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Bogavante con ligueros
Juan Francisco Julián
Ellago/Novela
Edición a cargo de Francisco Villegas Belmonte
Colección Novela
Primera edición, septiembre 2012
©del autor: Juan Francisco Julián
Diseño de cubierta: Natalia Susavila Moares
Maquetación: Rosa Escalante Castro
©de la edición
Ellago Ediciones, S. L.
[email protected] / www.ellagoediciones.com
(Edicións do Cumio, S. A.)
Pol. ind. A Reigosa, parcela 19 - 36827 Ponte Caldelas, Pontevedra
Tel. 986 761 045
[email protected] / www.cumio.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de
esta obra solo puede ser realizada con autorización de los titulares, salvo excepción prevista
por la ley.
Diríjanse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si precisan fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-92965-27-4
Impresión: Mongraf Artes Gráficas
Depósito legal: VG 595-2012
Impreso en España
A mis pacientes
Capítulo 1
Hospital Germans Trias i Pujol (Can Ruti). Badalona.
Urgencias. Sala de paros.
Miércoles 22 de febrero.
2:30
No hay nada que retrase más la acción que el pensamiento.
—¡Traumático en sala de paros, traumático en sala de
paros! —exclamaba el busca de Emilio Macanás sacándolo
de la modorra habitual en que se encuentra un cirujano de
guardia a esas horas.
—¡Cago en la pfffff…! —farfulló mientras se ajustaba el
pantalón del pijama y se dirigía al box de paros. No corría.
Siempre decía que no iba de unos segundos. Emilio era feo,
pero a esa hora aún lo era más. Al abrir la puerta corredera
se sorprendió de la frenética actividad que ya desarrollaban
todos aquellos pijamas, blancos y verdes. «¡Joder, sí que he
tardado!», pensó intranquilo.
A pesar de la aparente anarquía reinante todos acometían
su labor metódica y eficazmente. Una enfermera avezada había cortado sin piedad y en pocos segundos el pantalón, los
calzoncillos y la camisa del individuo accidentado que estaba en la camilla. El único zapato que traía el herido estaba
en la bolsa blanca en compañía de sus otras pertenencias:
un reloj, una cadena y una cartera. Otra enfermera algo más
joven colocaba los electrodos en el pecho del paciente para
su monitorización electrocardiográfica. Una tercera, Elena,
intentaba cateterizar una vena para administrar sueros y
medicación. Alba Minguella, la anestesista, al ver entrar a
Emilio le hizo una rápida valoración de la situación:
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Capítulo 1
—Varón de unos 40 años. Accidente de moto. Politraumatizado. Consciente pero en estado de shock traumático.
Pupilas isocóricas y reactivas.
—¿Del coco está bien? —preguntó Emilio.
—Aparentemente no presenta lesión cerebral pero luego
lo valorará el neurocirujano —respondió la anestesista—.
Necesitamos dos vías de calibre grueso, Elena. Intenta colocar un catéter del 14 en el antebrazo, saca tres jeringas de
sangre para hemograma, pruebas cruzadas, y gasometría, y
preparadme un introductor de Swan para la yugular derecha —ordenaba Alba enérgicamente pero con amabilidad—.
Sigo, Emilio; tiene una fractura abierta de tibia y peroné en la
extremidad izquierda. Le han colocado un torniquete mientras lo trasladaban al hospital pero debe haber sangrado considerablemente. Se queja de mucho dolor abdominal y tiene
el abdomen distendido. ¿Lo exploras?
—Se está hipotensando —terció inquieta Elena—. 70 de
sistólica. Pulso débil a 140 pulsaciones por minuto.
—Pasadle sueros a chorro, preparad un expansor del plasma —añadió Alba— Emilio, creo que sangra del abdomen
—la tensión subía por momentos en la sala— ¿Tú qué opinas? Cargadme 10 mg de Midazolam, 5 mg de cloruro mórfico y 100 mg de Succinilcolina para sedación y relajación
muscular.
