ENTRE DIENTES Escritos en escenarios bien diferentes a lo ancho

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ENTRE DIENTES
Escritos en escenarios bien diferentes a lo ancho de quince años, aquí hay textos
de toda clases, desde la nota en servilleta que no figura en los estudios sobre géneros
literarios al artículo de prensa u objeto para aplastar, que sí lo hace. De tener algo en
común, ya lo verá el lector. Yo bastante he tenido con juntarlos.
Tan bien podrían haberse llamado “notas del traductor”, ese oficio consistente en
desentenderse para que dos seres humanos se entiendan, que le emparenta con celestinas
y cabrones y tantas veces le hace llevarse las manos a la cabeza, seguramente por
comprobar que los aparejos de su oficio siguen en su sitio. Porque hay que ver, oígame,
cómo lo dejan todo cuando acaban y se marchan del discurso. Como están a otra cosa,
los clientes pasan por la lengua como elefante por cacharrería o retórico por imagen, sin
mirarla apenas. Pero como eso, a su vez, es espejo fiel de cómo se pasa la vida, tan
hablando, el desentendido cabrón que les contempla entenderse saca de ahí, él solo, el
entretenimiento que ellos se tienen entre sí, y no, y ay no sé, y tú ya me entiendes.
Yo, no. Cada día menos. De ese desentenderme a mi alrededor habrán salido
seguramente estos textos, cuando lo hayan hecho. Pues futuro y pasado se le antojan al
traductor cada día más malentendidos, parte del desatendido mobiliario del verbo entre
el que otros habitan, donde él vive. Que si estirar un siglo ese párrafo arrugado, que si
pasarle una bayeta de moda a ese adjetivo o colocar en su sitio esa preposición, que si
bajar a la calle a por interjecciones, que ya no me quedan.
Así salgo a la luz aprisa y mirando al suelo, escondiendo mis vergüenzas de
desentenderme entre tanto entendido, sobrentendido y malentendido, deseoso de volver
cuanto antes a mi agujero. Pero en vano: desde lo alto de este estante, inestantes,
cuarenta siglos de historia me contemplan, me compadecen, y más aburridos que
solícitos me ofrecen su heredado tesoro de momias desoidas, pisoteadas con prisas por
saquear: “y dermatológicamente testado”, añade para recomendárseme un bote de
detergente hierático y rotundo ¿Y quién rechazaría tal legado de pieles para el logos por
deshollar? LLeno mi cesta de palabras y me vuelvo a pelarlas aquí, a mi casa.
Esto es la monda.
*
0
PERMUTRAICIONES
Junio. Qué calor, infernal. Se llena la alberca y cantan las primeras chicharras.
La casa crece, por fin me cierran parte de la terraza, este portaviones de atardeceres
frente a la sierra con sus banderas de rostro al viento. Será útil. Desnuda era amplia,
libre y hermosa.
Conferencia de un profesor alemán este próximo otoño en el Prado, allá lejos, allá
antes, en mi Madrid de solapas levantadas y versos entre dientes por las aceras, digo no:
en el Museo. El Bosco y Goya, “La mesa de los pecados capitales” del Bosco: sus
protagonistas, dice el profesor, gehorchen blind, “prestan oídos ciegamente”. ¿A qué?:
a sus sentidos. Por eso están en el infierno, mientras el autor de semejante frase goza del
paraíso de los conferenciantes, que como es sabido no tienen sentido alguno y tocan la
lira.
El texto que leerá el conferenciante, claro está, no dirá eso. Dirá “obedecen
ciegamente”. Uno es un profesional. Sabe quién hablará y a quiénes. Tan lejos ya del
perro, incapaces de ventear el rastro de las abstracciones, los siglos de violencia que
hicieron falta para pasar de las orejas levantadas a “la obediencia”1; los siglos que por
eso volverán una y otra vez a haber sido en vano: por no saber prestarles oídos. Manos.
Este cuerpo presente que venía a ser regalo y se convierte en fiambre cobrado a lonchas.
Único lugar en que aún podrían tener lugar y venir al cuento nuestros muertos, no
conversan con ellos, sino con secos ecos huecos. Ciegamente desoidos. Entre sordos
miramientos, clamorosamente insensibles, insensatos, consentidos. Esos substantivos
morales, o psicológicos, o personalizados como hoy Se dice, parecen ya seres reales, sin
olernos siquiera, subidos a la egohiguera, la madriguera madre matriz de ecos de que
proceden. Ésa que justo ahora está aquí debajo, alrededor, llena de dedos, gorgoteos,
pulsaciones y equilibrios, y recortes de palmera a sacudidas en el cristal porque le entra
la brisa: de verme encorvado tras la ventana traduciendo “prestar oídos” –y dedos, y
1
Del latín “ob-audire”, ob-audiencia, que dobla así la etimología alemana de “gehorchen”. Como
recordara Quignard, “las orejas no tienen párpados” con que defenderse: en ningún idioma.
espalda- por “obedecer”. A las conveniencias de otro, a la reputación ajena, a la sordera
domesticada que sigue su carril de cursos, años, pregones y sepulturas.
*
¡Otra vez no!... pero sí. Otra vez me toca traducir una cita revenida como la
madalena de Prrrús, sobada como la de Jesucristo, empalagosa como un bollo pasiego en
unas alubias, fuera de lugar, cuando en el suyo era cristal y acero: la propuesta 7 del
Tractatus de Wittgenstein. Como aquella vez, en aquel allí, en aquel entonces. En
aquella prehistoria cantábrica de las voces y las veces perpetuamente
permutables. En fin, esto de las nostalgias es cosa extraña; a cada quien le devuelven
un soplo de juventud prendas a cuál más rara. A unos, una rosa, a otros, una liga, y a
algunos pervertidos, viejos textos… claro que, si en verdad te propones exhumarlos en
público, tendrás que contar una historia, San Bajtinio ora pro nobis, o irte enfundando
preventivamente una camisa de fuerza.
Escuchar una frase famosa es error caro. Le pasó a Lutero con la Biblia, y
se montó la guerra de los Treinta Años; me pasó con Segismundo Alegre o
Bocatriunfante Freud, en aquel limbo de sangre y mayonesa: al final un
corrector (y no fué E.Jones &Co) me agarró de los pronombres, se los llevó a
una clínica de Londres, y los cambió de sexo, es decir, se lo puso. Un El,
mayúsculo y rotundo como el rótulo de una casa de citas con la neutralidad
(genérica).
Das Unbewusstes: ¿pero a quién se le ocurría a esas alturas del negocio de
los bajos traducir un artículo determinado y neutro por “lo”?, ¿no ha leído
usted el cartel?, prohibido tocar el género. Y más cuando se trata de artículos
decorativos, de antigüedades modernistas como El Inconsciente.
Pero hombre de Dios, quiero decir, protopaciente, ya está mal que me
deje usted a la parroquia sin santos, porque me contará usted cómo se van a
imaginar a un Lo. El Inconsciente ha de ser un señor, está claro, bajito y rijoso,
con un mango enorme que sobresalga de la hornacina señalando al cepillo, que
es lo suyo; y lo demás, borroso, que así quedan los detalles a la devoción de
cada cual. Pero ¿a quién se le ocurre quitarle además el celofán de babas y
penumbras?, ¿no sabe usted que la pátina se paga, que Benjamin y el aura, que
más baba y más pátina, y más clinclinclín en caja, que es por donde al final
pasamos todos? “Lo inadvertido”, ¡puaf!...¿cómo se le ocurre traducir, a estas
alturas, una participación negada en el pasado por un participio pasado, y no
por una participación de los presentes en la lotería de los tiempos? Y más,
tratándose de lo que se trata, ¿cree usted que alguien pagaría su entrada a la
certidumbre de haber llegado irremediablemente tarde?
¿Cómo …? ¡Y a mí que me importa lo que diga en alemán!, ¿es que
quiere espantar a la clientela? ¿O se cree que alguien va a pagar lo que usted
gana en tres días por que le presten oidos ciegamente media hora, sólo para que
al final le adviertan de que hay aspectos inadvertidos en lo que cuenta? ¡Como
me siga tocando el santo, le denuncio! ¡Queda usted advertido, digo, consciente!
Si todavía me quisiera vender un San Lo Ignoto, aún, que también suena a
remoto como Edipo o San Ignacio; y eso que la campaña de relanzamiento
terminológico saldría por un riñón u otro órgano par y paterno. Pero ¡lo
inadvertido!… ande, ande, vaya a prepararse suficientemente, que ya es usted
demasiado joven para permitirse aún estos jugueteos con las cosas de los
mayores. ¿Por qué no se pone a traducir a Ballesteros al castellano, que se le irá
haciendo la mano, y déle Dios buen galardón?
Y así fue, en aquella prehistoria sordomuda de tantas palabras huecas y
retumbantes como cavernas, que los aprendices de mercader con oídos
prestables a diez mil la hora siguieron aprendiendo en El Libro que Sigmund
Freud descubrió la importancia de El Inconsciente (e.g.H.): velar, velar por velar
la luz, por que nadie sepa el día ni la hora en que puede despuntar por
cualquier parte, mientras sea lejos2.
O por ejemplo, tantos años después, entre animales y palmeras en lugar de
chirimiris y casquillos que nadie llueve, que nadie dispara. ¿A quién se le ocurre tocar lo
impersonal, lo de todos es decir nuestro es decir del yo por ejem ejemplo universal?
2
Véase Apéndice I
Aunque insuficientemente preparado, ya no soy joven. No me pone como entonces
discutir con los propietarios de lo común, de la casa de citas famosas que administran; y
así será que se me ha venido a la cabeza mandarles a la editorial, tan interesada en
publicar a alguien que cita a alguien que cita a Wittgenstein, algunas cartas de mi vieja
baraja de glosas, para que elijan. Unas, añejas, otras, de ahora mismo, infieles e
inviables o posibles pero insensatas; y alguna, acaso, tan fiel como sensata y por eso
inefable, al menos en público.
No sé si lo haré. Entonces no sirvió de nada, porque no hay bajo los astros quien
frene la inercia de un párroco de lo transpersonal, y sobre ellos tampoco, no se van a
hacer un feo entre colegas. Pero aquí, en mi casa de aire y cal, no me voy a privar de
ponerlas aunque no sepa muy bien dónde, ni desde dónde, ni si deberían aún ir en
cursiva3. Hoy por la ventana me mira la gata Rita, que no sé de qué se ríe, y no un
Sagrado Corazón mayúsculo sin sangre y eternamente sediento. Con la que caía. Pero
aquello de que trataba el Tractatus es justamente ese lugar sin historia de que pueden
haber nacido todas, con sólo haberlo hecho, esa escalera que tira alguien después que Se
ha subido. Ese sitio que no ha lugar en ningún cuento y rondaba deshauciado o
descreido, que en un cuento es lo mismo, por aquella prehistoria sin palabra y con
pinchitos como ronda por éstas de hoy. Porque los inconscientes no tenemos historia,
nos la vamos haciendo como podemos. Y no será por no estar advertidos.
Pero en fin, como están de moda postmoderna lo inefable y la indecisión, valga la
redundancia; y las alternativas constantes, valga la contradicción; y el sentido de la
posibilidad, tan tedioso en castellano como Robert Musig en alemán, y los ejercicios de
estilo a lo Queneau, que sí, que no sé yo, mientras llueve a chaparrón, voy a decir aquí
tan sólo con qué me quedé. Aquellas notas ya amarillentas concluyen así:
Pero hablo una lengua agonizante que lleva así desde que nació, como
sabía don Miguel el de Aquí (allá, en Aquel Entonces); de modo que me sobran
los imperativos, pues hay en quienes ya lo es suficientemente el verbo: no
imperio infinitivo, infinito imperativo de personas, números, voces y tiempos
en cuyo diverso cumplimiento y limitación conjugados consistirá luego un
mundo. Pero en la lápida hay que abreviar. Está hecha para esos infinitivos
3
Finalmente, en Apéndice II
castellanos solos ante el silencio como árbol en los trigos. Y como en la lápida
tanto importan personas como impersonas, afirmaciones o negaciones,
máscaras o arrebatos, ahora que aún puedo elegir preferiría no ver aparecer por
la mía ni unas ni otros, si ver pudiera. Así es que nada de Se, nada de Unos que
siempre acaban siendo más, y sobre todo, nada de hays: que para lugar común
baste el que ocuparé entonces.
Así, mi propuesta 7 del Tratado de Wittgenstein reza y no profiere en mi
lengua lo siguiente: Donde no cabe hablar, a callar.
*
“Por descontado, la conocida proposición final del Tractatus de
Wittgenstein, ‘de lo que no se puede hablar hay que callar`, ocupa en la historia
de la lógica un lugar que...” Al contado, la conocida propuesta final del Tractatus de
Wittgenstein ocupa una línea de imprenta. Al que cuenta, teniendo en cuenta las tarifas
vigentes, las páginas anteriores y las omitidas con sus cavilaciones adjuntas le
supusieron por tanto unas treinta pesetas; por descontado, sin descontar impuestos.
Hoy sería a lo sumo medio euro. Discutir consigo mismo a ese precio ya es bastante
dispendio de lo único incorregible en un texto, su autor y su tiempo, para aumentarlo
todavía discutiendo con el editor. De que convendría sacar por conclusión que, si ésta
quiere verse publicada, donde cabría hablar, a callar.
Por ende aquí, donde cabe, a ello.
***
I
YO SOY FULANO DE TAL
Noche de puente. Animación inhabitual en este paisaje de cuerpos y silencios.
Luces encendidas. Se oyen voces que quizás se escuchen, que con certeza se ríen, que
llenan de aquello esto, este escenario del ahora en soledad de aquellos días sin fecha,
cuatro mil quinientos días llenos de palabras, otras tantas noches llenas de cuerpos, y
una brecha creciente entre uno y otros. Aquella interminable prehistoria brumosa de
esta historia de silencios abrazados, contra toda esperanza, en las palabras.
En el año universal de 1992 llegué a Madrid de vuelta de ninguna parte.
De la barbarie con glosarios y mayonesas de importación que le aliñaran de
misterio la nulidad, de sentido la insensatez. A buscar hilos truncados hacía
mucho, al otro lado de un verso blanco, sin poder recordar ya dónde. Esta
historia de otro largo y peregrino regreso a la palabra empieza con una
traducción y una novela muerta.
La primera, los Escritos de Karl Kraus. De que sólo diré que no conozco
texto con menos erratas que se haya impreso con más. Semejante obsesión por
lo oficialmente insignificante, como acentos en el texto o vidas en la Historia,
me fue seguramente un recordatorio de parte de lo perdido en el transbordo de
la juventud al salario, o madurez. Equipaje añorado que incluía entre otras
cosas la responsabilidad no exigida, al menos por nadie de carne y porra.
De la segunda, no voy a hablar aquí. Fantasmagórico reverso abortado
de paisajes vieneses ciertos, demasiado ciertamente poblados de ausentes y de
cabinas para tratar de salvar con un hilo de voz un tapiz de caricias como
palomas que se desgarraba sin mensaje en la distancia. Que se desgarró. Que se
llevó consigo al lugar donde mueren las palomas, cualquier parte, lo que nadie
devuelve. Lo que tantos nadies alrededor prometían devolver, juraban recobrar,
mataban por tener: vida. Silencios descritos sin tocar, rozados como en vuelo de
manos a la par. La palabra callada, y la dicha.
En 1992 llegué a Madrid decidido a vivir en adelante, y hacia atrás, y en
todos mis sentidos, de la Escritura sin pasar por la tonsura o la notaría, como
pudiera evitarlo. Tras un año en una entrañable agencia de traducciones, en que
Miguel y los demás me devolvieron una parte de la fe en la especie humana
perdida entre sus estudiosos, comencé a colaborar con el difunto Urogallo que
en gloria esté, e inicié mi colección hoy bien surtida de cartas corteses de
editoriales con línea, a la que no se adaptaban mis cosas. Ya me parecía a mí
que se me estaban abombando de un tiempo a esa parte. La traducción literaria
se asentó como fuente regular de ingresos pésimos.
*
Estoy cansado. Llevo quince años traduciendo sin parar. Tengo que esperar a que
llegue el cheque de, o el anticipo por, o un préstamo de, para pinchar a la gata. Los de la
terraza se han cobrado unos dos años de mi trabajo por dos meses del suyo. Estoy
cansado. Dentro de nada cumpliré cincuenta años, parece mentira, no me lo creo,
etcétera. Para lugares comunes ya están las bibliotecas, digo, las discotecas. Las chicas
ya no te hacen sitio en el autobús, eso es que te estás haciendo viejo. Mentiroso, hace
mucho que no coges un autobús urbano. Todo esto es una impostura. Literatura. No
pongo la televisión hace meses. No leo la prensa. No me hace falta. Todo lo que me llega
me habla de lo mismo, de fascismo, sonriente y sin caries, con bermudas de colores, qué
más da. De barbarie. Eres un puto bizantino, esperando. Guardando memorias para el
polvo.
Polvo tú, capullo, de pancarta y feromona. No me saques a relucir ahora a aquel
cretino, que está roñoso. Qué caro estamos pagando lo de la vida, lo del momento, lo de
la sensación, lo de que los muertos entierren a sus muertos. Somos nosotros, y nos
matarán primero.Todo un detalle. O eso espero.Tú sí que estás enterrado en vida.
Blanquinegra, sí señor, mejor que en muerte de colores, ¿no te parece, guapo?Y en el
sindicato que siguen poniendo las comas mal, pero como en El País. Tú estás majarón,
ya no tienes medida. O sí. O es que estoy muerto y veo a través de los cuerpos, hasta de
imprenta. La misma avidez por llegar adonde hay que estar, por hablar como hay que
hablar. Como los importantes. Como los que pueden. Como las sombras del polvo que
pronto levantarán otros riendo, camino del instituto, haciendo estúpidos juegos de
palabras en árabe. O en algo parecido, qué más da. Constantinópolis. O una idílica villa
entre naranjos con dos perros y tres gatos en las cercanías de Sagunto, ¿has oído la
noticia? Parece que va a subir el precio de los dátiles, hace días que no llegan barcos de
Cartago, no sé dónde vamos a parar. Tú estás majara. Sólo tienes sombras en la cabeza.
Es que hago mucho caso a Defensa Civil. Me protejo de emisiones excesivas.
Juega lo que quieras, te estás pudriendo. Así adelanto trabajo. Pues anda y que te
den. Pues claro, más me vale.
*
A propósito de Nadies, hay una opción para el final del Tractatus que no
consideré al escribir algunos de los textos de arriba. Por suerte, la providencia
vino en mi ayuda ofreciéndomela antes de que me viera en el brete, como es
obligación de toda providencia. De otro modo, se llama revisión, la impone el
contrato, y no se paga.
En este caso la providencia apareció en figura... pero ¿a qué la retórica?
Está claro en qué figura se iba a aparecer la providencia literaria en España a
principios de los noventa: en la misma que ahora, eterna, omnipresente y
omninsciente, las columnas de Hércules de Babelia, allende las cuales se acaba
el mundo, o por lo menos el país. El caso fué que...
Diecisiete mensajes en mi contestador, de ordinario tan desierto de
llamadas como una reseña de ideas. Un desastre familiar, seguro. Clic esta vez
te has pasao, macho, cloc, ése era Pedro. Clic, hola... esto ha sido otra de las
tuyas, espero. Llámame. Javier. Cloc. Y a ese tenor, hasta dieciseis. Pero qué
habré hecho sin querer esta vez. Lo de arruinar mi vida, no sería novedad, ni
llamaría nadie. Será algo más importante. Olvidarme de un cumpleaños, no, de
los mensajes se deduce que esta vez es comisión y no omisión. Pero ¿qué?
Menos mal que el decimoséptimo era más explícito, y me anunciaba que ya me
mandaría un recorte con la columna, indicando el día de la semana, ése que
todo lector ya sabe. Tate, los atributos del hombre, me dije, y corrí a por el
periódico. Tras abonar el canon de acceso al reino de las ideas en el quiosco de
la esquina, que guarda ejemplares de toda la semana por si la reeditan, al fin me
enteré de qué había hecho mal esta vez: no ser. O mejor, algo peor, ser
cualquiera.
Una página entera en Babelia será moco, no lo dudo, pero no de pavo.
Una parte notoria la ocupaba el nombre del reseñador en cuerpo más grande,
no que su alma, en que no habría mayor dificultad, sino que el resto del texto,
es decir, que las ajenas. Pues éste se componía de un amontonamiento de citas
de Musil (y su traductor) que parecían unidas de todos modos, algunos hasta
correctos, por conjunciones y preposiciones, obra del autor de la reseña. La
ficha, claro, ocupaba menos, y rezaba literalmente así:
Título: Ensayos y conferencias
Autor: Robert Musil
Traductor: Fulano de Tal
Ése era yo. Quien durante años ha mandado a editoriales textos para
publicar con mis seudónimos, cortésmente devueltos con una negativa a mi
nombre y apellidos. Así es que se entenderá fácilmente, espero, que si algo no
era el caso es eso que llaman asunto personal. Por otro lado, las monsergas de la
extinción del sujeto en Dios o en el cuerpo de bomberos nunca me han hecho
tilín, ni piru piru con las sirenas; debo de haberme puesto algún tapón de cera
en los oídos al salir de mi mamá a la odisea del mundo, porque uno ha sido
muy leído desde pequeñito. Pero el caso es que las excursiones en grupo a la
nada me seducen tanto como su destino. Si hay que extinguirse, prefiero las
corteses maneras del dinosaurio solito. Vamos, que una cosa es imponerse un
seudónimo para escapar al ojo de Nadie al escribir, y otra que te imponga ser
anónimo un ser que firma palabras ajenas con comillas, y cobra por una página
así lo que yo por setenta de las mías, que además son suyas.
Diferencia que se desprende, si ya no de otras consideraciones, de la
diferencia de los cuerpos. No señora, aquí no damos cursos de psicología
transpersonal; me refiero a los de imprenta. Porque mientras “Fulano de Tal”
aparecía con un cuerpo diez, sin ser Bo Derek, y “Robert Musil” pongamos con
un doce, el brillante
autor
de una reseña sobre una traducción de unos
ensayos en torno a otros textos figuraba en un cuerpo cuyas medidas se me
escapan, y en negrita si mal no recuerdo. Y en esta romería, o nos extinguimos
todos del mismo soplido, o cada palo que aguante su vela. Que sigue siendo en
el fondo, aunque no en la superficie en que se vive cuando “se” es uno, la
misma razón por que no entendía a los quince años que aquel libro titulado
“¿Qué es la propiedad?”, donde se afirma que es un robo, llevara nombre de
autor.
Hoy probablemente habría mandado al periódico un apercibimiento en
referencia a los derechos de autor del traductor, ya que las editoriales renuncian
tan gustosamente a los suyos con tal de hallar un hueco en los altares. Pero
entonces era joven aunque suficientemente preparado, así es que cometí un
error: escribí al defensor del pueblo escogido lector de Babelia. Y error no
porque éste publicara lo que convenía al defensor, y no al pueblo: que eso ya
me lo esperaba sabiendo quién le paga, y quién lo paga. Sino porque al hacerlo
contribuía a reforzar el supuesto en que se apoyan tales majaderías, a saber, que
se puede remediar un efecto sin tocar la causa, y que el problema siempre es
caso particular, conque la solución, que tendría que ser colectiva, no pasa por su
mesa. Ni por ninguna. Al menos con derecho a nombre propio.
Pues lo que hace del problema algo impersonal es justamente esa
relación con los textos que por una vez se asomó al escenario del cabaré
cultural, una bien distinta de aquélla de que nació la Europa del libro. En el área
alemana, como son así, ya le dedicaron desde principios del siglo XX miles de
páginas a esa diferencia, barajando nombres como cultura y civilización,
explicación y comprensión, o racional y racioide, cuando el germanoparlante
era tan racioide y tan pelma como Musil. Yo creo que se despacha antes
llamándola cultura embutido. Uno tiene su fichita tan cómoda y tan cuca en
una base de datos, como quien dice, sus tripas de plástico preparadas y limpias,
y venga mondongo, que no hay sino embuchar. Otro tiene sus cajoncitos de
frases bien ordenados, y que le echen sujetos, que no hay sino buscar y
substituir Fulano por Mengano: salvo que se le olvide. Todos saben de qué hay
que hablar, es decir, cómo, y ya les pueden echar mundo encima, que
impávidos prosiguen estarciendo al pimentón.
Y el caso era... el caso era que, en verdad, yo iba camino de ser Fulano de
Tal en aquel momento más que nunca. Pero eso, precisamente eso, no era
asunto suyo, o como dirían los que saben hablar, su asunto. Sino el mío, el de
mí, precisamente.
*
Oh dios que en mí pululas… cabrilleas…disimulas…me puteas, o me toreas, o
calculas ¿qué? Lo poco que queda del amar en las aceras. Playas de reloj, horas contadas,
cáscaras de apetitosos mariscos del olvido.Rrrín.Piru piru. Hola, somos San Dios, de la
Editorial Cometilla. Ah, pues vos me direis: que yo lo llevo intentando toda la vida, y
nada.
Hemos visto su curriculum y es interesante.Y¿qué idiomas dice que domina?Si
me permitís una pequeña correción, ya sabeis, vicios profesionales, ni habeis visto, ni
digo, ni domino. Ah, será un error. Lo soy, en efecto, ¿vais pues, al fin, a corregirme? Le
paso con un corrector automático, por favor, espere. Música celestial.
¿Pero en qué están convirtiendo hablar?¿De verdad creen que podrán sobrevivir
a esto?¿Como humanos?No le he entendido bien, por favor, diga claramente la opción
que desea. Uno, atención al cliente, que muerde. Dos, contratos, pactos de sangre,
azufre, toallitas. Tres, Pin, Puk, Mudofón,Cojuelo, programa B en el CBU. Cuatro, para
otras invocaciones, por favor, que se funda, que se la lleve el diablo a renovar su
empresa, espere. Silencio.
No le he entendido bien. Por favor, diga claramente lo que desea. Se ño ra mí a
que no se va yaus té de lin fier no. Cloc.
…que en mí pululas… ululas…calculas, ¿qué?
*
Por fin había dejado la universidad para dedicarme a escribir…
manuales estadounidenses con que pagar a los albañiles. Tres en un piso, uno
de ellos con cuatro patas y no era yo, necesitan espacio. Aquella traducción
duró una edición, es decir, un curso: yo lo había traducido al castellano, pero el
manual era para psicólogos. Luego se lo volvieron a encargar a gente del oficio,
y eso sí, ya lo entendían. El presente histórico causa estragos entre los virtuosos
del limbo.
Por fin había dejado la universidad para dedicarme a escribir… poemas
que vinieran a colmar el vacío del alma entre uno con jota bé y kesies de alguien
sordo un polo rojo. La última moda en aperitivos comenzaba a servir por mi
iluso Madrid recitado de memoria, de otra memoria, nutridas bandejas de lo
que el difunto Oscar llamaba, con su dulzura argentina, autocantores. Llorosos
yoporejemplos. Y a mí el pronombre se me había partido entre la Y y la O como
por una negra mueca de asfalto sin fin, de soledades más agraviadas y menos
estruendosas. De otras edades del sol borradas por los focos de colores, a unos
minutos como siglos de aquella olla de quejumbres con edredón.
Por fin había dejado la universidad para dedicarme a escribir… para
quienes no buscaran en las palabras de otro un porvenir, sino un presente, para
vidas que no se miden con palabras dichas, sino con desdichas. Para escribir en
un periódico obrero columnas que hablaban de parias de la tierra: de los
buzones en las esquinas soñando niños con bufanda aupados con una carta
festoneada de azul y rojo entre los dedos, que nunca llegaban, mientras les
metían por la boca recibos de la luz y notas de apremio. De las yerbas que
crecen en las grietas de baldosas y de muros sin pancarta ni trombón, de
somieres que se parten del peso de parejas demasiado numerosas entre un
doloroso estruendo de fantasmas. De que es una vergüenza que se gaste el
dinero de las cuotas en publicar chorradas que no se entienden ni le importan
un huevo al proletariado, no, eso no tuve que escribirlo, me ahorraron el
trabajo. Menos mal que al otro lado del teléfono y los largos viajes con dietas, de
chorizo revenido de gasolinera, para colocar en su sitio una coma, el aliento de
Mikel y de Chema me recordaba que la división de clases no pasa por el nivel
de impuestos, sino de lo que uno se impone.
Pero con todo ¿para eso había dejado la palabra hueca, la palabra
simulacro, la palabra consabida con público y sentido prescrito y pregrabado?
