea encantador e
inesperadamente hábil en desempeños anecdóticos, su ineficacia global puede enfurecer a los demás; el
paciente mismo unas veces se deprime y otras se refugia en posturas de evitación y negación de los
problemas. Al principio siente que le sobrará tiempo, e inesperadamente el tiempo le acaba faltando para
llevar a término sus proyectos diarios, por lo que el final de la jornada se convierte en un infierno de reproches
contra sí mismo, prisas, ansiedad y demora en acostarse tratando de rescatar lo que queda del día.
Los adultos con disfunción ejecutiva suelen tener bajo rendimiento académico con respecto a su potencia
de desempeño óptimo, y con independencia de que coexista o no un trastorno específico del aprendizaje; a
veces destacan sobremanera en una asignatura o en una técnica específica y por eso sus resultados son más
irregulares que simplemente bajos, lo que les vale el calificativo de “vagos”, “irregulares” e “inconstantes”. Hay
pacientes con grados leves de trastorno y con elevada inteligencia que consiguen pasar con relativa brillantez
la carrera universitaria, a costa de grandes sobre-esfuerzos que no siempre ven recompensados en la valía de
las calificaciones. A veces el déficit no se hace patente hasta que se incorporan a la vida laboral, cuando
escogen entornos de trabajo que exigen mucha planificación. Esta vivencia de claro desajuste laboral puede
desencadenar un primer episodio ansioso-depresivo.
El psiquiatra puede subestimar las expresiones reales de abierto rechazo interpersonal que estas
personas realmente perciben de sus enfadados jefes y compañeros, pensando que todo se debe a
mecanismos inconscientes de proyección y externalización sin base real; esto pasa más cuando predominan
en el sujeto los estilos defensivos “narcisistas” que lo hacen propenso a negar o minimizar el propio déficit. En
casos excepcionales hay adultos con TDAH que tienden a negar el déficit y a la vez están expuestos a un
entorno laboral singularmente rígido y poco tolerante: entonces pueden llegar a reaccionar transitoriamente de
modo paranoide, querulante o pasivo-agresivo, máxime si la gente del entorno, en vez de afrontar el problema
del rendimiento de manera abierta, se encarga de echar más leña al fuego con actitudes de hostigamiento,
con dobleces y con provocaciones sutiles; así llegan a veces por primera vez a la consulta del psiquiatra:
consultando por “acoso laboral”. No obstante conviene recordar que la mayoría de los adultos que tuvieron
TDAH no desarrollará trastorno de la personalidad alguno, ni corazas caracteriales primitivas (aunque el
TDAH así se lo haga parecer al especialista poco avisado), y que una porción considerable de estas personas
llegará a tener una carrera profesional exitosa, o al menos unos desempeños “ejemplares” en trabajos poco
cualificados; eso sí: con el coste personal de la “adicción al trabajo”, el empobrecimiento de otras áreas de
realización personal y la sensación de estar actuando por debajo de sus posibilidades. Ellos mismos tarde o
temprano se percatan de que no alcanzan todo su potencial de desempeño óptimo y de que los resultados de
sus empresas vitales son bajos con respecto al esfuerzo invertido, y esta es una causa de desmoralización
crónica que puede conducirlos hacia la depresión y la distimia. Por supuesto, también habrá otros adultos con
TDAH que se resignen a exhibir un rol de “eternos perdedores”, persuadidos de ser incapaces de conservar
un trabajo estable y de administrar cabalmente su vida; entonces adoptan defensivamente un estilo de vida
crápula.
¿Cómo se ha intentado trasladar este conjunto de observaciones sutiles de la vida cotidiana a unas
claves rigurosamente acotadas que ayuden a formular diagnósticos sensibles y específicos? La lista de 18
síntomas del DSM-IV-TR se desarrolló y se validó empíricamente sólo con niños (Lahey, 1994). La
extrapolación de esa lista de síntomas en los adultos con TDAH no debería haberse asumido tan
automáticamente como se hizo: la presentación clínica cambia, así que conviene identificar aquellos síntomas
que sean mejores para el estadio adulto del TDAH. El equipo de Barkley se encargó de re-diseñar la teoría de
las funciones ejecutivas para este propósito, la adjuntó a su primer modelo fisiopatológico del TDAH (que al
principio se basaba sólo en el concepto de “déficit inhibitorio”), y finalmente desarrolló estudios empíricos para
identificar nuevos síntomas, específicos de adultos, que tuvieran mayor poder discriminativo que los vigentes
en la actualidad (Barkley, 2008): 1º) Hizo una lista de las quejas más frecuentes de los adultos que acudían de
novo a su consulta especializada en TDAH en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts. 2º) Usó
también elementos que representaban las formas de conducta adaptativa ante las dificultades en la
organización del lugar de trabajo, el control del tiempo, el control del dinero y la conducción de vehículos,
entre otros. 3º) Aplicó la Teoría de la Función Ejecutiva, adaptada y ampliada por Barkley en 1997, para
ampliar la lista de síntomas potenciales referidos a cada uno de los cinco componentes ejecutivos de su
modelo. 4º) Diseñó una entrevista clínica estructurada que contuviese una revisión exhaustiva de los síntomas
de mala funcionalidad ejecutiva, pues no existía ninguna.
El “Modelo Híbrido” de Barkley es un modelo neuropsicológico evolutivo de la “autorregulación” y la
“internalización” en el ser humano. Combina el concepto de “inhibición de la conducta” con cuatro funciones
ejecutivas independientes. La “inhibición de la conducta” es el primer componente y es la base del desarrollo
de la “internalización” progresiva de las funciones ejecutivas. Por “internalización” se entiende el hecho de que
cada una de las cuatro funciones ejecutivas es una forma de conducta o acción realizada ante uno mismo:
esas conductas eran públicas, observables por el público inicialmente, durante la infancia, pero se fueron
“internalizando”, es decir que se hicieron “cognitivas”, durante el desarrollo.
La “inhibición de la conducta” se refiere a tres procesos interrelacionados:
1) Inhibición de la “respuesta prepotente” inicial ante un suceso. La “respuesta prepotente” se define
como aquella para la que existe un refuerzo inmediato (positivo o negativo), o que se ha asociado con
anterioridad a esa respuesta. Esta puede ser la función específicamente alterada en el TDAH, y por tanto
la que responderá a la medicación; las dos que vienen a continuación pueden depender más de factores
de crianza y ambiente: si siguen alteradas después de tratar con medicación tal vez respondan mejor a un
tratamiento con medidas psico-sociales y ambientales.
2) Interrupción de la respuesta continuada en curso o del patrón de respuesta, lo que permite retrasar
la decisión de continuar la respuesta. Surge de la interacción de la “memoria de trabajo” (que retiene
información sobre el resultado del comportamiento pasado inmediato, necesaria para continuar
planificando la siguiente respuesta) con la “sensibilidad ante los errores” (capacidad que permite seguirlos
y usarlos para inhibir y desviar con rapidez la conducta hacia otras estrategias que podrían ser más
eficaces).
3) Control de interferencias, es decir protección de este periodo de demora de la respuesta y circulación
de respuestas internas autodirigidas ante los sucesos y los efectos de respuesta que compiten por la
atención del sujeto.
Las cuatro funciones ejecutivas son:
1) Memoria de trabajo no verbal. Son actividades sensoriales y motoras autodirigidas, que se se
articulan orientadas hacia el yo.
2) Internalización del habla (o memoria de trabajo verbal). Es un habla privada y autodirigida, la
internalización del habla tal como la concibió Vygotsky.
3) Autorregulación del afecto, de la motivación y de la excitabilidad. Se empieza a producir como
consecuencia de las dos primeras. Es la conducta de un sujeto que se dirige al individuo y no al suceso
del entorno que inició la respuesta. Son acciones autodirigidas que operan durante la demora que
ocurre entre la percepción de una contingencia y la respuesta emocional con sus esquemas
motivacionales asociados. Las operaciones de autorregulación alteran la posibilidad de una respuesta
posterior del individuo y sirven para cambiar la conducta futura que, de otra forma, habría hecho que la
persona actuara de forma impulsiva: sirve para cambiar la posibilidad de un resultado posterior y no la
de un resultado inmediato, está orientada al futuro y a lograr el mayor beneficio a largo plazo buscando
el efecto neto máximo de la suma de consecuencias tanto inmediatas como diferidas. El inicio de la
“autorregulación del afecto, de la motivación y de la excitabilidad” debe coincidir con la inhibición de la
respuesta prepotente o con la interrupción de un patrón de respuesta en curso que esté resultando
ineficaz. La inhibición o la interrupción crean un retraso en la respuesta durante el cual pueden tener
lugar las funciones ejecutivas. Por tanto las funciones ejecutivas, para darse eficazmente, dependen de
la inhibición de respuestas dentro de un patrón general de programación y ejecución que es
primariamente motor (“control motor”). Así se pueden entender el déficit de atención, la hiperactividad y
la impulsividad.
4) Reconstitución (planificación o capacidad de generación). Representa la internalización del juego
humano que planifica a largo plazo y crea nuevos patrones de acción de manera original, a partir de
elementos previos.
Conforme las funciones ejecutivas aparecen durante la infancia, estas se van internalizando durante el
desarrollo de la persona: las conductas se desplazan desde un estado de control influido principalmente por el
entorno inmediato (“conductas gobernadas por las “contingencias”) a un control mediante la representación
interna de esquemas de información (“conductas gobernadas por reglas”), y este proceso de desarrollo se rige
por esquemas cognitivos y sistemas neuroanatómicos que tienen que ver con el control motor del ser humano.
Todas representan formas privadas y encubiertas de conducta que durante el inicio del desarrollo (en la
filogenia de la evolución humana y en la ontogenia de la infancia) fueron totalmente públicas, actuadas hacia
fuera y dirigidas a controlar a los demás y al mundo exterior. Luego se convirtieron en mecanismos dirigidos
hacia el y, es decir autodirifidos, como medios de control de las propias conductas, de una forma cada vez
más encubierta (uno edifica un Self aprendiendo a relacionarse con el mundo exterior tanto como con uno
mismo). Eso explica el solapamiento que hay entre las áreas corticales encargadas se las funciones
ejecutivas y las áreas frontales motoras y premotoras. También explica el método que tanto Freud como
Piaget usaron para explicar el desarrollo del “inconsciente” y del Yo en los humanos: como acciones
observables de índole motora que luego eran internalizadas.
En esencia el “autocontrol” es dejar de actuar principalmente en función de “contingencias” y operar
conforme a “reglas” internas (en términos de Piaget podríamos decir: conforme a “esquemas mentales”) por
medio de la resolución óptima de un conflicto entre el “ahora externo” y el futuro hipotético representado
internamente: el yo presente frente al yo futuro. Nuestros sentidos del tiempo y del futuro emergen junto con
nuestra experiencia continua de autocontrol de respuestas, porque dependen fundamentalmente de la
continua demora que es ejercida en el seno de redes neuronales de acción motora internalizada. Las
funciones ejecutivas representan la internalización de la conducta autodirigida para anticipar un cambio en el
entorno (el futuro), donde el cambio representa esencialmente el concepto de tiempo. Por tanto lo que se
logra con la internalización de la conducta es la internalización de un sentido consciente del tiempo que se usa
para la organización de la conducta, anticipándose a los cambios más probables del entorno.