—¡No sé! —exclamó Emilio—. Puede que tenga alguna
lesión hepática o una rotura del bazo y que esté sangrando.
Deberíamos pedir un escáner.
—Pasadme el laringoscopio y un tubo del número 8 para
intubarlo —solicitó Alba—. Mira, Emilio, para eso deberíamos estabilizarlo previamente y no lo estoy consiguiendo.
¡Este laringoscopio no funciona! ¿Quién cojones es el encargado de revisarlo? —preguntó al vuelo sabiendo que no obtendría respuesta alguna—. ¡Pasadme otro, rápido!
—Sistólicas bajando, ahora de 60! —informó la enfermera.
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Bogavante con ligueros
—¡Emilio, despierta hombre! ¡Si no lo operamos se nos
va! —insistió la anestesista.
Emilio sabía que tenía que decidir. No podía entretenerse demasiado pensando qué era lo más adecuado, si mantenerlo en observación intentando estabilizarlo o someterlo a
una intervención quirúrgica con carácter de extrema urgencia. Una vez más sus dudas existenciales lo paralizaban en
un momento crítico.
—Piensa, Emilio, y decide, ¡joder! Decide, decide…
—se repetía sin cesar.
La deplorable formación en urgencias que había tenido
durante su residencia y su manifiesta dificultad para tomar
decisiones le pasaban factura de nuevo.
Justo en ese momento la puerta corredera se abrió por
enésima vez y, cual ángel salvador, apareció Martín del Alcázar. Martín era un joven jefe clínico (rara avis en cirugía),
atlético e inteligente, que se había ganado el aprecio de la
mayoría del servicio gracias a una inaudita capacidad para
terciar y conciliar (y a veces empeorar, eso sí… de buen rollo),
conflictos intra e interdepartamentales. Sin embargo, su mala
relación con Emilio venía de lejos y no conseguía reconducirla. Un rápido vistazo le bastó para identificar la situación y la
gravedad del instante: el frenesí de la anestesista intentando
remontar un paciente crítico; Emilio pensando y pensando,
como era habitual en él, qué pasos eran los más adecuados a
seguir; y yaciendo, ajeno a los acontecimientos de los que era
protagonista principal, el paciente que requería una decisión
inmediata. Martín obligó astutamente a Emilio a actuar sin
ponerlo en evidencia, con una sutil pregunta.
—¿Te están preparando el equipo de punción abdominal?— De este modo podrían valorar, sin ninguna duda y
en pocos segundos, la existencia de sangre libre en el abdomen. Emilio captó la orden y solicitó, cariacontecido, un
equipo de punción. En un santiamén había comprobado la
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Capítulo 1
grave hemorragia interna que sufría el paciente. Buscó con
la mirada la aceptación de Martín y le indicó a Alba:
—¡A quirófano! Avisad a las instrumentistas que lo vayan preparando.
Alba le replicó con un gesto mohíno y un susurro:
—Eres un zoquete, tío. Hemos perdido demasiado tiempo. ¡Siempre igual!
Emilio y Martín entraron al trote en el vestuario del
quirófano de urgencias de la primera planta. El vestuario
obedecía la norma de todos los hospitales. Era estrecho,
incómodo, lúgubre y, lamentablemente, con escasas y oxidadas taquillas. Entre estas y la puerta del váter había escasamente un metro de separación. Cogieron los pijamas
verdes de entre un montón desordenado sin precisar la talla.
El primero parecía un pescador y el segundo Manolete (por
lo del paquete). Mientras revolvían los pijamas buscando
una talla más adecuada, Martín reprendió a Emilio:
—Macho, ¿estabas dormido o qué? ¿No te dabas cuenta
de que se estaba bajando? ¿Qué diablos esperabas?
