Contiene: ARL Domingo de Pentecostés PAGOLA Pentecostés B

Anuncio
Contiene:
- ARL Domingo de Pentecostés
- PAGOLA Pentecostés B
- Solemnidad de pentecostés B
- Semana del 24 al 31 de mayo de 2015
ARL Domingo de Pentecostés B
Cualquier hombre que es consciente de los propios límites, límites morales y existenciales, a los que
está sujeta toda creatura, pide a Dios que le ayude a superarlos con la fuerza del Espíritu, y esto no
por orgullo ni por vanidad sino para poder vivir y actuar como signo viviente de la gloria de Dios:
una aspiración altísima a la que el Padre responde con el don de su Espíritu que transforma y
vivifica.
Leemos en el Evangelio de san Juan acerca de Nicodemo aquel fariseo, persona notable y
reconocida, que se acercó a Jesús, de noche, por temor precisamente a los judíos de los que era jefe;
este Nicodemo es como el icono del hombre en búsqueda, del hombre que se interroga sobre los
grandes temas de la existencia, sobre la verdad, sobre la presencia de Dios en la vida del hombre y
en la historia, y sobre la bondad y rectitud de la misma existencia. Verdad, bondad, relación con
Dios, todo hombre la busca porque la desea, sea consciente o no; pero estos valores, que hacen la
vida digna de ser vivida, no son producto de la inteligencia humana sino don de Dios, es más, tienen
su fuente en lo alto y llegan a nosotros por medio del Espíritu.
Y del Espíritu, Jesús habla en esa noche a Nicodemo, lo hace con una breve y espléndida parábola,
la parábola del viento, que dice: “El viento sopla donde quiere, escuchas su voz pero no sabes de
donde viene o a donde va. Así es con el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8). El Espíritu de Dios
es como el viento que nos envuelve y nos acaricia, como el viento que nos empuja y del que no
vemos el punto donde nace, ni donde termina; pero lo sentimos sobre nosotros, benéfico y fuerte;
escuchamos su voz cuando sopla con fuerza pero no podemos dominarlo, ni doblegarlo, ni darle una
dirección; se levanta y va, luego se detiene, y no podemos sino ser espectadores.
Como el viento es el Espíritu de Dios, el Amor sustancial que corre entre el Padre y el Hijo y que es
dado a todo hombre que lo desea y cree; es el mismo Espíritu Santo, solemnemente derramado
sobre los Doce cincuenta días después de la Pascua, como hoy nos recuerda la Iglesia por medio de
la lectura de los Hechos de los Apóstoles:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del
cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban”. Es todavía la imagen del viento, de un viento impetuoso que arrolla, que parece traer
desorden en las cosas pero que en realidad realiza una transformación radical, la misma que a
Nicodemo parecía imposible, la misma que los discípulos experimentaron en su propia vida, porque
fue el Espíritu que los transformó de pobres pescadores ignorantes y temerosos en testigos
intrépidos de Cristo y de su Evangelio. “Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego,
que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu
Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse… se
congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia
lengua… eran partos, medos y elamitas, y habitantes de Mesopotamia de la Judea, Capadocia, el
Ponto y Asia Menor, de Frigia y Panfilia, en Egipto, Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma,
judíos y prosélitos, cretenses y árabes…”
Un milagro imponente pero todavía más, una señal consoladora que nos habla de comprensión entre
los pueblos y de comunión en la única fe en Cristo, a pesar de las diferencias culturales: El Espíritu
de Dios, Espíritu de amor y comunión, un don que nace de la muerte y resurrección del Hijo de
Dios, el Señor resucitado, el cual, “la tarde de ese mismo día, el primero después del sábado,
mientras las puertas donde se encontraban los discípulos estaban cerradas, por miedo a los
judíos, vino, se detuvo en medio de ellos y dijo: Paz a ustedes! Dicho esto les mostró las manos y
el costado…y, después de decir esto, sopló sobre ellos y dijo: Reciban el Espíritu Santo…”.
Aquí tenemos, las manos con las señales de los clavos y el costado abierto por la lanza del soldado,
son el signo del amor de Jesús que muere, y es en ese momento que el Hijo de Dios derrama el
Espíritu sobre el mundo, sobre toda la humanidad que tiene necesidad de ser reconciliada con el
Padre: “ Luego, cuando hubo tomado el vinagre, Jesús dijo: ´Todo está concluido´ e inclinando
la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19, 30); y, en el último respiro del Hijo del hombre está el don del
Hijo de de Dios: el Espíritu prometido en aquella última cena con los suyos.
Es el espíritu que “renueva la faz de la tierra…” (Sal 103); renueva desde la profundidad de su ser
a todo hombre que busca a Dios y su Verdad; es el Espíritu que nos hace creaturas nuevas,
renacidas de lo Alto, como decía Jesús a Nicodemo en aquella plática nocturna: “En verdad, en
verdad te digo: si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios…
ustedes deben renacer de los alto…” (Jn 3, 5.7); y renacer por el Espíritu significa dejarse iluminar
por él, conducir por él durante toda la vida, creyendo y amando con la fuerza que viene de Dios; por
el Espíritu nos es dada una nueva capacidad de amar que supera los límites del amor humano para
elevarse al amor divino que hemos conocido en Cristo, en sus palabras y en sus obras.
Así, transformados por el Espíritu, también notros seremos capaces de misericordia y, todavía más,
seremos capaces de perdón, el vértice alto del amor que se da sin reclamo, el perdón que nos
asemeja a nuestro Señor Jesús. El pasaje del Evangelio nos habla de perdón: “Reciban el Espíritu
Santo; a quien le perdonen los pecados, les serán perdonados y a quien no se los perdonen les
quedarán sin perdonar”; el don del Espíritu, la acción del Espíritu en nosotros está relacionada con
el amor que perdona; sabemos que hay un perdón sacramental, confiado al ministerio de la Iglesia;
pero hay un perdón más radical y más amplio, confiado a cada uno de nosotros, un perdón
generoso, incansable y total, que es la verdadera medida de nuestro amar a Dios y configurarnos
con Cristo, y este es don del Espíritu que hace de nosotros “un solo cuerpo” que ya no conoce
enemistades ni divisiones.
Fr. Arturo Ríos Lara, OFM
Roma, 24 de mayo de 2015
INVOCACIÓN AL ESPÍRITU
Ven, Espíritu Santo. Despierta nuestra fe débil, pequeña y vacilante. Enséñanos a vivir confiando
en el amor insondable de Dios, nuestro Padre, a todos sus hijos e hijas, estén dentro o fuera de tu
Iglesia. Si se apaga esta fe en nuestros corazones, pronto morirá también en nuestras comunidades e
iglesias.
Ven, Espíritu Santo. Haz que Jesús ocupe el centro de tu Iglesia. Que nada ni nadie lo suplante ni
oscurezca. No vivas entre nosotros sin atraernos hacia su Evangelio y sin convertirnos a su
seguimiento. Que no huyamos de su Palabra, ni nos desviemos de su mandato del amor. Que no se
pierda en el mundo su memoria.
Ven, Espíritu Santo. Abre nuestros oídos para escuchar tus llamadas, las que nos llegan hoy, desde
los interrogantes, sufrimientos, conflictos y contradicciones de los hombres y mujeres de nuestros
días. Haznos vivir abiertos a tu poder para engendrar la fe nueva que necesita esta sociedad nueva.
Que, en tu Iglesia, vivamos más atentos a lo que nace que a lo que muere, con el corazón sostenido
por la esperanza y no minado por la nostalgia.
Ven, Espíritu Santo. Purifica el corazón de tu Iglesia. Pon verdad entre nosotros. Enséñanos a
reconocer nuestros pecados y limitaciones. Recuérdanos que somos como todos: frágiles, mediocres
y pecadores. Libéranos de nuestra arrogancia y falsa seguridad. Haz que aprendamos a caminar
entre los hombres con más verdad y humildad.
Ven, Espíritu Santo. Enséñanos a mirar de manera nueva la vida, el mundo y, sobre todo, las
personas. Que aprendamos a mirar como Jesús miraba a los que sufren, los que lloran, los que caen,
los que viven solos y olvidados. Si cambia nuestra mirada, cambiará también el corazón y el rostro
de tu Iglesia. Los discípulos de Jesús irradiaremos mejor su cercanía, su comprensión y solidaridad
hacia los más necesitados. Nos pareceremos más a nuestro Maestro y Señor.
Ven, Espíritu Santo. Haz de nosotros una Iglesia de puertas abiertas, corazón compasivo y
esperanza contagiosa. Que nada ni nadie nos distraiga o desvíe del proyecto de Jesús: hacer un
mundo más justo y digno, más amable y dichoso, abriendo caminos al reino de Dios.
José Antonio Pagola
Solemnidad de Pentecostés (B)
(Domingo 24 de mayo de 2015)
LECTURAS
MISA DEL DÍA
Todos quedaron llenos del Espirita Santo, y comenzaron a hablar
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo
un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban.
Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada
uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas,
según el Espíritu les permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se
congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua.
Con gran admiración y estupor decían:
«¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los
oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la
misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la
Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos
proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 103, lab. 24ac. 29b-31. 34
R.
Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.
O bien:
Aleluia.
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
¡La tierra está llena de tus criaturas! R.
Si les quitas el aliento,
expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra. R.
¡Gloria al Señor para siempre,
alégrese el Señor por sus obras!
Que mi canto le sea agradable,
y yo me alegraré en el Señor. R.
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto12, 3b-7.12-13
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo.
Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de
ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza
todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común.
Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de
ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos
sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo —judíos y griegos, esclavos y
hombres libres— y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.
Palabra de Dios.
O bien:
El fruto del Espíritu
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Galacia 5, 16-25
Hermanos:
Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los
deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos
luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren. Pero si están animados
por el Espíritu, ya no están sometidos a la Ley.
Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y
superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos,
disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza. Les vuelvo a
repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios.
Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y
confianza, mansedumbre y temperancia. Frente a estas cosas, la Ley está demás, porque los que
pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos. Si vivimos
animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por Él.
Palabra de Dios.
Secuencia:
Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.
Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma,
suave alivio de los hombres.
Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de las pasiones,
alegría en nuestro llanto.
Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.
Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.
Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
sana nuestras heridas.
Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.
Concede a tus fieles,
que confían en Ti,
tus siete dones sagrados.
Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
Aleluia
Aleluia.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
enciende en ellos el fuego de tu amor.
Aleluia.
Evangelio
Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes: Reciban el Espíritu Santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por
temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con
ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría
cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes!
Como el Padre me envió a mí,
Yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen,
y serán retenidos
a los que ustedes se los retengan».
Palabra del Señor.
O bien:
El Espíritu de la Verdad les hará conocer toda la verdad
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 15, 26-27; 16, 12-15
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando venga el Paráclito que Yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene
del Padre, Él dará testimonio de mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando
venga el Espíritu de la Verdad, Él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo,
sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo.
El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es
mío. Por eso les digo: "Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes".
Palabra del Señor.
Guión para la Santa Misa
Solemnidad de Pentecostés
Misa del día- 24 de Mayo 2015- Ciclo B
Entrada: El Espíritu del Señor baja hoy del cielo para inaugurar solemnemente la Iglesia, dirigirla
y volcar sobre el mundo las riquezas inagotables de la Redención. Abramos, en esta Misa, de par en
par nuestro corazón a Cristo para que estos dones prolonguen su vida mística en nosotros.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Hch 2,1-11
Cuando descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles empezaron a hablar en distintas lenguas.
Salmo Responsorial: 103
Segunda Lectura:1 Co 12,3b-7.12-13
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo.
O bien Gal 5,16-25
El Apóstol, enumerando los frutos del Espíritu, nos exhorta a vivir y a conducirnos por este mismo
Espíritu.
Secuencia
Evangelio: Jn 20,19-23
El envío de los Apóstoles a evangelizar es un envío en el Espíritu, que les hará capaces de llevar a
cabo el mandato recibido.
O bien Jn 15,26-27; 16,12-17
Nuestro Señor envía al Paráclito desde el Padre para que los Apóstoles conozcan toda la verdad.
Preces:
Hermanos, dejémonos conducir por el Espíritu de Dios y pidamos con confianza por nuestras
necesidades.
A cada intención respondemos cantando:
* Por la Santa Iglesia, que fecundada por la acción del Espíritu de Vida, acreciente el número de sus
hijos y resplandezca constantemente por la abundancia de sus virtudes. Oremos.
* Por los gobernantes de las naciones, para que el Espíritu de la verdad los ilumine, y guiados por
Él encuentren caminos razonables y justos para el bien de todos. Oremos.
* Por los que dudan en su fe, para que redescubran las verdades eternas confiando en el testimonio
y en el poder del Espíritu Santo. Oremos.
* Por todos los miembros de nuestra Familia Religiosa; que, siendo partícipes de la misma misión
de anunciar el Evangelio que Cristo recibió del Padre, seamos, por la fuerza del Paráclito, sus
testigos. Oremos.
* Por todos nosotros, para que acercándonos asiduamente a los sacramentos de la Confesión y la
Eucaristía, recibamos con abundancia los dones que el Huésped Divino desea derramar en nuestras
almas. Oremos.
Renovados por tu Espíritu, te presentamos esta oración de hijos, recíbela y escúchanos por
Jesucristo Nuestro Señor.
Ofertorio:
En el Espíritu Santo presentamos estas ofrendas y nos unimos al Sacrificio redentor.
Ofrecemos:
* Incienso que suba hasta la majestad de Dios simbolizando las oraciones que realizamos mediante
el Espíritu Consolador.
