Teoría del derecho y decisión judicial

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Juan Antonio García Amado/Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Juan Igartua Salaverría/Victoria Iturralde
María Concepción Gimeno Presa
Alfonso García Figueroa/Thomas Bustamante
Roger Campione/Jacobo Dopico Gómez-Aller
Teoría del derecho y decisión
judicial
Editado por Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Presentación
El presente libro recoge parte de los resultados del proyecto de investigación SEJ2007-64496, titulado “Teoría del
Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial”, proyecto del que soy investigador principal y
que cuenta con un equipo de doce investigadores de diversas
universidades españolas.
Los trabajos aquí recogidos son reflejo de los objetivos
de dicho proyecto y manifestación de las labores conjuntas del
equipo, lo que no es óbice para la autoría individual de cada
uno.
Contamos también con dos artículos de profesores ajenos al proyecto, pero que intervinieron como invitados en algunas de sus reuniones y que amablemente se brindaron al
diálogo con todos y a la participación en este libro. Se trata de
los doctores Thomas Bustamante, de la Universidad de Aberdeen y Alfonso García Figueroa, de la Universidad de CastillaLa Mancha, a quienes agradecemos muy sinceramente su colaboración en esta obra y en nuestros debates.
En nombre de todos los integrantes del equipo, debo
dejar constancia también del agradecimiento al profesor Pablo
Raúl Bonorino por su tarea de coordinación y edición del presente volumen.
Juan Antonio García Amado
¿Qué es una falacia?1
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Universidad de Vigo
El término “falacia” se emplea como arma arrojadiza en
los intercambios argumentativos. Las disputas que derivan en
un procedimiento judicial son esencialmente argumentativas,
por lo que resulta común que las partes cuestionen la posición
de su rival atribuyéndole la comisión de “falacias”, o que al
fundar un recurso contra la sentencia que pone fin a la controversia afirmen que el juez ha incurrido en alguna “falacia” en
su fundamentación.
Tradicionalmente se suelen definir las falacias como aquellos argumentos que resultan psicológicamente persuasivos
pero que un análisis más detallado revela como incorrectos
desde el punto de vista lógico (Copi y Cohen 1995: 126)2 .
La importancia de su estudio radica en que es necesario estar
prevenidos y poder identificar las falacias, pues de lo contrario
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”.
2. El término “falacia” se utiliza en algunas ocasiones para referirse a una creencia errónea, o a un enunciado
falso. Por ejemplo, cuando alguien dice “sostener que el neoliberalismo es inevitable es una falacia”. No utilizaremos el término en este sentido coloquial, sino que intentaremos precisar la noción técnica de “falacia” tal como
se la entiende en los estudios de lógica informal.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
podrían hacernos incurrir en errores al argumentar o incluso
hacernos aceptar creencias sin buenas razones.
En este artículo analizaremos la relación entre falacias y
razonamiento jurídico. A través del análisis de una serie ejemplos clásicos (apelación a la ignorancia, argumento de autoridad y apelaciones a la emoción) mostraremos como el uso de
este tipo de argumentos en el contexto jurídico nos permite
reconsiderar el concepto mismo de argumento falaz.
Un caso típico de falacia, mencionada en todos los libros
sobre la materia, es la denominada “apelación a la autoridad”.
En ella se pretende apoyar la verdad de la conclusión valiéndose de una premisa en la que se afirma que una determinada
autoridad ha dicho aquello que se pretende concluir. Por ejemplo: “Fernando Alonso ha dicho que más vale comprar bonos
que invertir en la bolsa, por lo tanto, más vale comprar bonos
que invertir en la bolsa”. El único apoyo para la conclusión es
la supuesta afirmación del corredor de autos, lo que puede
resultar persuasivo (según el grado de fanatismo que aquél al
que va dirigido el argumento manifieste en relación con el deportista en cuestión), pero que de ninguna manera puede ser
considerado un buen argumento. Un análisis minucioso nos
permite apreciar que no existe conexión entre lo que se afirma
en las premisas y aquello que se pretende derivar a manera
de conclusión. Lo que Alonso haya dicho resulta irrelevante en
relación con lo que debería hacer un inversor con su dinero.
Aunque no pretendemos ingresar en polémicas teóricas
-pues excederíamos los límites impuestos a este artículo-, debemos señalar que esta caracterización dista de ser adecuada (Cf. Comesaña 1998, Grootendorst 1987, Walton 1989).
Consideramos que una “falacia” no es (como se supone en su
sentido tradicional), un argumento inherentemente erróneo o
incorrecto, sino que debe evaluarse en cada caso particular a
la luz del contexto dónde aparece, y asociado a la violación de
ciertas reglas implícitas que rigen la argumentación en esos
contextos. Si bien la aclaración sobre la relatividad contextual
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¿Qué es una falacia?
del concepto de “falacia” parece indiscutible (ya lo insinuaba
Aristóteles en los “Elencos Sofistas”), la forma de identificar
esas reglas resulta sumamente dificultosa, lo que impide la
elaboración de una teoría general aplicable a cualquier contexto.
En nuestro caso, además, deberemos tener en cuenta las
peculiaridades del contexto jurídico a la hora de explicar los
distintos tipos de falacias que hemos seleccionado. Un error
muy común en este tema es proyectar los resultados de estudios realizados sobre otros contextos argumentativos sin prestar atención a las peculiaridades propias del discurso jurídico
(Cf. Warat 1987). El resultado puede ser catastrófico, pues
muchos argumentos que en contextos científicos, por poner
un ejemplo, resultan casos claros de falacias, en contextos
jurídicos resultan ser no sólo habituales, sino indispensables
formas de argumentar (Cf. Walton 2002).
Para seguir con nuestro ejemplo. La “apelación a la autoridad” constituye un argumento muy común en la práctica jurídica. Los tribunales inferiores invocan a menudo las decisiones
de tribunales superiores para apoyar sus fallos. La corte invoca sus propias resoluciones del pasado como fundamento de
sus decisiones. Los doctrinarios tratan de dotar a sus afirmaciones de la mayor cantidad de adhesiones entre los hombres
ilustres de la disciplina de que se trate. Los textos que acompañan la sanción de las leyes del estado, los debates previos a
la sanción de normas generales, etc., son todos considerados
fuentes inagotables y valiosas de razones con las que apoyar
las conclusiones que se pretendan hacer valer en disputas interpretativas, precisamente por la autoridad del legislador de
las que emanan. En otras palabras, la apelación a la autoridad
no constituye una forma errónea de argumentar en todos los
contextos posibles. En el campo del derecho constituye una
forma correcta y habitual para apoyar ciertas afirmaciones. Lo
que no significa que a veces no se pueda incurrir en un uso
inadecuado o falacioso de este tipo de argumentos.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
El desafío es establecer en que casos, y bajo que condiciones, los argumentos considerados tradicionalmente falacias
lo son también en el marco de una argumentación jurídica. Y
eso es lo que pretendemos hacer –de forma parcial- en este
trabajo con los casos que hemos seleccionado. El catálogo de
falacias – o errores en la argumentación- que presentaremos
es inevitablemente incompleto, porque, como señalara De
Morgan “no hay nada similar a una clasificación de las maneras en que los hombres pueden llegar a un error, y cabe dudar
de que pueda haber alguna” (Copi 1974: 81). Pero a pesar de
su incompletitud, constituye una herramienta indispensable
para el jurista a la hora de evaluar sus propios argumentos y
los que presentan sus colegas a su consideración.
Se llama falacia de apelación a la ignorancia, o argumento ad ignorantiam, a aquel argumento en el que se pretende afirmar como conclusión que un enunciado es verdadero o
falso, apoyándose en una única premisa en la que se sostiene que no se ha podido demostrar la falsedad (o verdad) del
enunciado en cuestión.
Son ejemplos de este tipo de argumento los siguientes:
(P) No se ha podido demostrar que las afirmaciones de la astrología sean falsas.
(C) Las afirmaciones de la astrología son verdaderas.
(P) Nadie ha demostrado jamás que los ovnis
existan.
(C) Los ovnis no existen.
En los dos ejemplos se puede observar como, de la constatación de la falta de evidencia en apoyo de una afirmación,
se pretende derivar como conclusión su negación (o a la inversa, de la falta de prueba en apoyo de una negación se pretende sacar como conclusión la afirmación del enunciado ne12
¿Qué es una falacia?
gado). Como no hay pruebas capaces de avalar la verdad de
lo que dices, entonces lo que dices es falso. O bien, como no
hay pruebas suficientes que apoyen la falsedad de lo que digo,
entonces lo que digo es verdadero. En ambos casos se pretende inferir de la falta de conocimiento (de la ignorancia, de
allí su nombre) sobre la verdad o falsedad de una afirmación,
el conocimiento sobre el valor de verdad de la misma. Pero se
olvida que, de la misma manera que no es posible transmutar
el bronce en oro, tampoco se puede transmutar la ignorancia
en conocimiento.
La estructura de la falacia de apelación a la ignorancia es
la siguiente:
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
P es falso.
(C) P es verdadero.
O en su otra variante:
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
P es verdadero.
(C) P es falso.
Ejemplos muy comunes utilizados en los libros de lógica
informal para ilustrar esta falacia son los siguientes:
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
Dios no existe.
(C) Por lo tanto, Dios existe.
O en su otra variante:
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
Dios existe.
(C) Por lo tanto, Dios no existe.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
En ambos casos estamos en presencia de un argumento
falaz, esto significa que a pesar de que pueda parecer persuasivo en algunos contextos, en realidad no hay buenas razones
en las premisas para aceptar la verdad de la conclusión. La
premisa puede ser verdadera, pero de allí no se sigue que la
conclusión también lo sea. La razón es que no existe conexión
semántica entre lo que se afirma en la premisa y en la conclusión (Cf. Walton 1999).
Las falacias por lo general están relacionadas directa o
indirectamente con la carga de la prueba de una afirmación.
Por regla general quien hace una afirmación tiene que mostrar por qué dicha afirmación debe ser considerada verdadera.
Debe probarla. En esos casos se dice que el sujeto posee la
carga de la prueba. Ahora bien, cuando alguien hace una afirmación sin ningún tipo de fundamento es muy fácil incurrir en
la falacia de apelación a la ignorancia como respuesta. En esos
casos, conviene ser consciente de las reglas que rigen el contexto de argumentación racional y exigir a quien realice una
afirmación sin fundamento que exponga las razones por las
que deberíamos aceptarla, y no contestarle diciendo que como
no lo ha probado entonces lo que dice es falso. Cuando alguien
afirma algo sin justificarlo la respuesta más apropiada no es
formular una negación igualmente injustificada ni asumir indebidamente la carga de la prueba de dicha negación. Lo que se
debe hacer es resaltar que no se ha brindado apoyo para dicha
afirmación y reclamarlo antes de continuar la discusión. En
muchos contextos resulta muy difícil mantener la calma. Por
ejemplo, cuando un paranoico afirma en nuestra presencia, y
sin ningún fundamento, que es objeto de una demencial conspiración de la que somos parte, y transforma nuestra incapacidad para refutar sus dichos en ¡la única prueba en apoyo de la
existencia de dicha conspiración! O cuando una pareja celosa
nos endilga una infidelidad y se refuerza en su convicción inicial solo porque somos incapaces de demostrar que no ha sido
cierto. En todos esos casos hay que recordar que la apelación
a la ignorancia es un argumento falaz, y no debemos utilizarlo
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¿Qué es una falacia?
como réplica. Y también que quien realiza una afirmación tiene
la carga de probar su verdad.
En el contexto judicial existe un principio básico que obliga a considerar inocente a un sujeto acusado de cometer un
delito si no se puede probar su culpabilidad. El argumento en
estos casos parece ser muy similar a la falacia que estamos
analizando. “Como no hay pruebas suficientes para afirmar
que has cometido un delito, entonces debemos concluir que
eres inocente.” Pero en los casos en los que se aplica el principio procesal de inocencia debemos hacer un análisis más cuidadoso antes de sostener que los jueces utilizan falacias cada
vez que rechazan una acusación por falta de pruebas suficientes. Estos típicos argumentos judiciales se pueden interpretar
de dos maneras diferentes:
[I]
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
el sujeto K ha cometido abusos a menores de
edad en su rancho.
(C) Por lo tanto, el sujeto K no ha cometido
abusos a menores de edad en su rancho.
[II]
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
el sujeto K ha cometido abusos a menores de
edad en su rancho.
(C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser considerado jurídicamente inocente de la acusación de haber cometido abusos a menores de
edad en su rancho.
Si los argumentos judiciales que se formulan en aplicación
del principio de inocencia se entienden de la primera forma,
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
entonces estamos en presencia de una clara falacia de apelación a la ignorancia. Pues de la falta de pruebas para apoyar la
verdad del enunciado que afirma que K cometió abusos a menores de edad no se puede inferir que no los haya cometido,
esto es, que el enunciado que dice que K ha cometido abusos
a menores de edad sea falso. Pero los argumentos judiciales
no son de este tipo, pues el juez no pretende afirmar como
conclusión la verdad o la falsedad del enunciado que describe
la conducta del imputado, sino que el enunciado que defiende
como conclusión alude al estatus procesal que cabe atribuirle
en virtud de la prueba recolectada en el proceso. El argumento
utilizado en esos casos se asemeja a la segunda interpretación
posible, y por ello no se puede considerar una falacia de apelación a la ignorancia. Esto queda en evidencia de manera más
clara cuando completamos la reconstrucción incorporando la
premisa tácita –el principio procesal de inocencia-:
(P) No hay pruebas que permitan afirmar que
el sujeto K ha cometido abusos a menores de
edad en su rancho.
(PT) Si no hay pruebas que permitan afirmar
que el imputado ha cometido el delito de que
se le acusa, entonces debe ser considerado
jurídicamente inocente.
(C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser considerado jurídicamente inocente de la acusación de haber cometido abusos a menores de
edad en su rancho.
La conexión semántica entre las premisas y la conclusión
se hace visible en esta reconstrucción completa. No estamos
en presencia de la estructura que caracteriza a la falacia de
apelación a la ignorancia. Esto no significa que en muchos
casos, algunos abogados o incluso las partes, no incurran en
ella al pretender derivar de una declaración procesal de inocencia una afirmación sobre la verdad o falsedad del contenido
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¿Qué es una falacia?
de la acusación. Michael Jackson, por poner un ejemplo, fue
declarado inocente de los cargos de abusos de menores que
se le imputaban por falta de pruebas suficientes. Esto tuvo
muchas consecuencias jurídicas fundamentales para la vida
del cantante, la más importante de ellas es que no pudo ser
condenado y evitó pasar muchos años en la cárcel. Pero lo
ocurrido en el juicio –esto es la falta de evidencia que permitiera al jurado afirmar sin duda razonable que el contenido de
la acusación era verdadera-, no permite hacer ninguna afirmación sobre la verdad de dicho enunciado: no se puede decir ni
que era verdad que abusaba de menores ni que era mentira
que lo hiciera. En caso de que alguien formulara alguna de
estas opiniones, y pretendiera apoyarlas sólo sobre la base de
las actuaciones procesales, incurriría en un caso flagrante de
falacia de apelación a la ignorancia.
Se denomina falacia de apelación a la autoridad (o argumento ad verecundiam) a aquel argumento en el que la
única premisa expresa la opinión de una supuesta autoridad
en determinada materia y, a partir de ella, se pretende defender como conclusión la verdad del contenido de dicha opinión.
Pero no toda apelación a la autoridad conduce a un argumento falaz. De hecho nuestro conocimiento sobre muchas áreas
descansa sobre la confianza que nos merece las opiniones de
ciertos expertos de los que hemos aprendido. La apelación a
la autoridad es falaz cuando la persona cuya opinión se utiliza
como única premisa no tiene credenciales legítimas de autoridad sobre la materia en la que se este argumentando. Más
adelante veremos con más detalle las reglas que rigen la correcta apelación a la autoridad, antes presentaremos algunos
ejemplos.
[I]
(P) La modelo Margarita Labella sostiene que
la reelección presidencial es justa y necesaria.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
(C) Por lo tanto, la reelección presidencial es
justa y necesaria.
[II]
(P) Albert Einstein sostuvo que ninguna causa puede justificar una guerra.
(C) Por lo tanto, ninguna causa puede justificar una guerra.
[III]
(P) El premio Nobel de literatura ha dicho que
Estados Unidos está profundamente equivocado en su política internacional.
(C) Por lo tanto, Estados Unidos está profundamente equivocado en su política internacional.
[IV]
(P) La Corte Constitucional ha fallado que los
matrimonios homosexuales son inconstitucionales.
(C) Por lo tanto, los matrimonios homosexuales son inconstitucionales.
Los cuatro argumentos presentados constituyen casos de
apelación a la autoridad, pero no todos ellos son falaces. El
primero es muy común en la actividad publicitaria. Se defiende
la bondad de un producto –medida, política, servicio, etc.- sólo
sobre la base de que algún famosillo o ídolo del momento así
lo afirma. Independientemente del éxito que pueda tener esta
estrategia argumentativa en el campo comercial, aumentando
considerablemente las ventas, se trata de un ejemplo claro de
falacia de apelación a la autoridad. Los dos casos siguientes
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¿Qué es una falacia?
son usos falaces pero más sutiles, y suelen emplearse más a
menudo en contextos de argumentación racional. Una eminencia en cierto campo, por ejemplo la física o la literatura, no
constituye por el sólo hecho de serlo una autoridad en otros
dominios de conocimiento. Apoyar el pacifismo porque Einstein sostuvo que era la mejor opción política, por ejemplo,
lleva a cometer una falacia. Sostener cierta interpretación de
la teoría de la relatividad apoyándose en lo que Einstein dijo
al respecto no lo es – al menos en la mayoría de los contextos
argumentativos-. Finalmente, el ejemplo jurídico es un caso
claro de apelación a la autoridad no falaciosa. Sostener el carácter inconstitucional de una disposición citando en apoyo lo
que la máxima autoridad sobre la materia a dicho no constituye una falacia. Este tipo de argumentos son muy corrientes en
la práctica jurídica, no solo apelando a los tribunales superiores, sino también a figuras destacadas de la doctrina o a otros
jueces de prestigio.
La estructura de la Apelación a la autoridad es la siguiente:
(P) El sujeto A afirma P
(C) P
Podemos tratar de sistematizar algunas reglas que nos
permitan dirimir cuando un argumento ad verecundiam constituye una falacia (Cf. Comesaña 1998, Kelley 1990, van Eemeren et al, 2002). Estas reglas no brindan un método para
determinar de forma inequívoca el carácter falacioso o no de
una apelación a la autoridad en cualquier contexto en el que se
emplee. Constituyen una guía para llevar a cabo la evaluación,
pero no permiten automatizarla. Debemos examinar caso por
caso teniendo en cuenta el contexto en el que se argumenta
para poder afirmar la existencia de un argumento falaz.
[1] Si la autoridad a la que se apela no es competente en
la cuestión que se está discutiendo el argumento ad verecundiam es falaz.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Esta regla es la que permite descalificar como falaces la
apelación a la opinión de expertos en ciertos campos, o a la de
gente talentosa en ciertas actividades, pero para apoyar como
conclusión enunciados que no corresponden a la disciplina en
la que descollan o sobre materias para las que no poseen ninguna cualificación especial. Los ejemplos tomados de la publicidad a los que hemos aludido al inicio constituyen falacias
en virtud de esta regla. Pero no todos los casos son tan claros
como el de un futbolista citado en apoyo de una medida política o de un medicamento contra el cáncer de mama. La gran
especialización que caracteriza al conocimiento en nuestras
sociedades lleva a que ciertos sujetos sean expertos en ciertas
ramas de su disciplina pero no en todas ellas. Un físico de la
atmósfera difícilmente pueda ser citado como autoridad en una
discusión sobre el principio de complementariedad cuántica, a
pesar de ser un físico diplomado y la materia sobre la que se
discute sea la física. Un penalista tampoco resulta un experto
en derecho de familia, a pesar de ser un jurista. Si bien estos
casos son menos falaces que las manipulaciones publicitarias,
también resultan argumentos de escasa solidez por constituir
falacias de apelación a la autoridad.
[2] Si existe desacuerdo entre los expertos y se apela a
uno de ellos sin dar cuenta de la discusión el argumento ad
verecundiam es falaz.
Es frecuente encontrar desacuerdos entre los expertos
en determinadas materias. Economistas, psiquiatras, juristas,
politólogos, filósofos… Todas las disciplinas poseen cuestiones
en las que sus autoridades no se encuentran de acuerdo. En
estos casos se debe verificar que efectivamente estemos en
presencia de un desacuerdo genuino entre legítimos expertos
en una determinada cuestión, y no meramente ante un cruce
de opiniones entre un experto y un sujeto que se hace pasar
por experto. Pero una vez confirmado este punto, entonces resulta falaz apoyarse solo en la opinión de uno de los grupos en
pugna sin mencionar la existencia de la disputa y sin justificar
por qué se ha adoptado dicha posición. En estos casos se debe
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¿Qué es una falacia?
defender con argumentos adicionales la apelación a un grupo
de expertos en lugar de a los otros, de lo contrario corremos el
riesgo de incurrir en una falacia de apelación a la autoridad.
En el terreno de la práctica judicial estamos en presencia
de una situación similar a la descrita anteriormente cuando las
partes han encargado sendas pericias -sobre la cuestión técnica que sea- y los dictámenes periciales no son concordantes.
En estos casos el juez no puede apoyarse en uno de ellos sin
justificar porque ha desechado el restante, so pena de incurrir
en un argumento falaz y, en consecuencia, de debilitar seriamente la fundamentación de su decisión.
[3] Si la discusión es entre expertos y se apela a la autoridad de un experto del mismo grado o de un grado inferior
a quienes protagonizan la discusión entonces el argumento ad
verecundiam es falaz.
Esta regla se basa en que la autoridad es una propiedad
que se presenta en grados. Un estudiante de derecho es una
autoridad para los estudiantes de física, pero no lo es para sus
profesores, y estos, a su vez, pueden considerarse una autoridad respecto de sus alumnos pero no para otros especialistas
de su área. Así como es difícil determinar en ciertos casos si
un sujeto puede considerarse una autoridad o no, lo es más
aún precisar el grado de autoridad que cabe atribuirle. Pero
como dijimos al presentar estas reglas, esto es lo que lleva
a tener que evaluar caso por caso los argumentos antes de
poder determinar su carácter falacioso y, sobre todo, es lo que
determina que dicha tarea no resulte mecánica.
Resulta falaz apelar a una autoridad de un experto del
mismo grado de los que protagonizan la discusión o bien de
grado inferior, pero no lo es apoyarse en la opinión de expertos de grado superior. Por ejemplo, en la disputa entre Bohr y
Einstein sobre cuestiones de física teórica, ninguno de los dos
podía apelar a la opinión de otro físico para dirimir la cuestión
sin cometer una falacia. En la práctica jurídica es común que
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
los jueces apoyen sus posiciones en lo dicho por otros colegas
en sus sentencias. En estos casos resulta legítimo apoyarse en
autoridades de grado superior e incluso del mismo rango –y en
la práctica judicial resulta un poco más sencillo determinar las
jerarquías. Pero constituye una falacia cuando la autoridad a la
que se alude es de grado inferior a la autoridad del que argumenta. En estos casos, no obstante, hay que tener cuidado en
no confundir autoridad judicial con autoridad cognitiva. Puede
que un sujeto sea una eminencia en cierta área especializada
pero que en la jerarquía judicial se encuentre en un grado inferior a quien pretenda hacer valer su opinión. En estos casos no
estamos ante una falacia porque el sujeto sería citado como
autoridad teórica y no como autoridad judicial. La mayoría de
las apelaciones a la autoridad en materia judicial no son falaces, pues o bien se alude a la opinión de teóricos de reconocido prestigio, o bien a la de organismos jerárquicamente superiores. Pero conviene tener presente esta regla al evaluarlas,
porque pueden existir usos falaciosos no evidentes.
Una cuestión muy distinta es aceptar los argumentos formulados por otros jueces. En ese caso, la conclusión se apoya
en el argumento formulado por la autoridad y no sólo en su
opinión. Es muy común adherirse a las razones de un juez preopinante, por ejemplo. En esos casos no estamos apelando a
su autoridad –lo que sería prima facie falaz según esta regla-,
sino que estamos tomando sus argumentos. Si dichos argumentos son sólidos en boca de un colega, también lo serán en
la nuestra. Pero su solidez no dependerá de quién haya sido el
que los ha formulado antes, sino que, tal como haríamos para
evaluar cualquier argumentación, deberemos examinar la verdad de sus premisas y la corrección lógica de sus estructuras.
No estamos en presencia de un argumento de apelación a la
autoridad, o al menos, no cómo único soporte para nuestras
afirmaciones.
[4] Si la discusión es sobre una cuestión que no requiere un conocimiento especializado –o de habilidades especiales
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¿Qué es una falacia?
que no posea una persona común- el argumento ad verecundiam es falaz.
No todas las cuestiones que se discuten requieren de un
conocimiento especializado para ser resueltas. Incluso cuando
se argumenta en el marco de una disciplina establecida, como
el derecho, pueden surgir disputas puntuales sobre aspectos
no técnicos para los que no se necesiten conocimientos especiales para fundar una posición. Gustos, posiciones valorativas
o elecciones políticas pueden no requerir más que ciertas dosis
de sentido común. En esos casos resulta falaz apelar a la autoridad, pues quien argumenta se encuentra en condición de
ofrecer sus propias razones para que se acepten sus creencias
al respecto. La práctica jurídica –y la vida académica- presenta un caso paradigmático de falacia por violación de la regla
que estamos analizando: el sujeto que apoya sus opiniones de
sentido común en una catarata de citas de autoridad, con la
única finalidad de ocultar la falta de argumentos con que pretende defender su posición.
[5] Si la materia sobre la que se discute no constituye
una disciplina establecida -con expertos reconocidos- el argumento ad verecundiam es falaz.
Esta regla descansa sobre la distinción entre disciplinas científicas o teóricamente reconocidas, y seudociencias
o seudodisciplinas. La distinción es sumamente problemática
pero conviene tenerla en cuenta. La astrología, la ovnilogía, la
ciencia de la adivinación o de las runas, etc. son casos paradigmáticos de seudodisciplinas en las que muchos sujetos se
autodenominan expertos. Constituye una falacia la apelación
a dichas autoridades no porque no sepan sobre runas, por
ejemplo, sino porque el conocimiento sobre runas no posee las
características que definen otros campos del saber claramente
establecidos, como la biología o la física. Sería impensable que
un juez fundamentara una decisión apoyándose en la opinión
de un reconocido experto en astrología, pero si tal cosa ocu23
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
rriera, lo descalificaríamos por tratarse de un argumento falaz
de apelación a la autoridad.
En las llamadas falacias de apelación a la emoción se
agrupan una serie de argumentos que se caracterizan por movilizar ciertas emociones básicas en el auditorio, poseer un
gran poder persuasivo, tender a anular la razón crítica buscando reacciones instintivas no razonadas, y que, tal como hemos dicho en el inicio, no son inherentemente falaces –aunque
en muchas ocasiones si lo son, como cuando las premisas no
guardan ninguna relación con la conclusión que se quiere fundar con ellas. En este segmento del trabajo presentaremos el
argumento de apelación al pueblo (que apela a la solidaridad
grupal), el argumento de apelación a la fuerza (que moviliza el
temor que puede producir el uso de la fuerza) y el argumento
de apelación a la misericordia (que descansa sobre la emoción
básica de la piedad).
El argumento de apelación al pueblo, o argumentum ad
populum, se puede caracterizar como aquel argumento en el
que las premisas movilizan el entusiasmo masivo o los sentimientos populares con el objeto de ganar asentimiento para
su conclusión. En ellos se afirma que la conclusión es verdadera porque todo el mundo o un grupo determinado de personas
creen que es verdadera (o bien que, porque nadie sostiene su
verdad, entonces es falsa). En estos casos, como en los anteriores que hemos analizado, no conviene desechar el empleo
de este tipo de argumentos como si siempre fueran falaces.
Para ellos debemos tener en cuenta el contexto en el que se
formulan, la conclusión que se pretende afirmar y si, una vez
reconstruidos, se puede percibir cierta conexión relevante entre premisas y conclusión.
Veamos primero algunos ejemplos.
(P) Todo el mundo cree que es necesario dejar que el presidente pueda volver a ser elegido para ejercer el cargo en las próximas
elecciones.
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¿Qué es una falacia?
(C) Es necesario dejar que el presidente pueda volver a ser elegido para ejercer el cargo
en las próximas elecciones.
(P) Ninguna persona de este país considera
que las medidas del gobierno en este terreno
sean ilegales.
(C) Las medidas del gobierno en este terreno
no son ilegales.
(P) Todos los miembros de esta Cámara piensan que los matrimonios homosexuales no
deben estar permitidos en nuestro país.
(C) Los matrimonios homosexuales no deben
estar permitidos en nuestro país.
(P) Ningún miembro de este partido que sea
fiel a nuestros ideales sostendría que debemos dejar pasar esta oportunidad única.
(C) No debemos dejar pasar esta oportunidad única.
Las dos estructuras básicas que puede presentar este
tipo de argumentos son:
(P) Todos aceptan que P es verdadero.
(C) P es verdadero.
O en su otra variante:
(P) Nadie acepta que P sea verdadero.
(C) P es falso.
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Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Este tipo de argumento puede ser razonable en algunos
casos excepcionales –pensemos en el tercero de los ejemplos
que hemos puesto anteriormente-, pero por lo general ofrecen
un apoyo sumamente débil a la verdad de la conclusión. Incluso hay contextos en los que su utilización suma dos defectos:
(1) falta de conexión entre premisas y conclusión, y (2) pretensión de estar ofreciendo un argumento concluyente, casi
deductivo en apoyo de la conclusión. En esos casos resulta
falaz su utilización pues con ella se pretende reemplazar las
razones que sí serían relevantes para sostener la conclusión,
y además se pretende enmascarar la absoluta falta de apoyo
que se brinda en su defensa. El segundo ejemplo que pusimos
es un caso de uso falaz del argumento. Se pretende defender
la legalidad o ilegalidad de una medida (cuestión técnica de
naturaleza jurídica) apelando a la manera en la que la gente
sin formación jurídica opina sobre el problema. Las creencias
de los ciudadanos sobre la constitucionalidad o legalidad de
una medida son irrelevantes para determinar si efectivamente
resulta inconstitucional o ilegal. No lo sería tanto si se apelara
a lo que los jueces con competencia en la materia afirman, o
a lo que todos los especialistas han dicho. Pero en esos casos
el argumento se combina con una apelación a la autoridad del
grupo cuya opinión se cita en apoyo, con lo que su evaluación
requeriría el concurso de las reglas que hemos expuesto anteriormente para ese tipo de argumentos.
El último ejemplo que hemos dado ofrece una variante
interesante, puesto que se apela al sentimiento de pertenencia a un grupo. En esos casos se trata de establecer una división del mundo entre “amigos” y “enemigos”, dejando a quien
intente argumentar en contra de la posición que se defiende
con el argumento en una situación de marginalidad en relación con el grupo de pertenencia. El argumento, a pesar de
su debilidad, suele ser sumamente efectivo –según el tipo de
auditorio al que va dirigido. Basta recordar cómo Ricardo III,
cerca del final del drama de Shakespeare, logra mediante este
ardid consenso para asesinar a uno de los pocos personajes de
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¿Qué es una falacia?
la corte que no le eran incondicionales. Comenzó a narrar una
historia sobre el origen mágico de sus malformaciones, incluyó
a la amante del sujeto como la bruja encargada de producir el
hechizo y luego pidió apoyo para la sanción que había decidido
ejecutar: al percibir la duda en el rostro del amante remató la
faena pidiendo que lo siguieran quienes no habían participado
de tamaña traición. El otrora personaje fuerte del reino quedó
solo en la mesa, sin entender cómo una reunión para discutir aspectos ordinarios de la corte se había transformado en
un juicio sumarísimo donde acababa de ser abandonado por
algunos a los que creía amigos leales y condenado a muerte
con su anuencia. Pero no fue la fortaleza del argumento lo
que decidió su suerte, sino el contexto en el fue emitido. Un
procedimiento judicial en un Estado de Derecho constituye un
contexto argumentativo muy distante del ambiente autoritario que se respiraba en la corte de Ricardo III. En nuestra
situación las buenas razones deben prevalecer sobre cualquier
otra consideración emotiva o retórica. Es más, debemos estar
alertas para no caer bajo su influjo cuando las partes apelan a
este tipo de argumentos, e incluso cuestionar públicamente su
utilización. Las decisiones jurídicas deben estar apoyadas por
argumentos sólidos para que se consideren justificadas, y para
ello no basta con persuadir. Hay que hacerlo con los mejores
argumentos que podamos construir. Para ello debemos apelar
a la razón y no dejarnos ganar por las emociones primarias
que puedan movilizar –de manera inadecuada- ciertas estrategias argumentativas.
El argumento de apelación a la misericordia, o Argumentum ad misericordiam, constituye una variante del analizado
anteriormente. En este caso, se pretenden brindar apoyo a
la conclusión afirmando como premisas ciertas circunstancias
penosas en las que se encuentra (o se ha encontrado) quien
hace la afirmación o aquel sobre el se hace la aseveración. Dichas situaciones deben servir para movilizar en el que escucha
o lee el argumento los sentimientos de piedad o compasión.
Altamente persuasivos, este tipo de argumentos no resultan
27
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
inevitablemente falaces. Sólo lo son cuando la conclusión que
se pretende apoyar no guarda ninguna relación con las circunstancias penosas que se mencionan en las premisas, o
cuando con ellos se pretende distraer la atención sobre la falta
de apoyo para la conclusión.
Consideremos los siguientes ejemplos.
(P) El imputado es padre de tres hijos y único
sostén del hogar, tuvo una terrible infancia
y se encontraba sin empleo desde hace tres
meses.
(C) El imputado no ha cometido el hurto del
que se le acusa.
(P) El imputado es padre de tres hijos y único
sostén del hogar, tuvo una terrible infancia
y se encontraba sin empleo desde hace tres
meses.
(C) El imputado debe ser castigado con la
pena mínima establecida por la ley para el
delito del que se le acusa.
La estructura básica de este tipo de argumentos es:
(P) Quien emite la afirmación P (o aquel del
que se habla en P) se encuentra en una penosa situación.
(C) P es verdadera (o falsa).
Para evaluar si se trata de un uso falaz, debemos reconstruir el argumento y evaluar la conexión que existe entre lo
que se afirma en las premisas y la conclusión. En el primer
ejemplo estamos ante un uso falacioso pues se pretende apoyar como conclusión que el sujeto digno de piedad ha realizado, o dejado de hacer, ciertas acciones en el pasado. No es
28
¿Qué es una falacia?
relevante para determinar si un hecho ha ocurrido -o si una
acción constituye la comisión de un delito- la situación penosa
en la que se encuentra quién hace la afirmación (o en la que se
encontraba el sujeto sobre quién se la formula). Pero si lo es si
con ello se pretende atenuar su responsabilidad a los efectos
de graduar la pena que le debe ser impuesta.
Consideramos que el análisis de los casos elegidos permiten
mostrar que hay que evitar incurrir en el error –presente en
muchos libros que tratan el tema- de pensar que los argumentos que se suelen denominar “falacias” lo son siempre,
con independencia del contexto en el que se usan o de lo que
se pretende defender como conclusión apelando a ellos. Para
determinar si se esta ante una falacia se debe proceder con
cautela, teniendo en cuenta el uso efectivo que se hace de
los argumentos en la práctica argumentativa que se pretenda
examinar.
La argumentación en el marco de un procedimiento judicial
posee ciertas peculiaridades que resultan sumamente relevantes para poder atribuir el carácter de falaz a un argumento.
Los juristas deberían tenerlas muy presentes antes de emitir
un juicio de valor argumentativo apelando a la existencia de
“falacias”.
29
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Bibliografía
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30
Los indicios tomados en serio1
Juan Igartua Salaverría
Universidad del País Vasco
A los indicios se les ha tenido, tradicionalmente, como
elementos de poco fiar: por insustanciales (de poco fuste)
pero también (o debido a ello) por insidiosos2. Y nuestra cultura jurídica, en forma de homenaje torcido, no se ha permitido
el mal gusto de mostrarles un marcado interés. Lo que, curiosamente, ha provocado el contraproducente efecto de dejarlos
asilvestrados y liberados de una eficaz disciplina; al punto de
que, por no saber, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuál
es el denominador común de los integrantes que conforman
esa difusa tropa (la de los indicios, quiero decir) y, por ende,
tampoco quiénes y por qué engrosan sus filas. Procedería por
tanto, como medida preliminar, explorar ese mundo para ver si
somos capaces de discernir qué contingente lo habita y las señas de identidad que definen a esos moradores; objetivo, sin
embargo, que aquí no será tomado como estación de término
sino como medio del cual obtener después algún rendimiento
en orden a lo que de verdad ahora importa: la valoración de
los indicios en el procedimiento y en el proceso penal.
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”.
2. Con lenguaje muy plástico se ha hablado de “las oscuras sugestiones de una palabra ambigua: el indicio”
(Iacoviello 1997b: 198).
31
Juan Igartua Salaverría
Pero antes de emprender este recorrido, que se anuncia accidentado y sinuoso, de ningún modo resulta superfluo
demorar la salida para dotarnos de alguna información a fin
de prevenir descarrilamientos evitables. Me refiero a que la
circulación está abierta a tres nociones diferentes de “indicios”
(Ferrua 2007a: 334-336); a saber: 1) En un sentido filosóficocientífico, “indicio” (o “prueba indiciaria”) es lo opuesto a la
verificación directa del hecho que requiere prueba. Por tanto,
cuando se persiga probar hechos del pasado que el tiempo
esfumó, sólo cabe emplear indicios (hechos que nos remitan
al factum probandum), independientemente se trate de la declaración de un testigo que presenció el homicidio de Ticio o
de unas huellas dactilares halladas en la escena del crimen;
porque en ambas situaciones se pasa de un hecho (el testimonio o las improntas dactilares) a otro hecho (la autoría del
homicidio), no estando presente el hecho a probar. 2) En una
acepción técnico-jurídica, el “indicio” (o “prueba indiciaria”) se
opone a las pruebas que versan directamente sobre el factum
probandum (también llamadas “pruebas directas”, como la declaración de un testigo que vió a Cayo disparar sobre Ticio)
y tiene por objeto la prueba de hechos diferentes del hecho
principal pero relacionados con éste (también conocidas como
“pruebas indirectas”, como la presencia de huellas de Cayo
en la pistola con que se mató a Ticio). 3) Y en un uso lingüístico vulgar3 , “indicio” (a secas) significa un elemento que se
contrapone a una prueba suficiente para probar tanto el hecho principal (p.ej. porque el testigo estaba algo alejado de la
escena del crimen, había oscurecido y, encima, Cayo tiene un
hermano gemelo) como un hecho secundario (p.ej. si la policía
encontró en la pistola huellas de tres personas diferentes, no
sólo las de Cayo).
De las tres nociones reseñadas, hagamos caso, por razones ya de sobra intuidas, únicamente a la segunda y a la
tercera, comenzando por esta última.
3. Lo que no impide que también encuentre cabida en el lenguaje jurisprudencial (Trevisson 1995: 312).
32
Los indicios tomados en serio
I. ¿Son los “indicios” menos que las “pruebas”?
“Contra mí no hay pruebas, sólo indicios”, la frase repetida sin cuenta (pero con mucho cuento, generalmente en
frívolos programas televisivos) por personas presuntamente
atrapadas en operaciones económicas turbias si no descaradamente delictivas, lejos de ser un extravagante producto de la
incultura popular nos sitúa en el centro de un problema que, al
menos entre nosotros, no ha sido reconocido en sus reales dimensiones por la conciencia jurídica dominante y que toleraría
ser formulado de la guisa siguiente: ¿qué diferencia conceptual media -si la hay- entre, por un lado, la locución “indicio”
que comparece p.ej. en el art. 384 de la LECrim a propósito
del auto de procesamiento (textualmente: “indicio racional de
criminalidad”) o en el art. 637 de la misma Ley referido al sobreseimiento libre (el cual procederá “cuando no existan indicios racionales de haberse perpetrado el hecho”)4 y, por otro
lado, el mismo término en la expresión “prueba por indicios”
(como equivalente a “prueba indiciaria”) muy propagada en el
lenguaje judicial así como en la doctrina académica?5
Es una cuestión que, a todas luces, no admite ser despachada o diferida o esquivada (a lo peor, es que ni siquiera ha
sido atisbada) con las banalidades al uso, como sucede cuando
se sostiene que, siendo la “prueba por indicios” (o “prueba indiciaria”) un concepto jurídico-procesal compuesto, el “indicio”
sería un subconcepto o un componente de aquella compleja
sustancia conceptual (constituída además por la “inferencia
aplicable” y la “conclusión inferida”) (Pastor Alcoy 2006: 148).
Pero con ello se pasa por alto que, en puridad, el propio concepto de “indicio” denota ya una entidad estructural. Nada es
de por sí indicio; se convierte en tal cuando entra en conexión
con otra realidad (por definición, el indicio siempre es indicio
de otra cosa), por lo que el “indicio racional de criminalidad”
4. En ese mismo listado cabría incluir disposiciones de la LECrim que contienen una terminología equivalente,
como el art. 503 que contempla la prisión provisional (cuando aparezcan “motivos bastantes para creer responsable del delito” a una determinada persona), o el art. 641 que regula el sobreseimiento provisional (cuando “no
haya motivos suficientes para acusar a determinada o determinadas personas”).
5. Y que en otros países, Italia entre ellos, tiene un refrendo explícito hasta en la legislación procesal.
33
Juan Igartua Salaverría
(mencionado en el art.384 LECrim) exhibe la misma articulación tripartita que la atribuida a la “prueba por indicios” (esto
es: un dato indiciante, un hecho indiciable y la relación indiciaria que conecta al primero con el segundo). Si estoy en lo cierto, el desencuentro entre la opinión penúltimamente reflejada
y la mía propia no tendría más enjundia que la de una mera
discrepancia terminológica: a lo que unos llaman “indicio” yo
lo nomino el “dato indiciante” que, a través de una “conexión
inferencial”, enlaza con un “hecho indiciable”.
Despejada la bruma de este palabrero quid pro quo, no
obstante seguimos in albis a la espera de una respuesta a la
pregunta de si los indicios que sirven para imputar (o para
adoptar alguna medida cautelar) desmerecen6 de los indicios
que bastan como prueba para condenar.
1. Diferentes escenarios para los “indicios”
La verdad es que las disposiciones procesales en nada
nos socorren (al menos explícitamente) para salir de la perplejidad. En efecto, si pasamos revista a los artículos de la LECrim
en los que se menciona la palabra “indicio” o vocablo de pelaje
similar –“motivos bastantes” (art. 503), “motivos suficientes”
(art.641)- nada nos rescata de la desorientación que provocan palabras y expresiones tan indeterminadas.
Ahora bien, si apuramos un poco la atención, hay una
pista que no pasa desapercibida7 . La legislación procesal traza
una frontera entre la fase sumarial y el juicio oral; y todas las
disposiciones que albergan el término “indicio” (o términos de
ralea parecida) afectan a lo que acontece sólo en la primera, en
nada al desarrollo de la vista oral. En ésta únicamente tienen
cabida las “pruebas” (no por nada el art.741.1 LECrim dice:”El
6. Sólo entra en mi consideración este aspecto de la respectiva fuerza probatoria de unos y otros, no otra cosa.
Porque salta a la vista una evidente diferencia entre ellos: mientras que la denominada “prueba por indicios”
se solapa con la llamada “prueba indirecta” (o “lógica” o “crítica”), los “indicios” que propician p.ej. el auto
de procesamiento abarcan no sólo a los elementos probatorios que tienen un aire de familia análogo al de las
pruebas indirectas sino a cualesquiera otros. Sería inaudito, en efecto, que no pudiera procesarse a una persona
en base a declaraciones de testigos presenciales por ser testimonios directos (Cfr. Trevisson 1995: 310 y 312;
Fassone 1997: 636; Battaglio 1995: 382).
7. fr. en sentido crítico Fassone (1995: 1105).
34
Los indicios tomados en serio
tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio (…) dictará sentencia dentro del término fijado
por esta Ley”); no hay rastro de los “indicios”. Y si, luego,
tanto la jurisprudencia como la doctrina han rehabilitado a los
indicios como material probatorio en orden a la decisión final,
no sería baladí que ésos lleven antepuesta la palabra “prueba”
(“prueba por indicios” o “prueba indiciaria”; pero “prueba” y
no “indicios” tout-court). En resumidas cuentas: la diferencia
entre los indicios en la fase sumarial y en la vista oral radicaría
en que: en la primera no alcanzan el estatus de pruebas y en
la segunda sí adquieren esa vigorosa prestancia8 .
Y eso explicaría las rebajadas equivalencias, establecidas en sede doctrinal, entre “indicio racional de criminalidad”
(art. 384.1) y “fundada sospecha de participación (…) en un
hecho punible” (Gimeno Sendra et al.2000: 541 vol.3):, o entre “motivos bastantes” a fin de decretar prisión provisional
(art. 503) y “fundada sospecha de peligro de fuga del imputado” (Gimeno Sendra et al. 2000: 139 vol.4) , o entre la
no existencia de “indicios racionales” para acordar el sobreseimiento libre (art.637) y la ausencia de “un mínimo grado
de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 638 vol.4), o
entre la falta de “motivos suficientes” como razón para proceder al sobreseimiento provisional (art. 641) y la insuficiencia
del material instructorio para identificar “con algún grado de
verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 649 vol.4) al culpable. Como puede apreciarse, los correlatos semánticos de
“indicio” (“sospecha”, “mínima verosimilitud”, etc.) son de una
labilidad ostentosa9 . Por contra, cuando los indicios se erigen
en auténtica prueba (“prueba por indicios” o “prueba indiciaria”) experimentan una metamorfosis radical (según predican
tribunales y doctrina académica); es decir: están acreditados
mediante prueba directa, se asocian entre sí, convergen en el
8. Opinión ésta muy expandida (cfr. Buzzelli 1995: 1133).
9. Amén de que estos mismos términos son, a su vez, de una indeterminación acongojante y cada cual los entiende a su aire, sin que eso, a lo que se ve, parezca preocupar a nadie. Como escribía una procesalista español
– Sentís Melendo- que degustó las hieles del exilio: “Se dice que hay delito, sin decir por qué lo hay; hay indicios
sin saber cuáles son (…), en definitiva, se procesa porque se procesa (…) y después se revoca porque se revoca”
(citado en Gimeno Sendra et al., 2000 : 537 vol.3.
35
Juan Igartua Salaverría
thema probandum, se refuerzan recíprocamente, etcétera10 .
En fin, poco que ver con lo anterior.
Por tanto, los indicios no parecen pertenecer a una única
progenie en la que todos ellos, de baja cuna y textura impresionista, se barajarían indistintamente sino, más bien, a castas
diferenciadas en razón de su diverso potencial probatorio. Lo
cual tendría, en principio, su razón de ser que, sintéticamente,
se concretaría en el siguiente raciocinio.
La introducción de distintos estándares de prueba en el
ámbito penal se legitimaría porque es diferente el quantum
requerido para comenzar imputando que para terminar condenando (así como el adecuado para la etapa intermedia entre
ambas, la que determina la apertura del juicio)11 . En efecto,
cada fase lleva asignada una función específica y de desigual
gravedad: así, por atenernos a lo que llevamos entre manos,
la sumarial asume el cometido de la investigación con la vista
puesta en la remisión del caso a juicio (Buzzelli 1995: 11331134); la de la vista oral tiene en su horizonte la condena
del acusado. Por eso, el convencimiento judicial exigible en
una y otra debe ser también diverso: en la instrucción bastan
las probabilidades, en la conclusión de la vista oral sólo valen
las certezas12 . De manera que el material utilizable en una y
otra está dotado de un espesor probatorio distinto: (meros)
“indicios” en el sumario y “pruebas” (por indicios inclusive) en
el juicio13 . Recapitulando: en el lenguaje procesal (sea éste
de raigambre legislativa o jurisprudencial o doctrinal o de los
tres registros contemporáneamente), unas veces asoma la palabra “indicio” en el sentido técnico de “prueba indiciaria”, y
otras muchas como un elemento probatorio provisional que,
si bien no está maduro para fundamentar la decisión final, es
suficiente para menesteres de menor calado y al que, en con10. Para detalles, cfr. Miranda Estrampes 1997: 249-256.
11. Esta idea remite a una tradición plurisecular que distinguía los indicios ad custodiendum de los indicios ad
condenamdum, situándose entre medias los indicios ad iudicandum (menos graves que para la condena pero
más consistentes que para la captura) (cfr. Iacoviello 1997: p.111. Véase así mismo, también en la misma onda,
Battaglio 1995: 379; Garayalde Martín 2009: 6.
12. Opinión que describe (pero critica) Buzzelli 1995: 1139-1140.
13. Postura que recoge (para rechazarla) Fassone 1995:1105.
36
Los indicios tomados en serio
secuencia, se le debe exigir una valencia demostrativa inferior
(Fassone 1997: 636).
Pues bien, antes de salir al paso de este planteamiento
de aparente lozanía pero en el fondo bastante crepuscular, necesito aprovisionarme de unas pocas y básicas herramientas
conceptuales.
2. Un intermedio teórico
En ese muestrario de inercias llamado “tradición”, ha encontrado cálido acomodo la convención de que el vocablo “indicio” denotaba una probatio minor o incompleta, como si ése
fuera el hermano pequeño de la “prueba”, al ser ésta la que
de verdad procuraba una demostración cabal14 . Sin embargo,
hay eficaces argumentos para combatir semejante idea15 .
A. Si aceptamos que el “indicio” es algo menos (o incluso
mucho menos) que la “prueba”, establecemos una gradación
dentro del material probatorio, lo que evoca las categorías
medievales de los indicios dudosos y de los indubitados, de las
pruebas plenas y de las semiplenas, y con ello estamos introduciendo un cuerpo extraño en un sistema que pivota sobre el
principio del libre convencimiento del juez (ya que una jerarquía de los medios de prueba resucitaría el periclitado sistema
de valoración legal de las pruebas).
Acotando pues el problema, la afirmación de que el indicio es menos que una prueba tolera ser entendido de dos
maneras: en abstracto o en concreto. Apostar por lo primero
implicaría que el legislador había prefigurado la eficacia probatoria de cada medio de prueba (cosa que entra en estruendosa
colisión con el principio de la libre convicción del juez). Inclinarse por lo segundo supone que la menor fuerza probatoria
de un indicio no está predeterminada por el legislador sino es
el resultado de la valoración judicial (pero, entonces, la distinción entre indicio y prueba no precedería sino seguiría a la
14. Así lo constata, entre muchísimos, Fassone 1997: 635-636.
15. Sigo a Iacoviello 1997: 117- 118.
37
Juan Igartua Salaverría
valoración judicial del material probatorio). Es precisamente
esta última opción la que encaja en el vigente modelo de libre
valoración de las pruebas. Por tanto, a ella habrá que atenerse.
Para entendernos: de antemano nada puede conceptuarse como prueba de primera o de segunda o de tercera categoría, en el sentido de que nada posee una automática y
resolutiva capacidad para probar el hecho desconocido. Como
mucho, todo merece inicialmente la genérica e indistinta consideración de elemento de prueba (Fassone 1995: 1112; Iacoviello 2000: 771). Será, después, que a cada elemento se le
reconocerá mayor o menor fuerza probatoria según aproveche
a conseguir el resultado perseguido (explicar el factum probandum) en función de la validez del criterio inferencial empleado (Fassone 1997: 635; Garayalde Martín 2009: 7) (mejor
aprovechará una ley científica que una moliente máxima de
experiencia) para transitar de uno (el elemento de prueba) al
otro (el hecho que debe ser probado), tanto da si se trata de
pruebas directas como de indirectas (Fassone 1995: 1117).
B. Hasta el presente han asomado tres expresiones: “hecho que debe ser probado” (o factum probandum), “elemento
de prueba” y “criterio inferencial”, que demandan un cierto
aderezo explicativo. Pero antes de nada, y puesto que nos hallamos –como salta a la vista- en el típico entorno del método
experimental (el preconizado por Bacon, Newton o Galileo)
(Iacoviello 1997:113-114), hagamos un inocuo ajuste terminológico para uniformizar el vocabulario adoptando la palabra
“hipótesis” (como sinónima de “hecho que debe ser probado”).
Así, podremos convenir que la imputación no es otra cosa que
una hipótesis sobre un hecho; y, por tanto, que el proceso penal (en tanto haya un tema factual a dilucidar) está orientado
a examinar si la hipótesis formulada por la acusación cuenta
o no con el adecuado sustento de medios de prueba. Es decir,
la hipótesis es lo que ha de probarse, los medios de prueba
son aquéllos que sirven para probar (la hipótesis, claro) o para
falsarla.
38
Los indicios tomados en serio
a) La hipótesis y los medios de prueba marchan de la
mano porque se necesitan recíprocamente: una hipótesis sin
el apoyo de medios de prueba es pura gratuidad; unos medios
de prueba sin hipótesis no son tales, porque para que algo sirva de prueba es necesario que haya algo que requiera prueba
y eso lo establece la hipótesis (Iacoviello 2000: 768-769).
Cuando nos referimos a una singularizada “hipótesis” de
la acusación estamos incurriendo en una reducción, ya que,
por lo común, la hipótesis acusatoria no se comprime en un
enunciado elemental (del tipo “Juan ha matado a Pedro”) sino
se articula en una afirmación compleja (en la que se incluyen
tiempos, lugares, modos de conducta, intenciones, etc.). Es
decir, la hipótesis se ramifica en sub-hipótesis; esto es: en un
rosario de afirmaciones atinentes a otros tantos hechos en los
que se divide la imputación. Y cada uno de estos hechos constituye un específico tema de prueba que exigirá una específica
fundamentación a través de los pertinentes medios de prueba
(Iacoviello 2000: 768; Garayalde Martín 2009: 8).
Un paso más. El método para valorar la hipótesis difiere
del método para valorar los medios de prueba. Es aquí donde
cobra pertinencia la socorrida (pero rara vez estudiada) distinción entre “valoración conjunta” (que tiene a la hipótesis
por objeto) y “valoración individualizada” (que se proyecta sobre los medios de prueba). Pero también aquí hemos de estar
alerta para que no se nos desgobierne la cabeza.
b) En efecto, en lo que atañe a la hipótesis no debe confundirse la formulación de la misma con su posterior verificación (o prueba).
En las primeras investigaciones que realizan los órganos
correspondientes (el ministerio público o el juez instructor, según determine el sistema jurídico) éstos reciben un revuelto
caudal de informaciones. Para seleccionarlas y ordenarlas, es
imprescindible formular una hipótesis que sea explicativa de
los hechos que constituyen la denuncia.
39
Juan Igartua Salaverría
¿Cómo se formula la hipótesis? Normalmente por abducción (un razonamiento hacia atrás que permite remontar de
los efectos a las causas, de manera que éstas se erijan en
explicaciones de los datos constatados). Por ejemplo, el móvil
es un espléndido argumento abductivo para explicar una acción que ha ocurrido: si Fulano tiene motivos para ocasionar
un daño a Mengano (que en realidad lo ha padecido), eso se
convierte en buena pista para orientar las investigaciones, es
decir: para enunciar una hipótesis. Pero con ello nada se ha
probado todavía en tanto falten los medios de prueba que proporcionen fundamento a esa hipótesis (pues no existe ninguna
máxima de experiencia que avale que quien tiene un móvil
para dañar a otro siempre lo hace y solamente a él se le ocurriría hacerlo). Otro ejemplo: el cargo ocupado por una persona en una empresa o en un partido político permite suponer su
implicación en determinadas acciones delictivas recurriendo a
un argumento abductivo que se confina en la frase “no podía
no saber”. Pero no va más allá de una hipótesis16 . Concluir
que eso es un medio de prueba implicaría automáticamente
una inversión del onus probandi; obligaría al susodicho a una
probatio diabolica, a demostrar que no obstante el cargo que
ostenta él no lo sabía. Y, por desgracia, ésa es una práctica
bastante habitual en los tribunales; los cuales, ante la dificultad de encontrar pruebas, utilizan los mismos argumentos abductivos que sirven para la formulación de una hipótesis como
si fueran argumentos idóneos para probarla. Y eso es un proceder filisteo (Iacoviello 1997: 121; Garayalde Martín: 8).
c) También, en lo que afecta a los medios de prueba,
hemos de ir un poco más allá de las trivialidades que son de
usanza.
Antes se apuntó que son las hipótesis las que delimitan
cuáles son los elementos que poseen aptitud para probar directa o indirectamente una hipótesis y cuáles no. A esta idoneidad potencial de los medios de prueba se le conoce por re16. Como espléndidamente se enfatiza en el voto particular de Andrés Ibáñez, P. a la STS 257/2009 (acerca de
si determinados miembros del GRAPO estaban al tanto de un secuestro y tenían en su mano la liberación del
secuestrado).
40
Los indicios tomados en serio
levancia (característica que no debe equivocarse con el mayor
o menor fundamento que tales elementos relevantes proporcionarán después a la hipótesis). La relevancia de un elemento
de prueba no admite grados (es relevante o no lo es).
Después, los medios de prueba conferirán a la hipótesis
el valor (de confirmada o falsada) que a ésta le corresponda.
Pero eso está condicionado, de inicio (aunque no sólo) por el
valor que, previamente, se haya asignado a los elementos de
prueba. Es decir, los elementos de prueba que se aducen para
probar una hipótesis han de estar a su vez probados (p.ej. la
declaración de un testigo presencial sirve para esclarecer un
homicidio a condición de que la precitada declaración haya
sido antes valorada como fiable). Pues bien, la valoración de
los elementos de prueba nos obligará a reparar en su atendibilidad (es decir, en si aquéllos han sido acreditados o no).
Falta una característica más; ya que la atendibilidad de la
información que transporta un medio de prueba no prejuzga la
fuerza probatoria que aquélla posee. Por ello hace falta reparar en una vertiente más de los medios de prueba: en el peso
(más o menos concluyente) que ostentan en orden a probar la
hipótesis en juego.
C. Y, sin quererlo, topamos con una inesperada categoría: la certeza; pues el peso que se reconoce a los distintos
medios de prueba está en función de si éstos conducen a la
certeza o sólo a la probabilidad (o incluso a sucedáneos más
inconsistentes). Es moneda de curso corriente la creencia de
que el esfuerzo probatorio en el proceso penal está destinado
a producir certezas, ya que carecería de legitimidad coartar la
libertad de una persona si no se contara con una categórica
certeza de su responsabilidad. Sin embargo, eso dista de ser
cierto y sólo tiene “el efecto reasegurador del placebo” (Iacoviello 1997: 114).
En términos constructivos y sintéticos (aunque seguramente apelmazados -¡lo siento!-)17 : el conocimiento humano
17. Se trata de un planteamiento hoy bastante recurrente: cfr. Fassone 1995. 1109-1110; Iacoviello 2000: 754759; Ferrajoli 1995: 51-54; Gascón Abellán 2004: 101-106.
41
Juan Igartua Salaverría
se consigue por constatación o por inferencia; ahora bien, el
juez no puede constatar el delito (porque éste corresponde
a un pasado no reconstruíble experimentalmente); por tanto, se ve obligado a demostrar inferencialmente su existencia
y atribuirlo a una persona en base a determinados indicadores; operación que conduciría a la certeza de ser las premisas
ciertas (así acontece en la lógica deductiva); pero como la
inferencia probatoria es una técnica racional consistente en el
paso “de un particular a otro particular a través de la mediación de un universal”, siendo el primer “particular” no evidente
y careciendo normalmente el “universal” de valor absoluto, se
desemboca en una conclusión carente de necesidad lógica y,
por tanto, sólo probabilista.
Podríamos sucumbir a la tentación (lo que a menudo ocurre) de sustituir la certeza lógica por una certeza psicológica
(de modo que en definitiva importara la certeza personal del
juzgador). Pero como todos tenemos certezas psicológicas con
frecuencia más o menos infundadas, elevar a la condición de
estándar probatorio las creencias del sujeto que decide implicaría apostar por una vara de medir enteramente subjetiva, de
incontrolable aplicación, lo que paradójicamente equivaldría a
renunciar a un estándar de prueba en sentido estricto (Ferrer
Beltrán 2007: 144-145)..
Ahora bien, admitir – lo que es inevitable- el porte probabilista de los resultados probatorios no nos aboca a utilizar una
niveladora tabula rasa como si todos los medios probatorios
dieran de sí el mismo rendimiento. La probabilidad se tiñe de
una coloración gradualista, de manera que cabe estratificar
(de abajo a arriba) los siguientes niveles18 : el de la equiprobabilidad (si los elementos de prueba permiten sufragar indistintamente dos o más hipótesis), el de la probabilidad prevalente
(si los elementos de prueba sustentan una hipótesis por encima de otras hipótesis alternativas),el de la clara y convincente
18. Que, por recurrir a una metáfora numérica, deberían alcanzar –arriba o abajo- los siguientes porcentajes de
probabilidad: la “equiprobabilidad” el 50%, la “probabilidad prevalente” al menos el 51%, la “clara y convincente evidencia” en torno al 70-80% y, finalmente, la “probabilidad más allá de toda duda razonable” se situaría
en el 98-99% (Iacoviello 2006: 3871).
42
Los indicios tomados en serio
evidencia (nivel intermedio entre el anterior y el que seguirá,
que es el de la probabilidad más allá de toda duda razonable
(si con los medios de prueba disponibles se descarta cualquier
hipótesis distinta a la retenida).
3. Haciendo un balance
Lo que antecede nos suministra una serie de perspectivas
para comprobar qué tienen o de qué carecen los indicios en la
fase sumarial. La traslación del análisis efectuado a este ámbito quizás suscite la extrañeza de más de uno, pues lo dicho
parecía referido al núcleo del proceso, en el que la hipótesis a
probar es la culpabilidad del acusado y los medios de prueba
son los datos legítimamente adquiridos en el proceso (y, por lo
común, formados según el método “contradictorio”). Saldré al
paso de esta objeción replicando que ese mismo esquema vale
mutatis mutandis para cualquier decisión factual, por provisional que sea, porque el significado del término “probar” sigue
siendo el mismo (Ferrua 2007b: 146).
A. De manera que en el punto de arranque nos encontramos con una hipótesis a probar y que, por ello, necesita de
unos elementos de prueba que sirvan para probarla. De donde
brota la ineludible pregunta: ¿a qué ámbito pertenecen los
“indicios”? ¿al de la hipótesis o al de los elementos de prueba?
Al segundo –responderíamos sin dudarlo-. Pero, entonces, el
“indicio” no se identifica con la “sospecha” (en contra de una
opinión ampliamente difundida), al menos si la entendemos
como “conjetura” (Iacoviello 1997b: 198-199). Las conjeturas
suelen transformarse en hipótesis que desencadenan investigaciones a la búsqueda de los elementos de prueba que las
corroboren. Por ejemplo, la criminología permite conocer la
matriz psicopática de un delito, dato importantísimo para focalizar las investigaciones, pero de por sí carente de cualquier
valor indiciario porque se puede ser psicópata y no haber cometido delitos de esa naturaleza (Iacoviello 1997a: 121). Ya
antes se subrayó que los instrumentos conceptuales empleados en la formulación de una hipótesis no coinciden con los
43
Juan Igartua Salaverría
necesarios para corroborarla. Por tanto, no basta que las hipótesis reconstruyan los hechos de manera lógica y coherente (o
sea, que lo expliquen todo) si no se dispone de elementos de
prueba que las sostengan19 ; porque, aún no apareciendo elementos que las confuten, siguen siendo hipótesis sin pruebas,
hipótesis gratuitas (Iacoviello 1997a: 122).
B. Ahora bien, si la sustentación de una hipótesis sobre
elementos de prueba (que efectivamente la fundamenten) se
erige en condición irrenunciable, permanece en pie a la espera
de respuesta la pregunta: ¿en qué se plasma, entonces, la
provisionalidad inherente a esta fase inaugural del procedimiento?
a) En lo atinente a la hipótesis, más arriba se ha subrayado que –de ordinario- ésa no suele expresarse en un enunciado único (p.ej. “Juan mató a Pedro”) sino incluye una pluralidad de circunstancias (sólo o acompañado, de día o de noche,
de frente o por la espalda, pretendiendo matarlo o asustarlo
simplemente, etc.). Sería abusivo pedir, de primeras, pruebas
de todas ellas, pero no así de los elementos esenciales (los
constitutivos del hecho principal); éstos no admiten demoras.
Además de genérica, la hipótesis inicial ostenta también un
carácter provisional porque se emplea para producir ulteriores
ámbitos de investigación, lo cual puede generar su arrinconamiento definitivo o su sustitución por hipótesis más afinadas
(Fassone 1995: 1121).
b) Por otro lado, en las investigaciones del sumario (alentadas por la relación dialéctica entre hipótesis y elementos de
prueba) se produce una creciente afinación de las hipótesis
propiciada por la progresiva aportación de pruebas. Por ello,
hasta que no concluya la tarea de corroboración/falsación de
las hipótesis (lo que sólo acontece con la emisión de la sen19. Al respecto, resulta de provecho la lectura de este párrafo: “…el modo convencional y tradicional de articulación de juicio en dos fases esenciales y, en rigor como regla, insuprimibles, responde, antes que a razones
procesales o derivadas del diseño orgánico de los tribunales, a exigencias de orden cognoscitivo. En efecto, pues
éstas tienen su primera manifestación en la vigencia del paradigma indiciario: no está justificado instaurar un
proceso si no es en presencia de datos atendibles sobre la existencia de una conducta posiblemente criminal. Y
se prolonga en otra plenamente coherente con ésta primera: sólo una hipótesis rigurosa comprobable mediante
pruebas merece ser objeto de debate en juicio” (Andrés Ibáñez 2007: 83).
44
Los indicios tomados en serio
tencia), la trama hipótesis-pruebas es siempre susceptible de
redefinición.
Ahora bien, en ningún momento la hipótesis puede quedar sin el sustento de elementos probatorios que la corroboren.
Si la hipótesis va perfilándose según avanza la investigación
(y en eso reside su provisionalidad), la fundamentación probatoria correspondiente deberá ajustarse al estado de cosas
presente en cada etapa (y, en ese sentido –sólo en ése- será
también provisional, pero siempre ineludible).
c) ¿Significa eso que en el transcurso de la instrucción
también las pruebas están afectadas por la provisionalidad?
Depende. Recordemos unos conceptos relativos a los elementos de prueba manejados con anterioridad (los de “relevancia”,
“fiabilidad” y “peso”).
Cuando se dictamina si un elemento de prueba es relevante porque guarda relación con la hipótesis a probar (el
thema probandum), aquí no hay provisionalidad que valga
mientras la hipótesis no sufra ninguna modificación. Cuando
se trata de acreditar la fiabilidad de un elemento de prueba
(p.ej. la sinceridad de un testigo, la autenticidad de un documento, el acierto de un informe pericial, etc.), en eso ha de
emplearse el mismo rigor que el exigible al juez que dicta sentencia ( Iacoviello 1997a :119-120). Ahora bien, cuando ha de
medirse el peso o fuerza probatoria de un elemento hay dos
factores a tener en cuenta: primero, que la adquisición de los
medios de prueba ha sido unilateral (Iacoviello 1997a :115) (o
en un “contradictorio” embrionario20 ); segundo, que se trata
de un resultado variable por necesariamente contextual (ya
que la eficacia probatoria de un elemento depende de su inserción dentro del cuadro probatorio entero), de donde habrá
de admitirse la provisionalidad del peso de cada elemento en
tanto siga estando abierta la oportunidad de adjuntar nuevos
elementos de prueba (Buzzelli 1995: 1149). En resumen: si
por “indicio” se entiende el elemento de prueba, (a cuyo res20. Ya se sabe que, en tanto falte el contradictorio, falta también la confrontación de perspectivas; si bien puede
existir un embrión de contradictorio cuando ante una decisión cautelar el juez ha de indicar las razones por las
que no tiene por relevantes los elementos de disculpa (Iacoviello 1997a :121-122).
45
Juan Igartua Salaverría
peto son proverbiales las nociones de “relevancia” y “fiabilidad”) ni en el sumario cabe flojera alguna. En cambio, si por
“indicio” se entiende el peso (o resultado probatorio), y puesto
que éste puede variar en función del contradictorio (Buzzelli
1995: 1160) y de las mutaciones del contexto (mientras no
quede definitivamente ultimado en la vista oral21 ), aquél está
irremisiblemente marcado por la provisionalidad.
C. Por tanto, en cada una de las distintas etapas que jalonan el recorrido de la instrucción solamente podrá aspirarse
a un resultado probatorio provisional; pero de ningún modo
indiferente22 .
En esos lances iniciales sería demasiado exigir el estándar de una probabilidad por encima de toda duda razonable
(Trevisson 1995: 313), pero dado el silencio del legislador o el
carácter extraordinariamente vago de su lenguaje (en el que
no es detectable estándar alguno), quedará en manos de la
ideología político-criminal de cada cual postular estándares de
prueba más o menos exigentes23 (o sea: el de una probabilidad prevalente o el de una simple equiprobabilidad)24 .
II. ¿La “prueba por indicios” es menos que la “prueba
directa”?
Desde los primeros compases se apuntó que la palabra
“indicio” también se asocia, y preponderantemente además,
al sentido clásico de “prueba indiciaria” (el que se solapa con
otras expresiones –más o menos usuales- como “prueba lógica”, “prueba crítica” o “prueba indirecta”), y es la que se produce en el juicio propiamente dicho. Está liberada, por tanto,
21. Porque mientras el material probatorio sea incompleto e inestable, va cambiando el patrimonio cognoscitivo del juez y eso necesariamente influye en la valoración de conjunto (Buzzelli 1995: 1160).
22. El hecho de que a los indicios, en esta fase, se les exija un menor nivel de conclusividad, no excluye que
puedan tener un espesor probatorio que permanezca inalterado hasta el final (Fassone 1997: 638-639).
23. Porque si no se precisa el mismo grado de probabilidad requerido para el reenvío a juicio y menos todavía
para condenar, tampoco debemos contentarnos con un fumus de culpabilidad compatible con lagunas, puntos
oscuros y explicaciones alternativas (Battaglio 1995: 379).
24. Para no malinterpretar la “equiprobabilidad”, conviene advertir que un indicio es “equiprobable” cuando
oferta tanto fundamento a una hipótesis como a otra distinta, pero no cuando no aporta ninguna base a una hipótesis ni a su contraria (de manera que no debería mantenerse una imputación con el pretexto de que el juzgador
no dispone de razones ni para procesar ni para conceder el sobreseimiento; barbaridad que he tenido la desgracia
de leer en resoluciones judiciales muy próximas en el tiempo y en el espacio).
46
Los indicios tomados en serio
del ingrediente de provisionalidad característico de los indicios
entendidos en su acepción vulgar25 , aunque ello no empece,
sin embargo, a que se la contraponga con la “prueba directa”
y le sea reconocida una posición jerárquica inferior al de esta
última (Bellavista 1971: 225)26 ; prejuicio que cuenta con un
arraigo plurisecular27 y cuyos rescoldos están rusientes todavía hoy día aireados con argumentos de cuño más que discutible (y a los que habrá que pasar revista).
1. La fatigosa rehabilitación de la “prueba indiciaria”
Seguramente será cierto que al descrédito de la prueba
indiciaria contribuyó “el execrable recuerdo de la tiranía, bajo
la cual la más leve sospecha llevaba al patíbulo” (Martínez
Arrieta 1983: 54); pero no lo es menos que, en su recuperación, han influido decisivamente razones de defensa social
(Miranda Estrampes 1997: 221) con el objetivo de reducir el
área de la impunidad obligando a la absolución aún en el caso
en que, por falta de pruebas directas, el juez estuviera con25 Al respecto, se nos recuerda que el sentido técnico-procesal de “indicio” utilizado por la doctrina moderna difiere notablemente del significado que se atribuía a tal término en nuestros textos históricos procesales (Miranda
Estrampes 1997: 222).
26 En esta misma onda se aseguraba, hace no tanto, que “es reiterada la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo que afirma que ´la prueba directa es más segura y deja menos márgenes de duda
que la indiciaria´(STC 174/85, de 17 de diciembre)” (Martínez Arrieta 1993: 56); o también Almagro Nosete
(1992:35) cuando escribe: “Aunque (…) en el proceso penal toda o casi toda la prueba es indiciaria, pues si
se apura la distinción, no existen casos de verdadera prueba directa, la utilidad de la diferencia salta a la vista,
pues no es lo mismo conforme a las reglas del juicio humano, el grado de certeza que proporciona el primer
ejemplo, en relación con el segundo, a efectos de formación de la convicción judicial” . Eso explicaría por qué
a la prueba indiciaria se le reconoce un carácter subsidiario respecto de la prueba directa (cfr. SSTS citadas en
Pastor 2006: 32-33).
