Documento 8097474

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“En la (parte) superior (de la puerta) se ven a la izquierda las
figuras de Son Notem y de su mujer EI Nefer Ti sentados delante
de una mesa que tiene un tablero de ajedrez. Es un dato curioso
para las investigaciones del origen de este juego, evidentemente
egipcio, y del cual se conocen representaciones aún más
antiguas en otros sepulcros de Tebas.”
“Son Notem en Tebas. Inventario y textos de un sepulcro egipcio de la XX
Dinastía” – Boletín de la Real Academia de la Historia. Tomo X. Año 1887.
Eduard Toda i Güell – Egiptólogo español (1855–1941)
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Capítulo 1
La casa del abuelo
La llama del farol oscilaba temblorosamente mientras Zahra
miraba a su alrededor, temiendo que alguien la estuviera
observando desde el valle desértico que había dejado atrás. Una
inquietante calma, que cubría la arena como un manto invisible,
le susurraba el eco de una tormenta traicionera que se avecinaba.
Aunque la entrada a la cueva pareciera las fauces de alguna
extraña criatura de las profundidades, estaba decidida a penetrar
en la oscuridad de aquel lugar tenebroso y húmedo.
Ya en el interior, las sombras parecían cobrar vida a su
paso, como si la tenue iluminación despertara a los espíritus
milenarios del vientre de la tierra. Tras cruzar la primera sala un
diminuto haz de luz perla, procedente del exterior, acarició sus
hombros posándose en uno de los dos caminos que se mostraban
ante ella, contradiciendo a su instinto e indicándole la ruta a
seguir. Dibujó con el spray, que llevaba en la mochila, una flecha
en el suelo señalando la salida, porque imaginaba que con la
caída de la tarde un velo negro barrería sus pisadas.
La
galería
bajaba
ligeramente,
estrechándose
progresivamente hasta que no le quedó más remedio que
agacharse y avanzar en cuclillas por aquel gusano gigante de
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piedra, hasta que los restos de un derrumbe hicieron que se
detuviese. Movió el farol para comprobar cuanto combustible
había consumido. Estaba casi lleno, por lo que podía intentar
aventurarse por una hendidura que había sobre la catarata de
piedras, ya que el eco de una gota de agua cayendo indicaba que,
no muy lejos de allí, habría una caverna más amplia. La llama
vacilante del farol no era lo suficientemente intensa para adivinar
que le aguardaría al otro lado sin entrar y arriesgarse.
Con mucho cuidado asomó la cabeza, descolgando el
brazo que sujetaba la luz para alumbrar la estancia que la
aguardaba. Cuando comprobó que era bastante espaciosa,
adelantó el farol, posándolo en el suelo y procurando que este no
se rozara con las piedras. Giró sobre sí misma, arrastrando su
cuerpo sobre el lecho de grava mojada, hasta que las piernas
quedaron libres para dejarse resbalar. La galería continuaba pero,
afortunadamente, parecía ensancharse de nuevo.
Una vez erguida, llegó a un espacio amplio repleto de
aquellas formaciones geológicas que tantas veces había
estudiado en clase. Sonrió recordando como en los exámenes
solía confundir estalactitas con estalagmitas. Trazó otra flecha a
la salida de la galería y colocó el farol en el centro de la sala para
contemplarla en toda su belleza. A pesar del frío se sentó en el
suelo para dejarse invadir por la quietud del momento. Habían
sido muchas horas andando para poder entrar en aquel refugio de
soledad.
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Cerró los ojos por un instante y evocó una existencia en
un reino subterráneo de hadas en el que ella era una especie de
reina, hermosa y poderosa, capaz de dominar a la noche de las
pesadillas. Entonces sintió el eco de unos pasos que se
aproximaban. Por un momento pensó que su imaginación los
había confundido con el goteo del agua caliza resonando por la
bóveda, pero el ruido iba en aumento y parecía surgir de cada
rincón.
–¡Hola Zahra! –Una sombra se detuvo frente a ella
provocando el grito de la chica–. ¿No me reconoces?
–¿Quién eres y qué quieres? –Aquella voz le era familiar.
–Soy tu abuelo.
–¡Eso es mentira! –gritó angustiada–. Mi abuelo está
muerto.
–Criatura… Estás soñando conmigo –se agachó junto a
ella mostrando su anciano rostro–. Yo formo parte de este lugar
de recogimiento en el que buscas la paz.
–¡No puede ser! ¿De verdad eres tú? ¡Abuelo! –se
abrazaron–. No sabes lo que te he echado de menos todo este
tiempo. ¿Vienes para quedarte? –El abuelo acarició la cabeza de
Zahra con ternura, como tantas veces lo había hecho cuando le
contaba sus historias de viajes por la selva, remontando el Nilo o
buscando la presencia de Avalon en su tierra natal de
Glastonbury. Sus ojos se movían inquietos vigilando cada una de
las sombras que bailaban al brillo del farol.
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–No deberías estar aquí tú sola. Seguro que a tu madre no
le gustaría. ¿A qué no?
–A ella nada le gusta –Zahra escondió la mirada con
tristeza–. Nunca me comprende.
–Insisto. No deberías haber entrado en la cueva –el
abuelo elevó la vista con preocupación hacia la oscura bóveda
que los cubría–. Tú lugar está ahí fuera, no escondida de ti
misma y del sol.
–Pienso quedarme aquí para siempre –le respondió con
una mirada retadora–. ¿No serás tú también como mis padres? –
Entonces algo asustó al abuelo, que se levantó como un resorte
girando su cabeza hacia atrás.
–¿Qué ocurre? ¡Dime que sucede!
–Niña mía, recuerda que nunca deberás rendirte. Cada
objeto tiene su alma, su propia energía. Tu talismán… ¡No
olvides mover tus fichas y jugar la partida hasta el final!
De repente surcaron por encima de sus cabezas el aleteo
de cientos de murciélagos, derribando el farol y provocando de
nuevo las tinieblas en el seno de la cueva. Zahra gritó pidiendo
ayuda, sin encontrar respuesta alguna más allá del alboroto que
aquellos siniestros animales provocaban a su alrededor. Cuando
sintió que la cueva entera se rasgaba como el papel, su abuelo le
mostró la entrada de un pozo, cuya tapa de hierro forjado sobre
madera dibujaba la misma forma que el colgante que le regaló
cuando era más pequeña. El fondo era profundo y frío, pero a la
vez una fuerza desconocida que envolvía su cuerpo lo hacía
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acogedor y seguro. Durante unos instantes el tiempo pareció
detenerse y las piedras cayeron como plumas, meciéndose al
compás de una plegaria que surgía de las entrañas de la tierra. Y
allí estaba ella, una bella dama vestida de verde, cantándole con
dulzura desde algún rincón del corazón donde se ocultaban todos
sus miedos. Se dejó rodear por el pozo en un precipicio que no
parecía terminar, hasta que sintió que unas manos la sujetaban
con suavidad.
–¡Zahra! ¡Hija! –Su madre encendió la luz de la
habitación–. ¿Tenías una pesadilla?
–¡Mamá! –Estaba empapada de sudor con la sábana caída
sobre el suelo.
–¿Te encuentras bien? –Se sentó junto a ella y le tocó la
frente–. Estás helada. Espera que cierre la ventana.
–No por favor, hace mucho calor. Estoy bien, te lo
prometo.
–Son los nervios del viaje, como siempre.
–No estoy nerviosa –se giró sobre sí misma y se tumbó
dando la espalda a su madre–. Siempre que duermo mal me dices
lo mismo.
–Lo que tú digas –se hizo el silencio–. ¿Quieres que me
quede un rato contigo?
El amor propio de sus quince años recién cumplidos le
gritaba que ni hablar, que no iba a permitir que su mamá la
acunara como cuando era una niña, pero la repentina presencia
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de su abuelo en el sueño y el súbito despertar le habían creado un
sentimiento de desamparo y añoranza que estaba a punto de
desembocar en un llanto dulce, pero desconsolado. Se dejó
querer, porque necesitaba que unos brazos aguardaran junto a
ella la llegada de ese cielo que vislumbró al final de la avalancha.
Durante unos minutos, mientras admiraba la luna llena, sólo
escuchó la respiración acompasada, y tranquilizadora, de su
madre.
La casa de Albaidalle siempre había sido un laberinto repleto de
secretos en el que perderse cuando era una niña. Los viajes del
abuelo, y las recientes expediciones de su padre, habían dejado
poso en cada uno de los rincones del viejo cortijo, convirtiendo
cada estancia en un pequeño museo en el que pasar las horas
muertas soñando con aventuras fantásticas, tesoros escondidos o
tierras por descubrir. Ella había pasado los días más felices de su
infancia entre aquellos muros encalados que ahora reposaban
tristes en el silencio de su abandono. Primero fue la separación
de sus padres, hacía ya un año y medio, y luego la muerte de su
abuelo en primavera, dejando un legado personal en su corazón,
pero también una enorme colección de objetos entrañables, a la
vez que valiosos, haciendo de aquel lugar un nuez seca, sin fruto,
pero bella y dorada a la vez. Cuando el padre de Zahra envío un
abogado con los papeles de la cesión de derecho hereditario a
favor de sus hijos y su ex-esposa, dos cosas quedaron muy
claras. Primero que aquel hombre tenía una nueva vida en África
con sus necesidades materiales bien cubiertas; y segundo, que
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dejaba en manos de la madre de Zahra una labor larga y
desagradable, pero que aliviaría los problemas económicos. Así
que durante aquel mes de julio Marta Giménez tendría que
organizarlo todo para inventariar los bienes, decidir que hacer
con ellos y disponer la casa para su venta. Desde el divorcio las
cuentas estaban muy ajustadas y no podía permitirse mantener
aquel lugar abierto.
El coche dejó atrás Albaidalle para adentrarse en la sierra,
atravesando hileras de olivos que saludaban a ambos lados de la
carretera. Hacía tanto calor que se diría que el propio coche
respiraba con dificultad. Poco a poco los olivos iban dejando
paso a un paisaje más variado, con pequeñas huertas y casitas
que parecían manchitas blancas en la ladera de la montaña, y una
ligera brisa más fresca que mecía los árboles aliviando la
temperatura. Cuando la carretera parecía que iba a subir hasta el
cielo tomaron una desviación a la derecha, un camino de tierra,
bacheado por las lluvias de la primavera, que les llevaría a La
Mugara.
El muro del cortijo tenía desconchones bajo el tejadillo y
daba una penosa sensación de abandono, hasta que se atravesaba
la reja del patio de entrada, y la vida regresaba con sus naranjos,
arriates de flores y cántaros con plantas. La mano del guarda,
Tarek Moawad, todavía se notaba en aquellos detalles. Su
presencia en la finca había liberado a Marta de muchos
quebraderos de cabeza pero, por otro lado, le causaba inquietud
la libertad con la que aquel tipo extraño se habría movido por la
que temporalmente sería su propiedad. Tarek el Egipcio fue el
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fiel acompañante de su suegro en muchas de sus aventuras y con
el tiempo se estableció en La Mugara al cobijo de su patrón y,
¿por qué no reconocerlo?, de su dinero. Su carácter huraño y
seco causaba el miedo en los pequeños de la casa cuando
jugaban por el cortijo y estropeaban alguna flor del jardín o
subían sin permiso al despacho de su abuelo para ver los tesoros;
pero también fueron frecuentes las veces que este les llamaba
ceremoniosamente y les permitía acompañarle en su limpieza del
mismo, siempre y cuando no tocaran nada. También Marta
notaba en sus ojos negros sensaciones difíciles de comprender,
pero que le provocaban una gran zozobra. Sin embargo, fuera por
el propio interés o por la lealtad a la familia, la disponibilidad y
la colaboración de aquel hombre desde que murió el abuelo había
sido de gran ayuda para poder centrarse en su trabajo y sus hijos
hasta la llegada del verano.
Según iban sacando las maletas del coche, Tarek se
acercó ceremoniosamente a la madre de Zahra, tendiéndole la
mano con respeto. Parecía más gordo y su pelo canoso daba la
impresión de estar más descuidado.
–Buenos días señora. ¿Han tenido un viaje plácido?
–Sí, gracias. ¿Me ayuda con esto, por favor?
–Desde luego –miró a Zahra–. Señorita, bienvenida a La
Mugara –giró la cabeza hacia el cansado David–. Tengo algún
refresco en la nevera si lo desean.
–Vamos dentro, Tarek, que estamos muy cansados –dijo
Marta mientras cerraba el coche.
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Al entrar en el zaguán la temperatura descendió de golpe
aliviando a los viajeros. Mientras Marta observaba el aparente
orden y limpieza de la escalera y el recibidor, Zahra recordaba
con nostalgia su ilusión de niña al llegar al cortijo del abuelo,
subiendo impetuosamente al piso de arriba para ver que nueva
sorpresa la aguardaba en su habitación, ya que él había estado
viajando hasta que le fallaron las rodillas con setenta y dos años,
y nunca se olvidaba de sus dos nietos trayendo algún recuerdo.
Aún conservaba en su cuello el precioso amuleto que le trajo de
Inglaterra.
Tras la reconfortante comida que les había preparado
Tarek, Zahra y David tomaron posesión de sus habitaciones.
Como en los últimos años, Zahra pensaba acomodarse en la del
torreón, el cuarto de soltero de su padre, un lugar increíble
repleto de libros, recuerdos, juguetes antiguos y una enorme
maqueta de un barco pirata colgada del techo. Pero en aquel
verano, que iba a ser su última estancia allí, pensó que quizás le
tocaba a su hermano pequeño el poder dar rienda suelta a la
imaginación en aquel rincón tan fascinante. Así se lo ofreció y él
aceptó el regalo encantado. Por eso ella se instaló en la otra
habitación, contigua a la de su madre, que seguía abajo charlando
con el guarda. Intuía que ambos tenían mucho de que hablar.
Dejó la maleta junto a la cama y se tumbó para mandarle
un mensaje de texto a Sonia, que debía estar en la playa en
aquellos momentos. La echaba de mucho de menos, al igual que
a Nico, su otro mejor amigo, que andaría con su familia en el
pueblo. Ellas se habían llevado sus portátiles con el módem
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USB, pero Nico no tenía, porque estaba en una casita familiar en
una aldea de Galicia en la que su padre quería disfrutar del
campo, por lo que sólo podía acceder a la red en un locutorio.
Habían quedado en chatear todos los días, cuando fuera posible,
antes de acostarse. En agosto pasarían los tres unos días en
Inglaterra repasando el idioma con una tía abuela de Zahra,
Margaret Saunders, pero hasta entonces les tocaba estar
separados.
El sol entraba implacable por la ventana, cegando la
pantalla del teléfono, por lo que se levantó a bajar la persiana.
Desde el balcón observó como dos pintores encalaban la fachada
que daba a los cobertizos. Era un síntoma más de la puesta de
largo de la casa para su posterior venta, del fin de una etapa de su
vida que irónicamente estaba coincidiendo con su adolescencia.
Uno de los pintores, un muchacho poco mayor que ella, le hizo
un amago de saludo al que ella no correspondió. No estaba para
nadie. Se sentía cabreada con el mundo, la obsesión de su madre
por librarse de la casa, la lejanía de sus amigos y el muermo de
mes que le esperaba allí perdida en un monte sevillano. Iban a
ser unas vacaciones ideales para gente como su hermano, pero no
para una jovencita como ella. Últimamente notaba que nadie la
comprendía, aunque en su interior presentía que era ella la que
no se entendía a sí misma.
Al caer la noche Zahra acompañó a su hermano al torreón y le
bajó de la estantería un álbum de las aventuras de Tintín de su
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padre, en concreto un que a ella siempre le había impresionado
por tratar de la amistad y la constancia en la búsqueda de un
joven desaparecido en el Tíbet. Así David se dormiría
tranquilamente con las viñetas.
–¿Crees que Tarek guardará la piscina portátil o la habrá
vendido como todo lo que había en los cobertizos?
–No lo sé David. Somos ya muy grandes para meternos
en ella… ¡Sólo entrarían los pies! Intenta dormirte.
–Zahra. ¿Por qué mamá se empeña en vender la casa?
Podríamos venir en vacaciones, ¿no?
–Ella tiene sus razones. Está muy lejos y fuera de
nuestras posibilidades. Tiene muchos gastos, la luz, el agua, el
propio Tarek… Pero si la vendemos muchas cosas cambiarán.
¿Te das cuenta? Estos días tienes que ayudar mucho y ser más
comprensivo.
–¿Qué puedo hacer yo?
–Para empezar no darle vueltas al tema de la venta. ¿No
ves que ella sufre?
–Es que a veces no puedo evitarlo.
–Lo sé. Bueno… Si quieres algo estoy abajo. ¿Vale? No
tengas encendida mucho tiempo la luz, que entran mosquitos –le
acarició levemente la mejilla.
Una vez acostado su hermano, Zahra se enfundó el
pijama, conectó su notebook, se puso cómoda, con el gran
almohadón a su espalda, y colocó el aparato en su regazo. Bajo la
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foto del escritorio, en la que estaba con Sonia y Nico en una
convivencia del colegio, apareció un icono inesperado con un
mensaje que le avisaba de que había una red wifi disponible.
¿Cómo era posible? En aquel lugar en mitad del campo sólo
podría provenir del cortijo y su abuelo no tenía ordenador.
Seguramente sería de Tarek, que se habría instalado la ADSL
durante aquel año en su casa. Lo raro era que su madre no lo
supiera, porque se lo habría dicho para no tener que comprarse el
módem. Intentó conectarse a la red, que estaba deshabilitada y
recibió el aviso de que ya estaba dentro a los pocos segundos.
Pero la sorpresa vino después. Al entrar en el explorador
aparecía una pantalla de acceso a la red, similar a la que había en
los aeropuertos para entrar en las wifi de pago. Esa sí que era
buena... Ocupando toda la pantalla, dos egipcios, un hombre y
una mujer, jugaban al ajedrez con algún contrincante invisible, y
en el centro un formulario de acceso pedía una contraseña para
continuar. Evidentemente existía mucha afinidad entre el
Antiguo Egipto y su abuelo, pero ninguna entre él y las nuevas
tecnologías. Estaba claro que Tarek tendría relación con aquello,
porque él era de origen árabe y había estado con su abuelo en su
primera expedición arqueológica. Lo que no entendía era la
necesidad de proteger la señal de internet en un lugar tan aislado.
De todas formas al día siguiente le pediría la contraseña y así se
ahorraría algo de gasto en su módem.
Según se disponía a desconectar la wifi cayó en la cuenta
de un detalle. La señal era extrañamente potente como para venir
de la vivienda del guarda, situada detrás de la casa y a mucha
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distancia de la zona del torreón. Una de dos, o provenía de un
emisor cercano o por allí había un repetidor como los que se
situaban en los pasillos de su colegio. Miró el reloj y vio que
todavía tenía tiempo hasta las once, hora en la que había quedado
con Sonia, así que decidió explorar aquellas estancias en busca
de la fuente de la señal.
La habitación de su madre estaba vacía, por lo que
supuso que seguiría en el despacho del abuelo poniendo papeles
en orden. Escrutó el techo y las paredes para comprobar que no
había cables. En la alcoba de los abuelos tampoco encontró nada,
y mucho menos iban a estar en el baño. Aquello era como jugar
al Cluedo. Quizás en el torreón, pero no valía la pena subir si
David se estaba durmiendo. Se asomó a la escalera por si se
adivinara alguna instalación eléctrica desconocida. Nada. En el
zaguán se reflejaba la luz del despacho, así que bajó de puntillas
para no ser descubierta. Debajo de su habitación había un
saloncito con trofeos de caza donde se recibían a las visitas. La
señal tenía que venir de allí o del torreón para poder tener
semejante intensidad, pero para llegar hasta allí había que pasar
junto a la puerta del despacho, desde el que llegaba la nítida voz
de su madre discutiendo acaloradamente.
–¡… Porque no me puede decir que no se ha dado cuenta!
Cualquier comprador que se acerque por aquí va a darse de
bruces con un muro que apenas se tiene en pie. Le dije que se
encargara de todo. Ese era nuestro acuerdo.
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–Mire señora… Comprendo su disgusto si las cosas no
están como usted deseaba. Mañana mismo bajaré al pueblo y
dispondré lo que usted quiera. Nunca he sido contratista y es
posible que la reforma vaya un poco despacio…
–¿Un poco despacio? Tarek, la planta de arriba está como
la dejé y esos pintores han empezado por la zona menos
deteriorada. Eso no es ir despacio y usted lo sabe. Lo que pasa es
que…
–¿Sí?
–Vamos Moawad, yo nunca le he gustado. Desde que
entré en esta casa, y mi marido comenzó a viajar menos con
ustedes, nunca ha ocultado su malestar hacia mí, como si yo
fuera la causa de su vida aburrida y monótona –el guarda bajó la
mirada–. Perdone Tarek, no quise decir eso, con franqueza, pero
debe usted darse cuenta de que aquella etapa terminó hace años y
que usted mismo debería jubilarse...
–Señora, lamento profundamente haberle dado esa
impresión. Sabe que dispone de mí como lo hizo la familia de su
marido.
–¿Se da cuenta? “La familia de mi marido”. Es igual,
déjelo, porque no vamos a llegar a ningún sitio –se hizo el
silencio–. Será mejor que mañana lo acompañe al pueblo y lo
arreglemos todo, aunque cualquiera encuentra albañiles en
verano.
–¿Desea alguna cosa más? Es tarde y estoy algo
cansado…
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–Sí, una curiosidad… Recuerdo que en este despacho,
cuando venía con mi marido, se guardaban algunos objetos
egipcios, como el ánfora blanca, la sillita o la figura del gato.
¿También los vendió mi suegro?
–No recuerdo, señora. Es probable. Hace tanto tiempo…
–Es igual Tarek, déjelo. Seguro que revisando los papeles
encuentro las facturas… Puede usted irse a dormir.
Zahra regresó a la escalera y se agazapó en ella para no
ser vista a pesar de la oscuridad. Tarek atravesó el zaguán y salió
de la casa cerrándola con llave. Se le notaba abatido. Los pasos
de su madre yéndose del despacho hicieron que escapara
presurosamente a su habitación. Se sentó en la cama y conectó el
módem. Por fin entró en el chat y Sonia se introdujo en la
conversación.
–Buenas noches Zahra. ¿Cómo ha ido el primer día?
–Esto es un muermo, tía… ¿Has hablado con Nico?
–Sí, dice que hace muy mal tiempo y que sus primos son
unos plastas.
–¡Vaya mes que nos espera! ¿Y tú en la playa?
–No está mal… Algún que otro pibón. A ver si hago un
buen fichaje…
–¡Qué envidia! Ya me contarás…
–¿Vas a estar muchos días en Albaidalle?
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–Está la cosa chunga. Hay mucho que hacer y creo que
esto va para largo. Por lo menos me parece que hay una línea de
Internet para bajar y verme alguna peli.
–No te encierres, que te conozco. Sal un poco, vete al
pueblo o pasea por el campo. Si te quedas ahí vas a empezar a
comerte el tarro y al final discutirás con tu madre, que tampoco
debe estar dispuesta a aguantar tus neuras.
–No conozco a nadie. Además, tengo que cargar con
David, que tiene que estudiar matemáticas.
–Vale, pero al menos inténtalo. ¿De acuerdo? Te dejo,
que ya me ha dado dos toques. Es que has tardado mucho en
conectarte, ¿sabes?
–Estaba espiando a mi madre, je, je…
–Estás fatal tía, de verdad. Lo dicho. Mañana hablamos.
¡Cuidate!
–Lo mismo te digo. ¡Ah! Y mándame fotos de los pibones
que dices. Besotes.
Tras despedirse de Sonia, Zahra intentó conciliar el sueño
poco a poco. Frente a ella el mueble de los juguetes de su
hermano mostraba una colección de puzzles incompletos, algún
coche destartalado y los restos de su primera videoconsola
obsoleta.
Al menos aquella noche se sentiría arropada por la
tranquila y feliz niñez.
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Capítulo 2
Son-Notem
Fue en clase de tutoría. El profesor preguntó cuáles eran las
desventajas de ser un adolescente y todos levantaron la mano
listos para enumerar una lista sin final. Los granos, la
responsabilidad, las drogas, los líos con ellos y ellas, aguantar a
los padres… Entre toda aquella colección de desastres que los
agobiaban llamó la atención la aportación de Nico. Dijo que de
niños eran superhombres, grandes futbolistas que ganaban la liga
en el último minuto, apuestos príncipes dispuestos a dejarse las
rodillas para rescatar a su amada, astronautas de salón, médicos
con “sanas intenciones” o soldados de fortuna absolutamente
invencibles. Y un día, te levantas y empiezas a perderlo todo. El
cuerpo se rebela para convertirse en el desgarbado hombre
mutante; los partidos dejan de ser un juego y las cicatrices de la
derrota van más allá de lo deportivo; el corazón se rompe y
recompone una y mil veces al ser rechazado; las estrellas
comienzan a alejarse; para ejercer la medicina hace falta un
milagro; y la victoria comienza a convertirse en una meta
inalcanzable. En definitiva, te vuelves patéticamente humano y
defectuoso. Saber que las personas mayores son también frágiles
e inseguras como uno mismo es descorazonador, pero a la vez
tranquilizaba un mazo.
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Cuando Nico dejó su opinión a modo de epílogo, el tutor
les preguntó entonces por las ventajas de dejar la infancia. Allí
fue cuando Zahra descubrió que los mismos temas, que
preocupaban
a
la
clase,
coincidían
con
los
que
les
proporcionaban la ilusión y la esperanza para seguir creciendo.
Desde entonces ella creía que cuando una puerta se cerraba
siempre se abría otra, distinta y enigmática, pero con nuevas
vivencias tras ella. Así que si el panorama que se le mostraba
aquel mes de julio era patético, sería por algún motivo.
¿Conocería a algún chico? ¿Descubriría algún lugar misterioso
como hacía su abuelo? ¿Cambiaría por fin la talla del sujetador?
Tiempo al tiempo…
Para comenzar el día, nada menos motivante que realizar
los cuadernillos de verano de mates con David mientras que
Tarek y su madre etiquetaban objetos por todo el despacho para
ser catalogados a posteriori. Aquello era como explorar una selva
de trastos en busca de un diamante; y ella con las dichosas
cuentas. En una de las idas y venidas de Tarek por la salita de
caza le detuvo para preguntarle por la contraseña de la wifi.
–Disculpe señorita, pero no entiendo lo que me dice.
¿Qué es lo que quiere?
–La contraseña para entrar en internet.
–Para entrar en internet. Entiendo –se quedó mirándola
pero de forma ausente–. ¿Para qué quiere usted entrar en
internet?
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–¿Qué para qué quiero…? Pues no sé. Como todo el
mundo. De todas formas si la línea es suya tampoco quiero ser
una molestia.
–La línea que usted dice no es mía.
–¿Cómo qué no? No hay nadie más por aquí. ¿De quién
es entonces?
–De la casa, por supuesto.
–Pero si aquí…
–El señor Saunders… Su abuelo, usaba un ordenador, así
–dibujó un rectángulo en el aire–, de color gris. Un técnico del
pueblo le puso el internet y esos aparatitos.
–¿Qué aparatitos?
–Pues todos, no sé, los cables y demás.
–Ya… ¿Pero dónde está el router? ¿No hay un ordenador
conectado en algún sitio? Yo no lo he visto –el guarda siguió en
silencio con cara de extrañeza como si tuviera a una marciana
enfrente.
–No sabría decirle… Discúlpeme, pero creo que han
llamado a la puerta.
Mentía. Zahra estaba convencida de que mentía. Se
estaba haciendo el tonto para quitarle las ganas de usar la wifi.
Con lo obstinada que era ella, como para que le pusieran trabas.
Iba a entrar en la red sí o sí, aunque tuviera que hackearla.
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–David, te dejo estas multiplicaciones, que vengo
enseguida.
–Qué morro tienes…
–No he sido yo la que va mal en matemáticas. Cuando
vuelva las quiero hechas.
Según se aproximaba al despacho pudo contemplar la
enorme cantidad de objetos que descansaban por el pasillo,
mucho de los cuales se alborotaban entre sus recuerdos como si
el tiempo no hubiera transcurrido. Entonces escuchó una voz
desconocida que hablaba con su madre en el zaguán. Sería la
visita que había librado a Tarek del interrogatorio. Inmejorable
momento para buscar el dispositivo de la wifi en el despacho.
Aquel lugar se había transformado en una auténtica
leonera, con papeles por todas partes, libros ajados entre valiosos
souvenirs, y otros enseres desperdigados sin ningún criterio. Tan
sólo el cuadro de Stonehenge proseguía su tranquilo reinado en
la pared. Su madre estaba más sobrepasada de lo que pensaba.
Miró al techo. Nada. Había un espacio oculto sobre la librería,
pero su altura rozaba los tres metros. ¿Por qué no intentarlo? Su
abuelo tenía una preciosa escalera corrediza para alcanzar los
libros, así que la colocó en el centro y ascendió hasta rozar el
último estante. Le faltaba algo de estatura para poder investigar
sobre ella, así que colocó el pie en el anaquel anterior y se agarró
al borde de arriba tomando impulso. Como la escalera se
moviera lo iba a pasar francamente mal. Sin embargo el esfuerzo
valió la pena…
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A su izquierda, sobre el mueble, un pequeño aparatito
destellaba muy ufano entre telarañas, señal de que estaba
funcionando correctamente. Su cableado parecía caer por detrás
de la librería, en dirección a la bodega o al suelo del mismo
despacho. Aunque había encontrado la explicación al misterio de
la señal en su habitación, seguía sin descubrir la fuente de todo
aquello.
Con mucho tiento se dejó descolgar hasta tocar un
peldaño. Descendió por la escalera y se sacudió el polvo de la
ropa y, especialmente, de las manos. Hacía tiempo que el guarda
no pasaba un plumero por allí. De perdidos al río, o como decía
Sonia de broma, “from lost to the river”. ¿Por qué no aprovechar
la ausencia de su madre para cotillear un rato?
Sobre la mesa se apilaban papeles oficiales, recibos y un
cuaderno donde Marta estaba anotando todo lo que encontraba
que tuviera algo de valor y que no supusiese un recuerdo. En
aquel momento sintió verdadera pena por la labor ingrata que su
madre estaba llevando a cabo. Estaba decidida a ofrecerle su
ayuda. Cuando se alejaba para curiosear un cajón de figuritas
indias cayó en la cuenta. En la mesa había recibos. Seguro que el
de la línea ADSL estaba por allí. No tardó más de un minuto en
encontrarlo. El alta de la línea era de hacía un año, seis meses
después de la partida de su padre, por lo que era un tema que
concernía a su abuelo. El contrato hablaba del coste de la línea,
pero no del resto de la infraestructura. A lo mejor Tarek había
dicho la verdad.
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Zahra continuaba registrando los papeles en busca de
alguna garantía de compra cuando una sombra se acercó muy
despacio por detrás. Se revolvió y descubrió una silueta
impasible tras ella.
–Señorita…–ella gritó ante una presencia que no
esperaba.
–¡Qué susto me ha dado, Tarek! Tenga más cuidado la
próxima vez.
–Siento el sobresalto. Quizás estaba usted muy
ensimismada en sus pensamientos –eufemismo para decir que
estaba muy concentrada olisqueando los documentos de la casa–.
Aquí tiene lo que quería.
–¿El qué?
–Internet –le tendió un ordenador portátil con su cable de
conexión.
–¡Ah! Muchas gracias. ¿Es suyo?
–Lo guardaba su abuelo en su dormitorio. Quizás no
funcione. Por cierto…
–¿Sí?
–Si está buscando a su madre que sepa que está
conversando con un caballero en el patio.
–Gracias Tarek.
–Lo que necesite –y se alejó de allí con una extraña
mueca dibujada en su cara.
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Abrió el ordenador con cuidado, porque la carcasa estaba
pegada con cinta aislante y no había rastro de la batería. Se
notaba que su abuelo no había sido muy cuidadoso. A pesar de
todo, aquello sí era el tesoro escondido que deseaba encontrar.
Liberó a su hermano de sus obligaciones y subió a su habitación
con la esperanza de que aquel viejo trasto se encendiera.
Windows XP. Podría haber sido peor... Tardaba en
arrancar, pero estaba en ello. Por fin una fotografía. No se lo
podía creer. Era ella con su abuelo y el resto de la familia el día
de su primera comunión. Una enorme ternura empezó a comerla
por dentro dando paso a unas lágrimas furtivas. En su fuero
interno sentía que aquello estaba mal, pero era su abuelo y si
alguien tenía algún derecho a introducirse en su intimidad era
ella, que llevaba su misma sangre.
Recorrió un gran abanico de programas habituales y nada
le llamó la atención. ¡Ploc! El equipo se había conectado
automáticamente a la red. No perdía nada con intentarlo. Doble
clic en el explorador y de nuevo la pareja egipcia frente a ella,
pero esta vez con una notable novedad. El campo de la
contraseña mostraba una serie de asteriscos. Su abuelo había
optado por dejarle a la máquina recordar su contraseña. ¡Bravo
por ti, abuelo! ¡Aceptada! Bueno, al menos podría usar ese
equipo en la casa, siempre y cuando a su madre le pareciera bien.
No había manera de ocultarlo si lo sabía Tarek.
Tras la alegría inicial le aguardaba una sorpresa. Una
segunda pantalla predefinida en el explorador mostraba un
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escritorio virtual que imitaba una mesa de madera. Sobre ella
algunos objetos con hipervínculos. ¿Su abuelo tenía instalado un
juego? Eso sí que era extraño. Elegiría un primer objeto a ver
que sucedía, así que activó un globo terráqueo y la pantalla
desapareció para dar paso a Google. ¡Por fin! Ya conocía el
camino a seguir. Aquel cacharrito iba a convertirse en una nave
pirata desde la que abordar las películas de estreno que no iba a
poder ver en Albaidalle. Pero mejor dejar eso para más tarde.
Regresó al escritorio de madera. ¿Y aquel otro? Parecía un
termómetro o algo así. Doble clic y en la esquina superior surgió
una especie de monitor meteorológico. Temperatura 15 grados.
Humedad relativa… Ese programita estaba delirando, con el
bochorno que hacía en el cortijo. ¡Quince grados! Volvió a la
pantalla inicial.
Mientras Zahra exploraba el ordenador, David se
acercaba con gesto aburrido en dirección al torreón.
–¿Qué haces? –preguntó.
–Nada –Zahra bajó la pantalla.
–¿Y ese ordenador?
–Es…–al final se iba a enterar igual–. Era del abuelo.
Estoy viendo si funciona.
–¡Guau! ¿Por qué no me lo dejas? Tú ya tienes uno –de
un salto se subió a la cama.
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–Espera un momento. Esto es un secreto entre tú y yo.
¿De acuerdo? Ya se lo contaremos a mamá y le daremos una
sorpresa.
–¡Genial!
–Y ahora sube a tu habitación a recoger un poco.
–Ya lo hice… Déjame que me quede, por favor. Me
aburro.
–Bueno, tú ganas, pero estate callado.
El ratón se paseaba por el escritorio buscando otro objeto
a examinar. Esta vez escogió una enorme llave, que al ser
activada abrió una segunda ventana ocupada casi en su totalidad
por la animación de un soldadito romano con una lanza
amenazadora hacia Zahra.
–¡Ahí va! –exclamó David–. Tiene juegos. ¿Me lo
dejarás?
–Prometiste estar en silencio…
Bajo el soldadito que custodiaba una puerta apareció un
cuadro de diálogo. Aquel muñeco pretendía establecer una
conversación con el usuario.
–¿Quién va?
–Saunders –escribió Zahra, pensando en el apellido de su
abuelo.
–No sé quien es Saunders.
–Te está hablando, Zahra. ¡Qué fuerte!
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–¿Quién va?
–Esto es como buscar una aguja en un pajar.
–Dile que eres gente amable, como saludaba a veces el
abuelo –Zahra miró con escepticismo a su hermano–. Prueba…
–Gente amable.
–No sé quien es gente amable.
–¿Lo ves? Por hacerte caso.
–A lo mejor esperaba a Tarek.
–No lo creo… Tarek.
–No sé quien es Tarek. No eres bienvenido –y el
programa se cerró.
–Suele pasar, Zahra. A la tercera se bloquean estas cosas.
–No importa. Mejor lo apagamos –postergando la
investigación para cuando estuviera sola– y nos damos un paseo.
¿Quieres? –David asintió–. Sube a por las deportivas.
Según Zahra recogía el ordenador y lo ocultaba bajo la
cama, su madre apareció por la puerta preguntándole si podía
ayudarle a limpiar unos libros. La cara de extremo agotamiento
de Marta impresionó a su hija, que se había prometido a sí
misma dejar a un lado su egoísmo y colaborar un poco en el
difícil desmantelamiento del cortijo.
–Claro mamá. ¿Quién ha venido?
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–Un pasante de antigüedades. Está muy interesado en
echar un vistazo a la casa y comprar algunas cosas. Le he dicho
que venga el sábado cuando esté todo más ordenado.
–¡Qué prisas! La noticia de tu llegada se ha corrido por el
pueblo rápidamente.
–Sí, es raro –Marta pensó inmediatamente en Tarek
Moawad.
–¡David!
–¿Qué? –respondió desde arriba.
–Voy a ayudar a mamá. Esta tarde damos el paseo.
–Vale.
Al terminar la comida, Zahra subió a su cuarto para descansar un
rato y leer un libro que le había dejado Sonia, uno de esos sobre
vampiros adolescentes que tanto le gustaban a su mejor amiga.
Deseaba que aquella lectura desembocara en una confortable
siesta, pero allí estaba David para arruinar sus planes. La tomó
de la mano y la subió al torreón. Ella le advirtió que no tenía
ganas de jueguecitos, pero su hermano insistió en que lo siguiera.
Sobre la mesa de su padre estaba el ordenador encendido.
–¿Quién te ha dado permiso para cogerlo tú solo?
–¡Eh! Que no es tuyo. Es del abuelo, y él me lo dejaría.
–Como hayas estropeado algo, te corto la cabeza…
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–Son Notem –dijo David satisfecho–. Son Notem es la
palabra que buscaba el soldado.
–Pero, ¿cómo…?
–Muy fácil. Déjame que te explique como lo he
averiguado. Me fijé en la fotografía de los egipcios jugando al
ajedrez, ¿no es así? Entonces probé las palabras Egipto, ajedrez y
egipcios. El soldado se mosqueo y me cerró el acceso, por lo que
tuve que volver a reiniciar el equipo.
–Era demasiado evidente, ¿no?
–Espera… Busqué en Google –David entró en el
escritorio y activó el globo– egipcios jugando al ajedrez y
descubrí que estaba equivocado, que ese juego se llama senet, no
ajedrez. ¿Ves?
–Entiendo, probaste con senet, ¿verdad?
–Sí, pero no tuve acceso. Seguí buscando información y
de repente me topé con la foto de los dos egipcios. Mira…
–Puerta de la tumba de Son Notem… No puede ser tan
evidente, no me digas que…
–Escribí Son Notem y fallé por segunda vez –David
regresó al escritorio e hizo clic en la llave–. Entonces probé a
poner un guión entre Son y Notem, y… ¡Tachán!
El soldadito atrajo la lanza hacia su pecho, sacó una llave
que abrió cómicamente la puerta y saludó a su insigne visitante:
–Saludos, Son-Notem. Bienvenido a la cueva del senet.
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Capítulo 3
El graffiti
Sábado, día de descanso matemático de David. No hay mal que
por bien no venga, pensó Zahra. Si había que sufrir una buena
temporada pasando calor en La Mugara, ¿por qué no aprovechar
para tomar algo de sol y coger color? Así que se puso el bikini,
se conectó el mp3 y se tumbó en la azotea para ponerse morena y
no desentonar con Sonia en la conquista del territorio británico.
Fue al darse la primera vuelta en la esterilla cuando
observó aquella escena digna del cine mudo. Su hermano corría
alrededor de la casa mientras que uno de los pintores lo
perseguía brocha en mano. No había que ser una lumbrera para
imaginar alguna trastada del ocioso David, pero tampoco debía
permitir que aquel tipo le pusiera la mano encima a su hermano.
Así que soltó el reproductor de música y bajó al encuentro de
ambos. Cuando los tuvo a su alcance, el pintor ya había
abandonado prudentemente su primer impulso homicida y
regresaba al muro.
–¡Oiga! Perdone…
–¡Ah! ¿Es usted la…? –Aquel interfecto estuvo a punto
de decir “madre” hasta que se fijó bien en Zahra–. ¿Estás con ese
crío?
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–Sí, soy su hermana y quiero saber que ha hecho.
–¿Qué ha hecho? Pues hacerme una pintada en el muro.
Acababa de terminar esa parte y me la ha jodido toda –observó
topológicamente a Zahra calibrando su edad–. ¿Puedo hablar con
tus padres?
–¿Mis padres? –aquel pintor sólo era algo mayor que ella,
la había mirado de arriba abajo con descaro y encima la trataba
como a una niña–. Puedes hablar conmigo. Es lo mismo.
–Disculpa, pero no creo que tú seas la que firma las
facturas –mostró una mueca de superioridad que acabó por
encender a Zahra.
–Pues no, pero puedo hacer que te manden a la puta calle,
así que no te pases ni un poco, monín.
–¡Vaya…! –El joven parecía sopesar la situación
mientras aguantaba la risa–. No quería ofenderte, de verdad. Lo
que pasa es que yo también le rindo cuentas a mi padre y no
quiero problemas. Necesitaré gastar más pintura para tapar eso.
–¿Tu padre? –Ya estaban empatados a uno–. Claro…
Sólo lo ayudas. Ya suponía que no eras tú el encargado.
–Como quieras, pero yo te lo he dicho y si hay problemas
que se entiendan entre ellos –se dio media vuelta–. Adiós.
–¡Espera!
–¿Qué pasa?
–A mi hermano ni tocarlo.
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–No soy estúpido –intentó sonreír a la imperturbable
Zahra–. Sólo corría para asustarlo.
–Pues eso.
Tras dejar la conversación, Zahra fue a buscar a David
para cantarle las cuarenta.
No era la primera vez que Menéndez atravesaba aquella reja, ya
que había tratado anteriormente con el tozudo de Saunders, una
presa de caza mayor comparada con Marta Giménez. La primera
impresión del encuentro anterior había sido la de una mujer que
ocultaba tras una coraza de fortaleza algunas inseguridades y,
sobre todo, poca preparación para comprender los negocios en
los que se estaba metiendo. No era lo mismo vender una
televisión que un ánfora nubia. Tampoco parecía que nadie la
acompañara en aquella labor, por lo que esperaba finiquitar aquel
asunto en poco tiempo logrando un suculento beneficio.
–Tarek, acompañe al Sr. Menéndez al despacho –el
guarda y él se miraron significativamente–. ¿Tomará algo?
–Si tiene un zumo de tomate… –ella asintió mirando a
Tarek–. Con un poquito de limón, por favor.
A pesar de estar parapetada tras la gran mesa del abuelo,
la corpulencia de Menéndez impresionaba a Marta. Desconfiaba
de su amabilidad, un tanto forzada, pero por el momento era la
única persona que parecía interesada, y que a la vez contaba con
recursos, en adquirir las antigüedades. Le mostró el inventario.
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–Mandé una copia a Estela Doblas. Quizás la conozca –
su interlocutor asintió sin despegar la mirada del papel–. Trabajó
en el Museo Arqueológico y ahora colabora con la casa de
subastas de Antonio Soria. Mantenía una amistad con el señor
Saunders y me ha hecho este favor. Ahí están los márgenes de
venta. Pienso que son razonables.
–No acabo de entender esto, Marta –dijo Menéndez
llevándose el zumo a la boca–. ¿Está usted tratando con más
compradores? Le advierto que mi oferta será más que generosa.
–Hasta ahora sólo he hablado con usted.
–Entonces este inventario está equivocado. ¿Dónde está
la colección egipcia? –Marta esperaba esa pregunta.
–Sinceramente, no lo sé.
–¿No lo sabe? –Dejó el papel en la mesa–. Esa colección
es lo más importante. Todo lo demás es quincallería que iré
colocando poco a poco. Estoy dispuesto a comprarlo todo, por
hacerle el favor, ya sabe… Pero siempre y cuando se incluya en
la venta esa colección.
–Mire Menéndez… Por temas familiares, que no le voy a
contar ahora, ni creo que sean de su incumbencia, no hablé
mucho con mi suegro en estos años. Pienso que esa colección fue
vendida hace tiempo, pero…
–¿Sí?
–No tengo constancia de ello.
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–No tiene constancia. Ya –la expresión de escepticismo
de Menéndez se paseó en silencio por todo el despacho como si
estuviera midiendo lo que iba a decir–. Moawad. Él lo sabe todo.
–Ya he tratado con Tarek ese tema. Él no está al
corriente.
–Miente. Se lo digo con respeto, entiéndame. Si el Sr.
Saunders hubiera colocado en el mercado esos tesoros yo me
habría enterado, ¿no cree? Las noticias vuelan y nada se me
escapa. Además, Tarek es egipcio… ¿Eso no le dice nada?
–¿Insinúa que me está robando a mis espaldas,
Menéndez?
–Usted lo ha dicho, no yo. Él ha estado haciendo y
deshaciendo este cortijo a su antojo estos dos meses. Además, y
no se ofenda por lo que le voy a decir, usted nunca se ha movido
en el mundo de las antigüedades. Puede que él se haya limitado a
llevarse la colección y deslizar alguna factura falsa.
–Parece saber mucho de esta casa…
–Debo conocer a fondo mis inversiones –su rostro
abandonó la sonrisa cortés que mantenía desde que se sentó–. No
hay trato sin la colección egipcia, lo siento –se levantó para
tenderle la mano–. Aquí tiene mi tarjeta por si aparece –hizo con
las manos el gesto de unas comillas.
–Me dijo Estela que podía rebajar algunos precios.
Seguro que le resulta rentable. Piénselo.
–Lo siento. Este punto es innegociable.
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Marta quedó sumida en un pozo de cansancio y
aburrimiento por la situación. Al menos Estela Doblas le había
dicho que contara con ella en última instancia, aunque perdiera
dinero por las comisiones. Tenía poco tiempo, nadaba en un mar
de tiburones que no conocía y quizás los más peligrosos
rondaban por allí.
Según se acercaba al coche, Menéndez vio como Tarek le
inclinaba la cabeza a modo de saludo desde la ventana de la
cocina, mostrando una sonrisa de satisfacción que a punto estuvo
de soliviantarlo un poco más. Aquel no era el momento, pero ya
tendría una conversación con aquel moro trilero. Condujo hacia
la salida, traspasó la puerta y enfiló hacia el valle. Entonces lo
vio. Frenó en seco, bajó la ventanilla y observó a un mozalbete
tapando una pintada en el muro que dejaba entrever “Son–
Notem”. No se lo podía creer.
–Perdona chico.
–¿Sí?
–Estoy buscando un pintor para una casita que tengo en
Écija. ¿Hacéis presupuestos?
–Desde luego, señor. Espere un momento que voy a
buscarle una tarjeta.
Menéndez bajó del coche y se acercó al muro. Por lo
visto no todo estaba perdido. Al poco tiempo el muchacho que
había perseguido a David regresó con la tarjeta.
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–Puede llamar a este número y mi padre pasará un día a
verle. Sin compromisos, claro.
–No sabía que en esta zona hubiera graffiteros.
–¡Qué va! Ha sido un niño de la casa. Es algo travieso.
–La verdad es que se está perdiendo la educación. ¡Es
una lástima!
–Y que lo diga usted. Luego siempre nos toca a los
mismos arreglar las cosas.
–Gracias. Ya llamaré –y se alejó muy contento de allí.
Son-Notem. Ante esa llamada el soldadito había abierto una
puerta que daba paso a una pantalla negra. Zahra y David se
miraron preguntándose si el programa se había colgado. Pero no
fue así. La oscuridad fue difuminándose paulatinamente entre las
rendijas hasta mostrar una cueva iluminada por un foco que se
estaba encendiendo progresivamente desde que la imagen iba
apareciendo. Parecía como si la conexión a través del portátil
hubiera activado una cámara y una fuente de luz para poder
visitar una cueva de forma virtual. Aquella imagen era de verdad.
Además, la información meteorológica que activó el otro día el
icono del termómetro se mostraba por defecto en el lateral de la
imagen a modo de gadget. La retransmisión permitía apreciar en
primer plano un juego similar al de la foto de los egipcios, así
como otros utensilios, muebles o ánforas. Un pequeño museo
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que seguramente ocultaba su abuelo en alguna cueva de las
cercanías.
Evidentemente los enseres de la cueva debían ser muy
valiosos para merecer aquel despliegue de medios electrónicos, y
parecía claro que era imposible que Tarek no estuviera al tanto
de todo aquello. Por eso Zahra se quedó de piedra cuando
escuchó la conversación de su madre con el guarda aquel sábado,
en el que ella le urgía a responder sobre una colección egipcia.
Era la segunda vez que la espiaba en pocos días.
–Menéndez sólo quiere comprar si se incluye en el lote
esa colección. La necesito, Tarek, y sé que usted debe saber algo.
–Señora, yo –estaba dudando, Marta notaba su lucha
interior entre la lealtad y alguna motivación que desconocía–. Es
posible que el Sr. Saunders no la vendiera.
–¿Qué me está diciendo? –La madre de Zahra estaba
perdiendo la paciencia pero luchaba por controlarse–. Si sabe
algo, quiero que me lo diga, porque en caso contrario tendría que
tomar mis medidas, aunque me doliera –¿Sería capaz de
denunciarle?–. No se lo voy a preguntar dos veces. ¿Dónde están
las antigüedades egipcias?
–Señora, prometí… –por primera a vez desde que le
conocía, Zahra creyó ver la expresión de la derrota en el rostro
impasible de Tarek a través de la puerta entreabierta–. Él no
quería que fueran vendidas. Por eso las ocultó.
–¿Qué? Están escondidas. Pero, ¡por Dios! ¿Qué me está
contando? –Marta se acercó a la puerta haciendo que Zahra
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retrocediera para no ser visa. Luego se volvió hacia el guarda–.
¿Dónde están? –Tarek miraba al suelo pensando una respuesta.
–No quiso que lo supiera para evitar situaciones
incomodas.
–¿Cómo esta? ¿Verdad? –Tarek iba a responder algo,
pero Marta no le dejó–. Estamos perdiendo un tiempo precioso.
Será mejor que localice a mi ex-marido. Seguro que él me puede
explicar toda esta historia.
–Creo que será lo más conveniente, señora –aquello
pareció tranquilizar al viejo guarda–. Él podrá orientarla mejor.
Nico, el mejor amigo de Zahra, nunca había sido popular. No
compartía con el resto de los chicos su afición por el deporte y la
competitividad. Sin embargo su capacidad de escucha y
sensibilidad hacia las emociones le acercaron al mundo de sus
compañeras. Conocía a Zahra desde la educación infantil y
ambos habían compartido una amistad incondicional que ahora,
con la llegada de la adolescencia, pasaría su gran prueba. Ya no
era el único hombre en la vida de ella, sino un valioso pañuelo en
el que llorar los pequeños desengaños de los ritos de amor en el
patio escolar que Zahra comenzaba a experimentar desde la
pubertad. Habían pasado de compartir los juegos de aventura a
contarse los del amor. Él también estaba enamorado, pero no
podía abrir su corazón a su mejor amiga. No por ahora.
El misterio del senet y la cámara había intrigado a Nico.
¿No era la historia su asignatura favorita? Por eso admiraba tanto
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al abuelo de Zahra, por aquellos viajes que les contaba cuando
iba a Madrid en Navidad. Iba a echarlo de menos, como a tantos
momentos mágicos de la niñez que ya no volverían.
Disponía de tres euros para conectarse un buen rato a
internet en el locutorio. A ver si al tacaño de su padre se le
ocurría contratar una buena conexión, aunque quizás no llegara
hasta la casita. A partir de la información hallada por David supo
que la tumba de Son Notem pertenecía a un artesano llamado
Sennedjem, que vivió bajo el reinado de Ramses II. La tumba fue
encontrada sellada e intacta, lo cual era meritorio tras más de dos
mil años de saqueos y búsquedas de tesoros por la multitud de
pueblos que habitaron la zona. También encontró un programa
para jugar al senet en el ordenador, que le mandó adjunto en un
correo a David para que se distrajera un poco y no molestase
mucho a su hermana.
Aunque Nico tenía muchos motivos para investigar sobre
temas que le apasionaban, sabía que su implicación también
animaría a Zahra a recuperar algo del espíritu de curiosidad que
había perdido en los últimos tiempos. La separación de sus
padres, junto con los cambios de la edad, la habían vuelto más
pesimista, desesperanzada y escéptica. El brillo de sus ojos
azules y verdes se estaba apagando paulatinamente y sólo él
parecía notarlo. La tercera pata del taburete era Sonia, pero sólo
llevaba con ellos un curso escolar, tercero de secundaria, por lo
que no había tratado con la Zahra niña, capaz de soñar con un
barco pirata en un charco del parque o embrujarte con la sola
presencia de su mirada.
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Mientras el viejo amigo de Zahra deseaba con todas sus fuerzas
estar muchos kilómetros más al sur, Rai descansaba cerca de ella
tras pasar una jornada más en La Mugara. No le quedaba otra
opción desde la caída de su padre, una imagen que se le había
quedado grabada en la mente para siempre. Se encontraba subido
en una larga escalera para encalar, raspando con la espátula, y
una esquina de un balcón, que se encontraba muy deteriorada,
cedió golpeando su hombro y precipitándole contra el suelo. Rai
se encontraba en la furgoneta sacando un cepillo cuando escuchó
el crujido seco de las piernas quebrándose tras él. Fueron meses
de convalecencia y dificultades, hasta que su padre se recuperó
quedándose cojo de la pierna derecha. Desde entonces eran
muchas las horas que pasaba con él para ayudarle a llevar el
dinero a casa. Los estudios se estaban quedando en segundo
plano y ya pensaba en dejarlos cuando acabara la etapa, para así
centrarse en el negocio familiar. No parecía haber otra salida.
En verano el trabajo aumentaba, pero también las horas
libres que dejaba el instituto, así que al caer la tarde cogía su
ciclomotor y se pasaba por el salón recreativo, donde quedaba
con sus colegas para jugar al billar, una de sus distracciones
favoritas. A veces cruzaba apuestas con chicos mayores que él, y
muchos fueron los días en los que se sacaba sus buenos euros
para su gran objetivo, comprarse una moto de 125 centímetros
cúbicos.
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–Rai, te están buscando –le dijo Rafa, el encargado de las
monedas yendo a la salita del billar.
–¿Quién es?
–Un tipo de calidad… No es de por aquí.
–Estamos acabando. Enseguida salgo.
Cuando Rai se encontró con Martín hurgando en una
tragaperras, con su elegante camisa negra, se imaginó que era
algún forastero que había venido a su casa por vacaciones y
necesitaba un pintor, como el tipo que le preguntó a la salida de
La Mugara.
–Te llamas Rai, ¿no? –le tendió la mano–. Me dijeron que
estarías por aquí.
–¿Es para algún trabajo de reforma o pintura?
–De pintura… Ya. Oye chaval –lo tomó por el hombro y
se dirigieron hacia un rincón más discreto–. ¿Vas a estar mucho
tiempo trabajando en el cortijo de La Mugara?
–Pues… Creo que todo el mes de julio, por lo menos.
Hay mucho curro, pero ¿cómo sabe que trabajo allí? ¿Quién…?
Martín observó al muchacho procurando adivinar sus
posibilidades. La mirada inteligente y vivaz de Rai ocultaba un
halo de aburrimiento que él conocía muy bien. Estaba seguro de
no equivocarse.
–Excelente,
negocios…
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Rai.
Ven
conmigo,
hablaremos
de
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Capítulo 4
El hombre de la plaza
Transcurrida la primera semana en el cortijo de Albaidalle, la
tensión de los primeros días parecía ir desvaneciéndose.
Afortunadamente para la armonía familia, Tarek y Marta habían
firmado el armisticio de la guerra, que ninguno recordaba haber
iniciado años atrás, y mantenían una relación que, sin ser
amistosa, era cordial. Zahra, ayudando a su madre, estaba
recuperando muchos de los recuerdos de su infancia limpiando
los tesoros del abuelo, y David mataba el tiempo –que le dejaban
las matemáticas– practicando baloncesto con un macetero que le
había colgado Tarek en la pared y convirtiendo el viejo portátil
del abuelo en una videoconsola de juegos flash, senet incluido
por cortesía de Nico.
Zahra sabía que su madre necesitaba añadir los enseres
egipcios al catálogo, pero el recuerdo de las palabras de Tarek
sobre el deseo de su abuelo provocaban su silencio culpable. Aún
así, seguía indagando por su cuenta cuando paseaba por los
alrededores. Debía haber una cueva no muy lejos en la que
descubrir el senet y el resto de objetos, pero ¿dónde?
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La oportunidad surgió una mañana, cuando el chico
pintor estaba almorzando en el banco del patio. Él conocería la
zona y preguntarle por la cueva no la comprometería a nada.
Además, había estado muy brusca con él el otro día y podría ser
una manera de mostrar normalidad.
–¡Hola! Que aproveche…
–Gracias –tragó a duras penas–. ¿Vienes a amenazarme
de nuevo? –dijo burlón–. Desde entonces no duermo por las
noches.
–Tienes pintura en la cara.
–Es
maquillaje
–arqueó
las
cejas
haciéndose
el
interesante–. Este color va muy bien con mi piel. ¿Quieres? –Le
ofreció la lata de refresco.
–No, gracias. Oye, que siento mucho si estuve algo borde
cuando lo de mi hermano. Tenía un mal día, ¿sabes?
–No pasa nada –continuó dando cuenta de su bocadillo–.
Me ha quedado perfecta esa pared. Espero que le guste a tu
madre.
–Me llamo Zahra –pensó que debía confraternizar con él
antes de centrarse en el tema de la cueva.
–¿Sara?
–No, con zeta y hache intercalada.
–Nunca lo había escuchado.
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–Cosas de mi padre. Tiene origen árabe –aunque le
encantaba su nombre, le cansaba tener que dar explicaciones–.
Puede significar flor, pero también estrella. Mi padre supo del
embarazo de mi madre en un viaje a Tánger.
–Me gusta... Yo soy Rai.
–¡Vaya! ¿No es árabe también?
–No te confundas, niña. Su origen es menos exótico de lo
que te crees –susurró misteriosamente–. Se remonta a mis
antepasados, en concreto a mi abuelo Raimundo.
–¿Te llamas Raimundo?
–Rai.
–Vale…
–Ahora es cuando nos presentamos con un par de besos,
pero no creo que quieras probar mi maquillaje.
–Pues no, francamente.
–¿Qué haces por aquí, además de tomar el sol? –Se había
fijado el muy voyeur.
–Leer, pasear… Ya sabes. No conozco a mucha gente en
Albaidalle.
–Es que aquí arriba no es que tengas un gran planazo.
Baja al pueblo, yo podría presentarte a mis colegas.
–Algún día… –había que centrar la conversación en la
cueva–. Es muy interesante esta zona. Quizás haga alguna
excursión. Mi abuelo me dijo que había una cueva muy bonita –
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Rai se limitó a morder el bocadillo de forma distraída–. ¿La
conoces?
–Las hay a puñados. ¿Te has fijado en aquellas casas de
la ladera? Casi todas son cuevas habitables. Puede haber más de
cincuenta. Aunque…
–¿Sí?
–En el colegio me hablaron de una más grande. No vayas
a pensar que es como la de Altamira.
–No claro…
–Pero por ahí le andará –Rai no quería desilusionarla.
–¿Y dónde está?
–No lo sé, pero puedo preguntar. De todas formas no creo
que se pueda visitar.
–Es por curiosidad, pero si te enteras de algo, dímelo.
–Debo regresar con tu pared.
–No es mi pared.
–Recuerda que tenemos una cita pendiente.
–¿Una cita? ¡Ah! Con tus colegas. ¡Genial! Ya
quedaremos. ¡Gracias!
Evidentemente Zahra no podía ir por la sierra casa por
casa preguntando “Buenos días. ¿Tienen ustedes un tesoro
egipcio? ¿No? Disculpen las molestias”. Aquello le recordaba al
método de proyectos que aprendió en clase. Antes de moverse
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había que informarse, así que quizás había llegado el momento
de bajar al pueblo, pero sin Rai, por ahora
Al día siguiente, aprovechando que Tarek iba a Albaidalle a
hacer unas compras, Zahra dejó el cortijo por primera vez desde
que llegaron. Tenía previsto ir a la biblioteca del ayuntamiento y
averiguar algo sobre la cueva o, al menos, la geología de la
sierra. Haciendo gala de su habitual cortesía, no exenta de
frialdad, Tarek le abrió ceremoniosamente la puerta de su
andrajoso coche, creando una absurda ceremonia similar a la de
Cenicienta subiendo a una calabaza. Arrancó el auto y enfiló la
carretera del pueblo. Aunque el destartalado Renault por fuera
parecía una lata con ruedas, el viejo guarda había decorado el
interior con una alegre tapicería árabe de colores y algunas
guirnaldas. Sobre la guantera se podían ver las fotos de una
familia.
–Mi hermana, mis sobrinos… –dijo Tarek advirtiendo la
curiosidad de la joven–. Viven en El Cairo.
–Algún día pienso ir a Egipto.
–¿A buscar tesoros?
–Sí, bueno, más bien no –hacía una mañana radiante, con
todas las casas reflejando una luz tan blanca que cegaba los ojos.
Esa misma luz es la que Zahra imaginaba que habría en el
desierto–. Si se refiere a descubrir experiencias nuevas, o
conocer otros pueblos, para mí sería un tesoro apetecible. No se
trata del objeto en sí, sino de su esencia. No sé si me entiende.
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Tarek no respondió, pero había escuchado atentamente la
respuesta de Zahra. Ella vio como él la había mirado con
curiosidad por el espejo retrovisor mientras contestaba. Parecía
sonreír imperceptiblemente, dentro de su hermetismo habitual.
–Me alegro por usted, señorita. Su abuelo tampoco
buscaba tesoros para coleccionar –parecía querer seguir
hablando, pero dudaba, como si aquel hombre tuviera miedo de
descubrir su juego, por lo que Zahra trató de allanarle el camino.
–No me gusta la gente que comercia con las
antigüedades. Cada objeto tiene, no sé, algo de su dueño…
Merece ser respetado y apreciado –el guarda asentía en silencio–.
A veces no queda más remedio que desprenderse de él, pero
también pienso que si cae en buenas manos tampoco es tan
grave. ¿No?
–Su madre lo hará bien –dijo gravemente–. Es una gran
mujer, si me permite que se lo diga.
–Lo sé, Tarek.
–Espero que ella también sepa que usted lo piensa –era
como si con aquella respuesta la estuviera animando a
reconocerle a Marta el esfuerzo que estaba haciendo.
Súbitamente Zahra sintió un gran respeto por la persona que
mejor había conocido a su abuelo en los últimos años.
La biblioteca de Albaidalle no era demasiado amplia, apenas dos
salas, una de consulta y otra de préstamo, pero tenía una hermosa
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librería bajo llave con volúmenes muy valiosos procedentes de la
parroquia que estaba en la misma plaza. Su abuelo alguna vez le
contó una historia sobre una escultura oculta en la biblioteca de
aquella iglesia, que fue encontrada por un joven francés en un
viaje en busca de sus raíces.
A pesar de haber varios libros dedicados a la historia del
pueblo, sólo un par de ellos citaban una cueva usada por
bandoleros en la sierra, pero no daba más detalles sobre su
ubicación o descripción. Así que le preguntó a la bibliotecaria,
quien tampoco supo darle más información. Finalmente
abandonó la biblioteca decepcionada.
Aún faltaban media hora para reencontrarse con Tarek.
Daría una vuelta por el pueblo. Cruzó la plaza en dirección a la
iglesia, esquivando a unos críos que hacían skate entre los
bancos. Uno de ellos se dio un buen trompazo al intentar sortear
un escalón. Ella se agachó a tenderle la mano y fue cuando se dio
cuenta. Un hombre que había estado leyendo el periódico junto a
ella en la biblioteca la observaba atentamente mientras hablaba
por el móvil. Al percatarse de que Zahra se había fijado en él, se
dio la vuelta. Podía ser una casualidad, pero el corazón se le
aceleró. Decidió entrar a la Iglesia, y descansar allí dentro al
fresquito.
Transcurrieron unos minutos antes de que decidiera
emprender su camino. Se aproximó a la puerta de salida y apartó
levemente el cortinón de la entrada. El tipo del móvil ya no
estaba. Su calenturienta imaginación se la había jugado una vez
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más. Salió del templo, lo rodeó por la izquierda y prosiguió su
camino hacia el mercado.
El ambiente de la plaza de abastos era bastante alegre y
bullicioso, con sus vendedores cantando la mercancía y el
animado colorido de los puestos. Definitivamente las verdulerías
de Madrid no olían tan bien como aquellas. Recorrió los pasillos
buscando a Tarek, pero no parecía estar allí. Quien si estaba era
el tipo calvo y cejijunto de la biblioteca, que cruzó fugazmente
su mirada con ella mientras ojeaba los puestos. Llevaba una
deslumbrante camisa blanca poco apropiada para hacer la
compra. Una vez es casualidad, dos coincidencia, pero tres
indicaba predeterminación. Habría que comprobarlo.
Giró sobre sus pasos y empezó a correr, esquivando
clientes, carritos y cajas, regresando a la puerta. Cuando alcanzó
la salida, la luz del exterior la cegó y a punto estuvo de golpearse
con una papelera. Miró a su alrededor buscando la panadería,
pero no recordaba su emplazamiento. Había pasado mucho
tiempo desde que bajaba con su madre en vacaciones al mercado.
Todo aquello era absurdo. ¿Quién iba a perseguirla?
Seguro que aquel pobre hombre había estado leyendo su
periódico al fresquito antes de ir a por unos filetes para la cena.
Estaba parana. Entonces vio a Tarek saliendo de una droguería y
acercándose a donde estaba ella. Se hubiera muerto de vergüenza
si la hubiera visto huyendo como una posesa por el mercado de
un enemigo inexistente.
–Señorita… ¿Ha acabado usted?
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–Sí Tarek.
Ambos se dirigieron al coche que les esperaba aparcado a
la vera del mercado. Zahra miraba a todos lados, por si el hombre
de la plaza apareciera de nuevo, pero sin percatarse de los ojos
de Martín que la observaban desde la puerta del mercado.
Durante el camino de regreso, Tarek volvió a sumirse en
su silencio.
De regreso a casa, David jugaba en el patio y los hombres de la
reforma reforzaban la techumbre de los cobertizos y lo
adecentaban un poco, dejando la casa sumida en un silencioso
vacío. Zahra subió a su habitación, deseando coger el ordenador
y conectarse a internet, sabiendo que era una forma más de
evasión y de huída del tedio. Soltó la mochila en la silla y se
tumbó durante unos instantes a mirar el techo. Se avergonzaba de
muchas cosas, como su decisión de ocultarle a su madre lo que
sabía del senet o de creerse envuelta en una persecución por las
calles del pueblo.
Mientras se mesaba el pelo y respiraba profundamente,
creyó escuchar unos ruidos en el torreón. Sólo podía ser su
madre.
–¿Mamá? –No hubo respuesta.
Según subía la escalera percibió el tenue aroma a azahar
del perfume de Marta. Sentada en la cama de David, la madre de
Zahra hojeaba un álbum de fotografías familiar. Había tristeza en
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sus ojos, pero también ternura, mucha ternura. Sin decir una
palabra, Zahra se sentó junto a ella y reposó su cabeza en el seno
de su madre. Habían sido pocos los momentos de complicidad en
los últimos meses y quizás el padre de Zahra estuviera
relacionado con la mayoría.
–Toda la vida respirando el aroma de los viajes,
aventurándose más allá de los sueños… –cerró el álbum y
acarició el pelo de su hija–. Pensé que algún día maduraría, que
sentaría la cabeza, sin renunciar a su manera de ser. Quizás no
supe quererle tal y como era –Zahra se contuvo para no decir
nada–. ¿Sabes lo más gracioso? Tu abuelo me lo dijo, mucho
antes de casarnos. Todo él va en el mismo lote, lo aceptas sin
condiciones.
–¿Le echas de menos?
–Constantemente.
–Yo también, pero es muy raro… Hay días que sueño con
él, que daría lo que fuera por encontrarlo junto a la almohada
diciéndome eso de “buenos días, ardilla”, pero otras veces,
cuando lo necesito, siento que lo odio por dejarnos. No sé mamá,
temo que en el término medio esté la indiferencia y que llegue un
día en el que ya no me importe nada.
–Eso no ocurrirá, ya lo verás.
Frente a ellas, un viejo cuadro de Glastonbury mostraba a
una deidad de la tierra, como una gran madre que proporcionaba
las cosechas, otorgaba la vida, protegía a sus hijos y reinaba
entre las brumas del reino de Avalon.
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–¿Sabes mamá?
–¿Sí?
–Me gustará ir el mes que viene al pueblo del abuelo.
Marta siguió la mirada de su hija hacia el cuadro, y un
pequeño velo enturbió sus ojos. Conocía la profundidad del
corazón de Zahra y la fuerza con el que este sería capaz de amar.
¿Sabría sobreponerse a la atracción de lo desconocido, las ansías
de volar o la energía del camino, o se limitaría a soltar todo el
lastre egoístamente para escapar de la realidad como hizo su
propio padre? Algo le decía que aquella adolescente, que había
crecido dentro de unos límites marcados por ella misma, sabría
encontrar la ruta de regreso a casa cuando llegara el momento de
finalizar su propia exploración.
De alguna manera, Zahra adivinaba parte de los
pensamientos de su madre. A pesar de las disputas del curso
pasado y de las discrepancias propias de la edad, la quería, tanto
como para darse una tregua de vez en cuando y reencontrarse
con ella en instantes como aquel. Allí, estando las dos solas en
un torreón que parecía surgido de algún cuento infantil, Zahra
comprendió las palabras de Tarek. Su madre era una gran mujer.
–Te quiero, mamá.
Las estrellas brillaban sobre la azotea, formando un corro de
luces juguetonas, como si las hadas estuvieran divirtiéndose
sobre el cielo de la sierra de Albaidalle. Todavía estaba en el
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suelo la toalla que usaba para tomar el sol. Se sentó en ella y
conectó el portátil de su abuelo para chatear con Sonia y Nico.
La brillante luz de la pantalla dejó ver una diminuta
mancha blanca junto a la toalla, que resultó ser un papelito
escrito a mano que decía: “Mañana te llevo al pueblo. Quedamos
a las ocho. Rai”. No tenía sentido, pero su cuerpo, emboscado en
la brillante oscuridad de la noche, respondió contra su voluntad
ruborizándose.
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Capítulo 5
El Homo-Etilicus
No era una cita, por supuesto. ¿Por qué entonces estaba tan
nerviosa? Aquel chico no le importaba especialmente, sólo había
aceptado su invitación para cambiar un poco y conocer el
ambiente del pueblo. Sin embargo allí estaba, frente al espejo,
dudando si retocarse un poco los labios, escogiendo entre todos
sus pendientes y estudiando la caída de la falda como si de ello
dependiera el destino del universo.
A las ocho en punto escuchó el sonido de una moto
entrando en el cortijo. No había pensado en eso. ¿Estaría cómoda
con aquella ropa para subirse a una moto? Y lo que era más
importante, ¿sabría hacerlo? Porque sólo recordaba haber
montado alguna vez rodeado de los brazos de su padre, pero
nunca viajando de paquete.
Se echó un poco de perfume, sin abusar, y bajó al patio.
Su madre estaba allí con Rai, marcando terreno y observando
con curiosidad al muchacho.
–¡Hola! ¿Qué tal? –saludó Rai–. Te he traído un casco.
Pensé que no tendrías.
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–¡Gracias! –¿Para eso se había estado lavando el pelo y
peinando durante veinte minutos?
–A las once, no más tarde, Zahra.
–Sí mamá…
Cuando Zahra se subió al asiento como si fuera un
caballo de juguete, Rai advirtió su poca pericia y la invitó a
acercarse y rodearle la cintura.
–Así… Coloca los pies ahí. ¿Lo ves?
–Ya he montado otras veces, no creas. Lo que pasa es que
esta moto es distinta.
–Claro, claro –dijo Rai aguantando una sonrisa–.
Agárrate.
Y la moto rugió dando un pequeño derrape, por aquello
de impresionar a la pasajera, la cual sintió una subida de
adrenalina que le resultó incluso excitante.
A pesar de la temperatura, descender hacia el pueblo fue
una sensación muy agradable, aunque en las curvas se apretara a
Rai con todas sus fuerzas. A pesar de la colonia de bote que se
había echado, todavía olía a pintura.
Ya en el pueblo, se dirigieron a los billares a encontrarse
con el resto de la pandilla. Casi todos eran mayores, salvo un par
de chicas que debían ser como ella. Cuando fue presentada por
Rai, percibió cierta conciencia de pertenencia a una manada en
ellas y el análisis topológico de ellos. Aquello no iba a ser fácil.
Había olvidado con el paso de los años el desdén que a menudo
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se mostraba a forasteros del verano por aquello de la
competencia en el coto de caza. Finalizadas las presentaciones,
tomaron de nuevo las motos y se dirigieron hacia las afueras del
pueblo, a unos merenderos que había junto al río, donde un
grupo de chicos preparaban un botellón. Así que era eso. El plan
que tenía aquella gente era beber. ¡Genial! No tenía bastante con
los de su clase en Madrid como para ahora tener que soportar lo
mismo con gente desconocida.
Mientras que uno de los chicos jugaba a ser barman, una
amiga de Rai –que no le soltaba cual lapa– sacó tabaco para
ofrecer. Zahra rehusó con un gesto cortés poco correspondido.
Una vez que los vasos estuvieron colmados de aquella pócima
perpetrada por el tipo de las botellas, se inició el reparto. Zahra
decidió tomar el suyo, mojar los labios y dejarlo a un lado con
disimulo. Rai advirtió la maniobra, pero no le dijo nada. Luego
sacaron una baraja y estuvieron un rato con un juego llamado la
carta corrida, durante el cual más de uno rellenó su vaso hasta
tres veces.
Estaba anocheciendo cuando el alcohol comenzaba a
hacer sus efectos sacando lo peor de cada cual. Zahra se
encontraba bastante incomoda en aquel ambiente y Rai parecía
ignorarla y centrarse en su gente, y lo peor es que dependía de él
para regresar. Tampoco sabría situarse para llamar su madre para
que viniera a recogerla, además de ser una opción algo
humillante. Miró el reloj. Quedaba una larga hora por delante.
Entonces fue cuando alguna lumbrera tuvo la genial idea de dejar
las cartas para pasarse al escondite por parejas, una novedosa
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variación del clásico juego en el que dos personas se perdían
entre los árboles y debían ser descubiertas por las demás.
Demasiado obvio. Y por si fuera poco, los nombres de los chicos
y las chicas se colocaban en unas bolsitas por separado para
animar el apareamiento. Tenía que pasar… Zahra fue la primera
agraciada y junto a ella un mastuerzo que portaba en su
estómago suficiente pócima como para atontar a un hipopótamo
obeso. La velada se animaba por momentos.
Mientras todos iniciaban la cuenta atrás, tumbados boca a
bajo para no mirar a la pareja, el machiruli tomo la mano de
Zahra, como quien agarra a una burra, y tiró de ella en dirección
al escondrijo. Cruzaron el río, acariciando el agua con la falda,
subieron a un bosquecillo y se sentaron tras una piedra. En la
lejanía se escuchaba las voces de los buscadores emprendiendo
la caza, momento en el que el Homo-Etílicus inició su cortejo
nupcial con Zahra. Desgraciadamente para él, no había sabido
calibrar a su presa y recibió un sonoro bofetón por parte de
Zahra, acompañado por una advertencia sobre sus posibilidades
de transformarse en un eunuco si volvía a la carga. El chico,
confuso y aturdido por la bebida, miró a Zahra como si la viera
por primera vez, inició un leve intentó de razonamiento pero,
como no daba para más en ese momento, se limitó a murmurar
algo de puta madrileña que ella prefirió ignorar para no
estrangularlo con sus propias manos.
El destino quiso que el primero en llegar fuera Rai. No
puedo contenerse.
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–O me ayudas a salir de aquí o te juro que aparecemos en
los periódicos…
Según Rai y Zahra se alejaban hacia la moto, las risas y
comentarios burlones se sucedían a sus espaldas. Mientras tanto
el presunto galán del escondite vomitaba los restos de la pócima
en soledad.
Al llegar a La Mugara, Zahra vio a su madre asomada a
la ventana y le hizo un gesto para que supiera que ya estaba allí.
Le entregó el casco a Rai y prosiguieron con la conversación.
–Te he dicho que lo siento. ¿Qué más quieres que haga?
–Olvídalo, ¿quieres?
–Son mis colegas, ¿sabes? No son perfectos… Pero…
–Está bien, no le des más vueltas.
Zahra se sentó en el poyete del muro y Rai se situó a su
lado. El cielo brillaba de estrellas, como nunca lo hacía en la
gran ciudad.
–¿Por qué las cosas se vuelven tan difíciles? –dijo Zahra.
–No te comprendo.
–Desde hace un año todo es distinto. No sé, antes
quedaba con mis amigos y lo pasábamos bien con nada.
Paseábamos, nos sentábamos alrededor de una bolsa de pipas,
veíamos una peli o jugábamos al escondite, el de siempre –miró
significativamente a Rai–. Ahora parece que si no está el
botellón o el tabaco nos falte algo. Todo es tan falso, tan
artificial…
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–Bueno, son cosas de la edad. Todo cambia, ¿no?
–Supongo que sí –su mirada se dirigía a las lucecitas de
las casitas que destellaban en la noche–. Pero era más feliz
cuando todo funcionaba, familia, estudios, amigos…
–Un día mi padre tuvo un accidente mientras trabajaba
con una escalera –dirigió sus ojos al casco que sujetaba–. Aquel
día tuve que tomar una decisión: seguir disfrutando de mi niñez,
centrarme en el estudio, pasarme el día jugando al fútbol, o…
–¿Sí?
–Elegí ser mayor, responsable si quieres, y ayudar a mi
familia. Paso muchas horas subido a la misma escalera de la que
se cayó mi padre y son muchos los días que me acuesto sabiendo
que mi único horizonte será subir una y mil veces a esa escalera,
tener una familia y disfrutar de mis amigos –en ese momento se
volvió hacia ella–, sin más pretensiones. A veces las cosas no
son tan sencillas como se ven desde fuera.
–Ya lo sé, pero todo puede cambiar si te lo propones.
–Eso es fácil de decir cuando tienes dinero.
–Yo no soy rica.
–Lo serás cuando vendas esta casa. ¿O no?
–Bueno, eso es cosa de mi madre.
–Vale, lo que tú digas –y se hizo un silencio tan sólo roto
por la brisa que movía las hojas.
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–Mi padre vive en Tanzania –confesó Zahra–. No le veo
desde Navidad. Por eso mi madre tiene que cargar con todo el lío
de La Mugara.
–¿En Tanzania? ¡Qué fuerte!
Zahra recordó la imagen suya tomando el sol en la azotea
mientras que Rai sudaba pintando el muro. Reconocía que en el
fondo tenía razón y que tenía innumerables motivos de los que
alegrarse en su vida. Era una persona afortunada en lo más
esencial. Adivinó el rostro cansado de Rai, con su barba sin
afeitar y el pelo caído hacia los lados, muy cerca de ella. Durante
unos instantes creyó entender muchas cosas.
–Nunca quise ofenderte, ¿sabes?
–Lo sé. Da igual.
–Podemos quedar otro día, con otro plan…
–Sería una buena idea –se volvió hacia ella–. Te gustaban
las excursiones, ¿no es así? Creo que sé algo de tu cueva.
–¡Ah! ¿En serio?
–Bueno, no es mucho. No sé si ves desde aquí aquel cerro
–una silueta se dibujaba entre las sombras–. A sus pies está la
entrada a una caverna. Me dijo uno de mis colegas que mucha
gente la utiliza para hacer fiestas, beber un poco –sonrió
culpable– y que está llena de basura. Pero lo mejor es que, una
vez que penetras en ella, hay una galería que se pierde en el
interior y que se puede atravesar con cuidado.
–¡Es genial! Me gustaría ir un día.
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–Podemos ir juntos, si quieres.
–¿No te importaría?
–No, claro que no. Tendría que ser el domingo, salvo que
me des día libre.
–Muy gracioso…
–En serio. El domingo no trabajo y podemos ir
tempranito.
–Estaría bien.
–Bueno tía, me bajo al pueblo.
–Tus amigos te estarán esperando y seguro que se van a
pasar un montón contigo por mi causa.
–No es culpa de nadie. Quizás no fue una buena idea
llevarte allí. ¡En fin! –Se levantó hacia la moto–. Mañana nos
vemos por aquí.
–Adiós Rai.
–¡Hasta mañana!
Entonces lo vio. Al deslizarse una nube, la luna se reflejó
en unos ojos que los observaban en la oscuridad. Zahra desvió la
mirada hacia Rai, para disimular, y se acercó a él.
–Rai, no mires hacia allí, pero al fondo hay alguien que
nos está vigilando.
–¿Qué dices? Será algún animal…
–Puede ser la misma persona que me estuvo siguiendo
por Albaidalle.
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–Te seguían en el pueblo. Pero… ¿De qué estás
hablando?
–Tengo miedo, Rai. No pensaba decírselo a mi madre,
para no preocuparla más, pero ahora no sé que pensar.
–Tengo una idea. Arranco la moto para irme y voy hacia
donde estaba la sombra esa. ¿Quieres? –Zahra asintió–. Dame un
beso.
–¿Qué?
–En la mejilla mujer, para despedirte y tal. De ese modo
si hay alguien no creerá que nos hemos dado cuenta.
–Vale –rozó su cara con los labios.
La moto arrancó y Rai la aceleró con violencia,
derrapando en dirección a los árboles. El faro de la moto iluminó
la penumbra mostrando a un gato corriendo ante la irrupción
inesperada. Zahra observó aliviada al felino huyendo hacia unos
matorrales. Rai dio la vuelta, guiñó un ojo a Zahra, se puso el
casco y partió hacia Abaidalle.
A veces, durante la adolescencia, el espejo devuelve la imagen
de una persona extraña, la silueta de un cuerpo que evoluciona
sin permiso pugnando por escapar de la infancia, en contra de
cualquier voluntad por aferrarse a la seguridad que nos
proporciona el regreso al cuarto de los juegos. Recorriendo ese
camino inevitable, que la llevaría a través de la juventud, Zahra
se detendría en multitud de paradas, para descansar, revisar el
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mapa o simplemente gozar del paisaje. Aquella noche, sintiendo
el aliento del Homo-Etilicus había tocado una de las fronteras
que marcaban su crecimiento, conocida y visitada, pero no por
ello deseable. También había permanecido sentada bajo un cielo
hermoso, en compañía de Rai, abriéndose las compuertas de los
sentimientos. Sus rostros se habían acariciado fugazmente
cuando ella notaba el miedo en su corazón, estremeciéndose
como no lo había hecho desde hacía meses. Por algún motivo, se
sentía atraída por aquel chico.
Las luces de Albaidalle parpadeaban entre las ramas de los
árboles cuando Rai tomaba una de las curvas de bajada al pueblo.
Por el retrovisor se acercaban los faros de un coche a una
velocidad bastante superior a la aconsejable. Optó por orillarse
un poco por si aquel tipo viniera algo cocido, pero para su
sorpresa se situó en paralelo a él, bajó la ventanilla y le hizo un
gesto para que se detuviera. Desgraciadamente conocía a aquel
hombre.
–¿A ti qué te pasa? –dijo Martín cuando bajó del coche
–Nada…
–¿Qué pretendías hacer cuando te acercaste a mí con la
moto?
–¡Ah! Era usted…
–Pues claro que era yo. Me dejasteis bloqueada la salida
hablando ahí en la puerta. ¿Me vio ella?
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–Bueno, pensó que era un gato –no iba debía decirle que
le recordó a un que la persiguió en el pueblo.
–¿De qué cueva hablabais?
–De una que visitaremos el domingo. ¿Qué tiene eso que
ver con…?
–Escucha, no debes ocultarme nada. ¿Entendido? –Sus
ojos brillaban amenazantes en la noche–. Absolutamente nada.
Ya juzgaré yo lo que es importante.
–Sólo es una excursión…
–Te equivocas. ¿Ves esto? –Junto a Martín una especie
de freaky con gafas sostenía un portátil. En él se veía el interior
de una cueva en que descansaban objetos egipcios. Entonces Rai
comprendió que estaba atrapado, que iba a ser utilizado por
Martín, metiéndose en un lío mucho mayor del que esperaba.
–Limítate a acompañar a la periquita a su cueva, que yo
estaré cerca esperando.
–Se suponía que yo sólo debía pasarle información. No
quiero ser cómplice de nada más.
–¿Tienes algún problema? –Martín zarandeó a Rai–. Soy
negociante, te comprendo. Tendrás mil euros fuera de nuestro
acuerdo por entrar en esa cueva y ayudar a la niña. ¿Te parece
bien?
Mil euros por encubrir o colaborar en una especie de
robo. A Rai no le salían las cuentas, sobre todo pensando en que
Zahra pudiera sufrir algún daño en manos de aquel bruto. Estaba
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claro que, por encima de cualquier amenaza, él era necesario y
estaba en una posición de privilegio. Habría que lanzar un
órdago a aquella gente a pesar del riesgo de salir trasquilado.
–Mil euros y su promesa de caballero –aquello era mucho
decir, pero había que intentarlo– de que a ella no le pasará nada –
Martín y el informático se miraron socarronamente–. Es mi
última oferta.
–Vaya, vaya. Desde que te vi sabía que podía confiar en
ti. Me gusta este chico –se quedó pensativo y metió su mano en
la chaqueta. Por un momento Rai esperó ver la aparición estelar
de una pistola, pero tan sólo era una billetera. De ella el hombre
que siguió a Zahra sacó cinco billetes de cien euros como si fuera
dinero del Monopoly–. Un adelanto –otro coche que subía por la
carretera cortó momentáneamente la conversación–. Cuando
tenga el senet en mis manos otros quinientos.
–Bien, pero…
–No hay peros –el tono se volvió más áspero–. Yo pongo
las condiciones –entornó los ojos mirándole con ferocidad–. No
tienes elección y este dinero es un regalo por las molestias. Ya
sabes lo que pasará si te vas de la lengua. ¿He sido claro?
–Sí señor.
–Eso está bien… –recuperó su cordialidad–. Vámonos,
que este no es sitio para conversar.
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Y Rai se quedó solo con una enorme desazón y quinientos euros
en el bolsillo. Aún recordaba días atrás la primera conversación
en los billares: – Ven conmigo, hablaremos de negocios…
»Necesito que me cuentes todo lo que acontezca en La
Mugara.
–No le entiendo.
–Verás, ando metido en un tema de compra y venta de
antigüedades y digamos que toda información privilegiada es
beneficiosa para mí. Se han perdido ciertos objetos egipcios, de
esos que había en las pirámides –Rai asintió de mala gana ante la
aclaración innecesaria–. Tú te mueves por la casa y seguro que
puedes enterarte de algo.
–¿Por qué iba a hacer eso?
–Sé muchas cosas de ti, pero también de tu familia –sacó
un papel del bolsillo y se lo mostró al chico–. ¿Recuerdas aquella
inspección de trabajo en junio? Tu padre no debería realizar
ciertos trabajos y esa es la razón de ese expediente en curso –
Aquel desconocido tenía una copia de la carta que recibió su
padre–. Yo lo puedo arreglar todo, todo.
–Pero, ¿cómo?
–No soy de los que reciben negativas por respuesta a un
favor –y se alejó sin despedirse.
Cuando Rai observó por la ventana del local de
recreativos a Martín entrar en el coche, su mirada fría desde el
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asiento delantero se le quedó grabada como señal de advertencia
para que aceptara el encargo.
Hubiera preferido pactar con el mismísimo Diablo.
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Capítulo 6
Tarek, el fellah
Existía una gran diferencia entre despertarse en Madrid,
sumergida en un océano de ruidos, y hacerlo en el campo, donde
el latido de la vida es más imperceptible y bello. Los gorriones
jugaban alegremente en el árbol del patio mientras que Tarek y
su escoba se aplicaban arañando el suelo. Con el paso de los días
Zahra había dejado de usar el móvil para despertarse, para así
dejar a la luz del día penetrar en sus sueños susurrándole la
llegada del amanecer. Madrugaba más que al principio, pero
dormía mejor.
Se levantó de la cama, con el sol acariciando tibiamente
su cara, y se acercó al armario a por la ropa para darse una
ducha. Fue una imagen fugaz, como si todavía los sueños se
entrelazaran con la realidad, pero había algo allí, en el cajón, que
no recordaba haber visto antes. De hecho estaba demasiado bien
colocado en una esquina, junto a las camisetas, como para ser
casual. La figurita de madera, con forma de peón de ajedrez
estaba entre su ropa como aquellos jaboncitos que su madre
ponía a veces a modo de ambientador. Estaba casi segura de no
haberla visto antes, pero pudiera haber estado en el fondo del
cajón y deslizarse cuando el día anterior metió las camisetas
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planchadas. Fuera lo que fuera, parecía más una antigüedad que
una pieza de un juguete.
Tras el aseo bajó a desayunar. Allí la esperaban David y Marta,
que estaban terminando. Tarek la vio entrar y se puso a cortar
pan para ella.
–Buenos días, cariño –le dijo Marta–. ¿Has dormido
bien? Anoche te acostaste tarde –miró a su hija con intención.
Zahra conocía esa mirada, que venía a decir algo así
como sé que lo has pasado bien, el chico es mono y me podrías
contar algo, que para algo soy tu madre. Pero, desde hacía unos
meses, Zahra se había vuelto más hermética en esas cuestiones,
porque adivinaba que tras ese interés solían aparecer otras
cuestiones sobre responsabilidad, normas y sexualidad que le
resultaban algo cargantes.
–He dormido genial.
–Me alegro. ¡Vamos David, termínate la leche! Voy a
bajar con tu hermano al pueblo. Podrías seguir limpiando los
libros del despacho. ¿No? Así me ayudas…
–Vale –de esa manera tendría vía libre para investigar
sobre la piececita del cajón–. Vete tranquila.
Una vez sentada en el despacho, rodeada de una pila de
libros, se parapetó para encender el ordenador, saludó al
soldadito y entró en la cueva para buscar el senet. Allí estaba.
Algo le decía en el corazón que algún día, no muy lejano, quizás
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el domingo, estaría en sus manos. Junto a él había una caja con
las fichas, pero no fue capaz de compararlas con la suya debido a
la poca resolución de la cámara. Sin embargo si lo pudo hacer
con otros senet que había en internet. Podría ser una de las
piezas, pero era improbable. Primero porque si aquella
antigüedad merecía tanta seguridad era debido a su valor, el cual
quedaría muy devaluado si le faltara una de las fichas. Segundo,
si por algún motivo había que separarla de su juego, el lugar más
indicado no era el cajón de su ropa. Moraleja: aquel descuido se
justificaba si esa ficha hubiera sido colocada de forma
premeditada, para que ella la encontrara. Sólo había una persona
que pudiera haber hecho algo semejante, aunque no entendía el
motivo. Tarek. Así que apagó el ordenador y fue a buscarle.
Encontró al guarda en la cocina, cosiendo uno de sus
pantalones. Aquel hombre era una caja de sorpresas, capaz de
realizar cualquier labor y a la vez parecer ajeno al mundo que le
rodeaba.
–Buenos días, señorita –hizo amago de levantarse–.
¿Necesita algo?
–Sí Tarek, gracias. ¿Sabe que es esto? –Directamente al
grano, y sin anestesia, le mostró la figurita.
–Parece una talla de madera… –la tomó en su mano
como si no la hubiera visto antes–. Es antigua. Probablemente
egipcia. ¿Estaba en el despacho?
–No exactamente. ¿Puede ser del senet de mi abuelo?
–¿El senet?
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–Ese juego que debería estar en la colección egipcia.
–No lo descarto señorita –le devolvió la ficha, bajó la
mirada y retomó la labor de costura–. Es probable.
–Probable… Ya.
La estaba engañando, lo notaba; pero si él había puesto la
ficha con la intención de que llegara a sus manos no era para
despacharla y olvidar el tema. Era el momento de interrogarlo.
–Usted ha pasado casi toda la vida con mi abuelo. ¿Por
qué no me habla del senet? ¿Dónde lo encontró? –Aunque
parecía ignorar la pregunta, Zahra intuía que él estaba meditando
la respuesta.
–No lo encontró exactamente.
–¿No?
–Lo ganó.
–¿Como que lo ganó…?
–Jugando a las cartas, en Londres. Hubo una vez… –se
levantó e invitó a Zahra a seguirlo al despacho. Allí comenzó a
buscar entre los libros hasta que dio con uno muy pequeño
titulado “La muerte en el antiguo Egipto”. Se lo entregó a ella–.
Eduard Toda –le dijo como única explicación.
–¿Eduard Toda?
–Era un diplomático español, amigo de Antonio Gaudí.
Seguro que le suena el nombre –Zahra evocó su visita a la
Sagrada Familia de Barcelona dos veranos atrás–. Estuvo
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destinado en Macao, Hong Kong, Shangai y El Cairo, donde
ocupó el cargo de cónsul de España.
–Pero si era amigo de Gaudí eso debió suceder hace
muchísimos años, ¿no?
–Finales del siglo diecinueve. Hay muchas historias sobre
la amistad que unió a estos hombres, muchas relacionadas con
una ideología llamada masonería, pero ahora no vienen al caso.
Lo que nos importa es que estudió derecho y escogió la carrera
diplomática. Como cónsul de Egipto que era, se fue a vivir con el
resto de ciudadanos europeos en una colonia especial de El
Cairo, donde pudo conocer a gente muy interesante. Era como un
oasis occidental en mi país. Una de aquellas personas era Gaston
Maspero, que dirigía el servicio de antigüedades de Egipto, al
que acompañó en muchas de sus expediciones a través del delta
del Nilo, buscando tumbas –se quedó observando con
detenimiento la pieza del senet–. Desde que se recuerda todos los
pueblos que han pasado por Egipto han saqueado los
enterramientos en busca de riquezas, pero por entonces una
nueva ley dictó la prohibición de realizar excavaciones y vender
antigüedades. Fue una mala idea en mi modesta opinión.
–¿Por qué? Así se protegería mejor el patrimonio. ¿O no?
–No existen vigilantes suficientes para custodiar todo el
Nilo. ¿Verdad? Además, muchos pueblos vivían de la venta de
esos objetos y saqueaban las tumbas al cobijo de la noche. Fue
un desastre. Todos los guardianes entraban en el reparto. Hay
mucha corrupción en mi país, una auténtica lacra.
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»Las momias aparecían destrozadas por el suelo, las
tablillas se dividían en trozos para multiplicar las ventas y
muchos enseres de valor histórico se convirtieron en basura.
–¡Qué pena! Lo que hace la avaricia…
–No era la avaricia, señorita –corrigió con suavidad-. Era
el hambre, el sustento de muchas familias, como el pueblo
Fellah, que sueña con encontrar su tesoro durante toda una vida.
Yo soy de origen Fellah –desde el fondo de los ojos negros de
Tarek se produjo un leve destello de orgullo–. Maspero era un
hombre inteligente, por lo que pensó que lo más práctico era
autorizar a todo el mundo a buscar enterramientos, eso sí, con un
permiso y la condición de que los objetos encontrados fueran
previamente registrados por la autoridad y perfectamente
custodiados. Luego se dividiría el hallazgo en partes iguales,
dando prioridad de elección de los mismos a los descubridores –
sonreía satisfecho–. Por eso un día Maspero y Toda recibieron la
visita de un hombre de Gurnah explicando que había encontrado
una tumba y que lo ponía en su conocimiento para acogerse al
decreto de excavaciones. Resultaba que aquella tumba era de las
pocas que permanecía intacta, un auténtico tesoro desde
cualquier punto de vista. En reconocimiento a la ayuda prestada,
Maspero le regaló a Toda la tarea de explorarla.
–¡Qué emocionante debió ser! No me imagino lo que se
sentirá al entrar en un lugar así.
–La entrada a la tumba era un pozo de unos cuatro metros
de profundidad. Luego había una galería, una antesala y otra
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galería que conducía a una puerta de madera. Tras ella las
riquezas y legados que nunca habían visto la luz del día desde el
último enterramiento. Aquella era la tumba de un artesano de
renombre.
–¡Yo conozco esa puerta de madera! ¡Claro! La he visto
en Internet. Hay una pareja jugando al senet.
–¿Quiere saber algo muy personal?
–¿El qué?
–Mi abuelo estaba entre los peones que trabajaron allí
con Toda –levantó la cabeza con indisimulado orgullo.
»Gran parte de la colección está repartida por el Museo
de El Cairo y alguna pieza en el Arqueológico de Madrid. Sin
embargo… –se acercó a ella como si fuera a confiarle un
secreto–. En el inventario publicado posteriormente por Toda no
figura un senet que estaba en la tumba.
–¿Por qué?
–Era un regalo de Maspero a Toda, demasiado valioso
como para ser inventariado y luego entregado en forma de
comisión. ¿Cómo se dice? Se lo entregó bajo cuerda, como algo
personal. El problema es que uno de los colaboradores de Salam,
el Fellah, el descubridor del pozo, también lo quería para él.
Toda le ofreció mucho dinero para compensarle por el valor del
senet, pero él le dijo que si le contrataba como criado a su
servicio se daría por pagado y así podría contemplarlo siempre
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que quisiera. Muy astuto por su parte. Un trabajo valía más que
una antigüedad.
–¿Era su abuelo? –Tarek asintió feliz.
–Cuando Toda se trasladó a Londres a vivir hizo mucha
riqueza con sus negocios. Al regresar a España vendió el senet a
un coleccionista de antigüedades londinense con una condición.
–¿Cuál?
–Que mi abuelo y su familia, que se quedarían en
Londres, pudieran visitar el senet de forma eventual.
Desgraciadamente aquel hombre no cumplió su parte y las
puertas de su casa permanecieron cerrada para ellos.
–¡Era de esperar!
–No entendió lo que era el honor. De donde yo vengo un
apretón de manos es un contrato. Tras la Guerra Mundial, mis
padres regresaron a Egipto, a la tierra de sus antepasados. Habían
ahorrado dinero y crearon una agencia de guías e intérpretes de
inglés para los expedicionarios que iban al delta del Nilo. Así,
siendo yo muy joven, conocí al señor, su abuelo, y pasé varios
meses en su compañía. En una de nuestras conversaciones le
conté la historia del senet.
Tarek se fue hacia uno de los montones de libros y sacó
un ajado álbum de fotos. Entre las viejas fotos, una de ellas
mostraba a un joven apuesto con bigote, rodeado de baúles.
Sentado en uno de ellos Tarek observaba al fotógrafo con su
gesto arisco.
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–Es el día que nos fuimos a Inglaterra. Su abuelo se iba a
casar y necesitaba un servidor para su casa en Glastonbury. Me
dio una oportunidad para mejorar mi vida y acercarme al anhelo
de mis mayores.
–Pero… Él sabía que usted deseaba recuperar el senet.
¿No?
–El senet no es nuestro, pero tenemos unos derechos
sobre él. Por eso el Sr. Saunders localizó al propietario y le hizo
una generosa oferta que este rehusó. Sin embargo corrían
rumores sobre la afición al juego de este caballero, por lo que su
abuelo jugó algunos de sus objetos egipcios contra el senet en
una partida de cartas. Lo ganó –dijo orgulloso.
–Es una historia muy interesante, Tarek, pero lo que no
entiendo por qué usted le ha dicho a mi madre que no sabe donde
está si yo creo que está oculto en una cueva. Mi madre lo
necesita. Debe encontrarlo, junto al resto de objetos, para poder
vender toda la colección.
–Se equivoca, señorita –de repente se puso muy serio–.
Es el propio senet el que encontrará a su dueño, como ha sido
siempre hasta que Toda lo vendió.
–No lo pillo…
–Un día me dijo usted en el coche que creía en la esencia
de los objetos. Por eso he confiado en que lo entendería –parecía
decepcionado con Zahra.
–Bueno… Sí, pero…
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–El senet no es un juguete. Es la llave para entrar en el
reino de los muertos, en la Duat. No puede caer en manos
codiciosas. Sólo merecen poseerlo las personas que sepan
apreciar su verdadero valor y poder. Hay que acercarse a él con
la veneración y el respeto debidos.
–Mi madre es una buena persona. Sabe lo que tiene que
hacer.
–En efecto, señorita, lo es; pero está algo perdida y es
vulnerable. Necesita tiempo, pero este se le acabará cuando esta
casa se traspase –de repente la conversación cambió de tono.
Tarek parecía nervioso y defraudado–. Siento haberla metido en
esto dejándole la ficha en su habitación, pero pensaba que usted
era la persona más adecuada para recoger la herencia de su
abuelo.
–¿Por qué yo?
–Está iniciando un camino de búsqueda, muy propio de
su edad, y su corazón es permeable a otras realidades. Su abuelo
así lo pensó. Yo también, modestamente.
A pesar de lo absurdo de la situación, algo le decía a
Zahra que quizás hubiera verdad en aquellas palabras. Al fin y al
cabo era muy posible que el domingo entrara en la cueva y le
regresara el senet a su madre. Ahí acabarían todos los problemas
y su remordimiento por conocer su paradero a sus espaldas. Aún
así, pensó que un poco de ayuda sería bien recibida.
–De acuerdo, Tarek. ¿Dónde está el senet? ¿En la cueva?
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–¿Dónde está? Si su destino es descubrirlo, así será. Yo
no debo intervenir. Por cierto, no olvide llevar esa ficha siempre
con usted, para completar el juego. Sin ella carece de valor.
–¿Y si no lo encuentro? Mi madre perdería la venta.
–No lo ha entendido… El senet nunca estará en manos de
personas como Menéndez. Su madre tendrá que escoger a otro
comprador. Lo siento…
–Perderá mucho dinero.
–Se equivoca, el senet le entregará una riqueza tal que
nunca hubiera imaginado.
Dicho esto, Tarek acarició torpemente la cabeza de Zahra
y salió del despacho cabizbajo.
Cuando la noche se posó sobre la sierra Zahra notó una gran
fatiga mental y física. Se conectó al chat a la hora acordada con
sus amigos. Sólo su fiel compañero, Nico, estaba disponible.
–Me mandó un correo Sonia, que iba a estar en una
fiesta del hotel –dijo Nico a modo de disculpa.
–Esa sí que está disfrutando…
–¡Oye Zahra! Prométeme que no vas a hacer ninguna
tontería. Entrar en una cueva es muy peligroso. Debes contarle
todo a tu madre.
–No voy a ir sola. Iré con Rai.
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–¿Con el del botellón? Tú misma, pero no me gusta la
idea. Tampoco estoy tranquilo sabiendo que ese tipo egipcio
anda por la casa. Toda esa historia es muy extraña.
–No sabría explicarte el porqué Nico, pero creo que de
alguna manera las cosas deben suceder así.
–Al menos sé muy prudente.
–Lo seré. Que descanses, ángel de la guarda.
–Ángel
de
la
guarda…
Hasta
que
dimita
agotamiento. Buenas noches, Zahra. Un millón de besotes.
82
por
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Capítulo 7
Que comience la partida
Como en las grandes ocasiones, a David le brillaban los ojos. No
es que el juego fuera lo más apasionante que había visto en su
vida, pero no todos los días iba a ser él quien le enseñara algo a
su sabihonda hermanita.
El juego del senet, que le había mandado Nico, era
similar al de la oca combinado con el parchís, pero mucho más
simple. Podían participar dos personas, una con cuatro fichas,
similares a unos carretes de hilo, y su contrincante con otras
tantas en forma de peón de ajedrez pero más estiradas. El tablero
tenía treinta casillas, repartidas en tres filas de diez cada una.
No se usaban los dados en ese juego, sino
cuatro tablillas, blancas por delante y negras por
detrás, de tal manera que al lanzarlas el número
de blancas indicaría la puntuación lograda. Todo
negro significaba un 6, de modo que no se podía obtener el 5.
El objetivo del juego era llevar todas las fichas fuera del
tablero antes que el adversario, para lo cual existían algunas
estrategias interesantes, como colocar dos fichas consecutivas a
modo de barrera para el contrario, o mandar a la ficha enemiga a
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la casilla de salida si se la comía como en el parchís, excepto
cuando estaba a salvo en las casillas 26, 28 o 29.
Al igual que en la oca, caer en alguna de las treinta
casillas podía traer alguna consecuencia, como en la número 27,
que indicaba sumergirse en el Nilo y retroceder a la 15, salvo que
estuviera ocupada y tuviera que rebotar hasta la salida. Una ficha
en la 15, donde está el símbolo de vida eterna de una cruz
ansada, estará protegida siempre y cuando no viniera de la 27. Si
el jugador llegaba a la casilla 28, la Casa de los Espíritus, sólo
podrá continuar sacando tres tablillas blancas. La casilla 26, la
Casa de la Felicidad, era la antesala de la travesía final hacia el
camino del Libro de los Muertos, y la 29, la Casa del Doble,
ocultaba una última trampa de la que no se podía escapar, salvo
que se sacara un dos en la próxima tirada.
Aunque pudiera pensarse que aquel entretenimiento no
era más que un pasatiempo para los antiguos egipcios, según
Nico, acercarse a ese tablero significaba retar al destino a una
partida contra la propia muerte, porque el senet, o juego de los
treinta, era un medio para avanzar hacia la vida eterna. De hecho
en algunas representaciones, como la de la propia tumba de Son
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Notem, el contrincante permanecía invisible a los ojos de los
mortales.
–Que comience la partida –dijo David tirando las
tablillas–. Juego con los peones. ¡Un tres! Me voy a la nueve.
–Un dos. Lo siento pardillo, pero te como la nueve con la
de la siete.
–¡Toma ya! Un seis. Ahora sí que no me pillas…
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–Eso lo veremos…
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–Has corrido demasiado, David. ¡Te estás ahogando en el
Nilo!
–No importa, porque ahora perseguiré tu ficha…
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–¡Un cuatro! Los dioses están conmigo, David.
–No llegarás a tiempo…
–Me basta con seis. Como este…
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La primera batalla cayó del lado de Zahra, pero según
avanzaba la partida David fue capaz de mandar sus cuatro fichas
al reino del más allá antes que su rival. Pasaron un buen rato
practicando con el senet en el ordenador, hasta equilibrar el
marcador en un empate a tres partidas que dejó el duelo servido
para otro día.
–Ha sido divertido –dijo Zahra para reforzar a su
hermano–. Ojalá encuentre este domingo el senet y podamos
jugar en uno de verdad –según pronunciaba esas palabras, fruto
de su relajamiento, advirtió su indiscreción.
–¿Has encontrado la cueva? ¿Vas a ir? –El secreto había
dejado de serlo.
A pocos metros de Zahra y David, emboscado junto al quicio de
la puerta, Tarek rememoraba la última partida de senet que había
presenciado unos meses antes. En aquella ocasión la derrota del
abuelo de Zahra fue clara y rotunda.
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Capítulo 8
La cueva del senet
Rai no se lo podía creer. Allí, sentado tan ufano en la entrada, el
hermanito de Zahra aguardaba equipado como un explorador que
fuera a internarse en el Amazonas, así que hizo un aparte con
Zahra para parlamentar.
–¿Estás loca? No podemos meternos en la cueva con un
niño pequeño.
–Tiene diez años, sabe andar si es eso lo que te preocupa.
Dejó el tacataca hace tiempo.
–No digas chorradas. Bajar allí requiere concentración,
fuerza… Ni siquiera sé si tú podrás aguantarlo.
–¡Vaya! Habló el campeón de Pressing Catch.
–Es tu responsabilidad. ¿Tu madre lo sabe?
–Más o menos.
–¿Más o menos?
–Bueno sabe que vamos de excursión. Además, me
amenazó con chivarse si no lo traía.
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–Vale, está bien, pero si pasa algo no será por mi culpa –
Rai no se quitaba de la mente las palabras de Martín avisando de
que estaría cerca de ellos.
Tras abandonar la finca siguieron carretera arriba, dejando a la
izquierda algunas casitas y huertos que jalonaban la cuneta.
Según había sabido Rai, dos kilómetros más arriba había que
desviarse por un camino que culminaba en un estrecho puerto.
No tenían que ir tan lejos porque la cueva se encontraba al inicio
del camino.
Aunque estaba haciendo aquello por su padre, el aprecio
que le estaba tomando a aquella chica y el dinero de Martín, que
le empezaba a quemar, le hacían sentirse sucio y miserable. Dos
ideas tenía en la cabeza. La primera se refería a lo que indagaba
Zahra en una cueva perdida de la sierra; y la segunda que le
importaba aquello a un tipo como Martín. Luego estaban las
posibles consecuencias. En principio aquello no debía pasar de
un simple robo, porque sería muy extraño que aquel hombre
fuera capaz de algo más contra dos jóvenes y un niño. Si fuera
así él mismo estaría en peligro por ser el testigo incomodo que le
asociaba con Zahra y la cueva. Quizás la presencia de David
supusiera un seguro a todo riesgo a prueba de cualquier desmán,
porque había que tener muy pocas entrañas para atreverse con un
pequeño y su hermanita mayor. Por eso poco a poco fue
desterrando sus más funestos pensamientos para disfrutar de una
mañana espléndida.
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Zahra lamentaba ocultarle a Rai su verdadera motivación
para encontrar la cueva. Hasta su propio hermano la conocía. Rai
era un muchacho mono, parecía buena persona, pero no confiaba
plenamente en él. El problema era que si finalmente lograban
recuperar el senet debía quedar muy claro que este pertenecía a
su abuelo, para evitar malos entendidos. Eso hacía necesario
preparar el terreno antes de llegar. Sabía que David no lo
comprendería, pero no quedaba más remedio que decirle a Rai la
verdad, o al menos parte de ella.
–Rai…
–No me digas que ya te has cansado, niña –detuvo su
marcha y se volvió hacia ella.
–No es eso. ¿Cómo me voy a cansar? Quería comentarte
una cosa sobre la cueva.
–¡Ah! –Por fin Rai iba a enterarse del meollo de la
cuestión y saber a qué atenerse–. ¿El qué?
–Estoy buscando algo. Mi abuelo escondió en una cueva
algunas antigüedades egipcias. Bueno, eso creo –así que era eso,
pensó Rai.
–Yo no guardaría nada en una cueva. ¿Estás convencida
de lo que dices?
–No del todo… –prosiguieron la marcha detrás de un
motivado David–. Sé que está en una cueva y no parece haber
otra por aquí.
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–Te dije que había muchas… –aquello era un enorme
error y parecía mentira que Martín se hubiera tragado esa
historia–. Y en el caso de que así fuera, ¿no pretenderás que
exploremos una cueva de kilómetros en busca de una momia?
–¿Kilómetros?
–¡Despierta, Zahra! No vamos de picnic, aunque tu
hermano se lo esté creyendo. Vamos a asomarnos a ese agujero,
nada más. ¿Tienes idea de lo peligrosa que puede ser una cueva
salvaje?
–No soy imbécil.
–¡Eh, chicos! ¿Es ahí? –David interrumpió la discusión
indicando una abrupta pendiente de pocos metros que
desembocaba en lo que parecía una entrada en la roca. Rai
avanzó hacia David mirando con enfado a Zahra.
–Sí, debe ser. Espera un momento.
Rai sacó una cuerda de la mochila y la estiró. Apenas
tenía ocho o nueve metros de longitud. Al menos bastaría para
aproximarse a la entrada y dejarse deslizar por la ladera. Tras
anudarla con soltura a un árbol, tranquilizando a Zahra por su
evidente pericia, inició el corto, pero arriesgado, descenso. La
cuerda aguantaba bien.
–Primero bajaré yo para probar. Si no es muy difícil,
bajará David.
–¿Por qué David?
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–Si no fuera capaz de llegar hasta allí, que al menos
alguien con fuerza le pueda ayudar desde arriba y desde abajo.
–Conforme, pero no conoces a mi hermano el tozudo.
Rai se dejó caer cuerda abajo hasta quedar a un escaso
metro del suelo. Desde allí saltó y se aproximó a la entrada.
Cuando comprobó que la galería se perdía en la oscuridad, y que
aquella debía ser la cueva que buscaban, hizo una seña a Zahra.
–David, escúchame atentamente –su hermana se puso
muy seria–. Te he dejado venir porque confío en ti. ¿De acuerdo?
–Él asintió gravemente–. Has visto como lo ha hecho Rai,
¿verdad? Él estará abajo para recibirte. ¿Preparado?
Aunque al principio pareció dudar, el benjamín de la
expedición logró alcanzar a Rai. Luego llegó el turno de Zahra.
Había tenido que subir y bajar por una cuerda en clase de
educación física con alguna penalidad, lo que había provocado
una quemadura en su mano derecha y una herida en su
autoestima; pero en esa ocasión, fuera por la adrenalina o por la
seguridad que le inspiraba tener al muchacho esperándola abajo,
supo manejarse con más soltura de la esperada. Cuando Rai la
tomó en sus brazos ambos se quedaron mirando fijamente.
–¿Me sueltas o qué? –Un poco sobón, resultó el amigo.
En el exterior, parapetado tras una roca, Martín había
visto los preparativos para la exploración de la cueva. A partir de
aquel instante sólo quedaba esperar.
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Abrieron las mochilas y se inició la revisión del equipo.
Rai había traído las linternas, Zahra unas provisiones, con agua y
barritas energéticas, y un pequeño botiquín que extrajo del coche
de su madre. David llevaba una pequeña brújula de explorador y
un spray de los que usaba para sus graffitis. Rai lo miró con
curiosidad.
–¿Para qué cojones quieres un spray ahí dentro? Como
hagas una de tus pintadas la cueva se te quedará pequeña para
salir corriendo.
En ese momento Zahra recordó aquel sueño que tuvo con
su abuelo. En él era ella la que utilizaba aquella pintura para no
perderse. Esa era la intención de su hermano y quiso pensar que
aquello no podía ser una casualidad, que ese debería ser el papel
que el destino le había reservado.
–Está bien, Rai. Lo quiere para marcar el camino de
regreso, ¿no es así? –El niño sonrió satisfecho.
–De acuerdo. Como en la cuerda… Yo delante y David
en medio.
Los primeros metros en la negrura de la tierra no
pudieron ser más desoladores. Las paredes habían sido testigos
de botellones y de más de un encuentro amoroso –Rai se encogió
de hombros mirando a Zahra con cara divertida–. Junto a una
bolsa de aperitivos vacíos descansaba la muda de una serpiente.
Aquello fascinó a David, pero provocó un escalofrío en Zahra.
Habían transcurrido unos minutos cuando surgió el
primer
96
obstáculo.
El
estrecho
sendero
había
quedado
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interrumpido por una amplia corriente de agua de profundidad
difícil de medir. Evidentemente se podía superar, pero requería
cierta pericia. Rai observó la altura de la galería y el suelo que
les aguardaba al otro lado, calibrando las consecuencias de un
salto.
–¿Qué hacemos preguntó Zahra?
–Como siempre. Primero yo, luego tiramos de David y
por último tú.
–Adelante…
Aunque las tres linternas alumbraban bastante, Rai no
estaba seguro del éxito de la maniobra. De todas formas llevaba
el bañador debajo y estaba mentalizado para darse un chapuzón.
Hubo suerte. Logró alcanzar la otra orilla con más de dos palmos
de holgura. Otra cosa sería que lo lograra el niño.
–No me gusta, Zahra. Que tome carrerilla y que se lance
hacia mí.
–David, sería mejor que esperaras fuera.
–¡No! Puedo hacerlo –el chico miró suplicante a su
hermana.
–Como te pase algo… Vale. Con todas tus fuerzas.
David se tomó aquella prueba como si fuera la final
olímpica de salto de longitud. Tanto corrió que en el último
instante se trastabilló y tuvo que ser salvado del remojón por los
brazos de Rai, que estuvo a punto de caer debido al
97
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sobreesfuerzo. Zahra ahogó un grito y respiró tranquila al verles
a ambos sanos y salvos. Luego llegó su turno.
Según avanzaban, la galería se iba estrechando
considerablemente. Entonces llegaron a una pequeña sala en la
que un nuevo túnel proseguía a la izquierda y una sima se ofrecía
a la derecha.
–¿Ahora qué? –preguntó Zahra
–¿Qué de qué? ¿Bromeas? No pretenderás entrar en ese
agujero –iluminó el pozo–. Ni tenemos el equipo ni los
conocimientos para hacer eso.
–Claro…
–Si tu abuelo escondió ahí su momia te aseguro que nadie
la encontrará. Tampoco nosotros.
–¡No es una momia!
–Pues lo que sea. Vamos por el túnel –David se puso a
marcar el camino con su spray, cuando evidentemente no había
posibilidad de perderse. Rai miró con disgusto a Zahra–. Quien
con niños se acuesta…
La nueva galería comenzó a descender peligrosamente,
tanto que Rai se detuvo temeroso de caer rodando y no poder
remontarla. Miró a sus compañeros significativamente y se
detuvo. Eso era todo, amigos. Seguir bajando significaría cruzar
la frontera entre el paseo matinal y la temeridad.
–Se acabó.
98
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–No se acabó, Rai. Creo que un poco más adelante debe
haber un derrumbe y tras él se llega a una gran bóveda.
–¿De qué me estás hablando? ¿Conoces la cueva?
–No exactamente –dejó a un lado a su compañero y se
puso en cuclillas pegada a la pared para bajar lo más despacio
posible.
–¿No exactamente? Concreta…
–Bueno, lo he soñado.
–¡Lo has soñado! Pero… Tú estás loca. ¡No! Mejor aún,
el loco soy yo por hacerte caso. Regresemos al exterior.
–David –dijo Zahra haciéndole un gesto a su hermano–.
Debes quedarte aquí –el niño comprendió que había rozado sus
propios límites y esbozó un gesto de fastidio–. No tardaré
mucho…
–¿Dónde te crees que vas? –dijo airado Rai.
–Sólo un poco más.
Quizás fueran los ojos brillantes de Zahra bajo la luz
artificial o la seguridad que irradiaba, pero el caso es que Rai se
dejó convencer.
–No te dejaré sola –y volvió a colocarse delante. Zahra
guiñó a David y le dio una caricia para recordarle que debía
aguardar allí a su regreso.
Tras unos metros observaron un derrumbe, por lo que Rai
miró a su compañera con fascinación, moviendo la cabeza
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incrédulo. Efectivamente ella tenía razón, pero existía un
problema, y es que nadie podía pasar por la pequeña abertura que
las piedras habían dejado. Ambos se miraron al unísono y
pensaron en David. Quizás no fuera el spray la causa de su
presencia, así que regresaron en su busca.
Escoltado por los dos mayores, el niño logró llegar a la
zona obstruida. Ahora se trataba de pasarle entre las piedras.
Aunque parecía una misión fácil, pero intrépida para David, a
Zahra le inquietaba el inesperado cambio de papeles respecto a
su sueño y el papel protagonista que había tomado su hermano.
Las piezas del puzzle habían dejado de encajar.
Fueron unos segundos eternos hasta que David regresó
abrazado a su linterna y arrastrándose por el suelo. Se había
rasgado el vaquero y estaba cubierto de polvo. En otra ocasión
Zahra habría pensado que su madre la mataría por aquello, pero
no era aquel pantalón lo más grave que estaban haciendo aquel
día.
–¿Y bien? –preguntó Zahra.
–Hay una cueva más grande…
–¿Nada más? –dijo Rai.
–Bueno, más botellas… –hizo el gesto de empinar el
codo.
–Pues aquí lo dejamos –sugirió Rai–. Hemos hecho más
de lo que cualquier persona sensata hubiera hecho.
–Llevas razón. No debemos ir más allá. Además…
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–¿Sí?
–No tiene sentido que mi abuelo escondiera algo en un
lugar tan inaccesible.
–Y tampoco aquí hay Internet –añadió David muy serio.
Rai lo miró como quien contempla a un loco de remate.
–Pues vámonos. Ahora irás tú delante y yo detrás del
niño.
–No soy un niño –protestó un crecido David.
–Lo que tú digas, mocoso.
Como era de suponer, remontar la galería fue un trabajo
penoso y lento que parecía no culminar nunca. Cuando al fin
regresaron a la sala de la sima cayeron al suelo exhaustos. Rai
miró fijamente a Zahra y a David y les informó de que la
próxima excursión la escogería él. Tras unos minutos de reposo y
un pequeño avituallamiento, se levantaron para continuar.
Entonces ocurrió... David, desobedeciendo las indicaciones de
Rai, enfiló la galería en dirección a la salida sin recordar el
enorme agujero que se abría a sus pies. Aunque en el último
instante casi logró asirse a una piedra, se hundió para horror de
Zahra y Rai.
Martín
comenzaba
a
impacientarse.
Ni
que
estuvieran
descubriendo Altamira. Llevaban ya dos horas allí dentro.
Decidió aproximarse a donde estaba la cuerda de bajada a la
entrada por si se escuchaba algo. Silencio. Fue en ese momento
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cuando vio salir a Rai, cubierto de barro y tierra, corriendo hacia
el exterior para encender su móvil.
–¡Eh tú! ¿Qué pasa? –Rai ignoró el requerimiento–. ¿A
quién llamas?
–¡A la Guardia Civil!
–¿Te has vuelto loco? –hizo un amago de deslizarse por
la cuerda pero no se atrevió–. ¡Te rompo el alma!
–¡El niño ha tenido un accidente!
–Pero, ¿habéis encontrado el senet egipcio?
–¡Qué egipcios ni que pollas! ¿No me ha oído?
–Cago en… –y se fue de allí rápidamente.
Mientras aguardaba la llegada de la ayuda, Zahra conversaba con
su hermano, transmitiéndole toda la tranquilidad de la que era
capaz. Al menos estaba vivo, aunque se encontrara a unos pocos
metros atrapado en la fría oscuridad.
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Capítulo 9
El secreto del Unicornio
Se habían pasado de la raya. No sólo tuvo que soportar la lógica
bronca de su padre, ser tachado de irresponsable por la colérica
madre de Zahra –su compañera de aventuras también se llevó lo
suyo– y el sermón del sargento López, sino que además fue
visitado por tercera vez por Martín. Quizás el incidente de la
cueva había supuesto un serio toque de atención a su propia
conciencia, o quizás compartir aquel día con los dos hermanos,
especialmente con Zahra, le había hecho reflexionar sobre las
cosas que no tienen precio y el aprendizaje que va unido a los
errores. El caso es que colocó el sobre con el dinero en la mesa
de billar ante la mirada burlona de aquel tipo.
–No entiendes nada, ¿verdad? –Martín se acercó a Rai
pasándole el brazo por el hombro–. Cuando alguien trabaja para
mí lo hace de forma indefinida, con una lealtad que siempre será
correspondida. Tu ayuda no es negociable –el muchacho se
estremeció ante su mirada gélida.
–Mire, agradezco mucho su ofrecimiento, pero yo no
entiendo de arte. Además, trabajo para esa familia y esto no está
bien…
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–Sólo hasta final de mes. Conmigo tendrás siempre un
buen amigo al que acudir.
–No me interesa –se dio cuenta de lo arriesgado de su
respuesta–. Bueno… Sí, no me interprete mal, pero no sirvo para
estos negocios y temo que alguien resulte dañado.
–Yo también lo temo.
–Ahí tiene su dinero y no se preocupe, que no abriré la
boca.
–Te lo advertí. Nadie me da nunca el no por respuesta –
Martín tomó el dinero y se alejó unos metros. Luego retrocedió
hacia Rai–. Volveremos a vernos, estoy convencido –hizo una
pausa para fijar sus ojos en los del asustado muchacho–. Pero esa
vez ya estarás contra mí. No lo olvides –y abandonó la
habitación. Cuando estuvo acomodado en el coche le hizo un
gesto de disparo con la mano.
Todo había sido estúpido. Así lo resumió Marta ante su hija. La
idea de ir a la cueva, llevarse a David, pretender encontrar allí la
colección egipcia e involucrar al pintor que trabajaba en la
reforma. ¿En qué estaba pensando? Ella siempre había confiado
en la lucidez de Zahra para manejarse de forma independiente en
la realidad que les había tocado vivir desde que su padre las dejó.
No estaba acostumbrada a un comportamiento tan poco reflexivo
como el de aquella ocasión. Afortunadamente sólo había sido
una pierna rota, pero no quería ni imaginarse que hubiera
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sucedido si la fosa hubiera sido algo más que un colapso con
poca profundidad.
Tras las disculpas del padre de Rai, este siguió trabajando
en la finca, pero recibió más de una mirada poco cordial por
parte de Marta. Zahra no fue castigada por su madre, quizás
porque habitualmente no solía ser necesario. Quizás las cosas
fueran a cambiar con la adolescencia, pero por esta vez Marta
prefirió que ella misma repara el daño que había ocasionado, con
el susto y la lesión de su hermano. Por eso la joven, decidió
permanecer en La Mugara y dedicar el día entero a ayudar a su
madre, a Tarek y algunas labores de limpieza propias de la
reforma. Se acabó el tomar el sol y llevar una existencia ociosa
en el cortijo.
Por si fuera poco, por la noche también tuvo que aguantar
la reprimenda cariñosa de Nico y los comentarios jocosos de
Sonia sobre Rai, la cueva y demás. Si al comienzo de su estancia
en Albaidalle pensaba que las vacaciones no podían ir a peor, se
había equivocado.
Inesperadamente la persona que mejor reaccionó fue
Tarek Moawad. El anciano sirviente volvió a argumentarle que
sólo encontraría el senet si así estaba escrito y que no debía
angustiarse por el error cometido.
–Sólo así se aprende. Nadie más que el que se adentra en
una cueva conocerá sus secretos, pero también es verdad que
entre ellos existen muchos peligros que suponen una buena
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enseñanza. Usted no ha encontrado el senet, pero se ha
encontrado un poco más a sí misma. ¿No?
–Tarek, casi mato a mi hermano –dijo mientras le
ayudaba a pelar unas judías–. Ha sigo una gran pifia por mi
parte. No sé en qué estaba pensando.
–Sinceramente, no fue una buena idea buscarlo allí –dejó
el cuchillo en la mesa de la cocina y se acercó a él.
–Va a dejar que nos vayamos, que vendamos esta casa y
que el senet se quede perdido para siempre. No, no me responda.
¿Lo quiere para usted? ¿Es por eso por lo que no me dice donde
está?
–Lamento escuchar eso –parecía sincero–. Yo no debo
interferir, pero comprendo que se sienta defraudada.
–¿Defraudada? ¿Qué me impide ir a hablar con mi madre
y contarle todo lo que sé?
–Yo no. Si esa es su voluntad…
–Al menos dígame si es posible encontrarlo, o si necesito
meterme dentro de un volcán o cruzar el mar a nado.
–Quiere saber si existe esperanza en su búsqueda.
–Eso es.
–Lo siento, no lo sé, es su anhelo, no el mío.
–¡Vale! ¡Genial! –Y salió de la cocina dando un portazo
que retumbó en toda la casa.
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Según se iba hacia su habitación vio a Rai subido en una
escalera pintando el techo del zaguán. Este le hizo un gesto de
complicidad al que ella respondió pidiéndole que la dejará en
paz. Cuando Zahra se encendía era mejor aguardar a que se
apagara poco a poco.
Iba a tirarse sobre la cama a llorar su rabia cuando
recordó que su pobre hermano estaba arriba muerto de
aburrimiento con su pierna en alto. Se lo debía.
–¡Hola David! ¿Cómo te encuentras?
–Me pica dentro de la escayola, pero mamá dice que no
puedo rascarme.
–Sé lo que es eso. ¿Te acuerdas cuando me torcí el tobillo
el año pasado? Es un verdadero rollo.
–¿Cuándo volverá mamá de Sevilla? –Marta se había ido
a Sevilla para verse con Estela Doblas y negociar la venta de las
antigüedades.
–Cenará con esa amiga de la que te he hablado y luego se
quedará a pasar la noche, pero ya te dijo que regresaría mañana.
–miró a su alrededor buscando alguna distracción para su
hermano–. ¿Quieres leer algo?
–Dame uno de los cómics de papá –Zahra se acercó a la
librería y tomó un ejemplar de Tintín llamado “El secreto del
Unicornio”
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–Cuando lo acabes me avisas y te doy la segunda parte
que debe estar por aquí –lo comprobó con la mirada–. Es una
historia de búsqueda de tesoros en el mar.
–¡Guay!
–Bueno, te veo luego –se quedó observando la mirada
inteligente de su hermano abriendo el libro–. ¿Sabes una cosa
David?
–¿Qué?
–Estoy muy orgullosa de ti. Te has comportado como un
valiente –y le dio un beso de reconocimiento.
Al caer la tarde Zahra aprovechó la ausencia de su madre para
acercarse a Rai. No es que tuviera prohibido hacerlo, pero creyó
oportuno provocar una cuarentena preventiva para evitar que las
cosas empeoraran. El muchacho estaba retirando los plásticos del
zaguán para regresar a Albaidalle.
–¡Vaya! Eres tú… ¿Piensas ladrarme como antes?
–Perdona, había discutido con Tarek y lo pagué contigo.
–Es un tío raro el moro ese, ¿no?
–No lo digas así. Es un buen hombre, pero tiene su
manera de ver las cosas, es mayor, ya sabes. Parece algo serio,
pero tiene un buen fondo y ha acompañado a mi familia desde
siempre. ¿Te ayudo con esto?
–No, gracias.
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–¿Te vas ya? –Se aproximó a él
–Sí. Mañana más –ambos salieron al patio. Al fondo
esperaba el padre de Rai con la furgoneta.
–Que descanses…
–Lo mismo te digo. Saluda al mocoso.
–Rai… –este se volvió hacia Zahra.
–¿Sí?
–Aún no te he dado las gracias por acompañarnos en mi
absurda excursión –Rai sintió una punzada de remordimiento
recordando la imagen de Martín.
–En serio, no tienes que agradecerme nada –escondió la
mirada–. Soy yo… ¡Déjalo! Ya nos tomamos algo un día, pero
sin mi gente.
–Claro.
–Genial… ¡Hasta mañana! –Y subió a la furgoneta con su
padre.
Quizás fuera el cansancio de la jornada o el recuerdo de
la amenazante despedida de Martín, pero según recorrían la
carretera de regreso al pueblo, le pareció que el coche que se
cruzaba con ellos montaña arriba le resultaba conocido.
Un escalofrío recorrió su espalda.
Tras la silenciosa cena con Tarek, Zahra subió a recoger la
bandeja de la comida a su hermano. La ausencia de su madre le
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causaba cierta desazón, como si la casa estuviera más solitaria y
lúgubre que en otras ocasiones. Sabía que el guarda dormiría en
la vivienda de al lado, pero entre aquellas paredes ella estaría
sola con David. Se animó a sí misma evocando su aventura en la
cueva, un lugar mucho más intranquilizador que aquel cortijo
centenario.
Cuando subió al torreón, David se había quedado
dormido con el libro de Tintín caído sobre los restos de la cena.
Lo tomó con cuidado y lo llevó a la estantería. Recordaba
haberlo leído con la misma de edad que su hermano y llevarse un
gran chasco cuando sus héroes regresan a tierra firme sin haber
encontrado el tesoro. Lo divertido fue descubrir que después de
irse tan lejos resultaba que todas las riquezas permanecían
escondidas en el sótano del castillo desde donde habían partido.
Apagó la luz y tomó la bandeja. Según bajaba la escalera
del torreón una idea sacudió su mente. Era una posibilidad
remota, pero lógica. ¿No le había pasado al mismísimo Tintin?