Es interesante señalar que para que el “autocontrol” ocurra, e incluso para que el sujeto desee utilizarlo,
se debe haber desarrollado una preferencia por los resultados de la conducta de largo plazo, antes que por
los resultados a corto plazo de la conducta: y aquí intervienen factores ambientales y culturales que afectan la
crianza de los niños y que pueden explicar la hipotética mayor incidencia de TDAH en las sociedades de
consumo altamente competitivas, es decir rápidamente cambiantes y orientadas al corto plazo. Se requiere
tener sentido del tiempo y capacidad para establecer “conjeturas” (capacidades de recordar el pasado y de
analizarlo para detectar cadenas causales) sobre el futuro: y estas cosas son facilitadas por algunos modelos
de socialización más que por otros.
Según Barkley, el substrato neurobiológico del TDAH altera las funciones ejecutivas por su impacto
negativo en la inhibición de la conducta, si bien el constructo sindrómico del TDAH se puede componer de
síntomas derivados de las disfunciones ejecutivas (aunque estas ya sean secundarias a una etiopatogenia
más fundamental, no son epifenómenos).
Una vez desarrollado el modelo, el equipo de Barkley confeccionó una lista de 91 síntomas, signos y
problemas potenciales del TDAH en los adultos, habidos en los 6 meses previos (ver ANEXO al final del
módulo). Además de las quejas espontáneas de los pacientes se añadieron problemas de inhibición (toma
impulsiva de decisiones, hacer comentarios impulsivos a los demás, mostrar impaciencia ante la gratificación,
llevar a cabo las cosas sin tener en cuenta sus consecuencias, incapacidad para esperar...), a fin de reflejar
exhaustivamente el constructo. Por esto mismo se añadieron elementos directamente sacados del modelo
teórico: de memoria de trabajo, del sentido y el uso del tiempo, de la autorregulación y de la planfificación.
Finalmente se añadieron elementos menos claramente deducibles de la teoría de la función ejecutiva, pero
que se mencionan a menudo como fuente de problemas: problemas al conducir vehículos, mala gestión del
dinero, torpeza motora, mala letra y propensión a los accidentes. Esos 91 elementos se resumieron en una
entrevista estructurada con un formato de respuesta sí/no (es decir, categórica como en el DSM-IV-TR).
En el estudio UMASS todos los 91 elementos se presentaron significativamente más a menudo en el
grupo de adultos TDAH que en el grupo control de adultos de la comunidad. Y 90 elementos se presentaron
con mayor frecuencia en los adultos del grupo control clínico que en los controles de la comunidad. Cuando se
exigió que cada elemento tenía que representar al menos al 65% de los casos de TDAH (síntoma de la
mayoría), y que tenía que darse más que en el grupo control clínico, había 42 elementos, pero 4 de ellos se
superponían con los criterios del DSM-IV, por lo que finalmente fueron 38. De esos, se extrajeron los tuviesen
mayor capacidad de discriminar exactamente entre los tres grupos: casos TDAH, falsos TDAH (grupo control
clínico) y el grupo de controles de la comunidad. Los que permitieron discriminar a los casos TDAH de los
falsos TDAH fueron finalmente estos 9 síntomas nuevos de la función ejecutiva, con una exactitud de
clasificación global del 77% (mejor que la obtenida con los síntomas del DSM-IV-TR):
x
Tomar las decisiones impulsivamente.
x
Problemas para interrumpir las actividades o conductas cuando debería hacerlo.
x
Empezar proyectos o tareas sin leer o escuchar atentamente las instrucciones.
x
Cumplir mal lo que promete o los compromisos ante los demás.
x
Tener problemas para llevar a cabo las cosas en un orden apropiado.
x
Conducir demasiado deprisa.
x
Ser propenso a fantasías cuando debería estar concentrado en algo.
x
Tener problemas para planificar con antelación o prepararse para eventos cercanos.
x
No parecer que se persiste en cosas que no se encuentran interesantes.
En lugar de añadir los 9 síntomas nuevos de función ejecutiva a los 18 síntomas que ya figuraban en el
DSM-IV-TR, Barkley trató de reducir los 27 elementos resultantes a un tamaño más manejable. Encontró que
sólo hacía falta uno del DSM-IV-TR para discriminar casos de TDAH adulto reales respecto a los controles de
la comunidad (“se distrae con facilidad”) y que sólo hacía falta uno para discriminarlos respecto a los controles
clínicos (falsos TDAH): “tiene problemas para permanecer sentado”, el cual fue más propio de los controles
clínicos que de los verdaderos TDAH. Barkley apunta que no es la hiperactividad lo que distingue a los adultos
con TDAH de los adultos normales ni de los que tienen otros trastornos que se parecen al TDAH, sino la
distraibilidad (1 criterio), la toma impulsiva de decisiones y unas funciones ejecutivas deficientes.
Mediante análisis estadísticos esta lista sirvió para: a) confeccionar una propuesta de nuevos criterios
diagnósticos de TDAH adulto para el futuro DSM-V, que es una lista más pequeña y eficiente que la del DSMVI-TR; b) diseñar una nueva escala diagnóstica de TDAH en adultos que incorpore los síntomas ejecutivos
(Barkley Adult ADHD Rating Scale ó BAARS-IV) y una escala autoaplicada que cuantifique exclusivamente la
disfunción ejecutiva del TDAH adulto de manera autoaplicada: la Barkley Deficits in Executive Functioning
Scale (BDEFS) (Barkley, 2011); c) determinar un umbral diagnóstico nuevo: 6 de esos 9 mejores síntomas; d)
proponer una edad de inicio de los síntomas, referidos retrospectivamente por el adulto, corrida hasta los 1416 años; e) poner a prueba los 9 síntomas en la cohorte de Milwaukee (niños con TDAH que llegan a adultos),
comprobando que, con ligeras variaciones, se mantienen.
Barkley concluyó:
“Nuestros resultados sirven para informar a los clínicos de que, hasta este momento, los
adultos con TDAH parecen aquejar más dificultades relacionadas con la función ejecutiva que
con la hiperactividad. Se demostrará que las dificultades provocadas por la toma impulsiva de
decisiones, las interrupciones, empezar y organizar actividades, la persistencia en los
objetivos y planificación de sucesos futuros serán las quejas más significativas que
identificarán a los adultos con TDAH”.
III.2.5. Fenómenos por disfunción ejecutiva en los adultos con
TDAH que tienen mayor repercusión funcional.
1) Hiperfocalización (hyperfocusing u overfocusing).
Consiste en la capacidad del adulto con TDAH de mantener la atención sostenida en una actividad
concreta durante largo tiempo, completándola con éxito y hasta con eminencia. Este fenómeno echa por tierra
el supuesto problema de inatención crónica y nuclear del TDAH. La hiperfocalización puede ser el
epifenómeno de:
A. Reacción impulsiva e intensa hacia actividades que el sujeto experimenta como retos atractivos y
novedosos. Por ejemplo, los cuestionarios de inteligencia y los test neuropsicológicos realizados por
primera vez y en condiciones de laboratorio (Ramos-Loyo, 2011). Por eso los Test de Ejecución Continua
o CPTs, que sobre todo miden la atención sostenida, no debieran ser considerados pruebas diagnósticas
válidas del TDAH, contra lo que todavía afirman sus promotores.
B. Implicación en actividades que ofrecen una recompensa renovada, frecuente, inmediata, y en tal
caso asistimos a un fenómeno análogo al que sustenta las adicciones conductuales: hay una búsqueda de
la novedad relativa por inmediata, es decir que engancha más un resultado o un estímulo parecido al
anterior, que sólo tenga una ligera modificación que no exija cambiar el esquema de acción (con palabras
de Piaget diríamos que el sujeto así se recrea “asimilando”), antes que un resultado o un estímulo que
fuese totalmente novedoso (que obligaría a “acomodar” esquemas mentales). Esto diferencia el
“enganche” del adulto con TDAH del la simple “búsqueda de novedades” temeraria que observamos en los
trastornos de la personalidad de cluster B (narcisista, antisocial, borderline, histriónico).
C. También puede suceder que el adulto con TDAH esté singularmente dotado para una actividad, que sea
talentoso en algo puntual, y en ese caso la mezcla de autoestima recrecida, de sensación de reto y de
refuerzo en el logro sostienen la atención sin ningún problema.
D. La hiperfocalización puede enmascarar un severo déficit de la Atención Alternante, es decir: puede
expresar una dificultad para conmutar la acción; en este último caso el “enganche” a la acción adopta
un aspecto obsesivo y puede asociarse a un “tempo cognitivo lento” y a otras disfunciones ejecutivas de
mayor calado.
Por ejemplo, un adulto con TDAH
que normalmente debe releer los
párrafos de una página porque se
distrae, o que abandona los libros a
medio leer, será capaz de devorar un
texto en poco tiempo, de un tirón,
porque
este
encaja
con
sus
particulares intereses y talentos, o está
escrito en un estilo reforzador e inmediato. Hay quien se centra en una tarea manual hasta terminarla con un
ademán perfeccionista o que logra destacar en un oficio basado en cierta habilidad manual (fontanero,
mecánico, cocinero…), y a la vez fracasa en todos los demás oficios que exigen coordinación motora. Se trata
de un fenómeno paradójico que contradice la teoría atencional del TDAH, pero que encaja a la perfección en
la teoría del déficit de la autorregulación. Es el síntoma ejecutivo clave que nos permite distinguir el TDAH de
otros cuadros con déficit cognitivo sostenido, como los estados residuales de la esquizofrenia y del trastorno
bipolar de dilatada cronicidad. Cuando un sujeto con diagnóstico cierto de TDAH nos sorprende antes de
iniciar el tratamiento con unas puntuaciones normales o altas en el Test de Ejecución Continua (CPT), y luego
de iniciar el tratamiento mejora su clínica y empeoran esas puntuaciones (porque la tarea ya le aburre, por
repetida), nos damos cuenta de la importancia del fenómeno de hiperfocalización y empezamos a desconfiar
de la validez diagnóstica del CPT.