27 Así se nos refiere (Bellavista 1971: 225-226) que, en el proceso mágico y sacerdotal, los indicia asumían
un carácter supersticioso que perduró en las ordalías con las pruebas del fuego, del agua y del veneno. En las
fuentes canónicas y en el sistema de las pruebas legales, los indicios son diversamente valorados en función de
su calidad y cantidad como fuente idónea para el convencimiento judicial. La doctrina sucesiva comienza a considerar la prueba indiciaria como probatoriamente más débil. Será preciso llegar al siglo XVI para que surja una
controlada re-evaluación de la misma siempre que la circunstancia indiciante sea cierta (si bien los indicios que
tienen plena fuerza en lo civil no bastan para condenar en lo criminal, con lo que se está confesando una menor
eficacia del indicio en general). Con la Carolina se asiste al primer intento completo por regular normativamente
la prueba indiciaria; los indicios son suficientes ad inquirendum, y se establece que los indicios –aun graves y
múltiples- no pueden llevar a la condena pero legitiman el uso de la tortura (para arrancar la confesión). Coetánea a esta elaboración normativa es la doctrinal: los indicios no son idóneos para condenar mientras no sean
confirmados por la confesión (para lo que se recurre a la tortura); es decir, los indicios merecían la consideración
de probatio levior. Y cuando se abolió la tortura, aun siendo utilizados los indicios para condenar, se aplicaban
penas extraordinarias (siempre inferiores a las normativamente estipuladas) considerando como menos graves
los delitos menos probados y excluyendo, en cualquier caso, la prueba indiciaria para la pena de muerte. Con la
Revolución de 1780, el espíritu de la Ilustración cambió el sistema de prueba legal por el binomio “búsqueda de
la verdad real” y “libre convencimiento del juez”.
47
Juan Igartua Salaverría
vencido de la responsabilidad del acusado (Battaglio 1995:
407) (propósito paladinamente manifestado en nuestra más
granada jurisprudencia28 -aunque no sólo en ella29 -), y con
otra finalidad adyacente aunque de menor cuantía (cual es
la dilucidación de los elementos subjetivos del tipo penal de
imposible determinación salvo prueba indiciaria –Pastor 2006:
32-).
Pero, de ese modo, se estaría validando “la vía hacia una
calidad de conocimiento de inferior condición, a la que hay
que resignarse por esa consideración burdamente defensista y
pragmática, que es lo que hace legítima la asunción de un estándar probatorio de, supuesta, menor fiabilidad” (Andrés Ibáñez 2007: 88); planteamiento que fatalmente aboca a “una
consecuencia demoledora de orden teórico” ya que “genera
esencial y grave confusión sobre la calidad del conocimiento
que permite el proceso penal”(Andrés Ibáñez 2007: 88)30 .
Entonces, para aliviar un poco “la ausencia de cultura sobre
la dimensión epistémica de la prueba judicial” (Andrés Ibáñez
2007: 89), procederá efectuar algunas puntualizaciones.
A. La primera de las falacias a combatir es la propagada
idea de que la prueba directa pone al juez en contacto con los
hechos 31, eficacia de la que carece la prueba indirecta.
Los críticos de esa corriente jurisprudencial (y doctrinal)
salen al paso de “la falaz categoría de la prueba directa como
dotada de un plus de eficacia convictiva” (Andrés Ibáñez 1999:
58). El argumento se perfila así: “En contra de lo que gusta
28. “Se crearían amplios espacios de impunidad si la prueba indiciaria n tuviera virtualidad incriminatoria para
desvirgar la presunción de inocencia” (STS 26/01/2001). O también: “La presunción de inocencia (…) puede
ser desvirtuada tanto por prueba directa como por prueba indirecta, indiciaria o circunstancial, puesto que, de
excluirse esta segunda modalidad como prueba de cargo valorable por el juzgador, quedarían en la más completa
impunidad un sinfín de actividades criminales que no pueden acreditarse directamente” (STS 6/06/2001) (Cit.
en Pastor 2006:25).
29. Pues la exigencia del impunitum non relinqui facinus ha disfrutado de mucha propagación (Bellavista 1971:
225).
30. Pues la exigencia del impunitum non relinqui facinus ha disfrutado de mucha propagación (Bellavista 1971:
225).
31. Idea que tan campante sufraga la Sala 2ª del TS: “El tribunal ha percibido directamente el contenido de
cuanto expresa el testigo, esto es, los hechos que vió personalmente” (STS 1423/2002), y a la que un culto y fino
magistrado de la misma Sala propina un soberano varapalo (Andrés Ibáñez 2009: 99-101).
48
Los indicios tomados en serio
afirmar a los tribunales(…) no hay pruebas directas. En los
juicios sobre hechos pasados, todas las comprobaciones son
indirectas, puesto que se trata de probar, es decir de pasar de
un dato de hecho de presumible eficacia probatoria, que no
es en sí mismo constitutivo del thema probandum, a otro que
es el que se trata de acreditar como efectivamente producido”
(Andrés Ibáñez 1999:60).
Estoy de acuerdo en casi todo. Cualquiera acepta que en
el proceso no hay “aprehensión inmediata de lo real, observación directa” sino “reconstrucción del pasado según las huellas
del presente, constituidas por las pruebas” (Ferrua 1998:589);
y, en ese sentido, “las pruebas son siempre ‘indiciarias’, si por
tales se entienden las que permiten remontarse de un hecho a
otro” (Ferrua 1993: 216).
Pero el binomio prueba directa/prueba indirecta no pierde
pertinencia. Porque no se llama “prueba directa” a la prueba
que pone al juez en contacto directo con los hechos (cosa por
lo demás imposible, como se ha destacado) sino a la que versa
directamente sobre el hecho principal (p.ej. que Fulano fue el
autor de los disparos contra Mengano). En palabras más rigurosas y autoritativas: “La prueba podrá definirse como directa
o indirecta según la relación que se establece entre el hecho a
probar y el objeto de la prueba (o mejor: entre los hechos que
son afirmados en las dos enunciaciones). Existe prueba directa
cuando los dos enunciados tienen como objeto el mismo hecho, o sea cuando la prueba versa sobre el hecho principal (…)
Habrá en cambio prueba indirecta cuando no se verifica esta
situación, o sea cuando el objeto de la prueba esté constituido
por un hecho diferente del que debe ser probado en cuanto
jurídicamente relevante para los fines de la decisión” (Taruffo
1992: 429). Para entendernos mejor: el testimonio de quien
ha presenciado el robo constituye una prueba directa; el testimonio de quien ha visto al imputado comprarse un pasamontañas (quizás para robar) no pasa de prueba indirecta.
Pero, entonces, no existe diferencia ontológica entre
prueba directa y prueba indirecta (como si fueran de naturale49
Juan Igartua Salaverría
za distinta y de diferente fuerza probatoria: la primera prueba
más que la segunda) sino que apuntan a objetos diversos (una
al hecho principal y la otra a un hecho secundario) (Battaglio
1995:387-388).
B. Y como del hecho secundario es preciso ascender hasta el hecho principal, volveríamos a darnos de lleno con una
característica idiosincrásica de la prueba indirecta (o indiciaria): que ésta es deudora de un razonamiento inferencial (que
abriría la espita de la subjetividad judicial, según alertan –con
deficiente rigor- nuestros TC32 y TS33 ).
¿Significa eso que en la prueba directa huelgan las inferencias mientras que éstas son la linfa de las pruebas indirectas? Pues tampoco. Veámoslo con un poco de sosiego.
Es evidente que la perpendicularidad de la “prueba directa” -definida según lo hicimos- no tiene parangón con la de
la prueba indirecta. En efecto, si el juez otorga credibilidad a
un elemento de prueba directo, cualquier razonamiento inferencial ya está de más, puesto que, en ese caso “la inferencia
se configura como una tautología que se mueve desde una
proposición particular (la que enuncia el elemento de prueba)
hacia otra proposición particular (la que constituye la hipótesis
factual correspondiente), sin la mediación de criterios generales, en virtud de la relación de identidad existente, en el plano lógico-semántico, entre las dos proposiciones” (Lombardo
1999: 496-497).
Lo diré con palabras más llanas. Supongamos que la hipótesis a probar sea que Fulano disparó contra Mengano; si el
juez, tras escuchar el testimonio de Zutano y convencido de
su veracidad, considera que “Zutano vió efectivamente que
32. Al menos en un párrafo, bastante inconguente, que transcribo ( y enfatizo con cursivas): “Hace entrada en
ella la subjetividad del juez en cuanto, mentalmente, ha de realizar el engarce entre el hecho base y el hecho
consecuencia, y ello de un modo coherente, lógico y racional, entendida la racionalidad, por supuesto, no como
mero mecanismo o automatismo, sino como comprensión razonable de la realidad normalmente vivida y apreciada conforme a los criterios colectivos vigentes” (STC 169/86) (cit. en Pastor 2006:28).
33. “(…) siendo evidentemente que la deducción lógica ha de tener forzosamente una importante carga de
subjetividad que ha de compensarse por medio de un riguroso examen del verdadero significado de cada hecho
básico, evitando que las simples conjeturas o sospechas puedan elevarse indebidamente a verdaderos indicios”)
(STS 14 de junio de 1993) (cit. en Pastor 2006: 28).
50
Los indicios tomados en serio
Fulano disparó contra Mengano”, entonces salta a la vista que
hay identidad entre la hipótesis a probar y lo que prueba la
declaración de Zutano; y si ésta es verdadera (o se toma como
tal), también lo será (o deberá tomarse como tal) el enunciado
de la hipótesis acusatoria.
Pero debo resaltar que aceptar la premisa probatoria
(Zutano dice que p) implica un haz de inferencias sobre la
sinceridad del testigo, sobre la calidad de sus percepciones y
sobre su memoria. Por tanto, también en las pruebas directas
las inferencias adquieren un protagonismo decisivo.
Obviamente, no obstante lo dicho, la “prueba indirecta” reclamará alguna(s) inferencia(s) adicional(es) a las ahora indicadas, pues restaría conectar el “hecho secundario”
(o indicio) con el “hecho principal” mediante el razonamiento
pertinente.
Resumiendo: en mayor o menor grado, todas las pruebas
son “indiciarias” pese a que se restrinja ese calificativo para
designar a las pruebas “indirectas” (que, ciertamente, lo son
y por partida doble: sirven de indicio para probar un hecho
secundario, y el hecho secundario se erige después en indicio
para probar el hecho principal). Entonces pas de question.
C. Sin embargo, de ningún modo resulta accesorio lo que
se acaba de dejar dicho; esto es, que mientras la prueba directa compromete necesariamente alguna inferencia para acreditar la atendibilidad del elemento de prueba que nos transporta
al hecho principal, la prueba indirecta demanda inferencias en
mayor número: primero, las exigibles para testar la fiabilidad
de los medios de prueba que conducen a la prueba del hecho
secundario; y, luego, las imprescindibles para enlazar el hecho
secundario con el hecho principal. Ahora bien, eso arrastraría
–se dice- una consecuencia desfavorable para las pruebas indirectas o indiciarias.
En efecto, parece robusto el principio de que una prueba
es tanto más débil cuanto mayor sea el número de eslabo51
Juan Igartua Salaverría
nes que comprende la cadena inferencial utilizada. Tal planteamiento ha sido enfatizado por quienes pretenden emplear
cálculos matemáticos en la determinación de la probabilidad
probatoria (progresivamente más menguante en las cascaded
inferences)34 , pero con resultados francamente decepcionantes (de los que aquí no me haré cargo35 ) en lo que atañe a la
valoración de las pruebas judiciales. Distinto es el panorama
si, en lugar de recurrir a teorías matemáticas de la probabilidad, analizamos la lógica de las inferencias en función de sus
concretos grados de atendibilidad (Taruffo 1992:250). Es decir, todo depende, no del número, sino de la conclusividad de
las reglas inferenciales empleadas. De modo que, en no pocas
situaciones, la prueba indiciaria se revela más atendible que la
prueba directa (p. ej. el cotejo del ADN de los restos orgánicos
que el forense halla en el cuerpo de la víctima con el ADN del
imputado –ejemplo de prueba indiciaria-, proporciona informaciones mucho más fiables que la identificación del agresor
directamente realizada por la persona agredida). De donde, lo
que finalmente cuenta es la validez de la regla con la que se
construye la inferencia: fuerte si se trata de una ley lógica o
científica, débil si se funda en máximas de experiencia corriente (Battaglio 1995: 397-399; Fassone 1995: 1107-1108).
Lo cual coloca en nuestro horizonte una tierra prometida, de siquiera ineludible sobrevuelo exploratorio por tanto,
aunque frecuentemente –por desgracia- sólo avizorado en la
lontananza. Me refiero a la clasificación de los indicios sobre la
base de su distinta fuerza convictiva.
2. Una tipología de los “indicios”
En la cuantiosa prosa (más académica que jurisdiccional) consagrada a los “indicios”, éstos han merecido clasificaciones de lo más variopintas (cuya mención me ahorraré36 ).
34. Una buena exposición en Taruffo 1992: 172, 179, 183.
35. Supongamos que X sea la hipótesis a probar y que, para llegar a ella, hemos de transitar por una cadena de
indicios compuesta por A (cuya probabilidad es de 0,7), luego por B (cuya probabilidad es también de 0,7) y
finalmente por C (cuya probabilidad es igualmente de 0,7). ¿Cuál será la probabilidad de X? Sólo del 0,448 (o
sea, una hipótesis no atendible por ser inferior a la probabilidad del 0,50). Para todo ello remito a Taruffo 1992:
248-250.
36. Si alguien siente curiosidad, me permito la remisión a Bellavista 1971: 230-231.
52
Los indicios tomados en serio
Pero escaso mimo se ha regalado a la que considero la más
determinante: la que se construye en torno al grado de convicción que los indicios son razonablemente capaces de suscitar. Y cuando se tira de ella, uno topa con banalidades como
que deben distinguirse los indicios “vehementes y graves”, los
“menos graves” y los “leves” (éstos últimos equivalentes a
“sospechas o conjeturas”) (Giménez García 2006: 78), así, sin
ulteriores especificaciones. O cuando uno frecuenta la lectura
de las SSTC o de las SSTS relativas a las pruebas indiciarias,
sólo encuentra gelatinosas alusiones en orden a evitar las “inferencias demasiado abiertas” o las “inferencias no arbitrarias
ni absurdas”, sin el detalle aclaratorio de lo que unas y otras
son.
A. Si, como hasta la saciedad se viene reiterando, la fuerza de un indicio estriba de lleno en la mayor o menor conclusividad del razonamiento inferencial que une el dato indiciante (o indicio, a secas) con el hecho indiciable (la hipótesis a
probar), de ahí se sigue que los indicios pueden generar resultados probatorios de distinta intensidad. Ya es pan comido
(aunque sin apenas masticación) que las situaciones difieren
según la inferencia se construya en base a leyes científicas37 o
a leyes estadísticas o a máximas de experiencia provenientes
del sentido común; y dentro de estas últimas, tampoco será
indiferente utilizar máximas completas o incompletas (dependiendo de la exhaustividad o no en la observación de los casos
individuales y de la desigual tasa de regularidad constatada),
ni máximas generales en lugar de máximas sectoriales (más
adheridas éstas a las peculiaridades de determinados sectores
sociales o a circunscritos tipos de actividad)38 .
B. Por tanto, atendiendo a su diversa eficacia probante (y
de menos a más), los indicios tolerarían ser clasificados como
sigue39:
37. En la concepción tradicional de la prueba indiciaria no es raro que se descarten las inferencias basadas en
leyes científicas (equiparándolas a las pruebas en sentido estricto). Pero se trata de una tesis descaradamente
influenciada por la infundada idea de que el indicio es una prueba menor, incompatible con una conclusión
probatoria que se aproxime a la certeza (Zaza 2008: 92).
38. De todo esto, me he ocupado con algo de detenimiento en Igartua 2009: 148-156.
39. Resumo a Zaza 2008: 104-113.
53
Juan Igartua Salaverría
a) Indicios equiprobables.- Aquéllos que son reconducibles, además de a la hipótesis acusatoria, a otra hipótesis con
el mismo o parecido grado de probabilidad. Por ejemplo, en la
pistola de la que partió el tiro que mató a Ticio aparecen las
huellas de Cayo y Sempronio. El indicio de las huellas apunta
indistintamente a Cayo o a Sempronio como autor del homicidio.
b) Indicios orientados (o de probabilidad prevalente).Son aquéllos que conectan, además de con la hipótesis acusatoria, con otra hipótesis alternativa pero con un grado de
probabilidad superior a favor de la primera. Por ejmplo, en el
lugar del homicidio aparecen casquillos de bala de dos calibres
distintos, lo que implica el uso de dos armas diferentes. Este
indicio permite sustentar dos hipótesis: que participaron dos
individuos en los disparos o que un único individuo utilizó, sucesiva o contemporáneamente, dos armas. Si tomamos como
máxima de experiencia el principio de economía del comportamiento humano (“simplicidad” en la explicación y “adecuación”
de medio a fin), no hay duda de que el empleo de dos armas
a cargo de dos personas parece de más simple ejecución que
lo supuesto en la hipótesis alternativa. Pero no por eso ésta
queda excluída ni reducida a la irrelevancia (pues bien pudo
suceder que el atacante quiso incrementar la eficacia de su
acción empuñando dos armas). Esta última puntualización se
revela indispensable para entender la siguiente categoría de
indicios.
c) Indicios cualificados (o de alta probabilidad).- Son
aquéllos que acrecientan sobremanera la probabilidad de la
hipótesis acusatoria, fundamentalmente porque no se vislumbra ninguna hipótesis alternativa40 (y si, de verdad, los hechos
hubieran ocurrido de otro modo, sólo el imputado estaría en
condición de formular la contrahipótesis correspondiente). Por
ejemplo, si tras el asalto a un banco, se encuentran en el interior de la caja fuerte las huellas del imputado, quien nunca
40. No cualquier cosa puede funcionar como hipótesis sino sólo aquélla capaz de explicar los hechos según
criterios de racionalidad y buen sentido (Iacoviello 1997a: 116), condición previa a su posterior valoración en
términos de la probabilidad que corresponda .
54
Los indicios tomados en serio
ha mantenido relación alguna con la entidad bancaria, no se
ve qué hipótesis se puede manejar contrapuesta a la de su
participación en el evento (salvo que las explicaciones del interesado confieran alguna verosimilitud a algo que no se nos
ha pasado por la cabeza).
d) Indicios necesarios.- Son aquéllos que, en aplicación
de leyes científicas o de constataciones sin excepción, excluyen la posibilidad de cualquier alternativa a la hipótesis acusatoria. No son los indicios más frecuentes pero sí los más
seguros. Los ejemplos citados con más recurrencia al respecto
(aunque no los mejores41 ) suelen ser los relacionados con la
comparación del ADN o con las características dactiloscópicas
del imputado.
3. Un breve repaso a los requisitos que la jurisprudencia
exige a la “prueba indiciaria”
El hecho de que la doctrina jurisprudencial (tanto del TC
como del TS) haya levantado exclusivamente en derredor de
la prueba indiciaria una lista de condiciones a cumplir (quebrando así la unidad de trato –el de la libre valoración- que
debiera dispensarse tanto a las pruebas directas como a las
indirectas), es síntoma de que aún pervive la ancestral reserva
con la que se acogía todo lo emparentado con los indicios.
En aquellos países, como Italia, en los que las añejas y
habituales exigencias –“gravedad”, “precisión”, “concordancia”
(Miranda Estrampes 1997: 230)- impuestas a los indicios pasaron de mera regla cognoscitiva reconocida por decenios de
experiencia judicial a convertirse en norma codificada (Battaglio 1995: 429), se ha suscitado el previsible debate acerca
de si con ello el legislador se ha entrometido o no, menoscabándolo, en el prohibido jardín de la libre valoración de las
pruebas.
No sin fundamento se ha intentado desinflar el efecto
que pudiera producir esta aparente repesca de un anacróni41. Me parece más contundente, aunque ajeno al proceso penal, el siguiente razonamiento inferencial: “Eloisa
amamanta un niño, luego necesariamente no es virgen”.
55
Juan Igartua Salaverría
co sistema de valoración legalmente tasada, porque, desde
un prisma estrictamente jurídico, sería extremadamente difícil
extraer de esas exigencias una serie de prescripciones lo bastante definidas; con ellas o sin ellas, la valoración judicial de la
prueba permanece igual de discrecional (Ferrua 2007a: 333334). Además, si el juez está sujeto (también en un sistema
de libre valoración) a la observancia de unas pautas (racionales), ¿quién osaría sostener que la “gravedad”, la “precisión”
y la “concordancia” de los indicios no figuran entre aquéllas?
Mejor considerarlas por tanto, sin frivolidad ninguna, como
guide-lines del convencimiento judicial (en función esencialmente pedagógica) (Iacoviello 1997b: 177).
A. Entonces, en un país como el nuestro donde los requisitos de la prueba indiciaria no han alcanzado plasmación
legislativa, con mayor razón cabría estimarlos como recomendaciones prudenciales para orientar las valoraciones judiciales
(Iacoviello 2006: 3868) y minimizar los riesgos de una navegación en mar abierto.
Sin embargo, aquí debiera agobiarnos otro problema.
Poco se discute entre nosotros –tampoco habría por qué- sobre el carácter vinculante de iure que pueda ostentar la doctrina jurisprudencial de nuestros altos tribunales (TC y TS) en
esta materia (creo que, al respecto, las ideas están claras y
son además compartidas). Pero resulta preocupante que los
jueces actúen de facto como si tales estereotipos doctrinales constituyeran fórmulas de obligada aplicación, bastando
su mera enunciación sin apenas atender a las particularidades
del caso a resolver, y fomentando con ello la des-responsabilización de sus propias resoluciones.
Cierto es que las referidas pautas, de aspecto muy tajante (pero de escasa definición), consienten luego algún margen
para las salvedades (afectadas también éstas por la indeterminación); pero, por lo común, nuestros jueces prefieren aplicar
la “regla” sin más (porque eso facilita resultados mecánicos y
redondos), en vez de examinar si ha lugar o no a la “excepción” (lo cual acarrea forzosamente incomodidad y riesgo);
56
Los indicios tomados en serio
por ello, nunca será ociosa cualquier atención que a tal asunto
decidamos prestar.
B. Aunque el listado de las condiciones requeridas para
enervar la presunción de inocencia (pues ahí radica el meollo
del proceso penal) que la jurisprudencia ha canonizado presenta cierta elasticidad (es decir, varía de unas sentencias a
otras; en unas más limitado y en otras más extenso), no hay
por qué ahogarse en el casuismo si se hace meridianamente
discernible –como así sucede- el catálogo esencial de aquéllas.
Y, prefiriendo la prodigalidad a la racanería, formularé un elenco42 que –seguro- no traiciona por defecto la rigurosidad con
la que nuestros máximos tribunales han buscado garantizar el
legítimo uso de las pruebas indiciarias; o sea, el que sigue: a)
los indicios han de ser plurales; b) los indicios han acreditarse
mediante prueba directa; c) el enlace entre los indicios y la
hipótesis a probar debe ajustarse a las reglas de la lógica, la
ciencia y las máximas de experiencia convenientemente explicitadas en la motivación de la sentencia; d)los indicios, además de tener todos relación con la hipótesis en juego, deben
estar interrelacionados entre sí.
Pues bien, de seguido expresaré algunas consideraciones
(críticas o circunspectas, según) a propósito de este manojo
de exigencias con pretensiones garantistas.
a) Pluralidad de indicios.- Nuestros tribunales cimeros no
cuantifican (reconociendo que tampoco pueden) el número de
indicios que se precisa para fundamentar una condena penal;
pero son firmes en exigir que ésos han de ser varios, no bastando un indicio aislado debido a la naturaleza inconsistente y
ambigua de éstos (si bien en algunos supuestos –referidos al
tráfico de drogas- se admite la validez de una prueba indiciaria que descansa en un único indicio) (cfr. Miranda Estrampes
1997:233-240).
A la vista queda que se trata de una doctrina basada en
un par de connotandos prejuiciosos: primero, en una conside42. Muy próximo al destilado por Miranda Estrampes 1997: 233-244.
57
Juan Igartua Salaverría
ración muy depreciada de los indicios (“inconsistentes y ambiguos”); segundo, en una conceptuación indiscriminada de los
mismos (como si todos los indicios fueran de la misma ralea).
Lo cual, curiosamente, acaba dinamitando la tesis que pretendían sustentar. Veámoslo.
La mera acumulación de datos indiciantes (en tanto que
inconsistentes y ambiguos) no transforma el valor que ésos
tenían en su origen (Battaglio 1995: 419-420); así, una inconsistencia, unida a tres inconsistencias más, suman cuatro inconsistencias43 . De ahí la pregunta sobre la pertinencia
del axioma “quae singula non probant, simul unita probant”,
porque un producto de debilidades gnoseológicas ¿no debería
desembocar en un conocimiento todavía más debilitado y en
ningún caso reforzado? (Fassone 1995: 1117). ¿Vale, por tanto, la mera acumulación de indicios? ¿No será que falta algo?44
Para que la pluralidad de indicios sea fecunda a efectos probatorios, ante todo hemos de precisar cuál es el fuste mínimo
que aquéllos han de tener y, luego, de qué manera combinarlos –si es el caso- para sacarles provecho (cabos importantes
que la doctrina deja sueltos).
Ahora toca insistir además en el inciso precedente “si es
el caso”. Como se ha señalado más arriba, nuestros tribunales
admiten que el requisito de la “pluralidad” no corta el paso a
las excepciones (de modo que, a veces, un único indicio basta)
pero no definen cuándo ni por qué. Estas carencias encontrarían remedio si la doctrina hubiera efectuado alguna discriminación entre los indicios conforme a un criterio clasificatorio (al
estilo de la tipología construida páginas atrás). En efecto, en
43. Como atinadamente se subraya en la STS 141/2002 (con ponencia de P. Andrés Ibáñez, interesa destacarlo),
en la que precisamente se estima el recurso contra una condena en una prueba indiciaria, al decir: “esa sospecha
unida a otra (…) no produce un cambio en la calidad convictita de la segunda por la mera asociación. Pues una
sospecha más otra sospecha son dos sospechas concurrentes, y no otra cosa”.
44. Es significativo que la Corte de cassazione italiana haya intentado neutralizar la polivalencia (ambigüedad)
de los indicios precisando que “la prueba indiciaria puede alcanzar el rango de factor demostrativo de un hecho
sólo cuando esté provista de una pluralidad de hechos concordantes, cualificados por el carácter de la univocidad
en base a recíprocas conexiones y a su simultánea confluencia en una misma dirección” (Russo – Abet, 2001:
179). Quizás cabría replicar que lo apuntado es materia de un requisito ulterior que no ha escapado a nuestros
tribunales. Pero se podría volver a la carga contestando que “el mismo significado indiciante de un hecho y su
clasificación como indicio –cual prius lógico de los pasos sucesivos- es objeto de una valoración orientada y
como tal fruto también él de un razonamiento primero abductivo, después inductivo por las reglas de experiencia
asumidas en el análisis, y deductivo sólo en las fases sucesivas” (Russo – Abet 2001:179-180).
58
Los indicios tomados en serio
el caso de un indicio necesario, éste contará con una valencia
probatoria autónoma y suficiente; es decir, se bastará por sí
solo (Zaza 2008: 113-114; Battaglio 1995: 422-424). Y quizás
algo similar sea predicable también del indicio cualificado 45.
b) Indicios acreditados mediante prueba directa.- Era previsible que, por coherencia, nuestros tribunales iban a compensar la (para ellos) natural debilidad de los indicios protegiéndolos con el contrafuerte de una robusta acreditación; o sea:
el indicio (dato indiciante) – se dirá en la STC 174/1985- ha
de estar “plenamente probado, pues, no cabe, evidentemente,
construir certezas sobre la base de simples probabilidades”.
Y el TS interpretará que sólo la prueba directa está en sazón
de garantizar la plena prueba de un dato indiciante (indicio);
pues, de lo contrario, se montaría “una deducción partiendo de
otra” y bien se sabe que “ex nihilo, nihil facit” (STS de 6/03/
1993)(Pastor 2006: 42)46 . El TS nos planta, pues, ante un dilema cuyos cuernos son la prueba directa o la nada.
Al menos el TS (porque el TC se ha abstenido de formular
opciones tan extremas y zanjantes – cfr. Miranda Estrampes
1997: 241-) incurre en una contradicción con su propia doctrina. Si antes aquél admitió, para legitimar el uso de las
pruebas indiciarias en el proceso penal, que el hecho principal
(la hipótesis) puede ser probado(a) no sólo con prueba directa
sino también mediante prueba indiciaria, ¿qué impedimento
existe para que ese mismo régimen se extienda a la prueba
del dato indiciante o indicio?(Battaglio 1995: 410-411) Ninguno. Sin duda sigue revoloteando aquí la consigna de “inferencias, las justas”, alimentada por la idea (ya discutida antes) de
que un razonamiento que comprometa sólo una inferencia es
más sólido que si necesitara de dos. Reiteraré que lo decisivo
no es el menor número de inferencias sino la mayor calidad de
las mismas. A ver, descendamos a un ejemplo. Cayo es acusado de haber matado a Ticio de un balazo en la cabeza; no
existen testigos del homicidio pero hay un indicio: Cayo había
45. De hecho, en las SSTS donde se reconoce la viabilidad de un único indicio para condenar, éste recibe la
consideración que aquí se atribuye al indicio “cualificado”.
46. Se encuentran útiles referencias jurisprudenciales en Miranda Estrampes 1997: 240-243.
59
Juan Igartua Salaverría
comprado la pistola de la que partió el disparo en una armería dos horas antes de la muerte de Ticio. Es necesario, por
tanto, acreditar la veracidad del indicio; lo que puede hacerse
bien por prueba directa (preguntando al armero si reconoce a
Cayo como el comprador de la pistola) o por prueba indirecta
(verificando a nombre de quién esta expedido el permiso de
armas –de preceptiva presentación por quien desee adquirir
una- cuya fotocopia obra en la armería, quién es el titular del
DNI que se exhibió para ser cotejado con el beneficiario del
permiso y con la persona que lo presentaba, y para confirmar
también que ésta es la titular de la tarjeta –de la que existe
copia- con la que se pagó el arma adquirida). Y si las dos pruebas condujeran a resultados distintos (el dependiente afirma
no haber visto en su vida a Cayo mientras que la documentación guardada en el registro de la armería figura a nombre de
Cayo), ¿tendría la prueba directa (fundada en el recuerdo del
dependiente que vendió el arma) mayor fuerza acreditativa
que la prueba indirecta (los tres rastros documentales)? Lo
dudo.
c) El enlace entre el indicio y la hipótesis a probar debe
respetar las reglas de la lógica, de la ciencia y de la experiencia.- Como los tradicionales (y aún vigentes en países cercanos) predicados de mayor solera que encumbran a un indicio
que se precie (el de la “gravedad” y el de la “precisión”) constituyen el tejido interior de este tercer requisito, rindámosles
el homenaje de siquiera un mínimo comentario.
La “gravedad” de un indicio está en proporción directa
con la fuerza concluyente del mismo. Por eso, la gravedad
no reside en el dato indiciante sino en la inferencia que éste
provoca. De ahí que el indicio adquirirá se calificará de “grave”
cuando el criterio inferencial que une al dato indiciante con la
hipótesis a probar está dotado de un alto grado de conclusividad (Fassone 1997: 637)47 .
47. Existe otro concepto de “gravedad” (pero menos usual): la gravedad no se mide por el “resultado” que
proporciona el indicio sino por la “relevancia” (o “pertinencia”) con el objeto de prueba (Zaza 2008: 116); es el
cultivado, entre otros, por Battaglio 1995:412-413.
60
Los indicios tomados en serio
De su lado, la “precisión” de un indicio se gradúa con el
parámetro de la univocidad (contrapuesto al de la vaguedad y
al de la equivocidad) (Fassone 2000: 637)48 . El indicio preciso
por antonomasia se solaparía con el que anteriormente calificado como “indicio necesario” o incluso hasta con el llamado
“indicio cualificado”. Pero hay quienes se contentan con niveles inferiores de “precisión” conformándose con un grado de
probabilidad prevalente (o sea, con el equivalente al “indicio
orientado”) (Zaza 2008: 116).
De cualquier modo, vistas las cosas de cerca, la “precisión” nada nuevo añade a la “gravedad”.
Pero aquí asoma su cabeza un nuevo problema, a saber:
si la “gravedad” y “precisión” son requisitos exigibles bien a
cada uno de los indicios o bien a los indicios en su conjunto.
Problema que se disuelve ante los indicios necesarios y los indicios cualificados (pues, bastándose por sí solos, no necesitan
acompañarse de más indicios). Pero ¿qué pasa cuando nos
encontramos ante un complejo de indicios ninguno de los cuales es autónomamente resolutivo? ¿Podrían predicarse también del conjunto de indicios las propiedades de “gravedad” y
“precisión”? Las posturas divergen, pero prospera más el “sí”49
que el “no”.
Bueno, este cúmulo de aspectos precisos no parece haber atrapado la atención de nuestros tribunales cuya línea
doctrinal sigue siendo borrosa y, por ello, más retórica que
operativa. A veces, da la impresión de que todo marcha sobre
ruedas mientras el razonamiento inferencial no sea “ostensiblemente absurdo y arbitrario” (STC 51/1991 así como la
STS 8/03/1994), con lo que no se descartaría –creo- incluso
la opción por una hipótesis equiprobable a otra50 ; en otras
48. A veces, las menos, la “precisión” se mide por el grado de determinación, en su realidad histórica, del
hecho indiciante (Zaza 2008: 117), asunto que, en el esquema aquí seguido, correspondería al apartado de la
“prueba de los indicios”.
49. Postura razonablemente suscribible, pues cuando “el indicio equívoco converja con otros elementos hacia un
único resultado, aun no perdiendo su originario carácter de imprecisión, puede válidamente contribuir a fundar
la demostración del thema probandum” (Battaglio 1995: 418).
50. “Un grado de confirmación de la hipótesis igual al 0,50 se puede considerar como el límite mínimo, debajo
del cual no es racional considerar atendible una hipótesis, incluso si ésta no está del todo carente de elementos
de confirmación: una hipótesis con un grado de confirmación superior a 0, pero inferior a 0,50 puede ser sensata,
61
Juan Igartua Salaverría
ocasiones se aprietan un poco más las tuercas y, ante la eventualidad de “que los mismos hechos probados permitan en hipótesis diversas conclusiones”, se indica que “el Tribunal debe
tener en cuenta todas ellas”, bastando con “razonar por qué
elige la que estima más conveniente” (STC 174/85); y no faltan posturas más rigurosas exigiendo que con el razonamiento
inferencial se muestre que “no hay ninguna otra posibilidad
alternativa, que pudiera reputarse razonablemente compatible
con esos indicios” (STS 10/06/1993), aunque no se concreta si
tal razonabilidad queda satisfecha con los indicios orientados o
son más altas sus pretensiones. En fin, es asombrosa la elasticidad de nuestra doctrina jurisprudencial (no le va a la zaga
la doctrina académica, habituada en general a sólo rumiar la
otra), por lo que, al no encontrarse piso firme, a ver quién le
pone el cascabel al gato para mantenerlo controlado. Y eso no
hay quien lo remedie mientras la jurisprudencia no especifique
los estándares de prueba requeridos.
d) Los indicios han de relacionarse con la hipótesis y estar interrelacionados entre sí.- Esta directiva jurisprudencial
se condensa en el tradicional concepto de la “concordancia”
(de los indicios), pertinente si, en un conjunto de indicios, no
topamos con ninguno grave y preciso que, por sí sólo, tuviera
potencia para probar una hipótesis (Fassone 2000: 638). O
sea, la concordancia encuentra su ámbito cuando los indicios
ostentan la condición de “equiprobables” y de “orientados” (en
la terminología que he adoptado).
Ahora bien, la “concordancia” aúna dos perspectivas (Zaza
2008: 117): una, hacia lo alto; otra, hacia los lados. En primer
término, la concordancia coincide con el concepto de “convergencia” de los indicios en una única dirección (todos apuntan
hacia la misma hipótesis). En segundo lugar, la convergencia
significa también la “compatibilidad” recíproca de los indicios.
Doble dimensión, por tanto, expresamente identificada por el
TS cuando subraya que los datos indiciantes han de estar “no
sólo relacionados con el hecho nuclear precisado de la prueba,
pero no es atendible” (Stella 2002:161).
62
Los indicios tomados en serio
sino también interrelacionados, es decir, como notas de un
mismo sistema en el que cada uno de ellos repercute sobre
los restantes en tanto en cuanto forman parte de él. La fuerza
de convicción de esta prueba dimana no sólo de la adición o
suma, sino también de esta imbricación” (STS 22/06/1998). O
sea, el TS concibe la “compatibilidad” en su sentido más fuerte; no sólo como consistencia (ausencia de contradicción) sino
además como coherencia. Esto requiere unos renglones.
Desterremos la impresión de que la valoración conjunta
consiste en sumar los valores atribuidos previa e individualmente a los elementos de prueba, como si finalmente todo
hubiera de solventarse con una simple suma aritmética. Nada
de eso. La relación de complementariedad entre los distintos
elementos de prueba puede concebirse de dos maneras: entendida bien como simple acumulación, o bien como concatenación (Peczenik 1998: 10-11)
La acumulación, como mera agregación, no siempre
arroja un resultado concluyente. Hay, en efecto, dominios
discursivos en los que la pluralidad de razones (o pruebas)
se estructura como una cadena. Unos argumentos (o pruebas) concatenados(as) poseen más fuerza que una simple
acumulación de razones (o pruebas). Es decir, la cadena “´x´
porque ´y´ porque ´z´”es más fuerte que la acumulación
“´x´+´y´+´z´”. Precisamente esa concatenación de indicios
formando una trama es definitoria de la coherencia.
No sería malo concebir el estándar del “más allá de la
duda razonable” en términos también (no sólo) de coherencia
(sobre todo si únicamente se dispone indicios “equiprobables”
tomados aisladamente uno por uno, o también de indicios
“orientados”). Pero la común estampa de las SSTC y SSTS no
oculta que, tras sus (vacías) sublimidades, campa una práctica
jurisdiccional de manga ancha y transigente a más no poder.
63
Juan Igartua Salaverría
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Interpretación literal:
análisis de una noción compleja1
Victoria Iturralde
Universidad del País Vasco
“Una doctrina de la interpretación, ya esté
inspirada en valores del iusnaturalismo, o del
realismo o del positivismo jurídico, no puede
agotarse en el plano semiótico–lingüístico,
sino que presupone que se realicen elecciones fundamentales en el terreno político y de
la teoría general del derecho”
(C. Luzzati, Teoria e metateoria
del´interpretazione giuridica, p.59)
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”.
67
Victoria Iturralde
I. PLANTEAMIENTO.
1. Relevancia de la interpretación “literal”.
1.1. Hay una idea generalmente compartida entre los juristas en el sentido de que la interpretación literal constituye
un elemento central de la interpretación jurídica. Esta afirmación encuentra su apoyo, en primer lugar, en la importancia
que el legislador sigue atribuyendo al canon literal al fijar los
criterios que deben seguirse en la interpretación. En segundo
lugar, en la actividad de jueces y demás operadores jurídicos
que toman como punto de partida una interpretación literal
del derecho, sea para apartarse de la misma, sea para confirmarla. Por último, en la relevancia que los iusfilósofos, aun
conociendo su carácter problemático, siguen atribuyendo a la
noción de interpretación literal2.
El interés por la interpretación literal no tiene una finalidad una puramente heurística, sino que guarda íntima relación
con el imperio de la ley como premisa de la interpretación y
aplicación del derecho, puesto que el sometimiento a la ley por
los operadores jurídicos implica (como primera tarea dentro
de la serie de actividades que conlleva la aplicación del derecho) determinar cuales son los significados (si tienen más de
uno) de los enunciados jurídicos objeto de interpretación o, lo
que es lo mismo, cuales son los márgenes dentro de los cuales
puede hablarse de interpretación y cuándo se está ante creación o invención del derecho. Como señala Laporta, la noción
de imperio de la ley tiene un alcance “claramente normativo
como posición que identifica qué es lo que hay que entender
como derecho y cuál es el papel de ese material jurídico en la
solución de los conflictos. Cumple así la función de acotar e
identificar el ‘texto’ sobre el que ha de realizarse después la
interpretación. Y ese texto está formado sobre todo por normas jurídicas vehiculadas por leyes y expresadas en forma de
reglas“3.
2. Mazzarese 2000: 598. Cfr. MacCormick-Summers 1991: 511-544.
3. Laporta 2007: 173. Cfr. del mismo autor 2008: 45-55.
68
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
Idea esta, que dicho sea de paso, parece estar hoy en
retroceso en sede teórica (neoconstitucionalismo) y en la práctica jurisprudencial constitucional; dado que cada vez son más
frecuentes los casos en que “se amparan derechos opuestos
a la dicción expresa clara y taxativa de las leyes declaradas,
sin embargo, constitucionales“4 (juicio este que se puede ampliar a las decisiones de los tribunales ordinarios). Pues bien,
frente a esta tendencia hay que decir que aunque el Estado
constitucional de derecho pueda reclamar una nueva teoría
del derecho, ello no significa abandonar la idea que entre las
obligaciones que el derecho impone a los jueces está ella de
decidir los casos conforme a derecho5.
1.2. Lakoff señala que el “significado literal” tiene un
estatus sagrado, por dos razones. Primero, porque presupone que lo literal nos da un asidero fundamental basado en el
significado, en hechos objetivos, en la comunicación directa
y en la razón (lo no literal es lo dispensable, lo indirecto, la
exageración, el embellecimiento, la metáfora, etc.). Lo literal
–dice- “es la indispensable roca sagrada que forma la mayor
parte de nuestro lenguaje y pensamiento”. En segundo lugar,
porque el significado literal suele caracterizarse en términos
de un modelo de lenguaje y pensamiento hipersimplificado e
idealizado en el que se supone que convergen un conjunto de
condiciones necesarias y suficientes6.
En estás páginas intentaré desmitificar esa imagen poniendo de relieve los problemas que encierra dicho criterio interpretativo. Analizaré qué entienden los juristas por interpretación literal (en adelante, IL); qué hacen cuando utilizan el
argumento literal de interpretación, y cual es sentido en que
debería utilizase dicha expresión. Después de unas páginas introductorias sobre aspectos generales sobre la interpretación
jurídica, dedicaré un apartado (II) a analizar qué se entiende
en el derecho por IL y cual es la finalidad de adjetivar una in4. García Amado 2007: 242.
5. Hernández Marín 2005: 16.
6. Lakoff 1986: 292.
69
Victoria Iturralde
terpretación como literal. En el siguiente apartado (III) esbozaré algunas de las tesis sobre el significado literal en lingüística, puesto que no pueden elaborarse nociones autónomas de
la IL para el derecho sin recurrir a los estudios lingüísticos.7
Finalizaré (IV) con algunas conclusiones acerca de en qué sentido puede seguir utilizándose la noción de IL.
2. Interpretación jurídica: aspectos generales
A continuación daré cuenta de diferentes cuestiones sobre la interpretación jurídica en general, que considero necesarias en aras a la posterior reflexión sobre la IL.
2.1. Objeto de la interpretación. Pueden distinguirse tres
concepciones de la interpretación en función de cómo se conciba ese componente básico de las normas jurídicas: la concepción lingüística, la concepción intencionalista y la concepción axiológica o material8 .
Para la concepción lingüística la realidad de las normas
coincide con su condición de enunciados lingüísticos y la actividad interpretativa es desentrañamiento semántico, establecimiento de su significado. Los enunciados legales poseen
una dimensión semántica, sintáctica y pragmática, del mismo
modo que cualquier enunciado del lenguaje que a diario utilizamos, y “la interpretación jurídica no tiene en esto ninguna
especificidad y sus especificidades tienen que ver únicamente
con el carácter técnico que posee en buena medida la actividad jurídica y con la importancia central que los contenidos
del derecho revisten para la organización social”; “El derecho
es mandato de un legislador que se tiene por legítimo y que
es expresado en enunciados lingüísticos cuyo significado, en
lo que tenga de oscuro o incierto, se desentraña o se fija mediante la actividad intelectual que llamamos interpretación, de
modo que la labor del juez deberá consistir en aplicar los mandatos contenidos en tales enunciados a los casos que caigan
bajo su referencia”.9
7. Chiassoni 2000: 56-57.
8. García Amado 2003 a): 68.
9. García Amado 2001: 1675. Vd. Hernández Marín 2002: 111-149.
70
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
Para la concepción intencionalista los enunciados legales
son el cauce a través del que se expresan ciertos contenidos de voluntad o intenciones, que son los que constituyen
el componente último del sentido de las normas jurídicas. El
texto legal es solamente el vehículo, más o menos, fiel, más o
menos certero, de esas intenciones. Interpretar es por tanto,
en ultima instancia, averiguar y poner de relieve en contenido
de tal intención, intención que es la del autor de la norma, la
de aquella o aquellas personas que la dictaron.
Por último, para la concepción axiológica o material, la
sustancia última de las normas es de carácter axiológico, puesto que el derecho es en última instancia un sistema de valores.
Por tanto, el sentido o contenido de las normas jurídicas que
la interpretación aclara es el sentido o contenido valorativo
objetivo. La esencia de lo jurídico está en ciertos contenidos
axiológicos que están más allá de voluntades o palabras, por
lo que el derecho es visto como sistema de valores presidido
por la justicia en su cúspide, y la interpretación de las normas
jurídicas, más allá de la distinción sobre significados lingüísticos o propósitos legislativos, es averiguación de las verdades
axiológicas que fundan la auténtica solución justa del caso.
Desde esta concepción el juez, más que servidor de la ley, es
sacerdote de la justicia y su obligación de respeto al legislador
y su vinculación a la dicción legal, incluso en lo que ésta pueda
tener de clara, acaba allí donde detecte una discrepancia entre lo que la ley lingüísticamente expresa y cualquier hablante
competente pueda entender de la misma, y lo que sean las
verdaderas exigencias de la justicia en esa rama del derecho o en ese caso. Este modo de pensar ha reaparecido con
fuerza con el denominado llamado “constitucionalismo” (como
opuesto al positivismo), de manera que se considera justificada la decisión contraria al tenor literal claro de los preceptos
legales cuando la misma se fundamenta en la invocación de
algún valor o principio constitucional.
2.2. Conocimiento o valoración Es usual presentar las
principales teorías de la interpretación en las tres categorías
71
Victoria Iturralde
siguientes: teoría formalista (o neoformalista), teoría escéptica
(o neoescéptica) y teoría mixta (o intermedia o ecléctica).10 La teoría formalista sostiene que la interpretación es
“descubrimiento” o “conocimiento” del significado propio, objetivo, de los textos jurídicos o de la intención subjetiva de las
autoridades normativas (p.ej. el Parlamento).
La asunción subyacente a este modo de ver las cosas es
la creencia de que las palabras tienen un significado “propio”,
“intrínseco”, dependiente de la relación objetiva entre las palabras y las cosas; o la suposición de que la autoridad legislativa
tiene, como los individuos, una “voluntad” o una “intención”, y
además que esta es unívoca y reconocible. Como consecuencia, se sostiene que el fin de la interpretación es descubrir
este significado o esta intención preexistente, ya incorporada
en las leyes; y que para todo enunciado jurídico hay siempre
una única interpretación “verdadera”, y que por tanto no hay
espacio para la discrecionalidad judicial puesto que las decisiones judiciales están determinadas únicamente por las normas
preexistentes.
La teoría escéptica (en el sentido de “escepticismo genovés”), por el contrario, sostiene que la interpretación es valoración y decisión. Los textos jurídicos son susceptibles de interpretaciones sincrónicamente en conflicto y diacrónicamente
cambiantes. Las normas jurídicas no preexisten a la interpretación, sino que son el resultado de la misma; “El proceso
interpretativo -dice Tarello- se realiza en base a un enunciado
(…) y llega a la norma; la norma no precede como dato sino
que sigue como producto al proceso interpretativo.”11 En este
sentido se dice que el que tiene la autoridad para interpretar
es el auténtico legislador.
Para esta teoría, las palabras no tienen un significado propio, ya que toda palabra puede tener o el significado atribuido
por el hablante o el significado atribuido por algún oyente, y la
10. Guastini 1997. Barberis 1994 y Comaducci 1999.
11. Tarello 1974: 395.
72
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
coincidencia entre éste y aquél no está garantizada. Cualquier
texto legislativo puede ser interpretado de maneras diversas
según sean las valoraciones de los intérpretes; y no existen
cosas tales como una “voluntad” y una “intención” colectiva de
los órganos colegiados.
La teoría mixta sostiene que la interpretación es a veces
el resultado de un proceso de conocimiento, otras, el producto
de una decisión discrecional. Ello es así por la textura abierta de casi todos los enunciados jurídicos; de manera que en
todo enunciado puede distinguirse un núcleo de significado
cierto y una zona de penumbra. Como consecuencia, dado un
enunciado jurídico, hay controversias que caen en su campo
de aplicación (casos fáciles o claros), así como controversias
marginales respecto de las cuales la aplicación de una norma
es discutible (casos difíciles). Los jueces no tienen ningún poder discrecional cuando deciden un caso claro, pero la discrecionalidad es inevitable siempre que se decide un caso difícil:
en tales circunstancias la decisión exige una elección entre
soluciones diversas y en conflicto.
2.3. ¿Hay un único resultado interpretativo verdadero?
En función de este criterio Diciotti distingue entre teorías cognoscitivistas y no-cognoscitivistas, y dentro de estas últimas
entre moderadas y escépticas.
Según las teorías cognoscitivistas, en todo conjunto de
posibles resultados interpretativos en conflicto, hay un único resultado interpretativo correcto. Esta posición puede ser
adoptada tanto en el ámbito de una teoría formalista (p.ej.
Winscheid), como antiformalista (p.ej. Dworkin): sólo hay un
resultado interpretativo correcto aunque sea difícil en la práctica establecer cual sea este. Por tanto, para las teorías cognoscitivistas las proposiciones interpretativas son verdaderas
o falsas y todo conjunto de posibles proposiciones interpretativas en conflicto contiene una proposición interpretativa verdadera.
Para las teorías no-cognoscitivistas no hay criterios que
permitan individualizar un único resultado interpretativo co73
Victoria Iturralde
rrecto dentro de un conjunto de posibles resultados interpretativo en conflicto (un exponente del escepticismo interpretativo
es Kelsen). Para estas teorías, no hay ningún caso en que se
pueda sostener que un enunciado legislativo exprese un único
significado: por tanto, el significado de los enunciados legislativos depende siempre (aunque no exclusivamente) de las
decisiones que los intérpretes tomen en base a sus preferencias o a sus subjetivas opiniones morales o políticas. Para esta
teoría, las proposiciones interpretativas no son ni verdaderas
ni falsas (puesto que están determinadas por las preferencias
de los intérpretes) o son todas falsas (en la medida en que
comparten la idea de que hay un único significado).
Dentro de las teorías no-cognoscitivistas Diciotti distingue entre teorías no-cognoscitivistas extremas y teorías nocognoscitivistas moderadas. Para las primeras no hay criterios
que admitan individualizar un único resultado interpretativo
correcto entre los distintos resultados interpretativos en conflicto, y tampoco hay criterios que permitan determinar un
conjunto de resultados interpretativos correctos de entre los
varios posibles conjuntos de resultados interpretativos en conflicto. Las segundas, por el contrario, sostienen que no hay
criterios que permitan individualizar un único resultado interpretativo correcto entre los varios posibles conjuntos de resultados interpretativos en conflicto, pero que hay criterios que
admiten individualizar un conjunto de resultados interpretativos correcto entre los varios posibles conjuntos de resultados
interpretativos en conflicto; en otras palabras a los enunciado
legales se les pueden atribuir algunos significados en conflicto
pero no cualquier significado. Las teorías no-cognoscitivistas
moderadas ocupan una posición intermedia entre el cognoscitivismo y el no–cognoscitivismo; puesto que sostienen que
hay criterios que sólo a veces consienten individualizar un solo
resultado interpretativo correcto dentro de un conjunto de resultados interpretativos en conflicto.12 A esta teoría se puede
atribuir la tesis de que las proposiciones interpretativas son
verdaderas o falsas, pero no todo conjunto de posibles pro12. Entre los que defienden esta posición hay que destacar a Hart 1998 y 1962.
74
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
posiciones interpretativas en conflicto contiene una proposición interpretativa verdadera. Las proposiciones interpretativas pueden ser falsas por dos razones diferentes: a) porque
atribuyen a un enunciado legislativo un significado que dicho
enunciado no expresa, o b) porque atribuyendo un significado
que efectivamente expresa, tienen la pretensión de que dicho
significado sea el único significado expresado por el enunciado
(mientras que el enunciado expresa más de un significado).
2.4. Concepto de interpretación. Cuando se habla de los
significados del término interpretación en el contexto jurídico,
es casi imprescindible comenzar haciendo mención a tres sentidos de dicho término: sensu largisimo, sensu largo y sensu
stricto, en función de las diferentes clases de objetos a los que
aplica: objetos culturales, formulaciones lingüísticas y formulaciones lingüísticas oscuras.13 “Interpretación sensu largisimo”,
se refiere a atribución de significado a “objetos culturales” es
decir, a la interpretación de los enunciados jurídicos entendidos como productos de una determinada cultura. “Interpretación sensu largo”, significa atribución de significado a aquellos particulares objetos culturales que son las formulaciones
lingüísticas. En este caso por “interpretación” se entiende la
comprensión de dichas expresiones lingüísticas dentro de un
lenguaje determinado, atribuyéndoles significado de acuerdo
con las reglas de dicho lenguaje. “Interpretación sensu stricto”, equivale a atribución de significado a formulaciones lingüísticas oscuras; sólo hay “interpretación” en estos casos;
en los casos de claridad estamos ante mera “compresión” del
significado.14
Para Wróblewski, las acepciones sensu largo y sensu
stricto del término “interpretación” no son otra cosa que la
traslación al discurso jurídico de lo que ocurre en la interpretación de cualquier signo lingüístico, en el que se pueden producir dos situaciones: la “situación de isomorfia” y la “situación
de interpretación”. En la primera hay una comprensión directa
13. Wróblewski 1985: 21-22, y Comanducci 1999: 1-4.
14. Wróblewski 1985: 24.
75
Victoria Iturralde
del lenguaje: esto es lo que ocurre la mayoría de las veces en
la comunicación diaria, en la que las personas que participan
entienden el significado de los términos a pesar de los caracteres semióticos del lenguaje en cuestión (vaguedad y ambigüedad). En la “situación de interpretación”, esto es, cuando
se plantean dudas, bien porque las personas interesadas no
hablan adecuadamente el lenguaje bien porque el contexto de
la situación se aleja de lo normal, es cuando se utilizan instrumentos especiales (como definiciones, diccionarios, gramática, etc.) para establecer el significado.
La distinción entre estas dos acepciones de “interpretación” conlleva que la interpretación no sea un paso necesario
en toda decisión judicial. Cuando un texto es claro no hay
espacio para la interpretación: se aplica aquí el principio “in
claris non fit interpretatio”. Por el contrario, cuando -y sólo
cuando- un texto jurídico es oscuro la interpretación es necesaria. De aquí que las decisiones judiciales tienen o no carácter discrecional según se apliquen a un texto claro u oscuro.15
3. Presupuestos teóricos
Cualquier aspecto que se quiera abordar acerca de la
interpretación jurídica requiere clarificar las opciones metodológicas de las que se parte. Seguidamente (y de manera breve
dado que no éste el objeto principal de estas páginas) manifestaré algunas de dichas opciones, referidas a las siguientes
cuestiones: el objeto de la interpretación (3.1); los márgenes
de discrecionalidad que permite esta (3.2); si existe o no una
única respuesta correcta (3.3.) y, el significado del término
“interpretación” (3.4.).
3.1. Teoría lingüística de la interpretación. Cualquier reflexión acerca de la interpretación jurídica debe comenzar por
determinar cual es el componente básico, el objeto de la interpretación: los enunciados jurídicos, la voluntad o los valores
incorporados a las normas.
15. Wróblewski 1983: 22 ss.
76
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
Parto de que el objeto de la interpretación jurídica son los
enunciados jurídicos (o enunciados normativos), es decir, los
enunciados incorporados a una fuente de derecho. Esto obviamente no excluye el hecho obvio de que aquellos hayan sido
promulgados por un órgano (cosa diferente es que éste tenga
una voluntad y que sea esta el objeto de la interpretación), ni
desconocer que las leyes son expresión de opciones políticas
y que la interpretación de estas implique realizar opciones valorativas.
De otro lado, no hay acuerdo acerca de la denominación
dada al objeto de la interpretación; El punto de partida está
en el concepto de “norma jurídica”, y la atribución a dicha
expresión de dos significados diferentes para distinguir entre aqueullas que expresan una prescripción (p.ej., una orden
o una prohibición), de aquellas que enuncian que algo es
obligatorio o está permitido de acuerdo a una noma o conjunto de normas dado. El primero en señalar esta distinción
fue Bentham (distinguiendo entre “imperativos autoritativos”
y “formulaciones no autoritativas”); al que le siguieron autores
como Hedenius (entre “oraciones jurídicas genuinas” y “oraciones jurídicas espurias”), Kelsen (“norma jurídica” y “proposición normativa”), Ross (“directivas” y “aserciones”), Hart
entre enunciados internos y enunciados externos) etc.16 A
partir de esta distinción, en materia de interpretación es hoy
un lugar común distingue entre el objeto de la interpretación
y el resultado de la misma, también con terminología doiversas que, en ocasiones se trata de una preferencia meramente
terminológica, mientras que en otras, trasluce concepciones
diferentes sobre la interpretación. Así, mientras Hernández
Marín17 denomina “enunciado interpretado” al texto sobre
el que versa la interpretación) y “enunciado interpretativo”
al enunciado que se refiere al enunciado interpretado y que le atribuye un sentido determinado; otros, fundamentalmente
los neoescépticos genoveses (y nuestro Tribunal Constitucional), optan por la distinción entre “disposición” y “norma”: la
16. Cfr. Bulygin 1991: 169-185.
17. Hernández Marín 1999: 31, 60.
77
Victoria Iturralde
“disposición” es un enunciado cuya función es dirigir, influenciar o modificar el comportamiento de las personas, y “norma”
es el resultado haber interpretado una disposición 18: “la norma no ‘tiene’ un significado por la buena razón de que ‘es’ un
significado; la norma ´es` el significado de un segmento del
lenguaje en función preceptiva”, “la norma jurídica es el significado que mediante la interpretación se atribuye al documento o a una combinación de documentos”.19 Con ello se pone
de relieve –dice Guastini- que la relación entre disposición y
norma no es biunívoca, pudiendo darse relaciones de diverso
tipo.20
La distinción entre significante y significado se remonta
a Saussure quien distingue entre significante (el sonido de la
palabra o la traza de la escritura) y el significado (el contenido
ideal de los signos hablados o escritos). Es obvio, que entre el
enunciado que constituye el objeto de interpretación (el enunciado-significante) y el enunciado que constituye el producto
de la interpretación (el enunciado significado) existe una neta
línea de demarcación que separa “dos objetos” radicalmente
diferentes. Los neoescépticos genoveses llevan hasta tal punto
dicha separación que consideran necesario introducir una terminología específica distinguiendo entre “disposición” y “norma”. Ahora bien, como acertadamente señala Becchi “que un
mismo enunciado pueda tener más de un significado es en el
fondo una banalidad; es decir hoy en día esto no es controvertido. Lo que no es obvio y constituye materia de discusión es
si el significado puede determinarse a partir del significante o
si, por el contrario, dicha determinación es siempre creación
de significados. El núcleo de la controversia no es si el significante pueda tener una pluralidad de significados, sino tal pluralidad de significados es finita o infinita”.21 Optaré trasladar
al lenguaje jurídico la distinción lingüística entre “enunciado”
y “proposición”. Por tanto, emplearé la expresión “enunciados
jurídicos”, para referirme a aquellos enunciados pertenecien18. Guastini 1989: 2; 1990; 1993.
19. Tarello 1974: 394 y 1980: 9-10.
20. Guastini 1982: 10-11.
21. Becchi 1999: 7.
78
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
tes a una fuente de Derecho. Por ello, interpretar el Derecho
es interpretar esos textos que son los enunciados jurídicos”,22
y el resultado de la interpretación son las proposiciones jurídicas.
3.2. Teoría mixta de la interpretación. Por lo que respecta
a la distinción entre formalismo, escepticismo y teoría mixta,
resumiré mi postura con las palabras de Barberis cuando ante
la pregunta de si el “escepticismo interpretativo” designa aún
posiciones realmente mantenidas, responde que hoy en día la
situación parece la siguiente: el formalismo parece definitivamente desacreditado, la teoría mixta aparece como mayoritaria, mientras que las versiones defendibles del escepticismo no
son más que variantes de la teoría mixta; la cuestión es, que
conceptos (meta)teóricos como los de formalismo, escepticismo y teoría mixta son siempre susceptibles de redefiniciones
o de definiciones estipulativas que no indican ninguna posición
sostenida realmente o, sin más, abstractamente sostenibles.
En definitiva, tanto el escepticismo (concretamente el “escepticismo genovés”) como el formalismo son posiciones teóricas
difícilmente sostenibles.23
3.3. No-cognoscitivismo moderado. En cuanto al debate
cognoscitivismo/no-cognoscitivismo, me inclino por lo que antes he denominado no-cognoscitivismo moderado, es decir, en
materia de interpretación considero que no siempre hay una
única solución correcta, pero esto no significa que sea correcta cualquier solución. En otras palabras, hay casos en que sí
hay una única solución correcta y casos en que hay varias (no
cualquiera) soluciones correctas. La corrección o no de una
solución depende principalmente de los significados del enunciado objeto de interpretación y de las razones que de aduzcan
en apoyo de la elección del significado.
3.4. Interpretación como atribución de significado a un
texto jurídico. En cuanto al término interpretación (y dejando
22. Aunque en lugar de enunciado sería más correcto hablar de “oración”. Hernández Marín 1999: 30-31. Sobre
el término “enunciado jurídico” cfr. Hernández Marín 2002: 141-143.
23. Cfr. por todos Barberis 2000: 1.
79
Victoria Iturralde
de lado, por la amplitud de la misma, la primera de las acepciones), partiré de un significado amplio, en virtud del cual la
interpretación jurídica puede definirse como “la atribución de
un significado a los singulares segmentos (enunciados) de los
documentos legislativos” (Villa),24 o “la atribución de sentido
(o significado) a un texto normativo“(Guastini). 25
La preferencia por este significado no excluye que en el
derecho se puedan dar situaciones de claridad, es decir, situaciones en las que atribuir el único significado lingüístico es suficiente (y necesario) para aplicar la norma.26 Sin embargo, es
preferible evitar hablar de claridad puesto que significados a
priori “claros” pueden ponerse en cuestión (en base, por ejemplo, a una lectura sistemática del enunciado) y convertirse en
“oscuros”. La hermenéutica habla a este propósito de círculo
hermenéutico, Dworkin de “fase interpretativa”, y algunos “escépticos” (Viola, Chiassoni) de re-interpretación.
La preferencia por uno u otra acepción de “interpretación” tiene interés por sus implicaciones de tipo epistemológico y lingüístico.27 Desde el punto de vista lingüístico el concepto de interpretación stricto sensu parece aceptar la tesis
lingüística de que las palabras tienen un significado intrínseco
y por tanto, que la interpretación literal es manifiesta y que
su individualización no requiere interpretación alguna. Desde
un punto de vista epistemológico, la opción por un significado
stricto sensu adquiere una connotación de carácter cognoscitivo-declarativo.
24. Villa 1997: 811. Diciotti 1999: 201 define la interpretación judicial como “la actividad de atribución de un
significado a un texto jurídico normativo, principalmente a un texto legal, llevada a cabo para obtener una regla
de la decisión para un determinado caso, o mejor para una clase de casos a los que pertenece el caso objeto de
juicio”.
25. Guastini 1990:15-16. Cfr. a favor de un significado amplio de este término Guastini 1990: 85-87; Prieto
Sanchís 1987: 84-85. Cfr. p.ej. la diferencia entre compresión e interpretación según Marmor 1992, y la crítica
de Chiassoni 2007: 153.
26. Cfr. sobre este aspecto más ampliamente Barberis 2002 a): 270 nota 84.
27. Mazzarese 2000: 620.
80
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
II. INTERPRETACION “LITERAL”: SIGNIFICADOS EN EL
DERECHO
1. Significados de “interpretación literal”
En el ámbito jurídico la expresión “interpretación literal” se usa con los siguientes significados28 :
IL1) Interpretación que se limita a repetir o a reproducir
fielmente determinadas fórmulas verbales. La “letra” de la ley
es entendida como una “fórmula fija” (“disposición”, “enunciado normativo”, “texto canónico”). Literal es aquella interpretación que busca, muestra y colecciona textos jurídicos en
respuesta ingenua a la pregunta: ¿dónde está escrito?29
IL2) Interpretación semántico-sintáctica.
Diciotti denomina literal textual30 al significado de un
enunciado F que forma parte de un texto legal T, que es atribuido en base a las reglas semánticas y sintácticas de la lengua en que ha sido formulado, sea en razón de su posición
respecto a los otros enunciados que componen el texto T y de
sus relaciones con estos, sea teniendo en cuenta las pacíficas
convenciones que presiden la formación de los textos legales.
Por tanto la afirmación de que el significado literal es el “significado base” de los textos legales debe ser entendida en este
sentido.31 28. Tomaré como referencia Luzzati 1990: 208-221.
Analizan los sentidos de SL entre otros, Lombardi 1981: 55-58; Vernengo 1994: Chiassoni 2000; Poggi 2007:
620-624; Mazzarese 2000: 597-631.
29. Luzzati 1990: 211, y 209 nota 16.
30. Distingue el significado literal según consideremos las siguientes unidades lingüísticas: una palabra, un
enunciado, un texto de un determinado género; y en base a esto hace un a serie de distinciones.
El significado literal de una palabra o de un término, se puede llamar:
a) significado lexical: es el significado que puede ser atribuido a E únicamente sobre la base de las reglas lingüísticas concernientes al uso de E.
b) significado literal-enunciativo de una palabra: S es el significado que puede ser atribuido a E únicamente en el
contexto F, entendiendo F únicamente en base a las reglas semánticas y sintácticas de una lengua.
c) significado literal textual de una palabra: S es el significado que puede ser atribuido a E en el contexto de F,
considerado como componente de T, es decir, entendiendo F sea en base a las reglas semántico-sintácticas de una
lengua, sea en razón a su posición respecto de otros enunciados que compone T y de sus relaciones con estos, se
teniendo en cuenta las pacificas convenciones que presiden la formación de los textos del género T.
Significado literal de de un enunciado:
d) significado literal enunciativo de un enunciado S es el significado que puede ser atribuido a S únicamente en
base a las reglas semántico-sintácticas de una lengua.
e) significado literal –textual de un enunciado: S es el significado que puede ser atribuido a F considerado
81
Victoria Iturralde
Señala que el contexto no altera el SL: el contexto lingüístico de un enunciado legislativo F, es decir, el texto del que
forma parte, no altera el significado literal de F, ni consiente
atribuir a F un significado diferente del literal, puesto que determina, junto a las reglas lingüísticas, el significado literal.
Un enunciado que es parte de un texto legislativo no constituye una unidad autónoma, sino un elemento de una unidad
lingüística más amplia. Respecto del contexto extralingüístico,
señala que el hecho de que haya muchos casos en que el contexto extralingüístico precise el significado, no contradice el
hecho de que haya un significado literal de los enunciados, ni
la idea de que el método literal sea un método necesario para
la interpretación de la ley.32
IL3) Interpretación que se atiene al significado ordinario
de las palabras, huyendo de tecnicismos jurídicos.
IL4) Significado prima facie, es decir, significado atribuido inmediata e irreflexivamente a un enunciado jurídico, de
manera lo suficientemente clara como para resolver la cuestión jurídica.33
Chiassoni34 (que denomina a IL4 “significado literal originario”) señala que esta acepción está ligada a concepciones
según las cuales la actividad interpretativa consiste en un proceso articulado en fases lógicamente distintas. El significado
“originario” o “primer significado” es un significado irreflexivo,
que se distingue de los otros significados literales (semánticocomo componente de T, es decir que puede ser atribuido a T en base a las reglas semántico-sintácticas de una
lengua, sea en razón de su relación respecto a otros enunciados que componen T y de sus relaciones con estos,
sea teniendo en cuenta las pacíficas convenciones que presiden la formación de los textos del género de T. vd.
Diciotti 1999: 342.
31 Esto puede ser asociado a la idea de que el método literal precede al uso de los otros métodos de interpretación. Esta idea puede ser aceptada en base a la consideración de que el significado literal de un enunciado, en un
cierto sentido, forma parte del enunciado, en cuanto que es posible distinguir un enunciado significante de una
sucesión casual de palabras sólo entendiendo que el significado de las palabras que lo constituyen en su conexión
sintáctica. Más que el resultado de una actividad o de una investigación, el significado literal de un enunciado
parece simplemente mostrarse al lector que conoce la lengua en que se ha formulado el enunciado. Por tanto se
puede presumir que todas las operaciones consentidas en una comunidad lingüística y que frecuentemente concluyen que la definitiva atribución a un enunciado de un significado distinto del literal, se realizan sólo después
de la atribución (o la comprensión) del y a partir del significado literal. Diciotti 1999: 343.
32. Diciotti 1999: 348, 352.
33. Diciotti 1999: 345-346.
34. Chiassoni 2000: 50.
82
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
gramatical, gramatical-correctivo, literal-declarativo, etc.) que
son significados ponderados.
IL5) Significado claro (acepción ligada al brocardo in claris non fit interpretatio). 35
Esta acepción parte de la idea de que hay enunciados jurídicos claros, y que por tanto o bien no necesitan interpretación, o habiendo sido objeto de interpretación, esta no necesita
justificación. Se diferencia de IL4) porque puede suceder que
interpretes diferentes atribuyan inmediata e irreflexivamente
significados diferentes a un mismo enunciado para después
rectificar dicha atribución inicial.36
Hay quienes admiten que en el derecho se pueden dar
situaciones de claridad, es decir, situaciones comunicativas en
las que atribuir el único significado lingüísticamente admitido
es suficiente a fines de aplicación de la norma, y lo denominan
“comprensión” directa del significado.37
IL6) Significado “literal-restrictivo”.
Por “significado literal-restrictivo” de una disposición D
-dice Chiassoni- se entiende una norma N1, dotada de un ámbito de aplicación más restringido que el de una hipotética
norma N2, fruto de una interpretación extensiva de D, y justificable aduciendo que lex minus dixit quam voluit. Tal significado es “restrictivo en cuanto no extensivo”, y puede ser defendido aduciendo que lex [bene] dixit quod voluit.38 Chiassoni
2000: 47-49.
IL6) está directamente relacionado bien con el argumento a contrario, bien con la interpretación restrictiva..39
IL7) Interpretación-actividad en la que todas las premisas del razonamiento argumentativo son explícitas, declara35. Kerchove 1978: 13-50.
36. Diciotti 1999: 345-346.
37. Dascal-Wróblewski 1988: 205-206.
38. Chiassoni 2000: 47-49.
39. Luzzati 1990: 217-218
83
Victoria Iturralde
das, sin sobreentendidos o, en general, aquél estilo interpretativo que es compatible con los procedimientos lógicos de
formalización. Esto no significa que el legislador y los juristas
se expresen de hecho en un lenguaje formalizado (cosa improbable), sino que los discursos jurídico-normativos tengan
una naturaleza tal que, si se quisiese, serían formalizables sin
grandes distorsiones.
IL8) Interpretación basada en los significados atribuibles
a una disposición en base a los usos consolidados del lenguaje
de los juristas.
Este significado parte de que el lenguaje jurídico es un
lenguaje especial respecto del lenguaje ordinario; que las reglas semántico-sintácticas y pragmáticas del lenguaje ordinario y jurídico deben tenerse presentes a la hora de atribuir
significados, y que hay que tener en cuenta las convenciones
lingüísticas acerca de los términos en general. En palabras de
Luzzati: “letra” es el conjunto de todos los posibles sentidos
que son atribuibles a una disposición según las reglas semánticas y pragmáticas subyacentes a los usos consolidados del
lenguaje de los juristas. Por tanto, es ‘literal’ la interpretación
que realiza el máximo esfuerzo por no innovar los significados
de las expresiones respecto a los habituales en el léxico de los
juristas” 40. La referencia de “usos consolidados del lenguaje
de los juristas” alude a dos características de dichos usos: a su
naturaleza social, dado que los mismos son ampliamente compartidos en el interior del grupo de los operadores jurídicos,
y a que dichos usos no son establecidos cada vez según las
específicas exigencias del momento, sino que están preconstituidos con carácter general a los singulares actos lingüísticos, incluidos los actos de legislación. “Este planteamiento
tiene como trasfondo una teoría semiótica orientada hacia el
sistema que es capaz de distinguir entre las intenciones o la
finalidad de los emisores y de los destinatarios de determinados actos enunciativos, y las reglas de la semántica y de la
pragmática lingüística”.41
40. Luzzati 1990: 225.
41. Luzzati 1990: .226.
84
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
Por otro lado, señala que la “letra” no es un núcleo duro
de significado, no se asemeja al mítico “sentido claro”, preciso,
unívoco, invariable y transparente. La “letra” (tal y como la he
definido antes) es “muy fluida, indeterminada, ambigua, comprende en suma una pluralidad simultánea de posibles sentidos entre los cuales no se ha realizado ninguna elección”.42
La comprensión del sentido literal requiere por parte del
intérprete un esfuerzo de reflexión sobre los textos, un específico bagaje cultural y la capacidad de distinguir y de utilizar
una serie de niveles de significado diferentes. Quien interpreta
“la letra” debe tener en cuenta: el léxico, el contexto verbal, y
el contexto cultural y situacional.43
IL9) Interpretación semántico-gramatical con determinados elementos pragmáticos.