* Flores a María, encomendándole la Iglesia de la que es Madre.
* Pan y vino, que por el Espíritu vivificante se convertirán en Cristo nuestro Salvador.
Comunión: Cada comunión renueva en nosotros el misterio de Pentecostés, pues donde está Cristo
está también el Padre y el Espíritu Santo. Dispongamos una digna morada en nuestro corazón para
recibir a Dios.
Salida: Que María, alma de la Iglesia naciente, ejerza su Maternidad sobre nosotros sus hijos, y nos
ayude a ser dóciles al soplo del Espíritu Santo para que transforme nuestras almas y nos santifique.
Exégesis
P. José María Solé Roma, C.F.M.
Sobre la Primera Lectura: (Hechos 2, 1-11)
Resurrección-Apariciones-Ascensión, son ya Era del Espíritu Santo: 'Que después de la
Resurrección se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo
para hacernos compartir su divinidad' (Pref.): San Lucas, que presentó a Jesús siempre dirigido por
el Espíritu, presenta así ahora a su Iglesia:
- La Era Mesiánica era esperada como efusión de Espíritu Santo. Los Profetas así lo prometen: Joel
es el más explícito: 'Derramaré mi Espíritu sobre toda carne. Obraré prodigios en los cielos y sobre
la tierra' (Jl 3, 1). Y Habacuc nos describe la nueva Teofanía en luz y en fuego, en huracán y
terremoto (Hab 3, 3). Pentecostés es el nacimiento de la Iglesia, el comienzo de una nueva Era; el
Padre y el Hijo nos envían al Espíritu Santo. La Era Mesiánica será la Era del Espíritu Santo. Se
inicia con un diluvio de 'Fuego' (Espíritu Santo).
- Dios habla en 'signos' que es el mensaje que todos entienden. Los 'signos' que anuncian
solemnemente la misión del Espíritu a la Iglesia son: Un ruido del cielo; un viento impetuoso; un
diluvio de fuego en forma de lenguas ígneas. Este fragor celeste, este huracán, esta lluvia de fuego
son expresivos símbolos de la llegada y de la obra que va a realizar el Espíritu Santo: Fragor celeste
que despierta; Llama que enardece; Viento que eleva, espiritualiza; Fuego que ilumina, purifica,
caldea. De hecho los Apóstoles, recibido el Espíritu, quedan transmudados, re-nacen. Son ya
valientes, iluminados, puros, fieles, espirituales. A la luz del Espíritu Santo penetran el sentido de
las enseñanzas de Cristo, hasta entonces enigmáticas para ellos.
- El don de lenguas, o 'glosolalia', es un carisma para alabar a Dios (cf. 1 cor 10, 14). Como en
estado extático cantan los Apóstoles la Gloria de Dios en todas las lenguas. Los oyentes, a su vez, a
la luz del Espíritu, los comprenden y se unen a ellos. Este fenómeno sobrenatural quiere demostrar
que han cesado las disgregaciones (de lengua, raza, cultura, religión) que pesaban como maldición
sobre los hombres (Gn. 11, 1-9). El Espíritu Santo hará de todos los redimidos por Cristo un único
Pueblo de Dios. La única condición para ser beneficiarios de esa gracia, de esa nueva creación, es la
conversión y la fe: 'Convertíos y recibid el Bautismo en el nombre de Jesucristo en remisión de
vuestros pecados. Y recibiréis el don del Espíritu Santo' (Hch 2, 38). Si el orgullo produjo discordia
y frustración, la fe nos da armonía y salvación.
Sobre la Segunda Lectura (1Cor 12, 3-7. 12-13)
San Pablo nos presenta un cuadro muy interesante de la actuación interior del Espíritu Santo en las
almas; y también de las manifestaciones carismáticas y maravillosas que enriquecieron desde los
principios a la Iglesia y la mostraron: 'Sacramento universal de Salvación' (L. G. 48):
- El don de la fe y la confesión de la fe son gracias del Espíritu. Sin esta gracia no podemos llegar a
la zona de la fe (3 b). A la vez, la gracia del Espíritu salvaguarda de todo error y desorientación
nuestra fe (3 a). Si queremos que nuestra fe no sufra titubeos, confusionismos y desviaciones,
pidamos humildemente la gracia del Espíritu Santo.
- En las primitivas Comunidades, en las que la jerarquía no podía actuar con la trabazón e
institución que adquirió con el desarrollo de la iglesia, el Espíritu Santo suplía con una profusión de
dones carismáticos los que hoy llama la teología: 'Gracias gratis datas'. Los carismas, de nuevo
puestos de relieve por el Vaticano II, no se dan al fiel para su santificación, sino para el bien
inmediato de la Comunidad (7). Fueron en las primeras Comunidades cristianas un factor
importante para la consolidación de la fe y para su propagación. San Pablo nos da diferentes listas
de los carismas más importantes (8-10; 12, 27-28; Rom. 12, 6-8; Ef. 4,11). Siempre insiste en que
no se dan para provecho propio, ni menos para fomento de vanidad, ni como exhibicionismo
religioso. Todos provienen del mismo Espíritu y van ordenados al bien de la Iglesia; y sobre todos
ellos está la caridad, don esencial del Espíritu Santo, al que todos debemos aspirar y al que debemos
valorizar más que los carismas.
- En la ordenación, y regulación y uso de los carismas hay que tener presente: al defender la unidad
de la Iglesia no impidamos la diversidad de los carismas. Al respetar la diversidad de los carismas,
no dañemos la unidad de la Iglesia. E ilustra su enseñanza con el símil del cuerpo humano: uno con
variedad de miembros; pero en el que todos los miembros actúan en razón de la unidad. En el
Cuerpo Místico, que es la Iglesia, el Espíritu es el Alma que lo informa, lo vivifica, lo santifica, lo
vigoriza, lo unifica: 'Bautizados en un Espíritu para formar un Cuerpo' (13). 'Envió, Padre, al
Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a
plenitud su obra en el mundo' (Pleg. Euc. IV).
Sobre el Evangelio (Juan 20, 19-23)
San Juan nos da en este contexto la misión del Espíritu Santo que San Lucas describe en
Pentecostés.
- El Resucitado se presenta a sus Apóstoles y les enseña las cicatrices de sus llagas, precio con el
cual nos ha ganado el Espíritu Santo. Y les da el 'Signo' de la misión del Espíritu Santo: 'Sopla
sobre ellos' (20). En hebreo, soplo y Espíritu se indican con la misma palabra.
- Con el don del Espíritu Santo les inunda de Paz: 'Paz a vosotros' (19. 20). 'Paz' en la Escritura es la
síntesis de todos los bienes; y, ya en clave de Espíritu Santo, indica todos los dones, frutos y
carismas del Paráclito. Los Apóstoles tendrán en todo primacía y plenitud.
- Para la Era del Espíritu Santo estaba prometida la remisión de los pecados (Jer 31, 34). Queda en
manos de los Apóstoles el poder de perdonar (23), pues Cristo los envía como continuadores de su
Obra Salvífica y les entrega la plenitud de sus poderes y autoridad (21).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
P. José Antonio Marcone, I.V.E.
Centralidad de Pentecostés en la obra de Lucas
El libro de los Hechos de los Apóstoles es la segunda parte de una sola obra de San Lucas
conformada por el tercer Evangelio y por los Hechos, obra unitaria que nosotros llamaríamos hoy
“Historia de los orígenes del Cristianismo”.
En el cuadro general de la obra lucana la narración de Pentecostés constituye el inicio de la segunda
parte de la obra (el libro de los Hechos), así como la inauguración del ministerio de Jesús constituye
el encauzamiento de la primera (el Evangelio de San Lucas). Al primer bautismo de Jesús en el
agua y en el Espíritu Santo (Lc.3,21ss.) corresponde el primer bautismo de la Iglesia en el Espíritu
Santo y en el fuego (Act.2,1-5). El primer capítulo del libro de los Actos, paralelamente a Lc.1-2, es
como el antecedente o el hecho previo narrado para preparar y explicar lo que vendrá después. En
cambio, con el capítulo segundo se abre paso la historia de la Iglesia naciente: la historia de la
palabra predicada y escuchada, la historia de la fe propuesta y abrazada, la historia del Espíritu
donado y participado, la historia de la salvación en el tiempo y en el espacio.
Lucas nos dice que Pentecostés es el punto de partida de toda la historia de salvación. Lucas narra
en detalle este punto de partida, por eso primero describe el hecho histórico de Pentecostés (2,1-13)
y, en segundo lugar, nos transmite el discurso de Pedro, el cual, después de haber sido, junto con los
otros, testigo y partícipe del hecho, se convierte en intérprete delante de los demás (2,14-41).
Nosotros analizaremos ahora la narración del hecho histórico de Pentecostés (2,1-13). A) En primer
lugar, Lucas adopta un género literario llamado teofánico. B) Además hace referencia a ciertos
textos del AT que conectan el Pentecostés cristiano con el Pentecostés hebreo. C) Por otro lado,
contrapone claramente el Pentecostés cristiano con la confusión de lenguas en Babel. D) Finalmente
Lucas hace uso de ciertos vocablos que nos hablan de su intención de hacer una verdadera teología
de la historia. Todos estos elementos nos permiten entender ya desde el inicio la concepción
profundamente teológica que Lucas tiene de Pentecostés como hecho histórico y evento salvífico.
Veamos cada uno de estos puntos.
A) Para Lucas Pentecostés es el antitipo de las teofanías veterotestamentarias. San Lucas, al narrar
el hecho histórico de Pentecostés lo hace al modo como se narraban en el Antiguo Testamento las
teofanías de Yahveh, es decir, la manifestaciones de Dios (cf. Ex.3,2ss; 19,16-20; Lev.9,23ss;
Deut.4,11b.12.33-36; 5,4.22ss.; 1Re.19,11b-13; Is.6; Ez.1; Sal.18,8-16; 68,8s.; 77,16-20; 97,1-6;
etc.). De esta manera Lucas pone de relieve su significado teológico: Pentecostés, para Lucas, es el
antitipo de las teofanías antiguas entre las cuales está en primer lugar la del Sinaí (Ex.19,16-20). De
manera que Pentecostés es la realidad por excelencia, es la teofanía por antonomasia (mientras las
antiguas eran sólo sombras); es un momento histórico privilegiado en el cual Dios lleva adelante su
plan de salvación, revelándose en modo aún más explícito por medio de Cristo y en el Espíritu.
B) Pero el Pentecostés cristiano, para Lucas, es también el cumplimiento del pentecostés hebreo. La
fiesta hebrea que con el tiempo se llamó ‘Pentecostés’ era la fiesta de la siega, la fiesta de la
cosecha. Esta fiesta se debía celebrar siete semanas después de la Pascua y por eso el nombre
original era el de ‘Fiesta de las Semanas’. Existen dos puntos de contacto textual entre el decreto del
Deuteronomio (16,9-13) donde se establece legalmente la fiesta, y el relato lucano de Pentecostés.
En primer lugar, la mención explícita de la fiesta en uno y otro texto (Deut.16,9; Act.2,1: “Al llegar
el día de Pentecostés…”). En segundo lugar, la correspondencia entre el regocijo con que festejarán
los israelitas “en el lugar elegido por Yahveh tu Dios para morada de su nombre” (Deut.16,11) y el
hecho de que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Act.2,4; cf. también Act.2,13.15). Lo que
Lucas quiere expresar con todo esto es lo siguiente: con la nueva efusión del Espíritu, Dios no se
manifiesta más bajo el velo de su nombre sino directamente con su Espíritu. La presencia de Dios
no se da ya por la habitación del nombre de Yahveh en un lugar material sino por la presencia del
Espíritu mismo. Éste, en vez de habitar en un lugar físico, llena las personas. Todo esto queda
remarcado si recordamos, como dijimos recién, que Lucas ve en el hecho de Pentecostés una
teofanía, es decir, una manifestación de Dios Espíritu Santo.
Si ponemos esto en contacto con Act.2,5-13 (los beneficios de Pentecostés llegan a todos los
hombres de toda la tierra) concluimos que este don del Espíritu Santo es ofrecido a todos; todos
pueden beneficiarse de él, sin tener necesidad como antes de una peregrinación al templo, sino con
la sola invocación del nombre del Señor Jesús. Notemos, finalmente, que la alegría con que el
pueblo israelita debía celebrar la fiesta (Deut.16,11) se convierte ahora en la alegría mesiánica de
todos los pueblos (2,5-13), los cuales se congratulan del advenimiento de la salvación en el “día
grande del Señor” (Act.2,20; citación de Joel 3,4).
El Pentecostés cristiano es también cumplimiento del Pentecostés hebreo en cuanto éste se había
convertido, además de fiesta de la cosecha, también en fiesta de la renovación de la Alianza
realizada en el Sinaí. En el Pentecostés cristiano la teofanía de Dios que se realiza en el Espíritu
Santo establece la Nueva y definitiva Alianza, que va a consistir principalmente en la presencia
interior del Espíritu Santo en el alma del creyente.
C) Pentecostés, en el pensamiento de Lucas, se contrapone claramente también a Babel. Según
Gen.11,1-9 el pecado de orgullo de los hombres manifestado en el querer desafiar al cielo con la
construcción de una torre, fue castigado por Dios con una doble punición: la confusión de los
lenguajes (11,7) y la dispersión por toda la tierra (11,8). De allí proviene el nombre de ‘Babel’, que
significa ‘confusión’. En Deut.32,8 se hace mención a esta división y dispersión de los hombres por
toda la tierra: “El Altísimo dividió las naciones”. Hay aquí una referencia a Gén.11,8. Ahora bien,
S. Lucas, para describir el don del Espíritu hace uso de un verbo (diamerízo = dividir, repartir) que
en toda la Biblia aparece solamente dos veces: justamente en Deut.32,8 (“repartió las naciones”) y
en Act.2,3 (“se repartieron las lenguas de fuego”). El verbo no ha sido elegido por casualidad: S.