¿Y si el tesoro estuviera en aquella casa? ¡Pues claro! No tenía
mucho sentido que su abuelo se pusiera a esconder objetos monte
arriba por muchas cuevas que hubiera. Además, el propio Rai le
había comentado que muchas de las viviendas de la sierra habían
sido construidas a partir de una cueva. Aquello era un cortijo,
pero todo era posible. Eso explicaría lo de la señal de Internet.
De repente se sintió como una inútil por no haberse dado cuenta
de la opción más sencilla de todas. El senet estaba muy cerca de
allí. Esta vez Tarek tendría que reconocerlo y ayudarla a
recuperarlo, para así darle esa maravillosa sorpresa a su madre
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cuando volviera de Sevilla. Dejó la bandeja en un escalón, tomó
la pieza del senet de la mochila y corrió excitada en dirección a
la cocina.
–¡Tarek! ¡Ya lo tengo! ¡Tarek! –Entró de forma
impetuosa tropezando con la escoba. Allí estaba el sirviente,
sentado en una silla, extrañamente quieto–. Creo que está aquí,
¿no es así? – Los ojos de Tarek suplicaban su silencio.
–¡La que faltaba! –Una sombra surgió detrás de la puerta.
Era Martín, el hombre que recordaba de la plaza. Zahra quedó
muda del susto–. Siéntate en esa silla –ella obedeció al ver la
pistola en su mano–. Seguro que tienes mucho que contarme...
–Ella no sabe nada –dijo Tarek levantando la voz.
–¿Qué no sabe nada? Esta nenita sabe latín –se acercó a
la muchacha para provocarle–. Si tú no me dices nada lo hará
ella.
–¿Qué quiere de nosotros? –preguntó Zahra.
–¿De verdad no lo sabes? Lo mismo que tú –Zahra miró a
Tarek.–. Por cierto, ¿qué decías al entrar? ¿Qué está aquí? –Lo
había oído.
–Yo te llevaré a él, pero a ella déjala marchar.
–De eso nada –la agarró del codo–. Ella viene conmigo y
tú nos llevarás al senet.
–De acuerdo, pero no le causes ningún daño. Está en la
bodega. El último barril.
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–¿Sabes lo que es esto, niña? –Martín le mostró unas
esposas–. Colócaselas y amárralo a uno de los barrotes de la
ventana –Zahra se acercó al guarda. Este la animó con un simple
gesto a que obedeciera al intruso–. A ver que lo compruebe.
Perfecto. Ahora aléjate hacia el frigorífico. Escúchame viejo. Si
intentas algo ella morirá. ¿Está claro? Pero si os portáis bien los
dos nadie saldrá herido. ¡Vámonos! –Tomó bruscamente a Zahra
del brazo.
Ella sabía que debía conservar la calma. Sólo se trataba
de un trozo de madera y no valía la pena arriesgarse por él por
muy
valioso
que
fuera.
Además,
David
estaba
arriba
descansando como un bendito y ajeno a todo. No quería
imaginarse las posibles consecuencias de un paso mal dado.
Ayudaría a aquel tipejo pensando en la integridad de todos. Lo
único que le preocupaba es si después de cometer el robo querría
borrar del mapa a los testigos.
Ambos recorrieron la hilera de barriles hasta llegar al
último, un enorme tonel de aspecto inofensivo. Se miraron
perplejos sin saber que hacer.
–Intenta abrirlo –Martín la apuntaba con la pistola
mientras Zahra buscaba inútilmente alguna rendija o asidero que
le diera alguna pista sobre cómo proceder.
– No sé… –finalmente encontró unas bisagras, por lo que
se dirigió al extremo opuesto, donde había un pasador. Aunque
estaba
bastante
encajado
movimiento de la tapa.
112
logró
sacarlo
provocando
el
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–Excelente. Ábrelo.
Los goznes del barril provocaron el encendido de unas
lámparas de emergencia en los laterales. En el fondo había una
puerta de metal similar a la de las cámaras frigoríficas y sobre
ella un teclado junto a un display. No hacía falta ser una experta
para entender que aquel aparato era un reconocedor de claves.
–¿Qué hago ahora?
–Escribe la contraseña.
–¿Cuál? –Se encogió de hombros.
–Tengo prisa. Si Moawad no ha dicho nada es que sabe
que tú la tienes.
¿Por qué no? Era tan evidente que no se perdía nada con
intentarlo: “Son-Notem”. Tras un zumbido se escuchó el sonido
de un movimiento seco en el mecanismo de la puerta,
deslizándose hacia arriba dejando visible la entrada de la cueva
del senet. Era del todo absurdo, pero por primera vez en aquella
noche se sentía protegida y a salvo.
Apenas le dio tiempo para dar explicaciones a su padre.
Descargó los cubos y fue corriendo en busca de la moto. Si
existía alguna manera de purgar sus errores sería protegiendo a
Zahra y a su hermano. La hipotética presencia de Martín en
aquella carretera no podía presagiar nada bueno y no descansaría
tranquilo hasta comprobar que todo eran imaginaciones suyas.
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Aceleró su ciclomotor carretera arriba, dándole gas a fondo,
encaminándose a La Mugara.
Efectivamente el coche se encontraba aparcado junto a la
trasera de la finca. No se escuchaba nada. Saltó ese muro, que
tan bien conocía, y anduvo muy despacio hacia el cobertizo, un
lugar perfecto para ocultarse en la noche, él o el propio Martín.
No parecía haber nadie, pero entrar allí le serviría para algo.
Tomó una pala, la empuñó como si fuera una bayoneta y avanzó
hacia la casa. Sólo se adivinaban tres puntos de luz, el patio –que
siempre mantenía un farolito encendido–, la cocina y un
ventanuco en la bodega. Quizás fuera su intuición, pero algo le
decía que si había algún peligro este transcurriría allí abajo.
La puerta de la bodega estaba abierta. Muy poco habitual
en el egipcio el dejar una entrada franca en la casa para que
cualquier extraño se aventurara en la noche. Descendió
procurando no hacer ningún ruido y se asomó desde el quicio de
la puerta. Allí estaba Martín, pistola en mano apuntando hacia el
interior de una de las enormes barricas.
–¡Niña! ¿Está el senet dentro? –El foco de luz que más de una
vez había conectado desde el ordenador con su hermano iba
aumentando su potencia de forma paulatina. Una agradable
corriente de aire fresco, provocada por la climatización artificial,
hizo estremecer a Zahra.
–Sí, creo que está aquí –todo parecía más pequeño que en
la pantalla del ordenador.
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Entonces se escuchó un doble golpe seco tras ella.
El primer ruido procedía de la pala de Rai golpeando la
espalda de Martín y el segundo surgió del disparo accidental de
la pistola hacia el interior de la cueva. Como si estuviera fuera de
su cuerpo y todo fuera una pesadilla, notó la sensación de tibieza
de la sangre brotando entre su hombro derecho y el cuello.
Decidió, como en tantas otras vigilias, despertar de su sueño y
desechar todos los acontecimientos que estaba viviendo; pero
esta vez todo era real y aquella bala había traspasado su cuerpo.
Percibió un zumbido en sus oídos y apenas pudo vislumbrar la
pelea entre Rai y el hombre de la plaza.
Mientras tanto el joven se las veía con una persona
bastante más fuerte que él, debilitada por el dolor del golpe
recibido, pero dispuesta a vender cara su derrota. Ambos rodaban
cuerpo a cuerpo sobre el suelo de la bodega, buscando el más
pequeño resquicio en su adversario para propinarse golpes
cortos, pero intencionados. En una de esas vueltas, la espalda
herida de Martín se desplomó sobre unas botellas que se hicieron
añicos por el peso, causando al instante heridas incisivas en la
piel ya castigada. El alarido indicó a Rai la posibilidad de
disponer de una tregua de unos segundos para tomar la pistola,
pero esta había quedado fuera de su visa. Estiró el brazo hacia la
pala, alcanzándola y propinándole un fuerte golpe en la cara al
sorprendido Martín que le privó de la consciencia. Nunca en su
vida Rai olvidara el chasquido del hueso de la mandíbula. Era la
primera vez que peleaba por su vida y esperaba que fuera la
última.
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Rápidamente se internó en el tonel en busca de su amiga,
pero al acercarse a la puerta de metal se llevó una terrible
sorpresa al comprobar como esta había vuelto a caer de forma
automática, para mantener la temperatura ambiente, atrapando a
la pistola de Martín contra el suelo y dejando una rendija libre
hacia el exterior. A través de esa rendija pudo ver la huella de la
sangre de Zahra.
–¡Aguanta Zahra! ¡Aguanta!
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Capítulo 10
La casa de la felicidad
Tarek Moawad era un hombre sabio. Él conocía el secreto del
senet, pero también presentía los anhelos del corazón de Zahra,
aquella adolescente que se estaba transformando en una mujer.
Perteneciente a una estirpe acostumbrada a descubrir los tesoros
ocultos por la madre tierra, poseía la virtud de acariciar el alma
con la misma destreza que otros excavan en busca de riquezas. Si
existía alguien capaz de llevarla a través del tablero hasta la
casilla de la Casa de la Felicidad, ese era él. Durante aquellos
días de julio, sus palabras, pero también las puertas que le
enseñó, condujeron a Zahra a un juicio prematuro, a una prueba
que nadie debería afrontar a la corta edad de quince años. Sólo
ella, frente a frente contra el destino que se había escrito, podría
vencer en aquel juego contra la muerte. La última ficha que
movió su abuelo estaba ahora en sus manos ensangrentadas.
Era el momento de la revancha.
El disparo había resonado en toda la casa, despertando de su
sueño a David, el cual llamó a su hermana sin obtener respuesta.
No se atrevió a bajar con las muletas el torreón sin la ayuda de
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Tarek, así que optó por llamarle, pero tampoco acudía a la
habitación, por lo que ya se habría ido a su casa. Algo estaba
pasándole a su hermana. Entonces fue cuando escuchó la voz de
Rai preguntando si había alguien por allí. Con todas sus fuerzas
gritó para ser escuchado desde la lejanía, hasta que el pintor
apareció por la boca de la escalera. En pocas palabras le explicó
que Zahra se encontraba malherida en la cueva y que estaba
buscando a alguien para que lo ayudara a levantar una puerta que
estaba atorada, a lo que él respondió que quizás estuviera Tarek
en la cocina o en su vivienda. Rai regresó presurosamente a la
planta baja.
No podía ser tan fácil, pero valía la pena intentarlo. Por
eso conectó el ordenador de su abuelo y se adentró en el sistema
en busca del soldadito. A los pocos segundos el foco mostró la
habitual escena del senet rodeado de objetos dorados, pero esta
vez con una silueta familiar dejada caer a sus pies. La fuerte
iluminación debería despertar a su hermana, que parecía
desvanecida o sin fuerzas. Como no lograba hacerla volver en sí
con la luz, manipuló el control de temperatura bajándola cinco
grados, provocando que el motor del aire acondicionado
comenzara a rugir. Zahra se movió y buscó con sus ojos la
cámara. A pesar de su debilidad parecía comprender lo que
estaba sucediendo. Sólo podía ser David el que estaba
removiendo toda la cueva para que ella no se rindiera y luchara
por sobrevivir. Bravo por él.
Mientras tanto Rai había encontrado a Tarek esposado y
con la muñeca en carne viva del esfuerzo por liberarse. Una de
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dos, o se afanaba en cortar la cadenilla con una sierra de metal o
regresaba a la bodega en busca de la llave. Optó por lo más
rápido. Pero Martín ya no estaba allí. Miró a su alrededor
sintiendo que cientos de ojos le observaban desde cada rincón del
sótano, como si un golpe mortal lo estuviera acechando para
culminar su venganza. La pistola seguía atrancando la puerta, por
lo que cabía dentro de lo posible que aquel tipo hubiera puesto
tierra por medio o estuviera buscando en el coche cualquier otro
medio para facturarle al más allá.
–¡Zahra! ¿Me escuchas? –No esperaba contestación
alguna, como le ocurrió minutos antes, pero inesperadamente
escuchó la voz de su amiga al otro lado.
–¡Aquí! –Rai se tumbó en el suelo intentando ver algo
más que oscuridad y se sorprendió al comprobar que la estancia
estaba ahora iluminada de nuevo por el foco, a pesar de estar la
puerta bajada
–¡Soy Rai! ¡No te dejes vencer por el sueño! Voy a
llamar para pedir ayuda.
–Bien, no tardes, por favor…
Intentó de nuevo levantar aquella persiana de metal sin
éxito. Necesitaba a Tarek. Tendría que ser con la pala. Salió de
nuevo corriendo hacia la cocina mientras sacaba el móvil de su
bolsillo. El guarda comprendió al instante la intención de Rai de
romper la cadena de un golpe seco, pero también adivinaba lo
inútil del esfuerzo.
–No pierdas más el tiempo y llama a emergencias.
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Eran las dos de la madrugada cuando Marta entró en la finca.
Había realizado todo el viaje llorando, con una mano en el
teléfono y otra en el volante. La llamada del sargento López y su
descripción de lo sucedido, unidos al espectáculo de todos los
vehículos de emergencia frente al patio, le hicieron temer lo peor
y que le hubieran ocultado algunos detalles para no asustarla. Se
abalanzó hacia la ambulancia que estaba atendiendo a algún
herido, empujando en su carrera a un policía que le franqueaba el
acceso, y vio a Rai sentado, cubierto con una manta y la cara
amoratada por los golpes. El chico la miró sonriente: –Está bien,
señora. Se la han llevado, pero está bien. Tarek cuida de ella.
Zahra estaba en el postoperatorio, monitorizada y controlada por
una enfermera que no se había separado de ella desde su ingreso
en el hospital comarcal. Tras el cristal Marta y Tarek, con su
brazo en cabestrillo, la observaban satisfechos. A su madre le
impresionó el aspecto de Zahra en la cama del hospital, pero no
por la herida recibida o la intervención para sacarle el proyectil.
Era la extraña sensación de estar contemplando a una persona
mucho más mayor que antes, como si la experiencia vivida a las
puertas de la muerte la hubiera hecho crecer de repente. Una
doctora se acercó a ellos preguntando si eran los familiares.
Tarek se apartó con discreción, pero Marta le asió la muñeca
sana para que estuviera con ella.
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–Es difícil de explicar. Afortunadamente la herida en sí
no dañaba ningún órgano vital, pero estaba perdiendo mucha
sangre como pudimos comprobar en la cueva. Sin embargo… –la
doctora parecía buscar las palabras adecuadas.
–¿Qué?
–Es como si no hubiera perdido toda esa sangre. Tiene
usted una hija de una fortaleza enorme –y le tocó afectuosamente
la mano a Marta–. En dos días está en casa. Sólo habrá que
vigilar la cicatriz y quitarle los puntos–. Luego se alejó en busca
de otros sets.
Zahra adivinó las buenas noticias en el rostro de su madre
y le mandó una sonrisa cómplice. En unos minutos podrían
abrazarse. También miró a Tarek, intentando adivinar sus
pensamientos, pero sólo pudo ver el rostro de un amigo feliz por
verla sana, surcado por la vida, sereno, distante, pero a la vez tan
cercano a sus emociones que se diría era que capaz de leer dentro
de ella como un libro abierto.
Cuando Rai terminó de explicarles a los agentes lo sucedido en
la bodega, pidió permiso para saltar el cordón policial y
contemplar de cerca el tesoro egipcio, el causante de los peores
momentos que recordaba haber pasado en su corta existencia.
Encajado entre las rocas, custodiando el resto de enseres, la
milenaria madera del senet brillaba a la luz del potente foco. A
sus pies estaba el charco de sangre y junto a él cuatro figuritas de
madera y otras tres más pequeñas. La figurita que faltaba estaba
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todavía en el tablero, atrapada en la casilla 29, aguardando
inútilmente su rescate mientras Zahra liberaba las suyas.
Detrás de Rai, a unos centímetros de distancia, David
observaba la escena desde la cámara de vídeo. Se sentía muy
dichoso por haber presenciado el triunfo de su hermana en la que
sería una de las mejores partidas de senet de la historia.
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Capítulo 11
Nunca te olvidaré
La tarde estaba cayendo cuando las pisadas de Zahra
resonaron en las habitaciones vacías. Las siluetas de los cuadros,
las bombillas huérfanas, las cajas de cartón etiquetadas o los
antiguos colchones desnudos sobre el somier. Todas aquellas
pinceladas de soledad reposaban ante ella como testigos de la
despedida de su infancia, en la felicidad del rostro de una
muñeca o en las voces de unos niños jugando al escondite.
Deseaba llorar, pero no lo hacía, porque intuía que ese
llanto surgiría desde sus recuerdos cuando en la edad adulta
buscara con afán ese refugio seguro que fue la casa de su abuelo.
Por eso ahora se esforzaba por atesorar en su memoria cada
rincón, imagen o sensación, que fueran capaz de abarcar con sus
sentidos en ese último día.
Al final del pasillo estaba la escalera al torreón, la
guarida de su padre, donde él comenzó un sueño que todavía se
resistía a abandonar, como si la renuncia al mismo no fuera el
inicio de otro que creía más bello aún. Ni siquiera ella, tan
cercana a sus sentimientos, era capaz de entender la elección que
había hecho. Subió con cuidado, procurando no golpearse la
herida en un traspiés. Allí estaba esperando la caja de madera
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con los libros de Tintín. Su nombre estaba escrito en el lateral.
Pocas cosas más quedaban allí salvo las muletas de David.
Habría que devolverlas antes de irse. Tantas cosas que pensar…
Se tumbó en el bastidor de la cama, cerró los ojos y dejó
que su imaginación viajara a Tanzania, donde su padre surcaba
los cielos en un globo emulando a Julio Verne, cruzando el mar
desde Zanzíbar. Deseaba estar cerca de él, compartir sus
aventuras y confesarle todo aquello que le preocupaba en la
adolescencia, tomar su mano amiga y dejarse guiar por el
incomprensible mundo de los adultos. Pero él no lo había
querido así. Su madre sí, por eso era su heroína.
–¿Zahra?
–La
voz
de
Rai
la
despertó
de
su
ensimismamiento. Sintió mucha alegría al ver al muchacho.
–¡Hola Rai!
–Llevo un rato buscándote –se sentó a su lado–. Mi padre
está ajustando las cuentas con tu madre. El cortijo ha quedado
muy bonito. Es una pena que tengáis que venderlo.
–Lo echaré de menos. Tantos años viniendo aquí… Mi
abuelo… Y, ¡bueno! Nuestra gran aventura –se miraron
fijamente.
–Nunca podré perdonarme el haberte puesto en peligro.
Ambos quedaron en silencio mirando la caja de Tintín.
Zahra quería explicarle que cada pieza tiene su lugar en el
tablero, que todos somos actores de una obra cuyo guión apenas
adivinamos en los momentos de crisis y que si él había cometido
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un error para ser mejor persona, entonces todo lo sucedido habría
tenido sentido. Sin embargo lo que más deseaba decirle a su
compañero de espeleología era que su mayor tesoro había sido
poder encontrarse con él. Algo susurraba en su interior para
recordarla que guardara ese última imágen para sí misma, porque
la distancia es un enemigo poderoso, pero fue él el que
tímidamente acercó su mano a ella para a acariciar su rostro.
–No es justo –el chico movía tristemente la cabeza–. Tú
no deberías irte. Lo hemos pasado de puta madre juntos.
Ambos se miraron muy serios y luego estallaron las risas.
¿Muy bien? Entre los dos casi despeñan a David, se involucran
en un asunto de robo de obras de arte, ella casi se desangra en
una cueva, y el ojo de Rai todavía mostraba las señales de la
pelea con Martín.
–¡Ven! –dijo Rai saliendo del torreón–. ¡Sígueme!
Bajaron corriendo la escalera y se dirigieron hacia la
azotea cogidos de la mano, como si fueran dos niños jugando por
última vez en el patio del recreo. Allí, bajo las primeras estrellas,
ambos contemplaron la sombra de la sierra evocando su
exploración de la que creían era la cueva del senet. Una suave
brisa los recibió.
–¿Qué hacemos aquí? –preguntó Zahra deseando adivinar
la respuesta.
De alguna manera sabían que su primer, y último beso,
ocurriría en un lugar donde no existieran las paredes, las bóvedas
de piedra o el juicio del tiempo. Durante unos segundos, que
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parecieron días, sus labios se acariciaron, se encontraron y
separaron, como si estuvieran destinados a vivir en el adiós
desde el principio. El soplo de la luna disipó las nubes y bañó la
azotea de una luz cómplice y cálida.
–Nunca te olvidaré.
–Yo tampoco, Rai.
Aunque el camión del guardamuebles había partido una hora
antes, el coche de Marta todavía esperaba con las maletas
cargadas frente a la casita de Tarek. El viejo guarda observaba a
las tres siluetas frente a él sin saber muy bien que decir. Él iba a
ser el último en abandonar el barco en septiembre y sería la
persona que entregaría las llaves a la inmobiliaria. Quizás ese
último papel en la leyenda de La Mugara siempre había estado
destinado a él.
–Ya sabe que si necesita cualquier cosa aquí en España
tiene a su otra familia –se aproximó a él para no ser escuchada
por Zahra y David–. Pero si acepta mi oferta, para el negocio que
tengo en mente, no dude en avisarme lo antes posible.
–Gracias, señora.
–¡Adiós Tarek! –David se aproximó a él, apoyado en
Zahra, para abrazarlo envuelto en lágrimas. Por primera vez en
aquellos días de verano el pequeño había tomado conciencia de
dejar atrás una parte de su vida, que en su caso era toda su
memoria–. ¿Nos mandarás una postal?
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–Las que usted quiera señorito.
–Tarek, el fellah –Marta y David se miraron extrañados
por el apodo con el que Zahra lo nombró–. Buscador de los
tesoros del corazón –y lo abrazó con la misma fuerza con la que
lo hacía con su abuelo cuando dejaba Albaidalle al final del
verano. El guarda observó por última vez el colgante que ella
llevaba al cuello y lo miró con detenimiento.
–Glastonbury. Le gustará ese viaje, señorita. Descubrirá
la energía y el alma de las cosas, la esencia que se esconde en la
naturaleza y que nos negamos a contemplar.
–Siempre te llevaremos en el corazón, Tarek.
–¡Sí! –Interrumpió David–.Y pensamos ir a Egipto algún
día.
–Así lo espero –respondió Tarek con los ojos
empañados–. Y ahora si me disculpan, tengo algunas tareas que
hacer –hizo un leve gesto de saludo con la cabeza y se alejó en
silencio en dirección a la cocina.
Albaidalle iba quedando atrás abrazado entre las hileras de
olivos, y tras él la sombra serena de la sierra, donde quedaban los
recuerdos de Zahra custodiados por un viejo guarda. Se estaba
despidiendo de una etapa de su vida más allá de las imágenes de
una niña correteando por la azotea, escondiéndose en un torreón
o soñando con barcos piratas en una piscina de plástico.
Realmente las siluetas familiares que se reflejaban en el espejo
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retrovisor eran instantáneas de su niñez, pequeñas flores que
sabrían aparecer cuando el camino a la edad adulta se volviera
seco y pedregoso.
Observó a su madre conduciendo dejando la mirada
perdida en aquellas tierras, quizás preguntándose por qué la
arena había sepultado el único oasis que provocaría el regreso del
hombre que amaba, e intentando encontrar algún motivo que
justificara su participación en aquella escenificación del adiós.
Entonces se percató de los ojos de su hija fijos en ella y sonrió
como hacía semanas que no lo hacía. Zahra apoyó fugazmente su
cabeza en el hombro de Marta, compartiendo con ella la
memoria de su vida y el repentino alejamiento de su niñez.
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Los farolillos encendidos del yate y la música contrastaban con
el semblante pálido de Martín. Conducido por dos orangutanes a
través de la primera cubierta, oculto de la vista de los invitados a
la fiesta, parecía que iba a convertirse en el plato principal de la
cena. Habían pasado casi dos semanas desde que el senet se
había alejado definitivamente de sus manos, tiempo en el que
había permanecido oculto de las pesquisas policiales y, aunque
tratara de negarlo, de la ira de su propio jefe.
Los tres hombres recorrieron el pasillo de los camarotes
hasta llegar al espacioso despacho donde aguardaban a Martín, el
cual tragó saliva y se preparó para aguantar estoicamente la que
se le venía encima.
–Buenas noches Martín –Menéndez le saludó de espaldas
a la puerta, mientras atendía una llamada de teléfono y observaba
la magnífica noche que se presentaba. Según conversaba se fue
girando lentamente para clavarle una mirada fría y desdeñosa al
causante de su derrota. Cuando finalizó, dejó el móvil muy
despacio sobre la mesa y se acercó a su colaborador–. Has
tardado en venir –Martín iba a decir algo, pero lo interrumpió
con un movimiento de su mano–. Es más, estabas tan escondido
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que he tenido que ir yo mismo a buscarte. ¿Temías a la policía?
No, claro que no. Lo que realmente te atormentaba era
presentarte ante mí y contarme esa historia de un crío
escayolado, un anciano, una niña de quince años y un pintor de
brocha gorda, que pesa la mitad que tú, que te han birlado entre
todos el senet ante tus propias narices. ¡Cómo se habrán
descojonado a tu costa!
–Jefe, deje que le explique…
–No te he pedido explicación… –se detuvo observando
como Martín parecía una caricatura de sí mismo, descompuesto y
rendido ante la evidencia de la situación–. Aunque debería
exigírtela. Pero el caso es que está todo muy claro, más de lo que
te piensas. ¿Sabes que cuando termine la reforma del Museo
Arqueológico de Madrid el senet mágico será uno de los
esperados estrenos? ¿No te habías enterado? ¡Sí hombre! Es la
comidilla en todas las subastas. Es más, tu sainete en la cueva lo
ha revalorizado a ojos de aquellos que no ven en él más que una
mesita de madera antigua.
–Lo siento, de verdad, nunca más volverá a pasar.
Todavía podemos planificar su robo. Tengo ideas, muchas
ideas… El museo sigue en obras y es posible entrar, quizás
sobornando a alguno de los obreros…
–Por favor, no me aburras con tus juegos de niños,
porque ya me has demostrado que ni con ellos eres capaz de
manejarte. Eres un inútil, Martín –se quedó en silencio, con el
rostro crispado y el puño alzado en dirección a él–. Quitadme a
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este muñeco de mi vista –se giró para contemplar la luna llena
reflejándose en el agua mientras meditaba que hacer con aquel
inútil.
–¡No por favor! Deme otra oportunidad, no volveré a
fallar
–y
Menéndez
quedó
solo
ensimismado
en
sus
pensamientos. Todavía tenía que ajustar algunas cuentas, pero
estaba seguro de que el tiempo pondría a cada uno en su sitio.
Aeropuerto de Madrid–Barajas. 3 de agosto de 2009
Marta miraba impaciente el reloj mientras observaba como la
cola de facturación aumentaba poco a poco. Viajar con aquellas
compañías de bajo coste obligaba a permanecer constantemente
en tensión por si se producían novedades de última hora o
suplicaban por megafonía que los pasajeros ayudaran a meter el
equipaje en la bodega del avión. Todo era posible en la nueva
etapa tras el 11–S.
Aunque le inquietaba mandar a Zahra tan lejos a conocer
la tierra de su abuelo, le tranquilizaba saber que estaría bien
acompañada por Nico y Sonia, y que allí, en Glastonbury, la tía
Margaret velaría por ella. De alguna manera se había ganado
aquel premio por sus buenas notas y la estancia en Albaidalle
junto a ella. También Marta se tomaría unos días libres en
Lanzarote con su hermana y su hijo David. Habían sido unas
vacaciones muy intensas y necesitaba reflexionar sobre el futuro
y su nueva situación económica.
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Al fondo, con el elevado tono de voz propio de su edad,
Sonia, Nico y Zahra se apresuraban con sus maletas hacia Marta,
dispuestos a recuperar el tiempo perdido en julio contándose
todas sus historias. Seguro que Zahra sería la protagonista de la
mayor parte de ellas.
–Cuídate hija. No olvides llamar todos los días y no darle
guerra a tu tía, que está muy mayor.
–Lo sé mamá. Descansa tú también.
–Recuerda no hacer esfuerzos con ese brazo y realizar tus
ejercicios. Todo ha salido tan bien que…
–Seguirá bien, ya lo verás.
–Nico, te quedas solo entre mujeres… –las chicas rieron.
–Tranquila Marta, lo tengo todo controlado.
–Eso te crees tú, rico –le respondió Sonia dándole una
colleja amistosa.
–¡Venga! Que hay que embarcar. ¿Lo lleváis todo?
–¡Qué sí! –respondió Zahra muy ilusionada con el viaje.
–Adiós. ¡Sed buenos! –Y los tres se alejaron hacia el
control policial.
Cuando el avión aceleró sus motores para levantar el vuelo,
Zahra notó como un grupo de duendes invisibles jugaban alegres
en su estómago. Agachó su cabeza y le pareció notar que su
colgante, ese que un día le trajo su abuelo, brillaba más que de
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costumbre, quizás porque regresaba al sitio del que vino hacía
unos años. Aquello tenía que ser una señal de buen augurio.
Mientras tanto, muy lejos de allí, donde desemboca la línea
telúrica del Dragón, la colina del Tor de Glastonbury era azotada
por el viento tibio del atardecer, como presagio del alegre baile
de las hadas.
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“Vosotros duendecillos, que a la luz de la Luna hacéis círculos
de hierba amarga que la oveja no quiere comer; y vosotras, que
por diversión criáis hongos nocturnos….”
“La tempestad”- William Shakespeare (1564-1616)
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Capítulo 12
La Madre de Fuego
Una luz mortecina atravesaba la ventana de la habitación de
Zahra formando un velo fantasmal. Tras la puerta, Ms Saunders
subía la estrecha escalera en dirección al ático para despertar a
Nico. El corazón de Zahra se desbocó pensando que su padre le
había enviado un elefante desde África para pisotear su cabeza a
modo de despertador. Había olvidado que su cama estaba
colocada bajo una escalera, en una agradable estancia presidida
por una chimenea polvorienta, de la cual no sería extraño que
surgiera el espectro de Ebenezer Scrooge. Junto a ella
descansaba Sonia, con la sábana a la altura de las rodillas y los
brazos cruzados tras la cabeza a modo de almohada.
–Sonia… –susurró mientras tocaba su hombro. Ella se
giró perezosamente hacia su izquierda–. Es de día. ¡Vamos
marmota!
Como no obtuvo más respuesta que un gemido lastimero,
optó por levantarse y acercarse al baño, esquivando las dos
maletas para abrir la puerta. En ese momento su tía, Margaret
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Saunders, bajaba con soltura los irregulares y gigantescos
peldaños acercándose a ella.
–Hola Zahra –pronunció su nombre con esfuerzo,
emitiendo una “Saada” deliciosamente cómico–. ¿Descansaste
bien? –No la dejó responder–. Estoy cocinando los huevos y el
café. Espero que no os demoréis.
–No tía, enseguida bajamos.
–Eso está bien, muy bien –y siguió descendiendo por
aquella especie de pasarela reumática llamada escalera.
El comedor de Ms Saunders combinaba la tradicional formalidad
de un saloncito de té con la heterogeneidad propia de un bazar.
Aunque a Zahra le costó lo suyo interpretar los cuadros que los
rodeaban, todos parecían representar a distintas mujeres, la
mayoría en el campo y con animales a su alrededor. No sabía que
su tía abuela fuera aficionada al arte. Frente a Zahra, Sonia
calibraba las salchichas y los huevos que aquella señora había
dispuesto con esmero para el desayuno, imaginándose como cada
una de esas calorías iban a encontrar acomodo en sus caderas,
sentando los cimientos de unas confortables cartucheras
veraniegas. Sin embargo, Nico metía mano a aquellos manjares
deseando reunir las energías suficientes para olvidar su aburrido
mes de vacaciones con sus padres en una aldea aislada del
mundo moderno.
–Le podrías decir a tu tía si tiene cereales. Esas
salchichotas engordan una cosa mala –dijo Sonia.
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–“Sal, chichotas”. Muy apropiado –intervino Nico para
quitarle hierro al asunto–. Pues a mí me apetecen, que la fruta de
anoche me dejó igual.
–No te preocupes, que ahora se lo comento. De todas
formas mejor esto que el sándwich tres quesos del avión, que se
me ha repetido toda la noche.
–¿Habéis dormido bien las dos ahí abajo?
–Sí, ¿verdad Sonia?
–Yo estaba tan agotada que sólo recuerdo haber caído a
plomo en la cama.
–Pues en el ático el viento hacía crujir la madera del
techo –dijo Nico con media salchicha en la boca–. Además,
como olía raro…
–¿Raro? –preguntó Zahra–. Bueno, es una casa vieja…
–No es eso. Olía a misa.
–¿Cómo a misa? –Sonia inició su descenso a los infiernos
del colesterol con un trozo de pan chapoteando en su huevo frito.
–Sí, a velas encendidas y todo eso. Me levanté de la cama
y fui al baño para ver que era –bajó el tono de voz–. Un aroma
dulzón salía de una puerta abierta y vi a tu tía arrodillada frente a
un altar con velas. Estaba quemando algo en una vasija y
canturreando una canción.
–Te puedo asegurar que mi tía Margaret no es de las que
rezan todas las noches. Mi abuelo me contaba muchas anécdotas
sobre su alergia a las iglesias.
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–Es que no era un altar católico.
–Ah… ¿No? ¿Qué era?
–Pues un cuadro de una princesa con unos cuernos,
rodeada de lucecitas; una gran luna al fondo… Salía de un
bosque y vestía una túnica lila con símbolos celtas –los tres se
miraron en silencio.
–Ya me pareció ayer algo grillada la señora, Zahra –dijo
Sonia con su habitual franqueza–. Eso o es una especia de bruja.
Basta con ver el desayuno y probar el café. Nos quiere
envenenar.
–No seas burra, Sonia –le dio un disimulado manotazo-.
En Glastonbury existen muchos cultos paganos, Nico. Será algo
de eso.
–Creo que me vio cuando estaba en esa capillita, pero no
dijo nada. Por cierto, el cuadro era parecido a los de esta
habitación.
–No está mal el huevo, Zahra –dijo Sonia cambiando de
tema–. Bueno, ¿qué vamos a hacer por la mañana?
–Mi tía me ha prometido enseñarnos algunos lugares
mágicos de la zona durante nuestra estancia, pero hoy estaba
ocupada, así que podemos dar un paseo y conocer la ciudad por
nosotros mismos –Sonia la miró con indiferencia–. Hay muchas
tiendas de ropa hippy –algo se encendió de repente en su amiga.
–¡Genial ¿Qué dices Nico?
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–Por mí estupendo, pero que no estemos todo el día
viendo ropa, ¿vale?
–Tranquilo, tranquilo –dijo Zahra mientras le hacía un
guiño a Sonia.
–¡Hola jóvenes! –En ese momento entró Ms Saunders en
el comedor con unas pastitas de chocolate–. Les traigo algo para
endulzar su desayuno.
–Gracias, señora Saunders –dijo un motivado Nico.
–Tía, te podías sentar a descansar con nosotros.
Quedamos en que íbamos a repartir el trabajo de la casa. Déjanos
ahora recoger todo esto.
–Bien, si es vuestro gusto.
–Señora –dijo Sonia mientras soplaba el café–. Tiene
usted una casa preciosa.
–¡Oh, gracias Sonia! Eres muy amable.
–Me encanta esta decoración tan, tan… –Zahra temblaba
ante la posible salida de tono de Sonia–. Colorida, ¡Sí! ¡Eso es!
Colorida es la palabra. Son unos cuadros muy pintorescos.
–Son algunos de los rostros de la Diosa, distintas maneras
de percibir a la mujer. Me alegro de que te gusten.
–¿A qué diosa se refiere, Ms Saunders? –preguntó Nico
interesado. Los tres se dispusieron a escuchar atentamente la
respuesta.
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–La Diosa Madre, la Luna, la Madre Tierra. ¡Tiene tantos
nombres! Es la reina de Avalon, la que rige las estaciones de la
tierra, la madre de toda la vida. Notareis su presencia por
Glastonbury.
Los tres amigos se quedaron en silencio mientras Ms
Saunders se alejaba con la bandeja de la comida tan ufana, como
si no hubiera dicho nada relevante. Zahra siempre había
recordado a su tía como una persona alegre, vitalista, aunque
algo original en el vestir y ajena a los convencionalismos, pero
aquello sobrepasaba sus expectativas. A Nico aquel asunto de la
Diosa le explicaba lo del altarcito que había visto la noche
anterior, pero según Sonia aquellas palabras sobre deidades
femeninas confirmaban que algo le patinaba en la sesera a la
pobre anciana.
Las tiendas de complementos, libros, ropa y esoterismo, de High
Street, entusiasmaron a los tres jóvenes. Utensilios de magia,
piedras curativas, artículos de ceremonia, souvenirs y, flotando
en el ambiente, ese culto a la Diosa –the Goddess–que Ms
Saunders les había contado en el desayuno, envuelto en el aroma
a incienso que se quemaba en casi todos los locales. Sonia se
quedó prendada de un colgante de piedra luna con forma de
mujer; Nico aprovechó la visita para engrosar su biblioteca sobre
laberintos; Zahra compró una guía de piedras, para su colección,
y un saquito para guardarlas.
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Según bajaban a Magdalene St para visitar la Abadía, un
pasadizo, que llevaba a un patio interior, llamó la atención de
Sonia: –¡Eh gente! Aquí hay más tiendas –Nico y Zahra se
miraron con gesto de hastío. Esa era Sonia, capaz de embobarse
ante la contemplación de una flor, pero también proclive a
engancharse en cualquier escaparate. Como ella decía a menudo,
lo de las tiendas era un hobby como otro cualquiera y muy
respetable, por cierto.
Mientras Sonia se ensimismaba con unos zafiros
ensartados en plata que vendían en una tienda de artesanía, Nico
se sentó en las mesas de una terracita, rodeada de flores, a hojear
su libro nuevo. Por su parte Zahra se acercó a examinar una
pequeña estatua de una mujer que reinaba entre la exuberante
flora de aquel patio interior. A su derecha, en una casita de
madera blanca y azul, abría una tienda de inciensos dedicada a la
luna, y sobre ella, en lo que parecía una vivienda privada, una
escalinata de madera conducía a “The Goddess Temple”, el
Templo de la Diosa. No lo dudó ni un momento.
La puerta estaba entreabierta, así que asomó la cabeza
con respeto, por si estuviera reservada la admisión. Olía a
sándalo y a flores. No parecía haber nadie, así que entró
sigilosamente. A su izquierda había un amplio círculo rodeado
por nueve muñecas de mimbre de tamaño natural, cubiertas por
bellos trajes de colores, como si fueran maniquíes de ropa
ceremonial. Al lado contrario, otro un gran círculo estaba
orientado hacia un altar, donde presidía un cuadro representando
a una dama vestida de lila, con una cornamenta –como había
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narrado Nico–, un haz arco iris sobre la cabeza, cuyo reflejo
sobre los hombros le otorgaba la forma de un ocho, que
culminaba en un cáliz a la altura de su vientre. Tras ella se
vislumbraba en la lejanía el Tor de Glastonbury y las ramas de
un manzano. Ella surgía de un hermoso lago junto a un cisne y
un gato que la observaba con altivez. A sus pies varias velas
encendidas y algunas ofrendas. En un rincón otra pintura, más
pequeña, con una dama desnuda y embarazada –supo más
adelante que se trataba de la Diosa Ker–, sentada en un campo de
trigo junto a piezas de fruta. Junto a ella una familia de cérvidos
y, de fondo, el campo de Avalon presidido por una colina verde
cuya forma se asemejaba a un volcán. Si, como había dicho su
tía, la Diosa representaba a cada una de las mujeres, el mes de
agosto estaría dedicado a las cosechas. Nunca en su vida había
estado en un lugar como aquel, consagrado a una diosa femenina,
pero intuía que aquel templo no le resultaba del todo
desconocido, como si hubiera estado alguna vez allí hacía mucho
tiempo. Glastonbury era la ciudad natal de su abuelo, por lo que
ella portaba en su sangre la herencia de algunas generaciones
arraigadas en el reino de Avalon. Quizás parte de su alma habría
heredado el compendio de tantos siglos de creencias sin saberlo,
o simplemente se tratara del mentiroso efecto “deja vu” que
engaña al cerebro con la ilusión de haber vivido un momento o
estado en un lugar determinado con anterioridad.
Se sentó en un almohadón admirando la belleza de la
imagen que ofrecía sus manos abiertas en señal de acogida. La
Diosa evocaba una gran madre, como dijo su tía, pero también
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todo el poder y la fertilidad de la naturaleza. Durante unos
segundos, que transcurrieron como minutos, cerró los ojos y dejó
que su cabeza viajara muy lejos de allí. En sus pensamientos
estaba Marta, su madre, que estaría en España descansando tras
el duro mes que había pasado en el cortijo de Albaidalle. Era una
gran mujer, hermosa y fuerte, como aquella que caminaba sobre
el agua. También recordó a su padre, que buscaba un sentido a su
vida en África, sin un rumbo fijo y borrando las pisadas que le
podrían traer de vuelta a casa. ¿Y su abuelo? Desde que soñó con
él en aquella cueva del senet habían pasado varias semanas.
Temía que la despedida de “La Mugara” fuera algo más que una
transacción inmobiliaria. Tampoco podía olvidar a Rai, sus
aventuras juntos, el beso en aquel balcón al cielo y la tibieza de
sus labios en su cuello cuando le dijo que nunca la olvidaría. Y,
por supuesto, la partida contra la muerte, en la bodega oscura y
fría, luchando contra Martín. Tantas personas a su alrededor
habían sido capaces de tomar su corazón entre sus manos, que
todavía no había sentido la necesidad de ser ella la que lo
acariciara y reconociera. Desde la llegada de la adolescencia, con
sus continuos cambios físicos, y los consecuentes en su ánimo y
carácter, percibía que era una extraña la que cada día la miraba
muy fijamente desde el espejo. La pintura de la Diosa era
también el reflejo de la mujer que ella creía ser, pero trascendía
más allá de la identidad femenina que la sociedad y su familia le
habían inculcado. Un plácido relajamiento de su cuerpo
acompañaba a su mente cuando notó que otra persona estaba
sentada junto a ella. De un modo u otro estaba esperando que eso
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ocurriera. No se movió ni abrió los ojos: –Te estaba esperando –
dijo una dulce voz–. No me mires, concéntrate en ti misma, en tu
cuerpo. Recorre con la mente tu columna hacia abajo, donde se
inicia el hueso sacro. Desde allí, como si fuera una gran fuente,
que se abre poco a poco, tu fuerza vital fluye lentamente hacia
tus piernas, columna, brazos… Siéntela, sumérgete en ella, goza
del bienestar que te invade y permite que la energía roja de la
tierra se funda con todo tu ser. Ahora concéntrate en tu zona
genital. Descúbrela poco a poco, emanando placer, hacia ti y a
los demás. Es una energía renovadora, anaranjada, estimulante y
gratificante que se extiende bajo la piel, como un río de agua
viva, formando un ciclo cuyo flujo te recorre por completo.
»Por encima de tu ombligo están surgiendo tus
emociones positivas, recogiendo la energía del universo. Eres
poderosa, el centro de todo cuanto conoces. Escapa de ti misma,
déjate llevar por el aire más allá de la tierra. Estas volando, eres
ligera como una pluma. Estás adentrándote en las nubes;
observas a la Madre Tierra alejándose de ti. Marte, Júpiter,
Saturno, Urano, Neptuno… Dejas atrás nuestro sistema. Las
estrellas brillan en el universo y sus destellos aportan tus deseos
y emociones, cuidando de que el equilibrio de la energía
gravitacional apenas note tu presencia. Ahora regresa poco a
poco, penetra en la galaxia, en el sistema solar, reconoce la
tibieza del sol, Mercurio, Venus, la Tierra. Entra en ti y
reconfórtate con tus propias emociones recorriendo cada uno de
tus músculos con el fuego amarillo que surge próximo a tu
corazón…
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»Imagina ahora que tomas con tus manos ese corazón.
Está caliente y destila amor y paz. Acarícialo y límpialo del
miedo, la ira, la desconfianza o cualquier otro lastre que te
impida volar. Que cada latido se transmita por tus dedos, como el
aire mueve la verde arboleda enraizada en tu tierra –un nuevo
silencio hizo que Zahra quisiera abrir los ojos, pero los párpados
pesaban sin apenas sentirlos–. Tu garganta está desprotegida,
cúbrela de la energía del éter, para así alcanzar el conocimiento y
creer en ti misma. A través de ese camino se pierden tus miedos
y silencios. Un frescor azulado, como de hielo despeja, tu viaje
hacia la intuición que va más allá de tu percepción sensorial,
mostrándole a tu organismo el espejo de tu consciencia…
»Has llegado al final del camino. La energía color
violeta, surgida de tu interior, se dispone a discurrir por todo tu
ser rodeándote en un gran abrazo. Ella toma tus manos y te
acerca a tu destino, aquel que la intolerancia y la negación
ocultaron a tu sangre mucho antes de que tu fuerza se
materializara en la mujer que ahora te ofreces. La suave caricia
de la Madre penetra por tu cabeza, ojos, cuello, corazón,
estómago y genitales hasta regresar a tu fuente.
Y tras recorrer junto a aquella voz misteriosa la imagen
de su cuerpo, Zahra entró en un estado de profunda tranquilidad,
del que no querría salir nunca. Su espíritu flotaba sobre el arco
iris de sus emociones, tocando con las puntas de sus dedos cada
partícula de luz, como polen de un eterno campo de flores,
azotadas por el soplo de vida que ella emanaba en su tránsito por
aquel mundo desconocido, pero reconfortante y seguro a la vez.
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Entonces la vio, sentada frente a un acantilado, una abuelita con
sus blancos cabellos sacudidos por la brisa marina y por la
misma energía que impulsaba a Zahra a moverse a través de la
difusa frontera entre las emociones y la memoria. Ambas se
encontraron en una fusión multicolor que transportó a Zahra a la
realidad.
Zahra escuchó la poderosa voz de Sonia, capaz de
despertar del más profundo de los letargos a la Bella Durmiente.
Abrió ojos y comprobó que junto a ella no había nadie. Se giró
bruscamente y observó como una bella mujer, vestida con una
preciosa túnica, buscaba algo en una librería que se ocultaba tras
el círculo de trajes. Recortada por la luz, que entraba por la
puerta, la silueta de Sonia la observaba con curiosidad.
–Pero, ¿qué haces ahí sentada, tía? ¡Vámonos! Que Nico
ya está harto de tiendas y dice que se va a ir comerse un
Fish&Chips. Cuando yo te digo que vamos a regresar a casa
hechos unas focas…
–¿Sonia?
–¿Estás bien? ¿Qué hacías?
La sacerdotisa del templo se acercó a Zahra y le entregó
una postal con una dama vestida de verde.
–Es la Madre de Fuego, la Diosa de la primavera, del
crecimiento, de la adolescencia. Acude a ella con tus sueños,
confía en su calor y estos se verán cumplidos.
–Muchas gracias, pero… ¿Quién es usted?
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–Soy Brigid, sacerdotisa de Avalon. Sé bienvenida al
templo –la mirada de Brigid iba de los ojos a Zahra hacia el
medallón que colgaba de su cuello–. Ese viejo colgante que
llevas, ¿dónde lo conseguiste? ¿Te lo dio ella?
–¿Ella?
–¿No has visto a una anciana mientras meditabas
conmigo?
–Sí, eso creo. ¿Cómo lo sabe? –Brigid sonrió–. Era como
un sueño… Se me está olvidando todo en lo que he estado
pensando cuando estaba concentrada en sus palabras.
–Quizás el colgante fuera suyo y eso te hizo pensar en
ella.
–Me lo regaló mi abuelo. Él nació en Glastonbury.
–Es posible que alguien de tu familia haya conocido a la
Diosa y se lo diera a tu abuelo para que fuera su memoria. La
puerta de tu corazón está tan abierta como la propia tierra de
Glastonbury.
– En cierto modo… –iba a decirle a aquella mujer que
estaba convencida de que así debía ser, pero temió estar
dejándose llevar por la sugestión–. Bueno, no quiero molestarla y
mis amigos me esperan. Gracias por la, la… La meditación.
–Es posible que estos días escuches la llamada de
Avalon. No la ignores y deja que esa energía que antes percibiste
por todo tu ser encuentre el camino hacia tu alma.
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–¡Vamos Zahra, que es tarde! –Sonia deseaba sacar a su
amiga de aquel extraño lugar.
–Gracias Brigid, ha sido usted muy amable –y dejó unas
monedas en el cesto por la postal.
–Vuelve algún día, Zahra.
Ya en la calle Sonia le dijo que si estaba loca, que desde
cuando le gustaba meterse en casas privadas a practicar la
brujería. Pero Zahra no la escuchaba. Se limitaba a mirar con
atención la imagen de la dama de la postal que tan familiar le
resultaba. Entonces fue cuando recordó la pesadilla en la cueva
del senet, aquella que tuvo la víspera de su viaja a Albaidalle,
rodeada por los murciélagos, cayendo por un pozo hasta notar la
presencia de una hermosa mujer vestida de verde que la consoló
de todos sus miedos. Entonces se volvió hacia el templo. En lo
alto de la escalera Brigid la observaba con una sonrisa dibujada
en sus labios.
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Capítulo 13
El Espino Sagrado
Cuando Margaret Saunders arrancó el polvoriento motor del
Land Rover, un armatoste que tenía la friolera de cuarenta años,
Zahra pensó por un momento que todos los tornillos y remaches
iban a salir despedidos cual enjambre de avispas, convirtiendo el
jardín en un depósito de chatarra. Sonia observaba con aprensión
el suelo mugriento, donde se apreciaban claras evidencias de
haber transportado algún tipo de ser vivo sin especificar, como
mínimo gallinas, sin descartar otros bichos más voluminosos con
olor a tocino. Acababa de descubrir que prefería el tufo a tabaco
del coche de su padre al aroma a establo de aquella tartana. Nico
parecía disfrutar más de la aventura, pero también de los caretos
que ponía Sonia cada vez que algún pequeño detalle reforzaba
sus sospechas de que en aquel vehículo se podían contar con los
dedos de la mano las ocasiones en las que un Homo Sapiens
habría acompañado a Ms Saunders en alguna de sus salidas por
la carretera. Pero si aquella carreta reumática ya de por sí
inspiraba poca confianza, qué decir de la conductora, con las
gafas bailoteando sobre la nariz –a la altura del volante–en cada
bache y los espejos retrovisores cubiertos de barro hasta formar
grumitos. Afortunadamente para Sonia y Nico, Zahra había dado
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un paso al frente para ocupar el asiento delantero de forma
heroica. Al fin y al cabo iban a ser unos minutos.
Tras sortear alegremente una glorieta y girar hacia la
derecha, sin indicación alguna –bocinazo de una furgoneta de
reparto–, la tía Margaret depositó la lata de conservas en la
cuneta de una carretera urbana que discurría por las afueras de la
ciudad. Cerró la puerta –sin echar la llave, tentando a suicidas
ladrones–e invitó a sus tres huéspedes a seguirla. Nico encogió
los hombros pidiendo explicaciones a Zahra, que tampoco tenía
claro lo que iban a ver.
–Es un bonito paisaje, ya veréis –para estar jubilada,
aquella señora parecía llevar el motor de las piernas ajustado
para el autocross–. Pero no os quedéis atrás, seguidme –abrió
una extraña verja, preparada para evitar salida de ganado, y los
condujo por un zona de vegetación hasta vislumbrar una ladera
verde, bastante empinada, que culminaba a cierta distancia en un
altozano–. ¡Qué bonito día! ¿No es así?
El sol pegaba lo suyo para estar en Inglaterra. Según
ascendían por la vereda, Sonia observaba perpleja los
excrementos de las ovejas que pastaban tan ricamente en la falda
del cerro.
–¡Por Dios, Zahra! –le dijo en voz baja a su amiga–. ¿A
dónde coño nos lleva tu tía? Dijo que íbamos a ver Glastonbury y
por ahora sólo he visto…–¡Chof!–. ¡Mierda!
–Justo eso es lo que ibas a decir, ¿no es así? –observó
Nico riéndose ante las maldiciones que Sonia soltaba a los cuatro
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vientos. Al final los tres estallaron de risa ante la visión de la
zapatilla de Sonia untada de una especie de crema de cacao y la
estela de la tía de Zahra que seguía subiendo a su ritmo muy
ufana, hablando sola y suponiendo que tras ella seguían los tres
jóvenes.
Unos minutos más tarde, la pobre señora se sentó
exhausta a los pies de un árbol cubierto por cintas de colores.
Sacó un pañuelo de su bolso para secarse el sudor y dijo sus
últimas palabras por el momento: –Niños… Wearyall, y abajo,
Glastonbury.
Giraron sus caras y vieron la ciudad entera a sus pies, una
espectacular vista que se perdía en el horizonte de Avalon,
presidida por la majestuosa presencia de la colina del Tor. El
viento azotaba los rostros sorprendidos de los amigos ante la
mirada satisfecha de Ms Saunders.
–Valía la pena el esfuerzo, ¿no es así?
–Ya lo creo tía, ¡gracias!
–Es un paraje muy bello, señora Saunders –dijo Nico
sentándose junto a ella–. No te das cuenta hasta que subes toda la
cuesta.
–¡Es flipante! –exclamó Sonia
–No sé si os habéis dado cuenta de que estamos en un
lugar sagrado. Hay muchos en Avalon –Margaret hizo un gesto
hacia el árbol que les daba la poca sombra que había–. El Espino
Sagrado –era un espino protegido por una valla de aros de hierro,
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de los cuales colgaban cientos de cintas de colores anudadas que
expresaban los deseos más profundos de sus visitantes–.
¿Conocéis la historia de José de Arimatea? Según la tradición
cristiana, fue un pariente de Jesucristo, quizás su tío abuelo. Se
cree que él mismo era un seguidor de Jesús, pero su adinerada
posición y su cercanía a Pilatos, le convirtieron en un discípulo
clandestino. Tras la crucifixión pidió hacerse cargo del cadáver,
cediendo un sepulcro para el entierro del Maestro. Supo dar un
paso al frente sin ocultar su relación con Jesús, lo que sí hicieron
muchos de sus otros amigos masculinos. Según la tradición, José
tomó una de las espinas de la corona de Jesús, la plantó en la
tierra y está germinó –los tres amigos miraron de forma incrédula
hacia el árbol. Margaret adivinó sus pensamientos y negó con la
cabeza para sacarles de la duda–. Tras su resurrección, Jesús le
dijo que fuera a predicar por Europa; así que José tomó una de
las ramas del espino, a modo de báculo, y otras reliquias, como
el Santo Grial, y partió junto a otros hombres y mujeres, entre la
que estaba la Magdalena. Dicen que tras un largo viaje, llegó a la
costa inglesa y que al clavar el bastón en el suelo este echó raíces
en lo que hoy es este monte de Wearyall, señal de que había
llegado a su destino. Así que se instaló en Glastonbury. Dice la
tradición que fundó la primera iglesia de la cristiandad en el
lugar donde hoy están los restos de la abadía.
–Ese espino que brotó… ¿Es este? –preguntó Nico.
–Eso es. Durante el año florece dos veces, en Navidad y
en Semana Santa. Las personas suben hasta aquí para dejarle sus
deseos y, por supuesto, contemplar este delicioso panorama.
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–Es una pena no haber traído unas cintas para dejar
nuestros deseos –dijo Sonia afligida.
–Error jovencita, yo las traje para vosotros.
–¡Gracias tía!
–Tomad cada uno la suya y escribid en ella vuestro más
fervoroso deseo.
Nico fue el primero en decidirse. El nombre de su amada
sería mecido por el viento del Tor y cobijado por las hojas del
Espino Sagrado. Quizás fuera el sol, pero Zahra notó como las
mejillas de su amigo mostraban un inesperado rubor. Ella no
conocía aún el más escondido de los secretos del muchacho.
Cuando Nico terminó, ocultó cuidadosamente su ofrenda entre
sus dedos. Luego le llegó el turno a Zahra.
Dudó. Pasaron por su mente muchas cosas, el recuerdo de
Rai, un viaje a Tanzania para reunirse con su padre o algo tan
prosaico como crecer un poquito más, pero una fuerza poderosa
surgió de algún rincón de su ser y, durante un breve lapso de
tiempo, regresó al mundo de colores que le había mostrado
Brigid y al acantilado donde una presencia ancestral estaba
aguardando su viaje a través de las brumas de Glastonbury.
Zahra no conocía las palabras exactas capaces de describir su
recién nacido anhelo, porque ni ella misma alcanzaba a
comprender si todo había sido una jugada de su subconsciente o
si en realidad la mujer del templo era la responsable de la
apertura de sus sentidos a una percepción más allá de su físico, a
través del flujo de su propia energía. No supo que anotar en el
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reverso de la cinta, salvo la palabra Avalon, la isla perdida de las
manzanas, la tierra dragada de Glastonbury. De esa manera creía
invocar a esa Diosa en cuyo templo se había sentido transportada
más allá de su ser terrenal.
Sonia por su parte cerró ceremoniosamente los ojos antes
de escribir su deseo. Los estudios no iban bien y tampoco había
tenido mucho éxito en su relación con Alberto, un compañero de
clase del que creyó estar enamorada. Se estaba agarrando a todo
aquello que le otorgaba consuelo a su castigada autoestima. Su
cuerpo, la facilidad que tenía para caer bien a la gente o la
satisfacción
que
le
producía
su
poder
de
seducción,
enmascaraban la tristeza que a menudo no lograba vencer. Tres
palabras quedaron bordadas en la cinta: Encontrar mi camino.
–Debéis saber que también cuenta la leyenda que José
llevaba consigo el Cáliz Sagrado y que lo escondió en el Tor.
Otro día os acompañaré. Es una buena caminata, pero ya veis
que todo premio requiere su esfuerzo –Ms Saunders se levantó
con dificultad–. Ahora acercaros uno a uno a los aros de metal y
atad vuestra su cinta. Notaréis la energía del Espino Sagrado
recorriendo las puntas de los dedos.
Nico escogió la hilera de abajo. Estaba más desahogada y
él quería realizar un nudo fuerte y resistente. Cuando Zahra se
aproximaba al árbol, un golpe de viento arrebató a Sonia la cinta
de sus manos, elevándose en un remolino sobre sus cabezas,
alejándose hacia unos árboles que caían por la ladera opuesta a la
de las ovejas, donde la tradición sitúa el puente Pontperles que
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unía Avalon con la tierra firme. Aunque Nico intentó atraparla de
un salto, la cinta fue meciéndose colina abajo con Sonia
corriendo tras ella.
–¡Ten cuidado! –gritó Zahra al ver a su amiga bajar a
trompicones en busca de su deseo.
–Tengo más cintas –dijo inútilmente Margaret para evitar
que la chica fuera a rodar como una piedra sobre el suelo–. ¡Qué
mala suerte!
Nico y Zahra se miraron. Sonia era la más ágil de los tres,
capaz de doblarse como una hoja de papel y dar volteretas como
quien no quiere la cosa. Había que confiar en su cuerpo atlético y
en su buena cabeza. Eso último era más discutible teniendo en
cuenta que era bastante obstinada y que no iba a dejarse vacilar
por un poco de aire en movimiento. Llegó a la arboleda sin
novedad, diluyéndose paulatinamente en aquella frondosidad que
era como un oasis en el paisaje de pastos y hierba de la comarca.
Sin embargo los minutos pasaban y Sonia no aparecía.
–Tía voy a bajar con Nico. Espera aquí y quédate con los
bolsos.
–Por favor, sed prudentes, que si os pasara algo tu madre
no me lo perdonaría.
Zahra
y
Nico
descendieron
hacia
los
árboles,
comprobando sobre el terreno que caminando despacio no existía
tanto peligro como se adivinaba desde el Espino Sagrado.
Tampoco el aire soplaba tan fuerte al dejar la cima de Wearyall
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Una vez abajo observaron sorprendidos como Sonia no aparecía
por ningún lado.
–Esta se ha ido en busca del Tor –dijo Nico sin ocultar su
tono de preocupación–. Miraré por allí. Tú Zahra ve hacia esas
casitas, que lo mismo el viento ha cambiado.
–Nos vemos aquí.
Zahra siguió bajando y llamando a Sonia. No había
respuesta. Empezaba a inquietarse. Una cosa era no querer dejar
escapar un deseo y otra muy distinta perderse para evitarlo. No
parecía estar en esa ladera, así que regresó sobre sus pasos. Fue
cuando la vio. Su amiga estaba bailando, literalmente, tras un
árbol con la misma cara de satisfacción que ponía cuando sonaba
la música en la gala del colegio y se dejaba llevar por el ritmo de
forma sincopada. En su mano llevaba la dichosa cinta y parecía
estar gozando con cada cabriola, como indicaba su sonrisa de
oreja a oreja.
–Tía, ¿estás tonta o qué? –se acercó a ella a grandes
zancadas dispuesta a cantarle las cuarenta por el susto que les
había dado. Pero Sonia parecía ignorarla. Estaba danzando en un
círculo blanco que parecía formado por piedras, pero que luego
resultaron ser vulgares setas–. ¡Sonia! ¿Me escuchas?
De repente dejó de bailar y cayó al suelo sin
conocimiento. Zahra se precipitó hacia el círculo, pero cuando se
disponía a entrar en él se detuvo. Quizás fuera una tontería, o
estaba influenciada por las leyendas de Glastonbury, pero no
podía descartar que aquellos hongos contuvieran alguna especie
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de alucinógeno capaz de drogar a Sonia. Todo podía ser. Respiró
profundamente y alargó el brazo hacia ella. Estaba extrañamente
fría para el calor que hacía aquel día. Con un pie fuera del círculo
y, aguantando la respiración –por aquello de que su fantasía le
susurraba sobre unas hipotéticas esporas venenosas–, tiró de ella
hacia fuera, llevándose por delante unas cuantas setas. Expiró
con fuerza y se alejó unos instantes para volver a tomar aire. En
ese momento Nico se acercó corriendo en busca de sus amigas.
–¡Zahra!
–¡Ven Nico! Algo le pasa a Sonia –y según decía esas
palabras, volviéndose hacia ella, contempló la cara sonrosada de
su amiga mirándola con gesto divertido.
–¿Qué es lo que me pasa? Tengo la cinta –y la agitó ante
los ojos atónitos de Zahra. Llegó Nico con gesto descompuesto y
tomó de los brazos a Sonia.
–¿Estás bien?
–Pues claro. ¿Cómo voy a estar?
–Si es una de tus bromas no tiene gracia. Estabas
bailando como una loca posesa entre esas setas, y luego te has
desmayado –Sonia observó seriamente a Zahra y su risa estalló
ante la perplejidad de sus dos amigos. Nico no sabía a quien
mirar–. ¿De qué vas Sonia? Yo no me río –y se fue sola cuesta
arriba en busca de Ms Saunders y el espino.
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–Sólo he venido a buscar mi cinta. No sé qué película te
has montado –la persiguió hasta darla alcance a mitad de la
subida–. Era mi deseo…
–O sea, que me lo estoy inventando –Zahra estaba
indignada–. He tenido que tirar de ti para sacarte del círculo.
Tenías los ojos cerrados y los dedos como témpanos –agarró su
mano y estaba tibia–. No lo he soñado, ¿vale?
–Calmaos las dos, por favor –dijo tranquilizador Nico–.
Estamos todos bien. No estropeemos la excursión por una
chorrada como esta.
–No es una tontería, Nico –y mientras Zahra se alejaba
hecha una furia, Sonia movía la cabeza desaprobando la
conducta de Zahra. Nico no sabía qué pensar.
El azul del cielo nocturno de Glastonbury era más oscuro y frío
que el de Madrid. Zahra cerró la ventana, dejando las hojas de
madera entornadas para que entrara algo de luz. Sonia estaba
sentada en la cama hojeando una revista de moda inglesa que
había comprado en el supermercado. Estaba metida en sí misma,
como si el incidente del corro de setas le hubiera afectado más de
lo que dejaba entrever, así que Zahra se acercó a ella de forma
conciliadora, la tomó por la cintura y le dejó un beso en la
mejilla.
–No pasa nada, déjalo ya. ¿Quieres? Ya se me ha pasado
el enfado, Sonia.
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–¿Perdona?
–Lo de tu bailecito, que lo olvidemos de una vez.
–Estás muy rarita, hija. Yo no he bailado ni nada de eso.
–Lo que tú digas –estaba claro que se encontraba
ofuscada y que no valía la pena seguir con el tema. Se levantó de
un salto y dejó a su amiga sola con su revista y su “amnesia
micológica”.
Zahra ascendió por la escalinata en busca de la habitación
de Nico y de su acostumbrada capacidad para escuchar. Tal era
el enfado que llevaba que trastabilló en un escalón más estrecho
que los demás, apenas unos centímetros. Cayó contra la pared,
arrastrando con su espalda uno de los pequeños cuadritos con
fotos que su tía había colocado en las paredes, haciendo el paso
por aquel desfiladero unos centímetros más angosto de lo que ya
era. Los reflejos de Zahra sirvieron para atrapar el cuadrito en su
regazo. A causa del golpe le dolía lo que Brigid llamaría “el
origen de su energía”. Se asió al diminuto pasamanos
incorporándose con dificultad. Cuando iba a colgar las fotos en
su alcayata una imagen le llamó la atención. Se trataba de una
foto familiar en la que estaba su abuelo y su hermana Margaret.
Junto a ellos otras personas sonreían felices con el círculo de
piedras de Stonehenge al fondo. No parecía reconocer a nadie
más, salvo a una mujer alta y regordeta que había visto antes en
otro lugar, en concreto en sus pensamientos. Era la abuelita del
acantilado, aquella que evocó, desde algún recuerdo de su
subconsciente, durante la meditación en el templo de la Diosa.
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La iluminación de la escalera no daba para más, pero estaba
convencida de que era ella. Dejó el marco en la pared y se
dispuso a seguir camino del ático cuando la voz de Ms Saunders
surgió de la habitación del altar. Un penetrante aroma a incienso
inundó la escalera.
–Querida, ¿te has caído? ¿Estás bien?
–Sí, tía, ha sido un tropezón –descolgó de nuevo el
portarretratos y fue al encuentro de ella–. Estaba viendo esta foto
de mi abuelo –Margaret la invitó a entrar a la capillita. Colocó un
cojín en el suelo, junto al suyo, y animó a su sobrina a sentarse
con ella–. Aquí está. Es él, ¿no?
–Pues claro. La fotografía fue tomada hace casi treinta
años, cuando tu abuelo visitó por última vez a nuestros padres –
señaló a la dama del acantilado–, ¿cómo se dice en español? Tu,
tu…
–¿Mi bisabuela?
–Sí, eso es. Tu bisabuela Grace estaba muy enferma y él
procuraba viajar desde España una vez al mes para
acompañarnos.
–¿Cómo era ella?
–¿Grace? Este era su oratorio –recorrió la habitación en
penumbra con la mirada–, pero su dormitorio era el que tú
ocupas ahora. Era una mujer de gran carácter, quizás sea un
rasgo de familia... Hoy te he visto muy disgustada con tu amiga.
–Es agua pasada.
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–Ella tenía el don de la espiritualidad, veía más allá de
sus ojos y había conocido a la Diosa desde niña. Podía sanar el
alma con las palabras y la imposición de las manos, pero no supo
curar la herida más profunda del amor que sentía por mi padre,
Patrick Saunders, un agricultor que vivía en una pequeña casa
cercana a Wearyall, allí donde crece el Espino Sagrado. Era
atractivo, alto, fuerte, con el rostro quemado por el sol y unas
manos tan grandes que las de tu bisabuela se perdían entre sus
dedos. Muchas mujeres de Glastonbury suspiraban por él, pero
su profunda religiosidad y unas convicciones morales muy
claras, le habían hecho esperar hasta encontrar a la que fuera su
mujer ideal –levantó los ojos hacia el techo ante el tópico
machista–. Mi madre me dijo que un atardecer de agosto, tan
ventoso como el de hoy, Patrick dejó la labor de la cosecha para
regresar a Glastonbury en su caballo, cuando algo extraño
sucedió –Tía Margaret le quitó con delicadeza el colgante a
Zahra y lo colocó en el altar de la Diosa en un cuenco situado
junto a las velas–. Un inesperado silencio se hizo en el campo,
como si el aire se hubiera detenido súbitamente, pero sin dejar de
mecer el trigal. Ni un insecto, ni un pájaro, nada, así que dio
media vuelta para contemplar la puesta del sol y las sombras que
empezaban a cubrir su campo. Entonces notó que algo en el
paisaje había cambiado. Puso su caballo al trote y ascendió hasta
una colina cercana, desde la que pudo contemplar como en su
campo de trigo se había dibujado un “crop circle” con el signo
del Chalice Well, el de tu medallón, el Pozo del Cáliz, donde las
aguas curativas han manado desde que se conoce el lugar. El
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color rojizo de sus aguas siempre se ha asociado al Santo Grial, a
la sangre de Cristo.
–Así que mi colgante representa eso. Pensé que era algún
símbolo celta –Margaret negó con la cabeza.
–Patrick recordó haber visto a una de sus vecinas con este
colgante –señaló el de Zahra–cerca de su casa y pensó que
aquello era una señal de su Dios para que ella fuera su esposa.
Aunque ella se sintió muy dichosa cuando Patrick Saunders pidió
su mano, descubrió con el tiempo que aquel hombre, de moral
firme e inquebrantable, no permitiría que ella perdiera el tiempo
con falsas creencias que rozaban la herejía. Así fue como ella
renunció a ser algún día sacerdotisa del templo y tuvo que asumir
la religión imperante que seguía su marido.
–¿Y esta habitación?
–Cuando yo era una niña me subía al ático y me leía
historias de Avalon y del Rey Arturo. También me mostró el
calendario de la Rueda Sagrada, donde se recogen las
festividades de la Diosa que siguen los eventos de la naturaleza y
la luna. Ahora estoy celebrando Lammas, the Gule of August, el
momento de la cosecha –se volvió hacia una imagen de una
mujer embarazada sentada en un trigal–. A la muerte de mi
padre, ella transformó lo que era un cuartito para guardar la ropa
de temporada en un ofertorio a la Diosa. Vivió cinco años más
que él, tiempo en el que quiso profundizar en aquella travesía
personal que inició en su juventud. Estaba cansada y enferma, y
sentarse en este lugar era un auténtico suplicio para sus huesos…
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–Ayer conocí a la sacerdotisa Brigid. Estuve en ese
templo –los ojos de tía Margaret se iluminaron.
–Mi madre me dijo una vez que alguna de las mujeres de
nuestra familia retomaría el camino. Yo lo intenté, hice lo que
ella me indicaba, fui al encuentro de las líneas de poder, los
flujos de energía y la comunión con la naturaleza, pero siempre
percibí que no era capaz de atravesar la superficie de las cosas.
Digamos que unas pequeñas gotas apenas refrescaban mi rostro
cuando me colocaba frente a la visión del mar. Nunca logré
sumergirme en él.
Ms Saunders recogió el colgante, lo acarició evocando el
cálido recuerdo de su madre y lo puso en la mano de Zahra.
–Tu abuelo había tenido una nieta, una preciosa niña
nacida en marzo, en la festividad de la Madre de fuego, y sus
ojos eran azules y verdes, como el mar. Aquella era una señal.
Pasados los años fuiste creciendo y aquellos ojos profundos y
bellos se confirmaron como la ventana a un corazón sediento de
sentimientos y aventuras. Por eso tu abuelo tomó el colgante que
un día se dibujo en los círculos de trigo y lo depositó en las
mejores manos que podría estar.
–Pero, yo no creo en nada especial. Ni siquiera soy capaz
de entenderme a mí misma como para poder imaginar que hay
más allá de la vida o si existe un Dios… A lo mejor yo no soy
esa persona que mi abuelo creía adivinar en mí.
–Recién acabas de nacer a la vida. Tienes por delante un
hermoso camino que tú misma sabrás construir. Posees un alma
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fuerte y sensible, capacitada para decidir cuando llegue el
momento cual será tu destino. Mientras tanto, déjate empapar por
ese signo de primavera que marcó tu nacimiento y permite que
otras realidades se hagan visibles en tu interior.
Cuando Zahra se acurrucó en la cama aquella noche observó
como la luna se reflejaba en el espejo del dormitorio. Un brillo
fugaz le recordó que el colgante seguía en su cuello.
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Capítulo 14
Danzando en el círculo de
las hadas
Glastonbury, Inglaterra, 8 de agosto de 2009
¡Hola Rai!
He empezado esta carta varias veces, pero nunca he sido capaz
de escribir más allá del encabezamiento. Ya sé que no eres muy
aficionado a usar internet y que eres más de móvil, pero tengo
tantas cosas que decirte que iba a dejarme el teléfono canino de
saldo. Antes que nada debes saber que no soy muy buena con
esto de las cartas. La última que escribí fue a los Reyes Magos –
ha llovido desde entonces–y el resultado fue desastroso al
descubrir un espantoso jersey de Snoopy junto a mis zapatos y la
triste realidad de asumir que mis padres eran capaces de mentir,
aunque fuera por hacerme feliz. Así que espero que perdones mi
indolencia frente a una hoja en blanco.
Desde que estoy en Glastonbury no soy la dueña de mis
sueños, si es que alguna vez lo fui. Anoche te vi junto al Espino
Sagrado, contemplando una gran luna que asomaba tras el Tor
como si fuera una luminosa orla de luz que se reflejaba en tus
ojos. Corrí hacia ti nombrándote, pero al llegar junto al árbol el
rostro de Martín, el hombre que nos atacó en Albaidalle, me
observaba envuelto en una carcajada maléfica y cruel,
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atrapándome en una telaraña de sombras de la que no podía
salir. Otras noches decenas de ojos me escrutan, como si
hubiera penetrado en una cueva recubierta por murciélagos
gigantes, pero de rostros sensuales y alas transparentes, como
hadas vigilantes ante una intrusa perdida en el laberinto de la
imaginación y la memoria. Mi cabeza se ha vuelto permeable a
otra realidad, que me fascina y a la vez me asusta, y temo que la
misma Zahra, que abandonara parte de sus recuerdos en un
cortijo marchito de abandono, no sea la misma que regrese a
casa. Por eso necesito escribirte ahora, para que aquella chica
que un día conociste invada tu espacio antes de que el tiempo y
la distancia borren la huella del verano.
Como te decía, llevo una semana en Glastonbury, en
casa de mi tía abuela Margaret, todo un personaje. Nos
alojamos en una vieja casita de las afueras, con su jardincito
inglés, sus patos y sus gallinas. Ella conduce una ranchera de la
época del charlestón y debe tener un ángel de la guarda de los
buenos, porque no ve bien y cada desplazamiento es una
aventura. Es como Tarek, encariñada con su viejo coche hasta
que un día explote.
Yo duermo con Sonia frente a una chimenea muy curiosa
en la que si sopla el viento parece que me llamara a alaridos. A
Nico le ha tocado el ático. Su cama es tan alta que el otro día se
quedó durmiendo leyendo un libro y este se cayó sobre el suelo
pegándonos un susto de muerte a Sonia y a mí en el piso de
abajo. Como Nico es tan educado y formal, se adapta muy bien
al carácter inglés. Mi tía lo adora… Me preocupa más Sonia.
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Aunque no la conoces, te diré que es una persona muy divertida
y extrovertida, capaz de montarla por donde quiera que vaya.
Sin embargo algo le sucede. Un día me la encontré bailando
entre unas setas y desde entonces parece como si se hubiera
marchitado. Si sigue así hablaré con mi tía para llevarla a un
médico. Temo que las setas fueran venenosas o alucinógenas y
que la hayan afectado, aunque hayan pasado varios los días.
También he conocido un extraño lugar, un templo
dedicado a una Diosa, y a una mujer sacerdotisa llamada
Brigid. Parece ser que mi bisabuela era seguidora de esa Diosa
y que aquí en Glastonbury estaba la isla mítica de Avalon, una
especie de reino de las hadas que permanece oculto tras la
niebla. También existe una rara relación entre la ciudad y el
origen del cristianismo. Por eso aquí todo gira en torno a esa
mitología, el paganismo, los primeros cristianos y la cultura de
los celtas.
¿Sabes una cosa? Te echo de menos, pero cada día te
añoro de una manera distinta. Hay momentos que desearía
visitar el castillo de Tintagel y adentrarme contigo en la cueva
de Merlín, evocando nuestras aventuras en Albaidalle. También
quisiera regresar a la azotea y verte pintar sin que te dieras
cuenta de que una espectadora te observaba en silencio, viendo
como te concentrabas en tu trabajo y te ponías tan serio –
moviendo ese culito con tanta gracia–. Pero también lo daría
todo por echar a volar, atravesar las brumas de Avalon y dejar
que la energía que fluye por aquí me llevara a aquella noche en
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la que me besaste. Por eso temía tanto escribirte… No sé como
dirigirme a ti.
Tampoco te aseguro que tome el papel y el bolígrafo de
nuevo, porque ni siquiera sé como terminar esta carta que
finalmente ha brotado de mi alma como por arte de magia. Así
que sólo te pido que no me olvides, y que si una tarde te aburres,
y quieres darle una manita de pintura a esta caserón, pues que
pilles la moto y te vengas un ratito para las Islas Británicas a
darle un alegrón a tu aprendiz de bruja. Si la gasolina no te da
para cruzar el Atlántico, siempre puedes pasarte tras el verano
por Madrid, que allí siempre tendrás un sitio donde quedarte y
un corazón al que reconfortar.
Tu compañera de espeleología…
Tu mirona…
Tu amor de verano…
Zahra
Mientras Nico y Sonia ayudaban a Ms Saunders con la casa,
Zahra se dirigía a High Street a echar al correo las cartas para
Rai y su madre en la oficina postal que estaba en una casita de
piedra rodeada de tiendas. Como la post office estaba desierta y
la gestión había sido mucho más rápida de lo esperado –sin
olvidar que la limpieza le aguardaba en casa de su tía–, optó por
dejarse llevar por los escaparates y darse un ratito de placentera
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soledad. Según caminaba se detuvo ante la verja de una iglesia,
contemplando un laberinto de piedras semienterradas en su
jardín. Aunque deseó ser atrapada por aquel laberinto de juguete,
la presencia de un vagabundo botella en mano durmiendo la
mona junto a él, hizo que desistiera dejando la ilusión para otro
día. En el lateral del jardín nacía un pequeño callejón de tiendas
de aspecto encantador. Se adentró en él para cotillear los
escaparates de bisutería y ropa de tendencia hippy. Ella, tan
aficionada a la ropa de colores, se hubiera llevado un perchero
repleto de vestidos que estaba expuesto junto a una puerta. Al
fondo de la calle había una techumbre que cubría una placita en
la que estaba instalado un mercadillo vecinal de comida
preparada, plantas y enseres para la casa y el jardín. Por un
momento se creyó una habitante más de la ciudad. Según
regresaba en dirección a High Street le llamó la atención una
preciosa tienda de antigüedades semioculta por una furgoneta del
mercadillo. Se acercó a ella para contemplar tras el cristal lo que
parecía un ajuar completo de vajilla, joyas, muebles y
mantelerías, dando la impresión de viajar en el tiempo para ser
una entrometida visitando una casa del siglo XIX. Entre los
objetos que estaban a la venta le llamó la atención una tacita de
porcelana con un grabado de la imagen del Tor. Tan sólo costaba
diez libras y le hacía más ilusión que otras fruslerías de las
tiendas de souvenirs. Así que entró en la tienda.
Un hombrecillo de pelo canoso, y aspecto de rapaz, se
movía con lentitud subido a una escalera, quitando el polvo de
los estantes mientras tosía como si los pulmones estuvieran
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arrugándose en su pecho. Dirigió una mirada huraña a Zahra y
prosiguió con su labor mientras la joven admiraba una vitrina de
muñecas de cartón y tela.
–Buenos días, señorita. Espere que la atiendo –recorrió la
escalera lentamente hasta tocar tierra firme con parsimonia–. ¿En
qué puedo ayudarla?
–Quisiera ver una tacita del escaparate, la que tiene el
Tor.
–La tacita de té… No es muy antigua para mí, pero sí
para usted, ¿no es cierto? Espere que voy a buscarla –el anciano
caminaba encorvado hacia la cortina, la descorrió, tomó con
sumo cuidado la pieza de porcelana y volvió a sumir la tienda en
penumbras–. La tacita… Tome usted. Son diez libras, ocho por
su valor intrínseco y dos porque este objeto tiene el enorme
mérito de haber sobrevivido a las manazas de Mrs Smith, que se
movía por su casa como lo haría una vaca lechera en el Museo
Británico.
–Es muy bonita.
–¿Es usted italiana? No… ¿Española? Sí, eso es –ella
asintió–. Interesante –fijó la vista en el colgante de Zahra–. Hacía
años que no veía uno de esos medallones. Si le da usted la vuelta
verá que el sello de la platería es una media luna. ¿Sí? –Zahra
miró el reverso y reconoció la diminuta luna junto al borde–. Ya
no existe ese taller, ni unas manos tan hábiles como las de Moon
Brothers. Es una lástima. Le ofrezco cincuenta libras por él. La
tacita de regalo. ¿Qué me dice?
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–Es un recuerdo familiar. No puedo vendérselo.
–Ya comprendo, regatea… Sesenta.
–Es usted muy amable, pero quiero conservarlo.
–Bien, bien… Es usted una jovencita muy lista. No se
hable más. Espere a que le envuelva su tacita.
Cuando el anticuario se quedó sólo, y Zahra se fue con su
recuerdo de Glastonbury en el bolso, un hombre de mediana
edad apareció por la trastienda.
–¿Algo interesante, padre?
–Una taza de la subasta de Smith. Poca cosa.
–A los turistas les gustan esas baratijas, no hay que
despreciarlas.
–Llevaba en el cuello un artículo de los Moon Brothers.
¿Quién lo iba a decir? No me lo ha querido vender porque decía
que era algo de su familia, y eso que la chica era forastera. En
cuanto los oyes hablar te das cuenta.
–¿Cómo era el colgante, padre?
–El Chalice Well… ¿No recuerdas a aquel coleccionista
que estaba dispuesto a pagar mil libras por él? Me dejó su tarjeta.
¡Lástima! Hubiera sido un buen negocio.
–Española… Muy curioso –y volvió a la trastienda.
Según Zahra regresaba a High Street observó de nuevo la entrada
al patio del templo de la Diosa. Miró el reloj y vio que aún era
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temprano y que su escaqueo podía prolongarse algo más. Otro
motivo para regresar a aquel lugar, ahora que estaba sola, era el
no tener que dar explicaciones a nadie. Así que cruzó la calle
mirando a derecha y a izquierda –todavía dudaba con el sentido
de la circulación del tráfico–y se encaminó hacia allí.
La puerta estaba abierta. Entró en el templo y preguntó si
había alguien. Una voz desde el falso techo la saludó.
–¡Ah! Eres tú. Enseguida bajo –Brigid asomó la cabeza
desde arriba–. Es una alegría verte de nuevo. ¿Vienes a visitar a
la Diosa? Siéntate en el almohadón y enciende una cerilla –Zahra
así lo hizo y luego se la entregó–. Brigid se acomodó a su lado y
tomó el incensario, colocándolo en la mesita que había entre
ellas y el altar–. ¿Cómo te encuentras? ¿Disfrutas de tu visita?
–Glastonbury es un lugar precioso…
–Es maravilloso que hayas podido pasar aquí tus
vacaciones.
–Sí. Mi tía Margaret Saunders nos invitó a mí y a mis
amigos.
–¡Oh! Eres sobrina de Margaret, una buena amiga de este
templo. Maravilloso… ¿Querías algo en especial?
–No tiene nada que ver con la Diosa, más bien con el
campo y… –Zahra se sonrojó al verse en un lugar sagrado
hablando de setas.
–A lo mejor sí puedo ayudarte. La madre tierra se
manifiesta de muchas formas en Avalon. ¿Por qué no me lo
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cuentas? Al fin y al cabo soy de la zona y conozco los
alrededores.
–El otro día fui a visitar el Espino Sagrado y paseando
por allí me encontré con una circunferencia formada por setas.
Nunca había visto nada parecido. Como en esta zona de
Inglaterra abundan los círculos sagrados formados por piedras,
me llamó la atención esa formación. No sé si existe alguna
relación o es un capricho de la naturaleza.
–Viste un corro de hadas. Es extraño tan pronto, en
agosto. A veces surgen en los bosques, cerca de riachuelos, al
cobijo de los árboles. No recuerdo haber visto ninguno por la
zona de Wearyall.
–¿Un corro de hadas?
–Las hadas son unas criaturas que protegen el campo y
viven en un reino oculto a nuestros ojos. Muy pocos han tenido
la oportunidad de verlas, pero a veces se las puede sorprender
bailando dentro de un anillo de setas o sentadas en ellas. Tienen
aspecto de mujer, porque muchas de ellas fueron personas que
hicieron daño a la naturaleza y, por ello, fueron castigadas a
convertirse en una de sus guardianas. Son sabias, conocen los
secretos de la tierra y de las plantas, y son capaces de realizar
prodigios cuando se escapan de su mundo.
–¿Pueden hacerle mal a alguien?
–Muchas hadas desean regresar al mundo de los humanos
y se aventuran a salir por las puertas que forman los círculos
como el que viste. Luego nos atraen dentro del corro, donde
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bailan atrapando a todo aquel que penetre en él para robarle parte
de su esencia humana. ¿Conoces Silbury Hill? –Zahra negó con
la cabeza–. Es una colina sagrada cerca de Avebury. Aunque
existen pequeñas puertas para entrar en el reino de las hadas, los
círculos de setas son apenas unas claraboyas diminutas en la
inmensidad, pero Silbury Hill penetra hasta el corazón de
Avalon. Es muy peligroso dejarse caer por allí si no eres una de
ellas. Sin embargo…
–¿Qué?
–Tú estás protegida –señaló al colgante.
–¿Qué pasa con mi medallón?
–Es un amuleto de protección. Las hadas lo desearán si te
encuentras con ellas, porque les ayudaría a escapar de su
confinamiento, pero a la vez saben que no deben tocarte. No te lo
quites nunca, ¿me oyes? –La joven asintió.
Zahra empezaba a sentirse saturada de leyendas y misticismo.
Miró su colgante mientras bajaba la escalera del templo y se
preguntó si su abuelo tenía idea de lo que le había regalado, un
tesoro tan preciado que hasta era codiciado por seres
mitológicos… Y anticuarios.
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Capítulo 15
Stonehenge
Una niebla espesa rodeaba al viejo Land Rover en su incursión a
través de la carretera entre campos de cereales acariciados por
los primeros rayos del alba. El frío de la mañana se colaba entre
las rendijas escarchadas, condensando los cristales y rebelándose
ante la tibieza que renacía en el horizonte.
Nico roncaba plácidamente derramado sobre el asiento
trasero, mientras Sonia abandonaba su mirada en un rebaño de
ovejas que pastaba en un prado cubierto de rocío. Zahra ejercía
de copiloto, con el termo de té caliente en la mano, pendiente de
las necesidades de su tía, cuyos ojos no se apartaban del
parabrisas. Para una mujer de su edad, conducir de madrugada
por aquellos lugares era encomiable, pero algo peligroso cuando
las facultades discurren paralelas a la antigüedad del vehículo.
Los tres jóvenes agradecían de corazón el esfuerzo de Ms
Saunders por enseñarles todas las bellezas de la región, pero
también echaban de menos el poder dormir a pierna suelta más
tiempo sin estar sujetos al espartano horario que su anfitriona
imponía con marcial disciplina. Por eso cuando la noche anterior
ella les anunció que pondría el despertador a las cuatro y media
para ver un círculo de piedras, los tres se quedaron sin palabras,
literalmente, mientras la buena señora se alejaba hacia la cocina
con los restos de la fuente del asado de la cena.
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Era el turno de fregado de Sonia, por lo que Zahra
aprovechó para tener un aparte con Nico.
–Sonia sigue igual.
–Ya, y ¿qué podemos hacer? No se encuentra mal…
–Esta mañana estuve en el templo de la Diosa, con esa
mujer sacerdotisa, Brigid.
–¿Y?
–Me contó que esos círculos formados por setas son
entradas al reino de las hadas –Nico abrió los ojos como platos–.
Bueno, es lo que ella dice.
–¡Zahra, por favor!
–Déjame que termine –le puso la mano en el brazo–. Ella
asegura que los seres humanos pueden quedar atrapados en esos
círculos porque las hadas anhelan la esencia humana para
regresar a nuestro mundo, donde serían muy poderosas.
–¡Estás loca! –Zahra chistó a Nico mirando hacia la
cocina.
–No es que lo crea, por supuesto, pero podrías subirte mi
ordenador al ático y buscar por Internet. No sé, a lo mejor lo que
Brigid llama hadas no es más que el colocón que producen esas
setas cuando alguien inhala sus esporas. ¡Qué sé yo!
–¿Y por qué no hablamos con Sonia? A lo mejor es que
no está a gusto aquí.
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–¿Por qué no iba a estarlo? –Zahra se puso a la defensiva
porque adivinaba lo que estaba insinuando Nico
–Tu tía es un encanto, pero no nos deja ni a sol ni a
sombra. Además, eso de desayunar a las siete de la mañana en
vacaciones no va con Sonia, que es una dormilona.
–Nuestra Sonia nos lo hubiera soltado sin tapujos. ¡Buena
es ella! No, Nico, es otra cosa. Tenemos que averiguarlo. ¿Lo
harás?
–De acuerdo.
–Súbete ahora. El módem está en la silla junto a la
chimenea.
–Pero es perder el tiempo, Zahra.
–No. ¡Oye! Otra cosa. Ya que te pones, ¿por qué no
investigas algo sobre esto? –Le tendió un papelito.
–¿"Moon Brothers Jewelry"? ¿Y esto? –Sonia regreso a
por los vasos y ambos se callaron.
–Estoy harta de fregar –dijo Sonia–. A ver si le dices a tu
tía que venda la carreta y se compre un lavaplatos.
–Esa sí es nuestra Sonia –dijo Nico enarcando las cejas–.
Me decías que buscara este nombre. ¿Qué es?
–Es el nombre de la joyería donde fue fabricado mi
colgante. Un anticuario, al que le compré una tacita, me hizo una
oferta por él y me ha intrigado ese interés. Luego, hablando con
Brigid, me insinuó que es una especie de amuleto muy valioso.
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–Zahra, ¿no tienes la sensación de estar influenciada por
las leyendas de este lugar? Hadas, colgantes mágicos –negó con
la cabeza–. No sé si este viaje ha sido una buena idea.
–¡Claro que sí! Lo que pasa es que hay que tener una
mente abierta. ¿Sabes?
Nico observó con seriedad a su amiga. Estaba convencido
de que había alguien más embrujada que la propia Sonia en
aquella casona. Por otro lado, siempre había sido una especie de
ángel protector de Zahra a lo largo de los últimos años, por lo
que optó por hacer lo que ella le pedía, para así no quedarse fuera
de juego y poder estar al tanto.
–Tú ganas… –Zahra le dio un cariñoso beso en la mejilla.
–Nico eres el mejor.
–Ya, ya. Tienes un morro…
La noche inundó sigilosamente el ático mientras Nico navegaba
por Internet. No esperaba descubrir nada interesante, pero según
iba saltando por los hiperenlaces se dio cuenta de la cantidad de
referencias que había sobre los corros de hadas. Existía una
explicación absolutamente racional al fenómeno. El causante de
todo era un hongo que va creciendo, alimentándose de la hierba y
creando una especie de calva sin vegetación, aunque también
puede provocar un aumento de la altura de la hierba gracias a las
sustancias en descomposición que fabrica. Por supuesto, también
abundaban las webs con referencias más mágicas. Muchas de
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ellas ahondaban en la teoría de las hadas que Zahra había
explicado. Existían hasta cuadros... Lo más curioso fue que una
de las páginas profundizaba en el tema y explicaba que los seres
humanos podían quedar atrapados en estos corros sumidos en
una especie de danza hipnótica de la que no era posible escapar,
salvo con ayuda del exterior, de alguien que no estuviera en el
área delimitada por las setas. También decía que en muchos
casos las hadas se quedaban con la persona que había caído en su
trampa y devolvían un ser idéntico al exterior para que nadie la
echara en falta. Durante un breve lapso de tiempo Nico sintió un
escalofrío. Aunque sonara absurdo, la teoría casaba con lo
sucedido a Sonia. Sin embargo podía ser una simple máscara de
la realidad, una intoxicación por setas tamizada por la incultura
de los campesinos. Lo raro era que no parecía existir ninguna
seta capaz de envenenar sin ser ingerida.
Sobre los joyeros no había demasiada información. Sólo
encontró un relato sobre los recuerdos de infancia de una mujer
que vivía en la “casa de enfrente de la Moon Brothers Jewelry”
y una joya subastada en eBay. La joya en sí tenía un aspecto
vulgar, incluso era de menor tamaño que la de Zahra. No era más
que una piedra ensartada en una base de plata por la que algún
comprador pujó con éxito hasta las setenta y tres libras. Buscó
alguna referencia más a Moon Brothers en eBay, pero no había
ninguna. Ya que estaba allí, probó fortuna con “Chalice Well” –
el motivo de la decoración del colgante–y fue cuando se topó con
una monumental sorpresa. Aquello iba a impresionar a Zahra
más que la leyenda de las haditas y su discoteca de champiñones.
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A la izquierda de la carretera se vislumbraban unas piedras en un
montículo sin que nada presagiara que aquella formación de
apariencia vulgar fuera el célebre círculo de Stonehenge. Si
Margaret no hubiera avisado a su sobrina, Zahra ni siquiera
habría reparado en él. Tomaron la desviación y se aproximaron
al desierto centro de visitantes. Mientras aparcaban junto a la
taquilla, un guarda del English Heritage se acercó a Ms Saunders
y ambos entablaron una amistosa conversación.
–¡Estoy helada! –exclamó Zahra.
–Fíjate, tu tía parece conocer a ese tipo –dijo Nico–.
Espero que así sea, porque ahí pone que abren a las nueve.
–¡Vamos chicos! –dijo una entusiasmada Margaret. Los
tres se miraron muertos de sueño y bajaron por un pasadizo hacia
el otro lado del camino, donde estaba la zona protegida por una
alambrada.
–No son horas –dijo Sonia rompiendo su mutismo–. Tu
tía está loca, Zahra, y ese vigilante también por estar aquí en
mitad del campo al amanecer. Ya le pueden pagar bien…
–Valdrá la pena –respondió su amiga–. Seguro. Si no
fuera así hubiéramos venido más tarde.
Y así fue. Cuando se encontraron al otro lado, el sol
comenzaba a surgir entre las piedras sagradas de Stonehenge,
jugando con las sombras y calentando a los pájaros que
revoloteaban entre las enormes piedras que formaban los círculos
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concéntricos. Una tenue luz rosácea parecía emanar del suelo
mientras lengüetas de fuego se deslizaban como fantasmas entre
los recovecos de los dinteles de arenisca. Alrededor de los pilares
se abría un pequeño foso que rodeaba el conjunto, haciendo que
Nico y Zahra se buscaran cómplices, evocando los círculos de
setas. Envueltos en las brumas y la soledad de Stonehenge los
tres
jóvenes
sintieron
como
el
astro
rey
acariciaba
cuidadosamente el conjunto, en una ceremonia que se repetía
cada amanecer y en la que ellos eran los protagonistas aquella
mañana de agosto. Zahra dirigió la mirada hacia su tía, que
charlaba alegremente con el guarda en el camino que rodeaba el
foso. Desde la distancia le dijo una sola palabra: Gracias.
Un ligero viento golpeaba las columnas y agitaba la
hierba, creando un murmullo metálico en el centro del
monumento. Zahra se sentó frente al sol, dejando que aquellas
primeras caricias recorrieran su rostro. Su colgante brillaba como
nunca lo había hecho. Nico abrazó uno de los pilares, intentando
adivinar que extraño misterio se ocultaba tras aquella obra de
ingeniería milenaria capaz de acoger aquella luz y recrearse con
su presencia. Sonia se sentó en una piedra que yacía a los pies
del pilar mejor conservado. No miraba al sol, sino al suelo.
Una vez superada la impresión inicial, Zahra sacó la
cámara de fotos y le pidió a Nico que se reuniera con ella para
conservar algún recuerdo de su amanecer en Stonehenge. Sería
muy difícil sorprender al mismísimo sol en su guarida, pero no
perdía nada con intentarlo.
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–Y Sonia, ¿dónde está? –preguntó Nico.
–Espera, que voy a buscarla –y se adentró de nuevo en el
círculo. Su amiga estaba tumbada sobre la piedra, con el aspecto
de estar meditando–. ¡Sonia! ¿Quieres una foto? –No hubo
respuesta–¿Me estás oyendo? –La chica no se movía, así que
Zahra se abalanzó sobre ella–. ¡Sonia! ¿Qué te pasa? –Nico se
acercó corriendo hacia ellas.
–¿Está dormida?
–¡No lo sé! –Le tomó la mano y comprobó que estaba
helada como el día de las setas–. Avisa a mi tía y al guarda.
¡Rápido!
Aunque sólo había sido un leve desvanecimiento y bastó con un
té caliente, bien cargado de azúcar, Nico y Zahra siguieron
inquietos por Sonia. Mientras ella recuperaba el color en la
caseta de vigilancia, el guarda les contó antiguas historias sobre
Stonehenge, entre las que abundaban las concernientes a baterías
de móviles y cámaras que se descargaban sin motivo, personas
que acudían en un estado próximo a la depresión y salían del
círculo sagrado repletas de vitalidad; o el extremo opuesto, gente
que liberaba la energía sobre las piedras como si fueran una
enorme toma de tierra capaz de vaciarte en pocos segundos. Si
Sonia andaba justita de pilas era más que probable que el
madrugón, la impresión que causaba aquel lugar y el estar
usando el combustible de la reserva fueran la causa de su
desmayo. Cuanto más lo pensaba Zahra más plausible se le
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antojaba que lo que Nico había encontrado en internet tuviera
sentido. ¿Y si aquella persona que les miraba desde el sillón del
vigilante no fuera realmente Sonia, sino un reflejo imperfecto de
ella surgido del extravío de su esencia danzando en el círculo de
las hadas? Había llegado el momento de actuar. En Glastonbury
obligaría a Sonia a quedarse reposando en casa logrando Zahra la
libertad de movimientos para investigar por su cuenta.
Durante el viaje de regreso a casa, Zahra estuvo
planeando lo que harían. Necesitaba comprobar por sí misma si
existía ese reino mágico de las hadas y si su amiga Sonia se
encontraba atrapada como rehén de algo que deseaba escapar
hacia la realidad. Analizando sus propios pensamientos se sentía
como una imbécil sin remedio, pero debía descartarlo antes de
llamar a su madre y decirle que Sonia no se encontraba bien y
que quizás hubiera que adelantar el retorno a Madrid, lo cual no
deseaba. Ensimismada en sus pensamientos, desvió la mirada
hacia el retrovisor, discreta atalaya desde la que contemplar a la
paciente. Su amiga estaba durmiendo en el regazo de Nico cuyos
ojos no se despegaban de ella mientras acariciaba el pelo de
Sonia, con tanta devoción que por un instante Zahra notó cierta
incomodidad, como si fuera testigo involuntaria de una
silenciosa declaración de amor. Podía ser un espejismo de su
imaginación, pero si aquel viaje estaba cumpliendo con creces
todas las expectativas, era lógico que sólo faltara la guinda del
pastel: Nico y Sonia.
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Era pan comido. Tía Margaret se desvivía por hacerles felices y
había que aprovecharse de ello. Además, Zahra no sentía ningún
remordimiento por liar a la afable Ms Saunders, ya que era por
una buena causa. Así que todo transcurrió en el tardío desayuno,
mientras Sonia descansaba en la cama después de las ajetreadas
primeras horas del día. No había tiempo que perder ni otro
momento más oportuno que aquel, salvo por el pequeño
inconveniente de no haber podido hablar con Nico a solas.
–… Estoy preocupada por vuestra amiga. No tenía buena
cara –dijo Ms Saunders–. Quizás habría que avisar a su familia.
¿No creéis, chicos?
–Es verdad que está algo apagada, pero a veces le pasa –
dijo Zahra con falsa naturalidad mientras Nico le echaba una
mira recriminatoria–. Estoy seguro de que es el cambio de clima.
Ella es muy deportista, muy vital… Sólo hay una cosa que odia.
–¿Qué? –preguntó la tía.
–Eso, ¿qué? –añadió Nico haciendo énfasis en el “qué”.
–La bicicleta. Nunca le ha gustado, y es una pena en un
sitio como este. ¿No es así Nico?
–Eee…
–¿Quién diría que a una chica como ella no le gusta
pasear en bicicleta? Yo misma, a mi edad, suelo cogerla para ir
por el pueblo.
–¡Qué suerte tienes tía! A Nico y a mí nos encantaría dar
un paseo en bici por cierta ruta que vimos en Internet –Nico
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corroboró sus palabras moviendo la cabeza y mirando a su amiga
con ojos de asesino–. Pero era imposible facturar las bicis en el
avión. Ya sabes como son estas aerolíneas de bajo coste.
–Pero, ¡eso tiene solución! Yo os presto mi bicicleta y le
pedimos una a mi vecina, Mrs Thompson.
–¡Jo, tía! Eres un sol, pero no es tan fácil. Es un precioso
camino que discurre entre Avebury y la colina de Sillbury, y eso
está muy lejos de aquí.
–Claro, es imposible –dijo Nico–. No vamos a ir hasta allí
en bici, ¡ni que fuera el Tour de Francia! Es mejor olvidarlo, ¿no
es así, Zahra?
–¡No!
¡Se
puede
arreglar!
–dijo
Ms
Saunders
entusiasmada–. Mirad, se me ocurre una idea.
–¿Sí? –preguntó Zahra con gesto inocente mientras
dirigía una sonrisa beatífica a Nico.
–Metemos las dos bicis en el coche y vamos a Avebury.
Allí os dejó un ratito para que hagáis vuestra excursión. Conozco
la ruta que han hecho para bicis y es muy segura –dijo
satisfecha–. A mí no me importa sentarme en los alrededores a
leer un libro en ese lugar tan apacible.
–¿Y qué pasará con Sonia? –preguntó Nico a ambas–. Ya
se encuentra bien, pero…
–Mrs Thompson podría quedarse con ella en nuestra
ausencia. Está roncando como una bendita.
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–Vale… –dijo Nico con desgana mientras interrogaba a
Zahra con la mirada.
–¡Tía! ¡Eres la mejor! –Y le dio un sonoro beso.
–Mientras hablo con Mrs Thompson podéis recoger la
mesa.
–Claro, así Zahra y yo pla–ni–fi–ca–mos la excursión.
¿No es así?
Una hora más tarde, después de escuchar las explicaciones de
Zahra, Nico cargaba las dos bicicletas en el Land Rover. No eran
mucho más modernas que la cafetera que conducía Ms Saunders
Todo aquello era un disparate, pero estando Sonia por medio le
concedería el beneficio de la duda a la locuela de Zahra.
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Capítulo 16
El túmulo del Rey Sil
Dice una leyenda que el mismísimo diablo iba a verter un
enorme saco de arena sobre una ciudad, cuando los sacerdotes de
Avebury lo descubrieron, obligándole a derramarlo en un paraje
alejado de la ciudad, formando así la colina artificial de Silbury.
De esta manera se le otorgó al lugar una simbología cristiana
acorde con las necesidades del nuevo culto, ensombrecido por el
paganismo de la región. Sin embargo, todo parece indicar que
Silbury fue una colina en forma de espiral por donde alguna
cultura antigua escenificaba el viaje del alma al mundo
escondido, donde vivían los antepasados después de la muerte.
También su propio nombre hace referencia al posible
enterramiento del Rey Sil. El paso del tiempo erosionó la
construcción, y los sedimentos milenarios permitieron que la
vegetación ocultara la pirámide.
Cuentan también que las hadas, conocedoras de los
secretos de la vida y la muerte, descubrieron un día aquella
puerta abandonada por los ancestros de los celtas y que, desde
entonces, acogen a las mujeres que mueren por amor, llevándolas
a su reino para que se aparezcan en las corrientes de agua a los
desesperados que se lanzan a ellas presos del desdén de la
persona amada. De esta manera ganan su derecho a regresar al
mundo terrenal, repletas de sabiduría y dispuestas a disfrutar de
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una nueva oportunidad. Estas mujeres, que conocieron el reino
de las hadas, se convertirían en hechiceras con poder para tomar
el corazón de un hombre entre sus manos.
Hacia esa puerta olvidada, colapsada por los túneles, que
los científicos horadaron a principios de los años setenta, y
transformada en una atracción turística entre campos de cereales,
se dirigían Nico y Zahra en un intento por recuperar la esencia de
Sonia, sin saber muy bien lo que buscaban y si aquel lugar les
ofrecería alguna respuesta.
–Estás monísimo en esa bicicleta para chicas.
–¿Para chicas? Con todo mi respeto llamar chica a Mrs
Thompson es muy gentil por tu parte, Zahra. El tonelaje de esa
mujer ha dejado este cacharro para el desguace –atravesaban un
tranquilo camino entre árboles, con el firme en mal estado por la
lluvia–. De hecho disculpa que no te mire mientras conduzco,
porque si pillo un bache te juro que me dejo los piños al intentar
frenar.
–Eres un gruñón…
–Te la cambio, lista.
–No gracias, rico.
Cuando la zona frondosa desapareció, empezó a verse
Silbury reinando entre una inmensidad amarilla tostada por el
sol. La sombra de la colina se levantaba majestuosa, rotunda y
oscura a pesar de estar cubierta de hierba. Sobre ella se recortaba
un cielo que se había tornado cada vez más negro desde que
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dejaron Avebury, acompañando a los malos presagios el aire
húmedo, que agitaba las espigas al paso de las bicicletas. Ambos
amigos observaban las nubes sin atreverse a compartir sus
pensamientos. Aquello olía a remojón histórico, pero una vez allí
no habría marcha atrás.
El camino llegó a las cercanías del túmulo hasta darse de
bruces con una empalizada de alambre. Zahra y Nico se miraron
ante la inesperada sorpresa. Era lógico que no dejaran entrar a
nadie para permitir su conservación, y lo peor es que allí no
había ningún enchufe de Ms Saunders, como el de Stonehenge,
para traspasar la barrera.
Silbury Hill parecía un enorme ser vivo agazapado sobre
sí mismo, efecto que el viento y las historias que se contaban
sobre ella acrecentaban. Debía ser muy entretenida una visita de
noche y con tormenta, apta para corazones sanotes y sedientos de
emociones.
–Muy bonito el lugar, sacamos un par de fotos y de vuelta
a Avebury –dijo Nico apoyando la bici contra la valla mientras
Zahra fijaba su atención en unas ovejas que trepaban por una sus
laderas–. No ha sido una excursión en balde, porque el paisaje es
estupendo. Si no fuera por Sonia nunca habríamos venido tan
lejos –las primeras gotas de lluvia comenzaron a motear la arena
con violencia–. Tenemos que darnos prisa…
–¿Por qué? Hemos traído los chubasqueros.
–Tía, que Avebury está a cinco kilómetros y Margaret se
puede preocupar si ve que hay tormenta –un trueno reforzó a un
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nervioso Nico, que reconocía el lenguaje no verbal de su amiga–.
¡Zahra! No vamos a entrar ahí.
–Mira, los turistas se están metiendo en los coches. Nos
vamos a quedar solos. Además, si esos animales comen y cagan
sobre una montaña sagrada, eso significa que no está tan
protegida como Stonehenge, y que si me llaman la atención
puedo usar como escusa que no sé inglés y quería hacerme una
foto con las ovejitas.
–De eso nada, que nos podemos meter en un buen lío…
Además pasa una avioneta de vez en cuando para localizar
nuevos crops circles.
–Tranqui, Nico. Además, si alguna de esas avionetas se
aventurara con la tormenta estaría más pendiente en no darse una
bofetada contra el suelo que en distinguir una ovejita de una
chica con chubasquero blanco –se acercó a un muro derruido
para calibrar la escasa altura de la empalizada.
–No te dejare sola. Iremos juntos.
–¿Y las bicis? No, serán unos minutos, Nico. En cuanto
me veas regresar, llamas a mi tía para que venga a buscarnos con
la excusa de la lluvia. Si alguien se molesta en delatarnos, que ya
te digo que no hay nadie, tendrá poco tiempo.
–Vamos a acabar detenidos, deportados, o algo peor.
Hemos hecho muchas tonterías juntos, pero esta se lleva la
palma. Mira ese letrero: “Please do not climb the hill”.
–Confía en mí. ¿Quieres?
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Zahra apoyo un pie en un roca, colocó la mochila sobre el
alambre y saltó holgadamente cayendo sobre la hierba mojada.
Guiñó un ojo a Nico y empezó a correr agachada en dirección a
la colina.
El viento soplaba con fuerza azotando el rostro de Zahra
con las gotas de lluvia, clavándose como piedras diminutas. ¿Por
qué nunca hacía caso de Nico? Ni siquiera sabía lo que tenía que
hacer. Además, cuanto más se acercaba a aquella construcción
más grandiosa le parecía, y más difícil de escalar. Cuando por fin
logró tocar con sus dedos la base del túmulo, se dejó caer
exhausta escuchando sus latidos alterados. Sonó su móvil.
–¡Dime!
–¿Estás bien?
–Como nunca, pero tengo los pantalones mojados hasta
las rodillas. ¿Ves a alguien?
–No, pero de vez en cuando pasan coches. Muchos
camiones. Esto no es una buena idea, pero vas a subir de todos
modos. Así que sé prudente, please.
–Lo seré. Escúchame bien –se incorporó para mirar hacia
arriba–. Por encima de mi cabeza hay una especie de reguero,
demasiado empinado para usarlo con la lluvia. Creo que la rampa
de acceso nace junto a la carretera. Vete allí y si viene alguien
me avisas.
–De acuerdo. No cuelgues, será más rápido.
–Bien.
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Zahra rodeó Silbury hasta llegar al inicio de la rampa. No
había nadie, pero se adivinaba la silueta de Nico con las
bicicletas acercándose al aparcamiento, donde había un mirador
para visitantes, un lugar perfecto para ver a su amiga y controlar
la llegada de cualquier extraño.
–Adelante. Estoy vigilando.
–Genial. Empiezo a subir…
Los primeros metros eran bastantes empinados y el barro
y la humedad, convirtieron la estrecha vereda en una pista de
patinaje. Tampoco parecía muy seguro salirse de allí para
resbalarse por la hierba usando unas deportivas. Así que optó por
clavar las punteras y avanzar en zigzag minimizando la
pendiente. Una vez alcanzada la media altura, el camino iniciaba
una circunvalación más suave desembocando en el cráter de la
cima, cuyo origen se remontaba al colapso del terreno provocado
por la lluvia hacía unos pocos años, dando la impresión de estar
encima de un volcán de juguete.
La tormenta sobre Silbury Hill atacaba a Zahra con
violencia, impidiendo que casi pudiera ponerse en pie. Saludó a
Nico a duras penas y le dijo que cerraba momentáneamente la
comunicación, pese a las protestas del muchacho. Luego se sentó
sujetando con una mano su colgante y con la otra la capucha del
chubasquero, que estaba a punto de romperse.
–¡Sonia! ¿Me escuchas? Soy Zahra… –pensaba que era
lo más estúpido que había hecho en su corta vida–. He subido
hasta aquí para llevarte conmigo. Por favor, si me estás oyendo
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házmelo saber. Nico te espera abajo –un relámpago rasgó el
cielo–. ¿Sabes una cosa? Es mi mejor amigo, y también quisiera
que lo fuera para ti. Algún día te contaré algo sobre él que tiene
que ver contigo, pero necesito que regreses.
Mientras Zahra intentaba de mil maneras comunicarse en
soledad con una persona que dormitaba tranquilamente en su
cama de Glastonbury, Nico recibía la llamada de Ms Saunders.
–¡Ah! Hola Ms Saunders. Sí estamos bien. Nos hemos
cobijado con los chubasqueros. ¿Qué viene para acá? Pues…
¡Estupendo! Supongo… Estamos en Silbury, eso es. En el
aparcamiento, claro. Allí estaremos –y colgó el teléfono–.
¡Mierda! –Pulsó el número de marcado rápido de Zahra–.
¡Zahra! Tu tía está en camino. ¿Quieres bajar de una vez?
–Ya voy, Nico. Aquí no hay nada que ver salvo una
panorámica espléndida de una tormenta de la leche. Cuelgo.
Se disponía a bajar de nuevo cuando notó una sombra
junto a ella. Giró la cabeza y un golpe de aire la derribó, dando
con su rostro en el suelo. Levanto la vista y por un instante creyó
ver decenas de ojos a su alrededor, entre los cuales estaban los de
color miel de Sonia.
La atmósfera se había disuelto en un mar esmeralda cubierto por
nenúfares que apenas dejaban pasar la luz. Zahra se hundía en un
fondo sostenida por decenas de brazos invisibles, como si fuera
una pluma meciéndose entre las hojas de un bosque de cristal.
Abandonada a su suerte, sin fuerza ni voluntad para pelear de
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forma estéril por su vida, se sorprendía al notar como sus
pulmones no parecían quemarse por la ausencia de aire.
El tiempo transcurría lentamente, como si aquel lugar
mágico fuera realmente la puerta a la eternidad y su cuerpo una
estrella fugaz emergiendo de la inmensidad del universo. En
algún momento, difícil de precisar, sus manos tocaron un suelo
suave como terciopelo, que la acogió suavemente en el seno del
reino prohibido de las hadas. Entonces aquellas presencias, que
la habían recogido en la puerta de Silbury, se esfumaron en un
destello interminable de diminutas burbujas que estallaban como
fuegos artificiales. Frente a Zahra se abría una espesura cubierta
de flores componiendo un extenso manto policromado que se
mecía al compás del agua. En el centro de aquel oasis, un
carrusel de hadas bailaba al ritmo de una reverberación similar al
eco de una tamboreada y, entre ellas, destacaba una silueta alta,
discordante entre los vestidos y las túnicas multicolores. Se
acercó a ellas y tomó la mano de Sonia, rompiendo el corro de
las hadas, y provocando el silencio de la música y las miradas
desafiantes de sus compañeras de fiesta.
Una de aquellas pequeñas mujeres se aproximó nadando
hacia la intrusa y se quedó mirando su colgante. Había furia en
su rostro. Zahra intuyó lo que iba a pasar y agarró con fuerza el
símbolo de protección instantes antes de que el hada se
abalanzara sobre él, mostrándoselo a la frustrada ladrona para
escenificar su poder, sabiendo que tenía poco que perder.
Mientras se celebraba aquel duelo, una bella mujer vestida de
verde se acercó a ellas con una copa en la mano. Zahra se volvió
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hacia ella y reconoció la Madre de Fuego, aquella que se le
apareció en la cueva de Albaidalle y en su ensoñación en el
templo de la Diosa. De repente todo a su alrededor se agitó y
ambas amigas fueron expulsadas a través de una chimenea, como
si estuvieran envueltas en un geiser de luciérnagas, hacia el
cráter de Silbury.
Cuando Zahra se levantó la tormenta arreciaba sobre la
colina. Estaba empapada y sola allí arriba. Ni rastro de Sonia.
¿Qué había pasado? Si realmente había perdido el conocimiento
durante mucho tiempo, Nico ya estaría junto a ella y habría
llamado a todos los servicios de emergencia de Inglaterra
mientras ella sufría pesadillas acuáticas. Así que empezó a correr
hacia el aparcamiento temiendo que algo le hubiera pasado a su
amigo. Si por culpa de su fantasía y obstinación por subir hasta
allí, Nico estuviera metido en algún problema, no se lo
perdonaría en la vida.
Al llegar a la carretera vio a su ángel de la guarda con su
impermeable rojo, moviendo los brazos, con las bicis
abandonadas bajo un árbol.
–Así me gusta, que seas rápida. ¿Te ha servido de algo o
simplemente ha sido una interesante manera de pillar un buen
resfriado?
–No me vaciles, Nico. Llevo una eternidad ahí encima.
–Claro, trece minutos para ser exactos desde que te fuiste.
–Te estás quedando conmigo. ¿No?
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–Tú tía debe estar al llegar.
–Pero… He visto a Sonia, venía conmigo. Bajé al reino
de las hadas y… –la cara de Nico era un poema.
–Deja de decir sandeces. Sonia está en casa, descansando
al cuidado de mamá elefanta. Mañana estará fresca como una
lechuga. ¿Me oyes? –Tomó la mano de ella–. La que no parece
estar muy allá eres tú. Este ambiente de mitologías, brujas y
duendecillos te ha nublado el sentido común –sonrió–. Si es que
tenías.
Cuando Zahra se disponía a protestar con todas sus
fuerzas y a contarle a Nico lo que creía haber vivido, el asmático
rugido del motor del Land Rover de Ms Saunders hizo su entrada
a lo grande, pisando un charco y cubriendo de barro a los dos
amigos y sus bicicletas.
La aventura de Silbury había finalizado.
Aquella noche en la cena, Zahra y Nico apenas abrieron la boca
salvo para dar cuenta del pastel de carne de Margaret. Estaban
agotados y enfadados con ellos mismos por el colosal
despropósito de irse a un túmulo funerario perdido de la mano de
Dios a rescatar a una persona que yacía sin alma en una cama,
pero que ahora masticaba la comida como si fuera una trituradora
y con un semblante más sonrosado que una manzana de
Glastonbury Abbey.
–Esto está de muerte, señora Saunders.
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–Me alegra verte recuperada de tu desmayo. Te confieso
que estuve a punto de llamar a Marta para que contactara con tus
padres.
–Pero sí estoy genial. Y vosotros dos –se dirigió a sus
amohinados compañeros de mesa–, la próxima vez que os vayáis
en bici sin mí os advierto que será la última.
–¡Ah! –exclamó Zahra–. Siempre has dicho que no te
gustaba pedalear.
–Tú estás fatal, Zahra. La lluvia te ha encogido las
meninges…
–Que sí, es que no te acuerdas… Me lo contaste en casa
de Susanita –respondió Zahra muy sonriente. Sonia dejó de
masticar y se quedó mirando atónita a su amiga.
–Susanita, esto… Sí, claro, pero eso fue antes de este
verano. No veas las excursiones tan chulas que me hecho por la
playa.
Nico no entendía nada. ¿Quién era Susanita? Ms
Saunders tampoco, pero estaba tan relajada de ver a Sonia en
buen estado y a sus dos ciclistas tan secos después de la
tormenta, que nada le importaba. Por primera vez en toda la cena
el rostro de Zahra se había iluminado de satisfacción. Aquella sí
era Sonia, incluso recordaba la palabra mágica que tenían las dos
para inventarse trolas o seguirle el rollo a la otra: Susanita. Se
volvió hacia Nico y le dedicó una amplia sonrisa.
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Ya en la cama, Zahra le contó todo lo sucedido a Sonia,
desde que se metió en el corro de setas, pasando por el
desvanecimiento y culminado en su aventura de Silbury. Ella
recordaba todo, pero no reconocía que hubiera estado triste o
ausente, es más, recordaba habérselo pasado muy bien hasta la
bajada de azúcar en Stonhenge.
–Tú estás parana, tía. De todas formas, si de verdad te has
creído esas leyendas de hadas y bailes, te agradezco que te
preocuparas tanto por mí –y la abrazó.
–Hace unos días no estabas así, te lo prometo. Desde esta
tarde has vuelto a ser Sonia. O ha sido Silbury o verdaderamente
necesitabas dormir muchas horas. Por cierto, quiero enseñarte
algo –sacó la tacita de la tienda de antigüedades–. Tiene un
porrón de años.
–¡Qué mona! Y esta es la torre del pueblo, ¿no?
–Sí, la montaña del Tor –Zahra sonrió la miró con gesto
de satisfacción–. Sonia…
–Dime.
–Ya la habías visto antes.
–No te sigo…
–El día que estabas peor te la enseñé. ¿No lo recuerdas?
Esto demuestra lo ida que has estado.
–¡Qué va! Claro que me acordaba, pero te estaba
siguiendo el juego –era la primera vez que veía esa taza–. Me
gustaría comprarle una a mi madre. ¿Había más?
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–Mañana te llevo –Zahra notó como el semblante de
Sonia se había tornado más sombrío, pero mantenía sus rasgos
habituales, su propia esencia, como cuando hacía un examen de
matemáticas y le salía fatal. Parecía claro que no situaba esa taza
en su memoria y que estaba esforzándose en recordarla.
Ambas amigas quedaron en silencio, con la luz apagada,
perdiendo sus miradas por la ventana. Zahra intuía que Sonia
tardaría en dormirse presa del agotamiento después de ser
presuntamente rescatada del reino de las hadas. Se adivinaba en
la opacidad de sus ojos la vulnerabilidad del olvido y el
desconocimiento, como si de repente desconfiara de su propia
alma, capaz de ser atrapada por los hechizos de unos seres
mágicos e invisibles para los sentidos. En ese instante Zahra
comprendió que su amiga tenía el corazón aterido por las dudas y
creyó que era el mejor momento para reconfortarlo.
–¿Me guardas un secreto, Sonia?
–Claro. Siempre lo hago, ¿no?
–No.
–Bueno, si lo dices por aquella vez que le dije a Noelia lo
del maromo de cuarto…
–Creo que a Nico le gustas –Sonia se puso ojiplática.
–¿A Nico? No digas chorradas.
–Estos días estaba muy preocupado por ti. Te miraba de
una forma especial, no sé. Recuerdo nuestro regreso de
Stonehenge, con tu cabeza entre sus manos, y el respeto y la
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adoración con los que te acariciaba. Créeme, que son cosas que
una chica sabe distinguir.
–No me lo trago.
–¿A ti te gusta? –Se incorporó levemente apoyando su
cabeza en el brazo para escrutar la reacción de Sonia.
–No me lo he planteado… Es nuestro amigo, y ya está.
Es muy mono, pero se comporta como si fuera mi padre.
–Es su carácter. Prométeme una cosa.
–¿Qué?
–No le hagas daño. ¿Quieres?
–Descuida, no soy una mujer fatal de esas –nunca haría
sufrir al chico que tanto la atraía–. Buenas noches, Susanita.
–Que descanses, Susanita.
Mientras la calma se apoderaba de la casa, los deseos de Sonia y
Nico se encontraron sin saberlo en un lugar indefinido entre el
ático y el dormitorio de las chicas, más cerca del mundo de las
hadas que de la realidad.
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Capítulo 17
Malleus Maleficarum
Tras la borrasca, que había surcado el suroeste de Inglaterra, la
mañana amaneció radiante, con un sol que se resbalaba por los
charcos de High Street provocando pequeños luceros que
saludaban a los tres amigos en su caminar calle arriba. Tras lo
acontecido en los primeros días, Zahra necesitaba gozar de la
ciudad sin más pretensiones que cualquiera de los turistas que
acudían al reclamo de las tiendas, para lo cual había convencido
a Nico y Sonia para que pasearan por Glastonbury mezclándose
con la cotidianidad de sus gentes, no sin antes pasar por la tienda
de antigüedades donde compró la tacita. Aquella visita estaba
motivada por la ilusión de Sonia por poseer una como la de
Zahra, pero no era plato del gusto de su amiga desde que Nico le
había contado que un colgante como el suyo se había subastado
en eBay por la nada despreciable cantidad de 2500 libras, lo que
hacía suponer que el vendedor volvería a la carga con una nueva
oferta. Eso sí, esta vez le diría que para timarla que se buscara a
otra. Afortunadamente aquel viejo usurero no estaba allí.
–Buenos días, ¿en qué puedo servirles? –preguntó un
hombre de mediana edad.
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–Buenos días. Queríamos una tacita del escaparate, una
de las que tienen el Tor.
–Me quedan dos. Si son tan amables de indicarme cuál
es…
–Sonia, tú hablas.
–Pues –se asomó tras la cortina–, la del borde azul. La
tuya lo tenía verde, ¿no?
–¡Ah! Usted es la joven española que estuvo aquí el otro
día, ¿no es así? –preguntó el vendedor tomando la tacita del
escaparate y oteando con disimulo para encontrar el colgante de
Zahra en su cuello–. Mi padre me contó que le compró usted una
de estas.
–Sí, así fue.
–Bonito colgante –dijo mostrando una dentadura
inquietante en su desorden–. ¿Sigue sin querer venderlo?
–No me interesa. Quiero conservarlo.
–Lo entiendo a mi pesar, es una pieza interesante –
comenzó a envolver la tacita–. ¿Qué tal doscientas libras?
–Ya le ha dicho que no quiere desprenderse de él –dijo
Nico al quite.
–De acuerdo. Son diez libras –Sonia tomó el paquetito y
entregó el dinero–. Espero no haberla importunado con mi oferta.
–No lo ha hecho –mentira–. Buenos días.
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Mientras los tres se alejaban de allí comentando lo del
colgante, el comerciante se metió en la trastienda y se dirigió a
su padre que estaba limpiando un primoroso joyero de porcelana.
–Papá, voy a salir un momento.
–Pero si acabas de llegar, William…
–Ya lo sé, pero le prometí a Emma que le echaría una
mano con la limpieza del garaje.
–Vete, que yo me quedo, pero así nunca te harás con el
negocio. Necesita plena dedicación y…
–Que sí, que ya me lo has dicho muchas veces –y se alejó
de allí dejando al anciano con la palabra en la boca.
Mientras tanto los tres amigos se asomaron al laberinto de la
iglesia de St John´s para hacerse unas fotos recorriéndolo.
–Pues yo lo vendería tía. Con ese dinero te comprabas
unos cuantos –dijo Sonia siguiendo las piedras blancas sobre el
suelo.
–No es tan sencillo. Para empezar ha sido de mi familia y
resulta que es una especie de amuleto de protección. Eso no se
puede tasar en libras.
–¿Sabéis una cosa? –dijo Nico mientras ojeaba el mapa
en el banco de enfrente–. Si vamos hacia el Chalice Well
pasamos cerca de donde estaba la Moon Brothers Jewelry. Yo
llamaría a esta excursión la “ruta del colgante”. ¿Qué os parece?
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–Es una buena idea. No tenemos otro plan –dijo Sonia
obsequiando a Nico con una radiante sonrisa que no pasó
desaperciba para Zahra.
–Se supone que el Chalice iba a quedar para la tarde, pero
da igual, podemos comer por aquí.
–Venga chicas, colocaros en el laberinto con cara de
perdidas, que os voy a retratar para la posteridad.
–Tú sí que estás perdido, nenito –dijo Sonia con su
habitual chulería.
Al llegar a Silver Street Nico se adelantó con el plano en
la mano en busca de la casa citada en internet. Sonia y Zahra
compartieron un gesto cómplice observando el instinto de
explorador del macho de la manada, concienciado de su papel de
líder protector. Angelito, que siga creyéndose que las mujeres no
sabemos interpretar un callejero.
–Esa es –dijo señalando una casita de una sola planta–.
Esto parece absolutamente abandonado.
–Desde luego las joyerías de la calle Serrano tienen más
glamour –dijo Sonia mientras hacía una mueca de asco al ver una
caja de cartón con basura dentro.
–No debió ser un negocio muy próspero –añadió Zahra.
–De todas formas la tienda de antes tampoco era mucho
más grande. Si te fijas la casa se extiende por detrás –dijo Nico
con vocación topográfica.
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–Pues me alegro –concluyó Sonia dándose media vuelta
para salir de aquella calle y proseguir con el paseo–. Parece
mentira que un colgante tan elegante saliera de semejante
antro…
–¿Puedo ayudarles? –dijo una voz que provenía de la
casa. Los tres amigos se miraron desconcertados. No se veía a
nadie–. Aquí abajo, junto al seto –unos ojillos brillaban en un
ventanuco del sótano de la casucha–. Aguarden, que subo.
–Ese va a ser uno de los enanos de tu reino fantástico,
Zahra –dijo Sonia mientras masticaba con más fuerza su chicle.
–Ahí vive alguien… –murmuró Nico–. ¡Qué heavy!
Al cabo de unos minutos interminables la puerta se
entreabrió sola, sin que nadie pareciera estar tras ella. Como
nadie daba el primer paso, Zahra apartó a Sonia y se acercó a la
entrada.
–¿Se puede? –No hubo respuesta, pero ella hizo un gesto
con la mano para animarles a entrar–. Señor, ¿dónde está usted?
–el inquilino de aquella ruina estaba encendiendo una pipa
sentado en su sillón.
–Pase sin miedo jovencita, y ustedes también, por favor.
Están en su casa…
–Que bien… –dijo Sonia para sí.
–No quisiéramos molestar –se excusó Nico para no estar
allí demasiado tiempo.
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–Por supuesto que no molestan. No recibo muchas visitas
–el extraño debía rondar entre los ochenta y los noventa años, si
no eran más–. Allí al fondo tienen ustedes algunas sillas –Nico se
apresuró a buscarlas y comprobó que hacía mucho tiempo que
por allí no pasaba un buen plumero. Las fue colocando frente al
sillón y movió los hombros como disculpándose ante sus damas
por no sacar el pañuelo para limpiar los asientos delante del
viejo–. Sangre nueva… –aspiró el humo de la pipa–. No son
ustedes de por aquí, ¿no es así?
–Venimos de España –dijo Zahra en nombre de los tres.
–España. Hermoso país… –repasó las caras de sus
huéspedes lentamente hasta detenerse en Zahra–. Decía usted en
la calle que este negocio no debió ser muy próspero, ¿verdad? ¿A
qué se refería?
–Bueno… Realmente –miró a Nico en demanda de
auxilio–. Buscábamos la joyería de Moon Brothers, o lo queda de
ella. No sé, esperábamos encontrar algún escaparate o similar, u
otro negocio ocupando el local, no una vivienda.
–Moon Brothers… Era un negocio familiar y el taller
estaba abajo –señaló al suelo–, pero las joyas se vendían en una
tienda de High Street que tampoco existe ya, lo cual es una pena.
Ahora proliferan esos locales de souvenirs y bisutería para
niñatos que vienen para colmar sus vacíos existenciales con
leyendas artúricas –soltó una larga bocanada de humo azul–. Por
cierto, ¿no serán ustedes de esos?
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–No, en absoluto –dijo Zahra–. Estamos en casa de mi tía
pasando unos días y aprovechamos para conocer Glastonbury.
–Pues, si me lo permite, pequeña dama, no sé qué le
dirían en la oficina de turismo, pero hay mejores sitios que este
para pasar el día. ¿Qué buscaban exactamente? –Nico y Zahra se
miraron.
–Bueno
–comenzó
Zahra–,
mi
colgante
fue
confeccionado aquí y sentía curiosidad –el anciano sacó un
monóculo del bolsillo de su bata y se incorporó levemente hacia
ella. Luego se lo quitó y prosiguió deleitándose con el tabaco.
–¿Me permite que les diga que eso no es del todo cierto,
amiguitos? –Sonia se removió incómoda en la silla y suplicó por
que aquella visita acabara cuanto antes–. No pretendo acusarles
de embusteros, pero me han caído ustedes simpáticos y… ¡Qué
demonios! No siempre recibo en mi salón huéspedes interesados
en conocer la historia de los Moon. Les diré lo que ustedes
querían
saber
–asintió
la
cabeza
mientras
abandonaba
temporalmente la pipa sobre una bandeja de metal–. A ver si lo
adivino, su colgante –Zahra se lo agarró instintivamente–no ha
hecho más que llamar la atención, e incluso me atrevería a
afirmar que más de un ladrón ha querido engañarla simulando su
presunto desconocimiento de su valor. No hace falta que me
respondan, sé que llevo razón.
–La lleva… –dijo Zahra.