Según Chiassoni44 una de las acepciones de “significado literal” es la que designa el conjunto de significados atribuibles a una misma disposición, aisladamente considerada, en
base al llamado canon literal, gramatical o lógico-gramatical.
Desde este punto de vista, el significado literal de una disposición D es el resultado45 :
a) de la combinación de los significados usuales, ordinarios y/o técnicos jurídicos de los
vocablos relativos a D,
b) teniendo en cuenta la sintaxis de D, y
c) la función lingüística o valor pragmático de
D, y/o
d) la fuerza ilocucionaria específica de D
Desde este punto de vista, enunciados con el mismo
valor pragmático pueden diferenciarse por su específica “fuer42. Luzzati 1990: 227.
43. Luzzati 1990: 233.
44. Chiassoni 2000: 39.
45. Utiliza valor pragmático como sinónimo de función lingüística (genérica) o, en el léxico de Searle, “fin
ilocutorio”: Searle 1979, Searle 1998: cap 3.
85
Victoria Iturralde
za”: así por ejemplo entre los enunciados en función directiva
o prescriptiva puede distinguirse entre órdenes, peticiones,
consejos, advertencia, súplicas, etc.
Normalmente los juristas al dar cuenta de esta noción
de significado literal omiten la precisión relativa a la función
lingüística y/o su especifica fuerza ilocutoria; estando estas
incluidas en la noción jurídica de significado “gramatical” o
“semántico-gramatical”. Así por ejemplo, puesto que en el discurso de las fuentes hay muchos enunciados sintácticamente
declarativos como por ejemplo “La escuela está abierta a todos” (art. 34.1 de la Constitución italiana) o “El que cause la
muerte de un hombre será castigado con la reclusión no inferior a veintiún años” (art. 575 del Código penal italiano). Para
los juristas no hay duda en adscribir a tales disposiciones un
significado literal prescriptivo, dando así relevancia tácitamente, a consideraciones de orden contextual y pragmático.46
IL10) Significado “gramatical-correctivo”
Es el significado expresado por un enunciado interpretativo que representa una paráfrasis clara de D, a la luz de los
significados lexicales de las palabras y sobre la base de las
correcciones de (pretendidos) errores gramaticales contenidos
en ella. Teniendo en cuenta el ejemplo que pone Chiassoni,
se trata de errores gramaticales debido a las consecuencias
absurdas que ello conlleva; como ocurre por ejemplo con el
art. 1287 del Código Civil italiano que señala: “Non ha luogo
la compensazione se non tra due debiti che hanno igualmente
per oggetto una somma di danaro o una determinata quantità
di cose della stessa specie, le quali possono nei pagamienti
tener luogo le une delle altre, e que sono igualmente liquidi
ed esigibili”.
Gramaticalmente los dos últimos adjetivos, liquidi y esigibili, se refieren a un sujeto femenino. Pero eso es absurdo:
las “cosas” no pueden ser, desde el punto de vista jurídico,
líquidas y exigibles y, de otra parte, son las “deudas” las que
46. Chiassoni 2000: 43-44.
86
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
deben ser tales para que pueda ser exigida la compensación.
Por tanto, esos dos adjetivos femeninos se refieren a un sujeto masculino: i debiti. Hay que reconocer –dice Chiasoni- un
error gramatical.47
IL11) Sinonimia o traducción aceptable
En un primer momento Vernengo entiende por interpretación literal, traducción o sinonimia. Así señala que “entender
un enunciado importa disponer de otro enunciado que traduzca el primero, por significar lo mismo. Decimos que dos expresiones que significan lo mismo son sinónimas” 48. Después de
indicar los problemas epistemológicos y filosóficos de la sinonimia, opta por la definición de significado literal en términos
de paráfrasis: “entender un significado -dice- significa disponer de una traducción aceptable del mismo”, “por traducción
corresponde entender no sólo la correlación entre expresiones
de igual sentido en dos lenguajes diferentes, sino también la
correlación de equivalencia entre expresiones de un sublenguaje y las expresiones correspondientes del lenguaje natural
que abarca al sublenguaje en cuestión.” 49
Una paráfrasis es algo así como una reformulación de
un texto recurriendo a un arsenal retórico distinto, y por tanto,
buscando dar al texto parafraseado otros alcances motivadores. “Parafrasear un enunciado es algo así como afirmar que
el enunciado es, a los fines de la comunicación, defectuoso y
que en la paráfrasis se ha eliminado el defecto, logrando una
reformulación que evita los inconvenientes derivados de tal o
cual falla”.50
47. Chiassoni 2000: 45.
48. Vernengo 1994: 43-44.
49. Vernengo 1994: 43-44. Aunque en las pp. 73-74 dice que interpretar literalmente el tenor de la ley es: 1)
una tentativa de formular una premisa que sirva de explicación racional (lógica) con respecto de decisiones
posibles, cuando la interpretación se efectúa con alcances puramente teóricos. Aquí interpretación literal tiene el
sentido de “explicación” hipotética de un conjunto de casos posibles. 2) Una tentativa de formular una premisa
normativa para una decisión judicial, en el caso que debe adoptarla en el marco de la ley. La interpretación literal
–dice- tiene visos de constituir una aplicación lisa y llana del derecho, no necesitada de mayor fundamentación
explícita o de justificación política o moral. En este segundo sentido se trata de una “paráfrasis ad hoc” de las
normas consideradas directamente aplicables como razones decisorias. Estos conceptos -dice- son más liberales
que la enrevesada noción de sinonimia con la cual intentamos primeramente poner en claro la idea de interpretación literal. pp.73-74.
vd Mazzarese 2000: 165-194.
50. Vernengo 1994: 75.
87
Victoria Iturralde
IL12) Significado literal-declarativo.
Chiassoni denomina así al significado expresado por un
enunciado interpretativo que ofrece una paráfrasis o traducción intralingüística, más clara y mejor comprensible acreditada como interpretación correcta no sólo en términos semántico-gramaticales, sino también por su conformidad a la
ratio legis, a la voluntas legislatoris, al sistema, a los principios
supremos, etc.51
2. Significados relevantes para la interpretación jurídica
De lo expuesto se puede concluir que la locución “interpretación literal” no identifica un significado preciso, sino una
pluralidad de criterios heterogéneos.52 Pero además, hay sentidos que son irrrelevantes para una teoría de la interpretación
jurídica; mientras que otros reflejan concepciones erróneas
sobre el lenguaje en general o el jurídico en particular.
IL1) No hace falta argumentar demasiado para reconocer que IL1) es irrelevante para la teoría de la interpretación
jurídica. No basta con la “reproducción” del texto de la ley ni
para determinar su significado, ni para aplicarlo a un caso individual; salvo que se acepten concepciones del lenguaje claramente erróneas (como la idea del significado innato de las
palabras y de la correspondencia biunívoca entre los signos y
sus significantes).
IL3) Sobre el sentido IL3), en la mayoría de los casos la
regla es justamente la contraria: el significado de los términos
del lenguaje jurídico suele ser específicamente jurídico.
IL4) En relación con IL4) se pueden adoptar, entre otras,
dos perspectivas: lingüística y psicolingüística.53 La primera
tiene que ver con el significado de los enunciados; es decir con
aspectos de la interpretación que son lingüísticos (es decir, co51. Chiassoni 2000: 45-47.
52. Mazzarese 2000: 621-622.
53. Ariel 2002: 391.
88
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
dificados) y por tanto pueden constituir el léxico de una teoría
lingüística semántica. La perspectiva psicolingüística toma en
consideración la construcción psicológica el procesamiento del
significado: hay significados básicos a los que se llega rápida
y automáticamente, y otros a los que se llega por mecanismos de procesamiento más complejos, por ejemplo cuando
se trata de significados inferidos. Independientemente de las
relaciones que puedan establecerse entre ambas perspectivas,
se trata de análisis diferentes: el primero tiene que ver con la
convencionalidad del lenguaje, mientras que el segundo con la
velocidad con que el significado llega a nuestro cerebro. Así,
como dice Ariel, no necesariamente el significado literal desde
el punto de vista lingüístico se corresponde con el primer significado que llega a nuestra mente.54
IL5) Me remito a lo que diré más adelante (3.3.)
IL6) Frente al argumento a contrario puede decirse que
si se quiere explicar por esta vía se cae en un círculo vicioso
puesto que se parte de una interpretación literal ya realizada.
Diremos, que es un argumento tributario de una interpretación
previa, pero no un argumento interpretativo en sí mismo.55
IL7) En el sentido de “carácter explicito de las premisas”,
sólo es posible una vez realizada la interpretación, por lo que
se puede repetir aquí lo referido para IL 1). En el sentido de
“compatible con los procedimientos lógicos de formalización”,
hay que decir no todo lenguaje puede ser formalizado manteniendo intactas sus características originarias, en especial
las características pragmático-funcionales. Los requisitos para
la que formalización sea posible implican una interpretación
previa.56
IL11) Este significado no creo que pueda denominarse ni
interpretación ni literal, puesto que implica una modificación
del texto legal.
54. Ariel 2002: 393.
55. García Amado 2003 b): 103, 112.
56. C. Luzzati 1990: 219.
89
Victoria Iturralde
IL12) Este sentido no añade nada a la determinación qué
es el IL; lo que hace precisamente es plantear el problema.
IL13) Se trata de un significado excesivamente amplio
de IL puesto que remite a otros criterios interpretativos (muy
heterogéneos, por otra parte).
En consecuencia los sentidos de IL que merecen tomarse en consideración son: IL2), IL8), IL9) y IL10); ello independientemente de que sea correcto denominar a todos ellos
literales.
3. Finalidades de adjetivar como “literal” la interpretación
En muchos casos la calificación de una interpretación
como literal no tiene un mero carácter cognoscitivo, sino una
finalidad determinada. Concretamente, suele tener dos propósitos: uno, negar la necesidad de interpretación (e implícitamente confirmar un tipo de IL); otro, ir en contra de la IL y en
favor de una “interpretación” correctora.
3.1. Cuando se niega la necesidad de interpretación en
el principio in claris non fit interpretatio, lo que en realidad se
está proponiendo es limitarse al significado prima facie.
La idea de la existencia de normas claras tuvo su plasmación a través del aforismo in claris non fit interpretatio,57 y
posteriormente a través de la doctrina del sentido claro de los
textos.58 Tanto uno como otra propugnan una distinción tajante entre normas “claras” y “oscuras” con el fin de impedir, por
innecesaria, la actividad interpretativa respecto de las primeras (de aquí la defensa de un concepto estricto de interpreta57. Originariamente este brocardo expresaba un principio jurídico que nada tiene que ver con el significado
que tiene hoy en día. Durante los siglos XVI-XVII los escritores de derecho común llamaban “interpretación”
al producto de la actividad comentadora de los doctores y a la actividad de decisión de los tribunales, que se
reconocía como autoridad de derecho en todas las materias no directamente regidas por la ley; y por “ley” se
entendía el cuerpo de derecho romano y la producción estatutaria del soberano y de los órganos delegados. Pues
bien, el principio “in claris...” era un principio de jerarquía de fuentes, a través del cual se excluía el recurso a la
fuente del derecho “interpretatio” en los casos directamente regidos por la fuente de derecho “lex”. Después de
la codificación napoleónica “interpretación” ya no se entiende como fuente de derecho sino que adquiere ya el
significado de atribución de significado a los textos jurídicos.
58. Cfr. Iturralde 2003: 101.
90
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
ción). Según van de Kerchove, la doctrina del sentido claro de
los textos sostiene que59 : a) hay textos jurídicos claros cuyo
sentido es manifiesto, evidente o inmediato, b) en tanto que el
lenguaje jurídico deriva del lenguaje usual, los términos que el
legislador no ha definido explícitamente conservan el sentido
que tienen en el lenguaje común, c) la claridad de los textos
es la regla general y la oscuridad la excepción, d) la oscuridad
de un texto no puede provenir más que de la ambigüedad o indeterminación del sentido usual de sus términos, e) la claridad
de un texto es la regla (o al menos el ideal) que debe o puede
realizar toda legislación escrita; la oscuridad es la excepción, o
al menos un accidente debido a una expresión defectuosa que
se habría podido evitar, f) el reconocimiento del carácter claro
u oscuro de un texto no implica ninguna interpretación previa
de este; al contrario la interpretación proporciona el criterio
que permitirá determinar si dicha interpretación es necesaria
(es legítima) o no.
Hay razones que hacen desaconsejable hablar de “claridad” de los enunciados jurídicos60 y de prohibición de interpretación. La primera es la idea misma de “claridad”. En palabras
de Hart se puede decir que “los casos claros, .... , son únicamente los casos familiares que se repiten constantemente
en contextos similares, respecto de los cuales existe acuerdo
general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios”.61
La calificación de un caso como fácil o difícil depende de las
convenciones lingüísticas y de que en función de estas dicho
caso entre dentro del núcleo de certeza o de la zona de penumbra del enunciado.62
59. Kerchove 1978: 13-50
60. A pesar de que Luzzati crítica esta acepción señala que sin embargo se puede salvar el principio in claris
non fit interpretatio en su versión moderna reinterpretándolo para hacerlo compatible con la circunstancia de
que la precisión y la univocidad son una cuestión de grado. En este sentido, in claris non fit interpretatio tiene
un alcance valorativo y pragmático en sentido amplio. Así hay una coincidencia entre el principio in claris y el
principio de economía (que tiene una importante influencia no sólo en la interpretación de la ley sino también en
todas las actividades humanas incluida la investigación científica) que aplicado a la interpretación dice que llegados a un cierto punto es necesario conformarse con un resultado imperfecto; el seguir con la empresa exegética
más allá de aquél límite sería un inútil dispendio de energías, no siendo necesaria para resolver el caso que ha
sido sometido al jurista interprete. Por “claridad” se entiende, en este sentido, “obviedad”, “buen sentido”, “no
absurdidad”. Así entendido, el aforismo in claris non fit interpretatio quiere decir sólo esto dice Luzzati: cuando
hay soluciones interpretativas consolidadas no se deben buscar otras, a menos que aquellas sean inadecuadas o
den lugar a consecuencias absurdas o socialmente inaceptables, Luzzati 1990: 216.
61. H. L. A. Hart 1998: 126.
62. H. L. A. Hart 1983: 106; 1980: 6 y Marmor 1992: 189-207. Aunque posteriormente el mismo Hart señalará
91
Victoria Iturralde
De otro lado, la consideración de un caso como fácil suele
ser o bien una falta de toma en consideración de las diferentes alternativas que pueden presentarse respecto de cada una
de las fases de la aplicación del derecho, o bien una valoración negativa de las mismas. En ocasiones la “claridad” de
un enunciado desaparece cuando nos enfrentamos a un caso
no paradigmático o cuando se altera el contexto lingüístico
tomando en consideración un enunciado del ordenamiento ignorado hasta entonces.
Por ello, la “claridad” es siempre relativa a la persona que
realiza la interpretación (la claridad es claridad para alguien);
al momento en que dicha interpretación es llevada a cabo, así
como a los diferentes casos individuales a los que se aplican
los enunciados.63
3.2. En otras ocasiones, la calificación como literal de una
interpretación tiene el objeto de descalificarla, defendiendo
una “interpretación” correctora.64
Suelen distinguirse dos tipos de interpretación correctora:
la interpretación extensiva y la interpretación restrictiva.65 La
interpretación extensiva apmplia el significado prima facie de
un enunciado para incluir en su campo de aplicación supuestos de hecho, que según la interpretación literal, no quedarían
incluidos. Los argumentos para apoyar una interpretación extensiva son principalmente dos: el argumento a fortiori y el
argumento a simile. La interpretación restrictiva circunscribe
el significado prima facie de una disposición, excluyendo de su
campo de aplicación supuestos de hecho que según la interpretación literal se incluirían en él. Para justificar la interpretación restrictiva se usa la técnica de la “disociación”. Guastini
recurre al siguiente ejemplo. El artículo 1428 del Código civil
que los casos fáciles con aquellos acerca de los que hay un acuerdo general sobre su inclusión en el campo de
aplicabilidad de un enunciado y los casos difíciles son aquellos “en que cualificados juristas pueden estar en
desacuerdo sobre lo que es el derecho en algún punto”; y estos acuerdos dependen no sólo de convenciones
lingüísticas sobre el significado sino también de los propósitos de las disposiciones legislativas; de forma que
el tomar en cuenta los propósitos puede hacer por ejemplo que un caso que prima facie aparecía como difícil
resulta ser un caso fácil y al contrario.
63. Tarello 1980: 33-38; MacCormick 1978: 197-203; Aarnio 1991: 23-25; Guastini 1990: 77-87.
64. Tarello 1980: 35-36.
65. Guastini 1999: 219, 224-225.
92
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
italiano dispone que “el error es causa de nulidad del contrato
cuando es esencial y reconocible”. La doctrina dominante y la
jurisprudencia apelan al principio general de la buena fe para
interpretar esta disposición en el sentido de que el error es
causa de nulidad del contrato cuando es esencial y reconocible por el otro contratante, a condición de que no se trate de
error bilateral. El legislador ha dictado una disposición que se
aplica al error, sin distinguir entre error unilateral y error bilateral; el intérprete, en cambio, distingue donde el legislador
no ha distinguido dividiendo los errores en dos subclases (la
clase de los errores unilaterales y la de los errores bilaterales)
y limitando la aplicación del citado artículo sólo a los errores
unilaterales.
Las razones que se suelen aducir en contra de la interpretación literal y a favor de una interpretación correctora son
básicamente los siguientes. Una, es la posible contraposición
entre la interpretación literal y la intención del legislador (de
las personas que históricamente han participado activamente
en la redacción y aprobación del texto jurídico) o la voluntad
abstracta de la ley (la ratio legis). Se dice que a un texto jurídico no debe atribuírsele su significado literal ya que este puede
ser distinto de la intención del legislador. Así por ejemplo, una
de las críticas que Fuller66 dirige a Hart consiste en rechazar la
idea de que los problemas de interpretación tienen por objeto
determinar el significado de los términos individuales. Fuller,
en el conocido ejemplo, nos conmina a que consideremos el
caso de si la norma que prohíbe la entrada de vehículos en el
parque se aplicaría a un camión usado en la II Guerra Mundial
que un grupo de patriotas que quieren erigir en un pedestal a modo monumento. “¿Este camión, en perfecto estado,
cae dentro del núcleo o de la penumbra?”, pregunta Fuller. La
cuestión –dice- es doble: primero, que comprender una norma
es siempre cuestión de determinar su propósito, y sólo a la luz
de su interpretación finalista se puede juzgar si la aplicación
de la regla a un determinado caso es fácil o difícil. Segundo,
puesto que el propósito de una norma sólo puede determinar66. Hernández Marín 1999: 176-177.
93
Victoria Iturralde
se en vista de lo que la norma quiere resolver, es a la luz de
este “debe” que debemos decidir lo que la norma “es”.67
Un segundo argumento hace referencia las consecuencias absurdas a que conduce la interpretación literal y apela
a la supuesta “razonabilidad” del legislador; de forma que se
excluye que el legislador pueda haber formulado normas “absurdas” o que conduzcan a resultados absurdos en sede de
aplicación, de manera que en ese caso no se debe atribuir al
enunciado jurídico su significado literal.
El tercer argumento se refiere al cambio circunstancias
(sociales, etc.) que hacen el significado literal por no ser este
adecuado a la realidad.68
Un cuarto argumento consiste en el resultado injusto a
que conduce la interpretación literal. Uno de los principales
argumentos para sostener esto es la idea de derrotabilidad de
las normas: este concepto sugiere la idea de que las normas
(todas o algunas, según los autores) están sujetas a excepciones implícitas que no pueden ser enumeradas de antemano,
de manera que no es posible precisar por anticipado las circunstancias que operarían como genuina condición suficiente
de su aplicación.69
III. SIGNIFICADO LITERAL: LA DISCUSIÓN EN LINGÜÍSTICA
1. Caracterización general.
En lingüística no se habla “interpretación literal”, sino
de “significado literal (en adelante, SL). Además, hay diferencias terminológicas para expresar la misma idea: mientras
que algunos hablan de “significado literal”, otros de “lo que es
dicho”, de “la proposición expresada”, “la explicatura”, lo que
es “estrictamente expresado”, etc.
Son pocos los lingüistas que han dado un conjunto de
condiciones necesarias y suficientes para definir el SL. Como
67. Fuller 1958: 666.
68. Vd. MacCormick-Summers 1997.
69. Bayón 2000: 87-117. Cfr. p. ej. Alexy 1994: 123 y 73-85 y Dworkin 1984: 75-80.
94
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
señala Lakoff “el concepto de “literal” tiene significados diferentes y contradictorios en la literatura y la asunción de que
todas las características literales convergen en un concepto
lleva a una teoría del lenguaje demasiado simplista.70 Suele atribuirse a Katz, con su “criterio de la carta anónima”, la definición (y defensa) del significado literal como
“aquellos aspectos del significado de una emisión que un hablante es capaz de detectar exclusivamente en virtud de su
conocimiento de las reglas del lenguaje sin ninguna información contextual adicional”.71 De otro lado, es habitual sostener que la tesis del literalismo encuentra su expresión en la
tradición fregeana debido a la relevancia atribuida por Frege al
denominado “principio de composicionalidad” según el cual el
significado de todo enunciado está completamente determinado por el significado de las palabras que lo componen y por las
reglas sintácticas. Ahora bien, ni siquiera los escritos de Frege
pueden considerarse exponentes rigurosos de literalismo, ya
que junto al principio de composicionalidad interviene también
el principio contextual, según el cual el significado de un término depende del contexto de la totalidad del enunciado en el
que se presenta.
Según la concepción ortodoxa (posteriormente criticada), el SL tiene las siguientes propiedades:72
a) es composicional, esto es, es una función de sus componentes y de las reglas que los combinan para generar una
expresión bien formada en una lengua73 .
b) el SL de una expresión determina un conjunto de condiciones de verdad cuyo conocimiento equivale al conocimiento de ese significado.
70. Lakoff 1986: 292.
71. Katz 1977: 14; Dascal 1987: 265.
72. Bustos 2000: Cap. 3; 2004: 104-116.
73. Es composicional por partida doble. En el nivel léxico, porque se entiende queque el contenido conceptual
de un término es producto de la composición de diversas propiedades. En el nivel oracional, porque se supone
que el significado de una oración es el resultado de la aplicación de reglas de composición a los elementos
suboracionales que la componen. E. Bustos 2004, p. 115.
95
Victoria Iturralde
c) el SL de una expresión contrasta (en ocasiones) con el
significado de la proferencia: mientras que el SL es una propiedad del lenguaje, el significado proferencial es una propiedad del uso del lenguaje.
d) por su carácter estrictamente lingüístico, el SL se puede caracterizar como el significado de una expresión en un
contexto nulo o vacío, mientras que la comprensión del significado proferencial requiere la consideración del contexto.
Otras características que se asocian al SL son: e) el SL
se genera por medio del conocimiento lingüístico de los ítems
lexicales combinados con las reglas lingüísticas; f) es no cancelable, es decir, el hablante está totalmente obligado por su
contenido (no obstante, cuando el significado es claramente
implausible en un contexto específico, puede ser eliminado en
favor de un significado no literal (como ocurre en el empleo
de la ironía) y, g) es accesible rápidamente (mientras que el
significado no literal (en adelante, SnoL) toma más tiempo y
resulta de un proceso “especializado”).74
Las principales críticas a la concepción ortodoxa vinieron de la mano de Searle quien señaló: a) que para que una
expresión oracional (enunciativa) determine un conjunto de
condiciones de verdad es una condición necesaria que dicha
expresión esté en modo indicativo y requiere la consideración de aspectos contextuales y, b) que la determinación de
un conjunto de condiciones de verdad requiere aspectos contextuales (debido a: los aspectos deícticos de la expresión, al
tiempo verbal y a la asignación referencial). Por tanto, o bien
se abandona la tesis de que el SL es acontextual, o bien se
abandona la tesis de que equivale a las condiciones de verdad. Hoy en día resulta generalmente admitido que para determinar el contenido proposicional de una oración es preciso
considerar aspectos contextuales.
74. Ariel 2002: 362-364.
96
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
2. Algunas concepciones acerca del significado literal
Dado que no todos los lingüistas y filósofos están de
acuerdo ni con todas las características antes señaladas, ni
con la categorización de un significado x como literal o no literal, expondré algunas concepciones acerca del SL.
2.1. Uno de los defensores del SL es Katz,75 para quien el
SL es el significado que el enunciado expresa en un contexto
cero o contexto nulo o, más exactamente, en un contexto nulo
a priori.
Katz en Literal Meaning and Logical Theory, responde al
artículo de Searle (Literal Meaning) en el que éste rechaza el
punto de vista de que los enunciados de un lenguaje natural
tienen un significado independientemente de contexto social
en que las emisiones tienen lugar. Para Katz el sentido literal
de los enunciados no depende de factores contextuales (es decir, dicho significado puede determinarse sólo gramaticalmente
como una función composicional del significado de las palabras
que lo componen y de la estructura sintáctica (principio que ha
sufrido críticas por parte de lingüistas y filósofos sobre aspectos del principio de composicionalidad, pero no directamente
sobre la idea básica de context-free meaning).76
Para Katz y Fodor77 la interpretación semántica de un
enunciado consiste en: a) la conjunción de los significados semánticos de cada una de las derivaciones gramaticales del
enunciado, y b) las consideraciones que se pueden formular
desde un punto de vista gramatical-semántico, desde ciertas
nociones predefinidas de “univocidad semántica”, “ambigüedad semántica”, “anomalía semántica”, “paráfrasis parcial” y
“paráfrasis completa”.
75. Katz 1977; 1981.
76. Katz 1981: 203.
77. Katz y Fodor 1976. Fodor se refiere a ese concepto para rebatir la idea de Searle de la perforrmatividad semántica que ignora el significado composicional de un enunciado independientemente de la información contextual y que Searle lo rechazó como cuestión de principio. Searle considera las reglas que reflejan las condiciones
contextuales bajo las que los usuarios del lenguaje realizan actos de habla de diferentes clases. Para Fodor, sin
embargo, considera los aspectos de la performatividad como factores que complican el enunciado de las leyes
del significado composicional en la gramática.
97
Victoria Iturralde
Para explicar el concepto de SL, Katz recurre a la noción
de contexto cero o contexto nulo, distinguiendo entre “contexto nulo a priori” y “contexto nulo a posteriori”. El contexto nulo
“a priori” es nulo por hipótesis, es decir, el intérprete al atribuir
significado a un enunciado, niega de partida toda relevancia
hermenéutica al contexto lingüístico y extralingüístico en el
que se inserta el enunciado. El contexto nulo “a posteriori”
es el contexto que, una vez interpretado el enunciado y después de haber atribuido por hipótesis relevancia hermenéutica
al contexto lingüístico y extralingüístico del mismo, se revela
nulo de tal manera que la consecuencia es no atribuirle un significado diverso de su significado semántico-gramatical.78
Una teoría de los contextos –dicen Katz y Fodor- debe
contener una teoría de la interpretación semántica como parte
propia, porque las acepciones que un hablante atribuye a una
oración en un contexto son una selección hecha entre aquellas
que dicha oración tiene al estar aislada. Resulta claro que,
en general, una oración no puede tener en un contexto interpretaciones que no tenga aisladamente. Señala que hay dos
tipos de teorías de contextos. Una es aquella que hace que el
contexto de un enunciado sea el marco no lingüístico dentro
del cual se manifieste, o sea, todo el ambiente físico-social del
enunciado. Otro tipo de teoría es la que entiende por contexto
el marco lingüístico en el que aparece, es decir, el discurso
hablado o escrito del que forma parte el enunciado.79
2.2. Para Searle80 el SL de un enunciado es aquel que
resulta de tener en cuenta dos elementos: la fuerza ilocucionaria explícita del enunciado y el contenido proposicional del
enunciado. Concretamente, para identificar el SL es necesario
78. Katz 1981: 217. Acerca de la noción de contexto nulo dice Katz” aclarara las confusiones entre la noción
de “significado composicional” con “significado de una emisión en un contexto nulo “. La noción de contexto
cero, adaptada de la situación de la “carta anónima” que Katz y Fodor introdujeron en La estructura de una
teoría semántica, y fue definida como un contexto cuyas características no proveen información relevante para
elegir un significado composicional del enunciado usado. La noción de contexto cero –dice Katz- generaliza la
situación de la carta anónima en forma de un contexto idealizado que no contiene ninguna base para apartarse
del significado del enunciado (sentence-meaning), en que la competencia semántica determina completamente
el significado de la emisión (utterance), Katz 1981: 217 nota 19.
79. Katz–Fodor 1976: 27-35.
80. J. Searle 1979 b) y 1979 c).
98
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
tener en cuenta los siguientes factores: a) el significado literal de las palabras, b) las características gramaticales de las
mismas, c) la estructura sintáctica del enunciado y, d) algún
conjunto o sistema coordenado de asunciones contextuales
o asunciones de fondo (background assumptions). Entre los
indicadores de la fuerza ilocucionaria de un enunciado, Searle
incluye por ejemplo: a) la disposición de las palabras, b) el
modo del verbo, c) la puntuación, d) la presencia de verbos
preformativos y, e) la presencia de algunos vocablos indicio de
una cierta fuerza y/o función ilocutoria .
Searle81 formula su teoría sobre el significado literal, exponiendo la siguiente relación de enunciados:
1- Bill cortó el césped
2- El barbero cortó el cabello de Tom
3- Sally cortó la galleta
4- Me corté la piel
5- El sastre cortó el traje
Y señala que “todas las ocurrencias de la palabra “cortar”, en las emisiones 1-5, son literales”; literal en el sentido de no metafórico,
como el caso de:
6- Bill cortó relaciones con John
Dice que “cortar” no es ambiguo en 1-5 porque en cada
una de sus ocurrencias involucra un “contenido semántico común”: la noción de una separación física por medio de la presión de un instrumento más o menos agudo.
En la determinación del valor de verdad de un enunciado intervienen los significados de los términos que aparecen
81. J. Searle 1980: 221-229.
99
Victoria Iturralde
en él y, aunque la palabra “cortar” no es ambigua, determina
diferentes conjuntos de condiciones de verdad. Ello se debe
al “trasfondo”82 (background) de suposiciones sobre el “significado literal” de un enunciado; esto lleva implícito que es un
significado que está determinado en parte por el significado
literal de los términos que lo componen. Un enunciado sólo
determina un conjunto de condiciones de verdad –dice Searle- si se apoya en un conjunto de prácticas y suposiciones
humanas. “El punto de vista que atacaré a veces se expresa
diciendo que el significado literal de un enunciado es el significado que tiene el ‘contexto cero` o ‘contexto nulo`. Yo defenderé que respecto de un gran número de enunciados no hay
tal cosa como contexto cero o nulo para la interpretación de
los enunciados”.83
La idea más importante en la teoría de Searle en relación con el tema del SL es la dependencia del significado
del contexto y de las asunciones de fondo necesarias para
interpretar cualquier enunciado. Ningún significado puede ser
acontextual, en el sentido de que:
a) al identificar el SL de un enunciado se deben tener
en cuenta una serie de informaciones sobre las características físicas, institucionales, morales, etc., que constituyen el
trasfondo de utilización del enunciado, constituyendo lo que
se podría llamar el “macrocontexto” de sus numerosas enunciaciones.
b) se pueden identificar, para cada enunciado, muchos y
diversos macrocontextos de enunciación.
82. Define el trasfondo como sigue: “El Trasfondo es un conjunto de capacidades mentales no representacionales que permite que tengan lugar todas las representaciones. Los estados Intencionales tienen únicamente
las condiciones de satisfacción que tienen, y, por tanto, solamente los estados que son, en contraste con un
Trasfondo de capacidades que son ellas mismas estados Intencionales”. Y señala que “Un análisis geográfico
del Trasfondo, por pequeño que sea, incluiría al menos lo siguiente: tenemos que distinguir, por una parte lo que
llamaríamos el “Trasfondo profundo”, que incluiría al menos todas aquellas capacidades de Trasfondo que son
comunes a todos los seres humanos normales en virtud de su naturaleza biológica…, y por otra parte aquellas
que podríamos denominar el “Trasfondo local” o las “costumbres culturales locales”, que incluirían cosas tales
como abrir puertas, beber cerveza de las botellas, y la postura preintencional que tenemos frente a cosas como
coche, frigoríficos, dinero, cócteles”. J. Searle (1992): 152-153.
83 J. Searle 1979 a): 117.
100
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
c) si no se tienen en cuenta las características del macrocontexto, en muchos casos el contenido proposicional del
enunciado puede resultar indeterminado.84 Para Searle la comprensión del SL de las oraciones, incluso las más simples como “El gato está sobre la alfombra”,
hasta las más complejas como las de las ciencias requieren un
trasfondo preintencional. “Esto se muestra -dice- por el hecho de que, si alteramos el Trasfondo preintencional, la misma
oración con el mismo significado literal determinará diferentes
condiciones de verdad, diferentes condiciones de satisfacción,
incluso en el caso de que haya cambios en el significado literal
de la oración. Esto tiene como consecuencia que la noción
de significado literal de una oración no es una noción libre de
contexto : solamente tiene aplicación a un conjunto de supuestos y prácticas del Trasfondo preintencional”85
Ahora bien, Searle no niega que los enunciados tengan
significados literales, y define el SL como sigue: “El significado
literal (es decir, convencional) de la oración es, precisamente,
la posibilidad permanente de realización de un determinado
tipo de acto de habla y, en este sentido, el significado del hablante es más básico que el significado de la oración”. Mostrar
que un fenómeno X sólo puede ser identificado en relación a
otro fenómeno Y, no muestra que X no exista. Por hacer una
analogía obvia, cuando uno dice que la noción de movimiento
de un cuerpo sólo tiene una aplicación relativa a algún sistema coordinado, no se está negando que exista el movimiento.
El movimiento, aunque relativo, es movimiento. De manera
similar, cuando digo que el significado literal de un enunciado
sólo tiene aplicación en relación con el sistema coordinado de
nuestras asunciones de trasfondo, no estoy negando que los
enunciados tengan significados literales. El significado literal,
aunque relativo, es aún significado literal”.86
En definitiva, se podría decir que Searle niega la utilidad de la noción de SL no porque las palabras que componen
84. J. Searle 1979 b) y 1979 c).
85. J. Searle 1992: 154.
86. J. Searle 1979 c): 132.
101
Victoria Iturralde
un enunciado no tengan ningún SL, sino porque: a) dichos
significados pueden ser vagos, múltiples y genéricos; b) la
proposición expresada puede ser vaga, ambigua, genérica (incluso independientemente de que lo sean los términos que la
componen) y la referencia es casi siempre indeterminada; c)
por un defecto, no eliminable, de eternización, y d) porque las
asunciones de fondo no pueden ser incluidas en el contenido
semántico.87
2.3. Davidson habla de primer significado (first meaning),
como equivalente a SL. Define el primer significado como el
que es propio de expresiones y enunciados en tanto que emitidos por un hablante particular en una situación dada. Davidson
parte del “principio de autonomía del significado” según el cual
el primer significado de un enunciado es independiente tanto
del aspecto pragmático como de las intenciones no-lingüísticas
del hablante, en el sentido de que no puede hacerse derivar
de ninguna de ambas cosas.88 El principio de autonomía garantiza que el primer significado de una oración será el que se
encontraría al consultar un diccionario basado en el uso real.
El primer significado es el primero que entra en juego en el orden de la interpretación, y a él se asocian tres principios: a) es
sistemático, puesto que existen conexiones sistemáticas entre
los significados de los enunciados; b) es compartido, es decir,
para que el hablante y el intérprete puedan comunicarse con
éxito y de manera regular tienen que compartir un método de
interpretación (se refiere al método formal de interpretación,
no al contenido de las expresiones), y c) no está gobernado
por convenciones o regularidades adquiridas.89 Esto último
significa que para Davidson “la comunicación lingüística no requiere de una repetición gobernada por reglas; y en tal caso,
las convenciones no ayudan a explicar lo que es fundamental
en la comunicación lingüística, si bien puede describir un rasgo habitual aunque contingente. La única noción de “regla”
que Davidson considera en el ámbito pragmático del uso del
lenguaje es la de una regularidad empíricamente observable,
87. Poggi 2006: 187.
88. Davidson 1984: 273-274.
89. Davidson 1986: 436.
102
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
derivada de usos e instituciones: la regla sería una generalización obtenida por abstracción o inducción.90
La finalidad de Davidson es poner de relieve situaciones
anómalas de comunicación, en particular los malapropismos,91
pero también casos de comunicación indirecta o no explícita.92
Intenta dar cuenta de esta situación compleja y del proceso a
que da lugar (que constituye la comunicación/interpretación)
distinguiendo entre dos teorías de la verdad (que formarían
ambas parte del saber implícito del hablante y del intérprete).
Estas dos nociones son la teoría previa (prior theory) y teoría
del paso (passing theory). La teoría previa del intérprete es
la que expresa cómo está preparado éste de antemano para
interpretar las emisiones del hablante; la teoría previa del hablante es la que él cree que va a ser la teoría previa del intérprete. Con respecto a la teoría del paso, la del intérprete, es
la que describe el modo en que éste, de hecho, interpreta las
emisiones, mientras que la del hablante es la que él intenta que
emplee el intérprete.”93 La teoría del paso no se corresponde
en general con la competencia lingüística del intérprete; y la
teoría del paso, aunque relativa a situaciones particulares en
su estructura formal es adecuada para constituirse en teoría
de la verdad para hacer entrar en juego significados literales.
La teoría previa no es una teoría compartida, ni tampoco es
lo que se llamaría “lenguaje”, ya que la teoría previa incluye
todos los rasgos específicos del idiolecto del hablante que el
intérprete está en situación de tener en cuenta, antes de que
se inicie la emisión.94 Frente a la dicotomía SL/SnoL, numerosos lingüistas ponen de relieve que no puede hablarse de SL como contrapues90. Davidson 1984: 279-280.
91. Los “malapropismos” (o neologismos) son usos equivocados o equívocos de una palabra o expresión, que se toma en lugar de otra fonéticamente similar, y que el hablante
(por ignorancia, descuido o intencionadamente) espera que el destinatario entienda
correctamente. P.ej. tomar “epitafio” por “epíteto”, convirtiendo “A nice derangement
of epitaphs” (“Una bonita dislocación de epitafios”) en “A nice arrangement of epithets”
(“Una agradable disposición de epítetos”), cfr. Corredor 1999: 284 nota 639.
92 De ahí que se le haya criticado en el sentido de que los casos elegidos para describir procesos de comunicación son “casos atípicos” que en el caso límite conduce a una identificación de la noción de lenguaje con la de
idiolecto (es decir, el lenguaje hablado por un individuo en una situación particular), Corredor 1999: p. 239.
93. Davidson 1986: 442, 443.
94 Davidson 1986: 442, 443; Corredor 1999: 238.
103
Victoria Iturralde
to a SnoL, mostrando que dicha noción es más compleja y que
deben distinguirse distintos niveles de significado.95
2.4. Sperber y Wilson dicen que no hay un significado
literal en el sentido clásico y, sostienen la necesidad de distinguir entre: a) el significado lingüístico, b) la explicatura y c) un
continuo entre lo que el hablante dice explícitamente y otras
inferencias necesarias (obligatorias).
a) el significado lingüístico: se trata del significado puramente lingüístico, codificado que es un mero “esqueleto” del
significado transmitido (Logical Form,LF).
b) la explicatura (“lo que es dicho”, “lo que es expresado”): es una proposición completa (verificable), que resulta
de enriquecer una LF incompleta con el significado pragmático
hasta que resulta una proposición. Este enriquecimiento va
más allá de los enriquecimientos gramaticales, es decir, son
adiciones al significado lingüístico, pero explícitos (de ahí el
termino explicatura).
c) las implicatura: estas son lógicamente independientes, en el sentido de que implican la formación de premisas
hipotéticas y conclusiones que van más allá de lo dicho y lo
expresado por el hablante.
2.5. Recanati (en una propuesta semejante a la anterior)
distingue entre literalidad -t; literalidad -m y literalidad -p.
a) significado literal -t. Hay que comenzar -dice- por un
sentido de “significado literal” que sea lo suficientemente claro y no suscite problema alguno: el significado literal de una
expresión lingüística es su significado convencional, el significado que tiene una oración en virtud de las convenciones que
constituyen una lengua. Así entendido, el significado literal es
propiedad de una expresión-tipo. Lo denominaré –dice- “significado literal -t” (donde “t” sustituye a “tipo”, para así distinguirlo de otros posibles sentidos de “significado literal”).”96
95. Ariel 2002: 372.
96. Recanati 2006: p.91.
104
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
Y señala, que cuando hablamos de no-literalidad entendemos
que lo que se dice se distancia del significado literal -t.
b) significado literal -m. “Un significado de una oración
es “literal -m” si y sólo si lleva consigo diferencias ´mínimas`
respecto al significado “literal -t”. “Cuando el significado de
una emisión se separe de modo mínimo del significado literal
-t, ese significado no contará como no literal en sentido ordinario.” Para explicar este concepto pone el siguiente ejemplo. Supongamos que Pablo tiene sed y yo digo “Él tiene sed”.
Esta oración se distancia del significado literal -t de la oración,
puesto que incluye algo (la referencia “él”) que depende del
contexto y no tan sólo del significado convencional de las palabras usadas. No obstante, son las palabras mismas, las que en
virtud de su significado convencional hacen necesario recurrir
al contexto para poder asignar una referencia al demostrativo.
Es parte del significado literal -t de las expresiones indéxicas el
que se les deba asignar una referencia en un contexto. Cuando
interpretamos oraciones con valor indéxico vamos más allá de
lo que nos proporcionan las convenciones lingüísticas, pero ese
paso más allá está, a pesar de todo, gobernado por las convenciones del lenguaje.97 La divergencia del significado literal
-t se ve además predeterminada por el significado literal -t
mismo. Siempre que este sea el caso la separación es “mínima”: en este caso el significado no contará como no-literal en
sentido ordinario. Sin embargo, supongamos que él tiene sed,
y yo digo: “Se le debería ofrecer una bebida”: en este caso hay
una diferencia no-mínima respecto del significado literal -t. En
resumen, el significado literal -m se caracteriza porque no es
del todo convencional (en la medida en que puede llevar elementos contextuales), y se distancia del significado literal-m
de modo mínimo (puesto que se trata de un distanciamiento
gobernado por las convenciones de la lengua).
c) significado literal -p (p sustituye a primario). Una interpretación de una emisión es literal -p sólo en el caso de
que resulte directamente de interpretar la oración en su contexto, sin que se derive de un significado determinado con
97. Recanati 2006: 92 (cursiva en el original).
105
Victoria Iturralde
anterioridad mediante un proceso similar al que se usa en las
implicaturas conversacionales, actos de habla indirectos, etc.
En el enunciado “Ellos se casaron y tuvieron muchos hijos”, de
manera intuitiva solemos interpretar que el matrimonio tuvo
lugar antes de que llegaran los hijos; a pesar de que eso es
algo que no está codificado en el significado de la oración.
Según Recanati para que algo cuente como no-literal:
debe ir más allá del significado convencional de las palabras
(no literalidad -m), y además debe ser percibido como tal; los
hablantes deben ser conscientes de que el significado transmitido excede el significado convencional de las palabras. A esto
lo llama “condición de transparencia”, y se satisface siempre
que el significado que se comunica tenga un carácter secundario, como en las implicaturas conversacionales y los actos de
habla indirectos.98
2.6. Bach99 habla de literalidad refiriéndola a las proferencias (no a los enunciados). Las proferencias pueden ser
literales o no literales, pero los enunciados no. Los enunciados pueden ser usados literalmente o no literalmente, pero no
pueden tener significados literales y no literales. Por tanto es
redundante hablar de enunciados como que tienen significados literales. Los significados son propiedades de expresionestipo. El significado de un enunciado no cambia porque un hablante no signifique lo que el enunciado significa.
Como primera aproximación, -dice Bach- usar un enunciado literalmente es expresar lo que el enunciado significa y
usarlo no literalmente es decir otra cosa.
Define el SL como aquello que determina el valor por defecto de su emisión en cualquier contexto: lo que un hablante
puede presumir que significa en ausencia de una razón en
contrario. Un hablante siempre puede querer decir algo más o
algo menos, pero su audiencia no puede inferir esto sin tener
información mas allá del enunciado emitido. También, si el
hablante significa algo distinto o algo más (si está realizando
98. Recanati 2006: 99.
99. Cfr. Bach 1987; 69-77; 1999; 1984.
106
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
un significado no-literal o un acto ilocucionario indirecto) es
el significado literal de un enunciado el que establece la parte
lingüística que tiene el oyente como base para inferir que es lo
que el hablante significa. Cualquier otra cosa que entra dentro
de lo que son inferencias, que implica el conocimiento interpersonal y social, es no-lingüístico.
Bach distingue dos clases de de no-literalidad:
a) no literalidad –c: es el uso no literal de alguna palabra
o frase en un enunciado; como cuando por ejemplo se dice
que “My grandmother was a saint”, ” en la que “saint” está
siendo usada metafóricamente.
b) no literalidad –s: es el uso no literal de un enunciado
como un todo, por ejemplo cuando digo “Josef Mengele was
a saint”: aquí quiero significar lo opuesto a lo que digo; es el
caso de la ironía.
De otro lado, Bach clasifica las proferencias por grados,
según sean más o menos literales y explícitas, en:
a) literal y explícita: el enunciado emitido es no ambiguo
y lo que el hablante significa corresponde a su significado.
Ejemplo: “Dogs are bigger than cats”
b) literal pero no explícita: el enunciado emitido es ambiguo y lo que el hablante significa se corresponde con uno
de sus significados. Ejemplo: “Dogs are dearer than cats”. Al
pronunciar esto, el hablante no quiere decir que los perros son
más caros que los gatos, sino que son más cariñosos.
c) literal -c pero no literal –s (por tanto no completamente explícita): lo que el hablante expresa se corresponde
al significado de alguna expansión del enunciado pronunciado.
Ejemplo: “Josef Mengele was a saint”
d) no literal –c pero literal –s: lo que el hablante significa
se corresponde al significado del enunciado como resultado de
reemplazar alguna expresión del enunciado por otra. Ejemplo:
“My grandmother was a saint”
107
Victoria Iturralde
e) no literal c y no literal -s: lo que el hablante significa
se corresponde al significado del enunciado como resultado
de reemplazar en el enunciado proferido con otra expresión y
extendiendo el resultado. Ejemplo: “Zsa Za doesn´t like the
Rocks”, seguido de “She loves them”, donde el hablante significa que a Zsa Zsa no simplemente le gustan los diamantes.
A pesar de las diferencias de los ejemplos señalados, todos son casos de actos ilocucionarios directos, puesto que el
hablante significa sólo una cosa al pronunciar el enunciado,
aunque no esté hablando literal y completamente de manera
explícita.
2.7. Ariel100 propone reemplazar “el” concepto de SL con
tres diferentes tipos de “significado mínimo”: significado literal, significado saliente y no saliente y una interpretación lingüística enriquecida (p. ej., “explicatura” o “lo que es dicho”).
De otro lado, indica que en el análisis del SL hay que diferenciar las siguientes perspectivas, que corresponden a otros
tantos significados de SL:
literal 1: la perspectiva lingüística
Un primer significado es el de significado lingüístico codificado. Se trata del SL desde una perspectiva lingüística (o
lingüístico-semántica). Es tarea de la lingüística el determinar
qué aspectos de una interpretación son lingüísticos (codificados) y pueden ser explicados por medio del léxico y de la teoría semántico-lingüística, y cuales deben ser relegados a una
competencia inferencial extralingüística.
Se trata de un significado relevante puesto que caracteriza la competencia del hablante nativo en su lengua. El deseo
de definir el significado lingüístico ha sido una motivación prominente en autores como Searle, Berg, Katz, Chomsky, Levinson y Gibbs para distinguir entre la competencia lingüística y
extralingüística. Es un nivel de significado caracterizado por100. Ariel 2002: 391-399.
108
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
que: a) no está afectado por el contexto, b) es obligatorio, y c)
es accesible a nuestra mente de manera automática.
literal 2: la perspectiva psicolingüística
La perspectiva psicolingüística acerca del SL toma en
consideración la construcción del significado en tiempo real.
Intenta revelar qué significado básico (lingüístico) es accesible
automáticamente, por defecto. Este criterio no es necesariamente idéntico al significado lingüístico (literal 1), porque aquí
el criterio está en nuestra mente reflejando la velocidad de
acceso al significado, y no en la convencionalidad. Aunque,
en general, los significados lingüísticos son accesibles más rápidamente que los significados inferidos, no todos los significados lingüísticamente explícitos emergen (se dejan ver) al
mismo tiempo.
literal 3: la perspectiva interaccional.
Se trata de caracterizar un significado que es “interaccionalmente” el nivel más básico de significado comunicado, un
significado contextual, mínimo: a) al que el hablante está mínima y necesariamente obligado y, b) que constituye su contribución relevante al discurso que está llevando a cabo.
Aunque esta perspectiva no ha sido nunca la determinante a la hora de definir el SL, se refleja en las definiciones originales de SL cuando se insiste en que los significados literales
reflejan todas y únicamente las condiciones de verdad de la
proposición expresada. “Estoy sugiriendo -dice Ariel- que establecer un criterio conceptual claro sobre el significado literal
de un lado, y que al mismo tiempo ello no implique excluir las
implicaturas, se deriva de un deseo de caracterizar el contenido significativo del enunciado, su incuestionable contribución
al contexto. Por tanto, los debates actuales de los investigadores versan acerca de cuanto enriquecimiento pragmático debe
ser incluido es el significado literal”.101
101. Ariel 2002: 396.
109
Victoria Iturralde
IV. SIGNIFICADO LITERAL COMO SIGNIFICADO CONVENCIONAL.
1. En el derecho se asume que hay un tipo de interpretación, la IL (o semántico-sintáctica o gramatical), caracterizada, entre otros por los elementos siguientes: a) es el primer
criterio interpretativo, b) es distinto del resto de criterios: las
normas sobre la interpretación suelen distinguirla de los otros
criterios de interpretación (contextual, histórico, sociológico,
...), y la teoría del derecho distingue las directivas lingüísticas
de las directivas sistémicas y funcionales (o evaluativas)102 y,
c) la interpretación literal no suele estar necesitada de un justificación, mientras que ocurre justamente contrario cuando
se tata de rebatir los resultados de la IL. Pues bien, los dos
primeros obedecen a una concepción errónea del concepto de
SL.
La primera pregunta es la siguiente: ¿los enunciados jurídicos tienen un SL o una IL? La respuesta a esta pregunta
la da Barberis (intercambio “propio” por “literal”) cuando dice
que en un sentido, es obvio, que no hay un significado propio
de las palabras: ningún símbolo incorpora mágicamente su
propio significado. En otro sentido, es obvio que hay un significado propio de las palabras: el significado que reciben del uso
de los hablantes y de las reglas que lo rigen, significado que
puede llamarse “propio” no en el sentido de consustancialidad,
sino en el de propiedad lingüística. Las palabras, en la medida
que son símbolos lingüísticos (y no meros sonidos y/o puras
grafías) tienen un significado propio en el sentido de que para
tener significado deben darse reglas de uso que discriminen
entre un modo propio o correcto y un modo incorrecto de emplear y de interpretar las palabras.103
La siguiente pregunta es: ¿en qué sentido puede decirse
que hay una IL? El único sentido en que puede hablarse de IL
102. Así p.ej. Wróblewski 1985 y 1992, distingue entre directivas lingüísticas, sistémicas y funcionales: las
primeras hacen referencia a aspectos del significado en sentido estricto, mientras que las segunda aluden al
contexto lingüístico, y las últimas a elementos diversos del contexto extralingüístico (finalidad de la norma y
de la institución a la que esta pertenece, intención del legislador, histórico y actual). Cfr. también los estudios
incluidos en el libro MacCormick–Summers 1991.
103. Barberis 2000: 14
110
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
es como significado convencional: puede decirse que los enunciados jurídicos tienen SL en el sentido de que una expresión
esta convencionalmente asociada con él en virtud de las reglas
del lenguaje y por tanto “es constitutiva de la identidad de las
expresiones como una unidad lingüística.” 104
La idea de convencionalidad, filosóficamente analizada
por Lewis, la ha expresado recientemente Violi cuando dice
que el significado “está regulado por una convención general e
intersubjetivamente fundada, por la cual se asume, dentro de
una determinada comunidad lingüística, una regularidad subyacente al uso y a las inevitables variaciones de competencias
individuales. Competencia, convención y comunidad lingüística
son términos que se necesitan recíprocamente: el significado
del que se presume la competencia es el que se asume como
compartido dentro de una determinada comunidad. Ello presupone la existencia de una regularidad de significados lingüísticos: aquello de lo que podemos tener competencia es el significado estándar, regular, de un término, convencionalmente
delimitado, de la lengua.”105 Esto no excluye que los significados puedan variar, al contrario: existe una tensión continua en
la lengua entre estabilidad e inestabilidad, entre regularidad
e innovación: el lenguaje no es un sistema ni completamente
estable de representaciones, ni un aglomerado de variaciones
continúas sin estructura. Lo significados se transforman, no
sólo en sentido diacrónico, sino también sincrónicamente, en
cuanto que es inherente a la lengua cierto grado de plasticidad
que permite una continua adaptación de la misma a las variaciones del contexto.106
El hablante (y cualquier aplicador del derecho), al otorgar significado a sus expresiones, está haciendo uso de una
realidad cultural y relativamente fija que es el sistema de su
lengua. Esto quiere decir que el hablante se encuentra en una
especie de libertad vigilada cuando se expresa lingüísticamente: la libertad procede del hecho de su utilización intenciona104. Dascal 1983: 23. Cfr. Lewis 1969; Davidson 1982: 278-279.
105. Violi 2001: 272.
106. Violi 2001: 273.
111
Victoria Iturralde
da de expresiones lingüísticas, que puede dar a éstas nuevos
aspectos o nuevas dimensiones: su limitación estará determinada por el hecho de que esas intenciones son expresadas
bajo la importante restricción de la necesidad de su reconocimiento. Es esta necesidad la que hace que el hablante utilice
medios socialmente fijados e intersubjetivos compartidos por
los miembros de su comunidad comunicativa. Unos de estos
medios es la propia lengua (ese conjunto de principios o reglas
socialmente compartidos y culturalmente transmitidos para la
expresión de la información y la comunicación), pero también
reglas o principios de interpretación que posibilitan al hablante
una cierta libertad y flexibilidad en el proceso de transmisión
e interpretación de información por medio del lenguaje.107
De otro lado, el SL no puede entenderse separado del
contexto, tanto lingüístico como extralingüístico (al contrario
de lo que presuponen los criterios interpretativos, tanto legales como doctrinales). A la vez que no puede negarse que los
enunciados tengan un SL (consistente en su significado convencional); el SL en muchas ocasiones no es muy significativo,
y ello es debido a la dependencia contextual (y no sólo para
la resolución de la referencia y la ambigüedad).108 La razón
para pensar que los enunciados a veces pueden interpretarse
sin referencia al contexto es que las asunciones contextuales
son tan fundamentales que parecen transparentes. Lingüistas como Dascal, Gibbs, Sperber y Wilson, Recanati, Clark y
Carston, entre otros, están de acuerdo con Searle cuando dice
que el contexto determina “lo que es dicho, y no sólo lo que es
conversacionalmente implicado”.
Cuando se habla de contexto, hay una distinción básica
entre el contexto lingüístico y contexto extralingüístico. Levinson pone de relieve los siguientes tipos de contextos lingüísticos (o deíxis) que pueden ser necesarios para la interpretación de los enunciados: a) contexto de enunciación (o evento
de habla); b) contexto del discurso (deíxis del discurso) y c)
contexto social (deíxis social).109 A diferencia de lo que ocurre
107. Bustos 1999: 646. Cfr. Laporta 2007: 181.
108. Ariel 2002: 365; Gibbs 1984 y 1999.
109. Levinson 1989: 47-87.
112
Interpretación literal: análisis de una noción compleja
en la comunicación ordinaria, en la interpretación jurídica, el
relevante es el contexto del discurso el relevante: para interpretar cualquier enunciado jurídicos hay que tomar en consideración el texto más amplio en el que se inserta el enunciado
(sea el capitulo de la ley, la ley en su conjunto), hasta el sector
del ordenamiento al que pertenece y el ordenamiento en su
conjunto teniendo como referente la Constitución (y el DerePor deíxis se entiende la localización e identificación de personas, objetos, eventos, procesos y actividades de las que se habla, o a las que se alude, en relación con el contexto
espacio-temporal creado y sostenido por la enunciación y por la típica participación en
ella de un solo hablante y al menos un destinatario”. Lyons 1980: 574-575.
a) las categorías tradicionales del contexto de enunciación son: persona, lugar y tiempo. La deíxis de persona concierne a la codificación del papel de los participantes en el
evento de habla: la categoría de primera persona (“yo”) es la gramaticalización de la
referencia del hablante hacia él mismo, la segun¬da persona (“tú”) es la codificación de
la referencia del hablante hacia uno o más destinatarios, y la tercera persona (él, ella)
la codificación de la referencia hacia personas y entidades que no son ni hablantes ni
destinatarios del enunciado en cuestión. Los modos más habituales en que los papeles de
los participantes se identifican en el lenguaje son los pronombres y sus correspondientes
concordancias de predicado. La deíxis de lugar concierne a la codificación de situaciones
espaciales relativas a la situación de los participan¬tes en el evento de habla. La mayoría de lenguas gramaticalizan como mínimo una distinción entre próximo (o cercano al
hablante) y distante (o no próximo, a veces cercano al destinatario). Estas distinciones
se codifican en los demostrativos como “aquí,”, “allí”, etc. La deíxis de tiempo se refiere
a la codificación de puntos y periodos temporales relativos al tiempo en que se pronunció un enunciado (o se inscribió un mensaje escrito). A este tiempo suele denominarse
“tiempo de codificación”, que puede ser distinto del “¬tiempo de recepción”. Así, si nos
encontramos el siguiente mensaje en la puerta de la oficina de alguien: “Volveré dentro
de una hora”, nos falta información deíctica porque no sabemos cuándo fue escrito, no
sabemos cuando volverá el autor del mensaje. Las deíxis de tiempo se gramaticalizan
a través de adverbios de tiempo (“ahora,”, “entonces”, “ayer”, ...) pero sobre todo en el
tiempo gramatical.
b) el contexto del discurso o del texto concierne al uso de expresiones en un enunciado
para referirnos a alguna porción del discurso que contenga ese enunciado (incluyendo al
mismo enunciado). También se incluyen en la deíxis del discurso otras vías con que un
enunciado señala su relación con el texto circundante; por ejemplo la palabra “de todos
modos” al principio de un enunciado parece indicar que el enunciado que lo contiene
no alude al discurso inmediatamente precedente sino a uno o más tramos más atrás.
Puesto que el discurso se desarrolla en el tiempo, parece natural que se utilicen palabras
deícticas de tiempo para referirse a porciones de discurso; así “la semana pasada”, “en
el último párrafo, “en el próximo capítulo”. Pero también se utilizan términos deícticos
de lugar, en especial los demostrativos “este” o ése”: así “este” puede emplearse para
referirse a una porción venidera del discurso como en “Apuesto a que nunca has oído este
chiste “, y ése a una porción precedente, como en “Ése fue el chiste más divertido que he
oído nunca.”Hay muchas palabras y expresiones que indican la relación entre un enunciado y el discurso anterior: por ejemplo, “por lo tanto”, “en conclusión”, “al contrario”, “sin
embargo”, “de todos modos”, “por lo tanto”, etc.;
c) el contexto o deíxis social se refiere a aquellos aspectos de las oraciones que reflejan
o establecen o están determinados por ciertas realidades de la situación social en que
tiene lugar el acto de habla. En sentido estricto la deíxis social hace referencia a aquellos aspectos de la estructura del lenguaje que codifican las identidades sociales de los
participantes o la relación social entre ellos, o entre uno de ellos y personas y entidades
a que se refieren.
113
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cho Comunitario). Así, el contexto lingüístico no es un elemento añadido a la IL, sino que forma parte de la misma.
Y algo similar puede decirse del contexto extralingüístico.
Se trata de un concepto acerca del cual Ochs,110 señala que
“el ámbito del contexto [extralingüístico] no es fácil de definir
... debe considerarse el mundo social y psicológico en el cual
actúa el usuario de un lenguaje en un momento dado”… “incluye como mínimo las creencias y suposiciones de los usuarios del lenguaje acerca del marco temporal, espacial y social;
las acciones (verbales o no verbales) anteriores, en el curso
o futuras, y el estado de conocimiento y atención de los que
participan en la interacción social que se está efectuando.”111
Y Sperber y Wilson señalan que el contexto extralingüístico
incluye “el conjunto de premisas que se emplean para interpretar un enunciado”, “un contexto es una construcción psicológica, un subconjunto de los supuestos que el oyente tiene
sobre el mundo. ... expectativas respecto al futuro, hipótesis
científicas o creencias religiosas, recuerdos anecdóticos, supuestos culturales de carácter general, creencias sobre el estado mental del hablante”.112 Pues bien, estas asunciones contextuales funcionas como premisas para obtener inferencias,
como ocurre en el caso de las implicaturas conversacionales.
110. Ochs 1979: 1-17.
111. Ochs 1979: 1 y 5.
112. Sperber - Wilson 1995: 15. Van Dick 1976: 29 distingue, dentro del contexto extralingüístico, entre las
situaciones reales de enunciación en toda su multiplicidad y rasgos, y la selección de los rasgos que son cultural
y lingüísticamente pertinentes en cuanto a la producción e interpretación de los enunciados; y señala que el termino contexto se refiere a esto último y que no podemos establecer de antemano cuales son estos rasgos. Lyons
1980: 574 por su parte, enumera los siguientes elementos como pertenecientes al contexto extralingüístico: (a) el
conocimiento del papel y de la posición de hablante y destinatario; (b) el conocimiento de la situación espacial
y temporal; (c) el conocimiento del nivel de formalidad; (d) el conocimiento del medio (el código o estilo apropiado a un canal, como la distinción entre las variedades escrita y hablada de una lengua); (e) el conocimiento
del contenido adecuado, y (f) el conocimiento del campo adecuado (o dominio que determina el registro de una
lengua).
114
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121
El juez y la letra de la ley1
María Concepción Gimeno Presa
Universidad de León
La relación entre el juez como decisor y la letra de la ley
ha sido analizada desde diversas perspectivas. En este trabajo
la abordaremos desde ciertos problemas relacionados con la
llamada “interpretación literal de la ley”, los que se enmarcan
en la cuestión más amplia de la interpretación y el razonamiento jurídico. Dado que este tema ha acaparado la atención de
los juristas en los últimos años, la bibliografía sobre el mismo
es prácticamente inabarcable2 . Por ello trataremos de señalar
sólo una parte de los problemas que suscita la determinación
del “sentido literal de la ley”.
La vinculación del intérprete a la letra de la ley constituye
un mandato legislativo en el ordenamiento jurídico español3 .
Este hecho ha generado que las disciplinas dogmáticas traten
de determinar qué es el sentido literal de una ley. Aunque sus
explicaciones en la mayoría de los casos se reducen a remitir a
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”
2. Ver Comanducci 1999, Bix 1995, Lifante Vidal 1999, Marmor 1995, Shauer 1993.
3. Ver a modo de ejemplo los artículos 3, 675 o 1281 del Código Civil.
123
María Concepción Gimeno Presa
la necesidad de que el intérprete tenga un buen conocimiento
de la lengua y emplee los significados establecidos para las
expresiones en juego (cf. Pabón de Acuña 1999: 9-47). También el Tribunal Supremo alude a su propia tarea de interpretación como la atribución del sentido literal a las expresiones
objeto de interpretación aunque en muchas ocasiones en sus
sentencias no existe ninguna precisión sobre la forma en que
dicho sentido puede ser determinado, salvo la tácita remisión
al significado dado por un buen diccionario de la lengua4 .
En este artículo estamos interesados en analizar otro tipo
de explicaciones y problemas, aquellos preocupados por los
aspectos teóricos y conceptuales de la cuestión. Intentaremos
encontrar respuestas a dos interrogantes: ¿En qué consiste
realizar una interpretación literal de la ley? Y ¿Cuál es el papel que representa la interpretación literal en una concepción
general de la interpretación jurídica?. El objetivo de este trabajo es mostrar que la interpretación literal sigue jugando actualmente un rol importante en la actividad de interpretar el
derecho incluso en aquellas posturas donde aparentemente
se niega esta posibilidad. Para dar respuesta a estos interrogantes procederemos dividiendo el trabajo en dos partes. En
la primera, examinaremos algunos problemas que trae aparejada la expresión interpretación literal de la ley. Mostraremos
como el concepto de significado, de significado literal, y de interpretación, todo ellos ambiguos, condicionan la respuesta a
los interrogantes objeto de este estudio. En la segunda parte,
examinaremos como tratan el tema de la interpretación literal
dos teorías de la interpretación jurídica recientes: las defendidas por Guastini y por Hernández Marín.
4. Por ejemplo en el caso de subrogación arrendataria resuelto el 22 de junio de 1995 cuando afirmó: “...la expresión literal que la citada norma emplea de haber convivido habitualmente en la vivienda entraña un concepto
jurídico revelador de una situación de hecho entre ambas personas, no un concepto semejante al del domicilio
legal... El término literal de “habitualmente” que dicha norma emplea –forma abreviada del verbo habituar-,
significa forma o modo de acostumbrarse a una conducta o situación constante en el tiempo. La sentencia está
tomada de la cita efectuada por Pabón Acuña 1999: 45-46.
124
El juez y la letra de la ley
I. El estudio de la interpretación literal del derecho se enfrenta, con una serie de problemas en la actualidad. Así a la hora
de analizar este tema nos encontramos en primer lugar con
una cuestión de base, que no solo atañe a la interpretación
literal sino a cualquier estudio de la interpretación cuando esta
es definida relacionándola con el término significado. Dicho
problema consiste en la pluralidad de sentidos que el propio
término significado lleva aparejado y la forma de ser entendido el mismo cuando se relaciona con el término interpretación. Un segundo problema viene generado por el sentido de
la locución sentido literal o significado literal. Esta locución es
usada de forma distinta por los lingüistas y por los juristas. El
problema se agrava además si, como luego veremos, la pluralidad de usos que estos últimos hacen de la locución no coinciden con la pluralidad de usos que llevan a cabo los primeros5.
Estos dos problemas impiden dar una respuesta rápida y sencilla a los dos interrogantes que nos hemos planteado en este
trabajo: ¿Qué es la interpretación literal del derecho? Y ¿Cuál
es el rol que juega la misma en una concepción general de la
interpretación jurídica?
1.- Problemas derivados de la noción de significado.
En el ámbito de la interpretación, y especialmente de la
interpretación de la ley, se suele relacionar los términos: interpretación y significado. Esto se puede apreciar cuando examinamos el concepto de interpretación que sostienen, entre
otros autores, Kelsen, Hart o Ross. Además, existen pensadores que ven en dicha relación una condición conceptual necesaria e imprescindible para una teoría de la interpretación6 .
Pareciera a simple vista que sostener que interpretar la ley es
determinar el significado de la misma es una afirmación que
aclara la cuestión acerca de la interpretación del derecho. Sin
embargo, dado lo polémico que resulta el término significado
5. Entre juristas y lingüistas no sólo no existe unanimidad a la hora de determinar el uso del término sentido
literal sino que ni siquiera existe tal unanimidad a la hora de establecer el papel que juega la interpretación
literal dentro del ámbito de la interpretación en general. Ha puesto de manifiesto esto Mazaresse quien sostiene
al respecto que, pese a las críticas que el sentido literal tiene para las teorías lingüísticas actuales, este tipo de
interpretación sigue siendo una pieza importante en las teorías jurídicas (Mazaresse 2000).
6. Defiende esta postura Villa 2000:167-168; Brink 1988:111; Stavropoulos 1996:4.
125
María Concepción Gimeno Presa
dicha afirmación dista de cumplir tan radicalmente esta función. Mostrar este hecho es la intención que perseguimos con
este epígrafe.
Cuando intentamos rastrear la teoría del significado sustentada por algún autor, lo que en realidad hacemos es preguntar en qué consiste, para él, el significado lingüístico de un
enunciado. De esta manera, se pueden identificar y comparar
las posiciones de filósofos muy diversos, como (i) la de Platón para quién los nombres son las unidades significativas,
que poseen una significación independiente de la voluntad de
aquellos que los emplean.La misma está dada, pues los términos representan la esencia misma de las cosas a traves de sus
elementos. No niega la incidencia de los usos en el establecimiento de esta relación aunque de manera secundaria; (ii)
la de Guillermo de Occam, para quién los signos lingüísticos
orales y escritos significaban de manera convencional, esto
es, por decisión de los usuarios y no por representar esencia alguna de las cosas. Esta hipótesis está también acotada
por la existencia de signos lingüísticos mentales que significan
de una manera natural, esto es, independientemente de las
convenciones y de una manera común a la esencia humana,
de los cuáles dependen los otros dos tipos vistos. El signo lingüístico oral o escrito se articula en una proposición y da un
conocimiento primario del objeto; (iii) la de Locke, para quién
el término es la unidad significativa y cuyo significado le viene
dado en relación a su eficacia eidética, esto es, la capacidad
cognitiva con él asociada, (iv) la de Frege, quién identifica significado y sentido, pero los distingue a su vez de la referencia
, que puede o no estar presente en un nombre. La referencia
es aquello a lo que el nombre representa, su correlato en la
realidad. El nombre es launidad con sentido o significado.
Lo segundo que solemos hacer es emplear algún esquema que nos permita clasificar las diversas teorías, a los efectos
de poder ubicar en ese marco la propuesta que se quiere explicar. En este sentido y siguiendo a Alston (1985), podemos distinguir entre: (i) teorías referenciales, que parten del supuesto
126
El juez y la letra de la ley
de que las expresiones significativas están en lugar de algo, a
lo que representan; (ii) teorías ideacionales, en las que las expresiones significativas lo son en la medida de que se usan en
la comunicación suscitando ciertas ideas compartidas entre los
que las emiten y las reciben; (iii) teorías comportamentales,
para las que las expresiones significativas lo son en la medida
en que provocan ciedrtas reacciones observales comunes en
los usuarios de las mismas.
En virtud de estas teorías por lo tanto, el significado lingüístico de una expresión se identifica con :1.- aquello a lo que
esta se refiere o con la conexión referencial, 2.- las ideas con
las que se la asocia; 3.- los estímulos que suscita su emisión
y /o con las respuestas que esa emisión, a su vez, vuelve a
suscitar (Alston 1985:27).
El concepto de significado de una expresión variará de
acuerdo con la teoría de la cual se parta7 . Con independencia
de cual de esas teorías se elija, la opción no resolverá, ni siquiera aclarará todos los problemas que dicho concepto plantea, ya que los mismos se generan en muy diversos niveles.
Así por ejemplo se suele interrogar si el significado de una
expresión es léxico o estructural. El término significado puede
ser entendido de dos formas. Por un lado este es identificado como reglas del uso establecidas en el sistema lingüístico
o estipuladas por los sujetos. Por otro lado, el significado es
entendido como el uso mismo, o sea, como el resultado de la
aplicación de una regla en un discurso o texto8 .
Si identificamos el término significado como reglas que
determinan el uso de una expresión, nos preguntaremos cuántos tipos de reglas son las que especifican el mismo. Normalmente se suele admitir que son las reglas semánticas las encargadas de precisar el significado de un término. Ahora bien,
cuando de lo que se habla es del significado de una expresión
7. Evidentemente el panorama de las teorías del significado es mucho más complejo que lo expuesto en este
epígrafe. Normalmente cada teoría funciona bien en ciertos aspectos y no en otros. Esto ha originado la aparición de otras muchas posiciones. Algunas de estas son versiones refinadas de las teorías vistas, mientras que
otras adoptan posiciones eclécticas incorporando las partes que se consideran más satisfactorias de cada teoría
examinada.
8. Pone de manifiesto estos dos significados del término Significado Luzzati 2000:73.
127
María Concepción Gimeno Presa
lingüística más amplia que un término, como es el caso de un
texto jurídico, la duda surge en determinar si el significado
de dicho texto viene dado por la suma de los significados de
sus términos aplicando a los mismos las reglas semánticas,
o si tal significado no viene determinado por dicha suma, y,
por lo tanto, la sola aplicación de las reglas semánticas no es
suficiente para hallarlo. En este sentido, se sostiene la importancia de las reglas de la sintáxis además de las semánticas,
para llevar a cabo esta actividad y por lo tanto se parte de un
concepto de significado estructural y no meramente léxico9 .
Con independencia de cual estas dos nociones de significado se elija, los autores que defienden estas tesis parten de
considerar que las transformaciones conservan el significado,
por lo que se les considera como partidarios de una semántica
generativa. Mientras que existen otros autores para quienes el
significado varia con las transformaciones siendo partidarios
de una semántica interpretativa. Para estos últimos la noción
de significado no depende sólo de elementos sintácticos y/o
semánticos sino también de aspectos pragmáticos10 .
Otro de los problemas que origina el término significado
viene dado a la hora de relacionar este con la actividad interpretativa. En este caso los problemas del término significado
no consisten en responder qué cosa es éste, cual es su naturaleza o cuales son sus características, sino que el problema
recae en responder a la cuestión acerca de que clase es la
conexión que se da entre la actividad interpretativa y el significado. Vittorio Villa sostiene al respecto que las teorías de
la interpretación jurídica formalistas contestan esta pregunta
afirmando que interpretar es descubrir el significado, o sea
se trataría de una actividad cognoscitiva o descriptiva, mientras que las teorías de la interpretación jurídica antiformalistas
entienden que la conexión entre interpretación y significado
no deriva de una tarea descriptiva sino prescriptiva. Para es9. La sintaxis se encargaría de estudiar los signos con independencia de su significado, se trata por lo tanto, de
estudiar las relaciones de los signos entre sí.