Lucas quiere insinuar que en Pentecostés, Cristo ha restaurado la unión entre los hombres y esto
mediante el Espíritu Santo, que es causa eficiente de unidad. Así como a causa del orgullo del
hombre éstos quedaron ‘repartidos’ por toda la tierra, así ahora a causa del Espíritu de unidad que se
‘reparte’ por todos los hombres éstos vuelven a configurar una unidad.
En los v.5-13 se narra la glosolália como efecto de la venida del Espíritu Santo, es decir el carisma
de hablar en lenguas (cf. 1Cor.12,10; 14,2). Todos los hombres de todos los pueblos escuchan
hablar a los apóstoles en su propia lengua. La enumeración de los pueblos de los v.9-11 es la de los
pueblos mediterráneos. En conjunto se los describe de este a oeste y de norte a sur. De esta manera
se contrapone el pecado de orgullo de Babel que trajo como efecto la confusión de lenguas, con la
venida del Espíritu Santo que restituye la unidad en el lenguaje. De esta manera quedan remediadas
las dos ‘heridas’ profundísimas creadas por el pecado de orgullo: la división de los hombres y la
confusión de lenguas.
D) Otro indicio que nos hace conocer la teología escondida en la narración del hecho de Pentecostés
es el verbo sumploroústhai, característico y exclusivo de Lucas (además en Lc.8,23; 9,51). Este
verbo tiene un significado espacial: ‘llenar’ (el de Lc.8,23: la barca “se llenaba” con las olas); y otro
significado temporal: ‘cumplirse’ el tiempo (el de Lc.9,51[1] y Act.2,3: “habiéndose cumplido el
tiempo” o “habiendo llegado el tiempo”). De esta manera Lucas le da a Pentecostés un matiz de
“plenitud de los tiempos”, es un kairós en la historia de la salvación, es un momento extraordinario
de culminación del movimiento salvífico[2]. Si es un momento de culminación en la historia de
salvación, evidentemente está haciendo relación al pasado (es culminación de un proceso que se fue
dando a lo largo del tiempo), y alude a la realización de las promesas antiguas y recientes (Lc.24,49;
Act.1,8; ambas son promesas del Espíritu Santo hechas por Jesús). Pero dice también relación al
presente en el cual confluyen las esperas del pasado y del cual parten las líneas de apertura hacia el
futuro. Esto último se concreta en Act.2,5-13 porque el misterio de la glosolalia es símbolo y
anticipación maravillosa de la misión universal de los apóstoles (cf. Act.2,39). Es este el primer
esbozo de una teología de la historia que el discurso pentecostal de Pedro se encargará de
perfeccionar.
Santos Padres
San Agustín
La venida del Espíritu.
1. Hoy celebramos la santa festividad del día sagrado en que vino el Espíritu Santo. La fiesta, grata
y alegre, nos invita a deciros algo sobre el don de Dios, sobre la gracia de Dios y la abundancia de
su misericordia para con nosotros, es decir, sobre el mismo Espíritu Santo. Hablo a condiscípulos en
la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que todos somos uno; quien, para evitar que
podamos vanagloriarnos de nuestro magisterio, nos amonestó con estas palabras: No dejéis que los
hombres os llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo. Bajo la autoridad de este maestro,
que tiene en el cielo su cátedra —pues hemos de ser instruidos en sus escritos—, poned atención a
lo poco que voy a decir, sí me lo concede quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéis,
recordadlo; quienes lo ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al espíritu dotado de una santa
curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana sea admitida a investigar tales misterios.
Ciertamente es admitida. Lo que está oculto en las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello,
sino más bien para abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y recibiréis;
buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Con frecuencia, pues, al espíritu de los interesados en
estas cosas le intriga por qué el Espíritu Santo prometido fue enviado a los cincuenta días de su
pasión y resurrección.
2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar un poquito sobre las
razones por las que dijo el Señor: Él no puede venir sin que yo me vaya. Como si —por hablar a
modo carnal—, como si Cristo el Señor tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu
Santo que venía de allí, y, por tanto, él no pudiese venir a nosotros antes de que volviera aquél para
confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a ambos a la vez o fuéramos incapaces de
tolerar la presencia de uno y otro; o como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a
nosotros, sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa, pues: Él no
puede venir sin que yo me vaya? Os conviene, dijo, que yo me vaya; pues, si no me voy, el
Paráclito no vendrá a vosotros. Escuche vuestra caridad lo que estas palabras significan, según yo
he entendido o creo haber entendido, o según he recibido por don suyo. Hablo lo que creo. Yo
pienso que los discípulos estaban centrados en la forma humana de Jesús, y en cuanto hombre, el
afecto humano los tenía apresados en el hombre. El, en cambio, quería que su amor fuese más bien
divino, para transformarlos de esta forma, de carnales, en espirituales, cosa que no consigue el
hombre más que por don del Espíritu Santo. Algo así les dice: «Os envío un don que os transforme
en espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Pero no podéis llegar a ser espirituales si no
dejáis de ser carnales. Más dejaréis de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal
para que se incruste en vuestros corazones la forma de Dios.» Esta forma humana, o sea, esta forma
de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo; esta forma
humana tenía cautivado el afecto del siervo Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto
amaba. Amaba, en efecto, a Jesucristo el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre
carnal a otro hombre carnal, y no como espiritual a la majestad. ¿Cómo lo demostramos? Pues,
habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía la gente que era él y habiéndole
recordado ellos las opiniones ajenas, según las cuales unos decían que era Juan, otros que Elías, o
Jeremías, o uno de los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro, él solo
en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. ¡Estupenda y
verísima respuesta! En atención a la misma mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan,
porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Puesto que tú me
dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión, recibe la bendición. Así,
pues, también yo te digo: «Tú eres Pedro»; dado que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no
proviene «piedra» de Pedro, sino Pedro de «piedra», como «cristiano» de Cristo, y no Cristo de
«cristiano». Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; no sobre Pedro, que eres tú, sino sobre la
piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te edificaré a ti, que al responder así te has
convertido en figura de la Iglesia. Esto y las demás cosas las escuchó por haber dicho: Tú eres
Cristo, el Hijo del Dios vivo; como recordáis, había oído también: No te lo ha revelado la carne ni
la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la impericia humana, sino mi Padre que está en los
cielos. A continuación comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a
sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que al morir Cristo pereciera el
Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el
vivo del vivo, fuente de la vida y vida verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él
de muerte. Con todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la carne
de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla! Y el Señor rebate
tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le tributó la merecida alabanza por la
anterior confesión, así da la merecida corrección a este temor. Retírate, Satanás, le dice. ¿Dónde
queda aquello: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue sus palabras cuando lo alaba y cuando
lo corrige; distingue las causas de la confesión y del temor. La de la confesión: No te lo ha revelado
la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. La causa del temor: Pues no gustas las
cosas de Dios, sino las de los hombres. ¿No vamos a querer, pues, que a los tales se les diga: Os
conviene que yo me vaya. Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros? Hasta que no se
sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma humana, jamás seréis capaces de comprender, sentir o
pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de que se cumpliese su promesa
respecto al Espíritu Santo después de la resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo
referencia al mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga a
mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva. A continuación, hablando en propia persona, dice
el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Pues
aún no se había otorgado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado. Así, pues, una vez
glorificado nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu Santo.
3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos cuarenta días después de su
resurrección, apareciéndoseles para que nadie pensara que era una ficción la verdad de la
resurrección del cuerpo, entrando a donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo. Más a los
cuarenta días, lo que celebramos hace exactamente diez, en su presencia ascendió a los cielos,
prometiendo que volvería tal como se iba. Lo que significa que será juez en la misma forma humana
en la que fue juzgado. Quiso enviar el Espíritu en un día distinto al de su ascensión; no ya después
de dos o tres días, sino después de diez. Esta cuestión nos compele a investigar y preguntarnos por
algunos misterios encerrados en los números. Los cuarenta días resultan de multiplicar 10 por 4. En
este número, según me parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto hombre a hombres, y
justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no afirmadores de nuestras propias opiniones.
Este número 40, que contiene cuatro veces el 10, significa, según me parece, este siglo que ahora
vivimos y atravesamos, y en el que nos hallamos envueltos por el pasar del tiempo, la inestabilidad
de las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la rapacidad momentánea y por cierto fluir
de las cosas sin consistencia. En este número, pues, está simbolizado este siglo, en atención a las
cuatro estaciones que completan el año o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo,
conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura: De oriente a occidente
y del norte al sur. A lo largo de este tiempo y de este mundo, divididos ambos en cuatro partes, se
predica la ley de Dios, cual número 10. De aquí que, ante todo, se nos confía el decálogo, pues la
ley se encierra en diez preceptos, porque parece que este número contiene cierta perfección.
El que cuenta, llega en orden ascendente hasta él, y luego vuelve a comenzar con el 1 para llegar de
nuevo al 10 y volver al 13 , tanto si se trata de centenas como de millares o de cifras superiores: a
base de añadir decenas, se forma la selva infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta, indicada
en el número 10, predicada en todo el mundo, que consta de cuatro partes, es decir, 10 multiplicado
por 4, da como resultado 40. Mientras vivimos en este siglo, se nos enseña a abstenernos de los
deseos mundanos; esto es lo que significa el ayuno de cuarenta días, conocido por todos bajo el
nombre de cuaresma. Esto te lo ordenó la ley, los profetas y el Evangelio. Como lo manda la ley,
Moisés ayunó cuarenta días; como lo mandan los profetas, ayunó Elías cuarenta días; y como lo
manda el Evangelio, ayunó cuarenta días Cristo el Señor. Cumplidos otros diez días después de los
cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días, no 10 multiplicado por 4, vino el
Espíritu Santo, para que con la ayuda de la gracia pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la
gracia es letra que mata. Pues, si se hubiese dado una ley, dice, que pudiese vivificar, la justicia
procedería totalmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa se
otorgase a los creyentes por la fe en Jesucristo. Por eso, la letra mata; el Espíritu, en cambio,
vivifica; no para que cumplas otros preceptos distintos de los que se te ordenan en la letra; pero la
letra sola te hace culpable, mientras que la gracia libra del pecado y otorga el cumplimiento de la
letra. En consecuencia, por la gracia se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que
actúa por la caridad. No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha condenado a la
letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una vez recibido el precepto, si te falta la
ayuda de la gracia, inmediatamente advertirás no sólo que no cumples la ley, sino que además eres
culpable de su transgresión. Pues donde no hay ley, tampoco hay transgresión. Al decir: La letra
mata; el Espíritu, en cambio, vivifica, no se dice nada en contra de la ley, cual si se la condenara a
ella y se alabase al espíritu; lo que se dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la gracia.
Tomad un ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia infla. ¿Qué significa que
la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería mejor permanecer en la ignorancia. Mas
como añadió: La caridad, en cambio, edifica, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu,
en cambio, vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él vivifica, así también
la ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad con ciencia edifica. Así, pues, se envió al
Espíritu Santo para que pudiera cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo
Señor: No vine a derogar la ley, sino a cumplirla. Esto lo concede a los creyentes, a los fieles y a
aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en que uno se hace capaz de él, en esa
misma medida adquiere facilidad para cumplir la ley.
4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podréis considerar y ver fácilmente:
que la caridad cumple la ley. El temor al castigo hace que el hombre la cumpla, pero todavía como
si fuera un esclavo. En efecto, si haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el mal
porque temes sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad, cometerías al instante la
iniquidad. Si se te dijera: «Estate tranquilo; ningún mal sufrirás, haz esto», lo harías. Sólo el temor
al castigo te echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no actuaba en ti la caridad. Considera, pues,
cómo obra la caridad. Amemos al que tememos de manera que lo temamos con un amor casto.
También la mujer casta teme a su esposo. Pero distingue entre temor y temor. La esposa casta teme
que la abandone el marido ausente; la esposa adúltera teme ser sorprendida por la llegada del suyo.
La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto expulsa el temor; es decir, el temor
servil, que procede del pecado, pues el casto temor del Señor permanece por los siglos de los siglos.
Si, pues, la caridad cumple la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad
atención, y ved que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de Dios se ha difundido en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Con toda razón, pues, envió Jesucristo
el Señor al Espíritu Santo una vez cumplidos los diez días, número en que simboliza también la
perfección de la ley, puesto que gratuitamente nos concede cumplir la ley quien no vino a derogarla,
sino a cumplirla.