¿Para traducir lo que no quería explicar, pero peor pagado? ¿Para escribir,
robando horas a la cama por dárselas al sueño, libros que nadie quería
publicar? ¿Para servir panchitos con rima al hastío de ocios ajenos? ¿Para que
las palabras ni siquiera fueran capaces de salvar la distancia hasta ella, y los
silencios se nos comieran, y hasta el bueno de Sur se comiera las tapas de la
Crítica de la Razón Pura? Si se trataba de buscar la palabra necesaria como
Falófanes, me había lucido.
Náufrago en cuarenta metros cuadrados de suburbio con pretensiones,
encima de un semáforo donde los autobuses aceleraban de madrugada, para
tomar impulso y pasar de un tirón el cementerio hasta el más allá beatífico de
las cocheras. Soledad de ciudad. Libros tras libros absurdos embuchados del
mismo picadillo, sugerencias interesantes, ironías brillantes, mondongo de
vidas vividas siempre ajenas en que entretener sus limbos. Y cada vez más
jadeantes, cuentos de solares, de patios de manzana, de otras edades del sol que
se cuenta en los reflejos de los relojes.
Volví a hacer fotomontajes, fotos para el periódico, cabarés de sombras
de sacacorchos y de pinzas, casi únicos espejos en que aún me reconocía. Cosa,
mudo. Aferrado de nuevo a la máquina de fotos que papá me regaló hacía
tanto, cuándo. Como cada vez que te dejas matar las palabras en la garganta,
sin fuerzas para más. Como papá. Como en cualquier postguerra, es decir,
siempre. Bajo nuestras broncas absurdas, entre las botellas rotas contra una
mesa por no hacerlo en su cabeza, y los revuelos de fantasmas por las heridas
más viejas, la traducción más antigua del mundo seguía sordamente su curso,
aunque yo no lo entendiera.
II
LAS LARGAS FALDAS DEL MONCAYO
Ella se fue. A salvar nuestras cercanías poniendo tierra por medio y no
silencios. Se llevó a Sur, estará mejor, seguro que sí, adiós. Mejor que en esta
estrecha vecindad del cementerio con semáforos y muertos que se los saltan por
no llegar tarde a su entierro. Soledad de ciudad. Volví a ir por El Pueblo, el
primero, el del Abuelo y los veranos soñados de un niño con muslitos y ojos
grandes que se debió de parecer a mí. Donde mamá y los abuelos no dormían,
morían ya para siempre en el cementerio, junto los trigos. A arreglar la casa, a
limpiar la huerta, viaje va, viaje viene. Un cristal había hecho crac en algún
lugar de lo sin cuerpo.
Poliedros en una planicie blanca. Imágenes de adolescencia de repente
renacidas: la soledad más antigua volvía. ¿Por qué las había abandonado? Por
el amor, la compañía, la revolución. Por los contados momentos, pero
indudables, en que lo más íntimo, aflorado, me había ganado lo que más
deseaba: otros. Aquella asamblea en la facultad; aquel recital en la plaza de
Entrevías, aquel guante de desafío a todas las banderas, las que ondeaban en el
edificio administrativo como las otras, las que llenaban la plaza de rojo: pues
ahí va la mía, la cazadora azul de un amigo ahogado colgando muda y absurda
para siempre en su percha de versos; y poco a poco, sin saber cómo, se hizo un
silencio en la plaza. Aquellos momentos contados… al carajo. Al final, en el
final, quedan sólo laberintos de cristal de la inteligencia, ahora paisaje en añicos
donde el blanco ciega y el hielo quema. El verme de la conciencia.
Faltan tantos hilos en este texto. En esos años de la Ciudad Perdida. Madrid,
adonde jamás se vuelve. Los viejos amigos con cargo y a conciencia. El quiosco de
Pumby que ahora vendía pornografía.Y aquella pesadilla grotesca y por suerte breve,
volver a Mi Colegio disfrazado de profesor. Y todos se lo creían. Y nadie me veía sudar
de miedo escondido tras la puerta del retrete a un paso de las pavorosas suelas de goma
del Prefecto. Y El Abuelo en un rincón del patio no perdía la sonrisa aguardando en
todo instante la condena. Que no llegó. La libertad. Que no llegaba. Porlier, carcelegio y
colecarcel de los tiempos, para que aprendan. Pero sin duda has crecido, Muslitos. La
sombra del texto perfecto ya no te hace callar. Me alegro. Ten cuidado con las licencias.
Que aceptar las heridas no es cogerles gusto.
*
Qué condensado del chusco Babel humano: “el verme de la conciencia”.
Del trabajo no pagado por bibliotecas que empezaban a poblarse de
guardajurados había sacado varias cosas. Viejas rutinas desempolvadas,
placeres del pensamiento, luces y sombras nuevas en paisajes que creía
conocidos, el XVII español, por ejemplo. En la biblioteca de los jesuítas pasé
mañanas perdido en textos del concilio de Trento por donde nadie había
pasado la vista hacía mucho, mucho tiempo: lo atestiguaba la tarjeta, pero no
hacía falta. Mientras leía del limbo, o por mejor decir, de los limbos, el país se
llenaba de amnesias y adosados, cualquier día llegarían hasta allí, hasta El
Pueblo. Las avanzadillas del progreso, los puticlubs, ya habían vencido la
cuesta de Torija y entraban en los altos, en el corazón de los iberos, en los
feudos ancestrales del Moncayo.
El verme de la conciencia. Qué sarcástica burla de esta lengua y su
memoria, cómo se habían de reir cuántos muertos al ver a algún soplapollas
disertando campanudo y mentecato sobre la fenomenología, y la mirada del
otro, y la reflexión cartesiana y las lentes barrocas… un puto gusanito. Una
mirada como un puto gusanito amaestrado por los domadores de Loyola en la
manzana del pecado menos original, querer verse distinto sin distinguirse;
amparado en plurales de doble fondo, en tribus y banderas y confesiones, y por
último, aunque sólo fuera en la soberbia humildad de hacerlo a solas, pero en
buena Compañía. Extinción en el Nirvana o en el cuerpo de bomberos de
infiernos imaginarios, en un equívoco chusco: el verme de la conciencia.
Resultado de dos fatuidades, una antigua de querer resucitar con la lengua el
imperio, y otra vieja, la de hoy, de oir el pasado con los auriculares del presente:
es decir, la misma en dos tiempos, como un partido de balompié (qué curiosos
engendros produce siempre la memoria imperial y su fidelidad por decreto).
Soledad sin compañía, ni mayúscula ni minúscula. Soledad de
inteligencia sin objeto, de visión sin protagonista. Sequedades del alma, que le
decían otros castellanos, distintos, distinguidos, hace mucho, tal vez nunca, tal
vez sueño. ¿Para esto aquellas glorias de palabra en arrebato? ¿Dónde habían
ido los poemas, el matrimonio del mundo y el alma en la palabra? ¿Y dónde, el
mío? Silencios de minutos por teléfono, de años, de vidas enteras por teófono.
Sin hallar palabra. Braceando aguas arriba cada vez más exhausto en el estuario
inmenso de Lo Blanco. Rayando en el silencio. Garabatos desesperados en la
losa. Desde dentro.
Eso arruina toda canonización posible del traductor, como decíamos
ayer. Así es que renunciando aun a los últimos altares de la humillación hubo
alguien que cogió el último encargo editorial, lo metió en una maleta con un par
de calzoncillos, y se fue a pasar el último invierno en las faldas del Moncayo. En
la otra cara del romanticismo y la tisis, al otro extremo de Veruela. En tierra de
conversos. En Tarazona. El libro se llamaba Monsieur Teste.
*
Pero ¿qué es lo que querías entonces? ¿Cuándo?
El poema de Lisboa. Forastero en una ciudad donde las palabras me resbalan sin
entender. Sin lazos. Sin futuro. Con el pasado en trocitos envuelto en celofán de dolores
creíbles. Con el mar. Con pendientes de plata sin oreja en el bolsillo. Tirado borracho
bajo una parra. Guardando las formas. Mirando la paloma. Viendo el aleteo de las
palabras que vienen. En la cama de la pensión siguiendo su vuelo aprisa, confuso, en un
cielo de servilleta. Con miedo de no entenderlo, otra vez, mañana. Lo que fue, asido,
entre los dedos del viento, niño entreabierto.
La paloma de San Pedro de los Cuerpos. Chocando contra la bóveda de una
estación vacía de madrugadas sin encontrar la salida. El atardecer en el arcén de la
autopista, el miedo, la hospitalidad inesperada, el sol rojo como un bombón entre los
postes de luz de la dulce Francia, con callos en los pies y sin Rimbaud.
La paloma de la foto del calendario del sindicato, cuánto genitivo.
Los estratos infinitos de palomas muertas en calles muertas de ciudades muertas
en ayeres vivos.
No “que Hölderlin ponga a la par los tres géneros con esa división es de
importancia mirando a la historia de la división de la composición literaria en tres
géneros de que se hablaba al principio”. No “lo prolongado del período escogido para
comparar las dos cortes me autoriza, espero, a analizar desarrollos de otro modo no tan
evidentes”. No “y no 0’345678 como cabría esperar de su hipótesis”. No y no.
Pues te has lucido, majo.
*
La Casa del Traductor hacía honor a su nombre. Estaba yo solo. Con los
diccionarios y los cafés. Con las impagables divagaciones nocturnas de Albert,
con la inestimable presencia de Maite, la directora. Y los demás, que fueron
apareciendo. Caras. Voces. Semejantes. Ella vino a verme una vez, con Sur y
todo. Que no se comió ningún diccionario, menos mal, él también estaba
creciendo sin saberlo. Fue una visita dulce y triste. Cuando su coche
desapareció entré en el mío y me perdí por el lado yermo del Moncayo, a llorar
un rato. Debería haberme ido a Veruela.
Pero me fui a Valéry. También el Pajarito apareció cuando le necesitaba
(no voy a pedirle al maestro que me perdone el apelativo; también eso lo habían
hecho ya por mí, en una canción). Cuando todo lo que había tenido algún valor
hasta entonces estaba hecho hecho, acabado, muerto, y nada quedaba por hacer,
de no ser el café de las once. De las doce. De la mañana o de la noche. En una
planicie blanca como una página en blanco por que vagar una fantasmal cabeza
sin cuerpo, ni de imprenta. Apareció el Pajarito envuelto en un pausado aleteo
de olas contra una costa de pinos, con otra cosa en la boca. No, aquello no era
un cementerio marino. Nada más lejos de Sète que Tarazona, ni del oasis del
verso que Monsieur Teste. Aunque desde el título mismo algo, en alguna parte
de las que no me quedaban, recordara. Los trucos de poeta. Los viejos placeres.
Las condensaciones de universos en malabar gravitando sobre una sola letra, o
una coma, o un acento. Sí, aquello lo conocía. También en el otro lado del
espejo, un semejante. El Pajarito.
Sí, aquello podía hacerlo. Nunca he estudiado ninguna filología, los
idiomas que he aprendido, a comenzar por éste, han sido frutos de amor. Raro,
tal vez; impracticable, por lo visto. Daba igual. No eran conocimientos lo que
me llevaba de trampa en trampa por aquellas líneas sin caer en demasiadas.
Eran recuerdos de trastienda, de la trastienda del verso; de niños solos que
juegan con pronombres además de pistolas de juguete, y aprenden así extrañas
e importantes diferencias; de mozos apocados que vierten sus tiernas furias en
cuerpos de aliento y de sonido, y descubren extrañas e importantes semejanzas
en el tras del universo. Por ejemplo que las distancias entre sublime y chusco
sólo cuentan en la luna del espejo, no a la inversa. Por ejemplo que inversión es
lo contrario de verso, y no sólo en economía, y no sólo a fines molestos e
imprescindibles de poner en su sitio a los canallas. Por ejemplo que en las
palabras como en los patios de infancia y las desiertas avenidas de madurez
duermen atajos inauditos esperando sólo que les escuches. Por ejemplo que arte
y desprecio de la inteligencia son tan poco sinónimos como ciencia y fealdad.
¿Qué se me daba a mí de los círculos de bellas partes y ningún total, de los
iniciados sin término en jergas doctas y extrañas, qué de títulos sin novela y de
novelas sin titular? ¿En qué extravíos había andado, dónde me había metido
por querer compartir mis juguetes con quienes no los necesitan? Sí, aquello
podía hacerlo, pero sobre todo, me importaba.
Trabajar con medios era una novedad desconcertante. No sé cuántas
casas del traductor se podrían financiar con el coste de una sola majadería
cultural con canapés y ministro, ya ni hablo del precio de los tanques que se
están poniendo por las nubes, hay que ver lo que adelanta la técnica. Sería una
medida de las escasas esperanzas que cabe tener en que un país de hijosdalgos
deje de confundirse con los algos envasados y recupere la cordura. A más del
original, podía disponer de dos traducciones anteriores al castellano y una al
catalán, sin hablar de diccionarios, gramáticas y carajillos del Goya. El trabajo y
las nubes avanzaban sin prisa pero sin pausa, como algunas otras transiciones
perpetuas.
Veía cómo otros habían retrocedido ante contorsiones de pronombres
que les parecían demasiado forzadas. Tal vez es que nunca se habían ahogado
en su pellejo, no sé. Sólo sé que seguía con un gozoso dolor la búsqueda de
rayitas que en el papel formaran un raro eco de aquellas contorsiones del
gusanito yo, náufrago en la manzana de suburbio de sus espejos. La
impersonalidad merodeaba por cada negación de un verbo, ¿no hay que decir,
o hay que no decir? Pero esto último es la especialidad del poeta, y el Pajarito lo
era. Alrededor, en el otro mundo, se alzaban nuevas turbulencias; ya no estaba
solo en la casa, se acercaba la primavera y llegaron nuevos inquilinos, se
multiplicaban encuentros y desencuentros de cuerpos y fantasmas. Era y no era
asunto mío, como todo lo que afecta a seres queridos. Dentro, en el mundo, el
señor Testa ensayaba la lucidez remota de los gatos.
En tales tesituras, alcanzado ese momento en que unas contadas
salpicaduras rojas señalan los reductos de la incertidumbre en el desfile del
texto, y pasan horas inadvertidas sin moverse de renglón, se movilizan hasta los
recursos más olvidados del niño, del paseante, del oyente o del escribiente. Allí
estábamos todos, dando una vuelta por un camino de los contornos de que sólo
recuerdo una vaca adjunta y un chopo aún sin hojas. Una asamblea de majaras
ensayando desesperados toda cosa con aquel maldito renglón. Que ya tenía un
puesto respetable, al que nadie iba a reprocharle que resultara, a veces, hombre,
si lo miras así, un poco raro, pero todos tenemos nuestras cosas, ¿no?, hasta
Valéry. Lo malo es que aquel extraño ombligo tan gozosamente recuperado me
decía que no, que el Pajarito nunca dejaría tal cabo suelto. Pero también es
parte de la sabiduría del tejedor saber atender al mundo, rematar el texto, se te
está acabando el tiempo, ¿a qué sigues complicándote la vida con esa maldita
frase? Es más, ni frase siquiera, con esas cinco letras, en todo un libro, estás
perdiendo el sentido de la medida. ¡No!, justo eso, no, al contrario. El Pajarito
que hacía sonetos en el mismo París de Breton y de Tzara, el Pajarito de la
arquitectura y las matemáticas, el Paulo Valerio del ciprés y los perfiles nítidos
como inscripciones… no, no tiene sentido esa salida surrealista. ¡Pero bueno!,
sale de repente tras un recodo el Padre Navarro con las manos en el refajo, pero
bueno, vascote, mulilla, la soberbia es mala cosa, nos debes una reparación, ¿vas
a corregir tú a tres traductores?, a la esquina, de cara a la pared, infranqueable y
muda como cinco letras.
“...como de fiestas lejanas y estaciones”. Estaciones, estaciones…¿del año?,
las estaciones, el tiempo que pasa inadvertido, memento mori, no, eso es un
rebote con el castellano, gares, gares, ¿el hogar de los adioses, los pañuelitos, las
rosas, la agridulce quintaesencia de la vida?, y una leche, que está hablando el
señor Testa, ¿pero qué carajo pintan aquí de repente unas estaciones de
ferrocarril? La lejanía, la inteligencia siempre distante, el cristal… no. No sé por
qué, pero no, y basta, a callar todos. Aquí mando yo. Aunque no sé el qué. Te
estás pasando de listo, estás haciendo el mono que se hace el inteligente, lo peor
de lo peor, como un chimpancé ampuloso sentado entre sus mondongos,
alardeando de su cosita, mira qué grande tengo el glosario, mira lo que sé hacer,
como el gorila de Brassens, otro de Sète, pero que tendría ese pueblo, ¿gorilas?,
¿estaciones?, eso dice en el testamento, el expreso París- Mediterráneo, donde le
pide disculpas a Valéry, en la estación, digo no, como de fiestas lejanas y jaulas,
no, estaciones, ay madre, ¿será gardes?, aunque una errata en La Plèiade,
improbable, además, ¿a qué vienen ahora los guardias?, ¿a por el gorila?, venga,
déjalo ya, mira qué tarde hace, otra tarde perdida, ay señor, allí será el llanto y
el rechinar de dientes, o mejor los llantos, digo yo, a no ser que sea un infierno
unipersonal como el del señor Testa, allí los ayes, sin hache, claro, no sea que te
los encuentres donde salta la liebre, o el gorila, donde menos se piensa y más
piensa uno, en el infierno de los hoyes desoídos y los ahí eres donde no estás,
déjate de poesías, no quiero, ¿por qué diablos no usamos en plural las
interjecciones?, ¿por no sentirnos tan asnos reeditados ante la misma piedra del
corazón?, tantos ¡mañanas! nunca cumplidos, y esos ¡ojos! a que no hice caso,
mira que me lo avisaban, y sus ¡cuidados!, sí, con el gorila, anda, llévatelo a
dormir, que ya es…
“como de fiestas lejanas y gritos de alerta”. Seguro que no es lo más
elegante del mundo. Pero al menos es fiel. Y no hay estaciones. Ya había tenido
yo bastantes. Gar, interjección de alerta; plural, inusitado, gares. Por si no se
hubiera notado a estas alturas, creo que ese “gares” es el mayor gustazo que me
he dado traduciendo. Y aun cuando alguien viniera a demostrarme que es un
error, y hubiera que volver a la estación, lo seguiría siendo. Seguramente, por la
buena compañía en que se encontró, incluida la vaca. Y el gorila.
*
“…usted? Pues enhorabuena, éste es otro Valéry. Ya me lo ha dicho
también algún cliente”. Bueno, la cosa también podía tener otra lectura, pero yo
no estaba en horas de trabajo. Mejor dejarlo en la primera. Hasta la fecha, es el
único elogio recibido por esa traducción; como mi colección es tan escasa, la
repaso a menudo. Menos mal que venía de fuente autorizada, eso lo compensa
todo. Quiero decir, ni un editor, ni un crítico, ni un filólogo, sino en la librería
de una conocida, de un vendedor que sí estaba en horas de trabajo; uno a quien
fuera de ellas, pese a todo, le seguía gustando leer, incluso lo que vendía,
incluso lo que tan convincentemente había tenido que aprender a elogiar de
oficio… estoy pensando que mejor lo dejo.
Esto de los elogios es raro. No sé si tendrá que ver con no saber
distinguir un texto de un zurcido, o con lo contrario, que es verde. Pero sí sé
que el reparto pasa aproximadamente por la divisoria entre quienes hablan de
libros y quienes los hacen, empaquetan, trasladan y venden, y además, a veces,
leen. Debe de ser como el ateísmo de los curas, una enfermedad profesional; a
los pobres sacerdotes del libro les salen granos en la boca como elogien uno, y
claro, con su oficio, se entiende su precaución, no se vayan a pensar los lectores
lo que no es: a saber, que esconden alguna pasión inconfesable por la lectura
cuya obligación es administrarles con seso. Tiene la ventaja de que hasta ahora
tampoco me ha insultado nadie, como haría yo gustoso más de una vez con
algún colega; bueno, salvo una posible excepción, la de aquel Fulano firmante
de mi fulanía, aunque no fuera nada personal, que es donde radica la
posibilidad de insulto.
Y yo que he llegado a traducir de balde para una mujer a la María, al
merengue oxigenado de Rilke, metiendo todo lo que hay meter en un asunto así
por la simple esperanza de un elogio, y sin sacarlo, cuanto menos un orgasmo.
Así es que más vale dejarlo estar. Sólo les faltaba a los editores enterarse de que
tal medio de pago aún es de curso legal en alguna parte.
*
Una vida encerrada entre palabras, tantas cosas perdidas por el camino, ¿pero
dónde está Tristán? Pobrecito, con una gallina del vecino en la boca, él que iba a su
paso, y la valla que le pasó por debajo, y la gallina que se arrojó a gran velocidad contra
su trotecillo, tan grácil, con esa mirada de bueno…
Lo malo de los castigos es su incorregible asimetría. He dormido poco y a saltos
como una gallina. Al otro lado del tabique Tristán dormía solo, a oscuras, sin el lomo
caliente y peludo de Frida… como un tronco, hasta las siete, cuando hau, ya vale con
este rollo, hau hau, ¿no, tronco?, hau, que me esperan las gallinas a más de estarme
cagando.
A ver si este largo encierro mío va a ser igual.
*
III
CONQUE TODO JUNTO
Mamá quería que estudiara ciencias, pero hablaba de sus tiempos de
instituto y se le encendía algo al recordar cómo Gerardo Diego les leía aquello
del erecto surtidor como si lo estuviera viviendo, con esa fidelidad casi total de
la memoria a los deseos. Así es que, después de llegar trampeando hasta la
reválida, con el estreno del COU aproveché para dar el cambiazo y reanudar el
contacto interruptus con el latín, la historia y la literatura.
Pero esto de las indecisiones maternas no se cura ni con hijos. De suerte,
mala, que acabé a continuación estudiándome sin demasiado interés un
paquete suficientemente amorfo y asexuado para no disgustar a nadie ni darle
gusto tampoco, al que se daba y se da por nombre psicología. Me reí mucho.
No lo suficiente, al parecer. Lo prueba el destino expiatorio que urdieron
para mí las parcas, o más probablemente las euménides, encargadas del
negociado de matricidios aunque sólo sea simbólicos, que son los que más dan
que hablar en ciertas peluquerías por lo que dejan a la imaginación de las
horrorizadas. Pues al poco estaba en el marco incomparable, por falta de
retrato, de la bahía de la Concha y dependencias anejas habitables, o casi, como
la facultad de psicología de San Sebastián o San Sebastián mismo; y esta vez, a
título superior de profesor de medio pelo.
Es fácil deducir, siempre que no se haya pasado por algo así, pues lo
suyo entonces pasa a ser conducir, mucho, sin descansar, lo más lejos posible, es
fácil deducir en otro caso, digo, que la capacidad de deducción, la sobriedad de
exposición y otros títulos publicitarios de las ciencias pasaron a escoltar a la
virgen del pilar y otros ocupantes del baúl de mis olvidos. Si vale la verborrea
para comer y follar, ¿qué más puedo desear?, que es el tipo de traducción en
verso necesaria para adaptarse a la prosa reinante en todas partes, menos allí:
donde además era asambleante, y popular, y llana de trato, y acostumbrada a
tratar de allanar, y aún muchas otras virtudes inscritas en un modo de ser cuyos
lectores ahorraré a la descripción.
Claro que, como a buen Orestes, no podía faltar algún hallazgo del logos,
la polis y la techné que viniera a socorrerme. No me habría venido mal un
diccionario, es obvio, pero el coche tampoco es mal invento. Así es que al cabo
de doce años lectivos o de una misma lección doce veces, hasta yo la aprendí. A
quien le entre para examen se la resumo a continuación; puede encontrar una
paráfrasis más extensa en algún lugar de Sierra Morena, si corre más que la luz,
o en cualquier entidad bancaria si las luces pasan demasiado aprisa para su
cabeza. Dice así: en este convento no hay más cera que la que arde, y maricón el
último. Conque aprendido al fin el despiadado secreto del alma de quienes lo
explicaban, como lo que cuenta no es la conciencia que tenga uno, sino cómo se
conduzca, subí al coche y me largué. A Madrid. A vivir de la traducción, qué
gracia. A un paso del cementerio, qué gran verdad.
En la peluquería había un cierto alboroto: ¡pero que se nos vuelve a lo del
erecto surtidor!, ¡teneis que hacer algo! … ¡si ya lleva un par de libros, y hasta
uno de poemas!, cálmate, hermanita, ya me daré una vuelta por las editoriales
para enseñarles a hacerse el muerto, ¡sí, claro, pero qué hago yo ahora con su
destino?, si hasta tenía ya el nombramiento para la lápida, ¡ay madrecica!, ¿pero
es que no me veis?, si estoy que no me encuentro, tranquilízate, Atropina,
deprisa, ponedle algo, que le va a dar un corte de hilo. No obstante, el que se
hizo escuchar al final fue el parecer de las euménides, al fin y al cabo las
competentes para enmendar un error que ellas habían provocado. Y así, aunque
yo no lo supiera, fue como me llegó un buen día por correo un encargo peculiar.
Si no puedes vencer al enemigo, cásate con él, debió de decir alguna de
ellas. Así es que, al cabo de los años y las mudanzas, me tocaba traducir un
texto del latín, ¡bien!: matemáticas del siglo XVIII. Ay. Conque todo junto, al fin.
¿Se puede traducir algo sin entenderlo del todo? Respuesta inmediata: si
pagan así, claro. Retirado en la paz de los desiertos serranos, en El Pueblo del
Abuelo con pocos aunque doctos libros juntos, pues la purga de la biblioteca
fue uno de los actos más gratificantes de mi nueva huída, conversaban mis ojos
con los muertos, mayormente, de qué se siente cuando es de hambre. Y eso que
en un pueblo de Castilla, ahora que es Europa, puede uno vivir dos meses con
lo que se gasta una noche de viernes un joven suficientemente preparado para
todo, con tal que le venga preparado. Y aunque allí las patatas no crezcan en
mallas sino en pelotas, con tal de dejárselas primero uno en el surco, mis
números enrojecían más y más cada vez que entraba a un banco.
Pero luego está la respuesta mediata, más substanciosa que las patatas,
siempre que uno tenga hueco que no sea el estómago para dedicarle a la lectura.
Y de eso quería hablar, aprovechando que tengo en la cocina una bolsa de
patatas con malla y todo.
¿Se puede transmitir un sentido que no se entiende del todo? Puesto que
hay padres, la respuesta debe de ser que sí. Bien es cierto que mi paternidad era
más soportable, pues no se usaban como hoy los numeritos irracionales, ni los
complejos. Así es que Euler, ése tiene un teorema, ¿no?
Yo también tenía otro, que salió de la polvera de la memoria durante las
deliberaciones de mi asamblea de majaras para aceptar el encargo. Lo había
formulado unos años antes, con ocasión de la traducción de un tratado de
teología que al final no hice. Más o menos, afirmaba lo siguiente: la complejidad
de una traducción y por ende, en ciertos países, las tarifas, crece para el
comprador en razón directa a la del contenido, y para el vendedor, en razón
inversa a éste, pero directa a la de la forma. Corolario: mándete Dios manuales
de teología o esoterismo, y líbrete si lo quiere de traducir poesía. Bien, ahí tenía
una ocasión de ponerlo a prueba. Pues no hacía falta abstenerse de comer
habas, encima que son de las pocas verduras baratas, para ver que las
matemáticas son una especie peculiar de búsqueda de lo absoluto, como lo
prueba que en general no las entiende ni Dios, lo que demuestra su cercanía a la
teología. Quod erat demonstrandum. Que sí, que vale, que te hago el Euler.
Y otro tanto con lo del latín. Líbreme un dios de traducir un Virgilio en
público, que nunca me atrevería. ¿Un señor al que le gusta hablar, so pretexto
de ovejitas y florecillas? Ahí hay tomate, y si no, tomillo. O genciana. O qué
coño será esta hierba. Y así hasta el infinito del mundo, elevado a la potencia de
la lengua, es decir, en algunos casos, rayana en infinito. En cambio un señor que
escribe, porque no le queda más remedio, alguna conjunción que otra para
señalizarnos a los zotes cada paso de cebra de un antecedente a su consecuente,
o algún adverbio de cuando en cuando para facilitarle la vida al cajista, ahora
mismo, ¿dónde hay que firmar? Y es que las matemáticas son muy complejas, sí
señor. Aunque, ¿no le parece a usted un poco raro, cuando sus practicantes no
han hecho sino repetir que consisten en la búsqueda de la mayor sencillez? ¿Y
más raro aún, fíjese qué casualidad, que eso mismo lo lleven repitiendo los
poetas desde que el mundo es universo?