2) Postergación (procrastination)
Puede
ser
atribuida
a
un
doble
fenómeno: el alcance inusualmente rápido
de la saciedad ante los estímulos, y el
escaso efecto reforzador de estos (no hay
que olvidar que el fallo inhibitorio básico
del TDAH, según Barkley, es una ausencia
de demora suficiente que permita recalibrar la respuesta en curso y dé lugar a
la
intervención
de
las
funciones
ejecutivas). El sujeto tiende a postergar
para otro momento la realización de una
obligación que se le antoja monótona,
compleja, ardua, sin resultados precisos a
corto plazo. La postergación ya existe en
la infancia y acompañará al sujeto toda la vida. Dado que la realización de tareas académicas, administrativas
y laborales conlleva algún grado de incomodidad, sacrificio, ausencia de recompensa inmediata, frustración y
rutina, la postergación se convierte en uno de los fenómenos más perturbadores para el paciente y para
quienes le rodean. Puede generar graves consecuencias como descuidar los pagos de las facturas, olvidar
responder las cartas de los amigos, obviar el pago de impuestos… No se trata de “olvidos”, no es un problema
de memoria. Algunas actividades pueden quedar aparcadas durante años, y el paciente describirá cómo así
ha perdido numerosas oportunidades en la vida, aunque no siempre le resultará fácil admitirlo. Es
característica la postergación de proyectos de ocio: manualidades a medio hacer, cuadros a medio pintar,
escritos apenas esbozados, montones de libros a medio leer, sin abrir e incluso sin desembalar. Esto puede
deberse a una dificultad para iniciar una tarea compleja (por dificultad de planificación, pero también por
ansiedad y reacciones evitativas debidas a eso mismo), para interrumpir una secuencia de acciones
intermedias del proceso total (que ya han dejado de tener finalidad a largo plazo), y para finalizar las
conductas porque el sujeto ha desconectado del objetivo a largo plazo que originó la cadena de conductas.
Los adultos con TDAH que postergan en demasía no buscan resolver los problemas sino disminuir la
tensión que les provoca el conflicto que experimentan entre el deseo inmediato de hacer algo estimulante, el
deseo antiguo que se está apagando y el deber por cumplir que hay entre ambos. Adoptan cualquier decisión
o excusa que los distancie de la tarea pendiente para no pensar en ella, por eso sus inexistentes resultados
no se acompañan de muestras de apatía, pereza o anhedonía; de hecho puede parecer que “están trabajan a
fondo” en la tarea, y hasta pueden alardear de su hiperactividad y de su agitado impulso ante la misma, y este
es precisamente otro aspecto de los adultos con TDAH que enfurece a los compañeros de trabajo: que se
muestren tan efectistas y que resulten tan poco efectivos. Lo que de hecho está ocurriendo es un continuo
distraerse con actividades estimulantes que se sustituyen unas a otras con dinamismo casi ansioso, no
expansivo ni entusiasta, sin que medie un estado de humor hipomaníaco: eso distingue la ineficiencia por
TDAH (egodistónica, ansiosa) de la ineficiencia que producen los deterioros de la volición que vemos en las
psicosis crónicas y los trastornos bipolares. A este componente de evitación cognitiva y de ansiedad casi
fóbica (el sujeto evita pensar en la tarea, pues de lo contrario se pone ansioso ante las expectativas de tener
que empezar para acabar fracasando) lo acompaña un sentimiento difuso y crónico de desmoralización que
puede llegar a recibir el diagnóstico de Trastorno de Ansiedad Generalizada o de Distimia.
3) Avidez de estímulo renovado, o intolerancia a la demora del refuerzo.
Imaginemos un estudiante. Se queja de que al
iniciar un curso académico, en vez de costarle cada
vez menos esfuerzo enterarse de las materias, cada
vez le cuesta más, pero cuando el ritmo escolar
propone
nuevas
asignaturas
su
destreza
se
reconstituye. En los primeros cursos de la universidad
obtiene buenas calificaciones, pero desde el tercer
curso empieza a no comprender las explicaciones, a
faltar a clase y a suspender. Esta experiencia se le
repite siempre que emprende un nuevo curso de
idiomas, de oficios, un máster… Siente que en vez de
ir ganando habilidades las va perdiendo. Se queda
rezagado con respecto a sus compañeros y piensa
que le falta inteligencia. Al final puede que obtenga
unas calificaciones suficientes pero mediocres y bajas
en comparación con lo que siente que es su
verdadero potencial. Aprueba exámenes estudiando
la materia por primera vez la noche antes: esto es un
signo
de
alta
capacidad
cognitiva
y
de
baja
funcionalidad ejecutiva. Mantener una disciplina de
estudio diario le resulta imposible. Si cambia súbitamente sus intereses académicos, siente que recupera las
habilidades que creía perdidas y olvida el antiguo curso, que quedará sin terminar. El tratamiento estimulante
tal vez le ayude algo en la lectura, la memorización y la organización, pero solamente una estrategia de
estudio, es decir una psicoeducación y la supervisión de un entrenador, harán que lleve a buen término la
preparación de un examen global o la realización de la tesis doctoral: fragmentar los temas en pequeños
subtemas; alternarlos para combatir el aburrimiento; buscar compañeros de estudio que le sirvan de
supervisores, de estimulantes competidores y de reguladores del tiempo; mantener entrevistas motivacionales
y de control de la tarea con su entrenador, alternar las sesiones de estudio con cuestionarios de respuesta
múltiple (‘tipo test’)… Todo con tal de mantener el estímulo renovado (Joselevich, 2004; Reaser, 2007).
4) Potencial intelectual discordante con el logro académico alcanzado.
No es un problema de inteligencia, que
puede ser superdotada, sino de imposibilidad
de usar ese potencial debido a la disfunción
ejecutiva
(Bridgett,
2006;
Lopes,
2003;
Zentall, 2001). Quejas del tipo: “creo que soy
más
inteligente
que
muchos
de
mis
compañeros aunque ellos saquen mejores
notas” y “creo que tengo buenas ideas, pero
no
sé
cómo
hacérselo
ver”,
no
necesariamente denotan una grandiosidad
narcisista, sino un hecho que se hace
objetivo cuando medimos la sorprendente
discordancia entre el nivel real de ejecución
(muy variable: desde bajo hasta muy alto),
los resultados de las pruebas de inteligencia
(normal o superdotada) y los resultados de
las baterías neuropsicológicas (en general
alterados,
máxime
si
miden
directa
indirectamente las funciones ejecutivas).
o
5) Uso inefectivo del tiempo.
La Psicopatología Fenomenológica clásica ya resaltaba la importancia del “tiempo psíquico” como
fundamento de los trastornos mentales, sin especificar en la práctica cómo objetivar esa disfunción. En el
TDAH la disfunción ejecutiva es más patente y diáfana que en otros trastornos mentales debido al buen
estado de los demás procesos mentales; por eso la alteración de la “noción del tiempo” (otras veces
denominada: “aversión a la espera”, “miopía temporal”, “síndrome de negligencia temporal” y “ceguera
temporal” (Lopes, 2003)) adquiere importancia en el abordaje clínico y terapéutico del TDAH. El paciente se
suele quejar espontáneamente de su problema con la gestión del tiempo ya desde la primera consulta, pero a
menudo esto se malinterpreta como una simple muestra de ansiedad subjetiva, o como una sobrecarga real
de obligaciones que es accidental o que a lo sumo depende de tendencias psicorreactivas inconscientes e
intencionales del propio sujeto. Al adulto con TDAH le cuesta pensar y hablar acerca del tiempo y de los
conceptos universales que se derivan del mismo: la vida, la muerte y los periodos transicionales normativos
que acontecen entre las sucesivas etapas del “ciclo vital”. Si entendemos cuánto le cuesta mantener un
discurso interiorizado que se elabore como un plan orientado al futuro, podremos explicarnos sin tanta
extrañeza el infantilismo que a veces adquieren las explicaciones que ofrece de sus problemas y de sus
jalones vitales (al margen de lo elevada que pueda ser su inteligencia).
El sentido del tiempo está yuxtapuesto a la capacidad de retener en la memoria las secuencias de las
conductas interiorizadas (ya sean acciones propias, ya sean acontecimientos externos aprehendidos como
acciones personificadas y re-apropiadas), de evocarlas en el orden correcto y de percibir las alteraciones de
sus posiciones relativas. Así se fabrica el substrato para la reconstitución, una función ejecutiva que, cual
juego de piezas de construcción, desmonta y vuelve a montar los acontecimientos internos memorizados,
proyectándolos primero como acciones sensorio-motoras internas que finalmente darán lugar a deseos,
planes, motivaciones y fantasías creativas. Las personas con TDAH viven tiranizadas por el tiempo presente.
No reconstruyen su pasado: huyen hacia el pasado sin narrarse a sí mismos de manera coherente en el
mismo, y por eso su discurso puede parecer aburrido, circunstancial, espeso, carente de un eje argumental.
Puede que huyan hacia el futuro buscando acciones novedosas, pero no planifican una historia futura
coherente y por tanto les cuesta contemplarse a sí mismos a largo plazo. Esperar en filas, cumplir horarios,
acudir a tiempo a las citas, contener los apetitos, dosificar los tiempos para preparar un examen, etcétera,
serán situaciones singularmente problemáticas. No tienen verdadera ansiedad anticipatoria, sino desazón
hipercinética (así los distinguimos de los trastornos de ansiedad primarios). No tienen labilidad afectiva por
hipersensibilidad interpersonal, sino por pura impaciencia e intolerancia a la quietud: así los distinguimos de
otros pacientes con trastornos que se articulan en torno a los fenómenos del apego y de la dependencia
afectiva, tales como la depresión atípica, la ansiedad de separación (con sus secuelas en forma de fobias y
trastornos de pánico), y el trastorno de la personalidad de tipo límite.
A menudo experimentan una vivencia característica que nos choca porque parece contravenir la idea de
avidez de novedades: los acontecimientos les pillan desprevenidos, son en apariencia menos capaces de
percibir los indicios de algo que está gestándose y a punto de acontecer, no se preparan para afrontar las
consecuencias (realmente no hay tanta avidez de verdaderas novedades, contra lo que afirman algunos
autores, sino necesidad de pequeñas semi-novedades inmediatas, como ya hemos dicho anteriormente).
Muchas veces se ven sorprendidos por castigos o por elogios inesperados, lo que forja en ellos el sentimiento
de ser víctimas de injusticias (“me acosan en el trabajo”) o receptores de bienes inmerecidos (“me admiran,
pero sé que soy un impostor”). La consecuencia más dramática de esta alteración del sentido del tiempo se
pone en evidencia durante las relaciones sociales, que son la piedra de toque del “sentido de la oportunidad”:
los sujetos con TDAH exhiben dificultades extremas para intervenir de forma adecuada en el momento
adecuado, provocando con frecuencia sentimientos de rechazo en los demás. Dan la sensación de tener un
carácter inmaduro. Pero no todo es negativo, pues su vivencia del tiempo les permite ser más audaces, más
positivos en relación al futuro y asumir más riesgos cuando otros actuarían con precaución y
convencionalismo (Joselevich, 2004; Jensen, 1997).
6) Dificultad para aprender del error.
El Modelo Híbrido de Barkley sostiene que hay una duración demasiado breve del efecto de los estímulos
reforzadores como factor clave en el déficit inhibitorio, más una escasa internalización de las funciones
ejecutivas que mantiene empobrecido el repertorio de Conductas Gobernadas por Reglas que sería necesario
para optimizar la consecución de objetivos en el futuro a largo plazo mediante planes. Con independencia de
que el entorno sea o no sea proveedor de refuerzos, si no hay alguna función reforzadora internamente
constituida (algunos la llaman motivación), no hay aprendizaje. Cuando se vive en el eterno presente, las
frustraciones tienen un efecto atenuado. Por eso estos adultos a veces demuestran una tenaz carencia de
sentido común, pasan por encima de lo obvio sin enterarse, insisten con encono en el error, una y otra vez.