5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas Escrituras no ya bajo el número
10, sino bajo el 7; la ley, en el número 10, y el Espíritu Santo, en el 7. La relación entre la ley y el
10 es conocida; la relación entre el Espíritu Santo y el 7 vamos a recordarla. Antes que nada, en el
primer capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las obras de Dios. Se hace la luz; se
hace el cielo, llamado firmamento, que separa unas aguas de las otras; aparece la tierra seca, se
separa el mar de la tierra, y se otorga a ésta la fecundidad de toda clase de especies; se crean los
astros, el mayor y el menor, el sol y la luna, y todos los demás; las aguas producen los seres que le
son propios, y la tierra los suyos; se crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus
obras en el sexto día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y cada una de tales
obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que la luz era buena. No se dijo:
«Santificó Dios la luz.» Hágase el firmamento, y se hizo, y vio Dios que era bueno; tampoco aquí se
dijo que hubiera sido santificado el firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes,
dígase lo mismo de las demás obras, incluidas las del sexto día, con la creación del hombre a
imagen de Dios; se las menciona a todas, pero de ninguna se dice que fuera santificada. Mas,
llegados al día séptimo, en el que nada se creó, sino que se hace referencia al descanso de Dios,
Dios lo santificó. La primera santificación va unida al séptimo día; examinados todos los textos de
la Escritura, allí se la encuentra por primera vez. Donde se menciona el descanso de Dios se insinúa
también nuestro propio descanso. En efecto, el trabajo de Dios no fue tal que requiriera descanso, ni
santificó aquel día en que está permitido no trabajar como congratulándose con un día de
vacaciones después del trabajo. Esta forma de pensar es carnal. Aquí se hace referencia al descanso
que ha de seguir a nuestras buenas obras, de la misma manera que se menciona el descanso de Dios
después de haber hecho buenas todas las cosas. Pues Dios creó todas las cosas, y he aquí que eran
muy buenas. Y en el séptimo día descansó Dios de todas las buenas obras que había hecho.
¿Quieres descansar también tú? Haz antes obras de todo punto buenas. Así, la observancia carnal
del sábado y de las demás prescripciones se dio a los judíos como ritos llenos de simbolismo. Se les
impuso un cierto descanso; haz tú lo que simboliza aquel descanso. El descanso espiritual es la
tranquilidad del corazón, tranquilidad que proviene de la serenidad de la buena conciencia. En
conclusión, quien no peca es quien observa verdaderamente el sábado. Y a los que se les ordena
guardar el sábado, se les da también este precepto: No haréis ninguna obra servil. Todo el que
comete pecado es siervo del pecado. Así, pues, el número 7 está dedicado al Espíritu Santo, como el
10 a la ley. Esto lo insinúa también el profeta Isaías allí donde dice: Lo llenará el Espíritu de
sabiduría y entendimiento —vete contándolo—, de consejo y fortaleza, de ciencia y de piedad, el
espíritu del temor de Dios. Como presentando la gracia espiritual en orden descendente hasta
nosotros, comienza con la sabiduría y concluye con el temor; nosotros, en cambio, al tender o
ascender de abajo arriba, debemos comenzar por el temor y terminar con la sabiduría, pues el temor
del Señor es el comienzo de la sabiduría. Sería cosa larga y superior a mis fuerzas, aunque no a
vuestra avidez, el recordar todos los testimonios acerca del número 7 en relación con el Espíritu
Santo. Baste, pues, con lo dicho.
6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a la memoria y se confiase
a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el número 10, puesto que la ley se cumple mediante
la gracia del Espíritu Santo, y el número 7 en atención a esa misma gracia del Espíritu Santo. Al
enviar al Espíritu Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos confiaba en el número 10 la
misma ley que ordenaba cumplir. ¿Dónde encontraremos aquí que se nos confíe el número 7 en
atención, sobre todo, al Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás que la misma fiesta, es decir, la
de Pentecostés, constaba de algunas semanas. ¿Cómo? Multiplica el número 7 por sí mismo, o sea,
7 por 7, como se aprende en la escuela; 7 por 7 dan 49. Estando así las cosas, al 49, que resulta de
multiplicar 7 por 7, se añade uno más para obtener el 50 —Pentecostés—, y de esta forma se nos
encarece la unidad. En efecto, el mismo Espíritu nos reúne y nos congrega, razón por la que dejó
como primera señal de su venida el que cuantos lo recibieron hablaron también cada uno las lenguas
de todos. La unidad del cuerpo de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir,
reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la tierra. Y el hecho de que
cada uno hablase entonces en todas las lenguas, era un testimonio a favor de la unidad futura en
todas ellas. Dice el Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor —esto es, la caridad—,
esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. En consecuencia, puesto
que el Espíritu Santo nos convierte de multiplicidad en unidad, se le apropia por la humildad y se le
aleja por la soberbia. Es agua que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse;
en cambio, ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, va en cascada. Por
eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los humildes les da su gracia. ¿Qué significa
les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra
capacidad para recibirlo.
7. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante el Señor nuestro Dios,
escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se corresponde con su oscuridad sí no le
acompaña la explicación. Así al menos me parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió
como discípulos, el Señor les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron, y capturaron una
cantidad innumerable de peces, hasta el punto de que las redes se rompían y las barcas cargadas se
hundían. No les indicó a qué parte debían echarlas, sino que les dijo solamente: Echad las redes.
Pues, si les hubiese mandado echarlas a la derecha, hubiese dado a entender que sólo se habían
capturado peces buenos; si a la izquierda, sólo peces malos. Puesto que se echaron indistintamente,
ni sólo a la derecha ni sólo a la izquierda, se cogieron peces buenos y malos. Aquí está simbolizada
la Iglesia del tiempo presente, es decir, la Iglesia en este mundo. En efecto, también aquellos siervos
enviados a llamar a los invitados salieron y llevaron a cuantos encontraron, buenos y malos, y se
llenó de comensales el banquete de bodas. Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no
se rompen, ¿cómo es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de peso, ¿cómo la Iglesia
está casi siempre agobiada por los escándalos de multitud de hombres carnales, en alboroto
continuo y perturbador? Lo dicho lo hizo el Señor antes de su resurrección. Una vez resucitado, en
cambio, encontró a sus discípulos pescando como la vez anterior; él mismo les mandó echar las
redes; pero no a cualquier lado o indistintamente, puesto que ya había tenido lugar la resurrección.
Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es decir, la Iglesia, ya no tendrá malos consigo. Echad, les
dijo, las redes a la derecha. Ante su mandato, echaron las redes a la derecha, y capturaron un
número determinado de peces. En aquellos otros de los que no se indica el número, en quienes se
simbolizaba la Iglesia del tiempo presente, parece cumplirse el texto: Lo anuncié y hablé, y se
multiplicaron por encima del número. Se advierte, pues, que había algunos que excedían del
número, superfluos en cierta manera; más, con todo, se les recoge. En la segunda pesca, en cambio,
los peces capturados son grandes y un número fijo. Quien así lo hiciere, dijo, y así lo enseñare, será
llamado grande en el reino de los cielos. Se capturaron, pues, 153 peces grandes. Esta cifra no se
menciona en balde; ¿a quién no le causa intriga? Si en verdad no hubiera querido enseñarnos nada
el Señor, o no hubiese dicho: Echad las redes, o nada le hubiese interesado a él el echarlas a la
derecha. Este número 153 significa algo, y correspondió al evangelista decirlo, como poniendo los
ojos en la primera pesca, en que las redes rotas simbolizaban los cismas, puesto que en la Iglesia de
la vida eterna no habrá cisma alguno, porque no habrá disensión; todos serán grandes, porque
estarán llenos de caridad; como, volviendo los ojos a lo que sucedió la primera vez, que simbolizaba
los cismas, el evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta segunda pesca, que, a pesar de ser
tan grandes, no se rompieron las redes. El significado de la parte derecha ya está manifiesto al
indicar que todos eran buenos. También está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien
así lo hiciere y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. También se mencionó
el significado de que no se rompieran las redes, a saber, que entonces no habrá cismas. ¿Y el
número 153? Con toda certeza, este número no indica cuántos serán los santos. Los santos no serán
153, puesto que sólo contando los que no se mancharon con mujeres, se llega a 144.000. Este
número, como si de un árbol se tratara, parece brotar de cierta semilla. La semilla de este número
grande es un número menor, a saber, 17. El número 17 da 153 si, contando desde el 1 hasta el 17,
sumas cada cifra a la anterior, pues si te limitas a enumerarlos todos sin sumarlos, te quedarás con
sólo 17; pero si cuentas de la siguiente manera: 1 más 2 son 3; más 3, 6; más 4 y más 5, 15, etc.,
cuando llegues al 17 llevarás en tus dedos 153. Ahora haz memoria ya de lo que antes recordé y os
indiqué y considera a quiénes y qué significa el número 10 y el 7. El 10, la ley; el 7, el Espíritu
Santo. De todo lo cual, ¿no hemos de entender que han de estar en la Iglesia de la resurrección
eterna, donde no habrá cismas ni temor a la muerte, puesto que tendrá lugar después de la
resurrección; que han de estar allí, repito, y que han de vivir eternamente con el Señor los que hayan
cumplido la ley por la gracia del Espíritu Santo y don de Dios, cuya fiesta celebramos?
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 270, 1-7, BAC Madrid 1983, 748-63
Aplicación
P. Alfredo Saenz, S.J.
PENTECOSTÉS
Lecturas: Hech. 2, 1-11; 1 Cor. 12, 3-7. 12-13; Jn. 20, 19-23
Con el misterio de Pentecostés se cierra el ciclo de la redención: el envío del Espíritu es el último
acto de Cristo como redentor. Ello es lo que recordamos en este día. Sin embargo, las fiestas
litúrgicas no se resuelven en el mero recuerdo de los hechos salvíficos. Cada fiesta contiene una
gracia peculiar. La de hoy involucra una nueva efusión del Espíritu Santo sobre nosotros.
El hecho histórico es conocido de todos. Antes de subir al cielo, Jesús había encargado a sus
apóstoles que fuesen por todo el mundo enseñando y bautizando. Pero ellos se sentían impedidos
por timidez y cobardía para tamaña empresa. Por eso debían permanecer en oración, junto con la
Santísima Virgen, en espera del Espíritu de fortaleza que Jesús les había prometido. Diez días
después de la Ascensión del Señor llegó el día anhelado, en coincidencia con la fiesta judía de
Pentecostés que, junto con Pascua y Tabernáculos, era una de las tres grandes fiestas judías, fiesta
agraria de las primicias de la cosecha, y a la vez fiesta que conmemoraba la entrega de las tablas de
la Ley en el monte Sinaí. Las calles de Jerusalén bullían con la presencia multitudinaria de los
peregrinos llegados de todos los rincones del Imperio. Y en la apartada calle donde estaba el
Cenáculo sucedió lo preanunciado. El Espíritu invadió la casa como viento impetuoso y reposó
sobre los apóstoles. Ellos ya vivían en gracia; más aún, ya habían recibido el Espíritu en orden al
perdón de los pecados, como nos los relata el evangelio de hoy; pero ahora quedaron llenos del
Espíritu Santo, el cual llevó a su plenitud el sentido de la fiesta judía: porque El era la nueva ley
inscrita en los corazones, El presentaba la primicia de la cosecha que es Cristo resucitado.
Es el mismo Espíritu que, reposando sobre las aguas primitivas, suscitara la primera creación, como
leemos en el Génesis: "el Espíritu se cernía sobre la superficie de las aguas". Es el mismo Espíritu
figurado en la paloma que, luego del diluvio, regresara al arca anunciando la reconciliación para
una generación renacida de la madera y del agua. Es el mismo Espíritu que, descansando sobre el
seno de María, lo fecundó para nuestra salvación, y que luego se posaría sobre Jesús en el Jordán.
Ese mismo Espíritu se da ahora, en Pentecostés, con toda su plenitud. Antes no podía darse del
todo, porque Jesús aún no había sido glorificado. Ese Espíritu se posesionó plenamente del cuerpo
del Señor el día de su resurrección, glorificando aquella carne que el mismo Jesús calificara de
"flaca" antes de la prueba.
Y así el Espíritu pasa del cuerpo glorificado del Señor a su cuerpo total, a la Iglesia, resumida como
en un haz en los Apóstoles. La Iglesia de entonces se reducía a un puñado, pero ya hablaba en las
lenguas de todo el orbe: figura inequívoca de su inclaudicable catolicidad. El intento orgulloso de
Babel, hasta cuya torre los hombres se allegaron acarreando las piedras de su soberbia, había traído
la confusión de lenguas: cuando los hombres quisieron entenderse contra Dios acabaron por no
entenderse entre sí. Pentecostés es Babel a la inversa. Al orgullo del género humano que
destruyendo su unidad primigenia originó la división en diversas lenguas, se contrapone la
humildad de quienes ponen la diversidad de sus lenguas al servicio de la unidad de la Iglesia.
Algunos dijeron que estaban llenos de vino, pero ahora se trataba del vino nuevo de la vid que es
Cristo, nuevo odre de los nuevos tiempos. Embriagados, sí, pero de Espíritu Santo.
Reavivemos hoy la gracia de nuestro Bautismo en virtud del cual recibimos por vez primera al
Espíritu Santo. Así nos lo dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: "Todos hemos sido
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo... y todos hemos bebido de un mismo
Espíritu". Aquel día nos cubrió el agua, y nos fecundó el Espíritu: el agua no hizo sino tocar lo
exterior del cuerpo, pero el Espíritu penetró y recorrió todos los repliegues de nuestra alma, así
como el fuego penetra lentamente el hierro candente. Reavivemos también hoy la gracia de nuestra
Confirmación, merced a la cual recibimos nuevamente al Espíritu, pero esta vez en orden al
testimonio, el mismo Espíritu que recibieron los profetas y los apóstoles, y que nos hace reyes,
sacerdotes y profetas en medio del mundo en que vivimos; el Espíritu que es lengua de fuego
porque enciende, ilumina y se propaga por intermedio nuestro.
