Sobre la hermenéutica porteña Presentación de El suizo que amaba las flores, de Ivonne Domange Juan Cameron La crónica sobre Valparaíso como fuente literaria ha cobrado fuerza en estos años con la aparición de varios creadores dedicados a rescatar la historia local. Entre ellos podemos citar a Cristóbal Gaete, autor de la novelas Motel Ciudad Negra, Valpore, Paltarrealismo y de otros acotados trabajos de investigación; Cristián Olivos, grabador y poeta, con importantes y aún poco conocidas contribuciones a la literatura porteña, la más reciente “Las tres tragedias del Campanero alucinado”, en torno al húngaro Zsigmond Remenyik y el movimiento vanguardista en la década del 20 en el siglo anterior; y Ernesto Guajardo, poeta, editor y bibliófilo, quien nos ha entregado El fulgor insomne; la vida de Marcelo Berrios y Valparaíso la memoria dispersa, además de una serie de interesantes poemarios. Ahora se suma nuestra poeta Ivonne Domange con este presente trabajo: El suizo que amaba las flores. Al iniciar este libro pensaba encontrarme frente a una crónica, la historia del gringo Pümpin y de su florería; tal vez referida a las vitrinas que adornaban la calle Esmeralda y luego la Plaza Aníbal Pinto. Pero al avanzar capítulo tras capítulo entendí cómo la autora, a través de un suave e hiperbólico desarrollo va construyendo un escenario particular donde se enfrenta con un contorno abigarrado y tonto a sus dos personajes principales. Una forma eficaz, en todo caso, para retratar nuestra nacionalidad en estas últimas -o quizá penúltimasdécadas. Pablo Azócar lo dice ya en la contratapa del libro: “A partir de este hecho real, Ivonne Domange construye una novela a la vez delicada y delirante con el trasfondo del anfiteatro porteño (...) y el espiral va creciendo y toda la ciudad termina involucrada y opinando y el suizo que ama las flores observa perplejo cómo el cerco se va estrechando y cómo las vitrinas acaban en el centro de una tempestad que ya nadie es capaz de detener. Pura literatura”. Rodolfo Pümpin era uno de los personajes de Valparaíso. Alto, colorín y de lentes, el nieto del fundador del Jardín Suizo mantenía un grupo selecto de amigos y algunas ideas, todo ello envuelto en una suerte de oculta pertenencia política. Según lo indicado en el mundo virtual, era el único de la familia sin pasaporte suizo, cuya pertenencia a nuestro país se acrecienta tras ser detenido durante la dictadura militar. Era, como muchos de los protagonistas de esta vieja ciudad, un habitante de café y solía vérsele por el Vienés, el Riquet y, en los últimos años en el Café del Poeta. Para quienes lo mirábamos a cierta distancia nos parecía, más que recatado o tímido, un hombre reservado con tintes de galán o de reservado conspirador. De allí entonces que el desarrollo de esta historia contribuya a ese intento general por desentrañar tal carácter. Eso es parte de la crónica, entonces Como tal, Rodolfo Pümpin era ciudadano de Valparaíso, una ciudadanía sindicada de chovinista por el orgullo heredado de familias emigrantes o de antigüedad nativas, claramente mestizas, que han forjado por siglos su particular condición. El de pertenecer casi a un territorio independiente, sin un vínculo emocional con Santiago y su ya decimonónico dominio agrario industrial desde Copiapó al sur. Por esta razón hallamos en la novela una marcada unidad escénica cuyo hechos germinan a partir de la florería -más bien desde su vitrina- hasta pocas cuadras a la redonda. O, atendiendo a la narración, entre el Jardín Suizo, en la subida Santos Ossa, al Cuartel Silva Palma, en un extremo de Playa Ancha. Todo parte de aquel centro. Ivonne nos dice: “Sin vitrina de Pümpin no había Navidad en el puerto. Era el santo y seña, la clave o combinación de la caja de la felicidad que guardaba todo el encanto que rodeaba la vida en la temporada navideña”. ¿Qué destaca en general este trabajo? Para mi emerge desde ese eje narrativo y temporal en torno a la figura de Rofolfo Pümpin. En verdad este apellido en alemán se pronuncia pímpiin (lo averigüe en el mundo virtual) y el término significa calabaza. Alguna relación habrá de tener con el carácter de nuestro ya desaparecido amigo. Aquellas instalaciones se construían con flores, plantas, objetos y muñecos que, en el relato, adquieren movimiento a través de un hábil sistema mecánico. Cada Navidad, y a veces en otras fiestas de guardar, aparece una nueva, para disfrute