En la casa del ser matemático manda la sintaxis, tanto, que se ha
quedado sin inquilinos en quien mandar, son todos demasiado sensibles: al
contrario que en la casa del ser alemán, sí hombre, ése de los cegales, que sólo
tiene a uno alquilado, pero un ser tan plasta que no se lo acaba de quitar de
encima, y mira que no para de estremecerle, que así le dice a sacudirle porque
es muy fino. Pero al igual que en la casa del poeta, donde también manda el
ritmo y lo que se desliza, como decía Hugo von Vaselin; sólo que el poeta está
empeñado en que todo cuanto le rodea tenga sitio en el desfile y disfrute del
compás. Y claro, los arreglos se llevan mucho más tiempo que la escueta
sintaxis de la melodía, con tanto bailarín, y tan distinto.
Y si no dígame usted si le parece falso el otro corolario de mi teorema:
“por consiguiente, la máxima desproporción a favor del traductor se da en la
traducción de una partitura, y a favor del editor, en la de la letra”. Lo que me
recuerda que tengo que hablar en alguna parte de aquella memorable
traducción, la mejor pagada de mi vida, y creo que difícilmente superable para
cualquier colega: un libro de xilografías de Frans Maserel. Y digo lo de
difícilmente porque el título, en que consistía todo mi trabajo, tiene en
castellano seis letras, “La Idea”, y en eusquera, una menos: cien por cien de
subvención a la edición por promocionar el eusquera en blanco y negro.
Pero eso fue en la prehistoria de esta historia de palabras. En ésta, allí
estaba yo, en el último fondo del más escondido regazo de la Casa del Abuelo,
en El Pueblo, donde todo es arquetipo y no me podía pasar nada malo. Con la
estufa, el olor a encina en ascuas, la vega blanca y muda y alguna vez unos
breves monosílabos de grajo rotundos como cañonazos: “¡joder, qué frío!”,
probablemente; pero el grajo no trabajo.
El latín sí, y cómo. Desempolvar veinticinco años de golpe no es futesa.
Pero me había planteado, y al editor, una apuesta que, como es matemático y no
del gremio, aceptó enseguida y encantado. Y eso hacía aquello divertido. Estaba
convencido de que el castellano era una de las lenguas romances más fiel aún al
latín hasta la llegada de la familia Telerín, de allende las fronteras transilvanas,
allá por los años sesenta. Fiel en un sentido que remite históricamente,
naturalmente, a las broncas del XVII entre Góngora y Quevedo. Y en general, a
un examen de conciencia de la lengua del imperio en el momento en que la
ideología imperial y la majestuosa miseria de la realidad hacían preguntarse a
los honestos por la solidez de aquel delirio: en que quizás Garcilaso todavía
pudiera poblar de ninfas el Manzanares creído sinceramente de estar
participando en la resurrección de Roma, con ajo y caballos moros, sí, más
algún que otro modismo, vale, pero en lo esencial, la misma. No así, desde
luego, a la altura de Quevedo semiesquina con Olivares.
Así, por ejemplos, creía yo ser pruebas de tal creencia construcciones de
infinitivo imposibles hace tiempo en otras lenguas romances; que lo probara
aun más el tercer caso del artículo, ni determinado ni indeterminado, sino
ausente, de que vinieran dando fe proverbios y sentencias de aire no menos
lapidario en castellano que en latino; que, desechado esto, aun sirviera por
probanza la persistencia del ablativo absoluto como forma de abreviar y cerrar
la boca, porque vive Dios, qué frío puede llegar a hacer en Guadalajara; y que,
ausente aun eso, aún vinieran a confirmarlo sinnúmero de otros rasgos y
construcciones, de no haber llovido presente pluscuamperfecto de las antenas
durante treinta años. En fin, que tratándose de un texto del XVIII, igual estaba
bien pasarle un cepillo añejo al bargueño del abuelo Euler. Quien además era
suizo, que viene a ser como es sabido vivir al margen de los tiempos
vendiéndoles relojes.
Conque en ésas estaba; y estoy, porque ahora mismo el ordenador me
acaba de separar el conque (¡otra vez no!) como cáscara de cebolla o pueblo de
su memoria. ¿Conque (¡y dále!) tengo que andar de culo a cada paso, para
remediar a mano la ganancia de tiempo que traen los ordenadores? ¿Conque
(¡mecagüen Guillepuertas que es Bill Gates en protestante!) no puedo ni
empezar una frase como mi abuela acababa cualquier intento de discusión,
“conque arréa de aquí”? ¿Conque sí, eh? Ahora verás.
Y en ésas estaba, viéndolas venir, una tras otra: no había latinajo perdido
entre las cifras de Euler al que no acudiera, gozosa aunque un tanto
sorprendida, alguna vieja dama castellana, disculpará usted mi aspecto, pero es
que no esperaba a ningún labio a estas alturas. De la noche cerebral que nos
invade, sí señora; pues ya ve, aquí un rezagado, para servirla. O algún fiero
guerrillero, como el con… ése, (¡jódete, aparato!), otra especialidad del país,
encastillados de preferencia en conjunciones y otras insignificancias poco
transitadas por la invasión de sonidos adosados como caigan, imparable en
lugares más comunes. ¿Quién vive…? Don Como Sea. ¡Pase, pase vuesa
merced, que aquí tengo un cum sit espérandole como agua de Mayo! Pero
acomódese, mejor en esta parte de la demostración, que es más suave; no vaya a
ser que a vuesa merced, así de entrada, le entiendan amenaza. Y como sea x
igual a y, a ver qué pasa. Acomódese, sin embarazo, que en la entrada ya
pondré a don Comoquiera Que, que tiene más correa y es más gallo para
plantear lo que sea menester al lucero del alba. Mientras, el grajo volaba bajo,
las támaras cantaban dinastías fantasmas tras las llamas, en los cipreses helados
El Abuelo sacaba los pies del tiesto, como en vida, para rondarle los Mayos a la
luna de Enero con su bandurria de viento, y sólo alguna mancha roja de
tapaculos o comoquieras aún dudosos salpicaba la página impoluta del
invierno. O los nudillos del Juanito en la ventana de la cocina, al pasar de vuelta
a casa, para saludar sin palabras. O con un parco ¿conque aún trabajando?,
aprisa y todo junto, no le fuera a entrar un frío por la rendija. Un invierno
soberbio.
Años después, no hace mucho, me encontré en Valencia con mi editor y
hoy amigo matemático para hablar de otro libro. Venía acompañado por un
colega, un cordial fauno canoso en quien la pasión por las formas, esencial en su
materia, desbordaba los límites de la disciplina por probarlas en cualquier otra,
la camarera, las vecinas de mesa, unas secciones cónicas interesantísimas que
pasaban por la calle, y hasta las curvas de los arcos de la Lonja. “…¡no me seas
tan eremita, hombre!, si lo de echar un polvo está bien, de vez en cuando, que si
no también te aburres… porque a mí hay días que lo de llegar a casa y meterte
en la cama tú solito, sin nadie que te toque los cojones, y cogerte un buen
libro… ¡ah, esos porendes, y esos conques!, ¡tú no sabes lo que puedo haber
disfrutado yo con esos conques! Como que tengo tu Euler en la mesilla, y de vez
en cuando me los miro un rato…” O algo así.
Como mi colección de elogios es escasa, me gusta repasarla. Conque eso
hago.
*
Y tantos cabos sueltos en este texto… en el mercado me encuentro el vino que
suelo beber con un bonsai colgando, es una promoción, me dice la señorita, o sea, un
adelanto. El objeto del lanzamiento, valga la redundancia, se llama “Altos del
Tamarón”, no, no, la propaganda es gratis, no hace falta que me paguen. O mejor, sí,
léanse esto. Favor con favor se paga, y tratándose de vino, este texto también es en parte
suyo. Me pregunto cuántos de los publicitarios y de los clientes sabrán qué es una
támara.Y lo que más importa, cuántos se lo preguntarán. No creo que pudiera
convencerles de que a la larga es más barato alguien que recuerda. Quien haya visto las
casas castellanas hasta anteayer con una hacina de ramas secas junto a la puerta, y haya
pasado el frío de los altos sobre cualquier vega, no necesita el costoso y pomposo
frontispicio que le han puesto al nombre, “Fuego y hielo”. Tamarón ya los lleva dentro
como los huesos el frío, aun mucho después de hallarse cobijado al amor de unas trébedes
y una botella. Si lo sabré yo. ¿Y cuántos más?
Pero un vino o una rama no es cosa tan culta como Averroes o el concilio de
Trento. Tantos cabos sueltos… falta la mezcla añeja de ira, humillación y decepción al
verme traduciendo textos en que alguien ha enturbiado la misma charca sin coger la
trucha que yo les ofrecí en vano, no encajaba en la línea o el espetón de la editorial. Falta
que Monteflorido se ponga a hablar de Averroes, o Viñarrica del purgatorio, y tener que
traducir sus manotazos a bulto por el agua que no han de beber, ni dejan correr.
No, no creo que sea nacionanismo, ni afán de propiedad. Es esa mezcla de
reacciones al tener que ir a comprar envuelto en la momiería lo que he conocido vivo. Al
ver cómo se mata una cultura y una memoria para poderle vender sus propios tasajos.
¿De modo que no contentos con haberse librado a tiempo, a precio de sangre, del
catecismo del padre Ripalda y los capones del Avelino, ahora la teología trentina les
resulta sugerente y postjoderna a los luteranos?Si por lo menos acertaran. Pero es difícil
en asuntos de connotación acertar cuando se habla de oídas, de leídas, sin el caldillo de
mugre y quirieleison que les daba su auténtico y preciso sentido en el refajo de mi tía
Felipa, a la altura entonces de mis narices en el duro banco de la catedral de Sigüenza. Y
así el Viñarrica, puesto a coquetear con el tiempo, marra el golpe, y de toda la panoplia
jesuítica escoge el purgatorio, justamente lo menos interesante para su asunto. Si lo
sabré yo, que vivo en el limbo desde mucho antes de escribir las “Vidas”. Y así el
Monteflorido se sabe en la obligación de mencionar al cordobés Averroes; mas
comoquiera que presumir de políglota coqueteando en árabe andalusí ya es mucho hasta
para un posjoderno, en su detallado recorrido por la historia universal de las cavernas la
breve sección correspondiente a setecientos años de Islam hispano aún se abrevia más
pasando de inmediato a los averroístas… de la Sorbona, que ahí ya sí puede hacer
bonitos retruécanos practicando el francés.
Mala suerte que no pudiera evitar mencionar el título del Tahafut.
Históricamente traducido al alemán, naturalmente. Y retraducido por uno de la
península ésa donde hubo moros, que con la perfidia consabida de las razas semíticas se
lo retradujo por ”la deconstrucción de la deconstrucción”. No porque fuera más exacto,
seguro, sino por molestar. ¿A qué viene eso de recordar, en pleno guateque del crucero
de placer por todos los tiempos ajenos, que aquella deconstruida costa que se disponen a
descubrir, henchidos de la emoción del conquistador, es la del mediterráneo? O como los
intraducibles Holzwege que son cegales del alemán ése, si hombre, el del inquilino
plasta que no se sacude aunque le estremece a hostias. O como… Altos del Tamarón.
Fuego y hielo. Los que llevé al corral en la carretilla para la tía Micaela ya deben de estar
podridos. Hace tanto que no he vuelto por el pueblo.Tendré que hacerles una etiqueta
añeja.
*
IV
DISTINCIONES
Tras la soberbia severidad de la nieve y las matemáticas, las euménides
se reunieron en la peluquería y se enfurecieron definitivamente (ese “se” no es
reflexivo sino recíproco, como es obvio tratándose de un femenino plural). Y en
castigo por mis gozos solitarios con un conque y un por ende, enviaron a la
catástrofe a cruzarse en mi camino. Esta vez, morena, debieron de decirse para
concluir su concilio, inspiradas por alguno de los carteles de la peluquería.
Conque, por ende, otra vez a meter los trastos en un coche y rodar por la
meseta. Tras las huellas del Cid, que son aún notorias porque Babieca, contra la
opinión de Menéndez Pidal, no calzaba herraduras sino carteles de información
y turismo. Eso debió de hacer tan errática su ruta, pues se encuentran
inscripciones que señalan la ruta del Cid a lo largo de un arco de meridiano que
no llega desde Greenwich a Formentera, pero casi. Rumbo a los baldosines de
colores, los fuegos artificiales y los ídolos de cartón con destino al crepúsculo
del quemadero. Con un nuevo encargo en el bolsillo, una obra de quién iba a
ser: de don Federico, ese filólogo alemán famoso por sus traducciones de
apellidos al alemán.
¿Y cuál? Pronto empezaban los problemas, como con todo buen libro. En
el título. Pues pasa con el título como con los nombres: para que sea propio,
primero ha de ser apropiado. Así pasa que la mayoría de los nombres y los
títulos son salpicaduras bautismales que se quitan con pasar la, por otra parte,
ilustrísima bayeta del tiempo, y se cambian por otro sin que aquello que
designan se resienta lo más mínimo. Pues no se trata de un organismo, sino de
un aluvión. No era el caso. Y eso que se trataba de una rebanada editorial, de
una parte amputada de donde el autor la puso: Der Wanderer und sein Schatten.
Y no es que el problema me pillara desprevenido como un bárbaro a un
Imperio cualquiera. La palabra Wanderer estaba hacía tiempo en mi lista de
timologías regocijantes, desde que el pobre Falófanes hubo de huir de tierras de
editores griegos a las lejanas márgenes del Borístenes, a refugiar su impotente
saber de retórico entre quienes no saben hablar. Entonces asistió casi cada
mañana a la escena de que nunca quedará constancia, el momento en que unos
seres humanos al parecer, pese a no parecerse a los frescos de Pompeya ni al
dominical del País, llegaban harapientos a las fronteras de Adriano en busca de
tierra y trabajo, que les habían dicho había al otro lado. La escena en que el
cuerpo bárbaro toca las fronteras del verbo imperial e imperecedero, de la que
nunca quedará constancia: no, al menos, desde aquel lado.
Desde éste, el mamporrero imperial pregunta despectivo o compasivo,
valga la redundancia, ¿y ustedes quiénes son?. Y los seres errantes contestan a
su modo, que para ellos es lengua y para el otro algarabía: Wanderer. Con que
ellos quieren llamarse simplemente por lo que hacen, errar, errar por el mundo.
Pero como por otra parte, la de acá, el mundo es en el mapa del Imperio un
error a corregir lo antes posible, el mamporrero que ya sabe hablar, porque
también era bárbaro pero le ficharon para que su barbaridad defendiera al
verbo hecho carne de editorial o medalla, se vuelve a su superior y le dice: son
vándalos. Ah, bueno, pues entonces que pasen.
Todo está en regla. Lo pone en el reglamento de la Historia, hay imperios
y hay vándalos, de eso ya sí entiende el mamporrero jefe, eso ya puede
admitirlo en el seno del Imperio. Que pasen. Y los seres errantes entraron en el
imperio del verbo con nombre propio y a título de vándalos. Por el Danubio o
por Algeciras, ya no me acuerdo; lo que sí recordamos Falófanes y yo es algo
que perdieron para siempre, y no les volvió a ser posible nunca.
Estas que ves ruinas con ducha fueron oferta turística famosa, y volverán
a serlo en Junio, si le vale para ocho meses, a la fuerza ahorcan, firme aquí. Y
firmé. En pleno follón de instalación entre las ruinas artificiales de la costa
levantina, aun tuve suerte. En el trono editorial reinaban esta vez Flavios y no
Julios, quiero decir, gentes que se dedican a las letras conscientes de su
distinción respecto a ovejas, aspiradores o dosis de heroína. Y toleraron
pacientes mis indisciplinas con sus métodos, vándalo de mí, que desde los
tiempos de Porlier no había vuelto a trabajar tan acompañado, y menos con
lápices de colores. Es lo malo del vándalo, que de errar solo por el mundo se le
olvida que los demás no pueden leer su identidad irredenta en lo junto de las
cejas, lo rubio de la bestia o la composición de su sangre, al menos, no sin
sacársela primero. Y descuida así las pacientes distinciones necesarias cuando
se ha de hacer visible algo para trabajarlo juntos.
Sí señor profesor, estoy hablando de Nietzsche, no me suspenda, sino su
precipitado juicio. Los caminos del vándalo son infinitos, creía que usted lo
habría leído en el Libro. Pero toda paciencia tiene un límite, y en este caso, la
península editorial limita al norte con los Pirineos, desde hace mucho, al sur con
una vergüenza hecha de frase, como saben patriotas y periodistas por
experiencia, al Oeste con un pasado olvidado que fue esperanza de porvenir, y
al Oriente con Babelia. Que como se enfade no alumbra ni hace sombra. Así es
que “El vándalo y su sombra” era inaceptable. Ya lo sabíamos mi vándalo y yo,
pero había que intentarlo. Y como “El que no va a Prisa y su sombra” o “El que
no corre, vuela, y la mayoría se arrastra, y su sombra” tampoco hubiera sido
aceptable, finalmente saldría a la calle como “El paseante y su sombra”, claro.
Todavía hoy, cuando subo al monte a dar un paseo de seis y media a siete y
cuarto con los perros, me ronda de vez en cuando la pregunta de si un paseante
y un vagamundo serán lo mismo. Si la toma de Valencia sería una fiesta de
moros y cristianos disfrazados en que un turista de Burgos, inadvertido, cayó
de sopetón y se puso a obrar en consecuencia. Errada, pero consecuencia. Si la
batalla de Accio sería una naumaquía, lo de Bagdad, un simulacro, y si un
parque natural no será a estas alturas de Imperio una mera redundancia en que
vagar paseando, o viceversa; puesto que la naturaleza, el vándalo y el cuerpo
han pasado a confundirse con un barrio de tolerancia y una especialidad más en
la larga lista de epígrafes del IVA: la especialidad de lo inespecífico, patrimonio
particular de los expertos en lo común.
Pero en fin, castigado por las furias, yo también me había vuelto de
vagamundo en paseante emparejado de domingos por la tarde, así es que
tampoco podía decir mucho. Y rodeado por la paz de esos desiertos adosados,
me puse con don Federico.
En una playa mediterránea, una noche de jueves de Noviembre, el
paseante llega a recelar aun de su sombra. Calles y calles de pisos y pisos tan
desiertos que ni siquiera se encuentra uno con un libro de Saramago. Porque los
quioscos están cerrados, la panadería está cerrada, la noche está cerrada, y sólo
se abren aquí o allá las portezuelas de furgonetas en que hacendosos sujetos
van buscando algo que limpiar. O entremezclado al rumor de las ondas, el dúo
canoro de una ninfa fueraborda perseguida por un sátiro de verde con sirena,
que nunca la alcanza, y se pierden los dos tras el promontorio del faro hasta la
noche siguiente, en que su eterno juego de amor y tráfico comenzará de nuevo
como el mismísimo latir del universo. Ah, el mediterráneo, cuna de la
civilización.
¿Y dónde encuentro yo pañales? El gato Din, atropellado por el progreso,
necesitaba que le limpiaran la herida varias veces al día, ya que consistía en la
mitad trasera de su ser. Más o menos como Sartre, que el pobre Din me
perdone. Y con semejante escenario, a ver donde encuentro yo civilización
hidrófila y esterilizada. Pero los gatos tienen más de una vida, como algún que
otro libro, y para la primavera uno y otro estaban ya en disposición de
escaparse escaleras abajo a hacer el vagamundo. Lo que en el caso de Din era un
problema para dejar sin respiración, pues se trataba de un piso undécimo en
que la luz, como en los diez inferiores y los seis superiores, se hizo el día del
Génesis pero poco más. Recuerdo el raro pánico de una noche de tormenta en
que se fue la luz llevándose seis páginas por un descuido; al que siguió otro,
abrir la puerta del descansillo para salir a mirar si era yo el que no veía o el
defecto era general. Lo era, pero el gato Din, que siempre tuvo mucho de
caballero andante y vagamundo, no perdió ocasión así, y campante entre mis
piernas se lanzó tiniebla abajo a remediarlo. Y detrás yo.
Diecisiete plantas de treinta puertas repartidas en cuatro escaleras,
conectadas entre sí por galerías en cada planta, y todo a oscuras, es un laberinto
de pesadilla en cuyo centro escurridizo hubiera un gato. Peor aún, un maullido.
A mí me daba miedo el destino de Din, y corría. A Din le daban miedo unos
pasos frenéticos en la oscuridad, y corría. Cuando el mundo se cansó de enseñar
así de obsceno su motor, nos tropezamos en el tramo final que desembocaba en
el portal. Creo que nunca había abrazado a nadie contra mi pecho de aquella
forma. Tal vez por eso ella decidió que se iba a Francia para unos meses,
demostrando que ambos nos queríamos lo suficiente para dejar nuestra casa y
mudarnos lejos, unos antes y otras después, pero ¿qué importa?.
Y es que el antes y el después son insignificantes en un círculo eterno
como el amor. Ya lo sabía Platón. A Din y a mí, que no hablamos griego, nos
costó un poco más asimilarlo tras la reciente mudanza. Pero el trabajo es el
trabajo, como sabía Parménides pero no el catedrático Jegel, para quien el
trabajo era el no trabajo, pero pensado. Y ella se fue a restaurar a la frontera
belga, a un paisaje todavía lleno de casamatas y otras pruebas de la utilidad de
las restauraciones. Y yo tenía casi acabado el texto, esperando el momento de
despacharlo para meter a Din en el coche y tomar el camino de D’Artagnan
aunque de más lejos. Sólo me faltaban un par de cosas. Distinciones sin
importancia.
Sí señor profesor, estoy hablando de Nietzsche, no me suspenda, sino su
precipitado juicio. Los caminos del vándalo son pese a todo finitos, creía que
usted lo habría corregido en el Libro. Cuando uno traduce a un donnadie, por
ejemplo a mí a otros en castellano, puede hacer uno lo que quiera, que entre
donnadies nadie se va a ofender. Cuando se trata de traducir nada más que a
Nietzsche nada menos que para universitarios, es otro cantar. Porque un joven
universitario suficientemente preparado ya no es un nadie cualquiera, sino uno
profesional. El Nadie de la propuesta siete del Tractatus, el Nadie nominalmente
inconfundible el primero de cada mes, el Nadie con derecho a hablar de todos y
a que todos hablen como le es debido.
Así es que un buen día, de vuelta de Francia, y de la aventura
mediterránea de Don Quijote al páramo soriano, aparecen en mi correo a poco
de publicarse el libro unos jirones en forma de texto, reexpedidos por la
editorial y expedidos por un joven nietzscheano de Barcelona, aunque
suficientemente preparado, que así se presentaba el remitente. No entiendo el
aunque, me dije nada más verlo, ¿qué le habrán hecho a este joven preparado
los barceloneses? Pero eso era lo de menos, sobre todo para el preparado; del
que aún me faltaban unos cuantos sorbos más substanciosos.
Vándalo de mí, desde los remotos tiempos en que leía en el Metro a
Sánchez Pascual imitando a Nietzsche había sacado la conclusión de que en este
mundo se puede ser soriano, por parte de madre, marxista por parte de hijo,
cristiano por la de hermano o mentecato por uno mismo, ¡pero nietzscheano! Si
alguien en la historia de la filoalgo no admite declaradamente repeticiones para
apuntar mejor es don Federico. A más de que ser nietzscheano de Barcelona,
como presentación, me parecía tan pertinente como ser cristiano del Hércules
de Alicante, o marxista de cafetería. En cambio, lo de joven suficientemente
preparado, aunque fuera de Barcelona, ya me sonaba más a lógico; para ser
precisos, a contradictio in terminis. Suficientemente preparado, me dije entre
dientes, sólo está uno cuando le rocían el Tanatol en la cajita para que a los
deudos no les arruine el hedor la solemnidad. Así es que si este joven ya está
suficientemente preparado, ya se le pasará. Pero que entretanto me relacione
ciento y pico defectos inadmisibles en un texto de ciento treinta páginas, me
parece una preparación un poco excesiva para el noble ejercicio de la
inteligencia constructiva con despacho, no como la mía.
A la despiadada inquina del mundo, que es cruel, y malo, y caca culo pis,
mi corazón de poeta solía antaño responder con llanto, escondido en algún
rincón oscuro sin cobijo más cordial que su pañuelo de nubes. La bajada de
precio de los clinex y otras circunstancias ya habían hecho lo suyo, sin embargo,
y antes de execrarme debidamente, o a él, me puse a examinar sus objeciones. A
eso de la duodécima suspiré aliviado. Ah, bueno, era eso. Y seguí leyendo ya
con ánimo de regocijo. De modo que traducir en una página por “mozo” lo que
veinte más allá aparece como “joven”, con o sin preparar, es inadmisible para
este mozo, suficientemente parado ya, y con esa edad, para arrasar Alemania
entera por si eran peces o pescados la guarnición de los panes del milagro; en
particular del suyo de cada día, dámelo hoy o te lo arranco a mordiscos. Ah,
bueno, así es que era eso.
A la despiadada avidez de la vida que es cruel, y hermosa, e
insuficientemente preparada siempre para darse por satisfecha nunca, solía
contestar un tal Nietzsche “¡así es que era esto… más!”; es decir, fielmente
traducido al vándalo, te esperas a que te toque para chupar de la teta, guapo.
¿Cómo me iba a escandalizar, después de los años en el loquero universitario,
que un internado voluntario considere imperdonable que le roben su muerto, el
fantasma putrefacto de cuya administración se prepara suficientemente a vivir
el nulo resto de su vida? Si la traducción se la hubieran encargado a él, por
tentar una hipótesis que sin duda no hace al caso, estoy seguro de que
hubieramos releído un Nietzsche reconocido, legítimo, familiar, qué digo,
consabido como un consuegro o un compadrino de Barcelona. Pero es el caso
que no se la encargaron a él, sino a mí, a saber por qué; seguro que simplemente
por haber nacido antes, qué insensatez tan injusta; ¿así es que no da igual antes
que después, así es que eso era el tiempo? ¡no quiero!, ¡caca! Pero es el caso que
el eterno retorno de lo mismo, a veces, escapa de las capillas nietzscheanas, los
tribunales de oposición y otros mandilandines del burdel curricular, y el Texto
Sagrado va a parar a manos de cualquier vándalo. Y claro, qué se puede esperar
de un vándalo, que descarríe y se salga de madre, de cuñado y de padrino.
Por ejemplo, por único ejemplo de sus objeciones que merece
comentario, en la traducción de “vornehmen”. Un juego. Una licencia del
traductor con un texto tantas veces traducido que nadie podría llamarse a
engaño dogmático, a menos que le fuera la marcha. A menos que su
preparación fuera tan insuficiente como para no saber aún que un texto es
siempre una versión; o para creer aún que ocultar ese hecho en beneficio de la
propia distinción como intérprete exclusivo es deshonestidad que pueda
ocultarse permanentemente. Para guardar en el sagrario ya hay otras hostias y
otros libros; en este, por fidelidad a la sombra del vándalo, se trataba de
perderse y explorar. Pero cualquiera convence a un joven suficientemente
preparado de que igual en su retrato hay líneas que aún no conoce, y de que
echarse a perder es una esperanza de encontrarse.
Pues desde los remotos tiempos en que la contraportada me aseguraba
en el metro que estaba leyendo a Nietzsche me rechinaba casi tanto como el
vagón oirle hablar de aristócratas. Vale que Federico supiera griego, pero yo no.
Y el resto del vagón, presumiblemente, tampoco; ni allí ni en Polonia. Así es que
a ese resto lo de la aristocracia no le sonaba a “poder de los mejores”, sino a
marqueses calaveras o casqueros enriquecidos con delirios de marqués; ni los
sarcasmos contra el heroico delirio de los patriotas me cuadraban con “la moral
aristocrática” del hombre por venir. Máxime cuando al rodar de los años y los
metros ese resto traquetreado se enteró, porque entonces no estaba
suficientemente preparado, de que la palabra Aristokratie, como era de esperar,
estaba disponible y sobradamente en circulación en la Alemania imperial.
¿Y entonces? Entonces vornehmen. Y aquí, para desesperación de lectores
suficientemente preparados para la línea recta, si los hubiere, emprendo una
disgresión distinta, y distinguida merced a esta misma frase.