–Claro que la llevo. Puedo parecer un viejo chiflado, pero
no tengo un pelo de tonto –Sonia observó la brillante calva de
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aquel señor y se aguantó la impertinencia que tenía en la punta
de la lengua–. Existen muchas obras de arte que surgieron del
taller de los hermanos Moon, pero pocas, muy pocas, tienen el
valor de la que usted lleva al cuello –el anfitrión de aquel nido de
polvo levantó la barbilla y miró a su alrededor. Luego se agachó
y susurró unas palabras–. Malleus Maleficarum.
–¿Malleus qué? –preguntó Nico.
–¿No sabe latín? Claro, es usted un imberbe todavía, con
mi mayor respeto. El Malleus Maleficarum es un manual para
defenderse de las brujas que recopila muchas de las creencias y
antídotos para derrotarlas. En él se afirma que la mujer, por su
naturaleza proclive al pecado, está más cerca del maligno que el
hombre. Maleficarum es una declinación femenina. También el
libro recopila métodos para torturar y matarlas.
–¡Qué fuerte! –exclamó Sonia.
–Tras el desastre de la Gran Guerra, un grupo de nueve
mujeres de Glastonbury se reunían en una casa de campo para
adorar a la Diosa a espaldas de sus familias. Pretendían recuperar
los ritos ancestrales de la Madre Tierra y las celebraciones
paganas. Su secreto estaba a salvo, hasta que un día ocurrió una
gran desgracia –en ese momento algo crujió en la casa
sobresaltando a los tres visitantes–. No se inquieten, sólo son los
ratones…
–¿Ratones? –preguntó Sonia alarmada.
–En la noche de Samhain de 1920, lo que ahora se conoce
como Halloween o, para los católicos, la fiesta de los difuntos,
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tres de aquellas mujeres fueron encontradas muertas en la casa
cuando sus compañeras se disponían a realizar los ritos propios
de la festividad. Habían sido asesinadas según las indicaciones
del Malleus Maleficarum.
–¿Quién pudo hacer algo así? –preguntó Zahra.
–Dicen que algunos hombres pensaban que estaban
endemoniadas y decidieron tomarse la justicia por su mano. Sin
embargo ellas no abandonaron su empeño –tomó de nuevo la
pipa–. Las seis supervivientes decidieron encomendarse a la
protección del Chalice Well, el manantial del Cáliz, donde mana
el agua ensangrentada por el Santo Grial que José de Arimatea
enterró en Glastonbury. Mientras que el Tor era custodiado por
los antiguos druidas, las mujeres adoradoras de la Diosa acudían
a este lugar, que es otra de las puertas que existen con el otro
mundo. Para ello buscaron la mejor joyería de la ciudad –con sus
manos abarcó toda la estancia–para que reprodujera la tapa del
pozo, que seguía el trazado de la Vesica Piscis, un símbolo usado
en muchas tradiciones. Dicha tapa había sido diseñada por un
arquitecto y arqueólogo, Frederick Bligh Bond, célebre por ser el
director de las excavaciones de la abadía de Glastonbury, en las
que empleó métodos, digamos, poco convencionales.
–¿Poco convencionales? –interrumpió Nico.
–Él los calificó de psíquicos, un eufemismo para describir
sus contactos con las realidades espirituales del lugar. Ante
semejante revelación fue despedido, lo más natural en aquella
época. El caso es que las seis mujeres creyeron que Bligh Bond
211
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había sabido sintetizar en su diseño el significado de la
feminidad del lugar con los diversos cultos de Glastonbury.
–¿Qué es eso de Vesica Piscis? –preguntó Zahra mirando
su colgante.
–Si intersecamos dos círculos, procurando que sus
centros formen parte de las circunferencias del otro, surge una
aureola oval. Así –el anciano los dibujó sobre la capa de polvo
de la mesa–. Lo habréis visto al estudiar arte, porque muchas
figuras bíblicas se muestran encerradas en ella –Sonia resopló al
sentirse en el colegio en pleno mes de agosto–. El caso es que los
amuletos fueron fabricados en plata aleada con cobre. En sí no
tenían mucho valor, por lo que no supuso un gran encargo para
un taller acostumbrado a empresas mayores. Pero aquellos seis
colgantes fueron llevados a los sitios de energía, Stonehenge,
Woodhenge, Silbury, la abadía de Glastonbury y el Tor hasta
terminar su peregrinación en el Pozo del Cáliz. En cada uno de
esos lugares la plata absorbió el poder de la vida y la muerte,
trasformándose en escudos protectores.
–Una mujer me dijo que con él estaría a salvo…
–Eso cuenta la leyenda. Durante el solsticio de invierno,
la festividad de Yule, las seis mujeres volvieron a reunirse en su
improvisado templo. Cuando realizaban sus ofrendas a la Diosa,
alguien decidió convertir aquel lugar en una pira de purificación,
según el rito del Malleus Maleficarum. Llevaba una lámpara de
petróleo y una tea encendida. Cuando se disponía a lanzarlas
contra la casa, un gato negro se abalanzó sobre él rompiendo la
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lámpara sobre el desdichado, que en poco segundos quedó
carbonizado –Nico y Sonia fijaron sus ojos en el colgante de
Zahra–. Nunca se supo quien era, ni tampoco nadie volvió a
molestar a aquellas mujeres.
–No me extraña –dijo Sonia–. A ver quien tenía los
huevos… –hizo un gesto muy gráfico.
–Este colgante era de mi bisabuela. ¿Sería ella una de
esas mujeres?
–Yo eso no lo sé, pequeña. Dicen que con la Segunda
Guerra aquel primitivo templo desapareció y tampoco se conoce
con certeza la identidad de aquellas morganas. Sólo hay
suposiciones.
–Muchas gracias por contarnos esa historia –dijo Nico
mirando el reloj.
–Me siento muy solo aquí. Ha sido un placer atenderlos.
Ojalá pudiera ofrecerles algo de té.
–No se preocupe, señor –dijo Zahra mientras llevaba la
silla a su sitio–. Hemos disfrutado mucho de su compañía –Sonia
miró con extrañeza a Zahra–. Prometemos volver en otra
ocasión.
–Me sentiría muy dichoso, jovencitos.
Y abandonaron la casa cerrando la destartalada puerta
tras ellos, sin percatarse de que alguien los vigilaba desde el otro
lado de la calle. Cuando se hubieron alejado de allí, el hombre de
la tienda de antigüedades se acercó a la vivienda de Moon
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Brothers a echar un vistazo. La puerta cedió sin resistencia, pues
no tenía ningún tipo de cerrojo. En el interior el aspecto era
desolador, porque se adivinaba que a menudo era usada por
gente con ganas de juerga, como indicaba la basura y las botellas
vacías acumuladas. ¿Qué habrían estado haciendo allí la chica
del colgante y sus acompañantes? Se acercó a un viejo butacón
destrozado, con los muelles saliendo por cada una de sus
costuras, que se sostenía apuntalado por una mesa enclenque,
sobre la que descansaba una pipa cubierta de espesas telarañas.
Había oído muchas historias sobre aquella casa, algunas algo
tenebrosas, pero nunca se le había ocurrido entrar en ella.
Lo mejor sería no perder tiempo en aquella guarida de
ratones y continuar su vigilancia sobre los españoles, porque
aquella labor sería una gran inversión para su futuro.
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Capítulo 18
Las razones de
Clevedon
William Clevedon se acercó a la puerta de la tienda, colgó el
letrero de “closed” y puso el cerrojo. Aquel día no pasaría a los
anales de la historia de su negocio. Por la mañana siguiendo a los
niños españoles hasta una casa en ruinas y luego esperándoles a
que salieran del jardín del Cáliz Sagrado. Menos mal que su
paciencia había sido recompensada averiguando en qué lugar se
hospedaba la portadora del amuleto y sus amigos. Ya por la tarde
tuvo que liberar a su padre de la tienda para así compensar su
ausencia. El viejo ya no estaba para muchos esfuerzos.
En la soledad de la trastienda, donde de niño imaginaba
que viajaba en un barco corsario de vuelta a Inglaterra con las
bodegas llenas de tesoros, William contemplaba los últimos
enseres polvorientos adquiridos por su padre, adivinando la
mínima renta que supondría su venta. Abrió la persiana de un
escritorio, con incrustaciones de nácar, que llevaba ahí desde que
tenía memoria, y se puso a revisar la cartera de los clientes hasta
toparse con la tarjeta de aquel tipo que recorrió la ciudad en
busca de una obra menor de Moon Brothers, por la que estaba
dispuesto a pagar una pasta considerable. Sabía que aquello no
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estaba bien, que sólo eran unos críos inconscientes, pero ya era
hora de que su suerte cambiara aquel año.
El
encuentro
de
Clevedon
con
Joseph
Vidak,
coleccionista de objetos esotéricos, sucedió al día siguiente en
una casa restaurada en Bristol, a orillas del río y cercana a una
parada del ferry. Pulsó el botón del portero automático y la verja
cedió lentamente mostrando un frondoso jardín con esculturas y
otros ornamentos de piedra, entre los que abundaban escenas
mitológicas, anacrónicamente fusionadas con símbolos de la
cultura celta. Casi oculto a los ojos, se vislumbraba una
reproducción a tamaño real del Chalice Well, cuyo forjado había
sido copiado para el amuleto de Zahra.
Tras hacer sonar la campana de entrada, un mayordomo
de punta en blanco acompañó al visitante a una sala repleta de
tesoros, muchos de los cuales valdrían el equivalente a cien
tacitas con el Tor. Si se movía en aquel terreno de manera
inteligente podría regresar a casa con el bolsillo más mullido y
emprender una nueva etapa.
–Mr Vidak estará con usted brevemente.
–Gracias.
En una vitrina se exponían pequeños huesos humanos,
algunos procedentes de relicarios católicos, y otros profanados y
ensartados en símbolos satánicos. Sobre ella un cristal, surcado
por una fina estructura de plata, protegía preciados tratados sobre
artes ocultas y religiones paganas. Sólo el valor de aquel mueble,
decorado con cabezas de duendes malignos talladas de una pieza
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sobre la moldura, sería incalculable. Para colmo, daba la
sensación de que aquella salita sólo contenía bagatelas para
impresionar a los visitantes. Por lo que le tocaba a Clevedon,
Vidak había logrado su objetivo.
–¡Ah! Es usted, Clevedon –un hombre grueso, con una
fina perilla que procuraba desviar la vista de su incipiente
calvicie, se acercó al anticuario con la mano abierta para
saludarlo. Creo recordarlo de mi última visita a Glastonbury. No
estaba seguro sí sería usted o su padre.
–Encantado de verlo de nuevo.
–¿Le gusta esta pequeña muestra de mi biblioteca? Son
mi auténtica pasión. Ya me falta sitio para colocarlos con algo de
decoro… –mostró la habitación con su mano–. Pero, siéntese
amigo. ¿Tomaría un poco de vino? Le advierto que dispongo de
una de las mejores bodegas de Bristol.
–Sí, claro. Sería un placer.
–No le defraudará –hizo un gesto al mayordomo que
esperaba marcialmente en la puerta–. Bueno, bueno. Me imagino
que tendrá prisa por regresar a su casa. Quería hablar de un
negocio, ¿verdad?
–Sí, realmente. He localizado uno de esos colgantes de
Moon Brothers que buscaba. No sé si todavía estará interesado –
Vidak miró seriamente a Clevedon calibrando sus palabras y su
respuesta.
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–Localicé uno por internet, fíjese que vulgaridad. Hay
gente que recibe una herencia familiar y es capaz de exhibirla sin
pudor al mundo entero. Lo mismo ponen en subasta una primera
edición de Shakespeare que un aparato de gimnasia. Deprimente,
pero atractivo para los cazadores como yo.
–Entonces, ¿ya no lo quiere? –Clevedon no supo ocultar
su decepción.
–¡Oh, sí! En el mundo en el que me muevo abundan los
intercambios. Me quedaré con el mejor de los dos y el otro me
será de gran utilidad en futuras operaciones –el vendedor suspiró
para sus adentros–. ¿Y bien? ¿Dónde está?
–Hay un pequeño inconveniente. El colgante pertenece a
una turista española, pero rechazó nuestra oferta de compra.
–Es una lástima. ¿Fue usted generosamente amable con
ella? A estas mujeres mediterráneas hay que entrarles con buenas
artes, como los “toreadores”.
–Se trata de una niña que no creo que sepa lo que lleva al
cuello. Por eso intenté comprárselo yo, pero no disponía de los
fondos para una mejor propuesta económica.
–Una niña… –rió sin disimulo–. Perdone mi franqueza,
pero me resulta incomprensible. ¿Por qué no acude directamente
a sus padres y les pone en la mesa una chequera? Para ellos no
debe ser más que un trozo de plata.
–No es tan sencillo. Está aquí de turismo, viviendo con su
tía en una casa… ¿Cómo se lo diría? La familia que ha vivido
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allí en el último siglo proviene de una mujer con fama de bruja.
Es posible que el colgante sea una herencia, lo que explica su
resistencia y apego.
–Fama de bruja… ¡Vaya! Esto se pone interesante –en
ese momento llegó el vino. Vidak sirvió las dos copas, dejándose
embriagar por aroma de la botella abierta. Le entregó la suya a
William y se retrepó en el sillón para realizar la cata mientras
meditaba.
–Es un gran vino.
–Se lo dije, amigo mío –Vidak dejó la copa en la mesita y
se incorporó de nuevo hasta Clevedon–. Mire, así es como yo
veo el asunto. Yo desearía poseer un segundo colgante como el
que usted me ofrece, pero me atan muchos asuntos en Bristol
como para tener que desplazarme para tratar con un nena. De
todos modos, tampoco tengo demasiado interés en conocer los
pormenores de la dueña de la joya, su tía, su abuela o su casa.
¿Me sigue usted?
–Francamente, no mucho.
–Lo lamento. Necesito tener hombres despiertos por todo
el mundo atentos a oportunidades como esta –fijo sus ojos pardos
en el perplejo anticuario–. ¿Es usted uno de esos hombres,
William Clevedon?
–Sí, lo soy –apostó creyendo estar ante su gran
oportunidad.
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–Es lo mejor que me ha contado hasta ahora –volvió a
saborear el vino–. Cinco mil libras por el colgante y las
molestias. ¿Le parece una oferta justa?
–Por supuesto, pero…
–No me cuente ni me pregunte nada. No quiero que me
vuelva a llamar si no es para venderme el colgante. ¿Me he
explicado con la suficiente claridad, estimado amigo?
–Así lo creo.
–A lo mejor resulta que no es usted el pardillo que creí
adivinar cuando lo vi entrar como un ratón en las fauces de un
gato.
–Puede usted confiar en mí.
Cuando William Clevedon, hijo y nieto de anticuarios,
abandonó la casa, sabía que finalmente había apostado al todo o
nada con la última carta que le quedaba en la baraja. Una extraña
sequedad en la boca le indicaba que aquella copa de vino le
estaba empezando a devorar las entrañas del alma.
Durante una hora interminable permaneció sentado en la
orilla del río realizando una desigual contabilidad personal, en la
que abundaban las deudas con su amor propio y demasiadas
ruinas en forma de desengaños. Sólo se trataba de un robo, un
simple robo, nada más. Una vez cometido pasaría de ser un
ratero a estar en la agenda de un hombre podrido de dinero.
Tan sumido estaba en sus pensamientos que al principio
no reparó en el hombre que se sentó junto a él. Un aroma como a
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tabaco perfumado, le sacó de sus pensamientos, para descubrirle
una silueta delgada y andrajosa que le miraba con los ojos
perdidos.
–Tío, perdona que te moleste. Si quieres me voy, ¿vale?
Que no quiero problemas –sin embargo se acercó más a él,
obsequiándoles con un aliento de vino barato y hachís–. ¿No
tendrías alguna libra para prestarme? Es que no he comida nada
en todo el día… No sé, lo que tengas, cinco o diez, me es igual.
–No tengo ganas de hablar contigo. ¡Márchate!
–¡Eh! ¿Qué te pasa? Yo he venido con educación –le
colocó la mano en el hombro y William trató de zafarse–. Ya me
voy, ya me voy… Pero, ¿no tienes nada que dejarme? Mañana te
lo devuelvo, tienes mi palabra. Aquí donde me ves soy un tío
respetable. Estuve en la academia del ejército y sé manejar armas
–se abrió la ajada cazadora vaquera y le mostró un enorme
cuchillo de cocina–. No te equivoques.
–Vale. Perdona si te he ofendido. Ahora, ¿te puedes
marchar? No estoy de humor –Clevedon doblaba en corpulencia
al indigente y no parecía que este tuviera la fuerza necesaria
como para blandir el cuchillo.
–¡Eres una rata! Sólo te he pedido algo para comer y te
comportas conmigo como si fuera escoria, sí, la escoria de esta
puta sociedad. ¡Pues te equivocas! –Puso su boca a un palmo del
rostro de William–. Tengo más agallas que todos los mierdas
como tú juntos.
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Clevedon se quedó mirándole en silencio. ¿Por qué no?
El destino era a veces muy caprichoso. Aquella piltrafa humana
no asustaría ni a una damisela, pero sí tal vez a una niña. Sólo
había que tenerle a régimen de café unas horas y despiojarle para
que no diera el cante en Glastonbury. Allí nadie lo conocería y
sería más fácil hacerse con la llave de su fortuna.
–Tú ganas, amigo.
–¿Cómo?
–Lo que oyes. Tú ganas. Tendrás tu dinero.
–¡Oye! Perdona que te haya gritado. Sabía que eras un tío
legal…
–Doscientas libras. ¿Te parece bien?
–Dosci… ¿Has dicho doscientas libras?
–Sólo tendrás que hacer algo por mí –le observó con
detenimiento–. Me caes bien… Que sean trescientas.
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Capítulo 19
El jardín del Cáliz
Sagrado
Cuentan que durante la cultura celta existieron unos hombres
sabios, sanadores, conocedores de los secretos de la vida y la
muerte, que establecían puentes entre las deidades y los
humanos. Eran los llamados druidas. Se sabe que muchos vestían
de blanco y portaban una hoz de oro para cortar el muérdago. En
su comunión con la naturaleza, adoraban a los árboles, las
corrientes de agua, el fuego o las montañas. Pero también los
druidas cuidaban de su pueblo, educaban a sus líderes y les
aconsejaban en la guerra.
Mientras los druidas vigilaban el bienestar de su gente,
con la mano firme y cercana de un padre, el cuidado de la
esencia del alma pertenecía a la figura materna. Las druidesas,
más afines a la vertiente espiritual de la persona, en
contraposición a los druidas –más pendientes de la realidad
física–, representaban a la sociedad matriarcal en la que se
reconocía el vínculo entre la mujer y los ciclos de las estaciones
de la naturaleza. Al fin y al cabo, la concepción y la capacidad de
generar nuevas vidas pertenecían al género femenino y por ello
ellas eran llamadas a servir a la Diosa, la Madre Tierra.
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Cuando los pueblos celtas fueron conquistados por los
romanos, y posteriormente evangelizados por la iglesia católica,
dos culturas fuertemente patriarcales, el culto a la Diosa fue
desapareciendo lentamente, quedando eclipsado por el poder
masculino. Aquellas mujeres que mantuvieron las antiguas
tradiciones celtas fueron tachadas de brujas y a menudo
condenadas por tal motivo.
Las morganas, las sacerdotisas de la Diosa, han seguido
viviendo en un lugar a salvo de la persecución, en una realidad
oculta tras las brumas de Glastonbury, donde muy pocos se han
atrevido a aventurarse. La isla de Ynys Witrin, el llamado reino
de las hadas, Avalon.
Cuando Zahra llegó a la puerta del Chalice Well sintió
que la silueta de Avalon se dibujaba por primera vez en
horizonte.
Tras las dos hojas de madera, el aire estaba en calma, pero la
hilera multicolor de flores y setos del camino de entrada a
Chalice Well temblaba ligeramente. Aunque el cielo comenzaba
a ocultarse tras las nubes, el sol pugnaba por encontrar un
resquicio por el que iluminar el jardín del Cáliz Sagrado. Zahra,
Nico y Sonia recorrieron el camino de piedras hasta alcanzar una
pequeña loma cubierta de hierba que culminaba en una fuente de
color ferroso con forma de Vesica Piscis, el símbolo de las almas
gemelas, rodeada de bancos de madera y más flores. Una cascada
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de agua rojiza caía entre las rocas a través de un conducto
ondulado que permitía su decantación.
Ascendieron por el jardín, junto a otro tramo de agua
donde algunas personas se lavaban los pies y las manos en un
diminuto estanque junto al manantial. Zahra observó como una
visitante dejaba unas piedras junto al agua para que estas
absorbieran la energía de la línea telúrica que bajaba del Tor
cruzando aquel lugar.
Un poco más arriba, en un surtidor con cabeza de león, la
gente llenaba sus botellas. Sonia hizo lo propio con la suya, la
probó y avisó a sus amigos de que aquel brebaje sabía
verdaderamente a sangre. Nico recordó haber leído que se debía
a una alta concentración de hierro. Dejaron el león a la derecha y
continuaron por una senda rodeada de decenas de variedades de
plantas, a cuál más vistosa o hermosa. Realmente la naturaleza
tenía allí un pequeño altar.
Al final de la vereda, una sencilla verja de metal abierta,
anunciaba mediante una inscripción la presencia del pozo del
Cáliz Sagrado. En un pequeño rincón, cubierto por la sombra de
los árboles y rodeado por dos círculos concéntricos de piedras en
los que sentarse, se levantaba la tapa del pozo. Al contemplar la
tapa de metal forjado, pintada de negro sobre un disco de
madera, Nico y Sonia dirigieron sus ojos hacia el colgante de
Zahra reconociendo la maestría de los hermanos Moon cuando
copiaron el original.
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Sentados alrededor del pozo, acompañados por un bello
silencio, armonizado por el canto del agua y las oraciones del
viento entre las hojas, los tres amigos se dejaron envolver por los
brazos acogedores de la madre naturaleza. Mientras Zahra se
imaginaba a aquellas seis mujeres dejando sus colgantes a modo
de ofrenda, dialogando con la Diosa en busca de la protección
contra la intolerancia, Nico cerraba los ojos procurando percibir
la energía de aquella capilla de la tierra, abriendo sus sentidos a
otra dimensión en la que no acaba de creer, pero que deseaba
experimentar en su mente racional. Sonia tomó una ramita caída
de uno de los árboles y empezó a juguetear con ella trazando
dibujos en la arena.
Cuando un grupo de señoras se acercaban por el jardín
para realizar su visita, Nico pensó que era un buen momento para
tomar algunas fotografías que sirvieran de recuerdo a Zahra, ya
que en unos instantes aquello se llenaría de público.
Los tres amigos dieron un último paseo por el jardín,
despidiéndose de su quietud y espiritualidad, caminando con
cuidado para no perturbar el corazón cansado de la madre tierra,
cuyo latido se adivinaba en el alegre discurrir de las aguas por el
pozo, como savia nueva para un mundo seco.
Aunque pasaran muchos años, Nico tardaría en olvidar aquellas
vigilias en el ático de Ms Saunders, sumergido en el rincón más
inhóspito de una casa misteriosa, cuyos lamentos nocturnos de su
madera crepitaban como si se quemara con el final del día. Con
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el paso de los días el miedo había cedido ante el descubrimiento
de sus propios sentimientos derivados de su soledad. Su
inquebrantable amistad por Zahra, cuya lealtad estaba siendo
probada asumiendo unos ritos y creencias que no encontraban
acomodo en él, y el amor que sentía por Sonia, inundaban su
alma en las vigilias de su torre oscura, desde la que contemplaba
una luna risueña capaz de embrujar desde cada uno de sus
rostros.
Como cada noche, en una especie de ritual, repasaba las
fotos en el diminuto visor de su cámara digital, evocando cada
una de las experiencias vividas al cabo de la jornada. Así pudo
asomarse a los ojos cerrados de Zahra acariciando su medallón,
deleitarse con las flores regadas con el agua sagrada y envolverse
de ternura cuando contemplaba el rostro aniñado de la mujer de
sus sueños dibujando sus pensamientos en el brocal de tierra del
pozo. Hizo un zoom, deseando encontrar su nombre como
ofrenda trazado en el suelo sagrado, pero tan sólo pudo
vislumbrar unos dibujos sin sentido, ausentes en el propio
ensimismamiento de ella, como si su esencia hubiera vuelto a
perderse en el corro de las setas.
No tenía sueño todavía, por lo que encendió el portátil
para ver las fotos con más detalle. Sabía que todavía no había
logrado la foto perfecta, esa instantánea de Sonia que llevaría
consigo durante el curso para no olvidar aquellos días mágicos
en Glastonbury donde compartían desde el desayuno hasta la
llamada del sueño en el comedor de Ms Saunders.
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En la oscuridad del ático, la pantalla del ordenador se
proyectaba sobre las pupilas del muchacho, cincelando cada
fotografía en su memoria. Allí estaba ella… Acercó la imagen y
pudo ver más claramente lo que había dibujado en la arena.
Parecían esos palotes que a menudo se usan para contar, pero
más irregulares. También reconocía el signo de la suma y el
número Pi. Sonia tenía sus virtudes y defectos, pero no era una
alumna aventajada en matemáticas. ¡Qué extraño! Recortó los
gráficos y los guardó en otro archivo, que a su vez abrió con un
programa de retoque fotográfico y así fue capaz de apreciarlo
con más detalle.
No era mal momento para ejercer la mente. Siempre le habían
gustado los retos matemáticos. Suponiendo que se trataba de una
suma, el número Pi, el opuesto de Pi –estaba invertido–, el cinco,
el seis y otro seis –pero inclinado–, la operación resultante era:
“+Pi –Pi 566”. Para empezar, sumar Pi para luego eliminarlo
escapaba de la lógica de cualquier operación, a no ser que fuera
la primera pista para saber que hacer con los números. También
pudiera indicar algo relacionado con la geometría, en concreto
con las circunferencias. Estaba delirando. ¿Iba a dedicarse Sonia
a elucubrar acertijos matemáticos mientras descansaba junto al
pozo del Cáliz Sagrado? La respuesta era obvia. Pero, ¿y si
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Zahra estaba en lo cierto y algo o alguien había conseguido
atrapar el subconsciente de ella? Valía la pena volver a intentarlo
por si acaso.
Conectó el módem inalámbrico e inició la búsqueda.
Mientras se fijó una vez más en los números: 566. ¿Por qué el
segundo seis estaba en cursiva? Tenía que ser un seis distinto, o
bien ese trazado ocultaba información extra. Si fueran tres seises
podría acusar a Sonia de ser un demonio para acabar de
apuntillar sus pocas posibilidades de ser correspondido. Un
momento… ¡Claro! Podría indicar muchos seises, tantos como
infinitos, un número decimal periódico en el que el cinco sería el
anteperíodo. 0,566666… Una memez como un piano. Mejor
dejarlo, porque emparentar la Vesica Piscis con los decimales era
ya propio de “El Chanquete”, su profe de mates.
Dos veces el número Pi, uno sumado y otro restado…
Quizás tuviera relación con la Vesica Piscis del colgante de
Zahra. Valía la pena un último intento. Indagó sobre esa relación
en Internet y constató que la razón entre las magnitudes del pez –
piscis–en cuestión equivalía a la raíz cuadrada de 3. Programas,
accesorios, calculadora. La raíz vale 1,7 y no sé cuantos
decimales más. Si al menos fuera el doble de 0,5666 ya tendría
un escalón para seguir ascendiendo por el enigma. Veamos.
0,56666… Si se pasa a su fracción equivalente se obtiene que el
número proviene de la fracción resultante de restar 56 menos el
decimal exacto 5, y dividirlo todo por un 9 –en honor del 6–y un
0 –por el 5–. Numerador 51 y denominador 90. Nada interesante.
Si se dividen los términos se obtiene 0,5666. Correcto, pero
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carente de valor. Salvo que… Dividió al revés, 90 entre 51. No
se lo podía creer, 1,7 y una nueva ristra de decimales. Eso sí, no
eran los mismos que en la raíz de 3.
Resumiendo, Sonia se había sentado junto al pozo con la
encomiable intención de acompañar a Zahra en su iniciación a
los secretos familiares que residían en un regalo de su abuelo que
llevaba al cuello, y mientras se entretenía en silencio, algún tipo
de energía invisible la obligaba a trazar jeroglíficos matemáticos
sobre las líneas geométricas que se mostraban ante ella.
Imposible. Nico, estás fatal.
Como decía el principio de la navaja de Occam, “en
igualdad
de
condiciones
la
solución
más
sencilla
es
probablemente la correcta”. Sonia simplemente mataba el
tiempo dibujando chorraditas en el suelo. Ojalá algún día
dibujara un corazón de tiza en las paredes del patio del colegio y
este llevara su nombre.
En la penumbra del dormitorio brillaba la lucecita azul del
teléfono móvil de Zahra mientras redactaba un SMS para su
madre Marta, contándole que lo estaba pasando muy bien y que
hoy había conocido el verdadero símbolo que representaba su
colgante. Sonia se removió inquieta en la cama, dándose la
vuelta exageradamente, dando a entender que los pitiditos le
impedían conciliar el sueño.
–Ya acabo, tía.
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–No, si la culpa no es tuya –se volvió hacia Zahra–. Estoy
desvelada eso es todo. ¿A quién escribes?
–A mi madre, para que sepa que sigo viva y pueda
dormirse –Sonia se quedó en silencio observando el teléfono.
–¿Vas a escribir a tu padre? Seguro que le hace feliz
saber que estás en la casa familiar, ¿no?
–Si le hubiera hecho ilusión me habría llamado antes de
hacer las maletas. Pasa de todo, ya sabes. Creo que tiene la
extraña teoría de que si no se mete en nuestra vida nosotras no
nos meteremos en la suya.
–Es muy fuerte eso que dices.
–Pero es la verdad. Al principio intenté comprenderle,
pero es como si quisiera borrarnos de su memoria.
–Cuando estuviste en el hospital te llamó.
–¡Es lo mínimo! Como si en Tanzania usaran todavía los
tambores…Por cierto, que no se me olvide mirar algo para
David. El pobre estará en Lanzarote con mi madre y mi tía, más
aburrido que una ostra.
–Vamos, yo en Lanzarote no me aburriría ni loca.
Además, piensa que a esas edades hacen amiguitos enseguida.
–Sí, eso es verdad…
–¿Por qué no sacas el mp3 y escuchamos algo? A ver si
nos entra el sueño.
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–Vale, espera –Zahra se agachó sobre la mesilla, abrió el
cajón y sacó el reproductor. Seleccionó una carpeta y le cedió
uno de los auriculares a Sonia–. ¿Está muy alto?
–No, está bien.
… yo llevaba granos, tú por primera vez los labios con
carmín, yo tan despistado, y tú que nunca parabas de reír,
recuerdo aquel verano, al final me dejó su cicatriz,
tú hablabas con los gatos y escribías poemas en el tejado…
–¿Qué es?
–Luis Ramiro. Me lo pasó mi prima.
–Zahra…
–¿Qué?
–Si te cuento algo prometes no decírselo a nadie.
–Claro –Sonia se aproximó un poco más a su amiga.
–Ni siquiera a Nico. A Nico menos que a nadie –a Zahra
le dio un alegre vuelco el corazón.
–Tranquila tía. ¿Qué pasa?
–¿Recuerdas lo que me dijiste de Nico, que si yo le
gustaba y todo eso? –Zahra asintió en la oscuridad–. A mí él es
un tío que me encanta, en serio. Me fijé en él nada más verle y
no me preguntes el porqué. No era el más guapo de clase… Ese
premio se los damos a… –se miraron riéndose y ambas
exclamaron a la vez el nombre del ganador–. ¡Fernando! No en
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serio. Cuando me lo presentaste ya me pareció muy mono. Luego
hablando con él en colegio noté que era especial.
–Me estás diciendo… –se cogieron de la mano.
–Pues sí, eso.
–¡No!
–Creo que sí. Lo que pasa que siempre había creído que
la que le gustabas eras tú.
–¡Qué va! Es mi mejor amigo y nunca hemos salido ni
nada de eso. Mucha gente lo cree, como si fuera absurdo
imaginar que un chico y una chica puedan tener una gran
amistad.
–Pero, ¿a ti te ha hablado de mí? –Realmente nunca en el
sentido que Sonia deseaba.
–Sé que le caes muy bien, y ya te dije como te miraba el
día de Stonehenge –Sonia se quitó el mp3.
–No estoy segura. Si luego resulta que no le gusto vamos
a estropear nuestra amistad y eso sería una pena, ¿verdad?
–Eso nunca va a pasar Sonia.
–Si te enteras de algo, ¿me lo contarás?
–De acuerdo. ¿Y si él me pide lo mismo? –Zahra esbozo
una amplia sonrisa.
–No sé, puedes organizarnos una cita a ciegas. ¡Eres más
boba!
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–Va ser muy divertido observaros a los dos como si
fuerais dos animalitos en celo de los que salen en los
documentales de la tele. El Nicus Responsablus se arrima
disimuladamente a un ejemplar de Sonias Lobata, iniciando un
cortejo de palabras a la que ella responde mascando chicle para
atraer al macho con su danza de lengua… –Sonia agarró la
almohada y le propinó una buena tunda a su amiga, que no
paraba de hablar.
–¡Cómo te lo vas a pasar, cabrona!
–¿Yo? ¡Qué va! Me dices cada cosa –y explotaron en
carcajadas.
Desde el piso de arriba, Nico escuchó una risa que recorrió su
cuerpo como un manantial de agua viva.
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Capítulo 20
Avalon
La tarde lucía plena de luz sobre Glastonbury. Ms Saunders y sus
tres huéspedes se encontraban sentados en el monte Wearyall,
junto al Espino Sagrado, confeccionando unas pulseras de lana
que ella había aprendido en sus “hippie times”, expresión que
había fascinado a Sonia, que se la imaginaba subida en una
furgoneta Volkswagen pintada de colores y recorriendo la costa
de Inglaterra cantando canciones de “Hair”.
En la improvisada clase se estaban rompiendo todos los
estereotipos, ya que el alumno más pulcro y aventajado resultó
ser Nico, para regocijo de la tía de Zahra. Sonia había escogido
los colores negro y rojo, ensartando algunos abalorios dorados,
causando la sensación de estar preparando un regaliz; Zahra
pretendía jugar con el verde y el blanco, colores celtas, pero
terminó perpetrando una especie de bufanda del Real Betis apta
para enanos muy enanos; Nico se inclinó por el verde y el
marrón para su alegoría sobre la tierra. Las dos amigas se
miraron derrotadas y empezaron a meterse con Nico, que si era el
preferido de la profesora; que si había copiado, que si su pulsera
tenía color de mierda…
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Tras un nuevo error en el entrelazado de su pulsera, Sonia
dejó a un lado su engendro y se tumbó sobre la hierba a recibir
los rayos del sol en su rostro, ya que estaba comenzando a perder
el moreno de la playa. Zahra la imitó y se colocó junto a ella, a
prudente distancia del empollón y la maestra.
–Muy habilidoso nos ha salido el chaval, ¿eh Sonia?
–No veas. Este se nos queda aquí y se monta su tenderete
de venta de adornos new age –ambas rieron con ganas ante el
desconcierto del muchacho, que presentía que formaba parte de
la conversación.
–Mucha guasita percibo por allí –dijo sin levantar los
ojos de su obra de arte–. Luego os pelearéis por esta pulsera tan
maravillosa y se la daré a Margaret.
–¡No chico! –respondió la interpelada–. Esa es para las
niñas.
–Ya la has oído, Nico –dijo Zahra dándole un codazo a
Sonia.
–Están con un pavo… –susurró Nico a Ms Saunders con
un aire de cómica suficiencia.
–Lo que tú digas, rico –dijo Sonia–. ¡Oye! ¿Por qué no
damos una vuelta? –Zahra imaginó que seguía abierta la puerta
de las confidencias.
–Vale, pero el círculo de setas ni tocarlo, que no pienso
volver a Silbury a buscarte al fondo del agua.
–Pues venga…
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–Tía Margaret, vamos a dar una vuelta.
–No os quiero lejos como la otra vez.
Rodearon el espino y se dirigieron al bosquecillo donde
estaba el corro de las hadas. Las dos sentían curiosidad por
comprobar si había aumentado de tamaño o si estaría todavía.
–Tenemos que convencer a tu tía de que cenemos hoy en
la hamburguesería. Empiezo a cansarme del filete con verduritas
asadas.
–Hay una en Main Street.
–Pues a ver si nos damos un homenaje –se acercaban al
rincón donde Sonia encontró las setas.
–¡Mira Sonia! No están, bueno, quedan los restos.
Alguien ha estado haciendo prácticas de jardinería por aquí.
–Yo más bien diría que quien haya sido se va dar un buen
atracón de champiñones o lo que fuera aquello.
–Fíjate… –Zahra se agachó–. ¿Qué se supone que son
estas manchitas?
–Es como cera azul derretida, ¿no? Otra posibilidad es
que vivieran pitufos en las setas –dijo mirando a Zahra con
intención de quitarle importancia a todo aquello.
–O bien que para cerrar definitivamente esta puerta
hubiera que hacer una especie de conjuro con velas azules.
–Lo de los pitufos es más creíble. Con eso te lo digo
todo…
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–La verdad es que nunca sabremos lo que ha pasado,
Sonia. Es una pena, me hubiera gustado fotografiar el fenómeno
este del corro de las setas.
–Puedes fotografiar esa calva circular que han dejado. Es
menos que nada.
–Tienes razón –se levantó para irse–. Espera que voy a
por la cámara –empezó a caminar, pero se detuvo al imaginarse
que Sonia pudiera recaer estando sola–. Casi mejor ve tú, así se
la pides a Nico, reina –y le guiñó un ojo.
–No uses lo de Nico para justificar tu vagancia, que te
veo venir –y se fue a por la cámara.
Mientras Sonia regresaba, Zahra sintió unas inesperadas
ganas de investigar. Asió con fuerza el medallón y toco con las
puntas de los dedos lo que fue el círculo de las hadas. Nada. Ni
siquiera una leve sensación u hormigueo que le reforzara sus
sospechas de encontrarse ante un lugar mágico. Entones empezó
a arañar lentamente la tierra baldía donde estuvieron las setas,
esperando dar con el hongo culpable de aquel fenómeno. Según
iba excavando la tierra aparecía más húmeda y descubría
pequeños trozos del corro destruido, pero daba la impresión de
no existir nada espectacular que descubrir. Entonces escuchó la
voz de Nico a su espalda.
–¿Haciendo castillitos de arena?
–Muy gracioso…
–Se ha empeñado en bajar –explicó Sonia.
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–Por algo es mi cámara, ¿no? –añadió Nico regañando
con la mirada a Zahra, por tentar a la suerte, las hadas o lo que
fuera.
–¡Venga poneros juntas! –Sonia se sentó en el borde del
círculo junto a su amiga. Una ráfaga inesperada de viento
amenazó con despeinarla–. Decid a la vez “patata”, no mejor
“cheese”, como los ingleses –el viento agitaba el pelo de las
chicas–. Ya está. ¡Vámonos!
Era la hora punta de la tarde en la hamburguesería y estaba
repleta de turistas. Ms Saunders se dejó invitar por los chicos,
porque sabía que estaban ilusionados, pero aquel tipo de comida
no era precisamente de su predilección. Para Zahra, Nico y
Sonia, aquella tarde era especial, un momento para regodearse
entre calorías, grasas y bebidas azucaradas. Si fuera así todos los
días acabarían como el pirao ese que había estado un mes
tomando fast food para rodar una película; pero se trataba de una
excepción y había que disfrutarla.
–Nico, sácanos otra foto –pidió Sonia ante la extrañeza de
Ms Saunders.
–Espero que saques también alguna foto de mis cenas –
respondió la tía de Zahra guiñándole un ojo al chico.
–¡Mierda! –exclamó Nico–. Me la he dejado en el Land
Rover. Ms Saunders, ¿me deja un momento la llave?
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–Aguarda, que voy yo
–dijo Zahra que estaba en el
extremo de la mesa con más fácil acceso a la salida. Tomó las
llaves, dio un sorbo al refresco y se fue al parking.
El viento continuaba, por lo que sólo había una familia
con niños aguantando en la terraza. Unas nubes negras
amenazaban con romper el cielo de un momento a otro, así que
Zahra aceleró el paso en dirección al coche, abrió la portezuela,
tomó la cámara y giró el cerrojo. Cuando se dio la vuelta, un
hombre la tomó del brazo mostrándole un cuchillo que llevaba en
la cazadora.
–Si gritas te rajo –dijo muy nervioso. La condujo a
trompicones
hacia
los
cubos
de
basura
y
la
miró
amenazadoramente–. Dame algo de dinero y no te pasará nada, te
lo prometo.
–Vale, vale… Por favor –sacó su monedero y observó
aterrada que apenas le quedaban seis libras. Le había dado a Nico
el resto para pagar la cena–. No tengo más, se lo juro.
–Ya, ya –acercó su rostro al de ella. Olía como el Homo
Etílicus de Albaidalle, pero más rancio–. El dinero es lo de
menos, lo que realmente quiero es tu colgante.
–¿Mi colgante? Es un recuerdo de familia, no vale nada.
Fíjese, en este reloj –se lo desabrochó a duras penas por el
temblor de sus manos–, está casi nuevo…
–Sólo el colgante y te dejaré ir.
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Una lágrima de rabia se resbaló por la mejilla de Zahra
cuando se llevó sus manos al cuello para desabrocharlo. Muy
pocas veces se lo había quitado desde que se lo regaló su abuelo,
por lo que no lograba desenroscar el seguro entre los nervios y la
falta de pericia.
–¡Vamos! No tengo todo el día…
Cuando sus dedos acertaron con el mecanismo, Zahra
sintió horrorizada como algo vivo rozaba sus manos. El miedo a
la amenaza de aquel hombre fue superado por su instinto a ser
atacada por alguna araña o algo peor, así que no pudo evitar
gritar y agacharse para quitarse de encima lo que fuera. El
enviado de Clevedon no sabía que pasaba y lo último que pudo
contemplar fue la cabeza de la chica apartándose para mostrar a
un enorme gato negro, con el pelo erizado, sobre uno
contenedores del restaurante.
–¡No te muevas o…! –No pudo termina la frase porque el
gato se abalanzó sobre su cabeza usando sus afiladas y sucias
garras como arma para atacarle.
El sorprendido ladrón cayó al suelo y emprendió un
cuerpo a cuerpo con aquel animalito, que se defendía como un
tigre, hasta que pudo tomar su cuchillo y herir al pobre animal.
Este maulló desconsolado y comenzó a saltar en el aire sin poder
calmar el dolor inesperado. El ladrón observó como la niña salía
corriendo y decidió escapar rápidamente de allí antes de que
alguien pudiera identificarlo.
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Cuando Zahra entró pidiendo auxilio, todos los clientes
comenzaron a rodearla para enterarse de lo que pasaba. Ms
Saunders, Sonia y Nico se abrieron paso entre la gente a duras
penas, mientras que un grupo de jóvenes salían corriendo en
busca del indeseable que había tratado de robar a una
adolescente.
Minutos después, los policías de un coche patrulla
hablaba con Ms Saunders y el dueño de la hamburguesería,
mientras que los tres amigos descansaban cabizbajos en una de
las mesas del exterior.
–No entiendo eso que dices –comentó Nico mientras
acariciaba la mano de Zahra–. ¿Cómo va a querer sólo tu
colgante?
–Al principio habló del dinero, pero estoy segura que era
un pretexto. En cuanto pudo se centró en el tema del colgante –
Sonia permanecía en silencio sumida en sus pensamientos.
–Pero si apenas se distingue de otros parecidos que
venden a puñados en las tiendas. Yo creo que el tipo debía ser un
ladrón experimentado y lo tasó mentalmente cuando te tuvo
cerca.
–Un momento –dijo Sonia saliendo de su mutismo–. ¿No
os acordáis del relato del viejito de Moon Brothers? Cuando las
mujeres iban a ser atacadas, un gato negro las defendió. A lo
mejor ese colgante es realmente un amuleto –concluyó.
–Esto no es una broma, Sonia –dijo Nico sin querer
levantar la voz–, por favor.
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–Lo digo en serio. No es un medallón cualquiera y estoy
convencida de que el gato defendió a Zahra influido por el poder
que tiene –Nico iba a responder algo cuando uno de los
empleados se aproximó.
–¡Jefe! Mire esto… –todos se volvieron a los
contenedores–. Es una auténtica pena. Si pillo al tío ese lo…
Tras ellos, oculto por unas cajas manchadas de sangre, un
gato negro agonizaba con una herida a la altura del cuello. Ms
Saunders prohibió a sus chicos que vieran una escena tan triste y
les hizo un gesto para que no se asomaran.
–Es el gato, ¿no es cierto? –preguntó apenada Zahra–.
Pobrecito animal… Ha sido por mí.
–Nadie tiene la culpa, Zahra –Nico la abrazó. Sonia hizo
lo mismo, tomando la cintura de los otros dos.
El empleado se acercó a ellos y les dijo que el animalito
ya había dejado de sufrir, argumentando que era lo mejor que
podía pasarle. Se hizo un silencio tierno y suave, roto por la
sacudida de un trueno que anunciaba que la tormenta estaba cada
vez más cerca. Al trueno le siguió un sonido tenue y agudo que
surgió tras ellos.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Zahra.
–Un trueno, ¿no? –dijo Sonia rompiendo el abrazo.
–No espera, creo que ha sido otro gato, ¿no? –añadió
Nico.
–Puede… –dijo Zahra según se alejaba de ellos.
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Zahra se agachó junto a la rueda de un coche quedándose
muy quieta. Sonia iba a decir algo pero su amiga le mandó callar
con la mano. Se oyó un maullido pequeñito, casi inaudible. Esta
vez si lo escucharon todos. Zahra se arrastró bajo el capó y vio
una menuda silueta mirándole con ojos brillantes. Se incorporó y
se aproximó al grupo que le esperaba.
–Oiga –se dirigió al chico de la hamburguesería–. ¿El
gato venía mucho por aquí?
–Sí, siempre a la misma hora y solía revolver en la
basura. Bueno, realmente era una gata y tenía algunas crías –el
empleado se dio cuenta de lo que estaba pasando–. No me digas
que… –Zahra asintió–. Espera –susurró–. Voy a por unas bolsas
grandes de basura. Vigiladle.
Los policías, Margaret y el dueño se miraban sin
comprender el porqué los jóvenes comenzaban a rodear el coche,
hasta que un fuerte maullido, esta vez más claro, nació de la
panza del automóvil.
–Llama a su madre –reconoció Ms Saunders–. Debe estar
muy asustado. Sed cuidadosos niños, porque os puede arañar.
Al regresar el empleado vino con una escoba y las bolsas.
Entregó tres de ellas a sus compañeros de safari y se quedó con
la escoba y la otra, para repartirse los cuatro puntos cardinales
del vehículo e iniciar la captura.
–¿Preparados? –Nico asintió con cara de profesional,
Sonia meneó la cabeza con dudas más que razonables y Zahra,
con el ceño fruncido, estaba concentrada en rescatar a aquel
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huerfanito que poseía una sangre llena de coraje y valentía–.
¡Ahora! –Sacudió el palo de la escoba y el aterrado minino salió
escopetado hacia la bolsa abierta de Zahra.
Zahra apretó la boca de la bolsa y se fue corriendo hacia
un lugar iluminado con todos los demás tras ella. Se sentó en el
escalón de acceso a las cocinas entreabrió la bolsa y se topó con
una bolita de pelo negro de enormes ojos que se revolvía en su
prisión mientras observaban con temor el rostro de su captora.
Ms Saunders se quitó el chal que llevaba sobre los hombros y
tomó la iniciativa ante las dudas de su sobrina.
–¡Ven pequeñín! –Rodeó al gatito con la tela caliente de
su cuerpo y lo sacó despacio de la bolsa –. Es muy chiquito,
necesitará muchos cuidados –y lo colocó en su regazo para que
lo vieran todos.
–Yo lo haré –Pocas veces Zahra se había sentido tan
segura de algo–. Nunca he tenido un gato, pero seguro que sabré
hacerlo.
–Está muy sucio, ¿no? –dijo Nico–. Mejor llevarlo al
veterinario a ver si está sano, no te vaya a contagiar algo.
Los policías estaban ya algo impacientes por irse, por lo
que llamaron a Ms Saunders para despedirse. Ella colocó el gato
en el regazo de Zahra. Nico se puso de pie tras su amiga y Sonia
se agazapó junto al cachorro. Parecían un belén.
–Zahra es tu nueva mamá –dijo Sonia mientras lo
abrigaba con el chal–. No temas, porque ella es tan valiente
como la de verdad.
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–¿Cómo quieres llamarlo? –preguntó San José.
Una gran nube negra, como la panza del gatito, cubrió la
ciudad por completo, hasta que la lluvia comenzó a martillear los
tejados de Glastonbury. Entonces Zahra miró a su alrededor,
percibiendo las pisadas en el suelo húmedo de presencias eternas,
que habían vivido en aquel lugar desde la memoria de los
tiempos. Recordó lo que había pedido en el Espino Sagrado y fue
cuando tuvo clara su elección.
–Avalon. Se llamará Avalon.
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Capítulo 21
El código de Sonia
Sentado en la báscula de la veterinaria, Avalon no merecería ni el
calificativo de bola peluda, porque se encontraba algo
desnutrido. La doctora anotaba los datos del gatito bajo las
atentas miradas de Margaret y Zahra, que empezaban a ser
conscientes de que la nueva mascota iba a demandar más
cuidados de los esperados.
–Bueno jovencita –la doctora se dirigió a Zahra–, este
gatito necesita a su madre todavía y eso es imposible de
reemplazar, pero sí podemos intentar imitar alguna de sus
atenciones. Para empezar has tenido suerte por encontrarnos en
verano, pero aún así debes mantenerle en un lugar en el que no se
pueda enfriar, quizás con una bolsa de agua caliente y
ayudándote de alguna prenda de lana con la que pueda evocar el
tacto de su madre. Esto es muy importante.
–Así lo haré.
–Por otro lado precisa de tu cercanía, que note tu
presencia, pero a la vez debes extremar tu propia higiene porque
tiene las defensas muy bajas –le tendió un papel–. Aquí tienes el
régimen alimenticio para esta primera semana. Si actúas como su
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propia madre, él podría esperar incluso que le indiques cuando
debe hacer sus necesidades. Si ves que no lo logra, puedes
estimularle el culito con algún bastoncillo o paño húmedo.
–Gracias, doctora.
–Otra cosa –miró un momento a Ms Saunders–. No
quiero asustarte, pero este gatito está muy débil y por mucho que
lo intentes, su madre era su madre. Pudiera ocurrir que enferme o
que no logre superar esta prueba. Tú ya eres una mujercita y
debes estar preparada para esa eventualidad –Zahra miró a su
gatito que había regresado a la confortante manta de su regazo.
–Ya lo sé, pero quiero pelear por él como hizo su madre
conmigo.
–Estoy convencida de que lo lograrás, pero a la menor
duda que tengáis –de nuevo habló para las dos–no dudéis en
venir por aquí. Por supuesto, antes del viaje a Madrid pásate por
aquí que le hagamos una última revisión.
–Ya has oído a la doctora, Zahra. Ser mamá es una gran
responsabilidad –las dos adultas se lanzaron una mirada
cómplice–. ¡Gracias cariño! –le dijo a la veterinaria según se
levantaban–. Ya te contaremos qué tal se porta este bichejo.
Cuando el Land Rover circulaba de regreso a casa, por la
calle de la Magdalena, Zahra vio a Brigid, la sacerdotisa, entrar
en el recinto de la abadía, y tuvo una brillante idea. ¿Por qué no
encomendar su gatito a la Diosa? Al fin y al cabo el primer
nombre que le había venido a la mente era el de Avalon y
aquello tenía que ser una señal. Así que le pidió a su tía que le
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dejara bajar un instante para hablar con ella. Margaret consultó
su reloj y le dijo a Zahra que todavía tenía que pasar por el súper.
–Bueno, si quieres ve a hablar con ella y te recojo en
veinte minutos. ¿Te parece? –Asintió feliz–. Pero no olvides que
debes mantener a Avalon calentito.
–Lo haré –y descendió rápidamente del vehículo.
Al llegar a la puerta vio a Brigid alejarse hacia el interior
y la llamó. Ella la oyó, retrocedió sobre sus pasos para salir a su
encuentro. Cuando Zahra revolvía en su bolso para sacar dinero
para la entrada, Brigid le hizo un gesto cómplice al vigilante y
pudo cruzar la taquilla con ella.
–¡Qué sorpresa! Pero… ¿Qué llevas ahí?
–Un gatito, se llama Avalon. Es una historia muy larga.
–Me encantará escucharla. ¡Vamos! –Y las dos se
dirigieron hacia los restos simétricos de lo que fue el primer
templo cristiano de Inglaterra.
A unos metros de ellas Clevedon adquiría el ticket de
entrada, esperando su oportunidad para hacerse con el colgante
protector.
La casa de Ms Saunders se encontraba en silencio. Mientras
Sonia mataba el rato chateando en el ordenador de Nico, este
estaba sentado en el suelo del desván limpiando con alcohol cada
rendija de una cestita de mimbre que se iba a convertir en la
improvisada cuna del nuevo miembro de la pandilla. De vez en
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cuando el muchacho observaba la cara de Sonia disfrutando en el
Messenger, causando en él cierta desazón en forma de celos
imaginándose a todos los chulazos del colegio metidos en
conversaciones con ella. Lo que no podía imaginarse Nico era
que
aquella
atmósfera
silenciosa
que
ambos
estaban
compartiendo era para su amiga mucho más motivante que las
cinco conversaciones que mantenía abiertas.
–¿Nico?
–Dime… –él seguía atareado en quitar una pegajosa
mancha de mermelada.
–¿Dónde tienes las fotos? Es que quiero enseñarle a un
colega la de las setas.
–Mis documentos, imágenes –maldita las ganas que tenía
de que una de las fotos más bonitas de sus dos amigas cayera en
manos de cualquier maromo de cuarto de secundaria.
–Bien –la chica empezó a recorrer las carpetas hasta que
se topó con la que ponía Glastonbury–. ¡Ah! Ya la veo. Gracias
Nico.
No le dio tiempo. Tan enfrascado estaba en prepararle al
gato su “chabolo” que no recordó que había una carpeta muy
especial llamada “Sonia”. Dejó con brusquedad la cesta y se fue
hacia la cama, donde estaba sentada la chica con el ordenador.
Demasiado tarde. Inmersa entre todas las fotos del viaje, Sonia
había accedido sorprendida a la carpeta especial de Nico en la
que se mostraba una extensa colección de fotos de ella tomadas
durante la estancia en Glastonbury, algunas en primer plano en el
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que sus ojos se mostraban especialmente bellos. Nico no
encontraba las palabras, azorado y atrapado como un niño al que
se le ha pillado en una travesura.
–Estaba colocando las fotos para dártelas en una
presentación como regalo del fin del viaje.
–Ya, claro… –como si ella fuera tonta.
–Otro día las ves, que si no deja de tener gracia.
–¡Espera! No corras tanto –el muchacho pasó sus brazos
sobre los hombros de ella para manipular el ratón y cerrar la
ventana del explorador–. Ahí está la de las setas. ¿Puedo verlas o
me vas a estrangular? –Es lo que hubiera creído cualquier
persona que viera la postura de Nico en aquel momento.
–Sí, es muy bonita –y se retiró prudentemente de su lado.
La foto del corro de las setas tenía la preciosa luz de la
tarde sobre Wearyill, con Zahra y Sonia sonriendo a su mejor
amigo desde el borde del círculo de las hadas. Cuando Nico tomó
aquella foto supo que se convertiría en una de las mejores que
había hecho desde que tenía su cámara nueva, y que esa imagen
se encontraría entre sus preferidas en el futuro. Lo que no
esperaba Nico era que al apreciar los detalles de la instantánea
fuera a encontrarse algo tan inesperado.
–No puede ser.
–¿Qué no puede ser, Nico? –El chico hizo un zoom sobre
el interior del círculo.
–Hacía mucho viento cuando hice la foto, ¿no?
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–Ya ves… ¡Mira mi pelo! Parezco una leona.
–¡Qué fuerte!
–¿El qué?
–Cuando estabas en el pozo del Cáliz Sagrado dibujaste
unos signos matemáticos en el suelo.
–¡Qué va! Tu deliras.
–Pues sí, mira… –buscó en la carpeta la foto–. ¿Lo ves?
–Es casualidad, tío.
–Ahora mira los dibujos que el aire y la tierra, que
removió Zahra, han hecho sobre la hierba.
Los dos se fijaron en la foto y luego se miraron atónitos.
Eran casi idénticos.
–No entiendo nada, chaval –colocó su mano sobre la de
Nico–. Te prometo que no sé qué diablos es eso.
–Pues no te pongas a hacer cuentas como hice yo la otra
noche, porque es perder el tiempo.
Se quedaron en silencio mirando el código que estaba
trazando ella en Chalice Well, sin imaginarse que meses más
tarde descubrirían su significado en un rincón perdido del Barrio
de Lavapiés. Ninguno se atrevía a decir que un elefante había
ocultado al ratón por un instante, distrayéndoles de lo más obvio,
que era el hallazgo de aquel rinconcito de fotografías que Nico
había reservado para colocar con mimo las fotos de Sonia. Cada
una de ellas llevaba la signatura de su nombre, no la del viaje.
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Frente a los dos laterales de la abadía, vestigios de lo que fue el
templo, las dos monumentales paredes enfrentadas como un
espejo, resguardaban a Brigid, Zahra y Avalon. La sacerdotisa se
había quitado, de una cadena que llevaba al cuello con varios
colgantes, una piececita de plata formada por una espiral
cuadrada con cuatro haces, llamada la Cruz de Brigid.
–Sí, Brigid, como mi nombre. Ella protegerá a nuestro
pequeño aprendiz de héroe. Puedes colgársela al collar.
–¡Es preciosa! No sé que decirte. Me encantaría poder
darte algo tan bonito como esto.
–Algún día regresarás a Avalon, vendrás a visitarme y ese
será tu mejor regalo. ¿De acuerdo?
–¡Claro que sí! Pienso volver aquí –Zahra abrazó a la
morgana.
Sentado en un banco, leyendo un periódico, Clevedon
observaba con disimulo la escena. Él sabía que no tenía agallas y
que el fracaso del aprendiz de ratero de Bristol en la
hamburguesería había sido el suyo propio. Tenía que pensar algo
y pronto. Entonces sintió una sombra sentada junto a él. No la
había visto llegar, por lo que se sobresaltó.
–William Clevedon –el anciano de la casa de Moon
Brothers miraba a Zahra con la cabeza apoyada en un bastón–.
¿Todavía no lo has comprendido?
–¿Perdone? ¿Nos conocemos?
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–No me has visto en toda tu insignificante vida.
–¿Qué desea?
–Ese colgante que lleva ella fue de lo mejor que he hecho
en mis largos años como joyero –se volvió hacia el petrificado
comerciante–. Puede resultar basto en su acabado, pero contiene
mucha más belleza de la que tú nunca podrás admirar.
–¿Quién es usted? –Los hermanos Moon habían muerto
hacía decenios.
–Soy la última oportunidad que tienes de que tu corazón
no sea más que picadillo para alimentar a ese pobre gato
escuálido –y señaló con la punta del bastón al envoltorio de lana
que Zahra llevaba entre sus brazos.
William Clevedon fijó sus ojos en las dos mujeres que
reían sentadas en la hierba junto a la que cuentan era la tumba
del Rey Arturo. Cuando Clevedon giró la cara para contestarle
algo al viejo, su espectro había desaparecido. El ambicioso
anticuario se levantó de un salto y se alejó de allí aterrorizado.
Avalon pugnaba por asomar la cara a través de la mantita
que lo reconfortaba. Fugazmente pudo ver la silueta de Clevedon
perderse entre las piedras milenarias.
El felino sonrió feliz y satisfecho.
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Capítulo 22
La promesa del Tor
Dice una leyenda que el Tor de Glastonbury es una de las
entradas a Avalon, el mundo oculto de las hadas. Cuenta también
esa leyenda que existen corazones intrépidos que han intentado
cruzar esa puerta y que, tras pasar en ese mundo tan sólo unas
horas, regresaron a Glastonbury transcurridos años. Una de
aquellas personas que no temieron visitar aquel lugar fue al abad
de Glastonbury que se aventuró a penetrar en sus confines con
una botella de agua bendita pensando que iba a pisar las densas
tierras del infierno. Cuando llegó allí se encontró con una fiesta a
la que fue invitado. El monje, temeroso de quedar atrapado por
siempre en el mundo de las tinieblas, arrojó el agua bendita
contra aquellos seres que bailaban y reían, escapando y saliendo
ileso de la que creyó una visión del abismo.
Por eso sobre aquella colina maldita,
se edificó un monasterio encomendado a
San Miguel Arcángel, para que vigilara
celosamente la entrada al infierno. De aquel
primitivo lugar de culto tan sólo queda la
torre al final del laberinto, reinando sobre
todo Glastonbury.
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Como había pedido Brigid cada uno ascendió por los caminos
del Tor siguiendo los dictados de su cuerpo y su alma. De esa
manera poco a poco se fueron distanciando unos de otros en la
ascensión a la torre. La primera persona en llegar fue Sonia, cuyo
principal anhelo consistía en poder respirar aquella bruma de
misterio que tantos días había acompañado su despertar. Abrió
sus pulmones y dejó que el aire húmedo penetrara por su cuerpo.
Luego rodeó la cima y se cobijó en la torre de la lluvia que
comenzaba a caer.
Tras Sonia llegó Nico, que había descansado unos
minutos en una curva de la tercera terraza. Allí se imaginó a sí
mismo liberando sus sentimientos y pasiones, derribando una
sólida presa de hormigón que mantenía su caudal a salvo para los
tiempos de sequía, pero que había convertido los alrededores en
una zona baldía y seca. Cuando vio a Sonia asomada por la
arcada de piedra se dirigió lentamente hacia ella, cuyos cabellos
se diría que estaban siendo azotados por las mismas nubes
celosas de su presencia. Los dos jóvenes se miraron.
–Te quiero –dijo Nico, sabiendo que nunca había estado
tan seguro de algo.
Durante unos segundos Nico temió haber traspasado la
puerta del reino de las hadas, porque la corta espera parecía el
instante más largo de toda su vida. Nunca Sonia había estado tan
bella como aquella mañana en la que la naturaleza se había
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conjurado para convertirla en una reina envuelta en el huracán de
la colina sagrada de Avalon.
–¿A qué estás esperando? –le dijo a Nico recuperada de
la sorpresa inicial. Tomo las manos del muchacho y lo acercó
hacia ella.
Los labios de Sonia estaban fríos y húmedos, pero a la
vez ardían sobre los de Nico, que la abrazó torpemente sintiendo
que toda su vida se justificaba en aquel instante, como si la
cadena de acontecimientos que lo habían forjado como persona
se hubieran conjurado para besar a un hada en su propia morada.
El sonido ronco del tambor de Brigid ascendía sobre la
hierba, quedando atrapado dentro de la torre y acunando los
corazones desbocados de Nico y Sonia. Cuando ambos se
separaron, ella acarició la cara del chico que amaba
preguntándose si una vez alcanzado el cielo sabría vivir en la
tierra. Si realmente existía una pequeña posibilidad de haber
quedado apresada en un círculo de hadas, deseaba con todo su
ser haberse traído con ella unas pequeñas alas que la permitieran
emprender el vuelo y arrastrar a Nico con ella en ese inesperado
viaje.
Tras Brigid, llegaron Margaret y Zahra con su cestito.
Los seis se guarnecieron del temporal en el vientre de la torre,
porque las gotas de agua azotadas por el viento golpeaban sus
rostros como alfileres, y dirigieron sus miradas hacia arriba
temiendo que bajo los pies surgiera una mano mágica que los
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arrastrara a una realidad invisible para la mente, pero no para la
esencia del alma.
La música que emanaba del tambor de Brigid comenzó a
acompañarse por un canto a la Diosa que poco a poco fue
entonado por todos según unían sus manos: “Todos venimos de
la Diosa y a ella regresaremos como una gota de lluvia que
retorna al océano”.
Cuando Brigid terminó la canción, todas las manos se
soltaron salvo las de Nico y Sonia. Zahra comprendió enseguida
lo que había sucedido y sonrió emocionada a sus dos amigos.
Avalon emitió un maullido de hambre en mitad del silencio
respetuoso de los visitantes del Tor, provocando las risas del
grupo tras las emociones vividas.
El viaje a la isla de Avalon había concluido.
El suelo del templo estaba sembrado de velas de colores cuando
Zahra se acercó a despedirse de la sacerdotisa. Ya no se sentía
como la intrusa del primer día que cruzaba el umbral de lo
desconocido creyendo que cada uno de sus ademanes pudiera
constituir una ofensa. Brigid la invitó a compartir con ella un
rincón junto al altar.
–Desde hoy mirarás la realidad con otros ojos, sin
permitir que el regalo que has recibido te ciegue. Estás
evolucionando, cada día que pasa será más visible en ti la mujer
en la que estás convirtiéndote. Todo tiene su momento…
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»Hay tanto que debes vivir que sería un error pensar que
ya lo sabes todo. Experimenta el amor, déjate atrapar por él,
aunque a menudo te duela; explora la vida que hay a tu
alrededor, pero sin olvidar conocerte a ti misma. Crece a nivel
personal e intelectual, porque el conocimiento te hará ser más
tolerante y abierta a otras culturas. Cuando te sientas preparada
vuelve a preguntarte a ti misma por tu vida. Si en ese momento
tus recuerdos de Avalon acuden a ti y sientes que debes regresar,
te estaré esperando.
–Así lo haré, Brigid.
–En ese encuentro contigo misma, que se producirá
durante tu juventud, deberás alejarte de tus padres para ir a su
encuentro. Puede resultarte contradictorio, pero forma parte del
proceso. Ámalos en sus virtudes y defectos, porque los hallarás
en ti misma, y permite que ellos te abran y cierren algunas
puertas que te llevarán a ser una mujer.
–Mi padre no estará ahí, sólo mi madre –dijo Zahra
bajando los ojos.
–Creo que te equivocas. Al igual que te ha pasado a ti, tu
padre está viviendo una segunda adolescencia y está buscando
las respuestas para retornar a vuestro lado. Ten confianza en que
volverá, quizás no como antes, no junto a tu madre como su
pareja, pero sí para recomponer el hilo roto de la familia y
ofrecerte la mano en este último tramo de la infancia que te
dispones a recorrer.
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Zahra tomó una vela del suelo con sus manos y observó
el cuadro de la Diosa.
–Ya tengo ganas de ver a mi madre.
Cuando los tres amigos se encontraron frente a Ms Saunders, con
sus tarjetas de embarque en la mano, la anciana derramó una
lágrima por cada una de las alegrías que aquellos tres jóvenes le
habían proporcionado durante tres semanas. Por su parte, Nico,
Sonia y Zahra habían recibido tantos regalos de aquella mujer
que faltaban las palabras para agradecerle su cariño y
hospitalidad. Los cuatro se abrazaron en una piña para fundirse
con ella en la despedida. Nico sacó de su mochila un paquete
envuelto en papel de regalo y se lo entregó a Margaret. Luego
muy despacio, volviendo las miradas tras cada nueva barrera de
seguridad que cruzaban, fueron abandonando el corazón de
Avalon.
Cuando la tía de Zahra abrió el paquete, encontró un
Land Rover de juguete, en cuyas ventanas estaban pegadas las
fotografías de sus tres “duendes”. En una tarjeta pegada sobre el
capó ponía “Nos faltaba dinero para comprarte un nuevo coche
de verdad. ¡Te queremos! Gracias por todo”.
A unos kilómetros de allí, en la ladera de Wearyill, un
nuevo corro de hadas había surgido entre la hierba, dispuesto a
atrapar en su baile eterno a cualquier mujer sin alas que llegara
con el alma sedienta de amor.
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Swinderby, Inglaterra. Feria Internacional de Antigüedades y
Coleccionismo. 1 de diciembre de 2009
La desapacible mañana no había impedido que el público
abarrotara la feria de antigüedades. Alrededor de los puestos
cubiertos
por
lonas
blancas,
decenas
de
curiosos
se
arremolinaban ante los pequeños tesoros expuestos esperando
encontrar una ganga. Situada al final del recorrido, la fastuosa
carpa de Joseph Vidak recibía a sus distinguidos visitantes en
una auténtica recreación de la antesala del infierno, donde una
pequeña selección de sus enseres de brujería y esoterismo
inquietaba a los comerciantes más susceptibles. Una mesa que
según Vidak fue un su momento el potro de tortura de una mujer
que había cohabitado con el propio Satán –difícil de comprobar
según uno de los acompañantes que despartían con él–, servía
ahora para cerrar negocios de compra y venta. Muchos de los
anticuarios más célebres de toda Europa se daban cita en aquel
oasis sumergido en la morralla que se ofrecía a los no iniciados.
Uno de los vendedores sin derecho a entrar en el oasis era
William Clevedon, que había intentado sin éxito ser recibido por
Vidak aquel día.
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Entre los agraciados a sentarse a la mesa maldita había un
coleccionista de origen español, apellidado Menéndez, que reía
animadamente con las historias de aquellas piezas esotéricas con
las que pretendía impresionar a sus visitantes.
–… Y cuando aquel tipo abrió el cofre y se encontró con
la mano momificada pensó que simplemente era una pieza de
madera, una especie de amuleto africano. Así que lo llevo a la
feria de Newark y lo colocó entre figuras talladas de ébano y
marfil –tomo un sorbo de su copa de vino para hacer una pausa y
refrescar la boca–. Uno de mis asistentes se topó con la mano,
ofreciendo treinta libras por esa figurita y el muy botarate ni
siquiera quiso regatear. Sinceramente, hay mucho mercader
ignorante en estos eventos.
–Pasa en todas partes –añadió con fastidio un italiano de
prominente barriga–. Sin embargo son gente necesaria, porque
hacen saltar la liebre para el cazador.
–Estoy de acuerdo –intervino Menéndez–, pero a veces
son tan ineficaces que asustan al animal alejándolo del punto de
mira –por la mente de Menéndez pasó el rostro feroz de Martín,
el hombre que fue incapaz de quitarle a Zahra el senet en
Albaidalle.
–Sé a qué se refiere. Este verano, sin ir más lejos, se me
acerca un mequetrefe de Glastonbury. Por cierto –bajó la voz–,
tiene un puestecito de chucherías en esta feria. Platitos, tazas,
dedales, plumas… Lo que les decía, amigos. Aquel vendedor de
quincallería me comenta que ha encontrado un colgante que me
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interesaba para mi colección, a pesar de que ya tenía uno similar.
Le ofrezco cinco mil libras por él y le abro las puertas para que
en el futuro pueda ser mis ojos en Glastonbury –los invitados
sonrieron imaginando al muerto de hambre con las pupilas
dilatadas por la generosa cantidad–. Pues resulta que el colgante
pertenecía a una nena española –miró a Menéndez–, una teen, y
el muy imbécil fracasa y me viene hoy balbuceando para hablar
conmigo. ¡Un inútil! Un perfecto inútil, estimados colegas.
–Es una historia muy interesante –dijo Menéndez con un
aplomo disimulado, pues de repente se sentía incómodo en
aquella reunión–. Me resulta extraño imaginar algo de tanto valor
en el cuello de alguien con tan poca edad.
–Parece ser que la mocosa tenía familia en Glastonbury y
pasaba las vacaciones por allí con unos amiguitos. Ya les digo,
no se debe dejar los negocios importantes en manos de
aficionados.
–¿Cómo era ese colgante, amigo Vidak? –preguntó con
interés Menéndez.
–Espere un momento –el coleccionista de Bristol se alejó
de la mesa y regresó con un viejo libro–. Miren, este es el
grabado del Chalice Well. La cría llevaba uno como este al
cuello, una especie de amuleto de protección. Sólo existen seis
copias y yo tengo una de ellas. No me hubiera importado tener
otra, pero…
–Realmente interesante –dijo Menéndez recordando la
descripción que Martín le había hecho del colgante de la hija de
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Marta Giménez en Albaidalle–. Es una pena haber dejado
escapar una presa tan sencilla.
Cuando Menéndez abandonó la carpa de Vidak, se mezcló con el
pueblo llano que disfrutaba admirando utensilios para decorar la
casita de campo de los domingos. Según ojeaba los puestos
encontró lo que buscaba. Un hombre de poco pelo, encorvado y
de apariencia triste, leía un libro tras una mesa llena de menaje
centenario, pero de escaso valor. Una de las tazas tenía dibujado
el Tor de Glastonbury.
–Buenos días –dijo Menéndez.
–¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
–Creo que sí. Me envía Vidak –a Clevedon se le iluminó
la cara–. Lamenta el malentendido de antes y me pide que le diga
que quizás lo llame en el futuro para darle otra oportunidad.
–Gracias, muchas gracias –William estrechó con fuerza la
mano de Menéndez–. Dígale que no volveré a defraudarle, que
todo ha sido una cadena de acontecimientos desafortunados y
que…
–Tranquilo, tranquilo… –abrió su billetera–. Me ha dicho
que él continuará el negocio por usted –le tendió quinientas
libras–. Por cierto, necesito los datos de la propietaria.
–Mr Vidak es muy generoso no sé que decir…
–Los datos –dijo secamente Menéndez.
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–No sé como se llamaba la niña, pero sí la señora que les
hospedó. Margaret Saunders –el apellido golpeó la memoria de
Menéndez–. Espere que le apunto la dirección –garabateó una de
sus tarjetas de visita–. Tome. Y de nuevo le ruego que le
transmita a Mr Vidak mi gratitud y lealtad.
–Así lo haré, estimado… –miró la tarjeta–. Clevedon. No
lo dude –y se alejó despacio hacia la salida de la feria.
Hacía mucho tiempo que Menéndez no salía tan satisfecho de
una feria de antigüedades.
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“Haz dos talismanes en un ascendente fasto con la Luna en
Tauro y también Venus, y escribe en la primera efigie 220
números pares o impares, y en la segunda otros 284 pares o
impares. Luego colócalos abrazados, entiérralos cerca uno del
otro, y habrá amor eterno, reforzándose el mutuo cariño. A este
talismán se lo conoce como el de los números del querer.”
“Picatrix” Maslama al–Mayriti (Mediados siglo X–1007)
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Capítulo 23
Hatshepsut
Madrid, 8 de diciembre de 2009
¡Hola Rai!
Ya sé lo que vas a decirme, que hace tiempo que no te escribo y
que soy una malqueda. Llevas razón, ¿cómo voy a negártelo? A
pesar de quedar sólo como amigos, reconozco que me sentó muy
mal aquello que me contaste hace un mes de la tal Ángela, la
chica con la que estabas saliendo, Una cosa es asumirlo y otra
muy distinta imaginarte con ella bajo las estrellas, ya sabes…
Por eso odio con todas mis fuerzas es dichoso número, 580, los
kilómetros que nos separan. Estoy tan parana que he consultado
en internet un mapa de carreteras, y ahora sé que tu casa y la
mía realmente distan 578,3 kilómetros. Así que no te odio ni a ti
ni a tu amiguita, sino a las circunstancias. Por eso te pido
perdón por haberme comportado como una niña celosa y
posesiva. Ya está, lo he dicho.
Por Madrid las cosas van de mal en peor. Te conté que
mi madre está reformando un local para poner un restaurante
egipcio, ¿no? Está todo muy adelantado y sabemos hasta el
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nombre, Hatshepsut. La sorpresa es que antes de irnos de
Albaidalle ella le ofreció a Tarek venirse unos meses a Madrid,
para supervisar el negocio y darle un toque más “auténtico”.
Finalmente ha aceptado y se quedará hasta el verano. ¿No es
estupendo? Quizás él te lo haya contado antes de venirse.
La verdad es que mi madre está tan ocupada con las
obras y papeleos, que apenas se está dando cuenta de lo mal que
me va todo. Cuarto de secundaria es un curso muy hueso. Temo
que me van a quedar varios suspensos, porque no me concentro
en el estudio y ando tan atrasada en algunas materias que ya me
estoy viendo chapando en mi habitación estas vacaciones de
Navidad. Por si fuera poco, lo de Nico y Sonia no va bien. Sonia
es muy alegre y cariñosa con todo el mundo, lo cual
endemoniaba a Nico, que se ponía como yo en octubre con tu
“Angelita”. Total que ni se hablan, y a mí me ha tocado estar en
medio, con lo cual voy de pelotera en pelotera. A todo esto la
tutora le ha pedido cita a mi madre para ponerme verde, así que
intuyo que mañana, cuando hablen, se va a liar una buena.
¿Sabes lo peor? Es muy posible que nos vayamos de viaje de fin
de curso a Roma, pero como las notas no sean lo que espera mi
madre temo quedarme en tierra. Bien pensado no estaría mal,
con tal de no aguantar a los Amantes de Teruel, tonta ella y
tonto él.
¡Vaya rollo que te estoy contando! También podría
hablarte de lo rara que me siento… No quiero ponerte los
dientes largos para competir con tu chica, pero el invierno me
está poniendo más “curvy” –como dice la teacher–, por lo que
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muchos moscones revolotean a mi alrededor cual tarro de miel.
Que lo sepas, chaval. Tú te lo pierdes por vivir en Albaidalle.
Te dejo ya, que tengo que hacer unos ejercicios de mates
y ando más perdida con la dichosa álgebra que un pitufo en la
NBA.
Tu compañera de espeleología…
Tu mirona…
Tu amor de verano…
Zahra
El hall del colegio era un constante ir y venir de padres con niños
que vociferaban con saña sus andanzas acontecidas a lo largo del
día. Uno de ellos era David, que llegaba con la cariacontecida
Zahra al encuentro con su madre y el juicio sumarísimo de doña
Isabel. Ambas, madre e hija, asumían que de aquella entrevista
surgirían nuevos motivos para sus cada vez más frecuentes
desencuentros. Cuando la tutora apareció por la puerta de la sala
de visitas Marta le pidió a Zahra que se quedara con David, para
que fuera haciendo sus deberes, mientras ella lidiaba con el toro
–vaca en este caso–que amenazaba con cornear la armonía
familiar. –¡Buenas tardes, Marta! Pasa por aquí.
–¡Buenas tardes, Isabel!
La tutora, vestida con una bata blanca, con el cuaderno de
clase abierto y parapetada tras su mesa, daba la impresión de ser
una temible doctora tomando aire para soltarle al paciente que
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era el afortunado poseedor de alguna enfermedad incurable. En
parte la adolescencia es como un sarampión que hay que pasarlo
con resignación.
–Bueno, bueno –dijo Isabel mientras revisaba la ficha de
Zahra–. Las cosas no van bien, Marta. Tu hija tiene un total de
catorce faltas por no hacer los deberes, amén de otras siete por
charlar en clase. Los exámenes parciales de inglés, matemáticas
y francés están suspensos y el resto de notas andan raspadas,
salvo las de historia, que parece ser lo único que motiva ahora
mismo a tu hija.
–Mira Isabel, no quiero justificarme, pero estoy iniciando
un negocio nuevo y llego a casa muy tarde. También mi hijo está
más distraído, pero no tanto como Zahra. Lo que pasa es que está
pasando una fase muy mala, supongo que por motivos de su
edad…
–Sí, es verdad que está con un pavo de manual, pero justo
por eso tenemos que marcarle los límites. Es por su bien. ¿Sabes
a qué me refiero?
–Pues… No mucho. Siempre ha habido normas en mi
casa y siempre se han respetado.
–Su forma de vestir, por ejemplo. Este verano ha vuelto
muy cambiada, llevando ropa de colores, pendientes largos…
También está lo del maquillaje.
–Es que hizo un viaje a Inglaterra que la impresionó
mucho, pero no creo que sea ropa inadecuada. ¿No? Lo que me
extraña es lo de pintarse. Ella no se maquilla para ir al colegio.
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–Todas hemos tenido su edad, Marta. ¿Para qué están los
servicios? El problema es que en este colegio somos muy
estrictos con ese tema y no me gustaría tener que mandarla a casa
a cambiarse.
–Hablaré con ella de todo esto. Ya te digo que en parte es
culpa mía por estar a mil cosas. Tampoco hemos tenido muchos
momentos de encuentro este verano. Supongo que te ha contado
lo del incidente en el pueblo de su padre –la tutora asintió–.
Quizás se ha juntado todo, ¿quién sabe?
–Todavía estamos en diciembre y podemos remediarlo.
Otra cosa es el tema de las notas. Si no espabila en estas dos
semanas puede llevarse materias pendientes.
–Entiendo. Procuraré estar encima…
–Luego está lo de Sonia, su amiga del alma desde el año
pasado.
–¿Qué pasa con ella?
–El otro día insultó a un profesor y tuvimos que
expulsarla. No te puedo dar más detalles, pero sí te aviso de que
está muy contestona y temo que entre una y otra se estén
reforzando conductas.
–Si Zahra hiciera algo así sería el colmo. Ella lo sabe. De
todos modos estaré alerta.
–Muy bien. Te llamaré si no mejora –la profesora cerró el
cuaderno de anotaciones–. Es un momento complicado, como tú
decías, por aquello de la adolescencia, pero ella ya es casi una
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mujer. Ahora cuestiona a todos los adultos y especialmente a la
madre, que en tu caso tiene un doble papel en casa.
–Lo sé. Ya te digo que charlaré largo y tendido con ella –
se levantó–. ¡Muchas gracias, Isabel! No dudes en avisarme si
vuelven las incidencias.
Cuando regresó con sus hijos, el semblante de Marta
anunciaba tormenta, por lo que los dos hermanos fueron detrás
de ella hasta casa sin pronunciar palabra. David miraba a Zahra
con pena, como si esta fuera a ser sacrificada en el Templo del
Sol, como Tintín. La joven llevaba varios días mentalizada para
recibir la bronca, por lo que se sentía segura y fuerte. En otra
época estaría nerviosa por saber lo que había dicho su profesora
sobre ella, pero no en aquellos días, como si se estuviera
recubriendo de una concha formada por capas concéntricas,
esculpidas con cada uno de los reveses de aquel otoño.
Ya en casa, Marta mandó a David a estudiar y se
acomodó con su hija en el salón. Era consciente de que Zahra se
cerraría como una ostra y que era más que probable que acabaran
las dos enfrentadas una vez más.
–¿Y bien? ¿No tienes nada que contarme?
–¿Qué te ha dicho de mí? –Zahra se sentó con los brazos
cruzados.
–Tus notas están bajando. ¿No pensabas decírmelo?
–Pues no voy tan mal. ¡Qué alarmista es esa mujer!
Todavía faltan los globales. ¿No confías en mí?
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–Me gustaría, de verdad. De hecho creo te voy a dejar
libre para que me lo demuestres –Marta se escuchaba a así
misma sin estar segura de lo adecuado de sus palabras–. Ahora,
si vienen suspensos en la primera evaluación te meto en una
academia.
–Pues no pienso ir a una academia…
–Eso no lo decides tú, hija.
–¿Algo más? Porque querrás que vaya a chapar...
–Pues sí, mira. Procura ser más prudente con la ropa, que
ya conoces las normas del colegio. Y nada de maquillaje, por
supuesto. Eso te lo reservas para el fin de semana.
–¿Te ha dicho eso? No me lo puedo creer… Si tengo
compañeras góticas que van peor que yo. Son ganas de jod…
–¡Zahra!
–Lo siento, pero es que esa tía me pone de los nervios.
–Esa tía es tu tutora y te dice las cosas por tu bien –se
hizo un silencio tan sólo interrumpido por las campanadas del
reloj de pared.
–¿Me puedo ir ya?
–No olvides lo que hemos dicho. Sin suspensos.
–¡Qué no! –Se levantó–. Ya lo verás.
Según se alejaba se detuvo sobre sus pasos y se acercó a
su madre por detrás. Si saber el porqué, dejando que su instinto
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venciera a sus hormonas, le dio un cariñoso beso a su madre en
el carrillo.
–Gracias, mamá. No te voy a defraudar, soy más
responsable de lo que piensas.
–Lo sé –respondió Marta enternecida por el gesto.
Mientras Zahra tomaba posesión de su castillo, Marta
observó la carpeta repleta de documentos del restaurante, como
recordatorio de su loca aventura. Sumida en su abatimiento,
añoraba la Zahra niña, pero también su propia juventud, aquella
época en la que ella sufría los mismos síntomas que su hija,
cuando el mundo de los adultos se convertía en un poderoso
embrujo capaz de atraparte y decepcionarte a partes iguales. Por
si fuera poco, los momentos de su propia adolescencia quedaban
demasiado lejos, señal inequívoca del paso del tiempo y de su
transición definitiva a la madurez. Resultaba irónico percibir que
tanto Zahra como ella notaban el cambio en sus cuerpos,
comportándose ambas como dos perfectas adolescentes. No
envidiaba a Zahra, pero tampoco deseaba que viera como su
físico también estaba evolucionando con los años. Tan sólo
David parecía estar a salvo de las metamorfosis, pero por poco
tiempo.
El autobús rodeó el cementerio, situado en el Cerro de las
Ánimas, y enfiló la cuesta arriba de la Vía Carpetana. A pesar de
la oscuridad, Tarek creyó que aquel debía ser el lugar que le
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habían indicado, por lo que se acercó al conductor para
asegurarse.
El vehículo se detuvo en una parada solitaria, dejándolo
frente a un parque moderno, de esos en los que los árboles deben
ingeniárselas para introducir sus raíces entre las moles de
hormigón, ensambladas en pequeños oasis verdes, regados con
agua reciclada. Suspiró evocando su añorada sierra de
Albaidalle. Madrid era una ciudad agradable, pero el egipcio no
acababa de adaptarse.
Las farolas apenas marcaban las veredas por las que los
dueños de los perros caminaban correa en mano, comentando el
frío que comenzaba a caer. En una zona más oscura, pegada al
gran muro, que competía en altivez con la valla del cementerio,
se adivinaban unas siluetas en movimiento, danzando al ritmo de
una música que, a oídos de Tarek, no distaba mucho del sonido
agónico de su coche pisando gatos. Iluminados por linternas,
aquellos jóvenes se movían con soltura mientras pintaban la base
del pilar de una pasarela.
Uno de los chicos vio acercarse al viejo guarda de La
Mugara surgiendo de las tinieblas del atardecer y avisó a sus
compañeros de la llegada de un extraño. Aunque no tenía aspecto
de ser un munipa, la música cesó y todos se agruparon en torno a
uno de ellos, un joven con un pañuelo anudado a la cabeza.
–Buenas tardes –dijo Tarek aparentando una tranquilidad
que no sentía ante aquellos desconocidos–. Disculpen la
interrupción. Estoy buscando a alguien.
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–¿A quién? –preguntó un chaval extremadamente
delgado dando un paso al frente–. El club de ancianos está en la
plaza de los Cármenes –todos rieron ante la ocurrencia.
–¡Eh tíos! –exclamó el del pañuelo–. ¿A quién viene a
recoger su abuelito?
–¿Está Amir aquí? –dijo Tarek ignorando la broma.
–¿Quién pregunta por él?
–Mi nombre es Tarek Moawad. Deseo hablar con Amir
de un negocio. Me dijeron que estaría por aquí –dijo en árabe
para sorpresa de todos.
Todos se volvieron hacia un chico alto, con barba
recortada y gafas negras, con la cabeza cubierta por una gorra de
baloncesto. Amir se quitó las gafas, mostrando unos ojos grandes
e inteligentes.
–Yo soy. No le conozco, amigo.
–¿Podemos hablar en privado un momento? –El del
pañuelo observó el gesto tranquilizador de Amir y conectó el
aparato de música para proseguir con el baile.
–Gracias –los dos se alejaron hacia uno de los pocos
bancos que estaban totalmente iluminados–. Soy egipcio y estoy
en Madrid para ayudar a una señora a montar un restaurante. Me
han dicho que eres bueno en la cocina, Amir.
–¿Quién se lo ha dicho?
–Osama, un amigo de tu familia.
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–¡Vaya! ¿Y qué más le ha contado?
–Todo lo que debía –Tarek miró fijamente a Amir.
–Entiendo…
–Se trata de un restaurante con comida típica de mi país.
Yo te enseñaría a preparar la carta y con el tiempo, y algo de
imaginación, podrías ampliarla.
–No tengo mucha experiencia…
–Estudiaste en una escuela de hostelería e hiciste las
prácticas en una conocida cadena de catering y luego te
contrataron en un local jordano, pero lo estropeaste, ¿no es así?
–Me pagaban una mierda y… Bueno, parece que usted lo
sabe todo. No creo que le den buenas referencias de mí allí.
–Te equivocas. Osama dice que puedo confiar en ti.
Amir miró a los ojos de Tarek. Parecía un hombre seguro
de sí mismo, y por lo tanto instintivo. Aún recordaba cuando
Jonathan, un amigo que estaba metido en un lío de trapicheo de
drogas le hizo sisar de la caja cien euros, perdiendo así el trabajo
y gran parte de sus posibilidades de prosperar como ayudante de
cocina. La oferta del egipcio parecía la mejor noticia recibida en
los últimos meses. Además, llevaba desde entonces sin curro
estable, salvo alguna que otra escapada a obras en el extrarradio
de la ciudad, en las que su falta de cualificación le hacían
encargarse del traslado de los escombros por una miseria.
–Le agradezco la oportunidad. Osama es un buen amigo –
tendió la mano a Tarek, escenificando con ese gesto un vínculo
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más seguro que un contrato firmado y sellado–. No lo
decepcionaré.
–Ni a ti tampoco, ¿verdad? Eres muy joven todavía como
para rendirte. Aún falta la entrevista con la dueña del negocio,
pero ella ha delegado en mí y sé que le caerás bien –el fellah fijó
la vista en la ropa de Amir–. Cuando uno va a trabajar lleva la
ropa adecuada.
–Descuide, amigo.
El pequeño piso de Tarek, en la calle Alfonso VI, estaba a dos
portales del “Hatshepsut”. Marta pensó que la cercanía con el
restaurante le facilitaría la vida a Tarek, permitiéndole una mayor
disponibilidad para supervisar las obras, a pesar de la dejadez
mostrada en Albaidalle. Por eso tuvo la idea de delegar en él la
búsqueda del contratista, preguntando a algunos de sus
compatriotas residentes en Madrid y logrando que existiera un
vínculo de honor entre ellos.
Así, aconsejada por él, contrató a Amir, sabiendo lo del
antecedente del robo, porque Tarek aseguró responder por el
chico. Sin embargo Marta consideró que debía superar el
habitual período de prueba y, de paso, echar una mano con la
preparación de la futura cocina. Mientras la reforma continuaba,
Amir ensayaba el menú en el piso de Alfonso VI, a la vez que
Zahra y David estudiaban en el salón añorando las distracciones
de casa, como el ordenador y la televisión, y Marta y Tarek
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pasaban la tarde entre el restaurante y la improvisada academia
de cocina egipcia y matemáticas.
El pequeño local, situado en el cerro árabe colindante con
el Madrid de los Austrias, contaba con una planta baja y un
sótano laberíntico donde estarían situados los aseos, el almacén y
la cocina, conectada con el comedor mediante un angosto
montacargas. Un tubo de humos ascendía por un minúsculo patio
vecinal hasta la cubierta superior. La obra debía hacerse con
sumo cuidado debido a la protección histórica del edificio, lo
cual llevaba a Marta y a Osama, el contratista, por la calle de la
amargura.
Mientras Amir practicaba con unas berenjenas con carne
y Zahra cruzaba pacientemente dos monomios para lograr un
binomio de grado tres –aún resonaban en su clase las risas de
Sonia cuando el profesor dijo que iban a “formar un trinomio” –,
en el Hatshepsut se venía abajo la base de un tabique del sótano,
dejando a la vista una especie de bodega oscura y polvorienta.
Los obreros subieron corriendo a dar la mala noticia del
accidente, prometiendo por lo más sagrado que sólo estaban
picando la pared para sanearla. Marta, Tarek y Osama bajaron
presurosos desde el que sería el flamante despacho del
restaurante, para contemplar el desaguisado. Afortunadamente
aquella hendidura en el suelo no era más que la esquina de un
antiguo aljibe árabe, que fue destruido hacía siglos para construir
los cimientos del inmueble vecino, pero lo bastante profunda
como para inquietar al nervioso contratista, que no paraba de
sudar murmurando: “Esto no bueno. Retrasos, más retrasos.
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Pagar más jornadas. No bueno”. Así que, para evitar nuevos
estropicios, optaron por pulir el boquete para que se deslizara
uno de los obreros y así reforzar el suelo desde abajo, logrando
de paso averiguar si todavía le aguardaban nuevas sorpresas que
amenazaran la reforma.
Al día siguiente los escombros rebosaban el contenedor,
por lo que Osama encargó uno nuevo, lo cual suponía otro
imprevisto en el presupuesto inicial. “Contenedor caro. Eso
tampoco bueno”. Mientras llegaba el camión, Tarek se esforzó
por rellenar cualquier hueco con los sacos que todavía
aguardaban su recogida en el sótano. Fue entonces cuando
observó algo extraño. Entre los desgastados ladrillos relucía uno
que destacaba por su color más oscuro y por conservar su forma
primitiva. Se agachó y lo examinó atentamente. Se trataba de una
masa de metal oxidada que ocultaba algunos relieves bajo la
suciedad. No pesaba lo suficiente como para estar maciza, pero
tampoco estaba vacía. Aquella caja escondía algo en su interior.
–¡Marta! –La madre de Zahra asomó por la puerta del
despacho–. ¿Se ha fijado en esto? –Ella tomó el objeto y lo miro
con desgana.
–¿Es un cajetín de la instalación eléctrica? Ya sabe que
no entiendo de estas cosas, Tarek.
–No es eso. Fíjese bien. ¿No ve unos caracteres árabes
escritos? –Acaricio el frontal de la caja.
–Sí, es verdad. Quizás estuviera oculto en la pared del
aljibe.
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–Es probable…
–Si fuera así, tendría mucha antigüedad –Marta se quedó
pensativa–. No quiero ni pensar que en la Junta de Distrito me
pusieran nuevas trabas para los obras… –Tarek comprendió al
instante.
–Esto no es un yacimiento arqueológico, si me lo
permite. El aljibe sí que lo hubiera sido antes de destrozarlo
cuando se edificó esta manzana. Ya sabe que tengo experiencia
en limpiar metal antiguo con el señor Saunders. Déjeme que le
eche un vistazo e intente ver su contenido –en ese momento sonó
el móvil de Marta.
–Lo dejo en sus manos. Luego hablamos –y regresó al
embrión de lo que sería el despacho.
Aquella noche Tarek Moawad frotó cuidadosamente la
cajita con agua y jabón neutro. La zona más visible de la caja
dejaba ver un resquicio que indicaba que se trataba de plata, así
que preparó una papilla caliente con bicarbonato, en un pequeño
cazo que tenía para cocer los huevos, y fue descubriendo poco a
poco la inscripción con la ayuda de un cepillo de dientes.
Aunque algunas letras se habían perdido bajo la presión de la
pared, donde la caja había permanecido oculta durante
muchísimos
años,
algunos
fragmentos
del
texto
eran
perfectamente legibles sobre la tapa: “En el nombre de Dios,
cuya luz muestra lo que hay tras los velos. Que de la nada hace
surgir la existencia de las criaturas y las cosas. Que es la fuente
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del día y la noche, y de cuyo poder surge el destino de los
hombres”.
Rodeando la caja se intuían unas líneas del Corán sobre el
milagro de la fragmentación de la luna que Tarek recordaba
haber aprendido en su niñez: “La hora se acerca y la luna se ha
partido en dos. Si ven un signo se desentienden y dicen: es magia
persistente”.
Tomando el paño enjabonado, envolvió la caja y trató de
abrirla con todas sus fuerzas. La tapa fue cediendo lentamente
hasta mostrar su contenido, un fino bolsillo de piel ajada con
nuevos caracteres arábigos grabados a fuego, en los que se podía
leer el nombre del propietario de aquel diminuto tesoro: Abu alQasim Maslama.
Dentro del bolsillo se ocultaba, cuidadosamente doblado
sobre sí mismo, un esbozo de un mapa de la península ibérica
emborronado e inacabado. En el reverso del mismo, una rosa
recorría la línea de plegado del pergamino, separando
simétricamente dos números árabes a cada lado, ٢٢٠ y ٢٨٤. El
número de la izquierda era el 220 y el otro el 284. Sobre cada
uno de los números se inclinaban hacia la rosa sendas mitades de
la luna para fundirse en una.
Quizás fuera el sueño o el cansancio, pero Tarek creyó
ver como ante sus ojos una luna dorada nacía triunfante del
interior de la flor.
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Capítulo 24
El mapa de Maslama
La batalla había comenzado ante la rendición de los profesores
que vigilaban el patio nevado del colegio, resignados a la
algarabía festiva que impregnaba el recreo, mientras los
proyectiles helados surcaban el cielo plomizo embarazado de
invierno. Los exámenes del primer trimestre habían finalizado y
aquello era un regalo navideño anticipado para todos los
adolescentes que parecían inmunes al frío y a la humedad que los
iba calando sin importarles. Zahra y Sonia emprendieron un
duelo a muerte a bolazo limpio que acabó con las dos amigas con
el pelo empapado y partiéndose de risa rebozadas en el suelo
cual granizados.
–¡Pareces el Yeti! –dijo Sonia mientras se quitaba la
nieve hasta de las pestañas.
–Porque no te has visto, mona, que tú estás peor que yo...
–al incorporarse Zahra pudo ver a Nico sentado en un banco
devorando su manzana muy concentrado–. Este sigue igual, tía.
Tenéis que hablar. ¿No?
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–Yo no inicié la guerra –se levantó sacudiéndose los
restos del bombardeo–. Fue él quien empezó a ponerse parana
con los celos.
–Ya sabes como es –se quedó mirándolo en silencio–.
¿Te importa que vaya con él? –En el fondo Sonia sabía que la
única persona que los podía reconciliar era Zahra, por lo que se
encogió de hombros y fue en busca de más balas de nieve para
atacar a la división de la clase de 4º C.
Los días mágicos de Glastonbury habían quedado atrás y
el recuerdo de las promesas del Tor parecían haberse ido con el
verano. Nico había descubierto que la distancia entre la felicidad
y la tristeza era inmensa a pesar de poder rozar con la punta de
los dedos la mano de Sonia en clase.
–¡Hola muermazo! –Zahra se sentó con él– ¿Qué haces?
–Desayuno...
–¡Gracias tío! No me había dado cuenta... Si molesto me
voy, pero eres el último bastión del patio que sigue seco. ¿Es una
promesa o algo así?
–Zahra...
–Vale. ¿Quieres que me vaya?
–No, quédate, por favor.
–Voy a explicarte la situación para que la entiendas.
Somos los mayores del recreo, tenemos un manto de nieve para
nosotros solos y los profesores están emboscados tras el quiosco
de las chuches, con más miedo que vergüenza. Sin embargo tú
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estás aquí ajeno a todo, como si te importara un huevo todo lo
que pasa a tu alrededor.
–Puede...
–Puede. Ya... Nos conocemos desde hace años y pareces
un viejo de quince años. No puedes seguir así, de verdad. Olvida
ya el tema de Sonia y deja que las cosas fluyan solas.
–No es tan simple, Zahra –se miraron a los ojos–. Es
como si al volver de vacaciones se hubieran acabado las buenas
noticias y todo me saliera mal.
–¡Vaya novedad! Bienvenido a la adolescencia.
–Lo digo en serio.
–Yo también, ¿piensas qué eres el único que se siente
así? No tienes ni idea de lo harta que he acabado este trimestre.
Todos tenemos problemas, ¿sabes?
–Lo sé, perdona –desde la lejanía Sonia los observaba
mientras daba forma a su monumental bala de cañón–. Hace
tiempo que no hablamos –Zahra se quedó pensativa.
–¿Quieres salir conmigo?
–¿Cómo? Sólo me faltaba...
–No, tonto. Me refiero a quedar un día sin prisas, para
hablar de nuestras cosas, como hacíamos antes. ¿Recuerdas?
–Sería genial, de verdad.
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–Además, tengo que contarte algo increíble que ha
pasado en el restaurante –dijo con tono misterioso mientras iba
recogiendo la nieve entre sus zapatos.
–¿El qué?
–Si te lo digo hoy no tiene gracia.
–Bueno, pero...
–Con una condición.
–¿Cuál?
–Devuélveme esta –y le lanzó un bolazo en plena cara
mientras emprendía la huída. Nico soltó la manzana y comenzó a
perseguirla por el patio. Sonia observó la escena sonriendo ante
la habilidad que tenía Zahra para confortarle el corazón.
Los restos de la nevada del lunes impregnaban los rincones
umbrosos del parque de El Retiro, formando finos regueros que
discurrían entre el barro acumulado durante el día anterior.
Algunos deportistas, de espíritu inquebrantable, proseguían con
su ejercicio corriendo alrededor del estanque, esquivando a los
turistas empeñados en obtener una instantánea del monumento a
Alfonso XII más blanco de lo habitual. Nico y Zahra paseaban
cogidos del brazo, rodeando lentamente el recinto. Cuando
llegaron a una de las terrazas el muchacho quiso invitarla a un
chocolate caliente.
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–...Me has contado lo de tu madre, lo de Rai, lo del chico
ese árabe que practica en la cocina mientras escucha música rap,
pero todavía no me has dicho ni una palabra sobre la sorpresa.
–Espera –Zahra sacó una hoja de papel impresa con una
fotografía-. El mapa de Maslama.
–¿El qué?
–Hace unos días apareció en la obra del restaurante una
cajita de plata oculta entre los restos de un aljibe árabe de cuando
Madrid todavía se llamaba Mayrit. ¡La prehistoria, vamos! Te
estoy hablando del siglo X más o menos.
–¡Guau!
–Espera que hay más. En la cajita había una oración a Alá
y unos breves versos del Corán. También Tarek encontró una
bolsita de cuero con el nombre de un tal Maslama. Al principio
no le dimos mucha importancia, pero mi hermano David empezó
a buscar su nombre por internet y…
–¿Qué?
–Se trata de un famoso astrónomo y sabio madrileño de
origen árabe. El nombre es muy complejo... Algo así como Abu
al-Qasim Maslama. Aunque nació en Madrid, se marchó muy
joven a Córdoba, donde tenía acceso a la enseñanza del Corán,
pero también a muchos tratados de astronomía y matemáticas.
En poco tiempo demostró su valía, por lo que se convirtió en el
astrónomo del califato. Fíjate que muchos lo nombran como el
padre de las matemáticas andaluzas.
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»Allí, en Córdoba, estaba el planisferio de Ptolomeo, que
al parecer fue una obra muy célebre en la antigüedad. Pues bien,
se dice que él fue la persona que lo tradujo a la lengua árabe,
aunque sólo se conservan traducciones posteriores en otras
lenguas. Si te fijas en la fotografía, él sentía mucha curiosidad
por los mapas. El que hemos encontrado es un boceto dibujado a
mano que debió copiar del original de Ptolomeo.
»Dejando a un lado las mates, ahora que no me escucha
el Chanquete… Bueno, me ha aprobado con un cuatro y pico, no
es tan cabrón como parece. Pues eso, números aparte, Maslama
era muy aficionado a la alquimia y a la magia. De hecho escribió
una obra llamada Picatrix con plegarias y recetas para
confeccionar amuletos mágicos en torno a los astros. Si te fijas
este de la rosa está destinado a la luna. ¿Te imaginas que esto
fuera una especie de encantamiento o algo así?
–¿Y esos números? –preguntó Nico extrañado.
–Pues no lo sabemos. Supongo que algún tipo de cálculo
astronómico o similar.
–¿En el siglo X? No sé, porque no irás a decirme que tu
Leonardo da Vinci cordobés…
–Madrileño.
–Da igual. Por muy listo que fuera no iba saber tanto de
jovencito. Tampoco había GPS.
–Ya… –El camarero trajo los chocolates.
–¿Por qué no le preguntas al Chanquete?
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–¿Estás loco? Es capaz de examinarme y bajarme la nota
a última hora. No gracias.
–Los del grupo C tienen su correo, porque es su tutor.
¿Quieres que lo intente?
–¿Lo harías?
–Sí, pero… –Nico bajó la mirada–. ¿Me ayudarás con
Sonia?
–Nico, ya sabes que ella hace como los caracoles, y si la
incordias mucho se mete en la concha y no sale hasta que cree
que todo está en calma.
–Al menos prométeme que lo intentarás.
–Según lo vea. ¿De acuerdo?
–No me lo has prometido –dijo decepcionado.
Zahra deseaba hacerle entender a su mejor amigo que
aquel era su último año en el patio del colegio, y que hay
promesas que sobreviven en ese mundo idílico de finales de
fútbol de treinta minutos, besos con sabor a fresa o gominolas
sobre el libro de sociales; pero que cuando crecemos, y el tiempo
nos devora sin piedad, las palabras dejan de ser eternas para
alejarse mecidas por vientos inesperados. Quizás Nico hacía de
su semblante maduro y su comportamiento responsable unas
muletas para caminar por una sociedad que amenazaba con
devorarlo, pero que a la vez lo seducía con sus promesas de
libertad vigilada. Todos guardaban sus miedos en un cofre oculto
en el cuarto de los juegos, donde los adolescentes regresan
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cuando añoran la felicidad de la infancia. Zahra tenía derecho a
acompañar a Tintín en sus aventuras durante los días de
tormenta, al igual que Nico confiaba que las promesas le
otorgaran la seguridad perdida, o Sonia emprendía el vuelo cada
vez que notaba que el peso del tedio se acomodaba sobre sus
alas.
–Te lo prometo, plasta –y le dio un cariñoso beso en la
mejilla.
Ante las miradas expectantes de Tarek y Amir, la cocina del
Hatshepsut iba poblándose de cajas de cartón y embalajes de los
que saldría el mobiliario y el menaje necesario para que todo el
esfuerzo y las horas transcurridas en el piso se amortizaran en
forma de una carta de platos egipcios única en la ciudad.
La tarde iba cayendo cuando uno de los montadores de
los muebles salió a la calle a fumarse un pitillo y descansar un
rato. Al fin y al cabo la jerarquía estaba para respetarla y él era el
encargado de supervisar el trabajo del grupo. Se recostó sobre el
nevado contenedor de obras, aspirando con deleite el humo de un
purito, mientras observaba con ojos de entendido el acabado de
la puerta de entrada. Un hombre se acercó cauteloso hacia el
restaurante sin dejar de mirar hacia el interior.
–Comida egipcia. Demasiado especiada para mi gusto –
comentó el desconocido-. Úlcera –dijo a modo de aclaración.
–Y usted que lo diga, jefe. Donde esté un buen cocido
español que se quiten estas cosas de fuera.
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–Vivo por aquí cerca y nunca lo había visto por la obra.
–Nosotros estamos de paso, para colocar la cocina…
–Claro, claro…
–Material de calidad. Luego habrá que ver qué meten en
las cacerolas.
–Oiga, y esto de las cocinas, ¿está bien pagado?
–¡Qué va! Te dejas los riñones por cuatro duros. Si yo le
contara…
–No hace falta, me lo imagino –se giró hacia el camión al
vislumbrar a Tarek tras el ventanal encaminándose hacia el
despacho de Marta. El movimiento no pasó desapercibido al
encargado de los muebles.
–¿Problemas con el vecino, jefe?
Martín miró de arriba abajo a su interlocutor, deseando
no equivocarse como hizo con Rai en Albaidalle. Había llegado
el momento de su venganza para ajustarle las cuentas a aquella
familia causante de su desgracia ante Menéndez, el coleccionista
de antigüedades.
–¿Sabe lo que es esto? –Le mostró un ratón inalámbrico.
–Pues –entornó la vista como si estuviera analizando una
junta de la encimera–. Parece un cacharrito de esos para los
ordenadores. En casa…
–Usted se lo regala a Marta Giménez como si fuera un
detalle de su empresa, ya sabe.
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–No lo sigo, caballero.
–¿Qué tal trescientos euros?
–Creo que voy entendiendo.
–No hay nada de malo en un regalo. ¿Verdad? –Metió la
mano en el bolsillo y sacó un plano de Madrid, donde había
colocado seis billetes de cincuenta euros.
–Por supuesto que no –tomó el periférico y el dinero sin
dejar de escrutar a Martín.
–Ha sido un placer conversar con usted, amigo –según se
alejaba, retrocedió sobre sus pasos–. Por cierto, no me gustaría
saber que este aparatito fuese a parar a las manos equivocadas o
acabase en una papelera. Me sienta muy mal que me tomen el
pelo –el encargado observó socarrón la calva de Martín con la
naturalidad del que está obligado a ver un barco cruzando la
Gran Vía–. Parece usted un tipo inteligente.
–Descuide.
Y se perdió entre las sombras con la misma rapidez con
la que había aparecido.
La habitación de Nico estaba sumida en la oscuridad, por lo que
la pantalla del ordenador actuaba como un foco sobre los ojos
tristes del muchacho. Acababa de recibir una presentación digital
de su tía, en la que le felicitaba las navidades con una colección
de ositos vestidos de Papá Noel que provocó en él su rechazo
ante tan magna cursilada. “Que en estos días de amor, tan
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entrañables y familiares, se cumplan todas tus ilusiones…”. Hay
que joderse, pensó mientras mandaba el correo a la papelera con
un golpe violento de ratón. Ni siquiera se había molestado en
disimular el plagio al mensaje anual del Rey.
Apagó el monitor, dejando el ordenador bajándose una
película, y se tumbó en la cama para perpetrar su enésima poesía
de amor no correspondido. Aquello empezaba a oler y no era
precisamente a tigre: “tu ausencia rasga mi corazón como un
cuchillo de indiferencia”. Si algún día lo multaban por exceso de
dramatismo le pasaría la factura a Sonia. Arrancó la hoja del
cuaderno y mandó el simulacro lírico a la papelera, ensayando un
lanzamiento triple con parábola. Falló. Era de esperar.
Ti-Tón. Mensaje en el Messenger. Se incorporó hacia la
mesa y conectó de nuevo el monitor. Sorpresa. El Chanquete
había respondido a las pocas horas. Había juzgado mal a aquel
tipo.
Estimado Nicolás:
Ante todo ¡feliz Navidad! Espero que usted y los suyos…
–giró la rueda del ratón para saltarse las cortesías–…dos números
muy
interesantes.
Resulta
que
los
divisores
de
220,
autoexcluyéndose él mismo, (1, 2, 4, 5, 10, 11, 20, 22, 44, 55 y
110) suman 284. Pero lo más curioso es que los del 284 (1, 2, 4,
71 y 142) suman… ¿Lo adivina? Pues sí, 220. Cuando dos
números se comportan así se los conoce como “números
amigos”. Siempre han sido asociados a la magia y a los poderes
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ocultos relacionados con el amor y los conjuros para atraer a
otra persona, pero eso es todo superchería, por supuesto.
Le mando un enlace con una lista de números amigos. Se
conocen muchísimos, pero los que usted me manda fueron
descubiertos hace cientos de años.
Espero haberle sido de utilidad.
Un cordial saludo de su profesor.
P.D. Me permito recordarle la importancia de trabajar el tema
de álgebra estas vacaciones.
Saber que los números tenían derecho a estar enamorados,
provocó que Nico sintiera que hasta las matemáticas se
regodeaban de su melancolía. Sin embargo, aquella revelación de
su profesor le hizo interesarte súbitamente por el mapa de Zahra
y sus secretos ocultos.
Para recuperar a Sonia estaba dispuesto a pedir ayuda al
mismísimo Maslama.
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Capítulo 25
El amuleto del amor
eterno
El despacho de Marta olía todavía a pintura fresca, por lo que la
música estridente, que penetraba por la puerta abierta, era la
menor de las molestias. La madre de Zahra conectó el ordenador
mientras realizaba una rápida comparativa entre su ratón y el
inalámbrico que le habían entregado con la cocina. Todo lo que
fuera quitarse de en medio cualquier cable era bienvenido en
aquel laberinto de conducciones, que poco a poco iban quedando
ocultas tras el revestimiento que daría al local un aspecto
antiguo.
–¡Zahra, cariño! ¿Podéis bajar la música?
En la cocina del restaurante, Zahra y Amir se entregaban
a la aburrida tarea de limpiar en profundidad, acompañados por
una melodía repetitiva de percusión electrónica. Mientras que
ella atacaba la mugre de las baldas de la cámara, Amir dejaba
como los chorros del oro dos enormes cacerolas, a la vez que
añadía una letra de su propia cosecha al sonido que surgía de los
altavoces conectados al mp3.
–¿Qué es eso que cantas Amir?
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–Nada en particular. Procuro seguir la música e ir
improvisando.
–Suena a rap…
–Tengo algunos temas compuestos, pero también me
gusta ir creando sobre la marcha.
–Debe ser muy difícil hacer eso –el muchacho se secó las
manos y cerró la puerta para no molestar a Marta. Luego subió el
volumen.
–¡Vamos! Dame una idea y lo intento.
–¿Estás seguro? –dijo Zahra sonriendo ante la chulería
del cocinero.
–Venga chica, ¿te juegas algo?
–Un almuerzo en el burger, listillo.
–¿Qué te rapeo entonces?
–Pues –miró a su alrededor con ojos traviesos–. ¡Ya lo
tengo! Vas a crear el famoso rap del puchero.
–Déjame un segundo… –seleccionó una pista del
reproductor. Luego se caló la gorra, que descansaba en la percha,
y tomo una alcachofa a modo de micrófono–. ¿Preparada? Pues
allá voy.
»¿Sabes? Un día me puse a escribir, y medité sobre el
eslabón que me había tocado vivir. Yo soñaba con… Digamos
con ir a Madrid, tener riqueza y ser el más importante visir, así
crecí y monté mi propio imperio, poco a poco, con tiempo, y he
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sentido sofoco, pero disfruto mientras lo cuento. Buscaba fama
en un principio, si lo niego miento –mientras se movía al ritmo
de la música sus manos se pasaban “el micrófono”.
»Digamos que mi vida ha tenido momentos picantes,
como el pimiento; añádelo al puchero y espera un momento.
Observas que para que quede bueno lo has cortado en taquitos,
como si estuviera en mi alma, a trocitos, generando mi íntimo
mito.
»Ahora observa el arroz. Le das sabor con cada una de
las especias, pero sin ellas no es nada, como una cateta en la
ciencia; comprémoslo con inteligencia, a nuestra manipulable
conciencia –Amir invadía el espacio de su interlocutora para dar
énfasis a sus palabras, pero sin llegar a tocarla.
»Sé improvisar sobre diversos temas, me guío por mi
corazón y genero mis lemas cada vez que me siento solo…
Escribo sin problemas, apago el fuego que se quema, se te ve a
leguas la cara de empanada que se te queda cuando escuchas
mis poemas. Tengo sobre mi vida diversos teoremas.
»Observo esos guisantes y, la verdad, es que tengo
millones de ellos que valen más que un diamante. Ahí queda mi
estilo, flamante e invulnerable, en su punto, apagando el fuego –
abrazó unas llamas invisibles para ahogarlas con sus palabras
robando el oxígeno y tomando una bocanada de aire a modo de
conclusión–. He mostrado lo que tenía en mente, batiendo tu ego
y me ha salido perfecto.
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»Esta es mi receta y la guardo en secreto –abrió
ceremoniosamente los brazos, esperando el aplauso del público,
que en este caso se resumía en una divertida Zahra.
–¡Es genial, Amir! Te debo una hamburguesa, te la has
ganado.
–Contaba con ello –retomó el trabajo.
–¿Cómo puedes tener esa imaginación? Y, sobre todo,
esa agilidad mental. Yo no me veo capaz, de verdad…
–Mucha práctica, chica. Además, estoy ensayando para
una batalla de gallos el día cinco de enero. Estás invitada.
–¿Qué es eso de los gallos?
–Es una pelea en la que dos freestylers, improvisadores
como yo, compiten para derrotar al rival. Hay que usar rimas,
seguir la música que te ponen manteniendo el flow, es decir, que
tus palabras armonicen con la melodía sin atascarte y evitando
las muletillas. Siempre tienes frases preparadas para que te sirvan
de base, pero debes estar muy concentrado.
–Suena interesante. Ojalá pueda ir, pero ya sabes que
aquí en España hay muchos preparativos ese día. De todas
formas, me lo recuerdas, ¿vale?
Cuando Nico pasó el control de seguridad del Museo de la
Ciudad, comprobó que era de los pocos madrileños que iban a
dedicar la mañana a aprender la historia de su villa en vez de
consumir de forma sincopada por las calles del centro. Tomó el
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ascensor a la tercera planta y dirigió sus pasos, cuaderno en
mano, hacia una sala en la que se recreaba la capital de España
en tiempo del dominio árabe. Alrededor de una maqueta de una
casa de la época, los paneles mostraban lo que fue la situación de
la Almudena, la Medina y los Arrabales, así como los sucesivos
recintos árabes de Madrid en los siglos IX y X. Cerca de allí, un
mosaico, como el que se usaba en el centro de la ciudad para
indicar los topónimos de la calles, recreaba a tres habitantes de la
época, ataviados con los ropajes de entonces, examinando una de
las numerosas cuevas que existían bajo el barrio árabe. Como era
de esperar, el restaurante Hatshepsut se encontraba inmerso en lo
que fue la Morería tras la calle Segovia. La historia del aljibe
tenía sentido por la situación del local. Sin embargo no encontró
datos sobre Maslama, el motivo principal para visitar aquel
lugar.
Tras consultar unos mapas antiguos, se dirigió a uno de
los vigilantes del museo y le preguntó por el astrónomo Abu alQasim Maslama, poniendo una pose de lo más intelectual, como
si en vez de ser un estudiante de secundaria fuera un profesor
universitario en busca de datos para una investigación. El
vigilante lo observó detenidamente y lo invitó a seguirlo hasta la
biblioteca.
–Matilde, por favor –dijo el vigilante a la bibliotecaria,
que miraba al joven con curiosidad–. Aquí el caballero –Nico
percibió cierta guasa– se interesaba por Maslama de Madrid. No
sé si tendrás algo para mostrarle.
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–Gracias. Ya me encargo yo. Buenos días, ¿en qué puedo
ayudarte?
–Necesito información para un… Un trabajo de
educación para la ciudadanía sobre Madrid y he pensado hacerlo
sobre Maslama.
–Maslama –recorrió con la mirada la estancia–. Bueno,
realmente era madrileño, pero todos sus trabajos los hizo en
Córdoba. Quizás por eso no has visto nada en el museo. Si
buscas en internet encontrarás muchas referencias.
–Ya…
–En algunos de estos libros –se giró hacia las librerías–
existen citas sobre Maslama y su época. ¿Sólo quieres su
biografía o necesitas algo más?
–Si tuviera algo sobre el barrio árabe de Madrid, sería
realmente genial. Sin embargo… –Matilde inclinó la cabeza
mostrando interés para animar al joven a aprovechar los recursos
del museo–. Si tuviera el libro titulado “Picatrix” sería
estupendo.
–¿Pica qué?
–Picatrix. Acabado en x. Es uno de los libros que escribió
Maslama.
–Me resulta vagamente familiar. Aguarda –acercó la silla
al ordenador. Minutos después sonrió satisfecha–. Tienes suerte,
porque hay una edición en eBook que circula por la red. Te anoto
en esta hoja el enlace –tomó un pósit–. Si fuera para una tesis te
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diría que la traducción nunca es fiable, pero para secundaria… –
observó detenidamente a Nico–. De todas formas no sé si el
contenido de este libro se ajusta al programa de tu asignatura –el
muchacho sonrió mientras se ruborizaba levemente–. También te
voy a imprimir una página del periódico ABC del 18 de mayo de
1962 que habla sobre Maslama citando ese libro.
–Es usted muy amable, gracias.
–No hay de qué, chico. Espero haberte sido de utilidad –
le entregó la hoja del periódico con la dirección para bajarse el
libro pegada en una esquina.
Cuando Nico llegó a casa se fue corriendo al ordenador
para acceder a la copia del Picatrix. Al principio sintió un leve
desencanto porque deseaba toparse con una edición antigua, algo
así como un libro decorado con simbología del universo de
Tolkien, pero aquel archivo no era más que una copia realizada
con un procesador de textos de una traducción de un tal
Marcelino Villegas en 1978. En la sencilla portada se leía esta
frase: “Seudo Maslama el madrileño. El hijo es la esencia de su
progenitor. Ben-Arabi”. Bajo el nombre del autor se adivinaba lo
que parecía un grabado de una mano tocando una ventana de
doble hoja y otra cita: “El fin del sabio y el mejor de los dos
medios para avanzar”.
El Picatrix constaba de cuatro tratados. El primero, de
siete capítulos –tantos como planetas conocidos entonces–,
explicaba la fabricación de talismanes. El segundo versaba sobre
la astronomía y su influencia en la magia que nos rodea. El
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tercero retomaba la importancia de los astros en algo llamado
“los tres reinos”, y el cuarto tratado recopilaba recetas mágicas
de otras culturas.
Según Nico iba avanzando en la lectura del primer
tratado iba descubriendo un sinfín de hechizos para fabricar
talismanes para lograr riqueza, amor, perdón, reconocimiento u
otras aspiraciones terrenales. Fue en el capítulo 5 donde halló
algunas relaciones entre la magia y el cielo, entre los cuales
había uno muy similar al que Maslama trataba de confeccionar
sobre el esbozo del mapa de Ptolomeo: “Haz dos talismanes en
un ascendente fasto con la Luna en Tauro y también Venus, y
escribe en la primera efigie 220 números pares o impares, y en
la segunda otros 284 pares o impares. Luego colócalos
abrazados, entiérralos cerca uno del otro, y habrá amor eterno,
reforzándose el mutuo cariño. A este talismán se lo conoce como
el de los números del querer”.
Un reconfortante calor comenzó a consolar el corazón
entristecido del muchacho. Aquello era un absoluto dislate, pero
estaba decidido a ofrecer su amor a la luna y a recoger toda su
energía en uno de aquellos talismanes. Entró en internet para
buscar las próximas fases de la luna. Estaba de suerte. Durante la
víspera de la nochevieja la luna llena iluminaría Madrid para ser
testigo de su promesa de amor por Sonia. Gracias Maslama, eres
todo un amigo.
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Los aprobados “in extremis” de Zahra supusieron un bálsamo en
la relación con su madre y un inesperado crédito para disfrutar de
las vacaciones con los deberes hechos. Estaba agotada tras las
últimas semanas de estudio y trabajo en el restaurante,
condimentadas –como diría Amir improvisando sobre su
puchero– con las peleas de Nico y Sonia. Quizás había llegado el
momento de recompensarse a sí misma con un merecido premio.
¿Por qué no? No se perdía nada con intentarlo.
El despacho de Marta era un maremágnum de papeles,
muestrarios y cables. Sumergida en sus pensamientos, la madre
de Zahra se las veía y deseaba con una hoja de cálculo en la que
anotaba los gastos del Hatshepsut.
–Deberías ponerte las gafas, mamá. Acercas mucho la
cara a la pantalla.
–Casi es mejor no verlo –levanto la mirada fugazmente–.
Nunca supuse que costaría tanto emprender un negocio de este
tipo. Al menos la crisis suaviza un poco los costes, pero aún así
me estoy pasando un poco del presupuesto.
–¿Cuándo traerán las mesas del comedor?
–¡Puf! Ahora con las fiestas… Me temo que para después
de Reyes. En principio se podría abrir en febrero, pero todavía no
estoy segura.
–En ese caso… –Marta observó cuidadosamente a Zahra,
adivinando que había sucumbido a alguna trampa adolescente.
–¿Sí?
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–¿Por qué no celebrar aquí la Nochevieja? Podrían venir
tus amigas y los mías. Incluso Amir prepararía algunas cosas en
plan ensayo general. Sería como en las películas, un pequeño
avance del argumento con algunas pinceladas de…
–Estás loca, hija –siguió con sus cuentas como si Zahra
no estuviera allí.
–Entiendo, no te apetece… –¡Carguen los cañones!–. De
todos modos ya tenía otro plan –¡Apunten!–. ¿Te acuerdas de
Silvia? –Marta asintió mecánicamente mientras consultaba el
menú de ayuda del programa–. Seguro que sí, es aquella a la que
echaron tres días por hacerse unas pellas –¡Prendan las
mechas!–. Resulta que me ha invitado a la fiesta de su primo, el
de bachillerato, ese que tiene una moto y que suele parar en la
plaza. ¡Va a ser la bomba! –¡Fuego a discreción!.
–No sé qué película te has montado, pero yo no te he
dejado ir con esa gente.
–¿Cómo? –La estrategia del mal menor estaba dando
resultado–. O sea, que ni puedo organizarla yo ni acudir a la de
los demás. No sé para qué me he esforzado estos días…
–Zahra…
–…Aprobando todo, limpiando la cocina con Amir,…
–Zahra, ¿me escuchas?
–…Explicándole las dichosas matemáticas a David,…
–¡Vale! Está bien. Déjame que lo piense.
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–¿Lo harás? –Se acercó a abrazar a su madre
teatralmente.
–Aún no te he dicho que sí.
–Yo me encargaría de prepararlo todo, comprar las
bebidas, decorar el local…
–¿Puedo terminar lo que estoy haciendo?
–Claro.
–Gracias.
Zahra se alejó victoriosa hacia la puerta, mientras su
madre la observaba con una media sonrisa esbozada entre el
cansancio. Había caído en sus redes como una novata, señal de
que necesitaba descansar tras una larga jornada. Dejó el
ordenador, apagó la luz y se dirigió hacia la salida. Una máscara
de Tutankamon, hecha toscamente con escayola, la observaba
con cierto bizqueo desde un estante. Cerró la puerta y contempló
el luminoso apagado: Restaurante Hatshepsut. Lo fácil que
hubiera sido adquirir una franquicia de una pizzería, sin tantos
líos ni quebraderos de cabeza.
Caminó hacia el coche, donde la aguardaba su pavita
particular escuchando el mp3 y tecleando el móvil.
–¿Ya te lo has pensado? –Marta se puso el cinturón y
arrancó el vehículo sin contestar–. Va a ser la mejor nochevieja
de la historia, mamá –y le estampó un sonoro, e interesado, beso
a modo de postrero soborno.
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A pocos metros de allí, oculto tras un parabrisas tintado, Martín
archivaba la última grabación de datos y voz que su roedor
informático había emitido en la última hora. Hacía mucho frío en
aquel barrio, pero estaba convencido de que la paciencia, que le
faltó en Albaidalle, sería la clave de su desquite.
Según Marta y Zahra enfilaban la calle Segovia en
dirección a casa, un mensaje entró en el móvil de la joven: Hola,
compañera de espeleología. Estas vacaciones me voy a Bilbao
con mi familia a visitar a una hermana de mi madre. El día 5 de
enero hacemos noche en Madrid. Me pondré un lacito y seré tu
regalo de Reyes. Besos. Rai.
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Capítulo 26
La fiesta
Sentada en el banco de la plaza, Sonia esperaba a su mejor
amiga, con un carrito de la compra a rebosar de cotillones
comprados en la “tienda de los chinos”, lo cual la molestaba más
que la impuntualidad de Zahra, por la estampa de maruja precoz
que ofrecía a los abuelotes que tomaban el sol. Así que se
consolaba en su soledad releyendo una y otra vez las sandeces
variadas que le estaban llegando vía móvil a modo de felicitación
de fin de año. Feliz año tía. Aún faltan muchas horas, pero estoy
llamando primero a las que no se comerán una rosca en el 2010.
Besos Ana. Una gracia tremenda –pensó Sonia–. Para morirse.
Que en el 2010 tengas sexo, que los ángeles ya se sabe. ¡Feliz
entrada! Pedro –patético–. En esta noche especial que reine el
amor y que todos tus sueños… No aguantó más. Se levantó del
asiento y dio unos pasos para calentar las piernas.
Una silueta conocida bajaba hacia ella. Estaba claro que
el día prometía bastante.
–¡Hola! –dijo Nico bajando la mirada–. ¿Aún no ha
llegado Zahra? –Era obvia la respuesta.
–Pues no –aquello tenía cierto tufillo a encerrona. Sonia
no sabía que Nico iba a ayudar en los preparativos. Una cosa era
asumir que entrarían juntos en el nuevo año y otra muy distinta
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pasar la mañana colgando serpentinas mano a mano–. ¿Vienes
para lo de la fiesta?
–Igual que tú, ¿no? –El chico se sentó en el banco fijando
la mirada en el carro estampado. Un silencio espeso se hizo entre
ambos–. Has comprado muchas cosas.
–Mira, ahí viene esta pesada –Sonia se alejó del banco
caminando con celeridad en busca de Zahra. Nico se quedó
quieto confortado por el dulce aroma de la que había sido su
chica fugazmente–. Tía, ¿qué pinta Nico aquí?
–¡Hola Sonia! Lo mismo que tú.
–Me podrías haber avisado, ¿no?
–Pero si os veis todos los días en el colegio, ¿qué más te
da? Además hay mucho que hacer –hizo un gesto al chico para
que se acercara a ellas–. ¿Habéis esperado mucho? –Nico negó
con la cabeza e hizo un amago de llevarle el carrito a Sonia, a la
cual no le hacía nada de gracia aquellos típicos gestos de
machito, por lo que le lanzó una mirada desafiante.
Cuando llegaron al Hatshepsut, el cierre estaba levantado
y Amir se encontraba ya trabajando en la cocina, con la
expectación e ilusión de su debut en sociedad. Tan sólo acudirían
algunas amistades de Marta, que habían prometido pasarse a lo
largo de la noche, y unos quince compañeros de clase de Zahra,
dispuestos a imaginar que se encontraban en una macrofiesta de
esas que se anunciaban por las calles. Un público variado y
exigente para empezar.
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–¡Buenos días, Amir! –dijo Zahra asiendo al cocinero por
el brazo para presentárselo a Nico, que ya andaba algo mustio, y
a Sonia.
–Encantado de conoceros –hizo una leve inclinación de
cabeza
y
prosiguió
picando
una
cebolla.
Sonia
miró
intencionadamente a Zahra, arqueando las cejas mientras
observaba el final de la espalda de Amir bailando al ritmo de la
música. El gesto no pasó desapercibido a Nico, que salió de allí
rápidamente murmurando entre dientes.
–Vente Sonia, que tenemos que ir a buscar a Susanita…
–¿Susanita? –Era la palabra mágica de las dos amigas–.
Por supuesto.
Ya en el comedor, Zahra ofreció una silla a Sonia y se
aproximó a ella.
–Adivina quien viene la semana que viene.
–Ni idea.
–¡Rai!
–¡Tía! ¿Y eso?
–Él y su familia van a pasar por Madrid y convenció a sus
padres para pernoctar aquí y ver el ambiente navideño. Sólo
serán unas horas, pero podremos vernos –el tono de Zahra no era
lo eufórico que esperaba Sonia.
–No te veo muy entusiasmada.
–Tengo muchas ganas de verle, pero…
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–Pero…
–Recuerda que sale con una chica en el pueblo y que
quedamos como buenos amigos. No sabré como comportarme.
–Igual que lo harías con Nico, ¿no? –Zahra movió la
cabeza ante la sonrisa irónica de Sonia.
–No es lo mismo y lo sabes.
–Mientras lo sepas tú, loba mía… Estás enganchada a un
tío que no dudó en meterte en un lío de pelotas y que ahora se lo
pasa pipa con fulanita de tal. Se viene a ver a los Reyes Magos a
Madrid y les pide un triciclo, un disfraz de Spiderman y un
rollito con su amor de verano, mientras que la legítima deshoja
una margarita en la cancela de su casa pensando que su cariñito
está devorando los kilómetros pensando en ella. No irás a caer en
la trampa, ¿verdad?
–Como te pasas…
–Dime en qué me equivoco y lo retiro.