En el Cenáculo todos quedaron llenos del Espíritu Santo, la Virgen María, Pedro, Santiago. Pero
cada cual en orden a una misión específica. Igualmente sucede ahora: el Espíritu se derrama sobre
la Iglesia para que cada uno de sus miembros cumpla su misión peculiar; así obra milagros por los
santos, propaga la verdad por los predicadores, es virgen en la castidad de unos, imita la unión entre
Cristo y la Iglesia en el matrimonio de otros. Lo hemos oído de San Pablo: "En cada uno, el Espíritu
se manifiesta para el bien común". Cada cual tiene su don. Pero el alma es la misma, el Espíritu es
idéntico. Como sucede en nuestro cuerpo físico, cuyos miembros son numerosos, pero cuya alma es
única. También en el orden sobrenatural somos un Cuerpo en un Espíritu.
El Espíritu que nos penetró en el Bautismo y en la Confirmación no debe caducar en nosotros. Dice
la Escritura: "Guardaos de contristar al Espíritu Santo, en el cual habéis sido sellados para el día de
redención". Ese Espíritu permanece en nuestro corazón. No para convertimos en grandes
pensadores, ni para enseñarnos nada sustancialmente nuevo, sino para ilustrarnos desde adentro. Es
la voz interior, la iluminación espiritual, que nos permite consentir a la voz exterior de Cristo y de la
Iglesia. El Espíritu quiere seguir inspirándonos. Quiere ser viento en nuestra alma, que invada
nuestro cenáculo interior. Quiere encendernos e iluminarnos, quiere hacer de nosotros su templo. Y
sobre todo El, que es el Enviado por excelencia, quiere transformamos en sus enviados "para
renovar la faz de la tierra". Tal es nuestra misión.
Si, como hemos visto, es cierto que esta fiesta mira al pasado, tiene también un respecto al futuro.
Esperamos un Pentecostés final, cuando Dios sea todo en todos, el día de la cosecha definitiva, el
día terminal en que el Espíritu llene toda la casa de la historia con la llama de su caridad, con el
fuego de su Juicio.
En espera de ese acontecimiento final, nos acercaremos hoy a recibir el Cuerpo glorificado del
Señor de cuyo costado beberemos el Espíritu. Pidámosle entonces que la comunión de su Cuerpo
sea para nosotros un nuevo Pentecostés. Que cuando esté en nuestro interior, infunda, desde
adentro, sobre cada uno de nosotros, su Espíritu de fortaleza, y nos embriague con su sobria efusión.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de cuantos recibimos a Cristo con el fuego de tu amor, y
crea en nosotros un corazón nuevo, capaz de renovar la faz de la tierra. Amén.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 160-163)
San Juan XXIII
“Accipietis virtutem Spiritus Sancti in vos: et eritis mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et
Samaria et usque ad ultimum terrae”.
Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda la Jadea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra (Act. 1, 8.).
Venerables hermanos y queridos hijos:
El último encuentro de Jesús Resucitado con sus Apóstoles y discípulos fue verdaderamente un
festín de gracias y de alegría. Las expresiones de San Lucas "convescens", "loquens de regno Dei"
compendian toda su belleza y encanto.
Mandato dado a sus íntimos de no abandonar la ciudad sino de permanecer en Sión, para esperar al
Espíritu Santo que el Padre enviaría: "quem mittet Pater in nomine meo" (Io. 14, 26); seguridad del
testimonio que ellos darían después al Rabí, divino vencedor de la muerte y dueño del futuro "Eritis
mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae" (Act. 1, 8).
¡Oh, qué palabras las que dirigió Jesús a los primeros confidentes de sus pensamientos y de su
corazón y qué fragmento luminoso y lleno de colorido sobre el futuro de su Iglesia: "eritis mihi
testes", en tono profético y solemne, como una investidura para continuar el apostolado confiado a
los suyos por el advenimiento de su reino de redención y salvación entre todos los pueblos y en el
transcurso de todos los siglos!
El Reino de Cristo y la historia de la Iglesia
De hecho, el reino de Cristo Jesús, Hijo de Dios, Verbo Encarnado, Señor del Universo, comenzó
desde allí, desde allí la historia de la Iglesia Católica y Apostólica, una y santa, se puso en camino
para dar ese testimonio. Han transcurrido veinte siglos. Graves y peligrosas vicisitudes provenientes
de la debilidad humana amenazaron con frecuencia aquí y allá la firmeza de esta admirable
institución: dificultades en su camino, pruebas e incertidumbres por el abandono de algunos,
parecieron poner en grave riesgo a veces el carácter de su unidad, pero la sucesión apostólica jamás
ha sido rota: la túnica de Cristo permaneció inconsútil aunque no faltasen en tiempos difíciles
angustias de alguna desgarradura peligrosa.
Es que la palabra de Jesús sigue siendo vivificante en su Iglesia. El prodigio se renueva siempre con
mayor difusión de gracia sobre cada uno de los fieles, a veces en forma misteriosa y grandiosa sobre
todo el cuerpo social.
Queridos hijos: Todavía la palabra tranquilizadora de este "eritis mihi testes" que une con divino
acento los acordes a toda la sustancia viva de los dos Testamentos: la misteriosa sucesión del
pasado, del presente, del porvenir. Jesús, el Rabí divino está en medio y reúne en su persona, en sus
enseñanzas, en su sangre, la gloria de su realeza.
"Eritis mihi testes". Testimonio doble: testimonio de Jesús ante sus más íntimos, siempre "Dominus
et Magister" en la evidencia de la sublime doctrina, en la sucesión de los milagros hechos, en el
Sacrificio cruento, en la Resurrección victoriosa, en la profusión incesante de gracia y de amor para
el hombre perdonado, para toda la humanidad redimida y elevada de nuevo a la sublimidad de una
familia divina: "de Virgine natus, nobis id est mundo largitus suam Deitatem".
Doble testimonio de elevación y salvación
El otro testimonio es el testimonio de los discípulos de Jesús y de sus sucesores, dado al Divino
Maestro a lo largo de los siglos, a la continuación de su obra redentora desde Jerusalén hasta los
más apartados confines del mundo.
Sí, "eritis mihi testes" es siempre la palabra, la nota sublime que une de nuevo los acordes del
Antiguo con todo el Nuevo Testamento. A ella responden como un eco, cual poema divino y
humano, apóstoles y evangelistas, pontífices y mártires, padres y doctores de la Iglesia, héroes y
sagradas vírgenes, juventudes y experiencias antiguas y modernas, hijos de toda raza y color, de
toda procedencia ética y social, todos aclamando a Cristo que había anunciado por “os suum
promissionem Patri”, fecundadora por el Espíritu de toda gracia de apostolado a su Iglesia “usque
ad consummationem saeculi”.
Este primer Pentecostés cuyo recuerdo celebramos hoy, he aquí que sigue derramando todavía,
después de veinte siglos, su luz sobre nuestras cabezas; encendiendo en nuestros corazones la
misma llama con que se alegraron los primeros discípulos del Señor al solo anuncio del Espíritu
Santo que el Padre enviaría, respondiendo a las invocaciones que se elevaban del Cenáculo unidas a
las de María, madre de Jesús.
Ciertamente, venerables hermanos y queridos hijos, el "eritis mihi testes" va a hallar una nueva y
más solemne aplicación de la promesa de Jesús a sus discípulos; después de dos mil años todavía
vivos, más numerosos que nunca, todavía palpitantes de afecto y entusiasmo apostólico en derredor
suyo.
La reunión litúrgica de hoy —al contemplarla se recrea la vista y exulta el corazón— compuesta de
ancianos venerables y jóvenes dispuestos para el ejercicio y a las tareas del ministerio sacerdotal,
representa a todo el mundo. Pero ¿no llega a ser la representación, el primer atisbo del espectáculo
que la gracia del Señor quiere reunir en esta colina del Vaticano el 11 de octubre para suscitar con
ello un nuevo ímpetu por la santificación de la Jerarquía, del clero y del pueblo, para iluminar a las
gentes, para aliento vivificador de toda la actividad humana?
Pronto el mundo podrá ver con sus ojos lo que es el Concilio.; qué maravillas sabe ofrecer la Santa
Iglesia católica en la luz de su divino Fundador Jesús, cómo la quiso, la hizo y a lo largo de los
siglos sigue vivificándola entregada a la salvación de todas las almas y de todas las gentes;
irradiante esplendor de celestial-doctrina y tesoros de gracia y a través del sacrificio, camino de paz
aquí abajo y de gloria imperecedera por los siglos sempiternos.
Dejad, queridos hijos, que sobre estas relaciones de la Santa Iglesia con Cristo, que la sostiene
como la ha fundado, sigamos haciendo alguna indicación que sirva de común edificación y al
mismo tiempo de preparación individual y colectiva al gran acontecimiento cuya espera es tan
alegre y deseada.
El Concilio Vaticano Segundo quiere lograr en forma espontánea y de aplicación amplísima
expresar lo que Cristo representa todavía y hoy más que nunca como luz y sabiduría, como
dirección y estímulo, como consuelo y mérito de sufrimiento humano en la vida presente y garantía
de la futura.
El testimonio de la Iglesia universal quiere dirigirse a Jesús como al "Dominus et Magister" de
todos y de cada uno, al "Pastor Bonus" siempre procurando a su grey alimento de gracia, pan
espiritual para preservarle de los peligros y, finalmente, al "Sacerdos et Hostia" para memoria y
continuación de su sacrificio por la humanidad y los sufrimientos de la vida, graves en todo tiempo,
pero más graves cuando hay que reconocer causas o consecuencias de opresión de la persona
humana y de sus fundamentales e inalienables libertades.
En esta luz de doctrina, de seguridad y mérito, la perfecta fidelidad del cristiano se siente
estimulada a la profesión de fe sincera y de correspondencia absoluta entre pensamiento y acción y
toca el corazón del que anhela una conducta digna de vida para defensa de comunes ideales y logro
de legítimas aspiraciones,
Esta triple irradiación de luz celestial que Jesucristo, maestro, pastor, sacerdote, reverbera sobre el
rostro de su Iglesia tiene una significación que no escapa a nadie, y más aún puede invitar a todos a
situarse en la exacta perspectiva para comprender, conforme a la más acreditada jerarquía de
valores, lo que vale la vida para el hombre, incluso simplemente hombre, lo que vale más que para
el hombre para el cristiano perfecto.
Confiada espera de la humanidad
Con sentimiento de confiada espera asistimos hoy a nuevos fenómenos. Es cierto que, después de
desaparecidas las distancias, abiertos los caminos a la conquista del espacio, intensificada la
investigación científica y exaltada la producción técnica, ahora descubrimos en el hombre un estado
de ánimo realmente sorprendente.
Nos parece poder decir que el hombre de estudio y de acción de este atormentado siglo,
atormentado por dos guerras mundiales y por otros innumerables conflictos de índole diversa, ya no
es tan orgulloso de sí mismo y de sus conquistas; no está tan seguro como en los siglos dieciocho y
diecinueve de poder alcanzar la felicidad en la tierra y mucho menos de lograr por sí solo, con su
talento y energías, a aplacar las angustias, a desechar los temores, a superar las debilidades que
siempre amenazan con vencerlo.
Hablemos más claramente. Después de todas las manifestaciones de la literatura contemporánea
surge un gemido y los poderosos de la tierra reconocen no poder levantar al hombre, no poderlo
llevar a ese reino de felicidad y de prosperidad que siempre es su aspiración ardiente.
Jamás la Iglesia Católica ha dicho a la humanidad que quiere librarla de la dura ley del dolor y de la
muerte. Y no ha intentado engañarla ni le ha facilitado el lastimoso remedio de la ilusión. Al
contrario, ha continuado afirmando que la vida es peregrinación y ha enseñado a sus hijos a unirse
al canto de esperanza que resuena todavía en el mundo.
Ahora que el hombre, corno aterrado por los progresos científicos alcanzados, consciente en
definitiva que ninguna conquista le podrá proporcionar la felicidad, ahora que se suceden,
alternándose y eliminándose, todos los que prometían inútilmente eterna juventud y fácil
prosperidad, es providencial y muy natural que la Iglesia levante su voz solemne y persuasiva y
ofrezca a todos los hombres el consuelo de la doctrina y de esa cristiana convivencia que prepara
los esplendores de la alegría eterna para la cual ha sido formado el hombre.
En ningún modo intimidada por las dificultades que encuentran sus hijos y que se deslizan en el
servicio que quiere prestar a la verdad, a la justicia y al amor, siempre fiel a las consignas de su
Divino Fundador, la Iglesia Santa quiere hablar todavía de El, por consiguiente, a la humanidad; de
Cristo Jesús, Maestro Pastor, Víctima y sacrificio de expiación y redención.
«Dominus et Magister»
No todos los puntos, numéricamente, de la doctrina católica serán explicados de nuevo en el
próximo Concilio, sino con especial cuidado los referentes a las verdades fundamentales puestas en
tela de juicio o en oposición con las contradicciones del pensamiento moderno como derivación de
los errores de siempre, pero penetrados de diferente manera. El hombre que desentraña las
profundidades de la ciencia y busca el punto de contacto entre el cielo y la tierra, sabe que ninguna
cuestión permanece insoluble por la doctrina apostólica, que ninguna solución se ofrece con
entendimiento polémico o con facilidad presuntuosa. La verdad resplandece desde arriba, pero
alcanzar la cima no supone esfuerzo para nadie cuando está animado de voluntad decidida y libre de
vínculos opresores.
La Iglesia, continuando en dar testimonio de Jesucristo, nada quiere quitar al hombre, no le niega la
posesión de sus conquistas y el mérito de los esfuerzos realizados, pero quiere ayudarle a
encontrarse, a reconocerse, a alcanzar aquella plenitud de conocimientos y de convicciones que ha
sido en todo tiempo anhelo de los hombres sabios, incluso al margen de la divina revelación.