En unas jornadas sobre traducción en Tarazona asistí a otra epifanía del
joven suficientemente preparado que también tiene que ver con el griego y con
prefijos. Un traductor anciano aunque insuficientemente preparado, pues no
tenía un título, sino un ciento traducidos, acudió allí para contar algo de lo que
el tiempo le había enseñado. Trucos de oficio, saber precientífico, samoanos sin
birrete, bah. Que ésa era la insultante actitud de la primera fila de asientos,
ocupada por jóvenes suficientemente preparados para ignorar, por ejemplo, que
con los años se pierde voz y también oído, y que a sus espaldas varios colegas
suyos suficientemente preparados por los años estaban teniendo serias
dificultades para seguir el hilo de voz del conferenciante. Pues bien, en ese
escenario el viejo traductor tuvo el valor de decir cómo a su juicio era
imprescindible el conocimiento de griego y latín para traducir al castellano
lenguas de otras áreas, como inglés o alemán; y aun más, la osadía de dar
ejemplos. De cómo basta a menudo seguir literalmente una composición de
prefijo y verbo alemanes para hallar equivalente castellano, que puede seguir o
no siendo fiel como traducción, claro está, según los avatares de cada lengua.
Así, er-klären y “aclarar”, ver-setzen por “desplazar”, o incluso, si uno tiene
tiempo de preparación que perder en vagar paseando por el diccionario,
deutung por “vulgarización” o “divulgación”, y no por “interpretación”,
siempre que el vulgo sea alemán, lo que en alemán es redundancia que se
supone.
Y la alegría que da tropezarse a un semejante… pues no otra cosa había
adoptado yo por mi cuenta y riesgo hacía tiempo entre los recursos de
emergencia en el botiquín de trabajo. Y ése, precisamente, es el que había
sacado ya desesperado en busca de una alternativa para el vornehmen de don
Federico. Sin dar con solución, que a fecha de hoy sigo buscando. Y eso que la
traducción ya está en el curriculum; pero es que no estoy suficientemente
preparado para la cultura posmoderna y preantigua, eso está claro.
Claro como el vor: eso es pre. Y nehmen, pues coger. O tomar. Y no hay ni
precoger ni pretomar por ninguna parte. Preferir, no, porque fero es llevar, y se
puede llevar a uno al candelabro de la actualidad empujando o engañando, y
sin tocar ni una nota. Además, aquí tiene que quedar claro que es uno mismo
quien se prefiere. Y tiene que tener substantivo y adjetivo correspondientes y
viables. ¿Preferencia? No está claro quién empuja. ¿Escoger? Coger está, pero
aparte del consabido problema en Sudamérica, ¿cuál sería el substantivo?, ¿una
moral de…escogimiento? ¿Escogedura?, pues se dé usted pomada. No sé.
Volvamos a la semántica. O más bien pragmática, ¿a qué le llamaba vornehmen
el vulgo alemán, válgales su redundancia? Rápido repaso a los archivos de la
Biblioteca Nacional, perdón, la Nationalbibliothek, asoma el rostro de aquel
estanquero de enfrente, no me vale, aquél era justo el antónimo de vornehmen;
claro que siempre es una pista. Qué falta de tacto la suya, qué prepotencia de
patriota que tiene, ya que no otra cosa, un idioma por méritos propios. Cómo te
estampaba en la cabeza un día tras otro aquel “estbó” para que noentendieras
“zwei”, vista mi obvia condición de novienés. Qué poco vornehmen. Que lo eran
un traje, una manera de estar, un caballero, un gesto…¿distinguido? Hombre,
substantivo tiene, y adecuado: distinción. Y además, abre otros juegos. Moral de
distinción… podría ser. Y además me tengo que ir a Francia.
Y así se quedó. Y así se irritó ese distinguido joven postparado de
Barcelona. Y ahora que ya ha llovido en Barcelona y aquí lo suficiente, sigue sin
parecerme una mala elección. Tampoco la mejor. Pero si me dan tiempo ya me
prepararé lo suficiente.
¿Qué otros juegos? Porque el presente, preparado siempre por el pasado
aunque nunca lo encuentre suficiente, sólo puede reclamar su herencia si se la
gana; que en esta aldea global de vivos y muertos no hay notarías. Y el original
puede venir después de las copias, sobre todo en asuntos que desisten de dar
vueltas por la esfera para ahondarse o lanzarse piedra en búsqueda de centros.
(Y cuántas madonas antes de Rafael). Pero sólo si acierta mejor. Si gana algo. (Y
cuánta Madonna después con muleta electrónica de público incorporado, al
menos en una parte).
Luego entonces ahora viene lo de hacer distinciones. Entre distintas
distinciones, por ejemplo, la que va a paso de paseo desde el dandy modernista
al diseñado esteta postjoderno y se vuelve corriendo. Sospecho de la filosofía
que su sospecha de cierta identidad entre Marx, Freud y Nietzsche llegó tarde
como siempre; y a esta península editorial, más. Esa matraca francesa, que
empezó entre los ecos de pelotazos y botes lacrimógenos de un simulacro, no
podía sino fijar sus ojos escocidos en eso, precisamente, en el simulacro a escala
real que se avecinaba: incluyendo, para mayor realismo, barricadas y puestas en
cuestión del simulacro. De allí al deporte de aventuras actual no hay sino un
tobogán de tarifas aéreas más baratas; como del diván de Freud a las camas del
gran hermano y la conversión del género humano en lo que siempre ha sido, el
que mejor se compra porque mejor se vende.
El que invariablemente ha escondido su valor en sus fetiches, con o sin
acuñar, con o sin concuñado en Barcelona. En sus fetiches patrimoniales o
matrimoniales, pero siempre asegurados en contrato ante tercero. Y cuando
empezaba a agotarse el planeta imaginario de aquellos negritos del Africa
tropical que trabajando cantaban la canción del colocao, nuestra gran
preocupación sólo es la colocación, se descubrieron de urgencia otros
continentes negros: la sexualidad femenina, la virilidad masculina, la jodienda
de unos y otros de que todos nacían prole pero sólo algunos vivían, y los
demás, proletarios, y en general, redundancias semejantes de todos sus
semejantes en beneficio de parte. La conversión del género humano en
mercancía teórica además de laboral viene señalada además de producida por
eso que se llamó (reflexivo) “ciencias sociales” o “humanas” por su objeto: las
más insociales e inhumanas si se atiende a sus sujetos, las relaciones que entre
ellos se gastan y los métodos que emplean con los demás.
Y es que todo imperio comparte el mismo mandamiento, pero unos
llegan antes y otros después a la pista circense de la historia, para desesperación
de naciones jóvenes aunque suficientemente preparadas en busca de espacio
vital. Así, los servidores de su graciosa majestad ya no podían inventar la
inquisición, que es la acción de inquirir substantivada en oficio santo, e
inventaron la enquiry, en el entendimiento humano primero o caso por casa
llamando al timbre en cuanto tuvieron, en lugar de colgarse por la chimenea a
ver si olía a tocino como los encuestadores del santo oficio.
Pero el mandamiento seguía siendo el mismo, el que afectaba a la nueva
materia prima por la que en adelante se harían guerras, paces y otros
simulacros en tiempo real con carnes reales, autos de fe en lo que no se toca, se
ve por satélite o lo revelan voces incorpóreas que surgen del aire: las colonias
interiores. Después de venderles algodón a los hindúes que lo producían, pero
debidamente ordenado en los telares de Manchester, venía lo de vender
intimidades a quienes las criaban, pero interpretadas, etiquetadas, con garantía
de audiencia y por ende de sentido y cordura. Y quién mejor que un pueblo
joven aunque suficientemente preparado para explorar nuevos mercados, ya
que de los viejos se le privaba sin otro derecho que el orden del tiempo, y
reordenarlo con método. Quién mejor que las Alemanias impotentes,
algodonalmente hablando, para encontrarse sus propios negritos rubios que
redimir en la intimidad del cuarto de casa. Aunque hubiera que ensancharla a
estremecimientos hasta Moscú. Y allí encontró sus reformulaciones más
logradas el perpetuo mandamiento imperial: intimidad, intimidad, malditos. Si
usted supiera quién soy yo en el fondo, pase, pase, ahora te vas a enterar de
quién soy yo, Pachi.
Y se pasaron medio siglo intimidando con un libro íntimo de Rilke en el
macuto, a modo de manual de instrucciones. ¿Quién, de gritar yo, me
escucharía…?, por ejemplo, que era el verso preferido en ciertos lugares de
Polonia entre los órdenes angélicos, o casi. O en las afueras de Munich, sin ir
más lejos. O con un libro de Nietzsche, sin ir más cerca. Fabricación de
distinciones intransferibles en serie, transferibles por telégrafo o internet, a
pagar mediante transferencia territorial o bancaria: el tecnorromanticismo que
venía, que viene, que se queda para mil años viniendo, siempre en ciernes,
siempre suficientemente preparado e insuficientemente reconocido. Instalación
en la inminencia perpetua, el Movimiento se convierte en Estado, y “lo que se
desliza”, que decía von Vaselin, el sobrante ajeno de la identidad propia, se
embotella para que no pringue y aprovecharlo en la industria de guerra o en la
guerra industrial, ésa que puebla los estantes de inestantes inigualables,
experiencias
cumbre
inexplorada
con
Guía
experto,
y
demás
señas
inconfundibles de identidades idénticas en algo: ser distintas. Distinción dicha y
hecha.
Sí, pese a la insatisfacción con el prefijo, me parecía que introducir la
palabra “distinción” en un fetiche cultural de esta anticultura del antifetiche y
lo genuino propiciaba ingenuas cadenas de carambolas, bastante interesantes y
justificadas cuando se pasan las noches pasándome bolas ajenas por la cara.
Pues bien, invirtamos el sentido de la mirada y escrutemos atentamente tanto
escrutinio de escrotos ajenos en busca de un porvenir apropiado. Entre otras
cosas, precisamente porque hoy “distinción” en aquel sentido suene algo
anticuado y se prefiera “diferencia”, de género, de número o de caso,
mayormente vocativo. Y así se haya acuartelado el sexo en las desinencias del
cuerpo o de la semana, mientras en lo substantivo se hace del género
herramienta sexual; y de la cantidad criterio mientras del número realidad
electoral; y del caso, que es lo que le cae al nombre y en qué posición le pilla, lo
que se tira y se lanza planeada y frenéticamente al discurrir del mercado,
perdón, al discurso, como “escenario” o “circunstancia” enunciativa.
Sí, “distinción” me suena a aquello que esta lengua agonizante distinguía
del “estado” llamándole “condición”. Pues lo primero es caso y circunstancia
mudable, que puede pasar a ocupar cualquier otro en cualquier momento; no
así lo segundo. Claro que es también esa lengua la que atestigua que entre el
honor y el dinero lo segundo es lo primero. Además, en “distinción” como en
“proposición” se sigue oyendo una terminación de acción que mueve a
preguntarse quién la emprendió: lo que a estas alturas sólo es el caso con
“diferencia” si se trata de latinistas; y aun así, a ver cuál se atreve a traducirle a
una feminista la cuestión de su diferencia como cuestión de dilatación en el
supino. “Diferencia” es mucho más cómodo, como “transferencia”, o como un
diván de sala de espera perpetua en una caja de ahorros. La diferencia se
encuentra hecha en los comercios del ramo del comercio, de ése, el del género
que mejor se vende; la distinción hay que hacérsela. Como decía el señor Testa,
es resultado a la par que acción de preferirse uno…
…pues eso, precisamente. Que me estoy alargando demasiado en
explicaciones que sólo yo me pido, porque al fin he conseguido estar
insuficientemente preparado para dármelas al punto como un expendedor la
lata de cerveza; y que además ya trato de darme en lugar más propio. De hecho,
ya se escuchan protestas en archivos cercanos del pobre Robustiano. Así es que
me preferiré una vez más, y con las mismas, aunque distintas, me voy a otros
quehaceres.
*
Y otra vez la realidad, eso que se define por fornicar con la hembra del cerdo. Lo
de Arquímedes esperando, y Heine sonriendo bajo el polvo encima de unos calcetines, y
lo de ese holandés tan urgente que se pone a contar la historia de los Habsburgo, vale
que en su caso como en el castellano se comprende la insistencia en hablar de lo que te
dejó mudo, por sobredosis de Verbo a paletadas, pero ¡no quiero, caca! Y esa historia de
la matemática en perspectiva… Con la frente en el cielo y los pies en la mierda, que
decía el poeta cuando no se oía, tanta cultura y la casa sin barrer, y la gata sin vacunar,
y la huerta sin limpiar aunque ha llovido, aquí prodigio, y, y , y…y yo lo que quiero es
preferirme de una vez, que ya soy mayorcito.
Vale, vale, hay que ganarse el complemento panario de cada día, como reza el
envoltorio de esto que engullo sin levantarme del teclado, relleno de la cónyugue de la
vida descuartizada en finas lonchas como páginas o días, era de esperar. Hale, pónte otra
vez con los Habsburgo, guapo, por si no has tenido suficiente aún con los Borbones. ¿A
qué querrán traducir esto, no se pueden dar una vuelta por El Escorial y mirando? Todo
cuerpo social sumergido en un fluido electrónico cantarín experimenta un empuje
vertical hacia el olvido directamente proporcional al líquido amniótico desalojado de la
memoria madre, ah no, no era eso. Creo que necesito unas vacaciones.
Pues ya sabes, a Cachano con dos tejas.
*
V
COMA INSONDABLE
Lo del preparado postparado me ha recordado que quería dedicarle una
loncha, por aquello de la intimidad, a los nombres propios y su traducción, que
es cosa con que me he tropezado durante años. Por ejemplo, en aquel
aventajado alumno psicoanalista que preguntaba con aire de complicidad,
después de una clase sobre el chiste y su relación con los inconscientes, “¿y qué
le parece Melanie Klein?”. Pues qué me va a parecer, oscura y pequeña. Espero
que ya haya descifrado mi profundo oráculo con la ayuda somera de un buen
diccionario.
Es gracioso por ejemplo que un nietzscheano de Barcelona venga
diciendo que Reich no se traduce, después de la nota que el mismo Nietzsche
dedica a aquel imperio de tenderos, pero sobre todo, después de las perrerías
que su santo patrón le hizo a todo quisqui con el apellido, por ejemplo a
Schleiermacher, que es “fabricavelos”, y a todas las camadas venideras de
hermeneutas. A quienes mejor sería mandar después de aquello a algún lugar
donde florezca el carrete y el sector textil, a Manchester o a Lyon, o a… ¡claro,
ahora caigo! Me estoy haciendo viejo.
Siempre esa baba de exotismo por doquier. Ese embeleso con los
exemplos de Huang Po, ese desprecio por los de Juan Manuel. ¿Y por qué no se
puede traducir Reich? ¿Qué tiene de inefable?, y menos aquí, donde imperaron
los Habsburgo a sus anchas hasta dejar memoria suficiente y aun sobrada para
poder definir qué es el Reich señalando con el dedo. Y en qué para esa indecible
amalgama del reino de los cielos por venir con los de la tierra de la que irse en
cuanto el Reino aterriza en ella, por Innsbruck o por Laredo.
¿Por qué? Por lo mismo por que no se puede traducir Sigmund Freud (ni
a Sigmund Freud, pero eso es otro asunto): porque de eso ya hay quien tiene la
patente, a saber, los herederos de la denominación de origen Sigmund Freud. Si
me hubieran consagrado psicoanal y esto fuera un congreso, seguro que sería
muy interesante eso que dice usted sobre la predestinación de un señor llamado
Bocatriunfante Alegre a encontrar un método por el que hablando se vence a la
tristeza; o del señor Joven a descubrir inconscientes mucho más viejos que uno
mismo; o del señor Águila Apacible a descubrir el complejo de inferioridad de
casi todas las especies, salvo quizás su hermano, Águila Triunfante. Pero eso
sólo se le puede hacer a los indios, que Dios los puso ahí para ser bautizados
por el imperio.
Y la cosa no se queda en las bibliotecas. También se da una vuelta por los
museos. Con ocasión de traducir textos para un catálogo de exposición, me
tropecé de nuevo (¡serás asno, Pepito!) con el amor conyugal a los errores viejos
pero confortables. Que mantendrá al mundo en su sitio, no lo dudo, hasta que
lo rompa; pero aún estoy esperando respuesta a mi ingenua pregunta que nadie
me supo responder, tras desistir de traducir títulos que ya no eran de cuadro,
sino de renta a plazo fijo en catálogos de subastas; y cualquiera toca una letra,
que luego se la pagan a otro. “Pero entonces, si el British Museum no se traduce,
y el MuMA ni siquiera al inglés, ni el MEMO al castellano que no hace falta,
¿porqué hay cuadros que están en el “Museo Nacional de Ulan Bator?”….
“¡Ah!, ¿pero hay museos en Ulan Bator?”. No, mujer, era una broma. De tercera
clase, además, que hasta en las bromas hay clases, como en las lenguas. Y mira
que ya me había anticipado a morderme la mía, y no se me había ocurrido
llamar “Museo de la Lobera” al sitio ése de París donde los amantes de la
pintura custodian algunas de sus piezas más jugosas.
Y por venir al presente, o viceversa, que los inconscientes no habemos
historia, no me cabe duda alguna de que vendería igual o más Juan Monteflor
que Hans Blumenberg, pues a cualquiera es obvio que un Monteflorido ha de
entender de cavernas ocultas; ni de que el extremo del subjetivismo romántico,
ése en que el Yo está más solo que la copa de un fichte, hubiera de venir
firmado por el señor Pino; y el espíritu objetivo, claro, por el señor Chelín; ni de
que el tipo que le había de trenzar a la lengua alemana sus bucles más airosos se
llamara Carlos Crespo, y quien le sacara chispas en aforismos como pedernales,
Montedeluz; ni por cambiar de lengua, en fin, que el autor del cementerio
marino y de una mediterranía soñada se llamara Paulo Valerio, y el de la
traducción de la memoria hispana a revista de variedades se apellide
Remirarte… pero claro, si esas cábalñas se las hace Pedro Besucón con el
nombre de Napoleón en nombre de León, de Tolstoi me refiero, es literatura
universal; y si lo hace en galimatías Santiago Lapata o Jacobo Lacaña en la
sorbona, en vez de soplapollez es la caña, aunque se meta la pata; pero ¿Fulano
de tal?, ¿con qué título?
Pues entre dientes, por ejemplo.
*
“Los autores tienen toda la razón al defender sus derechos”, leo en una revista
del gremio. Pues cuidado no la pierdan al tenerla. Que la cordura siempre ha sido cosa
de dos, aun cuando uno de ellos faltara y no apareciera por parte alguna. Como Dios o el
lector.
Derechos de autor: siniestros. Accidentes. Tan inevitables como el capitalismo
para el asalariado. Derechos y razones que hay que defender, es verdad. Pero obras son
amores y no buenas razones. Que tiene dos lecturas, como toda frase predicativa. Y aquí
sí es menester el artículo determinado para deshacer el equívoco. El amor será lo que sea.
Y el derecho, lo que es. Pero que los amores sean obras y no razones no significa que las
obras sean amores, no sin más razones. Y sin discutir que negociar el amor en tiempos
de mercado es, como dicen las profesionales del ramo y sus hijos, lo más adaptativo.
Me acaba de llegar la liquidación de este año de lo de Kraus. Mira que ha llovido
desde entonces en Barcelona, veinte años. Veinte euros. Los autores tienen razón.
Defenderé hasta la muerte la boina de mi abuelo. Las de ahora cuestan treinta.
*
El siguiente texto corresponde bastante a lo aparecido en su día en “Libre
Pensamiento”, excepto en algunos detalles insignificantes y uno que no tanto:
aquí no aparecen nombres ni apellidos. Y eso que quitarlos me estropea alguna
gracia, pero bueno; lo que no sé es que significa esta omisión. Que me hago
viejo, seguramente. No me lo han impuesto, conque debe de ser que a la
distancia del tiempo todos somos Fulano de Tal: que eso sí me lo voy a permitir,
visto lo visto, aplicar ese formato ómnibus al lugar que ocupan los aludidos en
la programación cultural como argumentos de una función variable, los lunes
no hay por descanso de la compañía. Como tampoco me podrían pedir, para no
ser reconocidos, que calle yo cargos o profesiones, unas señas que ellos hacen
de identidad y reconocimiento público, y en virtud de la cuales se les concede la
palabra pública que a otros se niega.
*
...Y DA ESPLENDOR
En memoria de Fray Gerundio de Campazas, B.A., Ph.D.
a) “El, a la postre, impresionante potencial explicativo de la mecánica(...)”
(Fulano de Tal, catedrático de Historia de la Ciencia y
miembro de número de la Real Academia Española).
Traducción:
“El potencial explicativo de la mecánica, a la postre impresionante,(...)”
b)“Mientras la ciencia fué una especulación sobre lo real, basada en observaciones
parciales –tiempo en que ciencia y filosofía eran la misma cosa, según los manual [es]-,
el lenguaje también era idéntico”.
(Fulano de Tal, catedrático de Farmacia y tecnología
farmacéutica. Director del Museo de Farmacia Hispana. Patrono
de la Fundación de Ciencias de la Salud).
Traducción:
“Mientras ciencia y filosofía eran según los manuales una misma cosa,
especulación sobre lo real basada en observaciones parciales, también sus
lenguajes eran idénticos”, o “el lenguaje era idéntico en ambas”.
c)“Todo ello tiene repercusiones sobre el resto de las lenguas, repercusiones que se
extienden igualmente hacia aspectos relacionados con la sociología del lenguaje y que
determinan pautas de comportamiento en las distintas comunidades científicas de los
países de habla no inglesa. De esas repercusiones, así como de las posibilidades que
tenemos para intentar hacer frente a esa situación, es de lo que nos ocupamos en este
trabajo”.
(Mengana de Tal, profesora titular de Historia de la Ciencia
en la Universidad de Salamanca).
Traducción:
“Ello repercute en las demás lenguas, incluso en aspectos sociales, y en
los usos de comunidades científicas donde no se habla en inglés. En este trabajo
yo me ocupo de cómo afrontar todos esa situación”.
Las citas son de tres de los ponentes del seminario “Ciencia, tecnología y
lengua española”, celebrado en la Residencia de Estudiantes de Madrid los días
11 y 12 de Diciembre del 2003. Aclaro que acudí invitado a título de traductor, y
que sólo asistí a la primera sesión, por motivos que espero se desprendan
claramente del presente artículo; el cual, por una y otra razón, es así tan parcial
como cualquier otro.
a) El señor Fulán es miembro de la Real Academia, hecho que
recordaron, además del programa y los diversos presentadores, al menos tres
discretas alusiones que entreveró en sus intervenciones. Mi enhorabuena. Las
satisfacciones personales tienen su sitio en la vida, pero a menos que se conceda
a la condición de académico el rango de sacramento que imprime carácter, nada
pesan en el tribunal de la lengua, donde obras son amores, y no
condecoraciones.
La cita no corresponde a este seminario, sino a un artículo introductorio a
textos de Newton, de los que tengo un conocimiento sin duda de otro rango que
el del señor Fulán, pues yo sólo los traduje. Como creo que el castellano es la
lengua romance que ha permanecido más cerca de las posibilidades del latín,
hasta hace una generación, en ése y otros textos de clásicos científicos he
escogido siempre aquella construcción aún inteligible para un lector castellano
que más se acercara a la literalidad latina: pero es que se trataba de libros del
XVII, no de ponencias en el XXI. ¿A qué responde entonces, es decir, hoy, ese “a
la postre”? A la voluntad retórica de adornar con baratijas literarias un texto de
otro carácter, regido por la utilidad informativa y performativa, y no por la
mostración individual. Si consideramos además esa expresión en su frase, nos
hallamos ante la aparente paradoja en que siempre acaba la retórica: el colmo
del artificio oratorio recae derechamente en la barbaridad sintáctica, como en la
sintaxis de la historia la frase de la civilización va a darse de bruces con la
barbarie en sus espejos.
Esa coma entre el artículo determinado y lo que debe determinar, situada
además en lugar tan discreto como un inicio de sección, abre un paréntesis de
indeterminación, una pausa dramática. Esa teatralización del lenguaje, la
invasión del ojo del público en la soledad del pensamiento haciéndose palabra,
es la marca universal de la retórica: el uso de recursos circunstanciales, de lo
que está alrededor de la palabra, para colmar lo hueco de su meollo cuando
pretende alcanzar inutilidades como verdad o belleza por utilidades como un
sueldo o un sillón alfabetizado.
Hace tiempo, la universalidad del ojo de Dios fue substituida por la del
cogito: “pienso, luego asisto” (traductores traidores, ya se sabe). Una razón
capaz de asistir a sus propias funciones, de tarde y noche, y juzgarlas
inapelablemente, metamorfoseada luego en pueblo y opinión pública, ha
desembocado en esta penúltima heredera de la teología que es la informática: el
Word se hizo silicona y habitó entre nosotros. A la universalidad católica –y
valió la redundancia, como poco, siglos de guerras- le ha seguido esta
globalización informática en que otra vez la imposición de un formato
universal, de una forma de hablar, se disfraza de pluralidad de estilos que son
asimismo contenidos prescritos y predichos. Escudera del imperio, la retórica
disfraza de posibilidades de autogestión, pervertida en combinatoria
intemporal de un surtido estilístico concluso, una sintaxis histórica que se hace
más y más intocable en proporción directa a su paranoia: la cultura como
supermercado para adornar con imaginaria diversidad la inimaginable
uniformidad de lo real.
Aceptemos que hacer historia de la física sea una contribución al
conocimiento científico: aquí tenemos a un científico con “inquietudes por
explorar las relaciones entre literatura y ciencia” que “le han permitido adentrarse en
las posibilidades que ofrece la narrativa para reflexionar sobre los resultados y las
esperanzas de nuestra ciencia”. Un científico literato, ¡loado sea Gates! Como si la
brecha fuese entre dos culturas, y no entre cultura y barbarie con aparatos.
Como si bastasen éstos, erigidos así en juez y parte, para salvarla: por ejemplo,
inagotables glosarios de frases hechas y términos exquisitos que, por simple
inserción en el discurso, producen el valor “literatura”, pues como tal se
aceptan y compran.
Y eso sí es un problema, no del que hablaban los ponentes, sino el de
cómo hablaban: el de las condiciones reales de producción de palabra en ese
seminario sobre la palabra, por otra parte ajenas a las intenciones primeras de
los organizadores, y mero calco de aquéllas en que se mueven a diario los
administradores de ciencias y artes. En ellas, y no en la terminología, se hallan
las causas de que la lengua agonice y se convierta en almacén de rótulos y
códigos. En esas condiciones es imposible que aparezca lo que tanto se dice
buscar bajo nombres como “creatividad”, “ciencia extraordinaria” o “genio de
la lengua”, capaz de inventar figuras y términos nuevos. Sea éste lo que sea,
está archicomprobado que no abre la boca ante tumultos bien educados donde
se siembra el caos por riguroso turno litúrgico. Y si no, que le consulten a la
iglesia católica, que en asuntos del verbo sigue siendo paradigma insuperado.
b) Médicos o farmaceúticos con algún resto de juicio se han pretendido
alguna vez literatos, pero jamás científicos. Técnicos de un aspecto del ser
humano, la literatura es para ellos una anatomía desconocida a que se han
acercado en los mejores casos con perplejidad, por insatisfacciones con la del
cuerpo, pero siempre con su incurable mentalidad técnica. Medicina y farmacia
son a la curiosidad por la vida orgánica lo que retórica y estilística a la pasión
de hablar, un recetario resultón. Pero en épocas en que la pasión por saber,
como la pasión por la belleza, contrae el mal de la utilidad, la confusión
provechosa de técnica con ciencia define el curso característico de su
enfermedad. Acaso esté ahí la diferencia más apreciable entre putas y médicos,
que las primeras no suelen hacer ponencias con ínfulas de ciencia de sus
conocimientos técnicos; que además, y eso sí es de agradecer, suelen plegarse a
la curiosidad investigadora del cliente, y no a la inversa.
La ponencia del Sr.Fulán se titulaba “palabras como espadas”. Se quería
referir al aparato terminológico de las ciencias, supongo. Pero una de las
contraindicaciones del preparado literario es la insuficiencia bibliotecaria
crónica: hay que ser cauto al invocar a los muertos, pues sus ganas de volver
hacen que en la mente del oyente aparezcan sin haber sido citados numerosos
acompañantes indeseados, y “que las espadas se tornen en arados”, aparatos
que habitualmente arrastra consigo algún irracional. Su paráfrasis de Guillén
daba entrada a un granado vergel de referencias poéticas con un contenido nulo
de informaciones, preguntas o propuestas de acción. Palabras como espadas,
melladas y en desuso, metáforas gastadas por el uso. Ni Guillén ni Fulán
habrán visto en su vida una espada de cerca, a lo sumo un bisturí; sólo que
Guillén no estaba escribiendo una ponencia. La relación entre presente e
historia, entre sensaciones y ecos de otros cuerpos, se pervierte al poner todos
los tiempos al servicio de uno para que se adorne a gusto; por ejemplo,
desoyendo y desleyendo en saliva propia lo que otras épocas dijeran de sí
mismas, para reconstruirse –siguiendo a los manuales- unos pasados a medida
que hagan del presente el más guapo, y de su problema, el más serio y, por
descontado, intransferible.