–Anda, ayúdame a inflar los globos para la fiesta.
–Para globo el que tienes en la cabeza.
Sentado sobre unas cajas de refresco, Nico observaba al gatito de
Zahra acurrucado en su cesta del almacén. Adoraba a aquel bicho
porque le hacía evocar los días felices con Sonia en Glastonbury,
cuando durante un breve lapso de tiempo creyó haber besado a
un hada que lo embrujó para siempre.
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Se acercó a Avalon y este saltó en dirección a una
portezuela que comunicaba con la escalera de las viviendas del
bloque. Nico lo siguió, temiendo que se perdiera por aquellos
recovecos, pero el animalito se había vuelto muy ágil desde el
verano y apenas podía alcanzarlo. Trepó por los peldaños hasta
alcanzar la última planta con Nico pegado a sus pezuñas.
–¿Quieres pararte de una vez? –Finalmente lo atrapó
cuando se disponía a colarse por una ventana que debía conducir
al tejado –. ¿Dónde te crees que ibas, bribón?
Cuando Nico iba a regresar al restaurante, observó unos
escalones de madera carcomida, que se encaramaban en
dirección a una trampilla por la que se vislumbraba la luz del
exterior. Dicen que la curiosidad suele matar al gato, pero esta
vez sólo le indicó un camino. Con una mano sostuvo a su
cómplice y con la otra corrió el pasador de hierro, que cedió con
alguna dificultad. El resplandor del sol le cegó por un instante.
Se encontraba en una pequeña azotea, casi cubierta por la nieve,
en la que una antena de televisión amenazaba con desplomarse
sobre el tubo de ventilación de la cocina de Amir al menor golpe
de viento. Avalon maulló de vértigo cuando Nico se asomó a la
calle para contemplar el hermoso paisaje invernal de Madrid a
través de una reja mohosa, a modo de quitamiedos, por la que se
enredaban los cables que bajaban. Sacó un papelito que llevaba
en el bolsillo en el que se leía “Luna llena. Día 31 de diciembre a
las 19:14”. Su rostro se iluminó. Si aquella era la noche escogida
para hacer su conjuro de amor, ¿por qué no hacerlo allí, cerca de
ella durante la fiesta de nochevieja? Avalon maulló aprobando su
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decisión. Sólo faltaba un pequeño detalle por resolver. Con el pié
removió los restos de nieve para ver de cerca el suelo. Se
trataban de unas losetas bastante antiguas, muchas de las cuales
estaban resquebrajadas y mordidas por el hielo y el paso de los
años. Fue probando con todas hasta que una de ellas cedió con
poco esfuerzo dejando al descubierto una placa de mortero que
se desmenuzaba fácilmente con los dedos. Sacó unas llaves del
pantalón y rascó hasta confeccionar una pequeña oquedad de
unos dos dedos de ancho, donde colocó dos monedas de euro. A
continuación la ocultó con la loseta y advirtió satisfecho como
está encajaba a la perfección. De nuevo la retiró, para sacar las
monedas, y la dejó en su sitio.
–Avalon, me has traído mucha suerte. Eres un gatito muy
valioso –ambos abandonaron la azotea y regresaron al
restaurante.
Desde la calle desierta llegaban los ecos de los cohetes y las
tracas de celebración por el año nuevo. Tras los cristales
empañados del Hatshepsut se adivinaban las siluetas de los
invitados a la fiesta, la mayoría gente del colegio. Marta departía
con unas amigas y saboreaba los aperitivos egipcios de Amir
presentados con suma cortesía por Tarek. David pasaba el rato
jugando con su videoconsola de bolsillo y ejerciendo de
discjockey improvisado, atendiendo las peticiones de los colegas
de su hermana Zahra, que andaba entretenida ejerciendo de
anfitriona ante sus amigos, delegando parte de la tarea en su “jefa
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de relaciones públicas”, cargo que ostentaba Sonia enfundada en
un trajecito negro que dejaba las piernas libres para bailar y, de
paso, para volver loco a Nico, que se perdía una y otra vez en el
camino que iba desde el tobillo a los muslos. Lo mismo le pasaba
a Álvaro, un chico de bachillerato, que se acercaba una y otra vez
a la zona de influencia de Sonia siendo ignorado repetidamente.
Eventualmente las miradas de los dos galanes se cruzaban entre
canción y canción, retándose a un duelo invisible cual leones
subastando a una hembra. Zahra iba y venía a la cocina para
darle alguna vuelta a Amir, nervioso en su primera velada.
–Está todo exquisito, Amir. Te has lucido en tu gran día.
–Gracias amiga. Gran parte del merito es de Tarek, ya
sabes. Prueba esto –le mostró una especie de croquetas verdes–.
Son rollitos de arroz y carne envueltos en repollo –Zahra probó
uno de ellos–. Algo picantes…
–¡Guau! Están deliciosos. Escucha Amir, si ya has
terminado, ¿por qué no vienes a bailar un poco con nosotros?
–No sé si tu madre… –Zahra lo tomó de la mano.
–¿Qué dices? Está tan contenta con la comida que has
preparado que seguro que te sube el sueldo. ¡Vamos!
Cuando Sonia vio llegar a su amiga, acompañada de
Amir, se desplazó hacia ambos girando sobre sí misma al son de
la música. La maniobra no pasó desapercibida a Álvaro y Nico.
Hasta el cocinero iba a competir con ellos. Aquella fue la gota
que colmó el vaso para Nico, por lo que el muchacho se alejó en
dirección a la puerta del almacén para jugar su última carta
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conjurando a la luna con la ayuda de Maslama y su tratado de
magia. Sonia se percató, con el rabillo del ojo, de la huída de
Nico y, por un instante, dudó sobre lo que debía hacer, pero justo
en aquel instante Amir puso un disco de música árabe en la
cadena para enseñarles unos pasos egipcios a Zahra y, de paso, al
resto de la concurrencia, que observaba con curiosidad la
irrupción del egipcio. El baile propuesto por el cocinero permitía
cogerse de la cintura participando todos juntos, Tarek incluido,
que hacía muchos años que no ejecutaba aquellos pasos. Marta y
sus amigas reían con ganas viendo al grupo de adolescentes
rodeando a Tarek, el cual procuraba recuperar el tiempo perdido
recordando tiempos más jóvenes.
Finalizada la canción, Amir tomó a Zahra y trató de
ejecutar con ella una danza en la que ella giraría y se movería de
izquierda a derecha, a la vez que simularía levantar el vuelo de
una falda. Al principio la contemplación del cisne egipcio y la
pata española causaron las risas de todos los asistentes y más de
una grabación de móvil para inmortalizar aquel momento tan
divertido. Poco a poco Zahra logró acompasarse con él y se
fueron formando nuevas parejas para imitarlos.
A pesar de la música y las risas, Marta pudo escuchar el
sonido del teléfono de su despacho. Por un momento su cara se
ensombreció temiendo que algún vecino estuviera molesto por la
música y hubiera llamado a la policía, porque poca gente conocía
aquel número y nadie, salvo los presentes, podría imaginar que
estuviera en el restaurante a aquellas horas.
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–¿Diga? ¡Ah! Eres tú…
Zahra seguía rodando en torno a Amir y, en una de las
vueltas, creyó ver a su madre hablando por teléfono. Estaba
demasiado seria como para tratarse de una felicitación de año,
por lo que agarró a Sonia por el codo y la invitó a ocupar su
lugar, lo cual hizo añadiendo un poco más de sensualidad a los
movimientos de su predecesora.
Marta vio a su hija acercarse y le hizo un gesto
tranquilizador.
–Es para ti, hija –y salió del despacho con el rostro
cansado.
–¿Quién es?
–Soy papá, Zahra.
–¡Hola! ¿Cómo estás?
–Te oigo muy lejos… Me encuentro bien, gracias. Sólo
llamaba para desearte feliz año, ya sabes.
–Igualmente.
–Hacía mucho tiempo que no escuchaba tu voz –se sentía
a alguien hablando en suajili al otro lado–. Estoy en una fiesta de
año nuevo, en Baraza, un complejo turístico. Mañana llevo a un
grupo de italianos en globo por la isla. No sé si llegarán a
mañana, porque tienen todos unas moñas... Bueno, no te quiero
aburrir con mis cosas. ¿Te lo estás pasando bien?
–Sí, claro… La fiesta en el restaurante está siendo un
éxito. Han venido Nico y Sonia, la chica de la que te hablé.
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–Suena genial –había tristeza y melancolía en el tono
apagado de Víctor Saunders–. Quisiera compartir contigo
momentos como ese.
–¿Vas a venir pronto? –Su padre titubeó y finalmente
suspiró.
–Sabes que me gustaría, pero aquí tengo mucho trabajo,
afortunadamente y, bueno, no depende sólo de mí.
–No te entiendo papá. ¿No puedes tomarte una semana
libre para venir a España?
–Ojalá fuera tan fácil. Tenemos una buena racha…
–Si me lo explicaras podría entenderlo, porque ya no soy
una niña.
–Lo sé, lo sé. Por eso quisiera que vinieras algún día
conmigo, aquí, a mi casa…
–¿Ir yo a Tanzania?
–¿Quién sabe? Aunque esté trabajando, tú podrías
acompañarme en mis excursiones y conocer a… Eso… Saber
más de mi vida aquí. Tengo muchas ganas de verte, grumetillo.
–Yo también, Capitán Haddock.
–No te olvides de darle un abrazo de mi parte a Moawad.
Me tranquiliza mucho saber que está con vosotras y que arropa a
tu madre en el restaurante. ¡En fin! Oye, que no puedo estar
mucho rato, que me ha dejado el teléfono el recepcionista, que es
coleguita mío. Haz el favor de llamar a tu hermano… Por cierto,
os mandé mi regalo de Reyes, espero que llegue bien.
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–Tú serías nuestro verdadero regalo, papá –al otro lado
del auricular el silencio dejaba escuchar a los italianos armando
jaleo.
–Quizás el año que viene. Paciencia.
–Vale. Un besote. Voy a por David.
–Adiós, hija.
Una enorme luna brillaba sobre Madrid cuando Zahra
salió del restaurante para caminar sola por la plaza. Desde
decenas de hogares llegaba la algarabía y las risas, mientras los
petardos resonaban por las estrechas calles del barrio árabe. Se
sentó en uno de los bancos helados y miró hacia el cielo,
evocando las nocheviejas felices con toda la familia unida.
Recordaba a su abuelo celebrando el cambio de año cada hora,
adaptándose al horario de los países que había conocido en su
vida y siguiendo los ritos propios de cada cultura. Miró el reloj:
las tres y media. También en Glastonbury tía Margaret estaría en
su altarcito hablando con la Diosa.
Una silueta se acercó a ella, enfundada en un anorak rojo
inconfundible.
–Tía, ¿qué haces aquí? –preguntó Sonia–. Te he visto
salir y me he preocupado. ¿Era tu padre el que ha llamado?
–Sí.
–Lo suponía.
Sonia rodeo a su amiga con el brazo y la acurrucó sobre
su pecho. Ambas quedaron en silencio mirando hacia el
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restaurante. Se lo estaban pasando muy bien y no iban a dejar
que los hombres les aguaran la fiesta.
No muy lejos de allí, en la azotea, Nico las observaba deseando
ser en aquel instante el motivo de las confidencias entre Zahra y
Sonia. Su mente racional había sido doblegada por el corazón y
se disponía a jugar con las fuerzas de lo desconocido para
recuperar el amor perdido.
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Capítulo 27
El conjuro a la luna
Aunque había descendido mucho la temperatura, Nico no supo –
o no quiso–, explicarse el origen de su temblor cuando retiró la
baldosa. Sacó de su bolsillo las dos fichas de madera, una blanca
y otra negra, que había sustraído de un juego de las damas que
conservaba en el trastero de su casa. Sobre ellas, ayudándose de
una navaja, había grabado el número 220 junto al nombre de
Sonia en la blanca, y el 284 con el suyo en la negra. Tal y como
había leído en el Picatrix, debía colocar ambas fichas abrazadas,
así que puso el reverso de su ficha sobre la de ella y las depositó
con delicadeza en el pequeño espacio. Junto a ellas necesitaba
algún objeto que perteneciera a Sonia, pero no encontró ningún
recuerdo que cupiera en aquel diminuto espacio, por lo que optó
por doblar una copia de la fotografía de Sonia en el Tor. Luego
miró hacia la luna llena y entonó la frase que había traducido
Tarek de la caja que contenía el amuleto del amor eterno: “En el
nombre de Dios, cuya luz muestra lo que hay tras los velos. Que
de la nada hace surgir la existencia de las criaturas y las cosas.
Que es la fuente del día y la noche, y de cuyo poder surge el
destino de los hombres”. Situó la loseta en su sitio y sonrío al
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cielo. Un soplo de aire frío lo invitó a regresar abajo. Aunque en
el fondo reconocía que todo aquel rito no era más que un juego
para consolar su alma entristecida, le pesaba la sensación de
haber fracasado ante un revés emocional no resuelto.
–Hay que joderse… –dijo para sí según bajaba la
escalera–. Aquí jugando como un crío.
Entonces apareció ella.
–¿Qué hacías ahí arriba? –preguntó Sonia.
–Nada –¿Estaba funcionando el encantamiento? Tenía
que ser una casualidad.
–¿Nada? Esta es la fiesta de Zahra y tú su mejor amigo,
así que no te amuermes, ¿quieres? –se volvió y descendió unos
peldaños mostrándole el camino.
–No.
–¿Cómo qué no? –Retrocedió y se aproximó a él
desafiante–. No te entiendo... Sé que todo esto es por mí, y
créeme si te digo que lo siento de veras, pero no puedes
encerrarte así en ti mismo. Si no lo haces por ti hazlo por
nosotras.
–¿Por vosotras?
–Sí Nico. Te queremos mucho y te necesitamos a nuestro
lado como antes. Para mí eres un tesoro que quisiera conservar –
Sonia giró la cabeza hacia la azotea, ocultando sus ojos
emocionados–. Somos muy jóvenes y, como dice la tutora,
estamos cambiando cada día. No somos los mismos de
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Glastonbury ni los mismos que entraron hace unas horas a la
fiesta. Debemos crecer, mirarnos en el espejo cada día para
reconocernos, y eso requiere tanto esfuerzo –tomó con cariño las
manos del muchacho–. Ni siquiera sé si me quiero a mí como
para saber lo que siento por ti. ¿Me entiendes?
–Yo sí lo sé.
–No es tan simple –se separó con cuidado de él y dejó
que una lágrima furtiva se escapara de sus ojos. Para no mostrar
debilidad ante él se alejó en dirección a la azotea–. Déjame un
rato sola, ¿quieres?
Así que eso era todo. El poder del talismán, o la euforia
de la fiesta, había posibilitado que Sonia acariciara el alma de
Nico, mostrándole sus emociones como quien contempla una
estrella fugaz. Quizás ella tuviera razón, pero también sus
palabras animaban a vivir el momento. Carpe Diem. Entonces
miró hacia arriba y adivinó la sombra de Sonia, esculpida por la
luna, derramándose entre la oscuridad y tocando con sus dedos
su rostro, y supo que ella lo esperaba, y que la magia del Tor
todavía era dueña de su voluntad, por encima de cualquier
encantamiento o hechizo.
–Soy un perfecto memo –y galopó sobre la escalera en
busca de ella.
De espaldas a la puerta, el cuerpo de Sonia se recortaba
inmerso en el resplandor lunar, mientras dos diminutos pajarillos
parecían revolotear tras ella. Algo no cuadraba en la escena.
Miró hacia el suelo y se sorprendió al encontrarse el refugio de
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sus amuletos abierto, mostrando tan sólo unas cenizas humeantes
de lo que fuera la imagen de Sonia. Ni rastro aparente de las dos
piezas de madera. A no ser que…
No, no eran dos pajarillos los que flotaban en el aire, sino
dos pequeños discos sostenidos en el vacío, como plumas
acunadas por un aliento invisible, una presencia que se intuía en
el ambiente. Con un rápido movimiento reflejo, Nico atrapó una
de las fichas, provocando la caída inmediata de la otra y el
inesperado desvanecimiento de Sonia. Apenas tuvo tiempo de
sujetar su cabeza para que no se golpeara. Su rostro estaba tan
blanco como el día de Stonehenge, pareciendo que las hadas
hubieran acudido a la fiesta de Zahra para tomarse las uvas y
volver a danzar en su círculo.
Una nube negra oscureció más la madrugada durante
unos instantes, tras lo cuales Nico observó atónito las dos fichas
de madera en su mano. Los números seguían ahí, pero los
nombres de los amantes habían sido borrados con fuego, dejando
sus trazos carbonizados.
La fiesta estaba en su apogeo cuando Zahra vio a Nico acercarse
exaltado hacia ella, seguido de Sonia gritándole no sé qué de una
paranoia. Estaba claro que no iban a dejarla en paz ni en
nochevieja.
–Han vuelto, Zahra –dijo el muchacho elevando el tono
de voz para vencer a la música egipcia de Amir.
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–No le hagas caso. Es que ya no sabe que inventarse para
que lo escuchen –aclaró Sonia.
–Se ha desmayado, Zahra, y no recordaba nada. Como
este verano.
–Vale, callaos los dos de una vez. Vamos abajo para
poder hablar.
En el almacén olía a humedad, porque todavía estaba
fresco el cemento. Zahra sentó a Nico sobre un cajón de frutas y
a Sonia en un barril de cerveza, quedándose ella de pie frente a
ellos, con los brazos cruzados y dispuesta a cantarles las cuarenta
a los dos.
–¿Sabéis? Empiezo a cansarme. En serio. Con lo bien que
lo pasamos en tercero y este curso parece que está maldito…
¿No os dais cuenta?
–Eso es lo que trato de decirle a Sonia, pero no me quiere
escuchar.
–¡No digas más tonterías! –gritó la aludida.
–¿Qué es lo que os pasa? –Nico se acarició el cuello y
mostró una mirada culpable que su amiga Zahra conocía muy
bien–. Vale. Dime lo que has hecho.
–Pues… ¿Recuerdas todo lo que me contaste sobre el
mapa de Maslama?
–Claro.
–¿Qué mapa? –preguntó Sonia.
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–Lo que encontramos en el sótano.
–¡Ah! Lo del señor árabe ese que guardaba tesoritos…
–El mismo. ¿Qué pasa con eso, Nico?
–He investigado lo de los números de la caja, así como
otros encantamientos que Maslama recopiló en un libro. Había
uno de ellos que hacía referencia a los números 220 y 284. Se
llamaba talismán del amor eterno…
–No me lo puedo creer…–Sonia se levantó muy nerviosa,
caminando sin sentido por la estancia–. No tienes remedio, tío.
–Déjale hablar, ¿quieres? Sigue, Nico.
El joven les contó todas sus andanzas, desde su visita al
Museo Municipal hasta el momento en el que encontró a Sonia
en la azotea. Las dos amigas lo contemplaron en silencio sin
saber si reír o llorar ante la ocurrencia de Nico. Finalmente Zahra
esbozó una sonrisa y miró alternativamente a la pareja. Sonia no
parecía ver nada divertida aquella historia: –¿Me estás diciendo,
perfecto melón, que me has hecho un encantamiento como si
fueras una especie de brujo? ¡Por Dios! Estás peor de lo que
pensaba…
–No deja de ser romántico –añadió Zahra conteniéndose
la carcajada.
–Lo siento Sonia, de verdad.
–Está bien –Sonia hacía un esfuerzo por centrarse y
retomar el control de la situación–. Estábamos de fiesta, ¿no es
así? Olvidemos todo lo que ha pasado y subamos a bailar –
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avanzó hacia la puerta y está se cerró con estrépito. Se acercó a
girar el picaporte, pero estaba atrancado.
–¿Qué pasa? –preguntó Zahra borrando de su cara la
expresión divertida de antes.
–No sé, la puerta…
Entonces una brisa helada como el hielo cruzó el sótano
desde lo que fue el aljibe hasta el techo, apagando la bombilla
que colgaba de un cable polvoriento. Los tres amigos se
quedaron de piedra.
–¿Quiénes te han hecho la reforma? ¿Manolo y Benito? –
preguntó con impaciencia Sonia.
–Espera que saque el móvil –Nico encendió el teléfono
para alumbrarse–. ¡Mierda! Debe estar sin batería.
–Pues el mío tampoco funciona –descubrió Zahra
extrañada–. No puede ser, si lo cargué antes de…
El gritó de Sonia resonó en toda la estancia. La tenue luz
que se colaba por la rendija apenas permitió a Zahra ver como su
amiga se derramaba literalmente sobre la pared, deslizándose en
un murmullo inaudible mientras Nico se abalanzaba entre la
oscuridad al rescate de la chica. En cuestión de segundos la
cabeza inerte de Sonia descansaba sobre los brazos de sus
compañeros, que se preguntaban inútilmente qué estaba
sucediendo.
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Entonces la luz regresó y un ligero crujido surgió de la
cerradura de la puerta. Nico tenía razón. Sonia tenía la misma
cara que cuando visitó el reino de las hadas meses atrás.
La sopa caliente que Amir ofreció a Sonia le supo a gloria. Como
en Inglaterra, la joven recuperó su buen color rápidamente, por lo
que el cocinero los dejó solos entre los fogones y regresó a la
fiesta. Zahra le recordó que no debía decirle a nadie que Sonia se
encontraba algo mareada.
–¿Y bien? –preguntó Zahra acariciando la cabeza
sudorosa de Sonia –. ¿Qué ha pasado?
–Nada.
–¿Nada?
–dijo
Nico
preocupado–.
Sufriste
otro
desvanecimiento. Deberías ir al médico.
–Estoy bien, de verdad –se le notaba impaciente y con
ganas de zanjar el tema–. Álvaro traía una petaca y, bueno, tomé
un buchito de alcohol. Eso es todo.
–Álvaro es un imbécil –sentenció Nico-. Si tu madre se
entera…
–Luego hablaré con él –dijo Zahra retomando la
conversación-. Pero ahora, dime, ¿por qué gritaste?
Sonia dudó un instante y luego negó con la cabeza.
–Fue el alcohol, tía. Nada más. El delirio ese…
–¿De qué hablas?
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–Pues eso, que vi a la mujer esa, allí enfrente –Nico y
Zahra se miraron sorprendidos.
–¿Qué mujer, Sonia? –insistió Zahra.
–Cuando estábamos en el sótano vi a una dama vestida
con un traje blanco, muy lujoso, sentada en un trono. Junto a ella
había otro trono vacío. Sus ojos estaban apagados, de un color
gris perla, muy opaco. Se giró hacia Nico –el muchacho se
removió inquieto en el taburete de la cocina– y extendió sus
manos mostrando en cada una algo así como… –trató de dibujar
algo en el aire con poco éxito–. No dejaba de pronunciar unas
palabras en otro idioma.
–Toma –Nico le tendió un bolígrafo y un cuaderno que
usaba Amir para anotar las recetas de Tarek–, intenta dibujarlo.
Sobre el papel fueron surgiendo dos semicírculos asimétricos de
180º, uno como una luna creciente y el otro menguante.
–Luego juntó las manos y una esfera brillante me cegó
ocultando tras ella a esa señora.
–¿Qué decías que tenía la petaca de Álvaro, bonita? –dijo
Zahra para quitarle hierro al asunto.
–Esperad un momento –Nico se levantó y comenzó a
pasear alrededor de la mesa de la cocina–. La oración del Corán.
¿Recuerdas lo que ponía en la caja de Maslama, Zahra? –La
chica se encogió de hombros a la vez que abría los ojos
indicándole inútilmente a Nico que abandonara el tema de una
vez–. “La hora se acerca y la luna se ha partido en dos. Si ven
un signo se desentienden y dicen: es magia persistente”.
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–¿Qué es eso? –preguntó Sonia.
–Se trata del milagro del fraccionamiento de la luna.
Estuve leyendo algo sobre el tema cuando me documentaba
para… –Nico se sintió avergonzado al recordar sus intentos de
lograr el amor de Sonia mediante brujería–. Eso, ya sabéis, lo de
las fichitas –se ruborizó ligeramente–. Se trata de un milagro del
profeta Muhammad. Separó la luna en dos mitades exactas para
demostrar a la gente que lo escuchaba que él era en verdad un
enviado de Alá. Eso debía interesar mucho a Maslama, ya que
era astrónomo.
–Si no me he perdido… –comentó Zahra–. ¿Estás
relacionando el conjuro de los amuletos con las dos mitades de la
luna?
–Algo así. Es como esos colgantes que representan un
corazón dividido en dos partes y que encajan a la perfección. Dos
mitades, dos números, dos discos…
–Esperad, aprendices de Harry Potter –interrumpió Sonia
con mal humor–. Os prometo no beber nunca más, ¿de acuerdo?
–Sonia lleva razón Nico –concluyó Zahra–. Estamos
como en Glastonbury, dejándonos llevar por la excitación de lo
ocurrido.
–Lo sé, ya sabes lo que pienso de estas cosas. Son todo
supercherías.
–Pues podrías haberte ahorrado la escenita de arriba, rico,
que una ya es mayorcita como para que la engatusen con
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abracadabras y lunitas. Así que vamos a terminar bien la fiesta,
gente.
–Está bien Sonia, pero ahora voy a tener unas palabritas
con Álvaro –y los tres se alejaron en dirección al comedor, desde
el que llegaba el sonido de la alegría por el nuevo año.
Sumido en la oscuridad de su habitación, Martín hacía un
desesperado zapping buscando algún programa que no fuera un
especial de nochevieja ni la película “¡Qué bello es vivir!”.
Bebió un trago de la botella que había comprado en una tienda de
alimentación, regentada por una familia de chinos que parecían
ajenos a la algarabía de la capital.
Su pecho latía con fuerza, como un animal que se
encontrara ante un peligro del que sólo quedara una última
oportunidad de escapar. Tomó el teléfono, cuya pantalla le
iluminó los ojos enrojecidos, y marcó el número abreviado que
tantas veces había usado antes de ser humillado en la cueva del
senet. La bronca voz de Menéndez surgió de forma abrupta en su
interior: –Creo que te dejé bien claro que no quería volver a
saber de ti. No me digas que llamas para felicitarme el año,
porque entonces pensaré que además de ser un inútil eres
también un tonto del culo.
–Perdone jefe, sólo quería…
–No soy tu jefe, ni siquiera se me ocurre un motivo para
no colgarte.
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–En cierto modo es verdad que llamo esta noche para
darle un regalo de año nuevo.
–No me toques las pelotas, ¿quieres?
–¡Espere! Tengo algo sobre Marta Giménez que ni se
puede imaginar –se hizo un silencio que Martín interpretó como
una tregua.
–Si es sobre el senet o el amuleto que lleva la niña, llegas
tarde. Es un asunto que tengo pendiente, pero todo tiene su
momento.
–¿El amuleto? No, deje que le cuente…
–Tienes veinte segundos para provocar mi interés.
Veinte… Diecinueve…
–La familia ha montado un restaurante en Madrid, algo
sencillo, de temática egipcia, aprovechando algunos de los
enseres de Albaidalle.
–¿No querrás que vaya allí a cenar y a presentarles mis
respetos?
–Los he estado espiando y he descubierto algo que le
puede fascinar a un coleccionista de mapas antiguos –se escuchó
el suspiro de impaciencia de un aburrido Menéndez–. El
inmueble está situado en el antiguo barrio árabe de Madrid.
Durante la reforma encontraron una cajita con un boceto de un
mapa, una copia en lengua árabe procedente de la traducción del
planetario de Ptolomeo…
–Querrás decir planisferio, burro…
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–Eso, planisferio. Creo que lo guarda bajo llave en el
despacho de ella, en el restaurante.
–No existen copias en árabe del planisferio de Ptolomeo,
aunque sí creo recordar… ¿Cómo se llamaba el moro aquel de
Córdoba?
–¿Maslama?
–Sí, Maslama, me suena ese nombre, pero ¿qué sabes tú
de historia árabe?
–Es el autor del mapa, eso entendí.
–Escúchame bien, Martín. Si eso que me estás diciendo
es cierto, ese mapa, o lo que quede de él, es único en el mundo.
Me extraña que lo tenga Marta Giménez.
–Ya le he dicho que estaban haciendo obras y…
–¡Silencio! Déjame pensar… Conozco personas que
pagarían miles de euros por ese trozo de papel. No sería difícil
colocarlo.
–Aunque la obra ha finalizado, el contratista no volverá
hasta el día cinco por la tarde. Ese día Marta Giménez ha
quedado con él para comentar los retoques de última hora.
Supongo que Moawad estará con ella.
–¿Cómo? ¿Todavía anda ese por España?
–Así es. Ese día les haré una visita y me llevaré el mapa.
–Bien, bien… Si lo consigues quizás me plantee de nuevo
que trabajes conmigo –Martín apretó el puño en señal de
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victoria–, pero si vuelves a fracasar esta habrá sido la última vez
que hablamos.
–No le fallaré. Tendrá el mapa de Maslama en sus manos
dentro de unos días.
–Por cierto. Si te topas con la niña, fíjate si lleva el
medallón de plata, el de los dos círculos que se cortan, como esos
conjuntos que forman una intersección, aquello que vimos en
matemáticas cuando éramos niños. Es una especie de amuleto
pagano, relacionado con ritos de brujería. Me interesa.
–Veré lo que puedo hacer.
–Pero, sobre todo, quiero ese mapa. No me importaría
quitarle el colgante a la niña con mis propias manos más
adelante.
–Muy bien. Gracias por esta oportunidad, señor
Menéndez.
–Ya lo sabes. Ni un error más –y colgó el teléfono.
Saboreando una copa de champán, el coleccionista de
arte observaba el mar tenebroso aquella madrugada destinada a
nuevos propósitos. Recordó el día en el que perdonó a Martín
como un momento de debilidad. ¿Quién le iba a decir que
todavía le sería útil?
Nadie se había burlado de él hasta la fecha y aquellos que
lo intentaron tarde o temprano pagaron su precio. Las doce
campanadas habían marcado la hora de pasarle factura a los
Saunders.
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Capítulo 28
La esencia enamorada
Los primeros rayos de sol del 2010 se emboscaron en la estrecha
calle de San Ginés, cuyos alrededores se habían transformado en
un vertedero de vasos vacíos de chocolate y servilletas
embarradas por el suelo. Nico caminaba delante de sus amigas,
en dirección a la calle Arenal, pateando uno de aquellos vasos,
mientras recordaba su patético intento de realizar magia en una
azotea, acusando una punzada en su autoestima por haberse
comportado como un niño pequeño, incapaz de asumir que le
han birlado su juguete. Por si fuera poco, Sonia había cogido una
pajita del mostrador y había salido a la calle usándola como
varita mágica para perpetrar conjuros a diestro y siniestro, por lo
que las risas de las chicas reforzaban su patetismo.
–Muy divertido, ya lo sé. ¿Os queda mucho?
–No sé. Aún no pareces una rana –comentó Sonia unos
metros atrás agitando la pajita–, pero estoy en ello. Escucha
Zahra: Ranus Nicolarus, que el poder de las dos lunas te
transforme en batracio –las dos rieron con ganas.
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–Ja-ja-ja. Sois muy graciosas, me troncho.
–No te mosquees, Nico –dijo Zahra–. Sólo es una broma.
–La primera vez vale, pero ya os estáis rallando. Lleváis
casi toda la noche con la chorradita.
–La verdad es que algo verde si se está poniendo –añadió
Sonia al ver el acaloramiento de Nico.
–¡Bah! Déjalo ya. Eres nuestro príncipe –Zahra corrió
hacia el chico y lo tomó del brazo, dándole un sonoro beso en la
mejilla–. No te enfades, ¿quieres?
–No me enfado, pero es que…
Los alrededores de la plaza de Tirso de Molina eran un
muestrario de zombies resacosos buscando su autobús o
procurando no confundir cualquier sumidero con la boca de
metro. Zahra sintió cierta inquietud por dejar a su amiga volver
sola a casa.
–Tranquilos. Hay mucha gente. En quince minutos estoy
allí. ¿A qué hora quedamos para limpiar?
–No hace falta que vengáis. Somos muchos.
–No rica, que aquí todos pringamos.
–Sonia, tiene razón. ¿Te parece bien a las cinco?
–Bien, pero para dar una vuelta por el centro.
–Ya veremos –dijo Sonia mientras comenzaba a bajar al
metro–. Bueno gente, yo me abro, que estoy que me caigo.
Luego nos vemos en el restaurante.
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–¿No quieres que te acompañe? –preguntó Nico
adivinando en el gesto de impaciencia de Sonia la respuesta.
Tras dejarla en Tirso de Molina, Zahra y Nico se
dirigieron a la parada del autobús. Zahra seguía asida al brazo de
su mejor amigo. Apoyó la cabeza en su hombro y observó su
perfil mustio.
–¿Cómo estás?
–Ese sueño que tienen algunas personas en el que están
desnudos frente al público, ¿te suena? –Ella asintió–. Pues
mucho peor. He hecho el ridículo delante de ella. Siento tanta
vergüenza que…
–Nico, parece mentira que no la conozcas todavía –se
detuvieron en la dársena de la línea de su barrio–. Estoy segura
de que en el fondo a ella le ha halagado lo que has hecho… No
sé, es muy tierno intentar conjurar a la luna por ella.
–¿Tierno? Es lo más patético que he hecho en mi vida.
–¡Anda! ¿Y es que los demás no tenemos un curriculum
lleno de pifias?
–Sonia no creo que haya hecho nada tan pueril como lo
mío.
–Me va a matar por contarte esto –dijo Zahra con ojos
traviesos–. Todo sea por la causa…
–¿El qué?
–Con doce años Sonia se enamoró de uno de los
cantantes de Operación Triunfo y fue con su abuela a la puerta
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del hotel durante la gira. Cuando los cantantes bajaban hacia el
bus, todas las chicas gritaban histéricas delante de la cámara de
televisión. Pues bien, días más tarde apareció en el programa, en
hora de máxima audiencia, el vídeo del hotel en el que se veía a
Sonia gritándole al fulano que era un tío bueno, con su abuela
emboscada tras ella y una buena muestra de acné en la cara.
–¡Qué fuerte! –El muchacho recuperó la sonrisa, no por
la anécdota, sino por el esfuerzo de Zahra por animarlo–. No me
la imagino.
–Pues ya ves. ¡Cómo le digas que te lo he contado, te
mato!
–Ya viene mi bus –Nico miró con cariño a su compañera
de tantas aventuras en la infancia y ahora portadora de sus
secretos–. Eres lo mejor, Zahra.
–Descansa. Luego nos vemos –y se dieron un abrazo de
despedida–. ¡Feliz año, Mr Potter!
–¡Feliz año, Hermione!
Mierda. El metro enfilaba el túnel dejando el andén desierto.
Sonia se aproximó inútilmente hacia el panel de horarios,
sabiendo que en esas festividades la frecuencia de paso
disminuía, y más en Año Nuevo. Resopló, añorando su cama
para gozar de una siesta escandalosa, y se sentó a esperar. Frente
a ella una pandilla de talluditos hacía el ridículo, con unos
cuernos de ciervo adornando su cogorza, delante de una mujer
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que dirigía al grupo con los tacones en la mano. En aquel
momento se imaginó a sus padres en actitud similar con sus
amigotes en la sala de fiestas. De vergüenza ajena, como cuando
sus profesores bailaban Grease en la gala del colegio. El metro se
adentró en la estación para recoger a los tipos de los cuernos,
devolviendo la tranquilidad a su espera. Silencio.
Una parejita se sentó unos metros a su derecha,
acurrucándose el uno en el regazo de la otra. Inevitablemente lo
asoció a Nico, tan dulce y atento, pero con la madurez de una
bellota cuando se trataba de gestionar sus sentimientos. A pesar
de todo, si quisiera salir con un chico, lo elegiría a él, pero no era
lo que necesitaba en ese momento. La vida se mostraba llena de
oportunidades y experiencias nuevas, por lo que no deseaba
llevar lastre por ahora.
Los minutos pasaban. El eco lejano del tren acercándose
surgía de las fauces del túnel. Entonces lo percibió. Fue algo
fugaz, casi inapreciable, pero creyó notar que las puntas de unos
dedos habían acariciado su cuello. Un escalofrío recorrió su
espalda al comprobar que seguía sola en el banco. Giró la cabeza
bruscamente por si alguna rata hubiera osado abandonar las vías
para conocer mundo. Nada. Debía ser el agotamiento de la fiesta
que se manifestaba en forma de hormigueo.
La entrada del convoy era inminente, por lo que fue a
incorporarse. Sin motivo aparente, su cuerpo estaba trabado
sobre el asiento, como si sus músculos no obedecieran. La voz
no le salió de la garganta cuando descubrió aterrada que decenas
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de manos blanquecinas, surgiendo del suelo y la pared, sujetaban
sus piernas, hombros y brazos. El metro hizo su aparición
provocando su liberación y precipitándola hacia las vías,
quedándose a unos pocos centímetros del borde, por lo que el
conductor tocó el silbato al pasar junto a ella. Sonia gritó y miró
hacia el banco solitario. Entonces una nueva mano la sujetó del
codo, a lo que ella reaccionó cayendo al suelo sin darse cuenta de
que esta vez era el chico de la parejita, que se había acercado a
ella al verla gritar.
–¿Estás bien? –le dijo.
–Sí, eso creo –y entró corriendo en el vagón.
El conductor se asomó desde su ventanilla moviendo la
cabeza en señal de desaprobación, dando por seguro que todo se
debía a los excesos de la fiesta. Sonia se acomodó en una fila de
asientos. Junto a ella viajaban los dos novios, que murmuraban
sobre ella, y un hombre de mediana edad de gesto aburrido. El
tren arrancó y prosiguió su marcha hacia la estación de Sol, con
Sonia sujetándose la cabeza con las manos, reconociendo que en
su interior algo no iba bien y que lo que le estaba pasando
aquella noche no se debía al sorbito de la petaca de Álvaro.
Algunos pensamientos funestos sobre su salud pasaron
rápidamente por su mente, desde una esquizofrenia hasta el
tumor cerebral, sin descartar la herencia genética de su
bisabuelo, aquel que buscaba agua con un palito por el campo.
Frotó sus ojos queriendo despertarse de aquel mal inicio de año,
pero de nuevo regresó la pesadilla.
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Ahora Sonia se encontraba sentada en una tosca silla de
madera coronada por una barra de metal a modo de asidero y
girada en el sentido de circulación. Sobre ella una mortecina
bombilla oscilaba dentro del farol de metal del techo. Una mujer,
cubierta por una toquilla, de mirada perdida y fija en el suelo,
sujetaba a un bebé en el asiento contiguo. Al fondo del vagón, un
hombre vestido con un sucio uniforme, viajaba con la mano
apoyada en una palanca de la pared, moviéndose al compás del
traqueteo. Olía a pobreza y desinfectante. Se levantó
sobreponiéndose al mareo que trataba de vencerla y observó
como algunos campesinos armados la acompañaban en el viaje,
así como otra madre enlutada con un chiquillo de la mano. En
ese momento la débil iluminación de Sol penetró en el convoy
como una diminuta posibilidad de escapar de la pesadilla. El tipo
del uniforme hizo girar la palanca para abrir las puertas, dejando
a la vista el desolador paisaje de decenas de refugiados de los
bombardeos del bando nacional acampados bajo la bóveda
protectora. Aunque se vislumbraba el letrero de la parada de Sol
entre los enseres y los sacos, Sonia estaba convencida de no estar
allí, al menos en el año 2010. Un murmullo, proveniente de los
vomitorios de salida, fue en aumento hasta distinguirse el eco de
una sirena, capaz de solapar en intensidad los chirridos del tren.
Gritos, idas y venidas, sacos que pasaban de mano en mano
atrapando a la joven en el inesperado tumulto de los ciudadanos
que buscaban cobijo ante la caída de las bombas áreas. Corrió en
dirección a la salida, siendo empujada y zarandeada por querer
escapar hacia un infierno que ella consideraba al menos más real.
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Cuando Sonia logró alcanzar el hall, se topó con unas
antiguas taquillas empotradas,, con sus verjas abiertas para
facilitar que todas las personas pudieran alcanzar el andén cuanto
antes. Una terrible detonación hizo vibrar el techo, mientras ella
trataba de deslizarse por la pared para no ser pisoteada. Un
miliciano, de rasgos difusos y borrosos, la cogió del brazo y le
afeó su actitud por entorpecer la operación.
–¿No has oído la alarma? –exclamó regalando a Sonia un
amargo aliento a tabaco de picadura requemado.
Cuando finalmente logró salir al exterior, un fuerte
fogonazo la cegó, cayendo sin sentido al suelo. En su
subconsciente creyó escuchar voces que se arremolinaban para
ayudarla, gritando algo sobre un médico. Unas siluetas ocultaron
paulatinamente la claridad del sol y entre ellas surgió la
presencia dulce y sosegada de una mujer vestida de blanco que la
tomó de la mano. La misma del sótano del restaurante. Su rostro,
triste e inmóvil, se asemejaba al de una muñeca de porcelana
desconchada, en la que un certero golpe hubiera partido la frente
en dos. Unas palabras en árabe surgían de la boca sellada de
aquella aparición, penetrando por el corazón de Sonia hasta
transformarse en un mensaje comprensible para su alma: –Te
extraño. ¿Dónde estás? ¿Por qué me has abandonado? ¿He
hecho algo mal además de amarte? Sé que tus besos jamás me
pertenecerán y entiendo que en tus ojos no me he de ver jamás,
pero espero que no hayas dejado de quererme, porque sé que lo
nuestro es imposible, pero verdadero. Aunque estemos lejos,
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siempre que quiera encontrarte, te buscaré donde eternamente
estarás: en lo más profundo de mi lastimado corazón.
Entonces Sonia sintió una bofetada en la mejilla y de
nuevo los primeros rayos del amanecer quemando sus pupilas.
Alguien estaba tratando de hacerla volver en sí, sin saber que en
aquel momento la joven se encontraba totalmente consciente en
algún lugar perdido entre el presente y el pasado.
Los ojos cansados de un sanitario fueron los primeros que
vio Sonia cuando recobró el conocimiento.
–¡Vaya nochecita que llevamos! –le dijo– Hay que saber
beber, guapa.
La máquina bufaba mientras Amir preparaba los cafés. En una
mesita de la esquina, Nico y Zahra observaban preocupados a
Sonia, que permanecía con la cabeza escondida entre los brazos
y apoyada sobre la mesa. Lo que les había contado era aún más
difícil de creer que lo de la fiesta.
–Nico tiene razón, tía. Debió sentarte mal algo que
tomaste anoche y… No sé, el cerebro es un misterio.
–De todas formas tendría que verte un médico –añadió
Nico ante la reprobadora mirada de Zahra–. Lo digo por si tienes
algún problema de azúcar o algo así.
Sin moverse un músculo, Sonia emitió una especie de
gruñido que venía a decir algo así como basta de chorradas y
vamos a afrontar el tema de una vez. Con gran dificultad, la
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mirada ojerosa de Sonia asomó de su madriguera y miró
alternativamente a sus amigos.
–La culpa es tuya, Nico –y regresó a su estado inicial.
–Esa es buena. Sigues empeñada en que el conjuro de
magia árabe en la azotea es la causa de todo –dijo el muchacho
sintiéndose abrumado.
–Sonia, ¿desde cuando Nico es capaz de invocar a los
fantasmas? Piensa un poco. Tiene que haber otra explicación –
llegó Amir con la bandeja y se dispuso a servirles.
De nuevo Sonia abrió el caparazón, pero esta vez levantó
más la cabeza buscando a Amir, que regresaba tras la barra para
seguir secando los vasos de la fiesta. Antes de que Sonia llamara
al cocinero, Zahra adivinó sus intenciones.
–¡Sonia…!
–Amir, chato. ¿Puedes venir un momento?
–No irás a…
–Déjame un momento, ¿quieres? La tía del sueño hablaba
en árabe, ¡y la entendí! Te puedo asegurar que no tengo ni papa
de esa lengua. Además, llevo un buen rato escuchando vuestras
opiniones y sigo pensando que el Maslama ese de los mapitas es
el causante de todo –lanzó a Nico una mirada capaz de helar un
soplete–. Bueno, sin menospreciar las habilidades de aquí, el
abracadabrante Grandalf.
–Dime Sonia –contestó Amir acercándose a la mesa.
–¿Puedes sentarte un momento con nosotros?
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–Esto confirma que no estás bien –dijo Zahra
acomodándose en la silla para asistir a la absurda escena que se
iba a desarrollar.
Amir escuchó con asombro el relato de Sonia, casi sin
pestañear, procurando no perderse detalle alguno. Nico no paraba
de marear el café con la cucharilla sin saber donde meterse.
Cuando Sonia acabó, los tres miraron expectantes a Amir. Hasta
el propio Avalon alzó el cuello desde su cesta para ver que se
estaba cociendo allí.
–No se debe jugar con los muertos –sentenció Amir–. Yo
he oído historias pavorosas sobre jóvenes que creyeron que se
podía conjurar a los antepasados para echarse unas risas con los
amigos y luego sufrieron castigos terribles.
–Si lo dices por lo de hacer el tonto con la ouija, por ahí
hemos pasado todos –dijo Zahra procurando quitarle importancia
a la opinión del cocinero.
–En mi cultura existe gente capaz de invocar a las fuerzas
del más allá, adueñándose de voluntades y logrando la capacidad
de manejar el destino de las personas –susurró Amir mirando a
su alrededor con aura misteriosa.
–Si pretendes asustarme te diré que por aquí lo llaman
mal de ojo y se cura con un par de ajos –dijo Sonia moviendo la
cabeza impaciente–. Lo que quiero saber es si conoces alguna
forma de comprobar si hay relación entre el hobby de Nico –el
aludido depositó la taza con estruendo, sin argumentos para
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protestar– y la aparición de una mujer enamorada que se pasea
por mi sesera recitando en árabe.
–Yo no puedo asegurarlo, aunque ya te digo que mis
mayores cuentan historias y...
–¿Conoces a alguien que pueda ayudarnos? –interrumpió
Sonia.
–Creo que sí –de nuevo Amir bajó la voz para hacerse el
interesante, pero no te saldrá gratis. Preparad un sobre con dinero
a modo de ofrenda.
–Mientras no me pida el alma... Esa carta la tengo
reservada para aprobar la prueba de acceso a la universidad.
–Se trata de un célebre oráculo que vive en mi barrio.
–Genial, ¿nos llevarás? –preguntó Sonia
–No me lo puedo creer –dijo Zahra con un tono
responsable que se contradecía con su propia expresión
ilusionada ante la aventura.
–Genial. Si me ayudáis a limpiar este desastre os
acompaño y damos un paseo hasta allí.
Los vasos sucios y la perspectiva de visitar la guarida de un
hechicero prolongaban la sensación de Nico de estar sometido a
una penitencia por sus pecados contra la razón. ¿Quién le
mandaría a él ponerse a jugar con la luna?
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Capítulo 29
El mago de Lavapiés
La antigua judería de Madrid era ahora un barrio mestizo, en el
que convivían vecinos de decenas de países. Si tras la Guerra
Civil Lavapiés se convirtió en un refugio para miles de personas,
de avanzada edad y pocos recursos, sus viviendas en corralas
también supusieron un techo donde cobijarse para muchos de los
extranjeros que fueron llegando a la capital en los años ochenta,
buscando rentas asequibles y locales baratos en los que
emprender sus negocios.
La noche estaba cayendo cuando los cuatro jóvenes
salieron de la boca del metro. Amir hizo un gesto para que lo
siguieran y se fue internando por las estrechas calles, donde el
aroma de las especias, emanadas por los restaurantes, las tiendas
de mayoristas y la acumulación de polvo en algunos portales,
evocaban mercados míticos como Khan el Khalili de El Cairo o
el Gran Bazar de Estambul, pero a una escala bastante más
modesta, como si pasear por allí fuera un espejismo lejano
construido en el recuerdo del pasado perdido de los
comerciantes. Las postales de Lavapiés eran simples destellos de
un esplendor oculto en la memoria de sus habitantes. Sin
embargo, aquella colección de imágenes fugaces constituía el
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propio encanto del pequeño pueblo cosmopolita, emboscado
junto al centro turístico de Madrid.
La puerta del portal estaba entreabierta, rendida a
cualquier intento baldío por incrustarle un nuevo cerrojo en su
carcomida madera. Frente a ella, a la derecha, una escalera
ascendía tan vertical como la de la casa de Ms Saunders en
Glastonbury y, a la izquierda, un patio de vecinos donde sudaba
la colada. Amir inició la subida al último piso, sin percatarse de
las caras de sus acompañantes. Sonia procuraba no rozar ni la
pared ni, mucho menos, tocar el pasamanos. Nico llevaba el
móvil en la mano por si tenía que llamar urgentemente al número
de emergencias ante cualquier derrumbe o eventualidad delictiva.
Zahra sonreía recordando su entrada en la galería de la cueva de
Albaidalle, poco más angosta que aquel pasillo por el que
discurría la escalera. Pensó en Rai y en las horas que faltaban
para que llegara a Madrid. Aquel reencuentro le causaba más
intranquilidad que la visita al mago en aquel inmueble oscuro y
extraño.
–Bueno, pues hemos llegado –Amir se dio la vuelta para
mostrar una puertecilla azul bajo la cual el cartero podría
introducir un ladrillo certificado. Sobre el marco había dos peces
azules mirando a una mano abierta.
–¿Nos has traído a una pescadería? –preguntó Sonia con
su brutal franqueza.
–Son símbolos para atraer la suerte y evitar los malos
espíritus –respondió Amir mientras llamaba con los nudillos.
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Una voz femenina respondió al otro lado y la luz se hizo
en el lúgubre pasillo. Los ojos negros y brillantes de una joven,
vestida con una chilaba, observaron a sus visitantes. Amir animó
a sus amigos a pasar y a sentarse en el suelo cubierto de
modestas alfombras coronadas por un círculo de cojines. En el
centro un pequeño brasero de gas confortaba la estancia.
Mientras la mujer pasaba a otra habitación, separada por una
cortina, un niño, que estaba viendo una pequeña tele en un
rincón, se acercó a los visitantes para hacerles preguntas. No
tendría más de cinco o seis años.
–¿Cuál es tu nombre? –le dijo a Zahra. Ella le contestó–
Es un nombre árabe. El mío es Asalah.
–Es muy bonito, Asalah.
Luego se volvió a Nico, que permanecía con la antena
detectora de peligros en alerta roja, y le hizo la misma pregunta.
–Yo soy Nicolás, pero me llaman Nico.
–Es muy raro tu nombre… –y regresó riéndose con su
hermano.
La mujer que los había recibido volvió con una bandeja
de té y unas pastas. Resultaba extraño recibir aquel agasajo en un
lugar tan humilde. Amir les explicó la importancia que tenía la
hospitalidad en su cultura, por encima de las necesidades. Era
preferible no cenar ese día a no atender debidamente a un
huésped.
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El niño se levantó a una indicación de su madre
acercándose a encender un incensario que había frente a la
ventana, quizás para calmar el ambiente cargado que amenazaba
con indisponer a Sonia, sin imaginar que aquella nueva mezcla
de olores resultaría aún más molesta para la nariz exclusiva de la
mejor amiga de Zahra: –Por Dios, ¿quieren narcotizarnos o algo
así?
–Tranquila Sonia, es sólo algún tipo de hierba aromática–
dijo Nico procurando que Amir no se diera cuenta de la
incomodidad de la chica.
Transcurridos unos minutos, en los que Amir y la dueña
de la casa hablaron en árabe de sus cosas, y los demás se
entonaban con la tibieza del té caliente observando atentos la
austera habitación, un chico desgarbado asomó tras la cortina e
invitó a Amir y a los demás a seguirlo. Los cuatro se levantaron
y vieron con perplejidad como dejaban el piso y retornaban a la
pegajosa escalera. Aunque se suponía que estaban en la última
planta, una falsa ventana daba paso al entresuelo, una especie de
palomar repleto de viguetas, de madera roída y reforzada con
yeso, iluminado por una bombilla que, según Nico, fue de las
primeras
que
patentó
Edison.
Caminaron
unos
metros
encorvados hasta atravesar el falso techo de punta a punta. Al
final los aguardaba un último recodo desde el que llegaba otro
aroma de los que le gustaban a Sonia. Hacía cada vez más frío.
El joven le dijo algo a Amir y regresó por donde habían entrado.
–¿Y ahora? –preguntó Zahra.
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–Es ahí –dijo Amir señalando una cortinilla iluminada
por la luz interior–. Esperádme aquí.
Amir se acercó al lugar y penetró dentro. Los tres amigos
se interrogaron con la mirada.
–Creo que algo vivo me ha rozado la pierna –exclamó
Nico preocupado.
–Pues si está vivo, has tenido suerte –añadió Sonia–,
porque esa paloma del rincón ha muerto de hambre o de algún
rito vudú. ¡Qué asco!
–Callaos los dos, por favor. Tenemos que confiar en
Amir. Por eso hemos venido, ¿no?
–Creo que mi vacuna del tétano caducó hace un año y no
la renové –comentó Nico pensativo.
–Pues procura no clavarte alguno de estos hierros
oxidados, criatura, que todavía tienes que curarme del sortilegio
que me hiciste. Luego ya te mataré yo misma con estas manitas.
–Eres una borde.
–Y tú un aprendiz de brujo, como Mickey Mouse, que no
sabe ni manejar una escoba sin provocar un cataclismo.
–De verdad, sois patéticos.
–Gracias Zahra, yo también te quiero.
Amir apareció de nuevo y se aproximó a ellos. Tenemos
que entrar en silencio, sentarnos en círculo y dejar que él hable.
¿Entendido? –Los tres asintieron con expectación.
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Sobre el techo de la corrala, en una esquina, donde el
tejado había cedido años atrás, se había habilitado una pequeña
habitación de forma cúbica con cuatro ventanas, una en cada
punto cardinal. Sobre el techo estaban pintadas toscamente las
veintiocho mansiones de la luna en un círculo rodeado de
caracteres arábigos. En el centro, un recipiente plano emanaba el
calor de sus brasas endulzadas con inciensos, izando un humo
casi invisible que rodeaba un corazón de piedra verde que
permanecía clavado sobre las cenizas. Un hombrecillo de barba
blanca muy poblada, de corta estatura y edad avanzada,
contemplaba un tablero de madera con cuadrados pintados, muy
similar al del ajedrez, pero con mayores dimensiones. Sobre él
una bolsita de piel aguardaba en el centro.
Cuando todos estuvieron sentados alrededor de las
cenizas, el mago de Lavapiés tomó un frasco de cristal y
espolvoreó las brasas, intensificando los efluvios dulzones que
tan poco motivaban a Sonia. Los huidizos ojos de aquel anciano
se posaron en Nico, el cual tragó saliva cuando vio que su mano
huesuda y temblorosa le acercaba la taleguilla del tablero. Amir
le susurró que escogiera una piedra de su interior. Lo mismo
hicieron Zahra y Sonia. Después el mago tomó las tres piedras,
las analizó detenidamente y las devolvió a la bolsa para lanzar
todo su contenido sobre el tablero. Como si fuera el campo de
batalla tras una jaque mate, las piezas se esparcieron por las
casillas, envueltas en una atmósfera nebulosa con destellos que
brotaban del brasero. El hombre fijó su atención sobre la
combinación resultante y cerró los ojos durante unos instantes.
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Luego habló muy despacio, dirigiéndose primero a Nico. Amir
iba traduciendo en voz baja: –Si templas tu corazón, dominarás
los elementos, la tierra –el mago contempló el exterior por la
ventana que daba al sur–, aire –giró la cabeza hacia el este–, agua
–oeste– y fuego –norte–. No es un camino sencillo ni tampoco
podrás lograrlo sin un maestro. Debes visitar al encantador que te
inspiró en tus lecturas y pasar una noche bajo el árbol dorado,
junto al Espejo de las Hadas. En los sueños te será revelado tu
destino.
La cara de estupefacción de Nico hizo sonreír a Sonia,
que se imaginaba a su amigo vestido con una túnica sin saber que
hacer con su varita. Rápidamente cambió su semblante al
percatarse de que había llegado su turno. Amir intercambió
algunas palabras con el mago y comenzó a traducir.
–Tienes una esencia fuerte, poderosa, tanto que eres
capaz de atraer a las almas débiles y perdidas. Hace poco te has
mostrado tal y como eres, como el agua que se vierte entre las
rocas más… ¿Cómo se dice cuando una roca es así muy afilada y
profunda?
–Escarpadas –ayudó Nico.
–Vale… Entre las rocas más escarpadas. Serás consuelo
para esas almas, pero muchas de sus cargas caerán sobre ti. El
amuleto, que te vinculó con una de esas esencias perdidas,
deberá ser enterrado en suelo santo y ella desaparecerá. Siempre
será así… Tendrás que asumirlo y ser generosa en tu vida–Sonia
frunció el ceño ante aquel comentario que sonaba a amenaza–.
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Veo también a una mujer, atormentada entre las ruinas de un
pueblo muerto. Forma parte de tu familia y espera que un día la
rescates de su cautiverio.
–¿De qué está hablando Amir? –protestó Sonia
inútilmente ante el gesto claro del cocinero para que se callase y
seguir escuchando.
–En tu transitar por el mundo de los muertos deberás
protegerte –el mago de Lavapiés abrió un cofre de madera que
yacía junto a las cenizas y extrajo una fina hoja de lata del
tamaño de una moneda, con la forma de una mano y un ojo
grabado en la palma–. La Jamsa, la Mano de Fátima az-Zahra
cuidará de ti.
Por último se volvió a Zahra: –Tu destino ya ha sido
revelado no hace mucho, allí donde el elemento agua discurre
disuelto en sangre. Tienes una cita con tus ancestros en el lugar
que fue dictado por las hojas del bosque. El alma que te cuida
aguarda allí, protegida entre las montañas, y será ella la que te
hable. Pero ten cuidado, alguien quiere tu perdición y su ángel de
la venganza te seguirá hasta el final. Su corazón es frío y no se
detendrá ante nada –todos miraron a Zahra.
El mago quedó sumido en un profundo letargo
provocando un espeso silencio en la habitación. Entonces Amir
indicó a sus compañeros que había llegado el momento de irse.
La fría oscuridad del entresuelo aguardaba de nuevo al otro lado.
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Capítulo 30
En el corral de San Isidro
Los restos de nieve se ocultaban del aletargado sol que apenas
iluminaba los murales de graffiti. En una parcela cuadrada de
césped seco un grupo de jóvenes formaban un círculo rodeando a
dos de sus compañeros, enfrentados verbalmente en una batalla
de gallos, una pelea de improvisaciones en el que se procuraba
tumbar al contrario a base de ingenio, descalificaciones y juegos
de palabras. La cercanía de la Ermita del Santo y del cementerio
del mismo nombre, sirvió de pretexto para bautizar como Corral
de San Isidro al pequeño ring de pelea.
Fue allí donde Tarek fue a buscar a Amir para ofrecerle
trabajo, el mismo parque donde el joven de origen egipcio acudía
aquella mañana con Zahra, Nico y Sonia. Aunque algunas de las
palabras del mago parecieron confusas, había quedado muy claro
que para liberar a Sonia era necesario colocar las dos fichas de
madera del conjuro a la luna en tierra santa. Enseguida Amir
recordó la cercanía de varios cementerios al corral de sus
habituales peleas, por lo que sugirió ir allí. Nico quiso debatir el
concepto de “tierra santa”, ya que aquel era un cementerio
cristiano, no musulmán, pero Amir respondió con gravedad que
sólo existía un Dios, aunque se lo conociera con distintos
nombres.
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–¿Son aquel grupo tus colegas, Amir? –preguntó Zahra
señalando al grupo que se movía al ritmo del hip-hop.
–Sí, si queréis luego os los presento. Bueno, os dejo.
Esperaré allí en el parque. Luego me contáis.
–Gracias Amir –dijo Zahra.
–Hace falta muchas ganas para ponerse con este frío a
pegar saltos –comentó Sonia.
–Bueno, vamos a lo importante –interrumpió Nico–.
Repasemos el plan… La entrada al cementerio está al final de
esta calle. En principio no creo que nos pongan problemas, pero
si nos preguntaran que a dónde vamos tenemos que decirles que
deseamos visitar el Panteón de los Hombres Ilustres…
–…Que es donde están Larra, Espronceda, Rosales –
añadió Zahra mirando seriamente a Sonia, que parecía muy
ausente.
–Eso es. Luego buscamos un rinconcito para enterrar las
fichas de madera y nos vamos. ¿Alguna otra cuestión?
–Sí –dijo Sonia–. Yo no entro ahí.
–¿Por qué? ¿Qué te pasa ahora? –preguntó impaciente
Nico.
–Estoy temblando… –La joven miró a través de la puerta
de metal cerrada que dejaba ver centenares de tumbas y nichos
que se perdían a lo largo del recinto.
–Yo también estoy helada, Sonia, pero…
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–No lo comprendéis, ¿verdad? Noto como si estuviera, no
sé, tocando cada una de esas tumbas y percibiendo la muerte a
través de las yemas de mis dedos –su rostro estaba
descompuesto.
–¿Por qué no te vas con Amir? –Zahra sujeto sus manos
heladas–. Nosotros podemos hacerlo solos, ¿verdad Nico?
–Esto… Claro, vete con Amir –la imagen de Sonia
rodeada por un grupo de maromos cruzó traicioneramente por la
imaginación de Nico, pero como este se sentía responsable de lo
sucedido no puso objeción.
–¿De
verdad
no
os
importa?
–Zahra
abrazó
cariñosamente a su amiga–. Genial, allí os espero.
El ascenso por la pista de entrada al camposanto supuso una
experiencia sorprendente. A la izquierda, un extenso armazón de
hormigón, con aspecto de ser el aparcamiento de un centro
comercial, albergaba multitud de lápidas coronadas por cruces,
colocadas en paralelo en la semioscuridad, como si fueran los
vehículos abandonados por unos dueños que se perdieron con sus
carritos de la compra para siempre. A la derecha, unos hangares
tenebrosos dejaban vislumbrar más tumbas hacinadas como
enseres de un trastero maldito. Zahra y Nico se miraron
sorprendidos sin pronunciar palabra alguna, recordando la
presencia de seres humanos en aquellos monstruos de cemento y
metal.
Afortunadamente,
unos
metros
más
arriba,
los
aparcamientos daban paso a patios al aire libre que recogían el
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tímido calor que se colaba a través de las nubes. Tras coronar la
ascensión al cementerio, una reja verde dio paso a la zona
señorial y más antigua del cementerio. En otra puerta más
amplia, un grupo de dolientes aguardaba la llegada de un cortejo
fúnebre.
–Esto lo hago por Sonia –dijo Nico según cruzaba la
verja–. Sé que toda la culpa es mía y que me corresponde a mí
reparar este entuerto. Por eso te agradezco tanto que me
acompañes, Zahra.
–Como siempre, ya sabes –le guiñó un ojo.
El panorama cambió por completo. Esculturas, ángeles
custodios, flores… En la muerte también existían las clases
sociales. Un cartel que señalaba la dirección donde se encontraba
el Panteón de Hombres Ilustres les hizo tomar la vereda de la
izquierda, donde una mujer enlutada llenaba un jarrón de agua en
una fuente, sentada con dificultad en una escalera plegable que
yacía atada con una cadena a un tronco. Otras muchas escaleras
oxidadas, algunas de ellas abandonadas, permanecían abrazadas
a los árboles cercanos a los nichos.
Nico y Zahra siguieron hacia un emplazamiento superior,
donde la calidad de los ornamentos hacía pensar que se
encontraban en la zona más rica. Un gato se acercó a ellos con
gesto amenazante, como si se dispusiera a defender su territorio.
–Podrías haberte traído a Avalon para que nos sirviera de
intérprete. Bueno, ¿qué hacemos? Todo está cubierto de cemento
y grava. ¿Dónde se supone que vamos a enterrar los amuletos?
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–No sé, Nico. Si no encontramos un lugar adecuado se
pueden poner al pié de un árbol…
–Mira, ese círculo de lápidas en abanico debe ser el
famoso panteón –Nico recorrió de un vistazo los nombres–.
Larra, Espronceda, Jerónima Llorente, Antonio Vico… Este no
me suena mucho, pone que era un actor.
–Ni idea. La verdad es que esperaba algo más
impresionante, como un monumento o algo así.
–Zahra –Nico señaló a un pasillo oscuro de nichos–. Allí
había un tipo observándonos. Al verlo se ha escondido.
–No digas tonterías. Este lugar ya de por sí impresiona
como para que me andes con bromitas de ese tipo.
–Te lo juro.
–Bueno, vamos hacia la entrada, que estamos muy lejos –
retomó sus pasos hacia la salida del patio.
Cuando cruzó cerca del sitio donde Nico había notado
que estaban siendo espiados, Zahra se detuvo en seco. A su lado
una cruz de mármol, a la cual le habían arrancado una placa
dejando la huella centenaria en su vientre, marcaba dos tumbas
sin nombre que en su momento debieron pertenecer a alguien
importante. Posiblemente se tratara de un traslado a otro
cementerio. Una de ellas tenía la lápida levantada y apoyada en
la otra, dejando ver el interior.
–¿Qué haces, Zahra?
–Voy a asomarme.
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–¿A asomarte? ¿Para ver un cadáver? –exclamó Nico
asustado mientras ella se inclinaba hacia la fosa–. ¿Qué hay? –
preguntó temiendo recibir una respuesta evidente.
–Bloques de ladrillo, malas hierbas y… –se volvió
rápidamente hacia su amigo levantando los brazos– ¡Muertos,
muchos muertos! –Nico gritó asustado ante la broma de Zahra.
–¡No ha tenido gracia! ¿Sabes?
–Perdona –Zahra no paraba de reír–. No hay nada. Creo
que hemos encontrado nuestra sepultura para tus amuletos.
–Yo ahí no me meto ni harto de vino –Nico se fijó en los
escombros y plantas que milagrosamente pugnaban por crecer
por el único rincón que se encontraba bendecido por la luz.
–No hará falta. Tiramos la ficha y la cubrimos con grava.
Con eso bastará.
–Vale. Yo soy el culpable y yo lo haré –Nico se acercó a
la fosa y dejó caer las dos fichas arrimadas a la pared, para que
fuera más fácil cubrirlas–. Vamos a por las piedras.
–Fíjate allí –Zahra señaló la presencia de la silueta de una
hormigonera asomando por un pasillo de nichos–. A lo mejor
hay más materiales de construcción.
–Es verdad, espera… –Nico se fue hacia allí y regresó al
poco tiempo con la sonrisa en los labios–. Hay mucha arena –le
mostró a Zahra la que llevaba en sus manos y la lanzó sobre el
hueco donde reposaban los amuletos. Luego fue a por más.
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Cuando Nico hubo terminado, ambos se alejaron de la
fosa, mirando a todos lados por si alguien los hubiera visto.
Entonces fue cuando Zahra se detuvo en seco.
–Tenías razón, Nico. Había alguien por aquí –y señaló
una silueta vestida con chaqueta de cuero que permanecía de
espaldas a ellos al otro lado del patio, contemplando una tumba
con una escultura de una mujer que velaba a su esposo
moribundo.
El hombre tenía el pelo totalmente rapado y los brazos
echados a la espalda. Parecía imposible, pero Zahra estaba
segura de conocer a aquella persona.
–Nico, no puede ser él…
–¿Quién? –El rostro descompuesto de Zahra no
presagiaba nada bueno.
Entonces aquella sombra petrificada recobró la vida,
girando lentamente hacia ellos, mostrando unas grandes gafas de
sol que reflejaban decenas de cruces como una amenaza. Su
sonrisa se abrió, y en una de sus manos se estiró el dedo índice
como si evocara una pistola fantasmal. La mano simuló un
disparo hacia ellos y se recogió de nuevo. No hizo falta nada
más. Zahra reconoció a Martín en aquel espectro que retornaba
de sus pesadillas en una cueva de la sierra sevillana.
–¡Corre Nico! ¡Corre! –El chico no entendía nada, pero
nunca había visto a Zahra tan asustada desde que fuera atacada
en Glastonbury, por lo que salió disparado tras ella en dirección a
la hormigonera.
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Aquella gruta cubierta de nichos hasta el techo era una
ratonera. La salida estaba cerrada con un panel de madera. Nico
tomó una pala, que había para mezclar el cemento, y la sostuvo
como si fuera un bate de béisbol. Emboscados en la negritud del
túnel se sabían en ventaja ante el sicario, salvo que este estuviera
armado.
–Hay que llamar a la policía –susurró Nico.
–¿Y que les decimos? Que estamos en un cementerio
rompiendo un hechizo y que un calvo con mala leche nos ha
mirado. Espera un poco, que lo mismo han sido imaginaciones
mías y ese hombre sólo estaba visitando a su abuela.
–Yo por si acaso… –Nico desbloqueó el móvil y su tenue
iluminación les mostró una canastilla con huesos procedentes de
algún saneamiento del osario–. ¡Mierda!
–¡Joder, qué susto! –dijo Zahra ante la calavera que los
observaba con gravedad–. Vamos a tranquilizarnos. Mira, según
se sale a la vuelta hay otro patio. Saldremos corriendo hacia él y
veremos si hay alguien, porque aquí encerrados estamos perdidos
si nos encuentra, pero no creo que se atreva a hacernos nada a
plena luz del día. Además, con un poco de suerte nos topamos
con el entierro de antes. ¿Te parece bien?
–De acuerdo. A la de tres…
–Una…
–Dos… –Ambos se miraron asintiendo.
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–¡Ahora! –Salieron disparados, pateando en su carrera los
huesos, provocando un sonido similar al de una bolera de
juguete. Cuando iban a alcanzar la luz, una enorme sombra los
eclipsó.
–¿Qué coño estáis haciendo?
Las carcajadas de Sonia, Amir y el resto de jóvenes solapaban la
música en el corral. La historia del sepulturero que había pillado
a Zahra y a Nico jugando con unos restos humanos en el
cementerio, no tenía desperdicio. Con la fuerza de un gorila los
agarró por los brazos y los sacó a trompicones de allí, jurando
por todos los muertos de allí –ya es jurar– que si los volvía a ver
husmeando por el cementerio los radiografiaría sin rayos-X y los
depositaría en el osario más putrefacto que hubiera.
A pesar del buen humor de todos, parecía evidente el
disgusto de Zahra por lo acontecido, por lo que uno de los chicos
del corral le entregó a Amir un viejo micrófono inservible y le
guiñó un ojo. El cocinero miró a Zahra y conectó la música:
–Yeah, estás sorprendida por tu aventura, pero los
muertos no salen de sus fosas, tan sólo murmuran y hablan de
sus cosas. Bien está esa sonrisa, olvida la amargura, y presta
atención a mis frases ingeniosas.
»No des patadas a las calaveras, que, por suerte, de
óbitos de faraón, de la muerte, y sus tránsitos, sé mogollón. Ellas
soñaban con banderas piratas, nunca quisieron ser la casa de un
ratón
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Jonathan, el líder del grupo, negó con la cabeza, se puso
sus gafas negras, señaló a Sonia, para brindarle la respuesta, y
tomó el micrófono de Amir.
– Fácil, me lo han puesto a huevo, rapear con una momia
polvorienta, rastrear su aroma me revienta, ágil te contesto, me
atrevo. Restregada queda mi afrenta.
»Tú, el que enciende los fogones, no pienses que los
pantalones me bajo, entiendes que hace una rasca del carajo, y
me tienes hasta los cojones; pero una virtud te reconocemos, al
menos, a pesar de tu ineptitud, sabemos, que estas chicas, con
las que te relacionas, más que ricas, están realmente buenas–
Jonathan le tiró el micro a Sonia, que se lo estaba pasando
bomba, y saludó a la concurrencia. La cara de Nico era de lo más
expresivo.
Sin embargo, Zahra continuaba con el pensamiento
ausente. No le hacía ni pizca de gracia la certeza de haber
reconocido a Martín en el tipo del cementerio. Por mucho que
Nico intentara convencerla de que sólo era una cuestión de
parecidos, surgidos en una atmósfera bastante inquietante, ella
aseguraba que era él. Para colmo, al día siguiente llegaría Rai a
Madrid, lo cual explicaba que sus recuerdos de Albaidalle
estuvieran tan frescos esa mañana.
Mientras una nueva batalla se iniciaba en el parque,
Martín observaba la escena sentado en un banco emboscado en
un cerro cercano.
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–¡Vaya, vaya! Nuestra niña se relaciona con lo mejor de
la sociedad. Se la ve entretenida entre moros y panchitos. Mejor
para ella –arrojó el cigarrillo al suelo, se subió el cuello de la
chaqueta y se alejó de allí.
Los ojos de Avalon brillaban en la oscuridad de la habitación
observando atentamente a su dueña chateando en el ordenador,
una fuente de luz que intrigaba al gato.
–…No sé tía, a mí me parece mono.
–Pues yo no pienso decirle a Amir que nos lleve de nuevo
al corral. Eso es cosa tuya.
–Claro, como tú estás pendiente de tu sevillano…
–No es mi sevillano, sólo es un amigo.
–Un amigo, sí claro… Por eso esta tarde has ido a
cortarte el pelo y te has comprado ese jersey rojo. ¡Venga ya! A
otra podrás engañar, pero no a mí, reina.
–Está saliendo con otra chica.
–¡Oh, sí! ¡Pobrecito! Se habrá comprometido con su
novia, a la que ha jurado castidad eterna. Te crees que me chupo
el dedo.
–Bueno, ya veremos. ¿Vendrás a conocerlo?
–A mí no me metas de carabina… Si quieres podemos
“coincidir” unos minutos, ya sabes, por aquello del morbo.
Además, me encanta verte colorada cuando estás por un tío.
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–Te estás vengando por lo de Glastonbury…
–Descaradamente.
–Mira que hablamos de Jonathan y de Nico…
–Mi madre me está berreando que apague el ordenador.
–Sí claro, ahora cambia de tema.
–Mañana hablamos, Zahra. No olvides apuntarme en la
carta de Reyes.
–Como ya no tienes edad para Barbie, le pediré a
Melchor que te traiga el maromo con gorra, el de los ripios
espantosos.
–Muy ocurrente tía. Me parto.
–Una que lo vale. Adiós Susanita.
–¡Hasta mañana, Susanita!
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Capítulo 31
Te dije que no te olvidaría
Caminar por el centro de Madrid se había convertido en una
verdadera gincana, esquivando a la gente agobiada con los
encargos para los Reyes Magos del último día. Nico y Zahra
estaban inmersos en la suicida misión de hallar un videojuego
para David, de nombre impronunciable, pero relacionado con un
universo apocalíptico tras la autodestrucción del planeta Tierra
por el calentamiento global, la falta de energía y un meteorito a
modo de guinda final.
–Hay que joderse con los niños de hoy –comentó Nico
tras darse de bruces con una abuela kamikaze que se lanzaba a
por una muñeca–. Piden unas cosas de lo más violento. El
acabose, vamos.
–¡Anda! No me hagas recordarte cuando te echaron el
disfraz del malo de Star Wars e ibas por la casa dando
mamporros con la dichosa espadita.
–Bueno, todos tenemos un borrón en el expediente. No
olvides que siempre me pedía libros, algún juego de química y…
–Ya… Mira, este es; vámonos de aquí antes de que nos
llenen de moratones.
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Tras lograr escapar indemnes de las compras, los dos
amigos hallaron refugio en un burger plagado de adultos
exhaustos que, abrazados a sus bolsas, vigilaban a sus vecinos de
mesa con mirada desafiante, dispuestos a matar a quien osara
arrebatarles cualquiera de sus trofeos de caza.
–¿Sabes una cosa Nico? La festividad de los Reyes pierde
gran parte de su magia cuando dejas de ser niña –dio un largo
sorbo a su refresco.
–Bueno, yo creo que simplemente es distinto. Sin ir más
lejos, tu regalo viene en tren en lugar de camello –sonrió con
picardía.
–Hemos quedado a las cuatro. Estoy muy nerviosa.
–¿Por qué? Él está saliendo con la chica esa…
–Ángela.
–…Pues eso, tómatelo con naturalidad. Un amigo pasa
por Madrid unas horas y quiere saludarte. No es tan grave.
–Sí lo es. No sabré como comportarme ni qué decirle.
–¿Todavía te gusta?
–No lo sé. Ya han pasado cinco meses desde aquello.
Supongo que cuando lo vea lo sabré.
–Creo que llevas razón con lo de abandonar la infancia.
Antes era todo mucho más sencillo.
Ambos quedaron sumidos en silencio, desviando la
mirada hacia un niño que aporreaba un juguete que le habían
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regalado con el menú infantil. Los padres parecían ignorar su
contumaz determinación de descabezar al muñeco. Entonces
retomaron la conversación al unísono, riéndose ante la
casualidad.
–Tú primero, Zahra.
–No, tú.
–Pues eso, que hace unos años éramos más felices.
–Se lamenta el corazón herido. ¿Te acuerdas aquel día
que en tutoría tratamos sobre los síntomas de la adolescencia? –
Nico asintió–. Aún recuerdo lo bien que hablaste… Me llamó la
atención cómo nuestro humor y emociones variaban tanto de un
día para otro. Lo que hoy es negro mañana será blanco.
–Es que llevo muchos días de un negro carbón que voy a
dejar a sus majestades sin existencias para mañana.
–Ten paciencia. Al menos pudimos arreglar lo de los
talismanes.
–¿Estás segura?
–Anoche en el chat me comentó que se encontraba más
tranquila y que no había vuelto a marearse.
–Aún es pronto para saberlo.
–Mira que eres cenizo, majo…
–Por cierto, no se me va de la cabeza lo que nos dijo el
anciano.
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–Vas a ser un gran mago –tomó una patata frita a modo
de varita mágica y la agitó ante el rostro circunspecto de Nico–.
Ahora debes encontrar a tu maestro.
–Me llamó la atención esta frase que me dijo: debes
visitar al mago que te inspiró en tus lecturas. Desde pequeño me
han entusiasmado las historias sobre Merlín el Encantador, por
aquella película de Walt Disney que me regaló mi abuela. Quizás
sea ese maestro que necesito y deba buscar libros que traten
sobre él.
–Tenía entendido que no es más que un personaje
literario.
–Bueno, sí, pero basado en algunos magos reales, aunque
distantes en el tiempo. Se puede decir que Merlín forma un
conglomerado de varías historias.
–Investígalo…
–Quizás esta noche lo haga mientras vienen los Reyes.
También quiero insistir con el mensaje de las matemáticas que
Sonia y el viento escribieron en Glastonbury. Estoy convencido
de que esa es tu revelación –Zahra esbozo una tierna sonrisa
hacia su mejor amigo–. Él dijo que fue hecha allí donde el
elemento agua discurre envuelto en sangre.
–Sí, puede que lleves razón y se refiera al Jardín del
Cáliz.
–Lo que pasa es que ya lo he probado todo y no tiene
sentido nada de lo que pone.
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–Si realmente esa inscripción fuera un mensaje, ¿en qué
lengua estaría escrito? ¿En matemáticas? No lo creo.
–Lo lógico sería que usaran la propia del lugar, el inglés.
–O un inglés más primitivo, ¿quién sabe?
–Ya te contaré.
–Se nos hace tarde. ¿Nos vamos?
–Vale.
Zahra y Nico caminaron, cogidos del brazo hasta el
Hatshepsut, inmersos en sus pensamientos. Años atrás la única
certeza que tenían en un día como ese era la cercanía de la gran
noche de la ilusión; pero en aquella víspera de Reyes sus deseos
parecían alejarse hacia un horizonte muy lejano, por donde los
sueños de los niños ya no volarían como globos de colores en un
cielo perfecto.
Parapetada tras el abeto de navidad del hall del hotel, Zahra
escrutaba a cada una de las personas que salían del ascensor o
descendían por la escalera, como si el poco tiempo transcurrido
fuera suficiente para volver a Rai irreconocible. La aventura en
la cueva del senet, la excursión absurda en la que David cayó por
el pozo, el botellón con la pandilla del Homo-Etílicus y,
dominando cada uno de sus recuerdos, el beso en la casa de su
abuelo. Luego vinieron las cartas, cada vez más espaciadas, y las
llamadas al móvil, momentos de ilusión y tristeza a partes
iguales, pinceladas breves de un atardecer de verano que se
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apagó con el regreso a la realidad. En la primera carta la
revelación de la existencia de Ángela, la novia que pasaba unos
días en la playa mientras Rai pintaba las paredes del cortijo y
espiaba a Zahra tomando el sol. No le dolió, quizás porque era la
segunda vez que el chico no se mostraba totalmente sincero con
ella. La primera vez casi le cuesta la vida a causa del disparo del
hombre de Albaidalle, ese mismo que creyó ver en el cementerio.
El ascensor se abrió una vez más, mostrando a un Rai
sonriente, abrigado hasta las cejas, como si en vez de en Madrid
estuviera en Siberia. Cuando descubrió a Zahra sentada junto a la
recepción, se le iluminó la cara. Ambos jóvenes fueron al
encuentro y se detuvieron a unos pocos centímetros, sin saber
como saludarse. Finalmente Zahra tomo la iniciativa y propició
un largo abrazo.
–Llevas tanta ropa que casi no puedo abarcarte –dijo ella.
–Es que no veas el frío que tengo aquí. Cuando vi en la
tele lo de la nieve le dije a mi madre que me comprara este
plumas...
–¡Si es que los del sur estáis muy mal acostumbrados! –
Se quedaron los dos mirándose con atención–. Echo de menos tu
media barba.
–Es que en verano me daba más pereza afeitarme –
recorrió a Zahra de arriba a abajo–. ¡Vaya! No mentiste en la
carta estás más... Eso, más... Mayor.
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–Ya –Zahra se ruborizó un poquito, pero con el calor del
hotel apenas se notó–. Bueno, como tú, llevo más ropa.
–¡Ah! Pues será eso.
–Hoy soy tu guía por Madrid. ¿Qué te gustaría ver?
–Esto... ¿Queda muy lejos el museo del Real Madrid?
–¿Cómo es posible que todos los tíos seáis tan
predecibles? Intuía que querrías ir. Si no te importa será mejor
que decida yo, ¿te parece?
–¡Oye! Que los museos son cultura...
–Que sí tío. Lo que tú digas –y lo agarró del brazo para
salir del hotel.
Cruzaron la avenida, ascendieron por la Cuesta Moyano,
una calle célebre por sus puestos de libros de segunda mano, y
cruzaron la puerta de El Retiro.
–No me jodas... ¿Vamos a ver arbolitos?
–No son arbolitos, como dices. Este es uno de mis lugares
favoritos de la ciudad.
–Pues seguro que en el Bernabeu haría menos rasca...
–Para ver copas y patorras puedes darte una vuelta por
internet. ¿No?
–Sabes que no tengo de eso. Nunca me ha motivado.
–Pues a ver si se lo pides a los Reyes, que a mí lo de
comprar sellos... –Tras recorrer una calle empinada llegaron a
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una rotonda–. Fíjate en esta estatua –Rai la observó con algo de
indeferencia–. Un monumento al ángel caído, ¿no es flipante?
–¿Por?
–No hay en el mundo otra como esta dedicada al
demonio. Además, está construida a 666 metros sobre el nivel
del mar.
–Muy curioso... ¿No es ese el número de los satánicos?
–Sí. ¿Recuerdas el Apocalipsis?
–No mucho, pero tengo una amiga que viste de negro y
siempre está amargada con esas cosas, porque es románica o
gótica, no sé –prosiguieron el paseo hacia el Palacio de Cristal.
Luego rodearon el de Velázquez y llegaron al estanque grande,
donde el tímido sol invernal jugaba con el agua tranquila.
–Es bonito todo esto. No eres tan mal guía al fin y al cabo
–ambos se asomaron a la barandilla. Tan sólo un par de parejas
se atrevían a remar en sus aguas.
–Siendo niña mi padre me traía a montarme en las barcas.
Me contaba historias increíbles sobre los peligros del río Congo,
las cataratas Victoria, el Yukón, el Canal de Suez... Y yo allí, en
mi bote de remos, navegando en “El Unicornio” con el Capitán
Haddock al timón, sintiendo que el mundo estaba a tiro de vela y
que no habría viento traidor ni tempestad capaz de hacerme
naufragar. ¿No conoces las historietas de Tintín?
–Algo me suena. El maromo ese del tupé rubio, ¿no? Ese
que tenía un perrito blanco...
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–Sí. Guardaba todos los álbumes de Tintín en mi
habitación de Albaidalle. Me hice una promesa a mí misma,
visitar todos los países y tierras lejanas que descubrí en sus
viñetas. Tendría que partir del Congo, luego Norteamérica,
Egipto, India, China... –Rai movió la cabeza divertido ante las
aspiraciones de su amiga–. Acabaría en Sydney y Sudamérica.
–Eres grande, Zahra. Y yo entusiasmado por visitar
Madrid. Para todo eso que quieres ver necesitarás ganar mucho
dinero y ahorrar muchos años –un grupo de patos se acercó a
ellos esperando que cayera algo que llevarse al pico.
–Este año termino la ESO. Luego dos años de
bachillerato y a la universidad. Allí pediré una beca Erasmus
para estudiar fuera de España. Quizás conozca a algún chico y
prolongue mi estancia allí –le hizo un gesto pícaro a Rai, que la
observaba con admiración–. Luego buscaré trabajo en algún
lugar muy alejado de Madrid.
–Pero si, pongamos el caso, te enamoras y quieres formar
una familia, no sé... Tendrías que aterrizar y aparcar esos sueños.
–Si encuentro a ese alguien y decido compartir mi vida
con él, seguro que será tan inquieto como yo.
–Pues yo no aspiro a tanto.
–Venga, cuéntame tus planes –Zahra lo cogió por la
cintura para seguir caminando. Hacía mucho frío para estarse
quietos.
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–Mi amigo Antonio es albañil y tiene echado el ojo a un
almacén, a la salida del pueblo. Hemos estado meditando sobre
un negocio.
–¿Cuál?
–Montar una empresa de reformas. Necesitaremos más
personal, pero todo es cuestión de empezar. Mi padre no puede
seguir así y cada vez trabaja menos, así que me toca a mí llevar
dinero a casa. Luego me casaré –miró significativamente a su
amiga para estudiar su reacción – y tendré dos o tres
Raimunditos. Si todo prospera me compraré un abono para el
Ave y otro para el Bernabeu, para venir a ver al Madrid cada
finde, ya que tú no me has dejado ir hoy –Zahra le dio un buen
manotazo a modo de protesta.
–¿Y qué tal con Ángela? ¿Entra ella en tu cuento de la
lechera?
–Nos conocemos desde niños, Zahra. Siempre ha estado
conmigo...
–No suena muy romántico.
–Según lo mires. Es una gran chica, ¿sabes?
–Pero, ¿la quieres?
–Claro –el tono no parecía muy convincente–. ¿Cómo no
la voy a querer? Es mi novia –se hizo un espeso silencio según
caminaban hacia la Puerta de Alcalá.
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Un día de julio dos cometas levantaron el vuelo sobre la sierra de
un pueblecito de la provincia de Sevilla. Una de ellas se izaba
sobre un cortijo, sin cordel que la atara al suelo, iniciando una
despedida de la infancia escenificada en el desmantelamiento de
la vida de su abuelo, recuerdo a recuerdo, como lastre emocional
que se sacrifica para asomarse al viento del tiempo y perderse a
gran distancia de allí.
La otra cometa se agitaba con brusquedad, enraizada a los
cimientos de una existencia planificada desde el instante que
renunció a beber la libertad, manantial fresco y esquivo,
honrando a su padre y arrinconando para siempre la amistad de
los libros.
Aquellos dos pedazos de tela, azotados por el aire cálido
del verano, se entrelazaron, pugnando por liberarse, poniendo a
prueba la elasticidad y la flexibilidad de sus estructuras. Unidas
resistieron la mayor de las pruebas, sin darse cuenta que una sola
cuerda no puede sostener a dos cometas a la vez.
La llegada del invierno curó las heridas de las nubes, que
la danza multicolor de las cometas arañó enamorada, dejando
unas cicatrices blancas que se confundieron con la nieve recién
caída en el año nuevo.
–Rai, te dije que nunca te olvidaría –el rostro del
muchacho se iluminó.
–Es lo que me pasa con las mujeres, que dejo en ellas
huellas eternas –estalló en risas mientras Zahra lo observaba
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procurando adivinar los dictados de su corazón. Luego lo cogió
de la mano y salieron del parque.
–¿Sabes? En la Cibeles hay un autobús que nos lleva al
Bernabeu. Aún estamos a tiempo. ¿Todavía quieres ir?
–Tía, eres increíble, te agradezco un montón que...
–Mejor cállate y no me des coba, que para pelotas las que
vamos a ver ahora, monín. Eso sí, luego quiero que vayamos a la
cabalgata de los Reyes, para que conozcas allí a mis amigos
Sonia y Nico.
–Hecho –y se estrecharon las manos para sellar el
contrato.
Y así los dos jóvenes se alejaron de El Retiro, dejando
tras ellos a las dos cometas separándose en la bóveda perlada del
Madrid invernal.
La referencia del Mago de Lavapiés al lenguaje de las hojas de
los árboles, y la probable relación con el Cáliz Sagrado, sirvieron
de acicate a Nico para asaltar de nuevo el enigma del código de
Sonia, aquellos caracteres de aspecto matemático que trazó junto
al brocal del pozo y que el viento dibujó sobre lo que fuera el
corro de las hadas en Glastonbury.
Con aquella nueva información no le fue difícil acceder
en internet al alfabeto ogham de los druidas, una serie de signos
basados en la naturaleza que podían relacionarse fonéticamente
con algunos sonidos del latín y de ahí a otras lenguas derivadas,
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en lo que parecía más un divertimento que una traducción
coherente.
Editó en la pantalla la fotografía de la inscripción de
Glastonbury y comenzó a buscar la equivalencia de las letras. El
corazón le dio un vuelco al comprobar que la traducción
obtenida, aunque desconocida, quizás no careciera de sentido.
La palabra oculta durante aquellos meses era “aldeir”. El
prefijo “al” era un artículo muy usado en la lengua árabe,
presente en muchos topónimos españoles. Como sabía por el
mago que estaba buscando un lugar, quizás se tratara de alguna
ciudad. Rápidamente introdujo “aldeir” en el buscador de mapas
y encontró dos referencias en Brasil y Perú con poca relevancia
turística o cultural. La excitación inicial se desvaneció
prematuramente, pero no se desanimó. Activó la pestaña de fotos
para ver si aparecía alguna imagen interesante, y entonces llegó
la sorpresa: sólo faltaba el guión para obtener la palabra Al-Deir.
El llamado Monasterio de Petra era una imponente
construcción tallada en la roca, similar al mundialmente
conocido Tesoro, pero oculto entre las montañas y accesible tras
una caminata con ochocientos escalones. Para muchos la
peregrinación desde el valle nabateo hasta la cima del
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Monasterio era como dirigirse al fin del mundo. Tenía que ser
allí, un emplazamiento ideal para recibir una revelación.
Nico envió un correo a Zahra con toda la información,
para que, tras el regalo de la visita de su amor de verano,
recibiera otro adelanto de los Reyes.
Tras la euforia inicial, llegó la calma. El descubrimiento
del secreto de Al-Deir era una prueba más que evidente de que
algún ente, espíritu o fuerza de la naturaleza, con facultad de
razonamiento, era capaz de penetrar en el alma y vincular las
emociones con otras realidades difíciles de comprender. Si
constatar algo así ya suponía para Nico un fuerte golpe a sus
creencias, la capacidad de un anciano, escondido en una estrecha
torre en un barrio popular de Madrid, para unir un mensaje con
su destinataria, lo animaría a conocer los cuatro elementos que el
mago nombró en su sesión, para ser capaz de dominarlos como él
profetizó.
Nico corrió a por la escalera de mano y subió al altillo de
su habitación. Allí, entre viejos tebeos infantiles y algunos
juguetes, sonrojantes para el historial de un adolescente, anidaba
entre polvo el libro sobre Merlín que su padrino le compró el día
de su primera comunión. Si se trataba de percibir el mundo
desde otro punto de vista, empezaría por recuperar la mirada de
la infancia que tan rápidamente estaba abandonando en los
últimos años.
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Capítulo 32
La venganza de Martín
Los automóviles atravesaban el Paseo de la Castellana emulando
un juego de pistas de slot, superándose unos a otros por todos los
carriles y volcando sus frustraciones del día en la identificación
con el célebre campeón de la Fórmula 1. Rodearon la glorieta de
Castelar, pisándose unos a otros el trazado, hasta toparse con un
inoportuno semáforo. Entrada en boxes. Un niño, cuya estatura
apenas le valía para contemplarse en un retrovisor, ascendió con
suma pericia al capó de un coche de alta gama, para lustrarle el
parabrisas y el monedero al afortunado piloto. Tras un sinfín de
improperios y amenazas del conductor, ducha de líquido
limpiador incluida, el avispado crío logró dejar el cristal de un
emborronado de lo más aparente, lo cual significaba una factura
de al menos cincuenta céntimos. El poseedor del bólido
argumentó que no se llamaba Rita y que ya le pagaría la
susodicha, a lo que el mocoso contestó sacando un diminuto
destornillador de la manga y apuntándolo hacía la puerta,
ofreciéndole al avaro cliente un recuerdo a modo de autógrafo
grabado en la brillante pintura, algo así como cuando yo trabaje
para Ferrari, y sea muy famoso, esta firma indeleble en tu
portaegos valdrá unos miles de euros, así que afloja la pasta
gansa si no quieres que, según salga la bandera a cuadros, te
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obsequie con un recuerdo para la posteridad, y así no me olvides
cuando hables con el seguro o con la periquita de turno que
lleves en tu buga. Mano de santo. El aludido soltó lo primero que
tuvo a mano, que fue un euro, y pisó el acelerador insultando al
jodío crío y mentando la madre del ponente de la Ley de
Extranjería.
A la derecha del chantajeado, Martín observaba la escena
muy divertido desde el asiento trasero de un taxi. Ordenó al
chófer detenerse por allí cerca y se acercó al semáforo. El niño
aguardaba a la siguiente oleada de chanchitos motorizados junto
a su hermana o madre, ya que al tratarse de una mujer joven,
pero algo envejecida, no estaba muy claro el papel de cada cual.
Se acercó a ella y le hizo una oferta interesante, equivalente a
una semana de trabajo. La que resultó ser la tía del niño lo miró
con desconfianza, pero cien euros era un dinero considerable.
–Veinte euros ahora y ochenta al acabar.
Martín había escuchado una conversación de Zahra y su
madre, gracias al ratón grabador que había logrado que se
colocara en el despacho de la dueña del Hatshepsut.
–¿Rai? ¿Tu amigo de Albaidalle? –Marta evocó el
hospital, las diligencias de la policía, el accidente de la cueva y la
relación del muchacho con el hombre que intentó robar el senet.
Rai siempre estuvo ahí.
–Está de paso en Madrid y he quedado con él. También
con Sonia y Nico, claro –verdad relativa, ya que la cita con los
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amigos sería de lo más breve–. Luego cenaremos por el centro y
por eso llegaré más tarde a casa.
–Ya... –Marta miró a su hija de arriba abajo, procurando
adivinar más lo que escondía que lo que contaba–. Bueno, pero
cuando vuelvas no despiertes a tu hermano. ¿De acuerdo? –Zahra
asintió satisfecha–. ¿Dónde vas a cenar?
–Le he dicho a Nico que nos esperen en el Palacio de
Linares a eso de las ocho, así que seguramente iremos a algún
lugar de Chueca –el rostro desconfiado de Marta animó a Zahra a
tranquilizarla–. Mamá, con lo de la cabalgata estará todo lleno de
gente.
–Vale, pero me llamas desde allí para que yo sepa por
donde paras.
–Gracias –y le estampó un sonoro beso antes de irse para
casa.
Tarek Moawad cerró la puerta del piso y se dirigió por la oscura
calle hacia el restaurante. Llevaba con él una bolsa de regalos,
los primeros que compraba en su vida para celebrar aquellas
fechas. En los meses que había pasado junto a Marta y sus hijos
se había convertido en uno más, desterrando la mala imagen que
se había forjado de la nuera de su patrón durante muchos años,
para ahora apreciarla de corazón y compartir con ella todas las
preocupaciones inherentes a la puesta a punto de un negocio en
plena crisis económica.
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Al llegar a la puerta del Hatshepsut, vio que estaba
cerrada, pero que al fondo se vislumbraba la luz encendida del
despacho de Marta. Sacó la llave para entrar y entonces notó que
no estaba solo. Una sombra le asió del brazo a la vez que le
colocaba el frío cañón de una pistola en el cuello.
–Vaya, vaya. Si es mi amigo el moro –la reconocible voz
áspera de Martín martilleó la memoria de Tarek–. No hagas
tonterías, porque primero te avío a ti y luego a tu “amita”, porque
sigues siendo un esclavo de la familia, ¿verdad? No, no me
contestes. Pasa y dame la llave –Tarek obedeció y mostró el
llavero al sicario–. Así me gusta, colega, que seas razonable.
Avanzaron hacia el despacho y le hizo un gesto a Tarek
para que llamara a la puerta. Marta estaba acostumbrada a que
tanto su hija como él lanzaran una voz cuando entraban con la
llave, por lo que se llevó un buen sobresalto, y más cuando
surgieron del comedor las dos figuras unidas por un arma de
fuego.
–¿Qué
esto?
¿Qué
ocurre?
–Marta
se
levantó
rápidamente.
–Vengo a hacerles una visita de cortesía. ¿No pensaban
invitarme a cenar en este antro? –Tomó a Tarek por el hombro
para que se sentara y movió la pistola de arriba abajo para
indicarle a la madre de Zahra que hiciera lo mismo–. Buenos
chicos, sí señor. Lo que les decía, no sé cómo será la comida,
pero la decoración es flipante, de veras. Han trabajado ustedes
muy duro aquí. Sería una pena tener que quemarlo.
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–¿Qué pretende? –preguntó Marta.
–Sin embargo, sin despreciar su museo de cartón piedra,
echo algo de menos entre toda esa quincallería egipcia –le dio
una colleja a Moawad–. ¿Dónde está el puto senet? –Entonces
Marta lo comprendió todo. Recordó la descripción de su hija
sobre el atacante de Albaidalle y descubrió al instante que
aquello no era un robo cualquiera, sino más bien un acto de
venganza, por lo que afrontaban un peligro considerable–. No, no
hace falta que me respondan, está en el museo. Aunque sé que
ahora mismo lo darían todo por tenerlo, y entregármelo con un
lacito, zanjando así el asunto. Entiendo que está complicado eso
de llamar al arqueológico y explicarles que todo ha sido un error,
así que voy a ser comprensivo y me conformaré con una
compensación por el daño causado y las molestias.
–Sólo tengo unos cuatrocientos euros en efectivo.
Tómelos y déjenos, por favor –suplicó Marta.
–Me parece que no lo ha pillado –Martín mostró su rostro
más feroz–. Por culpa de su hija, y del niñato del pueblo, las he
pasado muy putas, ¿sabe? –De repente Marta recordó que
justamente en aquellos momentos Rai se encontraba con Zahra,
una terrible casualidad que, de ser descubierta por aquel matón,
pondría en peligro a ambos. Confiaba en que él no lo supiera –.
No quiero su dinero, sino algo que sea más apreciado en el
mundo en el que me muevo.
–Dígame lo que quiere y se lo daré.
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–El mapa de Maslama –los ojos de Tarek y de Marta se
cruzaron sorprendidos–. Ese que guarda en el cajón. ¿Se dan
cuenta que están tratando con un profesional? Lo sé todo, y
cuando digo todo, es todo –cuando enfatizó la última palabra,
lanzó una mirada heladora a Marta, que de nuevo sintió un
vuelco en el corazón pensando en Zahra.
Tras entregarle a Martín la caja, este tomó los móviles de
sus prisioneros, arrancó el cable telefónico y les ordenó sentarse
al fondo del despacho mientras él iba retrocediendo lentamente,
portando la pistola y el ratón del ordenador. En aquel momento
Tarek sujetó cálidamente la mano de Marta, temiendo que
aquello fuera el fin. Sin embargo Martín no deseaba tener ese
tipo de delitos sobre su espalda si quería regresar con Menéndez.
–Eso es todo, amigos –simuló morder la pistola como si
fuera la zanahoria de Bugs Bunny–. Gracias por vuestro regalo
de Reyes –cerró la puerta bruscamente y la bloqueó con una silla.
Apagó la luz del comedor y se guardó la cajita con el
mapa. Entonces el gatito Avalon saltó desde la barra del bar y le
arañó la cara al ladrón. Martín escuchó el maullido y notó la
punzada del dolor y la sangre en su mejilla, pero no iba a perder
el tiempo en cazar a aquella alimañita en el día de su revancha.
–Puto gato. Con más tiempo te hubiera cortado los
huevos.
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Capítulo 33
La noche de la ilusión
En el Corral de San Isidro los espectadores se arremolinaban
alrededor de una hoguera para esquivar el frío que descendía
desde la sierra. La música surgía de un amplificador conectado a
un reproductor de mp3, animando al personal a moverse al ritmo
cíclico de la melodía. Amir dio un paso al frente, retó con la
mirada a su contrincante, Gato Salvaje, y tomo el micrófono para
algarabía de sus colegas: “Noche de la ilusión en la caravana de
regalos, comienza la recepción y la cabalgata de magos, en el
lejano cielo una estrella se esconde, duele mi desconsuelo y ella
no responde...”.
Hacía un buen rato que Rai y Zahra se habían ido a cenar. Nico y
Sonia se quedaron solos entre el público, contemplando aquel
desfile de carrozas y espectáculos dirigido a todo aquel que
conservara en su corazón algún rastro del niño que fue. La
situación era de lo más extraña, porque ninguno hacía referencia
a lo más evidente, que eran dos adolescentes rodeados por
cientos de críos que mataban por cada uno de los caramelos que
llovían desde el cielo. Nico decidió ser el primero en romper el
hielo: –Por allí viene el rey Melchor.
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–Genial. Lloraré de emoción –dijo Sonia mientras
acariciaba la Mano de Fátima que se había colgado al cuello para
estrenarla aquella tarde.
–Ya... –nuevo silencio–. Oye, que cuando quieras nos
vamos.
–Estoy bien, de verdad. Pensaba en lo nerviosa que me
ponía la víspera del día seis. Ahora también, no creas... En mi
cada nos tomamos muy en serio esto.
–Y..., bueno. ¿Qué has pedido?
–¡Bah! Lo de siempre, ya sabes. Bueno, así especial una
maleta muy bonita que vi en Sol el otro día, con florecitas y muy
fuerte, para el viaje fin de curso. ¿Y tú? –Sonia se volvió a Nico
mientras pasaba el rey Gaspar–. Si es que crees en estas cosas.
¡Espera! No me lo digas, la saga de Harry Potter. ¿Verdad?
–Muy graciosa la niña... Para que te enteres, lo que yo
quiero queda entre Baltasar y yo.
–Claro, la intimidad es importante vuestra relación.
–Vale. Le he pedido algo que deseo mucho y que hoy por
hoy es imposible.
–¿Tan caro es?
–No tiene precio –y miró a Sonia con los mismos ojos
enamorados del día del Tor. Ella se dio cuenta al instante y
retomó la atención en la cabalgata.
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“...Maldita sea la sociedad, no es oro lo que brilla, y bendita sea
la suciedad, donde lloro por mis pesadillas. Aunque imaginé mi
vida como un cuento de hadas, sé que terminé la partida sin
aliento para nada...”.
El niño le indicó a Martín donde estaba cenando la chica de la
foto, la que había quedado con unos amigos en Cibeles. El
sicario le pagó lo convenido, más otros cinco euros de propina.
El chaval salió corriendo en busca de su tía, que lo esperaba calle
abajo.
A la salida del restaurante, Rai y Zahra comenzaron a
callejear por las estrechas calles del barrio de Chueca. Al joven
pintor le inquietaba un poco recorrer la barriada gay de Madrid,
del que había oído hablar, pero que imaginaba como una especie
de gueto en el que una pareja hetero no podría pasear.
–Eres de lo más gracioso, Rai, en serio.
–Es que nunca antes había visto a dos tíos besándose.
–Aquí en Madrid se besa la gente por la calle con
naturalidad.
–Ya, pero... No sé, no es lo mismo.
–Tu prefieres a las chicas, ¿no es eso? –Zahra acarició la
mano de su amigo–. Pronto estarás con Angelita y podrás
demostrar tu masculinidad. No sufras, no es contagioso.
–No es momento de hablar de ella. Hoy estoy contigo y
hasta que nos despidamos me daré el gustazo de pasear por
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Chueca con la madrileña más guapa de la ciudad –Zahra se
detuvo en seco y acarició el rostro de su amigo.
Durante unos segundos, el cielo cómplice de Albaidalle
surgió abriéndose paso entre las nubes de Madrid, susurrando
una canción de amor y despedida, una promesa en el tiempo que
aguardaría dormida para levantar una cometa cuando la ausencia
de aire amenazara con traer desesperanza.
–Te lo dije antes, Rai. Nunca te olvidaré.
–Vuelve a besarme y calla.
“...Al menos porto un tesoro, a ella durmiendo en mi corazón,
en sueños absorto la adoro, doncella dueña de mi razón, aunque
la luna sea su esencia y callada alma, sé que la bruma de su
presencia me dará la paz...”.
La cabalgata había terminado y el rey Melchor se acercó al
estrado para dirigirse a los niños. Sonia y Nico se miraron
abochornados. Una cosa es ver las carrozas y otra tragarse el
discurso.
–Será mejor que nos vayamos, ¿no? –propuso Sonia.
Ambos
jóvenes
caminaron
ensimismados
en
sus
pensamientos hasta la boca de metro de Retiro. Pasaron el billete
por el torno de entrada y se despidieron quedando en llamarse al
día siguiente para citarse con Zahra y cotillear sobre los regalos y
Rai. Cada uno iba a un andén distinto, por lo que el foso de las
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vías les separó dejándolos enfrentados. Un niño, sentado junto a
Nico le preguntó a su madre si los Reyes Magos le traerían lo
que había pedido. Sí, porque has sido bueno. Entonces el
muchacho miró de nuevo a Sonia, y ella a su vez presintió que
era observada por él. Nico se levantó y salió del andén, cruzó el
hall y bajó en busca de su hada del Tor.
–Es que tú eras mi regalo, Sonia –se encogió de hombros.
–¿Qué voy a hacer contigo? Eres un caso perdido –abrazó
a Nico y le dio un fugaz beso en los labios, casi un leve roce. El
metro entraba en la estación cuando Sonia se retiró enjugando
una lágrima furtiva–. Feliz noche de la ilusión, brujito.
–No te vayas, por favor. ¡Espera!
Y así quedó Nico, con la huella de su regalo todavía
presente en su boca, mientras las luces del último tren se iban
apagando en las fauces del túnel.
“...Gato salvaje, de felino sólo tienes apodo, niñato sin coraje, te
defino Cuasimodo, derrotado en la basura, no me dará pena,
verte llorando con la amargura de una nena...”.
La carcajada de Martín resonó en la oscuridad. Rai apartó
bruscamente a Zahra y se volvió hacia él. Aquella era la última
persona que esperaba encontrarse allí.
–Enternecedor. Esto sí que no me lo esperaba. Dos presas
al precio de una.
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–Hijo de puta. ¿Qué estás haciendo aquí? –Rai avanzó
envalentonado hacia él, recibiendo un fuerte puñetazo en el
estómago. Cuando el chico se arrodilló, doblado por el dolor,
Martín le obsequió con una patada en la cara.
–Cuenta saldada, nene. Te dejo los huevos intactos, que
veo que los vas a usar. Cortesía de la casa.
–¡Socorro! –gritó Zahra buscando algún transeúnte por la
calle. Martín la agarró por el cuello.
–Escúchame una vez y no me hagas que te lo repita.
Primero vas a cerrar la bocaza, por el bien de tu chico. Segundo
–buscó en el cuello de la chica el colgante del Chalice Well–, me
quedo con este recuerdo de nuestro encuentro. Como le decía al
periquito, por mí ya quedamos en paz. Aunque aún tengo una
cuenta con tu gato –señaló una herida reciente en la cara–, pero
será en otra ocasión –tiró con fuerza de la cadena y el amuleto de
Moon Brothers quedó en su mano–. Un placer volvernos a ver.
¡Felices fiestas, muñecos!
Mientras Martín desaparecía entre las tinieblas, Zahra se
agachaba para acariciar el rostro dormido de Rai.
“...Y así termino. Lo lamento, hoy me confortó ceder; y sí, soy
felino, te lo advierto, no me importa perder; sé que la derrota me
acercará a la victoria, porque, toma nota, así acabará la
historia, allí donde reina la madre naturaleza, allí donde la
arena esconde su belleza”.
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El ferry a Ibiza partió con puntualidad. Martín dormitaba en su
asiento tras conducir de noche hasta Valencia, recordando paso
tras paso su magistral trabajo aquellos días en la capital. Llevaba
en la maleta dos regalos para Menéndez como pasaporte para
retornar por la puerta grande. Los Reyes Magos habían sido de lo
más generoso, al menos una vez en su vida. No tenía un buen
recuerdo de su infancia.
La herida de la bestezuela del restaurante le estaba
escociendo de lo lindo. Aunque se la había curado con algo de
whisky temía que aquel bicho asqueroso le hubiera contagiado
algo. Según el sol iba dorando el cielo, el escozor se transformó
en quemazón, por lo que fue al servicio para echar un vistazo.
Sus ojos enrojecidos por la falta de sueño y el alcohol, con el que
celebró en soledad su venganza, contemplaron en el espejo la
inflamación de su cara. De manera inexplicable, las marcas
paralelas del zarpazo se habían recolocado sobre la piel,
provocando aquella tirantez y marcando una cicatriz con forma
de Vesica Piscis. No, no era posible. Abrió su maleta, sacó el
colgante de la niña y, colocándolo junto a su mejilla, comprobó
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que su impresión inicial era cierta. Aquella cicatriz le recordaría
para siempre la noche de la ilusión.
David abría torpemente los paquetes, sin percatarse de los rostros
preocupados de Marta y Zahra. Era el mejor día del año y había
que hacer un esfuerzo por transmitirle al niño tranquilidad. Tras
colocar en el sofá los regalos, Zahra trajo el roscón y el
chocolate, para celebrar una nueva llegada de sus majestades.
Cuando los tres estaban sentados a la mesa, sonó el timbre de la
puerta. Era Tarek.
–Buenos días, Tarek –dijo Marta apreciando de veras la
visita de su compañero de secuestro en el Hatshepsut.
–¡Hola familia! Los Reyes han pasado por mi casa.
–¡Bien! –dijo emocionado David.
–Marta, me he permitido pedirle esto –un enorme cilindro
llegó a las manos de la madre de Zahra–. Es una manta egipcia,
hecha a mano, que formará parte de su maravilloso negocio.
–Pero, Tarek, es una maravilla, no puedo...
–Los Reyes proceden de Oriente y allí están los mayores
tesoros para las buenas personas–se volvió al niño–. David, esta
pequeña vasija de esencias también debe venir de allí y tiene
aspecto de ser muy, muy antigua.
–¡Genial!
Así
puedo
antigüedades, como la del abuelo.
394
empezar
mi
colección
de
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–Sabía que le agradaría, por eso se lo escribí a los Reyes
–se sentó junto a Zahra–. Señorita, en uno de mis zapatos, los
Reyes dejaron este marco de fotos para usted.
Tras desenvolver el papel, primorosamente doblado por
algún paje paciente, apareció un portarretratos de madera con
una foto muy antigua, protegida por un sucio cristal. Era la
viejecita de Glastonbury, aquella que se le apareció en su
meditación, y que fue la dueña del colgante que le había quitado
el hombre de Albaidalle. Su mano derecha parecía apoyarse en el
corazón, pero lo que realmente sostenía era aquel amuleto que
fue forjado en la tierra de Avalon. Zahra se levantó y abrazó con
todo su sentimiento al hombre responsable de que su alma se
sintiera reconfortada aquella mañana gris.
–Zahra, hija… –dijo Marta feliz de verla sonreír de
nuevo–. Hay todavía dos envoltorios con sello de África.
–¿Dónde, mamá? –exclamó el niño exultante.
–Están colgados en el árbol.
Ambos saltaron hacia allí. David encontró un sobrecito
que decía: “Tu regalo africano está debajo de la cama de mamá”.
Allí le esperaba un arco de verdad con flechas romas. El sobre de
Zahra contenía una carta:
Mi pequeña Zahra. No, ya no tan pequeña. Perdona. No
hay mucho por aquí que pueda gustarte, ya que la moda africana
quizás no sea bien vista por las calles de Madrid. Es broma.
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He hablado con mamá y me ha contado lo de tus notas.
Yo sé que vas a mejorar y que acabarás la secundaria tan bien
como lo hiciste con la anterior etapa. Confío en ti, grumetillo. Sé
que ella te ha prometido dejarte ir al viaje de fin de estudios a
Roma si tus notas van progresando. Te va a encantar, ya verás.
Yo por mi parte quiero darte algo parecido... El negocio de los
globos va viento en popa, nunca mejor dicho, así que te ofrezco
un nuevo incentivo, que hoy por hoy me puedo permitir: un viaje
este verano a Tanzania con tus amigos –deberás elegir a dos,
aunque supongo que una plaza será para el eterno Nico–, si tu
media llega al menos a notable, claro. Ambos nos jugamos
mucho, porque verte es lo que más deseo en este mundo. Así que
hinca bien los codos y prepárate para pasar mucho calor en uno
de los lugares más bellos del mundo
Espero que este día tan mágico te haya colmado de
presentes.
Tu capitán Haddock, que te quiere y te añora.
Mientras Zahra leía la carta de su padre, Rai viajaba
rumbo al norte con la cara hinchada y el corazón encendido,
Nico se debatía entre su fidelidad al mago Merlín y a los de
Oriente, y Sonia meditaba si lo del metro había sido una nueva
aparición fantasmal que debía olvidar.
Aquella noche Zahra se refugió en su dormitorio junto a sus
regalos, con Avalon en su regazo, observando el cuello desnudo
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en el espejo de su tocador. Acarició el colgante ausente y una
punzada de miedo e ira le recorrió todo el cuerpo evocando a
Martín. Recordó entonces las palabras que le dirigió el mago de
Lavapiés: “Tienes una cita con tus ancestros en el lugar que fue
dictado por las hojas del bosque. El alma que cuida de ti te
aguarda allí, protegida entre las montañas…”. En su rincón de
los recuerdos colocó la foto de su bisabuela, iluminándola con
una de las velas sagradas que trajo de Glastonbury en verano. La
llama temblorosa parecía otorgar vida al rostro blanquecino de la
anciana. Zahra besó el marco y susurró unas palabras para que el
fuego encendido las llevara hasta el corazón lejano del Chalice
Well: –Te prometo que recuperaré nuestro amuleto. Aunque
tenga que ir al fin del mundo a buscarlo.
Los ojos de Avalon se encendieron satisfechos al
imaginar el reencuentro de sus garras con su presa Martín.
Para entonces ya sería un magnífico y temible felino.
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“Y si el alma en aquel momento no encontrara aquella
ordenación que procede de la justicia de Dios, sufriría un
infierno mayor de lo que el infierno es, por hallarse fuera de la
jerarquía que participa de la misericordia divina, que no da al
alma tanta pena como merece. Y por eso, no hallando lugar más
conveniente, ni de menores males para ella, se arrojaría allí
dentro, como a su lugar propio”.
Tratado del purgatorio (nº 12) –Santa Catalina de Génova (1447-1510)
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Capítulo 34
Civis Romanus sum
Como un balandro intrépido y dócil, la azotea de La Mugara
navegaba a través de los recuerdos de Zahra, surcando un mar de
estrellas donde los ojos de Tarek Moawad encontrarían cobijo
junto a las perseidas veraniegas. Aquella niña inquieta, que
devoraba los relatos de viajes de su abuelo, nunca olvidaría la
primera impresión que le causó la mirada del fellah, siempre
atento a la limpieza de la escultura de la diosa Bastet, bañándola
en agua para eliminar el barro que ocultaba un gato de granito
negro. Fueron aquellos ojos ancianos, dos piedras de insondable
y húmeda opacidad esculpida por sus antepasados en las arenas
del desierto, los que recorrieron despacio la estancia hasta
posarse en la maleta abierta de Zahra.
–Su nombre es Falco, aunque todos le dicen profesor
Falco. Era compañero de su abuelo… Bueno, lo es de todo aquel
que tenga relación con el mundo del coleccionismo de
antigüedades. De hecho, está considerado y respetado como el
más sabio de todos. Seguro que ahora está pensando en un
millonario excéntrico, encerrado en un castillo custodiado por un
foso de seguridad. No, señorita. Nada más lejos de la realidad.
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Aunque vive con desahogo, su poder y fama nacen de sus
conocimientos y de los trueques que realiza, no siempre
ventajosos para él. ¿Se acuerda de cuando coleccionaba cromos?
Pues algo así… –Acarició suavemente el lomo de la guía de
Roma.
»Ha recorrido los cinco continentes en busca de objetos
especiales, únicos, tanto como sus dueños. Ya lo verá… Su
agenda de contactos es muy amplia y pocas cosas suceden en las
convenciones o subastas sin que él se entere. Por eso, si alguien
está moviendo nuestro…, su colgante, él lo sabrá.
»¿Confiar en él? No queda otro remedio. Me consta el
aprecio que sentía por el señor Saunders pero, aún así, considero
conveniente que le lleve algún presente. Cromo por cromo. Mire
–Tarek sacó una funda de piel, oscurecida por el paso de las
décadas, y se la mostró abierta a Zahra–. Es una brújula que
perteneció a Lawrence de Arabia. ¿Recuerda la afición de su
abuelo por los juegos de cartas? Este trofeo se lo ganó en buena
lid a un aristócrata británico que perteneció en la Segunda Guerra
Mundial al escuadrón 601, un selecto grupo de millonarios y
nobles amantes de la diversión, pero valientes y leales a su país a
la vez. Esta reliquia fue el amuleto que este hombre llevaba
consigo cuando volaba en su avión de combate. Sé que le gustará
mucho al profesor Falco…
»No. Tiene que aceptarlo. Su abuelo me la regaló a mí y
yo soy dueño de hacer con ella lo que quiera. Mi deseo es que le
sirva para recuperar el colgante de Glastonbury. Por eso debe
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buscar a Falco en esta dirección –colocó con delicadeza un papel
doblado en las manos de Zahra– y contarle su historia.
»Estoy casi convencido de que existe un vínculo entre el
hombre de la cueva y un comerciante llamado Menéndez, que no
hacía más que atosigar al señor Saunders con la compra de la
colección egipcia. No puedo probarlo, pero quizás Falco nos
aporte alguna información útil.
»Eso es todo, señorita Zahra. Pienso, de corazón, que va a
disfrutar de Roma, como lo hizo su padre con su misma edad.
Creo recordar que así me lo contó… Y por favor, no le comente
a su madre lo del profesor Falco, que tiene muchas
preocupaciones y quizás no apruebe esa visita no programada en
el viaje de estudios. Sea muy prudente.
»Otra cosa… El restaurante ha empezado con buen pie.
Amir es muy espabilado y creativo. ¿Qué me retiene en Madrid?
Para su abuelo era muy importante que usted guardara el
colgante del Chalice Well. Su robo ha destrozado mi corazón y
no regresaré a Egipto hasta que lo recuperemos.
»Sí, creo que es necesario. Debe recuperar el medallón
para luego decidir su camino, porque aún es joven y tiene la vida
por delante. Algún día lo comprenderá.
La entrada a la hospedería del monasterio, un raro ejemplar del
escaso neogótico romano, era un pequeño caos, con ochenta y
siete adolescentes de cuarto de secundaria rodeados de maletas y
emboscados en una cerca invisible formada por cuatro columnas.
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Cerca de ellos vigilaban unos improvisados pastores, que se
preguntaban por qué habían accedido a llevarse de viaje a aquella
pandilla de energúmenos. Al frente de la expedición, don
Alfonso, alias “El Chanquete”, profesor de matemáticas con
treinta años de experiencia y un hueso duro de roer. Un paso por
detrás, doña Isabel, tutora de Zahra, conocedora del paño y de
serenidad envidiable, pero poseedora de una extraño tic nervioso
en el ojo cuando sacaba a sus borreguitos a pastar fuera de la
granja. Junto a ellos, Enzo, el guía italiano de la agencia, un
pedazo de pibón para mojar pan y comerse el plato cual pizza
pepperoni, palabras textuales de Sonia. Enzo, sudando
abundantemente, intentaba aunar las preferencias de los alumnos,
la estrategia de vigilancia nocturna de los profesores y la
disponibilidad del monasterio, para realizar el reparto de
habitaciones. Entre el corral y los pastores, una extraña pareja,
Borja y Josefina –por cortesía de la AMPA del centro–. Él era el
padre de Carol, una alumna sentada sobre un macetero que
permanecía sumida en un mutismo absoluto, mascullando algo
sobre la supuesta condena que recibiría si lanzara a su padre
desde lo alto del Coliseo Romano. Su imagen oscura, con el
collarín de púas al cuello, no invitaba al optimismo al respecto.
La acompañante de Borja, Josefina, era conocida por
“Supermami” porque siempre figuraba en todos los saraos del
colegio, desde la mañana hasta el cierre de las instalaciones con
los entrenamientos deportivos. Afortunadamente para su hija –
fotocopia reducida de la madre–, esta cursaba todavía tercero y
se iba a librar de pasar vergüenza ajena en la ciudad eterna. Así
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que, dejando a un lado al Chanquete, todo parecía indicar que el
camino hacia la diversión estaba más que asegurado.
Minutos más tarde, don Alfonso llamó a sus alumnos y
comenzó a repartir las llaves.
–¡Nos ha tocado él! –dijo Nico a Zahra.
–¿Quién?
–El Johnny.
–¡No fastidies! –Sonia empezó a reírse a carcajadas
imaginándose a Nico y a su compañero Pablito, “El Hobbit”,
compartiendo habitación con el macarra del colegio.
–Lo que oyes. Estamos fritos…
–Una cosa es segura, no os vais aburrir –añadió Zahra
guiñando un ojo a Sonia–. Nosotras estamos con Carol, que está
con un muermo…
–Casi prefiero estar con ella, aunque me asuste por la
noche. He intentado protestarle al Chanquete, pero casi me
fulmina con su mirada asesina.
–Como que lo ha hecho adrede para que le vigiléis –dijo
Sonia para preocupar más al muchacho–, no vaya a ser que saque
la navaja por la noche y haga una carnicería.
–¿Nunca te han dicho que eres única dando ánimos? ¡En
fin! No hay nada que hacer… Voy a buscar a Pablo y nos
subimos. Luego os veo.
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–Vale Nico. ¡Hasta ahora! –dijo Zahra dándole un beso
en la mejilla.
–Eso, despídete de él, que como se pase de listo el
Johnny lo avía en dos bocados.
–Anda, vamos a buscar a Carol.
La habitación de Zahra, Sonia y Carol se encontraba en la
segunda planta. El sencillo mobiliario consistía en una litera
triple de recia estructura –que aprovechaba a la perfección la
gran altura de la celda–, una mesa de estudio con una silla, un
armario casi tan alto como la litera, un retrato de una monja
orando, un crucifijo y un arcón que parecía robado de un
cementerio. En un lateral se abría la puerta del aseo, en el que el
habilidoso arquitecto había logrado situar el plato de la ducha
haciendo esquina de manera que cupiera un pie entre él y el
lavabo. Seguro que jugó mucho al Tetris en el bar de la facultad.
–Tanto amenazarnos en clase con llevarnos a un
reformatorio que al final el Chanquete se ha salido con la suya –
dijo Sonia mientras contemplaba el desolador panorama desde la
cima de la litera–. Por cierto, me pido arriba.
–Tiene su punto –dijo Carol observando las vigas
apolilladas del techo–. Yo me pido abajo, por si me voy de
exploración, para no despertaros.
–Vale –dijo Zahra resignada–, pues yo en el medio.
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–¿A dónde dará esta ventana? –preguntó Sonia mientras
intentaba abrirla desde su privilegiada atalaya–. Nada está
atrancada.
–Está así para que las monjas no se suiciden… –aclaró
Carol muy ufana–. ¡Cuántos pingüinos habrán estirado aquí la
pata! Quizás en esta misma cama.
–Bromitas las justas, rica –sentenció Sonia mientras
descendía al suelo–. Además, serían celdas individuales. Esta
litera es moderna.
–Vamos a darnos prisa, que hay que bajar a comer y se
van a enfriar los manjares italianos–dijo Zahra.
–¿Manjares? Somos unas “pringuis”. Nos vamos de viaje
a Roma para seguir degustando comida de monjas. Espero que
sepan hacer mejor la pasta –dijo Sonia–. Menos mal que hemos
traído el alijo: gominolas y patatas –mostró su maleta abierta.
–Chorizo de mi pueblo y chocolatinas –exclamó Carol
relamiéndose y pasando el testigo con la mirada a Zahra.
–Nubes, regaliz, gusanitos y… ¡Peta Zetas!
Las conversaciones de los estudiantes trepaban por las paredes
del refectorio para reunirse en la bóveda, provocando un
estruendo similar al que prologaba una sesión de cine en el salón
de actos. El sonido de una campanilla y la vos atronadora del
Chanquete apaciguaron a los hambrientos estudiantes. La monja
que presidía la mesa principal rezó algo en latín y luego bendijo
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la mesa empleando un dulce castellano. Sonia suspiró sin
disimulo: –Tanto preámbulo espero que sea una buena señal,
porque desde la cocina llega un aroma extraño…
La monja observó detenidamente todas las mesas, como
si pasara revista a un ejército: –Buenas tardes, queridos
visitantes. Soy la madre Bianca, superiora del monasterio y su
anfitriona en Roma. Es para mí una gran satisfacción recibir a un
colegio hermano de nuestra orden… –Miró con felicidad a los
dos profesores.
–Como si no hubiéramos pagado… –le dijo Sonia a
Zahra al oído. Esta respondió con un disimulado codazo.
–La comunidad se ha esmerado en preparar su visita, por
lo que esperamos que todo sea de su agrado. Si surgiera algún
inconveniente, no duden en comentarlo con sus monitores. De
igual modo, les rogamos que no olviden la naturaleza de esta
casa. Van a compartir con nosotras la comida en el refectorio y
algunos de nuestros horarios, por lo que procuraremos
adaptarnos con buena voluntad y flexibilidad.
Un parque móvil de carritos de comida aguardaba al
fondo de la sala, custodiado por las cocineras. Según Nico sólo
faltaba la bandera a cuadros para lanzar la carrera hacia las
mesas.
–Cada una de estas mesas acoge a ocho comensales, así
que les rogaría que para la cena no muevan las sillas de lugar,
como han hecho en esta ocasión. También les invito a cambiar de
ubicación de forma periódica, para compartir con otros
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compañeros este momento de convivencia –las componentes
apiñadas en una mesa de trece comensales se miraron con
inquietud.
»El ala este pertenece a la comunidad. No deberán
acceder a ella si no son invitados por alguna de nosotras. La zona
oeste pertenece a la hospedería, donde se encuentran sus
habitaciones. En ella encontrarán una confortable sala de juegos
con chimenea, donde podrán departir con sus compañeros.
–Yo he estado antes con Pablo –comentó Nico–. Si os
gusta jugar al Trivial en italiano o con unos bolos de plástico, ese
es vuestro sitio.
–Tranquilo, Nico. Ya montaremos la fiestuqui en la
habitación –dijo Zahra con expresión pícara.
»A las diez de la noche se hará silencio en la hospedería y
permanecerán todos en sus respectivas habitaciones –se giró
hacia la mesa de los adultos–, ¿no es así, don Alfonso? –Este se
levantó con desgana para dirigirse a sus alumnos.
–Por supuesto –hubo un murmullo de desaprobación
entre sus pupilos–. Tanto doña Isabel como yo vigilaremos las
alas de los chicos y las chicas, y aquellos que molesten por la
noche, o salgan de sus habitaciones, serán castigados.
–No creo que sea necesario –dijo amablemente la madre
Bianca–. Son todos unos jóvenes estupendos –Varias cabezas
giraron hacia la mesa del Johnny, el cual respondió con una
expresión desafiante a más de uno–. Y ahora, disfruten de esta
comida reparadora tras el largo viaje.
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Los carritos iniciaron sus maniobras portando unas
soperas humeantes para desmotivar a los estómagos anhelantes
de pizzas y pasta italiana.
–Gente… No podrán con nosotros –dijo Sonia.
–Pues esto parece una cárcel –respondió Nico algo
desanimado.
–Sólo pretenden meternos miedo –comentó Zahra para
tranquilizar a su amigo–. La primera noche estarán frescos, pero
después caerán como benditos y será nuestra hora.
–Estáis las dos muy confiadas. Dicen que el Chanquete
estuvo el año pasado tres noches sin dormir y que regresó a dos
alumnos para Madrid el primer día. Para mí que tiene poderes...
En clase de matemáticas os juro que tiene un ojo en el cogote.
–¡Bah! –exclamó Sonia mientras arrojaba barquitos de
pan en la sopa– Son leyendas de los veteranos.
–Ya, pero mi habitación será la más vigilada del
monasterio. No olvides que tenemos a Al Capone dentro…
–¡Es verdad! Lo siento chico, pero te perderás la
degustación de chocolatinas de esta noche –dijo Sonia mirando
al Johnny de reojo. Este sorbía la sopa con cara de pocos amigos.
–Tenemos toda la tarde para investigar –susurró Zahra–.
Lo primero es saber dónde duermen los profes.
–Yo lo sé –intervino Carol–. Mi padre es tan pardillo que
me lo ha dicho por si le necesito.
–Genial –respondió Sonia–. Cuenta…
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–Veréis… El ala de los chicos está sobre la de las chicas.
Son prácticamente iguales. Si os habéis fijado en la cabecera del
pasillo de cada planta hay una puerta cerrada. Ahí estarán el
Chanquete e Isabel haciendo guardia en sus zonas respectivas.
Frente a la zona de las chicas hay un pequeño pasillo, que
atraviesa el descansillo de la escalera, con más habitaciones. En
dos de ellas están Supermami y mi padre. Frente a los chicos
creo que duerme el personal de cocina y mantenimiento.
–Te lo has currado, tía. En serio. O sea, en la práctica
sólo hay dos puntos conflictivos –resumió Zahra.
–Pues como haya que esperar a que se duerman los dos…
–sentenció Nico pesimista.
–¡Esperad! Hay algo más… Al otro extremo de los
dormitorios hay una segunda escalera –añadió Carol satisfecha.
–Ya, la puerta de acceso está cerrada con llave –aclaró
Nico–. Lo comprobamos antes.
–¿Y qué? Vosotros tenéis al Johnny –Zahra y Sonia se
rieron ante la ocurrencia de Carol. Un siseo exagerado llegó
desde la mesa de los profesores.
–¿Estás loca? –dijo Nico.
–A ver chico, ¿no fue él el que abrió el quiosco de las
chuches el año pasado? Ese tío sabe lo que se hace.
–Tranquilo Nico –dijo Zahra–. Te está vacilando.
–No es verdad, hablo en serio, tía.
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–Gente, ya vienen los carritos de nuevo –interrumpió
Sonia dejando a un lado el cuenco de la sopa.
–¿Qué eso que flota en la salsa? –preguntó Zahra
mirando el puchero.
–Parecen trozos de carne –dijo Carol.
–Pues yo creo que son espinacas… –corrigió Sonia con
cara de asco–. ¿Qué me dices ahora, Nico? ¿Os apuntáis a la
orgía del chocolate?
–Hablaré con Johnny, plastas.