Son inconstantes y audaces, lo que les da un tono generalmente flexible, pero cuando se ponen en juego
secuencias conductuales complejas también pueden ser sorprendentemente testarudos y rígidos.
III.3. MÉTODO INDUCTIVO (DE LAS PARTES AL TODO).
Se trata de una psicopatología descriptiva del TDAH en el adulto por inducción simple, esto es: presupone
que con el método científico clásico (hipotético, positivista, experimental y matematizado) el análisis de las
regularidades que observamos en las partes de un problema nos permite obtener la ley general que describe
la totalidad de ese problema (Chalmers, 1982). Los instrumentos de esta epistemología son las correlaciones
estadísticas y las estimaciones de riesgo que se obtienen de los estudios epidemiológicos sobre problemas
clínicos y circunstancias sociales, toxicológicos, familiares, laborales, caracteriales…, y cualesquiera otras que
puedan ser objetivables, aislables como “dato positivo” y estadísticamente contrastables con el hecho positivo
de tener TDAH, el cual se puede tomar como variable dependiente, variable independiente o dato correlativo,
según sea la metodología elegida por el estudio.
Así se obtiene una proto-semiología desordenada, cambiante y contradictoria del TDAH. Hay una
acumulación simple de hallazgos, que sólo cada mucho tiempo serán revisados, ordenados y conectados
dentro de un modelo abarcador coherente, es decir una teoría que a continuación habrá de ser probada
científicamente (es decir, se regresa al método deductivo siempre). A menudo los hallazgos no son evidentes,
sino que los genera el análisis estadístico de los datos brutos, el cual no siempre se mantiene fiel a los
mismos porque debe adoptar niveles altos de sofisticación matemática para compensar la pequeñez de la
muestra estudiada, en busca de “significación estadística”. Además el esfuerzo de los investigadores para
controlar los factores de confusión y los sesgos metodológicos es muy heterogéneo entre unos estudios y
otros, razón para ser cautelosos cuando recibamos las conclusiones de los investigadores, sobre todo si estas
proceden de estudios transversales con muestra pequeña, si la muestra está poco estratificada (por ejemplo,
es frecuente que las mujeres estén poco o nada representadas, igual que algunos grupos y clases sociales),
no multicéntricas ni multirregionales, o si primero parten de la “comorbilidad” y luego buscan el TDAH, si no
están controladas con grupos de comparación adecuados (en los estudios transversales con adultos que
llegan de novo, por ejemplo, se recomienda usar dos grupos de control: adultos de la población general, y
adultos de la misma población clínica que eran sospechosos de tener TDAH y al someterlos a un proceso
diagnóstico completo resultaron tener otro trastorno). Sobre todo se recomienda cautela cuando se hayan
utilizado algoritmos diagnósticos incompletos y metodologías laxas para clasificar a una persona dentro del
grupo de “casos de TDAH”: menudean los estudios transversales y observacionales que concluyen ofreciendo
correlaciones sin ninguna implicación causal y basan el diagnostico en escalas autoaplicadas de cribado, sin
contar con entrevistas a terceros, aplicando los criterios del DSM-IV-TR de manera descontextualizada (sin
una exhaustiva evaluación psico-social), y sin una exploración psicopatológica completa hecha por expertos
psiquiatras que excluya con suficiente grado de certeza otros trastornos que se suelen confundir con el TDAH
durante la edad adulta (Pedrero-Pérez, 2011; Barkley, 2008).
Los datos empíricos proceden de estudios observacionales de seguimiento de niños con TDAH que han
llegado a la edad adulta (estudios de cohortes, como la de Milwaukee que mencioné previamente); estudios
transversales de casos y controles en adultos (el estudio UMASS, por ejemplo, con dos grupos de control que
le dan una validez mayor que las de estudios similares); estudios
transversales no controlados que
encuentran correlaciones estadísticas simples; estudios experimentales (como ensayos clínicos más o menos
controlados, acompañados de alguna medición básica con la que correlacionar el cambio, por ejemplo una
variación de la neuroimagen); y reportes de series de casos. Dependiendo de la cualidad y de la calidad de
esos estudios, las asociaciones que se propongan entre el TDAH del adulto y otras situaciones contarán con
mayor o menor respaldo científico, validez y fiabilidad. Esta tremenda heterogeneidad en la calidad de los
estudios a menudo se obvia cuando una particular asociación estadística entre el TDAH y otra cosa se da por
probada durante una argumentación que esté basada en la cita acumulativa de publicaciones ajenas.
Yo propongo una clasificación de los estudios de prevalencia del TDAH-adulto, que asimismo cuantifiquen
hechos y “comorbilidades” asociados al mismo, en función de la significación (tamaño muestral, tamaño de la
diferencia buscada, etcétera) y de la validez (prevención de sesgos metodológicos, elección de muestras
representativas y estratificadas, comparación con grupos de control igualmente adecuados). La validez
máxima para probar hechos en adultos que acuden por primera vez a una consulta con sospecha de TDAH,
sin diagnostico previo, de novo, se consigue con metodologías como las que el equipo de Barkley y Fischer
(Barkley, 2008) usaron en el estudio transversal UMASS; ellos utilizaron el algoritmo diagnóstico de TDAH
más exhaustivo posible, ampliaron su búsqueda a la función ejecutiva y a condiciones comórbidas y
psicosociales basándose en lo que ya se conocía, y compararon los resultados de los casos de TDAH
finalmente detectados con aquellos de otros dos grupos de comparación: un grupo de control clínico,
compuesto por los adultos que finalmente no recibieron diagnóstico de TDAH aunque al llegar pareciese que
lo tenían (CC), y un grupo de control en la población general de la que procedían los pacientes (CP). En las
tablas 4, 5, 6, 7 y 8 desgloso los estudios más importantes que hasta 2010 se han realizado sobre el TDAH
en la población adulta, en función de su validez y su significación. A partir de todos esos estudios disponemos
hoy de una gran cantidad de información empírica con la que iniciar reflexiones inductivistas. Antes conviene
recordar seis ideas:
™ Son estudios de validez heterogénea. La mayoría contiene grandes sesgos metodológicos. Sobre todo
es cuestionable la validez externa, es decir la posibilidad de generalizar los hallazgos fuera de las
poblaciones sesgadas con las que trabajan.
™ Mensualmente se publican nuevos estudios de asociación entre el TDAH del adulto con hechos clínicos,
neurobiológicos, psicológicos y sociales variopintos e insospechados, que habrán de ser probados
mediante estudios de replicación más rigurosos antes de pasarlos por ciertos.
™ Cuando esos hechos queden rigurosamente probados, habrá que jerarquizarlos y conectarlos entre sí
para armar un modelo teórico del TDAH que sea capaz de explicarlos, y además de predecir otros
hechos análogos: para algo han de servir tantas teorías y modelos que se dicen basados en el “método
científico”.
™ Abundan los estudios de correlación que (a veces forzando los criterios de causalidad mediante el uso
incauto del análisis estadístico) asocian el TDAH con más y más consecuencias clínicas y psico-sociales
insólitas. Para muestra: perpetrar acoso escolar (Unnever, 2003) y tener parafilias (Kafka, 1998),
tricotilomanía (Golubchick, 2011) o “trastorno por acumulación” (Hartl, 2005; Frost, 2011); tender a cometer
más delitos e ir más a prisión (Curran, 1999; Retz, 2004; Rösler, 2004; Johansson, 2005; Ginsberg, 2010),
y a desarrollar con más frecuencia trastorno de la personalidad antisocial (Zeitlin, 1990; Biederman, 1991;
Lynam, 1996; De la Fuente, 2004), trastorno de la personalidad de tipo límite (Van Reekum, 1994; Rey,
1995; Fossati, 2002; Dowson, 2004; Davids, 2005; Ferrer, 2010) y trastornos de la personalidad “de cluster
B” en general (Williams, 2010; Reimherr, 2010); tener junto al TDAH un trastorno de los ritmos circadianos
y de la arquitectura del sueño (Boonstra, 2007), trastornos de la conducta alimentaria, como la anorexia y
la bulimia nerviosas (Schweickert, 1997; Sokol, 1999; Drimmer, 2003; Correas-Lauffer, 2005; Nazar,
2008), obesidad y trastorno por atracones (Cortese, 2011), síndromes metabólico y pro-inflamatorio
crónicos con afectación multisistémica (Bazar, 2006), inteligencia superdotada (Webb, 1993; Baum, 1998;
Zentall, 2001; Antshel, 2007), y un largo etcétera. Un inconveniente de esta tendencia es obvio: por sí
sola, sin ambición de replicar los estudios usando grandes muestras y controlando más los factores de
confusión, impide el avance del saber porque no genera esquemas de conocimiento, sino datos inconexos
amalgamados por una correlación estadística que por sí sola no nos permite pasar de la anécdota a la
categoría. Otro inconveniente, sobre todo al correlacionar el TDAH con fenómenos de índole psico-social,
es que estamos dando saltos en los “tipos lógicos” sin instrumentos conceptuales que lo permitan: desde
la Neuropsicología hasta la Sociología, pasando por la Ética y la Moral, a partir de mediciones biológicas o
de meras impresiones clínicas subjetivas. Igual que en el abordaje de otros trastornos médicos y
psiquiátricos, las sinergias bio-psico-sociales del TDAH nos enfrentan con el problema de la
inconmensurabilidad de mediciones cuando los dos hechos que tratamos de relacionar pertenecen
a campos gnoseológicos distintos (Chalmers, 1982; Gustavo Bueno,1981). Esto no es melindre
epistemológico: es prevención contra el coladero de estereotipos sociales y de prejuicios morales en que
se puede llegar a convertir el paradigma del TDAH.
™ También hay ventajas: la actitud desprejuiciada y audaz de aceptar un hallazgo anecdótico como posible
causa o efecto del TDAH puede abrirnos nuevas rutas de conocimiento, a las que no accederíamos
si nos dominase un exceso de rigor metodológico. Buena parte de los grandes descubrimientos nace
de encontronazos inesperados (“serendipity”) que alguien sabe captar más allá del pensamiento
convencional.
™ Otra ventaja es que nuestra familiaridad con los hechos psicosociales y médico-biológicos, que en
distintos estudios hayan reaparecido vinculados con el TDAH, nos permitirá configurar en las consultas
generales de medicina y de psiquiatría un “perfil de asociaciones y de comorbilidades”
característico del TDAH en los adultos. Este perfil puede servirnos para sospechar por primera vez el
trastorno, si el paciente consulta por problemas que parecen alejados del mismo. Por ejemplo, partiendo
de lo que hoy ya se sabe con suficiente certeza, deberíamos dar cuestionarios de cribado diagnóstico de
TDAH a un adulto con obesidad severa, gran consumo de tabaco, diagnóstico previo de trastorno por
pánico, que abandonó temprano la escuela y tuvo sucesivas pérdidas de los trabajos, y que hoy consulta
por un dolor cervical sobrevenido después de un pequeño accidente de tráfico.
Tabla 4. Estudios de seguimiento de cohortes de niños con TDAH hasta la edad adulta.
Tabla 5. Estudios transversales (prevalencia y comorbilidad en adultos) controlados y estratificados.
