Capítulo 4 […] Hernando y su hijo, de visita en la casa paterna, oyeron jaleo en la calle y salieron al balcón del salón principal de la casa. Este se había dignado visitar a su padre, ahora que sus intereses eran muchos y estaban en el aire. Vieron pasar la comitiva que se dirigía a Santa Olalla. Andrés no pudo reprimirse. —Otra mala hierba que nacerá muerta. —O no. Tendrá los cuidados necesarios, ya que su abuelo es un rico joyero que no escatimará en medios. —Pero no olvide que es un cristiano nuevo y esos marranos no saben hacer bien las cosas, se les mueren un buen número de niños en el parto. Hernando no quiso ahondar en esta cuestión y entraron de nuevo para seguir la conversación que suspendieron. —El conde ha de elegir alcalde cuanto antes. —Lo elegirá, hijo, cuando él lo estime pertinente. —Yo le visitaré y le haré ver que ha de nombrarme pronto, pues reúno todos los requisitos para ello. —Andrés, desvarías. Tú eres heredero de mi hidalguía con prioridad ante tus dos hermanas, pero aún no eres noble. El conde, siguiendo la línea de muchos años atrás, me nombrará a mí. Para que en el futuro no tengas competidor, hemos de evitar que el niño que nazca en Santa Olalla siga la línea de sucesión de la hidalguía de Alonso Barroso, aunque Mingo presentó la real provisión que aseguraba tal sucesión. —¿Por qué he de esperar otros tres años? —Ni tú ni yo lo decidiremos. Don Álvaro Pérez de Guzmán y Mendoza, conde y señor de estas tierras, será quien lo haga. Es sabido que lo que acuerde será definitivo. Entonces, no nos rompamos la cabeza. —No renunciaré a la alcaldía ordinaria de Domingo Pérez. —Serás alcalde, pero has de esperar tu oportunidad. —Eso es lo que tú opinas, pero yo no quiero aguardar. Por derecho, puedo ser el próximo alcalde de este lugar. —¿Por qué discutir lo que no está en nuestras manos? —Trató de convencer a su hijo. —Mañana, en Santa Olalla, hablaré con el conde. Le convenceré, sin duda que le convenceré. —No irás a verle. El señor de estas tierras está muy ocupado y no recibirá a un mequetrefe que desobedece a su padre. Has de demostrar que tienes cordura para desempeñar el cargo al que aspiras, pero así no vas a convencer a don Álvaro de tu preparación para el nombramiento de alcalde. […] Capítulo 13 […] Diego de Yepes despertó al muchacho muy temprano. La tripulación iba a asistir a la primera misa de la travesía en la capilla situada a popa, con las puertas abiertas para que desde cualquier punto de la crujía y desde los propios bancos de los que remaban escucharan la voz potente del oficiante ayudado por Antón. Este, después de la misa y ya más acostumbrado al tranquilo ajetreo de la nave, se dispuso a sondear las instalaciones de la galera. El mar permitía una navegación serena y el cómitre no se dejaba ver aparentemente por la crujía. Era un hombretón extremeño, ducho en las tareas que debía de realizar y con una fuerza física descomunal para enderezar a cualquiera si se desmadraba. Antón quedó impresionado cuando lo vio por primera vez y lo que menos deseaba era encontrarse de frente con él. Pronto se dio cuenta de que la intimidad y las posibilidades de perderse por el barco eran casi nulas, de forma que estando parado en mitad de la crujía contemplando a los remeros, un vozarrón salió de entre los bancos que ocupaban. —¡Muchacho, ven aquí! Jamás le temblaron las piernas tanto como en aquella ocasión, pero consiguió llegar al punto desde donde era llamado. —Si eres un paje, ¿qué haces ocioso? Preséntate al sotacómitre y que te busque tarea. Antón con un hilo de voz contestó. —Soy el ayudante del capellán. —No te oyen ni los cuellos de tu camisa. —Soy el ayudante del capellán —repitió tan alto como pudo. —Bueno, pues algún cometido tendrás. —Y le dio tal cachete en la espalda que a punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo. —¿Puedo hablar con los que reman? Si necesitan confesión llamaré al bachiller Diego de Yepes. —¿Quién es Diego de Yepes? —El capellán. —Bien, bien. Que estén a bien con Dios, aunque si consigues que confiese alguno de los esclavos será un gran triunfo. —Rio el cómitre a grandes carcajadas. Deseoso de desaparecer de la presencia de aquel hombre, Antón marchó en busca del bachiller, al que encontró leyendo en la cubierta. Aprovechó para preguntarle cuál era su cometido con relación a aquellos hombres que movían con su esfuerzo el barco. —Hay algunos remeros que no llevan cadenas —observó Antón. —Serán los menos. La mayoría son forzados, condenados por algún delito; también verás esclavos de otras tierras, infieles normalmente. Siempre que soliciten mi presencia, me lo haces saber cuanto antes; los encadenados no tienen otra alternativa que confesarse en el banco. […] Capítulo 19 […] En febrero de mil quinientos treinta y ocho quedó vacante la cátedra mayor de Santo Tomás, una cátedra mayor a la que aspiraban los profesores de teología