En este inmenso espacio de actividad que se abre ante él, la Iglesia abraza con solicitud maternal a
todo hombre y quiere persuadirle a que acepte el divino mensaje cristiano que da orientación segura
a la vida individual y social.
Veinte Concilios ecuménicos, innumerables concilios nacionales y provinciales y sínodos
diocesanos han aportado una valiosa contribución al conocimiento de una o más verdades de índole
teológica o moral.
El Concilio Vaticano Segundo se presenta a la catolicidad, a la humanidad, en la firmeza del Credo
apostólico proclamado por inmensa asamblea y con la experiencia de una ilustración doctrinal,
además de universal, en una visión de conjunto que responde mejor al alma del tiempo moderno, y
será éste un acertado testimonio de la enseñanza de Cristo evocado por la Iglesia a la tradición
singular, especialmente del Vaticano Primero, del Tridentino, del Lateranense Cuarto, gloria
preclara del papa Inocencio III (1215), a la tradición de todos los concilios que señalaron triunfo de
verdad penetrada y hecha penetrar con ardor en el cuerpo social.
«Christus Pastor»
Os podemos asegurar, queridos hijos, que este nuestro Concilio Vaticano Segundo pretende y
quiere ser sobre todo gran testimonio y búsqueda de los rasgos característicos del Buen Pastor.
A la inmensa grey cristiana y católica nunca faltó el sostenimiento que ya el Divino Redentor
proporcionaba a las muchedumbres: oración y liturgia, doctrina evangélica, sacramentos y
manifestaciones múltiples de actividad pastoral.
La llamada a la vida cristiana y por ella a la vida divina que es penetración de gracia, está dirigida a
todos.
Cristo por el servicio del Apóstol Pedro y de sus Sucesores y colaboradores, obispos y clero, está
siempre elevándolos a la dignidad de hijos adoptivos de Dios. Las fuentes abiertas por El son
inagotables; los modos de comunicación con cada una de las almas, algunas veces inescrutables.
El que desea orientar las aspiraciones de su entendimiento, sabe que puede descansar en la
contemplación de las verdades eternas; el que tiene necesidad de expresar los sentimientos del alma
se sumerge en la oración y el canto; el que tiene verdaderamente hambre y sed de justicia se dirige
con confianza serena a los sacramentos que son signos sensibles productivos de la gracia. Para ellos
todo está santificado: el hombre desde el comienzo al fin de la peregrinación terrena y en todas las
manifestaciones individuales y colectivas.
La Iglesia sigue los pasos del Buen Pastor en su místico peregrinar de pueblo en pueblo y de casa en
casa.
Ella sale del recinto cerrado de sus cenáculos y a imitación y testimonio de su divino Fundador
recorre todos los caminos del mundo, ni sabe contener el fervor del Pentecostés continuado que la
invade y la lleva a conducir a su grey a los pastos exuberantes de vida eterna.
Esta es la tarea de la Iglesia católica y apostólica: reunir a los hombres que los egoísmos y
estrecheces podrían mantener dispersos: enseñarles a orar, llevarlos a la contrición de los pecados y
al perdón, alimentarlos con el Pan eucarístico, reforzar la unión recíproca con el vínculo de la
caridad.
La Iglesia no pretende asistir todos los días a la milagrosa transformación operada en los apóstoles y
discípulos del primer Pentecostés, no lo pretende pero trabaja por ello y pide constantemente a Dios
que se renueve el prodigio.
No se maravilla de que los hombres no comprendan en seguida su lenguaje; que se sienten tentados
a reducir al pequeño esquema de su vida y de sus intereses personales el código perfecto de la
salvación individual y del progreso social y que a veces aminoran el paso; sigue exhortando,
suplicando, estimulando.
La Iglesia enseña que no puede haber discontinuidad ni ruptura entre la práctica religiosa individual
y las manifestaciones de la vida social.
Depositaria como es de la verdad, quiere penetrarlo todo y obtener la gracia de santificarlo todo en
el ámbito doméstico, cívico, internacional.
Uno de los motivos de gran consuelo del humilde sucesor de San Pedro en estos meses de
preparación al Concilio, es la comprobación de la jubilosísima acogida que por doquier en el mundo
sigue haciendo honor a la encíclica Mater et Magistra.
Esta puede considerarse como una síntesis inapreciable y valiosa de doctrina moral pastoral y una
excelente introducción a aquellas orientaciones dirigidas a las conciencias cristianas en materia de
economía informada en los principios de justicia y de caridad humana y evangélica.
La Santa Iglesia justamente pide a sus hijos que no rehúyan el grave compromiso de cooperar en la
instauración de tal convivencia de fraternidad de la cual el Salvador Divino, el "Bonus Pastor
animarum" ha dado enseñanzas y ejemplos de incomparable significación.
«Christus Sacerdos et Hostia»
Queridos hijos: Nuestra conversación religiosa nos ha permitido mirar adelante, desde los fulgores
de Pentecostés, hacia los surcos de la Reunión Conciliar del próximo octubre.
El espíritu alegre de sentirnos unidos a Cristo en evocación de excelente y fecundo apostolado, al
cual responde, como al paso de Jesús por los caminos de Jerusalén, la muchedumbre que aplaude
sus enseñanzas y sus milagros, tiene, sin embargo, que someterse a sentimientos de tristeza por
otros espectáculos de los que la vista no logra apartarse y el corazón se conmueve.
Pensamos en los nombres topográficos de las palabras de Jesús relativos a las condiciones actuales:
Jerusalén, Judea, Samaria y "usque ad ultimum terrae".
Palestina, donde resonó su voz, apenas conserva las huellas de su paso, Sus enseñanzas se han
quitado de allí y todavía el Libro de ambos Testamentos hace resonar en el mundo el nombre de
países que no pertenecieron a Cristo jamás o no pertenecen ya. Jerusalén la ciudad santa de las
divinas promesas y las regiones que la rodean y los territorios limítrofes son en gran parte ajenos a
una misión sagrada que les fue anunciado primero.
El gran misterio que desgarra nuestra alma está incluido, pues, en la historia de los pueblos que
acogieron y luego repudiaron a Cristo y de otros que le negaron obstinadamente y de algunos en los
cuales por ley del Estado nunca abrogada, ni siquiera ahora que en las asambleas internacionales se
proclama el respeto de todas las libertades, se niega a Cristo y a su doctrina el derecho de
ciudadanía.
Y qué decir de aquellas naciones en las que el apostolado se ha reducido o se está reduciendo a
lamentable recuerdo y los espíritus abatidos no se atreven prever en breve plazo el éxito de un
renovado movimiento de acción pastoral para luz de cada alma y pura dirección de las familias y de
los pueblos.
Esto aclara el significado de otra verdad que los discípulos de Cristo no quieren olvidar: para el
cristiano la verdadera alegría, incluso cuando va acompañada de prudentes propósitos, fácilmente
encuentra tristezas y contradicciones.
Está escrito en el Libro Sagrado que Jesús al contemplar a Jerusalén desde lo alto sintió deshacerse
el corazón y los ojos en llanto.
¡Cuántas ciudades y naciones al contemplarlas en las páginas de su historia y a la luz de las
maravillas de su pasado, maravillas de santidad y de heroísmo, de piedad religiosa y de triunfo de
caridad, que las hicieron célebres, evocan un eco de tristeza: el "tenebrae factae sunt... Velum
templi scissum est!" (Luc. 23, 44, 45), de la muerte de Cristo.
Vosotros comprendéis, venerables hermanos y queridos hijos, la significación de dolorosa
actualidad que guardan estas graves palabras. Y sobre todo esto, como testimonio perfecto de los
ejemplos de Cristo, la Iglesia católica muestra la ley del perdón aplicada en expresión de expiación,
de misericordia y de esperanza.
La visión del cenáculo con María y los Apóstoles
Hoy se renueva la visión del Cenáculo donde María oraba y esperaba el Espíritu Santo junto con los
Apóstoles y Discípulos. Este conmovedor recuerdo del Libro Sagrado que nos lleva a buscar en
todo el mundo y especialmente en el Oriente cristiano los templos levantados en honor y nombre de
la Madre de Dios. Estén abiertos o cerrados al culto esos templos encierran en las piedras la súplica
de los siglos, la angustiosa oración de nuestros días para alcanzar de Dios que los hombres sigan o
aprendan de nuevo a levantar los ojos al ciclo y a esperar de allí la bendición y la consagración para
el trabajo y el progreso que aquí abajo en el surco que sigue abierto en los corazones, de la gran
tradición antigua.
Reflexionad, queridos hijos, Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, palabra de verdad y de amor ha
anunciado al mundo. Y este Cristo bendito que ha derramado su caridad y dispensado los dones de
la gracia celestial, este Cristo se ve reducido al silencio por la negativa y los pecados de los
hombres y de las naciones.
Este silencio que recuerda el más sublime momento del rito litúrgico eucarístico a veces es oración
desgarradora, otras disciplina de prudencia.
El tercer testimonio de Cristo que llevar "usque ad ultimum terrae", acompaña a este dolor que el
entremezclarse de múltiples causas con frecuencia ajenas y pospuestas unas a otras nace profundo e
indecible.
No es necesario más explicaciones. Estamos, pues, llamados a dar testimonio de Cristo que en el
Sacrificio eucarístico renueva la inmolación del Calvario.
De la celebración y del éxito del Concilio quiere afirmarse la también devoción a la Cruz, al
sacrificio cruento y místico. Así se sitúa en su lugar exacto nuestro testimonio al Divino Maestro.
Llegados a este punto sólo nos queda, venerables hermanos, acoger con vosotros la santa poesía de
Pentecostés, las vibraciones de los corazones hacia el próximo Concilio y la evocación del triple
testimonio que dar de Jesucristo.
Estos mismos sentimientos nos complacemos en comunicarlos especialmente a vosotros, jóvenes
candidatos a sacerdocio o recién ordenados, cuyo corazón reposa exultante en la palabra de El, que
os llamaba a participar en su apostolado y sacrificio.
Representantes como sois de todas las gentes ¡oh, cómo resplandece vuestra hermosa juventud
ofrecida a El en holocausto, Verbo de Dios, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos!
También a vosotros, pues, también a vosotros se dirige la palabra del Señor, "eritis mihi testes".
¡Sed benditos, que seáis bien acogidos por vuestros hermanos y podáis mostrar al mundo con
vuestra estola inmaculada el título más alto y expresivo de vuestra consagración en esta vida y en la
otra para salvación de todos.
Nuestra invocación al Espíritu Santo quiere asociarse ahora a la oración de nuestra celestial Madre
María que asistió a las alegrías de la infancia de Jesús y a los dolores de su sacrificio. De aquí la
súplica, adquiere valor y adopta un tono de entusiasmo.
Oración
¡Oh Santo Espíritu Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por Jesús, haz fuerte y
continua la oración que elevamos en nombre de todo el mundo: acelera para cada uno de nosotros el
tiempo de una profunda vida interior; da impulso a nuestro apostolado que quiere llegar a todos los
hombres y a todos los pueblos, redimidos con la Sangre de Cristo y todos herencia suya. Mortifica
en nosotros la presunción natural y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero
temor de Dios, del generosa ánimo. Que ningún lazo terreno nos impida hacer honor a nuestra
vocación; ningún interés, por negligencia nuestra, debilite las exigencias de la justicia; que ningún
cálculo estreche los espacios inmensos de la caridad dentro de las estrecheces de los pequeños
egoísmos. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el
sacrificio hasta la cruz y la muerte, y que todo, finalmente, responda a la última oración del Hijo al
Padre Celestial y a aquella efusión que de Ti, oh Santo Espíritu del amor, el Padre y el Hijo
desearon sobre la Iglesia y sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos.
Amén, amén, alleluia, alleluia!
(Solemnidad de Pentecostés, Basílica Vaticana, Domingo 10 de junio de 1962)
San Juan Pablo II
1. "Cuando venga el Consolador, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que
procede del Padre, él dará testimonio de mí" (Jn 15, 26).
Estas son las palabras que el evangelista san Juan recogió de los labios de Cristo en el Cenáculo,
durante la última Cena, en la víspera de la pasión. Resuenan con singular intensidad para nosotros
hoy, solemnidad de Pentecostés de este Año jubilar, cuyo contenido más profundo nos revelan. Para
captar este mensaje esencial es preciso permanecer en el Cenáculo, como los discípulos.
Por eso la Iglesia, también gracias a una oportuna selección de los textos litúrgicos, ha permanecido
en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua. Y esta tarde, la plaza de San Pedro se ha transformado
en un gran Cenáculo, en el que nuestra comunidad se ha reunido para invocar y acoger el don del
Espíritu Santo.
La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha recordado lo que
sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua. Antes de subir al cielo, Cristo había
encomendado a los Apóstoles una gran tarea: "Id (...) y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). También les había prometido que, después de su marcha,
recibirían "otro Consolador", que les enseñaría todo
(cf. Jn 14, 16. 26).
Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando sobre los
Apóstoles, les dio la luz y la fuerza necesarias para hacer discípulos a todas las gentes,
anunciándoles el evangelio de Cristo. De este modo, en la fecunda tensión entre Cenáculo y mundo,
entre oración y anuncio, nació y vive la Iglesia.
2. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de él como el Consolador, el Paráclito,
que enviaría desde el Padre (cf. Jn 15, 26). Se refirió a él como el "Espíritu de la verdad", que
guiaría a la Iglesia hacia la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Y precisó que el Espíritu Santo daría
testimonio de él (cf. Jn 15, 26). Pero en seguida añadió: "Y también vosotros daréis testimonio,
porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 27). En el momento en que el Espíritu desciende
en Pentecostés sobre la comunidad reunida en el Cenáculo, comienza este doble testimonio: el del
Espíritu Santo y el de los Apóstoles.
El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad del misterio trinitario.
El testimonio de los Apóstoles es humano: transmite, a la luz de la revelación, su experiencia de
vida junto a Jesús. Poniendo los fundamentos de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al
testimonio humano de los Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su
Encarnación, para que, por obra de los testigos, en ella esté siempre viva y operante la memoria de
su muerte en la cruz y de su resurrección.
3. "También vosotros daréis testimonio" (Jn 15, 27). La Iglesia, animada por el don del Espíritu,
siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha proclamado fielmente el mensaje evangélico
en todo tiempo y en todos los lugares. Lo ha hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura
y sus tradiciones, pues sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no se opone a las
aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido revelado por Dios para colmar, por
encima de cualquier expectativa, el hambre y la sed del corazón humano. Precisamente por eso, el
Evangelio no debe ser impuesto, sino propuesto, porque sólo puede desarrollar su eficacia si es
aceptado libremente y abrazado con amor.
Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés, acontece en todas las
épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu Santo, se han sentido impulsados a ir al encuentro
de los demás para expresarles en las diversas lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso sigue
sucediendo también en nuestra época. Quiere subrayarlo la actual jornada jubilar, dedicada a la
"reflexión sobre los deberes de los católicos hacia los demás hombres: anuncio de Cristo, testimonio
y diálogo".
La reflexión que se nos invita a hacer no puede menos de considerar, ante todo, la obra que el
Espíritu Santo realiza en las personas y en las comunidades. El Espíritu Santo esparce las "semillas
del Verbo" en las diferentes tradiciones y culturas, disponiendo a las poblaciones de las regiones
más diversas a acoger el anuncio evangélico. Esta certeza debe suscitar en los discípulos de Cristo
una actitud de apertura y de diálogo con quienes tienen convicciones religiosas diversas. En efecto,
es necesario ponerse a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir también a los "demás". Son
capaces de ofrecer sugerencias útiles para llegar a una comprensión más profunda de lo que el
cristiano ya posee en el "depósito revelado". Así, el diálogo podrá abrirle el camino para un anuncio
más adecuado a las condiciones personales del oyente.
4. De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el testimonio vivido.
Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además,
hay que tener en cuenta que, a veces, las circunstancias no permiten el anuncio explícito de
Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de una vida respetuosa,
casta, desprendida de las riquezas y libre frente a los poderes de este mundo, en una palabra, el
testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción.
Es evidente, asimismo, que la firmeza en ser testigos de Cristo con la fuerza del Espíritu Santo no
impide colaborar en el servicio al hombre con los seguidores de las demás religiones. Al contrario,
nos impulsa a trabajar junto con ellos por el bien de la sociedad y la paz del mundo.
En el alba del tercer milenio, los discípulos de Cristo son plenamente conscientes de que este
mundo se presenta como "un mapa de varias religiones" (Redemptor hominis, 11). Si los hijos de la
Iglesia permanecen abiertos a la acción del Espíritu Santo, él les ayudará a comunicar, respetando
las convicciones religiosas de los demás, el mensaje salvífico único y universal de Cristo.
5. "Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis
conmigo" (Jn 15, 26-27). Estas palabras encierran toda la lógica de la Revelación y de la fe, de la
que vive la Iglesia: el testimonio del Espíritu Santo, que brota de la profundidad del misterio
trinitario de Dios, y el testimonio humano de los Apóstoles, vinculado a su experiencia histórica de
Cristo. Uno y otro son necesarios. Más aún, si lo analizamos bien, se trata de un único testimonio:
el Espíritu sigue hablando a los hombres de hoy con la lengua y con la vida de los actuales
discípulos de Cristo.
En el día en que celebramos el memorial del nacimiento de la Iglesia, queremos elevar una ferviente
acción de gracias a Dios por este testimonio doble y, en definitiva, único, que abraza a la gran
familia de la Iglesia desde el día de Pentecostés. Queremos darle gracias por el testimonio de la
primera comunidad de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los mártires y de los
confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos la herencia de innumerables hombres y mujeres
de todo el mundo.
La Iglesia, animada por la memoria del primer Pentecostés, reaviva hoy la esperanza de una
renovada efusión del Espíritu Santo. Asidua y concorde en la oración con María, la Madre de Jesús,
no deja de invocar: "Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra" (Sal 103, 30).
Veni, Sancte Spiritus: Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus fieles la llama de tu
amor.
Sancte Spiritus, veni!
(Vigilia de Pentecostés, Sábado 10 de junio de 2000)
SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir,
participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El
único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana —el misterio pascual—, en las diversas
solemnidades y fiestas asume "formas" específicas, con nuevos significados y con dones
particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en
ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto,
mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y
¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma
más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en
la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a
la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo,
según el mito griego, sino que se hizo mediador del "don de Dios" obteniéndolo para nosotros con
el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre de
hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8).
Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la
tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo
constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. "Recibid
el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas
palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía
su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.
Ahora, queridos hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo
debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. En el
relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos
"estaban todos reunidos en un mismo lugar". Este "lugar" es el Cenáculo, la "sala grande en el piso
superior" (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se
les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la
"sede" de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que
insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: "Todos ellos
perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de
los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.
Esto, queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para nosotros, que
estamos aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una
conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación,
debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa
escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —
sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos "ajetreada" en actividades y más
dedicada a la oración.
Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la
tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en
los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la
tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y
aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como "viento
impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos
permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida
espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres
vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la
existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire —y por eso el
compromiso ecológico constituye hoy una prioridad—, se debería actuar del mismo modo con
respecto a lo que corrompe el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin
dificultad a muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el
corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el desprecio del hombre y de
la mujer. También esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma,
sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la
metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio,
tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del
espíritu, que es el amor.
La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al
inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un
aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías del cosmos —el
"fuego"—, parece que el ser humano hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el
mundo, excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya
no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente,
esta actitud revela una relación no auténtica con Dios, consecuencia de una falsa imagen que se ha
construido de él, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo
alejándose de la casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el "fuego" y sus
enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y contra la humanidad
misma, como por desgracia lo demuestra la historia. Como advertencia perenne quedan las
tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó
sembrando la muerte en proporciones inauditas.
En verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente sintomáticos, en
la realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no
es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las
aguas" (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya
estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la tierra"
purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este "fuego"
puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con
María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.
Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el
miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su
Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la
resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu
Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a
todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se
sentían en las manos del más fuerte.
Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace
conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su
amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los
confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el
ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia
misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano
de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.
Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: "Envía tu Espíritu,
Señor, para que renueve la faz de la tierra".
(Solemnidad de Pentecostés, Basílica de San Pedro, Domingo 31 de mayo de 2009)
P. Jorge Loring S.I.
Domingo de Pentecostés - Año B
1.- San Juan dice que Dios es AMOR.
2.-A Dios no puede faltarle nada que le sea esencial.
3.- Si Dios es AMOR necesita ALGUIEN a quien amar.
4.- Y esto desde toda la eternidad.
5.- Por eso Dios es TRINO.
6.- Esto ilumina el misterio de LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
7.- El misterio consiste en que siendo un sólo DIOS VERDADERO, en Él hay tres personas
distintas: EL PADRE, EL HIJO Y EL ESPÍRITU SANTO.
8.- Aunque no pretendemos entender a la perfección el misterio, hay comparaciones que lo
iluminan.
9.- Es tradicional lo del triángulo: en el triángulo cada ángulo abarca completamente el triángulo
entero, lo mismo que cada persona de la SANTÍSIMA TRINIDAD es el mismo Dios.
10.- También es bonito lo de las tres cerillas: tres cerillas unidas y encendidas, cada cerilla posee la
misma llama que las otras dos.
11.- Cada vez que nos santiguamos honramos a la Santísima Trinidad. Así empezamos las
oraciones, la Santa Misa, los sacramentos y muchas obras. Y al persignarnos hacemos una cruz en
la frente refiriéndonos al Padre que está sobre todo, otra en la boca indicando al Hijo que es la
Palabra del Padre, y otra sobre el corazón simbolizando al Espíritu Santo que es Amor.
Semana del 24 al 30 de Mayo de 2015 – Ciclo B
Pentecostés
Domingo 24 de mayo de 2015
Pentecostés
Vicente de Lerins, Susana, María auxiliadora
Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Salmo 103: Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra
1Cor 12,3b-7.12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu
Jn 20,19-23: Reciban el Espíritu Santo
Cualquier gran ciudad de nuestro mundo rememora ya el ambiente de la torre de Babel:
pluralidad de lenguas, pluralidad de culturas, pluralidad de ideas, pluralidad de estilos de vida y
problemas inmensos de intolerancia e incomprensión entre los que la habitan. ¿Cómo convivir y
entenderse quienes tienen tantas diferencias? La situación está volviéndose especialmente
problemática en los países desarrollados, pero también en las grandes ciudades de todo el mundo.
Inmigrantes del campo, del interior, de otras provincias o países que lo dejan todo para buscar un
trabajo, un hogar, un lugar donde recibir sustento y calidad de vida. A la desesperada son cada día
más los que abandonan su país para tocar a la puerta de los países desarrollados, aunque para ello
haya que surcar mares tenebrosos en barcas desamparadas. Llegar a la otra orilla es la ilusión... Y
cuando llegan, si es que los dejan entrar, comienza un verdadero calvario hasta poder situarse al
nivel de los que allí viven. Nuestro mundo se ha convertido ya en paradigma de la torre de Babel,
palabra que significaba «puerta de los dioses». Así se denominaba la ciudad, símbolo de la
humanidad, precursora de la cultura urbana. Una ciudad en torno a una torre, una lengua y un
proyecto: escalar el cielo, invadir el área de lo divino. El ser humano quiso ser como Dios (ya antes
lo había intentado en el paraíso a nivel de pareja, ahora a nivel político) y se unió (-se uniformó-)
para lograrlo.
Pero el proyecto se frustró: aquél Dios, celoso desde los comienzos del progreso humano,
confundió (en hebreo, "balal") las lenguas y acabó para siempre con la Puerta de los dioses
("Babel"). Tal vez nunca existió aquel mundo uniformado; quizá fue sólo una tentadora aspiración
de poder humano. Después del castigo divino, las diferentes lenguas fueron el mayor obstáculo para
la convivencia, principio de dispersión y de ruptura humana. El autor de la narración babélica no
pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó el gesto divino como castigo. Pero hizo constar, ya
desde el principio, que Dios estaba por el pluralismo, diferenciando a los habitantes del globo por la
lengua y dispersándolos.
Diez siglos después de escribirse esta narración del libro del Génesis, leemos otra en el de los
Hechos de los Apóstoles. Tuvo lugar el día de Pentecostés, fiesta de la siega en la que los judíos
recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí, «cincuenta días» (=«Pentecostés»)
después de la salida de Egipto.
Estaban reunidos los discípulos, también cincuenta días después de la Resurrección (el éxodo
de Jesús al Padre) e iban a recoger el fruto de la siembra del Maestro: la venida del Espíritu que se
describe acompañada de sucesos, expresados como si se tratara de fenómenos sensibles: ruido como
de viento huracanado, lenguas como de fuego que consume o acrisola, Espíritu (=«ruah»: aire,
aliento vital, respiración) Santo (=«hagios»: no terreno, separado, divino). Es el modo que elige
Lucas para expresar lo inenarrable, la irrupción de un Espíritu que les libraría del miedo y del temor
y que les haría hablar con libertad para promulgar la buena noticia de la muerte y resurrección de
Jesús.
Por esto, recibido el Espíritu, comienzan todos a hablar lenguas diferentes. Algunos han
querido indicar con esta expresión que se trata de "ruidos extraños"; tal vez fuera así
originariamente, al estilo de las reuniones de carismáticos. Pero Lucas dice "lenguas diferentes".
Así como suena. Poco importa por lo demás averiguar en qué consistió aquel fenómeno para cuya
explicación no contamos con más datos. Lo que sí importa es saber que el movimiento de Jesús
nace abierto a todo el mundo y a todos, que Dios ya no quiere la uniformidad, sino la pluralidad;
que no quiere la confrontación sino el diálogo; que ha comenzado una nueva era en la que hay que
proclamar que todos pueden ser hermanos, no sólo a pesar de, sino gracias a las diferencias; que ya
es posible entenderse superando todo tipo de barreras que impiden la comunicación.
Porque este Espíritu de Dios no es Espíritu de monotonía o de uniformidad: es políglota,
polifónico. Espíritu de concertación (del latín "concertare": debatir, discutir, componer, pactar,
acordar). Espíritu que pone de acuerdo a gente que tiene puntos de vista distintos o modos de ser
diferentes. El día de Pentecostés, a más lenguas, no vino, como en Babel, más confusión. "Cada uno
los oía hablar en su propio idioma de las maravillas de Dios". Dios hacía posible el milagro de
entenderse.. Se estrenó así la nueva Babel, la pretendida de Dios, lejos de uniformidades malsanas,
un mundo plural, pero acorde. Ojalá que la reinventemos y no sigamos levantando muros ni
barreras entre ricos y pobres, entre países desarrollados y en vías de desarrollo o ni siquiera eso.