10. La pragmática consiste en el estudio de la relación existente entre los signos y los sujetos que usan los
signos.
128
El juez y la letra de la ley
tas últimas la interpretación sería una actividad encargada de
crear un significado y, por lo tanto una actividad valorativa.
Estas formas radicalmente opuestas entre sí de ser entendida la relación entre ambos términos de la discusión, se
basan a juicio del autor italiano, en una concepción erronea
del significado que es visto desde una concepción estática.
Esto significa que por significado se entiende una entidad que
se descubre o se produce toda de una vez11 . Según Villa, el
significado no es una entidad que viene dada de una vez, sino
el éxito de un proceso complejo que requiere la aparición progresiva de varios niveles de significación. Partir de esta idea
de significado es sostener una concepción dinámica del mismo
y afirmar su estructura multidimensional12 .
En base a todo lo apuntado en este epígrafe, podemos
sostener que cuando se afirma que la interpretación jurídica es
la actividad encargada de adscribir (describir, proponer, crear
etc, dependiendo de la teoría en cuestión) el significado del
objeto interpretado, nos podemos estar refiriendo a cosas muy
diversas en base a, entro otros posi bles aspectos, el sentido
que del término significado estemos partiendo, en virtud del
tipo de semántica que se adopte (generativa o interpretativa)
y en virtud de cómo consideremos la estructura del término
significado (monodimensional o pluridimensional).
2.- Problemas derivados de la locución significado literal.
Ciñéndonos ahora al estudio de la interpretación literal
exclusivamente, se suele entender la misma como la atribución del sentido literal de un texto. En qué cosa consiste este
sentido es objeto de estudio tanto por lingüistas como por los
juristas.
Chiassioni diferencia cinco usos que los lingüístas hacen
de la locución significado literal. El autor italiano las enumera
11. “Naturalmente si se sostiene que el significado es descubierto, esta entidad preexiste a la actividad interpretativa; si se sostiene, por el contrario, que es creado en sede de interpretación, entonces la entidad en cuestión
viene producida íntegramente por el intérprete” (Villa 2000:175).
12. Villa distingue tres estratos dentro de la noción de significado. Para un estudio de los mismos ver Villa
2000:178-179.
129
María Concepción Gimeno Presa
de las siguiente forma: 1.- El significado literal es entendido
como el significado de un enunciado analítico, interactivo del
enunciado interpretado. De esta forma, la locución “significado
literal” se refiere al significado expreso de un enunciado interpretativo el cual es identico al enunciado interpretado pero
que es emitido en el nivel de lenguaje metalingüístico13 . 2.La noción “significado literal” se entiende como “significado no
contextual”, es decir como aquel significado que se puede atribuir a un enunciado, en base a la aplicación de los siguientes
elementos: el significado lexical de los términos que componen el enunciado, las características gramaticales de los mismos (tales como el género, y el número, los modos verbales
y sus tiempos etc), la estructura sintáctica del enunciado. De
acuerdo con esta noción el significado literal no dependerá de
ningún aspecto contextual, ya sea este entendido como contexto lingüístico donde está formulado el enunciado a interpretar, o como contexto extra-lingüístico14 . 3.- También se usa la
locución significado literal para hacer referencia al significado
que se extrae combinando dos componentes: la fuerza ilocutoria explícita de un enunciado y el contenido proposicional15 .
De acuerdo con los partidarios de esta posición, el significado
literal de un enunciado se extrae del significado lexical de las
palabras que lo componen, las características gramaticales de
las mismas, la estructura sintáctica del enuncuado y además,
de un conjunto de asuntos contextuales denominados asuntos
de fondo16 . 4.- Una cuarta acepción de “significado literal”
viene a considerarle como el significado o significados adscribibles a un enunciado en un cierto contexto de uso, en el
que a posteriori, los factores pragmáticos se descubren como
13. Hay sin embargo juristas que niegan la existencia de interpretación cuando el enunciado interpretativo es
igual al enunciado interpretado como es el caso de Riccardo Guastini.
14. Algunos filósofos del derecho identifican contexto con el contexto lingüístico, mientras que los factores que
pueden influir en la interpretación de un enunciado extralingüísticos se denominan “situación”. Es el caso de
Alf Ross por ejemplo.
15. La fuerza ilocutoria de un enunciado nos permite determinar la función lingüística de un enunciado (descriptiva, prescriptiva, emotiva...), y viene determinada por una serie de elementos como el lugar que ocupan las
palabras dentro de un enunciado, el tiempo verbal, la puntuación etc.
16. Esta es la posición por ejemplo de Searle:1978, según el cual ningún significado puede darse al margen de
un contexto, a no ser que sea del todo indeterminado. Por esta razón, y de acuerdo con este autor, para identificar
el significado literal de un enunciado hay que tener en cuenta, entre otras muchas otras cosas, las características
físicas, institucionales y morales que se encuentran en el uso de dicho enunciado, ver Searle 1998:cap.6
130
El juez y la letra de la ley
faltos totalmente de importancia, de ahí que se hable de “contexto pragmáticamente nulo a posteriori o ex post”17 . 5.-Una
quinta forma de ser entendida la locución significado literal,
sostiene que se pueden dar dos tipos de significados literales
en un enunciado. El primero, al que se denomina, significado
standard, sería aquel significado que se le asigna al enunciado
sobre la base de los conocimientos habituales de la semántica
por parte de los intérpretes. El segundo, denominado significado incidental, seria aquel o aquellos significados que, al
margen de los usos generalizados y/o de convenciones sociales, son el fruto de tácitos acuerdos, bilaterales, momentaneos
y transitorios entre un intérprete y un emitente determinado.
6.-La sexta acepción, según Chiassioni, identifica significado
literal con el significado verdadero o falso de un enunciado.
Esta forma de relacionar significado literal con signifcado verdadero, trae como consecuncia que solo se pueda hablar de
significado literal respecto de un enunciado descriptivo negando la posibilidad de hablar de significado literal de un enunciado cuya función lingüística sea interrogativa, expresiva o
imperativa.
Si tenemos en cuenta la relación de significados que los
lingüístas dan a la locución significado literal podemos afirmar
que entre los filósofos del lenguaje no existe una unanimidad
a la hora de entender dicha locución. Y, que al menos existen
actualmente dos teorías distintas acerca de su uso: las teorías
semánticas que conciben el significado literal como aquel que
se obtiene al margen del contexto, y las teorías pragmáticas
para quienes incluso el significado literal de un enunciado no
puede determinarse al margen del contexto en el que se emite.
Es importante tener además en cuenta, que entre los lingüístas no sólo no existe unanimidad a la hora de establecer
que es el sentido literal sino también a la hora de contestar a
la pregunta de cuál es el rol que la interpretación literal juega
cuando se quiere determinar el significado de un enunciado. A
17. Chiassioni 2000:26-27.
131
María Concepción Gimeno Presa
este respecto, y siguiendo a Tecla Mazzaresse, existen corrientes lingüísticas para quienes el significado literal es lo único
que se necesita para definir el significado de una expresión
lingüística, mientras que otras sostendrán que el significado
literal no sirve ni siquiera, como un punto de partida para empezar a estudiar el significado de una expresión, ni siquiera es
concebido como un elemento entre otros muchos para individualizar el significado de una expresión. Entre ambas posturas
radicales, Mazzaresse distingue también posturas más moderadas, para quienes si bien el significado literal de una expresión no se puede identificar con el significado de la expresión
misma, aquel si que juega un papel más o menos importante
como elemento a tener en cuenta a la hora de determinar
este, o como punto de partida en su determinación18 .
Si prestamos ahora atención a cómo entienden los juristas
la locución significado literal nos encontramos con que tampoco existe una unanimidad a la hora de definirla. Así Vernengo
sostiene que dicha locución es usada para referirse a cinco
cosas diferentes: 1.- el significado adscribible a un enunciado
en virtud de la suma del significado lexical de los vocablos
que lo componen, 2.- el significado que puede ser comunicado
ostensivamente, indicando el hecho (comportamiento, situación...) a los cuales el enunciado interpretado se refiere, 3.- el
significado expreso de un enunciado exactamente interactivo
del enunciado interpretado, 4.- el significado expresado por
un enunciado perfectamente sinónimo del enunciado interpretado, 5.- la traducción o paráfrasis aclaradora del enunciado
interpretado, que consiste en sustituir los términos técnicos
por otros términos más fácilmente inteligibles, teniendo en
cuenta además la estructura sintáctica profunda del enunciado
(Vernengo: 1994).
Luzzati, por su parte también señala que por significado
literal de una disposición se pueden entender al menos cinco
cosas diferentes: 1.- El sentido de las expresiones lingüísticas
al margen de su contexto (verbal, cultural y/o situacional), 2.18. Tecla Mazzaresse establece una clasificación más extensa acerca de las posiciones adoptadas por los lingüistas en torno al rol del significado literal, para un estudio detallado de la misma ver Mazzaresse 2000: 100-110.
132
El juez y la letra de la ley
el significado conforme al uso ordinario de las palabras, 3.- el
significado prima facie claro y unívoco, o sea obvio, de sentido
común, no absurdo, 4.- el significado identificado mediante un
argumento a contrario; 5.-los significados atribuibles a una
disposición en base a los usos lingüísticos consolidados por
los juristas, a la sintaxis, al co-texto, al contexto cultural y al
contexto situacional. (Luzzati 1990: 208 y ss)19
La pluralidad de formas distintas de entender el significado literal por parte de los juristas obedece a dos tipos de
razones. Por un lado, en muchas ocasiones, los juristas aluden
o justifican sus interpretaciones afirmando ser el resultado de
una interpretación literal de sus disposiciones, cuando en realidad su actividad se ha alejado de cuantos instrumentos pueden ser considerados propios de una interpretación de este
tipo a nivel conceptual. Esto es lo que hace explicable el hecho
de que tanto con una interpretación extensiva como con una
restrictiva se pueda determinar el sentido literal de una expresión. Por eso cuando si lo que hacemos a la hora de estudiar
qué es la interpretación literal es recoger todos los usos que
los juristas hacen de ella cuando la mencionan nos encontraremos con una lista muy dilatada y en ocasiones contradictoria
de definiciones de la locución. Por otro lado, en los supuestos
en que esto no ocurre, o sea en los casos en que realmente se
pretenden analizar el sentido desde la perspectiva iusfilosófica
de la locución significado literal, tampoco existe unanimidad
de lo que por literal se entiende. Prueba de ello es que si nos
fijamos en la misma terminologái que se usa para hablar del
sentido literal es muy variada, en algunas ocasiones se considera sinónimo de sentido ordinario, otras veces del sentido
más inmediato, en otras ocasiones el sentido aparente, sentido lingüístico, gramatical, propio, semántico etc etc.y sin embargo luego hay quienes distinguen entre los términos propio
y literal (N. Irti 1996:150-151), o entre los términos lingüístico y literal (MacCormick 1991:365-366, o Aarnio 1991:133134), mientras que otros los usan como sinónimos (Peczenik
y Berghoiz 1991).
19. También hacen un estudio acerca de los usos que los juristas hacen del sentido literal Mazzaresse 2000 y
Chiassioni 2000.
133
María Concepción Gimeno Presa
De la misma forma que los lingüístas, el rol que los juristas hacen jugar a la interpretación literal de la ley a la hora
de estudiar la interpretación jurídica en general no es unánime y dependerá en gran medida de la teoría que se adopte
en relación a la teoría de la interpretación jurídica en general.
Se suele distinguir a grandes rasgos entre los partidarios de
una concepción tradicional de la interpretación del derecho y
los partidarios de concepciones no ortodoxas. La concepción
tradicional se caracteriza por afirmar que la interpretación jurídica es una actividad cognoscitiva encargada de descubrir
el significado de un texto jurídico cuando este presente dificultades, es decir cuando le falta claridad. Junto a este concepción tradicional existen las opiniones no ortodoxas de la
interpretación que consideran que ésta es una actividad volitiva consistente en decidir o en adscribir un significado a un
texto jurídico.Mazzaresse sostiene que la interpretación literal
del derecho es una pieza clave para la concepción tradicional,
que parte de la idea de que las palabras poseen un significado propio, mientras que para las posiciones no ortodoxas si
bien la interpretación literal también juega un rol importante
lo hace en menor medida que para las anteriores (Mazzarese 2000:123). No obstante y como tendremos oportunidad
de ver más adelante, esta afirmación es demasiado genérica.
Dada la hetereogeneidad de posturas que se pueden incluir
dentro de la concepción no ortodoxa, y dados los diferentes
sentidos que el término significado literal posee para dichas
posturas, el rol que para cada una de ellas puede tener variará
considerablemente. Pese a ello quizás merezca la pena señalar
el hecho de que los juristas prestan una mayor atención a la
interpretación literal que los lingüistas y pese a la pluralidad
de opiniones divergentes, este tipo de interpretación juega en
el ámbito jurídico un rol más importante que para los filósofos
del lenguaje20 .
20. A favor de esta opinión esta Mazzaresse 2000. Aparentemente en contra Chiassioni 2000. Creemos no obstante que la opinión en contra de este último, se debe a la clasificación que lleva a cabo acerca de los usos que
los juristas hacen de la locución significado literal. En dicha clasificación, el autor intenta describir los sentidos
de la locución teniendo como punto de partida las ocasiones en las que la misma es nombrada por los juristas
con el objeto de señalar cómo han justificado sus decisiones y no los sentidos posibles que dicha locución puede
expresar desde el punto de vista conceptual. Por esta razón, mientras Mazzarese afirma que la protección de la
134
El juez y la letra de la ley
II. Vamos a dedicar la segunda parte de este artículo a examinar dos teorías de la interpretación jurídica que se están
desarrollando actualmente: La teoría de Riccardo Guastini y
de Rafael Hernández Marín. Hemos elegido estas dos posturas
porque si bien las dos parten de entender la interpretación jurídica de forma distinta, pareciera que sin embargo coinciden a
la hora de sostener que cuando se interpreta el derecho no se
interpreta literalmente. El objetivo a perseguir es demostrar
cómo la interpretación literal sigue teniendo cabida en ambas
teorías.
1.-Interpretación y definición: la propuesta de Riccardo
Guastini.
Una de las formas más comunes de entender la interpretación es asociarla a la actividad de definir los términos presentes en los textos normativos. Son varios los representantes
contemporáneos que siguen esta tendencia y, entre ellos se
encuentra Guastini.
La teoría de Guastini se caracteriza por el intento de ser
una teoría descriptiva, cuyo objeto son los discursos de los
intérpretes. De acuerdo con este autor, una teoría debe responder al interrogante qué es interpretar y no al interrogante
qué debería ser interpretar. A través de un análisis lógico del
discurso de los intérpretes, Guastini sostiene que la interpretación no es una tarea cognoscitiva sino valorativa, donde el
intérprete elige y/o propone un significado dentro de los posibles que, en todo caso, expresa un enunciado jurídico. Se parte de la idea de que el lenguaje es siempre ambiguo y vago,
lo que hace que nunca podamos afirmar que un enunciado expresado en lengua natural tenga un significado unívoco. Todo
enunciado admite una pluralidad de sentidos distintos. El juez
cuando interpreta puede, o elegir uno de entre esos significados posibles o elegir uno distinto. El jurista y el científico cuancerteza es la razón principal por la que se sigue empleando la interpretación literal en la interpretación del derecho, mientras que Chiassioni llega a la conclusión de que “los juristas no atribuyen a la certeza un valor absolutamente prioritario en la interpretación de las disposiciones, y que en todo caso, los juristas entienden el fin de la
certeza como un fin no completamente realizable sobre la única base del significado literal de las disposiciones,
siendo conscientes de los límites del criterio interpretativo semántico-gramatical” (Chiassioni 2000:54).
135
María Concepción Gimeno Presa
do interpretan proponen uno de esos significados. La actividad
interpretativa es, según la teoría de Guastini, una actividad
altamente discrecional.
Para este autor además, la interpretación jurídica es una
actividad consistente en traducir un texto jurídico perteneciente a las fuentes del derecho. Esto se realiza adscribiéndole un
significado a sus términos, lo que es lo mismo que redefinir o
definir estipulativamente su significado. Esto da como resultado la formulación de otro texto sinónimo del interpretado.
Si interpretar no es otra cosa que definir, el significado literal
de un texto se determinará definiendo los términos en los que
está formulado, y teniendo además en cuenta su estructura
sintáctica.
Pese al intento de Riccardo Guastini por sostener una
teoría descriptiva de la interpretación jurídica, en su obra aparecen enunciados prescriptivos a través de los cuales el autor
sostiene que, pese a que cuando se interpreta el derecho el
juez puede elegir un significado distinto de los posibles que el
enunciado puede expresar, a esta tarea no se la debería considerar como una tarea interpretativa, y, que la interpretación
debería consistir en que el juez elija uno de los significados
entre los posibles que ese enunciado tiene. De igual forma en
la doctrina de Guastini se sostiene que el científico del derecho
no debería proponer significados sino que su tarea se debería
limitar a describir los significados posibles que una disposición
normativa puede tener.
A la vista de estas ideas, nos preguntamos ¿qué es para
el autor la interpretación literal?, Y ¿cuál es el rol que juega
la misma a la hora de interpretar el derecho, según el autor?. Pues bien, según Guastini el significado literal es aquel
más inmediato, el significado prima facie, como se suele decir, que surge de considerar el uso común de las palabras y
las conexiones sintácticas que se establecen entre ellas en el
enunciado interpretado (Guastini 1993:360)21 . Tal y como es
21. Otra definición de interpretación literal se puede ver en Guastini 1988:79-80, donde se establece que se trata
de la interpretación realizada según el uso común de las palabras en su contexto. Aunque el autor no define qué
entiende por contexto, a la vista de la definición dada en obras más recientes creemos que contexto hace referen-
136
El juez y la letra de la ley
definido el significado literal pareciera que una expresión lingüística sólo pudiera tener un significado literal. Por otra parte,
en la teoría de Guastini no se establece de forma expresa si
la interpretación literal juega un rol mayor o menor que otros
tipos de interpretaciones a la hora de ser el derecho lo que se
interpreta.
Sin embargo, si prestamos atención a la doctrina de la
interpretación del autor genovés nos encontramos con las siguientes tesis: 1.- los jueces deberían elegir uno de entre los
significados posibles que la disposición normativa expresa, 2.los científicos del derecho deberían limitarse a describir los
significados posibles sin proponer uno de ellos en detrimento
de los otros, 3.- los significados posibles son aquellos derivados de los problemas de ambigüedad y vaguedad del lenguaje
natural con que se expresa los enunciados jurídicos. Los problemas de ambigüedad vienen dados por razones semánticas,
sintácticas y pragmáticas. La ambigüedad pragmática hace referencia a la función del enunciado (descriptiva, prescriptiva,
etc.). De esta forma en la doctrina de Guastini no se tiene en
cuenta los aspectos extralingüísticos a la hora de determinar
los significados posibles de una expresión lingüística. 4.- Teniendo en cuenta que para el autor el lenguaje es siempre
ambiguo y vago, no existiría nada que se adecuara a la definición de significado literal dada por él como el significado más
inmediato, prima facie, sino que existirían varios significados
literales posibles, (todos aquellos significados que surgirían de
considerar el uso común de las palabras y las conexiones sintácticas), 5.-De esto resulta que cuando Guastini sostiene que
el juez cuando interpreta debería elegir entre los significados
posibles de la expresión, lo que sostiene es que debería elegir
entre los significados literales posibles que pueda tener dicha
expresión. De lo que resulta que en el pensamiento de Riccardo Guastini interpretar el derecho debería ser interpretarlo
literalmente22 .
cia a los aspectos sintácticos del enunciado, es decir al orden de las palabras en el enunciado y sus conexiones.
22. Para un estudio acerca de la diferenciación entre teoría y doctrina en el pensamiento de Guastini ver: Gimeno
Presa, Mª.C. 2000
137
María Concepción Gimeno Presa
2.- Interpretación y sinonimia: La postura de Hernández Marín.
El empleo de la noción de sinonimia, y algunos casos
la equiparación de la interpretación de textos jurídicos con la
traducción, es otra de las vías con las que se ha intentado
explicar la interpretación jurídica. Este es el camino seguido
por Hernández Marín en su libro Interpretación, subsunción y
aplicación del derecho (Hernández Marín 1999), donde construye una de las teorías más originales y sugerentes que se
han formulado en España en los últimos años.
De acuerdo con este autor la interpretación jurídica no es
nunca interpretación literal ya que un enunciado interpretativo
no consiste en describir el significado literal del enunciado interpretado. A esta conclusión llega tras sostener las siguientes
tesis: 1.-La interpretación jurídica es la actividad consistente en atribuir sentido a los enunciados jurídicos. El producto
de dicha tarea son enunciados interpretativos en los que se
atribuye sentido total a los mismos. 2.-Hernández Marín diferencia entre sentido literal y sentido total de un enunciado
jurídico. El primero es definido como el que tiene un enunciado
en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia que rodee
la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las palabras
que componen el enunciado... y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí. El sentido total es el que tiene un
enunciado en sí mismo, pero atendiendo además al conjunto
de circunstancias que rodean la formulación del enunciado. El
sentido total de un enunciado es el que este tiene en atención,
por un lado, al sentido de las palabras que componen el enunciado, a la forma en que dichas palabras se relacionan entre
sí y en atención también, por otro lado, al contexto en sentido
amplio, o sea, al mundo que rodea el acto de formulación del
enunciado. 3.-El contexto es definido en un sentido amplio y
en un sentido estricto. En un sentido amplio el contexto es
todo el mundo que rodea al acto de emisión de un enunciado.
En sentido estricto, es el conjunto de los factores que rodean
138
El juez y la letra de la ley
al acto de formular un enunciado y que condicionan su sentido total. Estos factores son de dos tipos: unos lingüísticos,
formado por otros enunciados que por origen o tema se encuentran próximos al enunciado emitido y otros extralingüísticos que vendrían a estar formado por las características de la
persona que lo emite y las circunstancias de tiempo y lugar de
emisión. 4.-Hernández Marín afirma que cuando se interpreta
el derecho lo que se hace es determinar el sentido total de
los enunciados jurídicos. 5.-El autor afirma que el intérprete
para atribuir sentido total a un enunciado jurídico, debe citar
otro enunciado llamado enunciado interpretante que sea sinónimo del que se pretende interpretar denominado enunciado
interpretado. 6.-Los enunciados interpretativos afirman que
el sentido total del enunciado interpretado es igual al sentido del enunciado interpretante. Aquí cabe preguntarse con
que sentido se está usando el término sentido del enunciado
interpretante: ¿nos referimos al sentido literal del enunciado
interpretante o a su sentido total?. Hernández Marín afirma
que en ninguna de las dos acepciones. No se puede entender
que sea su sentido literal porque el sentido total de un enunciado interpretado no puede ser reducido al sentido literal de
otro enunciado. Tampoco puede ser su sentido total porque si
el enunciado interpretativo lo que hace es describir el sentido
total del enunciado interpretado (es decir el que este tiene en
un contexto determinado), dicho contexto nunca puede ser el
mismo que el del enunciado interpretante. Para resolver esto,
el autor estipula que el enunciado interpretante es un enunciado eterno, es decir, un enunciado cuyo sentido es el mismo en
cualquier contexto. 7.-Una buena interpretación de un enunciado es un enunciado interpretativo de dicho enunciado que,
ante todo, es verdadero (criterio semántico) y además mejora
en algún aspecto la comprensión que pueda proporcionar la
mera lectura del enunciado (criterio pragmático).
Resumida así la teoría de Hernández Marín, nos encontramos con que en la misma se da respuesta a los dos interrogantes objeto de este artículo: ¿qué es la interpretación jurídica?
139
María Concepción Gimeno Presa
Y, ¿cuál es el rol que juega la misma a la hora de interpretar
el derecho?. El sentido literal es definido como el que tiene un
enunciado en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia
que rodee la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las
palabras que componen el enunciado y la forma en que dichas
palabras se relacionan entre sí. Por otra parte, si consideramos
la forma en la que Hernández Marín caracteriza la actividad
interpretativa, esto es, como la descripción del sentido total
de los enunciados jurídicos, podríamos concluir que en su propuesta no hay espacio para hablar de “interpretación literal”
de un enunciado jurídico, en cuanto que la interpretación de
un enunciado jurídico no es nunca una interpretación literal.
La misma se encuentra excluida por la propia definición de
“interpretar” que formula el autor23 .
No obstante, consideramos que en esta teoría de la interpretación del derecho existe también la posibilidad de dar un
papel a la interpretación literal. Como ha quedado de manifiesto anteriormente el autor distingue entre el sentido literal (el
que solo depende del sentido de las palabras que lo componen
y de la forma en que se relacionan entre sí) y el sentido total
(el que, además de atender al sentido de las palabras y sus relaciones, tiene en cuenta también las condiciones extralingüísticas que rodean el acto de su emisión). En consecuencia, se
puede afirmar que en la teoría de Hernández Marín la determinación del sentido total de un enunciado presupone que se ha
establecido con anterioridad su sentido literal, y que además
se han tenido en cuenta los factores relevantes del mundo que
rodeó el acto de su formulación. Esto significa no sólo que se
puede establecer el sentido literal de un enunciado, sino que
el intérprete del Derecho debe hacerlo necesariamente como
paso previo a la formulación de cualquier enunciado interpretativo (tal como son concebidos por esta teoría, esto es, como
descripciones del sentido total de un enunciado). Aunque el
23. “...Lo que se entiende usualmente por “interpretación del Derecho” no consiste en determinar el sentido literal de los enunciados jurídicos... consiste en determinar... el sentido que tienen... en sí mismos, pero atendiendo
también a todas las circunstancias que los rodean” (Hernández Marín 1999:45).
140
El juez y la letra de la ley
intérprete del Derecho no lo haga de forma explícita, cada
vez que emite una afirmación respecto del sentido total de un
enunciado, presupone la aceptación de un enunciado en el que
se describe el sentido literal del enunciado interpretado. La
propia definición de “sentido total” es lo que permite realizar
esta afirmación.
El siguiente ejemplo que propone Hernández Marín en
su libro muestra hasta qué punto lo dicho anteriormente se
encuentra presupuesto en su teoría. Tomando como punto lo
dicho anteriormente se encuentra presupuesto en su teoría.
Tomando como punto de partida el enunciado: “...el sentido
literal del enunciado “no la he visto”, al que en su ejemplo
señala con el número (2), afirma:”...el sentido literal de enunciado (2), el sentido que (2) tiene en sí mismo y al margen
de cualquier contexto... es que un individuo indeterminado
no ha visto una persona o una cosa indeterminada en un intervalo de tiempo también indeterminado” (Hernández Marín
1999:37). Luego considera un posible contexto de emisión,
aislando los siguientes factores relevantes para la determinación del sentido total del mismo enunciado (2): si “... dicho
enunciado fue emitido por Carlos a las 3 de tarde del día 20
de enero de 1999... (e) instantes antes de dicha emisión, un
amigo de Carlos había preguntado a éste si había visto la película “Casablanca””: (Hernández Marín 1999:37). Teniendo en
cuenta la descripción del sentido literal realizada en un primer
momento, más los factores extralingüísticos enumerados con
posterioridad, se puede emitir un enunciado interpretativo de
(2) que reúna las condiciones establecidas por la Teoría de la
interpretación del derecho para ser un enunciado interpretativo correcto. Dicho enunciado diría lo siguiente: “el sentido
total del enunciado “No la he visto” es igual al sentido del
enunciado eterno “Carlos no ha visto la película “Casablanca”
antes de las 3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”24.
24. “Teniendo en cuenta estos factores que rodean la emisión del enunciado (2) (y teniendo en cuenta también
el sentido de las palabras que lo componen y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí), podemos
concluir que el sentido total de dicho enunciado es que Carlos no ha visto la película “Casablanca” antes de las
3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”. (Hernández Marín 1999:37).
141
María Concepción Gimeno Presa
En la propuesta de Hernández Marín los enunciados que
describen el sentido literal de un enunciado jurídico, no pueden
ser entendidos como enunciados interpretativos. Sin embargo,
no sólo es posible emitirlos con sentido, sino que muchas veces
esto es lo que hacen los intérpretes del Derecho en la práctica
jurídica. Incluso, tal como vimos, pareciera ser una condición
necesaria para considerar que un enunciado interpretativo es
verdadero según la teoría de la interpretación de este autor,
que el mismo presuponga la verdad del enunciado en el que
se afirme cuál es el sentido literal del enunciado interpretado
(otra condición es que los enunciados que describen los factores extralingüísticos relevantes también sean verdaderos).
Pero que no se puedan considerar enunciados interpretativos
no significa que no tengan cabida en esta teoría. Los mismos
podrían ser considerados lo que Hernández Marín denomina
“enunciados seminterpretativos”, y que son aquellos que “.
describen el sentido de los enunciados jurídicos a los que se
refieren, no completamente, como hacen o pretenden hacer
los enunciados interpretativos, sino sólo parcialmente” (Hernández Marín 1999:120, resaltado en el original).
De esta manera, podemos considerar que en la Teoría
de la interpretación del Derecho los enunciados en los que
describe el sentido literal de los enunciados jurídicos deben
ser considerados “enunciados seminterpretativos”, ya que en
ellos no se describe el sentido total del enunciado interpretado, sino una parte del mismo. Los enunciados interpretativos
en los que se describe el sentido literal de un enunciado son
(1) asertivos, pues en ellos se describe parcialmente el sentido
de los enunciados interpretativos, (2)no jurídicos, pues de la
misma manera que los enunciados interpretativos, no pueden ser considerados parte del Derecho; (3) metajurídicos,
pues se refieren a enunciados jurídicos, que son entidades
lingüísticas. ¿Cuál es la estructura de este tipo de enunciados?
Los enunciados seminterpretativos del tipo que estamos analizando afirman que el sentido literal de un enunciado jurídico,
al que llamaremos “enunciado seminterpretado”, es igual (o
semejante) al sentido de otro enunciado denominado “enun142
El juez y la letra de la ley
ciado seminterpretante”. ¿Con qué alcance debemos entender
la noción “sentido” en su segunda aparición, esto es, cuando
con ella se alude al enunciado seminterpretante? En este caso
creemos que no existen inconvenientes para considerar que
en los enunciados seminterpretativos se afirma que el sentido literal del enunciado seminterpretado es igual al sentido literal del enunciado seminterpretante. Las razones por las
que Hernández Marín desecha esta posibilidad en relación con
los enunciados interpretativos no son aplicables en este caso,
pues en los enunciados seminterpretativos no se pretende
describir el sentido total del enunciado seminterpretado y, en
consecuencia, la alusión al sentido literal de los enunciados
seminterpretantes no los haría inevitablemente falsos (cf. Hernández Marín 1999:49).
Nada de lo dicho contradice lo expuesto en la Teoría de
la interpretación del derecho de Hernández Marín, sino que
constituye una expansión de su capacidad explicativa hacia
otras actividades que, a pesar de que no podrían ser consideradas interpretativas en sentido estricto, se encuentran en
estrecha conexión con ellas. Cabría preguntarse, no obstante,
si no pueden existir enunciados seminterpretativos que pudieran constituir el fundamento de derecho para una decisión
jurídica. Esto es, si no pueden existir situaciones en las que a
un juez, para justificar la aplicación de un enunciado jurídico
determinado, no le baste con la formulación de un enunciado
seminterpretativo verdadero que describa el sentido literal del
enunciado que supuestamente ha aplicado.
Si aceptamos que los enunciados seminterpretativos que
describen el sentido literal pueden agotar la actividad interpretativa requerida por la justificación de decisiones jurídicas en
ciertas circunstancias, entonces deberíamos preguntarnos si
merece la pena seguir excluyéndolos del ámbito de aplicación
del término “interpretar”.
Tras el examen de estas dos teorías de la interpretación
jurídica, la de Guastini y la de Hernández Marín, podemos sos143
María Concepción Gimeno Presa
tener que la interpretación literal está presente en ambas. Si
tenemos en cuenta la definición que el autor italiano da de
significado literal, como el significado prima facie, inmediato
de un enunciado lingüístico, y, teniendo además en cuenta
que para este autor el lenguaje es siempre vago y ambigüo, la
conclusión a la que llegaremos es que ninguna expresión tiene
un significado literal. Sin embargo, si partimos de otra definición de significado literal concibiéndolo como los significados
que una expresión puede tener en virtud del sentido de sus
términos y de la conexión que estos tienen en dicha expresión,
al margen del contexto (definición por ejemplo de la que parte
Hernández Marín y que pareciera aceptar el mismo Guastini25),
nos encontraríamos con que en la doctrina de Guastini la interpretación literal no solo juega un rol primordial sino que es
totalmente coincidente con la interpretación jurídica.
Centrándonos ahora en la postura de Hernández Marín,
tenemos, que dado el concepto del que parte para definir el
sentido literal y teniendo en cuenta su teoría de la interpretación del derecho, está claro que interpretar este no es nunca
interpretarlo literalmente. Sin embargo, consideramos que no
es incompatible con la teoría de este autor sostener que en el
proceso para determinar el sentido total de una expresión, la
determinación del sentido literal juega un rol importante, por
lo que si bien interpretar el derecho no es interpretarlo literalmente, para interpretar aquel se debe tener en cuenta, entre
otros aspectos el sentido literal de la expresión.
En este trabajo hemos examinado la relación que se puede establecer entre el juez y la letra de la ley, a través de la
forma en la que se puede dar sentido a la llamada “interpretación literal” de las normas jurídicas. En la medida en la que
se pueda defender la existencia de este tipo de interpretación
–aunque con ella no se pueda agotar el alcance la labor interpretativa-, existe la posibilidad de afirmar que el juez se encuentra constreñido por la letra de la ley –al menos en aquellos
casos que se pueden resolver apelando a su sentido literal.
25. Ver surpa nota 21.
144
El juez y la letra de la ley
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146
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad
El Derecho a través de los derechos1
Alfonso García Figueroa
Universidad de Castilla-La Mancha
1. Del argumento de los principios al argumento de la
derrotabilidad
Los argumentos esenciales que se han opuesto al positivismo jurídico del siglo XX han sido el argumento de la
injusticia y el argumento de los principios (Dreier 1991). Según el argumento de la injusticia, una norma extremadamente
injusta no es Derecho (Radbruch 1999: vol. 3, pp. 83-93).
Según el argumento de los principios, si existen principios en
el Derecho, entonces existe una relación conceptual necesaria
entre Derecho y moral (e.g. Dworkin 1984a: caps. 2 y 3; Alexy
1993; GF 1998: 219 ss., 383 ss.). Cada argumento ha desplegado una eficacia distinta sobre el ordenamiento jurídico
y ello en momentos históricos muy dispares. Si el argumento
de la injusticia presenta una eficacia reductora del ordenamiento jurídico (nos dice qué normas no son jurídicas, a pesar
de ser positivas); el argumento de los principios presenta, en
1. Este trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación “Los nuevos dominios de la teoría de la argumentación
jurídica: legislación, prueba y teoría del Derecho” (PII1I09-0173-2296).
147
Alfonso García Figueroa
cambio, una eficacia expansiva sobre el ordenamiento jurídico
(nos dice qué normas principiales son jurídicas además de las
reglas positivas). Si el argumento de la injusticia es invocado
en casos de extrema gravedad como los derivados de guerras,
genocidios o regímenes totalitarios; el argumento de los principios se muestra con todo su vigor en situaciones de normalidad democrática. Por todo ello, el argumento de la injusticia
se orienta a garantizar un umbral de corrección mínima en el
ordenamiento, mientras que el argumento de los principios
indica un horizonte ideal a cuya aproximación óptima queda
vinculado el Derecho.
Hace cinco años tuve la fortuna de presentar en esta
misma Facultad de Derecho de León algunas ideas sobre el
argumento de la injusticia (GF 2004). A continuación desearía
hablar del argumento de los principios tal y como hoy en día
cabe reinterpretarlo a la luz la teoría del neoconstitucionalismo. Hablar del otro gran argumento del siglo XX contra el positivismo jurídico y examinar su posible virtualidad en el siglo
XXI dentro del paradigma jurídico del neoconstitucionalismo
quizá sirva para completar lo que dije entonces y para justificar así mi segunda intervención en este seminario más allá
de la generosidad (rayana en la prodigalidad) que el profesor
García Amado exhibe con su reiterada invitación, tan de agradecer.
Desde una perspectiva histórica, la consolidación y expansión de la democracia constitucional ha reforzado la vigencia del argumento de los principios en la teoría del Derecho y
lo ha hecho dentro de un marco teórico más amplio denominado genéricamente neoconstitucionalismo. En este sentido,
el neoconstitucionalismo presenta un aspecto epigónico con
respecto al argumento de los principios frente al positivismo
jurídico. Y digo epigónico porque el contexto de la discusión
en torno a los principios y su virtualidad contra el positivismo
jurídico se ha transformado en dos aspectos trivialmente relevantes. Por un lado, ya no se discute del mismo modo sobre
la dicotomía reglas/principios y, de otro, ya no se discute del
mismo modo sobre el positivismo jurídico. La discusión sobre
la dicotomía reglas/principios se ha desplazado más bien hacia
148
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
la polémica en torno a la distinción entre normas inderrotables
y derrotables. Por otra parte, la discusión sobre la plausibilidad
del positivismo jurídico conceptual kelseniano y hartiano se ha
deslizado hacia una deriva “compatibilista” (Shiner 1992: cap.
12), hacia la búsqueda de su más adecuada calificación como
débil o fuerte, exclusivo o inclusivo, normativo o conceptual,
etc. (e.g. Escudero 2004, Rivas 2007).
A continuación desearía defender que la derrotabilidad es
una propiedad disposicional propia de todas las normas jurídicas de un Estado constitucional (las llamadas reglas inclusive)
que tiene su fundamento en las bases éticas del razonamiento
jurídico. Esto significa que presupondré una visión antipositivista del Derecho, cuya justificación no abordaré con detenimiento ahora2.
2. Neoconstitucionalismo: una ventana constitucional
abierta en el muro formalista
Quizá una forma de hacer honor al planteamiento tendencialmente pragmatista que vengo defendiendo implícitamente consista precisamente en atender a un caso parcialmente real y articular en torno a él de forma necesariamente
fragmentaria e imprecisa algunos de los argumentos que voy
a emplear aquí. El caso, que ya he tomado prestado en alguna
otra ocasión (GF 2007) de Luis Prieto (1998: 63 ss.) (quien
a su vez lo había recibido del civilista Ángel Carrasco -1996),
es muy expresivo en su simplicidad y aquí será invocado muy
libremente. Como se verá, de lo que se trata es de comprobar
si es posible abrir una ventana a la moral en el Derecho del
Estado constitucional.
Supongamos que deseo abrir una ventana en mi casa.
La finca contigua se encuentra cerca, así que antes de abrir
una ventana debo por lo menos considerar lo que me dice el
art. 582 del Código civil español en su primer inciso:
No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones
u otros voladizos semejantes, sobre la finca del vecino, si no
2. Procuro hacerlo en GF 2009
149
Alfonso García Figueroa
hay dos metros de distancia entre la pared en que se construyan y dicha propiedad…
En principio la aplicación de esta norma parece sencilla.
El art. 582 C.c. expresa lo que suele conocerse como una regla
por su estructura binaria, que divide el universo de casos en
dos: más de dos metros de distancia permitido, menos de dos
metros prohibido. La aplicación formalista se atrinchera en esa
norma y posibilita no entrar a considerar otras razones para
resolver el caso. El formalismo se revela así tendencialmente
atomista en su visión del Derecho (considera las disposiciones
jurídicas aisladamente) y mecanicista en la interpretación (el
juez debe limitarse a subsumir el hecho en la norma jurídica
correspondiente). Es decir: da mihi factum (la distancia de la
finca contigua), dabo tibi jus (prohibición o permisión de abrir
una ventana). El Tribunal Supremo en su Sentencia 959/1995
de 7 de noviembre en cierto modo se acoge a esta posición
formalista:
Si el caso concreto halla pleno y claro encaje en el supuesto normativo, por más que resulten penosas las consecuencias
del restablecimiento de la situación jurídica lesionada, no hay
otra alternativa que la del respeto riguroso de la norma en
cuestión, y, ninguna duda deja al respecto la aplicación al caso
del art. 582 del Código civil. (FJ 6º).
Por usar una imagen de Aarnio (1997: 17), las reglas nos
guían como los carriles de un tren: o los seguimos fielmente
o descarrilamos. Mas supongamos que la ventana que pretendo abrir se halla a 1,98 metros de la finca vecina y que es
la única que permite ventilar y dar luz suficiente a los niños
enfermos hacinados en ella y supongamos que tal apertura de
la ventana apenas provocara en este caso perjuicio alguno al
propietario de la finca contigua. Según el art. 582 C.c., parece
claro que ni siquiera en este caso cabe abrir una ventana sobre
la finca vecina. ¿Pero existe ante un caso como éste alguna
alternativa al “respeto riguroso de la norma en cuestión” que
no sea incumplir el Derecho, descarrilar?
150
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
Creo que debe haber necesariamente alguna alternativa
o al menos debe haber, con independencia de la solución que
adoptemos, la posibilidad de interrogarse sobre otras alternativas. La mera posibilidad de poder plantear esta cuestión debería ser un rasgo propio del Derecho en un Estado constitucional y ello al menos si nos tomamos en serio lo que significa
regirnos por el Derecho bajo un Estado constitucional. El Estado constitucional suele estar comprometido con valores como
“la igualdad, la justicia, la libertad y el pluralismo político” (art.
1.1 de la Constitución española) y eso debería significar algo.
Creo que al menos debería significar que debemos reservarnos
la posibilidad de cuestionar (revisar, e incluso derrotar) ciertas
normas y ciertas decisiones sin por ello salir del Derecho, sin
quedarnos fuera del Derecho.
Quien no acepte ni siquiera esta posibilidad (posibilidad
que debemos considerar con carácter previo a la resolución de
cualquier caso, aunque sólo sea para calificarlo como rutinario y susceptible de aplicación subsuntiva) y quien confíe por
tanto en que las normas jurídicas pueden excluir totalmente la
deliberación práctica está haciendo algo simplemente contrario a la razón práctica. Como aquí se asumirá la inescindible
vinculación del Derecho a la razón práctica, hay que concluir
que es precisamente quien niegue la posibilidad de argumentar más allá del art. 582 C.c. atomísticamente considerado,
quien está saliendo del Derecho. Si este último enunciado suena paradójico, entonces con toda probabilidad se esté presumiendo un concepto de Derecho positivista, sometido a numerosas dificultades, especialmente cuando lo contrastamos con
las particularidades del Estado constitucional.
En realidad, la notable atención prestada en las últimas
décadas a la teoría de la argumentación jurídica (una teoría
de la justificación racional de las decisiones judiciales) es coherente con el desarrollo del Estado constitucional. Bajo un
Estado constitucional la posibilidad de optimizar la justicia de
las decisiones judiciales debe quedar abierta. Cuando se excluye esta posibilidad, abandonamos la dimension justificato151
Alfonso García Figueroa
ria del Derecho, lo cual resulta ciertamente delicado. Valdría
en este caso una aplicación analógica del argumento de la
pregunta abierta de Moore (2002: 38 ss.). Si alguien afirmara
que el caso de la ventana queda justificado jurídicamente por
la aplicación del art. 582 C.c. sin más atención a ninguna otra
norma aunque contraviniera los principios de justicia más elementales, cabría preguntar: ¿pero de verdad está justificada
tal decisión?
El neoconstitucionalismo en este punto pretende tomarse
la Constitución en serio y eso significa que no podemos aplicar
el art. 582 C.c como una regla porque no podemos aplicar el
Derecho aisladamente, fragmentariamente. Parece razonable
que en la resolución del caso de la ventana fuera posible invocar el primer inciso del art. 47 de la Constitución española
que dice así:
Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una
vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán
las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización
del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la
especulación. La comunidad participará en las plusvalías que
genere la acción urbanística de los entes públicos.
Con ello, superamos el atomismo formalista que fragmenta el discurso jurídico y que desatiende la relación que
existe entre las diversas normas. En principio, ésta es una objeción para un formalista, pero no para un positivista. Existen
neoconstitucionalistas positivistas que reconocen las particularidades del Derecho en el Estado constitucional (no fragmentan el discurso jurídico como hace el formalista que no atiende
al dictado de la Constitución a la hora de aplicar el art. 582
C.c.), pero al mismo tiempo mantienen que ello no afecta en
absoluto a la tesis de la separación entre Derecho y moral (sí
fragmentan, por tanto, el discurso práctico general). En efecto,
podemos resolver el caso sin salir del Derecho positivo. El art.
47 Const. (por cierto, un principio, por su carácter general,
152
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
vago, abierto, indeterminado) constituye una excepción a la
regla del 582 C.c. y podríamos reformular la norma completa
resultante (que podemos llamar N1) del siguiente modo:
N1: No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones u otros voladizos semejantes, sobre la finca del vecino,
si no hay dos metros de distancia entre la pared en que se
construyan y dicha propiedad, salvo cuando ello vulnere el
derecho a disfrutar de una vivienda digna.
El principio del art. 47 Const. se presenta como una excepción a la regla del art. 582 C.c. lo cual nos permite apartarnos del formalismo recién indicado. Aparentemente podemos
ser neoconstitucionalistas (dar una cobertura conceptual y
normativa en nuestra teoría del Derecho a las particularidades
de los sistemas jurídicos de los Estados constitucionales) sin
renunciar a las tesis fundamentales del positivismo jurídico
(es lo que propone cierto positivismo inclusivo, débil, corregido, también el positivismo crítico de Luigi Ferrajoli). Aquí se
considera esta posición muy inestable, en el sentido de que su
concepción neoconstitucionalista de los derechos no se refleja
en una concepción plenamente neoconstitucionalista del Derecho (Iglesias 2005 y GF 2005; réplica en Ferrajoli 2006: cap.
2; dúplica en GF 2009).
Del mismo modo que no puedo fragmentar el discurso
jurídico aislando el art. 582 C.c. del art. 47 Const. a causa del
llamado efecto de irradiación de las normas constitucionales
sobre el resto del ordenamiento, creo que tampoco podemos
fragmentar el discurso justificatorio afirmando que una decisión
está jurídicamente justificada pero no lo está en absoluto moralmente. El neoconstitucionalista reconoce que no podemos
fragmentar el ordenamiento jurídico por la fuerza irradiante
de la Constitución, pero aquí los caminos del neoconstitucionalismo se bifurcan. Como hemos visto, podemos distinguir un
neoconstitucionalismo débil como el de Ferrajoli o Luis Prieto
en España (Prieto 1997; 1998), que no fragmenta el ordenamiento jurídico constitucional, pero sí fragmenta el discurso
153
Alfonso García Figueroa
práctico general y un neoconstitucionalismo fuerte que reconoce la imbricación sucesiva del art. 582 C.c. y el art. 47
Const. con la razón práctica al estilo antipositivista de Alexy,
Dworkin o Nino. Aquí se sostendrá algo dogmáticamente que
sólo esta versión del neoconstitucionalismo se halla en disposición de explicar adecuadamente el discurso jurídico involucrado en la aplicación de principios jusfundamentales en un
Estado constitucional.
2.1 Un primer reparo a la dicotomía regla/principio
A la luz del caso de la ventana, ¿En qué queda la distinción entre principios y reglas implícita en el argumento de
los principios? ¿Qué sentido tiene la distinción entre normas
derrotables e inderrotables? Si el art. 582 C.c. es una regla y
el art. 47 Const. es un principio, entonces ¿qué es la norma
completa N1? Hace ya algunos años Juan Carlos Bayón (1991:
361 s.) nos advertía del efecto de caballo de Troya que esta
interacción entre reglas y principios ocasiona y que destruye
el carácter de regla de las normas. El itinerario de esta, por
así decir, “desregulación” (y esto con muchas comillas) del art.
582 C.c. sería el siguiente: Si el art. 47 Const. no es una regla,
sino un principio que contiene el sintagma “vivienda digna”,
entonces no podemos conocer el contenido del art. 47 Const.
sin desarrollar una argumentación moral en torno a lo que
significa “dignidad” en “vivienda digna”. Pero si no podemos
argumentar jurídicamente sin hacerlo moralmente con el art.
47 y el art. 47 condiciona la aplicación del art. 582 C.c., entonces la más elemental transitividad, nos lleva a concluir que
no es posible argumentar con el art. 582 C.c. sin argumentar
moralmente.
Se hallan implicadas, pues, dos tesis conexas muy
relevantes aquí: la tesis de la eficacia irradiante, la
Ausstrahlungswirkung de la que nos habla el Tribunal Constitucional Federal de Alemania, según la cual todas las normas del
ordenamiento (entre ellas el art. 582 C.c.) se hallan irradiadas
o impregnadas en su contenido por las normas constitucionales (entre ellas el art. 47 Const.) y la tesis del caso especial (la
154
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
alexiana Sonderfallthese), según la cual argumentar jurídicamente es siempre argumentar moralmente con ciertos límites
institucionales (v.gr. Alexy 1999), lo cual presupone asumir la
unidad o no fragmentación del discurso práctico (Nino 1994:
64).
Es decir, a causa del efecto de irradiación, no podemos
aplicar atomísticamente el art. 582 C.c. sin tener en cuenta la
incidencia del art. 47 Const. que puede excepcionar su aplicación, pero a su vez argumentar con el art. 47 Const., que
incorpora la referencia al derecho a una vivienda digna, nos
sumerge plenamente en el discurso moral, porque no puedo saber qué sea la dignidad de una vivienda sin atender a
consideraciones morales; porque la dignidad es, por usar una
expresión de Dworkin, “una criatura de la moralidad” (Dworkin
1984b: 256).
3. Principios y derrotabilidad
Creo que este planteamiento demuestra que la distinción
severa entre reglas y principios es improcedente y distorsiona
la realidad del Derecho bajo un Estado constitucional. Pero
para fundar esta afirmación es necesario explicar además qué
cabe entender por “principio” más precisamente. ¿Qué son los
principios? Aunque esto no habrá de ser pacífico, cabe pensar
que cuando decimos de una norma que es un principio, estamos diciendo que esa norma es derrotable. Se suele afirmar
que una norma es derrotable, superable, revisable, cuando
el conjunto de las excepciones a su aplicación no pueden ser
determinadas exhaustivamente ex ante.
3.1 Derrotabilidad teórica
En nuestra vida hacemos un uso cotidiano de enunciados derrotables, aludimos a lo que suele suceder, a lo normal;
formulamos ciertos juicios por defecto. El ejemplo clásico es
“Todas las aves vuelan”. Utilizamos este tipo de enunciados
conscientes de que podríamos intentar incorporar las excepciones para mantener la validez del enunciado “Todas las aves
155
Alfonso García Figueroa
vuelan menos el canario herido del vecino del cuarto, menos el
pingüino del zoo…”, pero no podemos establecer un elenco de
excepciones, exhaustivo y ex ante (es decir, no podemos fijar
un enunciado estable y definitivo). Esta circunstancia lleva a
este tipo de enunciados a no cumplir con la ley del refuerzo del
antecedente. Es posible que la adición de nuevos enunciados
al antecedente invalide el consecuente, lo cual crea inestabilidad; abre la posibilidad de que el enunciado sea revisable. Aún
en otras palabras, el razonamiento con este tipo de enunciados se torna no monotónico. Un ejemplo de Robert Brandom
(2001: 88) nos muestra la “jerarquía oscilante” propia de un
razonamiento no monotónico:
1. Si raspo una cerilla seca y bien hecha, entonces se
encenderá. (p → q)
2. Si p y la cerilla se encuentra bajo un campo electromagnético, entonces no se encenderá. (p & r → ¬q)
3. Si p y r y la cerilla se encuentra en una jaula de Faraday, entonces se encenderá. (p & r & s → q)
4. Si p y r y s y se extrae el oxígeno, entonces no se encenderá (p & r & s & t →¬q).
Cabría plantearse entonces si podríamos añadir nuevos
elementos al antecedente con el fin de clausurarlo y eliminar así la inestabilidad del enunciado. ¿Podríamos construir
realmente un antecedente formado por todo el conjunto de
casos relevantes para la ignición de una cerilla y cancelar así
la revisabilidad de nuestro enunciado sobre las cerillas? Ciertamente parece difícil y en todo caso nuestro conocimiento no
parece basarse en enunciados así de exhaustivos, de ahí que
desatender el fenómeno de la derrotabilidad pueda ocasionar
problemas. Incluso cuando razonamos con enunciados teóricos como el de la cerilla, nuestros enunciados sobre cómo es
el mundo parecen presididos por generalizaciones mantenidas
pragmáticamente por la asunción de su derrotabilidad, de su
revisabilidad, de su falsabilidad, por decirlo popperianamente.
156
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
Esto explica, por poner un par de ejemplos, que Stephen
Jay Gould se muestre entre escéptico y divertido ante el hecho de que invariablemente surja en los congresos de historia
natural algún experto que trate de invalidar las tesis ajenas
aludiendo a “un ratón de Michigan con el que eso no ocurre”
(Gould 2007: 60) o que, con ese mismo espíritu, Félix Ovejero (2002: 152) y con él Santiago Sastre (2006: 189) tilden esa
estrategia argumentativa de “bongobongoísta”, entendiendo
por bongobongoísmo la análoga práctica de evocar un caso
marginal para desautorizar una tesis antropológica razonable,
el caso marginal de la tribu de los bongo-bongo, donde la tesis
antropológica que sea no se verifica. Formulamos generalizaciones revisables y no podemos hacer otra cosa, pero eso
supone admitir que ninguna generalización es invulnerable.
3.2 Derrotabilidad práctica
Estas reflexiones pueden trasladarse con sus matices al
ámbito práctico. Parece que por más que procuremos añadir al
art. 582 C.c. en conexión con el art. 47 Const. (i.e. a la norma N1) nuevos enunciados que fueran alterando la polaridad
del consecuente, no sería posible determinar de una vez para
siempre el conjunto de excepciones exhaustivamente. ¿Pero
por qué no es posible desarrollar un “antecedente total” (como
lo llama Giovanni Sartor -1995: 120) que incorporara todas
las posibles y previsibles excepciones al antecedente de modo
que idealmente pudiéramos convertir cualquier norma en una
regla inderrotable y estable (quizá esa regla completa unificada en torno a una sanción imaginada y nunca ejemplificada
por Kelsen)? Existen diversas razones de carácter teórico y
práctico, pero antes desearía indicar un grave problema al que
nos aboca la constatación de la derrotabilidad de las normas
y que no puede ser obviado. Se trata del riesgo de nihilismo
normativo al que nos puede llevar reconocer la derrotabilidad
de las normas.
157
Alfonso García Figueroa
3.2.1 Inconvenientes para reconocer la derrotabilidad
de nuestras normas: el riesgo de nihilismo normativo
kripkeano
En el mundo de las normas, el rechazo de estrategias
como la del ratón de Michigan o la del bongobongoísmo supone asumir que las normas son derrotables porque su contenido debe ser (por razones teóricas y prácticas que veremos a
continuación) revisable, sensible a los nuevos casos. Sin embargo, ello supone a su vez asumir que su contenido puede
depender de las particularidades (infinitas e imprevisibles) de
los casos en que la norma sea aplicable. Ello puede presentar
algún problema si no queremos caer en el realismo jurídico
extremo. Y ello porque, si se asume la llamada “relación interna” de las reglas con los casos de su aplicación, tal y como la
célebre (y tan cuestionada) interpretación kripkeana del problema wittgensteiniano del seguimiento de reglas promueve
(Kripke 2006: 70 ss.), entonces corremos el riesgo de caer en
un fuerte escepticismo ante las reglas y ante un cierto nihilismo regulativo (vid. Narváez 2004: cap. III)3 . Recordemos lo
que dice Wittgenstein (1954: 203) en el § 201 de sus Investigaciones filosóficas:
Nuestra paradoja era4 ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción
puede hacerse concordar con la regla. La respuesta era: si
todo puede hacerse concordar con la regla, entonces también
puede hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia
ni desacuerdo.
Las consideraciones en torno al empleo de juicios derrotables adquieren así una especial relevancia en el ámbito práctico, donde las consecuencias de no asumir la derrotabilidad
de nuestros juicios resultan especialmente insostenibles, pero
al mismo tiempo pueden llevarnos hacia el devastador nihilismo realista de la disolución del universo práctico.
3. Y que, por lo demás, suele resultarnos psicológicamente perturbador. No es de extrañar, por ejemplo, el éxito
de obras como El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable, un desenfadado ensayo de Nassim Nicholas Taleb (2008), o de los análisis “líquidos” de la realidad actual por parte de Zygmunt Baumann (2007).
4. Se refiere al ejemplo citado en Wittgenstein 1954: §185 (p. 187) cuando un alumno prosigue la serie 2, 4, 6,
8, 10 (…) 996, 998, 1000 con 1004, 1008, 1010 y nos dice que él pensó que la regla no era tan sólo sumar dos al
número anterior, sino luego sumar 4 a partir de 1000, 6 a partir de 2000 y así sucesivamente.
158
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
3.2.2 Razones teóricas para la derrotabilidad: imprevisibilidad
Me parece que en este contexto la imprevisibilidad se nos
revela como un problema central e insubsanable que aqueja
particularmente a las ciencias sociales y desde luego muy especialmente a las ciencias que se ocupan de objetos culturales
con una dimensión práctica como el Derecho o la moral, que
pretenden guiar conductas futuras. Por poner sólo uno de los
ejemplos de ineludible imprevisibilidad, me gustaría referirme
a lo que Popper denominó “innovación conceptual radical” y
que él ilustra en un fragmento que tomo de MacIntyre (MacIntyre 2004: 122):
En cierta ocasión, en la Edad de Piedra, usted y yo estamos discutiendo sobre el futuro y yo predigo que dentro de
los próximos diez años alguien inventará la rueda. “¿Rueda?”,
pregunta usted. “¿Qué es eso?” Entonces yo le describo la
rueda, encontrando palabras, sin duda con dificultad, puesto
que es la primerísima vez que se dice lo que serán un aro, los
radios, un cubo y quizá un eje. Entonces hago una pausa, pasmado: “Nadie inventará la rueda, porque acabo de inventarla
yo”. En otras palabras, la invención de la rueda no puede ser
predicha. Una parte necesaria para predecir esa invención es
decir lo que es una rueda.
La posibilidad de innovaciones conceptuales radicales
ilustra simplemente un fenómeno más amplio: la intrínseca
imprevisibilidad a la que nos hallamos sometidos y ello especialmente cuando formulamos juicios prácticos. Si, por ejemplo, queremos saber lo que en el futuro será considerado una
vivienda digna (que nos permita aplicar razonablemente el
art. 582 C.c. en última instancia), entonces (y asumiendo una
metaética constructivista discursiva) nos hallaremos al menos
ante dos problemas que son insubsanablemente imprevisibles:
quién decide qué sea una vivienda digna y qué constelación de
propiedades confluirán en los imprevisibles casos futuros.
159
Alfonso García Figueroa
3.2.2.1 La imprevisibilidad de los participantes en el
discurso. Constructivismo ético discursivo
Comencemos con el quién. Si asumimos la ética del discurso como una ética aceptable (algo así como la fisiología
de las criaturas de la moralidad que son nuestros derechos),
entonces la pregunta sobre quién decide cómo son nuestros
derechos (por ejemplo, el derecho a una vivienda digna) es
importante, puesto que una teoría ética discursiva atiende
a ciertas particularidades de los participantes en el discurso
cuando se resuelve una cuestión como por ejemplo qué sea
una vivienda digna. Frente a los planteamientos del realismo
moral, el constructivismo ético considera que la moral no es
algo que esté ahí fuera, sino algo que construimos de acuerdo con un procedimiento racional y que los teóricos descendientes de Kant consideran que se construye discursiva y no
monológicamente (v.gr. Rawls 1980). En tal caso, nuestros juicios morales dependen en alguna medida de una contingencia
imprevisible: las particulares concepciones del mundo de los
futuros participantes en el discurso moral.
3.2.2.2 La imprevisibilidad del conjunto de propiedades
relevantes en la configuración de los casos: particularismo práctico.
La pregunta sobre qué casos puedan presentarse también es importante, como subrayaría con especial énfasis el
particularismo ético de Jonathan Dancy. El principio del holismo de las razones afirma que la polaridad de una razón sólo
puede determinarse en el caso porque tal polaridad depende
de la interacción de las diversas razones relevantes en el caso
concreto y no podemos conocer qué constelación de razones
se formarán en el futuro. Para ilustrar esta cuestión, me parece especialmente expresivo un ejemplo de Jonathan Dancy
(2004: 15 s.), quien nos habla de un restaurante neoyorquino
que no sabemos si recomendar o no. Un amigo nos dice que
la comida es horrible y esto no nos gusta. Otro nos dice que
las porciones son minúsculas y esto tampoco nos gusta. Tomadas aisladamente, ambas son razones para desaconsejar el
160
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
restaurante. Ciertamente, las porciones pequeñas de nouvelle
cuisine pueden ser una razón para no ir a un restaurante y la
mala comida es también una razón para no ir a un restaurante, pero bien pensado, si la comida es mala, entonces parece bueno que se sirva en porciones pequeñas. Las porciones
pequeñas han cambiado de polaridad y comienzan a ser una
buena razón para ir a cenar con los amigos especialmente si
a esa razón se unen otras consideraciones. Por ejemplo: que
comer menos nos permitirá disfrutar del bello panorama de
la terraza, de la amabilidad de los camareros o de la música
ambiental.
En suma, no podemos prever ni quién decidirá (i.e. no
podemos prever cómo serán nuestros participantes en el discurso) ni sobre qué se deberá decidir (qué constelación de
rasgos relevantes configurarán el caso). Esto significa que la
imprevisibilidad de los futuros casos plantea un desafío a la
propia posibilidad de emplear normas generales incluso prima facie (lo que los particularistas denominan “generalismo
rossiano”). Yo creo que la consideración como normas derrotables tanto de las normas constitucionales como de las normas infraconstitucionales por el efecto de irradiación permite
resolver razonablemente el problema de la imprevisibilidad del
futuro sin caer en un particularismo escéptico ante toda norma
general y las razones prácticas para la derrotabilidad sirven
para explicar por qué.
3.2.3 Razones prácticas para la derrotabilidad
La derrotabilidad responde a una exigencia de la razón
práctica, porque nuestros juicios prácticos deben ser revisables para poder enfrentarnos satisfactoriamente a las particularidades de casos que no podemos prever. Sería irracional
que canceláramos la posibilidad de deliberar y revisar nuestras
normas ante la emergencia de casos imprevisibles y la razón
práctica no puede ser irracional. Ello podría provocarnos una
cierta sensación de desamparo si atendemos al riesgo de nihilismo kripkeano indicado más arriba, pues no podríamos conocer el contenido de las normas. Sin embargo, la razón prác161
Alfonso García Figueroa
tica no sólo sirve para fundar la derrotabilidad de las normas;
también es el instrumento para administrar la derrotabilidad.
Desde este punto de vista, sólo considerando las normas (y
eso incluye las jurídicas) como normas sometidas a la razón
práctica general, las normas son inteligibles (existen y podemos conocer su contenido) y su aplicación puede mantenerse
bajo control.
Esto explica la profunda contradicción del neoconstitucionalismo aferrado al positivismo de autores como Luigi Ferrajoli
o Luis Prieto: admiten la trascendencia de nuestros derechos
fundamentales en el discurso jurídico, para luego privarles de
la inteligibilidad que sólo pueden adquirir mediante su inscripción en el discurso práctico general.
Sin embargo, parece razonable pensar que, en la medida
en que el riesgo de nihilismo normativo kripkeano afecte a
las normas jurídicas, ese riesgo debería cernirse fatalmente
sobre las normas de la razón práctica que presuntamente deberían excluir ese riesgo de las normas jurídicas. Una salida
plausible se halla en la asunción de una ética constructivista
en los términos antes indicados. Si la razón práctica se concibe en términos constructivistas y discursivos, entonces es el
mero seguimiento del procedimiento discursivo por parte de
participantes ideales o reales en el discurso lo que garantiza
la justicia del resultado. La relación interna entre el resultado
del procedimiento discursivo y la corrección de ese resultado
(justicia procedimental pura5) excluye una deriva nihilista o
escéptica kripkeana. Desde este punto de vista, la derrotabilidad de las normas es una exigencia de la razón práctica, pero
al mismo tiempo es un mecanismo administrado y mantenido
bajo control por la razón práctica.
5. J. Rawls (1967: 148 s.) nos ofrece tres conocidos ejemplos correspondientes a los tres tipos de justicia procedimental: perfecta, imperfecta y pura. La justicia procedimental perfecta se ilustra con el conocido ejemplo
de repartir una tarta. Si establecemos como procedimiento de reparto que quien divide la tarta es el último en
elegir, entonces garantizaremos que el reparto se ajustará al criterio previo e independiente del resultado del
procedimiento de que las porciones sean lo más semejantes posibles. El procedimiento que rige un juicio penal
es un ejemplo de justicia procedimental imperfecta. El procedimiento tiende a alcanzar el resultado de absolver
al inocente y castigar al culpable, pero ello no siempre es así. Finalmente, los juegos de azar o las apuestas son
ejemplos de justicia procedimental pura porque no existe ningún criterio externo al definido por el procedimiento
que evalúe el resultado como correcto o incorrecto. Decir que algo es correcto equivale a decir que es producto
del procedimiento.
162
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
3.3 Una concepción disposicional de la derrotabilidad
Con este esquema en mente es posible comenzar a dar
respuesta a algunas inquietudes muy extendidas. Por ejemplo, ¿existen normas inderrotables? Mi respuesta es no. Quizá fuera posible buscar algún ejemplo extremísimo de norma
inderrotable. Por ejemplo, el “caso especial” al que se refiere
Brad Hooker (2000: 5) de la norma que rechazara cualquier
acto que eliminara para siempre toda consciencia del universo
(salvo, pues incluso esta regla tendría sus excepciones, cuando sea el único medio de impedir una eternidad de miseria
universal).
Sin embargo, me parece que las normas de un sistema
jurídico constitucionalizado son necesariamente derrotables.
Mucha de la confusión a este respecto (en que yo mismo he
incurrido en algún escrito anterior) tiene que ver con la incomprensión de la dimensión disposicional de la derrotabilidad.
Que una propiedad disposicional (y la derrotabilidad lo es) no
se manifieste o que excluyamos de algún modo su manifestación no significa que tal propiedad no exista.
Debo detenerme algún minuto para recordar brevemente qué sea una propiedad disposicional por oposición a una
propiedad categórica. El ejemplo clásico de propiedad disposicional es la solubilidad en agua de, por ejemplo, la sal. Rudolf
Carnap en un artículo de los años 1936 y 1937, “Testability
and Meaning” (Carnap 1936: 440) representaba así la estructura lógica de una disposición:
D ↔ (C → M)
Donde “D” significa disposición, “C” significa condición
de manifestación y “M” significa manifestación de la disposición. Es decir: la sal tiene la propiedad disposicional de la
solubilidad si y sólo si, en el caso de que se sumerja en agua,
entonces la sal se disuelve. A estos elementos cabría añadir
la base de la disposición. La base es la causa que explica la
disposición. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, la base de
la solubilidad consiste en la estructura química de la sal.
163
Alfonso García Figueroa
Si trasladamos este esquema a la derrotabilidad, entonces cabría afirmar que una norma es derrotable (D) si y sólo si,
en caso de entrar en conflicto con una norma de mayor peso
(C), entonces es derrotada (M). La base de la derrotabilidad
consiste en la vinculación de las normas a la razón práctica.
Creo que este esquema nos permite resolver dos juicios que
creo no son acertados.
3.3.1 ¿Existen normas inderrotables? El caso de la dignidad humana
El primero consiste en la creencia de que sí existen normas inderrotables (reglas). Existe un caso de inderrotabilidad
que suele invocarse en la dogmática alemana, donde no sólo
no se cuestiona la inderrotabilidad del art. 1.1. GG, sino que
es un tabú siquiera plantear tal posibilidad (Teifke 2005: 142,
nota 1). El art. 1 de la Grundgesetz afirma en su primer inciso
que la dignidad humana es inviolable (“Die Würde des Menschen ist unantastbar. Sie zu achten und zu schützen ist Verpflichtung aller staatlichen Gewalt“). Desde mi punto de vista,
el hecho de que cancelemos la manifestación de una disposición no implica la cancelación de la disposición. Por ejemplo,
nadie diría que la sal ha dejado de ser soluble por haberla
introducido en una cámara acorazada absolutamente impermeable. Creo que nadie negaría que la propiedad disposicional
sobrevive a tales contingencias. La sal conserva la base (química) que causa su solubilidad incluso confinada en la cámara
acorazada. Análogamente, introducir una norma en una caja
fuerte o cámara acorazada como la Constitución no excluye su
naturaleza disposicional íntimamente vinculada a la base de
la disposición que conocemos como derrotabilidad. Esa base
consiste en su carácter ético.
El resultado final puede sonar paradójico, pero lo inmoral
no es aceptar la derrotabilidad de normas como la del artículo 1.1 de la Grundgesetz. Lo realmente inmoral, en cuanto
contrario a la razón práctica, consistiría en no permitir esa
revisión cuando fuera necesaria (y no podemos prever cómo
lo será). Es una exigencia de la razón práctica que podamos
164
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
enfrentarnos racionalmente a nuevos casos que no podemos
prever. A esta conclusión debe conducirnos necesariamente
una ética constructivista de corte discursivo. Aparentemente,
sólo si incurrimos en alguna forma de jusnaturalismo o de realismo moral que confíe en la existencia hechos morales en la
naturaleza, podremos rechazar esta conclusión.
3.3.2. Paradojas principialistas
Este orden de consideraciones nos permite abordar una
revisión de la propia polémica acerca de la distinción entre
reglas y principios. Los críticos de la distinción entre principios
y reglas se han concentrado en subrayar los problemas de los
principios como categoría autónoma. Sin embargo, no parece
una buena estrategia para atacar esa dicotomía. Como acabamos de ver, la noción problemática de la dicotomía reglas/
principios no es la noción de principio, sino la noción de regla
(como norma inderrotable) implícita en la configuración por
contraste de los principios. Lo cuestionable no es la derrotabilidad de las normas, sino la posibilidad de su inderrotabilidad.
Esto lleva a dos paradojas y una confusión en que incurren
muy habitualmente algunos defensores de la distinción entre
reglas y principios. En lo que sigue me referiré genéricamente
a estos autores como “principialistas”.
3.3.2.1 Primera paradoja: principialistas esclavos de reglas. El caso Noara
La primera paradoja que debería resolver el principialista consiste en que con el fin de reafirmar por contraste un
concepto más fuerte de principio, el principialista configura
las reglas de modo que ni un formalista acérrimo admitiría.
Quizá un caso reciente ilustre esta afirmación más claramente. Hace unos meses, en Sevilla, una niña gravemente enferma, Noara, necesitaba con urgencia un transplante de hígado. Como este tipo de transplantes sólo requieren parte del
hígado del donante, es posible extraerla de un donante vivo.
Felizmente, la persona idónea para donar parte de su propio
hígado era la propia madre de Noara. Sin embargo, existía
165
Alfonso García Figueroa
un impedimento legal: La madre era menor de edad. Como,
entre otras normas, el art. 4 de la Ley 30/1979 de 27 de octubre sobre extracción y trasplantes de órganos dispone como
condición aparentemente inderrotable en estos casos que el
donante vivo sea mayor de edad; en principio no era posible
que Noara recibiera la donación de su propia madre, también
menor. A través de un argumento analógico de poco interés
para nosotros, la juez decide entonces en un Auto6 que, a pesar de todo, procede la donación, una vez explorada la madre
de Noara, pero lo que interesa aquí subrayar es el carácter
claramente derrotable que presenta la norma presuntamente
inderrotable que prohíbe la donación entre vivos cuando el
donante no es mayor de edad. Este caso pone de relieve dos
aspectos que son clave para comprender la justificación de la
derrotabilidad de las normas jurídicas: su dimensión constitucional y ética (la solución al caso apenas razonada es en este
caso expresiva de su evidencia y de que es la razón práctica
y no las técnicas dogmáticas las que aconsejan la solución al
caso) y la imprevisibilidad de los hechos (o su imprevisión,
claramente imputable al legislador), especialmente desde la
perspectiva de su configuración en los términos del particularismo ético y jurídico.
3.3.2.2 Segunda paradoja: reglas y principios, una dicotomía autofrustrada
La segunda paradoja consiste en que la dicotomía regla/
principio surgió para dotar de una cobertura conceptual a ciertas peculiaridades del Derecho bajo el Estado constitucional,
pero es precisamente el Derecho constitucionalizado el que
nos revela la inidoneidad de una distinción fuerte entre reglas y principios como muestra nuestro ejemplo de la ventana.