Tabla 6. Estudios transversales de prevalencia y comorbilidad en población adulta, con grandes
muestras representativas de población general. Se comparan casos de TDAH adulto de novo con el
resto de la muestra (grupo de controles sin TDAH en la población general = CP). No hay grupo de
control clínico con síntomas análogos al TDAH pero sin TDAH (CC).
Tabla 7. Estudios transversales de prevalencia y comorbilidad en adultos con TDAH. Muestras
pequeñas y sesgadas, extraídas de población clínica, sin grupos de comparación clínicos o con
grupos de comparación no-clínicos que son poco representativos de la población general.
Tabla 8. Estudios transversales de prevalencia y comorbilidad en adultos con TDAH. Muestras
pequeñas y sesgadas, extraídas de población no-clínica sesgada, y sin grupos de comparación.
III.3.1. Lo que hemos descubierto sobre clínica y descripción del adulto con
TDAH siguiendo las cohortes de niños con TDAH y haciendo grandes
estudios epidemiológicos en población general.
Los estudios de cohorte siguen siendo nuestra principal fuente de conocimientos sobre el TDAH,
entendido este como un trastorno evolutivo que abarca toda la vida; sin embargo contienen un sesgo evidente
en cuanto a la extracción de conclusiones generalizables a los adultos que acuden por primera vez a la
consulta sin tener diagnóstico previo de TDAH. Los adultos con TDAH que proceden de una cohorte,
habiendo recibido un diagnóstico que les otorgaba cierta identidad, más comprensión en el entorno
sociofamiliar y acceso a un tratamiento multidisciplinar temprano, distan de parecerse a los adultos que
acuden de novo a nuestras consultas. Hasta el año 2008 en Norteamérica se habían ido publicando las
conclusiones sucesivas de cuatro grandes estudios de cohortes prospectivas de niños diagnosticados de
TDAH, de acuerdo con los criterios modernos (desde el DSM-III-R hasta el DSM-IV-TR). Los menores eran
reevaluados periódicamente, conforme se desarrollaban e iban pasando a la adolescencia y la edad adulta
temprana (ver Tabla 4); algunos de estos estudios también investigaron longitudinalmente a los hermanos sin
trastorno y a los familiares directos, a fin de revelar factores de heredabilidad asociados a disfunción ejecutiva
y a patrones de comorbilidad psiquiátrica y psicosocial:
x
El estudio pionero de Montreal (Weiss y Hechtman, 1979; 1985; 1993; 1999; Hechtman,1984;1989). Es
digno de mención el seguimiento de cientos de niños desde los años setenta del siglo XX hasta la
actualidad, expuesto en los trabajos del equipo de Gabrielle y Margaret Weiss junto con Lily T. Hechtman.
Ellas disponen de los datos de evolución de los pacientes con las edades más avanzadas que hay en la
literatura sobre el tema: la edad media de 25 años que se informaba al publicar los resultados del estudio
de Montreal se complementa con sucesivos artículos, libros, guías y reportes de casos en los que estas
expertas describen los problemas y el manejo terapéutico de personas con edades comprendidas entre los
cuarenta y los sesenta años de edad.
x
Las dos cohortes del estudio de Nueva York (Mannuzza, 1989; 1998; 2008a).
x
El seguimiento de la cohorte de Milwaukee (Fischer&Barkley, 2002), que fue retomada cuando los
pacientes y sus controles tuvieron una edad media de 25 años (Barkley & Fischer, 2008), y que fue
comparada con los grupos de adultos del estudio transversal UMASS.
También son destacables los seguimientos de Biederman (Biederman, 1996a; 1998a; 2000; 2008)
y Gittelman & Mannuzza (Gittelman,1985; Klein, 1991), que nos interesan menos porque se mantienen
enfocados en demasía a la problemática de la adolescencia y de la primera juventud desde el punto de vista
del especialista en niños y adolescentes, no en adultos. Por último cuenta recordar las cohortes de niños fuera
de Norteamérica, cuyos resultados concuerdan en general con lo ya sabido: los 15 años de seguimiento de
197 varones en China (Wenwei, 1996); la pequeña cohorte de niños suecos con TDAH (una porción
destacable de ellos también tiene trastornos de la coordinación motora), que se sigue desde los 1980s
(Rasmussen, 2000; Torgersen, 2006); y las grandes, aunque algo fallidas (debido a la pérdida de retención de
seguimientos), cohortes retrospectivas del Reino Unido (Brassett-Grundy, 2004) y de Francia (Galéra, 2008).
En el año 2006 se publicó un gran estudio de comorbilidades financiado por una agencia federal de los
Estados Unidos con dinero público. Contenía el primer estudio naturalístico, ciego y a gran escala, con un
cribado sistematizado del TDAH en la población general, junto con el cribado de otras enfermedades físicas y
mentales. Los resultados confirmaron, con matices, lo que ya se había descubierto del TDAH a partir de los
estudios de seguimiento y los estudios transversales de poblaciones clínicas (Kessler, 2006).
Este estudio ofreció por ver primera una imagen más real del TDAH en la población, sin el sesgo
metodológico que conlleva trabajar con población clínica: por eso las comorbilidades graves perdieron algo de
peso y en cambio cobraron gran importancia las comorbilidades menos aparatosas, como la ansiedad. La
Figura 1.Disfunción psicosocial y functional en adultos no diagnosticados de TDAH en la
infancia.
prevalencia
de
TDAH
entre
adultos de la
población
general fue
del 4,4%. Se
comprobó
que
la
fuerza de la
asociación,
medida
como Odds
Ratios,
no
difería
demasiado
entre
las
distintas
clases
de
trastornos
psiquiátricos, siendo de 2.7-7.5 para los trastornos afectivos, de 1.5-5.5 para los trastornos de ansiedad y de
1.5-7.9 para los trastornos por abuso de substancias. Esto pone en entredicho las estimaciones previas,
queeran más alarmantes en cuanto a la prevalencia de las toxicomanías porque partían de un sesgo de
selección de la muestra. Lo más sorprendente de este estudio fue comprobar que la disfunción en el
desempeño de roles sociales era mayor de lo esperado, muy significativa y persistente entre los adultos, y que
sólo el 25.2% de los casos con diagnóstico cierto de TDAH había recibido un tratamiento específico del mismo
(de unos porcentajes totales de casos en tratamiento que eran 36.5% en hombres y de 53.1% en mujeres). El
TDAH se demostró frecuente en la población general. Y se constató que tiene una repercusión clara en la
calidad de vida, en el funcionamiento social y en la salud mental. A la cultura médica norteamericana se le
acusa de sobrediagnosticar el TDAH y prescribir psicoestimulantes a la ligera. Sin embargo esta investigación
mostraba que menos de la mitad de las personas con diagnóstico de TDAH en la edad adulta (establecido con
un protocolo secuencial de cuestionarios y de entrevistas personales) recibía algún tipo de tratamiento, y que
sólo la cuarta parte recibía el tratamiento correcto. Otro hallazgo digno de reseñar: si en la población infantil
hay más prevalencia (mejor dicho: más consultas) de TDAH entre los varones, en la población adulta el TDAH
genera consultas de novo, carece de diagnóstico y de tratamiento específico, y por tanto genera disfunción
mayor, entre las mujeres; estos hechos se acrecientan cuando la mujer pertenece a clases sociales bajas y a
grupos étnicos no hegemónicos en los EE.UU. (Able, 2007). (Ver Figura 1). A continuación desgloso los
hechos sobre el TDAH de los adultos que han sido probados con los estudios de cohorte y transversales más
rigurosos.
1) La dificultad para referir dificultades es relativa y pasajera.
Hacia la mitad de la segunda década de vida, en comparación con los adolescentes, a pocos adultos entre
18 y 25 años de edad se les puede hacer cabalmente un diagnóstico de TDAH conforme a los criterios del
DSM-IV (Mannuzza, 1998; Barkley, 2008). La capacidad de recordar problemas en el pasado e identificar en
el presente síntomas y desadaptaciones disminuye drásticamente durante ese periodo (DeQuirós, 2001;
Barkley, 2008). Luego las quejas espontáneas reaparecen, con intensidad mayor que al final de la infancia.
¿Por qué sucede esto? Como en cualquier otro trastorno médico o psiquiátrico, las actitudes de negación, las
fantasías de omnipotencia y las disimulaciones de los problemas de adaptación al mundo exterior serán más
evidentes en la adolescencia, pero también serán expresiones normales, y hasta saludables, de las “tareas
del desarrollo” que esa etapa transicional normativa nos exige a todos los humanos. El adolescente normal
trata de diferenciarse de todo lo que ejercía o simbolizaba control parental, infantilismo y privación de
responsabilidad. A unos padres que han sido especialmente cuidadosos de su hijo (y los padres de niños con
TDAH, contra lo que algunos pueden pensar, suelen ser unos cuidadores sobresalientes de sus hijos) les
puede costar sobremanera aceptar que esta transformación es normal y saludable.
El adolescente quiere ganar autonomía física, que cuando se internalice (función ejecutiva) consolidará los
esquemas mentales de un Yo-autónomo, o Self-diferenciado (Carter & McGoldrick, 1999). En esa búsqueda
ambivalente de autonomía y diferenciación se entremezclan las conductas rebeldes, la puesta a prueba de los
límites y las normas, el jugueteo con las conductas antisociales y el uso esporádico de substancias adictivas;
el ensayo de nuevos roles sociales (actitudes, poses, gestos, nuevas amistades, modas…); el distanciamiento
físico con respecto a la familia de origen (que se alterna con reaproximaciones comprobatorias a esa base
segura que todo hogar debiera proporcionar durante el difícil trance). Y, obviamente, habrá gestos de
desapego hacia unos terapeutas y unos fármacos que signaban esa etapa de la vida que el adolescente
quiere dar por zanjada, etapa que se caracterizaba por una singular privación de autonomía debido a que la
identidad infantil se aunó con el diagnóstico de TDAH, es decir con la prescripción de una supervisión extra
por parte del entorno, sobre todo de los padres. Por lo tanto la ausencia de un relato de síntomas y de
problemas entre los 14 y los 25 años no nos debe hacer pensar automáticamente que ha desaparecido el
TDAH (Barkley, 2008). Los adolescentes y los adultos jóvenes con TDAH, exactamente igual que los que no
tienen el trastorno, son menos capaces de formular con precisión sus dificultades psicosociales reales, que
tienden a pasar por alto durante la entrevista, en parte por su orgullo y en parte por su corta experiencia vital,
lo que les impide contrastar los niveles de funcionalidad y los desempeños óptimos con respecto a sí mismos
y a sus pares. La representación mental que nos hagamos de un adulto joven que niega tener problemas
puede adoptar un tono de severidad inesperado cuando la entrevista se realiza junto con la pareja, con algún
familiar directo o con cualquier otra persona que cohabite o mantenga una amistad íntima con el paciente;
entonces se duplica la probabilidad de recibir el diagnóstico correcto (Achembach, 1995; Weiss y Hechtman,
1999; Barkley, 2008).
2) El desempeño académico/laboral es causa de baja autoestima crónica.