Y la venida del Espíritu significó para aquel puñado de discípulos el fin del miedo y del
temor. Las puertas de la comunidad se abrieron. Nació una comunidad humana, libre como viento,
como fuego ardiente. No sin razón dice Pablo: "Donde hay Espíritu de Dios hay libertad", y donde
hay libertad, autonomía (el ser humano -y su bien- se hacen ley), y donde hay autonomía, se
fomenta la pluralidad y la individualidad, como camino de unidad, y resplandece la verdad, porque
el Espíritu es veraz y nos guiará por el camino de la verdad, de la autenticidad, de la vida, como
dice Juan en su evangelio. Que venga un nuevo Pentecotés sobre nuestro mundo –es nuestra
oración- para acabar con esta ola de intolerancia e intransigencia que nos invade por doquier.
Para la revisión de vida
Hacer un tiempo de oración más profunda, tratando de escuchar las mociones que el Espíritu
puede suscitar en mí y que quizá no tengo condiciones de escuchar en la prisa diaria.
Educar la mirada: lograr "ver" al Espíritu actuando en tantas cosas como Él mueve y dirige...
No dejarnos deslumbrar por todos los que se remiten fácilmente al "espíritu" y en su nombre se
apartan del compromiso del amor, de la atención a los pobres...: hacer "discernimiento de
espíritus".
Ejercicio: leer un libro de espiritualidad comprometida.
Para la reunión de grupo
- ¿Qué reacción nos produce la palabra "espíritu"? Démosle sinónimos explicativos.
- Hoy hablan muchos del "espíritu" y lo encuentran en regiones o en actividades muy lejanos de la
realidad, del compromiso social, en lo "puramente religioso"... ¿Es así lo que la Biblia nos dice del
Espíritu? Pongamos ejemplos.
- «Hay que ser espirituales, no espiritualistas»: comentar a frase, con razones y con experiencias.
- En el transfondo de lo que escribe, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (1ª lectura) tiene en el
pensamiento el símbolo de lo que ocurrió en Babel: ¿en qué sentido? Explicitar las referencias
simbólicas.
Para la oración de los fieles
- Para que el Espíritu de Pentecostés se siga derramando hoy en la Iglesia en todos sus miembros,
para animarla a ser fermento y catalizador de todas las transformaciones que el mismo Espíritu
produce en todos los hombres y mujeres de todas las razas y credos, roguemos al Señor...
- Por este mundo que en la actualidad tiene en curso varias guerras que apelan a razones
religiosas, para que el Espíritu de Dios, que actúa en todos los pueblos, los lleve poco a poco a
superar la Babel de la confusión y nos encamine a la reconciliación y la Paz...
- Por esta Humanidad, hija de Dios, que se refiere a Él y lo ama desde las más diversas religiones
y tradiciones espirituales; para que, sin perder la identidad espiritual que Dios ha dado a cada
pueblo -destello singular de su gloria- todas las religiones dialoguen activa y fructuosamente,
como mediaciones que son del único Dios...
- Para que el Espíritu Dios, "padre de los pobres" [Pater páuperum], que siempre les ha dado a lo
largo de la historia, sobre todo en los momentos más difíciles y de máxima postración, claridad en
la visión y coraje para el compromiso liberador, les dé hoy también en todo el mundo, fe
convencida y esperanza activa...
- Para que, como en Pentecostés, todos los pueblos entiendan el lenguaje del amor y de la unidad,
sin que ningún pueblo quiera dominar a los demás…
- Para que el Espíritu del Dios creador, "que repuebla la faz de la Tierra" y deposita -también en
todas las criaturas- una participación de sí mismo, nos haga a los humanos conscientes de que no
poseemos el mundo en propiedad para utilizarlo y consumirlo, sino para co-existir con todas las
cosas y con-vivir con todas las criaturas animadas reverenciando así tanto a la Creación como al
Creador...
Oración comunitaria
- Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la Gloria: ilumina nuestra mirada interior
para que, viendo lo que esperamos a raíz de tu llamado, y entendiendo la herencia grande y
gloriosa que reservas a tus santos, comprendamos con qué extraordinaria fuerza actúa en favor de
los que creemos. Por N.S.J. [cfr Ef 1, 17ss]
O bien
Dios nuestro, Espíritu inasible, Luz de toda luz, Amor que está en todo amor, Fuerza y Vida que
alienta en toda la Creación: derrámate hoy de nuevo sobre toda la creación y sobre todos los
pueblos, para que buscándote más allá de los diferentes nombres con que te invocamos, podamos
encontrarTe, y podamos encontrarnos, en Ti, unidos en amor a todo lo que existe. Tú que vives y
haces vivir, por los siglos de los siglos.
Lunes 25 de mayo de 2015
Vicenta López Vicuña, Beda
Eclo 17,20-28: Retorna al Altísimo, aléjate de la injusticia
Salmo 31: Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Mc 10,17-27: Vende lo que tienes y sígueme
Aunque en la cultura actual no hay mucho interés por la «vida eterna», sí abunda la
preocupación por la vida futura. La televisión y el internet anuncian un futuro amenazado por
catástrofes, pero este anuncio no viene acompañado de un cambio en el modo de vivir. Son
premoniciones trágicas, pero no proféticas, ya que no invitan a cambiar esos estilos de vida que
amenazan la existencia. Las dos respuestas que Jesús ofrece al joven que lo interroga en el camino
obedecen a una preocupación religiosa. Jesús nos invita a cambiar esa lógica, primero con una
actitud ética y, luego, con una transformación radical de la existencia. La primera respuesta tiene un
énfasis ético y se concentra en los mandamientos que regulan la relación con el prójimo. Es decir, lo
que pide casi toda legislación en cualquier nación. ¡Nada más, pero nada menos! Luego, como el
hombre insiste en presentarse como «justo», Jesús lo confronta con una verdad muy sencilla: como
ya tiene asegurada la vida presente, quiere asegurar la eterna de la misma forma. Se marcha
contrariado porque la exigencia de Jesús supera sus expectativas religiosas y existenciales. Sus
posesiones le impiden abrazar la nueva vida que Jesús le ofrece.
Martes 26 de mayo de 2015, martes
Felipe Neri, Mariana Paredes
Eclo 35,1-15: El que guarda los mandamientos ofrece sacrificio de acción de gracias
Salmo 49: Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
Mc 10,28-31: Recibirás en este tiempo cien veces más, y la vida eterna
La intervención de Pedro responde a la lógica de las recompensas: cuando hacemos algo que
consideramos bueno, esperamos a cambio un premio. La respuesta de Jesús se orienta en otra
dirección: es necesario trabajar en el mundo presente para cambiar las condiciones del mundo
futuro. Nosotros nos maravillamos de las tecnologías de nuestra época, pero no nos damos cuenta
de que son el producto de muchos esfuerzos y sacrificios de épocas anteriores. También
consideramos óptima nuestra vida en comparación de la esclavitud de la Antigüedad o de la
servidumbre en la Edad Media, pero no nos damos cuenta de que este estilo de vida exigió la lucha
y el sacrificio de muchas generaciones de obreros y empleados. – Jesús nos pide descubrir qué nos
ofrece el mundo presente y qué tendríamos que hacer para hacer posible una vida digna en el
mundo futuro. En el presente podemos abrirnos a una posibilidad de hermandad universal al
descubrir que muchas personas que hasta ahora desconocíamos se pueden convertir en nuestra
familia. Así no estaríamos limitados por las exigencias de parentesco o por obligaciones meramente
jurídicas. De igual modo, podemos cambiar las condiciones de existencia en el mundo presente para
hacer posibles unas mejores.
Miércoles 27 de mayo de 2015
Agustín de Cantorbery
Eclo 36, 1-2a.5-6.13-19: Que sepan las naciones que no hay Dios fuera de ti
Salmo 78: Muéstranos, Señor, tu misericordia
Mc 10,32-45: Estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado
El destino que Jesús elige y el estilo de vida de sus discípulos parecen dos realidades distintas
y distantes, pero están indisolublemente ligadas. Jesús elige confrontarse a sí mismo y confrontar a
las autoridades de Jerusalén. Y lo hace no por capricho personal, sino como parte de la voluntad de
su Padre que busca la reconciliación del mundo por medio de la eliminación de las diferencias que
enemistan a las personas entre sí: judíos y paganos, pobres y ricos, sabios e ignorantes, puros e
impuros. Jesús quiere comunicar su verdad en Jerusalén, en un lugar en el que puede ser escuchado,
aunque esa decisión comporta riesgos mortales. Lo mismo ocurre con los discípulos que quieren los
puestos principales y rivalizan entre sí por el poder de dominación. Sin embargo, Jesús les ha
enseñado a realizar la justicia por medio del amor solidario, lo que exige renunciar efectivamente a
las pretensiones de poder y de dominio. Jesús asume un destino de reconciliación entre los seres
humanos que requiere un nuevo estilo de vida, en total ruptura con las expectativas de control,
riqueza y fama, tan apreciadas en esa época como en la nuestra. ¿Y nosotros qué elegimos?
Jueves 28 de mayo de 2015
Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
Emilio, Justo, Germán
Gn 14,18-20: Sacó pan y vino
Salmo 109: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
1Cor 11,23-26: Cada vez que comen y beben proclaman la muerte del Señor
Lc 9,11b-17: Comieron todos y se saciaron
El alimento es la primera urgencia de todo ser vivo. En todas las culturas la vida se organiza
en torno al alimento. En la mayor parte de rituales se comparte el alimento, ya sea de manera
simbólica o en cenas especiales. Por esta razón, la comida se considera ‘sagrada; expresión de la
vida y de todo aquello que la sustenta. La celebración que hoy hacemos de Jesucristo, como ‘Sumo
y eterno sacerdote’, nace de la memoria que el alimento tiene en la vida cristiana. En la ‘Última
Cena’ Jesús nos entrega su vida en el símbolo del pan y el vino. La mesa compartida con los
pecadores, los pobres y los cobradores cambia la manera de relacionarse entre los marginados y se
convierte en símbolo de unidad entre los seres humanos y con Dios. El alimento multiplicado hace
realidad la esperanza de la multitud, que recibe el alimento cotidiano mientras recibe el alimento
espiritual. Esa realidad sagrada manifestada en el alimento, la mesa, el pan y el vino, se consagra en
la figura de Jesús como ungido al servicio de Dios en el servicio al ser humano. – ¿Hacemos de
nuestro alimento diario un momento de consagración de nuestra vida?
Viernes 29 de mayo de 2015
Maximino, Hilda
Eclo 44,1.9-13: : Nuestros antepasados fueron hombres de bien, vive su fama por generaciones
Salmo 149: El Señor ama a su pueblo
Mc 11,11-26: Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos
Todos nosotros esperamos algún tipo de signo cuando queremos tomar una decisión
importante. Jesús acude al templo en compañía de sus discípulos y observa atentamente. Encuentra
el signo en los días siguientes al fijarse en la higuera y al mirar a la gente que permanece en los
alrededores del Templo. De la higuera percibe que no satisface las expectativas de los pasantes, que
se emocionan al ver la abundancia de hojas, pero que no encuentran ningún fruto en ella. Pasa algo
similar con el Templo, es un edificio enorme y hermoso, pero los frutos de oración y de acogida
nunca se producen. Sólo son un mercado del que se benefician muy pocos y en el que la mayor
parte de los que allí acuden con fe y esperanza sólo son explotados y excluidos. Jesús encuentra allí
el signo de los tiempos: tanto el Templo de Jerusalén como la higuera impresionan con su decorado,
pero no con sus frutos. La expulsión de los vendedores es el signo contrario, que muestra el sentido
de apertura y universalidad que constituye la vocación original del Templo de Jerusalén. – Nosotros
a veces queremos ceremonias vistosas y elegantes, pero debemos preguntarnos si nos conducen a
una auténtica vida cristiana.
Sábado 30 de mayo de 2015
Fernando, Juana de Arco
Eclo 51,17-27: Daré gracias al que me enseñó
Salmo 18: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón
Mc 11,27-33: ¿Con qué autoridad haces esto?
La expulsión de los mercaderes del Templo se convierte en un desafío directo para las
autoridades del mismo Templo de Jerusalén. Aunque los jefes conocían las tradiciones proféticas
que hacían del Templo una casa de oración abierta a todas las naciones, sin embargo, para ellos eran
más importantes los controles y limitaciones que les daban poder. El Templo era más una enorme
caja fuerte y un banco que un espacio para el crecimiento espiritual. La principal actividad era el
consumo de animales de sacrificio y la recepción de impuestos y ofrendas monetarias. El poder de
las familias sacerdotales que lo controlaban era tal que influían sobre los invasores romanos en el
nombramiento de las autoridades civiles. Jesús se opone a tales prácticas en nombre de Dios, a
quien supuestamente se le rendía homenaje con tal monumento. – Hoy nosotros nos enfrentamos a
desafíos semejantes. En nombre de la libertad, de la justicia o, incluso, del amor se desvían recursos
para encubrir la violencia y la enajenación mental y espiritual. Los impuestos con frecuencia
terminan invertidos en propiedades particulares de quienes controlan el poder. Como Jesús, también
nosotros podemos poner en evidencia las contradicciones de esas realidades y la verdadera función
que deberían cumplir.
Portal Koinonia | Bíblico | Páginas Neobíblicas | El Evangelio de cada día | Calendario litúrgico |
Pag. de Cerezo | RELaT | LOGOS | Biblioteca | Información | Martirologio Latinoamericano
| Página de Mons. Romero | Posters | Galería
Descargar