Tras la primera comida en el monasterio, Enzo reunió a lo que
llamaría “la mia famiglia” desde aquel momento. El grupo bajó
hacia la Via del Foro Imperial, caminando en dirección al
Colosseo en una formación tan caótica que si las antiguas
legiones levantaran la cabeza convertirían a Enzo en proteínas
para leones. Josefina a lo suyo, “tomando instantáneas”, y los
demás delante con el guía, observando atentamente los restos del
Foro. Borja no le quitaba ojo a su hija, que seguía maldiciendo su
suerte lo más lejos posible de él.
Al llegar al Colosseo, unos romanos, que parecían recién
escapados de una galera o estar disfrutando de un permiso
penitenciario facilitado por la Cosa Nostra, se ofrecían a los
turistas para hacerse unas fotos. Como era de esperar, Josefina
picó el anzuelo al grito de “¡qué alucinante!” y agarró a tres
alumnas para acompañarla. Sonia exclamó un “patético” que se
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escuchó en todo el grupo y Nico imaginó una pelea en la arena
entre aquellos tipos y el Johnny. Estaría muy igualado.
Una vez situados bajo los soportales, la fila circular
avanzaba lentamente hasta que por fin pudieron acceder al
recinto. Tras unas breves explicaciones por parte de Enzo, cada
uno exploró el Colosseo a su ritmo. Zahra se encontraba
asomada a una de las gradas, cuando Carol se acercó a ella: –No
es distinto de nuestras plazas de toros…
–Esto es más impresionante, Carol. ¿Te imaginas a la
gente gritando? Los leones, los gladiadores, el emperador
decidiendo la suerte de los derrotados… Si las piedras
hablaran…
–Había dos puertas –dijo Carol mirando circunspecta
hacia la arena–. Una era la de la vida, por donde entraban los
animales y los gladiadores, pero existía también la puerta de la
muerte, por donde sacaban los cadáveres –Nico y Sonia se
acercaron a sus compañeras–. La sangre y los restos se limpiaban
con agua y esta iba a parar a un desagüe que rodeaba el edificio.
Ese líquido sanguinolento se derramaba en la Cloaca Máxima de
Roma, tiñendo de rojo el río.
–¿La Cloaca Máxima? –preguntó Nico.
–Supongo que Enzo lo explicará. Vamos a buscarle –dijo
Sonia sonriendo.
–Tranqui Sonia –Zahra la tomó del brazo riendo–, que
para loba ya está la de Rómulo y Remo.
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Carol se alejó lentamente de allí dejando que su mente
viajara en el tiempo. Los tres amigos se quedaron muy serios
contemplando el coso.
–Podemos juntar tu Johnny con nuestra Carol, Nico –dijo
Sonia–. Uno destripando romanos y la otra gozando con la
sangre. ¡Dame más, Johnny! ¡Dame más…!
–No me extraña que su padre se haya apuntado a la
excursión –añadió Nico–. Tiene una psicópata en casa.
–Es una forma distinta de ver el mundo –dijo Zahra–.
Sólo es eso. Seguro que a ti te interesa más lo del sistema de
ascensores que nos ha explicado Enzo al entrar –Nico asintió–.
Ella siente atracción por… Por…
–No te líes Zahra –interrumpió Sonia–, asume que
tenemos una vampira en la habitación y punto. Por si acaso no
tomes muchas chuches, que la sangre cuanto más dulce más
delicatessen.
Eran las seis de la tarde cuando la famiglia de Enzo abandonó el
Colosseo. Doña Isabel y Borja fueron reuniendo a los alumnos
que buscaban souvenirs por los alrededores, para que todos
pudieran escuchar las instrucciones que el Chanquete iba a
comunicarles.
–¡Escuchen! Disponen de dos horas libres. A las ocho en
punto en el monasterio sin dilación, que nos conocemos.
¿Alguna pregunta? De acuerdo. No se alejen demasiado y sean
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prudentes. Recuerden que la cena es a las nueve, así que nada de
hartarse de comida basura. El que no cene como es debido
ayudará a las hermanas con la limpieza del comedor. Eso es
todo.
Se produjo una desbandada general, como si el
mismísimo Júpiter hubiera derramado una bolsa de canicas por la
Via del Fori Imperali.
–Bueno gente, ¿a dónde damos? –dijo Nico acelerando el
paso.
–Pues, tengo que visitar a alguien… –dijo Zahra mirando
a sus dos amigos con cara de inocente.
–¿A quién? – dijo Sonia olisqueando alguna pista
morbosa relativa a rolletes pretéritos.
–Se llama Falco. Era un profesor amigo de mi abuelo y a
lo mejor me puede ayudar a recuperar el colgante. Se supone que
estamos aquí para conocer la ciudad –comentó Nico que intuía
una encerrona de su compañera de aventuras–, que para profes
ya tenemos al nuestro, y si a las ocho no estamos de vuelta se
alimentará de nuestra carne cruda.
–No te rayes, chaval. A ver, tía, ¿dónde está el tipo ese?
–Unos veinte minutos andando, cerca del Panteón. ¿Qué
decís? Será rápido y luego estaremos libres y podremos tomarnos
una pizza por ahí.
–Por mí vale, que tengo las espinacas serpenteando por
mis intestinos. ¿Nico?
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–Valdrá, pero espero no meternos en ningún sitio extraño,
porque… –Colleja de Sonia.
–Te seguimos, Zahra. No hagas caso a papá Nicolás.
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Capítulo 35
El profesor Falco
Caminaron hasta la plaza Venecia, donde contemplaron el
Monumento Nazionale a Vittorio Emanuele II, que les recordó a
uno dedicado al Rey Alfonso XII en el parque de El Retiro de
Madrid, aunque este último era mucho más pequeño. Luego
avanzaron por la Via del Corso para girar posteriormente a la
izquierda en dirección al Panteón de Agripa, un templo dedicado
a los dioses romanos.
–¿Y ahora? –preguntó Nico mirando el reloj.
–Bueno, según el mapa esta es la plaza de la Rotonda.
Tenemos que rodear el edificio y pasar un obelisco con forma de
elefante.
–Siempre pensé que los obeliscos eran más estilizados –
comentó Sonia observando el mapa de Zahra–. Venga, sigamos.
Unos minutos más tarde llegaron a su destino. La
dirección existía, pero correspondía a una pequeña iglesia. De su
anterior uso sólo quedaba una Madonna, cubierta de excrementos
de paloma. Bajo ella, dos portones de moderna factura indicaban
que todo el edificio había sido remodelado recientemente.
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–Aquí no cantan misa desde los tiempos de san Pedro –
exclamó Sonia–. ¿Has leído bien el papelito?
–Chicas, hay un portero automático –señaló Nico.
–Puede tratarse de otro monasterio, ¿no? –dijo Zahra
mientras acercaba el dedo a uno de los dos botones–. No se
pierde nada con preguntar si conocen la casa de Falco.
–¿Desde cuando sabes italiano, chica? Buenas tardis,
busco al profesorini Falquini, amiguetini de mi abuelini y… –
bromeó Sonia.
–Pronto, ¿Chi é? –respondió una voz de mujer desde el
telefonillo. Los tres se miraron sin saber que decir.
–Esto… –Nico se aproximó a la puerta–. Ciao, somos…
Venimos de la España… Queremos hablar con el profesor Falco
y…
–No tiene a nadie citado –dijo la voz con un español
americano norteño, bastante dulce.
–¿Habla español? ¡Qué bien! –exclamó Zahra–. Sólo
serán unos minutos.
–Lo siento de veras. El profesor no quiere ser molestado.
Que tengan un buen día.
–¡Espere! Solamente dígale estas dos palabras: Saunders
y Tarek.
–Bueno, esperen un poquito…
–Esta nos suelta a los “perrini” –susurró Sonia.
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–¡Calla! Que te va a oír… –respondió Zahra.
–¡Genial! Las siete menos cuarto. O nos damos prisa o
acabamos en el calabozo –Nico empezaba a resignarse a ser
castigado el primer día de viaje.
De repente se escuchó un zumbido y uno de lo portones
cedió, mostrando una estancia resplandeciente que alumbró la
calle ya en tinieblas. Una silueta salió de una cabina acristalada y
se aproximó a ellos. Se trataba de una mujer joven, vestida con
un mono negro entallado, el pelo recogido en una larga coleta y
un cinturón decorado con una pistola enfundada.
–¡Coño! Lara Croft –musitó Sonia.
–El professore Falco subirá a recibirles. Por favor, pasen
de uno en uno por el arco de seguridad.
Un panel de metal abatible ocultaba el resto de la iglesia
de cualquier mirada curiosa. Nico calculó que aquel espesor era a
prueba de balas y de cualquier proyectil no atómico. Desde luego
no iban a visitar a un ancianito para tomar té con pastas. Los tres
fueron minuciosamente analizados por el escáner, tras lo cual el
muro de metal se plegó lateralmente en tres hojas por cada
extremo. La vigilante asintió y señaló con la mano el interior del
edificio.
Aunque la oscuridad parecía absoluta, paulatinamente
unos mortecinos faros de automóvil fueron alumbrando muy
despacio la entrada, hasta apuntarles directamente a los ojos,
cegando momentáneamente a los visitantes y cincelando una
silueta de gran envergadura que avanzaba entre las sombras.
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–¿Profesor Falco? –preguntó Zahra. No hubo respuesta.
Uno de los brazos del aquel hombre se alzó por encima
de las cabezas de los jóvenes izando un mando a distancia que
provocó la iluminación progresiva de la nave. Zahra recordó la
sensación que sintió cuando penetró en la cueva del Senet, por lo
que se toco la cicatriz de la bala espontáneamente. Ocho focos
delineaban otros tantos pilares de granito. Una espesa nube de
polvo flotaba entre los centenares de antigüedades que cubrían
por completo la iglesia, dando la impresión de estar penetrando
en un desván de proporciones inmensas. Un ejército de reflejos
dorados y sombras vivas se movía tras el profesor Falco, que
observaba con curiosidad a los tres jóvenes que acudían en
nombre de Saunders y Tarek, mientras acariciaba con sumo
cuidado el negro automóvil que franqueaba el paso.
–Angelo Roncalli, patriarca de Véneto, viajó en este
coche cuando acudió al cónclave donde sería elegido sucesor de
san Pietro. Juan XXIII era un Papa extraño: creía en Dios. ¿No es
fascinante? –bajó la voz para hacer la confidencia–. Es la única
huella de santidad que hallaréis en mi morada –sus ojos
recorrieron las paredes como un maestro de ceremonias
dispuesto a dar la bienvenida a su público–. Existe otro coche, un
Mercedes-Benz en Alemania, que usó cuando vivía en el
Vaticano. No quiero ser pretencioso, pero no lo adquirí para mi
colección porque estaba contaminado.
–¿Contaminado? –preguntó Nico.
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–Demasiados pasajeros con el Papa y no todos deseables.
Pero, decidme, ¿por qué me buscáis?
–Soy Zahra Saunders, profesor, y estos son mis amigos
Nicolás y Sonia. Estamos realizando un viaje de estudios por
Italia, y hemos aprovechado para traerle un presente de parte de
Tarek Moawad, en recuerdo de la amistad que le unió a mi
abuelo –Sonia y Nico observaban a Zahra con perplejidad.
–Lamento profundamente el fallecimiento de tu abuelo y
mi amigo… Me llegó la ingrata noticia. Un hombre notable,
capaz de encontrar una aguja en un pajar o conseguirla mediante
su astucia –hizo una pausa para fijar sus ojos en el envoltorio
ajado que Zahra había sacado del anorak–. Dime, pequeña
Saunders. ¿Qué me traes? No, espera, he formulado mal la
pregunta –Introdujo la mano por la ventanilla del coche y apagó
los faros que estaban cegando a los muchachos–. ¿Qué quiere
Tarek de mí? Un fellah es como un gusano en un nido de
serpientes, adopta los usos de sus mayores, pero sabe manejarse
mejor en el barro.
–Es una brújula de Lawrence de Arabia –abrió la funda
de piel y la puso en las manos del coleccionista–. Él dijo que
sería de su agrado –El profesor Falco sacó unas gafas de su
bolsillo y analizó con cuidado el regalo de Zahra. Cerró los ojos
acariciando la reliquia del conquistador de Akaba.
–Interesante, pequeña Saunders, ¿vas a pedirme la Luna?
–Se llama Zahra –replicó Sonia–. No la llame así.
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–Vaya, tu amiga se ha molestado, pequeña Saunders.
Quizás no sepa que parte de la esencia de tu abuelo está dentro
de ti, al igual que la de Roncalli impregnó este coche.
–Puede llamarme pequeña Saunders, no me importa –
miró a Sonia abriendo mucho los ojos para que le siguiera el
juego.
–Acepto este objeto como prueba de amistad de tu
familia.
El profesor Falco se volvió hacia su derecha y se quedó
pensativo mirando a un mueble de caoba con vitrinas que tapaba
parte de un retablo. Pulsó una combinación de teclas, en el
mando que sostenía, y una escalera comenzó a moverse desde el
altar mayor, avanzando hacia el lugar que había escogido para
colocar la brújula. Caminó hacia la escalera, se subió a ella con
algo de dificultad, y trepó hacia uno de los estantes, sin soltar el
preciado objeto de su pecho. Durante unos minutos acarició otras
piezas de su colección, escrutando cada rincón y sopesando
alguna decisión.
–¿Qué hace este hombre? –preguntó Sonia.
–Yo creo que está valorando cuál es el mejor sitio para
colocar lo que le ha traído Zahra. Por cierto –Nico se volvió
hacia ella–, ¿sabes el valor que puede tener esa brújula? Espero
que sepas lo que haces.
–Confío en Tarek.
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–Mira, tu profe está sonriendo –señaló Sonia–. Y ahora
está depositando el regalo ahí arriba.
Tras descender de la escalera, Falco se aproximó a los
tres jóvenes. De nuevo activó el mando y un prisma de cristal se
iluminó junto a lo que debió ser la sacristía del templo primitivo.
Había un gigantesco huevo blanco en su interior.
–Salvador Dalí –dijo Falco según se iba deslizando la
puerta transparente que protegía el huevo–. Lo conseguí de uno
de los albañiles que trabajó en su casa de Portlligat. Se estropeó
durante su elaboración. Una pena. Para Dalí era el símbolo del
útero materno, duro por fuera, blando por dentro. También
representaba el amor y la esperanza. Para nosotros algo más
prosaico… El ascensor –El coleccionista abrió la portezuela del
huevo.
–Esto no puede estar pasando –dijo Sonia a Nico–. Ni
que fuéramos pollitos.
–Sólo cabe una persona. A menos que quieran bajar por
la escalera, iremos de uno en uno. Mi pequeña Saunders tendrá el
privilegio de iniciar el descenso.
–De acuerdo. ¿Qué hago?
–Entra, yo lo activaré.
Zahra montó en su angosto ascensor y en pocos segundos
llegó a su destino muy lentamente. Al abrirse la puerta, descubrió
el despacho de Falco, que ocupaba toda la cripta de la iglesia.
Había tantos estantes con libros que no se veía ni la pared. Olía a
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tabaco de pipa y papel viejo. En el centro de la estancia una mesa
de patas arbóreas sostenía un ordenador y una pila de libros con
señales para su consulta. Un perro disecado se acurrucaba junto a
una butaca de cuero negro y madera, con cinco ruedas y doble
asiento, en la que se distinguía el sello presidencial de los
Estados Unidos. En un carrito con ruedas, una vieja máquina de
escribir Remington contenía una hoja amarillenta con un texto en
inglés: “To me she seems very well,” Robert Jordan said. Maria
filled his cup with wine. “Drink that,” she said. “It will make me
seem even better. It is necessary to drink much of that for me to
seem beautiful.” “Then I had better stop,”.
–¿Y esto? –preguntó Nico al aterrizar en la cripta.
–Debe ser su despacho. Habrá miles de libros aquí
dentro.
–¡Guau! Más tesoros… Un hombre interesante, este
Falco.
Cuando los cuatro se encontraron en la cripta, Falcó
interrogó a Zahra sobre el motivo de su visita. Se sentó en el
sillón de Kennedy y escuchó atentamente la historia, desde la
aventura en la cueva del Senet, pasando por robo del colgante en
Glastonbury hasta llegar a la aparición del hombre del
cementerio cuando estaba con Rai. El profesor asintió mientras
meditaba sobre lo escuchado. Cerró los ojos y pareció quedarse
dormido.
–Le has aburrido Zahra…
–¡Calla Sonia! Está pensando.
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–Vale –Falcó regresó de su mutismo–. Creo que el viejo
Tarek está en lo cierto. La descripción del hombre que te robó el
colgante me resulta familiar. ¿Te suena el nombre de Vidak,
pequeña Saunders?
–No.
–Es un coleccionista británico de antigüedades esotéricas,
amuletos mágicos, símbolos religiosos… Organiza un encuentro
todos los años para los que nos movemos en ese mundo. Hace
tres años acudí a la feria de Swinderby para pujar por una
reliquia y creo haberme encontrado con él y con Menéndez, el
hombre que has nombrado. Es un tipo grande, de modales
afectuosos, pero rudo en la conversación… Solía acompañarle un
tipo con el pelo rapado, que ejercía como chófer y, quizás,
guardaespaldas. También había un caballero con el pelo canoso,
que llevaba sus asuntos.
–¿Podría ser él? El calvo…
–Espera… –Se levantó y fue hacia un armarito con
gárgolas talladas–. Tiene que estar por aquí… ¡Bien! Tengo una
foto –regresó muy contento a la mesa y abrió una revista inglesa
donde aparecía una reseña de la feria de Swinderby. Un grupo de
coleccionistas posaban junto a una carpa. Entre aquellos hombres
se adivinaba la frente brillante de Martín–. ¿Podría ser este? –
Nico y Zahra se miraron.
–No estoy segura, está muy borrosa, pero se parece.
–Da igual. Trabajaré en este supuesto.
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–¿Cómo piensa ayudar a Zahra? –preguntó Nico.
–La mejor manera de cazar a un dragón es llamándolo. El
único problema es que no sabes por dónde surgirá el fuego.
–¿Va a preguntarle directamente a ese tío? No creo que
reconozca un robo así sin más –añadió Sonia.
–Tenemos un foro privado para las “alertas de caza”. Si
algún coleccionista busca algo no tiene más que pedirlo.
Dejaremos nuestro mensaje para ver si acude el dragón –movió
el ratón y se escuchó un pitido. A pesar de su peinado juvenil, las
canas que cubrían por completo su cabeza no presagiaban una
gran soltura con las nuevas tecnologías. Sin embargo, a los pocos
segundos, un monitor LED surgió del techo, giró hacia la mesa y
mostró la imagen del explorador de internet–. Contraseña,
nuevos temas… Ya está. Pequeña Saunders, comienza la
descripción.
–Es un colgante fabricado en Glastonbury, por los Moon
Brothers. Representa la tapa del pozo del Chalice Well, dos
círculos entrelazos formando la Vesica Piscis, que simboliza el
cielo y la tierra, o el espíritu y la materia…
–Aquí tengo la foto del pozo que dices. La añadiré al
post. ¡Ya está! Ahora debo decir el motivo por el cual estoy
interesado en la pieza. Debéis saber que toda mi colección está
formada por objetos que pertenecieron a alguien notable.
–Bueno, también puede necesitarlo para hacer un trueque
–dijo Nico.
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–No es mala opción… Seguiremos la idea del ragazzo –
Nico sonrió orgulloso–. Ahora sólo queda esperar. Pueden pasar
días… ¿Cuándo os vais?
–Estaremos por aquí casi una semana.
–Excelente. Apúntame aquí –le tendió un pósit– tu correo
y el número de tu móvil, pequeña… Zahra, y te mantendré
informada de las novedades. Toma esta tarjeta con el mío.
–Sé que es difícil recuperar mi colgante, pero me dijo
Tarek que usted era el único que lo podría conseguir.
–¿Eso dijo? Me sobrestima, pero sabe halagarme como
buen egipcio –se levantó y rodeó la mesa con lentitud. Estudió a
sus huéspedes con detenimiento–. Y ahora, ¿disponéis de un
ratito libre?
–Pues la verdad es que tenemos algo de prisa –se
apresuró a sentenciar Nico–. En una hora hay que estar de vuelta
en el monasterio y…
–Tenemos tiempo, ¿verdad Zahra? –dijo Sonia mientras
desenvolvía un chicle.
–Unos minutos. ¿Por qué lo pregunta?
–Jovencitos, habéis penetrado en mi casa por las puertas
consagradas de una iglesia, vislumbrando el paraíso de mi
colección, cientos de objetos pertenecientes a artistas que
mostraron al mundo nuestras glorias y miserias, santos que
intercedieron por nosotros en la Tierra, hombres de estado que
creyeron en un mundo mejor… Todo cielo tiene su contrapunto.
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–¿El infierno? –preguntó Nico inquieto.
–Correcto muchacho. No suelo llevar a mis invitados a
visitar el fuego eterno, pero nunca bajé con el viejo Saunders y,
al fin y al cabo, tengo aquí a Zahra –acarició paternalmente la
mejilla de la muchacha–. ¿Habéis leído a Dante?
–No creo –dijo Sonia mascando nerviosamente el chicle.
Zahra notaba inquiera a su amiga y temía que toda aquella
atmósfera
oscura
estuviera
sugestionándola,
como
en
Glastonbury o en la bodega del Hatshepsut.
–Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al
eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada; la justicia
animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la
suprema sabiduría y el primer amor –Falco caminó hacia una
puerta negra–. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción
de lo eterno, y yo duro eternamente.
El profesor introdujo una tarjeta magnética y luego sacó
una enorme llave que se ajustó con dificultad a la cerradura. Se
escuchó un crujido al otro lado. Falco pulsó un botón de su
mando a distancia y la puerta se abrió sola.
–¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda
esperanza!
Las cuatro siluetas se perdieron por una escalera hacia las
profundidades, donde descansaban las lágrimas de las almas
condenadas.
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Capítulo 36
Animata res
Bajo la iglesia del barrio de la Rotonda descansaba una nave
romana de forma circular, en la que Falco había colocado una
plataforma de madera girando con decenas de enseres sobre ella.
Un pebetero imperial marcaba el centro de la tabla, consumiendo
con su llama algún tipo de incienso que ascendía a una campana
situada en el techo.
–La “coenatio rotunda” fue la mesa del comedor rotatorio
que el emperador Nerón mandó construir tras incendiar Roma y
acusar del crimen a los cristianos. Se movía constantemente para
imitar el movimiento de la tierra y así impresionar a sus súbditos.
–Pues a mí me parece un tiovivo –susurró Sonia a Nico.
–¿Es la original? Parece moderna –preguntó Zahra.
–Aguarda un poco –contestó Falco–. Te cuento toda la
historia. Las paredes contenían piedras preciosas y vistosas
pinturas. Posiblemente en el techo se pudieran admirar las
constelaciones recreadas para dar la impresión de flotar en el
cielo. En ese refectorio de Nerón se celebraron banquetes y
fiestas sexuales. Cuando el palacio del emperador fue despojado
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de su riqueza, quedó enterrado bajo unas termas, pero se ha
encontrado un gigantesco pilar sobre la que se apoyaba con la
ayuda de cuatro esferas y un sistema hidráulico. Una de esas
esferas está debajo de esta recreación, haciendo de este
dispositivo otra animata res.
–¿Qué es una animata res? –preguntó Nico.
–Yo no atesoro antigüedades, Nicolás. Recojo objetos
que pertenecieron a personas relevantes en la historia y que
conservan en su interior la esencia de su poseedor. Materia física
que atrapa parte del alma, resultando una animata res.
–Entonces nos está diciendo que el huevo donde nos ha
metido antes contiene un trocito de Dalí, ¿no? –quiso saber
Sonia.
–Simplificando las cosas, sí, podría ser...
–Ya… –Ahora Sonia miró intencionadamente a Nico
antes de hablar, evocando el amuleto de Maslama–. ¿Y se
pueden crear animatitas de esas con un par de discos de madera y
un encantamiento árabe?
–Suena extraño eso que me dices. No lo creo.
–Me quedo más tranquila –Nico suspiró impaciente.
–Así que el regalo que he traído de Tarek contiene un
poquito del alma de Lawrence de Arabia y por eso él sabía que le
gustaría, ¿no?
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–¡Claro! Objetivamente los logros de ese hombre pueden
calificarse como positivos, por lo que merece pertenecer a la
planta de arriba. Sin embargo, todo lo que ves girar ante tus ojos
emana la maldad de sus dueños –se acercó hacia la mesa–. ¿Qué
pensáis que es esto?
–Parece el escudo de un caballero –señaló Zahra
observando una placa de metal de borde azulado, fondo amarillo
y una cruz negra–. Podría tratarse de alguna orden religiosa,
como los templarios o los hospitalarios, ¿no?
–Se ve que te gusta la historia, pero lo único piadoso que
hizo Gilles de Rais en su vida fue seguir a Juana de Arco. Este
noble francés asesinó y torturó a centenares de niños en su corte
de adoradores de Satanás. Irónicamente, se consideraba a sí
mismo un hombre de fe.
–¡Qué espanto! –exclamó Nico.
Falco esperó a que la mesa avanzara para contemplar una
nueva pieza de su colección. De nuevo marcó el código
correspondiente en su mando para detener la rueda.
–¿Qué oculta ese cofre?
–Ojalá fuera un tesoro –respondió Sonia–, pero seguro
que es algo más macabro como la muela del juicio de Hannibal
Lecter o una transfusión de Drácula.
–Una almohada, sólo una pequeña almohada, pero sobre
ella reposó la cabeza del rey Leopoldo II el día de su
fallecimiento. Está cuajada de remordimientos y culpabilidad. Es
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responsable de la muerte y la mutilación de unos diez millones
de congoleños, tan sólo para enriquecer a Bélgica, y a sí mismo,
gracias a la demanda que existía de caucho en Europa y América
–Falco
abrió
el
cofre
dejando
ver
un
tejido
blanco,
cuidadosamente doblado, sobre el que reposaba la foto del
cadáver del rey en su cama–. ¿No es interesante? –Sonia y Zahra
se miraron con aprensión. Nico consultaba el reloj una vez más.
De nuevo Falco hizo girar la mesa.
–Están llegando nuevas sorpresas… La vitrina de los
pequeñines. ¿No son adorables? Mirad, un bisturí del doctor
Menguele, responsable de experimentos atroces en los campos
de exterminio de los nazis.
–¿Y ese botón dorado que hay junto a él? –preguntó
Zahra.
–¿Ese? Estaba en una de las casacas militares de Augusto
Pinochet. Más de tres mil muertos o desaparecidos en Chile.
–Creo que ya nos hacemos una idea de lo que hay –dijo
Sonia–. Además, hace mucho frío aquí abajo...
–…Y nos espera el Chanquete –añadió Nico.
–¿No estás cómoda, Sonia? Te comprendo. Pocos lugares
existen tan malditos como este. Quizás tú seas una persona
especialmente sensible a ellos. ¿Notaste algo arriba?
–Nada especial –mintió Sonia sin lograr engañar a Falco.
Al regresar al despacho, la vigilante de la entrada les
esperaba con una bandeja de paninis humeantes y unos refrescos.
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–Será mejor que nos vayamos –comentó Nico–. Tenemos
que estar pronto con los demás, ¿verdad Zahra?
–Sí, profesor. Nos ha encantado la visita pero se hace
tarde.
–Sólo serán unos minutos. ¡Gracias Lupe! Mientras
tomáis el aperitivo voy a buscar unos regalos para vosotros.
–No se moleste, de verdad –dijo Zahra mientras
observaba a Sonia servirse sin prisa la merienda.
–Un minuto nada más, chicos. Lo prometo.
Se hizo un silencio espeso mientras los amigos daban
cuenta de los paninis delante del rostro feroz de Guadalupe.
Sonia quiso romper el hielo con su habitual sinceridad.
–¿Nunca le han dicho que se parece a Lara Croft? –
Codazo de Zahra–. ¿Qué pasa? Es verdad, ¿no?
–Agradezco tu cumplido, muchacha –respondió la mujer
regresando en dirección al huevo para subir a su puesto.
–No llegaremos a tiempo… –dijo un afligido Nico.
–Ha dicho que venía enseguida. ¿Veis?
–Bueno, bueno… –Falco llevaba una cajita de madera
abierta–. ¿Qué tenemos aquí? A ver…
–Pequeña Saunders, toma este destornillador del siglo
XIX. Perteneció a Ada Lovelace, hija de Lord Byron. Fue
precursora de la computación y la programación. Creo que te
ayudará a desmontar algún misterio.
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–Gracias, pero no sé si debo…
–Tranquila, arriba conservo de ella un precioso lote de
programas en tarjetas perforadas. Debes saber que todo lo que
guardo aquí son mis objetos repetidos –siguió rebuscando en la
caja–. ¡Ajá! Esto es para mi nuevo amigo Nicolás –le entregó un
mechero abollado–. Perteneció a un gran fumador de pipa: Albert
Einstein. ¡Mira! Todavía funciona… –Una triste llamita osciló
tras cuatro intentos.
–¡Gracias, profesor! Siempre me ha interesado la física…
–Me queda Sonia. Veamos… No es fácil. Creo que esto
te traerá suerte. En esta bolsita hay dos dados de los años
cincuenta.
–Vaya… –dijo ella con poca emoción.
–No los desprecies. Frank Sinatra tuvo una tarde de
suerte en un casino de Las Vegas gracias a esta parejita. El
crupier se los guardó de recuerdo. Te serán de gran ayuda, ya lo
verás.
–Eso espero, porque últimamente parece que me ha
mirado un tuerto…
–Y ahora, muy atentos. Esas baratijas –los tres se miraron
sorprendidos por el calificativo– que os he regalado deben ir
siempre con vosotros. Es muy importante que no lo olvidéis.
Repetid conmigo: siempre con nosotros.
–Siempre con nosotros –dijo casi riendo Zahra.
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–Nicolás… –Falco lo señaló.
–Pues sí, claro, ¿por qué no?, siempre con nosotros.
–Ahora tú, Sonia. Para que tus dados funcionen, repite:
siempre…
–Siempre con nosotros. ¿En la ducha también?
–Ha sido usted muy amable con nosotros, profesor, pero
Nico tiene razón. Tenemos que marcharnos ya.
–Bien, pequeña Saunders, subamos pues –concluyó
Falco–. Quedamos en contacto y cuando me entere del paradero
de tu colgante, hablamos. Quizás en otra ocasión podamos
compartir una comida juntos y recordar a tu abuelo.
–Sí, pero no en la mesa de Nerón –dijo Sonia dando un
paso al frente para ser la primera en subir al huevo.
Tras despedirse del profesor, Guadalupe les dijo que tenía
órdenes de dejarles en la puerta del monasterio. Los tres
muchachos protestaron inútilmente, para no causar más
molestias, pero cedieron pensando que de esa manera no
llegarían tarde.
La vigilante de los tesoros de Falco cerró la puerta de la
iglesia y se dirigió a un garaje situado a dos casas de allí.
Levantó el cierre y encendió la luz para mostrar una nueva
sorpresa: un fiat “Cinquino” rojo con cuatro ventanas laterales de
madera y longitud de limusina. El lujo interior no tenía nada que
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envidiar al de un Rolls y cada uno de los extras era nuevas
animatas.
–¡Es formidable! –exclamó Nico ilusionado.
–Una cosa está clara. Como nos vean llegar en este trasto
esta noche vamos a ser muy famosos en la cena –opinó Zahra.
–¿No son esta gente célebre por las Vespas? –comentó
Sonia–. Vaya manera de dar la nota por la calle.
Guadalupe abrió la puerta corredera y cedió el paso a sus
visitantes. Antes de pasar al habitáculo del conductor les explicó
que el coche original sirvió al profesor para recorrer en los años
sesenta toda Europa en busca de animatas. Tras pasarse casi
veinte años abandonado en un garaje lo había restaurado
convirtiéndolo en una peculiar limusina y, de paso, en otra sala
de su museo personal.
El vehículo se deslizó lentamente hasta colocarse en la
calle para avanzar hacia la Vía del Corso. El interior estaba
insonorizado. Contaba con hilo musical, asientos de cuero rojo y
unas vitrinas con emblemas de automóviles clásicos, diversas
piezas mecánicas y accesorios procedentes de salpicaderos. Cada
una tenía su pequeña etiqueta.
–A mí este tal Fittipaldi me suena… –dijo Nico
recreándose en un volante de Lotus–. ¿No se llama así al que
corre mucho?
–¡Eh! Mirad, tenemos hasta bombones –descubrió Sonia.
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–Es un hombre extraño el profesor Falco –reflexionó
Zahra–. Vive ahí encerrado en ese lugar. Quiera o no, es una
especie de cementerio, oscuro y tenebroso.
–No hemos visto su vivienda –dijo Nico mientras seguía
contemplando los enseres–. Aunque había otras dos puertas a la
izquierda de la entrada.
–¿Qué es esto? –preguntó Sonia tocando una pantallita
táctil que había junto a su asiento.
La pantalla mostró un menú y saludó con voz sintetizada:
–Buona notte, proffesor Falco.
–¡Coño! –grito Sonia.
–No toques nada, por favor –le regañó Zahra–. Seguro
que es algo personal.
–Che cosa volete?
–Quiero una pepperoni con extra de queso –dijo la chica
riendo.
–No te puedes estar quieta… –dijo Nico regresando al
asiento.
–Non capisco. Che cosa volete fare?
–No sé que me dices, encanto.
La mampara que separaba a Guadalupe de sus pasajeros
bajó muy despacio.
–Malas noticias. Hay un carro mal estacionado. No nos
deja pasar.
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–¿Qué hora es, Nico? –preguntó Zahra preocupada.
–Las ocho menos cinco. Estamos fritos, chicas.
–Guadalupe. ¿Cuánto falta para llegar?
–Estamos a pocas manzanas…
Finalmente la limusina roja aparcó frente a la hospedería
a las ocho y dos minutos. La silueta corpulenta del Chanquete
aguardaba con su carpeta y bolígrafo en posición de firmes.
–Espero que tenga el reloj algo retrasado –dijo Nico
mientras descendía del coche.
–¿Saben que hora es, señores?
–La cagamos –comentó Sonia–. Seguro que regresar en
esta salchicha lo tomará como agravante.
–Don Alfonso, sólo han sido dos minutos –protestó
Zahra.
–Usted lo ha dicho. ¿Y vienen con una desconocida? Se
han pasado tres pueblos. Ya hablaremos, jovencitos.
–¿Lo ves? Ni siquiera los dados de Frankie cambiarán mi
suerte. Al menos tú puedes quemarle las barbas con el mecherito
y Zahra apretarle el tornillo que le falta a este descerebrado.
Tras estacionar la limusina, Guadalupe volvió a la iglesia de
Falco. Comprobó de nuevo los sistemas de seguridad y
descendió por la escalera al despacho. El huevo sólo se empleaba
para impresionar a los invitados.
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El profesor estaba sentado en el sillón de Kennedy
concentrado en la escucha de “La Gazza Ladra”, de Rossini,
pieza que utilizaba cuando tenía que reflexionar. Ella lo sabía,
por lo que le dejó unos minutos a solas mientras avisaba por
teléfono a la cocina para interesarse por la hora de la cena.
Cuando la música cesó se acercó a la mesa a recoger la caja de
los animatas para obsequios que el profesor había sacado para
sus invitados españoles.
–¿Eran ellos, profesor?
–Sin duda, aunque pensé que serían más mayores. ¡Dios!
Son apenas unos críos.
–Hacía tiempo que no tenía esos sueños premonitorios.
–Es esa chica… –Falco se levantó y comenzó a pasear de
un lado a otro–. Sonia, provoca una gran atracción en las almas
perdidas y ha alterado el equilibrio de esta casa. Estoy
convencido de que ha cruzado alguna vez la puerta y no lo sabe.
Una persona tan joven es descuidada e inexperta. No me imagino
la terrible carga que debe llevar encima. Necesitará ayuda para
poder sellar la entrada. No le será nada fácil si nadie la guía.
–Algún familiar cercano, tal vez. Quizás habría que
explicarle el peligro que corre.
–Es todavía una adolescente. Tiempo, necesitará tiempo
para comprenderlo. Y también están sus amigos…
–¿Qué pasa con ellos?
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–Mi pequeña Saunders es una persona muy espiritual y su
unión afectiva con Sonia es fuerte e indestructible. Luego está el
chico, muy cerebral, pero a la vez sensible y con un vínculo
amoroso que le hará seguirla hasta el final.
–¿Podrá hacer algo por ellos? –Guadalupe se llevó la caja
mientras conversaba–. En su visión de la semana pasada parecía
que los tres perecerían en las tinieblas de la ciudad.
–Su destino no está escrito, sólo esbozado. Al menos les
he entregado las herramientas necesarias.
–¿Cuáles?
–La habilidad, la genialidad y la suerte. Confío en que su
amistad incondicional las armonizará.
–Ojalá sea así.
–Ve encendiendo los sahumerios en la iglesia, que el
ambiente está muy cargado y temo una noche complicada.
El profesor Falco cruzó de nuevo la puerta del infierno
para calmar con su presencia la tormenta que se había desatado
tras la presencia de los chicos.
La rueda de Nerón giraba a gran velocidad.
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Capítulo 37
La marca del Purgatorio
Aunque don Alfonso había aplazado la sentencia para después de
la cena, estaba claro que habría un castigo. De nada serviría
explicarle que sólo habían sido unos minutos, porque el veterano
profesor planeaba un castigo como advertencia general y dejar
así las cosas claras desde el primer día. Luego ya habría tiempo
de soltar cuerda.
–Alea iacta est –dijo Nico mientras descuartizaba el
escalope a la milanesa.
–No te enfurruñes –le dijo Zahra acariciando la cabeza de
su mejor amigo–. Somos las cabezas de turco por todo el jaleo
que se formó en el avión. Eso es todo. Piensa un poco. Lo que
hemos visto esta tarde, ¿no merece la pena?
–No, si tienes razón, pero…
–Además, no será muy severo por tan poca cosa.
–Pues creo que al Johnny también le han pillado en
alguna –intervino Carol–. ¡Chitón, que viene mi padre!
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Borja, que iba de “poli bueno”, se acercó a la mesa y se
sentó en una esquina del banco. Movió la cabeza con
reprobación y les dijo: –¡Venga tíos! Las normas están por
vuestro bien. Nos duele mucho castigaros, en serio, es un marrón
para todos. Sin malos rollos, ¿eh? Mañana borrón y cuenta
nueva, pero ahora os quiero ver en la biblioteca.
Carol lanzó a su padre una mirada feroz, más teniendo en
cuenta la siniestra sombra de ojos que había escogido para bajar
al comedor. Miró a sus compañeros de mesa, se aclaró la voz y
gritó con intención: –El castigo será cosa del Chanquete, que es
tan retrasado mental como mi padre.
Ni la madre Bianca con la campanilla en el refectorio
hubiera logrado ese silencio sepulcral.
–¡Hija! –exclamó Borja.
–¡Señorita Balboa! –chilló fuera de sí don Alfonso desde
su mesa –. El murmullo fue creciendo hasta convertirse en una
carcajada general.
–¡Genial, chicos! Creo que os voy a acompañar –dijo
Carol satisfecha–. ¿Os gusta la lectura?
–Estás loca, tía –dijo Sonia riendo con ganas–. Al final la
juerga la montaremos de todos modos.
Cuando Borja llegó a la biblioteca con los reos, Johnny
ya estaba sentado en una de las mesas escuchando un sermón de
doña Isabel. Esta se incorporó al ver llegar a los nuevos
prisioneros: –Ya os vale. El primer día dando problemas –Los
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cinco permanecieron en silencio–. Ahora íbamos a hacer la
velada en la sala de juegos. Evidentemente vosotros os quedáis
aquí a reflexionar sobre lo sucedido… Y tú, Carol, que sepas que
has avergonzado a tu padre. Deberías disculparte con él.
–Es que es muy malota… –susurró Johnny.
–¡Tú a callar! Que todavía te vas a Madrid –la profesora
salió dando un portazo.
A los pocos segundos llegó Borja entreabriendo una
rendija para asomar la cabeza: –Chungo, tíos, muy chungo –sonó
el cerrojo y se hizo el silencio.
–¿Sabéis? –dijo Carol–. Tener un padre imbécil tiene sus
ventajas, porque me hará madurar más rápidamente.
–Esto no puede estar pasando… –le comentó Nico a
Zahra en voz baja–. Atrapados con una psicópata y un
delincuente.
Sonia se aproximó al Johnny y le preguntó sobre lo que
había hecho para estar allí. Nico observó los movimientos lentos
y estudiados con los que ella se sentó junto al macarra oficial del
colegio. Aunque llevaban varios meses sin salir juntos, notó una
punzadita de celos en el corazón.
–¡Nada! La Supermami esa, que esta parana. No va y me
suelta que si le he tocado el culo a Mónica.
–¿Y lo has hecho?
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–¡No…! Bueno, un poco sin querer… Es que a ella le
mola y… ¡Claro! Le he dicho a la tipa esa que a ella sí que le
gustaría.
–¡Cómo te pasas! –exclamó Sonia.
–¡Eh! Este sitio me flipa un montón –gritó Carol mientras
toqueteaba las viejas estanterías de la biblioteca.
–Zahra, yo le insinuaría a vuestra compi de cuarto que
deje todo en su sitio, que ya hemos pringado bastante por hoy.
¿No te parece?
–No te lo tomes así Nico, mañana nos reiremos de todo
y…
La luz amarillenta de la biblioteca comenzó a parpadear.
Sonia se puso repentinamente muy tensa, giró la cabeza hacia
Zahra y susurró asustada el nombre de su amiga, la cual se
acercó a ella.
–¿Qué te pasa? –Le tomó la mano para tranquilizarla.
–¿Quién está haciendo el capullo? –dijo Johnny dispuesto
a ajustarle las cuentas al que jugaba con los interruptores.
–Zahra, ya me pasó en el infierno de Falco pero no quise
decírtelo. Lo noto otra vez… Las presencias y todas esas
movidas…
–¿A qué te refieres?
–No estamos solos. Hay una mujer…
–¡Qué fuerte! –dijo Carol con los ojos brillantes.
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–¡Tú cállate! Que no sabes de la misa la media –dijo Nico
separándola de Sonia–. La estás agobiando.
–¿El libro? –preguntó Sonia con los ojos entornados–.
¿Esconderlo?
–¿De qué libro hablas? Escúchame, Sonia. No dejes que
te venza el cansancio, que no quiero que te pase como otras
veces… –Zahra temía por otro desmayo como el que tuvo en el
corro de las hadas.
–¡Ah! Os han castigado por darle al canuto –comentó
entre risas Johnny–. Y parecíais unas mosquitas muertas en
clase.
–Voy a avisar a los profes –dijo Nico alejándose hacia la
puerta.
De repente la luz se apagó definitivamente. Un aleteo
comenzó a surgir de las baldas, elevándose hacia el techo y
cayendo hacia los castigados. Una bandada de sombras voló
sobre sus cabezas provocando un pequeño vendaval a su
alrededor. Sonia volvió a decir algo sobre un libro, pero nadie la
escuchó porque el ruido era ya ensordecedor.
–¡Nico! ¿Has abierto la puerta? –preguntó Zahra–. ¡Son
murciélagos!
–¡No! Son los libros… Estoy tumbado en el suelo y uno
casi me ha golpeado.
–¿Puedes avanzar? –Apartó un pequeño volumen que se
había atascado en su regazo.
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–No veo nada.
Zahra palpó a su alrededor hasta notar la cercanía de
Sonia, que seguía sentada. La obligó a tumbarse para que no
fuera a resultar herida, aunque su instinto le decía que eso no
sucedería, porque aparentemente no se trataba de un ataque y se
limitaban a girar alrededor del grupo. Por su parte, Johnny
intentaba atrapar alguno dando manotazos a ciegas, mientras que
Carol murmuraba algo sobre el señor de las tinieblas. Nico
intentó arrastrarse hacia la salida, pero un gigantesco tomo cayó
con estrépito a pocos centímetros de su nariz en forma de aviso
disuasorio. El soplido de las hojas fue aumentando hasta
convertirse en algo similar al zumbido de un enjambre de abejas
furibundas. Fue entonces cuando empezaron a oírse los golpes
secos de los volúmenes contra la madera y el estruendo fue
apaciguándose.
–¡Se están guardando de nuevo! ¡Es increíble! –observó
Zahra.
La luz fue regresando paulatinamente y la estancia
retomó la calma. Nico descansaba confuso sobre las frías losas;
Zahra y Sonia permanecían en posición fetal abrazadas entre sí;
Carol se había quedado sentada bajo una mesa con los brazos
extendidos, como si iniciara algún tipo de trance; Johnny seguía
golpeando a una inocente Vulgata de San Jerónimo, que
permanecía ajena a todo lo ocurrido: –¡Ya eres mío, puto libraco
de mierda…!
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–Esto es… Esto es… ¡La caña! –dijo muy excitada
Carol–. ¿Lo has hecho tú, Sonia?
–No digas chorradas, Carol. ¿Estás bien, tía? –preguntó
Zahra a su mejor amiga.
–¡Un momento! Todavía podemos cazar a uno de estos
cabrones –dijo Johnny señalando un libro que se mecía en el aire
sobre un escritorio, como si un hilo invisible lo sostuviera con
una fuerza tan débil que el lomo temblaba. Todos dirigieron sus
miradas al lugar indicado por Johnny.
–Pero… ¿Cómo? –Nico se incorporó muy despacio y se
acercó al grupo. – ¿Qué es eso?
–Bueno, debe ser lo que llaman un incunable –bromeó
Zahra.
–No, lo sujeta alguien. Es una monja, muy joven, pero
parece enferma, o muerta –dijo Sonia cerrando los ojos–. ¡Que se
vaya, Zahra! Haz que se vaya, por favor.
–¡Déjala en paz! –gritó Zahra.
Al tiempo que la luz alcanzaba su máxima intensidad,
Sonia musitó “ya se fue” y el libro cayó con estrépito sobre el
mueble, agitando sus hojas como si fueran los últimos estertores
de un pájaro agonizante. Silencio.
Johnny apartó a Carol en su carrera para llegar el primero
al murciélago de tapas de cuero, pero se detuvo en seco al verlo
de cerca.
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–¡Joder! Aquí hay algo raro… –dijo el muchacho.
–¿Qué es? –preguntó Zahra.
–Está abierto… –observó Carol abrazando a Johnny por
detrás y asomando la cabeza lentamente–. Ha dejado una mancha
negra…
–… Con forma de mano –acertó Sonia desde la lejanía–.
Zahra, no quiero pasar por esto otra vez –su amiga le dio un beso
y acarició su frente húmeda–. El mago de Lavapiés lo sabía,
nunca me libraré de esto, lo sé –Una primera lágrima refrescó su
mejilla.
–Estaremos siempre juntas, no te preocupes. Te seguiré
siempre y no te librarás de mí.
Nico se acercó al escritorio y examinó atentamente el
libro. El ajado ejemplar que yacía humeante en el escritorio se
llamaba “Panarion” y estaba escrito en latín por un tal Epifanio.
Estaba abierto y una mano de fuego había quemado la hoja de la
izquierda, dejando que el dedo índice señalara dos palabras:
“Evangelium Hevas”.
–El Evangelio de Eva, supongo… –le dijo Nico a Zahra
cuando esta se acercó a mirar.
–No me imagino a Adan y Eva escribiendo en la Biblia
entre manzana y manzana –reflexionó Zahra–. Cuando Sonia
esté más relajada hablaremos con ella sobre la mujer que ha
visto.
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–Será mejor cerrar el libro –concluyó Nico–, que como
nos acusen de pirómanos nos van a llevar al scriptorium a copiar
cien veces “no quemaré libros voladores durante un castigo”.
–Eso puede ser el menor de nuestros problemas, Nico.
Prefería vérmelas con duendes y hadas…
Emboscada bajo la gruesa manta de lana de la cama, Zahra
navegaba por Internet mientras aguardaba a que Sonia lograra
dormirse sin murmurar en sueños. Recordó las palabras que el
mago de Lavapiés le dedicó a su amiga: “tienes una esencia
fuerte, poderosa, tanto que eres capaz de atraer a las almas
débiles y perdidas...”. Lo había vuelto a hacer, como pasó con la
amada de Maslama. Algo, o alguien, se aferraba a Sonia como
única posibilidad de encontrar el camino a la salvación. Parecía
evidente que ella poseía un don que, de persistir mucho tiempo,
podría amargarle la vida. Por el momento estaba estropeando el
inicio del viaje por Italia.
Una vez conectado el módem USB, introdujo las palabras
“Mano de fuego”. Nada importante, algunas fotos artísticas,
imágenes de cómics y hasta una pistola. Había que concretar…
“Marca de fuego mano”. La primera foto mostraba un masaje
entre dos mujeres bastante calentito, pero sin llegar al fuego. Sin
embargo la segunda imagen sí mostraba una quemadura similar a
la del libro. Movió el ratón y llegó a artículo titulado “Marcas de
fuego. ¿Mensajes del Purgatorio?”. El corazón se le aceleró y de
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inmediato sintió miedo, más del que provocaron en ella los libros
alados.
“En 1897 el párroco de la iglesia del Santo Corazón del
Sufragio, en Roma, inició una extraña colección: las huellas de
fuego dejadas por las almas que piden ayuda desde el
Purgatorio. Dichas huellas se graban en ropa, papel e incluso
piedra…”. Casualidad o no, la respuesta a sus dudas estaba en la
misma Roma. ¿Dónde exactamente? Anotó en la barra del
buscador “Sagrado Corazón del Sufragio” y llegó hasta una
entrada en la que se describía a la iglesia como de estilo
neogótico.
El templo donde estaba el museo fue fundado por un
sacerdote llamado Víctor Jouet, creador de una asociación para
ayudar a las ánimas del purgatorio. Muy curioso. Y más aún leer
que la primitiva iglesia ardió en un aparatoso incendio en 1864 y
que, tras su reconstrucción, un segundo incendio dejó la marca
de un rostro triste y apesadumbrado que “evidentemente” debía
ser un alma en pena purgando sus pecados para alcanzar el Cielo.
Fue cuando Jouet ideó recoger huellas del Purgatorio por toda
Europa para su museo.
Estaba decidido, aunque un segundo castigo la llevara a
Madrid. Había que visitar la iglesia aprovechando su estancia en
la ciudad. Al día siguiente tendrían tiempo libre por la tarde y
esta vez habría que planificar bien la hora para no llegar tarde.
La luz brillante de la pantalla empezaba a cansar su vista
tras un día agotador de emociones y sobresaltos. Tenía mucho
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sueño, pero debía darle una vuelta a Sonia antes de dormirse.
Apagó el ordenador y salió de su guarida de lana para asomarse a
la litera de arriba. Por fin Sonia roncaba plácidamente. Cuando
se iba a meter de nuevo entre las sábanas, observó que Carol no
estaba. Saltó al suelo y recorrió la habitación. Tampoco la halló
en el baño. Entonces escuchó un crujido en la madera y una
sombra abrió la puerta de la celda sobresaltando a Zahra. Era
Carol.
–¿De dónde sales, tía? Ya he tenido muchos sustos por
hoy…
–Perdona, he salido a estirar las piernas.
–¿Estás de la olla? –dijo Zahra en voz baja para no
despertar a Sonia.
–A lo mejor los chicos nos esperan…
–Después de lo visto hoy no cuentes conmigo para pasear
por este caserón de noche. Ya haremos la fiesta con ellos el
último día, que no hay nada que perder.
–De todas formas, fui a ver la puerta que da a la otra
escalera por curiosidad.
–Pues ahora toca acostarse.
–Estoy desvelada, ¿me dejas el ordenador?
–Mañana, hoy toca planchar oreja, ¿no te parece? Por
cierto, quítate ese maquillaje, que como manches las sábanas el
próximo castigo será en la lavandería.
–¡Oye Zahra!
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–Dime, plastita.
–¿Crees que Johhny está bueno? –El bufido de Zahra
para aguantar la risa estuvo a punto de sacar a Sonia de su
merecido letargo.
–Pues mira, tiene su puntito, algo “makoki”, pero lo tiene
si te gusta el macho ibérico de pata negra.
–¿A qué sí? Sé que es un poco…
–¿Primario?
–¡No! Digamos que resulta algo instintivo.
–Vaya viajecito me estáis dando… ¡Anda! Acuéstate de
una vez y que sueñes con tu piboncito.
Minutos más tarde, los párpados de Zahra cayeron víctimas del
agotamiento. La pregunta de Carol provocó que el recuerdo de
Rai en la azotea de Albaidalle fuera la primera gota en el lago de
los sueños de aquella noche.
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Capítulo 38
La Bocca Della verittà
La Piazza del Popolo estaba situada junto a una de las fronteras
amurallas de la Roma Imperial, donde se iniciaba la calzada que
enlazaba la ciudad con los pueblos del norte. Allí, en el centro de
la inmensa explanada, alrededor del Obelisco Flaminio, dedicado
al faraón Ramsés II, Enzo reunió a su familia para inaugurar el
segundo día del tour. Tras él, dos iglesias gemelas, Santa Maria
dei Miracoli y Santa María in Montesanto, y un haz de calles que
comunicaba la puerta norte con el Tíber y el puerto, con el Foro
y la Piazza de Spagna. Por eso el guía consideró que era un buen
punto de partida para el paseo.
Aunque el día había amanecido nublado y húmedo, por
cortesía del río, Sonia no se separaba de unas gafas de sol que
ocultaban las huellas de las pesadillas y los recuerdos de lo
sucedido en la biblioteca. Según le explicó a Zahra, había
percibido una voz que le susurraba unas palabras en latín, como
preludio de la visión de una mujer con ropajes oscuros y rostro
blanquecino de cuencas hundidas. Aquella inquietante aparición
de una monja, que no debería distar mucho de la madre Bianca
tras una dieta centenaria sin sol y alimento, invitó a Sonia a que
la siguiera, pero la joven sintió mucho miedo y agachó la cabeza,
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provocando el ataque de los libros murciélago. Cuando Sonia
volvió a mirar hacia la aparición, todo regresó a su estado
original y fue entonces cuando el espectro extrajo el volumen de
san Epifanio señalando con su mano la cita sobre el Evangelio de
Eva, dejándola impresa a fuego sobre él. Según Nico, la marca
había traspasado casi veinte hojas.
Zahra y Sonia permanecían cogidas del brazo mientras
Enzo hacía una breve disertación sobre el estilo arquitectónico de
la plaza.
–Tía, ¿cuándo nos darán de nuevo tiempo libre? –
preguntó Sonia.
–Espera sentada, que esto acaba de arrancar.
El grupo de adolescentes enfiló por la Via del Corso y
luego por Condotti, en dirección a la Piazza de Spagna, donde
los primeros turistas buscaban en vano el sol prometido en el
parte meteorológico. El guía explicó que el origen del nombre de
la plaza estaba en la escalinata, regalo de la corona española para
conectar su embajada con la iglesia de Trinità dei Monti
mediante unos elegantes peldaños franqueados por terrazas.
Nico, Sonia y Zahra se hicieron una foto de recuerdo en la fuente
de Barccacia, que estaba al pie de la escalinata, llamada así por
su parecido con un barco semihundido.
La famiglia siguió a Enzo escalera arriba, encabezada por
los reyes don Alfonso y doña Isabel –plasta ella, plasta él, Sonia
dixit–, con Borja y Supermami en la retaguardia. Tras
contemplar las pinturas de la iglesia, bajaron a la Piazza
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Barberini, presidida por otra fuente, la del Tritón. Subiendo de
nuevo llegarían a las Quattro Fontane, pero antes Enzo tenía
prevista otra visita. Mientras el guía ensalzaba los méritos de
Barberini, Carol aprovechó para acercarse a sus compañeras de
habitación:
–He hablado con Johnny.
–Loba… –dijo riéndose Zahra.
–¡Déjame hablar! Esta noche haremos por fin la fiesta en
su habitación.
–¿Perdón? –Nico tenía la antena puesta y se metió en la
conversación–. Ni de coña. No lo permitiré, que con un castigo
ya basta.
–¿Qué vas a hacer? –le pregunto Sonia–. Si se va a
producir el morboso espectáculo de una pelea entre tú y el
Johnny me avisáis, os embadurnáis de aceite y llevo palomitas.
–Pero, ¿cómo vamos a subir? –quiso saber Zahra.
–¿Vamos? –interrumpió de nuevo Nico. Desde el otro
lado de la fuente, doña Isabel les hizo una seña para que se
callaran.
–Hablad más bajo… –recomendó la hija de Borja–.
Johnny sabe cómo abrir la puerta de la otra escalera. Será fácil.
Anoche los profes abandonaron a las doce y cuarto, aunque el
Chanquete se paseó por la zona de los tíos sobre las dos…
–Es un zombi, estoy convencida –sentenció Sonia
quitándose las gafas.
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–…Por eso hemos pensado pasarnos a la una menos
cuarto. ¿Qué os parece?
–Mira, nosotros no… –Zahra pisó a Nico para indicarle
que dejara de hablar.
–Lo que Nico quiere decir es que allí estaremos –dijo
Zahra en nombre de los tres.
–¡Estupendo! –Nico y Sonia se miraron extrañados, ya
que doña Isabel les había dicho que ni una más.
Cuando Carol regresó para orbitar alrededor de Johnny,
Zahra tomó de la cintura a sus dos mejores amigos y les dijo: –
Cruzaremos esa puerta, cortesía del compi de Nico, pero no para
ir a la fiesta.
–Ah, ¿no? –dijo Sonia sorprendida.
–No. Volveremos a la biblioteca a terminar lo que
empezamos. Lo de ayer tiene que ver con el Purgatorio.
–Mala idea –dijo Nico–. Ya viste lo que le pasó a Sonia,
y si nos pillan nos colocan en el primer avión, barco o tren que
nos lleve a España.
–Nico tiene razón por esta vez. Decía Obelix que los
romanos estaban locos, pero lo tuyo es de camisa de fuerza e
internamiento –dijo Sonia. ¿Quién te ha contado eso del
Purgatorio?
–Hay una iglesia en Roma que… ¡Chitón! Que viene
Supermami…
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–Niñas, por favor, debéis prestar atención. Por cierto,
¿me sacáis una instantánea?
Una vez vista de cerca la Fuente del Tritón, continuaron
por Via Veneto hasta alcanzar la iglesia de Santa María de la
Concienzione, una iglesia romana más si no fuera por su cripta.
–Querida famiglia –dijo Enzo mientras iba sentando a su
rebaño en los bancos–. Vamos a visitar un lugar muy interesante,
quizás algo lúgubre, por lo que debo preveniros para los que
seáis más impresionables.
–Esto promete –dijo Sonia suspirando.
–La decoración de la cripta está trabajada con una
materia prima barata y abundante. ¿Alguno de estos inteligentes
pupilos sabe de qué se trata?
Una avalancha de sugerencias, cimentadas en el suelo
fértil y hormonado de un cerebro adolescente, fueron surgiendo
en una carrera desbocada destinada a decir una burrada de mayor
calibre, pasando por los excrementos o las albóndigas de restos
del comedor del colegio. Afortunadamente para los oídos más
sensibles, don Alfonso dio un paso al frente y desafió con su
mirada felina a toda la concurrencia.
–Huesos, queridos amigos. Cuatro mil esqueletos de
monje que bien combinados pueden conformar una estampa
artística única en el mundo –se hizo un silencio espeso.
–¿No les bastaba con poner unas cortinitas? –le dijo
Sonia a Nico al oído.
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–Debe ser espeluznante –le contestó su amigo–. Lo que
no sé es si tú…
–¿Yo qué?
–Bueno, quizás pueda afectarte dada tu propensión a…
Eso, ya me entiendes, a los espíritus, animatas o lo que sea.
–Tú sí que eres un espectro, macho. Bajaré como todos y
si alguna de esas momias quiere que la deshuese un poco más,
que intente provocarme y verá lo que es bueno –y se alejó del
muchacho para ponerse la primera en la fila.
Nico seguía extraviado en tierra de nadie. Aunque Sonia
y él habían dejado de salir, conformaban junto a Zahra un
triángulo muy unido –equilátero según Zahra, isósceles para
Sonia y claramente escaleno según su propia apreciación–. El
beso del Año Nuevo apenas fue un reflejo fugaz de los días de
Glastonbury, pero le proporcionó renovadas esperanzas de volver
a estar con ella. Mientras tanto, no podía evitar etiquetar cada
jornada según la cercanía que ella le concedía o los celos
sufridos cuando hablaba de las excelencias de sus rivales. Para su
tranquilidad, Zahra solía recordarle aquello de perro ladrador,
poco mordedor.
–¿Preparados, famiglia? –Se escuchó una especie de
bufido fonéticamente similar a una afirmación–. Bien, veremos
la cripta de la Resurrección, la de las Calaveras, las Pelvis, las
Tibias, los Fémures y, por supuesto, los Seis Esqueletos.
Observarán como las formas de estos restos se usaron para lograr
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figuras bastante reconocibles en arquitectura, incluyendo el
escudo de la orden.
Al principio de la visita eran muchos los alumnos que
disimulaban su impresión con bromas y bravatas, especialmente
los chicos pero, tras vislumbrar una galería de cuarenta metros,
intersecada con seis celdas decoradas con huesos humanos y
algunas osamentas dentro de los hábitos ajados, se hizo
paulatinamente el silencio. Algunos de los monjes seguían
erguidos con sus espaldas cansadas o fijando sus ojos invisibles
en los hermanos enterrados en el centro de la sala, dormidos en
el descanso eterno bajo un jardín de cruces. Era un espectáculo
irreal
para
una
generación
acostumbrada
a
las
salas
acondicionadas de un tanatorio moderno.
–¡Qué fuerte! –comentó Zahra–. ¿Habías visto algo
parecido? –le preguntó a Sonia.
–No, tía –hizo una pausa para apretarse el pañuelo al
cuello–. No se lo digas a Nico, pero he bajado para demostrarme
algo a mí misma…
–¿El qué?
–Que no estoy grillada del todo. Está claro que no está en
mi cabeza.
–No te sigo ahora…
–Ahora mismo siento el cuello y las muñecas como si los
recorrieran un ejército de hormigas, frías, muy frías.
–¡Sonia!
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–Disimula por favor, y pégate a mí.
Las paredes se asemejaban a telares tejidos por la muerte,
cuya simbología también había sido representada con huesos.
Las calaveras otorgaban profundidad a las hornacinas y a los
falsos nichos, vigilados por pupilas ciegas que escrutaban el alma
desde el más allá; las vértebras brotaban como flores de lis
talladas en un tronco encorvado por el paso del tiempo; las
extremidades descarnadas eran nervaduras góticas encaramadas
por las paredes encaladas, combinándose con las costillas para
trazar rosetones; y los huesos más pequeños, pedrería
escamoteada a los relicarios, se encajaban perfectamente para
volver a ser estructura, pero ahora de una pequeña lámpara o tal
vez de una planta enlutada, dejando los más estilizados para
abrirse como panochas fosilizadas.
Lo más inquietante para los estudiantes era comprobar
que algunos de los cráneos, emboscados tras la capucha
franciscana, preservaban aún una delgada epidermis curtida por
la podredumbre, pero capaz de esbozar el rictus final, exhibiendo
algunas expresiones realmente tenebrosas.
Enzo sonreía satisfecho, como
un prestidigitador
escenificando un truco inesperado a una audiencia ilusionada.
Congregó al grupo junto a la salida de la cripta y señaló un
letrero en el que se podía leer: “quello che voi siete, noi
eravamo; quello che noi siamo, voi sarete”: –Esas calaveras
tuvieron cara una vez, como vosotros ahora, saludables y plenos
de vida. Este aviso, a modo de epílogo o advertencia final, viene
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a decir que esos monjes fueron alguna vez como nosotros, por lo
que no debéis olvidar que en un futuro los que ahora gozamos de
la existencia terrenal, nos veremos reducidos a una polvorienta
osamenta.
–Como esta noche pongan pollo me haré con los huesitos
un llavero –comentó Johnny provocando las risas de los
compañeros y la mirada asesina de sus profesores.
–Mi abuelo me contó que en la República Checa había
una iglesia parecida –dijo Zahra.
–A mí me ha gustado mucho –dijo Carol–. ¿Puedo
hacerte una pregunta?
–Por supuesto, y si es interesante te invito a un capuchino
–Enzó regaló a la chica una sonrisa seductora, que provocó
suspiros entre ellas, abucheos entre ellos y una asimetría en las
cejas de Borja.
–¿Hay fantasmas en este lugar? –Los castigados del día
anterior la miraron con más terror que el que provocaron los
libros alados.
–Bueno, nunca he pasado aquí la noche… ¿Os
atreveríais? –segunda exposición de dientes al auditorio con eco
de risitas nerviosas–. Según la religión católica, cuando alguien
muere existen tres destinos. Si la persona no pecó gravemente, y
cumplió los sacramentos, su alma verá la luz del Padre Eterno.
–O sea, que sube al cielo, vamos… –resumió un
compañero de Nico.
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–Eso es. Por otro lado, los que faltaron a Dios con mala
voluntad, y no supieron arrepentirse antes de la muerte,
arrastrarán para siempre su pena y su culpa. Decía santa Catalina
de Génova que Dios siente compasión por estos condenados, por
lo que la pena que sufren no es infinita en la cantidad, tan sólo en
el tiempo. Es como si os pusieran una sanción muy leve en el
colegio, pero que esta fuera para toda la vida.
–Pues casi me da igual que me da lo mismo –comentó
Carol buscando protagonismo.
–Pues sí –Enzo bajó ahora la voz–. Sin embargo, son
muchas las almas que aceptan la voluntad de Dios y que se
mantienen puras gracias al arrepentimiento de sus pecados. ¿Por
qué entonces se demoran en ir a su encuentro? –Los alumnos se
miraron unos a otros sin saber que responder. Don Alfonso le
susurró a doña Isabel algo sobre unos zoquetes hijos de las
sucesivas reformas–. Os lo diré: están manchados por los
pecados que cometieron. Es como si uno de estos apuestos
caballeros invitaran a una chica a salir y tuviera en la nariz uno
de esos granos apestosos cicatrizando –grititos y muecas de
asco–. ¿Qué haría nuestro preocupado Casanova? Esperar a que
desaparezca y luego llamarla.
–Pues para eso están las cremas, ¿no te jode? –le dijo
Pablo a su vecino de litera, Nico.
–Santa Catalina lo explicaba más o menos así…
Imaginad que esta noche en la cena las hermanas sirven una
única pizza gigante, tan enorme que todo el mundo podría
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repetirse y quedar saciado. También suponed que hay alumnos
castigados –murmullo– que saben que esa mega pizza existe,
porque su aroma se cuela por los rincones de todo el monasterio.
Pues bien, los sancionados, purgando su pena, desean esa pizza,
y cuanto más pasa el tiempo más hambre y desesperación
sienten. Su único consuelo es comprender que los que se han
precipitado hacia el infierno han abandonado toda esperanza de
probar su crujiente masa o su queso fundido, pero que ellos aún
la conservan...
–Para entonces estará como una puta suela –dijo Johnny
causando un alboroto entre sus amigos.
–¡Calla, tío! –le recriminó Sonia.
–Lo que iba diciendo. ¿Cómo ayudaríais a esta pobre
gente?
–Yo lo tengo claro –respondió Carol–. Buscaría un trozo
de pizza y se lo bajaría a la biblioteca.
–No es tan fácil –dijo Enzo–. Está vigilada por los
profesores –todos se volvieron a los guardianes como si
realmente ocultaran una Margarita.
–Bueno, pues entonces pediría clemencia para sacarlos
de la biblioteca –dijo Nico con poca convicción.
–¡Muy bien, chico! ¿Te llamas…?
–Nico.
–Por eso a veces las almas del purgatorio tornan entre los
vivos, para pedir ayuda y así limpiarse la herrumbre del pecado,
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mediante la compensación de sus malas acciones o a través de
las oraciones a Dios. Esas apariciones están aceptadas por El
Vaticano como una muestra más de la existencia de ese lugar.
–Pero, entonces, en la cripta, ¿habrá almas con ganas de
pizza? –insistió Carol.
–Cuatro mil restos humanos has visto aquí abajo. ¿De
verdad crees que todos ellos están purificados? Francamente, yo
no me daría un paseo por aquí de madrugada –se dio la vuelta y
continuó caminando hacia la salida. Luego se detuvo,
teatralmente, y miró a los estudiantes con gesto adusto–. Yo, si
fuera vosotros, esta noche tampoco saldría de las habitaciones.
Estáis avisados –dijo muy serio. A continuación reanudó la
marcha aguantando la carcajada.
–Esto se lo ha dictado el Chanquete para que no nos
movamos –le dijo Carol al oído de Johnny.
–Pues van listos si creen me van acojonar con cuentos de
brujas.
La visita continuó por la Fontana di Trevi –una orquesta
sinfónica de agua perfectamente conjuntada, según Enzo–, el
impresionante Panteón de Agripa, la Piazza Navona y el
monumento a Víctor Manuel II, para finalizar el recorrido en la
iglesia de Santa María in Cosmedin, lugar frecuentado por
muchos turistas por la presencia de la Bocca della Verità, un
rostro masculino barbado de mármol en el que los ojos, la nariz y
la boca están perforados. Se encontraba muy cercana a la
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magnífica Cloaca Máxima, por lo que pudiera formar parte del
saneamiento de la ciudad clásica. Según la leyenda quien
introdujera su mano en el hueco de la boca y no expresara la
verdad de las cosas perdería su mano.
–¿Quién empieza? –preguntó Zahra.
–Tú misma, reina –contestó Sonia–. Veamos algo
facilito… Vale, ¿qué tal esta? En este viaje no hay ningún chico
que te guste. ¿Verdad o mentira?
–Fácil, ¡menuda fauna! –dijo Zahra riendo–. No te
enfades, Nico, a ti no te incluyo.
–Venga esa manita… –pidió Nico mientras enfocaba la
cámara–. ¡Ya! Ha salido genial.
–Tienes la mano entera –dijo Sonia entristecida–. Como
estés en lo cierto esto va a ser un muermazo de viaje.
–Espera a ver que pasa con Carol y Johnny… –le bisbiseo
Zahra.
–¿Qué dices?
–¡Calla y ponte tú, guapa!
–Venga, la preguntita…
–Yo te haría la misma que a Zahra –dijo Nico muy
interesado. Las dos chicas tenían bien calado a su amigo e
intuyeron por dónde iban los tiros.
–Mira que te rayas al cabo del día, chato –le respondió
Sonia con impaciencia.
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–¿Tienes miedo a perder la mano? –dijo Nico
preparándose para la foto.
–¡Ya veis, pringadillos! En este viaje no me mola ningún
chico…
Sonia introdujo la mano e instantáneamente se quedó
absorta examinando la boca. Intentó retirarla sin éxito y se
preguntó qué estaba pasando. Nico y Zahra se miraron
preocupados. De repente Sonia dio un paso brusco hacia atrás,
con la mano oculta bajo la manga y mostrando el muñón. Nico y
Zahra dejaron escapar un grito de sorpresa. Sonia, la manca,
estalló en carcajadas.
–Como sois tan pardillos. ¿No habéis visto la película
“Vacaciones en Roma”? Vamos para dentro, que hay unas
reliquias de San Valentín y quizás nos den suerte para ligarnos a
un buen macarroni.
Nico observó perplejo la Boca della Verità. Estaba
convencido desde hacía semanas que Roma sería cómplice de su
reencuentro. Por eso deseaba con todo su corazón que aquella
boca estuviese defectuosa.
Como decían los Monthy Python: al fin y al cabo, ¿qué
han hecho los romanos por nosotros?
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Capítulo 39
Sacro Cuore del Suffragio
–La explicación de Enzo en la cripta ha sido más elocuente que
todo lo que yo os pueda decir ahora –dijo Zahra a sus dos amigos
mientras atravesaban la Piazza Navona en dirección al río–. Por
eso creo que necesitamos volver a la biblioteca y averiguar qué
quiere de nosotros esa persona que nos demanda ayuda.
–¿Persona? –preguntó Nico–. Seguro que si te la topas
entre los libros te agradecerá de corazón que la incorpores
semánticamente al reino de los vivos y que, de paso, le laves la
sabanita. Hay más vida en el cerebro de Johnny. Zahra, sabes que
siempre escucho tu opinión y procuro hacerte caso, pero esta vez
creo que no te estás oyendo a ti misma…
–Quizás no sea tan mala idea –musitó Sonia deteniéndose
frente a Zahra.
–¿Tú también? –Nico quería protegerla.
–Antes de recibir otro susto, prefiero elegir yo la hora y el
lugar de la cita para mentalizarme. Además…
–¿Sí? –preguntó Zahra.
–… ¿No decía doña Isabel que a nuestra edad tenemos
que explorar el mundo para conocernos?
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–Bueno, vale, pero… –iba a protestar Nico.
–Pues toca aprender de mí misma…
–¡Genial! –exclamó Zahra–. Iremos tú y yo solas, ya que
Nico parece atemorizado –guiñó un ojo a Sonia.
–¡Sí, chicas! Que os voy a abandonar, para que os pase
algo –reemprendió la marcha él solo inmerso en sus propios
nubarrones.
–Es tan manipulable que me da hasta pena –sonrió
Sonia–. Además, estos aires romanos le sientan bien. ¡Está muy
mono! Sobre todo cuando se mosquea. Mírale con su mapa,
dirigiendo a sus dos ovejitas para que no se pierdan.
–Está tan coladito por ti que es capaz de acompañarte al
infierno, y lo sabes.
–Ya… Bueno.
–Pues eso, tía. Que no te aproveches… –Zahra le dio una
palmadita–. Y en la gala de despedida a ver si le concedes un
baile, que sé que le haría mucha ilusión.
–Aún queda tiempo… Ahora toca ver tu museo de
fantasmitas.
Cruzaron un puente hacia la plaza del Tribunal, dejando a
la izquierda el Castello de San Angelo, y prosiguieron por el
margen del río hasta llegar a una pequeña gasolinera, por la que
pasaba una estampida de motos procedente del semáforo.
Entonces una voz familiar se escuchó desde un interminable
coche rojo que permanecía estacionado en el lateral de un
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subterráneo: –¡Vaya! Que casualidad –dijo el profesor Falco
saliendo al encuentro de los tres amigos.
–¡Profesor! –exclamó Zahra muy contenta de ver al
amigo de su abuelo.
–Mi pequeña Saunders… ¿Cómo os va?
–Muy bien. Hoy también tenemos tarde libre y estamos
recorriendo la ciudad.
–Extraordinario, yo también me encontraba estirando las
piernas. Sería un placer poder acompañaros, si no os importuna
cargar con un viejo, por supuesto. Prometo no incordiar en
exceso.
–¿Estirando las piernas con la limusina? –le susurró Nico
a Sonia–. Para mí que miente, seguro.
–Calla, que te va a oír…
–Sería un placer, profesor. Justamente íbamos a visitar
esa iglesia que asoma por ahí. ¿La conoce?
–Por supuesto –le hizo una leve seña a Guadalupe que fue
a comprar el ticket de estacionamiento. Nico pensó si habría que
sacar más de uno por ocupar casi tres plazas–. Lo que me intriga
es vuestro interés por un lugar tan poco… turístico.
–Realmente no es el edificio en sí –Zahra miró a Nico y a
Sonia por si hablaba más de la cuenta–. Nos han dicho que
cuenta con un museo muy extraño y nos picó la curiosidad.
–El museo de las Almas del Purgatorio, claro. Es sólo una
pequeña vitrina. La conozco muy bien, ya que daría algunas
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piezas de mi colección por tener una animata post morten –
suspiró con exageración–. Allí no hay ningún guía, sólo alguna
fotocopia traducida, así que hacedme el honor de mostraros la
colección.
–Sería genial, ¿verdad? –Sonia asintió con una sonrisa
cortés, pero Nico percibía que aquel encuentro era del todo
menos imprevisto. ¿Los estaba vigilando?
Falco ofreció un brazo a Zahra y cruzaron la calle hacia
la iglesia, un edificio neogótico con el aspecto de tarta nupcial,
franqueado por una verja. Recordaba al Duomo de Milán, pero a
escala diminuta y mucho más blanco. Había tres puertas de
madera, bastante austeras, cuyos tímpanos se sostenían con
columnas de mármol rojo. La entrada principal estaba coronada
con un relieve en piedra que recreaba una escena del purgatorio
enmarcada por una inscripción en latín que decía "Requiem
aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.
Dentro del templo las ventanas, con vidrieras de vivos
colores, permitían que la luz anaranjada del atardecer penetrara
tímidamente a través del ábside sin lograr ocultar las alargadas
sombras del interior, creando así la ilusión óptica de estar en una
fastuosa catedral cuya bóveda se elevaba hacia el cielo. Una
ancianita, de estatura infantil y cuerpecito doblado, proclamaba
una plegaria inaudible hacia el retablo del altar mayor, donde una
imagen del Sagrado Corazón de Jesús surgía triunfante sobre las
ánimas del Purgatorio.
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El profesor Falco caminó en dirección al altar mayor,
hizo una genuflexión y se dirigió a la sacristía. Allí una
misionera de rasgos sudamericanos leía plácidamente un libro.
Ambos se saludaron con cariño e intercambiaron algunas
palabras en italiano. Luego el profesor regresó con un disco
compacto en la mano y les condujo a otra estancia que se
encontraba sumida entre tinieblas.
–Bien chicos. Esta es la historia –levantó el disco y se lo
entregó a Zahra–. A finales del siglo XIX había aquí una iglesia
muy humilde, apenas algo más que un altar a la Virgen del
Rosario que velaba un pequeño cementerio. Un día las velas que
la alumbraban provocaron un incendio, quizás afortunado,
porque fue el germen de la primitiva iglesia, de estilo neoclásico.
Curiosamente también esta segunda iglesia se quemó y tras la
destrucción quedó una imagen grabada en el muro que parecía un
hombre atormentado, sufriente… Dicen los historiadores que en
esta zona del margen del río había numerosos enterramientos
humanos, por lo que todo el mundo pensó que aquella silueta
pertenecía a un alma en pena. Podéis verla al entrar a la izquierda
–los tres amigos observaron con prevención la puerta de la
habitación–. Un sacerdote llamado…
–Jouet –interrumpió Zahra. Los demás la miraron con
perplejidad y admiración.
–Eso es, muy aplicada, pequeña Saunders. Los fieles
avisaron del fenómeno a Jouet, un misionero del Sagrado
Corazón que, intrigado por lo sucedido, pidió permiso al
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Vaticano para buscar más señales como aquellas por toda Europa
y custodiarlas en la que sería el nuevo templo reconstruido.
Como os podéis figurar, nuestro hombre se topó con infinitas
trabas para recibir el visto bueno del Santo Padre. Aún así logró
reunir una gran colección de objetos que habían sido marcados
por las ánimas. Quizás demasiados… ¿Por qué?
–Supongo que la picaresca y los rumores pondrían a
prueba la avaricia de algunos religiosos –dijo Nico tajante. Sus
amigas lo miraron con sorna por su erudición–. ¿Qué os pasa?
¿No habéis leído “Los pilares de la tierra”?
–Eso fue en la Edad Media, bruto –le espetó Sonia
dándole un manotazo.
–Ya lo sé, pero la Iglesia actual sigue anclada en esa
época, ¿o no?
–Es muy interesante vuestra discusión, pero estamos
interrumpiendo al profesor...
–No pasa nada, me gusta escuchar –el profesor se aclaró
la voz–. La llegada del siglo XX trajo consigo la inauguración
del museo en el monasterio de al lado y la llegada de muchos
visitantes intrigados por lo que se contaba de él. Doce años más
tarde, mientras enseñaba a un grupo la obra de su vida, nuestro
sacerdote falleció repentinamente.
–Pues se uniría al club –dijo Sonia para romper la
atmósfera lúgubre que el lugar y el relato estaban creando.
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–Digamos que ese club que dices expulsó a muchos de
sus socios. Tras su muerte la Iglesia purgó la colección y retiró
gran cantidad de elementos dudosos. Recordad lo que decía antes
mi amigo Nicolás. Por eso lo que vais a ver a continuación os
puede decepcionar, porque tan sólo queda una vitrina cuyo
contenido ha sido autentificado y colocado en esta estancia. Aún
así, lo que hay os va a asombrar… –miró fijamente a los ojos de
los tres amigos, para calibrar su estado de ánimo–. Y ahora, por
favor, seguidme –penetró en la habitación y encendió la luz.
–Pues sí, no es mucho –comentó Zahra algo desencantada
al comprobar que la exposición sólo ocupaba una pared.
–¿Te parece poco? –gimió Sonia apuntando hacia una
mano de fuego, como la que señaló el Evangelio de Eva.
–Veo que a Sonia le ha interesado esta tablilla. Data del
siglo XVIII, cuando la madre Chiara Isabella Fornari, Abadesa
de las Clarisas de Todi, percibió unas extrañas sombras en su
celda, una de las cuales le resultó familiar, la del padre Panzini,
Abad de Mantua, solicitando la intercesión de ella por su
estancia en el Purgatorio. Nuestro etéreo amigo se molestó en
dejar sus huellas de fuego en la mesa de la sorprendida monja, en
un papel, en su hábito y en la camisa que tenía bajo el mismo. La
Iglesia decidió aserrar el trozo de madera y llevárselo.
–Alucinante –exclamó Nico observando de reojo a Sonia.
–¿Puso las zarpas en la camisa de la monja y pretendía
redimirse? ¡Qué morro! –comentó Sonia.
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–Fijaos en ese devocionario con tres dedos ígneos. Se
supone que por allí pasó la hermana del párroco de San Andrea
Apostolo, en Berni, que tres meses después de su fallecimiento
regresó a pedir unas misas. Poca paciencia… Quizás la buena
señora pensó que su hermano le haría una carta de
recomendación –rió ante su propia ocurrencia–. ¿Qué pensáis
sobre la tradicional rivalidad entre una esposa y su suegra?
Escuchad esto: una mujer de Metz estaba trabajando tan ufana en
su granero cuando ve a una anciana bajar por la escalera. La
aparición le aclara que es su suegra, fallecida treinta años antes,
y que necesita que su abnegada nuera peregrine al santuario de
Nuestra Señora de Mariental para encargar dos misas por su
salida del Purgatorio. La aterrorizada Margarita, que así se
llamaba la mujer, no tardó nada en cumplir el encargo…
–¡Cómo para escaquearse! –exclamó Zahra.
–Luego regresó al granero y el alma de la anciana volvió
a para darle las gracias a su benefactora y dejarle como herencia
póstuma una huella de fuego sobre el libro que veis ahí, “La
imitación de Cristo”. Hay más casos, como ese gorro de dormir,
ese otro volumen… ¿No es impresionante? Sin embargo no
debemos engañarnos.
–¿Por qué? –preguntó Sonia–. ¿Son objetos falsos?
–No, no es eso. Me refiero… –miró en dirección a la
iglesia por si hubiera alguien. Luego prosiguió bajando la voz–.
Las almas perdidas, en su desesperación, buscan cualquier rayo
de esperanza, en forma de oración o la tibieza del amor de un ser
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querido. Lo sabe el demonio, y manipula con astucia a estas
esencias, descuidadas en su memoria y emociones, para atraer
los vivos, a aquellos que por piedad pueden confundir una
convocatoria de sus parientes con un enredo del infierno.
–¿Cómo se distingue las marcas buenas de las malas? –
preguntó Zahra mientras tomaba de una mesita la guía del museo
en castellano.
–No lo sé. Supongo que es como todo, una cuestión de fe.
Sólo puedo decirte que huellas similares a estas se han
manifestado cuando algunas personas intentaron un pacto con
Satanás.
–Genial… –dijo Sonia tomando el brazo de Zahra.
–Mis queridos nuevos amigos… Estáis en Roma, sois
jóvenes, ¿vais a pasar la tarde viendo huellas de la muerte? No,
claro que no. ¿Os puedo acercar a algún sitio?
–Gracias profesor, es usted muy amable, pero preferimos
callejear hasta la hospedería –aclaró Zahra.
–Muy bien, la ciudad espera ser descubierta. Lástima del
poco tiempo, pero antes… –sacó un sobre y se lo mostró a
Zahra–. Mi pequeña Saunders, aquí dentro está la respuesta a tu
búsqueda. Nuestro dragón ha picado, pero hay un problema…
–¿Cuál, profesor?
–Justo eso, que es un auténtico dragón. No te va a ser
fácil recuperar tu colgante salvo que pelees con él.
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–Nosotros estaremos siempre con ella, ¿verdad Sonia?
–Claro que sí. A mí los dragones me parecen lagartijas
grandes con ardor de estómago.
–Aún así, sed prudentes –examinó con detenimiento a los
tres adolescentes, cuyos semblantes casi infantiles pretendían
aparentar una seguridad y tranquilidad que inspiraba la ternura
del profesor–. Por cierto, ¿me podéis enseñar los objetos que os
regalé? –Tras un intercambio de miradas de extrañeza Nico
extrajo el mechero de un bolsillo, Zahra sacó el destornillador de
la mochilita que llevaba, y Sonia agitó los dados que guardaba en
su enorme bolso de colores–. Perfecto… ¿Cuándo os vais?
–El jueves volamos a Venecia –explicó Nico–. Allí
pasamos un día y luego regresaremos a Madrid.
–Volveremos a vernos.
–¿Cuándo? –preguntó Zahra.
–No estoy seguro, pequeña Saunders, pero así será.
Sentados frente a una pizza y a unos refrescos, Nico, Sonia y
Zahra miraban el sobre de Falco con desconfianza. La teoría de
Nico sobre el encuentro con el profesor junto a la iglesia era
compartida por los tres. Demasiada casualidad. Era como si
aquel extraño coleccionista y su Lara Croft particular les
estuvieran siguiendo. Incluso Sonia empezó agitar sus dados por
si llevaran un localizador GPS dentro. Lo que más tranquilizaba
a Zahra eran las referencias de Tarek. El egipcio nunca la
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pondría en peligro. En cuanto al “dragón” anunciado por el
profesor, podría ser muy feroz, pero ella estaba dispuesta a seguir
buscando su amuleto del Chalice Well, aunque tuviera que pelear
con él. Así que limpió uno de los cuchillos, impregnado de
tomate, y rasgó el sobre: Pequeña Saunders, hay tres
coleccionistas obsesionados por la magia, las ciencias ocultas y
las religiones. El más célebre era un escocés, vecino de la isla de
Iona, que atesoraba todo aquello que tuviese relación con la
cultura celta y las religiones paganas. Desgraciadamente murió
al año pasado y sus sobrinos están arrasando el castillo donde
vivía, calentando el mercado y dando satisfacciones a mucho
buitre que esperaba este momento con ansia. Descartado este,
pasé al segundo, Vidak, “El Alfil Negro”, cuyas ceremonias y
extrañas adoraciones son conocidas a lo largo del mundo. Él
sabe que todo tiene un precio y su cartera está bien repleta. Me
puse en contacto con él para preguntarle por un colgante como
el tuyo y me respondió su secretario lamentando que había
tenido uno a la venta, procedente de España, idéntico a otro que
ya formaba parte de la colección, pero que lo había adquirido
mi tercer candidato: Rami Al Nasser. ¿Sabes quién es el
contacto de Vidak en tu país? Menéndez. ¿Y quién trabaja para
él? Sí, el mismo. Martín, el “cabeza huevo” que te atacó.
A lo que iba… Al Nasser es un beduino jordano que vive
a caballo –a camello en este caso– entre Amán y el desierto de
Wadi Rum. En Amán guarda una impresionante colección de
tesoros artísticos nabateos, algunos de los cuales han sido
donados al museo de la ciudad. Se dice que su fortuna tuvo
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origen en el saqueo de los trenes que su bisabuelo hizo junto a
Lawrence de Arabia. La brújula que me regalasteis era en sí
misma una muestra de la intuición de Tarek. Lo comprendí
enseguida. Viejo zorro... Moawad había seguido la pista hasta
ahí y sabía que él no podría ir más allá sin mi ayuda.
El fiel compañero de tu abuelo estaba en lo cierto... Al
Nasser tiene dos esposas, una en el palacio y la otra en el
desierto. La primera vive de forma occidental, con todo tipo de
lujos. La otra es curandera o hechicera, no sé cuál será el
término más adecuado, y cada vez que Al Nasser regresa con
ella al Wadi Rum suele llevarle algún objeto mágico, como tu
colgante. Cuando anoche contacté con Al Nasser le pregunté por
el colgante y me comunicó que era un regalo para una de sus
esposas y que no estaba en venta. Innegociable.
Si quieres rescatar tu tesoro, no vayas sola, mi pequeña
Saunders. Por cierto, Lupe siempre quiso conocer Petra. Quizás
haya llegado el momento de darle esa satisfacción. No soy
eterno…
Al pie de un macizo de jebbels, el humo de una pequeña fogata
se elevaba por encima de un campamento de jaimas. La mano
que preparaba el té agitaba una pulsera con monedas y amuletos,
entre los que brillaba el colgante del Cáliz Sagrado.
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Capítulo 40
La Cloaca Maxima
Discreción y cautela, mucha cautela. Esas eran las directrices que
Nico pidió a sus dos amigas antes de iniciar la “Operación libro
chamuscado”. No comentarlo con nadie ni hacer el más mínimo
ruido. La fiesta en su habitación, por cortesía del Johnny, sería el
pretexto para que este facilitara la comunicación entre ambos
pabellones.
–Ya, pero ¿qué le decimos a Carol? –preguntó Sonia–. Tú
tranqui tía, que vamos a jugar a los cazafantasmas sin ti, disfruta
de tu maromo y de las patatas fritas mientras nosotros nos
sumergimos en las tinieblas del otro mundo.
–Llevas razón, hay que inventarse algo, no sé… –Nico
pensó también en el propio Johnny y en el pelmazo de Pablito.
–Lo mejor es decirle la verdad –reflexionó Zahra.
–¿Y si se nos acopla? –Sonia negó con la cabeza–. Por
una vez coincido con Nico. A más gente, más posibilidades de
que nos deporten a Barajas.
–Deja que me explique, Sonia. Ella está colada por
Johnny, ¿por qué no aprovecharlo? Estoy convencida de que
prefiere echarse unas risas con él y tomarse una copa antes que
irse a investigar por el monasterio.
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–Quizás
Zahra
lleve
razón,
pero
no
debemos
arriesgarnos.
–Nos estamos complicando, chicas. Que yo sepa somos
un mínimo de seis habitaciones en la lista de invitados, lo que
hacen un total de dieciocho personas. No nos echarán de menos.
–Sí, es la mejor opción –opinó Zahra–. Yo me ofreceré
voluntaria para vigilar al principio, así permaneceré junto a la
escalera, mientras que vosotros podéis salir con… Algún
pretexto –a Zahra le entró la risa floja–. Ya me entendéis, mis
tortolitos.
–Eso sí que no, tronca –protestó Sonia.
–No lo pillo… –dijo Nico.
–¿No lo pillas, criatura? Esta bruja quiere que simulemos
que nos hemos enrollado, ¿verdad?
–Bueno parejita, a nadie le extrañaría con vuestro
expediente.
–No es mala idea –dijo Nico escondiendo la mirada.
–Claro que no. Salís de allí y os vais directos a la
escalera.
–Sí, y mañana salimos en primera plana y aguantamos el
coñazo de los demás. Paso, lo siento.
–Podemos mejorar la idea de Zahra, ya que no quieres
que te mezclen conmigo…
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–Dramitas los justos, chaval –se irritó Sonia–. Sabes que
no van por ahí los tiros.
–¿Qué propones, Nico?
–Que discutamos y salgamos a hablar, papel que Sonia
hará de maravilla –Nico clavó sus ojos heridos en ella.
–Genial –concluyó Zahra–. ¿Quedamos así?
–Por mí vale, tía.
–Yo también, ¡qué remedio!
–Pues vamos a comer –Zahra se adelantó hacia la puerta
siguiendo una señal que le hizo Sonia. Nico iba a hacer lo mismo
cuando Sonia le agarró con fuerza del brazo.
–Tú te esperas.
–¿Qué quieres ahora? –dijo de mala gana.
–Tranqui, ¿vale? Quiero que sepas que no me importa
que me relacionen contigo. Eres genial, pero no tengo ganas de
soportar a las maripipis de clase dándole a la lengua. Sólo es eso
–ella le acarició la mejilla con ternura–. Perdóname si te he
herido. Ya me conoces. Soy un poco bruta.
–Sigo esperándote –dijo el muchacho dando un beso a
aquella mano que lo confortaba–. Siempre voy a estar ahí, hasta
que un día me canse –separó con delicadeza los dedos de Sonia y
se alejó hacia el comedor.
Sonia se quedó sola observando el caminar inseguro de
su querido Nico. ¿Cómo explicarle que al regresar del verano
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ella comenzó a podar las ramas de la infancia y que él había
caído con ellas por accidente? Glastonbury fue maravilloso, pero
le mostró a un Nico agobiante, con tanto miedo a perderla que
acabó por lograrlo. Aunque estaba convencida de hacer lo
correcto, su contestón corazón se empeñaba en acelerarse cuando
se aproximaba al muchacho. Al menos tenía la delicadeza de no
bombear en dirección a sus mejillas. Todo un detalle.
Pasaban treinta minutos de la una de la mañana cuando Nico y
Sonia se acercaron por el pasillo iluminados por los móviles.
Zahra suspiró de alivio al adivinar sus siluetas: –Ya era hora.
Doña Isabel se ha dado una vuelta de patrulla por el pasillo hace
unos minutos y temí que entrara en nuestra habitación. ¿Qué tal
vosotros?
–¡Fatal! El Johnny ha preparado un calimocho y la van a
montar. Nos descubrirán a todos, seguro –susurró Nico.
–Con actores como tú, ¿qué esperas? –Sonia le agarró del
pelo con suavidad–. Si le hubieras visto acercarse en plan
becerro en celo y cogerme de la cintura como quien agarra un
saco. No me ha sido difícil enfadarme con él, porque casi le dejo
la cabeza como a la niña de “El exorcista”.
–Ya vale, los dos. Nos espera la biblioteca.
–Pues nos vamos a dar una buena leche con tan poca luz.
–¡Cállate, cenizo!
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Afortunadamente las lámparas de emergencia permitieron
que apagaran los móviles al abandonar la zona de la hospedería.
Dejaron a un lado la puerta lateral de la capilla y la entrada al
refectorio, hasta llegar a la antesala de la biblioteca. Se
escuchaban gotas de agua indecisas resbalándose por el sistema
de calefacción. Un reloj de pared dio tres campanadas asustando
a los exploradores.
–Bueno –Zahra acercó
la pantalla del móvil a la
cerradura de la puerta–. Toca cruzar los dedos y esperar que no
hayan echado la llave. Nico, te dejo los honores.
–Muy amable –gruñó mientras bajaba con cuidado el
picaporte. Este cedió con un fuerte crujido–. Creo que no me voy
a librar de esta: está abierto. Paso yo delante, que para algo soy
el macho –dijo con ironía.
Al igual que en el resto del edificio, varios apliques de
seguridad mitigaban la oscuridad. Instintivamente Nico miró a
Sonia: –¿Y ahora qué?
–Yo que sé. Habrá que esperar a que pase algo, ¿no? A
eso hemos venido –Sonia se asió del brazo de Zahra. Nico volvió
a activar el móvil.
–Chicas, mala suerte, nos hemos equivocado de
biblioteca…
–¿Cómo dices? –Zahra prendió también su pantalla para
reconocer mejor la estancia. Para su sorpresa había una escalera
de caracol que descendía a la planta de abajo que no estaba la
otra vez–. No, sí es la misma habitación pero...
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–…Pero con una escalera –añadió Sonia apretando el
brazo de su amiga–. La ha puesto ella para nosotros. Es por ahí…
–¿Cómo lo sabes? ¿Seguro que no hay otra biblioteca? –
preguntó Nico–. Mejor volver arriba.
–¿Te vas a rajar? Vamos –Zahra dio el primer paso y se
asomó a la negritud del hueco que se mostraba ante ellos –.
Ahora me toca a mí ir la primera. Tú, Sonia, entre los dos.
Tenemos que ahorrar baterías, así que sólo encenderemos mi
móvil y nos cogeremos de la cintura.
Descendieron por la escalinata lentamente, temiendo
toparse con alguna sorpresa desagradable a la vuelta de cualquier
escalón. Aquel pasadizo parecía no acabar nunca. Zahra sudaba a
pesar del frío y la humedad que le atravesaban los huesos como
una daga. Un creciente murmullo de agua llegaba desde el fondo,
tranquilizando en parte a los tres jóvenes ante la perspectiva de
que no terminara nunca la bajada. Finalmente Zahra dejó atrás el
último peldaño y se quedó con el pie al aire. Sonia se dio cuenta
de lo que pasaba y tiró de su amiga hacia la escalera,
derrumbando a Nico.
–Pero ¿qué hacéis?
–Casi me caigo, menos mal que tienes buenos reflejos,
Sonia. Iluminad conmigo este lugar –Sonia y Nico pasaron los
teléfonos por encima del hombro de Zahra –. ¡Mierda!
–¿Qué hay?
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–Pues eso, mierda. Una alcantarilla, con un canal de agua
discurriendo a toda velocidad. Aquí deben dormir todas las ratas
de Roma.
–¿Qué hacemos? –dijo Nico a su espalda.
–Hay un bordillo. Pasad con cuidado hacia la derecha.
–Huele peor que el baño del recreo –comentó Sonia
mirando con asco el oscuro cauce de residuos y apretándose
contra la pared.
–Esto no es una alcantarilla cualquiera –dijo Nico
analizando de cerca las gigantescas piedras de las paredes-.
¿Recordáis el año pasado la excursión a Segovia y los pilares del
acueducto? –Las dos chicas se volvieron hacia Nico–.
Bienvenidas a la Cloaca Máxima de Roma.
–Es verdad, Carol nos habló de ella cuando estuvimos en
el Coliseo –Zahra observó con prevención como el túnel se
perdía por ambos extremos–. Debe ser todo un laberinto. Será
mejor regresar. Nos podemos extraviar por las galerías.
–Por mí de acuerdo –Sonia se dio por vencida ante la
evidencia–. Además, mi móvil está agonizando y como nos
perdamos aquí vamos a ser delicatessen para alimañas. Vamos
Nico, camina.
–No puedo, tenemos un problema técnico. La escalera se
ha ido.
–¿Cómo se va a ir, mendrugo? ¡No puede ser! –gritó
Sonia.
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–Bueno, hay algo en su lugar… Pero no sé…
–¿Qué es, Nico? –preguntó Zahra mientras rodeaba con
ansiedad el cuerpo de Sonia para ver de cerca lo que sucedía.
–Lo siento, yo tampoco tengo demasiada carga en el
móvil. Es como una pequeña puerta de madera.
–¿Tiene picaporte?
–Espera… –Nico pasó la mano por la superficie–. No,
pero hay cuatro tornillos, uno en cada esquina.
–¡Genial! –exclamó Sonia–. ¿Y de donde sacamos un
destornillador ahora? Estamos listos...
–No, no es posible… –Nico miró a Zahra–. Dime que…
–¡Sí! ¡Lo tengo!
–¿De qué habláis?
–Del regalo del profesor Falco. Dijo que lo lleváramos
con nosotros. ¡Nico! ¿Tienes el encendedor de Einstein? –el
chico asintió entusiasmado–. Acércalo para que veamos mejor.
El destornillador encajó a la perfección, tras un esfuerzo
colosal para raspar una capa de herrumbre y suciedad, y la
primera esquina fue liberada.
Mientras tanto Sonia observaba sus inútiles dados con
perplejidad. O el profesor Falco había errado con ella o todavía
les aguardaba un nuevo reto.
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Capítulo 41
Nunc adeamus bibliothecam
Un tupido velo tenebroso de aire muerto serpenteó alrededor de
Nico cuando cayó la plancha de madera sobre el suelo,
despertando la tierra seca y provocando en él un fuerte ataque de
tos. Se trataba de una estancia cuadrada, poco mayor que el
dormitorio del monasterio, pero con el techo más bajo. Dos
anaqueles esculpidos en piedra, culminados en arcos, ocultaban
su contenido tras las estériles telarañas, trampa inútil en un
hábitat yermo y mustio. Un túnel, más negro que la Cloaca
Máxima, atravesaba aquel extraño lugar a ambos lados de los
estantes polvorientos. Era como una diminuta estación de metro
sin raíles. Mientras sus compañeras abrían con dificultad los
ojos, cegadas por el polvo, Nico apartó una de las telarañas para
hacer un macabro hallazgo: huesos humanos. El muchacho dio
un paso atrás por la impresión, pero luego se animó a descorrer
la segunda telaraña. Esta vez no se encontró con un cráneo
observándolo circunspecto.
–¿Qué hay, Nico? –preguntó Zahra sacudiéndose el
polvo.
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–Parece una tumba, pero también hay libros de piel –
tomó un objeto avejentado con una costra seca por encima–, esta
palmatoria y un cruz de madera.
–Por aquí hay un cántaro –añadió Sonia arrugando la
nariz al ver también lo que parecía ser un excremento de rata.
–¿Dónde estamos, Zahra?
–En Roma y con huesos sólo puede ser…
–Una catacumba. ¿Cómo no lo he pensado antes?
–Sí, pero no creo que los antiguos cristianos conocieran
la imprenta y bajaran a leer libros con sus ancestros –apostilló
Zahra.
–¿Entonces?
–Alguien los colocó ahí, para leerlos. Quizás fuera
nuestra monja, la que nos ha traído hasta aquí –dijo Sonia
acercándose a la librería y tomando un tomo al azar–. Aquí hay
uno que dice “Biblia Lugduni per Scipioné de Gabiano”.
–No tiene sentido –concluyó Zahra–. ¿Por qué iba una
monja a refugiarse en una catacumba para leer la biblia?
–Vete a saber… –Nico retiró otro libro para comprobar
que había más detrás de la primera fila–. Por lo menos aquí hay
medio centenar de volúmenes.
–Sí, pero sólo uno nos interesa… –aclaró Sonia– Nico y
Zahra se miraron –. El Evangelio de Eva. ¡Hay que buscarlo! –Se
abalanzó hacia el nicho.
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–Lo siento Sonia –Nico la agarró por el brazo–, pero
Einstein olvidó recargar el mechero y cada vez vemos menos. Es
lo malo de ser un sabio distraído… Será mejor salir de aquí
cuanto antes. ¿Soy el único que se da cuenta de que estamos en
graves dificultades?
–Es verdad, Sonia. Nos hemos tropezado con algo
increíble, pero podemos bajar mañana… Seamos prudentes por
una vez.
–Tenéis razón chicos –miró a ambos lados de la cripta–.
¿Derecha o izquierda?
–Parecen iguales –Nico suspiró agobiado–. Ni siquiera
tenemos cobertura para llamar a emergencias. Estamos
encerrados en una catacumba que no ha sido descubierta y la
única salida posible se ha desvanecido como por arte de magia.
Tenemos que dividirnos y el que logre salir que pida ayuda.
–¡Los dados…¡ –exclamó Sonia mientras hurgaba en su
bolsillo.
–No puede ser tan sencillo… –Zahra no quería
ilusionarse tan pronto.
–Par, tomamos el camino de mi derecha. Impar, el de la
izquierda.
–No quiero jugarme la vida al parchís –dijo Nico
desesperanzado–. Vamos a pensar un poco lo que hacemos, por
favor.
–Ojalá no te equivoques, tía. ¡Venga lánzalos ya!
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–Va por ti, Frankie… –Besó los dados.
–¡Estáis como dos putas cabras! ¿No os dais cuenta
de…? –Los dados volaron por el suelo y señalaron un diez.
–¡Diez! Mi número favorito. Por la derecha, gente.
–¿En serio crees que voy a obedecer a un par de dados?
–Nico –terció Zahra–, si no confías en nosotras hazlo en
el profesor Falco –tomó su cabeza entre sus manos–. Venga…
–De acuerdo. Al fin y al cabo existen un cincuenta por
ciento de posibilidades de…
–No calcules, que a lo mejor ninguna tiene salida –dijo
Zahra encendiendo de nuevo el móvil para iluminar el pasadizo
que iban a atravesar.
–Sí la tiene –dijo Sonia muy convencida.
La tenue luz de los móviles y el agonizante mechero de
gas apenas eran capaces de mostrar el suelo, por lo que más de
una vez se rozaron con las irregulares paredes y alguna que otra
depresión en la cueva. Fueron cinco minutos de tránsito por un
sendero franqueado por más tumbas, algunos de cuyos restos
yacían precipitados a los pies de los tres jóvenes. El angosto
corredor giraba hacia la izquierda continuamente, disminuyendo
progresivamente su amplitud. Sin duda aquella espiral, que
dibujaba la ruta marcada por los dados, debía converger en la
salida o cerrarse sobre sí misma como trampa de un laberinto, en
cuyo caso tendrían que retroceder sobre sus pasos lo más rápido
posible. Cuando el radio de giro era de poco más de un metro
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apareció ante ellos una reja, corroída por la humedad y el paso
del tiempo, que descansaba sobre un único gozne decidido a
cumplir su misión hasta el final. Tras la reja, les aguardaba la
escalera de caracol que les había traído a las cloacas de Roma.
Un afortunado derrumbe había favorecido el colapso del cerco de
piedra, dejando una rendija como escapatoria.
–¿Veis como hice bien en ir al gimnasio tras el atracón de
Navidad? –preguntó Sonia satisfecha–. Si no fuera así hoy me
quedaba a hacerle compañía a san Cucufato y su cuchipandi.
–Primero las damas –dijo Nico más relajado.
Subieron la escalera a gran velocidad, deseando estar de
vuelta lo antes posible en la biblioteca, pero se dieron de bruces
con una oquedad cubierta por otra chapa de madera.
–Nena, saca la herramienta –le dijo Sonia chulescamente
a Zahra.
–No hace falta –observó Nico–. Cede con facilidad. De
hecho… ¡Es un cuadro! Casi lo tiro al suelo. Esperad que me
asome…
–¿Y bien? –preguntó Zahra.
–Estamos en la biblioteca, chicas. ¡Viva Frank Sinatra!
–¡Genial! ¡Yujuuu…! –voceó Sonia con gran alegría.
–Baja la voz –Zahra reprendió a su amiga–, que todavía
no estamos en la habitación. Al menos se acabó el hacer el topo
por hoy.
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Enzo no había exagerado ni un ápice. Si existía un adjetivo para
la Basílica de San Pedro era el de colosal. Al cruzar la puerta de
entrada los estudiantes se sintieron como hormiguitas sobre los
primorosos suelos de mármol y las hercúleas columnas que se
perdían en la bóveda. A la derecha, mucho más pequeña de lo
esperado, la Piedad de Miguel Ángel hacía las delicias de un
grupo de japoneses digitalmente motivados y, más adelante, en el
mismo lateral, se visitaba el cuerpo visible de Juan XXIII,
provocando la curiosidad morbosa de los visitantes de menor
edad y el respeto de aquellos que habían vivido su pontificado de
esperanza conciliar. A la izquierda las impresionantes columnas
salomónicas, quizás la imagen más conocida del interior de la
monumental basílica. A los pies del altar mayor, se encontraba la
escalinata a la tumba de san Pedro, de la cual sólo se veía una
lápida escondida tras un sencillo enrejado.
Después de recorrer la basílica, capitaneado por Enzo y el
Chanquete, el grupo abandonó la plaza de San Pedro, rodeando
un gran muro y dirigiéndose a la entrada de los Museos
Vaticanos, dejando a un lado una gran fila de sufridos turistas: –
Bueno, famiglia… Nosotros tenemos reserva, no se preocupen.
La madre Bianca y doña Isabel conversaban animadamente,
mientras que Borja procuraba no perder de vista a “Supermami”,
que no paraba de hacer sus célebres instantáneas.
Riqueza, mucha riqueza, en pinturas, suelos, esculturas…
A Zahra le costaba asociar aquellos excesos con la doctrina de
Jesucristo, por lo que se preguntaba si la rebeldía que le
provocaban se explicaba por su insurrecta adolescencia o por un
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atisbo de claridad de inquietante presunta madurez. Desde que
gozaba de la edad del pavo se cuestionaba todos los principios
inculcados desde el colegio. A Nico le fascinaban aquellos
tesoros, muchos de los cuales había visto en los temas de historia
del arte, pero sobre todo admiraba la propia arquitectura, las
líneas que se perdían en figuras geométricas y la luz que
iluminaba las descomunales salas. Sonia seguía pensativa, pero
con la mente puesta en la excursión por la catacumba de la noche
anterior, paradójicamente uno de los lugares donde comenzó a
forjarse la fastuosidad que estaba contemplando en esos
momentos.
Tras abandonar la Capilla Sixtina, bajaron a comer a un
autoservicio que había bajo el mueso. Allí compartieron mesa
con Johnny, Carol y Pablo, que no paraban de comentar las
anécdotas de la fiesta y de soltar puyas a los tres ausentes.
Finalizado el almuerzo, la madre Bianca se presentó con un
sacerdote que llevaba un cleriman que Sonia calificó de “traje de
Armani para curas”, por lo que de inmediato el elegante religioso
obtuvo el mote para el resto del día.
–Queridos alumnos –la madre Bianca dio una palmada de
satisfacción al dirigirse a sus huéspedes–. Tengo una grata
noticia que ofrecerles. Les presento al padre Salvatore Huggel,
de la Biblioteca Apostólica Vaticana.
Huggel era un hombre de mediana edad, atlético y bien
parecido, lo cual provocó algún que otro suspiro y la mirada
cómplice de doña Isabel y Josefina. Borja y los chicos hicieron lo
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propio, pero para tomar conciencia de género ante la llegada de
un nuevo león a la manada. Don Alfonso se limitó a lanzar fuego
por los ojos cuando el Johnny se puso a hacer el payaso.
–La biblioteca se encuentra actualmente en obras pero,
gracias a la amistad que nuestra congregación tiene con el padre
Huggel, vamos a poder realizar una breve visita privada a una de
sus salas. Deben saber que es un gran privilegio que ustedes se
han ganado con su buen comportamiento –hubo risitas y bufidos
entre los asistentes a la fiesta en el garito del Johnny.
–¡Silencio todos! –bramó don Alfonso.
–Buena tarde, amigos españoles –la voz varonil y
aterciopelada del sacerdote fue más poderosa que el grito del
Chanquete–. Mi español es correcto, pero “imperfeto”. Como
decía nuestra hermana, van a tener ustedes el maiuscolo piacere
de entrar en una de las dependencias destinada a la investigación
y estudio. Por ello les rogaría no hicieran fotografías y se
abstuvieran de tocar nada. Sigan mis explicaciones con atenzione
y les resultará gratificante. Por favor, tengan la bondad de
seguirme.
–¡Vamos a entrar en el archivo secreto! –exclamó
jubiloso Nico.
–Menos lobos, caperucito –le tranquilizó Sonia–. Vamos
a ver más libritos y punto. No te montes películas.
Cruzaron un largo pasillo hasta llegar a un control
policial en la planta baja. Allí pasaron todos por el escáner y se
acercaron a unos lectores magnéticos similares a los del metro de
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Madrid. Debido a la reforma, estos estaban desactivados, pero un
guarda hacía la vigilancia en una mesa. Huggel le hizo una seña
y los visitantes fueron pasando hacia el otro lado. Traspasaron
una puerta de madera noble, donde unos operarios instalaban un
detector de metales. La amplia sala disponía de dos niveles
cubiertos de estanterías a la derecha, mientras que a la izquierda
las ventanas iluminaban la estancia dejando ver en la lejanía la
cúpula de la Basílica de San Pedro. Decenas de mesas se
amontonaban para facilitar la instalación del nuevo cableado y
los ordenadores. Estaba claro que el siglo XXI se instalaba
definitivamente entre aquellos muros.
–¿Y bien? ¿Qué les parece? La Biblioteca Vaticana
cuenta hoy con más de un millón y medio de libros, miles de
documentos, grabados e incluso una interesante colección
numismática. Tenemos tantos fondos que muchos de ellos siguen
sin ser catalogados –Salvatore Huggel sacó de su bolsillo un
adhesivo plano con un circuito impreso–. Chip de seguridad.
Cuando dentro de dos años esta biblioteca abra de nuevo, ningún
libro podrá salir de su sala sin permiso, logrando un perfecto
control del mismo y, naturalmente, una mejoría sustancial en su
accesibilidad al público. Para celebrar esta meravigliosa nueva
etapa, a final de este año celebraremos una exposición con
algunos de nuestros fantásticos tesoros –la madre Bianca
aplaudió teatralmente–. Y ahora estoy a su disposición por si
desean hacerme alguna pregunta.
–¿Por qué no se pueden hacer fotos? –preguntó Pablo.
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–Por motivos de seguridad. Sin embargo habrán visto en
el museo que una de las antiguas salas es hoy una librería con
recuerdos. Ahí si pueden hacer fotografías –Que jodío, pensó
Sonia.
–¿Es verdad que existe un archivo secreto en el
Vaticano? –quiso saber Nico.
–Cierto. Allí se encuentran documentos históricos de
valor
incalculable,
correspondencia
papal,
las
actas
de
reuniones… En la exposición mostraremos algunos, siempre con
el visto bueno de Su Santidad.
–Muchas gracias. ¿Eso no se visita? –Todos rieron con la
fingida candidez de Nico.
–Siento decirle que no, salvo que en el futuro sea un
insigne historiador o uno de los mejores restauradores del
planeta. Manda tu currículo dentro de unos años –guiñó el ojo.
–Pues ya sé que estudiar –dijo Pablo muy ufano para ver
si lograba el mismo éxito que Nico.
–Deben saber que los contenidos de ese archivo es un
enigma hasta para el mismo Papa. ¿Por qué? Existe tanto por
clasificar y digitalizar que nadie sabe que encontraremos en los
próximos años. ¿Alguna otra pregunta?
–Yo tengo una –Sonia levantó la mano provocando el
pánico en Zahra, que temía cualquier salida de tono que acabara
en otro castigo–. ¿Aquí se guardan los evangelios originales?
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–Buena pregunta. Tenemos copias muy antiguas, en
varios idiomas. Por ejemplo, no hace mucho hemos adquirido el
papiro Bodmer, que contiene fragmentos del Antiguo y el Nuevo
Testamento. ¿Quiere una primicia, bella amica? Vamos a sacarlo
al público en la exposición. Tienen que venir con sus padres…
–Ya, pero… –Sonia parecía querer profundizar en el
tema.
–¿Sí?
–¿Tienen alguna copia del Evangelio de Eva? –Nico y
Zahra hubieran deseado ser tragados por la tierra y escapar por
otra catacumba.
El semblante del sacerdote mudó totalmente y dirigió sus
ojos hacia la madre Bianca, cuya cara hacía honor a su nombre.
El resto de personas presentes admiraron los conocimientos de
Sonia, incluyendo sus dos profesores, que estaban habituados a
las ocurrencias de su alumna y por lo tanto valoraban su interés
por la historia de las escrituras sagradas. Todas las miradas se
desviaron hacia Huggel, el cual recuperó su buen porte
rápidamente.
–Si mal no recuerdo, el Evangelio de Eva es una obra
herética de la que no existe ninguna copia. San Epifanio lo
nombró en uno de sus tratados, pero poco más.
–¿Qué significa herética? –preguntó Zahra ganándose la
expresión agradecida de su amiga. Como solía decir Sonia,
“from lost, to the river”.
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–Pues es aquella que contradice el dogma establecido por
la Iglesia.
–Muy interesante, gracias –y Sonia se volvió a ocultar
entre el público con la dulce expresión de quien nunca ha roto un
plato.
Zahra
observó
cómo
la
madre
Bianca
parecía
descompuesta por la pregunta de Sonia. ¿Escandalizada? En
absoluto. La chica estaba convencida de que su alocada amiga
había metido el dedo en la llaga y que en aquel instante sólo
había en la biblioteca cinco personas que conocían un secreto
relativo a un libro prohibido vinculado al monasterio donde se
alojaban. Antes de salir giró la cabeza y vio como la monja y el
sacerdote hablaban con vehemencia sin perder de vista al grupo
de estudiantes.
Si le quedaba alguna duda para regresar aquella noche a
la catacumba, esta acababa de esfumarse de inmediato. Lo haría
por Sonia, por supuesto, pero también para saciar su curiosidad.
El Evangelio de Eva esperaba allí abajo, y esta vez acudirían a la
cita bien preparados.
Por fin la esencia perdida podría descansar.
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Capítulo 42
El evangelio de Eva
El crepitar de la chimenea de la sala de juegos no podía competir
con las risas de los huéspedes españoles. Algunos jugaban a las
cartas con una mano, mientras con la otra chateaban a través del
móvil. Pablito había convencido a algunos compañeros para ver
un partido del Inter en la televisión, por lo que la contaminación
acústica iba creciendo poco a poco. Era el momento de la
libertad, mientras los profesores, Borja y Josefina tomaban el
café con la madre Bianca en una mesa apartada del refectorio.
Zahra y sus amigos planificaban la noche en el rincón de la
prensa.
–¡Mirad al Johnny y a Carol! Están tan acaramelados que
me voy a volver diabética –dijo Sonia–. Lástima que hoy no haya
fiesta porque no hemos comprado las linternas para jugar a las
tinieblas –Sonia infló un globo de chicle que estalló a un palmo
de la cara de Nico.
–Yo no lo veo… ¿Cómo voy a escapar de la habitación
sin que me descubran Johhny y Pablo? Además, la única forma
de bajar es abrir de nuevo la puerta del fondo? Va a ser
imposible sin el delincuente ese…
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–Lo haremos sin él –Zahra bajó la voz–. Me ha contado
Carol que ayer Johhny usó una navajita para accionar la
cerradura.
–¿En qué está pensando el Chanquete? Debería cachear a
este tipo y…
–Calla y escucha a Zahra.
–He pillado un cuchillo de la carne durante la cena. Al
menos lo intentaremos.
–¡Bravo! Robo, allanamiento y tráfico de libros heréticos.
Chicas, en serio, ¿no os dais cuenta de que…?
–Pero mira que llegas a ser cansino, tronco… Bueno, por
mí lo intentamos con tu cuchillo, pero antes hay que escabullirse
de los demás.
–Por eso hoy bajaremos más tarde, cuando estén todos
fritos. Lo peor que puede pasar es que tengamos que esperarnos
los unos a los otros un buen rato.
–No saldrá bien… Mis padres me van a matar cuando me
vean mañana llegar al aeropuerto con grilletes. Yo que quería
conocer Venecia…
–Irás a Venecia, chato –dijo Sonia estampándole un
sonoro beso en le mejilla–. Tienes nuestra palabra.
–Y la palabra de dos brujas siempre se cumple.
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El cuchillo destellaba a la luz de la linterna sostenida por Sonia.
Zahra introdujo la punta en el orificio y trató de girarla.
Sorprendentemente no hizo falta esmerarse demasiado.
–No te lo vas a creer…
–¿Qué?
–Se la han dejado abierta.
–¡Coño! Pues, adentro... Vamos a buscar a Nico.
Cerraron la puerta con cuidado y alumbraron la escalera.
Una sombra apareció en un rincón provocando el grito ahogado
de Zahra.
–Soy yo…
–¡Nico! Casi me matas del susto. ¿Cómo has llegado
hasta aquí?
–Mi puerta estaba…
–…Abierta. También la nuestra. Alguna monja ha
olvidado hoy hacer sus deberes –dijo Zahra poco convencida.
–Pues, ¿a qué esperamos, gente?
–Espera Sonia –interrumpió Nico-. ¿Y si la cierran y nos
quedamos fuera? Es mejor que Zahra ensaye con el cuchillo en la
de los chicos. Una cosa es venir con el pijama debajo de la chupa
y otra muy distinta quedarse a dormir en la biblioteca.
–Nuestra primera fiesta del pijama con chicos, Zahra… –
contempló a su amigo–. ¿No está para comérselo?
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–Otro día… Nico tiene razón. Voy a probarlo –Zahra
volvió a intentarlo desde el otro lado de la cerradura y comprobó
que no era tan fácil–. Algo gira, pero creo que no lo suficiente.
–Da igual, tía, nos arriesgaremos. ¿Van a venir a cerrar a
las dos de la mañana? Además, estaremos de vuelta en unos
minutos –agitó la linterna para recordar que esta vez iban
preparados.
–Vale. Pues a la biblioteca… Nico apaga tu linterna, que
con esta tenemos de sobra.
Sigilosamente rehicieron el itinerario de la noche anterior
hasta acceder otra vez a la biblioteca. Rodearon el atril, donde
quedó impresa la marca del Purgatorio, y se colocaron frente al
cuadro. Zahra lo levantó con cuidado sin descolgarlo y enfocó el
oscuro acceso.
–Parece que esta vez no necesitaremos escaleras
fantasmas…
–Un momento Zahra –dijo Nico fijando la vista en la
pintura–. Juraría que…
–¿Qué te pasa ahora, hijo? –Sonia empezaba a
impacientarse por permanecer demasiado tiempo en aquel lugar.
–Ayer había un ángel descendiendo a los infiernos.
–Pues eso veo yo –concluyó Sonia.
–No. Hoy está luchando en el infierno. Recuerdo que
anoche sólo bajaba con una lanza en ristre.
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–¿Qué quieres decir, Nico?
–Es una advertencia. Ella nos avisa de algún peligro que
nos aguarda abajo –Zahra se acercó a comprobar lo que decía
Nico.
–Has debido deslumbrarte con la linterna. Está igual que
ayer. Compruébalo tú mismo.
–No, hoy… –Volvió a examinar la escena–. Pero, ¡no es
posible! El ángel está de nuevo arriba.
–Haz caso a Zahra y vamos para adentro.
–Sé lo que he visto, ¿vale?
–Estamos todos nerviosos. No te preocupes.
Los tres amigos penetraron en el pasadizo, depositando el
cuadro con suavidad, y enseguida advirtieron que la travesía
hasta la cripta parecía más amplia con las potentes linternas que
habían comprado en las dos horas de tiempo libre. Se colaron por
el resquicio de la reja y siguieron deambulando por la
catacumba, apreciando más restos humanos en los laterales,
consecuencia de la claridad de aquella segunda visita al subsuelo
romano con mejor equipamiento. No tardaron en llegar a la
cripta de los libros.
–¡Vamos! –Zahra apuntó el foco al estante–. Los vamos
examinando y apilando en el suelo.
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Hubo que retirar la colección casi al completo para
descubrir un fino volumen sin título en el lomo. Era el último,
por lo que los tres amigos fijaron sus ojos él.
–Sonia, haz los honores –dijo Nico con falsa cortesía.
–De acuerdo.
Sonia apartó con aprensión la última cortina de polvo,
tomó el libro con suma delicadeza y descubrió la portadilla que,
para su sorpresa, estaba escrita a mano.
–Es el Evangelio de Eva. Realmente no parece un libro –
Zahra y Nico la rodearon para verlo–. Es un cuaderno con mucho
texto escrito en latín. La letra es bonita…
–No hay otro –concluyó el muchacho –. Esto es lo que
hemos venido a buscar. Ahora tenemos que depositarlo en la
biblioteca.
–¿Crees que eso es lo que espera ella? –preguntó Sonia
con la tranquilidad de quien estuviera hablando de una amiga.
–¿Qué si no? –añadió Zahra.
–Buenas noches, jovencitos –dijo una voz a sus espaldas.
La atlética silueta del padre Huggel surgió entre un aura
inesperada.
–¡Qué susto! –dijo Zahra colocándose delante de Sonia.
Su amiga trató inútilmente de ocultar el libro dentro del
chaquetón.
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–¿Nos ha seguido? –La pregunta de Nico fue tan absurda
que el sacerdote no pudo evitar una sonrisa de ternura ante la
inocencia de los tres exploradores.
–Sí. Debía protegerles. Este no es sitio para que bajen
unos niños solos.
–A mí sólo me llama niña mi abuela, curita –dijo Sonia
crecida ante la que consideraba una impertinencia del
bibliotecario.
–Disculpe, señorita, no pretendía ofenderla.
–Pues lo ha hecho.
–Bueno, será mejor que subamos al monasterio antes de
que sus profesores les echen en falta. Arriba nos espera la madre
Bianca y ha prometido no delatarles. Es una mujer muy buena y
estaba tan interesada como yo en que esto terminara bien –
Huggel extendió la mano para que Sonia le diera el libro. Ella
miró al suelo y fingió no darse por aludida.
–¿Cómo sabía que estábamos aquí? –preguntó Zahra con
verdadera curiosidad.
–La pregunta de ayer. Demasiada casualidad…
–Por eso estaban todos los accesos abiertos, ¿verdad? –
preguntó Nico.
–Digamos que era una posibilidad remota, pero nada
desdeñable. Afortunadamente para todos he acertado.
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–Entonces… –Zahra reflexionó en voz alta–. Usted
conocía la existencia de este sitio.
–Más o menos. Nunca he estado aquí, claro. Verán,
estamos en el inferno –dijo tranquilamente el sacerdote–. ¡No
pongan esas caras de pasmo! Se llama así al lugar donde se
guardan los libros prohibidos. Suelen existir escondrijos como
estos en monasterios, palacios, castillos… Este en concreto
parece haber estado oculto durante décadas –contempló muy
despacio el habitáculo–. ¿Les cuento un secreto? Sí, se lo
merecen… Al fin y al cabo me han hecho ustedes un inestimable
favor –Nico asintió en nombre de los tres–. Escuchen. Hace más
de cien años una novicia, durante el sacramento de la
confessione, le reveló al padre visitador de la orden que había
localizado una entrada a un depósito de libros prohibidos y que
entre ellos había una copia manuscrita de un extraño evangelio
con el nombre de Eva. Ella admitió haberlo leído y sentirse muy
turbada por su contenido demoníaco y perverso. Lógicamente el
confesor la animó a entregárselo a la madre superiora, pero ella
prefirió que aquel libro permaneciera olvidado en su escondite.
–Seguro que el visitante ese se chivó –dijo Sonia.
–No, señorita. El sigilo sacramental es inviolable, bajo
pena severa de excomunión. Es algo muy serio para nosotros.
–Entonces, ¿cómo conoce usted la historia?
–Nuestra hermana falleció a los cuarenta y dos años,
víctima de unas fuertes fiebres de origen desconocido.
Arrepentida y vislumbrando la cercanía de la muerte, le contó a
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la madre superiora su historia, rogando que nadie regresara en
busca del libro maligno, por lo que no desveló la entrada a este
infierno. La historia llegó hasta el Vaticano y allí supieron que
una copia de aquel evangelio, que se suponía extraviado desde
hacía siglos, podía estar oculto entre las paredes de un
monasterio romano. Tan cerca y tan fácil. La madre superiora
debió acceder a la petición de la moribunda y si llegó a
tropezarse con la entrada de la biblioteca, estoy convencido de
que la mandó tapiar, ya que la Sagrada Congregación del Santo
Oficio, lo que fue la Inquisición hasta que Pio X la renombró así,
estuvo buscando por todo el edificio infructuosamente, dada la
importancia del hallazgo. Así pues, siempre esta historia ha
planeado por esta santa casa.
–Pues bastaba con levantar el cuadro… –dijo orgullosa
Zahra.
–Es una entrada reciente. Alguien ha querido facilitarles
la búsqueda. ¿Por qué a ustedes? Los designios del señor son así.
Han sido elegidos por alguna de las hermanas para devolver a la
Iglesia un auténtico tesoro que le pertenece.
–En cierto modo ha debido ser así –dijo Sonia para sí
misma.
–Y ahora, si les parece… –de nuevo extendió el brazo
hacia Sonia para que le cediera el libro.
–Zahra –Sonia asió a su amiga de la muñeca–, este no es
el final de la historia. Ella no quería que cayera en manos de
nadie. Su deseo es que quedara enterrado para siempre.
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–¿Quién es ella? –preguntó incrédulo el sacerdote.
–¿Recuerdas las obras de la nueva línea de metro que
vimos el otro día? A lo mejor este lugar iba a salir a la luz y…
No sé. Algo me dice que si se lo damos a este tío no
cumpliremos su voluntad.
–No sé que les preocupa. Les puedo garantizar que será
restaurado con suma delicadeza y que permanecerá en un sitio
digno, sin ratas ni humedad –el hedor que surgía del angosto
paso hacia la Cloaca Máxima resultaba insoportable en aquella
cipta sin apenas ventilación.
–¿Sabéis lo que os digo? –dijo Sonia girando la cabeza
hacia el otro extremo del túnel–. Que no pienso dejar que unos
dados gobiernen mi vida.
–No entiendo que… –masculló Salvatore Huggel
mirando la cara de pánico que se le estaba poniendo a Nico al oír
lo de los dados.
–¡No, Sonia! –dijo Zahra mirando la negritud del otro
pasadizo, el que habían desechado al azar veinticuatro horas
antes–. No lo compliques más, ¿quieres? Dale el dichoso libro de
una vez y volvamos a las habitaciones. Ya hemos cumplido y nos
toca disfrutar del viaje. ¡Venga!
Días más tarde Nico lo recordaría como un simple
cortocircuito en su cerebro, o quizás un impulso de su corazón
enamorado, capaz de seguir a su dama al fin del mundo,
literalmente. Nunca olvidaría aquel instante, cuando creyó ver un
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tocho de un tal Montesquieu flotando a unos milímetros del suelo
y, borracho de adrenalina, se lo lanzó al estupefacto sacerdote,
que cayó al suelo desequilibrado por el golpe.
–¡A la mierda! –gritó Nico–. ¡Corred!
Zahra dudó por un momento, pero no permitiría que
aquellos dos chalados se perdieran solos por los subterráneos.
Tras ellos percibieron una expresión impropia de un religioso,
que superaba con creces la blasfemia.
En su carrera descontrolada por la catacumba, con las
linternas agitándose entre las tinieblas, Sonia tropezó con una
gran piedra, gimiendo de dolor al rasparse la mano con el suelo.
Nico la tomó por la cintura y la animó a continuar, mientras que
Zahra tomaba resuello enfocando la luz a su alrededor.
–¿En qué estabais pensando? –Zahra clamó procurando
no ser oída en la lejanía–. ¿Y ahora qué? ¿Dónde estamos? Nos
hemos metido en una buena.
–O es muy sigiloso o no nos sigue –comentó Nico
ignorando a Zahra.
–Yo tampoco lo haría si fuera él –añadió Zahra pateando
una piedra–. Tenemos que volver y disculparnos. Pensad por un
momento cómo terminará esto.
–Vale, no te enfades. Te escuchamos –concedió Nico.
–Primero tenemos que averiguar una forma de huir de
este laberinto oscuro. Una vez fuera regresaremos a la
hospedería, donde nos estará esperando el cura, la madre Bianca
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y el Chanquete con nuestros pasaportes en la mano. Eso si no
llaman a la policía, claro. La hemos cagado, pero bien.
–Llevas razón, Zahra. Ya está hecho y no tiene remedio –
dijo Sonia abatida.
–Esperad, aún no estamos perdidos –Nico se sentó en el
suelo a pensar–. No, no puede hacer eso. Imaginad la noticia en
los medios de comunicación. Tres estudiantes españoles
detenidos…
–O asesinados por su profesor –aclaró Zahra.
–Espera. Detenidos por encontrar un evangelio perdido.
O mejor, no hace falta detenerlos. Sólo con contar nuestra
historia meteríamos al “Armani” en un buen embrollo.
–¿Qué propones entonces?
–Aún no lo sé, pero estoy casi convencido de que Huggel
es el primero que quiere arreglar este asunto con suma
discreción. Él debe estar ahora tan confuso como nosotros.
–Es la primera vez que atisbo un destello de optimismo
en ti, Nico –dijo Sonia satisfecha–. De hecho, lo que has hecho
allí es de lo más intrépido que te he visto.
–Gracias. Tú también has sido muy valiente.
–Bueno,
ya
vale
de
echarse
piropos,
parejita.