¿Para qué queremos pues una distinción fuerte entre reglas y
principios si no sirve a sus propios propósitos?7
6. Vid. Auto 785/07 de 18 de octubre de 2007 del Juzgado de Primera Instancia de Sevilla núm. 17.
7. Por cierto, mi escepticismo frente a la distinción regla/principio, correlativo con el escepticismo frente a la
distinción entre subsunción y ponderación, me sitúa muy cerca de nuestro anfitrión, el profesor García Amado,
en amplios tramos de sus razonamientos (García Amado 2007: 316 ss.), si bien mi interpretación antipositivista
de la derrotabilidad de las normas jurídicas es incompatible con el positivismo convencionalista de García Amado 2009 y ello por no hablar del disenso que supone su aversión a la reconstrucción del Derecho en términos de
166
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
3.3.2.3 Una confusión principialista
Una confusión que la concepción disposicional de los
principios como normas derrotables contribuye a aclarar radica en la idea muy extendida de que sólo podemos saber si
una norma es una regla o un principio a partir del momento
de su aplicación. Muchos autores insisten en que, hasta su
efectiva derrota por otra norma de mayor peso, un principio
funcionaría como una regla. Por ejemplo, Colin Tapper en un
trabajo aparecido poco después de la publicación de “El modelo de normas” de Ronald Dworkin, estaba intuyendo un problema fundamental de la dicotomía reglas/principios cuando
subrayaba cuán decepcionante resultaba que sólo pudiéramos
atribuirle el carácter de regla o principio a las normas, tras su
efectiva aplicación (Tapper 1971: 630).
Pero afirmar que sólo podemos saber si una norma es
derrotable tras su aplicación supone ignorar que la derrotabilidad es una propiedad disposicional. Que nunca se verifique la
condición de manifestación de una propiedad disposicional no
significa que tal propiedad no exista. Aunque jamás disuelva
mi sal en agua, nada me impedirá reconocer su solubilidad.
Este tipo de problemas fue el que seguramente llevó a Carnap
a inclinarse por una segunda fórmula para representar la estructura lógica de las disposiciones: C → (D ↔ M).
4. La axiología aspiracional de la derrotabilidad bajo
una concepción argumentativa del Derecho
Una vez debilitada la distinción entre reglas y principios y
reafirmada la estructura derrotable de las normas constitucionales (e infraconstitucionales por irradiación), es más claro el
por qué del éxito de las normas consideradas como principios.
La impronta del ideario neoconstitucionalista creo se manifiesta en este trabajo en términos muy generales en la defensa
de una concepción argumentativa del Derecho. El Derecho es
aquí concebido como un conjunto de argumentos y no tanto
principios y a la reconstrucción de la aplicación de éstos en términos de ponderación. Como el propio García
Amado sugirió durante la presentación de este trabajo en León en junio de 2009, ambos coincidimos en que
la distinción entre reglas y principios no es una buena dicotomía, pero por razones contrapuestas. Por decirlo
brevemente, García Amado niega que haya principios; yo niego que haya reglas.
167
Alfonso García Figueroa
como un sistema de normas y esto es una forma de decir que
se asume la “relación interna” entre las reglas y los casos de
aplicación. Dicho de otro modo, sólo la aplicación racional de
las normas hace inteligible el contenido de las normas.
En un Estado constitucional esto requiere en el plano estructural que las normas tengan una estructura flexible (derrotable) capaz de encauzar la base ética de la derrotabilidad
de las normas (Celano 2002: 37), es decir, la intensa dimensión axiológica del Derecho constitucionalizado en dos sentidos: por un lado los principios jusfundamentales presentan
una dimensión moral objetiva a pesar de ser invocados precisamente en contextos de pluralismo. Por otro, los principios
sirven para encauzar la dimensión ideal o utópica del Derecho.
Ambas cuestiones merecen una aclaración.
4.1 Derrotabilidad y objetividad deíctica en contextos
de pluralismo
Por una parte, en la argumentación constitucional objetividad no puede implicar carácter absoluto (inderrotabilidad)
y creo que conviene insistir en este extremo, con la ayuda
de una analogía. En los principios constitucionales confluye
objetividad y subjetividad de modo que expresan una suerte
de deixis ética. Son términos deícticos “ahora”, “aquí” y “yo”.
“Ahora” podría referirse a muchos momentos, pero sólo uno
es ahora. Aquí podría referirse a muchos lugares, pero cuando
digo “aquí” ya no es así. “Yo” puede designar a infinidad de
personas pero sólo una de ellas soy yo cuando profiero la palabra “yo”. El referente de estos términos depende de reglas
de uso y depende del contexto. En la deixis convive, pues, la
objetividad de las reglas de uso y la subjetividad del contexto. Si se piensa, es algo muy parecido a lo que sucede con
los derechos fundamentales: dependen de reglas de uso (creo
que enraizadas en la razón práctica) y dependen del contexto
(existe una dimensión contextual a la que dan entrada las éticas discursivas). En suma: que el Derecho presente carácter
objetivo no significa que presente carácter absoluto.
168
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
En realidad, como bien indica Alexy (1985: 52), el discurso práctico no es ni puramente objetivo ni puramente subjetivo. Es objetivo en la medida en que las reglas que rigen el
discurso práctico son objetivas, pero es relativo a los participantes en el discurso que pueden variar a lo largo del tiempo. Esto explica que los conceptos constitucionales admitan
diversas concepciones, que tengamos living constitutions. La
axiología discursiva constitucional requiere a su vez una deontología flexible. Los valores constitucionales se expresan a través de normas derrotables. Los principios derrotables son el
correlato deontológico de la axiología pluralista que rige nuestras sociedades crecientemente multiculturales.
4.2 Derrotabilidad e ideales
Pero la necesidad de que tales normas sean derrotables
no es sólo una consecuencia de la axiología pluralista que invocan las actuales constituciones y reconocen las éticas constructivistas y discursivas. Además, estamos ante una axiología
aspiracional, una axiología que establece ideales, horizontes
utópicos y de nuevo esto requiere un tipo de norma, los principios, las normas derrotables, que pueden garantizar la viabilidad de un orden jurídico rematerializado en este sentido.
Sin una deontología flexible, no sería posible una axiología de
ideales.
Para expresarlo mejor, permítaseme recordar un buen
ejemplo que Urmson nos ofrece en su clásico trabajo Saints
and Heroes (Urmson 1969: 63): Un soldado deja escapar por
descuido una granada a punto de estallar y decide de inmediato abalanzarse sobre ella para, autoinmolándose, salvar la
vida de sus compañeros. Esta conducta, como muchas otras
parecidas de los santos y héroes, es supererogatoria y Urmson nos llama la atención sobre el hecho de que este tipo de
conductas heroicas determina una interesante discontinuidad
entre valores y normas, entre axiología y deontología. Normalmente entre los planos axiológico y deontológico existe
una correlación que nos lleva a pensar que lo que es bueno es
169
Alfonso García Figueroa
debido. Sin embargo, las acciones supererogatorias son buenas, pero no son propiamente debidas. Nadie negará que la
acción del soldado es valiosa, pero seguramente nadie se habría atrevido en su momento a dictarle una norma obligándole
a inmolarse para así salvar a su prójimo.
Creo que el planteamiento de Urmson nos ayuda a comprender la necesidad de que el ordenamiento constitucional
presente normas derrotables o normas flexibles en general. Si
el ordenamiento presenta una carga axiológica en un marco
pluralista y además presenta una dimensión utópica que consagra ideales a los que debemos aspirar, entonces las normas
que pretenden realizar esos ideales no pueden ser debidas
sin más como una norma (regla) que prohíba fumar (también
sometida a irradiación en todo caso), pero tampoco pueden
considerarse no debidas como la conducta del soldado. En
conclusión, lo que necesitamos son normas que promuevan
la óptima realización de los ideales. La alexiana consideración
de los principios como mandatos de optimización (Alexy1993:
86) creo que cumple con esta función. Un mandato de optimización es una norma que debe ser cumplida en la mayor medida posible dentro de unos márgenes fácticos y jurídicos. Esta
norma no obliga a los destinatarios a un cumplimiento total
(en esto recuerda a la ausencia de un deber para llevar a cabo
acciones supererogatorias), pero sí obliga a sus destinatarios
a optimizar su aplicación y ese óptimo sí es alcanzable. Los
principios presentan así esta dimensión utópica, pero también
tópica (esta vez en un sentido diverso del que le conferiría
Viehweg)
Naturalmente esto no es siempre fácil de comprender
dentro de la cultura jurídica en que vivimos. Por un lado, todavía somos conscientes (quizá rehenes) del papel racionalizador
de una fuente como la Ley en su calidad de norma abstracta y
general y nos sentimos en deuda con ella. Por otro, las normas
derrotables y la carga axiológica e ideal de las Constituciones
provocan incertidumbre y recelo por el riesgo de judicialismo
que comporta. Por decirlo de forma efectista, el Antiguo Régimen dictaba normas dirigidas a algunos, la Ley entonces
170
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
se dirigió a todos, pero los principios jusfundamentales del
Estado constitucional se refieren a todos, pero no siempre son
efectivos y la administración de este “no siempre” no resulta
fácil.
No es de extrañar, pues, que la concepción de los derechos fundamentales como principios deba vencer numerosas
resistencias tanto por parte de quienes consideren la posibilidad de éticas absolutas, como por parte de los escépticos que
consideren la implausibilidad de toda ética y piensen que más
allá de los confines del Derecho no existe nada salvo ideología
e irracionalismo. También contará con la resistencia en general
de los planteamientos legalistas preocupados por la posibilidad de que la asunción del modelo neoconstitucionalista incremente la incertidumbre. Sin embargo, parece claro que estamos ante un modelo que sobre todo cuenta con la resistencia
de cierto positivismo jurídico. Ello nos conduce a otra gran
cuestión que, sin embargo, no habrá de examinarse aquí 8: el
alcance conceptual que la teoría del Derecho deba conceder a
la constitucionalización de los sistemas jurídicos, la relevancia
conceptual que pueda adquirir, por ejemplo, la derrotabilidad
de las normas jurídicas tal y como aquí se ha señalado.
5. Consecuencias prácticas
A pesar de su trasfondo inevitablemente teórico, podríamos decir, siguiendo una exhortación rortyana, que el
neoconstitucionalismo nos propone que dejemos de buscar lo
sublime y eterno de lo jurídico, para que nos conformemos
con lo bello y temporal (Rorty 2000: 16). El reconocimiento de
la derrotabilidad de las normas jurídicas en conexión con una
concepción constructivista y discursiva de la ética no es más
que una manifestación más de este espíritu, un espíritu que
en realidad no es nuevo. De hecho, hay quien ha interpretado
la constitucionalización del Derecho como una “revancha de
Grecia contra Roma” (Barroso 2008: 40). Este sintagma puede
interpretarse de muchas maneras, pero en todo caso parece el
reflejo de una buena intuición si identificamos a Roma con la
8. De esta cuestión me he ocupado en otros lugares, por ejemplo en GF 2003; 2006; 2008.
171
Alfonso García Figueroa
patria de los juristas y a Grecia con la patria de los filósofos; a
Roma con la patria del Derecho y a Grecia con la patria de la
virtud. Ciertamente requeriría alguna cautela si identificamos
a Roma con la patria de cierto casuismo; pero hay en todo
caso algo especialmente revelador en esas palabras cuando
contemplamos la aproximación al Derecho que promueve el
llamado neoconstitucionalismo: si la filosófica Grecia no conoció una clara decantación de los diversos sistemas normativos,
pues Derecho, política, religión e incluso leyes de la naturaleza quedaban imbricados inescindiblemente en un único orden
normativo al que quedaba sometido el ciudadano; en Roma el
Derecho se nos revela más bien como una técnica diferenciada
y sobresaliente al servicio de todo un Imperio. Allí nace propiamente la figura del jurista, del especialista en Derecho.
Contemplar en esta singularidad romana un antecedente
del positivismo jurídico tal y como se ha manifestado modernamente quizá sea ir demasiado lejos. Seguramente no lo sea
interpretar el nacimiento de la figura del jurista como el primer
gran anuncio de toda una ideología basada en la fragmentación del discurso práctico, en la idea de que el Derecho es algo
esencialmente distinto del resto de las normas que nos rigen
y que la argumentación jurídica es algo esencialmente distinto
de la argumentación moral. Y ello porque, como escribió Judith
Shklar (y es difícil decirlo más certeramente), el “legalismo es,
sobre todo, el aspecto operativo de la profesión legal” (Shklar
1968: 22).
Desde este punto de vista, el sensible desplazamiento
del centro del sistema de fuentes que viene sufriendo la Ley
en beneficio de la Constitución y en general la constitucionalización del Derecho (vid. Carbonell 2003) son fenómenos que
han contribuido a revertir ese proceso de fragmentación del
discurso práctico en dos aspectos relevantes para nosotros.
Primero, la aplicación del Derecho que alienta la Constitución
se halla determinada de forma inmediata e ineludible por las
exigencias del razonamiento práctico general, lo que significa
que la fragmentación del discurso práctico a la que contribuye
el legalismo es puesta en tela de juicio. Segundo, ello supone
172
Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos
volver nuestra mirada a la reflexión filosófica (Dworkin 2007)
y supone seguramente revalorizar la virtud del aplicador del
Derecho. El discurso jurídico se torna más filosófico y la tarea
del jurista se desespecializa. Quizá sea ésta la más vigorosa
revancha de Grecia contra Roma.
173
Alfonso García Figueroa
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177
Sobre la derrotabilidad de las normas
jurídicas1
Juan Antonio García Amado
Universidad de León
1. Planteamiento de la cuestión.
El tema de la derrotabilidad se suele explicar así:
el condicional
A→B
supone que siempre que se dé A se seguirá B, también
cuando A se dé en conjunción con C, D, etc. Es decir, será
correcta la inferencia siguiente:
A→B
A^C
-------B
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 denominado “Teoría del
Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”.
179
Juan Antonio García Amado
Esto puede llevar a consecuencias materialmente absurdas, aunque formalmente correctas. Por ejemplo:
Si esta noche no llueve, voy al cine
Esta noche no llueve y he tenido un accidente que esta
noche me mantiene inconsciente en el hospital
--------Esta noche voy al cine.
Aplicado a los condicionales en que consisten las normas
jurídicas, tendríamos que la adición de cualquier circunstancia
al acaecimiento de la circunstancia mencionada en el antecedente de la norma sería indiferente a la hora de inferir la consecuencia normativa que se sigue de dicho antecedente.
Esquemáticamente:
A → OB
A^C
-------OB
Un ejemplo:
Se prohíbe la entrada de vehículos en el parque
Una ambulancia es un vehículo
La ambulancia entra en el parque para auxiliar a una persona que ha sufrido un infarto
--------Está prohibida la entrada de la ambulancia en el parque.
180
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
Así vistas las cosas, el contenido obligatorio de una norma no admitiría excepciones.
Una primera salida consiste en entender que unas normas establecen excepciones al alcance regulativo de otras. Es
el caso respecto al castigo del homicidio y la excepción que
suponen, por ejemplo, las eximentes penales. En este caso
podemos sortear la idea de derrotabilidad mediante la idea
de norma completa. Las excepciones, en cuanto tasadas, se
incorporarían al enunciado de la norma completa. La norma
completa del homicidio establecería: El que matare a otro será
castigado con la pena X, salvo que obrara en legítima defensa,
estado de necesidad, etc. (hasta la enumeración completa de
las excepciones).
El problema está en que no todas las excepciones que
pueden tenerse por relevantes al aplicar la norma aparecen
previamente tasadas, recogidas en enunciados normativos
previos y expresos. Existen también excepciones implícitas.
En el ejemplo de la norma que prohíbe la entrada de vehículos
en el parque, sería este caso si no hubiera en el sistema ninguna norma que diga que las ambulancias pueden entrar en todo
caso en los parques para atender a personas con problemas
graves de salud.
El problema de la derrotabilidad de los conceptos ha llevado a la teoría del significado a modificar la teoría semántica
tradicional, estableciendo que el significado de un concepto
alude a casos normales, paradigmáticos o ejemplares2. Carlos
Alchourrón dice algo no muy distinto cuando afirma que “La
idea de derrotabilidad se vincula con la noción de <<normalidad>>. Formulamos nuestras afirmaciones para circunstancias normales, sabiendo que en ciertas situaciones nuestros
enunciados serán derrotados”3Carlos Alchourrón propuso la
teoría disposicional de la derrotabilidad. La explica así: “De
acuerdo con el enfoque disposicional, una condición C cuen2. Cfr. PAZOS, M. Inés, “La semántica de la derrotabilidad”. En: Enrique Cáceres et alii, Problemas contemporáneos de la filosofía del derecho, México, UNAM, 2005, pp. 541ss.
3. ALCHOURRÓN, C. “Sobre derecho y lógica”. En: Isonomía, nº 13, octubre de 2000, p. 24.
181
Juan Antonio García Amado
ta como una excepción implícita a una afirmación condicional
<<Si A entonces B>>, formulada por un hablante X en un
tiempo T cuando existe una disposición por parte de X en el
tiempo T para afirmar el condicional <<Si A entonces B>> y
simultáneamente rechazar <<Si A y C entonces B>>”4.
El propio Alchourrón pone un ejemplo bien significativo:
“El sentido común del hombre aprueba la decisión mencionada
pro Puffendorf según la cual la ley de Bolonia que establecía
que <<quienquiera que derramara sangre en las calles debería ser castigado con la mayor severidad>> no se aplicaba al
cirujano que hubiera abierto las venas de una persona caída
en la calle víctima de un ataque. Este enunciado constituye un
claro ejemplo de reconocimiento de la naturaleza derrotable
de las expresiones jurídicas”5.
¿Por qué plantea al Derecho un problema tan importante esta cuestión de la derrotabilidad de las normas jurídicas?
Porque la existencia de excepciones implícitas hace pensar
que cualquier juez puede invocar una de tales excepciones, no
acogidas en ningún enunciado jurídico, para no aplicar en sus
términos la consecuencia prevista en la norma que venga al
caso. Si tales excepciones fueran para todos los ciudadanos,
jueces incluidos, y las mismas estuvieran claras en todo caso,
no padecerían la certeza del Derecho ni el principio democrático ni la igualdad de los ciudadanos ante la ley, ni nos preocuparía la posible arbitrariedad de tales decisiones judiciales
que hacen prevalecer la excepción (no expresa) sobre la regla.
Pero cabe pensar que no es así, y el propio Alchourrón ratifica
este temor cuando afirma que “La noción de normalidad es
relativa al conjunto de creencias del hablante y al contexto de
emisión. Lo que resulta normal para una persona en un cierto
contexto puede ser anormal para otra persona o para la misma persona en un contexto diferente”6.
El problema va a ser visto como tal o no, y como problema mayor o menor para la función de ordenación social del
4. ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 25.
5. ALCHOURRÓN, C.. “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 27.
6. ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 24.
182
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
Derecho, según que se acoja una concepción iuspositivista o
una concepción iusmoralista del Derecho. El iusmoralista admite con gusto la existencia de excepciones implícitas a las
normas contenidas en o derivadas de los enunciados jurídicos
presentes en los cuerpos legales, pues desconfía grandemente
ante la sospecha de que tales normas puedan ser injustas.
Para el iusmoralista las excepciones implícitas por antonomasia son las que sirven para descartar la solución derivada de
esas normas debido al contenido de injusticia o inmoralidad
de tales soluciones, de la solución de esa norma para todos
los casos o para el caso concreto que se juzgue. Ahora bien, el
iusmoralista no se preocupa por el componente de relatividad
que así adquiere el Derecho para los casos, o de la posible arbitrariedad de las decisiones judiciales, porque normalmente
entiende que el contenido normativo que impone esas excepciones frente a las normas “jurídicas” viene dado por la moral
verdadera, una moral verdadera existente y cognoscible, no
relativa a preferencias individuales del juzgador o a determinaciones meramente contextuales. Que las normas jurídicas
sean derrotables es indicador, ante todo, de la superioridad de
la moral sobre el Derecho y de la mayor capacidad determinativa de las normas morales frente a las normas jurídicas.
Desde una perspectiva positivista las cosas se ven distintas. El positivista suele ser reticente a creer que existe “la”
moral verdadera. No significa que no tenga “su” moral y que
no le parezca la mejor o la más verdadera, sino que admite la
posibilidad del propio error al contemplar que otros, a los que
no tiene por degenerados, abrazan con idéntica convicción sistemas morales con muchas normas diferentes de las del suyo.
Por eso teme que por la vía de la derrotabilidad de las normas
a manos de las excepciones implícitas los jueces hagan valer
su moral personal como la moral verdadera y, simultáneamente, como Derecho. El positivista prefiere como sistema político
la democracia, a fin de que las pautas de conducta común que
el Derecho impone recojan las opiniones -en primer lugar las
opiniones morales- de la mayoría, no las de una única persona o grupo que se pretendan en posesión privilegiada de la
verdad moral. El positivista se suma al valor del pluralismo,
183
Juan Antonio García Amado
consustancial a la democracia, desde la convicción de que son
plurales los sistema morales concurrentes en una sociedad libre y que todos o la mayoría de ellos son por igual legítimos
y tienen derecho a expresarse y a concurrir en la formación
de los contenidos de las leyes establecidos mediante procedimientos mayoritarios respetuosos también con las minorías.
Como los ejemplos antes citados muestran, resultará difícil, también para el positivista, negar la posible presencia de
excepciones implícitas a las normas jurídicas y, con ello, negar la derrotabilidad de las normas jurídicas. Pero tratará de
reconducir dichas excepciones de modo que sólo se considere
adecuado y legítimo invocar como tales aquellas que se funden en convicciones o creencias que en cada momento sean
comunes a los ciudadanos, comunes más allá de la diversidad
de morales que los plurales ciudadanos profesen. En otros términos, el positivista tenderá a admitir solamente la legitimidad de aquellas excepciones basadas en el sentido común, en
lo comúnmente sentido por los ciudadanos como obvio, como
evidente, obviedad o evidencia que se pueda sostener con argumentos admisibles por todos por encima de la discrepancia
entre los sistemas morales de cada uno. Se trataría de que en
el Derecho operen las mismas excepciones de sentido común
que operan respecto de nuestros enunciados y razonamientos
ordinarios. Al hilo de nuestros ejemplos anteriores, es obvio
que si estoy inmovilizado e inconsciente en un hospital no podré ir al cine aunque no llueva, pese a que dije que si no llovía,
iría. Del mismo modo, posiblemente es de sentido común, y
así lo admitirá todo ciudadano en su sano juicio, que, aunque
esté prohibida la entrada de vehículos en el parque y aunque
la ambulancia sea un vehículo, se debe excepcionar esa prohibición para la ambulancia que acude al parque a auxiliar a
un enfermo grave. En cambio no será de sentido “común” la
excepción que se hiciera en el ejemplo siguiente:
Norma: es lícito (está permitido) el aborto en un plazo de
tres meses cuando por causa del embarazo corra grave
peligro la vida de la madre.
184
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
Hecho: La mujer M aborta por hallarse en grave peligro
su vida por razón del embarazo.
Circunstancia adicional: Todo aborto es una grave inmoralidad.
Decisión: No es lícito el aborto de M.
Ocurre que en una sociedad plural y pluralista, como es
la sociedad española en este momento, hay ciudadanos que
sostienen un sistema moral que califica el aborto voluntario
como crimen gravísimo, mientras que otros profesan un sistema moral que no lo considera tal. Y la norma que permite
el aborto habría sido sentada como resultado de un proceso
democrático.
Recapitulando. El ideal positivista sería que el razonamiento puramente deductivo a partir de normas, con arreglo
al refuerzo del antecedente o al modus ponens, fuera la base
de todas las soluciones jurídicas de los casos, sin que tuvieran ningún papel las excepciones implícitas. Pero el positivista
tiene que reconocer la inevitabilidad de esas excepciones implícitas, aunque trate de acotarlas. Su problema respecto de
ellas será el de garantizar su uso racional y la legitimidad jurídico-política del las decisiones judiciales que las acogen. Por
su parte, el iusmoralista observa con alegría la presencia de
excepciones implícitas como límite o contrapeso a las normas
positivas y al papel del razonamiento puramente deductivo a
partir de ellas, pues alberga la esperanza de que por esa vía,
y contando con la colaboración de los jueces, se haga valer
hasta sus últimas consecuencias la superioridad de la moral
-la moral verdadera- sobre el Derecho, así como el límite que
la verdad moral pone a cualquier posible decisión mayoritaria
en democracia. El iusmoralista confía en que la apertura que
suponen esas excepciones implícitas que derrotan a las normas no acabe con la misión ordenadora del Derecho, pues, al
fin y al cabo, no puede cualquier circunstancia excepcional que
se adicione al acaecimiento del supuesto de hecho de la norma
185
Juan Antonio García Amado
impedir que se imponga la consecuencia jurídica en la norma
prevista, sino sólo aquellas excepciones que provengan de ese
sistema seguro y también ordenador que es la moral, la moral
verdadera.
Vemos que el problema de la derrotabilidad de las normas se convierte, para unos y para otros y aunque de distinta
manera, en el problema de los límites de la derrotabilidad de
las normas. Pues, siendo la norma A →B, si cualquier circunstancia C que se dé en conjunción con A puede dar lugar a que
no se siga la consecuencia B, la relación entre el acaecimiento
del hecho subsumible bajo A y el acaecimiento de B (la consecuencia jurídica) se torna puramente aleatoria.
Algún ejemplo
El que matare a otro será castigado con la pena X (A →
B)
José mató a Luis (A)
José tiene los ojos azules (C)
--------------Se absuelve a José de la pena X porque tiene los ojos
azules.
Ahí la circunstancia de tener los ojos azules actúa como
excepción implícita a la norma que manda condenar al
sujeto que mata a otro.
¿Por qué nos produce rechazo esta concreta derrota de
la norma a manos de la excepción consistente en tener los
ojos azules? Porque no encontramos para tal circunstancia
excepcionante (tener los ojos azules) un fundamento de tal
calibre como para que merezca situarse por encima del valor ordenador y democráticamente legitimado de las normas
jurídicas. Curiosamente, aquí y ahora tanto un iuspositivista
186
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
como un iusmoralista subrayarían el carácter de absurdo moral del fundamento posible de esa excepción, pues entre los
fundamentos de nuestro sistema político que gozan de aceptación generalizada y que constituyen condición de posibilidad
teórica y práctica de dicho sistema está la idea de la igualdad
básica entre los individuos, entendida como no discriminación
basada en aspectos raciales, apariencia física y similares. Lo
anterior no quita para que sea perfectamente imaginable una
sociedad en la que tal excepción se entienda dotada, por todos
o la mayoría de sus miembros, de un fundamento más que
válido y suficiente.
Sin embargo, es posible mantener aquí una tesis: cuando las excepciones a las normas se apoyan en convicciones
morales y políticas que, por compartidas, forman el sustrato
del sistema jurídico-político de una determinada comunidad,
suelen convertirse en excepciones explícitas, pues se recogen
en normas expresas de ese sistema. La excepción expresa que
la eximente de legítima defensa plantea, por ejemplo, al delito de homicidio, se apoyaría en una convicción generalizada
de ese tipo, convicción de que sería moralmente reprobable y
contrario a los fundamentos de la convivencia castigar a alguien por impedir que el otro lo mate, matando al otro a su
vez si no tiene otro remedio.
En suma, que el problema de las excepciones implícitas
que derrotan a las normas jurídicas está en su límite y su
fundamento y se puede sostener la tesis siguiente: cuanto
menos evidente sea la necesidad de la excepción, por razón de
la evidencia socialmente compartida de su fundamento, más
problemático y más difícilmente legítimo será el hacer valer
dicha excepción contra la norma.
2. Positivismo jurídico, iusmoralismo y derrotabilidad
de las normas.
El positivismo jurídico tiene una de sus señas de identidad en el subrayado del carácter convencional del Derecho,
187
Juan Antonio García Amado
como, al hablar precisamente del tema de la derrotabilidad,
ha vuelto a destacar Juan Carlos Bayón7. Ahora bien, ¿en qué
consiste ese Derecho cuyo carácter es convencional? Podemos
graduar esa convencionalidad de lo jurídico en tres fases o
dimensiones. En primer lugar, el Derecho proviene de decisiones tomadas por ciertas instancias o fuentes que están socialmente reconocidas como aptas o competentes para producir
precisamente el tipo específico de normas que son jurídicas.
En segundo lugar, puede estar también convencionalmente
establecido, socialmente reconocido, que todo o parte de lo
que sea Derecho se plasma en determinadas fórmulas verbales canónicas y/o queda fijado en ciertos textos, como serían,
en nuestra cultura jurídica, los textos legales. La primera convención alude al origen de las normas jurídicas, a la autoridad
que puede crearlas; la segunda, a la plasmación de las normas
jurídicas, a su modo de presentarse o exteriorizarse. La tercera convención constitutiva de lo jurídico se refiere al contenido concreto del Derecho en cuanto conjunto de soluciones
para casos concretos. Ahí el Derecho no resuelve por razón de
quién lo ha establecido o de la fuente de donde proviene, ni
por razón de dónde o cómo está plasmado o formulado, sino
por razón del contenido preciso de la solución que el Derecho
proponga para el caso. Están relacionadas gradualmente las
tres convenciones, pues la primera nos ayuda a identificar el
Derecho por razón del origen de sus normas (identificación
por su fuente-autoridad), la segunda nos ayuda a formular
esas normas así originadas para que puedan poseer un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios (identificación
por su fuente-texto) y la tercera permite extraer del Derecho
así identificado los contenidos normativos concretos para los
concretos casos.
La materia Derecho que sale de la autoridad reconocida
como fuente de normas jurídicas está menos determinada en
su capacidad ordenadora de las concretas conductas de lo que
lo está la materia Derecho que resulta de fijar los contenidos
7. BAYÓN, J. C., “Derrotabilidad, indeterminación del Derecho y positivismo jurídico”. En: Isonomía, nº 13,
octubre 2000, especialmente pp. 115 ss.
188
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
volitivos de esa autoridad en textos canónicos, pero ésta aún
no está suficientemente determinada como para poder proporcionar solución precisa para cada caso que a la decisión
en Derecho se someta. De ahí que se necesite esa tercera
dimensión en la que determinadas convenciones permiten la
concreción del contenido normativo de la norma para el caso.
En otras palabras, e invirtiendo la secuencia, el Derecho
que a un caso se aplica es aquel que con arreglo a determinadas convenciones generalmente admitidas, socialmente reconocidas, es extraído por el aplicador -generalmente el juez- a
partir de los enunciados contenidos en determinados textos o
cuerpos convencionalmente reconocidos como sede o soporte
de las normas jurídicas, textos que a su vez recogen contenidos volitivos de las autoridades o fuentes reconocidas como
productoras de ese tipo específico de normas que son las normas jurídicas, las normas de Derecho.
Se pretende indicar con la anterior gradación de convenciones que del Derecho forman parte no sólo los enunciados
presentes en los cuerpos legales reconocidos como fuentetexto, sino también determinadas pautas generalizadas que
los aplicadores del Derecho emplean para concretar el significado de esos textos en su aplicación a los casos. La primera
y más básica y elemental sería la convención semántica: los
enunciados contenidos en una fuente-texto sólo pueden recibir significado a partir del lenguaje en el que se expresan; es
decir, las normas (las disposiciones, si se prefiere) sólo pueden
recibir significado con base en las convenciones lingüísticas.
Pongamos un ejemplo de convenciones “jurídicas” más
allá de esas convenciones lingüísticas de base. Hay prácticas
interpretativas reconocidas en nuestro sistema jurídico y los
de nuestro entorno, como la consistente en tomar en consideración el fin de la norma como pauta o guía para la concreción
de su contenido normativo preciso para el caso. En cambio,
una práctica interpretativa consistente en tomar en consideración los preceptos de un determinado credo religioso para
dicho objetivo no está reconocida en tales sistemas8.
8. Sí lo estará, posiblemente, en el sistema jurídico de la Iglesia católica, en el Derecho canónico.
189
Juan Antonio García Amado
Normalmente esas pautas interpretativas reconocidas
sirven para que el aplicador del Derecho seleccione como preferente uno de los significados posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente. En la medida en que consideremos que del Derecho forman parte también dichas pautas
interpretativas reconocidas, el juez que las aplica para mediante ellas seleccionar el contenido concreto del Derecho para
el caso seguiría aplicando Derecho al realizar tal elección9. Y,
puesto que también puede estar reconocido en el sistema un
componente de discrecionalidad al optar por unas u otras de
las esas pautas interpretativas admitidas, convencionalmente
establecidas, no deja de aplicar Derecho el juez al elegir discrecionalmente entre ellas. Puede suceder que estén reconocidas pautas “interpretativas” de ese tipo que permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados
posibles del texto-fuente, del enunciado contenido en el textofuente. Aquí es donde se suele hablar de la derrotabilidad de
las normas jurídicas. El enunciado contenido en el cuerpo legal
o texto-fuente establece que siempre que sea el caso p debe
imponerse la consequencia q. Y el juez decide que, pese a que
el caso C es un ejemplar o caso de p, la consecuencia es no q,
sino una consecuencia distinta de q. ¿Está el juez decidiendo
conforme a Derecho en tal caso? Depende de cómo se identifiquen los contenidos de lo que sea Derecho. Caben al respecto
tres planteamientos bien diferentes:
9. Dice Bayón que “las pretensiones de que esa clase de excepciones [se refiere a excepciones a la aplicación de
las normas jurídicas a casos subsumibles bajo la descripción contenida en su supuesto genérico, excepciones que
para los antipositivistas confirman la presencia de normas morales -no convencionales- dentro del sistema jurídico] resultan -o no- procedentes parecen estar sujetas a criterios de aceptabilidad que podrían calificarse como
específicamente jurídicos, puesto que estarían determinados por el contenido de las convenciones interpretativas
existentes (...). En suma, desde este punto de vista la respuesta apropiada que se ha de dar al argumento del
contraste con la práctica desde premisas convencionalistas consiste en reafirmar que la existencia y el contenido
del derecho dependen exclusivamente de hechos sociales, pero de la totalidad de los hechos sociales relevantes;
y que lo que aparentemente no podía ser sino genuino razonamiento moral encaminado a justificar excepciones
implícitas a las normas (y, por tanto, o bien transgresiones del derecho, o bien ejercicio de la discrecionalidad
conferida por el derecho mismo) puede ser, por el contrario, una argumentación sujeta a los criterios de aceptabilidad que dichas convenciones interpretativas establecen y, en ese preciso sentido, un verdadero ejercicio de
identificación del derecho” (BAYÓN, J.C., “Derecho, convencionalismo y controversia”, en: P.E. NAVARRO,
M.C. REDONDO, La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa,
2002, p. 77).
190
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
(1) Para el planteamiento antipositivista, iusmoralista,
del Derecho o sistema jurídico forman parte no sólo los enunciados contenidos en el texto-fuente y sus significados posibles, sino también los o ciertos contenidos del sistema moral
verdadero. Por tanto, el juez que opta por la consecuencia ⌐q
para el caso que con arreglo al enunciado presente en el textofuente debería tener la consecuencia q está aplicando Derecho, decidiendo conforme a Derecho, si aquella consecuencia
⌐q viene impuesta por una de esas normas del sistema moral
que, por ser superiores a las normas derivables de los enunciados contenidos en los textos-fuente y sus significados posibles, tienen capacidad para excepcionar estas normas.
La “derrota” de la norma derivada del enunciado contenido en el texto-fuente no es aquí, como suele decirse, consecuencia de que el juez pondera las circunstancias del caso que
enjuicia y simplemente opina y decide que no debe subsumirse el caso bajo la norma jurídica positiva, pese a que el caso C
es, semántica en mano, un caso de p, es decir, encajable, subsumible bajo el supuesto genérico de la norma positiva. Ésa
sería para el iusmoralismo una decisión judicial ilegítima. La
derrota de la norma positiva acaecería meramente porque el
juez impone su voluntad por encima del Derecho, erigiéndose
él en fuente suprema del Derecho. Lo que para el iusmoralismo legitima esa decisión del juez, que expresa la derrota de la
norma positiva, es la aplicación por el juez de una norma de la
moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está
por encima del “derecho positivo”.
En otras palabras, la base de la derrotabilidad de las normas, tal como es asumida y propiciada por el iusmoralismo,
no es la concurrencia de una circunstancia que, en sí misma
considerada, justifique la excepción a la prioridad de la norma
“positiva”, sino el hecho de que esa circunstancia forma parte
del supuesto genérico de otra norma, una norma moral que es
jurídica a la vez y que, además, es jerárquicamente superior a
la norma “positiva”.
191
Juan Antonio García Amado
Con ello se mantiene en el fondo el carácter deductivo del
razonamiento judicial10, pero ampliando el conjunto de normas
que proporcionan la premisa mayor para la inferencia deductiva.
El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema
p → ¬ Oq (norma “positiva”)
r → Oq (norma moral)
(r ^ p) → ¬Oq (norma que expresa la jerarquía de las normas
morales sobre las normas “positivas”)
r ^ p (es el caso que r y es el caso que p)
----------O¬q
Es decir, cuando desde el iusmoralismo se afirma que
el razonamiento en que una norma “positiva” es derrotada
porque concurre una circunstancia adicional que supone una
excepción implícita para dicha norma pone en cuestión el carácter deductivo del razonamiento aplicativo, puesto que no
se mantiene el refuerzo del antecedente, es porque sólo se
toman en cuenta como base de la deducción las normas que
componen el sistema “positivo”, al tiempo que se oculta el
carácter entimemático del razonamiento aplicador que excepciona la aplicación de la norma positiva.
El carácter deductivo del razonamiento se pone en duda
cuando se lo refleja según el siguiente esquema.
10. Así lo destaca por ejemplo Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el
argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “(c)omo en el enfoque de Dworkin los principios morales
forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”.
Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal.
En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los
ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia (...). La idea de que el derecho
debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un
ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho”
(ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 33).
192
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
A → OB
A^C
------¬OB
Pero el iusmoralista está presuponiendo dos premisas no
recogidas en tal esquema, y que sí se reflejan en el esquema
completo de su razonamiento, que sería el siguiente:
A → OB
C → ¬OB
A ^ C →¬OB
A^C
------O¬B
No es el carácter deductivo del razonamiento decisorio lo
que diferencia a iusmoralistas y iuspositivistas, sino el modo
como identifican el Derecho y, con ello, las premisas normativas posibles de ese razonamiento, así como la relación jerárquica entre esas premisas. Para el positivista no hay más
derecho que el Derecho “positivo”, y éste es tal con base en
ciertas convenciones sociales. Para el iusmoralista hay normas
jurídicas independientes de esas convenciones, normas provenientes de la moral verdadera y que también son jurídicas, y
esas normas de la moral verdadera que también son jurídicas
ocupan en el sistema jurídico un lugar jerárquicamente superior al de las normas “positivas”11.
11. La afirmación por parte del iusmoralismo del carácter derrotable de las normas jurídico-positivas acaba en
una perfecta tautología: las normas jurídico-positivas son derrotables porque son derrotables. Expliquemos esto.
Una vez que se parte de la tesis de que por encima de las normas jurídico-positivas hay otras normas, también
jurídicas, que imperan sobre ellas en caso de conflicto, se está asumiendo por definición la derrotabilidad de
las normas jurídico-positivas. Es como si de pronto nos pusiéramos a llamar la atención, como sorprendente
novedad, sobre el hecho de que una norma reglamentaria puede ser derrotada por una norma legal: va de suyo,
en virtud de la superior jerarquía de la norma legal sobre la reglamentaria. ¿Se habría parado Tomás de Aquino
a teorizar como sorprendente fenómeno la posible derrota de una norma jurídico-positiva por una norma de
Derecho natural?
193
Juan Antonio García Amado
En consecuencia, para el iusmoralista (1) todas las normas “positivas” son potencialmente derrotables ante circunstancias que constituyen excepciones implícitas al sistema de
las normas positivas, pero no excepciones al sistema jurídico
en su conjunto, formado por la agregación de normas “positivas” y normas de la moral verdadera; (2) las normas de la
moral verdadera no son derrotables por normas “positivas”; y
(3) las normas de la moral verdadera que son, al tiempo, jurídicas, sólo son derrotables por otras normas de la moral verdadera que son también jurídicas, pero esa derrotabilidad es
sólo aparente o “prima facie”, pues las normas del sistema de
la moral verdadera tienen una potencialidad resolutiva mucho
mayor para cualquier caso, ya que, al menos idealmente o en
el plano ontológico, dicho sistema tiene las tres cualidades que
el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema
jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad.
(2) Cabe una versión del positivismo jurídico que, presuponiendo el reconocimiento de la autoridad-fuente, circunscriba el contenido del sistema jurídico a los enunciados contenidos en los textos-fuente, con sus significados posibles y sólo
sus significados posibles. Para este positivismo ya constituyen
un cierto problema, como se ha visto, las normas derivadas
mediante interpretación de esos enunciados, pero, ante todo,
tiene enormes dificultades para admitir el carácter jurídico de
las decisiones judiciales que acojan excepciones implícitas para
las normas derivadas de dichos enunciados. El contenido normativo de esas decisiones se derivaría en todo caso de normas
que en ningún modo son jurídicas. Por consiguiente, a tal positivismo no le queda más salida que o bien rechazar en todo
caso la consideración por el juez de tales excepciones implícitas, afirmando el carácter deductivo del razonamiento jurídico
decisorio, pero sólo sobre la base del conjunto de normas derivadas de tales enunciados contenidos en los textos-fuente, o
bien admitir la concurrencia de hecho de tales excepciones implícitas como determinantes de algunas decisiones judiciales
y, a partir de ahí, derivar hacia alguna forma de escepticismo o
realismo jurídico que subraye el carácter en el fondo puramen194
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
te político, aleatorio o arbitrario de las decisiones judiciales.
Mas con esto ese positivismo reduccionista estaría negando
su axioma de partida: que el Derecho está conformado por los
contenidos semánticamente posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente y que la decisión jurídica tiene carácter deductivo a partir de tales enunciados. La tensión entre
el Derecho que es, por obra de las decisiones judiciales, y el
derecho que, conforme a los parámetros positivistas, debería
ser, alcanza tal intensidad que acaba en paradojas y aporías.
El Derecho que debería ser sólo lo es efectivamente en la medida en que los jueces “acaten” la vis normativa de aquellos
enunciados. Y en lo que no lo acaten estarían aplicando como
Derecho algo que no sería Derecho.
(3) Es posible un positivismo que, sin renunciar ni al carácter convencional del Derecho y sin sentar una cesura insalvable entre el Derecho que es (en la práctica y por obra de
los jueces) y el Derecho que, conforme a esos planteamientos
convencionalistas, debe ser, resulte capaz de integrar las excepciones implícitas a las normas “positivas”, presentando tales casos de “derrota” de las normas “positivas” como casos de
aplicación de otras normas que también son Derecho y lo son
como resultado de convenciones sociales conformadoras de
Derecho, no ya como resultado de la presencia en el Derecho
de normas no convencionales, como, por ejemplo, normas de
la moral verdadera. Para ello bastará que entre las convenciones configuradoras del Derecho se incluyan las convenciones
interpretativas.
Es preciso delimitar a qué nos referimos aquí con la expresión “convenciones interpretativas”. Podemos tomar esa expresión en sentido estricto o en sentido lato. En sentido estricto,
convenciones interpretativa serían aquellas pautas que en una
sociedad dada y en un tiempo determinado están admitidas
como pautas para la elección justificada de los significados posibles de los enunciados contenidos en las fuentes-texto. Estaríamos aludiendo, básicamente, a los que tradicionalmente
se denominan métodos o cánones de la interpretación, como
195
Juan Antonio García Amado
el teleológico, el sistemático, etc. A las convenciones interpretativas en sentido estricto las denominaremos en lo que sigue
convenciones propiamente interpretativas.
En sentido lato podemos entender por convenciones interpretativas aquellas que se usan para delimitar el alcance
preciso que para los casos tienen las normas derivadas de
los enunciados contenido en los textos-fuente. Se incluirían
los cánones interpretativos admitidos en las respectivas coordenadas espacio-temporales, pero también otras que sirven
para extender o restringir el alcance de tales normas. Esto es,
para aplicar esas normas a casos que, semántica en mano, no
son subsumibles en su supuesto genérico o para no aplicarlas
a casos que, semántica en mano, sí son subsumibles en su
supuesto genérico. Aquí y ahora nos ocuparemos sólo de las
segundas, a las que denominaremos convenciones básicas.
Se trata de mostrar que la aplicación de excepciones implícitas a las normas “positivas” puede consistir (y para el positivismo debe consistir) en supuestos de aplicación al caso de
otras normas convencionales que pueden no estar explicitadas
en enunciados presentes en los textos-fuente, pero que no por
eso dejan de ser el contenido de convenciones sociales que
constituyen Derecho, en cuanto que contienen reglas reconocidas para la solución de casos jurídicos.
El sistema de las normas “positivas” no puede operar si
no es sobre el trasfondo de algunas convenciones sociales fundamentales. El caso más obvio sería el de las convenciones
lingüísticas que rigen entre los hablantes de un mismo idioma.
Lo mismo cabe afirmar, y con idéntica obviedad, para una serie de convenciones sobre la realidad empírica -convenciones
científicas- y sobre la manera de entender el mundo y de razonar sobre él -convenciones lógicas y matemáticas-. Tales
acuerdos o convenciones fundamentales no se refieren específicamente al Derecho, sino que, además del Derecho, hacen
posible la coordinación de nuestras conductas en todo tipo de
actividades.
196
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
En lo que a la operatividad del Derecho se refiere, existen
también una serie de convenciones específicas que, con uno
u otro contenido, dependiendo de la sociedad y el momento
y de toda una serie de factores culturales, acotan su práctica
posible. El Derecho no puede aplicarse si no es dando por sentados e indiscutidos ciertos datos, datos que, en caso de no
ser objeto de un acuerdo generalizado, no permitirían que las
normas jurídicas sirviesen como patrón común de conducta y
de decisión. Por ejemplo, cuando el brocardo jurídico afirma
que en Derecho no se puede pedir lo imposible está aludiendo
a uno de esos presupuestos de lo jurídico que poseen valor
normativo dentro del propio sistema y que deslindan el alcance posible de las normas “positivas”.
Dichas convenciones básicas del Derecho tienen su denominador común en dos ideas centrales. La primera, que el
Derecho y su práctica no pueden llevar a resultados que contradigan las evidencias socialmente compartidas. La segunda,
que el Derecho es, al menos en nuestras sociedades modernas, un instrumento de dirección y coordinación deliberada de
las conductas, por lo que a las normas “positivas” les subyace
siempre un propósito ordenador que resulta vulnerado cuando
su aplicación desmedida hace inviable aquel fin de orden12.
De esa fuente beben las excepciones implícitas admisibles para el positivismo jurídico. Las normas “positivas” pueden y deben ser “derrotadas” cuando conducen para un caso
a resultados que la generalidad de los ciudadanos puede tener por absurdos, en cuanto que opuestos a dichas evidencias generalmente admitidas. De ahí la enorme potencia del
argumento al absurdo como límite a las aplicaciones lógica o
semánticamente posibles de las normas “positivas”.
La gran cuestión está en determinar cuáles son esas evidencias apoyadas en convenciones sociales básicas, que son
aptas para excepcionar la aplicación de las normas “positivas”.
Y la respuesta -positivista y, por extensión, convencionalis12. Cabe argumentar que esta es la idea que subyace a doctrinas como las del “contenido mínimo del derecho
natural”, de Hart, o la de la “moral interna del Derecho”, de Fuller.
197
Juan Antonio García Amado
ta- sólo puede ser que ha de tratarse de todas y de sólo las
convenciones que sean auténticamente generales en una sociedad. Una moral determinada, en un contexto social de pluralismo moral, nunca podrá satisfacer ese requisito, por mucho que quienes la profesen la tengan por la moral verdadera.
En cambio, el conjunto de convicciones de raigambre moral
que son compartidas por prácticamente todos los miembros
de la sociedad sí satisface ese requisito, no tanto por su naturaleza moral cuanto por ser tenidas por incuestionables en
dicha sociedad. Aun cuando pueda resultar chocante, estamos
aludiendo a que hay una parte de la moral positiva que, bajo la
forma de evidencia compartida o convención básica, se integra
en el sistema jurídico. No ocurre lo mismo, por definición, con
la llamada moral crítica.
Bajo tal punto de vista, estarán justificadas aquellas excepciones implícitas a las normas “positivas” que se basen en
el rechazo de las soluciones derivadas de dichas normas que
cualquier miembro “normal” de esa sociedad (y los parámetros de normalidad también están socialmente establecidos)
pueda reputar como absurdas, absurdas por opuestas a las
evidencias compartidas, a lo socialmente tenido por evidente
en un determinado contexto espacio-temporal. En ese sentido,
todo positivismo jurídico viable y coherente, no alejado de la
práctica social real del Derecho, será un positivismo “inclusivo”. Pero sólo en ese sentido. Nunca una sociedad podrá “reconocer” como Derecho lo que se oponga a sus convicciones
básicas, que conforman sus convenciones básicas.
3. Normas, deducciones, entimemas.
Resulta curioso preguntarse por el “boom” de la idea de
derrotabilidad de las normas jurídicas. Conviene quizá reflexionar a ese propósito sobre varios matices:
(1) Que dentro del sistema jurídico unas normas vencen
o imperan sobre otras y que, por tanto, las derrotan, es idea
bien poco novedosa, si bien se mira. Los casos de antinomias,
sin ir más lejos, se resuelven haciendo que una norma se im198
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
ponga sobre otra. Se podrá decir que en algunos casos tal
sucede porque la norma “derrotada” carecía de validez dentro
del sistema, no era propiamente una norma del sistema. Tal
sucederá cuando se declare la nulidad de la norma inferior
que contradiga la norma superior13, o cuando se entienda que
la norma posterior ha derogado la norma anterior. Cuando se
aplica la regla de “lex specialis” para resolver la antinomia, lo
que se hace es delimitar el alcance respectivo de las normas
que en principio parecían competir, con lo que en realidad se
está mostrando que para el caso no hay tal competición. Pero
cuando un juez resuelve un caso para el que concurren dos
normas de idéntica jerarquía, simultáneas y con el mismo alcance, ese juez decide que una norma “derrota” a la otra para
ese caso.
(2) La idea de derrotabilidad, ya sea de conceptos o de
normas, tiene su ubicación más destacada en el campo de
la lógica deductiva, en relación con las dificultades para aplicar la regla de refuerzo del antecedente. Ahora bien, conviene
diferenciar dos dimensiones del problema. La primera es la
dimensión puramente lógica y se relaciona con la virtualidad
mayor o menor de los esquemas deductivos de la lógica monotónica para representar el razonamiento jurídico. La segunda
es la dimensión que podemos llamar material, que alude a
cuáles son las circunstancias o razones que pueden justificar
la inaplicación de la norma a un caso cuyas circunstancias encajan bajo el supuesto genérico descrito por dicha norma. El
esquema más elemental bajo el que se presenta el problema
lógico es así, como bien sabemos:
A → OB
A^C
-----¬OB
13. En este aspecto insiste especialmente Ulises Schmill quien explica que en toda norma inferior se contiene
una cláusula implícita que condiciona su validez a haber sido realizada con arreglo a los procedimientos prescritos en la norma superior y a que respete los límites materiales o de contenido fijados en la norma superior. Refiriéndose al primero de esos dos aspectos, dice este autor que “toda norma condicionada inferior es expandible
especificando la realización regular de los actos que la crean, esto es, toda norma condicionada o subsecuente
contiene condiciones implícitas consistentes en la realización regular de los actos integrantes de su preceso de
creación” (SCHMILL, U., “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”. En: Analisi e diritto, 2000, p. 241.
199
Juan Antonio García Amado
La conclusión lógicamente correcta, en virtud del refuerzo del antecedente, debería ser OB. Pero la concurrencia de la
circunstancia C es, en el razonamiento judicial que lleva a la
derrota de la norma A → OB, ha contado como razón para que
se imponga la decisión -OB.
El carácter deductivo de dicho razonamiento se salva fácilmente al entender que ha operado una segunda premisa
normativa, según el siguiente esquema:
(A → OB) ↔ (¬A ^ C)
A^C
-----¬OB
Pero no perdamos de vista que la cuestión no estriba
meramente en reconstruir la decisión como inferencia deductiva válida, sino en ver si todas las premisas normativas están
constituidas por normas del sistema jurídico o si es una premisa normativa extrasistemática la que “derrota” a la norma
del sistema.
Esto conduce a dos cuestiones interrelacionadas. La primera tiene que ver con cuáles sean las normas del sistema
jurídico. Si la norma que dice (A ^ C) → ¬OB es una norma del
sistema jurídico, estaríamos ante el caso normal de que una
norma de dicho sistema impera sobre otra norma del sistema.
Si dicha norma no forma parte del sistema jurídico, nos hallaríamos ante el problema de que las normas jurídicas pueden
ser derrotadas por normas ajenas al sistema jurídico.
Las doctrinas iusmoralistas, que sostienen que las normas
morales (o algunas normas morales) forman parte del sistema
jurídico, no podrán decir en estos casos que una norma del
sistema jurídico ha sido derrotada por una norma no jurídica,
sino solamente que una norma positiva, legislada, del sistema
jurídico, ha sido derrotada por otra norma de dicho sistema
que no es positiva, legislada. Y eso es lo que les interesa des200
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
tacar, como parte de su defensa de las tesis iusmoralistas.
En cambio, el positivismo que quiera mantener la tesis
de la separación entre derecho y moral y la tesis del carácter
convencional del Derecho sólo puede responder a la derrotabilidad de las normas jurídicas negando el problema a base de
mantener que esa decisión en que la norma jurídica ha sido
derrotada es una decisión ilegítima en Derecho, pues carece
de apoyo normativo en el sistema jurídico, o ampliando los
componentes del sistema jurídico de tal manera que la derrotabilidad se reconduzca a una relación entre elementos normativos igualmente convencionales de dicho sistema.
(3) Se suelen presentar los casos de derrota de una norma jurídica diciendo que la concurrencia en el caso de cierta
circunstancia C especial hace que no se aplique la consecuencia de la norma que venía al caso. Con esto pareciera que se
da a entender que tal circunstancia C tiene por sí un valor
normativo y que dicho valor o fuerza normativa de la circunstancia es bastante para derrotar la norma que para el caso
concurría. Pero si con circunstancia se alude a algún tipo de
hecho, ese modo de razonar resulta lógicamente insostenible.
La circunstancia fáctica C tiene que estar asociada a alguna
otra norma para que sea apta para justificar una conclusión
normativa a partir de C.
Lo que sucede es que el razonamiento de los iusmoralistas que gustan de presentar así las cosas suele ser entimemático y muchas veces no explicitan la norma que presuponen como base de la derrota de la norma “positiva”. De
ahí que haya que dar la razón a Ulises Schmill cuando afirma
que “aunque a veces se puede aplicar el concepto [de derrotabilidad] a auténticos problemas que surgen del análisis del
derecho positivo, se han realizado, por lo general, incursiones
iusnaturalistas dentro de la jurisprudencia positiva; se trata de
temas valorativos o de lege ferenda o de lo que algunos han
llamado <<lagunas valorativas>>, es decir, contenidos que se
desea tengan las normas jurídicas”14.
14. U. Schmill, “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, cit., p. 236.
201
Juan Antonio García Amado
En términos lógicos, la aptitud de C para justificar que no
se imponga en la decisión judicial correspondiente la consecuencia OB no puede derivar de la mera concurrencia, fáctica,
de la circunstancia C. En el esquema inmediatamente anterior
la fórmula
(A → OB) ↔ ¬ (A ^ C)
representa en realidad el enunciado de la norma en cuyo
antecedente o supuesto de hecho se señala la concurrencia de
dos circunstancias para la obligatoriedad de B: una positiva,
que se de A; y otra negativa, que no se dé simultáneamente C.
En realidad, esa norma significaría lo mismo bajo el siguiente
esquema:
(A ^ ¬C) → OB
Ahora bien, sabemos que aquí no estaríamos ante un
caso de derrotabilidad, sino simplemente de aplicación de una
norma con un antecedente o supuesto complejo. La norma N,
que establece que si de la concurrencia de A se sigue la obligatoriedad de B (A → OB) es derrotada cuando, siendo el caso
que A, es también el caso que C y en la concurrencia de C se
encuentra una razón justificatoria para evitar la imposición de
OB. Pues bien, en términos lógicos, un hecho o circunstancia
fáctica C no puede en ningún caso ser razón justificatoria para
una conclusión normativa (como, en este caso, ¬OB) si dicho
hecho o circunstancia fáctica C no forma parte, a su vez del
antecedente o supuesto de una norma. Es decir, en nuestro
ejemplo estamos necesariamente presuponiendo la operatividad de la norma
C → ¬OB
Así pues, al esquema
A → OB
A^C
-----¬OB
202
Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
hemos de comenzar por añadirle una premisa más, si
queremos que reconducir el razonamiento a un esquema lógico racional y no ver en la decisión -OB un puro acto irracional
del decididor:
(N1)
A → OB
(N2)
C → ¬OB
A^C
-----¬OB
Lo que tenemos ahí es una situación inicial de antinomia.
Para resolverla ha de establecerse alguna relación de prioridad
entre las normas concurrentes. La conclusión ¬OB implica que
esa prioridad se ha establecido en favor de C → ¬OB, de modo
que se añade una premisa adicional según la cual si es el caso
(si se da el supuesto) de N1 y si es el caso de N2 (si se da el
supuesto de N2), entonces tiene preferencia la aplicación de
N2. Dicho de otra forma, si se da A y se da C, debe aplicarse
¬OB, pero no porque C sea una excepción explícita a A en N1,
sino porque N2 es una norma superior a N1, en el sentido de
que tiene prioridad sobre N1.
Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del Derecho. Si en lo inmediatamente
anterior estamos en lo cierto, una norma sólo puede ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su supuesto o
antecedente en una circunstancia que la hace aplicable y, por
otro lado, la antinomia se solventa por una especie de juego
de la “lex superior”, por la superior jerarquía de la norma derrotante. Y el gran interrogante es el siguiente: ¿cuáles pueden ser en un sistema jurídico esas normas derrotantes?
Dos teorías posibles: la iuspositivista y la iusmoralista,
aunque con las variantes que sean del caso en cada una y que
aquí no podemos especificar. Las doctrinas iusmoralistas situarán normas de la moral verdadera como normas superiores
203
Juan Antonio García Amado
del ordenamiento y con capacidad para justificar excepciones
y, con ello, la derrota de las normas positivas. Las doctrinas
iuspositivistas, como ya se ha señalado, sólo admitirán normas que tengan un doble carácter interrelacionado: carácter
convencional y contenido compartido por todos o la inmensa
mayoría los ciudadanos de la cultura respectiva en un momento histórico dado, normas que, por consiguiente, formen
el basamento de la racionalidad práctica del Derecho en tal
contexto socio-histórico. Otra manera de expresar la misma
idea puede consistir en que para el iuspositivismo la norma no
positivada que puede justificar la excepción tendrá el carácter
de indiscutible por indiscutida, en sí y en su aplicación al caso,
mientras que para el iusmoralismo la pretensión será que la
norma excepcionante es indiscutible por verdadera, aunque
pueda haber quien la discuta por hallarse en el error moral. El
iuspositivista admitirá la excepción cuando la aplicación de la
norma excepcionada resulte absurda por contraria al sentido
común, en el doble sentido de sentido compartido y sentido práctico evidente, mientras que el iusmoralista admitirá la
prioridad de la norma excepcionante cuando la aplicación de la
norma excepcionada resulte contraria a la razón práctica, en
el sentido más fuerte de la expresión, entendiendo por razón
práctica aquella razón cognoscente que es capaz de trazar una
prioridad objetiva entre bienes morales.
204
Principios, reglas y derrotabilidad
El problema de las decisiones contra legem1
Thomas Bustamante
Universidad de Aberdeen, Reino Unido
Para efectos del presente ensayo, la derrotabilidad debe
entenderse como una propiedad de las reglas jurídicas, pero
no de los principios jurídicos. Toda decisión que derrota una
regla, si esa regla está fundada en un enunciado legislativo, es
una decisión contra legem. Dicha decisión puede ser justificada de manera adecuada si se aceptan las siguientes premisas,
que serán objeto de estudio a lo largo del presente trabajo:
(1) el sistema jurídico es un sistema normativo dinámico que
está siempre abierto a la incorporación de nuevas normas en
el curso de las actividades de interpretación y aplicación del
derecho; (2) En cuanto a su naturaleza, las normas jurídicas pueden ser Normas-principio (cuya estructura encierra un
1. El presente trabajo fue escrito durante una estancia investigadora de dos meses en el Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de León, España, financiado por el Carnegie Trust for the Universities of
Scotland. Debo agradecer al profesor Juan Antonio García Amado por la invitación para realizar dicha estancia
investigadora en León y por su hospitalidad en ese período. Agradezco igualmente a David Ribeiro Dantas y
Virgínia de Carvalho Leal, responsables de la traducción del trabajo al castellano, y a Carlos Bernal Pulido, por
las críticas constructivas y las detalladas sugerencias.
205
Thomas Bustamante
mandato de optimización) o Normas-regla (que permiten la
subsunción de comportamientos en un enunciado condicional); (2.1) Las reglas presentan una cláusula alternativa tácita
(en el sentido de la Teoría de Kelsen) que permite que se les
introduzcan excepciones. (2.2) Dichas excepciones resultan
de la(s) interacción(es) entre reglas y principios. (3) Describir
(explicar) el sistema jurídico de esa manera es más racional,
y recomendable, que imaginar que él está formado sólo por
principios (3.1) o sólo por reglas (3.2). (4) Los principios proveen el fundamento para la derrotabilidad de las reglas. (4.1)
Los principios pueden ser descritos como preceptos morales
que pasaron por un proceso de incorporación por el derecho.
Son, en ese sentido, una institucionalización de la moral. (4.2)
Además, proveen también los fundamentos axiológicos para
las reglas jurídicas. (4.3) Toda regla establece la prioridad de
un principio ante un conjunto determinado de hechos. La actividad de creación de normas (incluso la legislación), en gran
medida, es una actividad de concreción de principios. (4.4)
Existe la posibilidad, entre varios tipos de conflictos normativos, de colisión entre un principio constitucional y una norma
infraconstitucional. En esos casos, aunque exista la presunción
de legitimidad de la regla jurídica en cuestión (R1), el principio
puede generar razones para la creación de una nueva regla
jurídica (R2) que exceptúa la regla anterior. La derrotabilidad,
por lo tanto, presupone la existencia de decisiones contra legem que se fundamenten en principios constitucionales.
1. La derrotabilidad y la dinamicidad del Sistema Jurídico
La existencia de normas derrotables solo podría ser negada en caso de que se admitiese un sistema jurídico cuyas
normas fueran, sin excepciones, capaces de regular todas
las situaciones de su aplicación. Todas las excepciones a las
normas jurídicas estarían contenidas en las propias normas.
El sistema jurídico sería así un sistema axiomático completo
y cerrado, en el que “hay normas que proveen fundamentos
para resolver todo caso posible” (Alchourrón 2000: 14). Los
206
Principios, reglas y derrotabilidad
juristas que comparten esa idea, aun cuando la adoptan como
un ideal regulativo para la ciencia del derecho, rechazan la
derrotabilidad de las normas jurídicas porque, en su concepto, si dicha propiedad fuera admitida, “no podría derivarse a
partir de ellas ninguna solución concreta respecto de un caso
particular, dado que no podría descartarse que en tal caso
se verifique justamente alguna de esas excepciones implícitas
que frustran el surgimiento de la solución consagrada” (Rodríguez y Sucar 1998: 278). Parece no haber, para esos juristas,
un término medio entre la regulación completa y su ausencia
absoluta.
Aunque sean dignos de especial atención, los argumentos
que defienden ese modelo de sistema jurídico no serán objeto
de estudio en el presente trabajo. Lo que aquí se presupone es que el hecho de que una norma establezca condiciones
“ordinariamente necesarias” y “presuntamente idóneas” para
las consecuencias por ella previstas (MacCormick 1995: 99)
no impide que esa norma sirva de guía para la conducta de
sus destinatarios. Por lo tanto, se acepta que Viehweg (1979)
tiene razón al rechazar un sistema axiomático basado en el
argumento de que dicho sistema sólo ofrece soluciones para
un conjunto de problemas previstos de antemano, y por ello,
no resulta apropiado para la argumentación jurídica2 .
Lo que aquí se admite es precisamente la premisa contraria a la que aceptan los defensores de un sistema estático
y axiomático. La derrotabilidad no se justifica por la existencia
de excepciones implícitas contenidas en una norma jurídica
porque, si así fuera, la norma ya contendría también una delimitación completa de todos los casos en que debería ser aplicada. De esta manera, la derrotabilidad se explica por medio
de un enfoque dinámico en que las excepciones al supuesto de
hecho de las reglas jurídicas se establecen en el curso de la argumentación jurídica y encuentran justificación en otras nor2. En ese sentido, debe resaltarse que el modelo de sistema axiomático, como el propuesto por Alchourrón y
Bulygin, es uno de los pocos afectados por la crítica presentada por Viehweg al denominado “pensamiento
sistemático” en el sentido de Nicolai Hartmann. Para un análisis completo de cómo el pensamiento tópicoproblemático debe interactuar con la noción de sistema y de los distintos sentidos admitidos en la doctrina para
la noción de “sistema jurídico”, consultar, por todos: García Amado (1988: 139-172).
207
Thomas Bustamante
mas individuales que el interprete construye paulatinamente
(ya sea ese interprete el legislador al concretar normas constitucionales abstractas o el juez al aplicar normas generales
con distintos grados de abstracción). Si utilizamos la distinción
kelseniana entre sistema “estático” y sistema “dinámico” de
normas jurídicas, podremos decir que la noción de derrotabilidad con la que aquí se trabaja presupone un sistema jurídico
dinámico (Kelsen 1981: 203-205). En un sistema dinámico,
una norma no puede ser deducida de otra norma jurídica mediante una operación lógica. La relación entre una norma general (superior) y otra norma individual (inferior) se establece
en el sentido de que esta última se produce de conformidad
con aquella. El acto de aplicación de la norma general es un
acto de creación de la norma individual, por cuanto esta tiene
un contenido normativo adicional con relación a la norma que
la fundamenta. Y dicho acto de creación normativa es necesario porque toda norma posee cierto grado de indeterminación.
Sin embargo, la norma general (superior) dirige el proceso de
creación de la norma individual (inferior) y anticipa sus sentidos posibles. La relación entre la norma general (establecida
por el legislador) y la norma individual (establecida en una
sentencia judicial) es una relación de fundamentación (ya que
la sentencia se fundamenta en la ley), pero ello no elimina la
caracterización de la interpretación como un proceso creativo
o constructivo: el juez crea una norma individual al aplicar la
norma legal que le sirve de fundamento. De este modo, si la
ley prevé para el homicidio una pena minima de seis años
de prisión, la decisión judicial que establece la pena de seis,
siete u ocho años de prisión para Pedro por el hecho de haber
matado a Juan contiene una norma individual que todavía no
estaba contenida en la norma que le sirvió de fundamento.
En ocasiones, la norma general no especifica, por ejemplo, el
régimen inicial del cumplimiento de la pena (si es cerrado o
abierto), el tiempo y el lugar en los cuales la pena deberá ser
cumplida, las circunstancias que se aplican al caso, etc.
La idea kelseniana de un sistema dinámico, aquí adoptada, presupone un constructivismo social según el cual to208
Principios, reglas y derrotabilidad
dos los hechos sociales y todas las normas jurídicas son construcciones humanas, y no algo reductible a hechos naturales
ni a otras normas jurídicas promulgadas anteriormente3. Ese
constructivismo social, sin embargo, puede ser asociado a un
constructivismo epistemológico4 . Sin la pretensión de profundizar en intrincadas cuestiones metateóricas, es posible mencionar aquí la propuesta jurídico-epistemológica de un constructivista como Vittorio Villa, que critica la idea, dominante
en el pensamiento jurídico contemporáneo, de una “oposición
3. Sobre el constructivismo social en Kelsen, consultar García Amado (1996), Villa (1999) y Comanducci
(1999).
4. En principio la teoría de la interpretación de Kelsen puede ser caracterizada como una teoría constructivista
en ese sentido epistemológico, cuando sostiene que la interpretación “acompaña el proceso de aplicación del
derecho en el progresivo paso de un plan superior a un plan inferior” (Kelsen 1981; Villa 1999: 142). Sin embargo, el encuadramiento de la teoría jurídica de Kelsen como una teoría constructivista desde el punto de vista
epistemológico no es pacífico. Por una parte, hay quien sostiene que Kelsen se aleja del constructivismo en su
teoría de la interpretación del Derecho. Así, recuerda Villa que cuando Kelsen discurre sobre la interpretación
jurídica, este autor tiene en mente la interpretación realizada por los jueces y las demás autoridades dotadas de
competencia institucional para aplicar el derecho, y no la interpretación llevada a cabo por la ciencia del derecho.
En esta interpretación, la decisión acerca del significado de la norma individual es un acto de voluntad, y no
un acto de conocimiento. La interpretación científica, por su parte, posee para Kelsen una relevancia limitada
para la práctica jurídica, por cuanto a la ciencia del derecho solo le compete conocer el derecho por medio de
“proposiciones jurídicas”, que son enunciados puramente descriptivos. En ese particular, Kelsen parece distanciarse de cualquier tipo de constructivismo (Villa 1999: 142). Por otra parte, Juan Antonio García Amado, por
ejemplo, sostiene que Kelsen es un constructivista también en sentido epistemológico, pues su anti-absolutismo
filosófico lo obliga a serlo. Kelsen define el absolutismo filosófico como “la concepción metafísica de la existencia de una realidad absoluta, es decir, una realidad que existe independientemente del conocimiento humano”
(Kelsen 1993: 164). Como Kelsen no se conforma con el ideal platónico de que exista una realidad natural cuya
existencia independe de los sujetos que la conocen y que es meramente reflejada en las teorías elaboradas con el
fin de conocerla, él propone en sustitución al absolutismo filosófico un relativismo epistemológico. Al describir
el Derecho como un sistema dinámico en que la aplicación de una norma general es al mismo tiempo creación
de normas individuales, Kelsen argumenta que es necesaria una mediación subjetiva del intérprete para pasar de
un nivel normativo a otro, es decir, para llegar a una norma individual desde una norma general. Por esa razón,
García Amado sostiene que “Kelsen es relativista también en su teoría del conocimiento” (García Amado 1996:
133), y eso incluye el conocimiento sobre normas. El sentido objetivo de una norma (es decir, el sentido que ella
tiene para el ordenamiento jurídico) es determinado por las leyes que rigen el pensamiento y el conocimiento
(García Amado 1996: 133-134). Las leyes lógicas y las exigencias pragmáticas presupuestas para un conocimiento intersubjetivamente compartido garantizan la objetividad del conocimiento y rechazan el solipsismo y el
pluralismo, pese al hecho de que el conocimiento sea necesariamente creativo. El marco definido por las expresiones normativas empleadas por el legislador puede ser conocido por medio de estas leyes del pensamiento.
El debate sobre el constructivismo en Kelsen va allá de los límites del tema de este ensayo, de modo que no es
necesario aquí establecer cuál de esas dos interpretaciones de la teoría del conocimiento de Kelsen es más acertada. No obstante, aunque la interpretación de la teoría jurídica de Kelsen que nos ofrece García Amado fuera la
más correcta, aún así la teoría de la interpretación de Kelsen merecería ser revista en su aspecto epistemológico,
ya que su constructivismo tiene alcance limitado. La idea de que todo lo que no puede ser conocido de manera
objetiva es necesariamente arbitrario, es decir, que las valoraciones jurídicas son únicamente actos de voluntad,
puede en buena hora ser sustituida por un constructivismo ético que intente ofrecer al menos algunos parámetros
para justificar las tomas de posición y las valoraciones que los juristas suelen hacer en el proceso de aplicación
del Derecho. El constructivismo de Kelsen no va más allá de la definición del marco de posibilidades semánticas
de un texto normativo, y por eso desemboca en un no cognoscitivismo ético y en una teoría de la interpretación
del Derecho que se acerca del realismo jurídico (ver, por ejemplo, Ruiz Manero 1990).
209
Thomas Bustamante
mutuamente excluyente” entre la ciencia del derecho, definida como una “actividad descriptiva objetivamente connotada”,
y las valoraciones jurídicas o actos de creación del derecho,
entendidas como “tomas de posición de carácter meramente
subjetivo”. En efecto, ese autor relata que gran parte de la
doctrina jurídica contemporánea, especialmente en el paradigma positivista, permanece vinculada a una visión dicotómica
entre los discursos jurídicos descriptivos y los discursos jurídicos evaluativos o prescriptivos. Esa postura teórica merecería
ser sustituida, por razones epistemológicas, por una imagen
constructivista del conocimiento (Villa, 1999). Con la adopción
de esa postura epistemológica, el derecho pasa a ser encarado
como una práctica social y se torna necesariamente reflexivo;
su contenido no es completamente independiente del proceso
intelectual que utilizamos para conocerlo.
La aserción de que la actividad de interpretación del derecho es también un acto de su aplicación puede ser admitida
desde que se reconozca que el acto de interpretación no sólo
es un acto de voluntad, como quería Kelsen, sino también un
acto de conocimiento del derecho. Dicho acto de interpretación se parece a un proceso hermenéutico en que podemos
revisar nuestras precomprensiones iniciales y, de esa manera,
reconfigurar el objeto de la interpretación5 . El resultado de
la interpretación puede llevar así a normas individuales que
creen excepciones a alguna de las normas generales inicialmente admitidas.
Las excepciones a una norma están contenidas en nuevas normas que se insertan gradualmente en el sistema dinámico. Un sistema dinámico está constantemente abierto a la
modificación.