Los adultos maduros con TDAH arrastran sentimientos crónicos de baja autoestima en relación con su
trayectoria académica y se lamentan de ello con más sinceridad que los adolescentes. Los adolescentes,
repito, minimizan y relativizan los problemas escolares y laborales mediante mecanismos de defensa
primitivos como la negación, la proyección, la externalización de la responsabilidad, la devaluación de las
exigencias del mundo real y la fantasía omnipotente; además siguen contando con el soporte emocional y
material de sus familias. Los adultos ya no cuentan con esas facilidades y por eso tienen más probabilidad de
chocar con la realidad y de percatarse de sus fallas personales.
Los estudios de seguimiento coinciden en que los niños con TDAH al crecer abandonan el estudio
durante la enseñanza secundaria con una frecuencia entre 3 y 10 veces mayor que la de los controles sanos.
La misma diferencia significativa se da en los que logran acceder a la universidad. Al final su grado de
cualificación profesional y de desempeño laboral resultan significativamente más bajos que en los grupos de
controles sanos, algo que los propios patronos perciben en sus empleados hiperactivos (Weiss y Hechtman,
1993; Barkley, 2008): estadísticamente, los adultos con TDAH no tratados tienen menos capacidad de trabajo
(pero no si este es muy estimulante o reforzador para ellos, en esos casos pueden ser adictos al trabajo muy
eficientes, a costa de su salud); les cuesta más trabajar si no cuentan con una supervisión constante, tienen
más problemas para terminar las tareas asignadas y un trato más conflictivo con los supervisores, quienes les
puntúan alto en las escalas de detección de Trastorno Oposicionista-Desafiante (Mannuzza, 1998). “Se
queman”, son despedidos o cambian de empleo con más frecuencia. Un motivo de consulta frecuente de los
adultos hiperactivos suelen ser los consabidos “problemas laborales”: agresión, acoso, estrés, dificultades en
el desempeño, etcétera, quejas “situacionales” que a menudo ocultan el trastorno de la función ejecutiva, si el
clínico no lo busca. La adaptación al ámbito académico o laboral es una de las áreas de obligada
exploración, la que más datos nos puede aportar para re-descubrir un diagnóstico de TDAH cuando
tenemos sospecha y, sobre todo, cuando deseamos conocer la magnitud de la disfunción que produce
el trastorno residual (que a lo mejor no es tan residual); es una tarea obligada si queremos confirmar
un diagnóstico actual, pues permite codificar los criterios C y D del DSM-IV; también orienta el
tratamiento. No obstante es llamativo que los estudios transversales que cuentan con grupo de comparación
en la población general no detecten grandes diferencias de renta anual y en el estado de alta laboral; tal vez
esto refleja la capacidad que el adulto con TDAH tiene para resolver improvisadamente, en el último momento,
situaciones complicadas. Parece que tienen capacidad de saber “buscarse la vida” y de optimizar capacidades
propias y recursos del entorno precisamente cuando se sienten presionados, sobreestimulados y confrontados
con riesgos y retos, es decir: cuando hay una crisis colectiva en la que otras personas perderían fácilmente la
capacidad de actuar con eficiencia). Esto puede explicar su vocación por las “profesiones movidas” (Jensen,
1997).
3) El estilo internalizador es lo más frecuente y tiene consecuencias
psicopatológicas predecibles.
¿Qué les ocurre a esos adultos con TDAH que sí lograron terminar los estudios y ascendieron en la
profesión? Suelen haber tenido formas de TDAH leves, por lo tanto
diagnosticadas tardíamente, o no
diagnosticadas. Tienden a “internalizar” más la impulsividad, pareciendo más inatentos que impulsivos. Pero
son impulsivos, a su manera pro-social. Hay menos tendencia a los trastornos de la conducta en la infancia, y
menos agresividad. El estilo atribucional, al ser más internalizador que externalizador, los predispone a
padecer trastornos del espectro de la ansiedad y de la depresión monopolar, así como a los hábitos de vida
ritualizados que compensan el déficit.
Para alcanzar semejante automatización de las compensaciones y de las reacciones de sobreesfuerzo
que remeda una elevada motivación (sin que realmente la haya: pues la motivación procede de unas
funciones ejecutivas maduras, de un relato interno y bien trabado del Self), estos adultos suelen haber
contado con unos entornos social y familiar más seguros y estructurados, y además pueden haber sobredesarrollo facultades cognitivas que sortean las carencias. Es en este subgrupo de adultos con TDAH donde
tal vez se encuentren los individuos con inteligencia superdotada que describen algunos especialistas (Webb,
1993; Baum, 1998; Zentall, 2001; Antshel, 2007), quienes han dado pábulo a una mitología simplificadora que
presenta el TDAH como si fuera un signo de genialidad y un diagnóstico para privilegiados, eludiendo las
dificultades reales y los sentimientos ocultos que amargan la vida de estas personas (Barkley, 2008). El adulto
con TDAH paga elevados precios personales por compensar diariamente la distraibilidad, la desorganización,
la postergación, la mala gestión del tiempo y la impulsividad verbal: estos sobreesfuerzos no son visibles para
los demás (a ellos no les cuesta), y a menudo carecen de recompensa y conllevan grandes renuncias. Por
ejemplo, exigen el empleo de más horas de estudio a cambio de unos resultados académicos irregulares que
estarán salpicados de episodios de brillantez, cuando la asignatura les resulte atractiva, desconcertándose
ellos y sus allegados, confiriéndose de un aura de estudiantes irregulares y genialoides que en el fondo tienen
pánico a “ser un fraude”. Pueden ser ciegos con algunos de sus defectos de función ejecutiva, seguramente
estarán ciegos a muchas de sus virtudes: por eso nos cuesta imaginar que un adulto socialmente exitoso y
con TDAH tenga la autoestima siempre tan baja.
La decepción por el sobreesfuerzo no recompensado y el abandono de los estudios son monedas
corrientes. Durante la carrera universitaria se suceden episodios de ansiedad, fobia a las clases y los
exámenes, y a menudo francas depresiones. No es raro que desarrollen corazas caracteriales de “dureza”, si
bien de un perfil menos antisocial que los TDAH estereotipadamente clandestinos que nos presentaban en el
pasado los estudios con muestra sesgada, que hallaban altas prevalencias de TDAH en las poblaciones
carcelarias y drogodependientes. El adulto con TDAH que habitualmente encontremos en la población
general se habrá compensado mediante un estilo internalizador del reproche, y por tanto será
propenso a desarrollar depresión, distimia y diversos estados ansioso-fóbicos (Goodman, 2009;
McIntosh, 2009; Babcock, 2009; Barkley, 2008b; Kunwar,2007; Kessler, 2006; Able, 2006; Pliszka, 1998).
Para ampliar el concepto de “internalización” con un uso general, distinto al uso neuropsicológico que hace
Barkley en su modelo de disfunción ejecutiva, consúltese el ANEXO II). Estos trastornos episódicosrecurrentes se acompañarán de las correspondientes conductas de evitación, que con el tiempo se pueden
volver egosintónicas y cristalizar como rasgo fijo del carácter: así aparecerán rasgos y hasta trastornos de la
personalidad de tipo anancástico, evitativo y por dependencia. La coexistencia de tales cristalizaciones del
carácter junto con la sintomatología del TDAH que hay de fondo, que parece contradecirlas, desconcertará al
clínico que sólo quiera ver un problema de la personalidad. Estos pacientes de perfil benévolo no
necesariamente se ajustan al subtipo inatento puro del TDAH, cuestionable y tal vez inexistente en la
población adulta (Power, 2004; Geurts, 2005; Barkley, 2008): los adultos hiperactivos sencillamente canalizan
la impulsividad y la hipercinesia con modos menos fastidiosos para la sociedad, pero no del todo
imperceptibles ni siempre inofensivos, y a costa de acumular sinsabores que luego emergen como ansiedad,
depresión o explosión de ira.
4) Drogas y conductas adictivas: ¿realmente hay tanto problema?
Entre los adolescentes con TDAH es hasta cuatro veces más frecuente una historia de consumo
de drogas que en la población general (Mannuzza, 1998), hallazgo estadístico que se correlaciona
intensamente con tener rasgos de personalidad antisocial, pero no tanto con el TDAH, que cuando acontece
sin rasgos antisociales no tiene asociación con una vulnerabilidad tan pregonada (Barkley, 2008). Estos
jóvenes se inician antes y más rápido en el consumo, pero no está claro que se hagan “dependientes”
de la substancia a largo plazo, ni con más frecuencia que otros grupos de población. La mayoría de los
adultos que tuvieron TDAH durante la infancia no han terminado consumiendo drogas, y la correlación del
diagnóstico en la infancia con la probabilidad ulterior de tener conductas antisociales es menos evidente en la
edad adulta (Barkley, 2008); sin lugar a dudas, los factores socioculturales y educacionales influyen sobre
estos dos resultados; así, en el estudio de Montreal (Weiss y Hechtman, 1999) y en el de Milwaukee ampliado
(Barkley, 2008) no hubo asociación estadística entre haber tenido TDAH y luego tener toxicomanía en la edad
adulta. Más que adicciones hay conductas de apariencia adictiva que de hecho son síntomas de
disfunción ejecutiva (dificultad para conmutar la acción) y que pocas veces llegan a cumplir los criterios y
la duración suficientes para recibir el calificativo de dependencia o de trastorno de control de impulsos (según
el DSM-IV: ludopatía, piromanía, cleptomanía, tricotilomanía…); cabe apuntar que un porcentaje pequeño
pero significativo de estas personas sí puede hacer uso de substancias y tener conductas de
apariencia adictivo/compulsiva durante periodos breves, en rápida sucesión: hay períodos de hurto
impulsivo y de juego adictivo, hay épocas de coleccionismo variado, y puede haber a veces accesos de
sexualidad compulsiva de escasa entidad (visita repetitiva a empleados del sexo, consumo de pornografía,
teléfonos de contactos y chats, etcétera), que conservan una cualidad egodistónica y ansiosa (a diferencia de
lo que vemos en el hipomaníaco) y no desencadenan las neuroadaptaciones que serían propias de una
dependencia a largo plazo, la cual se manifestaría como tendencia a recaer en la adicción mucho
tiempo después de cesar la conducta adictiva. No es habitual ver eso en los adultos con TDAH que han
sido estudiados en la población general. Pero esto sí se ve con llamativa frecuencia cuando los estudios
seleccionan las muestras en cárceles y en centros de tratamiento especializado de drogodependencias y de
trastornos del control de impulsos.
También ocurre ocasionalmente la ingesta impulsiva de alcohol o de otros tóxicos, más por tanteo y
búsqueda de novedad que por un patrón de dependencia. La impulsividad y la imprevisión del TDAH, más la
tendencia retadora de la adolescencia, son factores importantes. No está rigurosamente probado que tal
conducta persista en el adulto con TDAH de más edad, con mayor probabilidad que en la población general
(Barkley, 2008), pero algunos estudios epidemiológicos sugieren que sí puede haber mayor riesgo de
desarrollar alcoholismo (Able, 2007).