Considerando que Nico tuviera razón, ahora la cuestión es cómo
evadirse de esta ratonera. Para empezar, ahí tenemos dos
cavidades para escoger. ¿Alguna idea?
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–Iba a decir algo de mis dados, pero no está el horno para
bollos.
–¡Escuchad! –Nico se aproximó a una grieta que había
detrás de Sonia–. Es el eco de una corriente de agua, quizás la
alcantarilla de nuevo. Es la mejor opción posible, ¿no?
–En ese caso el camino más lógico sería el de la derecha
–expuso Zahra poco convencida.
–Pues vamos allá, que me estoy congelando –dijo Sonia
frotándose la herida.
–¿Te duele la mano? –Nico la tomó con indisimulada
veneración.
–¡Qué va! Es un rasguño, mi aprendiz de Indiana Jones.
–Como os pongáis a coquetear ahora os juro que sigo
sola. Venga, busquemos la cloaca.
Arriba, en la portería del monasterio, Salvatore Huggel marcaba
un número en su móvil, mientras la madre Bianca juntaba los
dedos en una plegaria desesperada para que aquella lamentable
situación se arreglase lo antes posible.
–¿Pietro? Soy Huggel… Sí, ya sé la hora que es…
¡Escucha! Necesito tu ayuda urgentemente. Unos niños se han
metido por unos túneles y…No, la policía italiana no. Es un
asunto nuestro, reservado… Sí, ya me entiendes, eso es. Trae a
Leone, porque habrá que seguirles el rastro. ¿El comandante? No
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le despiertes, no quiero dar más explicaciones, ya que al fin y al
cabo son tres críos… ¿Cómo? No hace falta pase, si te ponen
alguna pega que me llamen a mí. Muy bien. Toma nota de la
dirección…
–Sabía que esto no era una buena idea.
–No es culpa suya, madre. Además, lo importante es que
hemos logrado que nos lleven hasta el libro. Antes del amanecer
estará en mis manos.
–Quizás habría que avisar a los profesores…
–Tranquila Bianca –el sacerdote tomó su mano con
afecto–, no va a pasar nada. Confíe en mí.
–Lo que usted diga –y se adentró en el edificio en
dirección a la capilla.
La tenue llama del cirial temblaba inmersa en las sombras
que rodearon la figura enjuta de la religiosa. Palpando los bancos
llegó hasta el pie del altar y se arrodilló frente al sombrío retablo.
Dirigió sus plegarias por los tres alumnos españoles y por su fe
ciega en la virtud de la obediencia. Una caricia helada se deslizó
por su cuello y supo que no estaba sola en su oración. Ella la
acompañaba una noche más. Quizás era su manera de despedirse
y cerrar la puerta de su infortunio.
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Capítulo 43
Gatti di Roma
La luz mortecina de las farolas teñía de amarillo la noche
invernal en las ruinas de Largo di Torre Argentina, donde
algunos árboles, inclinados por el viento, pugnaban por
levantarse por encima de las columnas, orgulloso vestigio entre
los muros vencidos de los templos republicanos y del teatro de
Pompeyo. En aquel oasis, a salvo del tráfico, el abandono o el
maltrato, más de un centenar de gatos se cobijaban del frío en las
grietas y hendiduras de los cimientos, mientras que los enfermos
convalecían en el refugio de los voluntarios, aguardando los
cuidados y mimos de la mañana siguiente.
Gaspare descansaba en el altar del templo de Aedes
Fortunae Huiusce Diei, sin imaginar que aquel lugar estuvo
consagrado a la “suerte del día de hoy”, lema que él tenía muy
presente desde que fue rescatado de una papelera por un
barrendero, cuando apenas tenía unos días de vida. Sí, sabía que
debía vivir el presente y gozar de los cuidados de esa mujer que
le cambiaba el agua al alba y le dejaba un poquito de pienso. Lo
de las siete vidas era un cuento chino para perros, y más le valía
prolongar la suya lo máximo posible.
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Hacía una rasca de bigotes y lo más conveniente para no
estirar la pata, sería irse a las arcadas para que el relente no le
jugara una mala pasada, pero no podía dejar de observar la
imponente luna que le alumbraba como un foco. Siempre le
pasaba lo mismo. Aparecía ella en todo su esplendor y todos se
alteraban. ¿Por qué sería? Para colmo Candelina andaba en celo
esos días y no había parado de insinuarse. No se podía ser tan
apuesto, con ese pelo color canela y esos ojazos azules. ¿O eran
verdes? Se consideraba un minino de bandera.
Mientras tanto, a mil cuatrocientos kilómetros de allí,
Avalon, el gato de Zahra, se despertaba sobresaltado. La misma
luna inundaba el comedor y se reflejaba en sus pupilas. Saltó al
suelo y se dirigió a la escalera de la azotea para apreciarla más de
cerca. Cruzó la gatera, recibiendo un pequeño azote, y giró su
cabecita hacia el cielo aguardando a que las nubes mostraran de
nuevo aquella luz cegadora. Dos nimbos, que flotaban al viento,
advirtiendo de la llegada de la lluvia, trazaron una efímera silueta
que Avalon conocía bien. Muchas noches se había dormido
enredado en aquel colgante. Entonces ella vino a su memoria y al
instante lo comprendió. Trepó al pretil y maulló con todas sus
fuerzas hacia las estrellas. Una nueva oscuridad eclipsó el fulgor
mágico y creyó haber sido escuchado.
Gaspare no podía creer lo que estaba viendo. Una gata
blanca, de ojos incandescentes, avanzaba lentamente hacia él.
¿Estaba soñando? Como despertara Candelina, y lo sorprendiera
con aquella monada, el Campo de Marte iba a saber lo que era
una auténtica destrucción, por no mencionar el efecto que las
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garras de su amada podrían causar en sus sensibles criadillas.
¿Quién le mandaría dejarse embrujar por el plenilunio?
La visitante rodeó a Gaspare como si fuera una tigresa
dispuesta a devorar a un ratón, provocando que su presunta
víctima se atusara el pelaje con la lengua para dejar un cadáver
bonito y atildado en el caso de que muriera de amor o asesinado
por Candelina. Sin embargo, a pesar de su espléndido olfato,
Gaspare no percibía en aquel bomboncito ninguna señal de
belicismo sensorial, ni tampoco el más leve aroma gatuno propio
de la especie. Es más, si entornaba un poco los ojos, casi podría
jurar que la minina estaba tan desnuda que ni siquiera tenía piel.
Raro, muy raro. ¿Y ese brillo? Gaspare miró hacia la luna,
temiendo que a esta se le hubiera caído un trozo en forma de
gata. Imposible no espachurrarse. Sólo los mentecatos afirman
que los gatos caen de pie.
Afortunadamente para su acelerado corazón, la vampiresa
siguió su camino con una manada gatuna, procedente de todos
los rincones del recinto, andando muy sumisa tras ella.
¡Candelina, cariño! ¿Tú también olfateando el culo inodoro de
esta fulana? No me digas que te has vuelto… ¡Ah! Que me una
al grupo. Pues bueno, no tengo nada mejor que hacer. Pero ya
sabes que tres son multitud, y no digamos cincuenta, que uno es
enredador, pero muy tradicional.
Siguiendo el rumor del agua, los tres amigos atravesaron una
estrecha galería con nuevos nichos longitudinales en las paredes,
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algunos de los cuales gozaban de un mejor acabado,
desembocando finalmente en un cubículo circular presidido por
un crismón.
–Esto debe ser una especie de iglesia, ¿no? –comentó
Sonia con un prolongado suspiro de cansancio.
–Es lo más seguro –respondió Zahra.
–Pues no es bueno visitar el Vaticano y las catacumbas el
mismo día –sentenció Sonia–. Una se vuelve revolucionaria y
rebelde. Me gustaría comentarle al cura de los libros lo que
pienso de sus ostentaciones y riquezas.
–Pues no lo digas dos veces –Nico siseó a Sonia–. ¿Soy
el único que oye voces detrás de nosotros?
–¡Es verdad! –Zahra se aproximó a la entrada de la sala–.
Además… ¿No es eso…?
–¡Un perro! –gritó Nico–. Nos quieren cazar como a
conejos.
–Rápido, sigamos por ese pasillo –Zahra iluminó el otro
camino que nacía de la pequeña capillita–. No debemos estar
muy lejos –Nico y Sonia la siguieron procurando no caerse de
nuevo en su escapada.
Los ladridos eran cada vez más cercanos y los tres
sudaban copiosamente a pesar de la baja temperatura. De
repente, a la vuelta de un amplio recodo, una enorme losa se
interpuso ante ellos. El sonido de la corriente era más perceptible
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que nunca y el aire húmedo de la calle refrescó sus rostros
acalorados.
–¿Dónde está la salida? –preguntó Nico moviendo su
linterna en todas direcciones.
–¡Mira! Allí arriba –Sonia señaló una abertura que había
por encima de sus cabezas. La presencia de un bloque de piedra
tallado junto a ella provocó un destello de esperanza.
–Hemos llegado a la Cloaca Máxima –comprendió
Zahra–. Nico, tú eres el más alto. Primero nos ayudarás a
nosotras, luego tiraremos de ti.
–Pero deprisa, que nos están pisando los talones.
Zahra ascendió por la pared apoyándose en el estribo que
Nico había formado con sus manos, trepando con dificultad hasta
asomar la cabeza por la rendija. Enfocó hacia al otro lado y
descubrió satisfecha el bordillo de la alcantarilla. Giró la cabeza
hacia sus amigos y pudo contemplar el rostro enojado de Huggel.
Junto a él había otro hombre, con el pelo rubio bien cortado a
navaja, y un perrito que abultaba poco para el escándalo que
estaba montando. Game over, pensó al instante.
–Bueno jovencitos, al menos me he demostrado a mí
mismo que sigo en forma. Vamos por partes… No os va a pasar
nada. Os lo prometo. Sólo la madre Bianca conoce la situación y
quiero ser generoso –recuperó su porte habitual mostrando una
amplia sonrisa de inmaculada dentadura–. Me dais el libro y
olvidamos todo lo sucedido. ¿De acuerdo?
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–Por mí puede meterse… –Sonia iba a sugerir otro
acuerdo alternativo cuando un estruendo surgió a sus espaldas.
Decenas de gatos invadieron el angosto corredor, precipitándose
hacia los estupefactos demandantes del Evangelio de Eva.
–¡Ahora! –Zahra tendió la mano a Sonia, que no dejaba
de mirar a una gata blanca que la observaba sin mover un
músculo. Tras ella también Nico escaló hacia la libertad. Al
fondo del corredor una escalera se elevaba por encima del nivel
del agua, eludiendo así el río Tíber y permitiendo la entrada del
resplandor procedente del cielo. Era la primera vez que
respiraban aire puro en dos horas.
Gaspare aguardaba marcialmente en su puesto de guardia
a la salida de la Cloaca Máxima. Era un buen soldado, aunque no
tuviera claro quién era su capitán. Zahra contempló perpleja al
gato y recordó la tarde en que la mamá de Avalon la defendió de
forma parecida en Glastonbury. Pensó en su querida mascota y
buscó inútilmente el amuleto en su cuello. Una idea absurda
cruzó por su mente, pero prefirió reírse de sí misma y acariciar la
cabeza de Gaspare.
Por fin Avalon pudo conciliar el sueño.
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Capítulo 44
Acta est fabula
La limusina de Falco los envolvió en un calor seco y confortante
tras iniciar la madrugada perdidos bajo tierra. El profesor tenía el
rostro cansado bajo un gracioso gorro de lana indígena que le
hacía parecer un venerable abuelito.
–¿Cómo sabía…? –empezó a preguntar Zahra.
–Mi pequeña Saunders. Hace unos días soñé con tres
adolescentes enfrentados a una puerta atornillada, a oscuras y sin
saber qué camino escoger. Os reconocí nada más veros –Señaló a
Sonia un armarito–. ¿Te importaría sacar de ahí el termo con el
chocolate y unos vasitos? –Ella lo hizo sin soltar el libro–. Otra
noche también os presentí, tiritando de frío junto a este puente,
por lo que anoche pasé con Lupe una vigilia larga, pero inútil.
Hoy sí hemos acertado, ¿verdad? Tengo una mente bastante
compleja y a menudo ni yo mismo sé interpretarme…
Inconvenientes de vivir con animatas. ¿Azúcar, niños?
–¿Soñó con nosotros? –preguntó Nico.
–Parecías más moreno y más fuerte pero, sí, eras tú,
Nicolás. Pero no perdamos más tiempo con mis problemas de
insomnio. ¿Me podéis explicar si estoy envuelto en algo turbio o
simplemente he rescatado a tres turistas extraviados? ¡Vamos!
¿Quién empieza a cantar?
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Los tres se miraron conscientes de que ya no podían ir
más allá y que estaban metidos en un embrollo de verdad. Zahra
se mesó el cabello, suspiró y empezó a narrar la historia desde el
castigo en la biblioteca hasta el ataque de los gatos. El profesor
Falco escuchó atentamente y luego ordenó a Guadalupe que les
llevara al monasterio.
–Tenemos que devolver el libro, ¿no? –preguntó Zahra
conociendo de antemano la respuesta.
–Junto a una disculpa, pequeña. Conozco a Salvatore
Huggel… Es inteligente. Negocié con él la venta de unas cartas
de Pio XII hace un par de años. También hemos coincidido en
alguna subasta. Un hombre íntegro y leal en su trabajo.
–Pues bajó a buscarnos con un perro –Sonia salió de su
mutismo.
–Por prudencia, supongo. ¿Cómo buscarías tú a tres locos
en un laberinto? –Sonia se encogió de hombros–. Debo tener su
número todavía… –sacó su teléfono y buscó en la agenda.
–¿Qué nos va a pasar? –quiso saber Nico.
–Un momento, por favor… ¿Padre Huggel? Soy Falco, el
coleccionista… El mismo, no, no estoy loco. Me hago cargo de
la hora que es. Sí, sé que está ocupado, por eso le llamo.
Escúcheme… Los pececitos están conmigo… Sí, ellos. Creo que
están muy arrepentidos y le devolverán el libro. ¿Cómo? Es una
larga historia, no viene al caso… Estupendo. En cinco minutos
nos vemos.
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–¿Y bien? –preguntó Nico.
–Os perdonará, seguro, porque le interesa y es muy
paciente y un gran negociador. Aún así, estaba de un humor de
perros. Lo digo sin segundas, Sonia.
–Debemos parecerle unos irresponsables, ¿verdad? –dijo
Zahra sorbiendo el chocolate.
–Mi pequeña Saunders… La experiencia en la vida no
tiene nada que ver con los años, sino con los errores que has
cometido a lo largo de tu vida. Tenéis derecho a equivocaros, a
medir vuestros límites y a conoceros. Es necesario que así sea,
¡por supuesto! La adolescencia no dista mucho del Purgatorio.
Medita sobre eso.
–Mi profesor de matemáticas siempre se alegra de
nuestros fallos –dijo Nico imaginando al Chanquete con el hacha
preparada en la puerta de la hospedería–. Dice que así
aprendemos más.
–¿Lo véis? Esa alma, que Sonia percibió, no ha podido
descansar hasta reparar su error.
–¿Por qué nos haría buscar el libro? –preguntó Zahra.
–Nunca lo sabréis. Quizás encontró ese libro peligroso, o
inadecuado, y quiso esconderlo. Por alguna razón su secreto no
estaba a salvo y necesitaba vuestra ayuda –el coche se detuvo
frente a la puerta del monasterio, donde la madre Bianca y
Huggel aguardaban con gesto muy serio. Afortunadamente no
había rastro de los profesores–. ¿Preparados? –Los tres asintieron
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de mala gana–. Ahora apartad vuestro orgullo y atesorad para
siempre esta madrugada, porque sois un poquito más sabios…
El profesor Falco acertó en su pronóstico. Salvatore Huggel
resultó ser generoso y pragmático, por lo que consideró que los
arañazos de los gatos, la noche en vela y el moratón que le causó
el libro lanzado por Nico eran un precio barato a cambio de
regresar al Vaticano con un tesoro tan valioso entre sus manos.
Por su parte, la madre Bianca pudo respirar aliviada al ver que
todo volvía a estar bajo control, incluso aquel penoso asunto de
la leyenda del infierno perdido en aquella casa, así que decidió
esmerarse en la gala de despedida que tendría lugar en el
refectorio el último día.
Y así, despidiéndose poco a poco de la Ciudad Eterna, las
horas pasaban rápidamente entre visitas turísticas, pizzas, risas y
fotografías, incluyendo las instantáneas de Supermami.
La víspera de la partida los tres amigos se sentaron a
tomar un café caliente en Sant´Eustachio, muy cerca de la Piazza
Navona. Aprovechando que Zahra se había ausentado para ir al
baño, Nico tomó la mano de una sorprendida Sonia.
–¡Eh! ¿Qué haces, pulpito?
–Sonia, irás a la gala conmigo
–Ya, porque tú lo digas, rico.
–¿Qué te apuestas?
–Lo que quieras.
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–Un beso.
–¡Vale! Pienso ir sola, con el cartelito de “libre” y el
taxímetro a cero.
–Trato hecho, no olvides la apuesta.
–No, melón. Que plastita te pones a veces…
Las galerías del monasterio eran un ir y venir de chicas
intercambiando maquillaje y de chicos debatiendo sobre el
algoritmo del nudo de la corbata. En mitad del bullicio un
alboroto surgió de la calle y el nombre de Sonia fue coreado por
los alumnos que esperaban a entrar en la gala.
–¿Qué les pasa a esos orangutanes? –preguntó Sonia
mientras marcaba los labios en el espejo. Carol se asomó a la
ventana y tomó a Zahra del brazo para que viera el espectáculo.
–Tía, me temo que te esperan abajo –dijo Zahra
partiéndose de risa.
–Dime que no es Nico… –sus dos compañeras
asintieron–. Voy a descuartizarlo y esparcir sus restos en la cripta
de los capuchinos –salió corriendo de la celda dando un portazo.
Zahra y Carol la siguieron.
Cuando Sonia llegó a la puerta, se había formado un
pasillo humano que conducía a la calle. La interminable limusina
roja de Falco aguardaba estacionada, con Guadalupe vestida de
chófer abriendo la puerta ceremoniosamente. Dentro, Romeo
aguardaba vestido con un esmoquin y una copa de champán en la
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mano. La chica recorrió los metros que le separaban de su cita a
grandes zancadas, fulminó con la mirada a la sonriente mexicana
–que hizo una graciosa reverencia– y se metió en el Fiat dando
un portazo.
–¿Qué cojones te crees que estás haciendo? –le dio con el
bolso en la cabeza.
–Invitarte a salir, mi..., ¡Ejem!, dulce bambina.
–Esta me la pagas, te lo juro.
–¿Debo tomarlo como un sí?
–Claro. ¡Qué remedio! Ahora, te aseguro que como no
me lo pase como nunca te comes el cochecito y el traje alquilado.
–Suena romántico… ¡Ah! La Dolce Vita...
–Sin guasitas que todavía hoy cobras –agarró al
muchacho de la mano, como quien arrastra a un caniche, y
juntos hicieron la entrada triunfal entre los vítores de los
compañeros, como dos gladiadores que han obtenido la gracia de
vivir.
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Salvatore Huggel cruzó el umbral de la basílica de Santa María
del Popolo, mezclado con un grupo de turistas que avanzaban en
tropel hacia el altar para contemplar las pinturas de Caravaggio.
Discretamente se acercó a la pila de agua bendita y se santiguó.
Luego se dirigió a uno de los bancos que había junto a la capilla
Chigi, donde estaba el famoso “Hueco del diablo”, un mosaico
que representaba una alegoría de la Muerte con alas. Sacó un
librito negro y simuló estar concentrado en sus oraciones. Muy
cerca de él Guadalupe rezaba arrodillada. Su presencia no pasó
inadvertida para el sacerdote, por lo que se giró para descubrir a
Falco al otro extremo del banco.
–Buen giorno, padre.
–Profesor… Tengo poco tiempo y muchas obligaciones
así que espero que sea importante lo que tiene que decirme.
–Decía Kant que la paciencia es la fortaleza del débil y la
impaciencia la debilidad del fuerte. ¿Ha leído usted a Kant,
Huggel?
–Al grano, Falco.
–Como quiera –se aproximó a él como si estuviera en
confesión–. Le voy a contar una historia que usted ya conoce.
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Desde hace años la Iglesia sospechaba de la existencia de ese
infierno de libros malditos y últimamente temía que las futuras
líneas de metro en proyecto provocaran su descubrimiento por la
sociedad civil. ¿Voy bien? Desde su llegada a los archivos sus
conversaciones con la madre abadesa se habían intensificado y
todo estaba preparado para realizar una prospección desde la
cocina y, de paso, dar un repaso al viejo tejado y a las
instalaciones eléctricas. Favor por favor.
–¿Quién le ha contado…?
–Lástima que esos tres niños se le adelantaran. ¿No lo
cree así? Es verdad que se van a ahorrar un dineral en
excavaciones, porque lo de la reforma seguirá adelante para que
ninguna hermana incumpla el voto de obediencia. Todo parece
haberle salido a pedir de boca, salvo dos pequeños detalles.
–¿Cuáles?
–El primero soy yo. Sé demasiado y nada me impide
contar el fabuloso hallazgo de un evangelio perdido.
–¿Qué quiere a cambio de su discreción? –Huggel estaba
rojo de ira.
–Soy barato. Un pase de semana para deleitarme con la
consulta de algunos raros ejemplares de su biblioteca.
–Hecho. ¿Algo más?
–Consideraría elegante por parte de las hermanas que
donaran cierto libro a mi colección. ¿Qué es un viejo ejemplar de
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san Epifanio al lado de un tejado nuevo? Una minucia… Se trata
de una copia del “Panarion” que los chicos vieron.
–No creo que haya problemas.
–El segundo detalle también se refiere al “Panarion”.
Encontrará usted una extraña marca en la cubierta de mi libro –
enfatizó el “mi”– que le hará pensar sobre cuál debe ser el
destino del Evangelio de Eva.
–Me he perdido, profesor…
–Sus problemas terrenales terminan conmigo y con la
hermana Bianca pero, ¿sabrá usted calmar al alma que deseaba
ocultar el tesoro? No quisiera vivir en su piel. Piense en ello –se
levantó–. Algún día todos tendremos que purgar nuestros
pecados y suplicaremos a los vivos que nos rescaten de nuestra
pesada carga. Usted y yo también. Padre Huggel, nos vemos uno
de estos días para formalizar mi carné de lectura –y se alejó de
allí en compañía de Guadalupe.
Aquella misma mañana, Salvatore Huggel cogió el
Evangelio de Eva, lo guardó en un sobre lacrado y tomó un
ascensor hacia las antiguas catacumbas de San Pedro. Allí se
ocultaba un enorme almacén de documentos y objetos sin
catalogar desde hacía casi un siglo. Pasó la tarjeta por la ranura
de seguridad, atravesó la nube de polvo y avanzó hacia un rincón
en el que se apilaban decenas de cajones. Escogió uno al azar y
abandonó la carga que había traído consigo. Un golpe de aire
helado anunció la presencia de infinidad de dedos que
acariciaron ávidos su piel. Apagó la luz y se alejó aterrorizado.
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Zahra nunca olvidaría aquella noche veneciana, víspera de
carnavales, con las tiendas repletas de máscaras y el colorido de
las calles. Descubrió la ciudad más bella que había conocido y se
prometió a sí misma regresar de nuevo con alguien especial. No
pudo evitar pensar en Rai, pero presintió que era una sombra
más.
Imposible no grabar para siempre en la memoria el paseo
en la góndola. Johnny y Carol babeando, con Pablito de carabina
sin saber dónde meterse; el Chanquete en otra embarcación
haciendo lo propio –vox populi – con Borja y Josefina. Sólo
quedaban dos embarcaciones por fletar, una para Zahra y sus
inseparables amigos, y otra para Enzo y doña Isabel. Nico fue el
primero en acomodarse, por lo que tendió la mano a Sonia, que
se colocó frente al muchacho. Cuando Zahra iba a subir, se
detuvo en seco y miró a su profesora. Fue divertido que todos se
dieran cuenta de lo que pasaba, salvo Nico.
–Ni se te ocurra tía –dijo Sonia levantándose y haciendo
que la góndola se meciera peligrosamente. Doña Isabel suspiró
haciendo acopio de paciencia y le dijo a Enzo que ordenara al
gondolero que partiera hacia el puente de los Suspiros–. ¡Me las
pagarás, alcahueta de todo a un euro! –Los gritos de Sonia se
alejaban lentamente.
Durante
los
primeros
instantes
Nico
y
Sonia,
permanecieron en silencio, escudriñando las sombras de los
canales en el crepúsculo veneciano, hasta que ella decidió
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romper el hielo: –Anda acércate un poco, que tengo frío –dijo
buscando en el cielo la luna de los gatos, para que iluminara
aquellas mansiones tenebrosas que la desasosegaban, pero que
ahora eran cómplices de su momento.
–Sonia te va a matar por dejarla con su cariñito –dijo
doña Isabel ya en la góndola con su alumna y el guía–. Sería una
pena que os pelearais siendo tan amigas. Tanto habéis vivido
juntas… Catacumbas, cloacas, libros ocultos… ¡En fin!
–¿Lo sabe? Pero… ¿Quién?
–La madre Bianca. Tranquila, nadie se va a enterar pero,
en lo que a mí respecta, vosotros tres acabáis de ser contratados
para ayudarme con el anuario escolar en mayo. Siete tardes con
derecho a merienda. ¡Ah! Y quiero un artículo sobre los primeros
cristianos, sólo por jorobar, como hacéis vosotros –se ajustó la
bufanda cuando se adentraron en el canal–. Que ganas tengo de
volver a mi casa, por Dios.
–Siento mucho lo sucedido, de verdad. Al menos este
curso tendremos un excelente anuario –dijo Zahra con picardía.
–Más te vale, pequeño demonio.
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“Y también había visto al león real, antes del alba, bajo la luna
menguante, cuando cruza la pradera gris camino de casa
después de la matanza, y deja una oscura estela en la hierba
plateada, con el rostro todavía rojo hasta las orejas, o durante
la siesta, al mediodía, cuando reposaba satisfecho en medio de
su familia sobre la hierba corta y a la delicada sombra
primaveral de las anchas acacias de su parque africano”.
Memorias de África –Isak Dinesen (1885-1962)
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Capítulo 45
Reencuentros
Arusha, 29 de mayo de 2010
Querida Zahra:
Te escribo desde el campsite, donde Bakari y yo solemos recoger
a los turistas para los safaris en globo, sentado en un velador
frente al graffiti de un bisonte que me mira con aviesas
intenciones. Tengo junto a mí la carta de tu madre que me
dejaron en el hotel hace una semana. En ella me cuenta que tu
segunda evaluación ha sido fabulosa y que en un mes tendré una
hija graduada en secundaria, o como se diga. Me haces mayor,
grumetillo…
Lo prometido es deuda, Tanzania te espera en agosto.
Los Reyes Magos te debían este regalo aunque, en esta ocasión,
han sido manipulados en mi propio beneficio. Dice mamá que
intuye que tus dos acompañantes serán Nico y Sonia. Prometo
escribirle una carta a los padres de Nico, a los que recuerdo con
gran afecto. Dame la dirección de la familia de Sonia, porque
creo que lo más correcto es contarles lo que haremos por aquí,
aunque confío plenamente en tu madre para estos menesteres.
David es todavía muy pequeño pero, si mi experiencia
africana continúa, le tocará en unos cuatro o cinco años.
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Tenemos por delante muchos trámites, incluso alguna
vacuna. Por eso le he dado a tu madre el teléfono del mayorista
con el que trabajamos en Madrid, para que te haga los trámites
propios de una agencia de viaje pero cobrándome a mí la tarifa
de amigo, ya sabes.
Tanzania en agosto tiene menos gente, estamos en plena
estación seca, por lo que me he reservado esos días sólo para
vosotros. ¿Te puedes creer que Bakari ha cambiado sus
vacaciones para coincidir con vosotros y echarme una mano con
el globo? ¡Va a ser genial! Visitaremos el Ngorongoro y un
parque con pinturas rupestres donde conocerás a una buena
amiga mía, Geno, que trabaja para Cooperación Española
catalogando y cuidando los hallazgos arqueológicos. Vais a
congeniar…
Una primicia: dentro de un par de semanas embarco a
un famoso actor de Hollywood. Te enviaré la foto para que
presumas ante las amigas. Por supuesto, mi pasajera vip
siempre serás tú. Este viaje es muy importante para nosotros y
deseo que todo salga de fábula.
Espero que acabes el curso tan bien como parece y que
disfrutes de la primavera madrileña.
Muchos besos
Capitán Haddock
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Dos meses más tarde…
Los últimos clientes del Hatshepsut habían abandonado el
comedor pasada la medianoche. Zahra, cansada de servir mesas,
le pidió a su madre subirse el portátil a la azotea para intentar
conectarse de nuevo con sus amigos, que ya debían estar en
Madrid tras el mes de intercambio en Francia. Le hubiera
gustado acompañarles, pero su madre la necesitaba y ya tendría
agosto para descansar y compartir buenos momentos en la
próxima aventura en Tanzania.
Las escaleras crujieron a su paso, con Avalon enroscado
en sus pies. Abrió la vieja puerta y respiró profundamente el aire
fresco de la noche deseando que se esfumara el olor a especias.
La luna se escondía tras una gran nube.
[email protected]: –¿Estáis ahí? Acabo de
terminar…
[email protected]: –Has tardado, Zahra. Pensaba
que te habías olvidado.
[email protected]: –No le hagas caso, es que
aquí mi amorchurri lleva el despertador de serie incrustado en el
trasero.
N: –Pues si no fuera por mí te hubieras quedado dormida
el día de la excursión a Saint-Michel, lista.
S: –Hubiera sido mejor, porque me llegó el barro hasta la
barbilla…
N: –Tendrá morro… Si estuvo genial y te encantó.
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Z: –¿Hola…? Estoy aquí…
N: –Pardon, mademoiselle.
S: –Eso, perdona tía.
Z: –¿Lo habéis pasado bien?
S: –¡La leche! Mi familia era un poco rara. Tenían
gallinas y un huerto con su espantapájaros y todo. Un cuadro...
El niño era una especie de psicópata que me miraba con ojos de
pez cuando tomaba el sol en la piscina… Bueno, más que una
piscina era una bañera algo crecida, pero refrescaba.
Z: –¿Y tú, Nico?
N: –No me puedo quejar. No tenían ni idea de español,
así que lo que es el francés sí que lo he practicado. Eran muy
simpáticos…
S: –Y estaba Sophie, la Dama del Lago, con aquella cara
de no haber roto un plato.
Z: –¿Nico…?
N: –No hagas caso a Sonia. Es que había una niña un
poco plasta.
S: –Te cuento, Zahra: se refiere a una nenita de trece años
que no paraba de hacerle cucamonas y que cuando me pasaba a
buscarle, y nos veía cogidos de la mano, se encendía como un
gusiluz. Es lo que tiene nuestro Nico, que nos vuelve locas a
todas.
N: –Hablan los celos…
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S: –¿Celos? ¿De ese simulacro de pendón? Poco me
conoces, chatín.
Z: –¡Qué rabia no haber estado allí!
S: –Pues sí, te has perdido a Nico con su varita mágica
jugando de nuevo a Merlín.
N: –No empecemos…
Z: –¡Nico! ¿Otra vez con los encantamientos?
N: –¡Qué va! Sonia, que es muy exagerada.
S: –Sí, ya te contará. Te vas a partir la caja.
N: –Bueno, chicas. Me retiro que todavía tengo la maleta
por recoger y mi madre ya me está calentando la oreja. Mañana
hablamos.
S: –Que descanses, patetito a las finas hierbas.
N: –Y tú también, briochito.
Z: –¡Basta! No me habléis de comida, que llevo un
mes…
N: –Je, pues te he traído un recuerdo de lo más apetitoso.
Ya verás, ya… Lo dicho. Mañana más. Besotes.
Z: –Noto a Nico muy suelto, le ha venido bien el mes
fuera de casa.
S: –Pues sí, le está sentando bien el verano. Viene muy
morenito y… Guapetón, el nene.
Z: –Me alegro un montón de veros así tan… Tan…
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S: –¿Bollitos? No, gracias. Lo que pasa es que estamos
más relajados, sin movidas.
Z: –Querrás decir que Nico te agobia menos, ¿no?
S: –Puede… Eso sí, a veces se me desata el gen lobuno y
me lo como a bocados. Sabe rico, algo empalagoso, pero con el
verano tiene un toque más salado.
Z: –¡Qué fuerte! Ya me darás detalles, si quieres.
S: –¿Y tú? Me tienes que contar la movida de Rai. No
creas que te vas a escapar, lista.
Z: –No hay mucho que contar. Se ha comprado un
móvil…
S: –¡Vaya! Saliendo de las cavernas…
Z: –Debe tener tarifa plana o algo así, porque me estuvo
dando la vara una semana entera –Avalon buscó el regazo de
Zahra–. Resulta que tuvo bronca con su novia…
S: –¡Ah, sí! Angelita, la de la boina.
Z: –¡Sonia! Sí, esa. Parece ser que Rai le soltó lo del día
de Reyes. Ella se encabronó y le respondió que se había
enrollado con el “Homo Etilicus”, aquel maromo que me tocó en
el jueguecito de Albaidalle, por despecho, al saber que él iba a
parar en Madrid.
S: –Una tía más espabilada de lo que se podía suponer. Se
olió la tostada. La verdad era que estaba cantado. Todos
adivinamos lo que iba a pasar. Tú también, no me pongas ese
emoticon de mala leche, que sabes que es verdad.
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Z: –Total, que me he estado tragando todas sus neuras
entre mesa y mesa. Fíjate que me basta con oler la salsa curry de
Amir para acordarme de Rai.
S: –Amir… Hummm… Que ese culito no pase hambre.
¿Con ese no hay confidencias?
Z: –Alguna hay, pero no de las que tú imaginas. Por
cierto, recuerda que ahora eres una mujer casada.
S: –Lo que tú digas. ¿Y en qué estado (civil) estás con
Raimundito.
Z: –En el de clínex… Está muy lejos, a todos los niveles.
S: –Pues bien que te acercaste en Navidad. Tú misma,
reina del barrio moro. ¡Oye! Me tienes que hacer un favor.
Z: –Acabas de regresar de las vacaciones y ya estás
incordiando…
S: –Vacaciones no. Se dice viaje-de-estudios-paraafianzar-el-francés, rica, que no te enteras.
Z: –Ya... A ver, ¿qué necesitas?
S: –Por donde empiezo… Mañana te espero en Atocha a
las diez de la mañana. ¿Puedes traerte cincuenta euros? Ando
algo justa de pasta. Y si le birlas al culito algo de la cocina en
plan “take away” no le voy a hacer ascos.
Z: –¿Para qué? ¿A dónde vas?
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S: –¡Uf! Es una larga historia… Voy a pasar un día en
Zaragoza para hacerle un recado a una parienta de Belchite, el
pueblo de mi madre.
Z: –Me estás vacilando…
S: –No, en serio. Además, necesito que me cubras,
Susanita.
Z: –¿Te escapas de casa? ¿Huyes con Nico? ¿Vas a poner
una vela a la Pilarica? No cuela, mentirosa. O sea, que vas a ver
a un familiar y tu madre no lo puede saber.
S: –Quedamos que con Susanita siempre sería suficiente,
¿no?
Z: –Ya lo sé, pero es normal que me preocupe. ¿Qué dice
tu paté a las finas hierbas?
S: –Destierra de tu mente retorcida cualquier historia
tórrida sobre primos lejanos. El fulano al que voy a ver tiene casi
el siglo cumplido, por lo que no computa en el expediente.
Z: –Mañana estaré allí, pero a la vuelta quiero un relato
con pelos y señales.
S: –Tranqui tronqui. Palabra de Susanita.
Z: –Tienes un morro… ¿A las diez?
S: –En punto, con la pasta y el tupper con los falafeles o
como se llamen esas albondiguitas que hace tu rapero.
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Martín observaba a un crucero aproximarse por el Bósforo desde
la orilla asiática de la ciudad. El Cuerno de Oro brillaba a su
derecha desde la terraza del Hotel Conrad, con las mezquitas
sosteniendo el cielo del atardecer. A su lado Menéndez
consultaba el catálogo de la subasta que había reunido a muchos
coleccionistas de antigüedades rusas aquellos días en Estambul.
El calor húmedo adhería la ropa al cuerpo a pesar de los
ventiladores. Si pudiera, Martín se iría a la piscina dejando a su
jefe con sus cábalas. Mientras tanto, se conformaba con matar el
tiempo admirando a una atractiva mujer que se sentaba dos
mesas más allá. Ya se había fijado en ella durante la copa que les
ofrecieron en la exposición de la colección. Ojos negros, algo
rasgados, melena oscura recogida en una coleta que contrastaba
con un elegante traje de chaqueta blanco. Escote interminable,
suave pero bravo, coronado con un medallón rojo a juego con
dos pendientes de motivos aztecas. Sobre la mesa una botella de
Don Julio y un ordenador portátil cerrado.
Menéndez blasfemó al ver en el catálogo el precio de
salida de un icono de plata del siglo XVII de los que fácilmente
podría colocar en España, pero no por más de los cuatro mil
euros indicados. Empezaba a desilusionarse con la ausencia de
auténticas gangas. Desde que jugaba en primera división cada
vez resultaba más improbable encontrar la perla en la ostra.
Mientras murmuraba para sus adentros la dama giró la cabeza
hacia la silueta del palacio de Topkapi dibujada sobre el
Mármara, cuyos barcos iluminados parecían estrellas fugaces que
cayeran desde la torre Adalet Kulesi, custodia del harén.
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Fugazmente su mirada se cruzó con la de Martín, que le dedicó
una abierta sonrisa. Ella correspondió alzando su vaso de tequila
a modo de brindis.
Transcurrieron unos minutos antes de que Menéndez
decidiera bajar a cenar y reconocer que la mejor postura que
podía hacer en el Conrad sería por el menú y no en el remate de
obras rusas. Martín le comunicó que todavía no tenía hambre y
que prefería quedarse un rato más para avistar desde allí la
iluminación de Santa Sofía tomando algo de fresco en la terraza.
Menéndez
iba
a
argumentar
algo
sobre
el
presunto
amariconamiento de su ayudante cuando se percató de la
presencia de la dama.
–Tú mismo. Pídete un sándwich y cárgalo en la cuenta.
Me acordaré de ti cuando devore mi bürek con raki. Si te vas de
farra que sepas que te quiero a las nueve clavado en la recepción.
¡Que te vaya bonito!
Martín encendió un purito y miró de nuevo a su vecina, la
cual fijaba ahora la atención en uno de los puentes colgantes que
se estaba iluminado en tonos azules. Había que jugársela a todo o
nada.
–¿Es usted española? –preguntó levantando un poco la
voz. Ella le observó con seriedad–. Me preguntaba si era usted
también española.
–¡Ah! Hablaba conmigo… No, soy mejicana.
–El tequila, claro. ¡Qué torpe soy! La vi el otro día en la
exposición.
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–¿Por qué no se sienta conmigo y me cuenta sus
impresiones? –Martín pegó un salto desde su asiento, con poco
disimulo.
–Será un placer. Espere que coja mi vaso…
–Veo que su patrón se ha ido sin usted –Martín se
acomodó sin quitarle ojo a la botella de tequila.
–Ya sabe, es de los que no perdonan una buena cena.
–Se le nota –rió Guadalupe–. Está fuerte…
–Digamos que le gusta la buena mesa.
–Pues mire usted por donde, amigo Martín, a poco nos ha
servido, que ya tenía yo ganas de tratar con usted.
–¡Vaya, qué sorpresa! ¿Me conoce?
–Por supuesto. Se habla mucho de usted en esta reunión
de Estambul.
–¿De mí? ¡Más quisiera! Digamos que no soy el socio
capitalista de la empresa. ¡Bueno! Ni siquiera el socio. Soy la
mano derecha, el hombre de confianza…
–Perdone, me he explicado mal –tomó el vasito de tequila
y se lo tomó de un trago. Lo rellenó de nuevo muy despacio.
Martín calibró la transparencia de la botella medio vacía por si
contuviera agua–. Decía que es usted célebre por el asunto de la
Navidad en Madrid –se lo dijo muy despacio, marcando cada
sílaba y entornando los ojos con pose felina. Martín notó como la
sangre le bajaba a los pies.
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–¿Qué Navidad? ¿De qué me está hablando?
–¡Vamos, güey! Déjeme que le recuerde. Aquella morrita
rubia, de unos quince años, la mismita que le quitó el jueguecito
egipcio en la cueva, a pesar de su fusca…
–¿Quién le ha contado eso? –Martín acercó su cara a la
de ella.
–Espere compadre, que finalizo: ¿Y ese chavito metiche
que se interpone entre un collarcito y usted en Madrid? Usted
putazo tras putazo hasta que se queda en el suelo y la pavita
llorando. ¡Qué hombretón sois! Luego se abre con el colgante y
se lo vendéis al jordano a través de Vidak. ¡Negocio padre!
–No sé de dónde ha sacado todo eso pero no es verdad.
Tampoco creo que se comente en el hotel, así que dígame quién
es usted y qué quiere.
–Chale, pues mire, va a ser que sí. Se lo voy a contar…
Soy Guadalupe Díaz. Un placer –le tendió inútilmente la mano–.
Mi compa Zahra Saunders va a recuperar su colgante, más
pronto que tarde y, ¿sabe lo mejor? Que también quiere el mapa
de Maslama. Consideraría un acto de reparación que usted
mismo
tuviera
la
gentileza
de
colaborar,
para
evitar
incomodidades. ¿Cómo lo ve? –Martín se levantó muy despacio,
rodeó la silla de Guadalupe hasta situarse tras ella, agachó la
cabeza y le susurró unas palabras al oído.
–Abre la boca y te jodo viva, perra mejicana –La llamada
al rezo del Yatsi por toda la ciudad acompañó a la amenaza.
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Guadalupe lanzó el contenido del vaso a los ojos de
Martín. Esté blasfemó y se trastabilló hacia la mesa de al lado,
golpeándose el hombro con un macetero. Rugió de dolor.
Mientras se retorcía en el suelo sujetándose el brazo, un
camarero corrió hacia ellos.
–Por cierto, huevón, bonita cicatriz –Guadalupe se
levantó lentamente, se secó las manos, tomó el bolso y su
portátil, y proclamó al resto de clientes, en un dulce inglés, que
los españoles eran muy malos bebedores de tequila.
El taxi de la estación llevó a Sonia a una residencia de la tercera
edad en las afueras de Zaragoza. Era un edificio moderno, casi
vanguardista, lo cual provocaba un extraño contraste con la
visión de decenas de ancianos dispersados por los rincones en el
hall de entrada. La recepcionista estaba parapetada en una
enorme pecera en el centro de un salón redondo.
–Buenos días, ¿puedo ayudarla?
–Busco a don Marcelino López.
–¿Es usted pariente suyo? –preguntó sin levantar la vista
del ordenador.
–No… Bueno, sí, realmente soy una sobrina lejana. Le
traigo una cosita de parte de una tía.
–De acuerdo, pero me temo que sólo dispone de diez
minutos. Su turno va a comer a pronto. ¿Ve usted a aquel
caballero en silla de ruedas?
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–¿Cuál de ellos?
–El que mira fijamente por la ventana. Supongo que
conoce su estado.
–Pues… Algo me ha dicho mi tía.
–Se lo advierto porque quizás no la recuerde.
–Veremos, gracias –y se acercó a él.
Marcelino, con la cabeza inclinada sobre uno de sus
hombros, observaba a unos pajaritos jugar en el único árbol del
patio interior. Sonia tomó una silla y la colocó junto a él.
–Buenos días, Marcelino –no hubo respuesta–. Vengo de
Belchite para traerle un regalo –colocó una cajita de metal en su
regazo–. No me conoce, pero alguien muy especial me dijo que
esto era suyo.
Marcelino, con el pulso tembloroso intentó inútilmente
quitar la tapa de la caja. Sonia la retiró con suavidad abriéndola
por él. Extrajo unos papeles amarillentos y se los mostró.
Durante unos segundos Marcelino observó su regalo con
perplejidad, entornó los ojos y se encogió de hombros mirando
por primera vez largamente a Sonia. Ella comprendió.
–No tiene aquí sus gafas, claro. ¿Me permite? –El
anciano emitió un sonido imperceptible que Sonia interpretó
como una afirmación–. Muchas de estas cartas están escritas de
su puño y letras Marcelino. ¿Me sigue usted? –Él negó con la
cabeza, pero la joven no estaba segura de si estaba dudando de la
autoría de las cartas o si trataba de despertarse de un sueño–.
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Todas, salvo una. La que está debajo nunca llegó a su destino.
¿Quiere que se la lea? –Evidentemente el pobre Marcelino no
entendía nada de lo que estaba pasando, por lo que Sonia decidió
ser algo más directa–. ¿Lo ve? Es la letra de Pilar. Su Pilar…
¿Quiere saber qué pone?
Sonia percibía en su rostro de estupefacción absoluta,
como si ella fuera un ángel que se le hubiera aparecido o una
muestra más del deterioro de su cerebro. De repente Marcelino
tomó aire y Sonia creyó escuchar el nombre de Pilar, como un
quejido que surgiera de algún rincón oculto de aquel cuerpo
decrépito. Fue como si una puerta se hubiera abierto al cabo de
una eternidad y el aire enclaustrado hubiera volado en busca de
libertad.
–Pilar…
–Querido Marcelino. Hace tres meses que te fuiste al
frente y me duele saber que vas a jugarte la vida pensando que
no te quiero, y que nunca te he correspondido, cuando la
realidad es otra. No respondí a las cartas que le dabas a María
porque mi padre te considera enemigo suyo, por la dichosa
política que nos ha llevado a esto. Quiero que sepas que te
esperaré, que cuando todo termine nos casaremos, diga lo que
diga mi familia. Te he querido desde niña, y siempre te querré.
Estamos cercados por los tuyos, así que espero poder entregar
esta carta cuando el pueblo sea tomado, para que ellos te la
hagan llegar. Ojalá esta guerra acabe pronto y que ninguna
bala perdida te haya alcanzado. No podría vivir sin ti.
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Mª del Pilar
Marcelino no se inmutó. Solamente una lágrima furtiva
descendió desde uno de sus ojos. El otro estaba medio cerrado y
parecía apagado. Sonia acarició su mano rugosa, metió la carta
en la lata de membrillo y la depositó con suavidad en sus manos.
Marcelino murmuró algo y fijó su vista en el rostro de
Sonia, como si acabara de descubrir que algunos de esos rasgos
le resultaran familiares. Entonces una de las auxiliares se acercó
a ellos y se dispuso a incorporarlo a la fila del comedor
–Don
Marcelino,
que
hoy
tenemos
gazpachito…
Despídase de su sobrina, ande.
Sonia le dio un tierno beso en la mejilla y vio como la
silla de ruedas se alejaba con aquella silueta encorvada con su
regalo.
–Su sobrina… Más quisiera yo –musitó Sonia.
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Capítulo 46
Bakari
Desde la llegada al hotel apenas tuvieron tiempo de visitar
algunos canales de Ámsterdam y darse un paseo por el conocido
Barrio Rojo, donde la prostitución y el consumo de drogas eran
actividades toleradas. Las mujeres se ofrecían como muñecas en
las ventanas de elegantes casas, decoradas con fondos
iluminados de rosa, mobiliario de cabaret y algún taburete vacío,
sonriendo a los curiosos y clientes, muchos de ellos ebrios de
cerveza y marihuana. A pesar de la aparente normalidad de las
actividades, no faltaban camellos clásicos por las esquinas o
chicas con aire despistado. Viendo el panorama, Nico sacó el
mapa y sugirió regresar hacia la plaza Dam y cenar algo por allí.
Al día siguiente les esperaba un largo vuelo de ocho horas y
media hasta llegar al Kilimanjaro. Sonia comentó que en el avión
podrían dormir una larga siesta y que era mejor disfrutar de las
pocas horas que tenían libres. Como Zahra secundó la propuesta,
siguieron caminando hasta la estación, bajaron por el barrio gay
y desembocaron más tarde en la plaza, donde compraron unas
porciones de pizza antes de irse a descansar.
Al día siguiente probaron el escáner corporal en el
aeropuerto, antes de subir al vuelo que les llevaría a África,
provocando un debate en la sala de embarque sobre lo cachondos
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que se pondrían los policías cuando vislumbraran los encantos de
“bellezones como Zahra o Sonia”. Nico argumentó que alguna
holandesa también pegaría los ojos a la pantalla ante la imagen
nítida del macho ibérico en plenitud, pero no tuvo mucho eco.
Las horas transcurrieron lentamente entre pantallitas,
libros y aperitivos, hasta que el comandante anunció, a la derecha
del avión, la presencia imponente del Mawenzi y, un poco más
adelante, el Kibo. Fue en ese momento cuando Zahra sintió el
hormigueo en el estómago, por ver el Kilimanjaro y por saberse
más cerca de su padre.
La
terminal
del
aeropuerto,
pomposamente
autoproclamado como la entrada al África salvaje, consistía en
un alegre edificio de una planta. Había un patio con sillas en el
que se sentaba el viajero durante varias horas a esperar su vuelo
con suma paciencia. Si en otros países había que facturar dos
horas antes allí convenía hacerlo con medio día de antelación por
si te quedabas atrapado con el coche de camino allí. Visto desde
fuera, aquello parecía una macroestación de servicio en una
autovía de España. La torre de control pasaría inadvertida en
cualquier colonia de apartamentos.
Una vez fuera del avión, y colocados los huesos en su
posición natural, obviando los crujidos, una parsimoniosa fila les
esperaba para obtener el visado, previo pago de los cincuenta
dólares por cabeza. Ya les dijo el padre de Zahra que trajeran
muchos dólares, y cuantos más billetes de uno, mejor.
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Tras concluir los trámites, a Zahra se le aceleró el
corazón imaginando la reunión con su padre. Había pasado
demasiado tiempo. Algunos operadores turísticos mostraban los
carteles con los nombres de sus clientes, pero Víctor Saunders no
estaba allí.
–Es muy raro –dijo Zahra encendiendo el móvil.
–Chicas, ¿habéis visto a ese gigantón…? Bueno. Creo
que nos está sonriendo.
Zahra y Sonia se volvieron hacia el fondo de la sala y
creyeron ver a la viva imagen de Bob Marley, si siguiera dándole
a la guitarra y al canuto, treinta años después de su muerte.
Aunque encorvado, medía cerca de los dos metros y mostraba
unas rastas bastante polvorientas que difícilmente disimulaban su
incipiente calvicie. Gastaba un pantalón militar negruzco con una
chaqueta de trapo que parecía sacada de un almacén de
beneficencia.
–Lleva un cartel –dijo Sonia–. Si ese es nuestro guía me
vuelvo a Roma a buscar a Enzo.
–Creo que es Bakari, el ayudante de mi padre. Mira, ahí
pone Saunders.
–Esto promete, reina –dijo Sonia observándolo de arriba
a abajo.
–Una cosa está clara –dijo Nico–. Con este tipo al lado
nadie nos va a toser.
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–Saunders –dijo Bakari satisfecho–. Tú hija Saunders.
Nice to meet you. Ellos colegas –miró algo que tenía escrito en
el reverso de la hoja–, Nico y Sona.
–Sonia –corrigió la chica.
–Sunia.
–Sooonia.
–Sonia. Zahra, Nico, Sonia. Lauggage, vamos.
–Quiere los resguardos de la maleta –aclaró Zahra–.
Toma.
–¿No las venderá en el mercado negro? –dijo Nico
siguiendo su tarjeta de embarque con la mirada. A los pocos
minutos regresó con un carrito.
–Come on... Cenar y dormir.
–Vamos gente –dijo Zahra aguantando la risa al ver la
cara de prevención de sus dos amigos–. Bienvenidos a África.
Un antediluviano Toyota amarillo les esperaba en el
aparcamiento. En la puerta estaba dibujado el anagrama de
Saunders Globus, pero apenas se podía leer porque todo el lateral
estaba cubierto de barro seco. Bakari tomó las maletas y las
subió a la parte trasera. Acomodó a Nico a su izquierda –el
volante estaba a la derecha– y a las chicas en el asiento trasero.
Allí olía a selva auténtica, se apresuró a comentar Sonia. El
todoterreno rugió con cierto ahogo, por lo que Bakari le dio un
potente acelerón arrancándolo con brusquedad para salir
escopetado del aeropuerto en dirección a Arusha. Ante la mirada
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inquieta de Nico, el presunto dueño de su destino en los
próximos minutos conducía con una mano mientras que con la
otra hurgaba en la guantera en busca de una vieja casete de
música africana. Daba la impresión de no necesitar los dos ojos
para manejar aquel trasto.
–Ritmo, baile, music y mujeres –le dijo en confidencia a
Nico–. Gustar mucho –unos tambores atronaron desde los
laterales del coche, provocando un respingo en Zahra y Sonia,
que no se habían percatado de la maniobra. Estaba anocheciendo
y los mortecinos faros apenas alumbraban más allá unos metros.
–Classic car –dijo Nico para charlar con Bakari.
–Nineteen eighty-four. Buen coche. Yo reparo y cuido.
Mecánica y buenas manos –mostró una dentadura perfecta.
–Great car.
–¡Great, Nico! –le ofreció la mano para chocarla.
–Great, very great.
Las calles de Arusha eran un caos de burros, bicicletas,
alguna moto y decenas de peatones que esperaban a las
furgonetas que les llevarían a sus barrios. Según se alejaban de la
zona más poblada de la ciudad comenzaban a escasear las farolas
y la visibilidad era muy mala.
–No se ve un pijo –dijo Sonia mientras un bache la
lanzaba contra Zahra.
–¿Qué dice? –preguntó Bakari a Nico.
– Poca luz. Darkness.
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–No importar, recto, todo recto. Hakuna Matata.
–Se lo diré –Nico se volvió con mucha guasa–. Sonia,
dice el caballero que “Hakuna Matata”, así que ya sabes, todo
controlado.
–¡Ah! Pues dile a Pumba que me alegro, mi Simba, pero
que esto está a tomar por culo. Usa tu spanglish, anda.
–Dice la señorita que está a tomar por culo. Far, very far.
–Paciencia, tomar por culo pronto. Don´t worry.
Veinte minutos después llegaron al campsite, una casita colonial
rodeada de una extensa superficie verde, donde se podía acampar
o alquilar alguna pequeña habitación. Bakari bajó el equipaje con
la ayuda de un mozo, que salió de la recepción, y lo metieron en
una amplia tienda de campaña con ventanas y un tenderete a la
entrada. El palacio de una scout, comentó Zahra. En el lateral
ponía también: Saunders Globus.
–Es de mi padre. Bakari, ¿dónde está él?
–Víctor mañana. Business. Vosotros tres dormir. Allí mi
tienda –señaló un armazón cubierto de lona caqui bastante sucia,
como si acabara de llegar del desierto–. Baños allí, cena también
–miró el reloj–. Are you hungry, people? It´s time to dinner.
Papeo para gusa, ¿no? ¿Gustar serpiente al fuego?
–Zahra, dime que está de coña –dijo Sonia escrutando los
ojos de Bakari.
–¿Serpiente? –preguntó Zahra.
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–I was only jocking, my friend, pero todo posible si hay
hambre. Buen chef aprovecha todo –comentó mientras les
mostraba el camino al comedor.
Cuando una hora más tarde se instalaron en la tienda, la
temperatura había bajado bastante y las estrellas moteaban ya el
cielo de Arusha, centelleando con una intensidad tal que parecían
moverse sobre sus cabezas a pocos metros del suelo.
–Da pereza meterse en el saco –dijo Nico asomándose
por la ventana mientras Sonia lo cogía por la cintura–. Nuestra
primera noche africana, cariño.
–Es verdad. ¿No es increíble?
–Pareja, que estoy aquí de florero. No os pongáis tiernos,
que me tendría que ir con Bakari, y ese debe tener más peligro
que un león a dieta de tofu. Así que como oiga algo sospechoso
me coloco entre los dos.
–Vale, plasta. Buenas noches, mi león –y le estampó un
fuerte beso a su chico. Otro para ti, Lady Bakari.
–A descansar, chicas –dijo Nico colocándose el chaleco
de explorador a modo de almohada.
–Mañana será increíble, ya lo veréis –dijo Zahra
imaginándose la entrada triunfal en el Ngorongoro con su padre
al frente.
Tantas veces figurándose ese momento que Zahra lo tenía
escenificado desde hacía mucho tiempo. Nos dejaste solas; te
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estás perdiendo los mejores años de mi vida; no has tenido la
vergüenza suficiente para coger un vuelo y aparecer en
Navidad; ni siquiera tuve tu consuelo en el hospital cuando
recibí una bala que pudo haber sido para ti; pero tengo un
problema: a pesar de todo, eres mi padre, y te quiero. Me diste
una primera infancia feliz, plena de aventuras, y sólo por las
historias que me contabas por las noches bastaría para
indultarte. Crecí con Howard Carter, Livingstone –supongo–,
Tintín, Haddock y el Sirius, y Pedro Páez, el jesuita español que
descubrió las fuentes del Nilo Azul. Otras tuvieron a
Blancanieves, a la Cenicienta o a Caperucita. ¡Pobrecitas! Por
eso asumí que algún día el destino te llevaría a África, pero
nunca supuse que lo harías sin tu familia. Sí, ya sé que el amor
se acaba y que ya soy mayorcita para asumirlo, pero de mí no te
divorciaste. Sólo se rompió el lazo que te unía a mamá, el
nuestro era tan fuerte que hubiera movido el Kilimanjaro. Y, ¿no
pensaste en David? ¿No tenía derecho, como yo, a crecer
soñando con tumbas de faraones, tribus caníbales o corsarios
del Rey? Te merecerías que te odiara, pero mi corazón me dice
que no podría. África te devoró el alma y no te importó porque
era lo que más deseabas. Así que lo más sencillo para ti era
juntarte conmigo aquí, en Tanzania, esperando que yo cayera
presa de su encanto, comprendiera tus motivos y que te diera mi
beneplácito. Bien planeado, papá, pero has cometido un error de
cálculo, porque me hecho muy mayor, tanto que ni yo misma me
reconozco cada mañana. ¿Lo harás tú? ¿Verás en esta mujer a
la niña que fui?
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La sombra de Víctor Saunder se deslizó dentro de la
tienda, ocultando el sol del amanecer que estaba cegando a Nico.
El muchacho comprendió y le ofreció una sonrisa franca al
aventurero que admiraba de niño, culpable de tantos recuerdos de
excursiones, relatos de viajes y pequeños tesoros al alcance de la
mano que protagonizaron los juegos desde que conoció a Zahra y
se hicieran inseparables.
–Buenos días, grumetillo.
La voz de su padre surgió emboscada en el sueño
africano, como lo haría el leopardo, sigiloso, ante una presa en el
momento de debilidad cuando refrescaba su memoria en un
arroyo calmo.
–¡Papá! –se incorporó de un salto y se fundió con él en un
abrazo.
Maldito corazón, que perdonas contra voluntad y
muestras las grietas del amor.
La pequeña caravana regresó a Arusha para emprender desde allí
el camino hacia el cráter del Ngorongoro por una de las pocas
carreteras pavimentadas de la región, ciento treinta kilómetros de
ruta que se recorrerían en algo más de una hora por cualquier
autopista europea, pero no así en el corazón de África. Zahra
viajaba con su padre en un moderno Toyota verde de techo
retráctil, con el remolque del globo detrás. Nico y Sonia
encabezaban la marcha con Bakari en la lata de espárragos –mote
cortesía de ella–, brincando sobre la presunta suspensión al ritmo
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de la música. Según Nico aquello era como estar en una película
de Tarzán, subidos con Chita en un elefante que trotara huyendo
de una tribu de pigmeos animada por los tambores. Había echado
en la mochila las pastillas para la diarrea y la crema solar, pero
nadie dijo nada de los mareos.
Atravesaron Arusha sorteando algún rebaño de cabras y
más de un tenderete improvisado donde cualquiera que tuviera
algo que vender, desde un caja de fruta hasta una rueda de
bicicleta, pasando por unos zapatos de segunda o tercera mano,
se colocaba muy digno a ofrecer su mercancía sumergido en una
nube de polvo que el viento se limitaba a trasladar, como si
hubiera desistido en su vano empeño por sacarlo de allí.
A la salida de la ciudad el ambiente se hizo más
respirable y la otra África, la de los safaris y los documentales de
animales, iba surgiendo perezosamente a ambos lados de la pista,
a menudo compartida con camiones asmáticos y motoristas
temerarios que portaban con ellos una carga equivalente a su
propio peso. Al paso por las aldeas, la fauna humana resultaba
más variada que la animal. Niños que corrían con plátanos en la
mano para acercarlo a las ventanillas y sacarse algún dólar;
policías que paraban los vehículos con cualquier pretexto, para
obtener su mordida;
autoestopistas que miraban hacia la
carretera en busca de un rostro conocido o algún camión con
espacio libre en su caja.
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Para Zahra todo aquello parecía irreal, con su padre a su
lado, cerca del Kilimanjaro y sus amigos con ella. Sí, era un gran
regalo.
–Supongo que no debo preocuparme por la suerte de
Sonia y Nico en manos de Bakari, ¿verdad?–dijo Zahra divertida
al ver el culebreo del todoterreno. Víctor emitió una especie de
gruñido que venía a decir que sí, que puedo hablarte, pero que si
ves que no te hago mucho caso es porque no quiero tragarme ese
bache–. ¿Cómo conociste a Bakari?
–Bueno, digamos que él me encontró a mí. Es de origen
masai, de una familia numerosa, el varón más joven. En un año
de sequía y dificultades sus padres prefirieron enviarlo a la
misión, para que aprendiera a leer y escribir. No había ganado
para todos y ya te conté una vez lo importante que es para ellos.
Uno de los religiosos le consiguió una beca y pudo estudiar
mecánica, lo cual resultó una magnífica idea. Piensa que por
aquel entonces no había mucha competencia.
»Te decía que él vino a mí. Fue el día que fui a
comprarle el globo y el Toyota a Wallace, un inglés que
regresaba a casa y quería dejar el negocio en buenas manos. Era
una oportunidad para hacer algo distinto de los safaris
tradicionales. Saunders Globus... Cerramos el trato en el
campsite. Luego fuimos a remolcar la barquilla y vimos que este
trasto no funcionaba. A los pocos minutos tenía un corro de
curiosos y “expertos” dispuestos a dar su diagnostico, pero no
hubo manera. Entonces un muchacho dijo “Bakari, Bakari”. Se
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repitió como un eco y él mismo tomó una bicicleta y vino con él.
¡Menuda entrada! Acababa de despertarse y parecía más ido de
lo habitual. ¡Imagínate! Pidió una lata vieja para derramar el
aceite, tomó mi caja de herramientas, sacó medio motor y lo
volvió a montar. Arrancó a la primera. Según me juró Wallace,
rugió como el día que lo compró. Le di cincuenta dólares y me
dispuse a montar el globo. Él se quedó para ver todo el
despliegue, que no es poco, ya lo verás.
»Hice una levantada con amarre, para comprobar la lona,
los cables y los quemadores. Algún remiendo por hacer y poco
más. Podría haber dado un vuelo si hubiera tenido más gas.
Total, que recogimos todo y cerramos el trato.
–¿Y qué hizo Bakari?
–Se fue, pero a la hora de la cena me llamaron y me
dijeron que el mecánico me esperaba en la recepción. Me lo
encontré allí, con una tienda de campaña del ejército y un petate
al hombro: –Tú necesitas ayuda y yo soy un buen trabajador.
¡Mejor mecánico! ¿Puedo quedarme contigo, mzungu?
–No sé si te conviene. El negocio irá lento y los dólares
tardarán en caer. Será duro. ¿Estás seguro?
–Deseo volar, tú me llevarás por el cielo y yo te guiaré
por la tierra. Quiero estar cerca de Ngai. Ngai tajapaki
tooinaipuko inona –proclamó mirando hacia poniente–. Le pedía
a Ngai, su Dios, que le cobijara bajo sus alas. Dicen que un
guerrero masai no debe llorar. Por eso, la primera vez que nos
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elevamos, fijé discretamente la mirada en un precioso baobab
que quedaba a nuestros pies.
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Capítulo 47
Nogorongoro
Al llegar a la puerta de Lodoare, la entrada al Área de
Conservación de Ngorongoro, el asfalto se despedía bajo el arco
de un edificio de madera moderno y elegante. Los trámites
fueron algo lentos, ya que había numerosos vehículos esperando
en el aparcamiento y había que negociar con el guarda para que
aceptara a Víctor como guía oficial, le cobrara como a un
tanzano más y no les pusiera una sombra a cargo del grupo
dispuesta a llenar su bolsillo de billetes de un dólar.
Finalmente lo lograron y depositaron el remolque del
globo en el aparcamiento. Víctor Saunders guardó la cartera y les
hizo un guiño cómplice a sus invitados.
La ascensión al cráter consistía en un simulacro de rally
de todoterrenos circulando a toda velocidad por una pista
estrecha de tierra rojiza rodeada de frondosidad. Una hora más
tarde ocurrió el milagro. El padre de Zahra detuvo el vehículo e
invitó a los tres amigos a contemplar el cráter por primera vez,
con sus veinte kilómetros de diámetro de sabana africana, donde
animales de todas las especies vivían en una caldera con su
propio microclima, más caluroso dentro que en sus límites
naturales. La estación seca obligaba a los animales a merodear en
determinadas zonas donde el acceso al agua era más fácil,
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conviviendo con los miles de turistas que cada año bajaban a
visitarlos.
–Es increíble, papá… –musitó Zahra mientras cogía del
brazo a Víctor.
–Es como estar dentro del Rey León –añadió Sonia.
–Suponía que os impresionaría. Esta zona tiene las
condiciones perfectas para el safari fotográfico. Lo malo es que,
a pesar de la estación seca, seremos demasiados, pero Bakari y
yo sabemos dónde tenemos que ir para ver a los animales.
¿Recordáis los cromos de cuando erais pequeños? Preparad las
cámaras, porque ninguna colección de animales estará completa
sin el Big Five.
–Esa me la sé –dijo Nico ilusionado.
–Espera –dijo Zahra–. Veamos… Uno es el león, ¿no?
–Sólo llevas uno, hija. Sigue. ¿Sonia?
–Bueno, si hablamos de big, debe haber elefantes.
–Dos. Te toca a ti, Nico
–¿Rinoceronte?
–Tres.
–Pues otro grandote… Hipopótamo.
–¡Ping! Error. Zahra…
–Búfalo.
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–Falta uno. Es muy escurridizo y suele ocultarse en los
árboles.
–¿Algún monito de esos que te roban cosas? –sugirió
Sonia.
–Frío. Tened en cuenta que hablamos de animales que
eran muy difíciles de cazar por su peligrosidad: el leopardo.
–¡Anda! –exclamó Zahra.
–Bakari lo encontrará, pero creo que se convertirá en
nuestro último cromo. Llegó el momento. Subid a los coches y
disponeros a entrar de verdad en África.
Comenzó la incursión en el cráter con rampas que, según
Nico, no tenían nada que envidiar a ninguna montaña rusa.
Inmersos en la sequía, afloraban pequeños lagos donde bebían
cebras, antílopes, impalas, ñus y algunos elefantes. Cientos de
aves, de todos los tamaños, revoloteaban sobre los animales en el
pequeño espacio disponible en el agua, algunos devorando
simbióticamente buenos manjares en forma de insectos. Los
avestruces cruzaban los caminos con elegancia.
El primer cromo no tardó en llegar. La sombra de una
manada de búfalos avanzaba lentamente entre las matas secas.
Asomados por el techo izado del Toyota los tres amigos hicieron
las primeras fotos, siguiendo la ruta que les marcaba Bakari al
frente. Cerca de ellos, emboscados para unos ojos poco
acostumbrados, un grupo de leonas descansaba plácidamente
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ignorando a unos y a otros. Un león bostezaba unos metros más
allá.
–No parecen muy motivados con los búfalos –dijo Nico
observándolos por los prismáticos.
–Estarán satisfechos. En esta estación no suelen
desaprovechar las oportunidades –señaló el padre de Zahra–. De
todas formas tened en cuenta que un búfalo puede pesar casi los
novecientos kilos. Para merendárselo deben atacar todos juntos y
pillar a alguno que este separado de la manada.
–¡Menudo bicho! –exclamó Sonia–. Seguro que se han
zampado alguno de esos y lo están digiriendo a la bartola.
–¿Quién sabe? Fijaos… Nico, dirigió los prismáticos
hacia la derecha. ¿Qué ves?
–¡Cebras! Los búfalos se están juntando con ellas.
–¡Bakari! –Víctor le hizo un gesto al otro todoterreno
para avanzar un poco más –. Sujetaos, que vamos a bajar por
aquella pista para cruzar entre ellos.
–¡Genial! –dijo Zahra ajustándose el cinturón.
Los dos vehículos entraron por un nuevo camino que aún
conservaba un profundo socavón de la época de las lluvias.
Primero pasó Bakari, rozando los bajos con el suelo. Luego pasó
el Toyota grande con algo más de facilidad. Desde ahí aceleraron
y un grupo de cebras comenzaron a correr paralelas a ellos
acompañadas por un facóquero que lo hacía en sentido contrario,
muy ufano, hacia el territorio de los leones. Los búfalos
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comenzaron a cruzarse delante de Bakari y este se detuvo a un
lado para que Víctor se situara a su altura y pudieran hacer las
fotos más de cerca. Uno de los bisontes miró con indiferencia a
los visitantes mientras un ave de plumaje oscuro revoloteaba
sobre él. También había algunos ñus emboscados entre las
cebras.
–Nunca imaginé que hubiera tantos animales a la vista –
comentó Nico.
–Hay más en época de lluvias, a partir del otoño. Tened
en cuenta que puede haber unos veinte mil mamíferos en el
cráter. Las poblaciones varían, pero los herbívoros proliferan
bastante para alegría de los depredadores –Bakari hablaba por la
radio con alguien–. Creo que nos están localizando algún
hipopótamo. Aún tenemos tiempo.
–Pues deben estar sequitos estos días –dijo Sonia.
–Bueno, hacen lo que pueden. Quizás no los veas nadar,
pero si chapotear alegremente en el lodo y lo que no es lodo.
Algo es algo. ¡Venga! Sentaos, que vamos a virar hacia el este.
Durante unos kilómetros la pista se ensanchó de nuevo y
el paisaje árido se salpicó con baobabs de poca altura. Según
aumentaba la vegetación se adivinaban las primeras siluetas de
más animales envueltas en espejismos. Poco a poco comenzó a
brillar el reflejo de una pequeña laguna y, junto a ella, tras unos
matorrales, se movían con falsa torpeza dos hipopótamos bajo la
mirada atenta de una decena de turistas que los fotografiaban
desde sus todoterrenos.
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–Parecen unos bonachones –dijo Nico.
–No te fíes. Digamos que estos se han acostumbrado a
nuestra presencia, pero hay muchas historias de pescadores que
han muerto en lagos y ríos por un hipopótamo de mal carácter.
Son más peligrosos que el león y el leopardo juntos.
–No me gustaría encontrarme uno de esos en la piscina
con sus manguitos–comentó Sonia–. ¡Menudas boquitas!
–Se alimentan básicamente de hierba, por decenas de
kilos –dijo Víctor pasándole los prismáticos a su hija–. ¿Te
imaginas lo que es alimentar ese cuerpo con hierba?
–¿Los leones pueden con ellos? –quiso saber Zahra.
–¡Uf! Pasa como con los búfalos, si atacan todos a la vez
y pillan a alguno separado del resto, es posible. El problema es
que los leones temen al agua, por lo que es raro que se fijen en
los hipopótamos. En la estación seca es probable, porque están
más hambrientos y tienen menos platos para escoger en el menú
–Víctor consultó el reloj–. Si queréis hacer alguna foto más…
Vamos a parar ahora en un picnic site para comer algo, que hay
mucho público hoy y se puede llenar rápidamente. Luego
regresaremos al borde para acampar y pasar la noche.
–Estupendo, yo ya voy teniendo hambre –informó Nico.
–Pues ya sabes –dijo Sonia dándole una palmada en la
tripa–. Hay hierba seca, y si te sabe a poco ponte a torear búfalos.
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El campamento estaba ubicado en el borde del cráter, con las
nubes rozando las copas de los árboles. Víctor y Bakari
colocaron los vehículos alineados, para que sirvieran de parapeto
al frío de la noche. La tienda de los tres amigos tenía planta
cuadrada y estaba coronada con un techo de caída que se
prolongaba por una enorme lona beige que formaba un porche en
la entrada. Allí Bakari instaló una cubierta de aislante y un par de
sillas plegables. Pared con pared, estaba la tienda de Víctor
Saunders, con algún que otro parche y más estropeada que la
otra. Al otro extremo la del masai.
Mientras Bakari preparaba el fuego, con la ayuda de
Nico, Sonia y Zahra se alejaron hacia la zona común, para darse
una buena ducha. Pasaron por el barracón de la cocina, donde un
aroma familiar a comedor les hizo recordar el colegio. Las
duchas eran de agua fría, pero al menos servían para quitarse el
polvo de todo el día.
–Van a conseguir que eche de menos la hospedería de la
hermana Bianca en Roma –dijo Sonia mientras su pie jugaba con
el chorrito de agua.
–Mientras terminas voy a hacer una incursión en los
baños, que prometen ser apasionantes –dijo Zahra mientras se
encaminaba en dirección a una construcción de hormigón situada
a la sombra, junto a la que revoloteaban unos pájaros. No había
vallas que protegieran el campamento.
Cuando Zahra salió del baño, que cumplió todas sus
expectativas, vio a unos niños corriendo hacia las duchas para
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unirse a varios curiosos que, cámara en mano, inmortalizaban a
un elefante que bebía agua de la cisterna con inmensa
tranquilidad. Era de suponer que esa agua estaba destinada a
Sonia, por lo que no pudo evitar una sonrisa imaginándose la
escena. Entró en las duchas, a escasos metros del culo del
paquidermo, y llamó a su amiga.
–¡Sonia! ¿Estás bien?
–Más o menos… El agua va y viene. A ver si al menos
me puedo quitar el jabón.
Detrás de Sonia, a través del hueco que había entre el
tejado y la empalizada de troncos, una trompa se movía con
destreza sobre el depósito. Zahra comenzó a reír a carcajadas
señalando más allá de la espalda de su mejor amiga.
–Pero, ¿qué te pasa, tía? –Zahra se volvió hacia la
ventana–. ¡Coño!
–Creo que le gustas…
–Ya sabes, son animales muy inteligentes…
–Eso, o la operación bikini de este año no ha tenido
mucho éxito, elefanta mía.
–¡Anda! Pásame la toalla. Te toca ducharte con Dumbito.
Falco observaba la fachada del Museo Arqueológico Nacional de
España dejando que la energía de las vetustas animatas fluyeran
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a través de él. Ascendió por las escaleras, no sin cierta fatiga, y
llegó a la taquilla. Saco su entrada y preguntó por la colección
egipcia.
Evidentemente aquello no era el Louvre, pero había
piezas muy variadas que permitían hacer un recorrido amplio por
la civilización del Antiguo Egipto, con diversos enseres
funerarios, momias y pequeñas esculturas acompañadas por
piezas de orfebrería. Ideal para una visita escolar, pero algo
insuficiente para un hombre de mundo como él.
No había excesivo público aquella mañana de verano, tan
sólo un abuelo con su nieto, que parecía hipnotizado ante la
contemplación de un sarcófago, y una silueta corpulenta que
observaba la vitrina donde se exponía el senet de los Saunders.
–Es realmente una belleza. Las fotos no le hacen justicia
–dijo Falco situándose junto al otro visitante.
–¡Profesor! –exclamó Tarek al encontrarse con el viejo
amigo del abuelo de Zahra–. ¡Qué alegría tenerle ya en Madrid!
–le estrechó respetuosamente la mano.
–Ciao amico mio. ¿Cómo está? El tiempo pasa, ¿no es
así?
–Pero seguimos, que es lo importante. A usted, si me
permite la observación, le encuentro más estilizado. Roma le
cuida.
–Gracias, pero no es un signo de salud, créeme –se puso
las gafas para examinar los detalles del senet–. Es formidable, el
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gran tesoro de Salam, el Fellah. Supongo que sentirá mucho
orgullo por verlo aquí expuesto.
–Fue uno de los motivos para venir a Madrid. Eduard
Toda se comprometió con mi familia a que siempre podríamos
visitar el senet y yo le prometí a mi padre permanecer cerca de él
–los ojos de Moawad se reflejaron en el cristal–. Había otro
motivo, que era ayudar a la familia Saunders con el restaurante
egipcio que han puesto gracias al dinero de la venta de La
Mugara.
–La Mugara… ¿Sabe que estuve allí en un encuentro de
coleccionistas? Antigüedades árabes, creo recordar. Adoro
Andalucía. ¿Recuerda esos días?
–Por supuesto, siempre detrás del señor gestionando el
transporte y, más de una vez, untando a los aduaneros para poder
embarcar las piezas.
–Justamente
ahora
mi
asistente,
Lupita,
está
representándome en Estambul… Tesoros rusos.
–Estambul… Las cajas intercambiadas entre barcos en
pleno Mármara; las negociaciones en las barras de narguile
fumando tabaco aromático; la fiesta de despedida... No me
importaría regresar, francamente.
–Y, dígame, caro amico. El senet está en depósito
temporal, ¿no es así?
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–Sé que ha quedado registrado a nombre de la señorita
Zahra. Creo recordar que el préstamo es por diez años,
prorrogables.
–Eso me habían dicho –tomó a Tarek por el brazo e
iniciaron el recorrido por el resto de la sala –. Por eso he pensado
en hablar con la madre de Zahra antes de dar ningún paso.
–¿A qué se refiere, profesor?
–Quisiera llevarme el senet una temporada a Roma.
–¿A Roma? Pero, ¿cómo…?
–La Comune de Roma lleva tiempo sugiriéndome la
posibilidad de realizar algún tipo de exposición con parte de mi
colección, y creo que ya ha llegado el momento de hacerles caso.
–Será todo un acontecimiento…–el profesor se detuvo un
instante para reflexionar.
–Supongo que sí, pero tendría que hacerla en la nave de
la iglesia donde vivo. No hay mucho espacio, por lo que resultará
bastante humilde.
–No sé si le interesa mi opinión –Falco asintió
sonriendo–, pero eso implicaría muchas molestias en el quehacer
diario.
–Por supuesto, pero todo tiene una explicación. Para
empezar yo hago mi vida abajo. La iglesia es un inmenso hall
para las visitas. Perdería algo de intimidad para estar con mis
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colecciones de los estantes, eso parece inevitable, pero también
estaría cerca de mis animatas y, especialmente, del senet.
–Lo que no acabo de entender es la presencia del senet en
esa exposición.
–Amico Tarek, la muestra de animatas, que tengo en
mente, estaría formada por objetos pertenecientes a personas
cuya muerte no fue natural. De hecho, algunas de ellas saldrán
directamente de mi infierno particular. Serán semanas muy
agitadas. ¿Imagina cuál será el título? –Tarek negó con la
cabeza–. “Jugando con la muerte”. Por eso la estrella de la
exposición será el senet.
–Suena fascinante, profesor, pero, ¿cómo logrará que le
presten la pieza?
–Se lo contaré, Tarek. Antes… –se paró de nuevo y
consultó el reloj–. ¿Por qué no me lleva a comer al mejor
restaurante egipcio de la ciudad? –El fellah sonrió complacido–.
Así hablaremos más tranquilos.
–Será un honor recibirle en el Hatshepsut.
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Capítulo 48
La magia de Merlín
Las cinco sombras se arremolinaban junto al fuego que Bakari
había preparado en un hogar rodeado de tres grandes piedras, al
modo de la cocina masai, ennegrecidas por algún campamento
anterior. Aunque la temperatura seguía siendo agradable, con la
noche se notaba más la diferencia entre el borde y el interior del
cráter.
–Pollo frito frío y arroz con especias –comentó Sonia–.
No es un manjar, pero se deja comer.
–Tenemos también un montón de fruta –respondió Víctor
mientras apuraba uno de los huesos.
–Mi abuelo me contaba historias de los masais, Bakari –
este miro de reojo a Zahra sin dejar de comer–. ¿Es cierto que
hacían fuego con un par de palos?
–Pues aquí hemos usado unas cerillas… –aportó Nico.
–Hija, Bakari es un masai del siglo XXI. ¿Verdad,
amigo?
–Palos sólo para las fotos de los mzungus… Fotos son
dólares para cerillas –dijo Bakari burlón.
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–En los circuitos turísticos se incluyen visitas a los
poblados masai. Allí bailan, venden abalorios y encienden el
fuego de forma tradicional –el padre de Zahra tomó una rama
que había en el suelo y la puso vertical sobre el suelo–. Sacan
punta al palo con un cuchillo. Luego colocan el cuchillo sobre el
suelo, con una tablilla de madera blanda por encima. Con las dos
manos hacen girar el palo de arriba abajo sobre la tablilla, como
hacemos nosotros para calentar las manos los días de frío. Es una
tarea muy cansada y es mejor si tienes ayuda.
–Víctor, así sólo ampollas, no fuego –dijo Bakari
llevándose a la boca una mano con arroz.
–Ya, bueno, más o menos. Cuando se logra la
combustión, las brasas de la tablilla caen sobre el cuchillo. Luego
se precipitan sobre hierba seca o yesca preparada a partir de
cortezas…
–Estoy con Bakari en lo de las cerillas –añadió Sonia
mientras se limpiaba los dedos.
–Luego se sopla ligeramente hasta que prende del todo.
–El fuego masai es bueno para cocinar, pero mejor para
contar historias –dijo Bakari mientras se levantaba a por la caja
de frutas.
–¿Os apetece? –dijo Víctor entusiasmado, pero prudente,
con la poca seguridad del que no está acostumbrado a tratar con
adolescentes.
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–Genial –apoyó Nico–. Además, yo os tengo que relatar
todavía mi aventura en Brocelandia.
–Vale, chato –Sonia frenó el entusiasmo del chico–, pero
que empiece Bakari, ya que se ha escaqueado de hacer el
numerito de los palitos.
–Todavía tenemos tiempo, ¿verdad, papá?
–La agencia somos nosotros, así que no hay que
madrugar si no queremos. De todas formas, hija –dijo Víctor
mirando la nube de insectos que revoloteaban alrededor de la
lámpara de aceite–, vete a mi tienda y saca del botiquín una
bobina para mosquitos.
–Esos son los viajes que me molan –dijo Sonia mientras
cogía una naranja–. Venga, Bakari, cuéntate algo.
–Otra noche os puedo contar la history del elmoran que
se encontró con un white lion, león con piel de luna, o la del
árbol de la historia. Pero hoy ser primer día y yo masai, así que
hablaré de mi pueblo.
Bakari empezó a pelar unas papayas y a cortarlas en
cubitos. Luego los regó con el zumo de un limón y, finalmente,
espolvoreó azúcar sobre el plato. Se lo pasó a Nico para que lo
repartiera. Mientras tanto, el padre de Zahra ya había prendido la
espiral de incienso repelente de mosquitos.
–Esta es la leyenda de Le-Eyo, el padre de nuestros
padres –dijo Bakari mientras encendía un maloliente cigarro de
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liar–. Él nos robó la inmortalidad… –Miró hacia el cielo y señaló
la luna, que todavía no estaba llena–. Ella se la llevó.
»En la aldea de nuestros abuelos murió un niño muy
querido por todos. Le-Eyo pidió ayuda a nuestro dios del sol,
Ngai, para… Bring back… Bring back…
–Traer de vuelta –intervino Nico.
–…Para traer de volta al niño. ¿Qué hacer? Ngai estaba
casado con la diosa de la luna. Bad marriage. Mujeres muchos
problems –se rió provocando un golpe de tos–. Ngai le dijo a LeEyo que dijera estas palabras: hombre pequeño, muere y regresa;
y tú, luna, muere y quédate lejos. Ngai very clever, inventar
divorcio.
–¡Qué capullo, ese Dios! –exclamó Sonia–. Bueno, sin
que te ofendas, Bakari.
–Según lo mires, cari, pretendía salvar al niño. Suponía
un sacrificio –intercedió Nico.
–Lo que tú digas.
–…Le-Eyo era sabio, pero ese día menos sabio. Él dijo
mal oración: hombre pequeño, muere y quédate lejos; y tú, luna,
muere y regresa. Cuando vio error, ya tarde. El conjuro había
sido gastado. Imposible repetir. Niño no volver, luna siempre
volver. Masais mortales, luna inmortal. Luego Ngai pelearse con
luna. Cuando el sol brilla mucho, es porque quiere ocultar los
golpes de sus peleas con la luna. Mujeres africanas muy duras…
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–Pues si la luna hablara… –añadió Zahra–. ¿Termina así
la historia?
–Cuando Le-Eyo viejo, enfermo, preguntó a sus dos hijos
qué deseaban como herencia. El first-bon son…
–Primogénito en español –aclaró Víctor.
–El primogénito quiso un poco de todo, vacas, ovejas,
arcos… El más pequeño le pidió a su padre un recuerdo suyo y
este le regaló un fan –hizo el gesto abanicarse–. El hijo mayor
fundó una tribu débil y mansa, pero extensa, los bantúes. El
pequeño se convirtió en una extirpe guerrera, los masais –puso la
mano en el pecho.
–Lo que da de sí un abanico –comentó Zahra.
–El recuerdo de los padres, de los antepasados… Orgullo
y guerreros. Luego el guerrero coger vacas, cabras y ovejas de
otras tribus, porque masais somos los dueños de todo el ganado
del mundo.
–Nuestro amigo Bakari tiene muchos abuelos ancestrales,
pero no tiene abuela, ¿no os parece, chicos? –comentó Víctor.
–¡Qué historia más chula! Gracias, Bakari. ¿Quién va
ahora? –preguntó Zahra.
–Venga, Nico. Cuéntale a Zahra tus aventuras en
Brocelandia –propuso Sonia.
–Vale, pero sin acotaciones tuyas, que te conozco.
–Yo calladita… –hizo el gesto de la cremallera en la
boca.
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–Resulta que Sonia y yo hemos estado en la zona de
Rennes, en la Bretaña francesa, para mejorar nuestro francés.
Speaking french, Bakari –este asintió mientras recogía el plato de
la fruta vacío –. Aunque nos hemos visto poco hicimos alguna
excursión todos los alumnos juntos.
–O sea, que cada alumno dormía con una familia distinta,
¿no? –quiso saber Víctor.
–Eso es. Un día nos recogieron para ir al bosque de
Brocelandia… Un lugar mágico –Nico arqueó las cejas con poca
gracia.
–Venga plasta, no te enrolles –le dijo Sonia.
–En ese bosque los caballeros de la tabla redonda
buscaron el Santo Grial, pero a mí lo que realmente me
interesaba era la leyenda de Merlín, que vivió y murió en
Brocelandia. ¿Por qué? Porque otro mago, que vive en Lavapiés,
¿verdad, chicas?, me dijo una vez que si templaba mi corazón
dominaría los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego, para
lo cual debía visitar al encantador que me inspiró en mis
lecturas y pasar una noche bajo el árbol dorado para recibir la
revelación.
–Hey man, tú contar gran historia –interrumpió Bakari–,
pero muy difícil de entender para mí.
–Espera, Bakari, que sigo.
–Lo del mago de Lavapiés no lo pillo –dijo Víctor–.
Perdona, Nico.
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–Zahra te lo contará en otro momento. Han sido dos años
muy movidos.
–Comprendo –el padre de Zahra sentía que estaba
cayendo en la trampa que deseaba evitar, reconocer su desidia en
los últimos tiempos hacia la vida de su hija.
–El caso es que nos llevan de excursión allí, dejamos las
maletas en un hotel de Paimpont y regresamos al bus para ir al
bosque. Era un lugar frondoso, de caminos tortuosos y
estrechos… Un bosque de cuento. Al llegar al “Valle sin
retorno”, llamado así porque Morgana, hermanastra de Arturo,
atrapaba a los caballeros que no respetaran las promesas de
fidelidad que hubieran hecho a su amada…
–Ni que decir tiene que Nico salió bien parado de
Morgana… Es un tipo fiel, a pesar de tener una loba en su casa.
Seguro que la Sophie se le ha metido más de una noche en sus
sueños artúricos mientras contaba ovejitas.
–Tranquila Sonia. Nico es un caballero de los de antes –
dijo Zahra dándole un pescozón a su amigo.
–¡Qué plastas con la francesita! ¿Me vais a dejar
terminar? A ver… En el valle había un lago llamado “El espejo
de las hadas”. Se supone que si te miras en él puedes ver tu
futuro o tu verdadero rostro. Yo lo hice… No sé si fue la
corriente o qué, pero por un instante vi el reflejo de lo que
parecía un tronco seco con las cicatrices de las ramas perdidas.
Luego se dibujó mi rostro, pero más maduro, como si me hubiera
hecho más adulto.
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–Aclaro que había poca luz, gente –explicó Sonia.
–¿Y qué? Tú también te miraste y no viste nada especial.
–Yo soy un hada, no lo olvides. Ese espejito no me afecta
–Bakari, algo perdido, optó por levantarse y llevarse los
cacharros al lavadero.
–Sigue Nico, que está interesante –pidió Zahra.
–¿Sabéis lo que había muy cerca del lago? Un castaño
dorado, rodeado de cinco robles quemados. Los pusieron para
conmemorar un incendio que hubo y recordar que la vida puede
renacer desde las cenizas. ¿Os dais cuenta? Es lo que me dijo el
mago de Lavapiés. Así que aprovechando que íbamos a comer
por allí, me eché una siesta cerca del árbol, para ver si se cumplía
la profecía. Lo malo es que esta plasta no me dejaba en paz…
–Irte al campo a sestear –dijo Sonia–. ¡Como los abuelos!
–…Y soñé que me dormía junto a un árbol, presa de un
encantamiento, como hizo Viviana con Merlín para encerrarle
tras seducirle y obtener sus secretos, y que en mi prisión bajo
tierra había una rendija de luz, una hendidura bajo una gran
piedra. ¿No es fascinante?
–Sé lo que estáis pensando, pero en el viaje los monitores
vigilaban mucho el tema del alcohol…
–¡Sonia! Yo siempre he respetado tus movidas de hadas y
fantasmas.
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–Claro, pero es que la loca oficial soy yo. Cuando tú
cuentas esas cosas suena, no sé, menos creíble. Tú eras el tío
sensato de la cuchipandi… Bueno más o menos.
–Hija, creo que me tienes que contar tantas cosas que
habrá que volver a invitarte a Tanzania –comentó Víctor
mientras se levantaba a avivar el fuego.
El cielo anaranjado del Ngorongoro se alejaba, dando
paso a las primeras estrellas, las más brillantes que Zahra había
visto en su vida. Nico rascaba el suelo con un palo, algo
enfurruñado.
–¡Bah!
Venga,
sigue
contando
–dijo
Sonia
aproximándose a él y estampándole un sonoro beso.
–Pues eso. Sonia me despertó del sueño porque
regresábamos al autocar para visitar la tumba de Merlín, donde
Viviana encerró al mago bajo dos enormes piedras. El lugar no
era gran cosa pero, ¿sabéis lo más fuerte? –Fijó los ojos en Zahra
y su padre–. Entre las rocas de la tumba estaba la hendidura de
mi sueño y, escondida en ella, una pequeña ramita, pero no una
cualquiera, no. Aquella ramita era la imagen del tronco que me
regaló el Espejo de las Hadas. Supuse que ese era el regalo del
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mago Merlín, la revelación que esperaba, por lo que la tomé y la
guardé.
–Esperad, que ahora viene lo bueno. A ese palito lo llama
su varita mágica. Incluso le ha tallado las muescas que observó
en el espejo de agua.
–La tengo aquí, mirad –Nico sacó una cajita de madera
alargada y la abrió mostrando su tesoro.
–Es una bella historia –terció Zahra–. ¿Verdad, papá?
–Sin duda. Además, en Inglaterra circulan muchas
leyendas de druidas y varitas. Los druidas conocían los secretos
de la naturaleza y eran capaces de comunicarse con ella. Las
varitas estaban hechas de madera de árboles sagrados, como el
tejo o el roble. Se consideraba que el poder de estos impregnaba
la madera creando un cauce para comunicarse con la naturaleza y
así… Dominar los elementos. Interesante… –todos quedaron en
silencio observando la cajita de Nico.
–No hay que olvidar que algunos zahoríes usan varitas de
madera para encontrar agua o metales –añadió el muchacho.
–¿Imagináis a nuestro Nico con su boina y su varita
buscando pozos en su pueblo? –preguntó Sonia.
–Te iba a hacer una pregunta absurda –dijo Zahra
tomando con cuidado la varita–. Suena a chiste pero, ¿la has
probado? Te lo digo sin coña –miró sin disimulo a Sonia.
–Si te refieres a si he hecho un expecto patronum o un
expelliarmus, como en los libros de Harry Potter, o alguna otra
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chorrada, pues la respuesta es que no. Pero… –se quedó en
silencio arqueando enigmáticamente las cejas– …Me pasó algo
extraño esa misma noche. Entre que hacía un bochorno horroroso
y que la siesta me había cortado el sueño, me desvelé. Me asomé
a la ventana a ver si me daba un poco el aire. Calma chicha. Así
que se me ocurrió…
–…Volver a hacer de aprendiz de brujo como en
nochevieja –añadió Sonia–. El Nico es el único animal que
tropieza sopotocientas veces con el mismo pedrusco.
–¡No! –dijo Zahra llevándose la mano a la boca.
–Me temo que sí, Zahra –dijo Sonia–. ¿A qué tengo
paciencia?
–Saqué la varita y la agité muy concentrado: “viento,
aparece”.
–¿Y pasó algo? –pregunto Víctor.
–Al principio nada, pero a los pocos minutos se levantó
una tormenta seca. ¿No es genial?
–O sea, que piensas que… –Zahra miraba divertida a
Sonia.
–Pues sí, mi Merlincito está convencido de haber
convocado al viento con su palito.
–Está claro, chicas. Lo dijo el adivino de Lavapiés:
dominaré los cuatro elementos.
–Supongo que estás bromeando, Nico –dijo Zahra
mientras observaba el rostro estupefacto de su padre.
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–Pues no sé, chica –Sonia le acarició el pelo como si
fuera un niño pequeño–. Yo creo que tiene algún tipo de
trastorno –Nico la empujó hacia Zahra–. ¿Lo ves?
–No hables de trastornos, que lo tuyo en Belchite es peor
que lo mío.
–¿Belchite? ¿El pueblo de tu madre?–preguntó Zahra
cuando lo que realmente quería saber es si lo que iba contar
tendría relación con la escapada furtiva de su amiga antes de
venir a Tanzania.
–Sí, Susanita.
–¿Susanita? –preguntó Víctor algo perdido.
–Es lo que dicen ellas cuando tienen secretos –le explicó
Nico al padre de Zahra–. Sígueles la corriente. Es lo mejor.
–No es ningún secreto –aclaró Sonia–. Mañana superaré
la historia de este.
Bakari regresó con los platos limpios, momento que
aprovecharon para recoger y preparar los sacos de dormir. Sólo
Nico quedó sentado mirando con curiosidad su varita. Como
nadie estaba mirando, la agitó hacia la fogata: fuego, apágate. No
sucedió nada, por lo que la guardó de nuevo y se fue a la tienda
con sus amigas muy pensativo.
Cuando todos estaban ya acostándose, Bakari plegó las
sillas y las metió en el Toyota con el resto de enseres. Luego
tomó la cacerola con agua que había traído para apagar el fuego
pero, para su sorpresa, de este sólo quedaban unas pocas brasas.
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La luna rielaba en los ojos del masai.
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Capítulo 49
Big five
Los minaretes negros se izaban sobre el cielo en el atardecer de
Estambul, como si fueran arpones clavados en el Cuerno de Oro,
ese gran pez plateado esquivo a los pescadores del puente de
Galata. La Glastron Laraya, alquilada por Menéndez, cruzaba el
Bósforo en dirección a la orilla asiática, donde aguarda el yate de
Rami Al Nasser, dejando atrás la estela de los barcos que
regresaban de los cruceros por el estrecho y acercándose al
puente colgante, que comenzaba a colorearse de azul para
fundirse con la noche.
Junto a Menéndez viajaba Saúl, el piloto, Agnieszka, la
mujer que frecuentemente le acompañaba en los viajes de
negocios y, últimamente, en los de placer, y Martín, el hombre
para todo que había regresado al equipo tras su éxito en Madrid.
Todos vestían sus mejores galas para asistir a la recepción del
coleccionista jordano, el anfitrión del próximo encuentro que se
llevaría a cabo a finales de año en su país.
La impresionante embarcación del Al Nasser medía casi
noventa metros de eslora y catorce de manga, contaba con
helipuerto, y era capaz de alcanzar una velocidad de crucero de
quince nudos. Los invitados eran recibidos en el salón principal
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con la suave música de un piano de cola y agasajados con un
cocktail y canapés de frutos del mar. Junto a la barra del bar, un
camarero, vestido con la kufiyya roja jordana, prepara vasos de
arak, una bebida alcohólica transparente de alta graduación que
mezclada con agua adquiría un aspecto lechoso.
Menéndez les hizo un gesto a Martín y a Saúl para que
salieran de la cubierta vip y subieran al otro salón, donde podrían
departir con el resto del personal. No echarían de menos estar
con sus patrones. Al fin y al cabo siempre lo pasarían mejor allí
hablando de sus cosas y contándose anécdotas de la semana en
Turquía. Cuando se estaban alejando, entró Guadalupe Díaz, la
mujer mejicana con la que Martín tuvo la disputa en el hotel. Ella
pareció no verle, así que él se ocultó tras una escultura de cristal
y tomó el móvil para llamar a Menéndez.
–¿Jefe? Sí, perdone… Fíjese en una mujer que acaba de
entrar con un traje rojo. Lleva el pelo tirante hacia atrás… Eso
es. Sí… Es la mejicana del otro día, la que dijo lo del colgante y
el mapa –Saúl encogió los hombros con extrañeza, diciéndole a
su compañero que los demás iban a arrasar con la comida si se
demoraban mucho. Martín le sujetó el brazo para indicarle que
esperara, que era importante–. Estoy seguro, claro. Perfecto.
Procuraré que no me vea. Adiós.
–¿Qué pasa?
–Nada, tema de negocios. Vamos.
Tras la cena, Vidak y Menéndez hicieron un aparte junto
a uno de los tresillos que había frente a los ventanales. Había
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más corrillos repartidos por la cubierta, en los que se
intercambiaban impresiones sobre las compras y trueques
llevados a cabo, aprovechando también para abonar el terreno
para el encuentro de diciembre.
–¿Has reparado en la mujer que departe con Al Nasser? –
dijo Menéndez mirando hacia la oscuridad del mar.
–Muy hermosa –respondió Vidak observándola con
menos disimulo que el español–. ¿No habías tenido el gusto? Es
la ayudante de Falco, el romano loco, ya sabes. Creo que es
doctora en arqueología y de hecho deben gustarle mucho las
antigüedades, puesto que sigue con él. ¿Qué pasa con ella?
–Me preocupa. El otro día se encaró con Martín, el que
me proporcionó el colgante que le vendiste al jordano. Conocía a
fondo toda la historia.
–¿Confías en tu hombre?
–Le tengo bien cogido por los huevos.
–¿Entonces?
–El colgante pertenecía a la nieta de Saunders, y Falco
tenía buena amistad con él. Parece claro por donde vienen los
tiros.
–¿Te puede denunciar? –Vidak sorbió un poco de whisky
con hielo y dejó de mirar a la mujer.
–Para empezar, si está aquí es porque irá a Jordania.
–¿Y?
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–Pues que ya he apalabrado con Al Nasser la venta de un
viejo mapa árabe por diez mil dólares. Temo que la pajarita cante
más de la cuenta y me fastidie la operación.
–No veo la relación…
–El colgante y el mapa los conseguí el mismo día –
Menéndez miró fijamente al “Alfil Negro” –. Puedo tener
dificultades.
–Será tu palabra contra la suya. Además…
–¿Qué? –Menéndez sacó un cigarro de su pitillera.
–El colgante se lo vendí yo al jordano. No te preocupes,
que ya inventaré alguna historia de subastas o cualquier otra cosa
para dejarte al margen. Un mapa árabe, interesante –Vidak tomó
a Menéndez por el hombro y comenzaron a caminar hacia el
exterior–. Cuéntame algo más sobre ese papel tan valioso que le
vas a colocar a nuestro beduino…
Las ruedas levantaban un polvo rojizo, que iba cubriendo el
vehículo y que siempre acababa por impregnar la ropa, y
disparaban las piedras y las ramas contra el chasis. El “Toyota
bueno”, como fue bautizado el primer día, iba delante con Sonia,
Nico, Zahra y su padre. Unos metros más atrás iba Bakari con el
equipaje y el campamento. De nuevo dejaban el borde del cráter
para descender hacia la caldera en busca de nuevos paisajes y
encuentros con animales.
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Tras cruzarse con otro todoterreno, Víctor notó que la
dirección el vehículo se desviaba un poco hacia la derecha, así
que decidió detenerse un momento para comprobar si ocurría
algo.
–Lo que me temía, chicos. Hemos debido pinchar hace un
kilómetro, en la cuesta pedregosa de antes. Bakari, puncture.
–¿Se tarda mucho? –quiso saber Zahra.
–Aquí es algo muy habitual. Bakari nos cambia la rueda
en unos minutos. Sentaos ahí en la cuneta, que estamos cerca de
la curva. Toma, Nico –le tendió un triángulo reflectante–.
Colócalo unos metros más adelante.
Mientras que el padre de Zahra y Bakari sacaban el gato
y el resto de las herramientas, Sonia tomó los prismáticos para
observar el cráter.
–Tía, qué pasada. Se ven las sombras de las nubes sobre
el pasto seco. ¡Fíjate! Allí hay una fila de hipopótamos –se los
pasó a Zahra.
–¿Dónde?
–Por allí, donde los arbolitos esos…
–¿Son como cuatro o cinco?
–¡Sí!
–Me troncho –dijo Zahra mientras estallaba en una
carcajada.
–¿Son búfalos?
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–¡Qué va! Son todoterrenos. Tienes que graduarte la
vista, monina.
–No me jodas. A Nico ni una palabra, que me devuelve lo
de la varita.
–Ya…
Zahra siguió recorriendo la panorámica desde la
carretera. Dejó a la derecha la caravana de turistas y bajó un
poco los prismáticos hacia una zona moteada cercana, para ver si
era alguna manada. Sólo baobas. Iba a pasarle de nuevo los
prismáticos a Sonia, cuando de repente creyó ver algo muy
próximo a donde estaban. Paró la mano de Sonia, que se disponía
a mirar, y giró la rueda de enfoque. Un león. No, dos.
Permanecían muy quietos, con las cabezas pendientes de una
roca en la que había otro animal. Parecía un león, pero con la piel
muy
clara,
como
si
se
hubiera
rebozado
en
harina.
Repentinamente, el león giró la cabeza y, a pesar de la distancia,
parecía que estuviera mirando fijamente a Zahra desde su
atalaya.
–¡Papá! ¡Un león! ¡Muy cerca! –Víctor y Bakari dieron
un salto hacia la joven.
–Déjame, hija –Víctor cogió los prismáticos y siguió la
dirección que ella le indicaba–. Los veo. Son dos hembras, pero
están alimentadas y a mucha distancia. Estaremos pendientes,
pero no corremos peligro. De momento.
–Ya, pero el otro es muy grande.
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–Sólo veo dos.
–En la roca. Con la melena y el pelo blancos…
–¿Un león albino? ¿Aquí en Tanzania? Imposible.
–¿Qué pasa? –quiso saber Bakari.
–Dice que ha visto un león blanco.
–White lion? Calor, mucho calor –Bakari negó con la
cabeza mientras lanzaba contra el suelo la rueda pinchada.
–Sé lo que he visto, ¿vale?
–Tu padre va a pensar que se ha traído a tres locos desde
Madrid –dijo Nico mientras le pasaba la rueda nueva al masai.
–En Sudáfrica sería muy difícil encontrar uno, pero no
imposible. En Tanzania hace décadas que no hay leones albinos
y las referencias que se cuentan de otras épocas suenan a
leyendas.
–Era lo más bonito que he visto en mi vida… Parecía tan
real.
–Hay algunos zoológicos que lo tienen… ¿Cómo va eso,
Bakari?
–Terminando –Nico se levantó para recuperar el
triángulo.
–Víctor… –El chico señaló hacia el frente. La maleza se
agitaba a la derecha.
–¿Una jirafa?
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–No con esa fuerza –corrigió Bakari–. Rueda nueva.
Subamos…
–¿Qué es, papá?
–Probablemente un elefante.
El Toyota avanzó lentamente hacia la curva, con gran
expectación por parte de los tres amigos. Efectivamente, un
elefante devoraba los frutos de un pequeño árbol, pero tras él
había otros dos, incluso una cría. Víctor detuvo el vehículo, pero
sin apagar el motor, por si hubiera que arrancar a toda prisa.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Nico –. Ocupan todo el
camino.
–Pues tocará esperar a que se aparten –uno de los
elefantes empezó a rascar el suelo con una de sus patas
delanteras, como lo haría un toro antes de embestir.
–A lo mejor podemos mandarles a Sonia, que se lleva
muy bien con ellos –sugirió Zahra recordando la escena de la
ducha.
–Sobre todo estemos quietos, chicos, que no perciba que
somos una amenaza.
–Por la izquierda llegan otros dos –anunció Sonia.
–Esto puede ir para largo –Víctor tomó la radio–. Bakari,
¿qué hacemos?
–¿Cuántos son? –respondió el ayudante
–Seis o siete. Hay una cría…
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–Go on. Horn.
–¿La bocina? –preguntó Nico–. ¿Quiere que les toquemos
la bocina por cruzar indebidamente?
–Más o menos –Víctor aceleró un poco el motor para ver
como reaccionaban los elefantes–. Agarraros, que vamos a
provocar una estampida.
El motor del primer todoterreno rugió y el padre de Zahra
tocó el claxon con reiteración. El elefante más amenazador dio
un paso adelante, pero al comprobar que no era un farol, giró
sobre sus pasos con mucha elegancia y barritó alarmado hacia el
resto de la manada. Entonces se desplazaron todos hacia la
derecha, dejando la ruta libre y permitiendo que los dos
vehículos se lanzaran a toda velocidad en busca de la caldera del
Ngorongoro.
–¡A por ellos, que son pocos y cobardes! –gritó Zahra
eufórica mientras ayudaba a tocar el claxon.
–¡Adiós pringaditos! –les dijo Sonia a los espantados
paquidermos.
Víctor miró por el espejo retrovisor hacia Bakari, que reía
alegremente cigarro en mano. Nunca dejaría de sorprenderle.
Una vez en las pistas llanas, aumentaron la velocidad.
Bakari dejó abierta la radio y sintonizó la frecuencia que usaban
algunos de los mayoristas que operaban por el cráter. Su objetivo
era conocer nuevos avistamientos de animales interesantes. Entre
ellos no estaría el león blanco que la joven creía haber visto.
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Por el camino vieron a un grupo de unos treinta impalas,
caminando muy despacio hacia lo que quedaba de la laguna, un
buen lugar para encontrar animales en la estación seca. Entonces
Bakari llamó por la radio y ambos Toyotas se detuvieron.
–Dime…
–Rino.
–¿Dónde? –Víctor hizo un gesto a los jóvenes para que
estuvieran atentos.
–A la derecha. Trescientos metros.
–De acuerdo. Nos orillamos en ese claro.
–¿Qué ha visto? –quiso saber Nico.
–Una pareja de rinocerontes. Están un poco lejos de la
pista y se van alejando, pero tenemos las cámaras y los
prismáticos. Esperad, que abro el techo solar y desde aquí los
podréis ver.
Las sombras oscuras de aquellos fabulosos animales se
movían lentamente en dirección a las montañas. A pesar de
haberlos visto en el parque zoológico, Zahra nunca podría
olvidar la majestuosidad con la que recorrían el Ngorongoro
aquellas siluetas que parecían surgir de épocas pretéritas. En los
tres días que llevaba en África había descubierto que había seres
cuyas esencias se fundían con la tierra en la que nacieron, como
el elefante o el hipopótamo, pero que fuera de ella, en una jaula o
en un documental, perdían su armonía. Sin embargo el ser
humano suele explorar muchos caminos antes de encontrar su
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bandera o su hogar siguiendo la voz de su corazón. Quizás su
padre continuaba su busca y había descubierto que África era el
reflejo más nítido de ese paraíso que llevaba dentro y que le
había alejado de sus seres queridos. Por eso se emocionó al
vislumbrar aquellos rinocerontes fantasmales porque, aunque
podría apreciar sus detalles en cualquier pantalla, nunca, como
en esa mañana, volvería a palpar el rastro de sus almas. También
ahora percibía con más claridad a su padre, pero aún no se había
reencontrado con aquel espíritu pleno de ilusión que recordaba
de su niñez.
–¡Qué pena que estén tan lejos! –se lamentó Sonia.
–Al contrario, tía. Hemos sido afortunadas por verlos en
Tanzania.
–People –Bakari se acercó al Toyota–. Big five!
–¿Un leopardo? –preguntó Víctor.
–Sí. Radio. Van todos para allá. Dame el mapa.
–¿Tenemos el leopardo? –Nico bajó para enterarse.
–En el cruce –Bakari señaló dos caminos que convergían
frente a un arroyo–. Arboleda.
–Eso está a unos quince kilómetros –estimó el padre de
Zahra.
–Habrá que correr –a Zahra le brillaban los ojos.
–Pues vamos. Todos a bordo. Estamos a veinte minutos
del leopardo, tenemos el depósito medio lleno, es de día y
llevamos gafas de sol. ¡Vamos!
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Al cabo de unos años, Víctor había retomado ese guiño
cinéfilo que solía decirle a su hija cuando cogían el coche.
Durante un instante Zahra creyó evocar a ese padre que tanto
echaba de menos.
Cuando llegaron allí les aguardaba un auténtico
embotellamiento, como el que se solía formar en los picnic sites.
Aparcaron al final de la fila y se dirigieron a la cabecera, donde
decenas de turistas, cámaras en mano, apuntaban a unos árboles
algo mustios. Sobre la rama de uno de ellos dormitaba un
leopardo aburrido de tanto intruso pendiente de sus movimientos.
–¡Menudo gatito! –exclamó Sonia–. Ese es más grande
que Avalon.
–Sí –Zahra evocó a su querida mascota–. ¿Qué estará
haciendo ahora?
A mucha distancia de allí, Avalon se retorcía entre los pies de
Marta, la madre de Zahra, en una de las mesas del Hatsheptut.
Frente a ella el profesor Falco, y a su derecha Tarek. Inés, la
nueva camarera les llenó parcialmente las copas de vino y se
retiró.
–Vamos a ver si lo he entendido, porque me reconocerá
usted que no es fácil –dijo Marta–. Resulta que el Museo
Arqueológico de Madrid va a cerrar por reforma, dejando una
pequeña muestra con sus piezas más populares, por lo que usted
quiere aprovechar la ocasión para solicitar un préstamo del senet,
para lo cual necesita mi ayuda.
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–Eso es.
–Hasta ahí, de acuerdo, pero lo que no acabo de
comprender es el papel de Zahra en todo esto y lo del viaje a
Jordania.
–¿Me permite, Marta? –intervino Tarek tras exprimir el
limón sobre el ful medames egipcio–. Nuestro amigo Falco
podría limitarse a hacerse cargo del seguro del senet y a
compensarnos con una gratificación económica, pero lo que nos
ofrece a cambio es algo mucho más valioso para Zahra:
recuperar el colgante. Para ello es primordial que ella acuda al
encuentro de coleccionistas en Jordania.
–Profesor, Tarek sabe que no entiendo todo ese mundo de
la arqueología, los tesoros y las antigüedades –miró con
cansancio al egipcio–. Incluso él sabe que me ha causado más
dolor que otra cosa. Además, estamos hablando de un delito y
fue denunciado en su momento. Comprenderá que prefiera
esperar y que no apruebe esa idea de llevar a mi hija frente a esa
persona –Marta se llevó la copa a la boca–. Sobre lo del
préstamo, perfecto, no se preocupe. Mañana mismo llamo al
museo e intentamos complacerle.
–Señora Giménez –Falco la miró a los ojos con una
inmensa sonrisa–. Le voy a contar una historia… –Avalon trepó
a las piernas del profesor.
–¡Avalon! ¡Bájate de ahí! –ordenó Marta.
–¡No, por favor! Déjele, que él forma parte de esa historia
–Avalon cerró los ojos y se acurrucó en su regazo–. Imagínese a
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un gatito como este escapando por una puerta entreabierta y a
una mujer llamándolo por toda la casa. Nuestra protagonista sale
a buscarlo, pero descubre que el jardín, las calles, su ciudad, han
desaparecido, sólo queda un vasto desierto.
–Profesor, yo… –Marta soltó los cubiertos e interrogó
con la mirada a Tarek.
–… La mujer llama inútilmente al gato y este parece que
ha sido tragado por la arena. Entonces ella se tira al suelo, excava
con sus manos, pero sólo logra que los diminutos granos se
derramen entre sus dedos. Llora, se desespera y se arrodilla
vencida. Entonces una sombra se acerca a ella y pronuncia su
nombre. La mujer lleva ahora unos hermosos ropajes beduinos,
se da la vuelta, y ve la esbelta silueta de un viajero que le
muestra a su gato.
–No es posible –dijo Marta levantándose bruscamente de
la mesa–. ¿Cómo puede saber…?
–El viajero le ofrece la mano y la mujer le acompaña.
Donde estaba la casa hay ahora una jaima. Donde había una vida
mustia ahora nace la pasión.
–¡Es el sueño que tuve hace unos días! ¡No se lo he
contado a nadie! –Falco se levantó muy despacio y ayudó a
Marta a sentarse con suma delicadeza–. ¡Tarek! ¿Qué está
pasando?
–Señora, yo… –Tarek estaba tan sorprendido como ella.
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–Marta, el colgante de Zahra es un animata res muy
poderosa. Alguien vela por su hija, y eso nos ayudará, pero el
tiempo juega en nuestra contra. Hay que decidirse...
Avalon abrió los ojos y lamió la mano del profesor Falco.
Ronroneó y estiró sus patas, al mismo tiempo que lo hacía un
leopardo en la lejana África.
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Capítulo 50
Belchite
–Recuerdo que me desperté sobresaltada, como esas veces que te
ves cayendo y saltas de la cama –Sonia sorbió un poquito de su
refresco sin dejar de mirar la fogata–. La luna iluminaba toda la
habitación. Me pareció hermosa… –Nico instintivamente miró
hacia el cielo despejado del cráter–. Entonces me vestí sin
pensarlo, cerré la puerta de la habitación y anduve con mucho
sigilo hacia el aparador. Me agaché y tanteé entre las
herramientas hasta encontrar la linterna.
–¿Qué pensabas hacer? –preguntó Zahra.
–No sé. Estaba metida en un sueño, como me pasó en
Glastonbury o en nochevieja –Nico acarició la mano de Sonia–.
Salí a la calle y avancé hacia la carretera. Al fondo, tras los
últimos faroles la oscuridad del pueblo viejo.
–El pueblo viejo de Belchite se conserva tal y como
quedó tras una terrible batalla de la Guerra Civil Española –
explicó Víctor mirando hacia Bakari.
–Cuando me detuve frente al Arco de la Villa comencé a
sentir frío, como ya me ha sucedido otras veces –Sonia se ajustó
el jersey sobre los hombros. En la lejanía, más allá del campsite,
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se escuchó el rugido de un león. Los tres jóvenes observaron de
soslayo a Bakari, que seguía jugando con su cigarrillo tan ufano.
»Allí, asomada al portón, carcomido por las balas y los
golpes, se asomó una mujer joven, vestida de negro. Su rostro
opaco, de párpados caídos, estaba atravesado por un surco de
sangre coagulada.
»¿Sabéis lo más extraño? No fue el terror lo que me
paralizó y me impidió correr, no. Paulatinamente el temblor dio
paso a una calida sensación de paz. Entonces lo supe. Ella me
estaba esperando y no me haría daño. Intenté aproximarme, pero
se desvaneció.
–¿Recuerdas lo que dijo el mago de Lavapiés, Zahra? –
intervino Nico mientras su chica hacía un alto en el relato y
azuzaba el fuego–. Dijo que entre las rocas más escarpadas Sonia
sería consuelo para las almas perdidas, como en la bodega del
Hatshepsut, pero que muchas de sus cargas caerían sobre ella.
También habló de una mujer de su familia que estaba
atormentada entre las ruinas de un pueblo muerto. Sonia debía
rescatarla de su cautiverio.
–Claro que lo recuerdo…
–¿Te das cuenta? Merlín, Belchite… Las profecías se
están cumpliendo. ¿No es fantástico? –Bakari, con una sonrisa
burlona, observó la cara estupefacta del padre de Zahra.
–Bueno, Nico. Déjame que termine –Sonia le dio un beso
en la mejilla–. Yo pensé lo mismo que él, lo del mago y toda esa
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movida, así que le pedí a mi tía que me enseñara fotos de la
familia de mi madre, que tenía mucha curiosidad por conocer la
historia de la guerra y todo eso.
–Falsa… –le dijo Zahra tirándole una avellana.
–Me tuvo una eternidad explicándome cada una de las
fotos que guardaba en una caja de zapatos. Comuniones,
bautizos, bodas… Debo tener más primos que espinillas… Mi
madre estaba atónita, porque sabe que siempre he pasado mucho
de estas cosas. Al cabo de una hora encontré lo que buscaba.
–¿El qué? –se impacientó Víctor.
–Estaba muy vieja, pero se veían a tres mujeres con unos
cántaros junto a una fuente de metal. Una de ellas era una tía
abuela que había muerto de joven durante los bombardeos. No
tendría más de quince años en esa foto. Le di la vuelta y ponía
“Abuela, mamá y Pilar. Abril-1935”.
–Según lo que he visto por internet, la ofensiva sobre
Belchite fue en septiembre del treinta y siete –aportó Nico.
–¡Qué joven! Es una pena –comentó Víctor.
–La tía Pilar quería pedirme algo –dijo Sonia sonriendo
con melancolía–. Después de comer, me fui sola al pueblo viejo.
Hacía un calor asfixiante, pero era una buena hora para no
toparse con turistas curiosos.
»Pasado el arco comienza una larga calle, que tuvo que
ser muy señorial viendo las altas fachadas. Al principio da un
poco de miedo, porque parece que las paredes van a desplomarse
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sobre ti. Hay que hacer un esfuerzo para entender que llevan ahí
aguantando desde hace setenta años sin que pase nada grave.
»Las estructuras, pilares, muros, todavía permanecían
como esqueletos sin encarnadura. La verdad es que acojonar, sí
que acojonaba un poco. Los muros eran ocres y estaban
perforados por la metralla y el estallido de los obuses. La
mayoría de los techos se habían derrumbado liberando la madera.
Algunos balcones habían perdido el suelo dejando la forja
aferrada a los salientes.
»Las
calles
eran
estrechas
veredas
de
cascotes
flanqueadas por pequeños arbustos. Algunos arcos se mantenían
alzados, como si se rebelaran ante la destrucción, y las vigas que
habían rodado sobre las montañas de ladrillos eran ahora
apuntalamientos improvisados. Era como si… No sé…
–¿Como si el pueblo se resistiera a desaparecer? –
preguntó Zahra.
–Algo así. Sí. La tierra estaba… Estaba como quemada
de soledad. Hasta unos escarabajos negrísimos corrían como si el
suelo ardiera. Las ramas de algunos árboles se retorcían para
abrazar a las casas más orgullosas, como si las protegieran. ¿Os
dais cuenta? Había vida en todo aquel escenario de destrucción.
Por un lado me tranquilizaba, pero por el otro…
–¿Notabas algo especial? –quiso saber Zahra.
–Serían las tres o las cuatro de la tarde, pero sentía que el
sudor me helaba el cuerpo.
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»Llegué a la Plaza Nueva, donde estaba lo que fue la
fuente que había visto en la foto. Más adelante, en la Plaza Vieja,
la Cruz de los Caídos, forjada por prisioneros republicanos, que
fue colocada sobre el lugar donde reposaron los cadáveres tras el
cerco a la ciudad. Tras ella había un muro derruido… Comencé a
tiritar y me pareció oír las descargas de los pelotones de
fusilamiento.
–¡Qué fuerte! –exclamó Zahra.
–Sentí una tremenda congoja. Corrí, corrí sin rumbo…
Notaba unos dedos de hielo invisibles que me rozaban los
hombros y los brazos avisándome de que Pilar no estaba sola.
Grité su nombre, suponiendo que ella guiaría mis pasos.
–Cariño… –musitó Nico acariciando el pelo de Sonia.
–En mi huída, recorrí toda la calle Mayor hasta llegar a la
Iglesia de San Martín. Su silueta irreal, con sus puertas
entreabiertas, curiosamente me resultaba acogedora. En una de
ellas, una tierna, pero triste, leyenda: pueblo viejo de Belchite, ya
no te rondan zagales, ya no se oirán las jotas que cantaban
nuestros padres. La escribió Natalio, un vecino de mi tía. Crucé
el dintel, impresionada por la inmensa desolación del lugar. Las
naves laterales mantenían sus arcos, pero no quedaba ni rastro
del techo. La cúpula de los Evangelistas, que conservaba algunos
frescos, entre ellos un cordero, estaba horadada por los impactos
de los obuses, a través de los cuales se colaba el sol.
»Había un montículo de cemento en el suelo que parecía
tapar algo. Puse la mano sobre él y creí ver como este
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desaparecía para transformarse en un agujero negrísimo. Una
bocanada de aire viciado me echó para atrás. Me levanté y me
dirigí hacia la salida.
»Entre las dos puertas rendidas distinguí dos siluetas. La
lejana torre del Reloj y, bajo el dintel, la esencia de Pilar. Dejé de
sentir miedo, caminé hacia ella, pero desapareció como la noche
anterior.
»¿Recuerdas, Zahra, lo que me pasó en la estación de Sol
en nochevieja? –Su amiga asintió–. Pues debió ser algo
premonitorio, no sé… Al salir de San Martín el llanto de un niño
se escuchaba a mi derecha, donde estaban los restos del convento
de San Rafael. También se percibían en la lejanía los motores de
un avión, pero el cielo estaba vacío. El ruido era cada vez más
fuerte, hasta que el silbido de una bomba pasó cerca de mí y se
produjo el impacto cerca de una de las tantas casas derruidas.
–¿Viste algo? –preguntó Víctor, que estaba realmente
asombrado.
–¡Nada! Calma chicha. Me aproximé a esa casa. No tenía
puerta, así que me metí.
–¡Qué huevos tienes! –comentó Zahra.
–La habitación estaba llena de basura y restos de
muebles. Una pared seguía preservada con gran parte de su
pintura azul original y, sobre ella, la madera de lo que fue la
escalera, bajo la cual subsistían los restos de un armario
empotrado, como una alacena. Alguien había dejado allí una
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litrona de cerveza. A la izquierda, una pendiente muy
pronunciada, cubierta de escombros, llevaba al sótano. Mi tía me
ha contado que durante la guerra los vecinos comunicaron las
bodegas mediante túneles, para estar juntos y protegerse.
»Estuve tentada de bajar, pero tenía miedo a tener un
accidente y que nadie me encontrara. Ya regresaba a casa
cuando, al pasar junto a la litrona, descubrí un objeto que antes
no estaba allí: una caja de hojalata de una pastelería zaragozana,
bastante oxidada y con la tapa abollada. Dentro había un taco de
cartas atadas con un cordel y otra en un sobre. La tomé con
delicadeza, sabiendo que era el tesoro que había venido a buscar
al pueblo de mi madre.
–¿Y? –preguntó Víctor.
–Localicé al destinatario de esa carta en una residencia de
Zaragoza. Era muy mayor, pero todavía vivía. Le entregué la
caja de Pilar y le leí la carta que ella nunca pudo mandar.
–¿Volviste a verla alguna vez? –preguntó Zahra.
–Creo que sí… La noche antes a mi vuelta a Madrid de
nuevo me desperté sin motivo. Esta vez no me fui al pueblo
viejo, sino que me senté junto a la ventana a contemplar el cielo.
Entonces vi una sombra cruzar la calle, detenerse frente a la
ventana, y continuar su camino. Me sentí reconfortada por dentro
y, sí, pienso que fue ella, que vino a despedirse de mí y a
recordarme su encargo.
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–Bakari, ¿has visto que historias traen estos chicos desde
España?
–Too young for big spliff… –el masai se levantó entre
risas para recoger la cena.
–¿Qué ha dicho? –quiso saber Sonia.
–Algo sobre un porro –dijo Zahra riendo–. Entre el mago
de Nico, los fantasmas de Sonia y mi león blanco, nuestro amigo
va a pensar que estamos de la olla.
–Me temo que sí, hija –Víctor también empezaba a
planteárselo.
–¿Y tú, papá? –Sonia y Nico se alejaron cogidos de la
cintura para hacer una última visita a los baños antes de dormir,
por lo que padre e hija quedaron solos entre los rescoldos de la
hoguera.
–Tu abuelo contaba muchas historias… –Víctor encendió
otro farol.
–¿Sobre fantasmas?
–No, bueno… Cosas de Glastonbury. Lo del colgante y
todo eso.
–De cría, cuando me iba a acostar, me leías algún tomo
de Tintín o me enseñabas algún objeto que hubieras traído en
uno de tus viajes y te inventabas fabulosas trolas sobre él
–A veces eran ciertas, no creas…
–Pues las he echado de menos estos años.
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–¿En serio? Pues ya eres muy mayor. He notado el
cambio, ¿sabes? Un padre percibe esas cosas.
–Quizás por eso ya no valen las mentiras o las fábulas de
mi niñez. ¿Por qué no me hablas de Glastonbury, de la bisabuela
Grace y del colgante?
–¿Ahora?
–Papá, mira el firmamento –las estrellas bailaban
alrededor de la luna–. ¡Qué bonito! Comprendo que te hayas
enamorado de África –Víctor bajó un poco la mirada–. Es el
lugar y el momento para descubrir más cosas de mi familia. ¿No
te parece?
–De acuerdo. Tú ganas. Eres tan obstinada como tu
madre –Zahra se acurrucó sobre él.
–Ojalá estuviera aquí… –Víctor encogió los hombros con
impotencia–. Pero, ¡venga!, no perdamos el tiempo, que es tarde.
–Veamos… La bisabuela Grace era muy especial. Era
una de las sacerdotisas de la Diosa, ¿lo sabías? –Zahra asintió–.
Yo la recuerdo con sus largos vestidos de colores, arrodillada
ante el altar, ayudando a los vecinos de Glastonbury que acudían
a ella. Su marido, Patrick, era distinto… Digamos que menos
espiritual o no en el mismo sentido.
–Me contó la tía Margaret que él era cristiano.
–Sí, por eso creo que nunca llegó a ser feliz del todo con
ella. La quería con pasión, pero sé que discutían bastante por el
tema de la religión. Se suponía que ella había renunciado a la
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Diosa por amor, para casarse como una católica más, pero
realmente nunca lo hizo.
–Sé cómo se enamoraron, lo del crop circle y demás.
También conozco el origen del colgante y su fuerza como
amuleto de defensa.
–Entonces, ¿qué quieres saber?
–Por ejemplo, ¿qué debo hacer con el colgante, papá?
–No sé… Grace decía que una mujer de su descendencia
estaba destinada a seguir sus pasos y que sería capaz de dialogar
con la Diosa a través de la naturaleza, arte que ella nunca llegó a
dominar. Su matrimonio con Patrick, un hombre aferrado al
campo, era el complemento que necesitaba para reforzar ese
vínculo con la tierra.
–Creo que eso lo entiendo.
–Siempre pensó que la tía Margaret sería esa persona. Sé
por tu abuelo que ella hizo todo lo que le pidió su madre, entró
en el templo, asumió las enseñanzas, pero no logró esa especie
de comunión con la naturaleza. Llevó el colgante mucho tiempo
y tuvo varios gatos…
–¿Gatos? ¡Yo ya tengo el mío!
–Los gatos fueron perseguidos en la Edad Media por
asociarse con la brujería y los cultos paganos. Grace hablaba con
ellos y ellos la cuidaban.
–Avalon…
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–Efectivamente. Cuando tu madre me contó lo de la gata
que te defendió en el aparcamiento de Glastonbury me di cuenta
de que tu abuelo podría estar en lo cierto. Él te regaló el colgante
porque naciste en la festividad de la Madre de Fuego y lo tomó
como una señal. Decía que tenías que ser tú, que Grace llevaba
razón. Imagínate a tu pobre madre cuando le escuchaba hablar de
todo eso… –Nico y Sonia saludaron y entraron en la tienda.
–Por mí seguid con vuestras cosas –dijo Sonia dándole un
mordisco a Nico.
–¡Sonia! –protestó este sonriendo.
–Será mejor que terminemos, hija, que tienes que irte con
tus amigos.
–Entonces, ¿tú también crees que algún día debería
regresar al templo de Glastonbury y probar si es mi sitio?
–¡No! ¡Claro que no! Eres tan joven –acarició su pelo–.
Tienes que vivir, estudiar mucho, enamorarte, viajar… Puede
que algún día sientas esa llamada. Si Grace estaba en lo cierto,
llevas en tu sangre lo esencial de lo masculino y de lo femenino,
del sol y de la luna. Y algo mucho más valioso que ella nunca
supuso.
–¿El qué?
–El corazón fuerte de tu madre.
–Siempre me he preguntado el motivo por el que…
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–¿No te parece que ya hemos hablado bastante por hoy? –
Le cogió de la nariz como si fuera a quitársela.
–Vale, pero me debes otro fuego nocturno –le dio un
beso.
La noche cerrada cubría el cráter. Sonia y Nico dormían
abrazados. A un lado, Zahra soñaba con su gatito Avalon y una
sonrisa se dibujó en su rostro calmado.
En el exterior la luz del farol, mecida por la brisa, se
agitaba inquieta sobre la lona de la tienda, iluminando
fugazmente una silueta blanca que velaba el descanso de Zahra.
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Capítulo 51
Saunders Globus
Kondoa, situada en la región de Dodoma, tenía un paisaje muy
distinto al del cráter. Grandes piedras, resquebrajadas por las
fallas y el transcurrir de los siglos, brotaban del suelo creando
cuevas, voladizos y refugios naturales donde los primeros
habitantes plasmaron con sus pinturas rupestres, sus creencias y
hechos cotidianos. En casi doscientos lugares distintos de la
región se conservaban dibujos trazados sobre las rocas, siempre
con pigmentos rojizos o anaranjados. Mientras que los animales
solían distinguirse por sus rasgos más realistas, los hombres se
mostraban con cuerpos muy estilizados, manos incompletas y
cabezas voluminosas. La mayoría de las escenas parecían
representar momentos de cacería, ritos o peleas para conseguir el
favor de una mujer.
Si las carreteras de Tanzania nunca obtendrían la
categoría de comarcal en España, las que se adentraban en
Kondoa eran simples pistas de grava muy degradadas. Ese
inconveniente, añadido al peso del remolque del globo, provocó
que Zahra y los demás no llegaran al campamento hasta la noche.
El yacimiento, patrocinado por la Comunidad Europea,
reunía a tres arqueólogos que realizaban labores de catalogación
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y consolidación de las pinturas encontradas en un conjunto de
rocas que se levantaba treinta metros por encima del suelo.
Kisarka, un guía nativo, vigilaba la zona y hacía labores de
conductor. También estaba Serbuli, el cocinero e intendente del
campamento.