Érase una vez en que “el lenguaje era idéntico”, cosa que ya cabía
esperar del artículo determinado singular; pero lo caduco de esta retórica está
en no hacer esperar, coma mediante, como otras. El abrazo de Vergara llega al
instante, de la mano de una amenidad erudita o una erudición amena, o
viceversa, por cuya lozana frescura no pasa el tiempo. Y entretanto, se va
viviendo, de una sabia técnica que no acaba de decir verdades, pero entretiene,
aunque no mucho, pero es que la verdad no tiene por qué ser entretenida, como
el arte. El reino de las fronteras y las diferencias se confunde con el de las
identidades, y sin más gasto que un hilo de saliva, historia y lógica quedan
amablemente reconciliadas: no había más que mirar el periódico del día -dado
lo ameno del discurso- para comprobarlo. Cierto que “la distancia entre ciencias y
humanidades se fue agrandando hasta convertirse en un abismo”; es decir, en otra
metáfora manoseada, como casi toda hendidura entrada en años. Pero aun
suficiente para el modesto placer extraconyugal, atravesarla en un tris, del
farmaceútico poeta.
¡Y qué bien queda citar a León Felipe en una Residencia de Estudiantes
que no frecuentó precisamente! Sus versos hicieron sonreir al público, hay que
ver, cómo hacen las flores caso omiso de los nombres que les da el farmaceútico,
y cómo acuden a los que susurra el viento. Por eso el del ponente sigue en la
nómina inequívoca de la historia, sección farmacia, sin privarse, eso no, de los
equívocos placeres ocultos bajo otros nombres, eso sí, debidamente confinados
con fines sanitarios en la casa de citas del fin de semana seminarista. “El”
lenguaje era idéntico, a sí mismo y a nada, y lo seguirá siendo mientras el que
habla jamás haya sentido sus carnes penetradas por palabras ajenas. Porque su
identidad habrá permanecido siempre a salvo, cautamente dejada al margen de
sus juegos con palabras en nombre de la objetividad: no vaya a encontrarse uno
con que también la propia asignación nominal nace equívoca y entrecortada de
espadas ajenas. Acaso sea ésa la diferencia más apreciable entre el poeta y el
farmaceútico, que el primero hace de su cuerpo y alma laboratorio de
catástrofes, y el boticario, de los ajenos. Con esa campechana profundidad y esa
ligereza tan grave, difícilmente puede salirse de abismos más verdaderos, es
decir, más metafóricos, tomarse en serio el valor cognoscitivo, y no decorativo,
de metáforas y otras aventuras extramaritales en la reproducción numeraria de
significados, y “adentrarse en las posibilidades que ofrece”, en este caso la poesía,
“para reflexionar sobre los resultados y las esperanzas” de ninguna ciencia.
Pero no importa: en la prolífica esterilidad en que se ha metido el
reproductor compulsivo de patrimonios semánticos siempre habrá putas y
poetas para que pueda volver, aliviado con fantasías de repuesto, a su digno
personaje de administrador de sentidos ajenos. Qué desdicha que hoy la
narrativa se lleve mucho más que la poesía en los tocadores anímicos y en las
carteras, y se saque y se meta más teniendo una historia que una visión. Por eso
el discurso del señor Fuliento, el que vino a leer y se lo llevó el viento, es una
curiosidad de gabinete, muy ajustada a los felices tiempos de Marañón en que,
asegurada en la sintaxis histórica la identidad profesional, sindical y nacional
por el idéntico lenguaje de idéntica dictadura de significados eternamente
idénticos, las diversidades imaginarias en la piel de toro eran tan bien recibidas
a tomar el té como las veleidades poéticas en los folletos de neosalvarsan. No, al
tecnorromanticismo de botica y odas al ferrocarril le han abandonado la técnica
y el romanticismo, prendados de aparatos parlantes con más glosarios
renovables, y de entidades inefables con más predicados predicables. Como en
otras épocas de fractura, en el siglo II o en el XIV, la lengua se reparte entre
técnica del decir y mística de lo inefable: retórica y erótica, cómplices añicos de
un frágil espejo roto.
c) He vivido e intentado enseñar durante doce años en San Sebastián de
Guipúzcoa. Desde 1992, en que las indudables ventajas de las naciones con
autoconciencia gubernativa me decidieron a mudarme a cualquier otro sitio,
vengo viendo crecer en otras latitudes la misma pesadilla de cuya fase adulta
huía. He visto cómo los vinos 100% Tempranillo desalojaban a variedades
extranjeras del puesto que sin duda les corresponde por nacimiento; he visto
cómo las listas de estudiantes o diputados se iban repoblando de Mencías y
Rodrigos con apellido de rancio abolengo recién guisado, de Fernández guión
algo y Garcías del cualquiera; lo del siglo XIV o el XVII, pero en actual. Vamos,
que el lenguaje es idéntico. Sin embargo, algo me faltaba por volver a ver; y de
pronto allí estaba, en la mesa, electrizando a un auditorio tan poco dado a
pasiones con su presencia y sus palabras, o viceversa.
Hay un país invasor que está corrompiendo nuestra lengua madre,
Pachi. Me están metiendo en la boca un órgano de expresión que no me
satisface. Algo habrá que hacer, pues. “Los Estados Unidos de América controlan
los medios de difusión ... así como las revistas de alto nivel y los bancos documentales
más importantes”. A los que algunos necesitan vitalmente acceder, por tradición
ancestral, como forma cultural propia que les ha sido arrebatada, en algún
momento que no se especifica; posiblemente a la altura de Viriato, semiesquina
a Torquemada.
¿Y que será “el resto de las lenguas”? ¿Quería decir la ponente que las
lenguas –todas, incluida la inglesa- han sido descuartizadas por una manera de
hablar cuyo mejor exponente son hoy los Estados Unidos, pero en la que
también participan gustosos otros países? No: quería decir “las demás lenguas”.
Pero el resto de la lengua castellana que por suerte aún sobrevive le ha gastado
una de sus sabias bromas, y revelado una verdad importante aprovechando el
ansia de proferir una rotunda: a saber, que el problema es la mutilación de la
lengua, de cualquiera, por una manera de hablar, no importa en cuál. Pues
como recordó uno de los organizadores en otro momento, los ingleses
consideran el inglés de sus científicos tan ajeno como pueda resultarle a un
castellano.
Alguien –un inglés- definió al nacionalismo alemán como un problema
de adolescencia mal curado; esto es, una cara más del ansia de tener alguna sin
querer labrársela, que hace pupa. Y así entendido, hay nacionalismo en la
lengua como lo hay personal, profesional o sexual: querer encontrar en otros,
hecho, el valor de hacer. Si nos atenemos a los hechos, y suponiendo, como
parecían hacer todos los ponentes, que los problemas de los científicos con la
lengua vengan de su equipamiento técnico, ¿quién ha desarrollado la realidad
material de los ordenadores, bancos de datos y redes informáticas? ¿Algún
López-García y Fernández-Miranda? Si uno está de espectador, como decía
Curro Romero, que se calle o baje al ruedo. Ítem más, que yo sepa, poca gente
cuenta a su servicio con más publicaciones que los profesores de universidad,
por supuesto financiadas con dinero público, donde hacerse curriculums
privados; y por si fuera poco, si la mayoría de las colecciones de ensayo del país
cobran al autor por publicar, en vez de pagarle, se debe a la compulsión del
profesorado universitario por acumular publicaciones que les devolverán el
desembolso con réditos en sus nóminas. ¿Y quién les ha impedido utilizar o
poner en circulación, ahí, nuevos términos castellanos más adecuados? Su prisa,
fruto de su ansia por medrar.
Porque no se trata de eso: se trata de publicar “allí”, donde están los
malos, para ocupar su puesto y hacerlo bien. Pobre Edipo González, tener que
arrostrar el parricidio sin haber podido siquiera tocar a Yocasta Smith. Se trata,
para mal o para bien - pero mejor para mal, que conmueve más -de los Estados
Unidos. De la potencia universal, del órgano más potente de difusión
semántica, si me permiten la banalidad psicoanal. Y no es que me preocupen las
insatisfacciones de profesionales de la insatisfacción –me refiero a la intelectual,
naturalmente, de que nace la investigación científica-. Pero sí me preocupa que
gentes incapaces de enderezar sus propios órganos de relación salgan a la calle
que despreciaban y volverán a despreciar, a la puta lengua madre, a pedir
ayuda. O mejor dicho, ayudas, presupuestarias mayormente. Porque, al cabo,
en todas las ponencias a que asistí reinaba la unanimidad menos sorprendente:
los males del castellano se curan con más organismos (en nómina), más
comisiones (pagadas), y más bancos, de datos y de los otros.
Pero no sólo ayudas presupuestarias. Ahora que su propia avidez les ha
llevado a los umbrales de Babel, ahora que la compulsión de hablar cuanto
antes y en formas reconocibles les ha llevado a unas jergas en que ya no pueden
ni ponerse de acuerdo sobre a cuánto la línea y cuánto por ponencia, ahora se
quiere pedir ayuda, so capa de interdisciplinariedad, a “los de fuera”. A
traductores, por ejemplo, que cobran por un libro de tres siglos con plazo de
dos meses lo que un ponente por diez folios “que ya prepararé mañana, la
ponencia es por la tarde, ¿no?” (Oído en un pasillo). A poetas, de preferencia
muertos como León Felipe, que no pueden protestar. A ingenieros, que ésos sí
hacen contratos con Estados Unidos, a cambio de algún que otro mudo
perpetuo; pero como es en árabe no importa, no se entiende.
Y ahí sí que a uno le faltan palabras, ante esa jovial desfachatez de gentes
que pretenden usar a quienes día a día ignoran y desprecian en cada uno de sus
rasgos peculiares, únicamente en tanto “otro”, como mera oportunidad
indefinida de emisión semántica sin riesgo de contradicción; que pretenden
usar el corpus del castellano como percha para su procesión de inalterables
fantasmas, el Método y el Verbo universal, mientras lo ignoran por completo en
todo cuanto tenga que decir, por ejemplo, acerca del valor de esa manera de
acercarse al mundo que llaman ciencia y empieza por eliminar a la persona del
cuadro –vamos, lo mismito que Velázquez-; que rehuyen toda conversación con
los difuntos, como Quevedo, porque no les dejan tiempo los inacabables
extractos de extractos que acaban de publicar otros vivos más vivos, y que
sueñan con hacer historia sin perder tiempo. Con un resultado inconfundible, el
simulacro de la pasión oprimida y sofocada por el mundo cruel, la belleza tersa
y espantosa de un lenguaje sin arrugas, cicatrices ni penumbras, en que la
bisutería penetra en la carne y la mentira se hace creíble aun para el mismo que
la pronuncia: quien no se atreve a vivir otra pasión, vive de provocarlas.
Y aquí sí que le dejan a uno sin palabras: “De las posibilidades que
tenemos... nos ocupamos en este trabajo”. Bonito cambiazo del sujeto: que dice el
prior que, cuando acabeis en la huerta, subamos y comamos. ¡Pobrecitas
eminencias!, que no pueden expresarse en su lengua en revistas de prestigio, es
decir, de allí, ¡y yo que me conformaría con poder hacerlo aquí en alguna sin
pasar por el catre o por el aro! Bonito uso masturbatorio de un nosotros
indefinidamente permutable por mí, por ejemplo. Y es que en el seno de la
santa madre –iglesia, nación o lengua- no cuentan las diferencias entre tuyo o
mío, rico o pobre, muerto o vivo, macho o hembra. O depende.
No, lo que desde la mesa encendía con su presencia o sus palabras, o
viceversa, tibias ascuas casi extintas en el oprimido público español y
numerario, o viceversa, es un fenómeno que yo no había visto aún allende
Pancorbo, o aquende: la expresión más consumada de esa necesidad de
consumación insatisfecha que se instala en el rentable lugar de la víctima, a
vivir de la restitución perpetuamente inminente y robada, de la prostitución y
anuncio perpetuo de lo que nunca ha habido. Y ya que al parecer su castellano
se les ha vuelto incapaz de inventar términos descriptivos de la realidad, por
falta de presupuesto, ahí va uno gratis: nacionanismo, así llamo yo a ese
discurso de lo ausente que busca hacerse presente perpetuo de los presentes, y
regalarse con su tiempo a cambio de regalarles su ser. O viceversa.
Los organizadores, de quienes partió la idea, habían pensado en un
seminario de trabajo, donde unas cuantas personas tuvieran las condiciones en
que hablar, con fundamento y provecho, de asuntos concretos. Pero a la
institución que se encargó de organizarlo le pudo el prurito del espectáculo,
una vez más. ¿Y qué pregunta, y qué respuesta, pueden hacerse con alguna
sustancia entre cien personas, en cinco minutos, al final de una conferencia?
Pocas, pero todas con un aire de familia, por hablar como Wittgenstein: uno que
atufa a retórica y nacionanismo. Y por si queda alguna duda, lo diré de otro
modo: ni sostengo alguna otra patochada de las que se ofrecen como
alternativas en el supermercado político, ni veo ningún interés particular en el
nacionalismo político como objeto de pensamiento; salvo por lo que tiene de
síntoma especialmente aparatoso y desastroso de un mal que suele afectar a
todo asunto humano: el egoísmo, pero en masa.
En el caso que me ocupa, egoísmo de un grupo social minoritario por
cantidad, pero importante por lo que controla, al que veo llegar la peste que ya
afecta a buena parte del cuerpo social. Una vez harta la panza, aburridos de la
segunda vivienda, el segundo vehículo y el segundo hijo, y de una vida, en
general, segunda, los nuevos ricos quieren tener también una baratija que
siempre habían visto en casa de los nobles, un pasado intransferible. Pero como
inventárselo por elección propia es aventura incierta, eso también quieren
comprarlo hecho, o acceder a ello, como se dice ahora, al amparo del anonimato
colectivo. Vamos, que repleto el congelador, el curriculum y el fondo de
inversión, quieren tener identidad; y hartos de ser quienes tienen, quieren tener
ser. Lo que no deja de tener su gracia, como condena que es a la paranoia
perpetua: necesitar a otros para negarlos, para pandorga o mudo saco de las
hostias con que afirmarse uno, y vivir en la arrogancia corroida por el miedo a
que desaparezcan. Toda una historia de pareja a la moda.
*
En un libro más apasionado que razonado, España en su historia, Américo
Castro señala la posibilidad de enunciados como “amanecimos bebiendo”,
insensatos en otras lenguas romances, como una huella más de las lenguas
semíticas en el corazón del castellano. Posibilidad ésa, personalizar una acción
impersonal, que tiene su correspondencia en la inversa, “amar y no padecer, no
puede ser”: ese infinitivo castellano que hace surgir la acción sin determinantes
ni atenuantes circunstanciales, en toda su desnudez metafísica o moral, y que sé
bien como traductor en qué viene a parar traducido a otras lenguas.
Por abundar en ello, ahí tenemos esa silenciosa ocupación de posiciones
mucho más vitales en la lengua que la del sustantivo y la terminología, que
tanto preocupaba a los congresistas; por ejemplo, la del artículo determinado y
las preposiciones. Sea o no influencia del inglés, en textos de circulación pública
está prácticamente extinta la tercera posibilidad que el castellano ofrecía, el caso
cero del artículo, ni indeterminado ni determinado, sino ausente: “obras son
amores, y no buenas razones”. Hay que estar sordo para no oir la diferencia con
una determinación suspensa que deja en el aire la pregunta “¿pero cuáles”: las
obras son los amores, pero no las buenas razones, que es lo que escribe hoy
cualquier periodista o académico de pro. Otro tanto ocurre con la parada
cardíaca a renglón seguido tras una preposición: “se han reunido para, a la
mayor brevedad, alcanzar un acuerdo”. Con que la preposición se convierte en,
si se me permite el término, postposición sin plazo fijo de aquello cuya posición
debía quedar fijada.
Son sólo dos ejemplos, de lo que está ocurriendo pero también de aquello
de que yo esperaba –poco, si soy sincero- tener ocasión de hablar con otros
interesados en estos juegos, para los que tan difícil resulta hallar contertulios.
Juegos de palabras, que diría la mayoría televisiva del país si aún dijera algo;
juegos de palabras, sí, en que se decide por tanto la anatomía del mundo. Bien,
pero aunque así fuere, aún diría acaso alguien, y aceptándolo para unas ciencias
sociales que son palabrería con galones, ¿qué interés pueden tener tales juegos
para quienes ya ven el mundo por sus tubitos tal como es?
Suponía yo que los participantes en el seminario, sacristanes que
conocen la trastienda, dejarían a un lado las sotanas y las ventajas de la ficción
teológica de “la Ciencia”: que ellos ven a Dios cara a cara, y las cosas como son.
Las ficciones son muy útiles, sólo tienen el peligro de que el autor acabe por
creerlas. Y tal parece haber ocurrido también aquí: se daba por sentado el
significado de la palabra “ciencia”, y que a ése al menos no le afectaban
problemas de traducción, terminología ni colonialismo cultural. El resultado
más obvio es que se llevara el problema a los terrenos menos comprometidos, a
los libros de texto y los glosarios, en una palabra: al idioma, y no a la lengua.
Pues lo contrario mueve a preguntarse, antes de nada, cómo codifica una
“ciencia”, y cómo una “lengua natural” –y cuál- las pautas de relación de un
cuerpo vivo con su entorno, que es a lo que llamamos alegremente realidad.
Si llamamos, por abreviar, “digital” al modo de las primeras, y
reservamos el “analógico”, entremezclado con el primero, para las segundas,
¿no dicen que éste desempeña una función esencial en los famosos cambios de
paradigma? Y haciendo historia familiar, ¿no ha surgido de hecho toda ciencia
de alguna lengua madre que la parió, con sus correspondientes manías y
figuraciones?, ¿y no guardará de ella recuerdo alguno? ¿Podemos sacar alguna
idea fructífera del hecho de que fuera en unas determinadas lenguas europeas
en las que se generó, en el XVI y el XVII, ese conjunto variopinto que hoy se
unifica como “la ciencia moderna”? O a la inversa: ¿guarda el castellano, o cada
una de las lenguas “naturales”, patrones de experiencia y acción que pudieran
servir heurísticamente, con perdón, de sugerencia fecunda a una u otra ciencia?
Eso, sin entrar en la cuestión del valor de esas maneras de hacer que se llaman
“ciencia”: pues no hay en el mundo juego cuyas reglas puedan demostrar a
nadie la necesidad de jugarlo. Por mucha repetición discrecional de efectos que
ofrezcan, ni técnica ni ciencia pueden demostrar que sea incondicionalmente
preferible facilitar la repetición de aspectos de las cosas a complicarse la vida
con dar testimonios de su singularidad sin retorno.
Me pregunto si alguna asignación presupuestaria facilitará que alguien
empiece de pronto a plantearse esa clase de cuestiones que hacen vivas, por lo
que tienen de impotencia y pasión, a las palabras. Indudablemente sí, como
sabía bien Rocinante, si el sujeto hasta entonces no comía; pues es sabido que de
la panza viene la danza, incluida la de ideas. Pero no parecía ser el caso. La
confusión entre técnica y ciencia se manifestó una vez más en ese nutrido
seminario en la reducción de dificultades intelectuales a impedimentos
instrumentales: las primeras no se resuelven con más aparatos, ni más caros,
sino, en todo caso, distintos; eso, si se quiere seguir hablando en metáfora y
llamar “aparato” a una habilidad, es decir, a uno mismo. Algo que parece hacer
furor en estos tiempos, a saber, que al sujeto reducido a máquina le guste ser
tratado como tal, incluso por sí mismo.
Pues lo que quedaba y queda, inmutable, en cómo se habla sobre cómo
hablar, es el hecho de la enajenación; en este caso, de los científicos. Enajenación
respecto a su propia realidad y respecto a la de otros, que en buena medida
organizan; y de remate, respecto a su desempeño de tal papel. Enajenación
respecto a los medios con que producen, a su vez, conciencia enajenada de
difusión obligatoria en los colegios, unos medios que en efecto están en otras
manos, aunque confundir intereses de clase con “los Estados Unidos” sea
francamente poco científico; y enajenación, en especial, respecto al más
poderoso de esos medios, la lengua “natural” de cada quién.
No hablaré de la enajenación de los científicos sociales, los más insociales
de los científicos: la distancia entre lo que predican y la realidad de sus
relaciones sociales es una burla tan sangrante que sólo cabe ajustarle las cuentas
en verso, compasivamente arropada en metáforas, so pena de volverse muy
parecido a ellos. Pero la guerra de todos contra todos, la lucha sin cuartel por la
tajada delirante del prestigio o la tangible de la becaria; las palabras siempre
medidas y siempre a medias, el miedo a decir alguna inconveniencia y el eterno
mareo de la perdiz en frases descabelladas pero pagadas; el uso descarado de lo
común para amparar dichos y hechos dichos y hechos en nombre y beneficio
propio, de la impersonalidad del conocimiento para violar cualquier intimidad
y considerar de dominio público, es decir suyo, cualquier cuerpo ajeno; las
relaciones reales más enajenadas, en fin, de la comunidad de vida que es la
lengua, son el pan nuestro que cada día comen también los científicos de bata
blanca y aparatos misteriosos. Ahí, y no en los mapas geopolíticos, deberían
buscar el veneno que paraliza sus lenguas; ahí, y no en textos ilegibles que se
pierden en tratar de explicarnos que sintáctica y semántica son al cabo
incapaces de explicar por qué unas rayas son palabra, y acaban por revelarnos
la profunda verdad de que el sentido es el uso, mediante unos textos
producidos y distribuidos conforme a unos usos francamente bárbaros, que han
ido dejando por el camino cualquier vestigio de fraternidad para poder llegar a
hacer pública esa verdad de todos con su intransferible firma.
Pero calla, Pepe, que te pierdes. Eso de la fraternidad no es científico. Si
quieres ser oído, has de hablar en palabras reconocibles: hay que ser
pedagógico. Pues por lo visto, en ese seminario y en casi todas partes, ciencia y
profesorado son sinónimos; la pasión por ver y la pasión por enseñar conllevan
al parecer idénticas habilidades, inquietudes y estrategias, y el discurso que
busca sigue, qué duda cabe, idénticos pasos que el que guía.
Si se les muere la lengua, los científicos que creen hablar en castellano tal
vez podrían empezar por preguntarse cuál es el precio de esa tranquilidad
presupuestaria que les asegura no sólo cambiar de ordenador cada seis meses –
hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad-, sino de oídos cada doce, y
ordenados alfabéticamente. Ganarse atenciones, seducir a un auditorio de igual
a igual, ha sido siempre piedra de toque de un aspirante a paradigma, como
dicen los historiadores de la ciencia. Enajenados de sus pares, no sea que les
roben la idea, hoy los oyentes se los pone secretaría, y la atención, las actas de
Damocles. La vinculación de docencia e investigación afecta así a una de las
condiciones esenciales de producción de sentido, el continuo recordatorio a las
palabras de que su sentido depende de otros que pueden hacer oídos de
mercader, o de editor. El lenguaje de los científicos está enfermo de trienios, de
seguridad encadenada a una manera de hablar que les ganó un púlpito, y con
ello, el acceso garantizado a la materia prima esencial de la conciencia, de la
ciencia con otros: los otros. Porque los hábitos de una docencia enajenada no se
cambian con “turnar un suich”(sic, de un manual de formación profesional) al
salir del aula; ni siquiera un cerebro de científico puede. Enajenados de una
comunidad de vivos y muertos igualmente ausentes de sus concilios, reclamar
los perdidos favores de la lengua es querer ser el elegido por alguien a quien se
le niega capacidad de elegir: definición krausiana de marido o de sabio titular.
Si el castellano de los científicos que pretenden hablar en castellano se
muere, como el inglés o el alemán, tal vez podrían empezar por evocar un país
de inviernos sin salida bajo un callado vuelo de cornejas, donde verde y piel
desnuda son un breve presente inapreciable; aquel país de luz inmensa y de
tomillo que al asomar en el tiempo y darse un nombre escogió por divisa “nadie
es más que nadie”. Acaso la palabra que buscan, la palabra con sentido y con
latido, empieza en la conciencia de la muerte asomada también en otros ojos
que no conoceremos, en los que no obstante quisiéramos salvar las cuatro cosas
que en el tumulto de los días y los actos llegamos a atisbar enteras y calladas,
sin doblez. Aquéllas que nos merecieron la pena de abrir en nuestros rostros
heridas como labios por darle nombre y duración a lo que nos diera, por un
instante, certeza de ser mundo y parte en el milagro.
Si el castellano se les muere, si la lengua muere hoy en tantas lenguas, tal
vez podrían preguntarse qué buscan en eso que llaman la naturaleza, qué
pintamos los demás en ese cuadro que quieren enseñarnos y que su modelo
para nada necesita. Dejar de suponer por un momento ignorancia detrás de los
silencios, cobardía detrás de las ficciones, impotencia detrás de las renuncias.
Eso de que han elegido hablar y llamar naturaleza, en la fantasía de dominarla,
no necesita en absoluto de lo que se llama hombre, ni de cuantas perfectas
imágenes de ella pueda hacerse: si acuden a la palabra para tejer humanidad en
tiempo, si invocan en su ayuda a los millones de vidas idas como ecos secos
para jugar una vez más a los nombres y las veces, tal vez debieran empezar por
recordar la impotencia de la memoria para resucitar una sola sensación, y la
distinta sabiduría que hay en aceptarla.
En nombre de otra cosa que esa insensata fraternidad en lo fugaz que,
pese a todo, se intenta, frágil patria sin mapas en el tiempo; en nombre de otra
cosa que ese amor, tan mal visto en las iglesias de los vivos momentáneos que
su simple mención, ésa sí, cierra para siempre las puertas del sagrario
presupuestario, podrán nacer bonitas frases y fórmulas eficaces: la sencillez
aterradora de una ecuación, un verso o una melodía que un día escojan por
hogar millones no nacidos o uno solo, eso le será siempre negado a quien no se
haya lanzado solo, ante el vacío luminoso y atroz de un horizonte de rastrojos,
pese a todo, a la palabra.
Pero calla, Pepe, que te pierdes. Que nada de esto es científico, aunque
Kepler descubriera su tercera ley por oír cantar a los planetas y no por publicar,
aunque fuera en latín. Y además, si enajenados así de sus semejantes, de sí
mismos y de la naturaleza, si han perdido todo lo que era suyo y resultó ser
nada, les queda la palabra; siempre que dispongan de un buen banco de citas.
*
Y ahora vendrá un metalúrgico del Ferrol y preguntará airado “¿Y qué
coño le importa todo eso al proletariado?”.
Reconforta mucho que también haya un lenguaje apropiado para ser
desposeído. De cuanto cabría decir, sólo se me ocurre una cosa, y para colmo, la
dijeron también Marx o Jesús el de Nazaret: sólo quienes no tienen nombre en
una historia que es hasta hoy discurso ajeno y roto están en disposición de
embarcarse a crear uno en que acaso quepamos todos. Sólo quienes no tengan
patrimonio ni sentido que salvar tras los muros de aire de una identidad, de
“proletario” por ejemplo, están en disposición de averiguar dónde nacen los
nombres todos, donde puede aún ser ya todo, y deshacer el hechizo del poder
ser petrificado en ser del poder. Ése es el momento sin instante que a nada insta
y lo ofrece todo. Ése es el lugar sin sitio en que nace el verbo, allá donde dos se
reúnan en un nombre sin otra regla que el encuentro, sin más principios ni más
fin que el presente así ofrecido. Llamémosle anarquía, si queremos: con tal de
no volvernos, una vez más, hijos de nuestras criaturas y esclavos de nuestros
nombres.