Dentro de lo “adictivo” se puede englobar el manejo de la comida. En los adultos con TDAH, ya sean
hombres o mujeres, se suelen dar unos trastornos de la conducta alimentaria inespecíficos, leves y poco
duraderos que se caracterizan por períodos de atracones (más bien se trata de picoteo a deshora, y en
cantidad desmedida), con ocasionales conductas compensadoras cuando se trata de mujeres jóvenes, que
en todo caso se ejecutan con escasa disciplina: sus intentos de restricción calórica son breves, fracasan
rápido y no se asocian a las graves distorsiones en la percepción del esquema corporal, a los rasgos
obsesivos y a la severa autodisciplina que solemos ver en los trastornos clásicos de la conducta alimentaria
(anorexia y bulimia nerviosas). En el TDAH los atracones reflejan a las claras una pobre organización de las
compras, de los horarios y de la dieta, tienen que ver con la mala gestión del tiempo, la postergación, la
impulsividad, la lentitud para cesar la conducta reforzadora (déficit de atención alternante) y el alivio de la
ansiedad mediante refuerzos inmediatos (Nazar,2008; Cortese,2011).
La pregonada “tendencia adictiva”, que llega a sustentar una comorbilidad oficial en el DSM-IV entre el
TDAH y el Juego Patológico, todavía tiene que ser probada con estudios replicables. Por ahora debemos
suponer que expresa de manera directa la disfunción ejecutiva, sin que haya necesariamente el fondo de
neuroadaptación crónica, la disfunción dopaminérgica nuclear y el patrón típico de búsqueda y de recaídas
con que se viene caracterizando el verdadero fenómeno adictivo durante la última década. La dificultad para
conmutar la respuesta en curso, durante actividades que sólo son mínimamente estimulantes pero que tienen
una recompensa fácil, inmediata y renovable, genera más bien estas conductas, que yo no me atrevería a
calificar de “adicciones”: onicofagia y paronicofagia, urgarse la nariz con fruición, escupir a menudo, comprar
impulsivamente y sin un plan elemental de acción (a diferencia del genuino cleptómano), engancharse a la
navegación por internet y a los videojuegos y al porno de fácil acceso (o evitarlos rígidamente, como defensa
internalizadora rígida), practicar compulsivamente ejercicio físico de modo asistemático y solitario para aliviar
la desazón motriz (a diferencia de los anoréxicos y los vigoréxicos, que son metódicos y sutilmente prosociales en su deporte), etcétera, etcétera.
A partir de elucubraciones teóricas se llegó a suponer que habría más proclividad por los
psicoestimulantes entre los adultos con TDAH, en consonancia con la Hipótesis del Autotratamiento. Los
estudios epidemiológicos rigurosos en población general, sin sesgo de selección, muestran esto: 1) la única
adicción severa, significativamente más frecuente en los adultos con TDAH, acontece con el tabaco; 2) hay
consumo más frecuente de cannabis entre adolescentes con TDAH, pero no está probado que esto persista
entre los adultos; 3) puede haber un uso problemático del alcohol, pero en un rango de afectación muy
amplio y con unos modelos fisiopatológicos de gran complejidad: vemos desde el rechazo asqueado del
alcohol, pasando por la abstinencia absoluta (después de una mala experiencia) y por las intoxicaciones
patológicas con dosis bajas y medias, hasta la dependencia crónica severa. Contra lo que se esperaba, en los
adultos con TDAH no se ha probado ningún patrón específico de uso de la cocaína, de la heroína, de los
derivados de anfetamina ni de otras drogas (Barkley, 2008; Pedrero-Pérez, 2011).
5) Desajuste social y relacional: ¿por el TDAH o por un Trastorno de la
Personalidad?
Los adultos con TDAH tienen puntuaciones elevadas en las escalas de desajuste social. Tienden más a
presentar trastornos psiquiátricos, lo que ha dado pábulo a las especulaciones y los sobrediagnósticos de
“comorbilidades” aparatosas, postura que es alimentada por el DSM-IV (la CIE-10 opta por el “principio de
parsimonia”). La psicopatología clínicamente detectada en los adultos con TDAH que provienen de la
población general, a través de la consulta médica o de la consulta psiquiátrica generales (no a través
de
centros
asistenciales
de
tercer
nivel,
de
consultas
monográficas,
de
servicios
para
drogodependientes ni de cárceles), es polimorfa y de duración limitada (salvo que se cronifique como
distimia o como trastorno adaptativo crónico), es de aspecto neurotiforme, tiene apariencia situacional
y reactiva, pertenece al espectro ansioso-depresivo, es episódica (sobre una disfunción crónica de
más difícil detección) y alcanza una severidad leve o moderada que contrasta con la severidad algo
mayor de la disfunción social. No tiene síntomas de “endogenicidad” del humor, ni psicosis, ni clínica de
espectro bipolar salvo contadísimas excepciones. El diagnóstico, por tanto, se nos hace difícil por la sutileza
de los síntomas, no tanto por la confusión con los trastornos mentales graves.
Los adultos con TDAH cometen más intentos de suicidio y episodios de autolesión sin fin suicida que
la población normal (James, 2004; Galéra, 2008; Goodman, 2008; Barkley, 2008), sobre todo en la
adolescencia, pero esto no es un hecho tan probable como en otros trastornos (depresión, psicosis y trastorno
de personalidad de tipo límite). Tienen más problemas de aislamiento social episódico alternando con épocas
de sociabilidad y extroversión, a veces superficiales y poco duraderas, sin curso fásico y sin humor expansivo
de fondo, sino más bien ansiedad social (esto lo distingue de una hipomanía); habitualmente el adulto con
TDAH preserva un grupo de relaciones íntimas que a lo largo de su vida han operado como “cortezas
prefrontales auxiliares”, a las que acude periódicamente cuando se siente desamparado para solicitarles
consejo y supervisión. El sujeto con TDAH no es desapegado, sino que a veces fracasa en sus anhelados
intentos de ampliar la red social, o está absorbido por su “adicción al trabajo”. Cuando se da por vencido
parece poco sociable por elección, pero más bien tiene resignación y miedo a equivocarse de nuevo.
Salvo los casos excepcionales de verdadera comorbilidad entre el TDAH y el Trastorno de la
Personalidad de tipo Límite (asociación que habrá de ser probada, pese a las frecuentes especulaciones de
los últimos diez años), la impulsividad y la labilidad emocional del TDAH no se acompañan de los
elementos que tipifican “lo borderline”: alternancia de idealización y devaluación primitivas, micropsicosis
por exoactuación de la transferencia, crisis de “difusión de identidad” y ansias de fusión dependiente con un
objeto que sea experimentado como imprescindible para regular la propia emoción; tampoco veremos las
típicas defensas basadas en la “escisión de representaciones objetales”, ni las poderosas “identificaciones
proyectivas” que deberíamos suscitar y explorar antes de emitir un diagnóstico (Barbudo, 2009).
Las relaciones sentimentales de la mayoría de los adultos con TDAH sin rasgos antisociales están
caracterizadas por una gran dependencia afectiva de la pareja, si esta opera como “corteza prefrontal
auxiliar” compensadora. Estas relaciones de dependencia afectiva no suelen basarse en la “fusión” ni en la
“idealización primitiva”, sino en la constatación de un hecho: que poca gente está dispuesta a tolerar la
convivencia con una persona impulsiva, lábil, desorganizada e inquieta, y que cuando se encuentra a una
persona con paciencia suficiente merece la pena conservarla, pues no abundarán las oportunidades futuras.
Hay que advertir de que la mayoría de los adultos con TDAH no va a mostrar desajustes acusados en sus
relaciones interpersonales, sino cuadros de tonalidad neurótica, obsesivoide y ansioso-depresiva, explosivointermitente, breves, a veces de tan poca severidad que pueden confundirse con descompensaciones
exclusivamente psicorreactivas ante factores situacionales con la pareja, la familia, el trabajo y los
amigos (Joselevich, 2004).
6) Vulnerabilidad para la depresión y la distimia.
El estudio de Montreal encontró que la autoestima y las habilidades sociales están particularmente
deterioradas en la adolescencia. Ya lo están antes, pero es a esta edad cuando adquieren la máxima
relevancia en el proceso madurativo, por un lado, y por otro dejan de estar enmascaradas por un entorno
familiar compensador. Las habilidades sociales continúan deteriorándose en la edad adulta si no se cuenta
con el apoyo de alguien comprensivo que supervise el proceso madurativo propio de la edad adulta. Una ruta
de desarrollo es la externalizadora, que puede cristalizarse como rasgos antisociales y narcisistas de la
personalidad. Como ya he dicho, lo más frecuente será una tendencia internalizadora, más adaptada a la vida
social y a la vez más predisponente para la ansiedad y la depresión.
El Trastorno Depresivo Mayor (no endogenomorfo, unipolar), la distimia, los trastornos del
espectro ansioso-pánico y el impreciso Trastorno Adaptativo son las comorbilidades más frecuentes
del TDAH durante la edad adulta (Kessler, 2006; Barkley, 2008). Estos trastornos guardan una estrecha
relación fenomenológica entre ellos, y todos conectan con las vivencias crónicas de fracaso interpersonal del
individuo, que son reales, que no son meras sobrevaloraciones distorsionadas de conflictos inconscientes. Por
supuesto, también habrá conflictos inconscientes entendibles con el Modelo Psicodinámico, y es de suponer
que estos se configuren con mayor tendencia patógena en las personas con TDAH si partimos de dos
supuestos: uno, que es más probable el antecedente de haber tenido una crianza negligente o traumática
(Deault, 2010; Alizadeh,2007); dos, que en el presente sigue habiendo un intenso conflicto entre los impulsos,
los deseos, los ideales de control y las necesidades reales de un autocontrol que ayuda a sobrevivir en
sociedad (Barbudo, 2009).
Los síntomas depresivos habitualmente configuran un síndrome incompleto, la mayoría de las veces un
Trastorno Adaptativo (o Reacción Depresiva) atribuible a la desmoralización crónica, sumada con
algún suceso laboral o familiar que actúa de precipitante. Rara vez hay depresión “endógena”, y si la hay
se debe cuestionar el diagnóstico de TDAH.
Es grande el empeño de ciertos autores por asociar el TDAH con el Trastorno Bipolar infantojuvenil
(Biederman, 1996; Biederman, 1998ab; Biederman, 2003; Faraone, 1997ab; Wilens, 2003). Ningún estudio
riguroso de seguimiento en la edad adulta ha probado la asociación entre el TDAH y los trastornos del
espectro bipolar. La simple idea de asociarlos contraviene la definición misma del TDAH y la
“perspectiva longitudinal” de las enfermedades mentales que postulaba Kraepelin (Carlson, 1998; Kim,
2002; Hazell, 2003; Post, 2004; Wingo&Ghaemi, 2007; Barkley, 2008). Una psicopatología descriptiva
transversal que pasa por alto el curso longitudinal típico de la enfermedad bipolar (fásico, recurrenteremitente, polar y con deterioro neuropsicológico, sutil pero progresivo, en la edad adulta) está abocada a
equivocar el TDAH con las disfunciones ejecutivas y neuropsicológicas sub-sintomáticas del trastorno bipolar.