Admitir la derrotabilidad de las normas jurídicas significa, por lo tanto, reconocer dos circunstancias importantes: (i)
inicialmente, es inviable suponer la existencia de una “norma
perfecta”, capaz de proporcionar una descripción completa de
5. He tenido oportunidad de escribir algunas líneas sobre la hermenéutica en el pensamiento jurídico en Bustamante (2009-a, sección 3.3.2.1), dónde se encuentran ciertas referencias bibliográficas. Véase, también, el
trabajo de Nelson Saldanha (2003).
210
Principios, reglas y derrotabilidad
todas las circunstancias en las que debería ser aplicada. Tal
hipótesis es francamente poco realista, de modo que, al lado
de un discurso de justificación en que se elevan pretensiones
de validez para las normas generales, es conveniente tener un
discurso de aplicación del derecho al caso concreto que justifique la revisión y reinterpretación de dichas normas (Günther
1995: 274)6 ; (ii) en segundo lugar, ninguna norma jurídica
regula por si misma su aplicación. De acuerdo con Alexy, el
sistema jurídico tiene tres niveles, divididos en un costado
pasivo y otro activo. El costado pasivo está formado por los
niveles de los principios (1) y de las reglas (2), que son las dos
clases de normas utilizadas en el discurso jurídico. El costado
activo, a su turno, está formado por el nivel de la teoría de la
argumentación jurídica (3), que “dice cómo, sobre las bases
de ambos niveles (1 y 2), es posible una decisión racionalmente fundamentada” (Alexy 1988:148-149). Una teoría de
la argumentación jurídica debe contener “normas para la fundamentación de normas” (Alexy 2007-a: 178).
6. En un discurso de aplicación no se discute la validez de una norma sino su adecuada aplicación a un caso
concreto: “discursos de aplicación combinan la pretensión de validez de una norma con el contexto determinado, dentro del cual, en cada situación, una norma es aplicada” (Günther 2004: 79). La alusión a un discurso de
aplicación hace necesario aclarar algo más. Cuando Klaus Günther distingue entre esos dos tipos de discurso,
sostiene también que en el discurso jurídico cabrían sólo los discursos de aplicación, pues las decisiones sobre
la validez de las normas jurídicas anteceden al proceso de argumentación judicial. Puede decirse que Günther
está en lo correcto cuando diferencia los problemas de justificación y los problemas de aplicación de las normas
morales (o, asimismo, de normas jurídicas). No obstante, es inexacto imaginar los discursos de aplicación y los
discursos de justificación como disociados e independientes, como aparecen en la teoría de Günther. Un ejemplo
extraído del debate entre Günther e Alexy sobre la tesis del caso especial puede ser especialmente útil para ilustrar ese argumento. Puede imaginarse un conflicto entre las normas N1, según la cual “debe cumplirse con las
promesas que hechas a un amigo”, y N2, que establece el “deber de ayudar a personas enfermas que necesiten de
asistencia”. En un supuesto concreto, el conflicto puede manifestarse de la siguiente forma: A promete a B que
irá a su fiesta, pero C, gravemente enfermo, le pide asistencia. En esa situación, son necesarias “nuevas interpretaciones” de las situaciones fácticas, que llevan a la “mudanza, modificación o revisión” del contenido semántico
de las normas en cuestión (Alexy 1993: 163; Günther 2004: 79). Para que se pueda hacer una aplicación adecuada del sistema normativo, es necesario, como resalta Alexy, modificar una de las normas que, en teoría, podría
ser utilizada para la solución del caso. Una posible solución sería establecer la norma N1k, cuyo contenido sería:
“alguien que haya prometido hacer algo tiene la obligación de hacerlo, excepto si, posteriormente, descubre que
un amigo en dificultades necesita de ayuda al mismo tiempo” (Alexy 1993: 164). Sin embargo, al se examinar el
ejemplo más detenidamente, se observa que N1k revela un contenido normativo adicional en relación con N1 e
N2 (Alexy 1993: 165). La situación de aplicación que lleva a la derrota de N1 sólo se soluciona con la creación
de una nueva nova norma concreta (N1k), que también necesita ser justificada. Esa conclusión llevó Alexy a
rechazar, a mi juicio correctamente (consultar: Bustamante 2006), la tesis de Günther de que el discurso jurídico
no sería un caso especial de discurso práctico, sino un caso especial de discurso de aplicación, por cuanto no
habría lugar para discursos de justificación de normas en la argumentación jurídica. El contra-argumento de
Alexy es que los discursos de justificación necesariamente tienen lugar en todos los discursos de aplicación, lo
que desmonta el argumento de Günther.
211
Thomas Bustamante
Esta concepción de la derrotabilidad trae como consecuencia la inseparabilidad entre la teoría del derecho y la teoría de la argumentación jurídica. Las reglas y procedimientos
establecidos por la teoría de la argumentación jurídica – principalmente cuando se halla institucionalizadas (al menos de
forma implícita) en las constituciones de los Estados democráticos de derecho, como cree Alexy – ingresan en el sistema
jurídico y pretenden buscar, aunque sin la pretensión de alcanzar una certeza concluyente acerca de cuestiones prácticas,
parámetros para determinar una decisión racional y (jurídicamente) correcta.
Al analizar la derrotabilidad de las normas jurídicas, deben tenerse en cuenta dos cuestiones que se refieren respectivamente a la teoría del derecho y a la teoría de la argumentación. La primera consiste en explicar su surgimiento o
demostrar su funcionamiento. Esa cuestión es fundamental
para cualquier avance en la comprensión del funcionamiento
del sistema jurídico y pertenece a la dimensión analítica de la
filosofía del derecho. La segunda cuestión consiste en establecer cómo es posible justificar las decisiones que “derrotan”
una determinada norma jurídica. Este problema se sitúa en la
dimensión normativa de la filosofía del derecho, la cual busca
ir más allá de las dimensiones empírica y analítica para “llegar
a la orientación y crítica de la praxis jurídica, sobre todo de la
praxis de la actividad judicial” (Alexy 2007-b: 15).
El segundo grupo de cuestiones no puede ser enfrentado
sin que se tenga claridad analítica acerca del funcionamiento
de las normas. Cuando se indaga qué tipo de razonamiento
puede ser invocado para rechazar la aplicabilidad de una norma jurídica de tal forma que se mantenga intacta su validez,
es necesario comprender el funcionamiento y la estructura de
los sistemas jurídicos para contestar a esta pregunta.
En la siguiente sección, serán tratadas inicialmente las
cuestiones analíticas vinculadas a la derrotabilidad, lo que presupone tanto un esclarecimiento acerca del carácter dinámico
del sistema jurídico y de la estructura de las normas suscep212
Principios, reglas y derrotabilidad
tibles de ser “derrotadas” como un análisis de las normas que
pueden ayudar a fundamentar la derrotabilidad.
2. Principios, reglas y derrotabilidad
En la sección anterior se abordó la derrotabilidad como
una característica de las “normas jurídicas” en general. La
base de la derrotabilidad estriba en el carácter dinámico del
sistema jurídico. Si al aplicar una norma general siempre se
crea una norma individual y si, además de ello, también la
autoridad que establece la norma individual (sobre la base de
una norma superior) excepcionalmente puede apartarse de la
norma superior, entonces tenemos que el sistema jurídico es
abierto, provisional y nunca puede ser completo.
Sin embargo, describir el sistema jurídico como un sistema dinámico puede ser insuficiente para un análisis adecuado de la derrotabilidad. Es necesario hacer todavía una breve
especificación para dilucidar cómo la diferencia entre reglas y
principios, que se refiere a la estructura de las normas jurídicas, incide en la justificación teórica de la derrotabilidad.
2.1. La derrotabilidad como una característica de las reglas jurídicas
La referencia a un sistema dinámico remite inicialmente
a la teoría pura del Derecho de Hans Kelsen. En su teoría jurídica, además de la idea de que el sistema jurídico tiene un
aspecto dinámico, hay dos hipótesis que nos interesan para
los fines de este trabajo. La primera es que todas las normas jurídicas tienen una estructura condicional-hipotética y,
por tanto, todas especifican ciertas condiciones en las cuales
deben aplicarse. La segunda es que todas las reglas pueden
ser exceptuadas.
En el primer argumento, que puede ser designado como
“tesis de las reglas”, Kelsen (1981: 115 y ss) considera que
sólo hay dos tipos de normas en cuanto al aspecto estructural:
normas categóricas y normas condicionales. Las primeras categóricas – serían normas que “prescriben un determinado
213
Thomas Bustamante
comportamiento humano sin imponer condiciones previas”, o,
en otras palabras, que prescriben la conducta “en todas las circunstancias”. Las omisiones parecen ser previstas en ese tipo
de normas (categóricas) por cuanto, al parecer, prescriben el
comportamiento humano de manera incondicional, “o lo que
es el mismo, en todas las circunstancias” (Kelsen, 1982: 253).
Sin embargo, para Kelsen, incluso estas normas son normas
hipotéticas, y no categóricas, pues no pueden ser prescritas
de manera incondicional, dado que de lo contrario ellas podrían ser cumplidas o violadas de manera incondicional, lo que
en realidad no ocurre (Kelsen, 1982: 253). En consecuencia,
las normas que establecen una omisión sólo son posibles en
determinados supuestos. De esta manera, no se podría matar
o hurtar en todas las circunstancias, sino sólo en circunstancias bien determinadas (Kelsen 1981: 115).
Una vez excluida la existencia de normas categóricas,
Kelsen afirma la tesis de que en el sistema jurídico sólo existen normas hipotéticas:
“La condición bajo la cual se norma la omisión de una
determinada acción, es la suma de las circunstancias bajo las
cuales la acción es posible. A ello se agrega que en una sociedad empírica no puede darse ninguna prescripción de omisión
que no admita alguna excepción. Aun los mandamientos más
fundamentales, como el de no matar; el de no sustraer a nadie
un bien de su propiedad sin su consentimiento o su conocimiento; el de no mentir, sólo valen con ciertas limitaciones.
Los sistemas sociales positivos deben siempre establecer las
condiciones bajo las cuales no está prohibido matar, privar
de la propiedad o mentir. Esto también muestra que todas
las normas generales de un sistema social empírico, inclusive
las normas generales que prescriben omisiones, sólo pueden
prescribir determinada conducta bajo muy específicas condiciones, y que, por lo tanto, toda norma general establece una
relación entre dos hechos que puede ser descrita en un enunciado según el cual, bajo determinada condición, debe producirse determinada consecuencia” (Kelsen, 1981: 116).
214
Principios, reglas y derrotabilidad
Cuando Kelsen sostiene que sólo existirían normas hipotéticas, o sea, que contienen determinaciones acerca de una
determinada acción que se exige, prohíbe o permite, deja claro que el sistema normativo sólo podría incluir normas que
caen bajo la definición contemporánea de “reglas”.
La segunda tesis – la tesis de la derrotabilidad – puede
ser claramente vislumbrada cuando Kelsen explica la posibilidad de “conflicto de normas de diferentes escalones”. Sabemos
que para Kelsen el orden jurídico presenta una estructura escalonada de normas supra e ínfra ordenadas unas a las otras.
La autoridad judicial, cuando “aplica” una norma general establecida por el legislador, está creando una norma individual
cuyo contenido es determinado por las normas generales. La
decisión judicial no es meramente declaratoria de las normas
jurídicas generales concretadas por el juez sino que posee un
carácter constitutivo: “la norma individual que estatuye que
debe dirigirse una sanción bien específica contra determinado
individuo, es recién creada por la sentencia judicial, no habiendo tenido validez anteriormente” (Kelsen 1981: 248). El
problema surge cuando se verifica un conflicto entre una norma de un escalón inferior y otra de un escalón superior. Para
Kelsen, la hipótesis de una “norma contraria a las normas” es
una contradictio in terminis: “una norma en cuyo respecto pudiera afirmarse que no corresponde a la norma que determina
su producción, no podría ser vista como norma jurídica válida,
por ser nula, lo que significa que, en general, no constituye
norma jurídica alguna. Lo que es nulo no puede ser anulado
por vía del derecho” (Kelsen 1981, p. 274). Así,
“Afirmar que una sentencia judicial, o una resolución administrativa son contrarias a derecho, sólo puede querer significar que el procedimiento en que la norma individual fue
producida no corresponde a la norma que determina ese procedimiento, o que su contenido no corresponde al contenido
de la norma general determinante, producida por vía legislativa o costumbre. (…) La sentencia del tribunal de primera instancia – y ello quiere decir, la norma individual producida con
215
Thomas Bustamante
esa sentencia – no es nula, según el derecho tenido por válido,
aun cuando el tribunal competente para resolver la cuestión la
considere ‘contraria a derecho’. Sólo es anulable, es decir, puede solamente ser anulada mediante uno de los procedimientos
determinados por el orden jurídico” (Kelsen 1981: 274-275).
Las normas en conflicto con normas superiores que forman su base de validez solo son susceptibles de anulación
mediante un proceso determinado (en el caso de una decisión
judicial, un recurso de casación; en el caso de una Ley infraconstitucional, una acción de inconstitucionalidad). Lo más importante para el presente trabajo es la solución planteada por
Kelsen para el problema de una decisión judicial proferida por
un tribunal de última instancia, o sea, una decisión que no se
puede recurrir. Kelsen tiene que admitir la posibilidad de que
ese tribunal decida en sentido contrario a lo que establece la
norma general, sin que ello implique necesariamente la pérdida de la validez de su decisión: “el tribunal de última instancia
está facultado para producir o bien una norma jurídica individual, cuyo contenido se encuentra predeterminado por una
norma general producida por vía legislativa o consuetudinaria,
o bien, una norma jurídica individual cuyo contenido no está
así predeterminado, sino que tiene que ser determinado por el
tribunal mismo de última instancia”. En síntesis: “una sentencia judicial, mientras mantenga validez, no puede ser contraria
a derecho” (Kelsen 1981: 275-276).
Cabe señalar que Kelsen admite la tesis de la derrotabilidad de todas las normas jurídicas, incluso de las normas de
más alto rango jerárquico en el sistema de fuentes formales
del derecho. La doctrina en general denomina la posibilidad
del juez decidir contra el contenido de una norma superior
de “cláusula alternativa tácita”, cuya consecuencia sería la siguiente: “en virtud de la cláusula alternativa tácita que acompañaría a todas las normas aplicables para la creación normativa pueden adquirir validez normas individuales cuyo contenido
resulte incompatible con el contenido [expreso] de las normas
generales correspondientes” (Ruiz Manero 1990: 86).
216
Principios, reglas y derrotabilidad
2.2. La distinción entre reglas y principios y la tesis de
la derrotabilidad
2.2.1. La relación entre principios y reglas y la institucionalización de los derechos fundamentales
Más allá de la mención a las dos teorías kelsenianas arriba
expuestas, lo más probable es que la teoría jurídica contemporánea acerca de la derrotabilidad de las normas jurídicas esté
mayormente apoyada en la distinción entre reglas y principios.
Esa clasificación estructural de las normas pude enriquecer de
modo significativo el estudio de la derrotabilidad. La tendencia
de doctrina contemporánea es aceptar la segunda teoría de
Kelsen (la de la derrotabilidad) pero rechazar la primera (la de
las reglas), de tal manera que aparece una tercera categoría
de normas que no fue pensada originalmente por Kelsen: los
principios. Una vez incorporados los principios a las constituciones con el más elevado grado de normatividad, ellos pasan
a ejercer un “efecto de irradiación” sobre el ordenamiento jurídico y de esa manera actúan como las razones más relevantes para la justificación de las decisiones que juegan en
contra de la aplicación de una determinada norma jurídica en
situaciones en las que debería ser aplicada ordinariamente.
La distinción entre reglas y principios juega, como veremos,
un importante papel en la construcción de un modelo teórico
que justifique la derrotabilidad. Una de las más sofisticadas
propuestas teóricas de diferenciación entre esas dos clases de
normas jurídicas es la formulada por Robert Alexy. En el ámbito del presente trabajo, su teoría será utilizada para explicar
cómo la derrotabilidad se articula en el razonamiento jurídico y
para ofrecer un modelo argumentativo para justificarla cuando
la aplicación de una norma se vuelve problemática.
Como es sabido, este autor define los principios como
“normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor
medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales
existentes”. De esa forma, “los principios son mandatos de
optimización, que se caracterizan porque pueden cumplirse en
diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento
217
Thomas Bustamante
no sólo depende de las posibilidades reales sino también de
las jurídicas”. La gama de posibilidades jurídicas es determinada por las otras normas (reglas y principios) que actúan en
sentido contrario. Las reglas, a su vez, son “normas que sólo
pueden ser cumplidas o no”. Si una regla es valida, “entonces
debe hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos.
Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito
de lo fáctica y jurídicamente posible” (Alexy 2007-b: 67-68).
Esa clasificación es metodológicamente relevante porque
implica una distinción relativa al modo de aplicación de las
dos clases de normas. Mientras los principios deben ser optimizados de acuerdo con el principio de proporcionalidad, a fin
de establecer las posibilidades reales y jurídicas en que ellos
deben ser aplicados - de modo que la operación básica para
su aplicación es la ponderación -, las reglas contienen mandatos definitivos y la operación básica para su aplicación es la
subsunción.
El modelo de Alexy, a pesar de establecer un criterio
ontológico fuerte para diferenciar las dos clases de normas,
presupone la existencia de relaciones estrechas entre los
principios y las reglas, especialmente cuando esas normas se
sitúan en distintos niveles jerárquicos, como en el caso de
la expedición de reglas legislativas que definen el ámbito de
aplicabilidad de los derechos fundamentales. Cuando considera el origen de las normas de derecho fundamental, Alexy
concibe dos clases en las que ellas pueden ser agrupadas. Por
una parte, hay normas de derechos fundamentales “directamente estatuidas” por el texto constitucional. Por otra parte,
existe también una clase de normas de derecho fundamental
no establecidas directamente en la ley fundamental, pero que
son constitucionalmente relevantes porque ofrecen un remedio para la apertura semántica y estructural de las normas de
derecho fundamental directamente estatuidas en la Constitución (Alexy 2007-b: 49). Alexy denomina a ese segundo grupo
“normas de derecho fundamental adscritas”. La relación entre
una norma directamente estatuida y una norma adscrita es
218
Principios, reglas y derrotabilidad
una relación de precisión (en la medida en que esa determina
el contenido semántico de la primera y favorece su aplicabilidad) y una relación de fundamentación (en la medida en que
la primera fornece el fundamento de validez de la segunda).
“Una norma adscrita”, argumenta Alexy (2007-b: 53), “tiene
validez y es una norma de derecho fundamental, si para su
adscripción a una norma de derecho fundamental directamente estatuida es posible aducir una fundamentación iusfundamentalmente correcta”. Cuando se da ese caso, la importancia
de la norma adscrita es crucial porque resultaría imposible
aplicar un derecho fundamental sin atender a la norma adscrita que establece su ámbito de protección.
En el modelo teórico de Alexy existe una íntima relación
entre la diferenciación de las normas de derecho fundamental en cuanto a su origen (normas directamente estatuidas o
normas adscritas) y en cuanto a su estructura (principios o
reglas). Esa relación es más nítida cuando se tiene en cuenta
la regla acerca de las colisiones de principios constitucionales
que Alexy denominó “la ley de la colisión”. Una colisión de
principios constitucionales solo puede ser resuelta por medio
del establecimiento de ciertas relaciones de prioridad condicionada entre los principios en colisión. Dichas relaciones son establecidas mediante reglas de precedencia entre los principios
constitucionales que pueden ser caracterizadas como normas
adscritas. Alexy llega, por lo tanto, a una importante conclusión: Las colisiones de principios son resueltas únicamente por
la creación de normas adscriptas que tienen la naturaleza de
reglas. Ese es el contenido de la llamada “ley de la colisión”,
que fue elaborada por Alexy para explicar la relación entre
principios y reglas. Esa ley de colisión puede ser canónicamente enunciada de la siguiente manera: “las condiciones bajo las
cuales un principio tiene precedencia sobre otro constituyen el
supuesto de hecho de una regla que expresa la consecuencia
jurídica del principio precedente” (Alexy 2007-b: 75).
Otra importante conclusión que puede ser extraída de
la ley de la colisión y que ayuda a comprender el fenómeno
219
Thomas Bustamante
de la derrotabilidad es: las “reglas, cuando son racionalmente
justificables, son el resultado de una ponderación entre principios” (Alexy 2005-b: 323). Cuando el legislador establece
una regla, esta puede ser presentada como el resultado de
una elección (obviamente dentro de un margen de discrecionalidad fijado por la constitución) acerca de la precedencia de
determinado principio constitucional en la situación que figura
como supuesto de hecho de esa regla. La legislación ocupa un
lugar central en el modelo teórico de Alexy porque ella universaliza la solución para las colisiones de principios y establece
una prioridad de las decisiones democráticas del legislador en
todas las situaciones oscuras del texto constitucional. Toda regla debe ser formulada en un leguaje universal. Sin embargo,
las reglas mantienen una relación con los principios que las
justifican. Como Aleksander Peczenik bien observa, si la distinción entre principios y reglas de Alexy fuera aceptada “toda
regla jurídica puede ser presentada como el resultado de una
ponderación de principios realizada por el legislador” (Peczenik 2000: 78).
Esa relación entre los principios y las reglas es un presupuesto de la teoría de Alexy y debe ser preservada si se quiere vincular la teoría de los principios al discurso práctico en
general, como pretende Alexy. En efecto, la vinculación entre
la teoría de los principios y el discurso práctico general es un
aspecto nuclear de su teoría. Es por esa vía que se establece
una teoría de la argumentación iusfundamental, la cual convierte el modelo de ponderación de un “modelo de decisiones”
acerca del peso de los derechos fundamentales en un “modelo
de fundamentación”, o sea, de un modelo voluntarista (en que
la ponderación puede ser presentada como el resultado de una
simple decisión) en un modelo en el que las reglas adscritas de
una disposición de derecho fundamental pueden ser presentadas como el resultado de un proceso argumentativo racional.
En su teoría de la argumentación jurídica, Alexy sostiene la
tesis de que en todos los actos de habla regulativos, incluso
los jurídicos, hay implícita una pretensión de corrección que,
aunque no se limita a, incluye la exigencia de una corrección
220
Principios, reglas y derrotabilidad
en el sentido moral. El autor extrae una afirmación correlativa
que posee grande relevancia a la hora de determinar los argumentos que pueden ser empleados en el discurso jurídico:
la tesis del caso especial, de acuerdo con la cual el discurso
jurídico es un caso especial del discurso práctico general. Esa
idea es justificada de la siguiente manera:
“(La tesis del caso especial) se fundamenta (1) en que
las discusiones jurídicas se refieren a cuestiones prácticas, es
decir, a cuestiones sobre lo que hay que hacer u omitir, o sobre
lo que puede ser hecho u omitido, y (2) estas cuestiones son
discutidas desde el punto de vista de la pretensión de corrección. Se trata de un caso especial, porque la discusión jurídica
(3) tiene lugar bajo ciertas condiciones de limitación (entre las
cuales, especialmente, figura la exigencia de que la decisión
esté fundamentada en el marco del ordenamiento jurídico)”
(Alexy 2007-a: 205).
Es con base en la tesis del caso especial como se sostiene, por ejemplo, la “unidad del discurso práctico”, según la
cual el discurso jurídico no puede prescindir de argumentos
morales que se encuentren imbricados en la argumentación
judicial. Una decisión judicial que no cumpla con las exigencias
de una moralidad procedimental universalista (que presupone
un constructivismo ético al estilo de Habermas) es considerada como una decisión defectuosa por razones conceptuales7.
7. La conexión que se establece por la vía de la tesis del caso especial es una conexión entre el derecho y una
moral constructivista. No es una moral objetiva que tenga contenidos predeterminados y que exista independientemente del discurso. Es una moral para cuya fundamentación la religión o cualquier otra especie de factor
potencialmente constrictivo o autoritativo no puede ejercer ningún papel, pues sus normas sólo pueden ser el
producto de un discurso racional conducido bajo ciertas condiciones que se aproximan de la idea regulativa de
una situación ideal de habla en que los puntos de vista morales pueden ser criticados y revisados por todos en un
proceso que garantice la igualdad de acceso y participación en el discurso. Esa situación ideal de habla sirve para
fundamentar una serie de reglas procesales por el método que Habermas denominó de “pragmático-universal”.
Como explica Habermas, la tarea de la pragmática-universal es “identificar y reconstruir las condiciones universales del mutuo entendimiento posible” (Habermas 2003: 21). Cualquier persona que actúe comunicativamente
“debe, al realizar un acto de habla, sostener pretensiones de validez universales y suponer que ellas puedan ser
fundamentadas (vindicated; einlösen)” (Habermas 2003: 22). Una de las reglas de argumentación más importantes fundamentadas por esa vía es el principio U, que fue enunciado de la siguiente manera: “U: una norma es
válida cuando todas las consecuencias y efectos colaterales previsibles de su observancia general bajo los intereses y orientaciones valorativas de cada individuo puedan, sin cualquier forma de coerción, ser conjuntamente
aceptados por todos los afectados por ella” (Habermas 1999: 42). “U” desempeña, para Habermas, la función
de una regla de argumentación que especifica como normas morales pueden ser construidas y justificadas. Este
principio está, por lo tanto, en el centro de la “ética del discurso”. El modelo ético-discursivo de justificación
221
Thomas Bustamante
La característica más destacada de la teoría de Alexy es esa
conexión entre el discurso práctico y el discurso jurídico: el
derecho se abre a una moral procedimental de carácter universalista. Los principios fundamentales de la constitución son
la expresión positivada de la institucionalización de la moral
por parte del derecho.
No obstante, es evidente que una concepción de moral
procedimental como la que propone Habermas encuentra varias limitaciones. Resulta imposible alcanzar un consenso racional motivador para un grupo de problemas prácticos que,
a pesar de que permanecieren insolubles por la moralidad crítico-procedimental, tienen que ser resueltos por el derecho.
En este punto específico, Alexy reafirma la importancia de las
reglas y del principio democrático en la justificación y en la
aplicación del derecho. La necesidad de un discurso específicamente jurídico, en caso de que se admita la tesis del caso
especial, puede ser fundamentada en deficiencias del discurso práctico general como los “problemas de conocimiento” (o
sea, las dificultades para se determinar la acción correcta a
la luz de los principios morales aisladamente considerados) y
los “problemas de cumplimiento” (la dificultad de garantizar
efectividad a las decisiones alcanzadas por la vía del discurso
práctico). El discurso jurídico – y, añadimos, especialmente
la argumentación jurídica en el contexto de la legislación –
resuelve cuestiones que permanecen abiertas en el discurso
práctico. La necesidad del discurso jurídico deriva del propio
discurso práctico en la medida que aquel es un “medio necesario para la realización de la razón práctica” y, de esa manera,
un “elemento necesario de la racionalidad discursiva realizada” (Alexy 2007-a: 315). Ahora bien, la misma relación que
se establece entre el discurso práctico y el discurso jurídico
se desarrolla también entre los principios establecidos en la
constitución y las reglas creadas en el proceso legislativo democrático. Los principios padecen los mismos problemas que
“consiste en la derivación del principio fundamental U a partir del contenido implícito de las presuposiciones
universales del discurso” (Habermas 1999: 43). Si Alexy presupone una conexión entre el derecho y la moral,
él presupone con ello que las normas jurídicas están conectadas a las normas que pueden ser construidas con la
ayuda de U.
222
Principios, reglas y derrotabilidad
el discurso práctico, especialmente los problemas de conocimiento, y, por ello, sus soluciones para los problemas jurídicos
concretos son tan indeterminadas como las que se presentan
en el discurso práctico. Es ahí donde surge la necesidad de
concreción legislativa para garantizar efectividad a los derechos fundamentales. Las reglas que derivan de ese proceso
no pierden, sin embargo, sus conexiones con los principios
que las fundamentan y no pueden ni ser interpretadas sin una
referencia explicita a tales principios ni tampoco pueden ser
construidas de modo que traspasen los límites al marco discrecional que ellos establecen para el legislador.
Alexy necesita, por lo tanto, una clara distinción entre
principios y reglas para seguir afirmando al tiempo la tesis del
caso especial y el correlativo carácter vinculante de las normas
establecidas por la vía del proceso legislativo democrático. Las
excepciones a los supuestos de hecho de las reglas jurídicas
no pueden ser justificadas por la simple realización de una
nueva ponderación de principios aplicada al caso concreto,
como si las reglas establecidas por el legislador fuesen también principios. En el caso de una colisión entre una regla válida y un principio constitucional, es posible ponderar el principio que justifica la existencia de una regla con otros principios
directamente estatuidos en la constitución, pero no se puede
descuidar la relevancia del hecho de que la existencia de una
regla “atribuye consecuencias a casos de un tipo particular en
la forma especificada en sus condiciones”, de suerte que el
legislador eleva una pretensión de haber dado la “última palabra” sobre los casos-tipo establecidos en esta regla (Peczenik
y Hage 2000: 210).
La existencia de una regla implica, por lo tanto, la existencia de una pretensión de estabilidad para el resultado de
las ponderaciones de principios realizadas por el legislador, es
decir, una pretensión de que esos resultados tienen carácter
definitivo.
223
Thomas Bustamante
2.2.2. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
La pretensión de estabilidad de las reglas jurídicas anteriormente mencionada no es sin embargo una garantía de su
carácter definitivo. Cuando se habla de una pretensión, obviamente se hace referencia a algo que debe ser reivindicado o
fundamentado discursivamente. Pero no siempre habrá éxito
en esa labor de fundamentación, y por, ello se puede afirmar
que las reglas poseen la característica de la derrotabilidad.
Como Alexy sostiene con claridad, su distinción entre reglas y principios no implica que las reglas sean normas de
cumplimiento obligado en el modelo del “todo o nada”, como
había sugerido Dworkin en sus ensayos de la década de 1960
(Dworkin 1968). Según Alexy, no todos los conflictos entre
reglas y principios son resueltos con el reconocimiento de la
invalidez de una de ellas ya que, en algunas circunstancias,
es posible establecer una excepción a una de esas reglas. En
otras palabras, no toda colisión entre reglas jurídicas se da en
el nivel abstracto de la validez. Como consecuencia, es razonable suponer también que hay conflictos concretos que se
dan en el nivel de la aplicación práctica.
Es precisamente eso lo que Alexy tiene en mente cuando
resalta que no es correcto afirmar que todos los principios tienen “el mismo carácter prima facie” y que todas las reglas poseen “el mismo carácter definitivo”, como tampoco es correcto
afirmar que por consiguiente las reglas son aplicadas según
el modelo del “todo o nada”. El modelo teórico de Dworkin es
demasiado sencillo para explicar el carácter prima facie de las
reglas y los principios y, por ello, es necesario construir un modelo teórico distinto que sea capaz explicar satisfactoriamente
el fenómeno. Dicho sistema diferenciado es necesario porque
siempre es posible introducir en la motivación de una decisión
jurídica una cláusula de excepción (en una de las reglas). Si
ello acontece, entonces la regla pierde su carácter definitivo
para la decisión del caso concreto (Alexy 2007-b: 79 y ss). La
principal diferencia que se establece entre la teoría de Alexy y
los escritos iniciales de Dworkin está en que el autor alemán,
224
Principios, reglas y derrotabilidad
al contrario del americano, admite y considera imprescindibles
tanto la interrelación entre las reglas y los principios como la
derrotabilidad de las reglas jurídicas, como se puede comprobar en la explicación de Carlos Bernal Pulido:
“(L)a aplicación de la manera ‘todo o nada’ implica necesariamente que todas las excepciones a las reglas puedan ser
reconocidas de antemano. Alexy sostiene que en los complejos sistemas jurídicos modernos no es posible conocer siempre
todas las excepciones a las reglas, entre otras razones, porque
en las específicas circunstancias de cada supuesto concreto en
que las reglas deban ser aplicadas, pueden aparecer nuevas
excepciones. Además, en todo caso, si fuera posible conocer
de antemano todas las excepciones a las reglas, también seria
posible conocer y prever todas las excepciones que pueden
formularse a los principios. Como consecuencia, la diferencia
entre principios y reglas sería solo una diferencia de grado (…).
Como consecuencia, según ese criterio de distinción, tanto los
principios como las reglas se aplicarían de la misma manera:
de forma todo o nada, y no existiría una diferencia lógica entre
ellos (Bernal Pulido 2007-a: 579).
Problemas como estos llevan a Alexy a rechazar de manera expresa la clasificación propuesta por Ronald Dworkin
(véase Alexy 1988: 141 y ss), aunque conservando la idea
general de que los principios poseen una dimensión de peso o
importancia. De esta manera, la distinción entre principios y
reglas se mantiene como una cuestión empírica u ontológica:
Alexy afirma que existen normas que contienen determinaciones en relación con una conducta (reglas) y otras que tan sólo
establecen un estado ideal de cosas que debe ser obligatoriamente buscado en la mayor medida de lo posible (principios).
Del hecho de que estas permitan que se justifique el incumplimiento de aquellas es que se deduce la derrotabilidad de las
reglas jurídicas.
Como consecuencia, la derrotabilidad se presenta como
una característica de las reglas jurídicas, las cuales son las
normas más rígidas del sistema jurídico. Curiosamente, la
225
Thomas Bustamante
teoría de Alexy permite sostener que las normas derrotables
son reglas, y no principios, pues sólo es posible derrotar una
norma que haya especificado una serie de consecuencias que
deben ser aplicadas en un caso concreto. Como los principios
jurídicos no hacen ese tipo de previsión (no establecen una
consecuencia determinada para un conjunto de situaciones
fácticas), ellos no pueden sometidos a excepciones. Los principios tienen que ser convertidos en reglas para que sus consecuencias en un caso concreto sean conocidas. Únicamente
después de la ponderación de principios es que se llega a una
regla en que se permite subsumir el caso concreto para determinar la conducta exigida por el Derecho8 . Ese proceso de
8. Uno de los presupuestos del análisis de las relaciones entre reglas y principios realizado arriba es la tesis de
que los principios “exigen la aceptación de ciertas normas particulares como definitivamente válidas” (Sieckmann 2006: 84), es decir, ellos funcionan como razones para la producción de reglas. Esta idea es admitida tanto
por Alexy como por sus críticos. Cuando Jan-R Sieckmann propone definir los principios como “argumentos
normativos que tienen la estructura de mandatos reiterativos de validez” (Sieckmann 2006: 82), este autor sostiene que el procedimiento de ponderación y sopesamiento de principios acaba siempre en una norma (regla)
individual que se establece como válida, de modo que “los principios implican la pretensión de que una norma
N debe ser aceptada como definitivamente válida” (Sieckmann 2006: 86). Así mismo, Alexy sostiene en su “ley
de colisión” que al final de toda ponderación se llega a una norma adscripta que establece cual de los principios
tiene prioridad en el caso concreto. Como resultado de una ponderación o una argumentación a partir de un
principio siempre se establece una regla. Podemos concluir, por lo tanto, que los procesos de aplicación y ponderación de principios constituyen procesos de creación de reglas individuales, tal como Kelsen ya había indicado
en su análisis de la dinámica jurídica. Como es necesaria esa “transformación” de los principios en reglas antes
de su aplicación concreta, la tesis de que lo que se derrota son las reglas, y no los principios, parece plausible.
Sin embargo, esa tesis (de que los principios no son derrotables porque no se puede establecer de antemano sus
consecuencias normativas) puede ser objetada si se toma en cuenta las críticas que Aulis Aarnio y Jan-R Sieckmann han dirigido contra la teoría de las normas propuesta por Robert Alexy. Argumenta Aarnio que cuando se
define los principios como mandatos de optimización que ordenan que algo sea realizado en la máxima medida
posible, “este mandado tiene en realidad un carácter definitivo”, ya que “sólo puede ser cumplido o incumplido, y siempre está ordenado cumplirlo plenamente” (Alexy 2003: 108). “O se optimiza o no se optimiza. Por
ejemplo, en caso de conflicto entre dos principios, se debe armonizar los principios de manera óptima y sólo de
manera óptima” (Aarnio 1990: 187; Alexy 2003: 108). Así, la clasificación de los principios como mandatos de
optimización no implicaría la existencia de diferencias estructurales entre principios y reglas. Si esta objeción
estuviera fundada, entonces podría decirse que los principios tienen la misma estructura que las reglas, pues
la exigencia de optimizar sería apenas la consecuencia normativa que ellos prevén. Nada obstaría, así, a que
se introdujese una excepción en los principios, de modo que en el caso x no sería más necesario optimizar el
principio P. No obstante, Alexy aborda la poderosa objeción de Aarnio al establecer una distinción entre los
principios en cuanto “mandados que se optimizan” (esto es, deberes ideales que deben ser optimizados) y las
normas que establecen el “mandato para optimizar” (Alexy 2000: 300). Si esta distinción es correcta, entonces
parece razonable sostener que en todos los sistemas jurídicos donde hay principios existe una meta-norma (del
tipo regla) según la cual los principios deben ser optimizados siempre en la máxima medida. Dicho de otro
modo, “si P es un principio dotado de validez en el sistema jurídico S, entonces S contiene una meta-regla ROpt
que establece el deber de optimizar P en todos los casos a los cuales P sea aplicable” (véase que la estructura de
esta regla es idéntica a la de la máxima de proporcionalidad). Surge entonces una importante pregunta: ¿Puede
ROpt ser excepcionada? O aun: ¿Es ROpt derrotable? Si quisiéramos mantener intacta la teoría de los derechos
fundamentales de Alexy y la ley de colisión, entonces la respuesta parece ser negativa, pues si no fuera así los
principios perderían su dimensión de peso y no podrían más ser definidos como normas que ordenan que algo sea
realizado en la máxima medida posible. Una de las características más esenciales de los principios es que ellos
conservan su normatividad incluso para los casos en que son superados por otros principios, de modo que admitir
226
Principios, reglas y derrotabilidad
concretización de los principios impone que se fundamenten
enunciados formulados en un lenguaje universal, o sea, reglas de derechos fundamentales adscritas9 . La existencia de
normas del tipo de los principios no invalida las reglas J.2.1 y
J.2.2 de la Teoría de la argumentación jurídica de Alexy, que
disponen que “para la fundamentación de una decisión jurídica debe aducirse por lo menos una norma universal” y, de
modo correlato, “la decisión jurídica debe seguirse al menos
de una norma universal, junto con otras proposiciones” (Alexy
2007-a: 215).
Como puede observarse, hay una mutua dependencia
entre los principios y las reglas en la teoría de la argumentación iusfundamental de Alexy: de un lado, los principios sólo
adquieren eficacia si de ellos se puede extraer reglas formuladas en lenguaje universal; y de otro, las reglas no pueden ser
aplicadas sin atención a los principios que les fundamentan.
El efecto de irradiación de los principios es lo que constituye el fundamento para el carácter prima facie de las reglas
y para su derrotabilidad. Se aplica en ese campo la técnica
de la reducción, que consiste en la eliminación de una parte
del “núcleo lingüísticamente no controvertido” de una norma
jurídica (Peczenik 1983: 51), es decir, en la introducción de
una “cláusula de excepción” en una norma establecida por el
legislador con base en un principio. Sin embargo, se establece
una carga de argumentación especial para quien quiera defenla existencia de excepciones en el mandato para optimizarlos sería tratarlos como reglas, y no más como principios. Como explica Alexy, “existe una relación necesaria entre el deber ser ideal, es decir, entre el principio como
tal, y el mandato de optimización, en cuanto regla” (Alexy 2003: 109). Siempre que se clasifica una norma como
un principio, se establece un mandato incondicional para optimizarla. ROpt es, por lo tanto, lo que Kelsen llamó
de una “norma categórica”, esto es, una norma que prescribe una conducta humana “bajo cualquier condición”
(Kelsen 1981: 115). Sólo si la validez incondicional de ROpt es presupuesta se puede decir al mismo tiempo que
hay un deber jurídico de optimizar los principios jurídicos y que estos principios tienen una estructura diferente
de la de las reglas (agradezco a Carlos Bernal Pulido por haber atraído mi atención sobre este problema).
9. Con ello no se niega que principios constitucionales puedan establecer un marco o límite al poder de concreción de los derechos fundamentales del legislador. Hay posiciones y condiciones que pueden ser fundamentadas
mediante un discurso inmediatamente referido a las normas directamente instituidas en la constitución. El control de constitucionalidad es una instancia en la que las decisiones legislativas que se encuentran más allá del
margen de libertad determinada por el constituyente son sometidas a un control de racionalidad. Los tribunales
constitucionales, por lo tanto, establecen también una serie de reglas adscritas que ayudan a establecer el ámbito
de aplicación de cada derecho fundamental, de suerte que la distinción entre las reglas y los principios presupone
también un cierto grado de vinculación para los precedentes judiciales de las cortes constitucionales. Sobre ese
tema, he tenido la oportunidad de hacer una reflexión más profunda en Bustamante (2009-a) y Bustamante
(2009-b).
227
Thomas Bustamante
der la no aplicación de una regla a una situación cubierta por
su supuesto de hecho, pues siempre habrá principios formales
(o, como se les puede llamar, principios institucionales) que
juegan a favor del mantenimiento de las consecuencias de la
regla establecida por el legislador (Alexy 2007-b: 81). Para se
crear una excepción a una regla que contiene una enumeración de tipo numerus clausus es necesario incluir en el proceso
de ponderación principios formales como el principio democrático, el principio del Estado de Derecho y todas las reglas
que definen el proceso legislativo, demostrando que existen
razones incluso para superar el peso del material institucionalmente establecido por el legislador.
El establecimiento de excepciones casuísticas a las reglas jurídicas existentes en un dado espacio y tiempo implica decisiones contra legem que, según Aleksander Peczenik y
Jaap Haje (2000: 313), son en verdad “creación del derecho
por vía de la interpretación”, en la cual se impone al jurista
práctico una pesada carga de argumentación. Los casos de
derrotabilidad de reglas jurídicas válidas encuentran una justificación en el hecho de que – por más de que las reglas estén
caracterizadas por la presencia de un componente descriptivo
que permite la deducción (después de su interpretación) de
un comportamiento debido – ellas “sólo están basadas en un
conjunto finito de informaciones” (Hage 1997: 4 y 85).
Hay que introducir, por lo tanto, una distinción entre la
exclusión de una regla (la cual implica el establecimiento de
una excepción a su supuesto de hecho) y su invalidación: “si
una regla es inválida, eso significa – en cierto sentido – que
ella no existe y que, por lo tanto, ni siquiera puede generar
cualquier tipo de razones (para un comportamiento)”. Por otra
parte, la exclusión sólo tiene cabida delante de un caso particular: “una regla sólo puede ser excluida si es valida.” (Hage
1997: 109). Los casos de derrotabilidad de una norma jurídica son siempre casos de decisiones contra legem. Son casos
trágicos en el sentido de Manuel Atienza, por cuanto sólo pueden ser resueltos correctamente si suponen una excepción al
ordenamiento jurídico. En esos casos, escribe Atienza (2000:
228
Principios, reglas y derrotabilidad
34), “no existe ninguna respuesta correcta”. No sería exagerado decir que estos son los casos más difíciles que se pueden
hallar en la argumentación jurídica.
3. Excurso: la derrotabilidad según un modelo de sistema jurídico alternativo al que distingue entre reglas y
principios
En el apartado anterior fue presentada una interpretación
del modelo teórico propuesto por Robert Alexy para diferenciar
las reglas y los principios que justifica la derrotabilidad de las
reglas jurídicas a partir de sus interacciones con los principios jurídicos: los principios que subyacen a las reglas pueden
ser ponderados con los principios que justifican una excepción
en su supuesto de hecho. Si el peso de estos últimos en el
caso concreto fuera lo suficientemente fuerte para superar el
peso de los primeros y además para superar el peso de los
principios formales que imponen la vinculación del juez a las
decisiones del legislador, entonces puede ser admitida una decisión contra legem en el caso concreto. Esa decisión goza de
una presunción prima facie de ilegitimidad, que es correlativa
a la pretensión estabilidad que tienen las decisiones del legislador, pero puede ser justificada si el aplicador de la norma
consigue cumplir con las cargas de argumentación que derivan
de esa presunción. Ese modelo será la base para el desarrollo
de una teoría de la derrotabilidad en la sección final del presente trabajo. Sin embargo, antes de adentrar en ese tema,
es recomendable demostrar la superioridad de ese modelo en
relación con los modelos alternativos.
Hay dos enfoques alternativos al modelo resumido en el
párrafo anterior. El primer de ellos explica el ordenamiento
jurídico como un sistema puro de principios y el segundo lo
explica como un sistema puro de reglas. En los dos casos, una
distinción estructural rígida como la de Robert Alexy es rechazada. En las próximas secciones analizaremos algunos de los
problemas que la derrotabilidad genera para esos enfoques
alternativos.
229
Thomas Bustamante
3.1. Un modelo puro de principios
Quizás la principal relevancia de la distinción entre reglas
y principios estriba en su modo de aplicación. El carácter de
mandados de optimización hace que los principios se apliquen
por la ponderación, y no según la operación de la subsunción.
Ello significa que es necesario optimizarlos y es posible restringir su aplicación sin que su validez resulte afectada por la
restricción. Las reglas, a pesar de que puedan ser excepcionadas en los casos difíciles, no poseen una dimensión de peso y
sólo pueden ser aplicadas o no. Cuando se presenta un modelo
puro de principios, el sistema jurídico pasa a ser compuesto
tan solo por normas que pueden ser ponderadas10 . Si se elimina la diferencia entre reglas y principios, todas las normas
pueden ser aplicadas de la misma manera.
La teoría de los principios propuesta por Alfonso García
de Figueroa es un típico modelo puro de principios. Este autor
sostiene que la distinción entre reglas y principios puede ser
analizada bajo dos perspectivas: (i) la empírica u ontológica y
(ii) la pragmática.
En lo que señala respecto a su aspecto empírico (García Figueroa 2003: 202), también referido por el propio autor
como “ontológico” en un escrito más reciente (García Figueroa
2007: 345 y ss), una teoría fuerte para distinguir principios
y reglas no podría existir en un estado neoconstitucional. La
idea de que las reglas jurídicas poseen una naturaleza binaria,
de suerte que o se las puede aplicar de modo absoluto o no
se las puede cumplir, implicaría que todas las excepciones a
una regla pudiesen ser enumeradas ex ante, de manera que
sería posible reconstruir una regla como una “norma completa” (García Figueroa 2007: 347). Eso conduciría a lo que ese
10. La clasificación en principios y reglas es relevante porque los primeros, al contrario de las últimas, son ponderables. No obstante, la relevancia de la distinción entre reglas y principios no se confunde con el criterio de la
diferenciación. Una diferenciación fuerte presupone un criterio empírico u ontológico. En el proceso legislativo
que envuelve la expedición de reglas, que son normas que establecen determinaciones para un caso especificado,
el legislador decide mucho más que en aquél que implica la promulgación de principios, en el que se establece
tan sólo el deber de alcanzar un cierto estado de cosas o perseguir ciertos fines. Existe, sin embargo, una conexión entre el aspecto conceptual o clasificatorio y el aspecto pragmático o jurídico-aplicativo. La distinción
entre principios y reglas estriba en que los primeros han de ser optimizados en la aplicación jurídica, al paso que
las reglas deben ser cumplidas de forma puntual y aplicadas por la subsunción.
230
Principios, reglas y derrotabilidad
autor denominó la “paradoja del principialista”: los autores
que defienden la distinción fuerte entre principios y reglas,
especialmente Robert Alexy y Ronald Dworkin, a pesar de que
hubiesen construido la distinción justamente para suavizar el
rigor formalista en la aplicación del derecho, “terminan por
caracterizar la aplicación y la estructura de las reglas con un
formalismo extremo, más allá del que los propios formalistas
estarían dispuestos a asumir” 11. El problema de los principalistas, según ese autor, estaría en el concepto de reglas,
y no en el de principios. Las reglas serían definidas por los
principialistas como normas que establecen un “condicionante
total”, es decir, que no admiten ninguna excepción. La diferenciación fuerte entre reglas y principios sería, por lo tanto,
nítidamente irracional, puesto que no se puede evitar “interacciones entre reglas y principios” que hacen que reglas también
puedan ser “ponderadas” o excepcionadas. Como las reglas
serían también derrotables, “la invocación de principios como
excepciones a las reglas funcionaría como un verdadero caballo de Troya que debilitaría la tesis fuerte de la separación”
(García Figueroa 2003, p. 202)12 .
La salida para ese dilema sería negar la tesis fuerte de
la separación entre reglas y principios (García Figueroa 2007:
351).
El argumento se presenta de la siguiente manera: i) los
principios son derrotables; ii) las reglas son definidas por las
11. Es curioso, sin embargo, que la objeción de formalismo puede ser invertida. Así, García Amado argumenta
que no son los positivistas sino los no positivistas principialistas como García Figueroa que se acercan del
formalismo, ya que estos autores acreditan que hay respuestas correctas para los casos difíciles y que estas
respuestas pueden ser inferidas directamente de los principios. El formalismo radicaría en el hecho de que los
principios serían standards objetivos de los cuales sería posible derivar siempre una respuesta categórica para
todos los problemas jurídicos. Si eso fuera verdad, argumenta el autor, entonces no habría lagunas en le Derecho
y el orden jurídico tendría “las tres cualidades que el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema
jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad” (García Amado 2009, apartado 2, núm. 1)
12. García Figueroa (2007; 2009) equipara las nociones de ponderabilidad y derrotabilidad. Un principio es
definido como una norma aplicable según la ponderación, pero eso es para el autor lo mismo que decir que
dicha norma es derrotable. Según el planteamiento tradicional, cuando sucede que un principio constituye el
fundamento para la creación de una excepción en una regla jurídica, esa regla es derrotada, pero no hay duda
de que ella sigue siendo un mandato definitivo que contiene determinaciones sobre lo qué se debe hacer en los
casos comprendidos en su supuesto de hecho. No obstante, al equiparar los conceptos de “ponderabilidad” y
“derrotabilidad”, García Figueroa tiene que sostener que las reglas son también “ponderables”, y por lo tanto
tienen las mismas propiedades que caracterizan a los principios. Es por eso que el autor concluye que siempre
que los principios interaccionan con las reglas, estas se “transforman” también en principios.
231
Thomas Bustamante
teorías que sostienen una distinción fuerte entre principios
y reglas como normas que definen todas sus condiciones de
aplicación, y por lo tanto serían “no derrotables”; iii) los principios pueden interactuar con las reglas y crear excepciones a
los supuestos de hecho de las mismas; iv) las reglas son por
lo tanto también derrotables; v) por consiguiente, no se puede
aceptar la distinción rígida entre reglas y principios.
Como el lector más atento estará en condiciones de percibir, nuestra interpretación de la teoría de Robert Alexy es
distinta de la propuesta por García Figueroa13 . En nuestra opinión, el argumento del “caballo de Troya”, que a pesar de ser
elaborado inicialmente por Juan Carlos Bayón (1991: 362) ocupa un lugar mucho más relevante en la teoría de Alfonso García de Figueroa que en su formulación original, no desmonta la
distinción fuerte entre principios y reglas. No obstante, lo que
realmente importa por el momento es analizar las consecuencias que García Figueroa saca de esa crítica a la teoría fuerte
de los principios jurídicos. Para García Figueroa, la inviabilidad
de la distinción entre reglas y principios en el aspecto empírico
u ontológico no descarta su viabilidad en el aspecto pragmático. Aunque tal vez esa no sea una reconstrucción completa de
su pensamiento, lo que él sostiene es que la distinción entre
principios y reglas es análoga a la distinción entre casos fáciles
y casos difíciles (García Figueroa 2003: 202; 2007: 368). En el
caso de los principios la aplicación del derecho se da por medio
de un proceso de ponderación que exige del juez un mayor
esfuerzo argumentativo, que tenga en cuenta la mayor carga
axiológica de las normas que está aplicando; en el caso de
las reglas, hay una mayor determinación semántica y el caso
puede ser resuelto por una simple subsunción14 . Sin embargo,
13. Las diferencias más evidentes son las siguientes: 1) a nuestro juicio, Alexy se aleja claramente de Dworkin
en lo que se refiere al cumplimiento a rajatabla (en el modo absoluto o “todo o nada”) de las reglas jurídicas. La
ley de colisiones exige que principios interactúen con las reglas y, por esa vía, permite que se establezcan excepciones a sus supuestos de hecho; 2) entendemos, por lo tanto, que Alexy admite decisiones contra legem y que su
teoría nunca ha defendido la existencia de reglas jurídicas que establezcan un “antecedente total”; 3) lo que diferencia a los principios de las reglas, para nosotros, no es la derrotabilidad sino el hecho de que los primeros son
mandatos de optimización y son aplicados de acuerdo con el principio de proporcionalidad; 4) la derrotabilidad,
para nosotros, está relacionada con la subsunción, y por lo tanto, sólo las reglas pueden ser derrotadas.
14. Como ya vimos, la tesis fuerte de la diferenciación entre reglas y principios, en su versión propuesta por
Alexy, sostiene que mientras los principios son aplicados por medio de la ponderación, las reglas lo son según
la técnica de la subsunción. Sin embargo, las diferencias entre las operaciones de ponderación y de subsunción
232
Principios, reglas y derrotabilidad
esas distinciones entre los casos “fáciles” y los “difíciles” y entre “principios” que se aplican por la “ponderación” y entre “reglas” que se aplican por la “subsunción” solamente pueden ser
no pueden ser exageradas. Hay dos puntos en los que, a mi juicio, García Figueroa exagera el alcance atribuido
por Alexy a la distinción entre estas operaciones. El primer momento es cuando el autor reconstruye la teoría
de Alexy de forma tal que identifica el concepto de justificación interna con el de “subsunción”, como si no
hubiera ninguna manera de reconstruir la justificación “interna” o estructural de la ponderación. En las palabras
del autor: “Alexy no parece mantener una tesis fuerte de la separación entre subsunción y ponderación, sino que
sitúa ambas operaciones en diversos planos. La subsunción es el esquema de aplicación propio de la justificación interna y la ponderación uno de los modelos de argumento reconstruido a partir de la justificación externa”
(García Figueroa 2007: 343, nota 21). No creo que esta sea una interpretación correcta de la teoría de Alexy.
Cuando, siguiendo a Wroblewski (1974), Alexy distingue entre justificación “interna” y justificación “externa”,
el autor se refiere por un lado a la parte estructural de la argumentación (o sea, a como las premisas pueden ser
ordenadas de modo a justificar el paso final de la argumentación), y, por otro lado, a la justificación de las propias
premisas utilizadas por el hablante. La justificación interna comprende únicamente aquel primer aspecto de la
argumentación jurídica (el aspecto estructural), mientras la justificación externa se refiere a la elección de las
premisas. Los escritos de Alexy nos muestran que tanto la ponderación como la subsunción están directamente
ligadas a la justificación interna de la decisión. Sea en una operación o en la otra, el hablante necesita proveer una
justificación adecuada de las premisas utilizadas para fundamentar la norma de decisión que se aplica al caso sub
judice. La diferencia radica tan solo en el hecho de que mientras la subsunción demanda una justificación interna
según un modelo que se asimila al silogismo clásico (con la diferencia de que se añade un operador deóntico
para expresar la idea de obligatoriedad), en la ponderación las premisas ya no están articuladas según un modelo
lógico, sino según un modelo aritmético en que los pesos de los principios deben ser comparados. En ese sentido,
la ponderación no se realiza sino después de la atribución de pesos a los principios en vías de colisión (un principio puede ser fomentado o restringido en una intensidad débil, media o fuerte, y es necesaria una valoración
para decidirse el grado de protección o restricción de cada uno de los principios objeto de la ponderación). En
su “fórmula de ponderación” (ver Alexy 2002), lo que hace Alexy es establecer valores aritméticos para estas
categorías. No obstante, la decisión del intérprete sobre el peso de cada principio tiene que ser justificada y no se
diferencia en nada de una decisión acerca del contenido de las premisas utilizadas en la subsunción. Como tuve
oportunidad de demostrar en un escrito anterior (Bustamante 2008-b), la máxima de la proporcionalidad es una
estructura formal para la argumentación iusfundamental y constituye la herramienta metodológica sugerida por
Alexy para la justificación interna de la ponderación. Al cabo de la ponderación, el intérprete llega a una regla
general que constituye la premisa mayor de un silogismo jurídico. Pero la máxima de la proporcionalidad y la
fórmula de la ponderación no pueden hacer más que delimitar la estructura de este razonamiento que empieza en
la interpretación de los enunciados que prescriben principios y termina en la formulación de una norma adscripta
del tipo regla. Los juicios sobre los pesos de los principios y sobre todos los otros factores que eventualmente
sean incluidos en la ponderación son valoraciones que no están determinadas por la fórmula de la ponderación.
Como lo explica Alexy, los argumentos sobre la importancia de las razones para la interferencia en un principio
o para la salvaguarda de otro “son externos a la máxima de la proporcionalidad”, de suerte que esta máxima
debe ser entendida únicamente como una “estructura formal” (Alexy 2005-a: 310). La función de la fórmula
de ponderación (que Alexy propone para comparar el peso de principios) es exactamente la misma que la que
desempeña la fórmula de subsunción.
El segundo punto está en las equiparaciones entre, de un lado, “ponderación” y “casos difíciles” y, de otro lado,
entre “subsunción” y “casos fáciles”. Alexy en ningún lugar hace estas equiparaciones. Al contrario, deja bastante claro en sus escritos que puede haber tanto serias dificultades en la subsunción como casos extremamente
fáciles de ponderación. Según Alexy y Dreier, una construcción puramente deductiva del significado de la regla
jurídica que ha de ser aplicada en un caso concreto solo sería posible si no hubiera controversia entre los sujetos jurídicos afectados por la decisión acerca de cada una de las siguientes indagaciones: “(1) ¿cuáles son las
normas que deben ser aplicadas? (2) ¿Cómo deben ser interpretadas?, Y (3) ¿En torno a qué hechos se mueve la
decisión jurídica?” (Alexy y Dreier 1996: 104). Como es fácil notar, hay en este procedimiento espacio para muchas dudas, valoraciones y incluso para ciertas “ponderaciones” que “son integradas en un esquema deductivo”
(como, por ejemplo, ponderaciones interpretativas para determinarse el sentido de los términos empleados por el
legislador), de suerte que el juez sólo subsume los hechos en una norma después de superados los problemas interpretativos suscitados por ella. De modo semejante, hay un sinnúmero de situaciones en las cuales es evidente
que la interferencia en un principio A será leve y la protección del principio alternativo B será intensa.
233
Thomas Bustamante
establecidas en un plano intrínsecamente pragmático (García
Figueroa 2003: 202; 2007: 368). Es decir, la distinción entre
principios y reglas presupone un enfoque pragmático según el
cual la opción por un razonamiento subsuntivo o ponderativo
es determinada de acuerdo con las necesidades de los juristas
al resolver casos concretos.
La característica de la derrotabilidad, que es el rasgo
esencial que define un principio según García Figueroa, es
presentada como una “propiedad disposicional” de todas las
normas jurídicas. Veamos lo que García Figueroa entiende por
propiedad disposicional:
“Una disposición hace referencia a una propiedad de algún modo latente que sólo se manifiesta con la concurrencia
de un hecho. Por tanto, cuando hablamos de propiedades disposicionales podemos distinguir varios elementos relevantes:
la manifestación de la disposición, la condición de la manifestación de la disposición y la base de la disposición. Estamos
ante una disposición D, como la solubilidad de la sal en agua,
si y sólo si, cuando se cumple la condición de la manifestación
C (el hecho de sumergir la sal en agua), entonces tiene lugar
la manifestación de la disposición M (la sal se diluye en el
agua)” (García Figueroa 2006, p. 288).
El carácter de principio (o derrotabilidad) sería una propiedad disposicional de todas las normas jurídicas: “una norma N2, presenta la propiedad (disposicional) de ser un principio (D) si y sólo si en el caso de que N2 entrara en conflicto
con otra norma de mayor peso N1 (C), entonces N2 no sería
aplicada (M)” (García Figueroa 2007: 356).
Nótese que existe en el argumento también un criterio
ontológico, además de disposicional. Como resulta claro de un
pasaje de Carnap citado por el propio García Figueroa (2007:
355), “la base de la disposición” es siempre una “propiedad
categórica que causa la disposición”. En el caso de la derrotabilidad, García Figueroa afirma que su base de disposición es
el hecho de que una norma entre en conflicto con otra que ten234
Principios, reglas y derrotabilidad
ga mayor peso. Si una norma N1 tiene en un caso particular
un peso mayor que otra norma N2, entonces esta puede ser
derrotada por aquella. El hecho de una norma tener más peso
que otra es lo que causa la derrotabilidad. Debe resaltarse que
al definir “la base de la disposición” de la derrotabilidad de las
normas jurídicas de esa manera, García Figueroa presume que
todas las normas poseen una dimensión del peso (es decir,
que todas las normas pueden ser ponderadas), lo que es lo
mismo que decir que todas las normas son principios tanto en
el sentido de la teoría de Dworkin (1968: 37) como en sentido
de la teoría de Alexy (2007-b: 67). Aunque García Figueroa
rechace un criterio ontológico para distinguir las reglas y los
principios, está implícitamente adoptando ese mismo criterio
para definir “normas jurídicas”, y ese criterio presupone que
todas ellas sean principios según las definiciones rígidas de
Alexy y de Dworkin.
Sin embargo, ese modelo puro de principios enfrenta una
serie de objeciones. La primera de ellas ya se encuentra anticipada en la teoría de los derechos fundamentales de Robert
Alexy. De hecho, Alexy rechaza la posibilidad de que de la
denominada “ley de colisión” (que permite y exige la interacción entre reglas y principios) se infiera un modelo puro de
principios como el presentado por García Figueroa. Un modelo
puro de principios, sostiene Alexy, está sometido a la objeción
“obvia” de que no toma en serio las regulaciones diferenciadas
establecidas en la Ley Fundamental y, en esa medida, viola
el tenor literal de la constitución: “Este modelo sustituiría la
vinculación por la ponderación y, de esta manera, dejaría de
lado el carácter de la Ley Fundamental como una ‘Constituición rígida’ que aspira a la ‘claridad y univocidad normativas’”
(Alexy 2007-b: 97).
En ese particular, conviene recordar que, cuando Alexy
define la constitución como un sistema de reglas y principios,
la existencia de las reglas es crucial para preservar la fuerza
normativa de la Ley Fundamental. Sin una protección especial
para las reglas constitucionales, las ponderaciones y las deci235
Thomas Bustamante
siones/elecciones ya consagradas en la Constitución tendrían
el mismo valor de aquellas realizadas por el legislador o por el
poder judicial. Como argumenta Alexy, una ley infraconstitucional puede legítimamente restringir un principio al interferir
en su ámbito de aplicación, pero no puede entrar en ningún
tipo de conflicto con una regla constitucional: “si una ley contradice una regla iusfundamental, la ley se presenta no como
una restricción del derecho fundamental de que se trate, sino
como una vulneración” (Bernal Pulido 2007-a: 591).
Sin embargo, esa tal vez no sea la única objeción que un
modelo puro de principios vaya a encontrar. Aunque se conceda que toda la Constitución está formada por principios, la
idea de que todas las normas son ponderables (lo que no es lo
mismo que decir que son derrotables) tiene serias consecuencias colaterales, que comprometen la tesis de que el discurso
jurídico es un caso especial del discurso práctico general, entre las cuales mencionaremos dos.
Hemos visto que la tesis del caso especial, que está en
el centro de la filosofía del derecho tanto en Alexy cuanto en
García Figueroa, exige que el discurso jurídico esté intrínsecamente integrado en el discurso práctico general. Esa integración entre discurso práctico y discurso jurídico, como ya se
observó, está fundamentada en la tesis de que tanto en el uno
como en el otro se eleva una pretensión de corrección para
las decisiones que se pretende fundamentar por la medio de
la racionalidad práctica. La pretensión de corrección en el discurso jurídico tiene dos aspectos: sólo puede ser reivindicada
(i) si la decisión se fundamenta “en el marco del orden jurídico
válido” y (ii) si es también una decisión correcta a la luz de los
parámetros definidos por el discurso práctico general (Alexy
2007-a: 316). Una decisión no precisa atender a todos los
aspectos de la pretensión de corrección para ser válida, pero
si deja de atender a alguno de estos aspectos, es considerada defectuosa por razones conceptuales (Alexy 2007-a: 316).
Lo que jamás puede acontecer es que ella deje de pretender
atender a los dos aspectos de la “pretensión de corrección” o
236
Principios, reglas y derrotabilidad
que se aleje de manera exagerada del estado de cosas exigido
por dicha pretensión. Cuando se erige una pretensión de validez, se imagina que de ella se puede derivar por lo menos una
obligación prima facie de realizarla. Como argumenta Alexy, la
pretensión de corrección “es una pretensión jurídica, y no sólo
moral”. Por lo tanto, ella “se corresponde con un deber jurídico
de decidir correctamente” (Alexy 2005-c: 46).
Queda claro, así, que una buena teoría del derecho debe
favorecer la realización práctica de los estados de cosas exigidos por la pretensión de corrección. Ella debe fomentar la
práctica jurídica y conducirla en dirección a la pretensión de
corrección. Su teoría de la interpretación jurídica, por ejemplo,
debe dar prioridad a los argumentos institucionales (teniendo
en cuenta el aspecto jurídico en sentido estricto de la pretensión de corrección) y a los argumentos morales en sentido
estricto, o sea, a los que contengan pretensiones de validez
rescatables por la vía de un discurso práctico universalista en
el sentido habermasiano15 . Por ello, cuando se argumenta que
la derrotabilidad de las normas jurídicas y la distinción entre
reglas y principios son “intrínsecamente pragmáticas” (García
Figueroa 2007: 368), se corre el riesgo de alejarse de dos de
las exigencias básicas del discurso práctico: (i) la prioridad de
los argumentos institucionales (o jurídicos en sentido estricto)
sobre los no-institucionales y (ii) la prioridad de los argumentos morales sobre los puramente pragmáticos.
3.1.1. La prioridad de los argumentos morales sobre los
meramente pragmáticos
En efecto, a partir del momento en que se diferencia principios y reglas según un criterio intrínsecamente pragmático
se aumenta las posibilidades de violar una exigencia básica del
discurso práctico: la prioridad prima facie de los argumentos
morales. Aunque el discurso práctico sea un discurso en que
transitan argumentos morales, éticos y pragmáticos, este dis15. Puede ocurrir, obviamente, una colisión entre el aspecto jurídico en sentido estricto y el aspecto moraluniversalista de la pretensión de corrección. Aparto, por el momento, esa posibilidad porque lo que interesa
aquí es reivindicar la prioridad de ambos tipos de argumentos (institucionales y morales) sobre los argumentos
puramente pragmáticos.
237
Thomas Bustamante
curso está caracterizado por la primacía de las razones morales sobre las de las otras dos categorías. Las razones morales
establecen las fronteras o marcos dentro de los cuales el discurso puede caminar. Las razones pragmáticas sólo tendrían
lugar en el discurso práctico si estuvieran subordinadas a las
razones morales, como explica Habermas:
“Estas cuestiones [ético-políticas] (…) están subordinadas a las cuestiones morales y guardan relación con cuestiones
pragmáticas. La primacía la tiene la cuestión de cómo puede
regularse una materia de interés de todos por igual. La producción de normas se halla primariamente sujeta al punto de
vista de la justicia y por este lado tiene su criterio primario de
corrección en los principios que dicen qué es bueno para todos
y por igual. A diferencia de las cuestiones éticas las cuestiones
de justicia no están referidas de por sí a un determinado colectivo y a su forma de vida. El derecho políticamente establecido
de una comunidad concreta, para ser legítimo, tiene que estar
al menos en consonancia con los principios morales, los cuales
pretenden también validez general allende la comunidad jurídica concreta” (Habermas 2005: 357).
El argumento pragmático presenta, casi siempre, un carácter instrumental y particularista, de suerte que sólo puede
admitirse en el discurso jurídico cuando estuviera subordinado
a las exigencias de una moralidad universalista. Interpretar
una norma como “regla” o “principio” según consideraciones
intrínsecamente pragmáticas puede generar el riesgo de fragilizar la idea de que en un discurso práctico el punto de vista
moral deba prevalecer sobre puntos de vista pragmáticos, especialmente cuando se trate de la aplicación de normas jurídicas, que poseen una pretensión de racionalidad porque constituyen el resultado de un proceso de argumentación regulado
por el principio del discurso (D) y por un conjunto de reglas de
proceso legislativo que se aproximan de una situación discursiva ideal. Es perfectamente concebible rechazar la aplicación
de una norma por razones morales aunque no exista ningún
argumento pragmático que justifique ese rechazo. La hipótesis
inversa, sin embargo, sería extremamente difícil de justificar.
238
Principios, reglas y derrotabilidad
3.1.2. La prioridad de los argumentos institucionales
Además, y ya adentrándonos en el aspecto jurídico en
sentido estricto de la pretensión de corrección, concebir el sistema jurídico como un sistema puro de principios puede generar un déficit de legitimidad democrática porque la existencia
de una decisión del legislador acerca de una conducta que
se debe seguir en un caso concreto (y no sólo de un valor o
una finalidad que se deba perseguir) pasa a ser considerada
como irrelevante. El legislador solamente expediría principios,
y nunca reglas, de modo que las normas de derecho fundamental adscriptas padecerían la misma indeterminación estructural de las normas de derecho fundamental directamente
estatuidas en la Constitución16 . El jurista práctico se encontraría en una situación semejante a la que Carlos Santiago
Nino imaginó para el agente moral que se pregunta sobre lo
que debe hacer ante de una situación concreta y concluye que
las normas jurídicas son irrelevantes para determinar el curso de su acción. Quienes actúan tan sólo con fundamento en
argumentos morales (argumentos puramente morales), si están equipados con un procedimiento (como la ética discursiva,
por ejemplo) capaz de justificar los principios o máximas que
orientan su acción, podrían dejar de considerar las decisiones
democráticas de la mayoría porque ellas serían “moralmente superfluas”. Esa situación, denominada por Santiago Nino
como la “paradoja de la irrelevancia moral del gobierno” (Santiago Nino 1989: 113 y ss), se repetiría en el modelo puro de
principios constitucionales, pero trasladada del discurso puramente moral al discurso jurídico. En una fórmula sencilla, así
como el agente moral podría determinar su acción “con independencia de lo que le prescriba el orden jurídico” (Santiago
Nino 1989: 118), el principialista podría determinar su acción
directamente de la ponderación de principios constitucionales,
con independencia de lo que le prescriba el legislador infraconstitucional, haciendo surgir así el dilema de la irrelevancia
jurídica de la legislación.
16. Para decirlo de otra manera, en un sistema puro de principios, las normas condicionales establecidas por el
legislador pierden su pretensión de estabilidad y así dejan de estar protegidas por los principios formales que
establecen que cuando hay una decisión del legislador sobre las determinaciones comportamentales en un caso
concreto (es decir, cuando hay una regla), esta decisión tiene prioridad prima facie sobre cualquier otra.
239
Thomas Bustamante
La salida que Santiago Nino presenta para el dilema de la
irrelevancia moral del gobierno es adoptar un constructivismo
epistemológico que reconozca que la democracia tiene valor
cognitivo para determinar el contenido de la moralidad, ya que
ella es un sucedáneo del discurso moral y sirve para aproximarnos, en la máxima medida posible, a una justicia procedimental pura en sentido de Jonh Rawls (Santiago Nino 1989: 127).
La democracia pasa a ser una forma de gobierno moralmente
relevante. La salida del principialista para el correlato dilema
de la irrelevancia jurídica de la legislación debe ser, por lo tanto, admitir la existencia de reglas que constituyen el resultado
de decisiones del legislador acerca de la conducta debida. El
establecimiento de tales reglas mediante el proceso legislativo
democrático (de manera que ya no se necesite repetir todas
las ponderaciones en cada caso concreto) tiene también valor
cognitivo para determinar el modo cómo las colisiones entre
principios constitucionales deben ser resueltas, en la medida
en que la situación discursiva en el discurso de justificación de
esas reglas se aproxima más a una situación ideal de habla
que en los procesos judiciales. La función de las reglas para un
sistema jurídico compuesto de reglas y principios es similar a
la función de la democracia para una (teoría de la) moralidad
constructivista. Un modelo puro de principios es, por lo tanto,
seriamente defectuoso desde el punto de vista del principio
democrático, que es uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho17.
17. En un escrito más reciente, Santiago Nino llega a hablar también del dilema de la aparente irrelevancia de
la Constitución. Una Constitución concebida descriptivamente como práctica social “no puede ser relevante,
por razones lógicas, para determinar en última instancia la validez de las demás normas jurídicas del sistema”
(Santiago Nino 1992: 25). Para fundamentar esa aserción un tanto polémica, Nino distingue los conceptos de
pertinencia y validez de una norma jurídica. Mientras la pertinencia de una norma jurídica a un Derecho determinado es un concepto descriptivo, la validez de esas normas es un concepto normativo: “Decir que una norma
es válida, en este sentido, quiere decir que la norma debe ser aplicada y observada, que tiene fuerza obligatoria”
(Santiago Nino 24-25). En ese sentido, Santiago Nino explica que la validez de las normas jurídicas suele ser
determinada por su origen. No obstante, cuando se cuestiona, desde el punto de vista interno (de los participantes en los discursos jurídicos), el fundamento de la validez (o obligatoriedad) de una norma de la Constitución,
la norma que establece su obligatoriedad “no podrá ser una norma jurídica, porque no es aceptada por cierto
origen” (es decir, porque no fue impuesta por una autoridad competente para introducirla en el mundo jurídico).