Emilio se sorprendió de la acritud de sus palabras. Escocido por la crítica y sin mediar palabra, se acabó de vestir y
se metió en quirófano pensando: «Algún día me las pagarás
todas juntas, so cabrón».
—Bisturí —solicitó Emilio. Martín había dejado a Emilio llevar a cabo la intervención—. Haré una laparotomía
media.
—En mi opinión una subcostal bilateral amplia te dará
mejor acceso a la lesión.
—Pero…
—¡No me vengas con hostias, Emilio! Sabes bien que
una hemorragia de esta magnitud estará provocada casi con
toda probabilidad por una rotura hepática o esplénica.
Detrás del telón, Alba Minguella imploraba que empezaran ya. Hundido de nuevo en la miseria, Emilio aceptó
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Bogavante con ligueros
la sugerencia. En efecto, la sangre manaba a borbotones a
través de una lesión estrellada localizada en el hígado derecho. La destreza quirúrgica de Emilio no quedó esta vez en
entredicho. Hábil y eficazmente realizó una maniobra de
Pringle (oclusión temporal del aporte sanguíneo al hígado)
controlando la hemorragia masiva, con lo que el paciente
recuperó progresivamente las constantes vitales. Alba pidió
un taburete para sentarse. Estaba agotada. Tras identificar
la lesión, Emilio efectuó una difícil y laboriosa resección
hepática de los dos segmentos afectos.
El bisturí eléctrico había impregnado el quirófano de un
penetrante olor a hígado frito y carne a la brasa, lo que abrió
el apetito de los cirujanos.
—Ahora que ya tenemos esto controlado, podrían traernos unos bocatas —sugirió Martín rompiendo el hielo.
—Sí, claro, y unos churros con chocolate, ¿no te fastidia?
—apuntó la anestesista—. Venga, cerrad la laparotomía y
dejaros de tonterías.
Habían pasado casi cuatro horas desde que se encontraron en la sala de paros. De nuevo en el vestuario, Martín
notó que llevaba los pantalones húmedos. La sangre de la
intervención había empapado su pijama desde el ombligo
a las rodillas.
—¡Mierda, joder…! La sangre me ha atravesado la ropa
y me ha dejado los calzoncillos completamente manchados.
¡Hostia, tengo rojos hasta los cojones!
Emilio sonrió para sus adentros. «Así te queden pá
siempre».
—Me voy a dar una ducha, Emilio. Espérame en reanimación para informar a la familia del paciente.
Mientras se limpiaba la sangre adherida a la piel, el agua
que caía a sus pies se teñía de un tono rojizo anémico, y no
pudo evitar pensar en la escena de Psicosis en la que la sangre
corre por la bañera tras las múltiples apuñaladas que recibe
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Capítulo 1
Janet Leigh. Un leve escalofrío le recorrió toda la espalda.
Como era habitual, en el quirófano no había toallas y se secó
con el pijama pequeño que antes había desechado. Decidió
tirar los calzoncillos manchados a la basura y se colocó el
pijama blanco sin ropa interior.
Tras recoger a Emilio en reanimación e informar a la familia del accidentado de la gravedad de la situación, decidió
pasar por su despacho en la sexta planta para cambiarse de
vestimenta y ponerse la ropa de calle. La noche se despedía
por la ventana del despacho. Le esperaba un día ajetreado
y, a pesar de no haber dormido ni un minuto, cuanto antes
empezara mejor… Fue al subirse enérgicamente la cremallera del pantalón cuando…
—¡Joder, maldita sea…! ¡Los calzoncillos! —se pilló el
testículo derecho. El dolor lancinante que sentía le impedía pensar si acabar de subir o bajar de nuevo la cremallera. De un modo instintivo optó por la segunda alternativa
exhalando aire y saliva con un gesto de trismo facial. Se
desplomó en la silla jurando en hebreo y acarició con sumo
cuidado y un mimo exquisito su condolido teste. Ni cinco
cafés lo hubieran despejado hasta tal punto.
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Capítulo 2
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