El TDAH por definición excluye cualquier trastorno cíclico severo del humor. Quienes trabajamos
con pacientes adultos, desde hace años hemos sabido que el Trastorno Bipolar se asocia con el sutil deterioro
de las funciones cognitivas, ejecutivas y de la efectividad social, el cual puede ser pre-episódico y, sobre todo,
inter-episódico. También sabíamos que el trastorno bipolar en sí mismo contiene buena parte de los síntomas
de la tríada sintomática clásica del TDAH, aunque no figurasen en el pobre listado que el DSM-IV concede a
la definición de hipomanía y de manía (no hay lugar en el DSM-IV para las hipomanías mixtas ni los estados
atípicos de bipolaridad, clásicamente descritos) durante los periodos de remisión incompleta y los estadios
avanzados de la enfermedad en la edad adulta. Puede que haya formas especialmente agresivas de
progresión de la Enfermedad Bipolar, pero no hay evidencia de la validez ni de la necesidad de añadir un
segundo diagnóstico (TDAH) para enfatizar ese deterioro. Otro debate, fuera del que ahora nos ocupa,
debería valorar si conviene tratar ese deterioro neuropsicológico Trastorno Bipolar igual que si fuera un TDAH,
sin riesgos de inducir viraje maníaco y desestabilización del humor, en base solamente a isomorfismos de
epifenómenos (Wingo&Ghaemi,2008) que se han encontrado en estudios transversales y en seguimientos
cortoplacistas de niños y de adolescentes. Pues tal vez esos niños y esos adolescentes ya arrastraban un
diagnóstico erróneo de TDAH y lo que realmente había era una psicosis latente de tipo bipolar o de tipo
esquizofrénico (Elman, 1998; Rubino, 2009;).
Tal vez sea aceptable, porque es plausible en la práctica clínica y porque se asocia con hipótesis
causales de disfunción dopaminérgica y de los ritmos circadianos (igual que el TDAH), la inclusión de la
Depresión Breve Recurrente en el grupo de las comorbilidades del TDAH (Hesslinger, 2003).
7) La dudosa ubicación fenomenológica de la “ansiedad” en el TDAH.
El TDAH confiere 3 veces más riesgo para cualquier trastorno de ansiedad, 5 veces más riesgo para la
fobia social, hay un adulto con TDAH en el 12% de los casos de Trastorno de Ansiedad Generalizada (TAG),
el 13% de los casos de Trastorno por Estrés Post-Traumático (TEPT), el 20% de los casos de agorafobia y el
14% de los casos de fobia social (Kessler, 2006). De hecho la relación fenomenológica y etiopatogénica entre
la ansiedad y el TDAH es tan compleja que han proliferado diversos modelos para explicar esa asociación. En
la práctica no está claro cómo se ha de proceder en la asignación diagnóstica, y luego en el tratamiento. En la
Tabla 9 resumo las nosografías posibles de una queja ansiosa que coexiste con un TDAH, partiendo de la
revisión de Schatz y Rostain (2006). A nivel experimental (Schatz & Rostain, 2006) la ansiedad frena la
impulsividad y la hipercinesia. No tiene una relación clara con la agresividad (la aumenta o la disminuye,
según sea el estudio), pero parece que empeora la memoria de trabajo y otras funciones neuropsicológicas y
ejecutivas, llegando con el tiempo a producir un “tempo cognitivo lento” que se puede parecer a un estado
obsesivo. Es como si el sujeto con TDAH que además padece ansiedad renunciase a una parte de su
potencial cognitivo y ejecutivo para poder ajustarse a la norma social. Entonces surge la duda: ¿qué pasa
cuando la norma social tiene un ideal de logro intelectual, por ejemplo una carrera académica con muchos
exámenes? El sujeto quedaría atrapado en un círculo vicioso, entre la necesidad de cumplir con un ideal
social (sacar la carrera) y la necesidad de adaptarse a la vida en sociedad (renunciar a buena parte de los
impulsos, a costa de mermar el potencial). Las consecuencias terapéuticas (y filosóficas) de esta hipótesis
superan el propósito de este escrito.
Tabla 9. La ansiedad y el TDAH en el adulto.
8) La dudosa ubicación fenomenológica de “lo obsesivo” en el TDAH.
No es muy raro encontrar clínica obsesivo-compulsiva nítida en pacientes con TDAH cuando tienen tics
motores y vocales, es decir: cuando tienen un síndrome de Tourette. Sin embargo lo más frecuente es que
nos topemos con un adulto con personalidad “internalizadora” que hace intentos desesperados para
compensar el TDAH por medio de rituales de apariencia compulsiva, que de hecho son egosintónicos y hasta
necesarios para sobrevivir.
A veces nos llegan pacientes a la consulta con un apresurado diagnóstico de Trastorno Obsesivo
Compulsivo o Trastorno de la Personalidad de tipo Obsesivo (se siguen confundiendo). De una manera
anacrónica y en extremo imprecisa, todavía algunas arrastran esta etiqueta: “neurosis obsesiva”. A todos ellos
les suelen haber prescrito un antidepresivo serotoninérgico (un ISRS o clorimipramina), que a menudo les
sienta bien (si había componentes de ansiedad y depresión), pero que no mejora los síntomas del TDAH ni la
desadaptación sociolaboral. Estos sujetos pueden llegar a aparentar que son bastante autocontrolados, al
precio de no soportar ninguna perturbación de su medio, ningún cambio de hábitos impuesto por otros, ningún
desorden que no sea el suyo propio (éste no les perturba); se apegan con rigidez a los listados de tareas, los
calendarios, la confección de exhaustivos esquemas para el estudio (que les quita mucho tiempo para
estudiar realmente), los protocolos, las agendas y los horarios, a sabiendas de que puede parecerles repulsivo
a los demás; estos rituales, además de poco eficaces para alcanzar el potencial máximo de desempeño,
pueden llegar a ser tan inhabilitadores como la propia sintomatología del TDAH, y deben ser corregidos en
cuando se inicia un tratamiento adecuado si no desaparecen espontáneamente.
En ocasiones el paciente se lamenta de la desorganización de todos los aspectos de su vida, excepto en
esa área en la que funciona con eficacia obsesiva, que al verse interferida puede evolucionar a una explosión
de ira; esto a veces refleja la tendencia a la hiperfocalización y la dificultad de conmutación de la tarea, tan
típicas del TDAH. Otras veces el ritual es un refugio de la autoestima, lo que desde otros modelos
Tabla 10. Lo obsesivo y el TDAH en el adulto.
terapéuticos se llamaría regresión y adhesión narcisista a ciertos objetos y hábitos. En la Tabla10 resumo los
fenómenos obsesivoides que podemos encontrar en el entorno del TDAH (Brown, 2008; Barkley, 2008).
9) Problemas con la conducción de vehículos y las tecnologías modernas.
Los accidentes de tráfico son más frecuentes y más graves (Weiss y Hechtman, 1985; Barkley, 1996;
2007; 2008), sobre todo entre los adultos con expresiones más severas del TDAH, con más déficit
neurospsicológico y con más trastornos comórbidos (Fried et al, 2006). Sin que haga falta esperar tan drástico
desenlace, con frecuencia escucharemos por boca de los pacientes o de sus parejas quejas de intenso
agotamiento después de usar el coche. El paciente no siempre será capaz de relacionar los síntomas del
TDAH con sus dificultades al volante, derivadas de la tensión que le genera el plus de atención que exige la
conducción del vehículo. No se explica a sí mismo por que menudean las infracciones, las multas, los roces y
abolladuras, el desorden y la suciedad en el interior. A veces el paciente adopta sutiles conductas de
evitación, como ceder el manejo del vehículo a la pareja, o al vecino; o se limita a usar el transporte público.
Otras veces se pone tajante y abandona toda pretensión de usar el vehículo, con alguna vaga excusa de
temática fóbica. También puede retrasar indefinidamente los exámenes para la obtención del permiso de
conducir, o suspenderlos reiterativamente. Esta acumulación de desazón y de pequeñas frustraciones son
igualmente aplicables a otras tecnologías modernas que contengan varios procesos o exijan leer con
paciencia un manual de instrucciones: computadoras, electrodomésticos, máquina de cortar césped,
matrimonio, crianza del bebé, etcétera (Joselevich, 2004).
10) Sexualidad, conductas de riesgo y familia.
El estudio de Milwaukee mostró que los adultos con TDAH tenían relaciones sexuales a una edad más
precoz, habían tenido más compañeros sexuales, tenían más divorcios y segundos matrimonios, utilizaban
menos medidas anticonceptivas, tenían más embarazos no deseados y durante la adolescencia padecían
más enfermedades venéreas. También tenían más disfunciones sexuales, como impotencia y anorgasmia; a
propósito de estos casos, resulta llamativo cómo estos pacientes se lamentan de su tendencia a la distracción
durante el coito cuando lo realizan con su pareja habitual. El estudio UMASS vendrá a confirmar con
metodología rigurosa lo que ya se venía sabiendo sobre los adultos con TDAH: que tienen más dificultades
maritales, más probabilidad de separación y divorcio, más estrés y dificultad en la crianza de los hijos, más
problemas para gestionar facturas, ahorros y tiempo para las amistades, etcétera. Afinar en estas áreas de
disfunción y malestar cuando entrevistamos al paciente importa por varias razones
a) Sirve para formular el diagnóstico de TDAH (criterios C y D del DSM-IV).
b) Sirve para comprender la ansiedad actual y para empatizar con el paciente, es decir para forjar alianza
terapéutica que asegure continuidad en el tratamiento.
c) Sirve para establecer objetivos verificables de tratamiento, cuyo cambio confirmará si este ha tenido o no
ha tenido éxito.
d) Sirve para prever dificultades de manejo terapéutico, que va más allá de la indicación de fármacos y de
técnicas psicológicas operativizadas.
Para evaluar y tratar todas estas áreas, que tienen una complejidad grande y no suelen ser motivo de
publicación científica en el circuito psiquiátrico convencional, conviene disponer de instrumentos de medida y
de libros que hoy día cubren sobradamente esta necesidad (Weiss & Hechtman, 1999; Joselevich, 2004;
Barkley, 2010). También conviene formarse en “ciclo vital de la familia” y disponer de suficientes
conocimientos sobre la vida cotidiana de la gente, más allá del síntoma psiquiátrico.
III.3.2. Lo que nos enseña el estudio transversal UMASS.
La
comorbi
lidad se
evaluó
con
método
s
categori
ales (las
entrevis
tas
estructu
radas
conform
es a los
criterios
del
DSM-IV
para los
ejes I y II: SCID-I y SCID-II) y con métodos dimensionales: la escala autoaplicada de psicopatología general
de Derogatis SCL-90-R, más la escala de desajuste psicológio YABCL de Achembach, que también mide el
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.
ANEXO-I
LISTA DE 91 SÍNTOMAS DE PARTIDA DEL ADULTO CON TDAH BASADOS
EN EL MODELO DE DISFUNCIÓN EJECUTIVA DE BARKLEY (Barkley,2008).
ANEXO-II
Concepto de Internalización
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