Como el proceso de fundamentación de la validez de las normas no puede seguir al infinito, argumenta Nino,
“tenemos que aceptar que alguna norma sobre el deber de obedecer a cierta autoridad sea en sí misma aceptada
por sus propios méritos y no porque a su vez fue formulada por otra autoridad”. Pero si una norma es aceptada
por sus propios méritos y no por su fuente, esa norma es una norma moral en la medida en que “satisface el rasgo
de autonomía” que Kant atribuía a las normas morales (Santiago Nino 1992: 28). Toda norma jurídica, por lo
tanto, tiene en una norma moral su fundamento de validez: “Paradójicamente, para determinar si una norma es
240
Principios, reglas y derrotabilidad
3.2. Un modelo puro de reglas
Los problemas de que adolece un modelo puro de principios han llevado muchos juristas a sostener un modelo de
sistema jurídico que consiste únicamente de reglas jurídicas.
La mayoría de los juristas que se inclinan por este modelo
son positivistas y temen que la ponderación de principios pueda erosionar la vinculación del juez al legislador democrático.
Juan Antonio García Amado ofrece un interesante modelo puro
de reglas que admite la derrotabilidad de las normas jurídicas.
García Amado duda de la racionalidad de la ponderación
y presenta duras críticas a la teoría de los derechos fundamentales de Robert Alexy. Sin embargo, no deja de reconocer
la derrotablidad de las normas jurídicas, así como que la indeterminación de dichas normas crea un espacio de discrecionalidad, que da lugar a que los tribunales o los operadores
del derecho puedan llevar a cabo juicios de valor. El juez, al
una norma jurídica, debe mostrarse que ella deriva de una norma moral que da legitimidad a cierta autoridad y
de una descripción de una prescripción de una autoridad. Si aceptamos que una norma que deriva de una norma
moral es en sí misma una norma moral, una norma jurídica – tal como ella aparece en un razonamiento justificatorio como el de los jueces –, es una especie de norma moral” (Santiago Nino 1992: 28). Más allá de la tesis de
la especialidad del discurso jurídico en relación al discurso moral, ese razonamiento conduce también a la tesis
de la superfluidad de la Constitución. Una vez aceptada la premisa de que es posible derivar normas concretas
directamente de esos principios morales, y la Constitución se vuelve irrelevante: “si la Constitución no contiene
ciertos contenidos, ella no es legítima y no puede ser un factor relevante para inferir juicios justificativos, y si
contiene tales contenidos ella es sobreabundante porque tales juicios justificatorios se infieren directamente
de los principios morales que prescriben tales contenidos para otorgarle legitimidad” (Santiago Nino 1992: 30).
Una salida para ese dilema es concebir los principios que fundamentan la Constitución como principios procedimentales, es decir, la Constitución es válida y legítima desde la perspectiva de los participantes por haber
sido producida de acuerdo con un procedimiento democrático: “el procedimiento no es considerado legítimo en
virtud de ciertos valores sino en función de su capacidad epistémica para permitir acceder a esos valores. La idea
es que el proceso de discusión y decisión democráticas es más confiable que otros para permitir conocer aquellos
principios morales fundados en la imparcialidad. De este modo, una norma jurídica de origen democrático se
convierte en relevante para el razonamiento práctico” (Santiago Nino 1992: 34). En este pasaje, Nino está tratando del problema de la validez (obligatoriedad) de la Constitución. Sin embargo, ese problema específico no
nos interesa en este ensayo. Aquí podemos, para efectos de argumentación, simplemente presumir la legitimidad
de la Constitución. Lo que importa aquí es la validez o obligatoriedad de la legislación, y para estos efectos la
solución apuntada arriba es razonable (no es necesario adentrar, por lo tanto, en la cuestión de la legitimidad de
los procedimientos para la creación de la Constitución). Si vivimos bajo una Constitución que establece procedimientos democráticos de producción del Derecho legislado, y si el legislador establece reglas que contienen
determinadas decisiones sobre la conducta a ser adoptada en un supuesto concreto, una diferenciación entre
principios y reglas, con prioridad prima facie de estas reglas en casos de conflictos con principios, es importante
para optimizar el valor epistemológico de la democracia. Necesitamos de los procesos democráticos porque ellos
nos muestran soluciones relevantes no sólo desde el punto de vista moral sino también desde el punto de vista del
sistema de Derechos fundamentales establecidos por las Constituciones. Las reglas establecidas en la legislación
deciden más que los principios, y por eso hay que haber una mayor vinculación a ellas. Esta es, en sí misma, una
razón para mantener la clasificación de las normas en reglas y principios.
241
Thomas Bustamante
elaborar la norma concreta de su decisión, “valora siempre”
(García Amado 2003: 52).
El positivismo de García Amado explica la derrotabilidad
de la siguiente manera:
“(omissis) vi) cuando el juez aplica una norma dándole
un significado que rebasa sus interpretaciones posibles ya no
está interpretando, sino creando una norma nueva que reemplaza (no meramente que concreta o complementa) a la
hasta entonces vigente; vii) tal reemplazo de la norma previa aplicable por otra de la mera cosecha del juez plantea un
grave problema de legitimidad, sean cuales sean las razones
con las que se justifique, y más en democracia, pues supone
la suplantación del legislador democrático, representante de
la soberanía popular, por otro poder, el judicial, que carece de
tal legitimación para la creación de normas opuestas a las del
poder legislativo; viii) hay numerosas ocasiones que el juez
sí está legitimado para aplicar normas de su creación, como
suceden en los casos de laguna, o de su preferencia, como
ocurre en los casos de antinomia no resoluble por las reglas
usuales para tal fin (lex superior, lex posterior, lex specialis)”
(García Amado 2008-a: 8-9).
Como se percibe, el autor explícitamente reconoce la
derrotabilidad como una característica general de las normas
jurídicas, aunque asuma una posición extremadamente cautelosa en cuanto a la justificación de la inaplicabilidad de una
norma general por medio de la creación de normas individuales por el poder judicial.
Hay dos aspectos interrelacionados que se encuentran
en la raíz del concepto de derrotabilidad adoptado por García Amado: el escepticismo acerca de la clasificación de las
normas jurídicas en principios y reglas y el minimalismo en
relación con las teorías contemporáneas de la argumentación
jurídica. Estas dos ideas permiten al autor sostener la tesis de
que la derrotabilidad de las normas jurídicas sólo puede tener
su fundamento en las “convenciones sociales conformadoras
242
Principios, reglas y derrotabilidad
del Derecho” (García Amado 2009, apartado 2). Como este
segundo aspecto será discutido más adelante, por ahora nos
concentraremos en el primer aspecto de su teoría: el escepticismo acerca de la distinción rígida entre principios y reglas.
En cuanto a la teoría de los principios, García Amado sostiene las siguientes tesis:
“1. La ponderación (Abwägung), como método, no tiene
autonomía, pues su resultado depende de la interpretación de
las normas constitucionales y/o legales que vengan al caso.
2. Cuando los Tribunales Constitucionales dicen que ponderan siguen aplicando el tradicional método interpretativo/
subsuntivo, pero cambiando en parte la terminología y con
menor rigor argumentativo, pues dejan de argumentar sobre
lo que verdaderamente guía sus decisiones: las razones y valoraciones que determinan sus elecciones interpretativas.
3. (…) No hay diferencias cualitativas y metodológicamente relevantes entre: a) Reglas y principios; b) Decisiones
de casos constitucionales y casos de legislación ordinaria.
4. Todo esto implica que todo caso, tanto de legalidad ordinaria como constitucional, puede ser presentado, decidido y
fundamentado como caso de conflicto entre principios (incluso
constitucionales) o de subsunción bajo reglas. Esto, más en
concreto, quiere decir: (i) Que todo caso de legalidad ordinaria
puede ser transformado en caso de conflicto entre principios.
(ii) Que todo caso de los que deciden los Tribunales Constitucionales puede reconducirse a un problema de subsunción de
hechos bajo (la referencia de) enunciados, con la necesaria
mediación, por tanto, de la actividad interpretativa, es decir,
de decisiones de atribución de significado (de entre los significados posibles)” (García Amado 2008-b: 15-16).
García Amado intenta comprobar tales tesis por medio
de un análisis detallado de la fundamentación de las decisiones citadas por Robert Alexy en su Epílogo a la teoría de los
derechos fundamentales (Alexy 2002). Este análisis pretende
243
Thomas Bustamante
demostrar la inutilidad y la irracionalidad de las tres reglas
de argumentación presupuestas por la denominada máxima
de la proporcionalidad, lógicamente implícitas en la definición
de “principios jurídicos” que ofrece Alexy. Para García Amado,
en todas las situaciones de aplicación de los subprincipios de
idoneidad (adecuación), necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, el resultado “está condicionado por la voluntad o
capacidad del juzgador para introducir alternativas de análisis
comparativo entre derechos positiva y negativamente afectados por la acción normativa que se enjuicia”. Esta elección
de los principios y de los hechos que van a ser ponderados
es, contrariamente al que los principialistas suelen decir, completamente subjetiva. Los teóricos del derecho deberían, por
consecuencia, conformarse con que no hay un método racional para dar a estos casos un grado mínimo de objetividad, ya
que la decisión es esencialmente valorativa. (García Amado
2008-b: 30-31).
3.2.1. El modelo puro de reglas y el problema de la derrotabilidad
El modelo puro de reglas jurídicas propuesto por García
Amado implica la aceptación de las dos tesis kelsenianas mencionadas anteriormente (la tesis de las reglas y la tesis de la
derrotabilidad).
García Amado debe, pues, responder a la siguiente pregunta que Kelsen ha dejado sin respuesta: ¿Cómo se puede
justificar la derrotabilidad de una norma jurídica cuando se
rechaza la existencia de principios jurídicos? Si el operador del
derecho está autorizado a construir una nueva excepción al
supuesto de hecho de una regla jurídica validamente establecida por el legislador, ¿qué tipo de argumentos jurídicos puede
utilizar para fundamentarla?
La respuesta se ofrece dentro de la líneas del positivismo
jurídico convencionalista de, entre otros, Juan Carlos Bayón.
El núcleo irrenunciable del positivismo para este autor está en
que la realidad del derecho es puramente convencional: “los
244
Principios, reglas y derrotabilidad
límites de las convenciones son los límites del derecho” (Bayón 2000: 111). Se reconoce que las condiciones de verdad
de cualquier proposición jurídica podrán incluir, además de los
textos legislativos y del material normativo institucionalizado
en las fuentes formales del derecho, un conjunto de “convenciones interpretativas” que establecen los criterios para la interpretación y la aplicación del derecho. Sin embargo, estos
criterios sólo pueden justificar la introducción de una excepción en el supuesto de hecho de las reglas jurídicas generales
con una única condición: si estas excepciones estuvieren fundamentadas convencionalmente. La denominada colisión de
derechos fundamentales, por ejemplo, en lugar de presentarse como una colisión de principios, puede ser resuelta sobre la
base de las convenciones inherentes al derecho positivo.
“[...] Dichas convenciones predeterminan múltiples relaciones de prioridad – en especial, relaciones de prioridad condicionadas – entre normas en colisión, lo que hace posible que
en muchas ocasiones – aunque, desde luego, no siempre – la
llamada ‘ponderación’ de derechos fundamentales o bienes de
relevancia constitucional en conflicto no consista en una elección discrecional del aplicador entre alternativas abiertas (un
‘atribuir peso’ a lo que hasta entonces no lo tenía), sino en el
seguimiento de un criterio convencionalmente predeterminado (un ‘reconocimiento’ del peso que algo tiene previamente
atribuido)” (Bayón 2000: 113).
En este sentido, García Amado afirma que el positivista
que se enfrenta al fenómeno de la derrotabilidad normativa
sólo puede admitir “aquellas excepciones basadas en el sentido común, en lo comúnmente sentido por los ciudadanos como
obvio, como evidente” (García Amado 2009, apartado 1).
García Amado describe la convencionalidad del fenómeno
jurídico como un fenómeno que se manifiesta en tres fases o
dimensiones. En la primera, el carácter convencional de la ley
se manifiesta porque sus normas derivan de ciertas autoridades con competencia para crear normas generales que gozan
de obligatoriedad desde la óptica jurídica. El derecho, en este
245
Thomas Bustamante
contexto, se identifica por su origen o su fuente en el sentido
de autoridad con la facultad para instituirlo (fuente-autoridad).
En la segunda, el derecho es convencionalmente establecido
por intermedio de la “plasmación de las normas jurídicas” en
determinados textos o materiales normativos (textos-fuente).
Esta dimensión nos ayuda a formular [las normas derivadas
de las decisiones de las autoridades] para que puedan poseer
un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios”. Por
último, la tercera dimensión se compone de una serie de convenciones interpretativas que permiten identificar los contenidos normativos concretos para cada caso en particular. Estas
convenciones interpretativas, se dice, son también parte del
derecho. (García Amado 2009, apartado 1).
En esta tercera dimensión está la clave de la derrotabilidad. García Amado cree que “puede suceder que estén (convencionalmente) reconocidas pautas ‘interpretativas’ (...) que
permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados posibles del textofuente, del enunciado contenido en el texto-fuente” (García
Amado 2009, apartado 1). Contra las teorías iusnaturalistas o
“iusmoralistas” que creen en la existencia de un derecho natural por encima del derecho positivo, argumenta que algunas
de estas convenciones interpretativas (o “convenciones sociales conformadores del derecho”) (García Amado, apartado
2) pueden utilizarse para reconocer excepciones implícitas en
determinadas normas jurídicas positivas. Tales convenciones,
explica el autor, no se entienden únicamente según un sentido
estricto que incluya solamente las pautas socialmente reconocidas para determinar el significado literal de los enunciados
normativos contenidos en el texto-fuente, sino también en un
sentido más amplio, capaz de abarcar a cualquiera convención
existente en una sociedad que sirva como canon de la interpretación jurídica. Entre estas convenciones se incluirían las
“convenciones acerca de la realidad empírica” (convenciones
científicas), las convenciones “acerca de la manera de entender el mundo y razonar” (convenciones lógicas y matemáticas)
y otras convenciones que subyacen en el fenómeno jurídico y
246
Principios, reglas y derrotabilidad
se asumen en el discurso jurídico (a ejemplo de las convenciones lingüísticas) (García Amado 2009, apartado 2).
Estas convenciones estarían en la base del denominado
argumento ad absurdum, lo que se entiende como una técnica
argumentativa de gran alcance y capaz de justificar la derrotabilidad de las normas jurídicas. García Amado incluso admite
un fundamento moral para la derrotabilidad de una normal
general en un caso particular, en el supuesto de que se esté
delante de una moral social (y, por lo tanto, una moral convencionalista) incorporada en las normas de derecho positivo,
y no de una moralidad critica (García Amado 2009, apartado
2 in fine).
3.2.2. La derrotabilidad y el problema del conflicto entre
normas jurídicas
La derrotabilidad de las normas jurídicas se explica generalmente por el hecho de que una norma jurídica no se conforma a la llamada ley del refuerzo del antecedente. Un enunciado comple con la ley del refuerzo del antecedente cuando
la relación entre los supuestos y las consecuencias que él establece sigue siendo válida también si son añadidas nuevas
condiciones a su antecedente. Por lo tanto, una norma del tipo
A → OB permanecería válida aunque fuesen añadidas las condiciones C, D o E, a la vez que ninguna de estas condiciones
podría obstaculizar la consecuencia jurídica OB18 . No importa
cuantas condiciones se agreguen a la descripción del supuesto
de esta norma, sus consecuencias permanecerán inalteradas.
En este sentido, García Figueroa (2003: 203-204) sostiene que las normas no derrotables poseen una definición
completa de sus condiciones de aplicación y, por lo tanto, se
conforman a la ley del refuerzo del antecedente, mientras que
las normas derrotables no presuponen un supuesto de hecho
cerrado y tampoco se conforman a la ley del refuerzo antecedente. Es evidente, sin embargo, que en un sistema dinámico
de normas jurídicas pocas son las normas que pueden ser consideradas no derrotables en esta acepción.
18. Tendríamos, así, A & C →OB; A & D → OB; A & E → OB, etc.
247
Thomas Bustamante
La derrotabilidad de una norma surge de la interacción de
dicha norma con otras que forman parte del mismo sistema.
En este punto, la explicación de García Amado es particularmente esclarecedora. Este autor sostiene correctamente que
la capacidad de una condición C para justificar una excepción
a la norma A → OB “no puede derivar de la mera concurrencia,
fáctica, de la circunstancia C” (García Amado 2009, apartado
3). Una norma N1, que establece una relación de tipo A → OB,
sólo puede ser derrotada frente a una condición C si C es el
supuesto de hecho de otra norma N2 que prevé la consecuencia ⌐OB. En otras palabras, puede describirse la condición que
justifica la derrotabilidad como un caso cubierto tanto por el
supuesto de hecho de la norma N1 como por lo de la norma
N2: se trata de un típico conflicto normativo. El resultado del
conflicto entre estas normas es que se puede establecer, mediante argumentos jurídicos, una norma individual que contiene una excepción en N1.
La derrotabilidad se explica a partir de la posibilidad de
conflictos entre distintas normas jurídicas que forman parte
del mismo sistema normativo. En caso de conflicto entre N1 y
N2, sostiene el autor que para que N2 (la norma A → ⌐ OB)
pueda derrotar N1 (la norma A→ OB), N2 debe ser considerada como una norma jerárquicamente superior a N1:
“Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del Derecho. (…) Una norma sólo puede
ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su
supuesto de hecho o antecedente en una circunstancia que la
hace aplicable y, por otro lado, la antinomia se solventa por
una especie de juego de la ‘lex superior’, por la superior jerarquía de la norma derrotante” (Garcia Amado 2009, apartado
3).
Admitir la derrotabilidad, el autor concluye, es admitir la
posibilidad de un conflicto entre normas en el que una norma de superior jerarquía derrote a otra de inferior jerarquía a
ésta. La diferencia entre el iusnaturalista y el positivista está
en que el iusnaturalista sostiene la existencia de una morali248
Principios, reglas y derrotabilidad
dad objetiva que está por encima del derecho positivo y que
condiciona su validez, mientras que el positivista únicamente
permite la derrotabilidad de una norma por otra norma que le
sea superior (aunque probablemente implícita) y que forme
parte del mismo sistema jurídico.
3.2.3. Una crítica al modelo puro de las reglas jurídicas
La critica al modelo puro de reglas puede adoptar dos
puntos de partida: puede insistirse en la existencia de una clasificación estructural de las normas jurídicas, a la manera en
que, por ejemplo, lo hace Alexy, o rechazarse la tesis de que
los argumentos convencionalistas son los únicos que pueden
ser utilizados para derrotar una norma jurídica válida. En seguida adoptaré, pues, estas dos estrategias.
A) La inevitabilidad de la ponderación de principios
La primera estrategia consiste en demostrar que la negación de la existencia de normas-principio, en lugar de reducir
el margen de discrecionalidad del poder judicial o aumentar
el grado de control del razonamiento jurídico, amplía el poder
arbitrario de los tribunales constitucionales y oscurece una importante parte de la argumentación jurídica.
Las constituciones neoconstitucionalistas hacen inevitable la ponderación entre los derechos fundamentales. No se
puede negar la necesidad de sopesar bienes y derechos fundamentales en colisión. Las teorías que niegan esta realidad
– sea sosteniendo una forma de conceptualismo según el cual
la interpretación del texto constitucional es capaz de definir
exhaustivamente los “límites inherentes” de los derechos fundamentales o proponiendo una especie de jerarquía rígida entre estos derechos – terminan por encubrir tal ponderación y
remiten la decisión a un oscuro proceso mental de interpretación según parámetros intuicionistas. Así lo explica Ana Paula
Barcellos (2005:70):
“Si el proceso interpretativo corresponde a una declaración sencilla de los limites inmanentes y preexistentes del
249
Thomas Bustamante
derecho subjetivo, el interprete se siente liberado de las cargas de argumentación que acompañan la ponderación. Hay
más espacio para el arbitrio y para el abuso. Lo mismo puede
decirse sobre el conceptualismo. En la forma descrita por los
autores que tratan de este tema, el proceso de delimitación o
construcción del concepto encontrado en el derecho subjetivo
se identifica, en la práctica, con el empleo de la propia técnica
de la ponderación”.
Creo que García Amado, al negar la existencia de normas
y principios y aducir que de las disposiciones constitucionales
siempre se puede extraer, por medio de la interpretación, una
regla directamente aplicable, no está aumentando, sino disminuyendo, la carga argumentativa que se impone a la actividad
jurisdiccional. Esta conclusión puede ser vista en la reconstrucción que el autor hace de la argumentación desarrollada
por el Tribunal Constitucional Alemán en el caso Titanic, citada por Alexy como ejemplo paradigmático de ponderación de
principios.
En el caso Titanic, el Tribunal Constitucional Alemán ha
considerado que “no hay ofensa al honor” al calificarse de
“asesino nato” (en un tono satírico) a un oficial reformado
que, a pesar de haber sufrido un accidente que le ha dejado
parapléjico, luchaba para participar de actividades militares.
Para Alexy, el Tribunal ha considerado que la condena a un
periódico a pagar daños y prejuicios por el uso de estas palabras sería “una limitación grave de la libertad de expresión,
mientras que la afectación del derecho al honor tendría como
máximo una afectación de grado medio, por tratarse de una
sátira y ser una fórmula empleada también en otras ocasiones y con otros personajes” (García Amado 2008-b: 48; Alexy
2002: 27-31).
De otra parte, en el mismo fallo, se decidió también que
el uso de la palabra “tullido” para referirse a la misma persona sería una vulneración “muy grave o extraordinariamente
grave” del derecho al honor, vez que el término empleado “es
expresión humillante y que manifiesta falta de respeto”. Así,
una intromisión grave en la libertad de expresión, consistente
250
Principios, reglas y derrotabilidad
en la condena de la obligación de indemnizar, “está compensada por la gravedad por lo menos idéntica del atentado contra
el derecho al honor” (García Amado 2008-b: 48; Alexy 2002:
27-31).
García Amado afirma que es posible reconstruir esta decisión “bajo un esquema interpretativo/subsuntivo, prescindiendo de ponderaciones de principios”. Si esta reconstrucción
fuera posible, entonces la ponderación de hecho se tornaría
innecesaria, o al menos intercambiable con el modelo tradicional de la subsunción.
La reconstrucción está propuesta de la manera siguiente:
“Hay una norma constitucional (Art. 5 aptdo. 1, párrafo 1 LF)
que consagra la libertad de expresión. Hay otra norma constitucional (Art. 5 aptdo. 2 LF) que establece como límites a tal
libertad de expresión los que disponga con carácter general la
ley, y la protección de la juventud y el honor de las personas”.
Afirma el autor que es posible reconstruir esas normas del siguiente modo (García Amado 2008-b: 49):
“Está permitida toda expresión que no atente contra el
honor de las personas”.
En representación formal (x = cualquier expresión; h =
honor; ¬ negación):
(1) Px ↔ (x → ¬ h).
El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema:
“Se comienza por acotar categorías de grado de abstracción intermedio entre esos dos polos (los concretos calificativos -”nacido asesino”, “tullido”- y el derecho al honor). Se
usan aquí los dos siguientes: sátira e insulto. Una sátira no es
un atentado contra el honor; un insulto, sí.
Una sátira (s) no supone un atentado contra el honor:
(2) s → ¬ (¬h)
251
Thomas Bustamante
Lo que vale tanto como decir que es compatible con el
respeto debido al honor.
(2´) s → h
En cambio, un insulto (i) sí daña el derecho al honor:
(3) i → ¬ h
Cabe, y es conveniente siempre que sea posible, definir
mediante sus características esas categorías. Así veremos más
abajo que esto es lo que hace el Tribunal con la noción de sátira. Así que si lo que define la sátira es la posesión de las notas
(n) 1, 2 y 3, tenemos que
(4) (n1
^ n2 ^ n3) → s
con lo que, por lo que ya sabemos
(5) [(n1
^ n2 ^ n3) → s] → h
(…)
En un nuevo paso de este razonamiento interpretativo/
subsuntivo, habrá que echar mano a la argumentación de esas
circunstancias en favor o en contra de entender que las expresiones que se discuten (“nacido asesino”, “tullido”) sean sátiras o insultos. Si llamamos “c” a esas circunstancias, podemos
representar así ese paso:
(6) [(c1...cn → n1...nn)] → (e → s/i)
con lo que, en función de cómo despejemos s/i resultará
que la expresión “e” está o no está permitida:
(7) [[(c1...cn → n1...nn)] → (e → s/i)] → Pe/¬Pe” (García
Amado 2008-b: 50-52).
Sobre la base de esta reconstrucción, el autor llega a la
conclusión siguiente, por la cual la ponderación sería un procedimiento en todo innecesario:
252
Principios, reglas y derrotabilidad
“(…) A lo largo de este razonamiento en ningún momento
se han ponderado o sopesado derechos, ni en abstracto ni a
la luz de las circunstancias del caso. Lo único que se sopesa son las razones que avalan cada paso en ese proceso de
concreción interpretativa. Se sopesan razones interpretativas,
es decir, razones para adscribir significados o, dicho de otra
forma, razones para admitir que una determinada categoría
encaja (se subsume) o no bajo la referencia de una categoría
más general. Así, (2) es resultado de valorar (ponderar) las
razones por las que una sátira no se considera incompatible
con el respeto al honor; (3) es el resultado de valorar (ponderar) las razones por las que se considera que un insulto atenta
contra el honor; (4) es el resultado de valorar (ponderar) cuál
es la mejor definición de sátira, cuáles son sus notas definitorias; (6) es el resultado de valorar (ponderar) la relevancia de
las circunstancias concurrentes, a efectos de ver si estamos o
no bajo una conducta que encaja o no bajo las categorías de
sátira o insulto” (García Amado 2008-b: 52).
Es con base en estas conclusiones que García Amado sostiene las tesis de que “no hay diferencia cualitativa entre las
decisiones que versan sobre conflicto entre derechos fundamentales y sobre cualquier otro tipo de conflicto jurídico” y de
que “no hay diferencia cualitativa entre el tipo de normas que
Alexy denomina reglas y a las que él llama principios”.
Es posible, sin embargo, refutar estas conclusiones, aunque no por medio de una critica interna al razonamiento de
García Amado. Una contra-critica satisfactoria debe comprobar que no son verdaderas las premisas iniciales de tal razonamiento, con el fin de demostrar que no es correcto decir que
se ha prescindido de la ponderación de principios.
Para avanzar por este camino, volvamos a los enunciados
constitucionales que garantizan la “libertad de expresión” y la
“protección al honor individual”. En ese sentido, parece correcto argumentar, como hace García Amado, que de la conjunción
253
Thomas Bustamante
de estas dos normas se puede deducir una regla según la cual
“está permitida toda expresión que no atente contra el honor
de las personas”. Sin embargo, no se puede deducir, a contrario sensu, que esté prohibida (o exija el pago de una indemnización) toda expresión que de alguna manera interfiera en el
honor de las personas19 .
Esta afirmación se justifica precisamente porque las dos
normas en cuestión (la que protege la “libertad de expresión”
y la que protege el honor) pueden caracterizarse como principios, pues ninguna de las dos es exacta en el sentido de
determinar, por medio de una estructura binaria del tipo “se
A, entonces B” (p → q), sus supuestos de hecho y consecuencias jurídicas respectivas. Por lo tanto, una restricción “grave”
de la libertad de expresión no se justifica cuando representa
una injerencia “leve” en el honor personal (como, por ejemplo,
ocurre en una sátira)20 .
Por lo tanto, los enunciados (2) y (3), que en realidad
son las verdaderas reglas adscritas del análisis combinado de
las dos disposiciones constitucionales invocadas, no se derivan
automáticamente de la norma (1), sino que aparecen como el
resultado de un discurso de aplicación de las normas constitucionales que prevén la libertad de expresión y la protección
del honor individual.
Se ve, pues, que el esquema elaborado por García Amado demuestra lo contrario de lo que afirma, esto es: la indispensabilidad de la ponderación de principios, ya que las reglas
adscritas (2) y (3) son, de hecho, reglas de prioridad condicionada que aparecen como el resultado de una ponderación de
los principios de la libertad de expresión y de la protección del
honor individual. Son reglas adscritas porque tienen un contenido normativo adicional a las dos normas iniciales, ya que el
19. Se ve, por lo tanto, que la representación formal de esa norma no podría ser Px ↔ (x →¬ h), sino Px → (x
→¬ h), lo que significa que las normas adscritas (2) y (3) no pueden ser inferidas de (1).
20. Afirmar que una sátira como la expresión “asesino nato” no es apta a interferir, en cualquier medida (es decir,
mismo en un grado leve), en el honor personal de un militar me parece una afirmación desrazonada. El honor y
el imagen individual no son bienes que sólo pueden o ser destruidos o permanecieren intocados; ellos pueden
ser atingidos en diferentes intensidades.
254
Principios, reglas y derrotabilidad
legislador constituyente no decidió anticipadamente cómo solucionar las colisiones entre los dos derechos fundamentales.
Es precisamente la ausencia de tal decisión – es decir,
la ausencia de los supuestos y de las consecuencias de cada
una de las normas que garantizan las libertades individuales
– lo que hace que ciertas normas puedan caracterizarse como
principios y, por lo tanto, estén sujetas a la ponderación según la máxima de la proporcionalidad.
En el ejemplo citado, el fallo Titanic, para una decisión
razonable se requiere tanto una ponderación de principios (en
el comienzo, para llegar hasta los enunciados “2” y “3”) como,
después de la determinación del resultado de la ponderación,
una subsunción de los hechos en la regla adscrita establecida
para solucionar la colisión. En la hipótesis de descartarse el
análisis del caso en términos de ponderación de principios, lo
que se hace es simplemente ocultar la primera parte de este
razonamiento, por creer que todo el razonamiento jurídico se
agota en la segunda. Sin embargo, optar por esta vía, en lugar
de aumentar, disminuye las posibilidades de análisis y control
de las motivaciones de las decisiones judiciales21 .
En este particular, criticamos el hecho de que García
Amado visualice los modelos de principios (ponderativo) y de
reglas (subjuntivo) como antagónicos e incompatibles, cuando
en realidad se presentan como complementarios e interrelacionados. En el fallo Titanic, por ejemplo, la interpretación del
artículo 5 apartados 1 y 2 de la Ley Fundamental Alemana
lleva a la enunciación de dos principios constitucionales que,
debidamente ponderados, conducen a las normas adscritas
(2) y (3). Después de este paso, es decir, en los pasos (4) a
21. El mismo pasaje de García Amado que trascribí arriba fue también criticado, con argumentos quizás mejores
que los míos, por Carlos Bernal Pulido (2007-b: 321-322). Por no haber conocido este ensayo cuando publiqué
por primera vez esta crítica a García Amado (Bustamante 2008), cometí involuntariamente la injusticia de no
haber citado el trabajo de mi distinguido colega. A pesar de las diferencias en las estrategias para criticar el
razonamiento de García Amado, Bernal Pulido y yo llegamos a las mismas conclusiones. En efecto, el autor
concluye, de manera muy semejante a lo que hacemos aquí, que el ejemplo de García Amado demuestra que
“la ponderación no solo no es superflua, sino que resulta imprescindible y evita un déficit de fundamentación”.
Además, “la ponderación cumple la función de fundamentar aquello que la subsunción solo afirma”, y por lo
tanto “la subsunción y la ponderación necesitan la ponderación” (Bernal Pulido 2007-b: 321-322).
255
Thomas Bustamante
(7), la actividad sí que es de subsunción. Por lo tanto, en las
etapas finales de su razonamiento el tribunal sí lleva a cabo
una subsunción, aunque antes de tal razonamiento subsuntivo
el Tribunal haya tenido que ponderar los principios en ruta de
colisión para llegar hasta las reglas que definen las condiciones de prioridad entre ellos, pues no había anteriormente en la
legislación una regla adscrita que tratara de manera distinta la
sátira y el insulto. La ponderación de principios, en casos como
el Titanic, es simplemente inevitable.
B) Las convenciones, la derrotabilidad y la argumentación jurídica
Inicialmente, debe reconocerse que tiene razón García
Amado cuando afirma que una condición C sólo puede fundamentar la derrotabilidad de una norma N1 si se supone que C
sea el supuesto de hecho de otra norma N2, la cual entra en
conflicto con N1 y prevalece sobre aquella en el caso particular.
Quizás no sea exacto, sin embargo, que las situaciones
de derrotabilidad resulten de un conflicto jerárquico entre normas jurídicas. Un conflicto entre N1 y N2, solo podría ser resuelto a partir de la formulación tradicional del criterio jerárquico si la norma inferior (N1) fuera invalidada por completo,
y no apenas alejada en una situación específica. Los conflictos
normativos en que se aplica el criterio jerárquico se refieren a
la validez y alcanzan no sólo un aspecto particular del antecedente de la norma, sino a la totalidad de su supuesto fáctico.
Frente a conflictos jerárquicos de normas, ya no estaríamos
hablando de derrotabilidad, sino de invalidez o inconstitucionalidad de N1.
Por lo tanto, en los conflictos normativos subyacentes a
las situaciones de derrotabilidad, parece más acertado describir N2 como una norma jurídica especial que no existía antes
del caso en cuestión, sino que fue creada por el operador del
derecho en este caso particular. N2 no es ni una excepción im256
Principios, reglas y derrotabilidad
plícita a N1 ni tampoco una norma de jerarquía superior a N1,
sino una norma especial que posteriormente se introdujo en el
sistema de normas jurídicas.
En un de los ejemplos que utiliza García Amado (2009,
apartado 1), si hay N1, que prohíbe la entrada de vehículos
en una zona determinada, la norma N2, que autoriza la entrada de las ambulancias en dicho perímetro para proteger la
vida de una persona gravemente enferma, debe ser entendida
como una norma excepcional, y no una norma jerárquicamente superior. Dicha norma especial es una nueva norma, que
originalmente no formaba parte del sistema jurídico al que
tanto N1 y N2 ahora pertenecen.
Este reparo, sin embargo, no invalida el enfoque convencionalista a que García Amado presta adhesión. Todavía es posible argumentar que N2 es una norma excepcional que está
fundamentada por una “convención social” conformadora del
derecho. N2 puede, por ejemplo, justificarse sobre la base de
ciertos parámetros definidos por una moral social que rodea el
derecho positivo y se ha incorporado a las convenciones interpretativas establecidas por los juristas en las interpretaciones
de este derecho. Sin embargo, un tal enfoque puramente convencionalista puede todavía ser objetado.
El enfoque convencionalista presupone una forma de ver
el derecho que mira sólo hacia el pasado. El derecho se presenta como un objeto estático que se relaciona con una moralidad igualmente estática, de la cual debe ser claramente diferenciado. Ese es el punto nuclear del paradigma “positivismo
versus iusnaturalismo”, que presupone un esencialismo tanto
con relación al derecho como en lo que se refiere a la moral.
Explica con claridad García Figueroa que en este paradigma
el positivismo se define como la doctrina que niega la tesis de
la conexión necesaria entre el derecho y la moral, mientras
que el iusnaturalismo se define como la tesis que establece
esta conexión. Ambos parecen, a pesar de ofrecer diferentes
respuestas a preguntas comunes, alimentarse mutuamente y
257
Thomas Bustamante
mantener uno al otro como respuesta posible (García Figueroa
2006). Tanto los positivistas como los iusnaturalistas parecen
tener en mente, también, una moralidad de naturaleza objetiva, que tiene existencia al margen de las convenciones y de
las prácticas sociales en las que los participantes en el discurso se encuentran inseridos. El iusnaturalismo prevé una única
moral correcta que está por encima del derecho y determina
su validez, mientras que el positivista o niega la existencia de
tal tipo de moralidad o sostiene que el derecho se forma con
total independencia de ella22 .
Formulada la cuestión de esta manera (es decir, de modo
que no hay alternativa entre el positivismo y el iusnaturalismo
metafísico), es natural que el positivismo se consagre como
victorioso. El positivismo aparenta ser democrático, mientras
el iusnaturalismo absolutista; el positivismo es modesto, mientras el iuspositivismo se acerca a la arrogancia al sostener la
existencia de una única ley moral objetivamente correcta; el
positivismo es secular y respeta las diferencias, mientras el
iusnaturalismo está normalmente asociado a una visión metafísica y encantada del mundo da vida, que a menudo recurre a
las fundamentaciones religiosas.
Este es precisamente el contexto del positivismo de García Amado. De hecho, el autor presenta un iusnaturalismo
puro y metafísico como la única alternativa lógicamente posible a su positivismo convencionalista y describe de la siguiente
manera el modo como un no-positivista ve la derrotabilidad de
las normas jurídicas: “Lo que para el iusmoralismo legitima la
decisión del juez, que expresa la derrota de la norma positiva,
es la aplicación por el juez de una norma de la moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está por encima del
‘derecho positivo’” (García Amado 2009: apartado 2).
22. Quizás esta concepción de moralidad no esté presente en todos los autores positivistas, principalmente en los
más contemporáneos. No obstante, a pesar de no se poder analizar la procedencia general de esta afirmación en
este trabajo, es posible afirmar que esa forma de percibir la moral está subyacente a la descripción que García
Amado hace de todas las teorías no positivistas sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas (véase García
Amado 2009, apartados 2 y 3). Por lo tanto, puede criticarse su teoría si se consigue demostrar que esa no es la
mejor forma de definir la moralidad.
258
Principios, reglas y derrotabilidad
El propio contraste entre una moralidad crítica y una moralidad social o “positiva” es una manifestación de este modo
de pensamiento. En efecto, la tradicional distinción entre una
moralidad crítica (ya sea racional o de base metafísica) y una
moralidad social (eminentemente convencional) parte siempre
de la premisa esencialista de que existe una moral objetiva
que “está ahí” y puede ser conocida por un observador sociológico. Una moral social, por ejemplo, puede ser definida como
un conjunto de convenciones que se forman tal cual el derecho
positivo. Una teoría institucionalista del derecho, por ejemplo,
tiene graves dificultades para diferenciar la moral social del
propio derecho positivo23 .
En este sentido, el positivismo convencionalista de García
Amado aparenta elegir su enemigo y disparar toda su artillaría
contra un iusnaturalismo de base metafísica que prácticamente no encuentra defensores en la filosofía jurídica contemporánea. Cuando Alexy y otros juristas más recientes como, en
España, García Figueroa, sostienen la existencia de una relación entre el derecho y la moral, lo que estos juristas tienen
en mente es una moralidad constructivista formada a partir de
la confrontación discursiva de los participantes de un discurso
racional, en el que se plantean diversas pretensiones de validez universal para ciertas normas de conducta. Una norma no
puede considerarse “moral” si no es capaz de ser validada en
un discurso de justificación que se realice en condiciones ideales de igualdad absoluta entre los participantes de este discurso. La tesis de que hay conexiones entre el discurso práctico
y el discurso jurídico implica, por lo tanto, una conexión entre
el derecho y una moralidad constructivista que nada tiene que
ver con la moral “subjetiva” del juez o con una moralidad metafísica y un derecho natural platónico que se queda encima
del derecho positivo. El debate sobre las conexiones entre el
derecho y moral, por lo tanto, ha de realizarse en un contexto
donde esté claro el concepto y los criterios de corrección de la
moral abogados por los no positivistas. En otras palabras, no
23. Véase, en este sentido Neil MacCormick (2007: capítulos 14 y 15), donde queda claro el parecido de familia
entre la moral positiva y el derecho.
259
Thomas Bustamante
se puede descartar el no positivismo o atribuirle la tacha de
antidemocrático o irracionalista sin presentar un argumento
contra su teoría moral.
Lo que se sostiene aquí es una moral constructivista y
procedimental, una moral que siempre puede ser revisada y
cuyos puntos de vista normativos pueden siempre ser criticados y cuestionados por cualquier hablante. Una moralidad tal
no existe fuera de un ambiente democrático y es completamente independiente de cualquier residuo metafísico.
Lo que llama la atención es el hecho de que García Amado
no presente un argumento contra la moral procedimental de
Habermas y contra el criterio pragmático-universal para fundamentar sus normas y, al mismo tiempo, afirme que la tesis
de la unidad del discurso práctico, que implica una conexión
entre el derecho y la moral procedimental, debe ser rechazada
por las mismas razones por las cuales el iusnaturalismo metafísico, de matiz religioso, no merece ser acatado24 .
Creo, en este sentido, que la crítica al neoconstitucionalismo se desvanece cuando se establece una distinción entre el
realismo moral y el constructivismo ético, que es imprescindible antes de decidir si el discurso jurídico puede o no ser considerado un caso especial de discurso práctico. En este sentido,
el texto de García Figueroa es particularmente ilustrativo:
“Frente a los planteamientos del realismo moral, el constructivismo ético considera que la moral no es algo que esté
ahí fuera, sino algo que construimos de acuerdo con un procedimiento racional y que los teóricos descendientes de Kant
consideran que se construye discursiva y no monológicamente. En tal caso, nuestros juicios morales dependen en alguna
medida de una contingencia imprevisible: las particulares concepciones del mundo de los futuros participantes en el discurso moral” (García Figueroa 2009, apartado 2.2.2.1).
24. De hecho, puede decirse que una moral religiosa tiene mucho más semejanzas con el derecho positivo que
con una moral constructivista. Su fuente es la autoridad de un intérprete que tiene legitimidad para decir cuál es
la moral correcta o verdadera; sus normas están positivazas en un texto-base que forma un código o una unidad;
esas mismas normas son garantizadas por medio de la amenaza de imposición de sanciones (aunque no sean
sanciones físicas aplicables en este mundo o en esta vida).
260
Principios, reglas y derrotabilidad
La cita arriba tiene la virtud de mostrar que los defensores de un constructivismo ético no están tan lejos de aquellos
que apelan a ciertas convenciones sociales como justificación
de las normas que derrotan las normas de derecho positivo en
los casos difíciles.
El constructivista necesita de las convenciones sociales
para que el discurso práctico pueda desarrollarse. Estas convenciones sociales a las que se refiere García Amado se encuentran en el inicio del discurso práctico y forman una especie
de terreno común desde donde parten las argumentaciones
prácticas destinadas a basar las pretensiones de validez normativa rescatadas por medio del discurso. El discurso práctico
es un tipo especial de situación discursiva que se define por
la existencia de ciertas reglas de argumentación que definen
un procedimiento o una ruta a seguir por aquellos que desean
afirmar la validez de una norma universal. Una norma correcta
es una norma digna de reconocimiento por todos, a pesar de
sus diferencias. Las convenciones marcan el punto de partida
para el debate, ya que el discurso debe partir de un entendimiento común compartido por todos los participantes.
En este sentido, por ejemplo, Manuel Atienza (1987: 198
y ss) admite que un criterio de corrección jurídico-moral como
la máxima de la razonabilidad puede ser empleado “de abajo
a arriba”, o sea, partiendo del consenso (por supuesto, convencional) que se puede encontrar en una comunidad acerca
de una norma en particular, y no necesariamente “de arriba
abajo”, es decir, a partir de principios abstractos de justicia
formulados por un consenso ideal. Mediante la adopción de
esta estrategia, la potencialidad crítica de la máxima de la
razonabilidad es sustancialmente incrementada, ya que hace
más tangibles e intersubjetivos los acuerdos sobre lo que es
razonable. Sin embargo, la máxima de la razonabilidad, como
tal, sería de poca utilidad si no se le permitiera trascender
las convenciones de una comunidad específica y someterlas al
escrutinio de la crítica, para dar paso a nuevas convenciones
interpretativas que se fundamentan por un discurso práctico
racional informado por principios universalistas.
261
Thomas Bustamante
La diferencia entre el positivista y el no positivista que
se suma a las filas del constructivismo ético o de la ética discursiva de Habermas es que, mientras el primero adopta una
posición externa y se limita a observar desde afuera las normas que han sido incorporadas por la moral social de una
comunidad, el segundo admite la existencia de un proceso
(cuyas reglas definidoras pueden ser aclaradas por el método
pragmático-universal) en que estas convenciones pueden ser
revisadas y criticadas. El no-positivista se esfuerza para construir una teoría de la argumentación jurídica procedimental
que ofrezca, tal como explica Aarnio, un método a disposición
de los juristas para una mejor auto-comprensión y, eventualmente, para influir en y cambiar la propia práctica social a que
se dedica (Atienza 1998: 434). Como se nota, el positivista
se satisface con una convención que ya está establecida para
justificar la derrotabilidad, mientras que el post-positivista se
preocupa en fundamentar nuevas normas que pueden actuar
de forma reflexiva sobre la práctica jurídica.
Mientras el post-positivismo acepta que las convenciones interpretativas a las que se refiere García Amado siempre
son discutibles y pueden ser revisadas sobre la base de argumentos prácticos-generales, necesariamente incorporados en
el discurso jurídico, el positivista guarda silencio sobre todo
lo que no puede ver o tocar. Cualquier argumento que no sea
accesible al método empírico de la sociología no es un argumento jurídico. Frente a los casos difíciles, el positivista ofrece
el silencio. Como ha señalado Albert Calsamiglia (1998: 212):
“no deja de ser curioso que cuando más necesitamos de orientación la teoría positivista enmudece”.
4. La derrotabilidad de las reglas y la justificación de las
decisiones contra legem
El largo excurso arriba pretendió demostrar la inviabilidad de un modelo alternativo al modelo de reglas y principios
para explicar y justificar la derrotabilidad de una norma jurídica. En un sistema jurídico de carácter dinámico, las normas
de la legislación infraconstitucional no pueden ser normas ab262
Principios, reglas y derrotabilidad
solutas, es decir, normas para un supuesto de hecho cerrado
al que no sería posible añadir ninguna excepción. Si el modelo
regla/principio es adoptado, entonces hay que reconocer que
las reglas son normas derrotables. No se puede, sin embargo,
sostener la derrotabilidad de los principios, pues sólo lo que
puede ser subsumido en una regla puede constituir una excepción a su supuesto de hecho. Como los principios no contienen
determinaciones acerca de la conducta que se debe asumir en
un supuesto, no se aplican por subsunción, y por eso no pueden ser derrotados.
Sin embargo, no se puede hablar de derrotabilidad sin referirse a los principios, pues ellos sirven como razones o como
fundamento para la adscripción de una norma excepcional que
irá derrotará a la regla general establecida por la legislación
positiva. Los principios son los materiales que serán empleados
en la justificación de la derrotabilidad. Hay dos características
altamente relevantes para la derrotabilidad. En primer lugar,
los principios, a diferencia de las reglas, constituyen una institucionalización imperfecta de la moral, ya que sólo establecen
un propósito o un valor que debe ser perseguido, aunque en
la mayor medida posible. En segundo lugar, los principios, en
vista de su carácter axiológico, constituyen el fundamento de
las reglas jurídicas. Analicemos estas características con más
detalle.
4.1. Los principios como institucionalización imperfecta
de la moral
Una de las cuestiones prácticas que la filosofía del derecho debe responder es: ¿Por qué algunas normas de la Constitución pueden ser clasificadas como principios?
La existencia de normas-principio, tal como las define la
teoría de los derechos fundamentales de Alexy, es una cuestión empírica que debe ser respondida con la mirada hacia
el ordenamiento jurídico, y no sólo una cuestión metodológica. Para dar una respuesta a la pregunta planteada anteriormente, tomemos un dispositivo de la Constitución brasileña
263
Thomas Bustamante
de 1988, que establece las políticas debidas en materia de
política agrícola:
“Art. 187. La política agrícola será planeada y ejecutada
según lo que establezca la ley, con la participación efectiva
del sector de producción, incluyendo productores y trabajadores rurales, así como de los sectores de comercialización,
de almacenamiento y de transportes, llevándose en cuenta,
especialmente:
I – los instrumentos crediticios y fiscales;
II – los precios compatibles con los cuestos de producción
y con la garantía de comercialización;
III – el incentivo a la investigación y a la tecnología;
IV – la asistencia técnica y extensión rural;
V – el seguro agrícola;
VI – el cooperativismo;
VII – la electrificación rural y la irrigación;
VIII – la habitación para el trabajador rural”.
Obsérvese que estas disposiciones imponen al legislador
y a la administración la obligación constitucional de implementar una serie de políticas públicas, pero no habla de los medios para alcanzar esas finalidades o del contenido concreto de
estas políticas, es decir, no hay una determinación de lo que
debe hacerse para promover el estado ideal de cosas deseado por el constituyente. Se establece, tanto para el legislador
como para la administración, el deber de aplicar una política
agrícola que: (i) permita el acceso de los agricultores al crédito; (ii) promueva una ecuación razonable entre los precios y
los costes de producción; (iii) desarrolle las áreas de tecnología de producción, etc.
El texto no permite inferir directamente una norma (del
tipo regla) que contenga una prescripción de un comporta264
Principios, reglas y derrotabilidad
miento concreto (con la determinación de la conducta que se
debe adoptar, ya sea la administración, ya sea por el particular,
para alcanzar esos objetivos), pero es suficiente para llegar a
una norma que establezca el deber de alcanzar un estado ideal
de cosas, en la medida de lo posible.
Por lo tanto, sólo hay dos alternativas para la interpretación de la disposición constitucional transcripta: (a) interpretarla como estableciendo una serie de principios jurídicos
que deben realizarse en la máxima medida posible, o (b) interpretarla como disposición que engendra “normas programáticas” que carecen de fuerza jurídica o aplicabilidad. Esta
última opción la adoptó el Tribunal Supremo brasileño al decidir que “el artículo 187 de la Constitución Federal es norma
programática en la medida en que prevé especificaciones en
ley ordinaria”25.
Creo que la primera opción (extraer normas-principio del
mencionado dispositivo) sería la más correcta, por garantizar
un mínimo de fuerza vinculante al referido precepto constitucional, aunque en cada caso de aplicación el administrador
tenga que ponderar cada uno de los principios que pueden
eventualmente entrar en colisión para determinar la política
que ha de ser adoptada.
Como se nota, los diversos principios jurídicos incluidos
en el artículo 187 de la Constitución brasileña se encuentra
en un nivel intermedio entre la completa falta de coercibilidad
de los preceptos morales y el carácter decisivo y comprensivo
de las reglas jurídicas que determinan no sólo un estado de
cosas, sino también conductas concretas que deben ser adoptadas por sus destinatarios.
Para aclarar el significado normativo de los principios jurídicos puede trazarse un paralelo entre el derecho y la moral a partir de algunas ideas de Jürgen Habermas. De hecho,
para este autor hay una relación de complementariedad en25. Brasil: Supremo Tribunal Federal, ADI 1.330 MC, Tribunal Pleno, Rel. Min. Francisco Rezek, DJ de
20.09.2002, vol. 2086, p. 142.
265
Thomas Bustamante
tre el derecho y la moral. Los dos sistemas normativos tratan
de problemas similares (el de “cómo ordenar legítimamente
las relaciones interpersonales y cómo coordinar entre sí las
acciones a través de normas justificadas”), pero de manera
distinta: “pese al común punto de referencia la moral y el derecho se distinguen prima facie en que la moral postradicional
no representa más que una forma de saber cultural, mientras
que el derecho cobra a la vez obligatoriedad en un plano institucional. El derecho no es un sistema de símbolos, sino un
sistema de acción” (Habermas, 2005: 171-172). La diferencia
fundamental entre el derecho y la moral residiría en el hecho
de que las normas jurídicas pasaron por un proceso de institucionalización.
Resulta que esta institucionalización, al revés de lo que
opina el propio Habermas (2005: 263-308), también puede
realizarse en diferentes intensidades, lo que implica que la
eficacia o la aplicabilidad de algunas normas jurídicas pueden
tener diferentes grados. Los principios consagrados en el art.
187 de la Constitución brasileña son normas que institucionalizaron el deber de lograr un determinado propósito o valor,
pero que todavía no determinan los medios para hacerlo, lo
que requiere una ponderación para que se les establezca.
La institucionalización parcial de una norma (faltando la
determinación de la conducta concreta debida para su cumplimiento) es por lo tanto una buena razón por que debemos
interpretar un enunciado normativo como estableciendo una
norma-principio y, en consecuencia, ponderarla con otras del
mismo tipo en el momento de su aplicación práctica. En resumen, hay normas-principios no porque así lo queremos, sino
porque tales normas no han pasado por un proceso de institucionalización lo suficientemente fuerte para que exista una
determinación concreta del comportamiento exigido, como
vpasa en las reglas.
266
Principios, reglas y derrotabilidad
4.2. El contenido valorativo de los principios y el fundamento de las reglas jurídicas
En la teoría de los principios de Alexy, el punto central
está en su caracterización como mandatos de optimización. La
“posibilidad de cumplir principios en diversos grados, mayores
o menores, es la propiedad más esencial de los principios” (Peczenik 1992: 331). Esta propiedad se debe a una coincidencia
estructural que los principios comparten con los valores. Así
como los principios, valores como el “bien”, el “mal”, lo “justo”,
etc. tienen una dimensión de peso y pueden ser protegidos o
restringidos en diferentes intensidades. Los principios tienen
el mismo contenido que los valores. Lo que los diferencia es
únicamente su fuerza jurídica. Principios son valores que fueron incorporados por el derecho. En lugar de determinar lo que
es bueno o mejor, determinan lo que es debido. En otras palabras, mientras que los valores tienen un carácter axiológico,
los principios tienen un carácter deontológico (Alexy 2007-b:
117).
Se puede decir, pues, como lo hizo Peczenik, que “la principal fuente de la fuerza justificatoria de los principios consiste en su vínculo uno-a-uno con los correspondientes valores”
(Peczenik 1992: 331).
Comprender el contenido valorativo de los principios –
que obviamente no nos obliga a comprenderlos como valores
“objetivos” o “verdaderos”, en la medida en que se adopta el
constructivismo jurídico y el constructivismo moral – es esencial para establecer un método apropiado para la interpretación y la aplicación de las normas jurídicas.
Tal como he señalado anteriormente, la ley de colisión
implica que cada colisión de principios sólo puede resolverse
mediante el establecimiento de una regla que establezca un
orden de prioridad condicionado entre los principios en colisión. De modo semejante, toda regla puede ser presentada
como el resultado de una ponderación de principios.
267
Thomas Bustamante
Esta relación entre las reglas y los valores también ha
sido apreciada en la teoría pura del derecho de Kelsen. Una
norma jurídica válida, en la teoría de Kelsen, “funciona como
patrón valorativo del comportamiento fáctico” (Kelsen 1981:
30). Cada norma, en el pensamiento de Kelsen, es el resultado
de una valoración efectuada por los que las han establecido.
Sin embargo, este autor creía que todas las valoraciones serían necesariamente arbitrarias, por lo que las normas serían
también actos de voluntad necesariamente arbitrarios (Kelsen,
1981: 31). Esta interpretación escéptica de la argumentación
jurídica, típica del positivismo metodológico irracionalista, trae
serias consecuencias para la práctica jurídica. La interpretación teleológica, por ejemplo, sería siempre arbitraria, ya que
estaría guiada por valores también considerados arbitrarios.
No podría jamás ser justificada de modo racional.
En la teoría de Alexy, por el otro lado, la interpretación
de las reglas jurídicas es siempre guiada por principios que
también son jurídicos, a pesar de su contenido moral. La intersección entre el discurso jurídico y el discurso moral ocurre
porque el contenido de estos principios está determinado por
una argumentación constructivista que sigue pautas morales.
Los principios actúan pues como los cánones más importantes
para la interpretación y aplicación de reglas jurídicas, ya que
en un sistema de reglas y principios jurídicos, son estos los
que constituyen el fundamento jurídico y axiológico de aquellas.
4.3. Los tipos de conflictos entre normas jurídicas en el
Estado Constitucional
Después de haber visto la interrelación entre reglas y
principios, ya estamos en condiciones de analizar los conflictos
entre las normas jurídicas que pueden dar lugar a la derrotabilidad (de las reglas jurídicas). Hay dos tipos de conflictos
normativos en sentido amplio: el conflicto en sentido estricto
y las colisiones.
Un conflicto en sentido estricto entre normas jurídicas
ocurre cuando no se puede admitir la validez simultánea de las
268
Principios, reglas y derrotabilidad
normas en conflicto en el mismo tiempo y en el mismo lugar.
Puede haber conflictos en el sentido estricto en que participen
tanto las reglas como principios jurídicos. Por ejemplo, una
sociedad que consagre el principio de igualdad entre todos
los seres humanos no puede aceptar un principio de discriminación racial que sostenga la superioridad de un grupo étnico
sobre otro. Los conflictos de normas en el sentido estricto se
producen en la dimensión de la validez y sólo pueden ser resueltos por medio de la invalidación de una de las normas en
conflicto.
Una colisión, por otra parte, es un tipo de conflicto en
sentido amplio que es resuelto en la dimensión de la aplicabilidad y no más en la de la validad. Ambas normas superan
la situación de conflicto manteniendo intocada su validez. El
ejemplo clásico es la ponderación de los principios. Cuando el
Tribunal Constitucional decide si está correcta o no una decisión que establece la obligación de pagar una indemnización
por una ofensa al honor cometida en el ejercicio de la libertad de expresión, debe necesariamente ponderar los derechos
fundamentales en ruta de colisión para establecer la regla a
ser utilizada el caso en particular.
Como se muestra a continuación, las reglas no pueden
entrar en colisión con otras reglas, ya que los conflictos entre
este tipo de normas se resuelven con base en los criterios tradicionales de jerarquía, de la especialidad y de la norma más
reciente. Esta circunstancia no excluye, sin embargo, la posibilidad de que una regla jurídica entre en colisión con un principio. Cuando eso ocurre, puede admitirse, eventualmente, la
derrotabilidad de una regla jurídica. Por lo tanto, la derrotabilidad de las normas tiene un alcance mucho más limitado que
la doctrina le ha comúnmente atribuido.
Existen diferentes tipos de conflicto en sentido estricto y
de colisiones entre las normas jurídicas, que varían en función
de la estructura de una norma jurídica y del nivel jerárquico
de sus fuentes.
269
Thomas Bustamante
4.3.1. Conflictos normativos en el mismo nivel jerárquico
Los casos más sencillos se refieren a los conflictos normativos en sentido amplio que ocurren entre normas del mismo
nivel jerárquico. En tales casos, los más frecuentes conflictos
normativos en sentido amplio son los siguientes supuestos:
1) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio y una regla;
2) Colisión entre un principio y otro principio;
3) Conflicto (en sentido estricto) entre dos reglas.
El primer supuesto (un conflicto entre un principio y una
regla del mismo nivel jerárquico) suele ser resuelto por el predominio de la regla sobre el principio de igual jerarquía. La
pretensión de estabilidad presente en las reglas jurídicas se
manifiesta en su forma más intensa, vez que el legislador que
ha establecido los principios jurídicos relevantes para el caso
– el principio que justifica la regla y el principio con el cual él
colisiona –, también ha establecido una relación de prioridad
entre estos principios en el supuesto abarcado por la regla
jurídica. La existencia de una norma del tipo regla implica, en
sí misma, una decisión sobre la prioridad entre principios en
colisión.
El segundo supuesto (en regla, una colisión de principios
constitucionales) necesariamente es resuelta por el método
de la ponderación. El resultado de una ponderación se determina por una serie de factores que incluyen (i) el grado de
protección de un principio y el grado de restricción en el otro,
(ii) el peso abstracto de los principios que colisionan entre si,
(iii) el grado de confiabilidad (a la luz de los parámetros de
la ciencia y del conocimiento en un momento definido) de las
premisas empíricas utilizadas para concluir que un principio
particular está protegido o restringido, (iv) el número de principios que justifican una u otra decisión, y (v), en la hipótesis
iv, la manera como interactúan los principios que apoyan a una
270
Principios, reglas y derrotabilidad
decisión en particular (si sus pesos se suman o si se refuerzan
mutuamente)26 .
El tercer supuesto, a su vez, puede dividirse en dos. En
el caso de los conflictos aparentes de normas jurídicas, el problema debe ser resuelto mediante el uso de los criterios de
especialidad o, en el caso de enmiendas a la Constitución o
de leyes posteriores, mediante el criterio cronológico. Por otra
parte, en la hipótesis de un genuino conflicto – que no pueda
ser resuelto mediante la aplicación de estos criterios – el intérprete puede valerse de los principios constitucionales generales para tratar de encontrar una solución conciliatoria y una
interpretación que elimine la antinomia.
4.3.2. Los conflictos normativos en diferentes niveles
jerárquicos
En caso de diferentes niveles jerárquicos, la admisión de
la existencia de principios jurídicos genera un complejo problema, ya que el criterio jerárquico sólo funciona para resolver
de manera conclusiva los conflictos que surgen en la dimensión de la validez.
Si nos limitamos a las situaciones de conflicto entre las
normas consagradas en la Constitución y las normas consagradas en la legislación infraconstitucional (dejando de lado
los precedentes judiciales y las normas emitidas por la Administración en el ejercicio de su potestad administrativa), podemos imaginar, al menos, las siguientes situaciones de conflicto
en sentido amplio:
1) Conflicto (en sentido estricto) entre una regla constitucional y una regla infraconstitucional;
26. En sus escritos más contemporáneos, Alexy desarrolló su modelo de ponderación y añadió a la versión primitiva de la ley de ponderación (según la cual el grado de interferencia en un principio debe estar compensado
por al menos el mismo grado de fomento de otro principio) dos otros factores que deben entrar en el juego de la
ponderación: el peso abstracto de los principios en colisión y la confiabilidad de las premisas empíricas utilizadas en la ponderación. Además, Alexy explica también que puede volverse problemática la ponderación cuando
dos o más principios interactúan en una única dirección y se suportan mutuamente (Alexy 2002). Tuve oportunidad de discutir dos de estos problemas (el problema de los pesos abstractos y el problema de la interacción
unidireccional de principios) en un trabajo anterior (Bustamante 2008-b). Sin embargo, el más completo análisis
de estos problemas que conozco se encuentra en: Bernal Pulido (2006).
271
Thomas Bustamante
2) Colisión entre una regla constitucional y un principio
infraconstitucional;
3) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio constitucional y un principio infraconstitucional;
4) Colisión entre un principio constitucional y un principio
infraconstitucional;
5) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio constitucional y una regla infraconstitucional;
6) Colisión entre un principio constitucional y una regla
infraconstitucional.
Los casos (1), (3) y (5) se refieren a los conflictos en la
dimensión de la validez de una norma jurídica (conflictos normativos en sentido estricto).
Los supuestos (1) y (3) se resuelven de manera relativamente sencilla: se aplica el criterio jerárquico y se desvalida
por completo la norma infraconstitucional.
El supuesto (5), a su vez, se resuelve también por medio
de la invalidación de la normas infraconstitucional, pero su
solución no es obvia. Identificar un conflicto entre un principio
constitucional y una regla infraconstitucional es uno de los más
difíciles desafíos para la de argumentación jurídica, porque la
regla infraconstitucional suele ser considerada una norma de
derecho fundamental adscrita que es producto de una colisión
entre principios constitucionales. El quid de la dificultad radica en el hecho de que los principios constitucionales admiten
expresamente su restricción por parte del legislador infraconstitucional. Si bien el legislador puede violar este principio si lo
restringe de forma irracional o incompatible con los requisitos
procedimentales establecidos por la máxima de la proporcionalidad, el principio democrático establece una presunción de
legitimidad en favor de las restricciones establecidas por el
legislador.
Cualquiera que defienda la inconstitucionalidad de una
restricción a un principio constitucional debe demostrar que
272
Principios, reglas y derrotabilidad
el legislador, al comparar este principio con el principio que
justifica la regla restrictiva, ha ido más allá de los límites del
margen de libre apreciación fijado por la constitución. Este
margen de acción, como hemos visto, está determinado por
los principios que intervienen en la ponderación. Debe considerarse, por lo tanto, los principios en curso de colisión (el
principio restringido así como el principio que fundamenta la
regla restrictiva), y esta ponderación puede llevar a tres situaciones: (i) la restricción está concluyentemente determinada
por la Constitución en este caso, es decir, puede inferirse directamente de la Constitución la conclusión de que el principio
P1 debe ser restringido con base en P2; (ii) la restricción es
concluyentemente prohibida por la Constitución, es decir, en
el momento de la ponderación de P1 y P2 se puede determinar
con seguridad que el principio restringido tiene peso superior
al principio que justifica su restricción, y (iii) la restricción no
esta ni concluyentemente prohibida ni tampoco concluyentemente permitida por las normas de derecho fundamental establecidas por la Constitución. En este último caso, que incluye
la gran mayoría de los supuestos, nos enfrentamos al margen
de libre apreciación del legislador, y, por lo tanto, la regla infraconstitucional debe prevalecer sobre el principio constitucional que con ella ha aparentemente entrado en conflicto.
Los supuestos (2), (4) y (6), a su vez, se refieren a cuestiones de aplicabilidad de las normas jurídicas, por lo que la
decisión de excluir la aplicación de una norma no afecta su
validez.
El caso (2) se refiere a una delimitación del ámbito de
aplicabilidad del principio infraconstitucional. La regla constitucional excluye la aplicación del principio en los casos delimitados por ella, aunque el principio permanezca capaz de
generar razones contributivas para la decisión de los casos no
cubiertos por el supuesto de hecho de la regla.
El caso (4) normalmente se resuelve por la regla de prioridad del principio constitucional sobre el principio infraconstitucional. Esta directiva, sin embargo, no es absoluta. Lo que se
puede tomar como una regla general es que el peso abstracto
273
Thomas Bustamante
del principio constitucional es considerablemente mayor que
el peso del principio infraconstitucional que entra en colisión
con él. Aunque sean raros los casos en que un principio infraconstitucional aisladamente considerado pueda prevalecer sobre un principio constitucional , el principio infraconstitucional
puede tener una importante relevancia cuando se asocia con
un principio constitucional que contribuye a la misma decisión
por él sugerida. Es posible que este principio, especialmente
en los casos de omisión u oscuridad en la legislación positiva,
contribuya de forma decisiva a la solución de una colisión entre principios constitucionales.
El caso (6), por último, se refiere a los casos típicos de
derrotabilidad. El principio constitucional P1 no genera ninguna razón para que sea declarada la invalidez de la regla R,
sino apenas para introducir una excepción en su hipótesis de
incidencia. En este caso, puede hablarse de una ponderación
entre P1 y el principio P2, que se encuentra por detrás de R
y le sirve de base axiológica. P2 tendrá siempre a su lado los
principios formales como el principio de la seguridad jurídica y
el principio de la democracia, que establecen la regla de la vinculación del juez al legislador positivo. Sin embargo, los casos
anormales o genuinamente extraordinarios pueden justificar
la creación de una regla excepcional que derrote la norma R.
El supuesto (6), que comprende los casos auténticos
de derrotabilidad, sólo puede resolverse con la prioridad del
principio constitucional sobre la regla infraconstitucional en el
supuesto de que se admita una decisión contra legem. Consideremos, pues, las características definitorias de este tipo de
decisiones.
4.4. La derrotabilidad y las decisiones contra legem
Podemos decir que admitir la derrotabilidad de las normas
jurídicas implica admitir, sin tabúes y eufemismos, la existencia de decisiones contra legem. Aunque pesa sobre este tipo
de decisión una pesada carga de la argumentación, los muchos
ejemplos citados en la literatura jurídica y encontrados en las
274
Principios, reglas y derrotabilidad
decisiones judiciales dictadas en los casos difíciles demuestran
que ellas son parte del universo de problemas jurídicos que
enfrentan los juristas prácticos.
Si se acepta la tesis del caso especial y el argumento de
que la pretensión de corrección de una norma jurídica abarca
tanto su validez con arreglo a criterios jurídico-institucionales
cuanto su corrección práctico-racional, es posible imaginar
una serie de situaciones donde la aplicabilidad de una norma
puede ser rechazada debido a que el grado de injusticia que
vendría de su aplicación mecánica causaría que el componente
sustancial (práctico-discusivo) de la pretensión de corrección
del derecho prevaleciera, en el caso particular, sobre el componente formal (institucional en el sentido estricto).
Si toda regla es el resultado de una ponderación de principios y en consecuencia trae consigo un principio que es su
fundamento y su ratio o justificación, entonces no es razonable aplicar esta regla cuando puede concluirse de forma segura que estas razones o fundamentos no tendrían prioridad
en este caso si hubieran sido previstas ciertas peculiaridades
que no eran y no podían ser conocidas de antemano por el
legislador. Una decisión contra legem puede ser justificada si
se puede establecer que, aunque una regla R no sea inconstitucional, su aplicación en este caso particular conduce a una
inconstitucionalidad (Borges 1999, p. 93).
Una decisión contra legem puede definirse como una decisión que establece una excepción a una regla jurídica N, en
presencia de las siguientes condiciones: (i) N es una norma
de tipo regla, no un principio jurídico, (ii) N está expresa en
una ley o en otra fuente formal del Derecho con nivel jerárquico equivalente, (iii) los significados mínimos o literales de
las expresiones utilizadas por el legislador no permiten extraer
del texto que sirve de base a N una norma alternativa que no
sea desafiada por esta decisión, (iv) la decisión no reconoce
la invalidez de N, sino que aleja su aplicación a una situación
en la que es aplicable, (v) no hay duda de que los hechos que
275
Thomas Bustamante
condujeron a la decisión puedan ser subsumidos en N, (vi) la
autoridad que adopta esta decisión establece una norma individual formulada en términos universales, y (vii) la decisión
plantea una pretensión de juridicidad para esa norma individual.
Conviene una breve explicación de los elementos de esta
definición. Cuando se dice que la regla derrotada es una norma del tipo regla (i), se refiere a la mencionada circunstancia
de no poseyeren los principios un supuesto de hecho determinado, por lo que no se puede hablar de una excepción a su
supuesto de hecho. Un principio establece un valor que ha de
ser buscado o un fin a concretizar. Por lo tanto, ellos deben ser
optimizados antes de que pueda determinarse con seguridad
las consecuencias que les siguen. La característica (ii), a su
vez, se refiere a la jerarquía de la fuente formal del derecho
en que la norma derrotada debe estar establecida. Sólo se
vuelve problemático decidir en contra del texto de una norma
jurídica cuando se reconoce una vinculación general a esta
norma. Una decisión contra legem es siempre una decisión difícil, porque a favor de la legislación juegan el principio democrático y la presunción de legitimidad de las leyes. El carácter
problemático desaparece, sin embargo, si no está presente
la característica (iii). Una decisión contra legem sólo se hace
necesaria cuando no es posible interpretar el dispositivo legal
que prevé la norma rechazada de manera que se extraiga una
norma distinta que permita decidir de forma correcta el caso
particular sin forzar los límites semánticos determinados por
el texto que constituye el objeto de la interpretación. La circunstancia (iv), a su vez, limita el universo de los conflictos
que pueden ocurrir en una decisión contra legem. Un conflicto
normativo en sentido estricto, que ocurre en la dimensión de
la validez, genera la eliminación de una norma, mientras que
una colisión comprende conflictos que surgen en la dimensión
de la aplicabilidad. La decisión deja de ser contra legem, para
convertirse en una declaración de inconstitucionalidad, cuando
pasa a discutir la validez general de la norma alejada. (v), del
mismo modo, es una característica constitutiva de las decisio276
Principios, reglas y derrotabilidad
nes contra legem. Sólo se puede decidir contra una regla si no
hay dudas de que los hechos del caso son subsumibles en la
moldura de la norma jurídica. La circunstancia (iv), por otro
lado, se refiere al principio de la universabilidad. Toda decisión
judicial, para ser justificada, debe ser redactada en términos
universales. Deben presentarse sus conclusiones como emanando de una regla que puede ser generalizada y debe ser
repetida en todos los casos similares, bajo pena de grave vulneración de los principios generales de la imparcialidad y de la
justicia formal. La norma especial establecida para justificar la
derrotabilidad es una regla que se repite por fuerza de vinculación al precedente judicial. Por último, la circunstancia (vii)
es lo que determina el carácter jurídico de una decisión contra
legem.
Una decisión contra legem deja de ser un caso de “aplicación del derecho” para convertirse en una usurpación de las
prerrogativas de la autoridad que la profiere si falta la pretensión de juridicidad para una norma excepcional que se formula
(en términos universales) para derrotar a la regla legislativa
en el caso particular. Esta pretensión de juridicidad es algo que
tiene que ser fundamentado o rescatado en un discurso o en
una argumentación racional a partir de un principio que ofrece
una serie de razones contributivas para la decisión que acepta una excepción (Peczenik y Hage, 2000). Como se trata de
una pretensión, no hay ninguna garantía de que esta decisión
pueda ser considerada legítima al final del proceso de argumentación. Para reconocer la posibilidad de decisiones contra
legem – sin que no se puede hablar de derrotabilidad de las
normas jurídicas – es necesario reconocer no sólo que Hart
(1994) tenía razón al describir el derecho como práctica social,
sino que Dworkin (2000) también tiene razón al calificar esta
práctica social como una práctica argumentativa.
Decir que el derecho es argumentativo implica que sus
contenidos no están completamente determinados ni son
“descubiertos” según un método empírico o analítico que nos
permite reconocer las convenciones sociales o derivar enunciados por la vía de la deducción lógica. Una práctica social ar277
Thomas Bustamante
gumentativa reflexiona necesariamente sobre sí misma y está
abierta a incorporar las críticas que se le dirijan. Es a través
del reconocimiento del carácter argumentativo del derecho
que los principios se vuelven relevantes. Y esta es la diferencia
fundamental entre, por ejemplo, Kelsen y Alexy. Kelsen considera las normas como resultado de un acto de voluntad que no
puede ser racionalizado (no existe razón práctica), mientras
Alexy ve las normas como resultado de un discurso de justificación racional que obedece a un conjunto de reglas de argumentación que garantizan un cierto grado de racionalidad para
las decisiones. Este proceso de argumentación, sin embargo,
es guiado y dirigido por principios que, a pesar de su elevada
dosis de indeterminación, la cual brota de su contenido moral,
poseen el más alto grado de normatividad.