de los niños y la curiosidad y análisis de los mayores. Muchos ciudadanos interpretan las escenas, deducen símbolos, mensajes o códigos -palabras ya señaladas por la autora, como al pasarvinculados al acontecer político del momento. Estamos en dictadura y no solamente el hombre medio interpreta, sino también lo hace el poco hábil policía secreto, el delator aficionado -o “sapo” en lengua chilensis- o el celoso admirador del sujeto en el poder. No es la inteligencia ni el ejercicio filosófico de la hermenéutica el elemento determinante en su desarrollo, sino la sonsera y la estupidez imperante. No es poco el aporte de Ivonne en la materia. Si observamos hoy, este país, si miramos por la ventana en este preciso momento, veremos el resultado: el triunfo de tal política sobre nuestra ya alicaída sociedad. Hay varias anécdotas que vendría al caso mencionar; la visita de Jorge Luis Borges a Viña del Mar es una de ellas. Y se dice que a causa de ésta el escritor argentino perdió el Premio Nobel de Literatura. No es del todo así. Artur Lundkvist, quien mandaba en la Academia de Estocolmo, aprovechó tal supuesto apoyo al dictador -otra interpretación mañosa por lo demás- para darle la paletada final a Borges. El escritor sueco no perdonó jamás la afrenta sufrida en Londres, en la década del treinta, por parte de don Jorge Luis. El argentino se burló, en castellano, de un texto del “ese jovencito” leído en el curso de una tertulia. Ludkvist, por cierto, ya era traductor y lector de español. Y además, cuentan las malas lenguas, que el poeta trasandino, menos ciego y más gustoso de las mujeres por entonces, había mirado en demasía las piernas de la compañera de Artur, tal vez la de María Wine, su esposa danesa; aunque no me calzan las fechas para confirmarlo. Lo cierto es que Borges vino en 1997 a la presentación del María Griselda, de María Luisa Bombal, y se refociló con gentes de la derecha viñamarina, digamos Braulio Arenas, Sara Vial, la misma María Luisa y otros destacados escritores y funcionarios de la época. Ivonne nos relata acá de un arreglo floral pedido a nombre de Borges y de una seria diferencia entre Rodolfo y su ayudante, Valdés, quien se sintió profundamente ofendido por la actitud del florista quien, por descuido, suponía la ignorancia literaria de su escudero. Es en estos relatos que la autora logra los mejores retratos. Entonces refirámonos a lo que interesa de verdad: la escritura, el cómo usar la palabra y su recepción en el lector. Desde ya y gran análisis, a cualquiera le va a parecer interesante su relato; cuando no directamente entretenido. Que se deja llevar, que se puede leer de una sola vez, dice la gente. Eso es cierto; aunque muchas veces no se trata solamente de talento o de “la facilidad escritural” de la autora. El llegar a tal fluidez presume una tenacidad enorme, gran terquedad frente a la página, perseverancia ante el sonido. No, no es inspiración, como se cree; y no es pura belleza el resultado. Es nada más si no trabajo, trabajo duro cuando no esclavo; e impuesto por uno mismo. Les muestra así el análisis de cualquier párrafo, digamos, bajo las normas de redacción periodística. Ivonne redacta párrafos de tres o cuatro frases, cada una de entre quince y treinta palabras; tal cual lo recomiendan los maestros en la materia. E intercala frases cortas tras o entre afirmaciones más extensas para producir ese ritmo agradable y fluido. Con este recurso fija la imagen en el receptor. Y en lugar de una pretendida belleza produce placer estético y economía de lenguaje y pensamiento. Allí reside el secreto de la escritura. Y algo similar se observa en el tratamiento de los personajes.. Como una suerte de don Quixote y Sancho Panza, la historia se aboca a dos protagonistas, el principal, Pümpin, y su ayudante, Juan Valdés -que no sé si habrá existido o es un homenaje de la autora a las mesas de café compartidas con nuestro héroe. Usa dos procedimientos para diseñar a cada uno. El retrato del suizo se forma por la descripción del contorno o paisaje, restándole elementos para obtener una imagen prístina. El chileno, de calle Camila, Cerro la Loma, se identifica a través de la acumulación de datos, condiciones o hechos, a fin de otorgarle peso y pertenencia a su suelo. Y como en la novela manchega, poco a poco uno se va achilenando mientras el otro lentamente se ensuiza. ¿Qué más puedo decirles? Mejor escuchemos a su autora. Muchas gracias.