***
“Defenderé la boina de mi abuelo”, ¿de dónde diablos ha salido eso?... ah, ya. Es
este texto, que me hace recordar aun fuera de horario laboral. “Defenderé la casa de mi
padre”. Eso lo he oido yo en la prehistoria, en las calles de la prehistoria de esta historia
de traducciones, interminables, del mono de sueño en sueño. Mi abuelo era chato y hacía
versos. Aprendió a leer de pastor como Miguel Hernández, en los papeles de envolver el
bocadillo, y estuvo en Porlier: como Miguel Hernández, sólo que él sobrevivió, y como
yo, sólo que yo con cartera y pantalón corto, años después, cuando las espadas se
tornaron en arados, y las bestias de tiro, en conductores y caudillos. Tanto tendría que
contar de él en mí, que aquí me lo defiendo, aunque fuera galicismo, que no lo es. Si vivo
en castellano es por aquel señor arrugadito que andaba por Madrid con boina y sin
fashion, pero con la lengua de Manrique en las entrañas y la historia de España en las
arrugas. “Defenderé la boina de mi abuelo…” No señor, lo que había dentro.
Y eso hago.
*
Ah, ¿que no se valía? ¿Que el amor es redondo y no conoce sentido?
Pues hale, otra vez dirección al oriente con calzoncillos y libros
en el
portamaletas. El pobre Din, que tampoco sabía griego, no entendía nada y
desapareció un día de su nuevo paraíso, éste en que aún hoy habito. Espero que
donde esté no haya cemento por todas partes. Ni ladrillos inacabables.
Posiblemente no haya experiencia como traducir a un filólogo a otra
lengua, como no sea hacerlo a la suya. Su enfermedad profesional es la
intoxicación verbal crónica, con secuelas entre las que son frecuentes sordera y
trastornos respiratorios que podrían acabar en coma, aunque no suelan hacerlo.
Pero en fin, la ciencia tiene su precio, y sarna con plus no pica. Así un ilustre
filólogo alemán de cuyo nombre no quiero olvidarme. Al cabo de ciento y pico
de páginas sobre la estética del idealismo alemán en que “historia” y
“naturaleza”, con sus derivados y consuegros, aparecen al menos una vez en
cada media página, es decir, cuando se supone al lector y no digamos al
traductor suficientemente ebrio para que de las palabras sólo entienda ya el
ritmo, o por mejor decir, el sonsonete, se ve que se le bajó la guardia y dejó caer
lo siguiente:
“...pero no históricamente, naturalmente, sino mediante el recurso a la
naturaleza...”
La historia, como es natural, acabó en que el traductor recurrió a un viejo
artificio y le salvó la cara al autor poniendo el… bueno, el término adecuado,
una vez más. Pero como tratándose de dialéctica la historia es interminable,
naturalmente, meses después aún le cayó una perita en dulce, traducir el índice
de términos. Porque claro, tratándose del señor Pino y del señor Chelín, no se
trataba de cuatro paginitas de nombres propios, sino de 22, en letra pequeña,
para un texto de 240.
Se hubiera despachado el asunto fácilmente poniendo tras cada término
“en casi todas” o “una sí y otra no”. De cien páginas sobre la poética de los
géneros literarios, por ejemplo, ¿en cuántas puede aparecer la palabra
“género”? Tranquilo, se lo digo yo: en 73. ¿Y “poética”? Pues en 87. Por no
hablar de “literario”, “épico” o “idealista”. Conque el índice de términos se
vuelve utilísimo. Seguramente no para el lector cuerdo, quien termina antes
leyéndose el libro que para eso se ha comprado. Pero sí para el profesor
universitario que, como no lee, cita; y si no hay otro remedio y no le da la cita
hecha algún tercero, va derecho al culo de los volúmenes a buscar esa
decoración del papel que le es históricamente connatural, naturalmente,
hablando en metáfora.
Sin mencionar que se trataba de filosofía, donde la utilidad de un
término desgajado del discurso, si grande siempre, se vuelve máxima
tratándose de dialéctica, que como es sabido es esa clase de lógica según la cual
todo término se entiende por lo contrario, y ninguna página de la historia antes
de llegar a su reverso. Conque el índice en cuestión debería verse al menos
multiplicado con el uso de algún subíndice para señalar las diversas apariciones
de idéntico término, históricamente distinto, naturalmente, según en qué
momento de la misma página, junto con sus contrarios; éstos, quizás, con el
signo menos, que convendría entonces distinguir de alguna forma del guión. Y
como el movimiento del concepto no se detiene, y la marcha triunfal del
espíritu obsoleto multiplicaría exponencialmente términos antitéticos que
cotejar para entender los téticos, la editorial tendría un magnífico volumen de
setecientas páginas para una colección de bolsillo ancho, y yo, trabajo para
varios años por el precio de una semana laborable de fontanero, con suerte.
Pero no.
Y además, no era de ese grave asunto de lo que quería informar a la
posteridad, que como su nombre indica es algo así como el índice de términos
de la Historia, y por tanto ya conocerá ese infierno de propia mano, por
definición. Sino de una nimiedad de procedimiento. Espero que el lector nunca
tenga que hacer uno de tales índices, “aunque ahora, con el busca del
ordenador…”: en un periquete, efectivamente, siempre que uno tuviera el texto
alemán en alguna forma susceptible de meterse por la ranura. Pero mientras la
letra de casi todos los contratos exige ya del traductor que presente el texto en
soporte magnético, a la editorial no le impone siquiera la obligación de darle un
original impreso, para que el pobre hombre tenga algo que leer mientras
traduce. Aunque suelen hacerlo casi siempre. Así es que, en soporte magnético,
tanto menos. A lo cual se junta en este caso mi insuficiente preparación para los
puestos fijos, ésa que me hace traducir la misma palabra aquí por joven y allá
por mozo según quién diga qué, a quién, de qué, quibus auxiliis y demás
antiguallas, que no pueden sino perturbar esta epifanía informática de la
identidad en la diferencia de carné, esa errata de carne admitida y aun así a
regañadientes por la Academia hace ya tiempo, cuando Friné.
A poco que el lector haya buscado a máquina un término en un texto,
entenderá que con tal densidad de sublimes, espíritus y absolutos, superior
incluso a la de un seminario sobre el seminario de Tubinga, lo infinito y sublime
sea la felicidad de toparse no con lo absoluto, sino con una vasija o el mausoleo
de Halicarnaso, o incluso el nombre de pila de algún Schlegel. Hitos
inolvidables, milagrosos jalones de sentido con que orientarse en una historia
insensata, naturalmente, históricamente hablando; pues al final su sentido se
descubre cita de lo absoluto allende la última página, acabado el discurso que se
demuestra entonces superfluidad imprescindible, a la salida del jocundo
currículí curriculá planetario con apellidos.
Sí, ¿qué sería del pobre buscador del absoluto sin la vasija de un nombre
propio? Perdido en un desfile milenario de palabras siempre iguales, a saber,
negras, donde lo infinito aparece a cada línea, mientras que vasijas o
Halicarnasos sólo hay uno de cada. Puede que éste sea suficiente veredicto
sobre el valor del idealismo, de su estética, de la confusión entre magnitudes de
las palabras y de las cosas, y en fin, de esa gran casa del padre con tantas
estancias a la que sus internos aún llaman cultura. Ahí fuera, se ha abierto esta
mañana el botón de la rosa amarilla.
*
Según escribo esto advierto, perdón, devengo consciente, de cuánto les voy
debiendo a mis animales. De lunes a viernes me enseñan a hablar en alta voz y no entre
dientes, sin testigos, sólo ante esa cuenca azul sin niña, sin un ojo de nadie siempre
mirándote, el de ese sagrado corazón, ¿estás haciendo algo importante?, es que se ha
acabado el desodorante. Y las páginas lo notan. Y de sábado a lunes, me enseñan a callar
para no ofender a mis semejantes hablando solo y no con ellos. Sí, creo que les pondré lo
que ha quedado del pollo.
*
“…mirando a representar los grados medidos en Laponia, Francia y el
ecuador, supuso que la Tierra es un esferoide de revolución en que el aumento
de los grados de meridiano desde el ecuador a los polos es proporcional a la
cuarta potencia del seno de la latitud; se encuentra que esta hipótesis no puede
satisfacer el aumento de gravedad desde el ecuador a Pello [¿hay algún
vascuence de referencia, cuyo centro de liviandad u ombligo oficie como
medida de todas las cosas, sicut Protágoras dixit?], que según las observaciones
es igual a cuarenta y cinco diezmilésimas de la gravedad total, y que según esa
hipótesis no sería sino de veintisiete diezmilésimas.”
Ejemplo de notas insertas en el texto durante el trabajo para sobrevivir a
él, y habitualmente suprimidas con el mayor de los cuidados antes de enviarlo a
la editorial. Salvo en ocasiones en que han estado a punto de colarse, de no ser
por la intervención revidencial de un amigo. A este respecto quiero hacer una
confesión: desde hace años introduzco en todas mis traducciones una errata
inocua pero significativa, quiero decir, que produce otro sentido no más
insensato que el original pero sin hacerlo irreconocible, como piedra de toque
de los cuidados editoriales. Y he de decir que sólo una de las empresas para
quienes he trabajado me ha pillado y corregido sistemáticamente; y son doce, si
no echo mal la cuenta.
Y no, no pienso ponerme a señalarlas ahora. A lo mejor es un aliciente
para la lectura en los colegiales, que siempre han sido muy cabrones, y me gano
una subvención a la cultura por una letra, ya que por quince mil páginas no
dan.
*
Cuca la gata rabona ha desaparecido. Lleva dos días sin venir. Para hablar como
Nietzsche hay que saber morir como un gato. Mi abuelo tuvo más suerte. Lo último
humano que hizo su cuerpo fué pedir agua. Por media hora, yo estaba allí para dársela.
Los animales aparecen de la mañana, están, desaparecen en la luz y los mil
ruidos. Que continúan. Atroz, de simple. Me devuelven la medida de la distancia que
nos separa. Esta pena es sólo humana. Los otros dos gatos siguen comiendo, jugando,
arrimándose para ser tocados. Rita come sin más en el comedero rojo. El pompón negro
que revolvía el café con leche de la mañana es sólo mío. Ha pasado al reino de lo que no
es posible acariciar otra vez. Con mi madre, con la juventud, con la vida. Humana.
Para hablar como un fascista hay que saber morir como un perro. Que no suele
ser el caso. Los fetiches de la naturaleza, de la acción allende las palabras, de la sabiduría
de la sangre y el suelo, acaban, por lo visto hasta ahora, pidiendo un médico, rezando un
padrenuestro o berreando simplemente mamá. El heroísmo de cartón, el mundo vuelto
fin de guateque y la falla del Viva la muerte se desploman cuando la muerte les toma la
palabra y exige ser vivida en primera persona. Sin el artículo determinado de la
determinación y el coraje popular, colectivo, anónimo: esta muerte.
Pero hay que actualizarse, ¿quién ha oído a estas alturas hablar de D’Annunzio?
Las conclusiones de un curso de expresión corporal, de ésos que se anuncian con
palabras, deberían incluir la nomirada del gato que me encontré al pie de los cristales de
la terraza en La Casa del Abuelo, después de quince días de ausencia. Un gatillo joven,
oyó, olió, vió humanidad, ese lujo del mundo donde hay regularmente comida, agua y
calor, y entró. Entró en la casa del hombre sin conocerlo suficientemente. Sin saber
nada de los ritos de la semana, el trabajo y las ausencias. Sin saber lo que significa el
ruido de una llave: la lenta agonía de la misma hora sin salida, una vez tras otra, con
luces distintas que se repiten, sin traer nunca agua, agua, agua. Vagando cada vez más
nada por habitaciones oscuras, repletas de objetos temibles y mudos, y secos como grifos
asomados al vacío. Estaba tumbado, con las patas de alante recogidas junto al morro,
imposible desdoblarlas. Tripa arriba, con los ojos abiertos y vacíos bajo el cristal. A unos
milímetros de la vida, incomprensibles, invisibles, infranqueables.
Para renegar del pensamiento, la compasión, la memoria, hay que saber morir
como un perro. El fin de la historia, la derrota del pensamiento, todo ese perrismo con
nombre griego pero sin tonel, bien nutrido y bien pagado, no merece ni el esfuerzo de
desoirlo. Es parte del decorado de televisiones ciegas para lo cercano como los retóricos
de la escena de arcos triunfales, acueductos, Trimalciones, putas y gladiadores. Y durará
lo que ella. No es problema mío, o en castellano actual, no es mi problema.
Frase ésta que yo sólo podría emplear si acaso, precisamente, con lo que asoma en
los ojos vacíos de un gato muerto. Ése sí sería mi problema, el único, el problema de mí.
Pero la confusión de problemas con desgarros sólo puede acabar disfrazando de enigmas
las heridas, de misterio la luz, de insondable la superficie. Y no estoy aquí para
manufacturar koanes.
Estoy ante un cristal, sin hallar salida, pero distinto. Ante las letras maqueta del
mundo. Buscando hace años tangentes por que salirme de este limbo suspenso. Entre
prosa y poesía, entre géneros, entre hombre y mujer, entre sagrado y profano. Entre
contradicciones que no son tal porque una de las partes no habla, muere de sed ante
cristales transparentes e infranqueables. Sabiendo que tangente es lo que toca, pero una
vez sólo; que no hay aquí trigonometría que valga, porque las veces no son ladrillos, sino
piedras, y no se repiten. Que no es método ni estilo lo que busco, sino aire.
*
VI
POESÍA, ERES TÚ... ESTOY OCUPADO
No sé si besar su boca color de rosa puede ser una experiencia religiosa,
que decía aquel majadero, como no sea la de abrazar el ateísmo, y perdida toda
fe y toda esperanza en el género humano, reservar la caridad para las
audiencias del majadero. Sí sé que entre poesía y ritmo hay un ombligo de
cuerpo entero; no de boquilla, a lo mejor era eso lo religioso de su experiencia
besuquil, el voto de pobreza obligada. Y que esa identidad es lo más cercano a
un milagro que he vivido; sin coros ni rever, como una gata resucita de la
angustia entre las hojas. Ni sé de otros textos a que convenga respetar tanto en
su literalidad, como no sea eso que algunos creyentes llaman el poema de Dios,
con sus pajaritos, sus mosquitos, sus gonocoquitos y demás cabroncetes.
Quiere esto decir que hoy, cuando gracias a la genética los huevos van a
criar pelo y a hablar los alcornoques, novedades indiscutibles ambas, la
traducción poética es un infierno para angelitos suficientemente preparados al
medro sin medida, o el…¡¡lo va a hacer, otra vez no!, ¡este tío no tiene medida!...
o el metro amedrentado, sí, ¿qué pasa?, estoy en mi casa y me retuerzo los
retruécanos con lo que quiero; por ejemplo, con saber cuándo son pura
cohetería y cuándo iluminan en la noche algo. Por ejemplo un paisaje de vates
con faltas de ortografía a falta de un porrazo a tiempo en la cabeza, y con falta
de tiempo que perder en una vocal porque en el círculo de bellas partes sacan a
las siete los canapés. Pero todo con mucho sentimiento, hasta los canapés. Hace
meses que una traducción de Trakl comparte el destino del despertador, dormir
en mi mesilla el sueño de los justos justos, mientras despierto allí al lado, sílaba
a sílaba, trato de señalarme en el tiempo senderos a mi injusticia preferida: más,
más de lo mejor, hasta sobrarse.
Pues así como la confusión de democracia con vulgaridad es fruto de un
cruce incontrolado de lenguas, y la de sus cabecillas y administradores, de uno
de especies, la de poesía con literatura es fruto de un equívoco en torno a lo
justo. Y esta vez no dirá ningún culto que me salgo del tema, pues más clásico
no puede haberlo; si hasta parece el guión para una barbacoa nocturna en el
adosado de Aristocles, reunidos en convivio al amor del amor de Sócrates,
bastante insaciable e injusto en los repartos, pásame otra tajada, que sigo
hablando.
De mozo, cuando le robaba a mi hermana aquellos tres volúmenes
bilingües de La República, lo hacía por fastidiar a mi hermana y al mundo, que
eran una democracia orgánica en que no me dejaban meter mano, y porque El
Abuelo era republicano. Pero el caso es que, ya robados, al menos me los leía.
De las páginas de la izquierda no entendía nada, pero me fijaba mucho; y de las
derechas, creía entender un poco, aunque mal, según se fue demostrando luego,
conforme fui estando insuficientemente preparado. Por ejemplo, un buen trecho
de adolescencia estuve convencido de que eso de politeia era de donde venía y
en donde se practicaba el politeísmo, que en consecuencia era rendir culto a la
polis como un dios más por su justicia al admitir a todos. ¡Eso era democracia!,
y no la ducha de mi casa, donde las ninfas de la familia no admitían a este
diosecillo cuando se encerraban a rascarse la mugre.
Y se me antoja que en ese cuadro ya estaban todos los elementos
esenciales de la poesía, de la literatura, y de sus confusiones reflexivas y
recíprocas. A empezar por lo de “ya robados, al menos me los leía”, que se
aplica sin cambiar una coma al uso de cualquier término en cualquier lengua.
La otra era haberlos tirado y borrar las huellas del delito, como si el misterio
estuviera en delito tan común y no en las huellas. De ahí a lo que la poesía tiene
de expiación, y la literatura, de espionaje, no hay más que un par de erratas.
Pues resulta imposible explicarle a un mirón qué hay cosas que no se
miran ni se tocan en público. En la antigüedad, las diosas te echaban a sus
perros o te dejaban ciego si fisgabas en el baño; por desgracia, hasta ellas se han
civilizado. Pero sigue siendo cierto que mirar el cuerpo cara a cara es
profanación que conlleva su pena. Y explicarle a un fisgón cuál sea la pena, y
por qué la merezca eso que llaman poesía, exigiría que de un edificio oficial el
mirón mirara las macetas sedientas antes que las banderas, o la meditabunda
inclinación de las colillas en un rincón de los pasillos; que en una conferencia
sobre métrica sefardí oyera, por un resquicio en la sólida argumentación del
ponente, el gorjeo toledano de un gorrión que acaba de encontrar un charco; o
que en un arrebato de inspiración ante la belleza de la musa, finalmente
desnudada, oyera campanas y supiera dónde buscarlas en lugar distinto de sus
pechos. Por ejemplos.
Porque literatura, me decía yo mozo ufano de mis descubrimientos, es
latín y viene de la letra, y poiesis, griego, y viene de… eso, del espíritu, que aun
traducido a la lengua del imperio y de la iglesia sigue sin desfilar en renglón y
siendo lo contrario de la letra, jadeo y aliento, y soplando por donde quiere,
mayormente por la poiesis. Inexperto mirón, me faltaba por descubrir que el
sitio del espíritu está en la letra. Sólo que hay que sacarlo, para lo cual es
imprescindible haberlo metido. Ya que las letras, salta a la vista del mirón
experto, consisten en lo esencial en un agujero, y en unas delicadas curvas que
lo envuelven y lo bailan y lo modulan en mundo, a condición de que les metas
ganas, eso sí.
Mientras que literatura, como su nombre indica, es monástico rigor de
catre sin espumas. Vulgo tumba. A diferencia de su nombre poético que suena a
bosque y rumores, el lecho, la litera cruje a esfuerzo y reenunciación, a aparejo
de ferroviarios y guerreros, de cuerpos forjados para afrontar muchas
impresiones sin deshacerse en ninguna. Como una lápida, que es el prototipo
de letras y literas duras y duraderas. Está claro pues qué va a preferir el mirón
de entrada, la que le vedan: el bullicio de fiestas lejanas. El final de la frase, los
gritos de alerta y los ¡cuidados!, es otra cosa. Le falta por descubrir que no, que
su frase de mundo es una sola parábola, sólo que hay que describirla entera
para poder haberla descrito por partes; como el espíritu no es otra cosa que las
letras, ni otra de ellas, sino otro entre ellas; ni el alma otra cosa que los cuerpos
ni otro de ellos, sino otra entre ellos.
Que quiere decir, literariamente hablando para que se entienda, es decir,
saliendo del cuarto de baño y el reino de las pieles como vapores, donde no hay
dios que agarre nada, que no es juicio de valor la afirmación de que no hay
poesía literaria, y de que si hay literatura poética es por un milagro, el mismo
por el que hay gestos poéticos, momentos poéticos, edificios poéticos aun con
banderas en la fachada, y mucha colilla poética por las aceras, e incluso, porque
al milagro no hay nada imposible, textos poéticos.
Que no es juicio de valor, insisto, como en entrar al cuarto de daño a
pesar de los años. Intenta ser descripción del inexorable descubrimiento de todo
mirón honesto, a saber, que su frase como su vida es una, aunque se subponga
dos géneros para sostenerse, e incluye este lado de la cerradura tanto como
aquél; que las presuntas mutilaciones por las que a veces una vida entera se
amarga añorando, temiendo y destruyendo lo que le falta, hasta hacerlas
ciertas, lo son tanto como las presuntuosas dotaciones de un patrimonio que es
herencia no ganada y por tanto robo, sea genético, financiero, o semántico, que
como bien sabía yo de mozo viene de igual parte que semen, y se derrocha y
agota del mismo modo en animaciones y fantasmas, y no en cuerpos sólidos de
los que dejan huella. Vamos, para que no parezca que me quiero llevar a nadie
al diván: que en esto pasa como con los de mi pueblo, a quienes tan difícil es
explicar que gozan de un patrimonio de valor incalculable, más escaso cada día,
por el que otros matarían y matan: nada, luz y viento, eso. Espacio en que vivir,
aunque eso no sea vital como creen otros. Sitio en que aún ha lugar el culo
inquieto de la vida.
Lo que quiere decir que el Pajarito sabía lo que se escribía, y que las
fiestas lejanas en el círculo de bellas partes y los gritos de cuidado en cualquier
arcén o cualquier trinchera van en el mismo lote, justo y cabal. Cosa que no
estaría mal recordar por esos altavoces tan eficientes en que los viernes de la
juventud buscan escondite de un silencio de encinas que les rodea en los
huesos. No al acecho, ni tan siquiera a la espera: en donde siempre ha estado,
en su sitio. Donde ha lugar.
Donde no ha lugar es en un laberinto de actuaciones donde se grita
acción para fingir pasiones, en una factoría de actores hechos, a guión y
manivela, de orgías, que en griego es acción, producidas, que en latín es hechas,
en cadena, que en castellano es lo mismo que en latín y en arameo: un trazo
pendiente que al final con un tirón señala al protagonista que ha llegado el
momento de rubricar, con la suya, la puntual evacuación de los sobrantes en el
recto y honesto metabolismo de un escenario de encinas, sin prisas como sin
pausas para devorar palomitas. Donde no ha lugar la poiesis es en una politeia
tan dotada para las letras de cambio que pretende haber agotado a mamá
naturaleza en todos los suyos, por todos sus agujeros, a máquina frenética,
hasta que a ella se le hinchan los ciclones y los imperios se le arrugan de
repente.
Pero creo que me he confundido y me he vuelto a meter en el cuarto de
daño de las señoras. Ustedes perdonen. Ya mismico me voy a mirármelo donde
me toca.
En lo justo.Tan justo que a ellas siempre se les queda corto. Me refiero,
traduciendo que es mi oficio, al significado y a las formas, al sentido y los
sentidos, al patrimonio semántico por una parte, y por la otra, a la rítmica
acumulación de sentidos despiertos por el vaivén de la sintaxis en el tiempo.
Era difícil que a Platón, aristóclatico ya desde que lo bautizaron, se le pudiera
ocurrir que alguna vez en algún idioma justicia y aprieto hubieran de compartir
lecho literal en un solo término, y ni aun ahí holgados, sino justo justo. Pero es
que Aristocles, poeta de nacimiento, se dio luego nombre y vida nueva de
propia boca cuando la frase del tiempo le llevó ante ese lugar oscuro en que
unos hombres pueden obligar a otro a darse muerte de propia mano. O a
excavar en las cavernas del dolor sin palabras para que otros se hagan la vida
más salada, graciosa y postantigua. Es decir, cuando las alas del amor que
gráciles arrastran a los seres formados de materia hacia sus aéreas formas se
tropezaron con el pollero. Con la carnicería prosaica de la Historia.
Pero es que por la lengua de Platón aún no habían pasado oscuras
figuras con la luz siempre en los labios y los sótanos del pecho atestados de
tinieblas y fantasmas. Prometiendo el reino de los cielos a los justos, ni uno más,
y con el taco de entradas contadas a buen recaudo en la taquilla. Entonces, allí,
la lengua descubrió entre marchas imperiales lo que es el andar justo. Claro que
luego se le volvió a olvidar, en cuanto le regalaron un teléfono móvil para
hablar sin pensar, sin medir las palabras, que hay de sobras las que quieras. Y
ajustarse dejó de significar acordarse, porque con el teófono móvil regalaban
memorias sustraibles sustraídas a los muertos. Y una expresión ajustada dejó de
ser fruto del trato entre dos, vivos o muertos, presentes o ausentes el uno o el
otro, para convertirse en sumisión ante un tercero anónimo que ni lo uno ni lo
otro.
Y en ésas estamos. En un protestantismo católico y global, donde por
justo se entiende evitar el pecado capital, derrochar capital, hacer presentes a
otros sin cobrar peaje: espiritismo, en los bancos, que soplan por donde quieren
cuanto quieren, también lo había avisado el Pajarito. Donde evocar a los
ausentes para oir con los ojos a los muertos es poesía, ah sí, esa sección, al fondo
a la derecha, al lado justo del retrete, que el injusto está ocupado a perpetuidad.
Donde poesía es una especialidad más de la prosa global que lo sopla todo,
hasta la poiesis, porque la piel azul del espejismo que rueda en la noche lo
aguanta todo y nunca va a reventar. Donde la traducción poética es un infierno
para jóvenes harto preparados ya para difuntos, a quienes se ha enseñado que
no es justo perder el tiempo de ocio en ocupaciones ociosas como trabajar. Que
el trabajo, lo justo. Que ajustarse a lo ajustado en el contrato. Y que hasta
sobrarse, lo justo. Así resulta un tipo humano que se sobra que es un justo, no
hay más que verle la cara, y no se necesita, y se despacha cuanto antes, al precio
históricamente justo, naturalmente. Para ir a por lo que cuenta en esta historia,
mira por dónde, siempre lo que le falta, eso justo.
Pero a ver quien le explica a un adicto a las toallas de regalo de alguna
caja de ahorrores que todo regalo es injusto, aunque sea en dirección a su carnet
de identidad y no a la inversa. Que un presente es un regalo en castellano, y por
tanto siempre injusto con quienes ya no pueden gozar de la delicias de este
guateque global; aun cuando sea bien dudoso en ciertos casos que aceptaran a
cambio tal presente envenenado, lo sé por ellos mismos de viva voz, porque en
la paz de estos desiertos converso mucho con difuntos. A ver quién le explica a
uno que ya tiene título que sólo le falta la novela. Y a ver cómo le explicaba yo a
la editorial que las últimas veinte páginas de lo ajustado en el contrato, “Mi
Fausto”, el del Pajarito, estaban en otro planeta y hacía falta primero ir hasta
allí, que lleva su tiempo, es decir, el mío.
Pues tradúcelo en prosa y a correr. También tú…no, si tienes razón, pero
chico, qué le va a hacer uno si es un vicioso; no te preocupes, que te lo mando
en unos días; pero es que ¡me gusta tanto verlas por la cerradura! Como Degas
a sus bailarinas, o el Pajarito a sus palabras. Antes de salir a escena en
alejandrinos, tan ceñidos y tan monos, que les sientan tan bien a los demás,
aunque un poco prietos, anda, abróchame aquí detrás que no me llego.
¿Tienes prisa?, si quieres nos vamos. ¿Prisa, yo?, no, eso Polanco. Es que
como te veo todo el rato dándole a la mesa con los dedos… ¿tienes frío? Se dice
tabalear, y no tengo frío, estoy contando. Y así quince días. Veinte. Un mes.
Pero Pepe. Cómo eres, Pepe. Ese es mi amigo Fernando, abogado,
porque a quién recurrir mejor que a un abogado cuando se trata de lo justo.
Aunque sea en verso. Aparte de que le conocí leyendo libros que no entraban
para examen, hace mucho, en las calles de la prehistoria de esta historia de
palabras. Donde los silencios inefables. ¿Y estarías dispuesto a pactar el
asonante? Una avenencia pacífica, te puedo asegurar que es lo mejor en estos
casos. Yo sí, dispuestísimo; lo malo es que él no se aviene a razones. ¿Y no
puedes despedirlo? Sí, claro, ¿y a quién insulto en el espejo?