Víctor y Bakari saludaron a Serbuli con familiaridad. Por
ellos supieron que Geno, Isabella y Will, que formaban el equipo
de trabajo, y Kisarka no regresarían hasta el día siguiente, ya que
habían ido al aeropuerto de Arusha para recoger unos materiales
que llegaban desde Bruselas.
Serbuli les ayudó a montar las tiendas sobre unas
plataformas construidas con piedra y argamasa que aislaban del
suelo. Junto a ellas había dos cabañas, una chocita con materiales
y más tiendas de campaña. Entre las dos cabañas, una cuerda con
ropa tendida y un bidón abierto que hacía de lavadero. Al otro
extremo, junto a las tiendas, había una empalizada donde estaba
la letrina y la ducha, con un depósito y un extraño artefacto
similar a una bicicleta estática muy rudimentaria. Cuando Nico
se interesó por él, el padre de Zahra le explicó que se usaba como
bomba de agua.
Tras montar el campamento cenaron a base de latas de
conserva para acostarse pronto, porque al día siguiente tocaría
madrugar para realizar el esperado viaje en globo.
El sol se desperezaba muy despacio sobre Kondoa, jugando al
escondite entre las quebradas rocas del entorno del campamento.
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La envoltura del globo estaba compuesta por franjas rojas y
blancas, al “estilo colchonero”, según apuntó Sonia. Bakari y
Víctor estiraron la gigantesca tela de nylon, que estaba unida a la
canasta de junco mediante cables tensores. En la anilla de la
envoltura se colocó un ventilador que funcionaba con un motor
de gasolina. A los pocos minutos, el aire fue moldeando la
habitual silueta del globo, momento en el que Víctor realizó una
inspección de las costuras y revisó que no hubiera desgarros.
Una vez fuera dirigió los quemadores hacia el aire atrapado y
poco a poco este fue levantando el globo.
La canasta estaba dividida en dos compartimientos, uno
para el piloto, los quemadores y el gas, y otro, con un toldillo,
para los pasajeros. Zahra se colocó con su padre mientras que
Nico y Sonia lo hicieron en el otro, con bastante más espacio
para moverse. Desde fuera daba la impresión de tener unas
dimensiones más reducidas.
Cuando los amarres se tensaron, Bakari fue soltándolos y
el globo comenzó a elevarse. Víctor hizo la primera prueba con
la radio.
–Subiendo…
–Okey –respondió Bakari desde el Toyota nuevo.
El masai colocó de nuevo el remolque y arrancó para
seguir al globo desde la distancia. Siempre se conocía el origen,
pero nunca el destino. Víctor debía aprovechar las corrientes
favorables y estar muy pendiente de la velocidad del viento,
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porque si esta se tornara excesiva convendría aterrizar. Todavía
no era un piloto experto.
El globo comenzó a surcar el cielo africano, meciéndose
con suavidad. Sólo se escuchaba el rugido de los quemadores. La
sombra redonda iba derramándose por el suelo, como una nube
solitaria que apenas cobijara.
Aunque la pelea de los ingleses contra la mosca Tse-Tse,
que dependía mucho de la población de antílopes, había
diezmado mucho la fauna en esta zona de Tanzania, algunos
babuinos descendían de los árboles para contemplar el extraño
fenómeno de aquel sol rojiblanco con la leyenda “Saunders
Globus” impresa alrededor. El viento fresco de la mañana
azotaba los rostros de los tres amigos, menos curtidos que el de
Víctor, llenando sus pulmones de aire puro y vitalidad. Nico y
Sonia se abrazaron emocionados por la experiencia y se dieron
un largo y profundo beso. Zahra se dio la vuelta y se agarró a su
padre.
–Se les ve muy enamorados –comentó Víctor algo
azorado.
–Estaban predestinados, seguro.
–¿Y tú, cariño?
–¿Yo?
–Te vas a reír, pero siempre pensé que Nico…
–Es mi mejor amigo. Le quiero un montón. Tenemos más
química que física.
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–¿No hay…? Ya me entiendes…
–¿Un novio?
–O pareja o como lo llaméis ahora.
–¡Eres un cotilla!
–Dale al quemador. Ahí… Perfecto. Encima que no te
cobro por subirte… Merezco algo de información, ¿no?
–Vale. Alguna cosita ha habido.
–Me contó tu madre lo del chico de Albaidalle, el de la
cueva, el hijo del pintor, que vino a verte a Madrid y trató de
impedir que te quitaran el colgante. Creo que le recuerdo de
cuando era niño…
–Tiene su chica en el pueblo, así que olvídate.
–Mejor, que vive muy lejos.
–¡Papá!
–Hay que ser prácticos y buscarse el ligue cerca.
–No busco…
–¿Sabes qué decía tu tía Margaret? –Zahra negó con la
cabeza, pero esbozó una amplia sonrisa al recordar a su
entrañable anfitriona en la tierra de Avalon–. Cuando dejes de
buscar encontrarás.
–Ah, ¿sí? Giro la botella. ¡Plin! Te toca. ¿Y tú qué?
–Espera que mire el viento…
–¡Cobarde!
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Sonia le pasó una cámara a Zahra para que les
fotografiase. Luego Zahra se la pasó a Sonia para así nunca
olvidar su encuentro con su padre en África. Rodeando los
quemadores, Víctor fue capaz de encuadrar a los tres amigos.
Años más tarde, aquella foto quedaría como el instante de
suprema felicidad de una adolescencia que pronto tocaría a su
fin. Por un instante, Víctor sintió envidia de la vitalidad de
aquellos tres jóvenes, pero se consoló recreándose en la inmensa
pereza que le daría empezar de nuevo la vida adulta. Cambiaría
algunas cosas, por supuesto, pero estaba seguro de cometer
nuevos errores al intentar evitar otros. No valdría la pena.
Cuando el gas se estaba agotando, Víctor fue comentando con
Bakari posibles zonas de aterrizaje. El masai estacionó en una
llanura con pocas rocas, cercana a la pista, y desde allí avisó a su
jefe.
–Chicos, se termina el viaje. No hay mucho viento pero,
por precaución… Agarraos muy bien a la cesta por la parte
interior.
–¿Dónde vamos a caer? –preguntó Nico.
–No seas cenizo, tío –contestó Sonia–. Se dice aterrizar.
–Pues eso, aterrizar.
–Mirad, allí está Bakari esperando –Víctor fue abriendo
la válvula–. Nos ha preparado un picnic para recuperar las
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fuerzas mientras recogemos el globo. ¿Os ha gustado la
experiencia?
–Flipante, papá.
–Y pensar que te pagan por esto –dijo Sonia–. No es mal
trabajo.
–Hay épocas y épocas. Durante las lluvias salimos poco y
nos trasladamos a Zanzíbar para volar con amarre en las playas.
–¿Qué es eso? –quiso saber Nico.
–Pues ascendemos el globo con turistas, pero sin soltar la
cuerda, en vertical, para que contemplen el paisaje. A ellos les
sale muy barato y nosotros vendemos muchos boletos. Calcula
seis o siete pasajeros cada treinta minutos.
–Ya estamos descendiendo –apuntó Zahra–. Esto me
recuerda al vuelo de avión de los protagonistas de Memorias de
África.
–No, es más bello en globo, porque sólo se escuchan los
pájaros y el viento –corrigió Sonia tomando la mano de Nico y
colocando su cabeza sobre ella–. ¡Es mágico!
–Me hacéis muy feliz, chicos –añadió Víctor–. Ya
estamos cerca. ¡Zahra, agarra ese cabo!
El globo fue descendiendo cuidadosamente, hasta que la
canastilla rozó el suelo, dio un pequeño rebote y avanzó un par
de metros depositándose sobre el pasto seco. Bakari agarró el
cabo de Zahra y lo anudó al remolque. Luego tomó otro cabo que
le ofreció Nico y lo fijo al enganche del Toyota. Víctor abrió
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totalmente la válvula, saltó de la canastilla y acudió con Bakari
para tumbar la envoltura.
Sonia y Nico se besaron una vez más para despedir su
primera gran aventura en globo. Zahra les iba a hacer una foto
furtiva cuando un mono babuino saltó sobre la canastilla. Sonia
notó que una masa gris peluda le rozaba el hombro y gritó
asustada.
–Esto te pasa por empacharte de Nico, mi loba –dijo
Zahra persiguiendo al mono con la cámara.
–¡Qué susto me ha dado el cabrón ese!
El animalito saltó hacia el quemador, tocó la boquilla de
metal, chilló dolorido y huyó hacia los árboles, donde otros
babuinos parecían burlarse de su temerario compañero.
Bakari reía alegremente con su cigarro en la boca,
mientras ayudaba a estirar la lona: –This is Africa, my friends…
Nunca sabes qué pasará…
El masai tomó a Sonia de la mano, haciendo una
reverencia a Nico, y comenzó a canturrear y a bailar una canción
de Bob Marley, al cual escuchaba a todas horas en el Toyota
viejo: So, Africa unite, cause the children wanna come home,
Africa unite, cause we're moving right out of Babylon, yea…
Nico y Zahra se unieron a la improvisada fiesta haciendo
también el ganso.
En el cielo, el sol cercano de África iluminaba ya toda la
estepa anunciando un nuevo día en el centro de Tanzania.
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Capítulo 52
El león blanco
Había una distancia de poco más de un kilómetro entre el
campsite y el yacimiento, por lo que Víctor consideró que era
mejor recorrerla en el Toyota. Bakari se quedó para echar una
mano a Serbuli, que hoy tendría más trabajo del habitual.
El área de trabajo consistía en dos rocas casi cilíndricas,
con un hueco en medio cubierto de vegetación, donde estaba la
entrada a la cueva. Will, de origen británico, había bautizado el
lugar como el “Big Mac”, por su parecido a una hamburguesa.
Cuando el padre de Zahra comentó esto por el camino, los tres
jóvenes suspiraron por una dieta sin conservas, arroz, pollo o
pasta de maíz.
A la llegada les recibió Kisarka, con un uniforme militar
que contrastaba con su amplia y blanquísima sonrisa.
–Saunders, amigo.
–Kisarka, ¿qué tal? –se apretaron las manos para
aproximarse en un rápido abrazo –. Te traigo unos visitantes muy
especiales.
–You are welcome, amigos.
–Ella es mi hija Zahra… Sonia y Nico.
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–Hija guapa. ¿Seguro que es tuya?
–No me cabe duda… ¿Están dentro?
–Sí, claro –el vigilante hizo sonar el claxon de su pickup.
La figura alta y delgada de Will apareció entre las rocas.
También iba vestido de verde caqui, por lo que Sonia le puso el
mote inmediatamente: –Aquí tenemos al pepinillo del Big Mac.
–¡Calla tía, que te va a oír! –le sugirió Zahra.
Tras las presentaciones, Will les condujo a visitar el
interior. Descendieron por una escalera de madera junto a la que
había una cuerda enganchada a una polea. Zahra no pudo evitar
recordar su aventura en Albaidalle, cuando buscaba el senet en
compañía de Rai y de David. Durante un leve instante se le
encogió un poquito el corazón por la añoranza.
Al final del descenso vieron un generador eléctrico que
funcionaba a toda potencia para llevar la corriente a los focos.
Junto a él una nevera portátil y unos cofres de plástico con
material. Al otro extremo de los cables estaban Geno e Isabella.
La española era doctora en arqueología y llevaba dos años
trabajando en Kondoa tras colaborar con la Unesco. A sus treinta
y ocho años era ya toda una autoridad en el tema de las pinturas
rupestres. Isabella había llegado en diciembre desde Milán y
estaba haciendo el doctorado con Geno.
–¡Buenos días, señoras! –dijo Víctor adelantándose al
resto. La primera en reaccionar fue Geno. Depositó en el suelo su
casco y el pincel, y se acercó a él.
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–Ya estás aquí, cariño –y le dio un cálido abrazo. Víctor
detuvo el ímpetu de la arqueóloga con delicadeza.
–Todavía no… –dijo Víctor para insinuarle a su pareja
que Zahra aún no sabía nada.
–¡Coño! –exclamó Sonia mirando de soslayo a su amiga.
–¿¡Papá…!?
–Hija… –carraspeó levemente–. Esta es Genoveva, una
amiga… Muy… Especial.
Geno mostró orgullosa las pinturas que estaban limpiando a sus
visitantes. La mayoría eran figuras humanoides, muy altas y
estilizadas, pero con cabezas desproporcionadas. En la cara norte
estaban bailando o realizando algún ritual con las manos cogidas
alrededor de otro ser algo más indefinido. Según Isabella podría
tratarse de algún tipo de hechicero con ropas litúrgicas. Will
apostaba más por algún animal que iba a ser sacrificado.
–Si hubieran visto la película de ET comprenderían
algunas cosas… –comentó Sonia.
–¿Por? – preguntó Nico
–A mí me parecen marcianitos –explicó la amiga de
Zahra.
–Es lo que dicen algunas personas –dijo Geno tras
escuchar el comentario–. Los pseudocientíficos, que viven de
publicar libros casi esotéricos, se agarran a este tipo de arte para
justificar la llegada de seres de otros mundos. He leído teorías
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increíbles sobre las pirámides, Stonehenge, Sacsayhuaman, las
propias pinturas de Argelia, que son similares a estas… ¡En fin!
Todo el mundo tiene derecho a ganarse el pan como puede.
–Yo creo que hay cosas que son difíciles de explicar –
corrigió Zahra–. No hay que cerrarse a otras posibilidades.
–Entiendo lo que quieres decir –respondió Geno divertida
ante la mirada inquieta de Víctor–, pero la ciencia tiene
explicaciones para casi todo –avanzó hacia el otro lado de la
cueva–. Fíjate bien en estos dibujos. Las mismas personas, pero
cazando cérvidos con arcos y flechas. Parece evidente que se
trata de razas antecesoras de los masais, un pueblo de alta
estatura, como Bakari.
–¿Y eso? Parece un peine con ojos –preguntó Nico antes
de que Zahra se atrancara en una discusión cuerpo a cuerpo con
la que parecía la novia de su padre.
–Quizás represente una máscara ceremonial–respondió
Isabella–. Si te das cuenta, todas las pinturas son rojizas salvo
esa, que es blanca. Pensamos que es posterior…
–… Puede ser caolín o algún excremento de ave –explicó
Will.
–Lo que sí tenemos claro es que es posterior –aclaró
Geno.
–No eran grandes artistas aquí mis amigos –comentó
Sonia acercando la cara a los cazadores–. Mi primito de seis años
hace los monigotes con más arte.
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–Bueno, yo creo que por hoy toca descansar –Geno
depositó los guantes en uno de los contenedores–. ¡Kisarka!
–¿Os lo lleváis todo, como en mayo? –preguntó Víctor.
–No queda otra solución –respondió Geno–. Nos robaron
el andamio otra vez. También se llevaron el foco grande.
–¿Hay ladrones por aquí? –Nico miró e hizo una mueca
de sorpresa.
–Hay gente que pasa mucha hambre –comentó Isabella–.
Todo esto lo pueden vender o reutilizar. Por eso el gobierno nos
ha puesto a Kisarka.
–Al menos cubren el expediente… –dijo Geno.
Los tres amigos salieron del Big Mac para esperar a que
terminaran. Nico y Sonia se acercaron con intención a Zahra.
–¡Qué fuerte lo de mi padre!
–Es verdad –apoyó Sonia–. Con lo maciza que está la
italiana, liarse con la española. Además, es mucho más joven.
Geno podría ser tu madre… ¡Es de locos!
–No me refiero a eso y lo sabes –comentó Zahra.
–Sonia, a ella le ha dolido que su padre no le contara
nada.
–Ya lo sé, sólo pretendía quitarle hierro al asunto.
–La verdad es que no sé si me duele más el verlo con otra
mujer o el que no se haya atrevido a decírmelo antes de venir.
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–Míralo desde otro punto de vista –reflexionó Nico–.
Tenía miedo de que te enfadaras y que te quedaras en Madrid.
Eso significa que le importaba mucho reencontrarse contigo.
–Dale una oportunidad a… A los dos, claro –dijo Sonia
sosteniendo su mano–. Tus padres son todavía jóvenes y pueden
volver a empezar.
–Cuidadito que ya salen –avisó Nico.
Ya en el Toyota, Nico y Sonia se sentaron atrás, como
siempre, pero esta vez se pusieron a jugar con el móvil para dar
la sensación de que estaban a lo suyo. Víctor se acomodó junto a
su hija y metió la llave de arranque. Antes de emprender el
regreso, acarició la mejilla de su hija: –Sé que debía haberte
avisado, pero no sabía cómo reaccionarías.
–¿Y cómo lo he hecho?
–Pues, sinceramente, mejor de lo que esperaba. Tienes
carácter…
–Me debías una historia en el fuego… ¿Era esta?
–Sí, claro.
–¿Lleváis mucho tiempo?
–Poco más de un año, pero nos vemos poco. Yo paso
muchos días con los clientes y ella debe cumplir unos plazos.
–Si lo piensas despacio, realmente esto no cambia nada…
–Me alegra oír eso. Estaba preocupado.
–Quizás porque no había nada que cambiar.
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–¡Huy! Eso ha dolido, pequeña –Víctor acariciaba el
volante–. Yo quiero que desde este viaje todo sea distinto. Te lo
prometo. Voy a esforzarme. Reconozco que no podía soportar la
vida en Madrid, la ciudad… Tampoco es fácil convivir conmigo.
–Mamá lo ha pasado muy mal…
–Lo sé.
–… Y David se ha perdido tantas cosas que yo sí tuve…
Sólo dime que ha valido la pena.
–Sólo si os recupero a los dos.
Zahra observó pensativa la recogida de los enseres de la
cueva a través del espejo retrovisor. Will y el vigilante cargaban
la pickup mientras Isabella y Geno gesticulaban sin dejar de
observar el Toyota de Saunders Globus.
–Capitán Haddock…
–¿Sí, grumetillo?
–Odio el mundo de los adultos.
–Es lo que sucede cuando te haces grande.
–¿Te cuento un secreto? –su padre asintió–. No dejaré
que el mundo me cambie. Yo lo cambiaré a él.
Víctor Saunders la observó con atención. Aquella futura
mujer era su hija, la niña soñadora e inquieta que siempre quiso
descubrir tierras desconocidas de la mano de Tintín y sus
aventuras. Si había sido capaz de venir hasta África para
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perdonar a su propio padre, ¿cómo dudar de su determinación y
de la fuerza de su corazón?
–¡Claro que sí! –exclamó Víctor–. Que se prepare el
mundo, ¡por mil millones de cañones a babor!
–Aún no te he perdonado, graciosillo…
Y el vehículo enfiló el camino hacia el campamento.
A pesar de la divertida velada de la noche, en la que Bakari,
Kisarka y Serbuli contaron anécdotas sobre turistas de safari,
Zahra se acostó con un poso de tristeza. El descubrimiento de
que su padre se había vuelto a enamorar parecía el definitivo
portazo a su infancia y un recordatorio de que el final de la
adolescencia ya se vislumbraba en la lejanía.
Nico y Sonia dormían a su lado, enfundados en sus sacos,
pero abrazados como dos gusanitos enamorados. Aquel niño que
le acompañaba en sus juegos, su confidente, el amigo
inseparable, también había iniciado la transición hacia la
juventud. Su abuelo ya no estaba y su madre tampoco tardaría
mucho en encontrar el amor. Rai estaría con su Angelita
tomando palomitas y haciéndose cosquillas en un cine de verano.
Tarek algún día regresaría a Egipto y David… David
abandonaría la infancia muy pronto comenzando a explorar el
mundo adulto en busca de su autonomía.
Fue entonces cuando la soledad se abalanzó sobre ella.
Durante unos minutos un viento de desesperanza la zarandeó
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hasta depositarla en la tierra, junto al resto de hojas secas. Y
lloró… Era un desahogo largamente esperado. Ocultó su rostro
sobre la manta que usaba como almohada y se llevó las manos a
su corazón, para reconfortarlo.
El cansancio la venció y las imágenes de la jornada se
agolparon en su subconsciente. Allí acudió su fiel gatito, Avalon,
para colocarse en su regazo y escrutarla con sus ojazos. Él
siempre permanecería fiel. Juntos contemplaban el amanecer en
Stonehenge, sentados sobre una de las pesadas losas de piedra. El
astro rey los cegaba, pero la tibieza de sus primeros rayos
secaron las lágrimas de Zahra.
El círculo de piedra parecía incendiarse con el comienzo
de un nuevo día. Deslumbrada, acarició a Avalon, cuyo pelo
negro se aclaraba con la luz. El color de las pupilas de su
mascota también se tornaron blanquecinas. Al verlo así, Zahra se
sobresaltó liberando al gatito, que correteó hacia el centro de
Stonehenge.
El rostro níveo de Avalon se vislumbraba tras la lona. Se
levantó muy despacio, para no despertar a sus amigos y se asomó
al exterior. La visión del león blanco la asustó, lanzándose de
espaldas hacia el saco. Sonia se removió inquieta. La silueta del
majestuoso animal seguía inmóvil en el exterior.
El recuerdo de Avalon la tranquilizaba y su instinto le
decía que no debía temer nada. Con más sigilo se incorporó de
nuevo y entreabrió la rendija de entrada. El león se había
tumbado junto a uno de los faroles de Bakari, el cual le daba un
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aspecto fantasmal. Su cabeza, de pelo lechoso, estaba apoyada
sobre las patas delanteras, en lo que parecía un gesto de sumisión
o respeto.
Zahra se sentó frente al felino y le miró a los ojos. Ambos
se quedaron quietos durante unos instantes, hasta que el león se
giró muy despacio y comenzó a alejarse. Como la joven no se
movía, él se detuvo y dirigió su mirada hacia ella. Luego se
internó en la oscuridad, por detrás de los vehículos,
resplandeciendo entre la vegetación.
Asombrada de su propia temeridad, Zahra sacó de la
tienda sus botas y se las puso para caminar en pos de aquella
aparición surgida de la noche.
A los pocos metros lo vio de nuevo, centelleando entre la
maleza seca, y avanzando con cuidado, como si se dispusiera a
cazar. Así transcurrió un tiempo que para Zahra fue una
eternidad. De vez en cuando el animal se paraba y olisqueaba el
aire y el rastro de la propia joven.
Ascendieron uno de los numerosos montículos de rocas
que había en la cercanía del campamento y allí se detuvieron. El
león se tumbó como antes y bajó la cabeza. Zahra se aproximó
con cautela, notando como su pecho latía desbocado, y se colocó
a poco más de dos metros de él. Era consciente de su fragilidad y
de que un solo salto de aquel león acabaría con ella, pero algo le
decía que aquello no pasaría. Se agachó y avanzó a gatas hasta
situarse a poca distancia de él. Levantó su brazo y lo observó
incrédula, como si un titiritero estuviera jugando con su
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voluntad. La pequeña mano de la muchacha toco la melena
albina que resplandecía en la noche africana. El león blanco no
se movió, así que Zahra acercó la otra mano y dio un paso más.
En ese momento el suelo vibró bajo sus pies. La pesada piedra
sobre la que estaban, lisa y redondeada, giró sobre sí misma,
haciendo que Zahra perdiera el equilibrio. Cuando vio que
cesaba el movimiento levantó la mirada hacia su compañero, que
ya estaba de nuevo erguido y arrastrando una de sus patas sobre
la arena que había destapado la roca. Se escuchó un crujido y la
boca de una cueva se abrió a sus pies. Entonces regresaron a su
mente los recuerdos de un sueño que tuvo con su abuelo: –Niña
mía, recuerda que nunca deberás rendirte. Cada objeto tiene su
alma, su propia energía. Tu talismán… ¡No olvides mover tus
fichas y jugar la partida hasta el final!
En aquella pesadilla, previa a su aventura con el senet, la
caverna se había venido abajo y ella se había precipitado en las
entrañas de la tierra, donde una mujer la recogió con suavidad,
meciéndola con su canto.
Buscó con la mirada al león, para intentar comprender lo
que estaba pasando, pero en su lugar sólo pudo adivinar dos
pequeños luceros que creyó reconocer al instante. Su gatito saltó
alegre a sus brazos, dándole el valor que necesitaba.
–Tú nunca me fallarás, truhán. Lo sé.
Ante ellos el agujero se mostraba como un insondable
pozo que conducía a las entrañas de Kondoa. Zahra agarró con
fuerza a su mascota y se sentó en el borde.
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–¡Avalon, no permitas que me pase nada! –y se arrojó al
foso tenebroso que se mostraba a sus pies.
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Capítulo 53
Las pinturas de Kondoa
Tumake reposa sentado junto a su choza, estudiando la
disposición de las estrellas y escrutando con sus cansados ojos el
valle donde los “mzungus juegan con las piedras”. En su
condición de laibon adivino, presiente el destino de su tribu y
habla con los espíritus guardianes que Ngai ha otorgado a su
pueblo. Cuando la tierra y el cielo se separaron, el dios se dio
cuenta de que el pasto para sus animales había quedado en la
tierra, por lo que eligió a los masais para que los cuidaran en su
nombre. Por eso los masais son los dueños de todos los rebaños
de África y gozan de la protección directa de Ngai a través de
esos espíritus que les acompañan hasta el día de su muerte.
Aquella noche Tumake percibe el regreso del guardián
más poderoso, el león blanco, el hijo del Sol, que camina por
Kondoa como el más preciado regalo que nadie pudiera recibir.
Todo el campo ha enmudecido esta noche, como lo hizo en otra
época según le contaron sus abuelos, los anteriores laibones.
Hay una mujer joven, en cuyo pelo dorado se refleja el
rey del cielo, pero cuya piel es la imagen de la luna. Ella también
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goza del favor de Yemojá, la madre de todas las mujeres, la diosa
de las aguas, que vela por su destino.
Todo es oscuridad en la aldea masai. Tumake toma un
poco de fuego y penetra en su choza. Desenvuelve la piel de vaca
donde guarda todos los abalorios y los va examinando con
detenimiento, porque la vista le está abandonando. Finalmente
encuentra lo que busca y lo coloca en el suelo. Realiza sus
plegarias Ngai, a Yemojá y se encomienda al Sol y a la Luna. El
camino al campamento mzungu es corto para un guerrero, pero
no para un anciano. Debe guardar fuerzas. Mira por última vez al
cielo y se tumba sobre el lecho de cuero sobre ramas que le sirve
de lecho. Mañana se levantará temprano y acudirá al encuentro
de la protegida del león blanco.
Con los primeros rayos de luz, el sueño de la pareja se vio
interrumpido por los gritos de Víctor buscando a Zahra por el
sobre techo de la tienda.
–¡Nico! ¡Sonia! ¡Despertad! –gritó el padre de Zahra.
–Pero, ¿qué pasa? –preguntó Nico.
–¿Cómo que qué pasa? ¿Dónde está Zahra?
–¿Zahra? –Sonia palpó el suelo en busca de su amiga.
Sólo estaba el saco vacío–. Ni idea. ¿Habrá ido al baño?
Víctor no respondió y se alejó hacia el círculo junto a los
demás.
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–No lo entiendo –dijo Bakari–. Mira… Hay huellas de
león, pero también las de tu hija. Si león atacar, habría sangre,
mucha sangre.
–¿Qué me dices, Bakari?
–Caminaron juntos…
–¿Cómo va a caminar mi hija con un león?
–Víctor, mira… – Kisarka le mostró más huellas que se
internaban en el campo–. No son muy amplias, el león iba
despacio. Tu hija también.
–No tiene sentido… –Víctor cargó el rifle–. ¡Serbuli!
¡Will! Os quedáis vigilando, que las mujeres y los chicos no
salgan de las tiendas.
–De ninguna manera –protestó Geno–. Yo voy contigo.
–Sólo tenemos cuatro rifles y nosotros nos llevamos dos.
Hay que ser prudentes. Por favor… –Geno observó el rostro
demacrado del padre de Zahra y optó por no crearle más
problemas.
–De acuerdo, pero yo me voy al Toyota de Bakari para
estar pendiente de la radio. En cuanto sepas algo nos llamas –y le
dio un rápido abrazo.
Bakari, Víctor y Kisarka subieron al Toyota nuevo. El
vigilante lo hizo en el estribo del conductor para intentar no
perder el rastro. El vehículo arrancó con brusquedad y se alejó de
allí.
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–¿Qué ocurre, Geno? –preguntó Sonia al salir de la
tienda.
–Kisarka ha encontrado huellas de un león cuando se ha
levantado y tu amiga no está.
–¡No! Por favor… –Sonia se llevó las manos a la cara y
comenzó a llorar –Geno la rodeo con sus brazos. Nico
permanecía tras ellas petrificado–. Chicos, no hay rastro de
sangre. Ella se ha ido caminando por su propio pie.
–¿Con el león? –preguntó Nico incrédulo.
–Eso parece…
–¡Nico! –Sonia fue al encuentro de su chico y se dejó
caer sobre él–. Que no le pase nada, por favor…
Casi un kilómetro más allá Víctor detuvo el Toyota a una señal
de Kisarka. Este pidió uno de los rifles y comenzó a caminar.
Bakari descendió, blandiendo un enorme machete y se puso a
unos metros del vigilante. Cuando Kisarka estaba a pocos metros
de un montículo de rocas, asintió a Víctor y este descendió
también. Luego rodeo muy despacio la loma y regresó al punto
de partida. Levantó el brazo y llamó a los otros para que se
aproximaran.
–¿Y bien? –preguntó Víctor.
–Las huellas del león se pierden hacia poniente, pero las
de ella desaparecen en las rocas.
–Dios mío… –susurró Víctor.
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–Yo iré primero –ofreció Bakari sujetando al padre de
Zahra.
Bakari corrió hacia allí y se encaramó con agilidad pese a
su gran envergadura. Al instante se puso de pié y miró hacia los
demás encogiéndose de hombros. Kisarka y Víctor se acercaron
también, mirando a todos los lados por si hubiera alguna pista.
–¡Zahra, hija! ¡Somos nosotros! ¿Dónde estás? –gritó
Víctor. Bakari hizo lo mismo e inesperadamente obtuvo una
lejana respuesta.
–¡It´s she! –exclamó el masai apartando unas ramas
quebradas que ocultaban una brecha entre las piedras–. ¡Zahra!
Yo Bakari. ¿Estás bien?
–¡Sí! No puedo subir, está muy alto.
–¡Hija! –Víctor trepó hacia donde estaba Bakari y se
asomó al oscuro agujero–. ¿Estás herida?
–No, papá. Quizás algún rasguño en el brazo… ¿Y el
león?
–¿El león? Aquí no hay nada. Me tienes que explicar…
–No veo nada… ¿Tienes un mechero o algo?
–¡Kisarka! ¡Trae una linterna del coche! –el vigilante se
apresuró y se la acercó.
Víctor iluminó el agujero y pudo ver a Zahra con la ropa
cubierta de tierra. Se encontraba en una cueva, de las muchas que
había por la zona.
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–¡Papá! ¡Qué alegría verte!
–Sí –alargó el brazo y dejó caer la linterna sobre la arena
junto a Zahra–. Bakari ya ha ido a por el Toyota. Te sacaremos
con la cuerda del torno. ¿Quieres agua?
–No. Me encuentro bien… Sólo quería ver una cosa –y
desapareció del campo visual de su padre.
–¡Hija! Pero, ¿dónde vas ahora?
–Es un momento, no te preocupes.
–Kisarka, ¿puedes llamar al campamento? –pidió Víctor
mientras anudaba un estribo en la cuerda para que su hija pudiera
subir con más facilidad.
Zahra alumbró las paredes para contemplar en detalle lo
que le pareció vislumbrar durante la noche a la luz del móvil, un
conjunto de pinturas similares a las de Geno.
Efectivamente, allí estaban. La primera, una figura que
parecía coronada con unas plumas y que llevaba un bastón,
entregaba a una niña un objeto cuya forma le recordó a Zahra su
propio colgante: dos círculos intersecados formando la Vesica
Piscis. La idea parecía inverosímil, pero el león blanco, Avalon o
su propio subconsciente la había llevado hasta allí por algún
motivo. No podía descartar que hubiera una relación con ella
más allá de la casualidad.
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Enfocó un poco más a la derecha y se sorprendió con la
segunda escena.
Un guerrero, con su arco y las flechas, alargaba las manos
hacia el colgante, mientras que la niña parecía que se lo
entregara. ¡Martín en la noche de Reyes!, pensó Zahra. Su
corazón se aceleró por la emoción y evocó la noche pasada con
su gatito transformado en un imponente felino albino. El tercer
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dibujo reflejaba el día anterior. Su llegada en globo y la aparición
del león.
Había un bosquejo más en la pared, congruente con la
profecía del mago de Lavapiés. Nico tenía razón: había que
creer…
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El descubrimiento de las nuevas pinturas pilló al equipo de
arqueólogos con el pie cambiado. Toda la zona había sido
rastreada en las últimas décadas y nadie esperaba que tan cerca
pudiera quedar algo por catalogar.
–Os cuento –dijo Geno sentada frente a las
pinturas de Zahra–. La primera escena es muy habitual
en Kolo. El hombre, quizás un laibón por llevar bastón,
lleva rastas a lo masai –miró a Bakari– y la figura
pequeña puede ser un niño al que le entrega un arco para la caza
ceremonial del león.
–Es el colgante –dijo Nico negando con la
cabeza–. Si tuviera cobertura en el móvil te enseñaría una
foto del Chalice Well.
–Todo es libre de interpretación… –prosiguió
Geno pacientemente–. Aquí las figuras del arco y las flechas son
evidentes. Parece que nuestro artista anónimo nos quiere decir
que el joven logrará con su iniciación ser un cazador adulto,
¿Verdad, Will?
–Eso creo. ¿Isabella?
–Puede…
–Vamos con la tercera… Esta es casi idéntica
a la del “rapto de la mujer”, que también está en
Kolo, donde cuatro hombres parecen sujetar a una
joven, y a la izquierda un cazador se oculta tras un escudo, con el
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sol al fondo, para atrapar un antílope. En este caso tenemos un
león…
–…Blanco –completó Zahra.
–Bueno… El sol lo está iluminando, hija –corrigió
Víctor–. En Tanzania no hay leones blancos, ¿verdad Bakari? –
este no dijo nada y se limitó a acercarse a la pared para
contemplar mejor los detalles.
–Pues yo creo que Zahra tiene razón –aportó Sonia–.
Blanco y en botella, nunca mejor dicho. En mi pueblo eso es un
globo. Pero Zahra no tiene esa cabeza de berenjena.
–Lo que no tengo muy claro es cuál será el original y cuál
la copia –dijo Will.
–Esta tiene más nitidez, pero ha estado protegida aquí
dentro –comentó Isabella.
–Lo que resulta evidente es que ambas
están relacionadas –concluyó Geno–. Vamos
con la última… Ahora el guerrero tiene el arco y
se lo ofrece al niño…
–El león es su espíritu protector –interrumpió Bakari.
–Además, él lleva como una espada –dijo Nico.
–No, los masai no usan espada –aclaró Geno–. Debe ser
otra cosa…
–Pastor –dijo de forma escueta Bakari.
–Explícate… –pidió Víctor.
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–Mucho ganado, mucho dinero. Es un garrote de
pastoreo.
–Es decir… –siguió Will.
–Guerrero joven caza gran león, hijo del sol. Ahora él
más poderoso.
–Falta un elemento por estudiar –dijo Nico dando un paso
hacia Zahra–. La montaña.
–¿Qué montaña? –preguntó su amiga.
–Al Deir, el monasterio de Petra. Nos lo dijo el mago… –
todos miraron al chico con perplejidad.
–Lo que importa es que hemos realizado un hallazgo
maravilloso y que habrá que trabajar mucho –concluyó Geno.
–Y, sobre todo –Víctor abrazó por detrás a su hija–,
Zahra está a salvo.
Con el apoyo de Kisarka fueron ascendiendo de nuevo a
la superficie. Los últimos en hacerlo fueron el masai, que ayudó
a los demás usando su altura, y Zahra.
–White lion… Magic.
–¿Cómo dices? –preguntó Zahra.
–It´s a white lion. No hay leones blancos en Kondoa. Sí
en Sudáfrica. Tu león… Magic.
–Gracias, Bakari –y le acarició con afecto el brazo que
sujetaba la cuerda.
–Hay hombres sin color. También leones…
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El masai comenzó a canturrear una de sus melodías
reggae mientras ayudaba a Zahra a subirse al estribo: I'm on the
run but I ain't got no gun, see they want to be the star, so they
fighting tribal war and they saying iron like a lion in zion, iron
like a lion in zion…
Martín aguardaba sentado en uno de los butacones de cortesía de
la recepción del hotel, esperando que bajara Meléndez para
regresar a Ibiza y retomar el veraneo en el barco, lejos del calor
húmedo de Estambul. Junto a él un grupo de turistas realizaba el
check out tras su guía, un turco con cara de aburrido que sudaba
la gota gorda entre las maletas y las necesidades de sus clientes.
Demasiado ruido, pensó. Se disponía a abandonar el hall, para
fumarse un cigarro lejos de allí, cuando vio a la mejicana salir
del ascensor. Guadalupe iba hablando por el móvil y llevaba
detrás a un mozo con el equipaje, en el que destacaban las fundas
de largos vestidos de noche. Martín se colocó las gafas de sol y
se puso a hojear un periódico árabe con fingido interés,
procurando no perder de vista a la ayudante de Falco.
–…sí, salgo a la una y media y espero estar en casa sobre
las cinco.
–Estupendo –respondió Falco al otro lado del teléfono–.
Esta noche ceno con la madre de Zahra y con una conservadora
del Museo Arqueológico de Madrid para la cesión del senet. Por
cierto, ¿qué tal anoche?
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–El jordano es duro de pelar, no quiere que nada pueda
estropear el encuentro de su casa, pero se hace cargo.
Necesitaremos conocer más detalles del mapa árabe.
–¿Y los españoles?
–A distancia… Precisamente el huevón está muy cerca de
mí, jugando a los espías.
–Ten cuidado, Lupe.
–Tranquilo, profesor. Ya tuve la chance de intercambiar
pareceres aquí con el compadre Martín. Fíjese que, por un
momento, anduvo tras mis huesos. Se llevó un chingadazo
madre.
–Llámame cuando llegues.
–Así lo haré, profesor –y colgó.
Tras pagar y devolver la llave, Guadalupe fue en busca
del chico, que ya le había buscado el taxi. Al pasar a la altura de
Martín le sonrió. Esta hundió la cabeza tras el periódico.
–¿Qué tal, amigo? –se acercó a él–. Estuvo bien la
pachanga de despedida, ¿verdad?
–¡Ah! Eres tú… –lanzó el periódico sobre el asiento–.
Debo reconocer que tienes coraje, burrita.
–Pero, mi cuate Martín. ¿No me diga que todavía me
guarda rencor? Siento el madrazo, pero pensaba que usted era un
machín, un hombre fuerte…
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–No me vaciles. En España decimos que el que ríe el
último ríe mejor. Apúntate esa copla, corrido o como lo llaméis
en Panchitolandia.
–No me ningunee, Martín, que somos hermanos de
gremio –ella cogió muy despacio el periódico–. Ignoraba que
supiera leer árabe. Es usted una caja de sorpresas…
–En eso estamos de acuerdo –le respondió arrancándole
el periódico de las manos.
–Lamento separarme de usted de mala onda. De todos
modos, nos veremos en Jordania, ¿cierto? Así pues, aquí muere
nuestro encuentro –dijo Lupe tendiéndole la mano. Martín dudó
un instante, pero finalmente aceptó el reto y le dio un firme
apretón–. Hasta entonces, pues –y se alejó de allí, con la coleta
meciéndose a su paso.
Al poco rato, el mozo que había llamado al taxi se acercó
a Martín con un pequeño bote y se lo entregó.
–Dice la señora que esta crema es para… –carraspeó
señalando la marca que le había dejado el gato de Zahra en
Madrid–. Para cuidar las cicatrices.
Martín se levantó como una exhalación hacia el exterior.
Un rostro sonriente se despedía de él desde la luneta trasera del
coche amarillo.
–Perra…
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Capítulo 54
El collar de Yemojá
Tras una mañana de emociones, el trasiego había terminado en el
campamento de Kondoa. Mientras los tres arqueólogos, con la
ayuda de Víctor y a Kisarka, realizaban los trabajos preliminares
en la cueva descubierta, Zahra descansaba en su tienda de
campaña, muy cerca de Sonia y de Nico, que saboreaban un rico
cacao con leche, cortesía de Serbuli, junto al hogar de piedras.
–Geno puede decir misa, que las pinturas se refieren a
Zahra –comentó Sonia–. Lo que no entiendo es… No sé…
–¿Cómo es posible?
–Justo.
–¿Quieres saber mi teoría?
–Sonia asintió–. Todo
empezó en el verano anterior, en Glastonbury. Zahra volvió con
el colgante del Chalice Well al sitio donde fue creado y en el que
recogió toda su energía original. No olvides aquella historia de
las morganas y los joyeros. De alguna manera, y no me
preguntes cómo, Zahra recogió ese poder y nuestro vínculo con
ella nos hizo, en cierto modo, cómplices.
–Explícate, porque no te sigo.
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–Tú me contabas el otro día, cuando lo de Belchite, que
siempre has sido muy intuitiva hacia los sentimientos de los
demás. Si alguien sufría eras la primera en saberlo y, al contrario,
cuando alguien iba a desvelar una buena noticia lo adivinabas
con verle la cara.
–Sí, es algo que desde niña he notado.
–¿Lo ves? Esa cualidad tuya ha crecido a un nivel en el
que percibes emociones que ya no existen, como la de Pilar en
Belchite o las sombras de la Guerra Civil en Madrid.
–Rebuscado, pero vale. ¿Y tú?
–¿Yo? Siempre me han gustado la historia y la física, no
sé… Creo que porque deseaba conocer y entender el mundo
desde un punto de vista racional.
–Pues ahora crees en magos, mensajes ocultos y varitas
de Harry Potter.
–¡Ahí está! He dado un paso más allá y he abierto mi
mente. ¿No es eso crecer también?
–Puede… De todas formas, y con todos mis respetos, tu
evolución tiene mucho que ver conmigo –sonrío con picardía.
–¿Y eso?
–No todos los mortales pueden presumir de ser amados
por alguien como yo, chiquitín. Medita sobre eso… –y se acercó
a él para estamparle uno de sus sonoros besos. En ese instante
apareció una silueta en la entrada al campamento–. ¡Coño!
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–¿Qué sucede?
–Hay un tipo muy raro allí detrás –Nico se giró y vio a un
anciano muy quieto, acompañado por una mujer joven.
–Serán amigos de Serbuli … –volvió la cabeza en
dirección al lavadero, donde estaba el cocinero–. ¡Serbuli! Tienes
visita –él se aproximó a los dos jóvenes y se secó las manos con
el delantal.
–¿Qué pasa?
–Creo que te busca tu abuelo… –Sonia señaló al anciano.
–Son masais… ¡Bakari! –este asomó bajo el Toyota, el
cual estaba revisando.
–Laibón –respondió el ayudante de Víctor.
–¿Qué significa eso? –preguntó Nico.
–Hombre sabio masai. Voy a hablar –y se aproximó a él.
Bakari se situó cerca del laibón y este le saludó
imponiéndole una mano sobre su cabeza. La mujer permanecía
en segundo plano.
–Lo mismo tienen sed y han venido a pedir agua –
comentó Sonia.
–¿Te has fijado en los collares que lleva la mujer en el
cuello?
–No podemos irnos a casa sin comprar algo de artesanía
masai. ¡Mira! Bakari viene hacia aquí.
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–¿Qué quieren? –quiso saber Nico.
–Regalo para Zahra –los dos amigos se miraron
extrañados.
–No te entiendo, Bakari –dijo Nico.
–Él venir desde la aldea para traer regalo. Far away.
–¿La conoce? –preguntó Sonia.
–Sí. Ella es la protegida del White Lion.
Nico se levantó y examinó en la distancia a la extraña
pareja. Luego miró a Sonia y se encogió de hombros: –Habrá que
despertarla…
–Nuestra amiga siempre nos sorprende con algo. Voy… –
y se levantó hacia la tienda.
Zahra apareció desorientada y todavía con un pie en la
siesta. Sonia le había dicho que un laibón buscaba a la protegida
del león blanco y que ella era la única que tenía un perfil similar.
–Tú estás loca, tía…
–¡Mira quien habló! ¡La normalita!
–¿Quién es?
–Uno de aquellos dos de las túnicas rojas. El señor
importante es el primero. ¡Anda! –y le indicó que fuera a la
entrada.
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Zahra avanzó hacia ellos, con Bakari a su lado. Al llegar
a su altura, el anciano dijo algo en su lengua y Bakari se lo
tradujo.
–Yo soy Tumake. ¿Eres tú la protegida del hijo del Sol?
–Me llamo Zahra. No sé si soy lo que usted dice –Bakari
transmitió las palabras de Zahra.
–¿Has conocido al león blanco? –Zahra miró a Bakari
con desconcierto y luego al laibón.
–Sí, pero, ¿cómo lo sabe? –el anciano mostró una amplia
sonrisa. Luego giró la cabeza hacia su acompañante, la cual se
quitó un collar, con cuentas blancas y azules, y se lo puso en la
mano.
–El hijo del Sol te protege en la tierra. Yemojá, la diosa
madre, cuyos hijos habitan el mar, cuidará de ti en el agua.
Entonces, sus enjutos brazos se alzaron con dificultad
para colocar el collar sobre los hombros de Zahra. Luego le
impuso la mano, como a Bakari. Sus dos amigos se acercaron
intrigados.
–Gracias –dijo Zahra acariciando el regalo del laibón–.
Es precioso.
Serbuli se acercó con una taza de metal llena de agua.
Primero la tomó la mujer, pero sólo bebió un sorbo. Lo mismo
hizo Tumake. También les entregó una naranja a cada uno. La
mujer las guardó bajo su capa.
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–Bakari, ¿no quieren sentarse a descansar un rato? –
preguntó Zahra.
–No. Ellos lejos de casa. Tienen que volver.
–¿Por qué no les llevas en el coche? –Bakari miró con
extrañeza a la joven.
–No querrán…
Zahra tomó a Tumake de una mano y este la siguió muy
despacio hasta el viejo Toyota amarillo. El laibón pareció dudar,
pero finalmente hizo un gesto a la mujer y ella también entró en
el campamento.
–Dice que él acepta tu regalo también.
–¿Viven muy lejos?
–A un par de horas. Llegaré para cenar, si el Toyota no se
rompe…
–Bakari, eres un amigo…
–Dos cosas: dile a tu león que me proteja de los
pinchazos…
–¿Y la otra? –dijo Zahra mientras tocaba una vez más el
amuleto de Yemojá.
–Quiero un buen ugali con birra a mi regreso. ¡No! Dos
birras…
–Hecho.
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El Toyota se alejó de allí muy despacio, con los inquietos ojos
del laibón mirando por la ventanilla. Entonces Zahra lo supo:
África permanecería para siempre en su corazón.
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Capítulo 55
El regalo de Falco
Zanzíbar. Unos días después…
El arrecife había transformado la playa privada del complejo
hotelero en una inmensa piscina azul turquesa. Mientras Nico se
entretenía con sus gafas de buceo, Zahra y Sonia descansaban en
las confortables tumbonas que se disponían bajo una techumbre
de madera y paja elevada sobre una arena blanquísima.
–Así que el paraíso era esto… –comentó Sonia–. ¡Vaya!
–Hay que reconocerle a mi padre que se ha portado.
–Por eso me tenéis que dejar que invite a la cena en Stone
Town. Mi madre me dio el dinero para eso.
–Como quieras, tía…
–Además, nos hemos ganado algunos lujos: duchas de
agua caliente, mosquiteras limpias, inodoros de verdad, comida
decente… Este viaje ha sido como regresar a los campamentos
de verano de primaria.
–Te olvidas de internet.
–Es verdad. Tenemos que pedirle el portátil a Geno, para
ver los mensajes y colgar alguna fotito.
–Creo que se ha ido a la ciudad.
–¿Con tu padre?
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–No, él está organizando con el gerente del hotel lo del
globo para la próxima estación húmeda. Mejor así, a ver si le
pillo sin la lapa.
–Están enrollados, ¿qué quieres, hija?
–Ya lo sé pero, cuando les he visto dándose un piquito o
llamándose cariñito, me sigue picando. Entiéndelo… Me viene a
la mente mi madre y, no sé, se me hace raro –Zahra se incorporó
para sentarse–. Quizás sea muy egoísta.
–Te entiendo. Al menos piensa que él está más feliz y que
estos días, además, ha podido disfrutar de ti. Yo os he visto muy
bien… –Sonia se aproximó a su amiga y le dio un beso–. Mira a
mi Capitán Nemo buscando pececitos –señaló al muchacho–. Le
ha sentado bien el aire africano. Está más… Salvaje.
–¿Nico salvaje? No le pega.
–Dejémoslo en salvaje controlado. Mira nos saluda –
Sonia movió la mano–. ¡Tarzanito! Parece un crío jugando. Me
gusta.
–Ya hace un año de Glastonbury y de tu bailecito con las
hadas. ¡Qué fuerte!
–Ahora somos más brujas todavía, tú con tus felinos y yo
con mis fantasmitas. Tenemos hasta un aprendiz con varita
mágica.
–Siempre hemos sido un poco viboritas, ¿no?
–Sobre todo yo. Tú con ese pelito rubio y esos ojos
engañas bastante. Falsa, más que falsa.
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–¿Te apetece pescar un tiburón? –preguntó Zahra
señalando a Nico.
–¿Te refieres al merluzo que nos mira con ojos de atún?
–El mismo.
–La última tiende las toallas –y Sonia comenzó a correr
hacia el agua, con Zahra agarrándole del brazo.
El restaurante de Stone Town estaba situado en una gran casa
con balconadas de estilo indio desde las que se podían ver las
barcas de madera de los pescadores y algún pequeño velero. La
iluminación era muy romántica y la cercanía de la costa traía
aromas de mar que se mezclaban con las especias y los platos de
marisco.
Víctor contó historias de piratas, de tesoros y de barcos
naufragados. También habló de los mercaderes de esclavos que
hubo en la isla y de viajeros perdidos que se enamoraban de
aquella tierra y que nunca regresaban.
En aquella última cena hubo risas y muchos recuerdos de
las mejoras anécdotas del viaje, los animales del cráter, el
elefante que le robaba el agua a Sonia en el campsite, los monos
cleptómanos de los picnics y las ocurrencias de Bakari, que en
ese momento estaba en Arusha tomándose unas jornadas de
asueto. Nadie hablaba de las pinturas o del león blanco, aunque
su sombra siempre aparecía entre los silencios.
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Tras la cena, dieron un paseo por las calles más cercanas
y visitaron una tienda de artesanía cuyo vendedor iba vestido con
indumentaria masai. Era la primera vez que iban de compras en
todo el viaje. Sonia le regaló a Nico un arco con flechas, para
“resaltar más su lado indómito”. Víctor eligió una máscara de
coco, para que Zahra se la llevara a su hermano David, y un
bonito pañuelo rojo para su hija.
Después caminaron hacia la playa, contemplando las
estrellas, tan cercanas en África. Sonia y Nico se besaron junto al
mar una vez más. Zahra aprovechó para quitarse los zapatos y
caminar por la orilla en soledad. Algún día volvería, pero con
alguien que acariciara su corazón como lo hacía la marea en la
noche de Zanzíbar.
Sentados en la cama, con las mosquiteras desplegadas, los tres
amigos no le quitaban ojo a la pantalla del ordenador de Geno.
–Somos unos yonkis con el síndrome –comentó Sonia–.
¿Cuándo me toca?
–Ahora estoy yo. ¿No es Geno la novia de mi padre?
Pues tengo prioridad por parentesco indirecto.
–¡Venga Sonia! ¿Esperamos fuera? –propuso Nico
mirando hacia las hamacas del jardín.
–Eso, así me dejáis en paz un rato.
–Como quieras, borde, pero en diez minutos cambiamos
–dijo Sonia mientras se dejaba arrastrar por su chico.
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En la bandeja de correo tenía decenas de mensajes. No
podía verlos todos, así que recorrió la lista con los asuntos por si
había algo importante. El remitente de uno de ellos tenía
prioridad
para
[email protected].
Zahra:
¡Cuánto
había
pensado en ella esos días!
¡Hola hija!
Aunque ya sé que no podrás leer el correo hasta llegar al
hotel, tenía muchas ganas de escribirte. Espero que hayas
disfrutado mucho de África (y de tu padre). Seguro que tienes
cosas que contarme y que has hecho muchas fotos. Por cierto,
David se está mordiendo las uñas de impaciencia pensando en el
regalo que le vas a traer. ¡No lo olvides!
Nosotros estamos muy bien. Han venido más clientes de
lo que esperábamos y Tarek, Amir, Inés y yo no paramos ni un
rato quietos. Aunque cerraremos la última semana de agosto,
cuanto vuelvas tendrás que echarnos una mano de nuevo.
También ha venido a vernos un amigo de tu abuelo, el profesor
Falco, al que conoces muy bien de tu viaje a Roma (no me dijiste
nada, guapita). Quería invitarnos a pasar el fin de año en
Jordania, pero hemos quedado en pensarlo a tu vuelta. Hay
muchas cosas que no comprendo, hija, y que creo que
deberíamos hablar tranquilamente… Eso sí, Tarek lo tiene muy
claro y creo que va a ser tu aliado. Lo dicho. Ya veremos…
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El martes, cuando hagas el tránsito en Ámsterdam, dame
un toque para que sepa cómo vais de tiempo, ¿de acuerdo?
Portaos bien los tres y no deis mucha guerra.
Un beso. Mamá.
Zahra bajó la tapa del portátil y saltó de la cama para dar
la noticia del regalo de Falco a sus amigos.
–¡Nico! ¡Sonia!
–¿Qué pasa? –preguntó Nico cuando vio a su amiga
corriendo hacia ellos.
–¡Es Falco! La profecía del mago… El mensaje de
Glastonbury…
–Toma aire, criatura –dijo Sonia sosteniendo las manos
de su mejor amiga–. ¿De qué hablas?
–Nos invita a todos a Jordania. Bueno, casi seguro…
–Al-Deir –susurró Nico–. ¡Al-Deir! ¡Por fin!
–¡Sí, Nico! Recuperaremos el colgante –se abrazaron.
–Estáis los dos como cabras, niños… ¡En fin! Hakuna
matata… –y Sonia se unió a ellos.
Desde su habitación, el padre de Zahra vio a los tres jóvenes reír,
saltar y bailar en la arena, iluminados por su querida luna
africana:
–Ojalá se cumplan vuestros sueños, cachorrillos… –y apagó la
luz.
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Roma. 31 de octubre de 2010. Víspera de todos los santos.
La acumulación de coches por la Piazza Minerva, junto a la
presencia de la policía, indicaba que en las cercanías del Panteón
se estaba produciendo algún tipo de evento, por lo que el grupo
de niños, capitaneado por el Conde Drácula, decidió seguir a
aquella gente tan trajeada hacia su destino. Especialmente
intrigante resultó descubrir que una señora vestida de negro
llevaba un folleto con la leyenda “Giocando con la morte”.
¿Jugando con la muerte? Aquello debía ser una fiesta de
Halloween para mayores. Golosinas a sacos.
En la portada de la antigua iglesia donde vivía Falco,
colgaban dos grandes carteles anunciando la exposición de
objetos relacionados con la muerte, una colección surtida de su
infierno particular y ampliada con el préstamo de algunos
museos del mundo. Muchos romanos pagarían entrada sólo por
penetrar en el reino del excéntrico profesor, por lo que ni siquiera
hubo que publicitar en exceso el acontecimiento: las entradas
estaban agotadas hasta finales de enero.
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El diminuto fantasmita dio un paso al frente. Drácula se
había rilado en el momento de la verdad al ver un esqueleto en la
primera vitrina. Morticia miró al vampiro con desdén y tomó la
mano del niño de la sabanita. Tras ellos, la bruja Befana, Freddy
Krueger y el avergonzado Drácula.
Los adultos disfrutaban de canapés y bebidas, pero las
chuches no daban señal de vida. El fantasmita, crecido por el
aroma a fresa de Morticia, se acercó a uno de los camareros, un
tipo estirado vestido de pingüino, y le pidió un refresco. El
hombre, que llevaba más de una hora viendo todo tipo de
horrores por los rincones de aquella nave, pensó que los críos
formaban parte del espectáculo, así que les condujo hacia la
barra y les sirvió todo lo que pidieron. De las Coca-Colas
pasaron a los paninis y de ahí a los pastelitos. Aquello era un
sueño, pero no había nada que llevarse a la cesta. Drácula,
decidido a recuperar el terreno perdido, no dudó en adentrarse
más en aquel lugar para buscar gominolas y caramelos. Su
prestigio estaba en juego: –¡Mirad! ¡Eso parece un huevo de
pascua!
–¡Vamos! –exclamó Freddy avanzando hacia el elevador
de Dalí. Todos le siguieron.
–Es un ascensor… –comentó Morticia–. ¡Qué original!
¿Quién se viene conmigo? –El fantasmita y Drácula se retaron
con la mirada.
–¡Yo!
–¡No, iré yo!
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–Vale. Los dos vendréis conmigo. Vosotros os quedáis
vigilando –Freddy y la bruja se miraron desilusionados.
Morticia pulsó el botón para abrir la puerta y cedió el
paso a sus temerosos compañeros. El huevo comenzó su
descenso hacia la cripta que le servía a Falco como despacho.
–Está muy oscuro –musitó Drácula.
–¡No! Allí hay luz –anunció Morticia señalando una
puerta abierta.
–¿No estaremos en un lugar prohibido? –quiso saber el
fantasmita.
–No. Si nos han invitado a merendar es que no les
importa que estemos en este museo –concluyó la niña avanzando
hacia la escalera que conducía al infierno de Falco.
–¿A qué huele? –preguntó Drácula.
–A velas encendidas –respondió el fantasmita, el cual
estaba perdiendo el valor a chorros.
–¡Mirad! –Morticia recogiendo un muñeco de caramelo
caído en uno de los escalones–. ¡Debe ser aquí!
–¡Es verdad! –dijo Drácula–. Y no hay más niños.
¡Chicos, hemos encontrado un tesoro!
–¡Sí! El tesoro de Halloween –dijo un reanimado
fantasmita.
Los tres bajaron, muy despacio, hasta encontrarse con la
mesa de Nerón, la gran reliquia en la que Falco custodiaba sus
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animatas malditas. Un pebetero ardía en el centro y en una
esquina de la estancia había una mesa cubierta de velas
encendidas y objetos.
–¿Y eso? –dijo Morticia acercándose con precaución.
El altar de muertos estaba cubierto de cráneos humanos,
fotografías, flores, guirnaldas, frutas y, como era de esperar, los
deseados caramelos. Los tres niños se miraron espantados.
¿Calaveras?
¿Fotografías
de
difuntos?
¿Qué
demonios
significaba aquello?
–¡Es vudú! –gritó el fantasmita–. Lo he visto en internet.
Matan pollitos y se beben sangre.
–¡Qué asco! –dijo Morticia–. Pero aquí no se ve nada de
sangre…
–¡Mirad! –Drácula se aproximó al altar y cogió uno de
los retratos–. Un señor con bigote vestido de mexicano.
–Mejor no toques nada –sugirió Morticia–. A lo mejor sí
es algo de vudú y nos sucede algo.
Entonces una voz surgió de la nada: –¿Os gusta,
chavitos?
–¿Quién ha hablado? –dijo Morticia agarrando las manos
de sus amigos.
–Estáis viendo un altar de muertos. Es un homenaje a mis
antepasados.
–¿Dónde estás? –preguntó el fantasmita.
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–Sentada en la mesa –esta seguía dando vueltas.
Guadalupe llevaba la cara maquillada de blanco y un
largo traje ceremonial de colores. Sostenía una gran vela y su
rostro lucía marmóreo. Sólo sus ojos negros parecían portar algo
de vida.
Los tres exploradores treparon por la escalera gritando
hasta quedar afónicos. Guadalupe bajó de la mesa, colocó la
vela en el altar y movió el retrato de su abuelo al lugar original.
–Feliz Halloween, monstruitos –dijo buscando con la
mirada a los niños.
Arriba Falco charlaba con sus invitados mostrándoles las
piezas expuestas. En el centro del crucero, donde habitualmente
solía estar el coche de Juan XXIII, reposaba, en una vitrina
negra, la estrella de la colección: el senet de los Saunders.
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“Por el día el ardiente sol nos fermentaba y el fuerte viento nos
aturdía. Por la noche nos empapaba el rocío y los innumerables
silencios de las estrellas nos avergonzaban hasta la
insignificancia”.
Los Siete Pilares de la Sabiduría –T.E. Lawrence (1888-1935)
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Capítulo 56
El mensaje de Dios
Cuando el sol iniciaba su descenso hacia el Tor de Glastonbury,
la mies se hacía más quebradiza, por lo que Patrick cambiaba la
hoz por la horca para recuperar el trigo caído fuera de las
gavillas. Apenas le quedaban un par de acres para terminar la
cosecha del año, pero aquella tarde de agosto, ventosa y
desapacible, no invitaba a prolongar la faena. Por la mañana
temprano, a lomos de Gallant, regresaría para segar el trigo
húmedo del amanecer regado con el rocío del final del verano.
Sentado a la sombra del toldillo, que resguardaba el pajar,
sacó dos manzanas, una para él y otra para su caballo. Mientras
mordía la fruta, regada con té frío, se imaginaba a sí mismo
surcando el campo con un moderno tractor, como el de su amigo
Bobby, o vendiendo la finca para poner una carpintería donde su
padre pudiera sentirse útil y él aprender el oficio. Su padre, desde
que su cansado corazón le obligara a dejar la tierra en manos de
Patrick, mataba el tiempo fabricando utensilios de madera que
vendía por Glastonbury, lustrando su orgullo cuando llevaba a
casa el dinero obtenido. Ambos vivían solos, añorando a Helena,
la madre y esposa que les dejó cuando Patrick apenas tenía diez
años, interrumpiendo para siempre una infancia feliz.
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Algún día se casaría pero, ¿qué mujer tendría la fortaleza
para reconstruir junto a él un hogar que amenazaba
desesperanza? Para incrementar sus dudas, en una tierra
impregnada por el paganismo, sus fuertes convicciones católicas
a menudo chocaban con las creencias en las deidades de la
naturaleza de algunas jóvenes de Glastonbury, especialmente con
las de Grace, su vecina y compañera de juegos en Wearyall Hill
desde que le alcanzaba la memoria. Patrick nunca olvidaría
aquella tarde que se escapó de casa con ella, terminando la
aventura cobijados de la lluvia en el Tor. Allí, con sus trece años
recién cumplidos, la besó por primera vez y se prometieron amor
eterno. Cuando fueron encontrados por su padre, este agarró a
ambos y llevó a la niña con los suyos. Aquel día Patrick recibió
la única bofetada de toda su vida: –Es una niña pagana. Sólo te
traerá desgracias y deshonrarás la memoria de tu madre, que te
educó cristianamente.
Años más tarde Grace fue la más joven de las seis
mujeres de Glastonbury que adoraban a la Diosa y que se
salvaron de la matanza de 1920 a manos de un perturbado.
También su madre sobrevivió. Aquellas sacerdotisas, conscientes
del peligro que corrían, se encomendaron al Chalice Well
encargando unos amuletos que representaban el Pozo del Cáliz,
recientemente forjado, y que absorbieron el poder de la vida y la
muerte en una peregrinación por los lugares sagrados de la
ciudad. Aun así, las mismas manos intolerantes intentaron
convertir de nuevo su templo en una pira que purgara los
pecados de brujería pero, en esta ocasión, un gato negro lo
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impidió provocando que la lámpara de petróleo cayera sobre él
quemándolo vivo hasta quedar irreconocible. Siempre se contó la
historia de un veterano de la Gran Guerra que regresó sumido en
la locura y que vivía obsesionado con el infierno. Nunca se supo
su nombre ni nadie reclamó su cuerpo. Aquel dramático hecho
terminó por hacerlas desistir y el lugar de adoración quedó
cerrado para siempre.
Grace quedó marcada por aquellos sucesos y no fue
cortejada por ninguno de los jóvenes de Glastonbury. Patrick fue
profundizando en sus creencias espirituales, trabajando la tierra y
sopesando la idea de servir a Dios entrando en el seminario. Sólo
la responsabilidad del cuidado de su padre se lo impidió.
Gallant relinchó y le sacó de su ensoñación. El joven
agricultor se levantó para colocarle la silla al caballo, el cual se
mostraba más nervioso de lo habitual, quizás por el viento que
tanto le había molestado durante la faena. Más atrás, las espigas
se mecían inquietas bajo una gran nube que ennegreció el campo,
provocando un repentino silencio en el canto de los pájaros.
–Va a caer el diluvio. Mejor será que nos apresuremos,
Gallant.
Metió sus herramientas y las gavillas en el pajar y cerró
la puerta. Se aupó al caballo y comenzó el camino de vuelta. Tras
ascender la ladera notó algo extraño en el terreno. El cielo
encapotado se concentraba sobre su trigo, pero el sol del
atardecer seguía reinando en Glastonbury, como demostraba un
valiente rayo de luz que surgía de la negrura. Creyó ver un
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reflejo brillante sobre el cereal, como si la luz hubiera jugado con
alguno de sus utensilios, así que repasó mentalmente lo que
había guardado. Entonces advirtió un cierto tono áureo en la
labor, quizás originado por un torbellino que hubiera tronchado
los tallos del cereal. Alarmado, azuzó a Gallant y escaló hacia la
cima del monte.
Desde allí divisó el mensaje de Dios.
El trigal había sido esculpido trazando el símbolo del
Chalice Well. Patrick cayó arrodillado al suelo y oteó el cielo
aterrado. Luego asió de nuevo las riendas de su caballo y
descendió hacia su parcela para comprobar que sus ojos no le
engañaban. Sin soltar a Gallant se agachó y tomó una de las
espigas que formaban parte de aquel misterio. Estaba doblada en
un ángulo perfecto, como todas las demás, sin ningún indicio de
haber sido pisada.
–¿Grace…? –musitó.
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De un saltó ascendió al caballo y se dirigió a galope al
pueblo. Ató a Gallant a la verja de la Iglesia y corrió en busca del
Padre Smith.
–¡Padre! ¡Padre! ¿Dónde está? –El sacerdote alarmado
salió al encuentro de Patrick.
–Pero… ¿Qué te ocurre, muchacho? Estás blanco como
la nieve –George Smith le abrazó y le condujo hasta uno de los
bancos–.¿Qué ocurre? ¿Es tu padre?
Patrick narró todo lo sucedido, dejando al religioso muy
sorprendido. El sacerdote se retiró a rezar a la capilla de la
Virgen e invitó al agricultor a hacer lo mismo. Tras unos minutos
de meditación Smith decidió que lo mejor era acudir él mismo al
sembrado al amanecer y ver con sus propios ojos el fenómeno.
Al día siguiente Patrick esperó impaciente la venida del
sacerdote. Con la llegada de la mañana, el trigo volvía a brillar
mostrando la herida del Chalice Well en todo su calado. Smith
llegó en su pequeño carruaje y, casi sin saludar al atribulado
Patrick, caminó hacia el crop circle. Sin duda podría tratarse de
una llamada de Dios para erradicar el paganismo, pero no había
que descartar que el propio maligno estuviera tentándole para
que no abrazara su deseada vocación. Si todo era una treta del
demonio entonces este había dado en hueso: la religiosidad de
Patrick Saunders estaba tan enraizada que nada ni nadie pondría
en peligro su alma.
–¿Cuándo terminarás de cosechar?
–Hoy mismo iba a segar por allí.
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–Pues hazlo, y no le cuentes a nadie lo sucedido –apoyó
el brazo sobre el joven y le invitó a deambular junto a él
alrededor del pajar–. Si realmente es una señal debemos evitar
que se malinterprete. Mucha gente todavía rememora con
amargura la historia de las morganas, las sacerdotisas de la
Diosa. La herejía hizo mucho daño en estas tierras y estoy seguro
de que todas aquellas mujeres se han arrepentido y que esperan
nuestras manos tendidas –se detuvo un instante contemplando en
la lejanía la silueta de la casa familiar de Grace–. Quizás hemos
esperado demasiado tiempo para mostrarnos generosos con ellas.
Se les hizo mucho daño y nuestras gentes no procedieron como
buenos cristianos.
–Grace nunca dejó de sonreírme, a pesar de mi silencio.
–¿Qué te dice el corazón, muchacho?
–Siempre la he amado… Desde que éramos dos críos.
–¿Quién sabe? Lo mismo Dios confía en ti para rescatarla
de su herejía –se volvió bruscamente hacia Patrick–. Quizás te
está invitando a un matrimonio redentor, a una unión cristiana
que erradique una de las pocas sombras que quedan del
paganismo en esta comarca.
–Hace tiempo que apenas cruzamos palabra. Le prometí a
mi padre renunciar a ella.
–De tu padre me encargaré yo, que soy más obstinado
que él. Ve al encuentro de Grace, hijo, mírala a los ojos y
hallarás una respuesta. Estoy seguro. El Señor no te ha
abandonado, al contrario, quiere que seas la semilla de algo
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grande. No le defraudes. Además, Grace es una mujer alegre y
bondadosa, aunque mal influenciada por su madre. Seguro que
queda en ella todavía un rescoldo de fe
cristiana que sólo
necesitaba ser avivado.
Cuando el carruaje del religioso se perdió en el horizonte,
Patrick se acercó al campo y se dispuso a segar el mensaje de
Dios pero, al contemplarlo de nuevo, se sintió insignificante y le
faltaron las fuerzas para arrancarlo de la tierra. Lo haría, porque
así se lo había requerido el Padre Smith, pero antes era preciso
que Grace lo viera. Si con su destrucción ella no titubeaba
entonces estaría convencido de su plena conversión.
Subió a lomos de Gallant y partió al trote en dirección a
la hacienda de los Hardie. Al llegar allí halló a Grace y a su
madre lavando la ropa en la entrada. Ambas lo observaron con
curiosidad, ya que había pasado mucho tiempo desde que Patrick
les hizo la última visita. Grace apartó su cabello rubio y escrutó
el alma de Patrick. Percibió en su mirada el mismo brillo con el
que recibieron juntos a la luna bajo la torre de San Miguel en el
Tor, cuando ambos despertaban a la vida. Patrick extendió su
mano hacia Grace y ella giró la cabeza hacia su madre, que dio
un paso al frente para increparle: –Patrick Saunders, ¿qué
pretendes? Ya has causado mucho daño a mi hija con tu desdén.
–Soy consciente de ello, señora. Mi comportamiento no
ha sido digno de la amistad de tantos años que unía a nuestras
familias. Sé que tanto mi padre como yo les hemos provocado
mucho dolor, justo en el momento que más nos necesitaron. Pero
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ahora tengo un regalo para Grace que será una prueba del cariño
que siento por ella. Es bello, pero efímero, así que tenemos cierta
premura. Debemos partir ahora, Mrs Hardie…
–Mamá…
Mrs Hardie se aproximó a Patrick y le tomó la mano para
palpar su aspereza de agricultor. Él notó como ella leía dentro de
su propia esencia, buscando la sombra del niño que fue en la del
hombre que había venido a buscar a su hija.
–De acuerdo, vete con él, pero te quiero aquí antes de la
hora de comer, que hoy tu padre regresará pronto –Se alejó del
caballo y tocó la mejilla ruborizada de Grace, que se aferró al
fuerte brazo de Patrick para auparse al caballo.
–No se preocupe –dijo Patrick–. Será puntual.
–Gallant …–dijo Mrs Hardie mientras acariciaba las
crines del caballo–. No les pierdas de vista.
Cuando la pareja desapareció en la entrada del valle, Mrs
Hardie entró en la casa y encendió una vela en el altar junto al
retrato de la Madre Ker. Luego cerró los ojos y entonó un canto
ceremonial:
Madre Ker, escucha mi llamada
Tú que me diste este cuerpo, esta esencia, mi vida.
Que me enseñaste a sentir y dar amor.
Que bendijiste mis ojos para ver en los corazones.
Que regalaste el poder de la curación a mis manos.
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Que compusiste este canto para mi voz.
Que otorgaste a mis pies el secreto de tu danza.
Que sólo pediste a cambio la fidelidad de mi corazón.
Arrebátame todos tus regalos y entrégaselos a mi hija.
Protégela de sus sentimientos y guíala en su caminar.
Que así sea para siempre, y a las hijas de sus hijas.
Noventa años más tarde…
Más que un trastero aquello parecía una leonera. Nada más abrir
la puerta la bicicleta infantil de David se deslizó hacia su dueño
tirando a su vez de la sombrilla de playa, que todavía guardaba el
aroma de la arena de Lanzarote, precipitándola sobre Zahra.
–Mamá no exagera cuando dice que alguna vez habría
que limpiar todo esto –reflexionó David.
–¡Bah! Para lo poco que lo usamos –respondió Zahra–.
Bueno, pues a rastrear… Creo que era una caja verde y cuadrada.
–¿Y este baúl? ¿Lo puedo abrir?
–Ahora estamos buscando los adornos de Navidad… Ahí
están las cosas del abuelo que trajimos de La Mugara. Papá las
inspeccionará cuando venga.
–¡Pues puede pasar mucho tiempo!
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–No digas eso, David –Ella era consciente de que su
hermano tenía razón, así que optó por darle un capricho para
cambiar de tema–. Bueno, te dejaré ver algunas cosas, pero sé
cuidadoso, ¿vale?
–¡Qué sí, pesada!
Con esmero retiró la colcha que había por encima y
levantó la tapa. Lo más visible era el cuadro de Stonehenge y
bajo él varias bolsas colocadas sobre pilas de libros antiguos.
Entre ellos una fotografía familiar enmarcada en la que aparecía
un niño, que debía ser su abuelo, con cuatro o cinco años, subido
a lomos de un caballo. Junto a él estaba una mujer de larga
melena, quizás su madre, la bisabuela Grace. Zahra recordó su
visión de ella junto a un acantilado.
–¡Mira qué libro tan antiguo!
–“Travels in Syria and the Holy Land”, escrito por
Johann Ludwig Burckhardt –Zahra lo abrió y comprobó que
llevaba la firma de Grace–. Pues sí, era de la bisabuela… –Una
fotografía se deslizó del tomo.
–¿Otra foto del abuelo?
–No, esta es de… Juraría que… Espera, hay más papeles
dentro, recortes, otra foto… Es Jordania, el país que
conoceremos en Nochevieja. ¡Fíjate! Este es el monasterio, AlDeir. Creo recordar que el autor del libro de viajes es el propio
descubridor de Petra.
–A mí me parece una iglesia.
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–No creas, es más espectacular. Arriba te enseñaré la
Casa del Tesoro en el libro de Tintín, el de “Stock de coque”.
–¡Es verdad! ¡Ya me acuerdo!
–Bueno, pues ya has visto algunas cosas del baúl. Coge la
caja de Navidad y subamos con mamá.
–Pero me tienes que enseñar más otro día, ¿eh?
Tras la cena Zahra se fue a su habitación y se sentó en el
tocador. Allí estaba la rueda de festividades paganas situada en
Yule, la fiesta del solsticio de invierno que se celebra en la noche
más larga del año. El cristianismo acomodó la fiesta de la
Navidad al solsticio para así facilitar la conversión de otras
culturas. Encendió un carboncillo y derramó sobre sus brasas
incienso mezclado con agujas de pino, clavo y romero. Una
intensa humareda blanca se extendió rápidamente por la
habitación, para ir disipándose con el paso de los minutos.
Luego Zahra arrancó una hoja del cuaderno de mates,
descorrió la cortina, para saludar a la Luna, y se tumbó en la
cama a escribir una carta que no iría ni a Tanzania ni a
Albaidalle.
Querida Grace:
Aunque no llegué a conocerte, desde hace poco más de un año te
percibo muy cerca de mí, tanto que tu presencia conforta mi
alma en algún recóndito lugar de mi ser que ni yo misma había
explorado. Desde que dejé de perseguir los sueños para pelear
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por hacerlos realidad, siempre he creído que nada es fruto del
azar, que lo que nos ocurre es consecuencia de nuestras propias
decisiones. Casi estoy convencida de que adivinaste que tu
colgante me llevaría hacia ti y que también albergabas la
esperanza de que yo misma realizaría esa visita tan anhelada
para ti, como era la ciudad perdida de Petra. Creo que ya he
aceptado las reglas del juego porque ahora miro hacia atrás y
vislumbro un vasto teatro de marionetas en el que mis aliados, e
incluso mis enemigos, se han movido al dictado de mi destino.
Tampoco sé si me esperarás allí o si seré yo misma la que te
lleve conmigo.
Hoy en día soy un mar de dudas que rodea a una isla
desconocida. Puedo ver la carta de navegación pero no sé
interpretarla. Esa soy yo… La niña mujer que no distingue las
preguntas de las respuestas.
Perdí el miedo en Kondoa cuando seguí la sombra
blanca de mi espíritu protector hasta lograr perfilar las
pinceladas de mis últimos temores. Dentro de unos días
prepararé mi equipaje con lo imprescindible, abandonando en el
cuarto de los juguetes mis temores de la infancia, mi egoísmo y
el lastre del rencor.
Estoy preparada, mamá Grace. No te inquietes si me
retraso, porque estoy segura de llegar.
Te quiere… Zahra.
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Dobló la carta con delicadeza y la introdujo entre las brasas. Una
nueva bocanada de humo ascendió hacia la ventana acariciando
delicadamente el rostro de la Luna.
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Capítulo 57
Los siete pilares de la sabiduría
El alojamiento en Amán estaba próximo a la embajada de
Estados Unidos, por lo que el conductor del monovolumen les
indicó que se abstuvieran de realizar fotografías a la misma para
evitar problemas. Cuando llegaron al hotel una tanqueta
aguardaba en la puerta principal con una patrulla de soldados
armados con metralletas. Por si fuera poco, el conserje les invitó,
con suma cortesía, a pasar todo el equipaje por un control de
seguridad antes de entrar en el hall. Primero lo franquearon
Zahra, Sonia y Nico. Tras ellos Marta y David. Tarek se había
quedado en Madrid con Amir e Inés, la camarera del Hatshepsut.
Les pareció impresionante. Sólo el espacio de la
recepción ocupaba toda una manzana, con los dorados, las
esculturas, los centros de flores o las exclusivas tiendas de
marca.
–¡Qué pasada! –exclamó Sonia.
–Realmente esto no es la hospedería de Roma –añadió
Nico.
Marta se acercó al recepcionista y le mostró el fax de
reserva que le había mandado Falco desde Italia.
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–Mrs Giménez. Welcome to Amán. Please, wait a
minute…–marcó un número de teléfono y mantuvo una breve
conversación–. La signora Díaz estará pronto con ustedes. Ruego
su espera, por favore.
–Esa es Lupe, mamá. Te encantará.
–Me pareció muy cordial por teléfono.
–Nuestra Lara Croft particular es muy apañada –comentó
Sonia–. Hasta sabe conducir limusinas –miró con intención a
Nico y le lanzó un besó.
Minutos más tarde la elegante figura de Lupe, envuelta en
un vestido en tonos blanco y negro, avanzó muy despacio hacia
ellos. Al verles aceleró el paso y se dispuso a abrazar a los tres
jóvenes.
–¡Mis chavitos!
–¡Lupe!
–¡Guapa!
–Mamá, esta es Guadalupe. Lupe, mi madre Marta y mi
hermano David.
–Es un inmenso placer, señora.
–Lo mismo digo. Tenía muchas ganas de poder
agradecerle todo su interés y el tiempo que ha dedicado a
preparar este viaje. Estamos encantados, ¿verdad, chicos?
También el padre de Zahra le manda un cariñoso saludo.
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–Ella lo sabe, mamá –dijo Zahra muy emocionada por el
reencuentro.
–Tomen las llaves de sus piezas– les entregó las tarjetas–.
Los espero en una hora para salir a comer. No se demoren,
amigos.
Las calles residenciales de la zona noble de Amán resultaban
muy solitarias pero según se adentraron en el centro de la ciudad,
enclavada sobre siete colinas, aparecieron los comercios y el
bullicio cercano a las mezquitas. También algunos coches de
gama alta destacaban entre los taxis amarillos, que volaban entre
los colectivos, algunos de ellos vetustos minibuses que se
detenían a dedo, incluso en las carreteras. En los zocos, coloridos
y alegres, en contraste con las franquicias de lujo de otras zonas,
los vendedores salían al encuentro de las turistas sin perder la
cortesía. A las chicas les llamó la atención el poco recato de los
escaparates de las tiendas de ropa femenina en un país de
mayoría musulmana, pero quizás Amán fuera la ciudad más
occidental del Oriente Próximo.
El restaurante se encontraba situado en un bello palacete,
en el que sólo la presencia del aparcacoches y de un empleado
con pinganillo indicaba que se trataba de un local público.
En uno de los reservados Lupe ofreció a sus invitados una
comida a base de mazzeh, pequeños platitos, similares a lo que
en España serían tapas variadas. También había hummus, carnes
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y falafeles. Cada vez que uno de los camareros retornaba con
nuevos platos surgían dos preguntas: qué era y dónde encontrar
un hueco en la mesa para colocarlo. Cuando llegó el turno de los
pasteles, Lupe mudó un poco el semblante y explicó la ausencia
del profesor Falco: –Nuestro profesor está enfermo. Me rogó que
les presentara sus excusas. Su mayor deseo era acompañarnos,
pero no ha sido posible.
–Teníamos tantas ganas de reunirnos con él –comentó
Nico–. Espero que no sea nada importante –Lupe escondió la
mirada y sorbió un poco de agua.
–Temo que lo sea, amigo Nico, pero él es un hombre
fuerte y lo superará.
–Me pareció un señor muy afable cuando estuvo en
Madrid –añadió Marta.
–Todavía llevo conmigo los dados de Frankie… –dio
Sonia hurgando en su bolso.
–No nos agüitemos, cuates –cerró Lupe–. Este viaje va a
ser padre, ya lo verán. Esta noche nos congregamos los
coleccionistas en el hotel, con Al Nasser, en una cena de
bienvenida, y pasado mañana saldremos hacia el Wadi Rum.
Ustedes viajarán en la misma minivan de hoy. Aunque tienen
preparadas sus jaimas deberán mantenerse un poco aparte. Todo
forma parte del plan del profesor…
–Lupe –intervino Marta–. Sigue sin convencerme lo de
involucrar a mi hija en este asunto. ¿Está totalmente segura de
que es necesario?
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–Tranquila Marta, que no hay cuidado. Pasarán un día en
el Wadi Rum y luego reanudarán su viaje turístico hasta Petra –
Miró a Zahra–. Si todo va según lo previsto, nuestra güerita
entrará en la ciudad nabatea luciendo su colgante –Zahra se llevó
la mano instintivamente al cuello, tocándose el collar de Yemojá
que le regaló Tumake en Kondoa.
–No sabe el cabeza huevo la que le espera –aportó Sonia
refiriéndose a Martín–. Si hace falta le digo a mi Merlincito que
le convierta en babosa con su varita.
–Lo que haga falta, cariño –respondió Nico con ironía.
–Mañana dispongan del chófer para que les traslade por
la ciudad. Les dejo este librito para que planifiquen la visita.
–¡Genial! –exclamó Zahra.
–Gracias de nuevo, Lupe –dijo Marta sonriendo.
–Así quedamos pues. Un brindis por nosotros.
–¡Sí! Por nosotros… –dijo Sonia dándole un sonoro beso
a su chico.
–Y por el profesor… –dijo Zahra.
Aquella noche, mientras Sonia hacía zapping rastreando alguna
cadena musical entre la variada oferta de canales por satélite, un
mensaje se coló en el móvil de Zahra.
–Tía, tienes un mensaje.
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–¡Voy! –Tomó el teléfono y leyó: “Enciende el ordenador
y conéctate al Skype.” –. ¡Es Falco!
–¿Qué querrá?
–La última vez que chateamos quiso que le contará más
detalles de mi aventura en la cueva del senet –Zahra fue a por el
portátil–. Supongo que será para las conferencias que están
dando con motivo de la exposición de animatas.
–No me digas que no rentaría volver a Roma y ver lo que
han montado en su casa. Todavía siento escalofríos cuando
recuerdo aquel infierno con la mesa giratoria.
–Ya estoy dentro… Parece que la señal es potente.
¿Hola? –El rostro avejentado de Falco, con la vista al fondo del
despacho en la cripta, apareció en la ventana del programa.
Sonrió al ver las caras alegres de sus jóvenes amigas españolas.
–¡Pequeña Saunders! ¡Sonia! Os sientan bien los aires
jordanos.
–¡Hola profesor! –dijo Sonia acercándose más a la
webcam.
–¿Cómo está? –quiso saber Zahra.
–Pues a ratos, como una animata res más, pero contento
de intuir que todo va bien.
–Estamos muy ilusionadas –anunció Sonia.
–Será la mejor nochebuena de nuestra vida…
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–Me place tanto escucharos… Y ahora atenta, pequeña
Saunders. ¿Has traído algo valioso para el trueque?
–¡Sí…! –Desapareció del ángulo de la cámara y regresó
con el collar de Yemojá en la mano–. Es un verdadero amuleto
Masai, el que me regaló el laibón. Le tengo mucho aprecio, pero
anhelo tanto el colgante del Chalice Well…
–Bastará, sin duda. En el desierto nos costará más
comunicarnos, así que esperaré impaciente las buenas noticias.
–¡Así será! –dijo Zahra lanzando un beso al profesor.
–¡Cuídese mucho, por favor! –pidió Sonia.
–Se hará lo que se pueda. ¡Buenas noches, chicas! –Y el
programa se cerró.
–Se le ve más desmejorado –comentó Zahra mientras
recogía el ordenador.
–Es verdad, ha perdido ese brillo en la mirada…
–Hay que convencer a mi madre para ir a verlo –se bajó
de la cama y fue hacia el trasportín para liberar a su gatito
Avalon–. ¡Hola bichejo! –Este maulló desconsolado por el
cautiverio–. Sonia, acércame ese cuenco con agua.
–Venga, refréscate, tigretón. Todavía me sorprende que
Marta te dejara traértelo –Avalon se agachó a beber mojando la
Cruz de Brigide que llevaba al cuello.
–Realmente fue idea de Falco. Decía que él también era
protagonista de esta historia y que merecía celebrar nuestra
victoria.
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–Me sorprende lo seguro que está el profesor. Yo no las
tengo todas conmigo –Zahra se alejó hacia el baño para abrir la
latita de comida para Avalon.
–Tú y yo no sabemos movernos en ese mundo de las
antigüedades, pero él sí. Hay que confiar.
Sonia tomó el mando a distancia y subió el volumen de la
tele. El Waka-Waka de Shakira atronó en la habitación y las dos
amigas comenzaron a bailar. Avalon las observaba de reojo
mientras daba cuenta de su cena. Entonces Zahra lo agarró y lo
introdujo en la coreografía. La expresión de sorpresa del pequeño
felino parecía describir lo dura que era la vida de las mascotas de
los adolescentes.
La pequeña orquesta tocaba música de influencia beduina
mientras que algunas bailarinas interpretaban la danza del vientre
al gusto de los occidentales. Menéndez, Martín y Agnieszka
fumaban en pipas de agua en una mesa cercana al escenario
central. Tras la cena, con el resto de coleccionistas y anticuarios,
quiso compartir impresiones con sus acompañantes: –Creo que
el mapa de Maslama lo colocaremos por nueve o diez de los
grandes a Al Nasser –comentó Menéndez–. El error ha sido
revelar su existencia a Vidak, que ahora lo quiere a precio de
amigo. Quizás no quede más remedio que hacer una carambola a
tres bandas.
–No confío en el Alfil Negro… –dijo Martín tras dar una
bocanada de humo–. Ya nos la jugó en Varsovia con los iconos.
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–Cierto, pero el resto de ocasiones nos ha ido bien. La
clave está en Walid Yudeh, el representante de Al Nasser en
España y Portugal. Creo que está rastreando el mercado andaluz.
Ahí podemos serle útiles. Ya sabes, pierde hoy para ganar más
mañana –Una de las bailarinas se acercó insinuante a los dos
hombres, ignorando a la compañera de Menéndez y agitando el
ombligo ante él.
–Y, ¿qué pasará con los niños? –quiso saber Martín.
–¿Los niños? Pues con su mamá –respondió el
anticuario–. Me dijo Saúl que se habían traído hasta el gato.
Parece ser que ya están bajo el ala de la gallinita mejicana, a la
cual saludé educadamente en la cena. Ni rastro del macarroni. No
creo que venga…
–Sí, pero ¿para qué habrán venido los Saunders si no es
para tocarnos los huevos? Huelo la mierda desde aquí –Se llevó
el dedo a la punta de la nariz.
–Yo también… Por si acaso será conveniente que te
vayas a Áqaba y me esperes en el barco. El mapa se quedará
aquí. Agnieszka me acompañará –acarició levemente su mano.
–Sí, es lo más prudente. Lo tendré todo a punto hasta su
regreso.
El camarero se acercó con unos vasos y una botella de
tequila. Les señaló un velador al otro lado de la pista en el que se
encontraba una dama vestida con una blusa roja. Martín se
levantó como un resorte para comprobar lo que estaba
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sospechando: Guadalupe Díaz. Esta izó su vaso a modo de
brindis.
–Es una pena no poder ir con usted al Wadi Rum para
ajustarle las cuentas a esa…
–Cálmate. Te está provocando, ¿no lo ves? Sonríe…
¡Vamos!
–Le juro que…
–¡Sonríe, coño! Así…
–De acuerdo –Martín rellenó su vasito, se puso de pie y
se lo mostró a Lupe–. Va por ti, morrita.
La mejicana asintió y prosiguió su tertulia con sus
compañeros de mesa.
Al llegar al acceso del centro de visitantes del Wadi Rum, el
conductor de la minivan les ordenó que no se apearan del
vehículo hasta que él localizara a los guías que les dirigirían al
campamento de Al Nasser. Una colección variopinta de jeeps
ocupaba el aparcamiento, la mayoría con sus propietarios
apostándose junto a los turistas que llegaban para ofrecerles
excursiones por el desierto y venderles los tickets no oficiales.
–Yo no pienso subirme en eso –afirmó Sonia señalando
un destartalado camión–. Que ya tuvimos bastante con la lata de
espárragos de Tanzania…
–Fíjate. Allí va nuestro guía –Nico señaló unos
relucientes 4x4–. Esos no están tan mal.
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–¡Qué pasada! –dijo David–. Ojalá sean los nuestros.
–Pues eso parece –comentó Zahra al ver descender a dos
hombres con el traje típico jordano–. Vienen hacia aquí– Avalon
maulló como dándole la razón a su dueña.
Los cinco pasajeros se acomodaron en la caja de una
pickup, no sin antes ponerse los sombreros para evitar el exceso
de sol. Nico optó por anudarse la kufiyya roja, un pañuelo rojo
similar al palestino, a la cabeza con la ayuda de uno de los
beduinos que les acompañarían durante el trayecto. A poca
distancia de ellos, todo el equipaje fue colocado en un 4x4 algo
más descuidado. A una señal del guía la pickup arrancó y se
dispuso a atravesar la aldea de Rum. A pesar de la buena
amortiguación no tardaron en percatarse de que aquel viaje iba a
ser una dura prueba para espaldas delicadas. Las casitas eran
blancas y humildes, con muchos niños jugando entre ellas,
algunos saludando con alegría el paso de los nuevos turistas.
Poco a poco la aldea quedó atrás y los invitados de Al Nasser
fueron empequeñeciéndose en la inmensidad que se abría ante
sus ojos. La pista trazada por el paso de los todoterrenos era una
línea que se perdía en un horizonte naranja y azul.
Un monte parecía surgir como una gigantesca aleta en el
mar de arena. El guía detuvo la camioneta y les dijo que su
nombre era “Los siete pilares de la sabiduría”, no sólo por estar
formado por siete jebels, sino también como homenaje al libro
homónimo de Lawrence de Arabia en el que cuenta su campaña
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en el desierto más hermoso del mundo, el Valle de la Luna, el
Wadi Rum.
–Así que esto es el desierto –dijo Sonia dando un paso al
frente. Nico se acercó por detrás y la abrazó–. No tenía mal gusto
tu abuelita de Glastonbury.
–Ya –respondió Zahra–. Pero creo que ella nunca pudo
visitar Jordania…
–¿Quién te lo ha dicho? –preguntó Nico.
–Nadie, pero lo intuyo.
–Yo también creo que fue así –añadió Sonia–. Lo noto
aquí dentro –Y se señaló el pecho.
–No empecemos, no empecemos… –dijo Nico temiendo
que sus brujitas particulares comenzaran a ejercer de nuevo.
–Perdona, Merlincito.
Zahra había sido afortunada en los inicios de su juventud.
Sabía lo que era recibir al sol en Stonehenge, recorrer la historia
del catolicismo desde las catacumbas hasta El Vaticano o visitar
el paraíso terrenal en Ngorongoro, pero ya nunca podría olvidar
las lágrimas furtivas que derramó al cruzar la puerta de entrada al
corazón de la tierra.
Mientras tanto, a unos cincuenta kilómetros de allí, Martín
nadaba en la pequeña piscina del yate de Menéndez. El sol caía
con fuerza sobre Áqaba cuando uno de los marineros se acercó a
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él: –Como se entere el patrón que usas el barco como picadero te
va a cortar los huevos.
–Pero, ¿qué dices, gilipollas?
–Pues eso. Ya ha llegado la chica que has encargado –
Martín nadó hacia la escalera.
–No sé qué coño me estás contando… –Salió del agua y
tomó la toalla. Una silueta que le resultó muy familiar asomó por
la cubierta.
–¡Buenos días, compadre Martín! ¿Cómo le va? –
preguntó Lupe.
–Debo reconocer que tienes agallas, panchita. ¿Qué haces
aquí?
–Pues mire usted que pasaba por el puerto… –encendió
un purito y dejó escapar una larga bocanada de humo–. Y me
dije que sería una descortesía no saludarle.
Martín se puso la toalla sobre los hombros y se aproximó
con chulería a la secretaria de Falco hasta que sus rostros apenas
distaron un palmo.
–Puedes largarte por donde has venido –Martín miró
hacia el coche que esperaba en el muelle con un guardaespaldas
tan alto como ancho–. Tu papaíto te espera.
–Vamos, Martín, que usted gusta de los bisnes con mucha
lana.
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–No me jodas que me quieres comprar –Se dio la vuelta y
fue en busca de las zapatillas de goma–. Al final va a resultar que
estás desesperada.
–No se trata de tragar o trampear. Tratemos entre
carnales, manito… Nos necesitamos, Martín.
–Háblame en cristiano, americana –Y se dejó caer en la
tumbona para tomar el sol.
–Su jefe y el Alfil Negro le van a joder. Por eso le han
mandado aquí solo.
–Eso no te lo crees ni tú –se puso las gafas negras y
tanteó el suelo en busca de la pitillera. Sacó un cigarrillo y Lupe
le ofreció lumbre.
–¿Qué tal tres mil dólares, transporte a Tel Aviv y el
perdón de la chavita? –Martín se quitó las gafas y examinó a
Guadalupe con curiosidad.
–Estás buena, pero lástima que te patinen las neuronas.
Martín miró en dirección al desierto. Reunión de pastores
significaba oveja muerta. ¿Y si la mejicana estuviera en lo cierto
y Menéndez le hubiera alejado de la plaza para estocarlo en los
toriles? El sevillano se la tenía jurada desde lo de Albaidalle, así
que no perdía nada con escuchar a aquella mujer.
–Muy bien. Tienes cinco minutos para convencerme.
Luego desapareces.
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Capítulo 58
El palacio de arena
Acodados sobre la barandilla del yate, Martín y Lupe degustaban
una cerveza bien fría en el pequeño bar de Menéndez mientras
contemplaban el avance de otro barco de recreo que se internaba
en el Mar Rojo remolcando a una mujer que hacía esquí acuático.
–No somos tan distintos, compa Martín. Ambos
cobramos en los mismos caladeros y a veces cazamos como
coyotes, wuey, apañamos de aquí y allá. Lo malo es que a veces
uno está amolado, sin dinero y entonces se vuelve ruin por una
baratija, una chingadera de tres al cuarto –Martín, sin dejar de
prestar atención, tomó la jarra vacía de Lupe para traerse otra
ronda–. Jalarle el colgante a la niña, y el mapa a la madre, sólo
fue un modo de hacerle la barba al jefazo. Zahra no se lo tendrá
en cuenta, siempre y cuando recupere lo que le pertenece.
–Me vas a enternecer, morrita –dijo Martín mientras
tiraba la caña con cuidado para que no tuviera demasiada
espuma–. ¿Has venido hasta aquí para decirme que soy muy
malote?
–Como dicen ustedes, iremos al grano, porque chocolate
que no tiñe es que está claro. Yo le propongo el asunto y, si sale,
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tan amigos. Que no le cuadra, pues por esa misma puerta que me
retiro.
–Habla de una vez –regresó con las dos cervezas y le hizo
un gesto para sentarse en las hamacas.
–¿Recuerda nuestra primera entrevista en Estambul? –
Martín dio un sorbo y miró hacia el horizonte como si buscara el
Mármara–. Procure que no se le enfaden los atributos, pero no le
va a gustar lo que tengo que contarle.
–Dime algo que no sepa…
–Grabé nuestra conversación, esa en la que usted me
amenazaba si contaba todo lo sucedido en Madrid –Martín tensó
los músculos, pero hizo un gran esfuerzo por contener su ira–. Su
patrón no imagina que Al Nasser ya conoce la historia. Cuando
intente venderle el mapa de Maslama este se lo dirá: oiga usted,
que el papel que me quiere enjaretar se lo ha robado usted a la
familia de los Saunders, con los que todos tuvimos una gran
amistad. Y por si fuera poco, el colgante que le compré a Vidak
también tiene la misma procedencia. Claro que Vidak no se
llenará de mierda por un colgante, así que dejará en la estacada al
amigo Menéndez. Si este lo niega todo, pues tendrá que pasar la
vergüenza de escuchar su voz, querido Martín, y alejarse de allí
con la reata bien escondida entre las piernas. Entonces vendrá
todo enrabietado a resarcirse en esta cárcel de oro donde le ha
confinado. Las cuentas son claras.
–Maldita seas… ¿Qué es lo que quieres?
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–Del colgante me encargo yo, descuide, pero necesito
ayuda para hacerme con el mapa. Luego usted se abre y se monta
la vida padre.
–¿Con tres mil dólares? Ni lo sueñes.
–Que sean cuatro, y además le sacamos del país. ¿O es
que pensaba robar esta chalupa?
–Eres buena, jodía. Hubiéramos hecho grandes negocios.
–En otra ocasión. Ahora debo irme, compadre. Tome este
teléfono –le tendió un papelito con un número–. Si llama antes
de una hora para darme la información que necesito estará fuera
del país al anochecer. En caso contrario entenderé que no le
interesa el negocio. Así de simple.
–No tienes que esperar… Yo mismo le entregaré el mapa
a la niña. Así quedaremos en paz y quizás retire la denuncia. Un
cuatro por cuatro y un hombre de apoyo me bastarán.
–¡Vaya, me salió usted un sentimental! –Lupe lo observó
detenidamente–. Llevaba usted razón, broder, hubiera sido padre
trabajar juntos –Abrió su bolso y le entregó una tarjeta–. Por si
algún día desea visitar el Coliseo Romano.
–No lo descartes, mejicana.
–Pues vamos a prepararlo todo. Hay un lugar muy
especial para Zahra…
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Tras descender por una duna muy pendiente otearon por primera
vez el campamento de Al Nasser, donde una gran carpa blanca
reinaba entre las jaimas. En el ala este predominaba el color
negro de las lonas del personal, el humo de los hogares y los
camellos reunidos tras una empalizada. El otro lado no se
diferenciaba mucho de un camping europeo, con su generador
eléctrico, sus depósitos de agua y las tiendas levantadas sobre
tarima y distribuidas en estancias independientes, incluyendo una
sencilla ducha, un lavabo de campaña y un inodoro portátil. A
Nico le llamó la atención un gran entoldado de lona atravesado
por un mástil que cubría a los vehículos. El cuatro por cuatro
surcó la zona noble y se detuvo ante una tienda de campaña
familiar. Un tubo de aire acondicionado penetraba en su interior
para calentarla por la noche, cuando el invierno se hacía notar en
el Valle de la Luna.
–Sólo falta una recepcionista para ser totalmente un hotel
–comentó Zahra.
–Pues ahí viene –dijo Nico al ver acercarse a una mujer
para obsequiarles con unos vasitos de té beduino que portaba en
una bandeja. Todos tomaron el suyo, aunque David dudó un
poco porque le recordaba a la manzanilla de los días que estaba
mal de la tripa.
–¡Gracias! –dijo Zahra depositando el vaso vacío de
vuelta. La mujer hizo el gesto de llevarse la mano al corazón.
–Está muy rico, sin desmerecer al de Tarek –afirmó
Marta.
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–Se le echa de menos… –añadió Zahra mientras
acariciaba la patita de Avalon que asomaba por el entramado de
su cajón.
La recepcionista, que se quedó con ese mote por cortesía
de Sonia, les mostró el interior de la tienda, distribuido en tres
estancias con dos camastros cada una. Marta se adelantó para
repartirlas antes de que Nico o Sonia tuvieran alguna idea. Al fin
y al cabo la responsabilidad ante sus padres era de ella.
–Nico y David pueden quedarse en la de la puerta. Las
chicas en la grande y yo en el medio. ¿Os parece?
–Ya lo has oído, mi león del desierto –le dijo Sonia a
Nico sin el menor disimulo–. Aquí a dieta de lechuga…
–¡Sonia! –exclamó el muchacho.
–Confío en ti, Nico –respondió la madre de Zahra–. Te
has ganado estos años ese derecho.
–Pues no sé, mamá, porque últimamente se está
desmadrando.
La “recepcionista” regresó para avisarles de que podían
disfrutar de un refrigerio en la carpa grande, así que, tras colocar
el equipaje, los tres amigos y David se fueron a tomar algo
mientras Marta se retocaba un poco tras la travesía por aquel mar
de arena rojiza que se metía por toda la ropa. Según estaba
perfilándose los labios escuchó el maullido de Avalon en
demanda de algo para beber. Marta lo sacó de su encierro, vertió
agua en su mano y se la ofreció al minino. La pequeña mascota
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agitó la lengua con avidez, como si realmente hubiera
descubierto un oasis. De repente estiró sus orejas, como solía
hacerlo cuando adivinaba que Zahra regresaba de clase, y salió
disparado fuera de la tienda.
–Pero, ¿dónde vas? –exclamó Marta a la vez que
resbalaba con el agua derramada. Salió al exterior, pero no lo vio
por ninguna parte–. ¡Avalon! ¡Vuelve! No podrá ir muy lejos…
Se agachó al suelo buscando alguna huella. Entonces
alguien se acercó a ella y pronunció su nombre: –¿Marta
Giménez? Creo que este gato debe ser suyo. No es habitual viajar
por estas tierras con animales de compañía…
–¡Muchísimas gracias! Temí haberlo perdido –Abrazó al
gatito y le dio un ligero azote–. Habla usted español…
–Mi nombre es Walid Yudeh. Trabajo en España por
cuenta del señor Al Nasser. Me pidió que viniera a presentarle
sus respetos.
–Y a atrapar a este bicho… –Marta se fijó en los ojos
negros de Walid, tan oscuros como la noche en el desierto, pero
no exentos de brillo. Durante un leve instante sintió algo
parecido a un rubor, una sensación que llevaba mucho tiempo
dormida. Pero tras la sorpresa inicial se le alteró el semblante
evocando aquel sueño que tuvo en Madrid y que fue descrito por
el profesor Falco: “Donde estaba la casa hay ahora una jaima.
Donde había una vida mustia ahora nace la pasión”.
–Tiene usted mala cara. Adaptarse al desierto lleva su
tiempo. Hay personas que creen haber pertenecido siempre a este
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mundo inhóspito. Otras se sienten extranjeras sin motivo
aparente. Permítame que la acompañe a beber algo –Marta metió
a Avalon en su jaulita y se levantó muy despacio. Walid le indicó
el camino y ambos salieron en dirección a la carpa.
Otra partida perdida, y ya iban cuatro. Aquel juego egipcio
dependía mucho del azar y, por si fuera poco, Falco todavía era
un novato en la estrategia del senet. Las reglas que le había
explicado
Zahra
muy
aunque
eran
claras,
el
significado de
cada casilla se prestaba a diversas interpretaciones. Según le
había explicado la pequeña Saunders, ella sólo había jugado un
par de veces con su hermano, pero le había bastado para ganar la
partida en la cueva de La Mugara en Albaidalle. Quizás se estaba
obsesionando y convenía descansar. Se quitó las gafas, bajó la
tapa del laptop y se levantó para recorrer la cripta, buscando el
consuelo silencioso de sus libros ante su falta de pericia para
retar a la muerte. Quizás no ocurriera esa noche, ni la siguiente,
pero la progresiva fatiga, los sueños premonitorios y la velocidad
con la que giraba la rueda de Nerón en la infierno de las
animatas, le recordaban que el tiempo estaba concluyendo.
Le tranquilizaba saber que arriba, sumido en la oscuridad,
descansaba el senet en su vitrina. El precio había sido alto. Su
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casa llena de visitantes morbosos y, lo peor, la ausencia de Lupe,
que estaba ayudando a la nieta de Saunders a recuperar su
colgante. Con Guadalupe junto a él volvería parte del coraje que
demandaba su estado. A lo mejor se trataba de eso, de encontrar
ese espíritu ganador. ¡Claro! ¿Por qué no? Subió a la iglesia,
donde estaba la exposición, tomó el mando a distancia y se aupó
a la escalera para acercarse a la zona de los deportes: baloncesto,
fútbol atletismo… Le llamó la atención un sombrero de cowboy
que parecía estar en el lugar equivocado. Miró la etiqueta.
Perteneció a Thomas Austin Preston, conocido por Amarillo
Slim, quizás el mejor jugador de póker de la historia. Falco, algo
aliviado por la ausencia de testigos, se caló el sombrero y evocó
una de las más célebres frases de su dueño: si te sientas a jugar y
no ves a ningún perdedor es porque el perdedor eres tú. A lo
mejor se trataba de eso: un rival tan inalcanzable que ya salías
derrotado de antemano. Era preciso templar el corazón y azuzar a
la mente. Sería un ganador, como lo fue Zahra y como lo había
sido él toda su vida hasta que la enfermedad le había herido.
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Capítulo 59
La traición del Alfil Negro
Bajo la gran carpa un proyector exhibía cada uno de los tesoros
ofrecidos con un rotulo superpuesto que indicaba el nombre del
coleccionista. Cada nueva imagen iba acompañada por un
comentario de Walid, a través de un pequeño equipo de
megafonía, y de un murmullo de satisfacción que solía terminar
con un aplauso. Menéndez percibió la cálida acogida del mapa
de Maslama, pero no notó el mismo interés por una momia de
cocodrilo y un arcabuz de los tiempos del Gran Capitán.
Finalizada la exposición se abrió el bar y, con él, los
corrillos. Vidak fue rápidamente requerido por un anticuario
berlinés y un representante de una casa de subastas de Lisboa
encaprichados por una lápida celta que había traído de Inglaterra.
Al Nasser, valiéndose de su condición de anfitrión, tomó al Arfil
Negro del brazo y se lo llevó a una de las mesitas de té.
–Tu lápida y la rueca de la bruja han sido todo un
hallazgo. Nunca nos defraudas, amigo.
–Ya sabes que detesto las baratijas…
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–Por supuesto…–El beduino se quedó pensativo–. Pues
mira, ahora que sacamos el tema de las baratijas. Hay un asunto
delicado que debemos tratar –Vidak se removió incomodo en el
almohadón.
–¿De qué se trata? Siempre hemos sido claros en los
negocios.
–¿Recuerdas el colgante que me vendiste para mi esposa?
–Sí, valiosa pieza –dijo esgrimiendo una falsa sonrisa.
–Resulta que me lo han reclamado.
–No te comprendo…
–Martín, un colaborador de Menéndez, el sevillano, se lo
robó a la nieta de Saunders, nuestro añorado Saunders. También
logró llevarse ese mapa traducido que ha mostrado hoy.
–Es muy enojoso enterarse de esto. Yo…
–Tranquilo. Entiendo que tú ignorabas su procedencia.
–Por supuesto. De todas formas, ¿cómo sabes que la nieta
no miente?
–Hay una grabación de voz hecha en el hotel de
Estambul. No te voy a decir quién era la persona que trataba con
él, pero un interlocutor era Martín.
–Mal asunto –Vidak juzgó oportuno soltar lastre–.
Entiendo que no podemos dejar pasar esto por alto. Son las
reglas –Al Nasser se levantó e invitó a su acompañante a buscar
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un lugar más reservado para hablar–. He pedido que llamen a
Menéndez para reunirnos en mi tienda. Vamos…
Menéndez esperaba con un vaso de whisky irlandés,
recorriendo la jaima como un animal encerrado, cuando vio
entrar a sus dos colegas: –¡Vaya! No me digáis más… Ambos
queréis negociar por el mapa, ¿verdad? No existe en el mundo
ninguna otra traducción de Ptolomeo como esta, aunque sólo sea
una página. De hecho creo que he sido muy generoso con el
precio de salida.
–Sí, es un gran hallazgo y, claro, estamos todos
interesados –respondió el jordano–, pero sólo si no hubiera sido
sustraído a su legítima dueña.
–Me he perdido –Menéndez se puso pálido.
–Tengo copia de una denuncia en un juzgado de guardia
de Madrid sobre un robo con agresión en un restaurante. En ella
figura una descripción muy clara del mapa. Además, mi
informante me ha hecho llegar una grabación hecha a uno de tus
hombres, Martín.
–Tiene que ser una manipulación, una burda falsificación
de alguien que ambiciona ese documento. ¿No os dais cuenta? –
Vidak y Al Nasser se miraron.
–Eso no es todo. El colgante de Moon Brothers también
era de procedencia dudosa –añadió Vidak con fingida
indignación–. Luego yo se lo vendí a nuestro compañero. No
esperaba eso de ti, francamente.
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–¿Tienes algo que alegar antes de que borre el mapa del
catálogo? –preguntó Al Nasser.
–Pero, no me lo puedo creer, ¿os vais a tragar ese cuento
de una niña y del inútil de Martín? Sólo trabaja conmigo por
lástima. ¡Esto es increíble! Seguro que lo han untado para ser
grabado.
–Albergamos dudas muy serias. Lo siento de corazón.
Son las normas –aclaró Al Nasser.
–Muy bien. Vosotros mismos. Nunca olvidaré esta
humillación. Volveremos a vernos cuando haya aclarado esta
inmenso error –Dejó el vaso en una mesita y clavó los ojos en
Vidak–. Cuando juegas con serpientes es fácil que alguna vez
recibas su mordedura.
–Dispones de mi gente para regresar a Amán –ofreció Al
Nasser–. Ojalá todo fuera una confusión, sinceramente.
–No lo olvidéis. Tendréis que disculparos por esta afrenta
–y salió de allí tirando de la cortina con ira–. Regresaré en
cuanto pueda desmontar esta mentira.
El sol se acostaba sobre el lecho rojo del Wadi Rum ante los ojos
enamorados de Sonia y Nico, que contemplaban el prodigioso
espectáculo abrazados bajo a una manta. El cielo limpio se
oscurecía iluminado por centenares de estrellas, mostrándoles la
otra cara del desierto, tan bella como la del día. Ni siquiera
tenían el valor de romper la magia con las palabras, porque sus
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jóvenes corazones intuían que nunca podrían olvidar aquellos
instantes, esos que a lo largo de su existencia recordarían con
ternura o
añoranza, según soplara el viento del destino que
buscaban juntos.
–Te quiero –susurró Nico posando sus labios en el cuello
de Sonia.
–Lo sé.
–Eso es lo que le decía Han Solo a la Princesa Leia…
–¿Qué quieres? Ya estaban todas las frases famosas
cogidas… –Acercó la cabeza de su chico y le besó muy
despacio–. Este beso tampoco era original.
–Pues no estaba mal… –respondió Nico.
–¿Lo ves? Tienes una pareja de película.
Zahra se acercó por detrás con una bandeja de plata. En
ella llevaba la cena para los tres.
–¡Hola, potitos!
–Fíjate, Merlincito. En este hotel tienen servicio de
habitaciones…
–¿Qué traes? –dijo Nico observando con apetito la
comida.
–Pues esto es lo que habían enterrado en una
vasija para asar: pollo y cordero. Está de muerte. También hay
arroz, agua, pan cocido en las cenizas del suelo y té recién hecho.
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–Lo que te decía. Este hotel no es de cinco estrellas, sino
de mil –y Sonia puso sus ojos de nuevo en el cielo que cobijaba
el Wadi Rum.
–¡Vaya! Os dejo unos minutos solos y os volvéis
poetas… –Colocó la bandeja a sus pies y se sentó con ellos–.
Tengo noticias muy frescas. Por cierto, aquí no se usan los
cubiertos, así que a pringarse. Usad la mano derecha.
–¡Cuenta! –dijo Nico mientras tomaba un puñado de
arroz con carne.
–Parece ser que Menéndez se ha pirado. Me lo ha
contado mi madre, que estuvo hablando con Lupe. Le han
acusado sus compañeros de quitarnos el mapa y el colgante.
–¡Bravo por Lupe! –exclamó Sonia mientras miraba con
aprensión un trozo de cordero algo negruzco–. ¿Y ahora qué?
–La mujer de Al Nasser quiere conocerme para hacer el
trueque que me comentó Lupe. Iremos a verla al amanecer. No
está aquí…
–¡Claro! –dijo Nico–. A los saraos de coleccionistas Al
Nasser acude con la otra legítima. De oca a oca.
–No sé, es otra cultura… –comentó Zahra mientras servía
el té–. Tenemos que cruzar las dos montañas que guardan el
campamento, pero… A lo mejor no os apetece venir –sonrió
enigmáticamente.
–Tú estás fatal, tía, ni loca me pierdo ese momento.
–Yo tampoco, ¿cómo puedes pensar que…?
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–Hay que ir en camello.
–¡No me jodas! –exclamó Sonia mientras colocaba con
poca pericia una bola de arroz en la boca.
–¿No será peligroso? –quiso saber Nico–. Creo que eso te
deja la entrepierna muy…
–Pues te pones un cojincito, mi macho man –dijo Sonia
tirándole de la oreja.
–Creo que es sólo un ratito, tranquilos. Pensad que por la
noche nos vamos al hotel, para celebrar la Nochevieja, así que
tardaremos poco.
–¿Sabéis? –dijo Nico–. Antes me ilusionaba mucho lo de
recibir el año nuevo en el hotel, pero tampoco me disgustaría
hacerlo aquí, en el desierto. ¿Os imagináis contando las
campanadas con dátiles?
–El calor saca lo más extravagante que llevas en tu
sesera, Nico.
–Seguro que lo pasamos bien–añadió Zahra–. Lo que
pasa es que este lugar nos ha hechizado. Os vais a reír pero este
silencio, que casi se puede escuchar, me recuerda a mis noches
en La Mugara. Cuando cenábamos, los mayores se quedaban
charlando de sus cosas, por lo que los niños nos íbamos solos a la
habitación. El cortijo estaba sumido en la oscuridad, pero a veces
las hojas de los árboles jugaban con la luna y parecía que las
sombras se movieran. Os confieso que me daba mucho miedo,
pero tenía que aparentar lo contrario por ser la hermana mayor.
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–A mí me sucedía lo mismo en el pueblo –confesó Nico–.
Además, en Galicia te cuentan muchas leyendas de fantasmas,
almas en penas o la Santa Compaña. Recuerdo visitar por las
noches el baño en una caseta de madera que había detrás de la
casa, echar el cubo de agua y salir corriendo de allí.
–Sin embargo… –Zahra miró hacia el horizonte y sólo
adivinó la silueta de los jebels recortarse en la lejanía–. En estos
dos años nos hemos enfrentado a tantas situaciones increíbles
que a veces noto que nos han arrebatado la infancia de golpe –
lanzó un hueso de pollo hacia la fogata.
–Es verdad tía –Sonía suspiró–. Y por si fuera poco estos
tres primeros meses en bachillerato han sido la puntilla. Ya no
podemos ser niños, todo son responsabilidades… Echo de menos
hasta las tutorías de la ESO con doña Isabel. Notas medias,
trabajos, avisos sobre el paro juvenil… Se te quitan las ganas de
todo.
–También puedes verlo desde otro punto de vista, cari…
¿Cuántos de nuestros compañeros han vivido experiencias como
las nuestras? Somos afortunados.
–¿No lo dirás por mis desmayos o mis problemas con…
Con…
–Los fantasmitas –completó Zahra.
–Eso. No ha sido divertido.
–Todo tiene un precio –concluyó Nico–, pero no me
arrepiento de nada.
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–¡Qué listo! Comprendo que ligarte a la reina de las
hadas te haya fascinado, pero no te crezcas –dijo Sonia
estampándole un sonoro beso.
–No os podéis quejar, tortolitos. Gracias a mi colgante os
he regalado esta escapadita romántica –Zahra observaba el baile
de las llamas que se reflejaba en las pupilas de los jóvenes–. En
eso Nico tiene razón… Quizás todo haya valido la pena. Aun
así…
–Le estás dando vueltas a algo, que nos conocemos –dijo
Nico.
–Me ocurrió lo mismo en Tanzania… Mi padre tiene una
nueva vida en África. Vosotros… eso. Mi madre, desde que el
restaurante da beneficios se la ve más feliz. Hasta juraría que
lleva media tarde tonteando con el beduino de la barbita
recortada.
–¡No jodas! –Sonia casi se atragantó con el té.
–Mientras todos habéis empezado un nuevo camino yo
me limito a cruzar indemne el puente entre el bachillerato y la
universidad. Me falta algo, pero no sé lo que es.
–Pues yo creo que sí lo sabes –dijo Nico dejando el vaso
y tumbándose en el regazo de Sonia.
–Explícate, listillo –le dijo Sonia tirándole del pelo.
–Avalon.
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–No seas mendrugo. ¿Cómo va a realizarse Zahra
cuidando de un gato? Que, por cierto, se cuida bastante bien él
solito…
–Me refiero a Glastonbury.
–Puede ser, Nico –Zahra también colocó su cabeza sobre
las piernas de su amiga–. Por un lado tengo ganas de subir a Aldehir, pero…
–…Por otro tienes miedo. De ahí vienen tus dudas.
–¡Oye, que la que va para psicóloga soy yo! Para
empezar, mis muslos parecen un diván. ¿Estáis cómodos,
guapines?
–Siempre estaremos contigo, ¿verdad, Sonia? –dijo Nico.
–Sois los mejores…
–No lo somos –respondió Sonia–, pero es lo que hay y te
toca conformarte. Así que levanta el culo y vete a por unos
dulcecitos morunos de esos, que mañana será un día muy largo y
necesitaremos azúcar.
–Golosa –sentenció Nico.
–Plasta –contestó ella.
–No sé para qué voy a traer dulces si vuestra presencia ya
empalaga.
Menéndez y Agnieszka abandonaron el todoterreno tras recoger
su equipaje. El anticuario dio un portazo, a modo de despedida, y
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se dirigió bufando hacia el muelle. La pasarela estaba retirada,
por lo que llamó por teléfono a Martín. Tras unos segundos fue
informado de que el número no estaba disponible.
–Las gaviotas se van a dar un festín con quien yo me sé –
Marcó el teléfono de a bordo y, tras dos intentos, contestó Saúl–.
¿Dónde coño estabais?
–Disculpe. Había oído el teléfono, pero estaba fregando
la cubierta…
–Pues estoy aquí… Saca la pasarela. ¿Y Martín?
–¿Martín? No está.
–En la ciudad, como si lo viera, gastándose mi dinero en
algún garito.
–No sé, realmente…
–Ahora hablamos –apagó y se dirigió hacia el barco.
Una vez arriba Saúl, el piloto, le explicó que Martín se
había ido para investigar un posible negocio. Menéndez estalló.
No eran esas sus instrucciones. ¿En qué estaría pensando aquel
mastuerzo? Pero entonces cayó en la cuenta y le preguntó a Saúl
si había pasado algo especial en su ausencia.
–Vino una mujer a buscarle…
–¿Una mujer? ¿Una fulana?
–No, era muy distinguida… Tomaron algo en la popa.
–No me jodas, Saúl, no me jodas. ¿Era morena? ¿Hablaba
con acento sudamericano?
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–¡Sí! ¡Esa es! ¿La conoce?
–¡Me cago en sus muertos! –Arrojó el maletín al suelo y
se dirigió al camarote de Martín para corroborar que se había
llevado sus cosas. Luego fue a su cabina, donde estaba la caja
fuerte. Introdujo la combinación y al momento se percató de la
ausencia del mapa. Saúl se interesó por lo ocurrido y se llevó un
inesperado empujón.
–¡Inútiles! Estoy rodeado de inútiles y sabandijas.
¿Dónde están los otros?
–Les dio el día libre… ¿No lo recuerda?
–¡Llámalos y que se presenten en el barco cagando
leches! Tenemos que atrapar a ese traidor antes de que se
esconda en su madriguera.
Desde una terraza del puerto Martín había observado la
llegada de su antiguo patrón imaginando todo lo que estaría
sucediendo en el barco. La mejicana tenía coraje, pero también
era astuta, pensó. Había logrado que le echaran como predijo.
Ahora tocaba ponerse a salvo y resolver el tema de la niña. Echó
una mirada a su alrededor, buscando alguna amenaza, como si
quisiera acostumbrarse a su nueva vida desde el principio.
El vehículo, que Lupe le había puesto a su disposición,
aguardaba en la puerta del bar. Subió al asiento trasero, le dio
instrucciones al chófer y ambos se perdieron por las calles de
Áqaba.
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Capítulo 60
Yemojá y la Madre Tierra
La caravana de camellos avanzaba entre dos jebels con sus
monturas anudadas por parejas a un tercer jinete experto. Así
Sonia y Nico se ubicaban en la cabecera, mientras que Zahra
hacía lo propio con David. Walid sólo arrastraba un camello, el
de Marta, porque Lupe prefería ir sola. Lo más difícil para los
novatos consistía en evitar la caída cuando el animal se izaba. El
traqueteo ya sería trabajo para la espalda.
–Dos cosas son seguras sobre Lawrence de Arabia–dijo
Sonia–. Primero, que no tenía olfato…
–¿Y la segunda? –quiso saber su chico.
–Que tenía un buen culito para aguantar esto.
–Ya escuchaste al beduino, haz un poco de fuerzas con
las piernas.
–Sólo faltaría que este bicho se pusiera cachondo
conmigo.
–No jorobes… –dijo Nico guiñando un ojo.
–Como empieces con tus jueguecitos de palabras te juro
que te tragas una de esas boñigas.
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Unos metros más allá, Zahra recordaba las aventuras de
Tintín compartidas con su hermano, especialmente “El cangrejo
de las pinzas de oro”. Había que reconocer que el pequeñajo se
estaba portando como un auténtico campeón, lo mismo que
Avalon, que viajaba muy confortable en una mochila portabebés.
Marta y Walid proseguían su diálogo sobre España,
Jordania o las antigüedades, conversaciones banales pero muy
cordiales, por lo que su hija procuraba no quitarles ojo. Sólo
faltaba que su madre se liara con un jordano e hiciera como su
padre, trasladarse a otro país. Saber que Walid pasaba la mayor
parte del año en España le tranquilizaba un poco pero, al mismo
tiempo, le inquietaba que surgiera una relación a la vuelta.
Todos los camellos fueron formando una hilera para
emprender la subida al campamento. Las sillas, cubiertas de
mantas de vivos colores, y las borlas, que decoraban la cabeza de
los camellos, daban un aspecto regio a la comitiva, algo habitual
en el Wadi Rum, pero que no dejaba de sorprender al forastero.
Guadalupe se puso un momento a la altura de Zahra,
acarició al gatito y le hizo una carantoña a la joven para
tranquilizarla ante aquel momento que sería muy emocionante
para ella. Habían apostado muy fuerte para recuperar el colgante.
Uno de los dos jebels, que resguardaban a las jaimas
situadas en una pequeña meseta, mostraba una pequeña cueva
que solía servir como refugio invernal. En la entrada había un
hogar donde preparaban el agua caliente para el arroz y
desmenuzaban la carne para el mediodía. Según asomaba el
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primer camello ya aparecieron algunos niños, que sonreían a los
visitantes, mostrando su alegría por recibir a Walid y sus amigos,
y ayudaban a sujetar los camellos, ya que estos doblaban la
rodilla para tumbarse y a menudo tiraban al suelo a los jinetes
poco avezados. Una chica, de pelo azabache, se acercó a Nico y
quiso saber, en un dulce inglés, de dónde venían.
–We are from Madrid, Spain…
–¡Real Madrid! –dijo un niño con cara de pillo–. Yo
Barcelona, Messi.
–Muy bueno… –dijo Nico chocando la palma con él.
Sonia descendió llevándose las manos a las lumbares.
Había sido una dura prueba para los que nunca habían paseado
en camello. Y todavía quedaba la vuelta... Walid ofreció su mano
a Marta, que resultó disfrutar de un camello muy amistoso que se
colocó en la arena con suma delicadeza. Zahra descendió con
más problemas al llevar a Avalon en su regazo, por lo que
finalmente se enganchó en la silla y tuvo que soltar un brazo. El
gatito, que ya estaba de por sí muy alterado, saltó hacia el suelo y
empezó a correr hacia el jebel.
–¡Avalon! ¿Dónde vas? –exclamó Zahra haciendo un
gesto a Sonia.
–Demonio de gato… –dijo Sonia–. ¡Nico! ¡Atrápalo! ¡Por
allí!
Cuando quisieron darse cuenta ya había rodeado el fuego
y se internaba en la cueva. Los tres amigos se miraron, sin
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atreverse a comentar lo que estaban pensando, que el gatito había
olfateado el colgante, lo cual era imposible tras el tiempo
transcurrido desde el robo.
–Para mí que tu amuleto está ahí dentro –dijo Nico con
poca convicción.
–Puede… –dijo Zahra–. ¿Lupe?
–Este bichejo es listo. Allí encontraremos a la esposa de
Al Nasser. Se llama Qamra, que significa “Luna”.
–Tenía que ser Luna… ¡Claro!–añadió Sonia.
Walid estrechó la mano de un beduino. Se dieron tres
besos y se saludaron con “La paz sea con vosotros”. Luego
hablaron sin dejar de mirar a los recién llegados. El beduino
inclinó su cabeza llevándose la mano al corazón, y les invitó
seguirles hacia la cueva. Allí se acomodaron en una alfombra
tejida a mano y fueron convidados a té beduino.
–Sólo puede entrar Zahra –informó Walid–. Los hombres
no debemos hacerlo y sería una descortesía que sólo pasaran las
damas.
–No sé árabe. Sólo saludar –se excusó Zahra.
–Bueno, chavita, no creo que importe –dijo Lupe–. Ella
sabe a lo que vienes y seguro que se entienden.
–Es cierto –añadió Walid–. Será fácil.
–Vamos hija… –Marta le acarició la mejilla–. Te espera.
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En ese instante Avalon apareció alegre para saltar a los
brazos de su dueña. Ese era el último aliento que esperaba la
joven. Se levantó y ambos se internaron en la cueva. El recuerdo
de La Mugara regresó fugazmente, evocando la compañía de
Rai.
La primera estancia tenía otra alfombra y estaba
iluminada por una lámpara de gas que dejaba ver algunos enseres
arrinconados en la pared. Se descalzó para no manchar de tierra
la alfombra y siguió deambulando por la cueva, sin dejar de
abrazar a su gatito, hasta toparse con una cortina que un brazo,
con ricos tatuajes de gena, descorrió con suavidad.
–Qamra… –susurró Zahra poniendo su mano en el pecho.
–As-salamu alaykum, Zahra –dijo la esposa de Al Nasser
ofreciendo la mano a su invitada.
–Wa alaykumu s-salam –respondió Zahra.
El encuentro con Qamra se produjo en un pequeño rincón
de la cueva, una especie de oratorio donde la beduina atesoraba
una gran cantidad de objetos religiosos que se entreveían a través
del humo que procedía de algún tipo de incienso o resina que la
joven no supo identificar. Sobre su túnica azul Qamra llevaba un
cadena con piedras de colores, que sujetaba la mano de Fátima
Az-Zahra, cuyos cinco dedos representan los pilares del Islam, la
creencia en Alá, la oración, la limosna a los más necesitados, el
ayuno y la peregrinación a La Meca. Era el mismo amuleto que
el Mago de Lavapiés le regaló a Sonia el año anterior.
–Jamsa –dijo Zahra señalando la mano de Fátima.
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–Jamsa –respondió Qamra haciendo que toda su cara
sonriera dentro de su elegante hijab estilo Al-Amira con hilos
dorados–. Mariam… –Le mostró una medalla de plata de la
Virgen María con Jesús.
–María –dijo Zahra.
Qamra ofreció un almohadón a Zahra y luego se giró
hacia un joyero de dos puertas de madera tallada, con motivos
árabes y florales, pintadas con pigmentos del desierto, que abrió
ceremoniosamente para mostrar toda su colección de amuletos,
collares, anillos y otros complementos que brillaron ante sus
ojos. Casi todos estaban relacionados con las deidades femeninas
de culturas ajenas al Islam, pero no daba la impresión de que
Qamra se hubiera alejado de sus creencias. Zahra se acercó al
joyero, buscando inútilmente su colgante. Qamra comprendió y
se subió la manga de su túnica, dejando visible una pulsera con
más amuletos. El Chalice Well brillaba iluminado por la
lámpara. Zahra lo observó muy quieta, como si temiera asustarlo
y que este desapareciera de nuevo. Se enjugó una lágrima y llevó
sus manos a la nuca para desabrocharse el collar de Tanzania.
–Yemojá –dijo Zahra acercándoselo–. Madre… –señaló a
Mariam–. Tierra… –Levantó un poco el borde la alfombra y
acarició el suelo.
–Yemojá –dijo también Qamra tomando el regalo y
tocando cada una de las cuentas como si fuera un rosario.
Zahra señaló su amuleto, cerró los ojos y apretó sus
palmas abiertas sobre su corazón. Avalon dio un paso al frente y
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con su patita tocó la pulsera de Qamra. Ella tomó al gatito y lo
acarició con una ternura infinita. Luego se desabrochó la pulsera
y sacó el amuleto de la cadena. Avalon maulló satisfecho y
levantó su cuello, como si buscara algo en la bóveda, dejando al
descubierto la Cruz de Brigid que le regaló la sacerdotisa de
Glastonbury. Qamra la observó fascinada. Zahra lo entendió,
acarició a su mascota y le dio un beso en su pequeña cabeza.
–Avalon… Es tuya –El animalito agitó sus pezuñas con
alegría–. Quieres regalársela, ¿verdad? –Zahra se secó los ojos y
desenganchó la cruz de la correa–. Brigid, Glastonbury.
Qamra tomó la Cruz de Brigid y el collar que el Laibón
regaló a Zahra en Kondoa. Puso sus dedos sobre los de Zahra y
al retirarlos el colgante del Chalice Well estaba allí. Zahra lo
acarició y musitó: –Gracias. Shukran laki.
–Shukran laki.
Instantes más tarde, Zahra y Avalon retornaron a la
entrada, donde todos esperaban mientras degustaban el té con
cardamomo.
Pasados los días, Sonia le contó a su mejor amiga que
nunca olvidaría la impresión que le causó verla salir entre la
oscuridad de la cueva, con su gato negro en un brazo, el amuleto
de plata, cincelado por los Moon Brothers, centelleando, y el
rostro cansado de la que ha recorrido un largo camino por el
desierto.