y a la que también podían aspirar los alumnos. Era la oportunidad para Alfonso del Prado, titular de la cátedra menor de la asignatura. En las puertas de la universidad se colocó el edicto de cátedra por el que se iniciaba la oposición para seleccionar al nuevo catedrático. Como era una cátedra importante, el Colegio de San Ildefonso concentraba la tensión generada por los intereses encontrados de los aspirantes. Algunos profesores renunciaron convencidos de que se adjudicaría al profesor Prado; en esta ocasión, no hubo ningún candidato proveniente de otra universidad. Al finalizar el plazo de presentación de candidaturas sorprendió ver a dos interesados: Alfonso del Prado y a su discípulo Jerónimo de Velasco. El comentario general unánime era que ganaría cómodamente el maestro. Antón, siempre agradecido, consultó con Hernán las posibilidades de Velasco para ganar la cátedra. Había que moverse con rapidez en los pocos días que quedaban para que el rector convocara a los opositores. Se probó la limpieza de sangre de ambos candidatos y prestaron juramento para no desistir en su aspiración a la cátedra ni sobornar a los que habían de votar. Se les obligaba a una suerte de enclaustramiento para evitar que se relacionaran con los estudiantes que habían de elegir con su voto secreto quién era el profesor más idóneo para que les enseñara la filosofía de Santo Tomás. Alfonso del Prado y Jerónimo de Velasco cumplieron a rajatabla las normas del proceso; no así Antón y Hernán, que hablaron con todos y cada uno de los estudiantes con derecho a voto. Les hicieron ver que, por primera vez, un discípulo podría arrebatar la cátedra a su maestro y que el acontecimiento sería recordado en el mundo universitario para siempre; y todo gracias al arrojo de los estudiantes de teología de la Universidad de Alcalá. El argumento cayó en gracia y los compañeros de Jerónimo, que reconocían su valía, comentaron entre ellos la incertidumbre del resultado de la oposición, pues comenzaron a creer en sus posibilidades. El primer lunes de marzo el rector convocó el claustro. Tomó juramento a todos los estudiantes para asegurarse de que dejarían a un lado el favor y el odio por uno de los candidatos para bien de la universidad. Cada uno de los estudiantes recibió dos papeletas con el nombre y apellidos de ambos candidatos. Depositaron su voto en el lugar convenido y la segunda papeleta se guardó en un lugar secreto para descubrir prácticas fraudulentas. Una vez recogidos los votos por el rector y los consiliarios del Colegio de San Ildefonso y prestado el juramento para no revelar el número de votos de cada candidato, el rector ya estaba en disposición de anunciar al ganador. —Hágase pasar a Jerónimo de Velasco —ordenó el rector al bedel. Los estudiantes estallaron en vítores y aplausos, mientras lanzaban al aire sus libros y sus bonetes. Habían conseguido doblegar al maestro en favor de un compañero, y el acontecimiento debía celebrarse por todo lo alto. El rector, contrariado por el resultado, exigió silencio para que el nuevo catedrático prestara juramento. Antón y Hernán, como el resto de los estudiantes que esperaban en los patios de San Ildefonso, estallaron de júbilo al ver entrar a Jerónimo de Velasco en la sala. El acontecimiento se celebró durante varios días. Jerónimo de Velasco, aun después de haber prestado juramento, quiso ceder la cátedra a su maestro, imposible ante la decidida postura de la mayoría para que se diera por bueno el juramento ya prestado. El damnificado Alfonso del Prado experimentó tal repulsa por el resultado de la oposición que marchó a la Universidad de Coimbra en busca de mayores beneficios. […] Capítulo 25 Antón se sintió más solo que nunca en Bolonia. Siempre tuvo cerca alguna persona que le servía de agarradero para salir a flote en el día a día. Desde su más tierna infancia, que coincidió providencialmente con la de Jimena, hasta sus años universitarios, donde se ganó el afecto de dos afamados maestros de la Universidad de Alcalá, siempre buscó un soporte para su andadura por los recovecos que el destino pone en la vida de cada cual. Una semana fue suficiente para sentirse rodeado de soledad, que en el caso de Antón era rodearse de inseguridad. Cierto era que se entregaba con tesón a la tarea que le había llevado a esta ciudad, pero los momentos más íntimos no había forma de rellenarlos. En Trento tenía, al menos, a Majuelo; antes tuvo a Jerónimo de Velasco; pero aquí nadie se ofrecía para tomar unas jarras de vino en uno de los numerosos mesones de Bolonia. Era inevitable que se desanimara aunque la bolsa siempre estuviera bien surtida de monedas por mano de Bucchía. Si numerosos eran los momentos de soledad, no eran menos los de reflexión para encontrar la verdadera razón por la que allí se encontraba. Como ya era costumbre en su vida, lo primero que se preguntaba era en qué medida él lo