Dos meses. Bajando hasta el estanco en busca de tabaco. Andando por la
acera a paso de Alejandro. Cortando las patatas cual pérsicas cabezas. ¿Me
pasas la ensalada? Aquí va ya aliñada. ¿Por qué no paras quieto?, me estás
poniendo negra. Porque si paro ahora el pastel se desintegra. Insoportable. Trae
quien juega en su pecho secreta su jugada, mas ve en triunfo y derrota vanos
lances del juego, ¡te dije que le echaras un ojo a la empanada!, sólo sabe que
corre por sus venas el fuego, ¿y ahora qué comemos, una rima albardada?, sin
querer otro bien que su vida inflamada, ¡o acabas esa mierda o me voy a una
pensión!
Naturalmente, históricamente puede encontrarse la afirmación de
reconciliabilidad o síntesis posible entre la prosa profana de la historia y la
epifanía poética de lo sagrado en numerosos textos de solteros. O divorciados.
*
Muy irónico, muy elegante, muy nauseabundo con tus gracias. Pero ¿quién te
hizo oir tus versos en otra voz que ésta consabida y que te aburre? ¿Quién te forzó a
recordar que además de la voz quebrada por la queja está el canto redondo del verso y los
ríos del verano? Una mujer. ¿Quién se reía de tus “relámpagas”de lenguatrapo?
¿Quién te enseñó a afilar un lápiz aunque no hubiera sacapuntas?¿Quién te llevaba de
la mano por el cuaderno de caligrafía?¿Por quién escribiste los primeros versos que
recuerdas?En lugar de sacar la agenda del bolsillo y llamar, eso te lo recuerdo yo. ¿No
deberías estar en otras páginas y lugares que tú ya sabes, haciéndote preguntas no tan
resultonas? De las que no resultan, causan. Ya va siendo hora.
*
Pero el caso era…
El caso es que mi corazón de poeta, tras la bajada de precio de clinex y
petardos, aún sigue añorando esas horas perdidas en burlar cerraduras
imposibles, retorciéndose indeciso las manzanitas de la discordia ante tanta
belleza sin saber cuál es aquí relámpago y no traca, cuál pañuelo en vez de
moco. Pero la prosa es losa, y pesa como un curriculum. Teniendo en cuenta
además el procedimiento habitual de asignación de trabajos de traducción
poética, que pasa por la cerradura de baños y alcobas directamente al sobaco y
sus feromonas tribales, los míos seguirán siendo solitarios placeres de mirón, y
retorcidos, que no vienen al derecho cuento, o enhiesto, de la historia.
Queda que de aquellos polvos salen estos lodos, y las gotas de la lluvia al
estamparse en la tierra siguen estremeciendo a otro cielo redondo, si insisten lo
suficiente. Y si una prosa que se deje llevar demasiado por el dulce meneo tiene,
como ésta, todos los números para acabar extraviada en el desierto pasillo con
una horquilla en el ojo del camello, a resultas de la justa ira lectora, no es
menos cierto que una prosa que ignora el momento vaporoso y sin hora de los
cuerpos es firme candidata al puesto de garañón.
Lo que sigo sin saber es por qué el Pajarito se ríe en su baño de charco
donde se mira el cielo.
*
La, por otra parte, autorizadísima Academia de la lengua tiene a veces cosas que
manda huevos. Por ejemplo, autorizar a suprimir el acento de “fue” argumentando que
no da lugar a confusión. Hasta que un pobre majadero como yo, que ni siquiera sabe
poner las, por lo demás, tan importantes comas, quiere un buen día empezar un cuento
triste, uno que hable de cosas queridas con el aura dorada de los cuentos, la de aquella
vez que se era, pero se fue. ¿O será que es fué?
Pero la cosa no se queda en la confusión de haberse ido con haber sido, que acaso
se reduzca a un problema de prisa al pronunciar la frase de la vida y tragarse algo
minúsculo, ese “eh” de la interrogación, la advertencia o la sorpresa en que está toda la
gracia del cuento. Aún hay más. Pues como érase que el majadero que quería escribir un
cuento dorado y triste como melocotones de otoño además era aragonés por nacimiento,
y hacía honor a la cabezonería proverbial en esa etnia, quiso conservar la fórmula
venerable, aunque cambiando su tonalidad para afinarla a aquélla su tristeza de otoño.
Y así fue, y fue y puso con toda corrección para empezar “Fuese una vez”: conque de
repente se encontró con que no sabía si su nostalgia de un pasado irrepetible se le estaba
tornando en expresión de un deseo incontenible, irse allí, donde fuese, pero que fuese,
otra vez. Es decir, en un pasado plus quam perfecto, más que acabado, que de tan pasado
resucitaba en forma de ansia, de semilla de futuro tal vez irrealizable.
Fuese alguna vez más despacio la Academia en sus cavilaciones, y más deprisa
en sus actos, y no dictaría semejantes veredictos. Atuviérase a lo que es competencia
suya, y no se vería uno obligado a establecerse convenciones que carecen de sentido si
son unipersonales. Porque el caso es que fuese una vez un aragonés, fuese quien fuese, y
quedóse en su empeño, y no se fue por ahí diciendo cualquier cosa, así fuese la más
autorizada del mundo, porque no quería decir sino una, ésa, la que fuese una vez y
ninguna otra, ya fuese antes, ya fuese luego. Y quedóse mirando un acento volandero
que el otoño quitaba y ponía alternativamente en las sombras de la parra, que ya
amarilleaba, mientras su gata le miraba y se acercaba hacia él sonriendo. Fuese por lo
que fuese.
*
A finales del siglo XX mi estimado Albert el de Tarazona se embarcó en
montar una revista en la red, Saltana, desde la Argentina, adonde las mareas
del mundo le habían llevado. Le mandé para un número algunas de mis
traducciones de poemas de Trakl4; el texto que sigue nació de este lance.
*
UNTER STERNEN
Traducen “bajo los astros”. ¿Y dónde si no? Se pone astro en lugar de
estrella, y ya está la poesía, que es un accesorio acoplable. Bajo los astros. Donde
se puede estar, en lo obvio. Por eso mismo: no puede ser. Ser poeta ¿no es
hablar desde el lugar imposible, inhabitable? Pero hablar aún. Por todos los
rincones del existir que jamás visitará la prensa. Muerte y sueño, ¿quiénes son
esas voces que han pasado? Ah, sí, eran Agatha y el señor Testa. Exploraciones
en los estratos de la carne. En el intermedio. En la ciudad perdida de Hurqalya.
Entre la extensión y la palabra, ¿en qué esquina abrirá Macdonald, cuándo, una
glándula pineal?
Cóncentrate. Tienes que hacerlo inteligible. Que parezca entenderse. Bajo
los astros es imposible. Demasiado dicho. Atestado de testigos el lugar del
suceso. ¿No estamos en el poema en el lugar imposible, en el canto de un duro o
del espejo? ¿No somos siempre entre? Tiene que ser “entre”. Además, está ese
erre que erre de persistir, en cualquier lengua. Argumento de niño irrefutable:
suena igual. Entreestre, unterster. Triquitraque del niño cabezota. Tersternen,
trestrellas. No, Niño Trakl no se estrellaría bajo la estrella sin liguero como un
guionista. Saldría de la escena despacio y del tiempo sin ruido. Sumido 1916.
Náufrago en un canto sin cara ni cruz ni vuelta de hoja. En un entreacto entre
estrellas sin telón y sin aplauso. Sin obra y sin teatro. Sólo la luna. Hermana en
turbulenta pesadumbre. La incurable gravedad de no ser Newton ni un pelma
checoslovaco. Chvesta chtuirmische chvermut. Umbre… hombre… urbe, urb
umbre, turbu dumbre. Más, no voy a poder acercarme. Como la luna. Hermana
4
Véase Apéndice III
distante, nada de lengua madre. Y Albert me decapita como no le mande algo.
No, ningún poeta se ha hundido bajo las estrellas. Ahí ya se está, de siempre.
Un trompetero, sí. Bueno, y Zorrilla.
¿Traducir bien? Si alguien pudiera saber qué es hablar bien, si se pudiera
saber bien qué es hablar, no habría versos. Nadie es tan masoquista. Salvo acaso
Góngora, o Breton. Mamólatras. Trompeteros de la venida triunfal del verbo: a
darse una vuelta por el campo de batalla y a callar. No se les habrán muerto
abuelos soldados en los brazos. Aún querrán creer posible la venida de algo
bajo las estrellas. Será que no han naufragado en adverbios demorados hasta
sustantivarse. Ensimismados. Que nunca se han sumido sin alboroto en carne
ensimismada. Es decir enajenada. En la soledad del testigo sin suceso. ¿En qué
diccionario viene cómo se dice eso?
¿Y cómo se dirá que no hay tercero? La lengua del traductor, bonito
título para un ensayo: lástima que de él resulte falsa la moneda. ¿Un tercero,
entre su palabra y la mía? Como entre el vecino y yo. Como entre ése que
escribe y yo. Ahí no hay movimiento alguno. Nada se desplaza, traspone ni
traslada del verso de Trakl al mío. Suponiendo que lo acabe de una vez. Hay
una ventana o una herida sin cuerpo que invita. A nadie. A quien se quiera
asomar a nadie por otro lado de la herida. Hay un paisaje que reconozco de
otras ventanas y otras heridas. Donde todos los caminos van a dar en negra
podedumbre. Como en Groddek: unter goldnem Gezweig der Nacht und Sternen.
¿Como ve las ramas el agonizante, encima o delante? ¿Y los caminos?... Dar
en… ni hablar. Ahí ya no hay nada que dar. Sustraer, de donde no hubo.
Necesito un des. Desbocar, no, eso los trompeteros. La agonía es otra cosa. Ahí
ya no hay palabras, ni bocas. Desembocan. Entmund, estaba claro. A punto de
sumirse entre Las Cosas. En la mudez del astro. Una cosa con casco asomada
aún a las palabras grandes como granadas. De fragmentación, tiquitaca, de
relojería. Desgranarse de carne sin labios desleída en fango. Desescrita sin
descripción. Desolada. Águilas sombrías. Hay que hubo soles sobre tantos días
desparramados, imparamados, hay el largo sueño de amar con otro. Hay que
todos vuelven a ser el sol. Estrella. Entre estrellas. Que se alzan al declinar las
veces y las voces en la pasta de fango ametrallado. Dolor de nietos no nacidos.
De abuelos muertos. De amaneceres rasgados entre dos miradas. Hay la casa de
locos de la Ciudad y la Historia. Donde las palabras alimentan los hornos con
rimmel de soifeliz. Cueste lo que cueste. Locura sonriente del redondo capicúa,
yosoy, que asesina porque no le pinchen su globito. Un sol. Una fiebre. Una
sílaba. Hay la gota que resbala por la frente hasta la almohada, que resbala de la
piedra en el espejo subterráneo. Hay aún el suceso mínimo. Que sucede a nada.
En las entrañas de la tierra, donde no llegará a haber llegado la voz jamás. Al
que nada sucede. Que anuncia nada. Hay la profecía más cumplida, la de
aquello que no sabe adónde va porque no va. Es caer. Es vértigo suspenso entre
piedra y espejo. Es la caverna en que se forja humanidad. Hálito sin boca.
Desembocado. Pálpito sin sangre. Descorazonado. Hay ese imposible lugar
desde el que se habla. Estrella. Entre estrellas.
Todos los caminos desembocan en negra podredumbre. Hombre, uno al
fin en que coincido. Y no está mal de ritmo para un cadáver. Aunque se va de
tiempo, ese desembocan. Entmünden, eso es lo que hacen los ríos, no le dés más
vueltas, que van a parar a la mar sin marcha atrás. Además, ¿por qué te jode
tanto no echar tu meadita? Ya está, desembocan. En unos tipos sin boca.
Caminos desbocados de locura humana a la que arrastran las palabras a
empuñar el higiénico botón y la pantalla sin churretón de tripas reventadas
para ¡para, para!. Oyes campanas y sí sabes donde, bribón: dan, dan, dan.
Todos los caminos dan en negra podredumbre, casi alejandrino, cagüen tal.
Pues desembocan ¿Y qué hago ahora con las hadas de las doradas enramadas?,
¿una orgía sodomita o un círculo de amantes de la ópera? Ya, ¿y qué hacen los
ríos de Manrique? Pondría dan, pero Trakl no es castellano. De esta tierra que,
en cuanto quiere algo, para señalar le tira un canto. En mi pueblo los caminos
dan, como flechas o balas o palabras. Pero no es tú, ni estás tú mientras escribes
a punto de meterte una jeringa de despedida sin pañuelitos. Tú no has tomado
el otro pasillo en esa encrucijada que nos sabemos. El atajo más corto para salir
de la barbarie, de este estado de sitio sonriente con patadones en las pelotas,
para. Es sólo un verso y ya es hora de que acabes, el pan nuestro de cada día te
espera ahí encima, alguna estupidez profunda para filósofos que no
desembocan. Vale, todos los caminos dan en negra podedumbre, pero tú no has
cogido aún el tobogán. Dejarse llevar al amar que es el morirse de risa con las
hadas enramadas, vale, sea: por las hadas, que conste. “Todos los caminos
desembocan en negra podredumbre”. Aunque ahí coincidamos todos.
Jerbstlichen… toedlichen, goldenen… ebenen: columpios partidos por
una coma o una detonación: el hombre sobre la tierra. No es raro que estemos
sordos, la verdad. La verdad que está en la superficie y es el fondo que no hay.
Que es el mutismo clamoroso y la espléndida ceguera, evidente en el ansia de
trasfondo y misterio y trompeteros. ¿Por qué ha de ser aúreo un prado, porque
en él le hayan pegado un tiro a un poeta? ¿No les vale con el dorado de la
barandilla del Círculo? Aisigue Vogue der Evig, aisigbogvig…olayelo alaola…
hielodelo… ¿Por qué no nos empezamos desde el principio, el balbuceo, la piel,
la oreja? Partir de lo entero y buscarle un mundo por partes, no partirlo para
que encaje en el consabido ¿Por qué ese afán de consabernos? O en su defecto,
que es el nuestro, ¿por qué no “en el callado rostro”?, ¿por qué siempre ante,
bajo, cabe los otros rostros?
“…de rojo…sin prisa… a diario…” Modulaciones. Modalidades. Lógica
megárica. Matices sin sujección ni sujeto. Ése ya vendrá luego. Los colores
llaman a cuerpo, los ritornellos a alma, los contrastes a rebato de espejo, de voz
tercera en que medirse. Qué deshacerse, en sextas y novenas, qué desleído,
quién, entre líneas en todas direcciones. Qué final cosecha de húmedos despojos
entre las redes del aire. Donde quiera el sol que pesque alguien.
¿Y por qué no les cuentas mejor algo del modernismo? Quedas muy
sabio, y además no afrentas a la fe forense de que hay algo que ver en las
autopsias, aparte del de siempre. Ya sabes, lo de la disolución del objeto en la
pintura, de la tonalidad en la música, de los cachorros bajo el asfalto de una
avenida en obras porque en el camposanto no admiten, no, de eso mejor que no.
De las Canciones de los niños muertos o de la traducción de la proposición 7, en
fin, ¿por qué no plantas algún indicador resultón de lugares desde donde
mirar?
Porque sólo conozco una manera de hablar desde el lugar imposible para
todos los de más (incluído el que sobra del espejo)
***
VII
FE DE RATAS
Un peñazo bibliográfico sobre códices de Arquímedes. Latín de filólogo alemán,
abreviaturas nigrománticas por todas partes, pasajes en griego donde espíritus y
cagarrutas de mosca son indiscernibles como en Dios. Y de postre, por amistad. Bueno,
el postre es lo mejor de la comida para los niños incorregibles. Hala, sigue. Menos mal
que aquí no me corregirá el alba algún anónimo inquisidor. Ovarios. ¿Eh? ¿Cómo que
ovarios?. Igual es hora de irme a dormir, ya no sé ni lo que escribo. A ver, concéntrate y
apunta al espaciador. Hale, ya está, a ver: “salvo que en el postremo tratado”, digo no,
que es para matemáticos, “en el último tratado falta, arrancado, un ovarios”. Ay qué
daño. ¿Pero quién será tan bruto para hacer esto?, ¿tendré duendes en el ordenador?
No, que no quedan, será un virus. Hala, otra vez a compensar a mano la ganancia de
tiempo que suponen estos chismes.
Creo que el pobre corrector con que me enfadé el otro día, después de todo, es un
alma de Dios.
*
“(…)Transcurridas veinticuatro horas desde mi primer correo, debo
decirte que las formas externas del cabreo han dejado paso a una genuina ira.
La extensión de esta barbaridad es mucho mayor de lo que señalaba en el
correo, empieza desde la primera línea del texto. Creo que podría ponerme a
escribir y no parar en tanto tiempo como el que llevo sufriendo cosas
semejantes, a saber, dieciseis años; una de las últimas, con la traducción de
Kepler. Por ser más breve, el mejor resumen es éste: no cabe entendimiento
entre quienes viven de la lengua y quienes vivimos con ella, por la misma razón
por la que un proxeneta jamás entenderá a Romeo.
Pero como eso, por definición, al primero le importa un bledo, pasaré a
otros aspectos del asunto.
El primero y más obvio, es la sugerencia de que la editorial se ahorre el
pago a los traductores y encargue las traducciones a sus correctores, ya que
saben tanto y mejor que aquéllos.
El segundo, que en defecto de lo anterior suprima de los contratos una
serie de frases. Por ejemplo, en el encabezamiento, eso de que manifiestan que
“el traductor se compromete a llevar a cabo la correspondiente traducción al castellano”,
y diga “a la lengua del corrector”; en la cláusula 4, donde dice “las modificaciones
propuestas por la editora”, diga “impuestas”; en la 7, donde dice “el traductor
responde ante la editora de la autoría y originalidad de la obra”, diga “no responde”; en
la 10, donde dice “la editora remitirá al traductor, si éste lo desea, un juego de pruebas
para la corrección del texto”, pase a decir “si insiste lo suficiente”; y donde dice “las
correcciones a que hubiere lugar”, diga “las reparaciones de intromisiones fuera de
lugar”; y donde dice “si transcurrido dicho plazo... la editora queda facultada para
obtener por sí misma su corrección” suprima la subordinada condicional entera, y
diga “en cualquier caso la editora obtendrá por sí misma su corrección”; con lo que
sigue, “sin que le quepa responsabilidad alguna si el resultado de dicha corrección no
fuese satisfactorio para el traductor”, pueden hacerse dos cosas, suprimir también
toda condición, y decir simplemente “sin que a la editora le quepa nunca ninguna
responsabilidad en cosa ninguna, excepto figurar como tal”, o bien “si el resultado de
su satisfacción obtenida por sí misma no fuese correcto para el traductor, lo pagará
éste”; y por último en esta cláusula, donde dice “toda corrección superior a las
tipográficas irá a cargo del traductor”, diga “no irá”, o bien “toda medida correccional
superior”. Y para terminar, en la cláúsula 11, donde dice “se obliga a que figure el
nombre del traductor”, diga “obligará al traductor a que figure su nombre”.
De no hacerse así, a la lista de calificativos del comportamiento editorial
en este caso sería forzoso añadir el de falsedad en documento público, lo que
espero sinceramente no tener que llegar a defender en el lugar pertinente (…)”
“(…)De todo lo demás, que queda resumido pero no expresado al
principio de esta carta, no voy a hablar aquí. Desgraciadamente me he
convencido con los años de que al irresponsable, precisamente por serlo, es
inútil tratar de hacerle ver por qué lo es, y qué destroza su banalidad: si pudiera
verlo, no sería lo que es. De una cosa no me voy a privar, y es de señalar la
vileza del anonimato que se añade en estos casos al desprecio por la lengua de
aquéllos que supuestamente tienen interés en ella, cuando en realidad sólo
tienen intereses. Dicho sea de paso, por eso te envío a tí esta carta, no porque te
considere
responsable,
sino
porque
los
responsables
de
estas
irresponsabilidades nunca tienen cara. No es que no la den, como se piensan, es
que precisamente por eso no tienen”(…)
En la primavera del 2005 recibí de una editorial española el encargo de
traducir la “Exposición del sistema del mundo”, obra de Pierre Simon Laplace.
Lo hice. El texto fue entregado a los supervisores técnicos, o editores en el
sentido anglosajón de la palabra, a finales de Junio. Luego, hay quienes tienen
vacaciones, por lo que me aseguran. El viernes 7 de Octubre me llama una
persona para decirme que el lunes siguiente comienza la impresión, y que me
envían un texto en PDF por si quiero corregir algo. Se trata de una minucia, 607
páginas. Me pongo a ello. En la página diez, renuncio, y envío por correo
electrónico la carta de que están extraidos los fragmentos anteriores, junto con
las glosas que siguen, aun sabiendo que era fin de semana y que algunos, por lo
que he leido, no trabajan.
En el momento en que escribo, parece que el asunto o por mejor decir los
aspectos sociales del asunto están en vías de remediarse mal que bien sin llegar
al juzgado. Pero esa clase de aspectos, como ignoran perfectamente muchos
editores en el sentido español del término, no son los únicos ni los principales
en el lenguaje, razón por la que me he permitido enviar ambos textos a
publicaciones que me parecen pertinentes. En el momento en que escribo,
ignoro si estarán publicadas en el momento en que me lean, si lo hubiere. La
carta de arriba es transcripción literal; en las glosas que siguen me he permitido
hacerme algunas correcciones, por ausencia de editor, para mejorar un texto
escrito con demasiada ira y urgencia.
GLOSAS DE UNA INQUISICIÓN (referidas tan sólo al capítulo uno, y no
todas)
1
De todas las ciencias naturales, es la Astronomía aquélla que presenta la
más prolongada sucesión de descubrimientos.
Ya la primera línea no ha parecido ortodoxa al anónimo inquisidor, valga
la redundancia, -aunque él ignorará que siempre lo ha sido, como en general la
existencia de cualquier pasado-. Y ha considerado más adecuado la astronomía es
la que presenta la sucesión más prolongada de descubrimientos. Que demuestra
mucho más amplia su ignorancia, pues a más de la historia se extiende a la
retórica y la existencia del hipérbaton, así como a la música y la prosodia.
Ignorancia de la historia, o diría mejor sordera, ceguera o alelamiento
postjodernos. Se le ha olvidado, y estamos en la primera línea, que se trata de
un texto de comienzos del XIX, en pleno apogeo del perifollo bombástico
llamado imperio napoleónico. ¿Es que nunca ha leído un discurso de los
diputados de Cádiz? No. ¿Y aun algún artículo de Larra? Tampoco.
Ignorancia de la retórica, pues lo peor es que ignora que su propia forma
de hablar, ésa que me “simplifica” y “clarifica”, es otra retórica, y mucho más
dañina por ignorarse. Pues si se trata de aclarar, perdón, clarificar, ¿por qué no
la astronomía presenta la sucesión más prolongada? Porque no se trata del decir,
sino de la manera; no de entender, sino de imponer, y no de corrección, sino de
orden público.
Ignorancia, en fin, de la prosodia y la música del lenguaje, valga la
redundancia que tampoco oirá. Pues cómo, si no conoce siquiera su forma
corrupta que es la retórica, va a conocer la aérea epidermis del lenguaje,
insondable de tan superficial, inasible de tan cercana.
Ya hubiera querido Felipe II oidores tan sordos y veedores tan ciegos
para su Santo Oficio, aquél encargado de velar por la pureza del texto. De un
texto siempre bastardo, a empezar por la Vulgata y a acabar por este mismo.
Mas para saberse hijo de puta irremediable en cuanto se toma la palabra hay
que vivir con ella, no de ella.
2
... elevarse hasta las leyes de los movimientos planetarios, y desde esas leyes al
principio de la gravitación universal; y por fin volver a descender desde ese principio a
la explicación completa de todos los fenómenos celestes hasta en sus menores detalles.
Que se convierte en de la gravitación universal, y finalmente, volver a
descender desde ese principio. Dejemos aparte cómo puntuara el original, cosa que
por supuesto no importa. El celoso comificador, puesto a poner, pone de más o
de menos; y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas, mas ay de tí si te
pasas, si te pasas es peor. Pues una de dos: o bien suponemos que ese adverbio
de modo supone una frase condensada, como “de la gravitación universal, y,
después de hacer todo lo anterior (nosotros), volver a descender...”, y en tal caso se le
olvida comificar la y griega; o bien lo consideramos adverbio de modo, que
según se sabía en tiempos depende de un verbo, y en tal caso sobra la
comificación de finalmente, con que finalmente volvemos a descender a la
barbarie culterana de los Fray Gerundios.
Curiosa arbitrariedad con las comas, que son el aliento ajeno. Claro que
poco le puede importar el resuello del ajusticiado a la justicia. Y esto, sin haber
entrado aún a considerar las diferencias de sentido, que para su asombro las
hay, entre por fin y finalmente; a menos que se quiera excluir lo fático, lo
expresivo o lo connotativo del sentido de las palabras, convertidas en higiénicos
tetrabrics mucho más adecuados a los tiempos posjodernos. No conozco a nadie
que, al acabar un trabajo arduo, por ejemplo revisar finalmente –y no por finun texto para mandarlo a la editorial, y darlo por bueno, y poder irse por fin a
tomar un café, exclame ¡finalmente!. Por contra, sí puedo imaginarme a un
astrónomo, al cabo –y no finalmente- de años recogiendo datos empíricos, y
aprendiendo a verlos en la escueta forma matemática de la ley, en el momento
en que ya puede volver al mundo y su variedad de formas para empezar a
sacar provecho y disfrute de su trabajo. Seguro que exclamaría ¡finalmente!,
sobre todo si era corrector.
3
Si durante una hermosa noche, en un lugar de horizontes despejados, se sigue
con atención el espectáculo del cielo, se le ve cambiar a cada instante. Como se sabe,
perdón, sabemos, la ciencia es una empresa impersonal. Nosotros, la primera
persona del plural vivo, vemos el mundo aupados un instante a hombros de
gigantes, como saben muy bien los coleccionistas de citas y algunos otros
tullidos, y después desaparecemos, por imperativo inapelable: morir hemos.
Que es la forma madre de todo futuro imperfecto como el nuestro.
Menos el corrector. Para quien el futuro no es imperativo, sino
condicional, y el punto de vista de la ciencia, una parcelita en la sierra del
tiempo con un propietario, nosotros: Si durante una hermosa noche, en un lugar de
horizontes despejados, seguimos con atención el espectáculo del cielo, lo veremos
cambiar a cada instante. Si quien mira se llama Tales de Mileto, eso es problema
suyo, o como diría el corrector, su problema. Y si aún no ha nacido, también,
pues no puede disfrutar del privilegio de despreciar y olvidar a cuantos en el
mundo fueron o serán. Del privilegio de un nosotros privado, con enanos de
jardín que corrigen textos de gigantes y perros guardianes que imitan muy bien
el habla.
Un presente con el futuro asegurado por contrato, siempre que éste no
sea con una editorial. Si A, entonces (es decir, después), B. La relación
hipotético condicional, ésa que dicen que decían los científicos que era su
trabajo y que estaba llena de trampas, se convierte en trámite temporal, sobre el
supuesto obvio de que el sujeto, nosotros, estar hemos.
Pues mira, no. Y tengo la impresión de que alguien mirará el cielo en una
hermosa noche, perdón, en una noche hermosa, en un lugar de horizontes
despejados y no en una mesa de establo empapelado, y verá el espectáculo
bastante después de que traductor, corrector, editor y lector hayamos pasado a
ser parte del mismo. Eso sí, imperceptible y sin pronombre con que hacerse
notar. Más bien en forma de polvito.
4
Que es la misma aberración óptica de que depende la siguiente
corrección, por la cual Se presentan ya varias cuestiones interesantes que resolver se
transforma, perdón, la transforman, en Se plantean. Pues ¿quién, si nosotros no,
podría presentar una cuestión? ¿Acaso existe un mundo fuera de la primera
persona? ¿Y capaz encima, y debajo, y por doquier, de presentarse por sí? ¿O
como diría el corrector, por sí mismo? ¿Uno poblado de estrellas y perros que
nadie ha planeado, de hibiscos y preguntas que se presentan sin que nadie los
haya planteado? Imposible. Fuera de la iglesia unipersonal, aunque colectiva,
no hay salvación; ni en general nada. Ahora lo entiendo: se ve que al corrector
nunca se le ha presentado ninguna cuestión sin que alguien se la planteara, por
ejemplo la existencia de Dios sive Natura. Y la ha resuelto como todo buen cura,
trasplanteándola a su maceta: “Y dijo Dios: hágase la luz, y la luz se planteó, ¿lo
veis?, lo que yo os decía”.
5
Más reveladora es, si cabe, la enmienda que aparece a renglón seguido:
Se presentan ya varias cuestiones interesantes que resolver. ¿Qué es durante el día de
los astros que vemos por la noche? ¿De dónde vienen los que empiezan a aparecer?