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El hotel estaba situado en la carretera de Wadi Musa, como si
fuera un oasis, abrigado por las montañas que ocultaron Petra a
las caravanas durante siglos, hasta que Burckhardt llevó su
historia al resto del mundo.
El frío del invierno iba cayendo sobre la arena en el
exterior del restaurante, donde los huéspedes se iban
acomodando
en
sus
mesas,
decoradas
torpemente
con
serpentinas, banderitas occidentales y motivos navideños que
parecían sacados de algún bazar. Casi todo el comedor estaba
cubierto con escayola y pintura dorada, quizás imitando, con
escaso éxito, algún templo de la antigüedad de una cultura
imprecisa, lo cual desentonaba bastante con el vestuario de gala
de los clientes. Era como si se celebrara una boda en un salón
que llevara más de treinta años sin reformar.
A pesar del entorno, había mucha emoción en el ambiente
por recibir al 2010 en el desierto casi a las puertas de la ciudad
perdida de los nabateos, especialmente en la mesa de los
españoles. Zahra lucía en el escote de su vestido, color malva, el
medallón de su familia, que brillaba como en sus mejores
tiempos gracias a la gestión de Lupe con una de las limpiadoras
que le había prestado una crema abrillantadora para la plata.
Nico y Sonia celebraban con especial ilusión aquella Nochevieja
recordando las anécdotas del año anterior, cuando “Merlincito”
conjuró a la luna. También para David era una cena especial,
porque luego habría discoteca y eso le hacía más mayor. ¿Y qué
decir de Marta? Conocer a Walid, al que se podría calificar como
“el hombre de su sueño”, había despertado en ella sentimientos
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de la adolescencia que no se atrevía a compartir con nadie.
Confiaba en que el jordano cumpliera su promesa de acudir
algún día al Hatshepsut cuando volviera a España para trabajar.
Sólo Guadalupe simulaba una felicidad que no sentía.
Las noticias que llegaban de Roma eran poco
tranquilizadoras. La enfermera que asistía a Falco había llamado
a Jordania para comentarle a Lupe la necesidad de internar al
profesor en un hospital dado el empeoramiento de su estado de
salud. Falco había exigido quedarse en su casa, bajo su
responsabilidad, y no había permitido que ningún médico
volviera a visitarle. Lupe tenía muchos motivos para creer en su
patrón, pero temía que este se equivocara y que se produjera el
desenlace que llevaba esperando desde hacía unos meses. Por eso
observaba sin disimulo a Zahra, exultante con su símbolo del
Chalice Well al cuello, la joven que había vencido en la partida
del senet. Ojalá que Falco estuviera en lo cierto.
Faltaban treinta minutos para la medianoche cuando
Zahra recibió la llamada de su padre: –¿Grumetillo?
–¡Papá! ¿Eres tú?
–Sí, hija. Aquí estoy, de nuevo en Zanzíbar, creo que en
el mismo teléfono del año pasado. Por aquí están todos medio
bolingas para recibir el año. Geno muy animada y Bakari con
más de cinco cervezas entre pecho y espalda. ¿Qué tal vosotros?
–¡Muy bien! En el hotel de Wadi Musa. Aquí también
faltan unos minutos.
–Espero que lo estéis pasando en grande…
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–¡Papá! ¡He recuperado el colgante!
–¿Qué me dices? ¿En serio? Grande, muy grande el
amigo Falco. Es una noticia increíble. ¿Y han detenido al tipo
ese?
–Ya te contaré… –Zahra tapó el móvil para decirle a
David que era su padre. Este tiró la servilleta y se acercó a su
hermana impaciente –. Por lo pronto a Menéndez lo han
expulsado de la subasta.
–Tened cuidado con esa gente. No creo que olvide lo
sucedido… Debería haber estado allí, pero… Ya sabes…
–Ya… Geno, África, Bakari… No te preocupes. ¡Oye!
Dale un beso a todos. Está aquí el hámster, que quiere hablar
contigo.
–Os he mandado los regalos. Espero que os gusten.
–Nos encantarán… Papá…
–¿Sí?
–Te echo de menos.
–Y yo, hija. Dale una abrazo a mamá, aunque ya hablé
con ella la semana pasada.
–¡Claro! Te paso al enano… –David cogió el teléfono y
se alejó un poco para escuchar mejor.
–¿Qué tal por el reino del león blanco? –quiso saber
Sonia.
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–Pues está en Zanzíbar con… –observó como su madre
charlaba con Lupe–. Está con Geno y Bakari en Zanzíbar. Deben
pasarlo muy bien…
–Parece que fue ayer cuando estuvimos de safari por el
Ngorongoro –comentó Nico.
–Sí, fueron unos días grandes –corroboró Sonia–. Me
acuerdo de las canciones de Bob Marley que se marcaba nuestro
amigo el masai. Por cierto, habría que decirle al tipo del bigote
que deje de poner música árabe y se modernice.
–¿Qué os parece si le colamos el mp3? –dijo Zahra con
picardía.
–No se va a dejar… –afirmó Nico.
–Tengo en el bolso unos veinte dinares –dijo Zahra–. ¿Lo
intentamos?
–Por mí vale –Sonia sacó otro billete–. Que sean
treinta…
–Nico, ve tú, que te hará más caso –pidió Zahra.
–¡Vale! Siempre me tocan a mí estos marrones –el chico
tomó los billetes–. Dame el mp3… –Nico abordó con una sonrisa
al joven de los auriculares y comenzó a negociar.
–¿Qué hay en el mp3? –quiso saber Sonia.
–Pues sobre todo música pachanguera de los ochenta,
Hay que animar a los mayores –miró a Marta y a Lupe.
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–Si te oyen llamarlas mayores estás muerta, tía. ¡En fin!
Confío en ti.
De repente se hizo el silencio. Al principio la música
sonaba muy apagada, pero rápidamente el discjockey subió el
volumen y, para sorpresa de la madre de Zahra, sonó su canción
favorita de cuando ella tenía la misma edad que ahora su hija.
Nico regresó triunfante, ante la mirada extrañada del
resto de turistas, algunos de los cuales eran también españoles y
celebraron la irrupción de Alaska y Dinarama corriendo hacia la
pista: Haces muy mal en elevar mi tensión, en aplastar mi
ambición, sigue así, ya verás. Mira el reloj, es mucho mas tarde
que ayer, te esperaría otra vez, no lo haré, no lo haré. ¿Dónde
esta nuestro error sin solución, fuiste tú el culpable o lo fui yo?
Ni tú ni nadie, nadie, puede cambiarme…
Zahra tuvo que remontarse a los años felices, cuando ella
era una niña y sus padres compartían con ella su amor, para ver a
su madre tan sonriente como aquella noche, bailando en una
pista de parqué diminuta. Su hermano, sus amigos, Lupe…
Todos brincando en un corro acompañados por las palmas del
resto de las mesas. Hasta Avalon parecía agitar las patitas.
Los camareros iban recogiendo las mesas y preparando
las copas de champán para recibir al 2010. Mientras el año nuevo
se acercaba, en el exterior se producía el milagro de aquel
invierno: unos diminutos copos de nieve caían suavemente sobre
la tierra del Wadi Musa. Al día siguiente sólo quedaría una
pequeña capa de escarcha a ambos lados de la carretera que
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conduciría a Zahra a Al Batra, Petra, la ciudad esculpida en la
piedra en el valle de Aravá.
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Capítulo 61
El camino de Al-Deir
Sevilla, 17 de mayo de 1962
Querida madre:
Han pasado cuatro meses desde que entré a España por Irún,
siguiendo la ruta de David Roberts, el autor de tu admirado
grabado de Al-Deir, ese lugar mágico de la ciudad nabatea de
Petra con el que tantas veces has soñado. Desde allí continué
destino Burgos, Madrid, Córdoba, Granada y, finalmente,
Sevilla, siguiendo su rastro perdido hace más de un siglo.
Resulta paradójico recordar que él tuvo que huir de España al
llegar a esta ciudad, debido a una epidemia de cólera. Una vez
me contaste que Roberts tomó un barco y desembarcó en
Falmouth con sus acuarelas y grabados de España, que luego
reprodujo en su libro “Picturesque Sketches in Spain”, ese que
atesoras con tanto cariño.
A veces la fortuna te sonríe dos veces… En el Museo del
Prado de Madrid me hablaron de un comerciante sevillano que
tenía una acuarela de la Giralda, el campanario de la ciudad del
Guadalquivir, pintada por Roberts. Por eso, al llegar a Sevilla,
pregunté por él en el consulado y supe que estaba en una
encantadora casa de campo de un pueblo cercano llamado
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Albaidalle. Allí me presenté, como coleccionista de arte y
antigüedades, y obtuve el privilegio de contemplar aquella
acuarela, repleta de colorido y costumbrismo, de un estilo
distinto a la de los trabajos de Oriente, pero de una belleza que
me conmovió. A pesar de mi oferta económica, y a que negocié
un posible trueque, no fue posible convencerle. Sin embargo,
aquel hombre poseía muchos objetos adquiridos en los zocos del
norte de África, por lo que me invitó a alojarme bajo su techo
para poder enseñármelos antes de regresar a Sevilla.
Madre, fui en busca de un tesoro al cortijo de La
Mugara, y finalmente encontré dos…
Muchas veces has pedido a tu Diosa que sentara la
cabeza, que aparcara la maleta y las aventuras para formar una
familia. También sé que deseabas que me uniera a alguna de las
mujeres de Glastonbury descendientes del Templo, pero el
destino es caprichoso. Ella se llama Magdalena, y es la hija del
comerciante de Albaidalle. En la cena con sus padres apenas
nos dijimos nada, pero sus ojos negros me atraparon poco a
poco hasta que las palabras de mi anfitrión parecieron flotar
entre mis sentidos. Desde que la conocí aquella noche,
embrujado por el azahar de los naranjos de La Mugara, supe
que ya nada sería igual.
Por eso negocié algunas compras carentes de interés,
para poder regresar días más tarde a aquel lugar privilegiado,
emboscado en un monte mágico donde la primavera respiraba
por cada una de sus cuevas. Y en Sevilla sigo, soltando mis
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últimas pesetas en un pequeño hotel y viajando de vez en cuando
a La Mugara con cualquier pretexto, aunque la sonrisa de los
padres de Magdalena ya parece indicar que mis sentimientos
han dejado de ser un secreto.
Este es el motivo de mi silencio de las últimas semanas.
Necesito ordenar mis ideas y conocer más a Magdalena. Pase lo
que pase, en agosto estaré en Glastonbury, para la celebración
de Lammas, y entonces mi corazón escuchará en la distancia
susurrándome su veredicto, mientras estoy cerca de ti para
escuchar tus sabios consejos.
Tu hijo, que te quiere.
Grace se levantó de su butaca y llevó la carta al altar de la Diosa,
para depositarla con las otras en una cajita de plata. Luego
encendió una ofrenda y entonó un canto de amor mientras
buscaba en la estantería su encuadernación de las litografías de
Petra. Allí estaban las tumbas reales, el arco del Siq o la
Khazneh. La bisabuela de Zahra se detuvo en su grabado
favorito, Al-Deir, aquel rincón de Petra oculto entre las montañas
de Wadi Musa, con el que tantas veces había soñado y que le
había llevado a interesarse por la obra de David Roberts. En el
llamado Monasterio de Petra los nabateos habían adorado a la
diosa Al-Lat bajo la forma de un bloque de piedra blanca. Al-Lat
era la diosa del sol para los prósperos habitantes de la ciudad de
las caravanas, la fuente de vida. Su símbolo era un león, un
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felino poderoso, como aquel gato negro que protegió a las seis
mujeres del Templo de Glastonbury.
Grace intuía que España había hechizado para siempre a
su hijo y que así se esfumaba la última posibilidad que le
quedaba de poder viajar a Jordania. De nuevo se sentó ante el
altar. Tomó el libro, abierto por el grabado de Al-Deir, y lo
colocó junto a la vela.
Tras una larga meditación acarició su amuleto del Chalice
Well. Su alma se había sosegado pensando que quizás, si su hija
Margaret no lo conseguía, algún día tendría una nieta, una mujer
sensible a las enseñanzas de la Madre Tierra, que llevaría su
esencia, años más tarde, por el camino que se dirige hacia AlDeir.
(David Roberts-Al Deir, Petra)
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El Centro de Visitantes de Petra era un sencillo edificio presidido
por los retratos del rey Hussein, fallecido años atrás, y de su hijo
Abdullah II, monarca actual del Reino Hachemita de Jordania.
Allí Lupe se encargó de comprar las entradas e introducir a sus
invitados por la senda de la ciudad secreta del desierto. La ruta
comenzaba con un leve descenso a través de una explanada
donde el visitante podía alquilar un caballo, un camello o un
pequeño carruaje por el que adentrarse a través del desfiladero
que conduce a Petra. También algunos guías se ofrecían a
acompañarles durante la visita, lo que Lupe rechazó siempre con
una sonrisa. Algunos jóvenes vendían botellines de agua,
recuerdos y hasta gafas de sol.
Poco a poco la pista de tierra iba mostrando los bloques
Djinn, construcciones con forma de prisma cuyo uso no estaba
claro, pero que podría tratarse de representaciones de dioses.
Más adelante, a la izquierda, la tumba de Los Obeliscos, una
fachada coronada por estos en la que se realizaban en la
antigüedad banquetes funerarios en honor de los difuntos. Luego
el camino se iba estrechando hasta adentrarse en el desfiladero,
el Siq, un cañón por el que discurría el agua, desde tiempos
inmemoriales, erosionando las paredes anaranjadas de arenisca y
conformando un paisaje inhóspito. Sólo los avanzados
conocimientos nabateos sobre hidráulica habían permitido que
aquella corriente de agua, que se producía durante las escasas
lluvias, se pudiera canalizar para ser almacenada y aprovechada
sin causar daño a los monumentos excavados en la piedra.
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Los tres amigos, junto a Marta, David y Guadalupe,
observaban cada detalle de las tumbas horadadas en la roca y las
acequias que seguían el Siq, regueros enyesados que todavía
mantenían pequeños charquitos causados por la breve nevada de
la Nochevieja. Sonia y Nico se fotografiaron junto a una
escultura de un beduino y sus dos camellos que se adivinaba
desfigurada por el viento y la humedad. De vez en cuando un
carrito aparecía a toda velocidad transportando turistas,
generalmente de edad avanzada o con algún impedimento, lo que
obligaba a los peatones a apartarse. Casi todos los tramos del Siq
estaban cubiertos por arena, acumulada desde hacía dos milenios,
pero otros mostraban la calzada original, provocando que los
carruajes aminoraran para no romper el eje o la espalda de los
pasajeros, algunos de los cuales miraban la manta sobre sus
rodillas con cierta aprensión. Como comentó Sonia, aquellas
mantitas tenían más vida que las sillas de los camellos del Wadi
Rum.
Lupe se detuvo junto a una higuera, emboscada en la
umbría, que se retorcía entre las rocas. Comprobó, antes de
hablar, que en aquel momento estaban solos y que reinaba el
silencio: –Mis amigos… Hay que recorrer el Siq como si
fuéramos a adorar al mismísimo Dushara, el Señor de las
Montañas –Señaló una hornacina dedicada a él–. Olviden que
son unos turistas más. Deben abandonarse a su interior, y dirigir
sus pasos hacia el corazón de Petra de forma iniciática, porque
realmente van a culminar aquí su viaje y, en algún caso –miró
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significativamente a Zahra–, es algo que deseaban con
expectación.
–Así lo haremos, Lupe –contestó Zahra ilusionada–.
¿Verdad chicos? –Todos asintieron, salvo David que no
comprendía bien la recomendación de la mejicana.
–Caminemos, pues. Llegará un momento en el que las
paredes del Siq parecerán que se vuelcan hacia ustedes. Entonces
comprenderán que están a punto de encontrarse con El Tesoro.
Cada cual debe andar esos últimos metros mostrando lo más
hermoso que porte en su alma, porque así entonces será capaz de
valorar lo que tiene ante sus ojos.
Y allí estaba, oculta tras la última rendija del Siq, la
Khazneh, conocida como El Tesoro de Petra, por una leyenda
que afirmaba que alguno de los reyes de la ciudad había ocultado
muchas riquezas en la urna que coronaba el monumento. La
impresionante escultura de piedra, de cuarenta metros de altura,
estaba soportada por seis columnas. En su interior aguardaba una
sala en la que posiblemente se realizaran rituales en honor a los
inquilinos de las tumbas que estaban enterrados bajo el suelo.
–¡Zahra! –exclamó David–. Esto sale en las Aventuras de
Tintin…
–¡Claro, enano! Ahí llegaban el Capitán Haddock y
Tintin cuando van a buscar al Emir Ben Kalish en el libro “Stock
de coque”. La fachada era la entrada al refugio excavado en la
montaña.
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–¡Es verdad! –respondió el hermano de Zahra.
–Impresionante… –comentó Marta–. Creo que nunca he
visto algo tan… tan majestuoso.
–No te esfuerces, Marta –prosiguió Lupe–. No existen
adjetivos que pueden hacerle justicia.
–¿Os imagináis la cara que puso Burckhardt cuando
descubrió este lugar? –preguntó Nico.
–Debió flipar tanto como nosotros –añadió Sonia.
A la izquierda había un tenderete con souvenirs,
alrededor del cual pululaban niños que ofrecían piedrecitas,
fósiles o bisutería. Algunos camellos descansaban en la
explanada, haciendo las delicias de los que buscaban un encuadre
más vistoso para las fotografías.
El grupo avanzó hacia el interior, dejando a ambos lados
las imágenes esculpidas de Cástor y Pólux. Las paredes
revelaban las vetas de su interior, estratos de colores que iban
desde el blanco al negro recorriendo toda la gama de rojos.
Parecía increíble que aquella estructura soportara el peso sin
colapsarse sobre el hueco robado a la tierra.
Tras inmortalizar el momento con las cámaras,
prosiguieron la visita por la Calle de las Fachadas, una ladera
cubierta por decenas de tumbas nabateas cuyos frontales parecían
lápidas gigantes con un orificio de entrada. Continuando el
descenso paulatinamente el paisaje se ampliaba, hasta que se
encontraron a las puertas del valle, donde se hallaba el anfiteatro,
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de inspiración griega, pero que fue ampliado por los romanos
cuando tomaron Petra. En la vertiente opuesta se vislumbraban
cientos de enterramientos reales, algunos tan inmensos como el
propio Tesoro, pero más erosionados al no estar protegidos por el
Siq. Era un espectáculo fascinante contemplar aquella ciudad
vertical tallada hacía más de dos mil años en las montañas, bajo
las cuales discurría la calzada romana, con sus pavimentos
originales, las columnas, los restos de edificios civiles y el
templo que los beduinos llaman de la Hija del Faraón,
posiblemente la única construcción de Petra que no había sido
ahondada.
Mientras los adultos no descansaban en su inútil empeño
por almacenar todas las imágenes de Petra en sus cámaras, y
Avalon gruñía a un gatito color canela que retozaba junto a una
columna, David, algo más aburrido, jugueteaba brincando de
piedra en piedra, con tan mala fortuna que en un salto se
trastabilló con su pierna mala haciendo que el tobillo se doblara
hacia dentro. Marta lo vio caer y salió corriendo en su busca.
–¿No te he dicho que te estuvieras quieto? –le recriminó–
. ¿Te has hecho daño?
–¡Sí! En el pie…
–Déjame –Su madre tomó la zapatilla de deporte y la
movió arriba y abajo–. ¿Ahí?
–No –Marta hizo el juego lateral hasta ver la mueca de
dolor de su hijo–. ¡Ahí! ¡Ahí! –Los demás se percataron de lo
sucedido y fueron hacia allí.
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–¿Qué pasó? –quiso saber Lupe.
–Parece el tobillo… ¿Puedes andar, hijo?
–No sé… –David apoyó con cuidado y dio un par de
pasos hacia Zahra–. Voy bien, pero me duele un poquito.
–Nos vendría bien algo de hielo –dijo Marta suspirando–.
No estamos en el sitio ideal, me temo…
–Yo podría buscarlo en el chirinquito que había antes del
anfiteatro… –se ofreció Nico.
–No hace falta –dijo Lupe–. Al final de la avenida
tenemos el restaurante. Allí pediremos el hielo.
–¡Mira que eres oportuno…! –dijo Zahra.
–Quien con mocosos anda… –añadió Sonia dándole un
pescozón cariñoso al hermano de su mejor amiga.
–Anda, súbete al camello –dijo Nico animando al niño a
auparse a su espalda.
–Te advierto que pesa lo suyo –dijo Zahra.
–Mi camellito puede con todo –dijo Sonia riéndose y
agitando la mano como si fuera a azotar a la montura.
David se acomodó en la espalda de Nico y todos
continuaron, ahora con más celeridad, hacia el restaurante.
Más allá de la zona romana de Petra, aguardaba un
auténtico oasis, el Basin, un promontorio cubierto de toldillos
donde los visitantes podían descansar, visitar el baño y comer en
al autoservicio.
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Gracias a la amabilidad de uno de los camareros, Marta
se hizo con una bolsa de hielo que envolvió cuidadosamente en
una kufiya jordana, que había comprado en Aman, y se lo puso
en el tobillo a David.
–Mira por donde yo sé de uno que regresará al microbús
subido en uno de esos carritos –comentó Nico mientras mezclaba
la carne con el arroz.
–¿Está vacunado de la antitetánica? –se interesó Sonia.
–No están tan sucios como para eso –argumentó Lupe–.
Lo que pasa es que los animales bufan de lo lindo, pero los
tienen cuidados con tiento.
–Bueno, había que preguntarlo… –dijo Sonia agarrando a
Nico por la barbilla–. Este camellito si lo tengo muy aseado.
–¿Queda mucho por ver? –preguntó Marta mientras
sorbía un poco de su refresco.
–Bueno… falta el Monasterio, Al-Deir –Los tres amigos
se miraron–. El problema son los cientos de escalones que hay
que subir, sin contar las cuestas, las piedras resbaladizas…
Mucho me temo que será imposible que nuestro chavito pueda
trepar hasta allí.
–Es un problema… –dijo Marta.
–Mamá, subiremos solos.
–Ni lo sueñes, bonita.
–Lupe… –suplicó Zahra.
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–No se preocupe, Marta. Usted puede quedarse con
David, que yo acompañaré a esta pandilla hasta Al-Deir.
–¡Gracias! –Sonia le estampó uno de sus sonoros besos.
–Me parece bien –dijo la madre de Zahra.
–¡Mamá! Nico podría subirme a camello… –protestó
David.
–Va a ser que no, granuja –respondió Nico–. Que me
deslomas.
–¡Jo! –El niño cruzó los brazos enfurruñado.
–Ya eres muy mayor para no darte cuenta de las
consecuencias de lo que haces. Mamá te dijo que tuvieras
cuidado.
–¡Vale! Pero luego me subís en el carrito, ¿hay trato?
–Que sí, plasta –terminó Zahra.
A unas mesas de allí un beduino, que comía en solitario,
observaba la escena tras sus gafas de sol. No se perdía detalle de
lo que estaba pasando y adivinaba que el accidente del crío
quizás hiciera más fácil su encuentro con Zahra.
El profesor Falco despertó súbitamente de su siesta. Un fuerte
dolor le cogía desde el pecho hasta el brazo. No se dejó llevar
por el miedo. La iglesia en la que vivía estaba vacía, ya que el
día de Año Nuevo la exposición “Jugando con la muerte” cerraba
al público y él había soñado que todo sucedería cuando se
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encontrara solo. Por eso siempre pensó que la Negra Dama
acudiría a su cita durante la noche. Se incorporó muy despacio,
con la respiración entrecortada, y sacó una pastilla de la cajita
que llevaba en el bolsillo. Los síntomas se fueron apagando
como otras veces, pero sin desaparecer.
El ascensor de la cripta transportó a Falco hacia la planta
superior, donde estaba montada la exposición presidida por el
senet, el juego egipcio en el que se decidiría su tránsito al más
allá. Parecía que hubiera pasado un mundo desde que viajó a
Madrid para reencontrarse con Moawad y con la nieta de
Saunders para pedirles el préstamo de aquella reliquia. Por eso,
como agradecimiento a la familia, ahora debía afrontar la hora
suprema sin la compañía de Lupe, que estaría en algún lugar de
Jordania, posiblemente en Petra, para facilitarle a la dueña del
amuleto de Glastonbury que culminara su peregrinación.
La llave encajó suavemente en el dispositivo que abría la
urna y desconectaba la alarma. Suspiró profundamente y un
latigazo de dolor le rasgó el pecho. Se apoyó sobre el pedestal y
reunió todas las fuerzas que le quedaban hasta tomar el senet con
delicadeza y situarlo a su lado. Luego sacó el teléfono móvil y se
dispuso a escribir un mensaje, a pesar de sufrir una especie de
vértigo que le impedía fijar la mirada. Finalmente lo logró:
“Hubiera deseado sentirte a mi lado. Ahora debo jugar. Si
pierdo la partida ya sabes lo que tienes que hacer. Beso tu alma
una vez más”.
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Lupe dejó la terraza del restaurante e indicó a los tres amigos que
la siguieran, señalando un letrero de madera en el que se podía
leer “Monasterio”.
–Bueno, chicos, creo que llevan tiempo aguardando este
día, ¿no es así?
–Sobre todo Zahra –dijo Nico–. Ya te contamos lo del
mensaje en el Chalice Well y la predicción del mago.
–Sí, Lupe –añadió Zahra–. Por eso nunca podré
agradecerte lo suficiente el que nos acompañes.
Una vereda, con una fila de escalones que serpenteaba
entre las rocas, se abría entre las montañas. Los cuatro se
detuvieron expectantes.
–¿Estáis preparados, jóvenes?
–Sí –dijo Sonia mientras se hacia una coleta con una
goma.
–Por mí adelante –dijo Nico tomando de la cintura a su
chica.
Zahra notaba su corazón acelerado. A pesar de la luz
invernal que iluminaba la ascensión, algún tipo de sombra se
cernía sobre ella. No quiso compartir su sensación con los
demás, y se limitó a dar un paso al frente, hacia el primer
escalón, iniciando así el camino a Al-Deir.
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Capítulo 62
El reencuentro con Martín
Si el ascenso al Monasterio era una empresa complicada debida a
la orografía de la zona y a la sobriedad de los escalones, el cruce
con los burritos, que bajaban al trote con sus dueños en busca de
nuevos clientes, lo hacía todavía más arduo. Sin embargo el
paisaje del valle de Petra, que iban dejando atrás, justificaba un
alto en el camino para volver la cabeza de vez en cuando para
contemplar el sol de la tarde jugando entre las montañas.
–¿Habéis visto ese puesto de artesanía? –dijo Sonia
señalando a un tenderete donde una mujer confeccionaba un
collar mientras vigilaba a sus dos niños, los cuales ofrecían
algunas pulseras en un trozo de porexpan a los turistas.
–¿Vamos bien de tiempo, Lupe? –preguntó Zahra.
–¡Claro! Están ustedes en forma. No deben quedar más
de veinte minutos para alcanzar la cima.
–Pues echemos un vistazo, que todavía nos sobran
muchos dinares. ¡Nico, quédate con Avalon!
–¡Eh! Sonia… No te gastes el billete que tiene un
beduino, que me prometiste que era para mí –rogó Nico.
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–Pues cámbiamelo por otro.
Los collares y pulseras estaban fabricados con plata,
huesos, piedras e hilo natural. Las dos amigas disfrutaron unos
minutos eligiendo algún recuerdo de su ascenso a Al-Deir. Lupe
se mantenía a una distancia prudente, moviendo el móvil con
impaciencia.
–¿Qué te ocurre, Lupe? –se interesó Nico.
–Llevo toda la tarde intentando comunicarme con el
profesor, para ver cómo ha empezado el año, pero en este país no
andan muy listos con la cobertura de los celulares.
–Bueno, realmente no me extraña –comentó Nico–.
Antes, según subía, me preguntaba que pasaría si alguna de esas
turistas de gran tonelaje que suben en burro se cayera por una de
las grietas. Primero que alguien pueda llamar al Centro de
Visitantes, luego que vengan las asistencias y lleguen hasta
aquí… Para entonces la susodicha ya estaría más allá que acá.
–Supongo que lo tendrán previsto… –Avalon comenzó a
gruñir.
–¿Qué te pasa a ti, eh? –preguntó Nico mientras
acariciaba la cabecita de la mascota de Zahra –. ¿No te gusta mi
compañía, bribón?
–Lleva todo el día inquieto, quizás porque también su
dueña lo está –concluyó Lupe–. Estos animalitos suelen ser muy
intuitivos para estos menesteres.
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–Fíjate, hasta tiene el pelo como más erizado… –Avalon
se tensó golpeando con sus patas la barbilla de Nico, el cual no
pudo evitar soltarlo–. ¡Avalon! ¿Qué narices…?
–¡Nico! –avisó Lupe–. Se escapa…
Zahra y Sonia se percataron de que algo acaecía y dejaron
el puesto de bisutería para advertir como Avalon saltaba de
peldaño en peldaño, adelantando a una pareja de avanzada edad
que se llevaron un buen sobresalto a notar algo peludo que se
enredaba entre sus piernas. Tras recorrer algunos metros más, ya
con sus perseguidores tras él, dio un brinco definitivo hacia una
gran roca plana, donde un beduino aguardaba tranquilamente con
su cigarro en la mano. Tan prodigiosa debió parecerle a Zahra la
acrobacia de su gato, que aparentaba haber duplicado su tamaño,
que se detuvo incrédula: –¡Avalon!
El beduino no pudo esquivar la embestida de aquel gato
negro que se movía como una exhalación, dando la impresión de
ser una felino tan grande como una pantera. Para sorpresa de
Lupe y Zahra, las gafas de sol del agredido se precipitaron
vereda abajo dejando entrever el rostro de Martín bajo la kufiya.
Nico fue el primero en llegar y logró apresar al minino por el
rabo, separándole de Martín, para finalmente agarrarlo con todas
sus fuerzas liberando a aquel pobre hombre, sin figurarse que
estaba ante el agresor de Zahra.
–¡Puto gato! –exclamó Martín cuando Lupe y las chicas
se situaron a su altura.
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–¡Eres tú! –gritó Zahra mientras recogía a Avalon de los
brazos de Nico–. ¡Martín!
–Pero… ¿Qué dices? –preguntó Nico.
–Tranquilos, chicos –dijo Lupe mientras le daba la mano
al ladrón del colgante para que se incorporara–. El amigo Martín
viene en son de paz, ¿no es así, compadre? –Sonia y Nico
clavaron su mirada en el beduino y luego se volvieron hacia
Zahra, que no dejaba de tranquilizar a su gatito.
–¿Es él? –preguntó Sonia acercándose a Zahra para
tomarla de los hombros.
–No temáis nada, chavitos –dijo Lupe–. Esta vez el
bisnes de nuestro cuate porta buena onda.
–¿Buena onda? –dijo Nico dando un paso con el puño
cerrado.
–¿Qué le das de comer a ese gato? –preguntó Martín
mientras se miraba el brazo y la cara en busca de arañazos.
Entonces Sonia se percató de la cicatriz que llevaba en la
mejilla, muy similar al símbolo del Chalice Well: –Joder, tía…
Es tu… eso
–¿Por qué te lo has tatuado? –dijo Zahra mientras rozaba
su colgante con la punta de los dedos.
–¿Tatuado? –Martín se sacudió el polvo–. No me hagas
reír… Fue tu gato el que me lo hizo cuando estuve en el
restaurante. Un bicho muy interesante –sacó un mechero del
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bolsillo y encendió otro cigarrillo, mientras que los tres amigos
observaban a Avalon, que no paraba de bufar.
–¿Cómo le fue por Áqaba? –preguntó Lupe.
–Fue divertido ver al gran gorila recorrer la cubierta
resoplando, pero tampoco me quedé allí mucho rato, no fuera a
ser que me salpicara su rabia. Por cierto, panchita, gran tipo el
hombre que me has puesto… Silencioso y eficiente.
–Tenemos que llamar a la policía –musitó Nico pensando
en la falta de cobertura.
–No –respondió Zahra–. Se supone que Lupe sabe lo que
hace, ¿no es así? –Se acercó a la mejicana.
–¡Claro, mi niña! Nuestro bato ha tenido que cambiar de
chaqueta, no sé si con gusto, pero antes nos ha hecho un
trabajito, dígame que sí.
Martín depositó el cigarrillo en una roca, se agachó a
recoger su bolso de cuero y extrajo una cajita de metal. La abrió
cuidadosamente y sacó una funda de plástico que dejaba ver un
documento conocido para Zahra.
–¡El mapa de Maslama! –exclamó.
–Pues sí –dijo Martín soltando una aliviadora bocanada
de humo–. Creo que ya he saldado mi deuda. Has recuperado tu
joyita y tu mapa, disfrutando de este pedazo de excursión a
cuenta del tito Falco, y te has dado el gustazo de ver cómo tu
gato me toca la moral por segunda vez. Sólo espero que
convenzas a mamá para que retire la denuncia y que dentro de
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cierto tiempo pueda darme un garbeo por España. Es lo acordado
con aquí, tu amiga.
–Supongo que lo haré… –dijo Zahra acariciando con
ilusión el documento encontrado en Hatshepsut.
–¡Zahra! –dijo Sonia agarrando a su amiga por el codo–.
¿Vas a permitir que se vaya de rositas?
–Sonia tiene razón. Él no dudó en hacerte daño –recordó
Nico–. Piensa en Rai.
–¡Eh, chavales! Que yo a ella no le toqué un pelo. Lo de
la cueva fue un accidente y en lo de Madrid, en todo caso, el que
tendría que quejarse sería el rapaz de Albaidalle. Como dice aquí
Guadalupe, eran bisnes, negocios. Aposté mal un par de veces y
ya está. Ahora he venido a cuadrar las cuentas.
–No te entiendo, Zahra –suspiró Sonia llevándose a su
amiga hacia la escalinata para hablar en privado–. ¿Vas a
perdonarlo o es otro de tus jueguecitos con Lupe? Porque no vas
a decirme que no sabías nada de esto.
–Lupe me explicó que todo iba a salir bien, que había
contactado con él y que estaba todo resuelto. Lo de olvidar lo
sucedido ya es cosa mía, no forma parte del acuerdo. Tampoco
esperaba encontrármelo aquí…
–Ni siquiera sé si podemos fiarnos de Lupe.
–Sí podemos… Sonia…
–¿Qué?
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–Cuando llegue a Al-Deir quiero estar en paz con todos,
y eso incluye a ese hombre y al otro, al anticuario del Wadi Rum
que intentó vender el mapa. ¿Lo entiendes? De hecho algo me
dice que lo que le ha ocurrido a David ha sido positivo…
–A ti estos aires tan secos te han deshidratado las
meninges.
–¿Te imaginas si mi madre se topa con él? La encerró y
la amenazó. Hubiera sido todo más difícil.
–No me acordaba de lo de Marta –reflexionó clavando
con fiereza sus ojos en Martín, que seguía en la roca fumando
muy relajado–. ¿Lo ves? Ese tipo es un cabrón, por mucho que
hable de negocios.
–¡Sonia! Necesito que me apoyes… Por favor, Susanita.
–¡Encima juegas sucio! ¡Susanita! –Se puso con los
brazos en jarras–. Vale, vale… Tú ganas.
Cuando ambas regresaron con los demás Zahra le
devolvió el gato a Nico, se acercó a Martín y le ofreció la mano:
–Espero que no se meta en más líos.
–¡Zahra! –exclamó Nico negando con la cabeza.
–Buena decisión, muchacha –dijo Martín estrechándole la
suya–. Quizás me dé otra vuelta por Turquía y monte mi
propia… empresa. ¿Quién sabe? Tengo algo de dinero y muchas
ideas –se llevó el dedo a la frente.
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En ese momento el móvil de Lupe emitió un pitido que
ella identificó rápidamente como la entrada de un SMS. Se
disculpó y se dispuso a leerlo: –¡Dios mío!
–¿Qué sucede? –se interesó Zahra.
–Es un mensaje del profesor Falco…
–¿Pasa algo? –preguntó Sonia.
–Se está… Se está despidiendo.
–No te entiendo, Lupe –dijo Zahra.
–Se nos muere, mi niñita…
Falco escogió los peones, por pura superstición, ya que eran las
fichas preferidas de David, el hermano de Zahra. Además, ella le
había contado que con los peones había logrado su gran victoria
en la cueva del senet. Lanzó las cuatro tablillas y dos de ellas
mostraron su lado blanco, por lo que Falco adelantó hacia la
casilla número diez.
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Alrededor de Falco se movían las esencias de las
animatas que habitaban su hogar. Eso le hacía notarse más
seguro, porque el aliento del talento y las buenas intenciones le
mantenían con la fuerza indispensable para no rendirse.
Tras su primer movimiento en el senet, una mano
invisible parecía apretar su corazón causándole un dolor
indescriptible. Entonces una de las fichas de su oponente
emprendió la persecución del peón que había escapado, dejando
al de la casilla siete en vanguardia, a la espera de próximas fugas.
La pelea se presentaba más dura de lo previsto.
Las lágrimas de Lupe hicieron que hasta el propio Martín se
interesara por lo que estaba aconteciendo. Las palabras de la
mejicana resultaban muy confusas: –Se la está jugando pero…
tan solo... No debía ocurrir tan pronto –se llevó el móvil al
pecho.
–Pero, ¿está en un hospital? –preguntó Nico.
–¡No! Está en su casa, abandonado a su destino. El
senet… –sollozó.
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–¿El senet? –Zahra miró a sus amigos–. ¿Qué tiene que
ver el senet con todo esto, Lupe? –La mejicana no paraba de
llamar a Roma sin resultado. La línea no estaba disponible.
–Por eso os lo pidió prestado y organizó la exposición,
para vencer a la muerte.
–¿El mismo senet de Albaidalle? –preguntó Martín sin
obtener respuesta y ahorrándose alguno de los comentarios sobre
la salud mental de Falco que circulaban en el mundillo del
coleccionismo de antigüedades.
–¿Dónde habrá más cobertura, en la cima o en el
restaurante de abajo? –reflexionó Nico.
–En el restaurante, seguro –dijo Martín–. Aunque tardé
un poco, antes pude hacer una llamada.
–¡Lupe! –Zahra tomó sus manos con delicadeza–. Bájate
con mi madre y llama a Italia para que manden una ambulancia.
–El mensaje es de hace dos horas…
–¡No importa! ¡Vete! –añadió Sonia.
–No os puedo dejar solos…
–No te preocupes morrita –Martín dio un paso al frente,
como un soldado que se ofrece voluntario para una misión
peligrosa–. El tito Martín les acompañará –dijo algo zumbón.
Si no fuera porque era imposible, Nico hubiera jurado que
Avalon había emitido un bufido de contrariedad.
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Capítulo 63
Jugando con la muerte
Martín transitaba a buen paso rumbo a Al-Deir. Tras él, a unos
metros, los tres amigos. Sólo Zahra miraba al falso beduino con
confianza.
–Esto es surrealista –comentó Nico ofreciéndole su mano
a Sonia para atrancar un pequeño salto producido por el
desprendimiento de uno de los escalones–. Si no fuera porque es
necesario llegar arriba hubiera sido más sensato regresar con
Lupe.
–Nico, la profecía del mago se ha cumplido con nosotros.
Sólo falta Zahra, y lo va a hacer pase lo que pase.
–Ya, pero escalar hasta allí con ese matón haciendo de
escolta…
–Tranquila pareja. Todo sucede por algo –aclaró Zahra–.
Si no fuera por Martín no hubiera visitado Jordania hasta dentro
de muchos años. De alguna manera le debemos esta oportunidad.
–Bonita… –dijo Sonia–. No te lo tomes a mal pero, ¿has
oído hablar sobre el Síndrome de Estocolmo?
–Mejor no te respondo.
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–No, si en el fondo me parece bien. Si algún jordano se
motiva por nuestros cuerpos serranos estaremos bien protegidos
con nuestro gorila.
–Se le ve en forma –dijo Nico atisbando hacia arriba–.
Fumando como un carretero, pero ahí le tienes, como si estuviera
de paseo por el campo.
–Me pregunto cómo estará el profesor –reflexionó Zahra.
–Es verdad –Sonia puso una mueca de disgusto–. Es tan
majo… Si ha tenido fuerzas para escribirle a Lupe también la
habrá tenido para llamar a un médico. Sería lo normal.
–Ya, pero yo no calificaría de normal a nada de lo que
rodea a Falco –reflexionó Nico.
–No sé… –Zahra se detuvo de nuevo para coger aire y
divisar los escalones que había dejado atrás–. Lo del senet me ha
extrañado mucho. Quizás la culpa haya sido mía por la historia
que le conté sobre la cueva de Albaidalle.
–No te sigo… –dijo Nico.
–¡Uf! ¿Qué decirte? No es fácil… Te debo una historia.
Avalon vigilaba desde la distancia a Martín, pero también
fijaba sus ojillos en su dueña, tratando de comprender por qué
esta había tolerado asociarse con el hombre que tanto le había
hecho sufrir. De repente el gatito maulló lastimeramente, como
aquella vez que una maceta del restaurante cayó sobre su rabo
causándole una herida muy dolorosa.
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–Pero, ¿qué te ocurre…? –Zahra no pudo terminar la
frase. Sus brazos, inertes, dejaron caer al gatito. Su cuerpo poco
a poco se fue desplomando hasta quedar tumbado sobre un
charco de barro.
Cuando el peón de Falco se comió una de las fichas del rival,
este colocó otra en la casilla número veintiséis, sumergiéndose
en el Nilo y retrocediendo a la quince, dando un giro inesperado
a la partida.
El corazón del profesor recuperó parte de su vigor, por lo que
rápidamente lanzó las tablillas y un dos le sacó de la casilla
veintinueve, la Casa del Doble, salvando un segundo peón. Por
su parte el contrario se vio atrapado en la Casa de los Espíritus a
causa de un inoportuno tres. La partida prosiguió y, aunque
regresó la igualdad, Falco estaba cada vez más cerca de la
victoria.
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En la casilla treinta estaba su último peón, sólo amenazado por
otra ficha, a más de seis puntos de él. Incluso en el hipotético
caso de que fuera comido, podría jugarse la victoria en un mano
a mano con la pieza que todavía aguardaba en la casilla inicial.
Nico llamó a Martín para que bajara a socorrerles. Zahra estaba
pálida, como si la sangre le hubiera abandonado, por lo que
Sonia comenzó a darle pequeñas bofetadas con la intención de
reanimarla. Cuando Martín llegó se agachó, le quitó con cuidado
el anorak, para usarlo como almohada, y la colocó en la posición
lateral de seguridad. Entonces se dio cuenta: –Me cago en...
¿Qué coño ha pasado? –Y señaló una herida que manaba entre su
hombro derecho y el cuello–. Esto es… Parece un balazo. No
puede ser…
–¡No! –Sonia se arrodilló ante su amiga.
–¡Chaval! –Martín agarró a Nico del brazo y lo atrajo
hacia Zahra–. Escúchame atentamente. Procura taponar la herida
con tus manos y no dejes de hablar con ella. Yo voy a intentar
pedir ayuda –miró a su alrededor buscando inútilmente el origen
de lo sucedido por si pudiera sobrevenir un segundo disparo.
–Esa herida… –Nico procuró tranquilizarse–. Esa herida
es la de la cueva.
–¿Qué cojones dices? –Martín marcaba el teléfono con
ansiedad. Como la chica se muriera se iba a comer un marrón
como el sombrero de un picador. Todo por intentar reponer el
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daño causado y, ¿por qué no admitirlo?, hacerle el favor a la
mejicana.
–¡Zahra! –Sonia intentaba ser oída por su amiga.
–Digo que nadie ha disparado a Zahra –afirmó Nico con
seguridad–. Es la herida de Albaidalle, que se ha vuelto a abrir.
–Eso es imposible –dijo Martín moviéndose de un lado a
otro para lograr cobertura.
–Tampoco tiene explicación lo de su cicatriz y ahí está.
–¡Qué mierda de país! –Martín estuvo a punto de
despeñar su teléfono.
–Martín… Tenemos que subirla a Al-Deir. Allí sanará –
dijo Nico encarándole para que le escuchara.
–Estás loco. Es mejor no moverla. Además, arriba creo
que no hay nada más que un bar. ¿Quién la va a curar?
–Grace… –musitó Sonia girando su cabeza hacia la cima.
–¡Claro, Sonia! –exclamó Nico–. Esto es sólo la última
prueba. Las palabras del mago…
–¿Quién es Grace, niña?
–Era algo así como… –Nico cerró los ojos buscando
concentración–. En el lugar que fue… escrito por las hojas del
bosque. El alma que te cuida aguarda allí, entre las montañas,
y… Ella te hablará. También hablaba de alguien que quería su
perdición, que la seguiría hasta el final para vengarse –Nico miró
a Martín significativamente.
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–¡Cabrón! ¡Has sido tú! –Sonia comenzó a llorar.
–No sé de qué mago habláis, pero yo no he sido.
–Lleva razón, Sonia, él iba delante. Lo que importa es
que llevemos a Zahra hasta Al-Deir. ¿Y si fuera la muerte la que
se venga y no Martín? Zahra la esquivó en Albaidalle… Pudo
liarse el mago, ¿qué sé yo?
–Estáis como putas cabras. O nos movemos o perdéis a
vuestra amiga. Hay que decidir rápido.
Una tablilla blanca y tres negras.
Falco había derrotado a la muerte. El aire del Wadi Musa penetró
a través de la boca del profesor hasta hinchar sus pulmones con
violencia. Un fuerte dolor apretó sus sienes y cayó exhausto al
suelo. Entonces lo supo. Cerró los ojos y vio como un remolino
cubría de arena el rostro níveo de Zahra en Jordania. Tenía que
haberlo presentido. Se sentía estúpido y miserable por haberla
expuesto de esa manera.
–Mi pequeña Saunders. ¿Qué está sucediendo? ¡No puede
ser! ¿Cómo iba a imaginar que…?
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Su instinto de supervivencia había sido más fuerte que su
poder para ver el destino de las personas. Falco apartó con
desprecio el senet y se dirigió con paso inseguro hacia la
estantería donde guardaba su colección de animatas. Buscó
desesperado el mando a distancia, que estaba sobre el panel
eléctrico, y conectó la escalera móvil. Tras un atisbo de duda,
recordó dónde había guardado la brújula de Lawrence de Arabia
que Zahra le había traído como regalo durante el viaje de
estudios a Italia.
Con la brújula en sus manos, Falco se sentó en la silla
que solía usar el vigilante de la exposición. Procuró concentrarse,
a pesar de la zozobra que le invadía, y bajó los párpados
lentamente.
–¡Mi niña! ¿Puedes oírme? No te rindas, por favor…
Martín cargó a Zahra y comenzó a descender hacia el valle, a
pesar de las protestas de Nico y Sonia, que insistían en que
faltaba muy poco para Al-Deir y que valía la pena intentarlo.
–¡Por favor! Confíe en nosotros… –suplicó Sonia.
–Ni de coña… Soy aquí el único adulto y si ocurre una
desgracia seré señalado como el responsable –Bajaba tan deprisa
que los jóvenes tuvieron que correr para ponerse a su altura–.
Además, con mis antecedentes, podéis imaginar que me van a
dar el rey de bastos si no la salvo.
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Entonces Avalon, comenzó a trotar para coger carrerilla
y, de un salto se colocó en el hombro de Martín, que a punto
estuvo de trastabillarse. La cicatriz del Chalice Well comenzó a
quemarle por dentro y Martín, preso del dolor, se detuvo,
depositando a Zahra de nuevo en el suelo.
Nico y Sonia vieron su rostro desencajado llevándose la
mano a la antigua herida y retorciéndose entre las piedras.
Avalon se subió sobre su pecho y caminó muy despacio hasta
llegar a la altura de su cara. Martín dejó de moverse y miró
asustado al gatito. Este torció un poco la cara, como si evaluara
la situación, y dejó asomar su lengua para lamer la zona afectada.
Cuando el felino se retiró, el dibujo de Glastonbury había
desaparecido.
–Avalon… Le has perdonado –dijo Sonia mientras
sostenía la cabeza de Zahra con sumo cuidado–. ¡Tú si que eres
mágico!
El teléfono de Falco interrumpió su meditación. Se maldijo a sí
mismo y observó la pantalla. Era Lupe.
–¡Lupita!
–¡Está vivo, profesor!
–He vencido, querida amiga. Lo he logrado, pero no sé si
estaré pagando muy cara mi osadía…
–¡Gracias a Dios! Pensé que…
–¡Por favor! ¡Atiende!
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–¿Qué sucede?
–Se trata de Zahra. Ella fue la última en jugar al senet.
También ella escapó con vida en su momento, pero temo que mi
partida haya hecho que todo volviera al punto inicial. ¿Está
contigo? ¿Se encuentra bien?
–Está camino de Al-Deir con sus amigos y con… Con
Martín.
–¿Cómo que con Martín? ¿Por qué?
–Tuve que retornar para poder llamarle y… –La
comunicación se cortó.
Lupe maldijo el teléfono e intentó inútilmente volver a
retomar la comunicación.
–¿Qué pasa? –quiso saber Marta.
–El profesor está bien.
–¡Genial! ¿Ves como era una falsa alarma?
–Me decía algo sobre Zahra. Decía que todo había vuelto
a empezar, ¿qué puede significar eso?
–Me dejas de piedra. No tengo ni idea.
–Es extraño. Bueno –sonrío a David–. ¿Qué tal otra
Coca-Cola, chavito? Tenemos mucho que celebrar.
–¡Guay! –exclamó el hermano de Zahra.
Avalon le había demostrado a Martín que había razones para
creer más allá de la realidad y que, a veces, nuestros sentidos
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niegan todo aquello que escapa del entendimiento por miedo a lo
desconocido. Sonia y Nico, pese a su juventud, habían sido
bendecidos con la amistad de Zahra, compartiendo sus
descubrimientos y abriendo sus mentes para ver el mundo con
ojos nuevos.
La comitiva estaba muy próxima al Monasterio cuando
Sonia empezó a notar una nueva presencia. Si en Madrid y Roma
había sufrido ante aquellos encuentros con las esencias perdidas,
esta vez se vio invadida por una paz interior a la que no estaba
habituada en situaciones similares.
–Ella está cerca, Nico.
–¿Quién?
–Grace –Sonia cerró los ojos–. ¡Es increíble!
–¿El qué?
–Me está tranquilizando. ¡Nico! ¡Zahra vivirá!
–¿Cómo puedes estar tan segura?
–Lo presiento. ¡Corre! –Y se adelantó ladera arriba ante
la cara atónita de Martín, que iba detrás de la pareja.
Zahra había dejado de sangrar y parecía que estaba
volviendo en sí. A veces dejaba escapar palabras sin sentido,
pequeños gemidos de dolor que no evitaban que alguna sonrisa
se dibujara en su rostro.
–¡Venga, jovencita! –le decía Martín–. Tus amigos te van
a salvar. Si sales de esta, prometo… No sé, lo que sea. Tú no
dejes de escucharme y si ves una luz blanca, o tu vida pasar a
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toda hostia, corre hacia el otro lado, como le decían a la niña de
Poltergeist… Vamos, campeona, que ya se ve ahí a la gente. Son
los últimos escalones… Unos metros más y lo habrás
conseguido.
El profesor Falco paseaba inquieto por la iglesia, sin dejar de
acariciar la brújula. Necesitaba una idea, algo que le ayudara a
conocer el destino de Zahra. No bastaba con el regalo que le
había traído desde España. ¿Qué más conservaba? Recordaba el
día que la conoció, sus conversaciones por Internet y su rescate
desde las fauces de la Cloaca Máxima. Y entonces le vino a la
cabeza el libro con la marca del Purgatorio que logró gracias a su
promesa de silencio. Corrió hacia el huevo de Dalí y descendió a
la biblioteca. Allí estaba, con la mano ardiente sobre la cubierta.
Se acomodó en el sillón de Kennedy y regresó a la meditación.
–Pequeña Saunders… Tu corazón se repone. ¡Bravo!
La imagen de Zahra se apareció en el sueño de Falco
sobre las rocas de Petra. Junto a ella Nicolás jugaba con su varita
mágica, provocando el movimiento de las nubes, la caída de la
nieve sobre la ciudad nabatea y un atardecer rosáceo que
iluminaba el Wadi Musa. Sonia también estaba con ellos,
divisando el Valle de Moisés, y hablando desde su corazón con
una esencia perdida, la sombra de un anhelo que se materializaba
desde el alma de Zahra.
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Zahra sonreía, acariciando a su gato y posando sus ojos
claros en la conciencia de Falco, cuyos latidos retomaban el
ritmo habitual: –Profesor, he llegado.
En la planta de arriba el senet seguía tirado sobre el piso de la
iglesia. Las fichas y los peones habían vuelto a su posición
inicial, aguardando al próximo jugador que se atreviera a retar a
la Muerte.
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Capítulo 64
La revelación
Al-Deir. El sol del atardecer acariciaba la fachada del Monasterio
provocando un bello contraste con las sombras que iban
cubriendo la explanada. El edificio era similar al Tesoro pero,
mientras que la Khaznhe estaba totalmente incrustada en la
montaña, Al-Deir sobresalía como si fuera un cristal de cuarzo.
La altura era similar a la Khaznhe pero medía casi el doble de
ancho. Otra diferencia era su ubicación, que la mantenía más
alejada del turismo de masas.
Cuando el grupo llegó a Al-Deir, algunas personas
tomaban un té helado y recuperaban el resuello en un chiringuito
cercano. A nadie pareció extrañarle que una joven subiera
derrengada en los brazos de su padre.
–¿Cómo está? –preguntó Nico acercándose a Martín.
–La herida seca y ella despertando. Estoy no hay Dios
quien lo comprenda –dijo Martín encogiéndose de hombros–.
Hay que esperar –concluyó–. No sé lo que ha podido pasar, pero
tiene hasta buen color –Miró a Avalon–. Seguro que si este
jodido gato pudiera hablar nos aclararía muchas cosas.
–¿Y ahora qué? –dijo Nico mirando la entrada a Al-Deir–
. No sabemos lo que hay que hacer. Sonia…
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–Dejadme que entre yo sola, ¿vale?
–¿Lo sientes? –preguntó Nico.
–¿El qué? –Quiso saber Martín.
–Digamos que ella es muy sensible a… Ciertos
fenómenos –aclaró Nico.
–Vosotros mismos… ¿Os importa que la acomode en esa
roca? La espalda me está jodiendo pero bien.
–¡Claro! –dijo Nico–. Cuando le explique a Zahra quién
le ha aupado hasta aquí...
El invierno de la casa familiar de Glastonbury era especialmente
frío y húmedo para Margaret Saunders, por lo que procuraba
pasar muchas horas al calor del hogar. Mientras cosía junto a la
chimenea, la televisión, siempre encendida para darle algo de
compañía, mostraba las distintas entradas al año nuevo que la
noche anterior habían acontecido por todo el planeta. Cuando
apareció la Puerta del Sol de Madrid no pudo evitar recordar a
sus tres huéspedes, Zahra, Nico y Sonia, que tanta alegría habían
dado a la casa tiempo atrás. Dejó la costura sobre el sillón y se
acercó a la ventana para ver el monte del Tor solitario y nevado
aguardando la caída de la noche. Luego se dirigió al borde de la
chimenea para tomar entre sus manos el christmas que los tres
jóvenes le habían enviado desde España. Sonrío y se lo llevó a
una estantería para colocarlo junto al Land Rover de juguete que
le regalaron antes de irse.
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Unos días antes, durante la festividad de Yule, Margaret
le había confesado a Brigide, la sacerdotisa del Templo de la
Diosa, que se encontraba en una época más melancólica y que la
casa parecía cada día más sombría: –Es verdad que me sucede
cuando llega el invierno, especialmente en los días de Navidad,
que tanto celebraba mi padre. ¿Te cuento un secreto? Incluso
estoy dándole vueltas a la posibilidad de montar un bed &
breakfast o alquilar la habitación grande.
–Muchas
veces
recibo
correos
interesándose
por
Glastonbury y por el templo, y suelen preguntarme por
alojamientos económicos. No me parece mala idea pero, ¿no
sería un exceso de trabajo para ti?
–No lo fue cuando vino mi sobrina y sus amigos.
–Ya, pero ellos te echaron una mano. A un cliente no
puedes pedirle que te ayude a limpiar la cocina. Por eso me gusta
más la idea del bed & breakfast. Podrías probar y si ves que no te
supone muchas molestias continúas.
–Claro…
–Margaret
tomó
su
vela
naranja,
que
representaba al sol y que había estado en el altar durante la
celebración, y la colocó en un cuenco, donde estaba pintada una
dama vestida de blanco–. Te dejo, querida, que tengo que
terminar de decorar el tronco –Ambas mujeres se abrazaron.
–Antes de que te vayas… ¿Has sabido algo de Zahra?
–No te lo vas a creer, pero se va a Jordania. Esta chiquilla
lleva lo de los viajes en la sangre.
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–Como su padre y su abuelo…
–Es una Saunders, pero se parece tanto a mi madre… Me
mandó la foto del colegio y tiene la misma expresión que Grace
en el retrato de su boda.
–Ya me di cuenta cuando estuvo aquí.
–Sin embargo David, el pequeño, es clavadito a su padre.
Bueno, ya hablamos…
Y se fue del templo con su ofrenda para Yule.
Por eso su propósito para el año que comenzaba era
adecentar la habitación donde durmieron Sonia y Zahra para
ofrecer cama y desayuno a los jóvenes que quisieran conocer
Glastonbury. Además del dinero obtendría esa alegría que tanto
añoraba.
Regresó al sillón y retomo su labor.
A los pocos minutos, un extraño golpe se escuchó arriba.
Estaba todo cerrado y ella vivía sola, por lo que Margaret temió
que algún ratón hubiera regresado al ático. Se levantó y fue a la
cocina a por la escoba. El recuerdo del gatito de Zahra pasó
fugazmente por su memoria. Subió la estrecha escalera y al pasar
por la habitación de Grace, la que usaba como oratorio, vio que
la puerta estaba abierta. Quizás había sido una corriente. Cuando
iba a cerrarla vio algo en el suelo: un libro había caído del
estante. Resuelto el enigma… Fue a recogerlo y se percató de
que estaba abierto por una página que contenía un grabado de
Jordania. ¡Qué casualidad! Justo donde estaría su sobrina en esos
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momentos. También había una hoja en el suelo que,
posiblemente, estuviera entre las páginas del libro. Se puso las
gafas, que llevaba al cuello, y la examinó.
Aparecía dibujada una mujer, posiblemente alguna
deidad, con una mano señalando al sol y la otra apoyada en un
león blanco. Bajo el dibujo, un texto: Colocar las cuatro piedras,
blancas o de luna, junto al fuego, rodeadas de sal. Luego
realizar la plegaria.
Tu amor y generosidad, Al-Lat.
Tu vida y sabiduría, Al-Lat.
Tu poder en el cielo y la tierra, Al-Lat.
Tu luz protectora y presencia, Al-Lat.
La más grande de todas, Al-Lat.
Protege la casa, mi familia, Al-Lat.
Riega la tierra de abundancia, Al-Lat.
Que así sea siempre.
Margaret recordaba que Al-Lat era una diosa madre de las tribus
árabes, por lo que no le sorprendió que aquella hoja estuviera
junto al grabado de Al-Deir. Pensó en Zahra y le pareció una
bonita coincidencia. Buscó entre los minerales, que tenía junto al
altar, una piedra luna y otras tres de color claro antes de bajar al
comedor en busca de la sal.
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Limpió un poco la leñera y dispuso las cuatro piedras
junto al fuego. Luego se concentró en sus recuerdos de Zahra y
leyó la oración.
Margaret siempre había lamentado no cumplir las
expectativas de su madre y profesar en el templo, pero al menos
había procurado mantener el culto a la Diosa en aquella casa
como homenaje a Grace, de la misma manera que honraba a su
padre cada Navidad. Con el paso de los años había vivido
momentos muy intensos gracias a la guía de su amiga Brigide,
pero en aquel atardecer había sentido una serenidad que no
recordaba
haber
percibido
en
mucho
tiempo.
Deseó
fervientemente que parte de ella hubiera viajado hasta la
heredera del colgante del Chalice Well.
Sonia fue caminando muy despacio hacia la entrada de Al-Deir,
que parecía el brocal de un pozo oscuro e inhóspito. Giró la
cabeza un instante para buscar la confianza en los ojos de Nico.
Junto a él, Zahra descansaba con la espalda apoyada en la roca.
Parecía sonreír en sus sueños. Martín había ido a comprar algo
de agua y a pedir un azucarillo para ver si lograba que Zahra se
recuperara lo antes posible.
Según Sonia se iba aproximando al Monasterio su piel
comenzó a enfriarse, a pesar de que el sol seguía dorando el cielo
de Petra. La silueta de una mujer, vestida con un ropaje
ceremonial de color verde, empezó vislumbrarse en el dintel de
la entrada.
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–¿Grace…? –musitó Sonia.
Martín había retornado junto a Nico y a Zahra, pero no
venía solo. Todos los valientes que habían subido aquella tarde a
Al-Deir se acercaban cámara en mano. Sonia no comprendió lo
que pasaba hasta que levantó la vista hacia la urna de piedra que
coronaba el Monasterio para ver a un joven jordano que había
ascendido hasta allí, jugándose la vida por unas monedas,
caminando por las cornisas asiéndose con destreza a los
salientes. Era el momento ideal para que Zahra pudiera visitar
tranquila Al-Deir.
Sonia se agachó hacia Zahra y acarició su rostro con
ternura. Tomó la botella de Martín y se la acercó a los labios.
Zahra bebió un poco y le regaló a sus amigos una alegre sonrisa.
–¡Hola!
–¡Por fin! ¡Bienvenida! –dijo Nico–. ¿Qué ha pasado?
–No lo sé… Estábamos subiendo, ¿no?
–Tienes sangre alrededor de tu antigua herida pero,
descuida, no se ha abierto –explicó Sonia.
–¿Sangre? –Zahra se tocó el hombro y observó perpleja
la mancha templada–. Esperad… Noté el mismo dolor que en la
cueva de Albaidalle. ¿Me han disparado de nuevo?
–No –contestó Martín–. Ni un roce. ¿No te duele?
–Pues un poco, pero es soportable.
–Zahra… –Sonia le tomó la mano–. Te están esperando.
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–No os preocupéis –dijo Martín consultando su reloj–.
Estamos abajo en unos cuarenta minutos. Yo te porto a mis
hombros.
–Creo que la he visto –dijo Sonia.
–Es verdad. Estás pálida, como otras veces –Zahra pasó
sus dedos por la mejilla de Sonia.
–Ahora están todos pendientes de un chaval que está
brincando como una cabra por el Monasterio –Zahra miró hacia
arriba incrédula–. ¿Quieres entrar? Estarás sola…
–Sí, vamos –Tomó a Avalon, se agarró a sus dos amigos
y paulatinamente fue andando sin esfuerzo.
Sonia hizo el amago de entrar con ella, pero Nico la
retuvo con suavidad.
–¡Oye! A ver si se va a marear ahí sola –dijo Martín.
–No se preocupe –dijo Sonia–. Está en buenas manos.
–¿Lo dices por el gato? ¡Joder con el tigre! –Y se dispuso
a prender otro cigarro mientras negaba con la cabeza.
Dentro había una sola habitación con una escalinata que
conducía a un nicho. Zahra se sentó en el centro, con las piernas
cruzadas, y procuró recordar aquella meditación que hizo con
Brigide en el Templo de Glastonbury.
…Has llegado al final del camino. La energía color
violeta, surgida de tu interior, se dispone a discurrir por todo tu
ser rodeándote en un gran abrazo. Ella toma tus manos y te
acerca a tu destino, aquel que la intolerancia y la negación
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ocultaron a tu sangre mucho antes de que tu fuerza se
materializara en la mujer que ahora te ofreces. La suave caricia
de la Madre penetra por tu cabeza, ojos, cuello, corazón,
estómago y genitales hasta regresar a tu fuente…
Zahra se vio a sí misma flotando entre las nubes,
acariciando con la punta de los dedos los campos aterciopelados
de Glastonbury, surcando las olas de los mares, tocando las
cimas de las montañas y saludando a la Luna cuando la tierra
quedaba sus pies. Era como un pájaro, capaz de aletear entre las
emociones y los sentimientos de las personas que le saludaban a
su paso.
Allí estaba Lupe, con una maleta recorriendo las calles de
Roma por primera vez, sintiéndose muy lejos de su hogar. Y el
profesor Falco, encogiendo las piernas para guiar el Fiat que
algún día convertiría en limusina. Rai se lanzaba cuesta abajo
con su bicicleta, imitando el sonido de una moto de gran
cilindrada para impresionar a la niñita que vivía al lado. Amir, en
brazos de su madre, llorando en la zona de tránsito de un
aeropuerto. Tarek Moawad, enjugaba una lágrima al contemplar
la Gran Pirámide desde la ventanilla del avión junto al que Zahra
se deslizaba. Incluso el propio Martín, había acudido a su mente,
cargando chatarra en una trapería de Sevilla.
El viento mecía el trigal de Glastonbury cuando Zahra se
imaginó a Grace paseando entre el campo de espigas, donde se
había dibujado el símbolo del Chalice Well, mientras su marido
animaba a Gallant al último esfuerzo de la jornada. El abuelo y
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tía Margaret jugaban a su alrededor persiguiendo a una mariposa
azul.
Más allá, Nico y Sonia se buscaban alrededor del Tor,
riéndose y besándose en el reino de las hadas. Avalon, tendido en
la hierba, no les quitaba ojo. El gatito saludó a Zahra cuando ella
sobrevoló la torre.
Sus padres, Víctor y Marta, como salidos de un álbum de
fotos, ascendían por Wearyal cogidos de la mano años atrás. Se
sentaban sobre la hierba y anotaban un nombre en la cinta que
colocarían como deseo en el Espino Sagrado. Las letras,
sacudidas por el viento formaban el nombre de la que sería su
hija mayor.
Y a las puertas del templo de Glastonbury un corro de
mujeres danzaba al ritmo del tambor de Brigide, rodeadas de
flores, entonando cantos a la Diosa en la celebración de Ostara,
recibiendo a la primavera en la fiesta del amanecer y del
despertar a nuevos caminos. El corro se abrió para acoger a la
recién llegada como si fuera un nuevo brote que acunar tras el
invierno. Y entonces Zahra dudó. De repente toda la paz que
portaba con ella se transformó en vértigo: Todavía no estoy
preparada...
Una de las mujeres, dejó el corro, con el rostro iluminado
de felicidad. En ella Zahra reconoció el rostro de la anciana de su
meditación en Glastonbury, aquella que descansaba frente a un
acantilado. También adivinó en ella los rasgos de la dama vestida
de verde que acudía a rescatarla en sus pesadillas, como la de la
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cueva de los murciélagos que sufrió en Albaidalle el año que
murió su abuelo. Grace se quitó su colgante de plata y lo colocó
con delicadeza en el cuello de Zahra. Prometo regresar, Grace.
Soy joven y tengo mucho tiempo por delante. Mi padre me dijo
una vez que tenía que vivir, estudiar, enamorarme, viajar, antes
de reconocer la llamada y tomar una decisión. ¿Verdad que no
te decepciono? También me dijo que heredé de ti lo esencial de
lo masculino y de lo femenino, del Sol y de la Luna, pero que
poseía el regalo de la fortaleza de mi madre. Por eso nunca tuve
miedo en llegar hasta aquí o de penetrar en las entrañas de
Kondoa. Sé que lo comprendes y que ya permanecerás
eternamente en mi corazón.
En su meditación Zahra pudo a ver a su gatito acercarse
desde el corro de las morganas, con la Cruz de Brigide, que había
sacrificado en el Wadi Rum, observando a su protegida con la
misma majestuosidad con la que se mostró en África. Él siempre
estaría con ella en su transitar por la juventud, cuidando de la
portadora del colgante del Cáliz Sagrado.
En el exterior del Monasterio, Nico y Sonia aguardaban
la salida de Zahra. El sol seguía escondiéndose lentamente. Uno
de sus rayos entró por la puerta del monumento iluminando el
arco interior, donde antiguamente se colocaba el bloque de
piedra que representaba a Al-Lat.
–Cariño… –dijo Nico señalando hacia Al-Deir–. Fíjate en
cómo el sol cincela el arco. ¡Es precioso!
–¡Es verdad! Espero que Zahra lo esté viendo.
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–¡Eh! Chavales –dijo Martín–. ¿Habéis visto la peli del
Rey León? –Señaló hacia la montaña que estaba enfrentada a AlDeir.
Nico y Sonia giraron la cabeza y descubrieron como el
sol brillaba cegando la visión del horizonte del oeste de Petra,
recortando sobre la montaña la silueta de un gigantesco león de
arenisca que estuviera contemplando el atardecer. La tierra
milenaria del Wadi Musa les hacía su último regalo.
–Es como regresar a África, cari –dijo Nico abrazando a
Sonia por la cintura.
–¿Recuerdas las pinturas de Kondoa? ¡Se han cumplido!
Martín, era el guerrero que le quitó el colgante y el que ha
propiciado su recuperación. También Zahra está sobre la roca…
Y ahí tenemos a nuestro león. ¡Es impresionante!
Nico y Sonia se percataron de que Zahra estaba
despidiéndose lentamente de Al-Deir, atesorando el juego de
luces que la propia Al-Lat, la diosa del sol que se solía
representar con la figura de un león, había trazado sobre la
explanada. Junto a ella caminaba, con la cabeza erguida, y el
paso orgulloso del rey de los felinos, un pequeño gatito negro
rescatado de los bajos de un coche en Glastonbury. Su sombra se
proyectaba sobre la arena anaranjada, agrandando su silueta y
desafiando a cualquiera que se atreviera a volver a robarle su
colgante a Zahra.
–Creo que te equivocas –le dijo Nico a Sonia–. Ahí tienes
al verdadero león de Kondoa.
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Capítulo 65
La despedida
Madrid, mayo de 2012
Para Isabel, la que fuera tutora de Zahra en cuarto de ESO, los
pasillos de bachillerato eran igual de ruidosos que el resto del
colegio, pero sin el colorido y la alegría de otros niveles. Cuando
bajaba a secundaria tenía que administrar su paciencia ante los
conflictos de sus alumnos con los profesores y sus compañeros,
pero cuando cogía el ascensor para visitar a los mayores el
ambiente era otro. Ya ninguno de sus “pavitos” la paraba por el
pasillo para contarle algún desencanto amoroso o la pelea con
sus padres. No. Ahora lo seguían haciendo para consultarle
dudas del temario o solicitarle un aplazamiento de algún examen
o trabajo. Era cierto que a veces se topaba con miradas que
venían a decir algo así como “¿Recuerdas nuestras charlas en el
patio? Tengo tanto que contarte, pero ahora prefiero pasar el
recreo con los amigos. También ellos saben escuchar como lo
hacías tú”. Pero a menudo, cuando se disponía a descansar taza
de café en mano, observaba a algunos de aquellos jóvenes con
los ojos más apagados que de costumbre y, deformación
profesional, no podía evitar sentarse a su lado para ofrecer un
hombro en el que desahogarse o unas simples palabras de ánimo.
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Zahra había oído el timbre pero seguía sentada en la silla
acariciando su carpeta de apuntes, forrada con los recuerdos de
sus viajes, fijando su atención especialmente en la foto que tomó
del atardecer en Al-Deir un año y medio atrás.
–Anda, mira quién está aquí con la buena mañana que
hace afuera –dijo Isabel entrando en el aula vacía.
–¡Buenos días Isabel! Ya salía…
–Sé de una que todavía le está dando vueltas a lo de leer
el discurso de despedida.
–¡No! ¡Qué va! Ya le ha dicho al tutor que acepto. De he
hecho lo estoy preparando con la ayuda de la clase. Me hace
mucha ilusión…
–Pues, hija, mucho no se te nota. Andas con una cara.
–Es por otra cosa… –Dudó si sería buena idea confiar en
doña Isabel que, al fin y al cabo, tendría línea directa con su
madre.
–¿Me lo quieres contar mientras bajamos al patio?
–Vale –Zahra cogió el bocadillo y la profesora cerró la
puerta con su llave general.
–Pues tú dirás.
–Es sobre las charlas de orientación del otro día.
–¡Ah! –Respondió Isabel aliviada, porque a esas edades
se podría encontrar con auténticos embrollos.
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–Nos están machacando con el tema de los idiomas –
recorrieron el pasillo en busca de la escalera–. Yo no estoy muy
puesta con el inglés, a pesar de mi apellido, ya que mis padres,
bueno, ya lo sabes… Con eso de la separación, mi madre no
andaba muy bien de dinero como para mandarme fuera. Nico y
Sonia si han estado de intercambio en Francia e Irlanda, por
ejemplo –Isabel asintió–. Sin embargo, sigo teniendo familia en
Inglaterra, lo cual es estupendo y… –Zahra puso cara de pilla.
–¿Y?
–Se me estaba ocurriendo tomarme un año sabático en
Glastonbury, en casa de mi tía. Ella tiene un pequeño negocio, un
bed & breakfast, y le vendría bien un poco de ayuda. Además, la
casa es muy grande y podría dar clases particulares de español.
En el pueblo no hay apenas oferta y…
–Para, para. Un momento. ¿Me estás diciendo que no vas
a ir el año que viene a la universidad?
–Pues… –se pararon en el descansillo de la escalera–.
Más o menos. Sólo sería un año para dominar el idioma. Luego
haría el Grado de Antropología Social y Cultural, que son cuatro
años. ¿Cómo lo ves? –Isabel hizo una pausa para reflexionar y
continuaron bajando.
–Suena bien… Sólo me da miedo que durante el curso
que viene pierdas un poco el hábito de estudio. Eso, unido a que
tendrás tus primeras ganancias, puede hacer que te desvíes de tus
objetivos. Supongo que eso lo has pensado.
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–Y ahí está lo mejor –Zahra sonrió mirando a su
profesora con ilusión–. Hay un máster en la universidad de
Bristol, cerca del pueblo de mi tía, que trata sobre arqueología y
antropología. La escuela de campo se hace en el misterioso
castillo de Berkeley y luego puedes seguir con las prácticas en
lugares como Jordania o África del Este. ¿No es genial? Incluso
me he planteado hacer el propio grado en Bristol. Mi tía no me
iba a cobrar la estancia, ya que yo le ayudaría con su negocio y le
haría compañía.
–En algún lugar me he perdido… Tu plan parece sensato,
aunque te veo muy optimista con la financiación. ¿Piensas
pagarte la universidad en Bristol con clases particulares?
–¡No! ¡Qué va! También tendría una beca.
–¿Una beca?
–Del Museo Falco de Roma.
–No me suena…Y mira que conozco Roma. Bueno, tú
más en profundidad… –examinó a su alumna con intención.
–Lo he pillado –dijo Zahra riendo–. No conoces el museo
porque lleva abierto pocos meses. A la directora, que es amiga
mía, le conté mis planes y me ofreció esa posibilidad si lograba
firmar un convenio de colaboración con Bristol.
–Ya… ¡Te mueves en altas esferas!
–Sólo existe un problema…
–¿Sólo uno? Me encanta… ¿Cuál?
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–Pasaría mucho tiempo lejos de mi familia, mis amigos…
–Bajó la voz–. Y todavía no se lo he contado a mi madre.
–¿A qué esperas?
–No sé cómo hacerlo…
–¡Anda! Pues de la misma forma que me lo has soltado a
mí. Suena razonable, de veras.
Zahra e Isabel llegaron al patio, donde los niños más
pequeños
jugaban
al
balón
y
correteaban
felices
sin
responsabilidades.
–Voy a echar de menos el colegio. No sólo a los
compañeros, también a vosotros.
–Luego volvéis y nos contáis vuestras correrías. Nos hace
mucha ilusión, porque nos tranquiliza comprobar que no lo
hacemos tan mal como decís.
–Lo habéis hecho genial. Si no fuera así mi media no
habría mejorado tanto en bachillerato. Por cierto, ¿sabes la gran
noticia? Mi padre va a venir a la graduación.
–¡Qué bien! Al final lo conseguiste. A cabezona no te
gana nadie.
–Va ser uno de los mejores momentos de mi vida…
–Vendrán más, ya lo verás. A partir de ahora vas a
despedirte de muchas cosas. La juventud es maravillosa, pero
tiene el defecto de renegar de la infancia. Cuando tengas mi edad
querrás recuperar esa infancia perdida, así que procura no
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guardarla en un baúl y tirar la llave. Consejo de veterana:
conserva la llave.
–Lo haré, gracias por el consejo.
–Es de las pocas cosas que te darán gratis sin la beca
Falco esa –Y ambas se fundieron en un abrazo antes de que
Zahra se fuera en busca de sus amigos.
Hace quince años llegamos a las puertas de nuestro colegio con
la inquietud reflejada en nuestras caritas y enfundados en un
baby con nuestro nombre impreso y sujeto con un imperdible.
Las horas iniciales entre estas paredes transcurrieron entre los
colores alegres de las aulas de infantil, donde nuestras señoritas
se afanaban por acogernos con la mejor de sus sonrisas. Con
ellas aprendimos los colores, los números, las letras, pero
también las normas de convivencia más elementales, como
tomar de la mano a tu compañero en las excursiones o escuchar
cuando alguien te habla.
Las primeras semanas en primaria nos las pasamos
buscando a nuestras seños de infantil. Ellas nos recibían con los
brazos abiertos, pero también nos animaban a afrontar esa
nueva etapa de responsabilidad. Querían que dejáramos el nido
para volar sin miedo, porque éramos mayores. Ahora lo pienso y
creo que eso me lo han dicho en cada uno de los cursos que nos
han llevado hasta aquí.
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Primaria fueron seis años maravillosos en los que
aprendimos a multiplicar, a redactar con pocas faltas de
ortografía, a conocer el mundo en el que vivimos, pero también
a jugar, a imaginar, a crear…Una profesora me dijo una vez que
no tirara la llave del baúl de la infancia. Así lo haré.
Apenas tuvimos tiempo de reconocer nuestra pubertad en
sexto cuando de improviso llegó la secundaria. Muchas
materias, profesores más serios y una exigencia académica en la
que el concepto de deberes daba paso al estudio diario y la
planificación.
Cada mañana te levantabas de la cama y el espejo te
mostraba los cambios de tu cuerpo, que no solían ser ni
armónicos ni deseados. Así salías de casa, con la sensación de
ser un monstruo, pero con la motivación de saber que aquí había
más monstruos como tú y que disfrutarías de tu segunda familia:
Los Monsters. Con ellos reíamos, salíamos los viernes,
contábamos nuestras alegrías, nos enamorábamos, pero también
compartíamos las tristezas. Con algunos de esos monstruos he
vivido historias increíbles –Zahra dirigió sus ojos hacia la tercera
fila, donde Nico y Sonia asistían emocionados a los discursos de
los delegados–. Hacíamos frente común contra la otra familia, la
de toda la vida. No me extraña que hoy celebremos este día,
padres y madres, porque hemos vuelto. Nos habíamos alejado de
vosotros para poder reencontrarnos al final del colegio. Fue una
travesía dura, también para vosotros, deseosos de convertirnos
en personas autónomas, pero sin romper ese vínculo, que se
deterioraba por días, pero que necesitábamos como respirar.
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Vuestros límites y normas eran nuestra brújula, ahora nos
hemos dado cuenta. Éramos vuestras cometas, azotadas por el
viento, libres en el cielo, pero con un fino cordel que les daba la
seguridad de vuestras manos. Es posible que algunos andemos
todavía perdidos por algún paraje extraño, pero os garantizo
que seguimos preguntando, a quien nos quiera escuchar, cuál es
el camino que nos llevará a casa –Esta vez Zahra miró al
gallinero del salón de actos, donde estaban los suyos. Hizo una
pausa para contener sus sentimientos y pasó a la segunda hoja.
Bachillerato. Exigencia, medias, obsesión por las notas
de corte, pero también autonomía, libertad y ganas de devorar la
vida. Los primeros meses pensábamos que nunca seríamos
capaces de pasar esta prueba. Nos equivocamos, como tantas
otras veces. Habíamos olvidado algo importante, que supimos
desde los tres años, y era que nunca caminaríamos solos.
Familias, profesores, personal de mantenimiento, cocina,
administración, todos trabajando en equipo para que en el
futuro nos integráramos en la sociedad y pudiéramos decir con
orgullo que un día estudiamos en este colegio. Personalmente
descubrí que las personas que menos imaginas pueden marcar tu
vida para siempre.
Y así se despiden vuestros niños, que ya no lo son tanto.
La puerta del patio que se nos abrió durante quince años se nos
cierra, aunque sé que nos colaremos por portería para recorrer
los pasillos de la que siempre será nuestra casa. Ahora
buscaremos nuevas puertas, llevando en nuestro corazón el
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recuerdo imborrable de todo lo aprendido y vivido. ¡Muchas
gracias!
Todo el salón de actos aplaudió las palabras de los
representantes de las tres clases de segundo de bachillerato,
especialmente las de Zahra, con las que terminaba el turno de los
alumnos.
Doña Isabel observó a su compañero de matemáticas, el
temido “Chanquete”, derramando una lágrima inoportuna, por lo
que le ofreció con disimulo un clínex: –Gracias, Isabel. Siempre
me emocionan estos hijos de Satanás.
El patio de butacas era una fiesta de abrazos entre los
alumnos, carreras por localizar a las respectivas familias,
agradecimientos a los profesores y destellos de las cámaras para
inmortalizar aquel día.
Zahra le pidió a su compañera Carol que le hiciera una
foto con sus padres, sus abuelos maternos y David. Cuando
estaban todos colocados se dio cuenta de que faltaba alguien muy
importante, Tarek. El fellah se sorprendió ante la insistencia de
Zahra: –Señorita, yo…
–Tarek, he sido afortunada por tener más abuelos que
nadie… –Y le abrazó con fuerza–. ¡Vamos, ponte!
Luego, bajó de nuevo en busca de sus amigos
inseparables, Nico y Zahra. Nico, elegante con su traje nuevo y
su corbata de estrellitas, estaba atrapado en una charla informal
entre sus padres y el profesor de física, calibrando las
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posibilidades que tendría si escogía esa carrera. Zahra, sin
pararse a saludar, tiró con fuerza del chico con el que había
crecido y se lo llevó en busca de Sonia, que no paraba de hacerse
fotos con todo el mundo. Cuando Zahra ya tuvo en su poder a la
pareja, los sacó de allí para colarse en el patio a través del
comedor.
Los tres jóvenes corrieron por la arena, bajo el anochecer
de Madrid, en dirección a su banco favorito, que aguardaba como
siempre bajo el árbol en el que tantas veces habían repasado los
esquemas antes de un examen.
–¡Por fin! ¡Lo conseguí! –dijo Zahra–. Mis padres han
hablado… ¡Me dejan irme a Glastonbury un año!
–¡Genial! –gritó Sonia.
–¡Fabuloso! –exclamó Nico abrazando a ambas.
–En julio voy para allá… ¿Os venís un par de semanas?
–Estás loca… –respondió Sonia–. De atar. Como un puto
cencerro, pero como cabra hueles mejor que el Land Rover de
Margaret. Además, con los exámenes me he quedado en los
huesos y coger veinte kilos comiendo en casa de tu tía no me
vendría mal.
–¿Nico? Por favor…–Zahra le cogió las dos manos.
–Pues… ¡Qué remedio! No os voy a dejar solas, que
luego os perdéis en el reino de las hadas ese y me toca a mí
rescataros.
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La alegría vital de los tres amigos, haciendo planes para
el verano, contrastaba con el silencio del lugar donde tantas
veces habían jugado a ser mayores.
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Capítulo 66
Lo hubiera dejado todo por ti
Los parasoles protegían del calor sevillano la terraza del
restaurante en la Plaza de los Venerables. Zahra y Rai tomaban
una caña de cerveza a la espera de la comida. Había sido un día
muy intenso en el juzgado, tratando de retirar la denuncia contra
Martín presentando un escrito en el que renunciaban a cualquier
acción civil o penal contra él, aunque el proceso siguiera su
curso. Ahora le tocaba a la fiscalía decidir si continuaba de oficio
o escuchaba la recomendación del tribunal.
Marta le había dado permiso para pasar unas horas con
Rai mientras ella aprovechaba para relajarse por las calles de la
ciudad hispalense. La madre de Zahra necesitaba esos momentos
de soledad que la ayudaran a encontrarse consigo misma, lejos
del negocio y de las preocupaciones propias de la edad de sus
dos hijos.
–No sabes lo que te agradezco que hayas acudido a los
juzgados –dijo Zahra sonriendo al que siempre llamaba “su
compañero de espeleología”.
–Lo he hecho por ti, porque ya sabes que no estaba
dispuesta a echar una mano al cabrón ese –Zahra iba a responder
pero Rai le hizo un gesto para que se detuviese–. También acudí
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a Madrid el año pasado, porque te lo había prometido, pero sigo
sin entender tus motivos.
–Ya te expliqué que deseaba cerrar esta etapa en limpio,
sin ataduras ni malos recuerdos. No sé, necesito estar en paz
conmigo misma y con el mundo.
–Hay que cosas que no se olvidan… Fue duro.
–La verdad es que tú te llevaste lo tuyo –acarició
fugazmente la mano de su amigo.
–Ya, bueno… Pero reconozco que fueron buenos
momentos. Lo que pasó en la azotea de La Mugara –Rai bajó un
poco la mirada–, nuestro paseo por Madrid, las cartas que me
escribías…
–Ahora, como has salido de las cavernas, es todo más
fácil –dijo Zahra señalando el móvil que había en el velador.
–¿Nunca te han dicho que eres muy graciosa? –Le tiró un
altramuz a la cara.
–Muchas veces. Yo creo que la culpa es de Sonia, que me
ha ido pervirtiendo –Ambos desviaron su mirada hacia un par de
músicos que interpretaban una célebre sevillana con una guitarra
bastante desafinada.
–Tengo que darte una noticia –dijo Rai mientras Zahra
sorbía un poco de su cerveza–. Al final me caso.
–¿Te casas? ¿Ya?
–En marzo del año que viene. Llevamos una eternidad
juntos y como su padre nos va a dejar el bar, pues eso, que nos
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lanzamos a la piscina. Lo de la empresa de reformas era
imposible con el tema de la crisis, pero el bar tiene una clientela
fija y el personal de toda la vida seguirá allí –Zahra lo escrutó
con una sonrisa–. Sé lo que piensas, porque ya me lo soltaste en
su momento, pero nos apetece, a pesar de que somos muy
jóvenes.
–Me alegro mucho por ti, y por ella, no creas.
–No te veo muy convencida…
–Lo que importa es que lo estés tú –El camarero llegó
con los salmorejos–. Quiero decir que la debes querer mucho
para dar ese paso.
–¡Claro! –Rai asintió con énfasis–. Si no lo estuviera no
me casaría.
–Pues entonces –Zahra levantó su vaso–, brindemos por
vuestra felicidad.
–Brindemos –Y se pusieron a comer en silencio.
Tras el almuerzo, se encaminaron hacia el Paseo de
Colón, en la ribera del río Guadalquivir, para continuar despacio
hasta el aparcamiento donde Rai tenía su moto. Zahra le había
explicado su proyecto en Glastonbury y su deseo de
especializarse en antropología y seguir viajando por el mundo.
Rai le dio más detalles de su próxima boda, y así el tiempo fue
pasando hasta que llegaron a su destino.
–Pues toca despedirnos –dijo Rai.
–Sí, es tarde –Zahra tomó su mano.
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–Me gustaría que vinieras a mi boda. Podrías traerte
algún chico, si lo hay, claro.
–No sé si le gustaría a tu novia. ¡Cariño, he invitado a un
rollito que tuve en unas vacaciones!
–Tú no eras un rollito y lo sabes –Rai torció el gesto–. Lo
hubiera dejado todo por ti.
–¿Qué quieres decir? –Zahra se arrepintió al instante de
hacer esa pregunta.
–Me enamoré de ti, de verdad. Cuando fui a Madrid iba a
decírtelo… Que dejaría a mi chica y olvidaría mi idea de montar
la empresa, con tal de irme algún día a la capital a buscar un
curro, de lo que fuera, para estar contigo. Pero cuando me
contaste tus planes en la universidad, tu intención de estudiar
fuera de España y tu esperanza de encontrar un chico capaz de
seguirte, me sentí tan diminuto a tu lado que te dije que yo no
aspiraba a tanto. Quizás pensaste que me refería a tus sueños,
pero al decirlo te miré a los ojos.
–Yo también estaba enamorada de ti, pero sólo era una
cría comparada contigo, demasiado pequeña para salir con un
chico que vivía tan lejos. Tú ganabas ya tu propio dinero y yo
estaba en la ESO…
–¡Oye! Que nos estamos poniendo trascendentales. Lo
que importa es que siempre seremos amigos y, sí, me gustaría
que vinieras a mi boda.
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–Lo intentaré –Acarició aquel rostro que tantas veces
había rebuscado en su memoria en los malos momentos–. Pero
no te lo prometo.
–¡Ah! Nada de escenas del tipo si alguien tiene algo que
decir que impida este matrimonio que hable ahora o que calle
para siempre… Ya me entiendes –guiñó un ojo.
–Seré buena –Ambos se abrazaron.
–Cuídate por Glasgow.
–Glastonbury… Y tú haz feliz a Angelita, ¿vale?
La moto de Rai se alejó de allí a toda velocidad en
dirección a Albaidalle, el puerto seguro de la niñez de Zahra, un
lugar en el que descubrió que existía la magia y que ya formaría
parte de su esencia.
Madre e hija observaban la campiña sevillana desde su asiento en
el tren de alta velocidad. Zahra no pudo evitar recordar el mismo
viaje tres años atrás, pero en el coche familiar. Aquella vez Zahra
había apoyado su cabeza en el hombro de Marta, buscando su
cobijo porque se encontraba perdida ante la llegada de la
adolescencia y el alejamiento de la niñez. Ahora era la propia
adolescencia la que se deslizaba como la arena entre sus dedos.
–Mamá, ¿te he dicho alguna vez que te admiro?
–Nunca –respondió Marta volviéndose sorprendida–,
pero me gusta que me lo digas, aunque sea para pedirme algo.
–¡Qué va! Lo digo de verdad –y le dio un cálido beso.
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Ambas quedaron ensimismadas mirando el atardecer y
despidiéndose de la tierra donde un joven inglés se había
quedado a vivir por amor medio siglo antes.
–Hija… Tu padre quiere regresar a Madrid.
–¿Qué me cuentas? –Zahra dio un respingo sobre el
asiento.
–No quiere perderse la adolescencia de David, como hizo
con la tuya. Te escribirá cuando lo decida.
–¿Entonces?
–¿Qué?
–A lo mejor, ahora que él ha roto con Geno y Walid se ha
ido a Grecia pues, eso… Ya me entiendes… ¡Te quiero, mamá!
–Ni lo sueñes, pequeña alcahueta.
Madrid aguardaba, y Glastonbury, más al norte, en la antigua isla
de Ávalon, donde las hadas bailan en corros y la tierra ofrece sus
secretos al que sea capaz de viajar siguiendo los dictados de su
corazón.
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Restaurante Hatshepsut. Septiembre de 2014
Debo reconocer que fui poco original cuando les sugerí a Nico y
a Sonia que el restaurante Hatshepsut sería un lugar idóneo para
vernos, pero la saga de “Las aventuras de Zahra” había concluido
y me agradaba retornar a uno de los escenarios de los libros.
Mientras esperaba su llegada, Marta y Amir se
desvivieron por llenarme la mesa de aperitivos, cada uno más
sofisticado que el anterior. No me extrañó que el joven cocinero
hubiera ganado el concurso de tapas organizado para la feria de
alimentación de Lavapiés unos meses antes. El caso es que no
estoy habituado a ser tratado como un vip, más cuando sólo soy
un profesor de matemáticas que a veces vuelca su creatividad en
la escritura para que su imaginación siga fluyendo, por lo que me
sentí algo observado por los comensales de las mesas vecinas.
Me sorprendió percibir a los dos tan mayores aunque,
haciendo cuentas, ambos rondaban ya la veintena y yo los había
conocido cinco años atrás. Parece que fuera ayer cuando decidí
explorar la narrativa juvenil justo en el verano que visité
Glastonbury.
Sonia traía una bolsa de una popular librería madrileña en
la que llevaba el último libro de psicología que se había
comprado. Estaba entusiasmada con la carrera y contando los
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días que faltaban para regresar a la facultad. También Nico me
confesó que había obrado correctamente al elegir ciencias físicas,
pero se le notaba algo disgustado con algunas materias bastante
correosas. Yo, que he estudiado exactas, sobreviviendo a duras
penas, le aconsejé que tuviera mucha, pero que mucha paciencia.
Mientras saludaban a Marta, Amir y a Inés aproveché
para observar más detenidamente el local. Había que reconocer
que la decoración había mejorado con todos los enseres que
Tarek les había mandado desde Egipto, donde vivía ahora con la
familia de su hermano. Supe que tuvo que lidiar con una
neumonía, pero el viejo corazón del fellah aguantó bien el envite.
Uno no puede evitar creer en el mito del amor romántico,
como diría Trini, mi compañera de vida, que es psicóloga y este
tema lo tiene muy trabajado (ya le he pasado su correo a Sonia
para que hablen de sus cosas). Por eso me alivió comprobar que
la relación sentimental entre mis dos invitados gozaba de buena
salud y que, por lo tanto, podía permitirme el lujo de fisgar en la
trayectoria del resto de personajes.
Para empezar, Sonia me habló sobre el cambio de Amir,
que nunca dejaría de agradecerle lo suficiente a Tarek y a Marta
la segunda oportunidad que le dieron. Según su apreciación
seguía atesorando un aceptable culito –palabras textuales de mi
interlocutora–, pero había ganado en presencia y cordialidad con
la clientela, eso sin olvidar su progreso como rapero de pucheros
de varios tenedores. La otra mitad del Hastshepsut, Marta
Giménez, había estado saliendo con Walid, como yo había
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supuesto tras su encuentro en Jordania, pero la cosa no cuajó y,
para colmo, por si quedaban dudas, Al Nasser lo había enviado a
Grecia para pescar en plena crisis económica. Nico interrumpió
la narración para anunciarme que también Víctor se había
quedado soltero y sin compromiso. Según nuestro aprendiz de
Merlín, el viaje a África de Zahra había sido muy esclarecedor
para su padre. Aquella mujercita que se plantó en Tanzania
distaba mucho de ser la niña a la que le leía los cuentos de
Tintín, por lo que Víctor temió perderla de nuevo y, también,
cometer el mismo error con David, que por cierto, ya había
entrado en la edad del pavo por la puerta grande. Hasta tenía
pelusilla, el tío.
Tras una breve interrupción de Inés, que traía las bebidas
a los recién llegados, Sonia, que disfrutaba poniéndome al día
con los chismes sobre los personajes de mis relatos, retomó el
hilo de nuevo. Víctor vendió el globo y le regaló el Toyota a
Bakari, para que este le sacara algo de dinero y pudiera montar
su propio taller. Ante mi cara de extrañeza, por el poco
rendimiento que daría la venta de un vehículo tan machacado
como ese, Sonia me aclaró, con algo de orgullo, que los que han
estado en Tanzania saben muy bien que en esos talleres importa
más la imaginación y las habilidades que los medios.
A su llegada a Madrid, Víctor Saunders se acomodó en el
piso que había dejado Tarek y se puso rápidamente a usar sus
contactos para implantar el negocio de los globos en España.
Finalmente estableció como campo de despegue las afueras de
Segovia y, en un año, se había hecho un hueco en el negocio.
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Sonia se levantó y fue hacia el expositor de propaganda de la
caja para traerme un folleto de “Saunders Globus”. El globo
nuevo lucía espléndido sobrevolando el acueducto de Segovia.
Otra cuestión que me intrigaba es saber qué había
sucedido con el profesor Falco tras su intensa partida en el senet.
Esta vez fue Nico el que me relató las novedades. El profesor se
había recuperado del infarto que tuvo la nochebuena del 2012,
pero el médico le había dicho, aparte de abroncarle por no haber
llamado a emergencias, que debía llevar un régimen más
saludable. Desde que había dejado de viajar Falco se había
vuelto muy casero, jugando con sus animatas, leyendo en su
despacho o navegando por Internet. Total, que desde entonces se
levantaba muy temprano para caminar un par de horas por la
mañana, incluso se daba pequeños paseos en bicicleta. Por eso,
cuando decidió convertir su colección en un museo permanente,
dado el éxito de la exposición “Jugando con la muerte”, nombró
a Guadalupe directora del mismo, dándole plenos poderes para
organizarlo todo. La mejicana hizo cuentas, y se busco una
empresa de seguridad y otra de limpieza, para abaratar costes,
centrando sus esfuerzos en seleccionar personal técnico. Como
no encontraba el perfil adecuado, se le ocurrió buscar en la
universidad a jóvenes con ganas de investigar y echar unas horas
a cambio de una beca. Fue un éxito rotundo. De hecho cada año
incorpora a dos o tres estudiantes. Sin embargo, Nico se
guardaba lo mejor para el final: –¿A qué no sabes cuál es la
única persona que tiene Lupe en nómina?
–No se me ocurre… –respondí intrigado.
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–Martín –se adelantó Sonia.
–¿Martín? –En el fondo no me extrañaba.
–¡Cariño! –protestó Nico–. Que ahora me toca hablar a
mí.
–No te ofendas, pero es que vas a aburrir a Antonio con
tu tono de telediario.
–¡No! ¡Qué va! Sigue, por favor… –le pedí.
–Pues eso. Nuestro viejo amigo Martín. Es el que suele
asistir a las subastas, gestiona las compras y, agárrate, representa
a Falco en los encuentros de coleccionistas.
–Eso sí que me cuesta creerlo… –dije sorprendido.
–Bueno, él tenía mucha experiencia. Es verdad que al
principio se le miró con desconfianza e hizo falta que el propio
Falco mandara una explicación formal a sus colegas, pero
finalmente el instinto de Lupe no falló. El tío sabe lo que se hace.
–Si te quieres reír –Sonia me pasó su móvil–, hay una
foto en el Facebook del último encuentro en Milán. Mira…
Era como si los integrantes de una cumbre mundial
hubieran posado delante del Duomo de Milán. Allí estaban
todos, con los atuendos de gala de sus respectivos países. Al
Nasser, como siempre, se las había arreglado para situarse en el
centro. Vidak muy cerca de él, pero en la fila del fondo, dada su
envergadura. Martín, como buen novato, en uno de los extremos,
luciendo un traje italiano que le hacía parecer un mafioso con
aire distraído.
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–Realmente es muy chocante –le devolví el aparato.
–Además, yo creo que Lupe y él acabarán liados –dijo
Sonia mirándome con intención.
–¡Cari! No vuelvas a empezar… –protestó Nico.
–Bueno, ella siempre me dice que son negocios. A mí eso
me huele a chamusquina. Seguro que a Zahra se lo ha contado.
Aproveché la mención a la protagonista de mis relatos
para interesarme por su historia desde que dejó el bachillerato, lo
cual deseaba, pero a la vez temía. Ellos notaron mi nerviosismo,
y esta vez se pelearon para cederle al otro el privilegio de iniciar
el relato. Comenzó Nico, quizás por aquello de la “antigüedad”.
Como ya le había anunciado a su profesora Isabel, Zahra
se trasladó a Glastonbury, para ayudar a su tía Margaret y dar
algunas clases de inglés. Aunque al principio le costó adaptarse
al idioma, al clima y, Nico hizo hincapié en esto, a la comida, al
llegar la primavera Zahra era una vecina más del pueblo.
Mientras Nico daba un sorbo a su té helado, Sonia
aprovechó para meter baza. En primavera los padres de Zahra le
ofrecieron cursar los estudios en la Universidad de Bristol desde
el principio, ya que el dinero obtenido de La Mugara todavía
daba para mucho y había que aprovechar la oportunidad, por lo
que Zahra se había hecho allí la matrícula. Cada día se tragaba
los treinta y siete kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, pero
luego optó por compartir piso con otros compañeros de lunes a
viernes, para así ayudar a su tía los fines de semana. También les
había contado que el sábado y el domingo acudía al Templo de
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Glastonbury para echar una mano a Brigide y continuar con su
formación para algún día ser melissa. Estaba muy ilusionada por
dar ese primer paso y, si alguna vez sentía la llamada, podría ser
sacerdotisa de Avalon.
Nico me dijo que Zahra había conocido a un compañero
de facultad, de origen indio, que también estaba muy interesado
en hacer algún día el posgrado en arqueología y antropología,
por lo que ambos se habían ido conociendo y terminaron
saliendo.
Sonia precisó que todavía no llevaban ni un año, pero que
el mozo en cuestión estaba para mojar pan, sin desmerecer a
Nico, y que llevaba una melenita negra recogida que hacía
suspirar a las inglesitas, las cuáles se preguntaban qué tendrían
las mujeres españolas para llevárselo crudo. Nico le indicó que
eso último se lo estaba inventando.
Luego ambos empezaron a darme su parecer sobre los
perfiles de sus personajes, que si Nico era demasiado protector,
que si Sonia tenía demasiadas salidas de tono… Así pasamos la
tarde. Reconozco que me lo pasé estupendamente con ellos.
Quedamos en vernos cuando se publicara el sexto libro.
Me despedí de Marta y de Amir y regresé a casa donde,
casualidades de la vida, me esperaba un correo de la propia
Zahra:
Querido Antonio:
Hoy me he llevado al Jardín del Cáliz Sagrado el
manuscrito que me mandaste para revisar. Me he sentado junto
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al pozo, cuya tapa fue forjada con el símbolo de la Vesica Piscis
que llevo en mi colgante. En ese lugar siempre encuentro la paz,
en momentos como este. Y eso que Avalon está por aquí jugando
con una mariposa azul y no para quieto.
Me he emocionado al recordar el final de mi
adolescencia, el viaje a Al-Deir o mi reencuentro con Martín y
Rai. Aunque hay algunos pequeños detalles que tienes que
revisar (te los he escrito en rojo), en general me parece que te
has ajustado a lo que pasó y que has sabido reflejar todo lo que
sentimos aquellos días en Jordania.
Como te digo siempre, me sorprende que a alguien le
pueda interesar la vida de una persona como yo, ¿o vas a
decirme que “tus pavitos” del colegio ya no observan el mundo
con los ojos del alma para ver más allá de sus sentidos? No me
lo creo…
Por cierto, sobre la cuestión que me planteas la
respuesta es que sí, que estoy de acuerdo contigo. Aquí lo
dejamos. El resto de aventuras, que espero que sean muchas,
quedarán entre tú y yo. De todas formas, te has comprometido a
regresar a Glastonbury, ¿no? Pues te tomo la palabra. Por aquí
nos vemos.
Un fuerte abrazo de tu heroína.
PD. Dale recuerdos a Trini.
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Eduard Toda i Güell nació en 1855 en Reus, Tarragona, donde
coincidió en el colegio de los escolapios con el famoso arquitecto
Antonio Gaudí y el médico Josep Rivera. Los tres compartieron
sus inquietudes sobre la arquitectura y la historia. Estudió Leyes
en Madrid e ingresó en la carrera diplomática. Así estuvo en
Macao, Hong-Kong y Shangai. En 1884 fue nombrado
vicecónsul en Egipto, donde conoció a Gaston Maspero, Director
de Antigüedades de Egipto, lo cual supuso renovar sus aficiones
de juventud y a unirse a los trabajos de los egiptólogos
occidentales que trabajan en el país. Así pudo visitar Gizah,
Menfis, o Sakkara.
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En enero de 1886 se unió a una expedición de Maspero
acompañado por los mejores egiptólogos de la época a través del
Nilo. Al llegar a Luxor, y tras visitar el templo de Karnak, un
beduino de la zona informó a Maspero del descubrimiento de la
entrada a una tumba intacta en la ciudad de Deir el-Medina, que
resultó pertenecer a Sennedjem –traducido como Son Notem por
Toda–, un “Servidor en el lugar de la verdad”, que podría ser un
artesano del “Valle de los
Reyes” o del “Valle de las
Reinas”. Como Maspero estaba
muy ocupado le pidió a Eduard
Toda que se encargara de
catalogar
todos
encontrados,
los
enseres
incluyendo
la
magnífica puerta en la que
Sennedjem juega al senet, junto
a su esposa, luchando contra la
muerte. Los trabajos realizados
por Toda en la tumba se
encuentran descritos en su libro titulado “Son Notem en Tebas.
Inventario y textos de un sepulcro egipcio de la XX dinastía”. La
lectura de esta obra de Toda resulta muy amena e interesante,
especialmente la primera parte. Está disponible en internet, en un
boletín de la Real Academia de la Historia –Tomo X 1887–que
se puede consultar en la web http://www.cervantesvirtual.com.
En ese pequeño libro se hablan de los fellah –el pueblo de
Tarek–y contiene un estudio profundo de todos jeroglíficos y
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enseres hallados, entre los que no se nombra ningún senet salvo
el grabado en la puerta. El senet y el resto de objetos que he
usado para la portada se
encuentran en el Museo
Egipcio de El Cairo y
fueron encontrados en la
tumba de Tutankamón.
En el año 2009 tuve la
inmensa suerte de poder
visitar
tanto
los
originales de El Cairo
como las copias que han
viajado por el mundo en
una
exposición
que
llegó a Barcelona.
No se conocen las reglas exactas del juego del senet,
aunque parece claro su doble objetivo como juego de mesa y
puerta al reino de los muertos. He procurado que la partida entre
Zahra y David se rija por un resumen de todas las teorías que se
han escrito sobre la forma de mover las fichas y el significado de
las casillas.
La “Cueva del Senet” se desarrolla en el pueblo
imaginario de Albaidalle, que usé en el primer relato que escribí,
titulado “El prisionero entre lágrimas de cera”. El nombre de la
finca “La Mugara” significa en árabe “La cueva”.
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El título del noveno capítulo “El secreto del Unicornio”
es un homenaje a Hergé, el autor de Tintín –que se nombra en
este libro–, con el que aprendí más geografía e historia que con
los libros de texto del colegio. Por eso, cuando viajé siendo un
adulto a Bruselas, sentí que peregrinaba en busca de un viejo
amigo con el que compartí grandes momentos en la infancia.
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Cuando visité “The Goddess Temple” en Glastonbury, descrito
en el primer capítulo –http://www.goddesstemple.co.uk/–, conocí
a la sacerdotisa Georgina Sirett-Hardie, en la que me inspiré para
el personaje de Brigid, cuyo nombre recuerda a una de las
divinidades paganas. Georgina tuvo la amabilidad de invitarnos a
todos las personas presentes a compartir una meditación con ella,
algunos de cuyos pasajes aparecen en la que Brigid realiza con
Zahra, con ciertos añadidos que explican aspectos de los chakras
del cuerpo humano o que pertenecen
a otras técnicas de
relajación.
807
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El culto a la Diosa inunda todo Glastonbury, pero se
percibe
especialmente
en
el
Jardín del Cáliz –Chalice Well–,
cuya tapa del pozo es el símbolo
que porta Zahra en su colgante, y
que se suele relacionar con la
deidad femenina. Al igual que
Brigid
tuvo
su
equivalente
cristiano en Santa Brigida, el
Chalice Well ha sido identificado
con el Santo Grial por la
presencia en el lugar de José de Arimatea y el color rojizo del
agua que mana, como mínimo, desde hace dos mil años. El lugar
es relevante para casi todas las religiones, por lo que fue
nombrado Jardín de la Paz
Mundial.
Es
un
oasis
de
tranquilidad y belleza a los pies
de la montaña del Tor, también
señalado como su equivalente
masculino.
El Espino Sagrado de
Wearyhall,
descendiente
del
cayado que José de Arimatea
trajo a Glastonbury, florece en
Navidad y Semana Santa. Está comprobado que es originario de
Oriente Medio y que data de aquella época. Desde Wearyhall se
divisan las mejores vistas de Avalon.
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El monumento megalítico de Stonehenge está formado
por
cuatro
círculos
de
piedra rodeados por un
foso. Stonehenge pertenece
a un complejo ceremonial
muy amplio surcado por
avenidas
monumentos
y
otros
menores.
Parece demostrada su finalidad como lugar de culto a la muerte –
en contraposición a su hermano de madera, Woodhenge,
destinado a celebrar la vida–, aunque todavía existen voces que
opinan que se usaba como observatorio astronómico. De hecho
todavía hoy se celebra en él el solsticio de verano y es conocido
como el Templo del Sol, como el del cómic de Tintin. Nunca
olvidaré la experiencia de ver los primeros rayos del amanecer
acariciar sus milenarias piedras.
Cuando caminas por la comarca de Avebury, cubierta por
los campos de trigo –a
menudo esculpidos por los
misteriosos crop circles–,
impresiona la silueta de la
colina artifical de Silbury
Hill, el mayor montículo
artificial levantado por el
hombre. Aunque existen numerosas teorías sobre su uso, quiero
creer en la leyenda que dice que los propios druidas la
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construyeron para albergar el reino de las hadas, aquel en el que
Zahra se sumerge para rescatar a Sonia.
El
libro
titulado
“Malleus
Maleficarum”, que se nombra en el relato,
es un tratado sobre las brujas, escrito en
1496 por dos monjes inquisidores en
Alemania. Fue muy usado en los juicios
contra las brujas y su posterior tortura. En
él se explica que las mujeres son más
débiles que los hombres y así más
propensas a los engaños del mal.
En la cima de la colina del Tor permanece una torre como
único resto del que fue el monasterio de San Miguel, el vigilante
de la puerta de los infiernos. Quizás ello es debido a que se dice
que en este lugar está la entrada al mundo de Avalon o al reino
de las hadas. La tradición cristiana
de la comarca sitúa en su interior
la morada del Santo Grial. Si a
esto unimos que es un lugar de
gran energía, azotado por el viento
y situado en un lugar privilegiado,
entenderemos porque la subida a
la torre nunca deja indiferente al
peregrino.
810
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Conocí la tierra de
Tarek y Amir durante
la
preparación
del
boceto de lo que sería
“El
mapa
de
Maslama”, por lo que
la estructura de esta
historia fue escrita durante dos atardeceres en la cubierta de un
barco que surcaba el Nilo en diciembre de 2009, unos días antes
de la “noche de la ilusión”, cuando transcurre el desenlace de la
trama. Durante mis procesos de creación procuro encontrar
lugares cercanos a la naturaleza, pero debo decir que, hasta
ahora, ninguno de ellos ha sido tan fértil como Egipto durante
mis jornadas de crucero por el Nilo. Este país es un escenario de
luces y sombras, en el que la belleza convive con la pobreza, y la
antigüedad con los excesos del siglo XXI. Ahora, mientras reviso
el borrador del libro, el pueblo egipcio se encuentra en la calle
pidiendo reformas. Quizás por ese motivo el final de “El mapa de
Maslama” tiene un tono más agridulce que los otros.
Abu
al-Qasim
Maslama está considerado
como
uno
de
los
matemáticos árabes más
prestigiosos del siglo X.
Aunque nacido en Madrid,
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la mayor parte de su obra la realizó en el califato de Córdoba
donde fue célebre como maestro de alquimia y astrónomo. El
encantamiento de Nico está basado en su libro Picatrix, un
compendio de oraciones a los planetas para realizar amuletos.
Otro de los logros más relevantes de su vida fue traducir el
planisferio de Ptolomeo. Por eso la plegaria a la luna está escrita
sobre el esbozo de un mapa.
El Hatshepsut lo he imaginado en lo que fuera la zona
árabe de Madrid, un enclave elevado colindante con el barrio de
los Austrias y cercano al curso del río Manzanares. Todavía hoy
los nombres de sus calles recuerdan ese origen. Hay constancia
de la existencia de subterráneos y pasadizos que comunicaban
unas casas con otras, así como aljibes, pozos y patios. Durante la
documentación para este libro me fue de gran utilidad visitar el
Museo Municipal de Madrid, al cual también acudió Nico en su
investigación.
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Se conoce como batallas o peleas de gallos a una
competición de improvisación entre dos raperos cuyo objetivo es
superar a su contrario mediante frases con rimas que se cantan
sobre una base rítmica. He situado el Corral de San Isidro en uno
de los parques de la Cuña Verde de Madrid, donde se puede
contemplar una zona decorada con graffitis murales de gran
vistosidad.
El rap del puchero, que
interpreta Amir en la cocina, está
escrito para este libro por uno de
mis alumnos de secundaria, Víctor
Sánchez
Fraile.
También
he
contado con la aportación de otra de mis alumnas, Sonia Alastrué
de Asenjo, gran aficionada a la escritura, que preparó las
palabras que dice la esencia de la mujer enamorada de Maslama
cuando Sonia se desvanece en Sol. ¡Gracias a los dos! El resto de
los raps han sido compuestos por mí, procurando seguir algunas
de las rimas y musicalidad usadas en el género, asumiendo mi
inexperiencia y torpeza a cambio de mi curiosidad por aprender.
Debo agradecer también a la Casa Árabe de Madrid su
gentileza por mandarme y explicarme el sistema de numeración
de la escritura árabe, para traducir los dos números amigos, el
220 y 284.
La escena de Sonia en la estación de metro de Madrid
surgió de una de las muchas historias de misterio ligadas al
suburbano de la capital. Se cuenta que en 1920, durante la
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construcción del anden de Tirso de Molina, aparecieron restos
humanos procedentes de una antigua ermita situada en el lugar y
que algunos vecinos escucharon tras las obras lamentos y gritos.
La estación a la
que llega Sonia,
en plena Guerra
Civil,
está
inspirada en la
de
Chamberí,
conocida
como
la “estación fantasma”, que hoy se conserva como museo.
Realicé la visita al Cementerio de San Justo una
bochornosa mañana de agosto. La soledad inundaba el lugar, y la
suntuosidad de algunas de las tumbas contrastaba con el
abandono y deterioro de otras. Había más gatos que personas, y
el viento que hacía aquel
día inundaba de ruidos
lejanos cada uno de los
patios.
Comprendo
que
alguien con la capacidad
de percepción de Sonia
intuyera que no era un
sitio para ella, sino para
espectros del pasado como
Martín.
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Hasta mi tercera visita a Roma –gracias, Trini– no entré en la
iglesia del Santo Cuore del
Sufragio, un lugar situado fuera
de
los
circuitos
turísticos
habituales. Quizás sea debido a
las leyendas que circulan sobre
el museo o los incendios, pero
no es un templo muy concurrido. Conviene consultar su
restringido horario para contemplar las piezas visibles de la
colección de Jouet.
También es muy recomendable bajar a la cripta de los
monjes capuchinos de Santa María de la Concepción, menos
artística que el osario de Sedlec en la República Checa (ver foto
en la página 3), pero con un mensaje más claro sobre la
fugacidad de la vida.
Escribí el capítulo
número cuatro en el verano
del 2011, junto al Lago
Ness en Escocia, uno de
esos lugares que invitan a la
creación por su belleza y
aura
de
misterio.
La
corrección del mismo la
hice en Glasgow antes de
regresar a España.
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Recuerdo
mi
estancia en Roma
en la Navidad del
año 2008, como
una
muy
experiencia
grata.
Cometí el mismo
error que Sonia, Nico y Zahra, porque una mañana recorrí las
catacumbas de San Sebastián y por la tarde penetré en la Basílica
de San Pedro, preguntándome cómo aquellas primitivas iglesias
habían podido evolucionar hasta llegar a convertirse en una
inmensa demostración de riqueza, que te atrapa en su
majestuosidad, pero que no deja de ser un fastuoso monumento
que poco tiene que ver con la doctrina original del cristianismo.
Sólo existen unas pequeñas salas visibles de lo que fue la
primera biblioteca original en el itinerario de los Museos
Vaticanos,
y
se
encuentran anexas a
una
tienda
de
recuerdos, por lo que
he
tenido
que
investigar en internet
para poder describir
la sala donde Huggel
recibe a los alumnos.
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La salida de la Cloaca Maxima al río Tíber aún se
conserva, pero está sin señalizar y en una zona del cauce algo
degradada
y
descuidada.
Cuando
uno
desciende
para
admirarla
de
cerca
llevarse
puede
una
decepción,
porque hoy en día parece un desagüe lleno de basura más que un
vestigio de la ingeniería romana. Vale la pena cruzar el río e
imaginarla cómo fue en su momento sin la tapia que la cubre
parcialmente. Todavía existen tramos de la Cloaca Maxima por
explorar y descubrir, porque todo el subsuelo de Roma es un
laberinto de túneles, catacumbas y restos arqueológicos, lo cual
explica la lenta expansión de la red de metro.
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Roma es la ciudad de los gatos y el Área Sacra del Largo
Argentina es su santuario. Allí viven más de doscientos
cincuenta gatos cuidados por personas voluntarias que los
alimentan y sanan. Entre ellos están Gaspare y Candelina, a los
que una mañana de septiembre encontré correteando entre las
piedras milenarias.
Tengo en mi casa una vitrina de “animatas” que no
pertenecieron a personas célebres, pero sus almas todavía se
presentan cuando duermo y a veces me susurran la vida de
Zahra. Así la morada del profesor Falco, el descenso al infierno
de los libros
prohibidos y
la esencia de
la religiosa,
que usó a
Sonia
para
mostrarle el
camino
al
Evangelio
de
Eva,
surgieron en mis sueños y fueron hilvanados para narrar esta
pequeña historia.
Hoy en día no existe constancia de la existencia de
ninguna copia del llamado Evangelio de Eva, un libro herético,
leído por los gnósticos, que proponía llegar a Dios mediante el
uso de los sentidos y el placer. De hecho su nombre podría tener
su origen en la experiencia de Eva “tras morder la manzana”.
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La leyenda del león
blanco siempre ha formado
parte de la mitología de
África, considerándose un
animal sagrado para las
tribus.
Los
indicios
reales
existencia
principios
de
primeros
de
su
datan
de
los
años
setenta en el sur de África.
Parece ser que el origen de
su extraño color tiene que
ver con un gen recesivo,
pero no con el albinismo. Hoy en día se pueden encontrar en
algunas reservas o en parques zoológicos, como el del anuncio
de la fotografía que encontré en Quillan (Francia)
He visitado dos veces las ruinas del pueblo viejo de
Belchite.
La
primera vez lo hice
por
mi
cuenta,
adentrándome
por
sus calles asoladas
por las bombas de
la Guerra Civil. La
segunda vez estuve
acompañado
por
una guía local, que nos narró la interesante historia del pueblo
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antes, durante y después de las batallas. Su aspecto fantasmal y
su historia han hecho del lugar un punto de peregrinación para
los
buscadores
de
indicios
paranormales.
Por
eso
el
ayuntamiento se ha visto obligado a organizar las visitas y así
tratar de evitar el vandalismo.
Las pinturas de Kondoa
que aparecen en el libro las he
dibujado
a
partir
de
las
imágenes originales. Aunque
me
he
tomado
muchas
licencias para ajustarlas al
argumento,
curiosamente
la
que es más fiel a la realidad es
la del globo, que ha dado lugar a muchas teorías, más o menos
fantásticas, sobre visitantes de otros mundos. Aunque resulta
difícil cuantificar su número, se cree que hay entre ciento
cincuenta y cuatrocientos yacimientos con pinturas en esta área
de Tanzania. Los más antiguos podrían ser de hace tres mil años.
Tengo muy buenos recuerdos de mi estancia en
Estambul. Aunque la ciudad me pareció fascinante, el entorno
marítimo y las vistas al Cuerno de Oro al atardecer son las
estampas que quedaron grabadas en mi memoria con más
empeño. Asistí al ocaso de la tarde desde una terraza cercana a la
Torre Gálata, muy similar al lugar donde Guadalupe y Martín se
conocen. Desde allí pude presenciar la entrada de los barcos
desde el mar de Mármara hacia el estrecho. Me pareció que una
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fiesta en uno de esos lujosos yates, entre Europa y Asia, era el
colofón ideal para el encuentro de los coleccionistas.
El bosque de Brocelandia, o bosque de Paimpont, que
Nico describe en su viaje a Francia resulta un entorno natural
fascinante, situado en la Bretaña francesa. En él se pueden visitar
lugares muy sugerentes
relacionados con el Rey
Arturo,
Merlín,
los
Caballeros de la Mesa
Redonda y la búsqueda del
Grial, la tumba del mago,
la fuente de la eterna
juventud o un bello lago
llamado el Estanque de las Hadas. Recuerdo los días que estuve
caminando sobre sus estrechas veredas, rodeado de árboles
centenarios que parecían respirar a mi paso. La varita mágica que
aparece en el libro es la que conservo de mi encuentro con
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Merlín y que uso en algunas dinámicas de tutoría con mis
alumnos.
Mi primer intento para
volar en globo fue en la ciudad
de Sevilla. Tras madrugar y
llegar al lugar de la cita, el
viento nos impidió llevar a
cabo el viaje hacia el sur. La
segunda vez fue en Aranjuez…
Todo parecía ir bien, pero de
nuevo una persistente racha de aire nos hizo desistir. Semanas
más tarde regresé Aranjuez y el buen tiempo nos permitió
despegar. El aterrizaje se hizo en un campo de cultivo, por lo que
escogí para mi diploma de vuelo el
sobrenombre de “Águila Tomatera”.
Nunca olvidaré la percepción
de estar volando como un pájaro,
mucho más real que la que se tiene
en un avión. Esa libertad, que sentí
aquel día, debió ser muy similar a
que gozaba Víctor Saunders en sus
travesías por África. Por eso decidí
que el padre de Zahra pilotara un
globo como forma de ganarse la vida.
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Las aventuras de Zahra se han desarrollado en diversos
escenarios, algunos en España, pero otros en lugares tan distantes
como Inglaterra, Tanzania, Italia o
Jordania. Por eso siempre me ha gustado
reservar un hueco en mis viajes para
escribir. “El camino de Al-Deir” arrancó
junto al Monasterio de la Vid, en
Burgos, y el guión inicial fue tomando
forma durante mi estancia en Irlanda.
Como en las anteriores entregas casi
todas las páginas fueron escritas entre
Madrid, L´Escala y Guadarrama.
En
la
región
de
Glastonbury,
durante
la
pueden
cosecha,
encontrarse
los
llamados Crop Circles,
dibujos resultantes del
deformado y doblado
de las espigas de trigo, que cubren grandes extensiones. El origen
de este fenómeno no está muy claro y se suele achacar o a la
mano del hombre o a un origen paranormal. Yo pude ver uno de
ellos, que representaba el Ying y el Yang, muy cerca de Sillbury.
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El
mismo
año
que
visité
Glastonbury, también viajé a
Jordania. Hay muchos lugares
que me han impresionado en mis
viajes, pero pocos tan bellos y tan
desolados como el Wadi Rum.
Quise
realizara
que
Zahra
su
peregrinación a Al-Deir
en la misma fecha que
yo la hice, un primero
de enero tras recibir al
año nuevo en un hotel
de Wadi Musa, con algunos copos de nieve que cuajaron al
amanecer.
La travesía por el Siq es una
experiencia única, en la que cada
curva te va descubriendo pequeñas
pinceladas de la cultura nabatea,
hasta que vislumbras el Tesoro de
Petra
entre
las
paredes
del
desfiladero. Es de esos momentos
que guardas en tu memoria y evocas
con ilusión.
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La subida a Al-Deir, con sus ochocientos
escalones a través de los macizos del Wadi
Musa, tiene algo de iniciático. Alcanzar la
explanada del Monasterio, tras una fatigosa
caminata, y toparte con la fachada, iluminada
por los últimos rayos del sol, es otra de esas
imágenes que ya siempre atesorarás.
Hay
muchas
teorías
sobre
la
función de Al-Deir, algunas de las
cuales hablan de su posterior uso
cristiano,
como
indicaría
el
sobrenombre del Monasterio. Pero
parece que en origen fue un templo
para adorar a algún dios nabateo o a
Al-Lat, una diosa árabe del sol,
considerada como una de las hijas de Alá, y representada por un
león. En el solsticio de invierno los últimos rayos del sol recortan
la silueta de un león sobre la montaña que hay junto al
Monasterio, penetrando por la puerta del mismo para iluminar el
altar donde estaría la piedra blanca, de forma cuadrada, que
representaba a la diosa. Aunque Zahra y yo estuvimos una
semana más tarde, quise incluir este fenómeno en el relato por la
importancia que el león y los felinos tienen en esta historia. Por
cierto, es habitual pasear por Petra y tropezarse con sus
numerosos gatos.
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Duele despedirse de los tres amigos
con los que has vivido tantas aventuras
durante
cinco
años.
Aunque
me
apetecía mucho culminar este proyecto
de “Las aventuras de Zahra”, sentía
que realmente estaba alejándome de Zahra, Nico y Sonia, al igual
que ellos iban dejando atrás su adolescencia. Por eso me animé a
concederme un último capricho y escoger el Hatshepsut para
entrevistarme con ellos. Siempre me ha atraído la cocina árabe,
especialmente tras probarla en Egipto, Jordania y Turquía, países
que de algún modo están presentes a lo largo de los libros.
Todavía mantengo contacto con
Zahra
a
través
del
correo
electrónico, y sigo fascinado por su
curiosidad y permeabilidad hacia
otras culturas. Por eso no me
importará pasarme algún día de
nuevo por Avalon, tomar el té con tía Margaret y volver a
echarle una mano a Brigide con las ofrendas en la ceremonia del
Templo del la Diosa.
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[email protected]
[email protected]
[email protected]
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El prisionero entre lágrimas de cera: Un
agente francés, François Lenoir, antiguo
combatiente republicano en la Guerra Civil
Española, retirado, gravemente enfermo y
dedicado a labores de escritor, recibe un
último encargo de su unidad. La lealtad hacia
el soldado que le salvó la vida, y que vivió a su
servicio hasta su muerte, le animará a realizar
la misión junto a Miguel, el nieto de este. Al
joven, el viaje a la tierra de su abuelo, le
servirá para entregar una carta reveladora
sobre una desaparición ocurrida en los
comienzos del conflicto bélico, y para
descubrir el despertar de un país que había estado aletargado
durante casi cuarenta años. La difícil situación política española en
el año 1977, avivará los recuerdos de Lenoir y abrirá una ventana a
Miguel que le mostrará el corazón del abuelo desaparecido.
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Una nariz en mi oreja: Érase una vez un
niño que vivía en el Barrio Salamanca, una
de las zonas con más clase de Madrid, junto
a un parque tan bonito que había pertenecido
a reyes. En su idílico mundo también estaba
David, el más incondicional de sus colegas,
la imagen que en el espejo hubiera deseado
ver nuestro niño cada mañana si hubiera
dispuesto de un genio con lámpara
maravillosa Y, por supuesto, estaba Alicia,
aquella niña rubia de ojos como el mar, que
perseguía ilusionado y encelado por el
mercado, el bulevar o el Retiro, y que un día
le metió la nariz en la oreja mientras sus labios acariciaban
fugazmente su colorada mejilla, provocando en su organismo una
reacción química descomunal que se transfiguró en su primer amor.
Los años le convirtieron en un adolescente perpetuo, situación
puente entre la ilusión y la conformidad. Y entonces, en el año 2001,
regresó David para recordarle unas promesas pendientes que
ambos escribieron en un papel y que llevaría al amigo a los confines
del Sistema Solar.
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El
diario de Kayleigh: Fue en
septiembre del 2003 cuando ellos se
cruzaron en mi camino. Aquella tutoría
necesitaba a alguien con ganas de
echarles una mano y yo buscaba nuevos
motivos para recargar mis energías en
aquellos días extraños. Con su ayuda e
ideas, escribí una historia de una
adolescente como ellos, para trabajar en la
tutoría del curso siguiente, llamado “El
diario de Kayleigh”. Con sus aportaciones
el argumento fue creciendo y mejorando.
Por eso, gran parte de los diálogos y
sentimientos que aparecen no son míos. Yo sólo he sido el ratero
emocional de un grupo de adolescentes. "El Diario de Kayleigh" está
repleto de diálogos, con pequeñas pausas para tener las reflexiones
justas para seguir adelante. No es una obra literaria, es un espejo
novelado de las inquietudes que nacen en la edad del pavo, aunque
Kayleigh no entienda la relación que existe entre un ave de la familia
de las phasianidaes y ella.
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/diario.htm
Corazones de tiza en las paredes del
patio: En el año 1985 llegó a mis manos un
disco de Marillion, “Misplaced Childhood”,
que me recordaba que la infancia iba
quedando atrás, pero a la vez me anunciaba
que esa etapa tan feliz de mi vida nunca se
perdería y que estaría para siempre
presente en mi madurez. Veinte años más
tarde me encuentro ejerciendo la docencia
con jóvenes que, en muchos casos,
demandan brújulas a las personas que les
rodean de su familia o entorno escolar. Mi
pasión por la enseñanza me animó en el
2003 a confeccionar una web de apoyo para mis asignaturas y a
principios del 2007 añadí un blog sobre educación y sociedad.
Cuando decidí el estilo del blog, recordé el disco de Marillion,
concretamente la canción llamada “Kayleigh”, un tema de amor que
transporta en el tiempo a dos niños al patio donde se enamoraron.
Mi blog se convirtió en un evocador viaje hacia atrás, para recargar
fuerzas y seguir adelante desde la ilusión de un niño que pintaba
“Corazones en las paredes del patio”.
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/corazones
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La máscara del Bufón: Cuando hace un
año terminé, y publiqué, la trascripción de mi
anterior blog “Corazones de tiza en las
paredes del patio”, dedicado a la educación
en el contexto de los cambios sociales de
este principio de siglo, sentí la necesidad de
profundizar más en los dos temas por
separado. Según escribía “Corazones…”,
algunos lectores me animaban a continuar
con los artículos relativos a educación, pero
también surgió en mí la necesidad de
enfrentarme a un bufón de máscara dorada
que estaba acechando en los artículos que
describían los males de nuestro mundo. Este fue el motivo por el
que decidí centrar mi segundo blog en ese bufón, por si pudiera
desenmascararle poco a poco con la ayuda de mi cámara de fotos y
un poco de música. Tras diez meses de confrontación, en las que él
siempre ha prevalecido con su atractiva risa y su dorada
indumentaria, creo que por lo menos he merecido el derecho a
quedarme con un precioso trofeo: Su máscara.
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/Mascara
La esencia del Nephilim: Y en el valle un
suave murmullo anuncia que el aire puede
volver a silbar. Un mar invisible se remueve
inquieto desde los confines del tiempo, la
tierra hierve, escapando entre las rocas
como una erupción y la mano quemada de
Daoud surge del suelo aferrando con sus
dedos cada partícula de vida en
suspensión. Está vivo. Vuelve a nacer de
las entrañas del desierto. Se levanta y
sacude la arena que le cubría. Por fin el
prisionero abandona sus cadenas para
volver a amar. El cuerpo entumecido de
Daoud reanuda el camino mientras su alma
viaja ya hacia el paraíso lejos de allí.
Su búsqueda ha comenzado.
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/Esencia
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La
Pavoteca.
Explorando
tu
mundo: “La Pavoteca” trata sobre la
adolescencia desde el punto de vista de
sus protagonistas, jóvenes, familias y
docentes. Como subtítulo del libro he
escogido la frase “Explorando tu mundo”,
porque su lectura ayuda a los adultos a
explorar el fascinante mundo de “los
pavitos”, un lugar maravilloso de
contradicciones y contraindicaciones,
pero repleto de vida y esperanza. Pero el
subtítulo también tiene otro sentido, el de
la exploración que el adolescente hace
de la realidad adulta, forjando su propia
personalidad dentro de los límites que le marcamos, en una
apasionante búsqueda de uno mismo en el espejo que se ha
construido a lo largo de su vida.
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/Pavoteca
Las aventuras de Zahra:
Descarga gratuita: http://www.antoniojroldan.es/Zahra
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