había decidido, y siempre encontró dudas en llegar a pensar que había sido en una medida de consciencia plena. Incrustarse en los servicios secretos del emperador y servir a persona tan importante como parecía ser Jerónimo Bucchía no lo había pretendido nunca. Tampoco dejar las tierras de Castilla y a la persona con la que deseaba compartir su vida, al menos era lo que creía sentir dentro de su ser. Desde que llegó a Trento conoció a muchas personas pero le costaba intimar con ellas. Reconoció la habilidad de Majuelo para sentirle cerca y lejos, desconocer su pasado, su presente y sus verdaderas intenciones, ocultas por algún motivo, entendía él, muy importante y enigmático. Y ahora ni a Majuelo tenía, solo un puñado de eclesiásticos afines al papa que debía vigilar tan estrechamente como Bucchía le había ordenado. Este le confirmó que encontraría castellanos fieles al emperador en el Real Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles, que llevaba más de dos siglos recibiendo estudiantes españoles y portugueses para formarse en la prestigiosa Universidad de Bolonia; bolonios les llamaban. Allí le pusieron en contacto con tres jóvenes de confianza que utilizó como correos para que cuanto se tratara en las sesiones del concilio estuviera en conocimiento de Bucchía cuanto antes. Después de varios meses el concilio se trasladó a Bolonia y la información de Antón, fruto de sus pesquisas, resultó ser acertada. A pesar de ello, Bucchía no le reconoció el éxito de su investigación. Los asistentes al concilio, excepto los representantes de los intereses imperiales, viajaron hasta Bolonia, ciudad situada en los dominios papales, rechazada de plano por Carlos V que se vio con una dificultad más para convencer a los protestantes alemanes para que acudieran al concilio. El jefe de los espías ordenó a Antón que viajara a Bolonia para que investigara sobre los derroteros por los que caminaría el concilio; mientras tanto, él reconocería ante Granvela que disponía de la información pero que no la consideró lo suficiente por proceder de un espía novato. Antón enviaba informes diarios a Bucchía que redactaba en la modesta pensión en que se alojaba. Salía de ella después en busca de uno de los correos apalabrados para que los llevara a Trento. En apariencia, nada presagiaba que los tres boloñeses, impresionados por los dineros que recibían de Antón, prepararan un plan para asaltarle en su pensión y robarle las monedas que allí guardaba. Una tarde dos de ellos no esperaron a que Antón les entregara el informe del día y se acercaron a la pensión para intimidarle. Como Antón no se encontraba aún en su habitación, forzaron la puerta para registrarla. Obcecados por encontrar el dinero cuanto antes, no se apercibieron de que alguien entró y con rapidez y destreza les hundió una daga en el corazón dándoles muerte al instante. El asesino salió con premura de la habitación, pero tuvo tiempo para dejar un mensaje a Antón. Este quedó paralizado unos minutos cuando encontró aquella escena tan sorprendente. Los cuerpos de los dos correos yacían en el suelo bañados en sangre. Atrancó la puerta hasta que pudo reaccionar y vio un papel encima de la mesa que utilizaba como escritorio. El mensaje recogía una orden muy concreta: abandonar aquella pensión y presentarse a Jerónimo Bucchía. Antón recogió sus pertenencias, incluida la bolsa del dinero que tenía bien custodiada para que nadie diera con ella. El único sitio de fiar a donde podía dirigirse era el Colegio de San Clemente y hacia allí encaminó sus pasos. Al entrar por la puerta principal reconoció a un hombre camuflado en el pequeño jardín que daba acceso al gran patio del edificio. —¡Majuelo! —Vamos, Antón. Busquemos un discreto mesón y tomemos unas jarras de vino —Majuelo quería alejarlo de allí. —Me disponía a informar de algo muy desagradable que me ha pasado al director de este colegio. —Dejémoslo para más tarde. La confianza que Antón tenía en su compañero de habitación en Aldeno era tal que no dudó en seguirle. Este demostró conocer las callejuelas de Bolonia como si fuera un boloñés de toda la vida. En el mesón que entraron era difícil entenderse por el jaleo imperante, pero era la mejor manera de pasar inadvertido. —¿Qué haces en Bolonia, Majuelo? —Mi amo me ha enviado para cerrar unos tratos de vinos, con el concilio todo escasea en Trento y hay que buscarlo en otros mercados. Mañana regreso de nuevo a Aldeno. —Yo también vuelvo a Trento, podemos hacer juntos el camino. —Es una buena idea. Al despuntar el alba te esperaré en la puerta de la basílica de San Petronio. —Allí estaré. Antón volvió a su alojamiento. Pasó la noche sin dormir atemorizado con la presencia de los dos cadáveres. Muy temprano, recogió sus pertenencias, liquidó con el mesonero y entró en la plaza Mayor montado en su caballo. Majuelo le esperaba. Dejaron Bolonia un frío y soleado día. […]