¿Adónde van los que desaparecen?
¿Pues adónde van a ir?: a la mesa de Corrector Décimo el Sabio, a quien
sin duda Dios no consultó al hacer el mundo, y menos mal, ni los castellanos su
lengua.
La gracia empieza cuando uno considera que el corrector aceptaría
seguramente una pregunta como ¿Qué fué del castellano que hablaban los
castellanos?, por la simple razón de estar en pasado. Al César lo que fué del
César, y al pasado lo que es suyo, ¿o lo que es de él?. Pero esta otra pregunta, en
cambio, la convierte en ¿Qué sucede durante el día…? Está claro: el periódico y
los sucesos se han convertido en la forma a priori del asombro, origen de la
filosofía cuando era asombro. ¿Y qué ha sido de aquel asombro?, expresión que
también aceptaría el corrector por ser pasado, aunque inquietantemente más
cercano. Se ha tornado en torbellino de naderías que se suceden en páginas de
sucesos.
Ante el misterio, el corrector posjoderno pregunta qué sucede. Es decir,
qué pasó antes y qué seguirá en la sucesión, que eso es un suceso. El pasmo
suspenso, el instante de impotencia en la ignorancia de un destino que nos
atañe, eso es cosa del pasado. El abismo del presente es cosa del pasado. Ante la
visión del cielo estrellado sobre su cabeza, y no contra ella, lástima, el corrector
no siente su corazón henchirse de asombro como ante la ley moral en el
hombre, sucesos ambos, y pasados, en que lo interesante está en que sucedan y
sean a su vez sucesos, perdón, sucedidos. Eso es lo que busca el corrector en sus
impresos, perdón, imprimidos, que se sucedan, cuantos más y más aprisa,
mejor. Y es como despacha cualquier instante de perplejidad, si tal cosa pudiera
darse en tal cabeza: tachando y substituyendo.
Y es que el tiempo es patrimonio suyo, o como él diría, su patrimonio
(como si no tuviera otras propiedades, por ejemplo la de ser inasequible a la
curiosidad o el asombro). Es que la forma de la propiedad privada ha infectado
ya tanto las palabras que la expresión “ser de” sólo la puede entender como
posesión, por cuanto el verbo ser ha dejado de significar por lo visto “mudar”
sin prisa ni pausa, para significar “estar” con etiquetas variopintas. Poseso,
perdón, poseído por tal delirio colectivo, ¿Qué es de los astros? le parece una
pregunta absurda, puesto que no presentan ni plantean declaración de
Hacienda. Sólo espero que mantenga sus noconvicciones con igual firmeza
cuando alguien pregunte ¿Qué es de aquel corrector que dejó tan bonito lo de
Laplace? y le contesten que un curriculum, una mesa de despacho con patas,
cuatro, y cajones, tres, un teléfono que no te puedo dar, ya sabes, asuntos de
seguridad, y creo que un par de libros que tiene en casa.
6
En cuanto a las estrellas que empiezan a dejarse ver por el oriente para
desaparecer por el poniente, lo hacen sin duda para huir de un universo de
artículos a la venta, que te mete por las narices los que no necesitas mientras te
priva de ellos en cuanto deseas: En cuanto a las estrellas que empiezan a dejarse ver
por oriente para desaparecer por poniente. Esto, de mano del mismo corrector que
unas líneas más abajo substituye “la altura de que depende” por “la altura de la
que depende”. Y es que hay determinados artículos determinados que
determinan, y otros que no, aunque sea imposible determinar cuáles.
Sin contar con la cara que pondría el corrector si se dirigieran a él en una
carta comercial o un informe médico como “según desea cliente” o “el mal que
padece paciente”. Como las pobres estrellas no tienen mutua de seguros ni
cuenta la corriente en ningún banco, no tienen derecho a determinados artículos
cuando necesitan nacer o morir por alguna parte. Así, no es de ellas lo mismo
que le sucede a corrrector: y es que siempre ha habido clases, y sujetos, y sujetos
de distintas clases.
Aun cuando sea imposible determinar cuáles. Reinante la manía de
personalizar lo impersonal en determinados artículos sin límite determinado,
ordenadores, embargos, pronombres, y aun ejecuciones capitales, por si el
verbo no dejara palmariamente claro quién es objeto de la acción sujeto en el
discurso o en el poste; y viceversa, de impersonalizar lo personal,
indeterminado por definición, en cotos determinados, sueños y fantasías en los
diccionarios de símbolos y los catálogos de videoclub, memorias en la Historia,
y formas de hacerse entender en los libros de estilo y los correctores, todos los
recursos parecen pocos a su maníaca determinación de determinar que el sujeto
siempre es ella, pues tiene la palabra, da igual de quien se hable.
Así, por Oriente, no personaliza este participio presente, que a fin de
cuentas designa a quien participa en la acción y siempre se corre el riesgo de
que sea otro, ya que uno no puede estar en todo, con tantas pruebas del mundo
que se acumulan en su mesa providente para corregir. Pero a la vez, por
Occidente, personaliza y determina el infinitivo, que al no tener persona las
abarca a todas y ahorra trabajo, y aun el pronombre impersonal, por si aún se le
escapara alguien. De tal suerte, esa ilógica furiosa de yoyó según la cual no se
mira al cielo, lo miramos, resulta ser y padecer un amor imposible, ser la
humanidad entera que la padece a ella. Situación que se expresaba, digo,
expresábamos, en esa sentencia sobria hasta el escalofrío que decía “amar y no
padecer, no puede ser”, antes de la personalización universal: en virtud de la
cual, el que amamos y el que no padezcamos no puede el ser. O mejor dicho, el
somos.
7
Y para terminar, la última línea completa del capítulo, que alude
precisamente a la luz del día que despunta, a oriente según corrector, o al
oriente según el traductor. Decía así: Esa curvatura es asímismo la causa de que el
Sol, al alzarse, dore la cima de las montañas antes de iluminar las llanuras. En su
idioma, esto se convierte en... ¿a que ya se adivina, como el sol tras las
montañas?: “la causa de que, al salir el Sol, dore...”.
A corrector, estoy seguro, no le habrá parecido mal la duplicación de la
sílaba “al”, porque no se habrá fijado. Como tampoco en que la opción que
probablemente no le hubiera molestado obliga a una coma que nada añade y sí
dificulta aunque sea poco, “la causa de que, al alzarse el Sol, dore la cima de las
montañas”. Dificultad que no sólo se debe a razones fonéticas, sino a que el
cambio de posición de “el Sol” aumenta la incertidumbre, al abrir el abanico de
expectativas. “La causa de que el Sol, al alzarse”, no permite esperar sino algo
cuyo sujeto será el Sol; “la causa de que, al alzarse el Sol”, puede dar paso a
cualquier otro efecto imprevisible de la curvatura de la Tierra. Por ejemplo, que,
al alzarse el Sol, científico y traductor todavía estén trabajando en corregir sus
formulaciones para ajustarlas lo más posible a una realidad irregular, mientras
el corrector, unos kilómetros más allá, aún duerme desde hace horas o siglos el
sueño de los justos en el seno del libro de estilo del País.
Así es que el traductor, entre otras cosas porque ya se le está haciendo
tarde, decide hacer de la necesidad virtud. Y dado el carácter del párrafo,
ilusorio como todo el primer capítulo, pues trata de describir las apariencias
sensibles antes de descuartizarlas entre las manos de la física; y dada su
posición y el toque lírico del final, todo lo lírico que se puede esperar del señor
marqués de Laplace, se resuelve por hacerle un huequecito a “la otra” lógica de
la lengua. Ruego a quien lee esto, si lo hubiere, que se detenga a sentir su
lengua al pronunciar “al alzar”. El movimiento reiterado a que obliga es de
elevación hacia el cielo del paladar desde más abajo de su horizonte de reposo,
diríase desde las noches de la garganta de donde viene el aliento.
Para concluir, pues el Sol está a punto de alzarse, no me cabe la menor
duda de que ha sido esta intrusión de recursos líricos en un texto científico la
que ha advertido el corrector, y molesta así su acendrada conciencia lingüística
por la transgresión de género, ha enarbolado su lápiz y ha dado al final del
texto, y comienzo del día, su expresión más habitual entre quienes viven lo uno
y lo otro sin mirar, como no sea al reloj.
*
P.S. Mirando a la publicación de este texto, no quiero privarme de añadir
la enmienda colmo, la que hizo desbordar el vaso de mi cólera, por ponerme
decimonónico como el autor; o mejor dicho, la inmediatamente anterior, por
hablar con la precisión del físico. Se encuentra en el capítulo segundo. Donde
decía “Al acumularse esta variación produce una irregularidad muy notable en el
movimiento del Sol. Mirando a determinar la ley de la misma,(....)”, la visión
políticamente correcta dice primeramente “Esta variación, al acumularse, produce
...”, para empezar, un acúmulo de comas innecesarias en la frase del tiempo,
una nube de intermediarios prescindibles, supervisores superfluos y correctores
incorregibles, una peste de propósitos pospuestos, posposiciones propuestas,
previsiones provisionales y preposiciones con, por hablar como ahora,
posposición permanente.
Ya lo quiso decir Machado, pero el pobre no tenía quien le corrigiera: “Al
andar, se hace camino, y al volver, la vista atrás,” es decir, al volver de culo,
mirando aún a lo que se ansió tras haber dado media vuelta y renunciar, se ve,
perdón, vemos, la senda que nunca hemos de volver pisar. La que lleva a mirar
sin plantear, a escuchar sin corregir, o a desear sin precipitarse a obrar. Perdón:
precipitarnos.
Por ejemplo, cuando se trata de determinar la ley de una multiplicidad
de casos incongruentes en apariencia, como las irregularidades del Sol o las
opciones del traductor. Quien, mirando a trasponer un texto de 1800 que se le
presentó, escribió en lugar de un “para” un “mirando a”, expresión cuyo
significado enuncia así el diccionario: “tener determinado objetivo general en lo
que se hace, en la manera de hacerlo o en la manera de comportarse; se usa
especialmente en gerundio”. Eso, tras barajar como alternativas “de cara” o
“con miras” a determinar, antes que la usada por el corrector mirando sin duda
a facilitar la tarea del lector, “a fin de”. Para eso, habría puesto “para”.
Pero no se trata de la autoridad del diccionario, sino de la libertad del
hablante y el placer de complicarse las simplezas de la vida. Y uno de los
placeres perversos de este traductor, que sabe tan bien como el editor que hay
muchos más en el mercado, está en buscar la raíz siempre sensorial de las
expresiones; en particular, de partículas y otros parias del idioma sin
patrimonio semántico ni derecho a artículos lo mismo que el pobre oriente,
mirando a encontrarles equivalentes que se adecúen al objeto del discurso y a
sus circunstancias. En este caso, las de un astrónomo que se ocupa de lo que no
se puede tocar sino mirar, ni comprender sin ver. Fundamento para tales
búsquedas es que la anatomía de los humanos ha variado con el tiempo, los
imperios y las lenguas menos que esas formas a posteriori de su necedad; y que
esas variaciones han seguido hasta hoy rumbo a la enajenación de los sentidos
en provecho de las abstracciones, al menos en lo tocante a nuestra cultura (o
como diría el corrector, “al menos, en lo referente a nuestra cultura”).
Así pues, como tratar de determinar una ley en un cúmulo de fenómenos
tiene más de aspiración que de finalidad, más de visión de una meta aún sin
rasgos que de objetivo concreto, este traductor escribió “mirando a”.
Pero ¡ah!, ¡nunca lo hiciera! Pues la distancia que va de la perspectiva al
diseño, de la visión al designio, esa cesura cuna de toda pasión como salvarla lo
es de toda acción con sentido, resulta invisible en el planeta simultáneo del
doble clic y la necedad global. Donde gracias a mi error, eso sí, el corrector
meterá dentro de poco en alguna parte eso de “mirando a” o “de cara a”, que
suena muy étnico y muy cuco; por ejemplo al describir la composición de un
supositorio “de cara a facilitar la penetración”, o la disposición de un pozo
ciego “mirando a reducir las emanaciones”.
Así es que, mirando a explicar lo que debería verse, la distancia, la
cesura, los huecos entre los cuerpos que son cuna del deseo, uno tiene que
ponerse a encadenar visiones en argumentos a fin de hacerlo comprensible a
quien quiere comprender sin apretar, entender sin tensión, expresión sin
ahogos previos, y partirse de todo sin haber llegado a enterarse en nada; a un
multitudinario y anónimo corrector de la plana del mundo que no tiene manos,
sino dígitos, ni cuerpo, sino pedacitos. Perdón: bits.
***
Faltan tantos hilos en ese texto… no te me pongas estupendo y atiende a ese
camión, que no es momento para romanticismos de Chelín, o de caja de fichte, si te
descuidas así. Voy a Madrid al cabo de muchos, muchos meses, embutidos en letra en
unos cuantos del calendario. Mi padre envejece, le entran achaques sin irregularidad
alguna por su parte, esto no está en regla. No papá, sin duda; pero admitirás que de esta
sinrazón sí hay precedentes. Sí, eso es verdad. Aunque no sirva de mucho ni siquiera a
un funcionario del cuerpo a extinguir.
Voy a Madrid, no vuelvo. A Madrid no se vuelve, no está: transcurre. Le das la
espalda un instante y se te la queda, ejque como es, para venderla en el Rastro ya
antigüedad instantánea. Pos me parece mu bien, lo del bodeler y to eso. Los hermosos
fantasmas del bulevar. Sólo que ya he seguido a algunos hasta una alcoba, y cariño,
cuando vuelvas te subes de la ferretería un bote de tres en uno, que no te cuesta nada, o
un somier. Es que no aguanto el cricrí que haces al hacerlo. Por eso uno no vuelve. O sí,
para encontrarse al tres en su lugar. Y entonces tampoco vuelve.
Voy a Madrid después de muchos meses. Y como no ponga más cuidado al
volante, no vuelvo. Donde estrellas las del cine, o las de un munipa. Donde los perros,
atados, donde los hombres, con bozal, donde las patatas, con malla. Voy a Madrid,
envase no retornable. Y cuánto ha llovido desde entonces, casi como en Barcelona.Y yo
sigo sin estar suficientemente preparado para lo que se avecina, en cualquier vecindad,
en el puto monte con dos perros y tres gatos o en mitad del bulevar repleto de fantasmas,
será para ir entrenando. No te preocupes, papá, es el conducto reglamentario. Que no se
diga, con tu hoja de servicios. Vuelve pronto.
No sé, papá. A Madrid no se vuelve.
*
Informe de lectura sobre
TIEMPO CORTO,
de Harald Weinrich
Aviso: a los efectos prácticos a que está destinado este texto puede omitirse (ya
se sabe que el tiempo es corto) la sección “Anotaciones al margen”
Descripción
El texto presenta, en sucesión que se desentiende por completo de la
histórica, afirmaciones atinentes al tiempo que otros han hecho en el curso de la
historia. La mayoría de las referencias corresponden a obras literarias o
filosóficas, aunque también hay relojeros y médicos. Salvo en algún caso de
parentesco étnico o profesional, como el de Blumenberg, eluden toda valoración
y nunca duran más de un par de páginas. El autor evita ostensiblemente
términos filosóficos especializados; eso sí, hace mucha etimología, en
numerosas lenguas, de términos relativos al tiempo. Argumentación, no se
halla. Sólo se plantea, al principio, la cuestión del tiempo aristotélico frente a
otras concepciones posibles, por ejemplo la que simboliza el aforismo
hipocrático que reza (en traducción latina) “ars longa vita brevis”; y hacia el
final, se plantea explícitamente esa misma oposición entre tiempo vital y tiempo
abstracto, cósmico o histórico. Que se resuelve en que, efectivamente, pudiera
ser que hubiera otros tiempos que el aristotélico: a saber, los que mide el
corazón. Pero el autor se refiere al pulso del músculo cardíaco.
Observaciones
Es llamativa en el texto su patente voluntad de allanamiento del
lenguaje, amparada en propósitos de divulgación. Eludir así historia y filosofía
responde a un motivo y presenta un inconveniente y una ventaja principales,
bien que radicados en planos muy distintos.
El motivo es la ficción de ingenuidad que en este último siglo arranca de
Husserl y subproductos suyos como Heidegger; inconfesa ficción literaria que
ha venido a manifestar su pleno sentido en la práctica social del último siglo:
mirar el mundo como si nunca hubieran existido otros humanos pensantes, por
ejemplo Avicena, ni bibliotecas, por ejemplo la de Bagdad. Lo que albergaban
esas ansias de filósofo por la mirada adánica sin juicios previos ni memoria ha
eclosionado en la avidez sin prejuicios ni remordimientos del consumidor de
culturas y almas ajenas; y el vaivén del texto a su albedrío entre citas y
nombres, llamativos como rótulos de prestigio en envoltorios que no se abren,
ha madurado en el rodar del carro de la compra o de combate por entre los
inestantes del hipermercado histórico. En una palabra, el señor Viñarrica,
alemán Weinreich, catalán Bonví, va por la historia como el nuevo rico español
por el planeta, coleccionando instantáneas sugerentes de lo que nunca se nos
alcanza, a saber, algo distinto.
La ventaja, es obvio, está en que suprimir toda marca de especialidad
filosófica favorece la elección del volumen en la librería por parte de un público
cuya
pluralidad
ideológica,
psicológica
y
escatológica
comparte
un
denominador común: la manera periodística de hablar, es decir, el odio a
cuanto haya podido hacerse sin su presencia votante, requerir un tiempo ya
fuera de su alcance, y exigir tiempo corriente para llegar a aprenderlo. En una
palabra, que el silenciamiento de los muertos de ayer, reducidos a honorable
etiqueta, favorece la compra del texto por los fervientes protomuertos de hoy.
El inconveniente, por último, es que esa ficción de olvido para
acompasarse a la realidad de la ficción social hace que no figuren en el texto
referencias que considerarían inexcusables quienes se daban a esa manía de la
filosofía. Pues no parece discutible que las aportaciones de la antropologia
francesa sobre tiempo mítico y tiempo histórico, por ejemplo, tengan cierta
pertinencia en el asunto, y sin embargo no hay ni rastro en el generoso don que
el autor hace de citas ajenas. Por no hablar del corte entre historia genérica y
tiempo singular en Marx, a quien ni se menciona, o de Diego Laínez, ya que el
autor tampoco se priva de asomarse a la teología trentina. Mención especial
merece la ausencia de Schopenhauer, si ya no del fisiólogo Johannes Müller, ya
que la única sombra de proposición que el texto se permite en su última parte es
la fundamentación del tiempo vital o existencial en la fisiología. Lista de
omisiones, en fin, que superaría a la de alusiones, previsiblemente, en otro tanto
como la sucesión de los muertos a los vivos.
Que lleva al carácter fundamental de este texto sin fundamento,
perteneciente a un género nuevamente en auge aunque todavía no tenga
estante en las librerías, salvo en formas arqueológicas: la retórica, también
conocida como art déco del lenguaje. Interesada confusión de ausencias con
presencias, de insinuaciones con proposiciones y de todo con cualquier cosa
que sólo cabría deshacer, si acaso, con una disyuntiva excluyente de la que aquí
no hay ni rastro. Pues en lo tocante a la difícil relación entre individuo y género,
tiempo vital y tiempo del mundo, o como se quiera enunciar el problema de la
religión, sólo hay un remedio peor que la enfermedad, ya que la constituye:
justamente la confusión en que se sitúa todo texto retórico como éste que juega
a hacer de literatura el mundo, y por ende, antes o después, viceversa.
Anotaciones al margen
¿Es misión de la filosofía banalizar la tragedia sin dar a cambio con las
raíces de la risa? Cuya relación con la desesperación, como la del beso, semeja la
del nenúfar con la tierra más bien que la del cerdo con la trufa. Si al menos
fuera una broma irónica... pero no. Esta acumulación insaciable de citas,
idealismo germánico del funcionariado diría yo, resulta tan cómica como las
listas de Rabelais. Pero ni una brizna de sonrisa flota sobre el presuroso
estanque o bebedero de patos del señor Viñarica, alemán Weinreich, catalán
Bonví, donde las lenguas de Babel y los patos de Cafarnaum abrevan revueltos
con los diez mil nombres del Dios Literatura, a quien se quiere nombrar
heredero del sujeto universal, objeto patrimonial, claro está, de la filosofía.
Cristiana voluntad de humillación del filósofo, esta vez, en el altar de la
literatura: lo peor es el mal gusto de la elección.
*
Y eso que la majadería filosófica, cuando construye ciudadelas
inexpugnables que el viento asalta sin despeinarse por donde salta la liebre, aún
se gana la simpatía del lector por lo tragicómico del intento. Pero hoy el sistema
no se lleva, han ojeado en alguna recensión de Nietzsche algo de bailar sobre el
abismo, y desde las memorias frígidas de Baudrillard, castellano Bodriollar, los
hipopótamos se enfundan un tutú que en realidad es yoyó y tratan de danzar
gráciles en torno a nada. Si el paquidermo, además, trata de hablar en alemán,
el resultado supera a las peores fantasías de Disney, castellano Disney (es la
diferencia entre imperios asentados y candidatos, que el nombre del Duce no se
traduce) ¿Así que ésta es la nueva filosofía que se disponen a exportar las
potencias editoriales de la Nueva Alemania? Sucede con Wellmer, castellano
Pelma, sucede con Blumenberg, castellano Monteflor, italiano Montefiori,
sucede con Böhrer, castellano Taladrador poco mordedor, y sucede con este
Viñarrica.
Es lo malo de buscar las cosquillas a las palabras, en castellano femenino,
que luego les gusta y no saben parar. Deberían pensárselo antes y hacer
diccionarios de términos, argullol-jarautí jarautí-argullol, por ejemplo. Eso se
les da bien, permite alardear del don de lenguas y otros privilegios del
Paráclito, y es compatible con horarios docentes.
*
Los trayectos de un extraviado en el bosque sin coordenadas cartesianas
ni guía de El País, ¿eluden o contornean? Un texto sin norte se insinúa contorno
de lo indecible, o más bien de lo que le deja mudo, y todo su mérito intelectual
y su discusión periodística, valga la redundancia, están en la habilidad con que
ejerza el oficio más viejo del mundo, coquetear con qué contenga un agujero
vacío.
Los filósofos ya no hablan de seres, sino de libros. Realidad precocinada
y prexcretada para tiempos (cortos) de telepizzas (idem, es de temer, pese a
griegos y latines). Nada de enfrentarse a eso mudo, aterrador o risible: ¿a qué
pasarlo mal, habiendo quienes lo han hecho y te ahorran el trago, y cuyos textos
es misión del filósofo convertir en pretextos para sus juegos de prefijos, sufijos y
siempre hijos? En pródromos, preámbulos y prólogos para una palabra que sin
embargo, faltaría más, existe, la que penetra en la carne de Eso, lo que el filósofo
no hace pero humildemente anuncia a la clientela. Palanganeros.
Retórica y erótica, juegos de cuerpos con palabras y viceversa para
tiempos de imperio políglota que anuncia nada en toda lengua. En este
banquete de eruditos, griego polimatés, el sistema no se lleva, y así, saber del
Todo siquiera un poco se convierte en saber un poco de todo lo que se quiera.
Entre la deducción a priori del tiempo en Kant y este texto media la historia
entera del Reich, castellano imperio, que es pero no es de este mundo, como
otras ilustres compañías. Tan ostensiblemente reniegan de su pasado idealista
que dan miedo, estos liberales de importación en países que han enterrado pero
no resuelto sus pasados. Y retirados en la paz de estos desiertos adosados, con
muchos y muy doctos libros juntos, por no perderse el cielo los invocan todos
juntos.
¿Qué tiene que decir de su tiempo este señor? Nada, pero es un tema.
Sugerente como una puntilla. Hala, a trabajar: Dante, Pascal, Semíramis y no me
toques, los relojes y la Giralda, el barbo de Utebo que no aparece por razones
étnicas, pero sí Proust, cómo no, y la Magdalena, y Cendrars, y Hofmannsthal,
¿falta alguien?, claro, pero ya se sabe que el tiempo propio es corto y el arte
ajeno inagotable.
Resumir, imposible; juzgar, impracticable: como la paloma de Kant,
inglés no puedo, necesitaría la resistencia de algún pensamiento. Valorar, ah,
eso es otro cantar. Algo que puede leerse en cualquier orden, momento,
dirección y sentido tiene todos los números para cubrir gastos y aun generar
beneficios en aulas y mesillas de noche dominadas por la lógica del madrugón y
el mando a distancia, valga la redundancia. Los periodistas pueden
desentender, los alumnos copiar, los conferenciantes citar y los numerarios
recomendar, ahorra tiempo, cualquiera se pone a beber en las fuentes a estas
alturas habiendo Viñarricas. Y ya se sabe que el tiempo propio es corto, y el arte
ajeno, inagotable.
*
Sólo quienes callan en la esperanza de una palabra necesaria no
encontrarán nada aquí. Pero esos no compran libros, o en todo caso, son pocos.
*
Resumen
Mezcolanza culterana que disfraza confusión de insinuación; por tanto se
venderá probablemente bien.
***
Papá conducía y era feliz. No digo que hubiera un nexo causal, pero ambas cosas
eran raras y simultáneas. El tercero común debía de ser la libertad. De tantas horas
extraordinariamente ordinarias doblado sobre numeritos como cagarrutas de mosca.
Ahora se le han reunido en comité en una vértebra y no se tiene en pie. Conducir, ya
hace años que no.
Una de las joyas de mi curriculum es haber sacado a la primera el carnet de
conducir. No se me da mal, una carretera provincial un jueves de febrero o de noviembre
por la tarde es lo más parecido que conozco a un renglón, hasta en los baches. Llevo más
de diez vueltas a la Tierra en el cuentakilómetros, manía por las cifras que parece de
funcionario. No digo que entre todos estos hechos haya nexo causal. Pero son raras, y
aquí, simultáneas. Y aun más raras por eso.
Raras por nuestra historia. Nunca he sabido que quería mi padre, cosa en que
una vez más coincido con él. Claro que gracias a él y a otros miles de espaldas, dobladas
a mayor gloria del pantano inaugural, no he tenido que tener tanto miedo a saberlo
como si cualquier mañana pudiera vestirse de azul camisa de repente y querer
arrastrarte a un paredón por llamarte como tu padre y vivir en un barrio obrero. Pero
eso lo he entendido después, hay traducciones especialmente laboriosas. Entretanto,
incomprensión absoluta. Entretanto, inclinado sobre letras diminutas como cagarrutas
de mosca, evacuando minuciosamente mis deberes. Entretanto, a pedacitos, a sílabas, a
veces, reconstruyendo para otros un sentido ajeno y anterior, a veces sin entenderlo del
todo. Entretanto, no se cuántos ecuadores en fuga por las carreteras viendo vestirse el
cielo de azul o descamisarse de rojo sin echarme a temblar casi nunca.
No digo que no lo haya, pero resulta raro, entre tantos hechos, a veces, de golpe,
el amor.
*
Y aquí estoy, descreido o deshauciado que es lo mismo donde se vive del
cuento. Pero estoy aquí, en esta casa anclada de animales y de vientos. En
donde vivo contando, las horas por maullidos y por ecos, las noches por
estrellas y silencios. Y revisando entre líneas aún me encuentro una última fe
que dar. Corta como un ingreso, quemada como un hereje, tal vez, chabacana
como una risa empeñada en reírse sinónimo de llanto. Puede.
Falta mi fe de ratas. De rata de biblioteca que le asegura en mil lenguas
que hay en alguna parte campos de trigo bajo el sol. Que se lo recuerda entre
ruidos que destripan de repente, y cerraduras sin enigma que roban la vida, y
cebos de preguntas como ganchitos de alambre, y delicias de qué es eso
envenenadas. Falta esta fe de rata entre los dientes de la vida real, soberana,
absoluta y con cadenas como un fantasma. Fe en un sentido que se transmite
aun sin entender del todo. Con los dientes, con el pecho, empujando con todo,
con la lengua, para engendrar, sin saber, hasta con la poiesis.
Fe de ratas y de gatos muertos sin cejar ante un cristal. Esa me dieron sin
saber, queriendo. Y eso llevo haciendo tanto tiempo, sin quererlo saber,
queriendo. Y eso hago aún aquí, entre dientes. Los que me dieron, los míos.
*
No encuentro sentido a mi vida sin las palabras. Con ellas, tampoco. Pero en lo
que lo busco se me pasa.
*
APÉNDICES
en curso de enésima reelaboración (Enero 2012). Permanezcan atentos a la pantalla, o no.
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