Sin duda los principios hacen que la ciencia jurídica se
vuelva mucho más compleja de lo que imaginan los positivistas, y los casos de aplicación del derecho más difíciles de lo
que parecen en los libros de teoría jurídica tradicional. Hacen
también que la aplicación de las normas sea mucho más problemática. En ese sentido, recordemos los casos de “ilícitos
atípicos” que han sido recientemente objeto de un importante
estudio de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero. Para estos autores, los ilícitos atípicos son conductas que, aunque se conformen a las reglas establecidas por el ordenamiento jurídico
y no planteen problemas desde el punto de vista formal, “son
contrarias a un principio” (Atienza y Ruiz Manero 2000: 27).
Ilícitos atípicos como el “abuso de derecho”, el “fraude de ley”
o el “desvío de finalidad” se presentan necesariamente en conformidad con la literalidad de una regla jurídica, pero deben
ser invalidados porque un principio superior, que suele estar
positivado en la Constitución (aunque su contenido sólo puede
determinarse por medio de un discurso práctico de justificación), es suficientemente importante en el caso para justificar
una nueva regla adscrita que excluye un determinado conjunto de circunstancias fácticas del marco genérico de una norma
jurídica.
La existencia de decisiones contra legem es inevitable en
cualquier estado neoconstitucionalista. Su justificación es el
278
Principios, reglas y derrotabilidad
problema más difícil de la filosofía del derecho. Y la práctica
jurídica, por supuesto, también es sensible a los argumentos
que predominan en el discurso filosófico acerca de la derrotabilidad.
279
Thomas Bustamante
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Principios, reglas y otros misteriosos
pobladores del mundo jurídico
Un análisis (parcial) de la Teoría de los
derechos fundamentales de Robert Alexy1
Juan Antonio García Amado
Universidad de León
1. La Teoría de los Derechos Fundamentales de Alexy
paso a paso
1.1. Concepto semántico de norma y normas adscritas
En su Teoría de los derechos fundamentales, Robert Alexy
establece el que denomina un “concepto semántico de norma”
(TDF, 33ss). Su punto esencial está en la distinción entre norma y enunciado normativo. La norma sería “el significado de
un enunciado normativo” (TDF, 34).
Como ejemplo de enunciado normativo trabaja Alexy con
el siguiente, correspondiente al artículo 16 párrafo 2 frase uno
de la Ley Fundamental alemana:
(1) “Ningún alemán puede ser extraditado al extranjero”
Dicho enunciado, según Alexy, “expresa la norma según
la cual está prohibida la extradición de alemanes al extranjero” (TDF, 34). “La misma norma -explica Alexy- puede ser
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 denominado “Teoría del
Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”.
285
Juan Antonio García Amado
expresada por medio de diferentes enunciados normativos”
(TDF, 34). Por ejemplo, esa norma contenida en el mencionado enunciado normativo puede también expresarse mediante
los siguientes enunciados normativos (TDF, 35):
(1´) “Está prohibido extraditar alemanes al extranjero”
(1´´) “Los alemanes no pueden ser extraditados al extranjero”.
En esos enunciados se contienen expresiones deónticas
como “prohibido” o “no pueden”, pero también cabe que las
normas sean “expresadas sin recurrir a tales términos”, por
ejemplo así:
“Los alemanes no serán extraditados al extranjero”.
En consecuencia, parece que un enunciado encierra una
norma cuando es traducible a otro enunciado que contiene
“modalidades deónticas” como prohibido, permitido u obigatorio. ¿Cuándo podemos decir que un enunciado expresa una
norma? Según Alexy, por razón del contexto; es decir, son “criterios pragmáticos” los determinantes “para identificar a algo
como una norma”. O sea, “lo que hay que identificar es una
entidad semántica, es decir, un contenido de significado que
incluye una modalidad deóntica” (TDF, 36). En los anteriores
enunciados (1), (1´) y (1´´) la norma expresada será la misma, pues es la misma la “entidad semántica”.
La relación entre enunciado normativo y norma se corresponde con la que se da entre enunciado proposicional y
proposición (TDF, 37).
En la actual Teoría del Derecho es relativamente común
distinguir entre enunciado y norma, aunque no siempre con
el alcance que Alexy establece. Por ejemplo, la llamada Escuela de Génova sigue a Tarello, al diferenciar entre enunciado y norma. La norma sería la proposición que atribuye al
enunciado (normativo) un concreto significado, de modo que
la norma resulta de la interpretación del enunciado. Para esta
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Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
doctrina no hay correspondencia biunívoca entre enunciado y
norma (proposición), pues una misma norma puede expresarse mediante distintos enunciados y un mismo enunciado puede dar lugar a distintas normas, tantas como interpretaciones
posibles del mismo. Alexy subraya lo primero, pero no hace
referencia a lo segundo. Luego examinaremos el porqué y las
posibles consecuencias de ese planteamiento de Alexy.
Alexy pretende en su Teoría de los derechos fundamentales elaborar una teoría de las normas de derecho fundamental. Si se tratara nada más que de identificar los enunciados
normativos de derechos fundamentales presentes en la Constitución, bastaría con ver cuáles se refieren a lo que la misma
Constitución o la doctrina que se prefiera denomine derechos
fundamentales. El problema estriba en la indeterminación semántica de dichos enunciados, pues muy a menudo no se sabe
exactamente a qué aluden o a qué comprometen. Lo primero
lo denomina Alexy apertura semántica y lo segundo lo llama
apertura estructural. Trabaja Alexy con el siguiente ejemplo,
sacado del art. 5 párrafo 3 frase 1 de la Ley Fundamental, que
dice así (a este enunciado lo llamaremos E):
(E) “[...] la ciencia, la investigación y la enseñanza son
libres”
La apertura semántica alude a la indeterminación de expresiones como “ciencia”, “investigación” y “enseñanza”. La
apertura estructural tiene que ver con que de ese mandato
contenido en esa norma “no se infiere si este estado de cosas
[la liberad de la ciencia, la investigación y la enseñanza] ha
de alcanzarse mediante acciones del Estado o por medio de
omisiones del Estado, ni si la existencia o la creación de este
estado de cosas presupone o no la atribución a los científicos
de derechos subjetivos relativos a la libertad científica” (TDF,
50).
¿Cuántas normas se contienen en el citado enunciado
normativo recogido en el art. 5, párrafo 3, frase 1 de la Ley
Fundamental? Desde una concepción muy estrictamente lin287
Juan Antonio García Amado
güística de las normas jurídicas, podría afirmarse que sólo
una, la directamente expresada por ese texto2. Sería sólo una
norma, aunque sea una norma fuertemente indeterminada.
Desde una doctrina que, como la italiana citada, diferencie
entre disposición o mero enunciado normativo, y norma, como
resultado de la elección de una interpretación posible de aquel
enunciado originario o disposición, la respuesta sería así: en
el aludido enunciado normativo caben tantas normas como
interpretaciones posibles de sus términos.
Alexy no sigue ninguno de esos dos caminos, pues cree
que en ese enunciado se contienen más normas que la directamente expresada en él: se contienen también normas adscritas. El problema es el siguiente: para poder solucionar, por
ejemplo, la indeterminación estructural en nuestro ejemplo,
es necesario concretar mediante afirmaciones como ésta, que
Alexy toma de una sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán referida a una ley de educación superior integrada
en Baja Sajonia (TDF 50-51). Llamaremos nosotros P a ese
nuevo enunciado normativo:
(P) “El Estado tiene el deber de posibilitar y promover el
desarrollo libre de la ciencia y su transmisión a las futuras generaciones, para lo cual debe facilitar los medios personales,
financieros y de organización”.
Para cualquiera de las doctrinas que hace un momento
mencionábamos, se trata de un enunciado interpretativo. El
tribunal que lo emite ha realizado una interpretación que precisa el enunciado originario (E) en lo que interesa para poder
resolver el problema concreto que se plantea en el caso, el
de los medios que ha de facilitar el Estado para la ciencia.
Al margen de que, si se quiere, pueda verse ahí también un
nuevo enunciado normativo contenedor de una norma, en lo
que de norma tengan las sentencias. Otra cosa es la posible
discrepancia terminológica, según a lo que se llame disposición, norma e interpretación. En cambio, Alexy no ve así las
2. Dice Alexy que “[E]sta concepción no puede ser calificada de falsa”, aunque “a favor de la concepción opuesta
hablan razones más fuertes” (TDF, 51). La concepción opuesta es la doctrina de las normas adscritas que Alexy
defiende y que pronto veremos.
288
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
cosas. Para Alexy se trata de una norma adscrita. Y aquí es
sumamente importante el matiz. Norma adscrita no es aquella
que el intérprete construye eligiendo discrecionalmente una
interpretación y tratando de apoyarla en las razones que a él
lo convenzan y que, al tiempo, estime convincentes para cualquier observador imparcial. No, las normas adscritas son normas que “están ahí”, que, como normas y en toda su extensión de normas, subyacen a aquellos enunciados normativos
originarios. En (P), por ejemplo, el Tribunal habría dado con
una norma adscrita, con una norma que es desarrollo lógico
y necesario del enunciado normativo originario contenido en
aquel artículo de la Ley Fundamental.
Dice Alexy de tales normas, que tienen “una relación más
que casual con el texto de la Constitución”, “son necesarias
cuando debe aplicarse a casos concretos la norma expresada
por el texto de la Constitución. Si no se presupusiese la existencia de este tipo de normas, no sería claro qué es aquello
que, sobre la base del texto constitucional (es decir, de la norma directamente expresada por él), está ordenado, prohibido
o permitido. La relación de este tipo, que tienen las normas
mencionadas con el texto constitucional, será llamada <<relación de precisión>>” (TDF, 52).
¿Qué significa “relación de precisión”? Si yo le digo a un
interlocutor “Dame el lápiz” y son varios los lápices, mi interlocutor me pregunta cuál debe darme, y yo le digo “Dame
el lápiz rojo”, entre mis dos enunciados hay una “relación de
precisión”, pues el segundo precisa o aclara el significado del
primero. Pero el segundo no está implicado en el primero, salvo que lo que cuente sea nada más que mi intención, lo que
no es el caso cuando hablamos de la relación entre enunciados jurídicos originarios y enunciados que los “precisan”. De la
misma manera, entre (E) y (P) hay una “relación de precisión”,
no en el sentido de que sea “precisamente” (P) la norma implícita en (E), sino que se trata de un enunciado interpretativo
que el Tribunal realiza al optar por una de las interpretaciones
posibles de (E). Si a (P) lo llamamos norma, es una norma
289
Juan Antonio García Amado
adscrita, en el sentido de que el Tribunal la adscribe a (E),
no en el sentido de que sea la norma que ya estaba presente
en (P) y que el Tribunal descubre y meramente explicita. Salvo que entendamos que hay tantas normas adscritas de (E)
como interpretaciones posibles de (E), con lo cual el concepto
de norma adscrita pierde toda la fuerza que en la doctrina de
Alexy se pretende y no sería más que un sinónimo de “norma
que es posible extraer de (E) mediante una decisión interpretativa”.
La clave de lo que supone el concepto de norma adscrita
en Alexy la brinda la siguiente afirmación: “Una norma adscrita tiene validez y es una norma de derecho fundamental,
si para su adscripción a una norma de derecho fundamental
directamente estatuida es posible aducir una fundamentación
iusfundamental correcta” (TDF 53). ¿Qué significa “fundamentación iusfundamental correcta?
Primeramente, veamos con qué alcance se puede hablar de normas adscritas (zugeordnete, en la terminología de
Alexy). Diferenciemos varios supuestos. Pongamos un enunciado originario del tenor siguiente:
(E1) Se prohíbe la circulación de vehículos de motor por
las calles de Madrid durante la noche.
Si alguien en un caso se planteara si a medianoche puede circular por las calles de Madrid un coche, tendría pleno
sentido responder que está implícito que los coches, en cuanto vehículos de motor, no pueden circular ni a las doce de la
noche, ni a la una ni a las dos de la madrugada. ¿Y a las siete
de la tarde un día de finales de octubre? Depende de cómo se
interpreta “noche”. Si un tribunal afirma, al resolver este último caso, que por noche se ha de entender la franja de tiempo
que va desde que el sol se pone tras el horizonte hasta el momento en que vuelve a aparecer por el horizonte, no podemos
decir que la norma resultante estaba implícita en (E1), pues
también cabría haber interpretado, sin vulnerar la semántica
de “noche” en (E1) que por noche se entiende el periodo de
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Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
tiempo en que no hay ningún tipo de luz solar. Según que la
interpretación sea la una o la otra, será distinta la solución
del caso en aplicación de E1. ¿Están esas dos normas, resultantes de las dos interpretaciones alternativas, implícitas en
E1? No. A no ser que queramos afirmar que en E1 hay tantas
normas implícitas como interpretaciones posibles de “noche”
(y de “calles”, “vehículo de motor”, “circulación”...). Con la otra
terminología, las dos normas alternativas pueden ser adscritas, pero ninguna de ellas es “la” norma adscrita. ¿Y cuál de
las dos interpretaciones será más correcta? En principio, las
dos son posibles y ninguna vulnera el Derecho por violentar la
semántica de los términos de E1. Distintos sujetos o diferentes
jueces pueden tener una u otra preferencia y se considerará
correcta la interpretación que esté justificada mediante argumentos admisibles y válidos para alejar la sospecha de arbitrariedad del que decide. Mas parece que no es éste el punto
de vista de Alexy, si bien sus consideraciones al respecto son
particularmente oscuras.
Alexy, refiriéndose a las normas iusfundamentales (aunque seguramente hay que suponer que su tesis tiene alcance
para todo tipo de normas jurídicas) señala, como hemos visto,
que norma iusfundamental adscrita sólo será la que posea “una
fundamentación iusfundamental correcta”, lo cual “depende
de la argumentación de derecho fundamental que sea posible
aducir a su favor” (TDF 53-54). Puede haber distintas normas
candidatas a ser normas iusfundamentales adscritas, y esto
“signfica que, en muchos casos, existe incertidumbre acerca
de qué normas son normas de derecho fundamental” (TDF,
54). Es más, “las reglas de la fundamentación iusfundamental
no definen ningún procedimiento que en cada caso conduzca
a un único resultado” (TDF, 54). ¿Quiere decirse que depende
de la decisión discrecional del juez la adscripción de una u otra
norma? Parece que Alexy rechaza tal tesis. Oigámoslo:
“Puede, por lo tanto, presentarse el caso de que sean
posibles fundamentaciones igualmente buenas para dos normas recíprocamente incompatibles N1 y N2. ¿Deben entonces
291
Juan Antonio García Amado
valer tanto N1 como N2 como normas de derecho fundamental? Esta posibilidad debe rechazarse. Para poder fundamentar
esta negativa, el concepto de fundamentación iusfundamental
correcta, utilizado en el criterio presentado más arriba, debe
entenderse en el sentido de que una fundamentación de la
adscripción de N1 que, tomada en sí misma, sería correcta,
pierde su carácter de correcta si N2 puede ser fundamentada de una manera igualmente correcta. En este caso, ningún
candidato a la adscripción vale como norma adscrita. Por ello,
un tribunal que considere que N1 y N2 están igualmente fundamentadas, no puede apoyarse en una norma a la que pueda considerar como válida, a causa de su capacidad para ser
fundamentada correctamente, sino que tiene que adoptar una
decisión dentro de un ámbito abierto desde el punto de vista
de la validez” (TDF, 54, nota 56).
Es decir, si el juez decide discrecionalmente entre dos opciones interpretativas que caben por igual y pueden estar respaldadas por buenas razones, eso significa que no hay norma
adscrita; pues si hay norma adscrita, el juez puede descubrirla
al descubrir las mejores razones que la sostienen. No se trata
de argumentar razonablemente la elección, sino de elegir la
alternativa que en sí tiene las mejores razones. Vemos cómo
la argumentación cobra tintes más demostrativos que puramente justificativos; ya no es el medio para la exclusión de la
irracionalidad, sino para la plena efectividad de la racionalidad
propia de una razón práctica entendida en sentido fuerte.
El parentesco con Dworkin comienza a hacerse patente.
Y los problemas serán similares, salvando las distancias que
haya que salvar, a los que plantea la tesis dworkiniana de la
única respuesta correcta. Si lo que Alexy quiere indicar es que
el juez no puede limitarse a afirmar que las dos alternativas
interpretativas son igualmente razonables, absteniéndose en
consecuencia de preferir una u otra, estamos ante una pura
trivialidad. Pero tampoco se pretende que el juez elija discrecionalmente una de las interpretaciones y dé las mejores
razones que se le ocurran, pues en ese caso no estaría encon292
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
trando la norma verdaderamente adscrita, sino adscribiendo él
la que razonablemente le parece mejor. El juez ha de destapar
la norma que es verdaderamente “la” adscrita, y la encontrará
comprobando la mayor potencia de las razones en su favor.
Norma adscrita es la que está sustentada por la razón, y sólo
ésa. En el caso de las normas iusfundamentales, dice Alexy
que se trata del “descubrimiento de nuevas normas de derecho fundamental” (TDF, 54, nota 57. La cursiva es nuestra).
En este marco reaparece el papel del “caso especial” dentro de la racionalidad práctica general. Recuerda también aquí
Alexy que en el razonamiento habrá que tomar en consideración aspectos tales como “el texto de las disposiciones de los
derechos fundamentales” o “los precedentes jurisprudenciales
del Tribunal Constitucional Federal”, pero también “los argumentos prácticos generales”. Esto, traducido a términos operativos, viene a decir que son dignas de consideración la letra
de la disposición constitucional o lo que vengan opinando la
doctrina o la jurisprudencia, pero que, en última instancia, en
caso de contraste entre esos elementos (lo que diga la disposición o lo que vengan diciendo o decidiendo unos u otros) y la
justicia, la justicia ha de ganar. Porque, a fin de cuentas, norma adscrita será la que demande la justicia, y la interpretación
injusta no podrá engendrar una norma adscrita; pues el asunto no es, más allá de la superficie, un asunto de interpretación,
sino de descubrimiento, a través de la razón práctica, de lo
que como derecho fundamental imponga la justicia. También
por eso llega a mantener Alexy que puede haber disposiciones
de derechos fundamentales que no sean propiamente normas
de derecho fundamental, por faltarles la fundamentación iusfundamental correcta. Hasta ese punto la letra (y la voluntad
del legislador o del constituyente) cede ante la razón práctica,
esto es, ante la justicia.
Alexy sintetiza su teoría de las normas iusfundamentales
adscritas así: “Cada cual puede afirmar con respecto a cualquier norma, que ella debe ser adscrita a las disposiciones de
derecho fundamental. No obstante, su afirmación acerca de la
293
Juan Antonio García Amado
existencia de norma de derecho fundamental tendrá como objeto una norma de derecho fundamental, sólo si ella se lleva a
cabo conforme a derecho. Esto será así, si a favor de esta adscripción es posible aducir una fundamentación iusfundamental
correcta” (TDF, 56). Entendemos, pues, que una norma iusfundamental adscrita sólo es tal si es conforme a Derecho, y
conforme a Derecho es sólo si reúne dos condiciones: que está
dotada de una “fundamentación iusfundamental” y que sea
“correcta”. Naturalmente, todo dependerá de en qué consista
una auténtica “fundamentación iusfundamental” y de cuál sea
el parámetro de su corrección.
1.2. Principios y reglas: una diferencia tan crucial como
evanescente
1.2.1. Conflictos entre principios y reglas
Un asunto capital en Alexy es la relación entre reglas y
principios. Después de definir los principios como mandatos de
optimización, es decir, como “normas que ordenan que algo
sea realizado en la mayor medida posible” (TDF, 67), afirma
que “[E]l ámbito de las posibilidades jurídicas se determina
por los principios y reglas opuestos” (TDF, 68). Es decir, lo que
determina el grado en que en un caso un principio pueda cumplirse es, además de los datos fácticos, la colisión con otros
principios o reglas. Y ésta es la explicación de tal limitación de
los principios por las reglas: “En la restricción de la realización
o satisfacción de principios por medio de reglas, hay que distinguir dos casos: (1) La regla R que restringe un principio P
vale estrictamente. Esto significa que tiene validez una regla
de validez R´ que dice que R precede a P, sin que importe cuán
importante sea la satisfacción de P. Puede suponerse que en
los ordenamientos jurídicos modernos, en todo caso, no todas
las reglas se encuentran bajo una regla de validez de este tipo.
(2) R no tiene validez estricta. Esto significa que es válido un
principio de validez P´ que, bajo determinadas circunstancias,
permite que P desplace o restrinja a R. Estas condiciones no
pueden ya estar satisfechas cuando en el caso concreto la satisfacción de P es más importante que la del principio PR que,
294
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
apoya materialmente a R, pues entonces P´ no jugaría ningún
papel. Se trataría sólo de saber cuál es la relación entre P y PR.
P´ juega un papel cuando para la precedencia de P se exige no
sólo que P preceda al principio PR que apoya materialmente
a R sino que P es más fuerte que PR junto con el principio P´,
que exige el cumplimiento de las reglas y, en este sentido,
apoya formalmente a R” (TDF, 68, nota 24).
Analicemos las implicaciones de dicha tesis sobre la relación entre reglas y principios.
- Cuando una regla R restringe un principio P y, correlativamente, no puede ser restringida por P, se dice que dicha regla “vale estrictamente”. ¿Y por qué vale de ese modo? Porque
existe una “regla de validez R´ que dice que R precede a P, sin
que importe cuán importante sea la satisfacción de P”. Lo decisivo, por tanto, es esa “regla de validez R´” ¿En qué parte del
sistema jurídico se encuentra esa regla de validez R´? ¿Cómo
se establece esa regla de validez R´? No es una propiedad que
posean todas las reglas, pues, si así fuera, todas las reglas
tendrían prioridad sobre los principios. Sólo algunas reglas están respaldadas por dicha “regla de validez”: las que pueden
vencer a cualquier principio que entre en conflicto con ellas.
No está, por tanto, dicha regla de validez en la estructura de
todas las reglas. Lo que se daría sería un modo diferente de
“valer” unas reglas u otras: las unas incondicionalmente y las
otras bajo condición de que no se enfrenten con un principio
que “valga” más que ellas. Y, puesto que se trata de una propiedad de sólo algunas reglas, y mientras no se pueda -Alexy
no puede- señalar una nota estructural dirimente, no queda
más que una salida: es una cualidad moral la que marca la
diferencia y dicha cualidad depende por entero de la atribución
de valor moral que realice el analista, intérprete o aplicador.
La cualidad de ser inderrotable por los principios se la imputa
a una regla el intérprete en función de preferencias morales.
En otros términos, una regla es inderrotable por un principio
cuando está sostenida en un principio moral de carácter supremo.
295
Juan Antonio García Amado
- Frente a la afirmación, hoy tan corriente, de que las
normas jurídicas son derrotables, Alexy vendría a poner de
relieve que algunas normas son inderrotables, concretamente
esas reglas respaldadas por “una regla de validez R´”.
- Cuando un principio P se impone sobre una regla R,
desplazándola o restringiéndola, se da un juego de pesos entre varios principios: el peso de P, el peso del principio que
subyace a la regla (PR), el peso de un principio formal “que
exige el cumplimiento de las reglas” y el peso de un principio
P´ “que, bajo determinadas circunstancias, permite que P desplace o resgringa a R”. O sea, P debe pesar más que la suma
del principio que soporta a R y del principio formal que opera
en favor de la aplicación de las reglas. Sólo de ese modo queda justificada la excepción a la aplicación de la regla. Ahora,
bien, ¿se trata del peso objetivo de P, P´y PR? Parece claro que
no, sino que se trata del pesaje que, a la luz de las circunstancias, ha de hacer el intérprete o aplicador. Pero como la de
Alexy no es una teoría jurídica orientada a subrayar el carácter
prioritariamente subjetivo de la decisión jurídica o la discrecionalidad del aplicador de las normas, no queda más vía que
la de concluir que en su doctrina existe una escala de validez
de las normas en general y para el caso concreto, escala de
validez determinada por la relevancia material, moral, de las
normas. Esa relevancia moral es la que con alcance general o
para todo caso convierte algunas reglas en invulnerables, en
inderrotables, y la que hace también que (i) las demás reglas
se apliquen o no al caso concreto si concurren con un principio,
y (ii) que cuando el conflicto acontece entre principios impere
en el caso concreto uno u otro.
Expresadas las alternativas en otros términos, tenemos
que la relación de prioridad entre las normas de un sistema
puede depender: o bien de criterios formales o estructurales,
como las relaciones de jerarquía formal o las relaciones lógicosemánticas; o bien de la decisión discrecional de quien decide
los casos; o bien de propiedades objetivas pero no formales,
de propiedades objetivas materiales, especialmente de la re296
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
lación de las normas con valores morales objetivos. Mientras
el positivismo jurídico se queda con la combinación de las dos
primeras alternativas, una doctrina iusmoralista como la de
Alexy se basa en ese tercer punto de vista. De ahí, por ejemplo, y como ya se ha señalado, que en el caso de las reglas
inderrotables, “la regla de validez R´ que dice que R precede
a P, sin que importe cuán importante sea la satisfacción de P
y cuán poco importante sea la satisfacción de R” sólo puede
ser una norma moral: la que convierte en bien moral supremo
e inatacable el bien protegido por R. Son normas morales, en
consecuencia, las que otorgan a cada norma jurídica su grado
de validez. Pues vemos que las normas jurídicas no valen o
dejan de valer, sino que valen más o menos en función de que
cuenten más o menos las razones morales que son su pilar
material.
Expresado aún de otra manera, a la ponderación jurídica
en el caso concreto (sea entre dos principios P1 y P2, sea entre una regla R (ponderándose aquí su principio PR de fondo)
y un principio P, antecede siempre una ponderación previa y
general: la que señala el peso de R para hacerla derrotable o
inderrotable, desplazable por principios o no desplazable por
principios. Dicha ponderación previa y general, independiente
de las circunstancias concretas de cualquier caso, es una ponderación moral y, en la pretensión de Alexy, es necesariamente dicha ponderación el resultado de una moral objetiva, objetivamente verdadera. Pues afirmar que el “peso” es relativo
a los valores de la moral personal del “ponderador” equivale a
dejar la doctrina de Alexy en un tinglado tan pretencioso como
prescindible; equivale a mantener fundamentalmente que el
peso es lo crucial pero que no hay balanza mínimamente fiable
para fijarlo.
1.2.2. Más colisiones y mayores misterios
Según Alexy, “los principios son mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden cumplirse en diferente
grado” (TDF, 68), dependiendo el grado de cumplimiento de
las posibilidades fácticas y jurídicas. La diferencia entre reglas
297
Juan Antonio García Amado
y principios, según Alexy, “se muestra de la manera más clara
en las colisiones de principios y en los conflictos de reglas”
(TDF, 69).
Cuando dos reglas colisionan, sólo se puede resolver el
conflicto “mediante la introducción en una de las reglas de
una cláusula de excepción que elimine el conflicto o mediante
la declaración de que por lo menos una de las reglas es inválida” (TDF, 69). Por contra, cuando dos principios entran en
colisión, uno de los principios ha de ceder ante el otro, pero
“esto no significa declarar inválido al principio desplazado ni
que en el principio desplazado haya que introducir una cláusula de excepción. Más bien lo que sucede es que, bajo ciertas
circunstancias, uno de los principios precede al otro” (TDF,
70-71), pudiendo darse la precedencia inversa bajo otras circunstancias. Lo determinante en los conflictos entre principios
es el peso, pues vence el de mayor peso a la luz de las circunstancias del caso. En suma “Los conflictos de reglas tienen
lugar en la dimensión de la validez, mientras que las colisiones
de principios -como quiera que sólo pueden entrar en colisión
principios válidos- tienen lugar más allá de la dimensión de
validez, en la dimensión del peso” (TDF, 71). Tendremos que
someter a análisis crítico si es cierto tanto lo que Alexy dice
para las reglas y sus conflictos como para los principios y los
suyos.
Dice Alexy que el problema del conflicto entre reglas
puede solucionarse “por medio de reglas tales como <<lex
posterior derogar legi priori>> y <<lex specialis derogat legi
generalis>>, pero también es posible proceder de acuerdo con
la importancia de las reglas en conflicto” (TDF, 70). Tendremos
que suponer que con la importancia se refiere a la jerarquía
formal entre las normas enfrentadas, aunque quizá tenga sentido preguntarse por qué no lo menciona Alexy expresamente
así y habla de “importancia” en lugar de jerarquía. Sea como
sea, insiste en que “[L]o fundamental es que la decisión versa
sobre la validez” (TDF, 70).
298
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
¿Versa realmente sobre la validez esa decisión? Cuando
entran en juego el criterio cronológico o el de jerarquía, sí;
cuando se trata del criterio de especialidad, no, sino que en
este último caso es el alcance regulativo de las normas, su
referencia a unos u otros casos, lo que se delimita. Pero, más
allá de ese detalle, no se puede perder tampoco de vista que
cuando se trata de reglas coetáneas, de idéntico grado de jerarquía y de igual alcance para el universo de casos, lo que el
juez hace no es sentar la invalidez de una de ellas, sino decidir
discrecionalmente cuál se aplica al caso concreto. La validez
de las normas no es una cuestión que se establezca en el momento de su aplicación, sino dependiente de factores previos.
Si no, tendríamos que definir regla válida del siguiente modo:
es aquélla que el juez aplica a un caso.
¿Puede establecerse en el caso de las reglas una relación
de precedencia como la que Alexy describe como característica de las relaciones entre principios? Acabamos de afirmar
que, si operamos en términos del juicio de validez, la respuesta ha de ser positiva: tiene preferencia la regla válida sobre la
inválida, precisamente por razón de validez y siempre que no
exista una regla que disponga en cierto caso la aplicabilidad de
la regla que ha perdido su validez. ¿Existe tal precedencia en
términos generales entre principios? Ha de existir igualmente,
como se muestra cuando comparamos principios de diferente
jerarquía. Un ejemplo: preferencia del principio constitucional
sobre el principio legal de contenido opuesto. Otro ejemplo:
preferencia del principio posterior sobre el principio anterior
de contenido opuesto. Entre una norma legal que diga “Los
ciudadanos no tienen derecho a la libertad de expresión” y una
norma constitucional que diga “Los ciudadanos tienen derecho
a la libertad de expresión”, prevalece por razón de jerarquía
(y, consiguientemente, de validez), la segunda. Entre una norma constitucional anterior que diga “Los ciudadanos no tienen
derecho a la libertad de expresión” y una norma constitucional posterior (por ejemplo, resultante de una reforma de esa
Constitución) que disponga que “Los ciudadanos tienen dere299
Juan Antonio García Amado
cho a la libertad de expresión”, tiene preferencia, por razón
de validez, la segunda. Alexy dice que “sólo pueden entrar en
colisión principios válidos”, pero no se ve cómo no pueda afirmarse lo mismo para las reglas.
Alexy responde a la objeción de que también puede haber colisiones de principios que se solventen mediante la declaración de invalidez de uno de ellos. Admite que “existen
principios que, si aparecieran en un determinado ordenamiento jurídico, tendrían que ser declarados inválidos, al estrellarse con otros principios” (TDF, 85). Menciona como ejemplo
el “principio de discriminación racial” y afirma que el mismo
queda excluido del derecho constitucional de la República Federal Alemana, pues “[N]o existen casos en los cuales tenga
preferencia y otros en los que deba ser desplazado; mientras
valgan los principios del actual derecho constitucional, ellos
desplazan siempre a este principio; ello significa que no tiene
validez” (TDF, 85).
Lo primero que choca es que Alexy en este punto desvincula de nuevo los principios de los enunciados normativos.
El principio de discriminación racial no tiene validez, en nuestra opinión, porque no se puede sostener con base en ningún
enunciado del derecho alemán. Si apareciera en una norma infraconstitucional dicho “principio”, sería inválido por su choque
con diversos enunciados constitucionales, comenzando por la
prohibición de discriminación3. Pero, puesto que en Alexy los
principios pueden tener existencia independiente de los enunciados normativos y puesto que la contradicción que se toma
en cuenta no es la contradicción lógico-semántica, sino la incompatibilidad sustancial o material, entre entes de naturaleza
axiológica, excluye que pueda ser válido un principio opuesto
al contenido axiológico debido. Sólo así parece explicable que
mantenga que dentro del ordenamiento jurídico no puede darse contradicción entre principios válidos y principios inválidos,
aunque sí puede haber tal contradicción entre reglas, y que
3. Salvo que se tratase de discriminación racial positiva y se diesen las condiciones que habitualmente se predican de la discriminación inversa o acción positiva para que sea constitucionalmente admisible.
300
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
afirme que “[l]as contradicciones de normas en sentido amplio
que tienen lugar dentro del ordenamiento jurídico son siempre
colisiones de principios y las colisiones de principios se dan
siempre dentro del ordenamiento jurídico”, así como que “el
concepto de colisión de principios presupone la validez de los
principios que entran en colisión” (TDF, 86). Vemos, pues, que
colisión de principios no significa contradicción entre principios,
que dos principios que colisionan no son dos principios que se
contradicen, seguramente porque no cabe contradicción entre
dos normas que respectivamente dicen que X debe hacerse
en la mayor medida posible y que Z debe hacerse en la mayor
medida posible, aun cuando para el caso la norma primera y
la segunda propongan soluciones opuestas. Mediante la definición de los principios como mandatos de optimización se ha
eliminado la posibilidad de la contradicción lógico-semántica,
pero lo esencial es que previamente se tienen que haber pasado los principios por una especie de test de validez no fundado en razones formales, de pertenencia formal del respectivo
enunciado normativo al sistema jurídico, sino sustentado en
razones de compatibilidad axiológica, razones basadas en que
no cabe que forme parte de un ordenamiento jurídico un principio de contenido inmoral o injusto.
Admitamos como hipótesis que una constitución pudiera
contener dos enunciados normativos catalogables como principios y de contenido contradictorio. P1 se contendría en el
enunciado “Nadie puede ser discriminado por razón de raza”
y P2 en el enunciado “A los efectos de X, tendrá preferencia y
trato de favor la raza R”. ¿Cómo habría que resolver tal contradicción? Parece que en Alexy es claro que, más que resolverse
como conflicto entre normas formalmente válidas, se disolvería como pseudoconflicto porque P2 es por definición inválido
por razones morales. Así pues, habrá que pensar que todas las
normas de contenido racista de una constitución racista serían
normas inválidas sin más.
Así pues, la colisión de la que hablamos sólo puede ser
la colisión entre normas válidas, sean principios o reglas: entre normas de igual jerarquía y coetáneas. ¿Se resuelve esa
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Juan Antonio García Amado
colisión de manera diferente cuando se trata de reglas y de
principios, siendo ésa la clave diferenciadora de unas y otros,
como Alexy pretende? Vayamos por partes.
Parece necesario entender que en la doctrina de Alexy las
reglas y los principios no se diferencian cuando se trata de su
aplicación sin que surja conflicto con otras normas que para el
mismo caso concurran. Si la única diferencia se muestra sólo
en los casos de tales conflictos, quiere decirse que cuando no
hay conflicto no existe o no es apreciable la diferencia. Porque,
si la hubiera, Alexy tendría que dar una definición estructural,
mostrar cuál es esa característica que hace distintas a las normas y a los principios y que es la razón de que los conflictos
se solventen diferentemente. Pero, como dicha caracterización independiente de la manera de resolver los conflictos no
se ve en Alexy, habremos de concluir que no se trata de que
reglas y principios resuelvan distintamente sus conflictos porque tengan naturaleza estructural diferente, sino al contrario:
tienen naturaleza estructural diferente porque resuelven sus
conflictos distintamente. Por tanto, si se demuestra que esa
diferencia en la manera de operar en los casos de conflicto no
es distinta, estaremos socavando la esencia misma de la distinción alexyana entre reglas y principios.
1.2.3. ¿Reglas o principios? A gusto del aplicador
Tomemos las normas del Código Penal español que tipifican y prevén castigo penal para el robo con violencia e intimidación y para un supuesto agravado del mismo. El primero
se define en el art. 242.1 del Código Penal español así: “El
culpable de robo con violencia o intimidación en las personas
será castigado con la pena de prisión de dos a cinco años, sin
perjuicio de la que pudiera corresponder a los actos de violencia física que realizase”, mientras que un supuesto agravado
se define en el art. 242.2 CP como aquel que el delincuente
comete “haciendo uso de armas u otros medios igualmente
peligrosos que llevare4”. En el caso resuelto por la Sentencia
4. El enunciado completo es: “La pena se impondrá en su mitad superior cuando el delincuente hiciese uso de
las armas u otros medios igualmente peligrosos que llevare, sea al cometer el delito o para proteger la huida y
cuando el reo atacare a los que acudiesen en auxilio de la víctima o a los que le persiguieren”.
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Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
del Tribunal Supremo (Sala Segunda) de fecha 21 de febrero de 2001, los hechos eran los siguientes: un delincuente
intenta atracar a un viandante y éste se resiste. En ese momento el atracador toma un grueso palo que casualmente se
encontraba a los pies de ambos y lo enarbola contra la víctima, consumando de ese modo el atraco. El delito en cuestión
encajará bajo el supuesto simple o el agravado, pero no podrá
ser ambas cosas. Todo dependerá de cómo se interprete la expresión “que llevare”, como significando portar o transportar.
Lo que no tiene mucho sentido es entender que una de esas
dos normas excepciona a la otra. Simplemente se refieren a
universos de casos separados, si bien la delimitación concreta
de algunos de los miembros del respectivo conjunto de casos
tendrá que hacerse en el caso concreto y mediante la interpretación de los términos de una u otra norma.
Supongamos ahora que de N2 (art. 242.2 CP) hacemos
una interpretación teleológica, a tenor de la cual su sentido
-el sentido del tipo especial y su pena mayor- es proporcionar
una mayor protección a la víctima de robos cuando los medios
que para el robo se usan provocan una especial indefensión.
Podríamos, pues, entender que el sentido último de N2 es que
las víctimas de los robos con medios peligrosos estén lo más
protegidas posible. Dado que la indefensión de la víctima es
la misma tanto si el palo de nuestro ejemplo lo transportó el
delincuente al lugar de los hechos o si lo encontró allí mismo,
en ese fin de la norma y en su consiguiente traducción a un
mandato de optimización hallaríamos una razón para aplicar la
sanción de N2 y no la de N1 (art. 242.1 CP).
Pero también podemos echar mano del “principio” de legalidad penal en una de sus manifestaciones, contenida en el
artículo 4.1 del Código Penal: “Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en
ellas”. Creo que, en la terminología de Alexy, se trataría en
realidad de una regla que nos indica que las normas penales,
en lo que perjudiquen al reo, no deben aplicarse más allá del
significado estricto de sus términos, descartando la analogía,
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Juan Antonio García Amado
por supuesto, pero restringiendo también muy fuertemente la
interpretación extensiva. En otros términos, esa “regla” puede comprenderse así: “la aplicación de los tipos penales debe
ser todo lo estricta que sea posible, en el sentido de afectar a
la seguridad jurídica del reo lo menos que sea posible”. ¿Qué
acabamos de hacer? Convertir a la regla en principio mediante
una interpretación basada en su fin, o en el fin que se le imputa.
¿Cómo cabe observar o explicar la resolución de este
caso? De dos formas. La primera posibilidad es pensando que
mediante la interpretación se acota correlativamente el universo de casos, resolviendo si el hecho de atracar tomando un
palo que no se ha transportado al lugar pertenece al universo
de casos de N1 o al de N2. Uno de los argumentos a tal efecto
importante será el teleológico, alusivo al fin que la norma pretende o que para la norma puede pretenderse. La otra posibilidad es “pesando” en el caso el mandato de optimización contenido en (o subyacente a) N2 y el contenido en (o subyacente
a) N1. Pero lo absolutamente fundamental es lo que sigue:
sea del modo que sea, va a ser una valoración del aplicador
la que determine la solución del caso; o bien la valoración de
cuál interpretación es preferible o bien la valoración de cuál
fin u objetivo a optimizar ha de cobrar preferencia en el caso.
No es la distinta naturaleza o la diferencia cualitativa entre las
reglas y los principios, en cuanto normas jurídicas, lo que lleva
a interpretar y subsumir o a ponderar, sino que se trata de una
elección de método que busca ante todo justificar la decisión
valorativa con argumentos de una clase o de otra.
1.2.4. “Ley de colisión” y colisiones sin ley
Alexy formula para los principios la que llama “ley de
la colisión”, de la que dice que “es uno de los fundamentos de
la teoría de los principios” que sostiene (TDF, 76). Esa llamada
ley de la colisión viene a decirnos que cuando dos principios
se hallen enfrentados para un caso, habrá que ponderarlos a
la vista de las circunstancias concretas, para sentar cuál de los
dos es para ese caso el prioritario. Se trata de una “relación de
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Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
precedencia condicionada. La determinación de la relación de
precedencia condicionada consiste en que, tomando en cuenta
el caso, se indican las condiciones en las cuales un principio
precede al otro. En otras condiciones, la pregunta acerca de
cuál de los principios debe preceder, puede ser solucionada
inversamente” (TDF, 73). Puesto que se usa la que Alexy llama
“metáfora del peso” (TDF, 74), se debe aclarar en qué consiste
exactamente esa preferencia basada en el peso de los principios a tenor de las circunstancias del caso. Según Alexy, “[E]l
concepto de relación de precedencia condicionada permite una
respuesta simple. El principio P1 tiene, en un caso concreto,
un peso mayor que el principio opuesto P2 cuando existen razones suficientes para que P1 tenga precedencia sobre P2 en
las condiciones C dadas en el caso concreto” (TDF, 74).
Tenemos, pues, que: a) son las circunstancias del caso
las que determinan el mayor peso de un principio o el otro;
b) un principio tiene más peso cuando hay razones suficientes
para atribuirle más peso. Por tanto, no cabe más que concluir que la diferencia de peso es la diferencia de las razones:
prevalecerá en el caso el principio en favor de cuya prioridad
puedan darse razones suficientes. Que queramos expresarlo
diciendo que pesa más ese principio no es más que optar por
una hermosa metáfora.
Las razones en cuestión han de ser razones que justifiquen la prevalencia. Ahora bien, ¿se trata de una prevalencia o
de una preferencia del que decide el conflicto? Si es prevalencia objetiva de unas razones sobre otras, habrá que averiguar
cuáles razones en sí y objetivamente valen más, “pesan” más,
si las razones en favor de un principio o del otro. En cambio, si
las razones lo son de una preferencia subjetiva, esas razones,
por un lado, explican, dan cuenta de por qué el que decide
prefirió un principio antes que otro y, por otro lado, tratan de
justificar convincentemente dicha preferencia. El problema de
la metáfora del peso es que, como mínimo, da la apariencia de
prevalencia objetiva. Cuando yo digo “este objeto pesa más
que este otro”, hay un matiz diferente de cuando digo “prefiero
este objeto a este otro”. En el primer caso, si alguien discute
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Juan Antonio García Amado
mi juicio, podemos acudir a un aparato llamado balanza, que
demuestra si estoy en lo cierto o yerro; en el segundo caso,
cuando se trata de preferencias subjetivas, no hay tal balanza,
aunque yo puedo tratar de hacer que el auditorio comparta
mis razones, las razones de mi preferencia.
También cuando un juez opta por una de las interpretaciones posibles de la expresión “que llevare” en el art. 242.2
CP está estableciendo una “relación de preferencia condicionada”. La condición la ponen, también aquí, las circunstancias del
caso: el delincuente encontró el palo a sus pies o a X metros,
se agachó, lo tomó, amenazó con él a la víctima, el palo era
considerablemente grueso, etc., etc. Y la preferencia se sienta
poniendo esas circunstancias en relación con el fin protector de
la norma y la correspondiente situación de la víctima ante esas
circunstancias. Pero sigue siendo una preferencia subjetiva del
juez, basada en la valoración que simultáneamente hace el
juez del fin de la norma y de las circunstancias del caso. ¿Hay
realmente diferencias entre esa preferencia interpretativa que
resuelve la colisión inicial entre dos reglas y la preferencia
que resuelve la colisión entre dos principios? No, a no ser que
presupongamos que la opción entre interpretaciones expresa
una preferencia subjetiva, basada en razones con las que se
intenta justificar, mientras que cuando se trata de resolver la
colisión entre principios hay una prevalencia objetiva basada
en razones demostrativas.
La “relación condicionada de precedencia” entre dos
principios en un caso es expresada por Alexy formalmente así
(TDF, 75):
(P1 P P2) C
La lectura de esta fórmula sería la siguiente:
Bajo las condiciones C, P1 tiene precedencia sobre P2.
De este modo, se habría sentado una regla de decisión
del caso, regla que rezaría así (TDF, 75):
306
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
“Si la acción a cumple C, entonces pesa sobre a una prohibición de derecho fundamental”.
Esa regla significa que “la consecuencia jurídica que se
deriva de P1 tiene validez cuando se dan las circunstancias C”
(TDF, 75). Expresado de otra forma (TDF, 75):
“Las condiciones en las cuales un principio tiene precedencia sobre otro constituyen el supuesto de hecho de una
regla que expresa la consecuencia jurídica del principio precedente”.
Ésa es la que llama Alexy “ley de la colisión” y de la que
dice que es “uno de los fundamentos” de su teoría de los principios (TDF, 76).
Ahora juguemos con dos reglas válidas en conflicto para
un caso, conflicto que ha de dirimirse mediante la interpretación de los términos de una de ellas, como ocurría con el
conflicto entre N1 y N2 en el tema penal antes mencionado. A
la vista de las circunstancias de aquel caso resuelto por el Tribunal Supremo, veíamos que éste también trazaba lo que podemos denominar una relación condicionada de precedencia,
según la cual N1 prevalecía para el caso sobre N2. No perdamos de vista que, según la clasificación de Alexy, estaríamos
hablando de reglas, por lo que las referiremos como R1 y R2.
Podemos expresar así el juicio del Tribunal:
(R1 P R2) C
¿Por qué esa preferencia del Tribunal? Porque en las circunstancias del caso y a la luz del sentido finalístico de la
norma, le pareció mejor entender que era preferible entender
“llevar” como portar que como transportar. En otros términos,
habría “razones suficientes” o mejores razones para preferir
para el caso la regla R1.
Podríamos parafrasear a Alexy de esta manera:
“Las condiciones en las cuales una regla (válida) tiene
precedencia sobre otra (válida) constituyen el supuesto de he307
Juan Antonio García Amado
cho de una regla que expresa la consecuencia jurídica de la
regla precedente”.
Si el anterior razonamiento es pertinente, tendríamos
que todo conflicto en un caso entre normas válidas concurrentes como soluciones alternativas de ese caso, sean reglas o
principios, puede reconducirse a la fórmula:
(N1 P N2) C
Pero, si fuera así, habríamos eliminado la que para Alexy
es la base de la diferenciación entre reglas y principios, ya que
la que llama “ley de colisión” se aplicaría por igual a las unas
y los otros.
A la tesis anterior se le puede plantear una objeción: la
decisión del conflicto entre R1 y R2 recae como decisión sobre
la interpretación de la expresión “que llevare” en R2, mientras
que las decisiones de los conflictos entre principios no están
determinadas por decisiones interpretativas. Replicaremos a
esta posible objeción que las decisiones que resuelven conflictos entre principios sí están esencialmente determinadas por
decisiones interpretativas.
1.2.5. Un ejemplo de Alexy: la Sentencia del Bundesverfassungsgericht sobre incapacidad procesal
Vamos a trabajara seriamente con un ejemplo jurisprudencial5 que usa el mismo Alexy para ilustrar cómo funciona
y lo bien que funciona, en su opinión, la “ley de colisión”. Se
trata del que Alexy denomina caso de la “Sentencia sobre incapacidad procesal”, por referencia a una Sentencia del Bundesverfassungsgericht de 19 de junio de 1979 (BVerfGE 51,
324).
Las cosas dependen también de cómo se cuenten. Así
es en la vida ordinaria y así también sucede cuando en la
teoría del Derecho se narran casos. Por un lado, depende de
cómo se cuenten -qué se cuente, y con qué énfasis, y qué no5. El otro ejemplo que Alexy da “de cómo se solucionan las colisiones de principios” (TDF, 71) es el caso Lebach
(vid. TDF, 76ss).
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Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
los hechos del caso. Por otro lado, al explicar una sentencia
depende de qué expresiones de la misma se quieran tomar
como decisivas del modo de razonar de los jueces y de a qué
modelo se quiera reconducir el tipo de razonamiento presente
en la sentencia. Como hemos comprobado en otros trabajos,
Alexy es un maestro en reformular los términos y esquemas
de sentencias para que parezca que sus autores hacen algo
diferente de lo que en verdad hacen, que no es más, fundamentalmente, que elegir valorativamente entre interpretaciones posibles de las normas y entre calificaciones posibles de
los hechos sometidos a prueba. En este ejemplo que vamos a
comentar vuelve a ocurrir igual: Alexy relata el caso haciendo
que parezca evidente en los hechos lo que el tribunal ha de
concluir, selecciona unos pocos párrafos de la sentencia en
los que, descontextualizadamente, da la impresión de que se
usan las palabras que le parecen fundamentales para su teoría de la colisión entre principios y, por último, traduce otras
expresiones de la sentencia a sus terminología propia, manifestando que aquellos términos vienen a significar lo mismo
que sus expresiones. Con ello, deja en el lector la impresión de
que el tribunal de turno hizo algo distinto de lo que en verdad
hizo, como muestra un análisis pormenorizado de la sentencia: que contrapuso normas que eran principios y que ponderó
con gran método y rigor entre ellos.
Para no caer en vicios similares a estos que criticamos,
deberemos dar aquí una extensión no escasa a la descripción y análisis de la referida sentencia BVerfGE 51, 324. Pero
antes debemos oír a Alexy por extenso sobre este particular: “Las numerosas ponderaciones de bienes llevadas a cabo
por el Tribunal Constitucional Federal son un ejemplo de cómo
se solucionan las colisiones de principios. Aquí, a manera de
ejemplo, puede aludirse a dos decisiones: la Sentencia sobre
la incapacidad procesal y la Sentencia del caso Lebach” (TDF,
71). “En la Sentencia sobre la incapacidad procesal, se trata
de si es admisible llevar a cabo una audiencia oral en contra
de un acusado que, debido a la tensión que tales actos traen
consigo, corre el peligro de sufrir un infarto. El Tribunal constata que en tales casos existe una <<relación de tensión entre
309
Juan Antonio García Amado
el deber del Estado de garantizar una aplicación adecuada del
derecho penal y el interés del acusado en la salvaguardia de
los derechos constitucionales garantizados, a cuya protección
el Estado está igualmente obligado por la Ley Fundamental>>.
Esta relación de tensión no podía ser solucionada en el sentido
de una prioridad absoluta de uno de estos deberes del Estado,
ninguno de ellos poseería <<prioridad sin más>>. Más bien,
el <<conflicto>> debería solucionarse <<mediante una ponderación de los intereses contrapuestos>>. En esta ponderación, de lo que se trata es de establecer cuál de los intereses,
que tienen el mismo rango en abstracto, posee mayor peso en
el caso concreto: <<Si esta ponderación da como resultado
que los intereses del acusado que se oponen a la intervención
tienen en el caso concreto un peso manifiestamente mayor
que el de aquel interés a cuya preservación está dirigida la
medida estatal, entonces la intervención viola el principio de
proporcionalidad y, con ello, el derecho fundamental del acusado que deriva del artículo 2 párrafo 2 frase 1 LF>>. Esta
situación de decisión responde exactamente a la colisión de
principios (...) Es perfectamente posible presentar la situación
de decisión como una colisión de principios. Ella se da cuando
se habla, por una parte, de la obligación de mantener el mayor
grado posible de aplicación del derecho penal y, por otra, de la
obligación de afectar lo menos posible a la vida y la integridad
física del acusado. Estos mandatos tienen una validez relativa
en relación con las posibilidades fácticas y jurídicas que existen para el cumplimiento. Si tan sólo existiera el principio de la
aplicación efectiva del derecho penal, estaría ordenado, o por
lo menos permitido, llevar a cabo la audiencia oral. Si existiera
tan sólo el principio de la protección de la vida y de la integridad física, estaría prohibido llevar a cabo la audiencia oral.
Tomados en sí mismos, los dos principios conducen a una contradicción. No obstante, esto significa que cada uno de ellos
limita la posibilidad jurídica de cumplimiento del otro. Esta
situación no se soluciona declarando que uno de ambos principios no es válido y eliminándolo del sistema jurídico. Tampoco
se soluciona introduciendo una excepción en uno de los principios de forma tal que en todos los casos futuros este principio
310
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
tenga que ser considerado como una regla satisfecha o no. La
solución de la colisión consiste más bien en que, teniendo en
cuenta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una relación de precedencia condicionada. La determinación de la relación de precedencia condicionada consiste en
que, tomando en cuenta el caso, se indican las condiciones en
las cuales un principio precede al otro, En otras condiciones, la
pregunta acerca de cuál de los principios debe preceder, puede
ser solucionada inversamente” (TDF 71-73).
Es de justicia la larga cita, porque ahora vamos a comprobar que o bien no es así como el Tribunal operó en el caso,
o bien -como mínimo- hay maneras más realistas y fiables
de reconstruir el modo de razonar del Tribunal en el caso de
referencia.
Ahora vamos con la lectura y comentario de la sentencia.
Comencemos con los hechos del caso. Llamemos K al ciudadano que recurre al Tribunal Constitucional en demanda de
amparo de sus derechos fundamentales. K tenía 71 años en
1979, cuando recae esta sentencia. Durante el nazismo había
ocupado importantes cargos en la Gestapo y en las SS. En
1943 había llegado a SS Obersturmbannführer y luego ocupó
un alto puesto en el Ministerio de Armamento, concretamente
como encargado de la vigilancia de la fabricación de armas.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, K fue detenido en Marburgo por el servicio secreto soviético, juzgado por un tribunal
militar soviético y condenado como criminal de guerra a veinticinco años de trabajos forzados. En 1953, mientas cumplía
condena en Siberia, sufrió su primer infarto. En 1955 fue liberado y retornó a la República Federal Alemana, donde en 1957
padeció un segundo infarto.
En 1961 la fiscalía de Berlín formula acusación contra
K por haber ordenado en Polonia, durante su desempeño de
cargos de responsabilidad en el régimen nazi, el fusilamiento
de varios polacos y judíos. La acusación, en concreto, es de
asesinato. En el marco de esas investigaciones procesales, K
permanece en prisión preventiva de mayo de 1965 hasta no311
Juan Antonio García Amado
viembre de 1967. Al final, en 1971, un tribunal de Berlín pone
fin a la investigación porque no se han conseguido pruebas
suficientemente contundentes. Pero en 1961 comenzó otra
investigación criminal contra K, a impulso de las fiscalías de
Essen y Colonia. Esta vez la acusación era de asesinato de presos de un campo de concentración que eran utilizados en las
instalaciones de fabricación de armas que K. supervisaba. En
este procedimiento se plantean por primera vez dudas sobre la
aptitud de K. para ser sometido a un proceso penal, por causa
de su delicado estado de salud. Varios médicos dictaminan que
debido a su pasada experiencia en las prisiones rusas, sufre
crisis nerviosas, se siente perseguido, reacciona a los estímulos negativos con subidas de la tensión sanguínea y pérdidas
de conciencia y, en lo que a su situación coronaria se refiere,
es alta la probabilidad de que sufra un nuevo infarto grave si
se ve sometido, en esas condiciones físicas y psíquicas, al estrés de un proceso penal.
Así fue como dio comienzo toda una larga serie de intentos de procesar a K por sus, al parecer, numerosos crímenes
como nazi6, procesos que siempre estuvieron condicionados
por ese debate sobre si, dada su quebradiza salud, resultaba
conforme a Derecho o no someterlo al juicio oral. Se suceden
los dictámenes médicos, siempre coincidentes en que la salud
de K está en peligro, aunque discrepantes a veces en el grado
de probabilidad con que cabría esperar un infarto si se le pone
ante el juez en el juicio. Finalmente, en uno de esos procedimientos un tribunal de Hamburgo ordena la apertura de juicio
oral contra K., basándose en algunos dictámenes médicos que
afirman que la probabilidad del infarto no es superior al cincuenta por ciento y que, de producirse, no resultaría necesariamente mortal. Justifica tal tribunal la medida alegando que
el principio de proporcionalidad impone que el juicio oral no se
abra solamente en el caso de que estuviera acreditado que por
causa de la mala salud del señor K resultara “muy probable” la
reacción con alto riesgo para su vida. En opinión del tribunal,
6. Un ejemplo más: en 1972 un tribunal de Hamburgo le abre sumario porque, como Director de la policía de
la ciudad de Posen, K. había ordenado, con alevosía y movido por el odio racial, la ejecución antijurídica de al
menos veintiséis presos judíos.
312
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
ese riesgo en torno al cincuenta por ciento no equivalía a hacer
“muy probable” el desenlace contra la vida o la salud de K.
Comunicada la apertura de juicio a K., éste padece un
deterioro de su estado y es ingresado en un hospital y los
médicos certifican un inminente riesgo de infarto. K. interpone Verfassungsbeschwerde (equivalente al recurso español de
amparo) ante el Tribunal Constitucional, a fin de que el juicio
contra él no continúe debido al grave peligro en que pone su
vida y su salud, derechos protegidos por el artículo 2 párrafo
2 frase 1 de la Ley Fundamental de Bonn, entre otros. Dicho
precepto tiene el siguiente tenor: “Toda persona tienen derecho a la vida y a la integridad física” (Jeder hat das Recht auf
Leben und körperliche Unversehrtheit).
El Tribunal dará la razón al recurrente. Ahora nos toca
examinar el fundamento de su resolución paso a paso, preguntándonos si en verdad trató las normas concurrentes como
principios y los ponderó..., o si hizo lo de siempre: interpretar normas, valorar pruebas y calificar hechos, todo ello en
ejercicio de su discrecionalidad y mejor o peor argumentado.
Veamos.
Esta parte de la sentencia comienza resumiendo las alegaciones del recurrente, señor K, y del tribunal de Hamburgo
que justificaba la apertura del juicio oral contra K. K aducía
que aquel tribunal había vulnerado “el ámbito de protección”
del art. 2 apartado 2 párrafo 1 LF, sin tener en cuenta que “el
principio de proporcionalidad prohíbe abrir juicio oral contra
el acusado cuando conlleva peligro para la vida y la salud de
éste y son escasas las posibilidades de condena”. Según el
recurrente, los dictámenes médicos muestran que en esa situación es alto el peligro de infarto. Por su parte, el tribunal
de Hamburgo entendía que, en efecto, había de tomarse en
cuenta el principio de proporcionalidad en el caso en relación
con el posible daño para el derecho a la salud de K. Se plantea
el conflicto entre la obligación estatal de persecución penal y
el derecho a la salud de K., pero, según el tribunal hamburgués, el límite para aquella obligación del Estado se alcanza
313
Juan Antonio García Amado
sólo cuando hay certeza de que K sufrirá un infarto si hay
juicio, y esa certeza plena no existe en el caso. Vemos, pues,
a las dos partes manejando el principio de proporcionalidad
y proponiendo distintas escalas o umbrales de peso para su
aplicación.
Seguidamente se pasa a motivar el fallo favorable al recurso de K. Acompañemos paso a paso al Tribunal Constitucional en su motivación.
“La decisión recurrida vulnera el derecho fundamental del
recurrente en amparo a la vida y la integridad corporal”. Es la
primera afirmación en esta parte. A continuación se explica
que “el aseguramiento de la paz jurídica por medio de administración de justicia penal es de siempre una importante
tarea de los poderes públicos”. Existe un interés general en la
garantía y adecuado funcionamiento de la administración de
justicia penal, “sin la que la justicia no puede hacerse valer”.
“El Estado de Derecho sólo puede realizarse si está asegurado
que el autor de un delito es juzgado en el marco de la legalidad
establecida y sometido a una pena justa”. Todo ello justifica
que el procesamiento de un acusado no pueda depender de la
voluntad de éste o de su disposición a someterse y colaborar
con la justicia. Es más, ha de velarse porque el acusado no
condiciones el desarrollo del proceso mediante, por ejemplo,
el fingimiento o agravamiento deliberado de enfermedades.
La propia normativa procesal (parágrafos 230 y 231 de la Ley
Procesal penal -StPO-) permite que en ciertos casos el juicio
oral se celebre en ausencia del acusado, incluso en supuestos
en los que al acusado no se le ha podido aún notificar su procesamiento.
Pero “la obligación constitucional de una adecuada administración de la justicia penal no justifica la práctica del proceso penal en cualquier caso de sospecha de crimen”. Tal ocurre
cuando están en riesgo derechos fundamentales que también
forman parte de la base del Estado de Derecho. En particular,
así sucede cuando por el estado de salud de un acusado, “es
de temer que en caso de prosecución del proceso penal pierda
314
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
la vida o padezca graves daños de su salud. En tales casos surge una tensión (Spannungsverhältnis) entre la obligación del
Estado de velar por el adecuado funcionamiento de la administración de justicia penal y el interés del acusado por mantener
incólumes los derechos fundamentales que la Constitución le
atribuye y a cuya protección está también el Estado obligado.
Ninguno de esos dos bienes disfruta sin más de la prioridad
sobre el otro. Ni puede la pretensión penal del Estado imponerse sin tomar en consideración los derechos fundamentales
del acusado, ni justifica cualquier riesgo para dichos derechos
la subordinación de aquella pretensión”.
Lo que aquí existe, según la sentencia, es un “conflicto” que, conforme al “principio de proporcionalidad”, debe ser
resuelto mediante la “ponderación (Abwägung) de los intereses contrapuestos”. Si de esa ponderación resulta que pesan “esencialmente más” en el caso los intereses del acusado,
prevalecerá su derecho a la vida y a integridad física. “Para
el enjuiciamiento de esta cuestión debe atenderse ante todo
al modo, alcance y duración previsible del proceso penal, al
modo e intensidad del daño que se teme y a las posibilidades
de evitar dicho daño”. “Si existe un peligro cierto y concreto de que la realización del juicio oral acabe con la vida del
acusado o le cause graves daños a su salud, resultará que la
prosecución del proceso vulnera su derecho fundamental del
artículo 2 apartado 2 párrafo 1 de la Ley Fundamental”. No
se trata de que un mero peligro para el derecho fundamental
impida la culminación del proceso, sino de atender a si existe efectivamente vulneración del mismo. “Tal vulneración en
sentido amplio existe siempre que quepa seriamente temer
que la continuación del proceso acabe con la vida del acusado
o provoque graves daños a su salud”. En tal circunstancia predomina el derecho del acusado a la protección de su derecho
a la vida y la salud.
Sentados así los supuestos normativos, pasa el Tribunal
a valorar los hechos. ¿Se da tal grado requerido de peligro
para la vida del acusado? Depende de la probabilidad del daño
315
Juan Antonio García Amado
que se constate. La resolución judicial recurrida fijó dejar sin
efecto el proceso si hay una probabilidad “fuera de toda duda”
de tales daños para el acusado y, como no es tal el grado de
certeza en el caso, determinó que se abriera el juicio oral. Tal
planteamiento ha rebasado el límite admisible y supone vulneración del derecho a la vida del acusado. No se ha aplicado,
por tanto, el criterio adecuado para la protección del ese derecho fundamental.
La sentencia acaba con un párrafo que merece traducción
y cita por entero: “Cuando el juez penal, como aquí, ha de juzgar la aptitud del acusado para ser sometido al juicio oral, para
que su decisión se atenga a los parámetros constitucionales
no basta que tome en cuenta de modo inobjetable el patrón
resultante de las normas y principios de la Ley Fundamental.
Más bien debe el juez en tales casos, al aplicar tal patrón,
ponderar unos contra otros los puntos de vista determinantes
para su decisión, con lo que el diferente peso de los elementos ponderables adquiere para el resultado final importancia
decisiva (...). Ahí entra en juego la consideración de todas las
circunstancias personales y fácticas del caso, especialmente
la valoración conjunta de los dictámenes sobre los hechos de
los que el tribunal disponga y que puedan ser relevantes para
la decisión. Pero no es necesario decidir aquí si la resolución
recurrida es constitucionalmente admisible bajo tal punto de
vista, pues el mero empleo de un criterio decisorio contrario a
la Constitución es razón bastante para dejarla sin efecto”.
¿Qué nos está diciendo este párrafo final? Que no es necesaria en realidad la ponderación, pues lo que invalida la resolución cuestionada es el hecho de que el tribunal ha aplicado
un canon normativo inadecuado. ¿Cuál sería dicho canon o
patrón decisorio? Sin duda, en mi opinión, un mal entendimiento, una mala interpretación de la norma contenida en el
artículo 2 de la Ley Fundamental.
Lo que se está manteniendo en la sentencia es que el
derecho a la vida y a la integridad física del ciudadano abarca
una serie de supuestos que conforman lo que se puede llamar
316
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
el ámbito de protección de tal derecho. Uno de esos supuestos
es el consistente en el sometimiento a un proceso judicial que
ponga en serio peligro la vida del acusado. Se está, pues, delimitando con carácter general el alcance del artículo 2 apartado
dos párrafo 1, aunque ciertamente a partir del caso concreto
que en la sentencia se analiza. En la terminología tradicional,
se está optando por una interpretación extensiva de tal precepto. A partir de ahí, lo que el Tribunal hace es razonar sobre
los hechos, para ver si son subsumibles bajo esa norma así
interpretada, en cuyo caso no se puede procesar al acusado,
porque lo protege tal derecho del art. 2, o si, por el contrario,
no son los hechos subsumibles bajo tal precepto, de manera
que no opera éste como impedimento para el proceso.
Así pues, no se ponderan las circunstancias del caso para
ver si pesa más un derecho y otro, sino que se analizan a fin
de establecer si aquella subsunción cabe o no. No se pesan ni
los derechos ni los concretos hechos, sino que el razonamiento
del Tribunal sigue los pasos siguientes:
a) Existe una norma constitucional, el art. 2 apartado dos
párrafo 1 de la Ley Fundamental, que ampara, como derecho
fundamental, el derecho a la vida y a la integridad física de los
ciudadanos.
b) La ley procesal establece los mecanismos y garantías
para que un ciudadano pueda ser acusado y procesado por
delitos. Tal actuar del Estado está justificado por la función que
a las instituciones públicas les compete para la protección de
los ciudadanos y la salvaguarda de su seguridad.
c) El conflicto normativo se plantea cuando, debido al estado de salud de un acusado, el desarrollo del correspondiente
proceso penal contra él hace peligrar su vida con un elevado
grado de probabilidad.
d) Según el alcance que se confiera a la esfera de protección de dicha norma que garantiza el derecho a la vida y a la
integridad física, se podrá entender la misma vulnerada o no
317
Juan Antonio García Amado
por la celebración del proceso judicial que hace peligrar la vida
del acusado con un alto grado de probabilidad.
e) El tribunal anterior razonó que la mera probabilidad,
que no certeza, de que la salud del acusado sufriera grave
quebranto, con posible muerte, por la celebración del juicio
contra él no suponía vulneración del referido artículo protector
del derecho a la vida. Por tanto, viene ese tribunal a decir que
la puesta seria en peligro de la vida del acusado por causa del
proceso no encaja bajo el ámbito protector del derecho a la
vida y, por consiguiente, no es vulneración de aquel precepto.
f) El Tribunal Constitucional realiza del articulo 2 una
interpretación distinta, extensiva y no restrictiva, de manera
que dicha puesta en grave riesgo de la vida del acusado se
considera vulneración del derecho a la vida.
g) Afirmada la interpretación anterior del “derecho a la
vida y a la integridad física” del artículo 2, toca ver si en el
caso existe el nivel de riesgo para la vida que suponga una tal
vulneración del “derecho a la vida”, así entendido.
h) Para esa valoración de los hechos a la luz de la norma
así interpretada, el Tribunal Constitucional afirma que han de
tomarse en consideración las siguientes circunstancias: tipo,
alcance y duración previsible del proceso penal, tipo e intensidad del daño temible y posibilidades de evitación o aminoración de dicho daño (por ejemplo, mediante aplicación de
medicación).
i) Vistos los hechos del caso, y en particular los correspondientes dictámenes médicos, el Tribunal Constitucional
concluye que la probabilidad del daño es alta y difícilmente
evitable si el juicio sigue su curso.
j) En consecuencia, y puesto que (i) la grave puesta en
peligro de la vida de un acusado en un proceso penal se considera atentado contra el derecho a la vida reconocido en el
artículo 2, apartado 1 párrafo 1, y que (ii) en el caso de autos
318
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
se da una grave puesta en peligro de la vida de este acusado si
el juicio oral se realiza, se llega a la conclusión: (iii) el someter
a este acusado al proceso atenta contra su derecho a la vida
y, por consiguiente, está constitucionalmente vedado, vedado
por el citado artículo de la Constitución.
Ilustremos el razonamiento mediante un esquema aún
más claro.
1. (Norma de referencia: art. 2...LF) Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física.
2. (Enunciado interpretativo): Del derecho a la vida forma parte el derecho a que la vida de un sujeto no sea gravemente puesta en peligro con alta probabilidad al someterlo a
un juicio penal.
3. (Enunciado fáctico) En virtud de las circunstancias a,
b, c..., atinentes al estado de salud del sujeto K, someterlo a
un juicio penal pone en grave peligro su vida
4. (Conclusión) El sometimiento de K al juicio penal supone vulneración de su derecho a la vida.
¿Hemos asistido a la resolución mediante ponderación
de un conflicto entre principios perfectamente distinto de un
conflicto entre reglas que haya que solventar excluyendo la
validez o aplicabilidad al caso de una de ellas? En modo alguno. Lo que hemos visto es un caso perfectamente normal y
corriente, el mismo que puede existir, por ejemplo, entre un
sujeto A respaldado por su derecho de propiedad sobre una
finca y el sujeto B que afirme que tiene derecho a pasar por
esa finca porque sobre ella está constituida en su favor una
servidumbre de paso. A invoca la norma N1 del Código Civil,
que atribuye a su derecho de propiedad sobre la finca el poder usarla y disfrutarla sin interferencia ajena no consentida.
B apela a la norma N2, que reconoce la servidumbre de paso
como supuesto de limitación del uso y disfrute no interferidos
de la propiedad. Cualquier tribunal decidirá sobre la base de
los siguientes pasos: a) aclaración de las dudas interpretativas
319
Juan Antonio García Amado
de N1 y N2 relevantes para la resolución del caso; b) determinación de la realidad y significado de los hechos relevantes
para el caso; c) subsunción de los hechos probados y valorados bajo las normas interpretadas, de manera que o bien no
tiene base normativa o fáctica la reclamación del derecho de
servidumbre, en cuyo caso prevalece el derecho de propiedad
de A, o bien sí hay base normativa y fáctica para la reclamación de la servidumbre de paso, en cuyo caso prevalece el
derecho de paso de B.
Por supuesto que si quisiéramos nosotros o quisiera un
tribunal reconducir la disputa a un enfrentamiento entre principios, resultaría sumamente fácil. Bastaría afirmar que en favor
de A cuenta el derecho/principio de protección de la propiedad
y en favor de B el derecho/principio de libre circulación o de
libertad de movimientos (o cualquier otro que la imaginación
nos permita: el derecho a la salud de B, que se ve dañado si
para llegar a su casa tiene que dar cada día un largo rodeo
por no poder atravesar el fundo de A, etc., etc., etc.). Pero,
de ese modo, lo que haríamos sería dejar sin sentido todos y
cada uno de los preceptos del Código Civil o del sistema legal
entero.
Repito, en el caso del Bundesverfassungsgericht que acabamos de resumir el Tribunal no pondera principios basándose en las circunstancias fácticas, sino que, movido por la
necesidad de subsumir los hechos del caso bajo una norma u
otra, realiza una interpretación del enunciado general del art.
2 apartado 1 párrafo 1 de la Ley Fundamental y, en función de
la misma, subsume tales hechos para extraer de esa norma
la solución. Que para elegir de entre las interpretaciones posibles tenga el Tribunal que realizar valoraciones, que establecer preferencias valorativas y fundamentarlas, y que lo haga
así teniendo como referencia los hechos del caso, no cambia
absolutamente nada del proceder usual en cualquier caso ordinario y de aplicación de cualesquiera tipos de normas; no
cambia nada respecto a o por comparación con lo que haría
un tribunal en el litigio entre propiedad y servidumbre de paso
que hace un momento mencionábamos.
320
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
1.2.6. El vaivén de las reglas adscritas
Al resolver un conflicto entre principios, el tribunal construye una regla adscrita. Cuando el tribunal dice que P1 tiene
precedencia sobre P2 en las circunstancias del caso, que son,
por ejemplo C1, C2 y C3, está sentando “una regla bajo la cual
el estado de cosas sometido a decisión puede ser subsumido”.
Si P1 es el principio prevalente en el caso y esa prevalencia
resulta de que en el caso concurren las circunstancias C1, C2,
C3, y si llamamos F a la consecuencia jurídica de P1, tendríamos la siguiente regla adscrita que habría sido sentada como
base de la decisión:
C1 y C2 y C3 → OF
Esto tiene una importante consecuencia: se trata de “una
regla bajo la cual el estado de cosas sometido a decisión puede
ser subsumido al igual que si fuera una norma legislada” (TDF,
79). Así pues, “como resultado de toda ponderación iusfundamental correcta, puede formularse una norma adscrita de
derecho fundamental con carácter de regla bajo la cual puede
subsumirse el caso. Por tanto, aun cuando todas las normas
de derecho fundamental directamente estatuidas tuvieran exclusivamente carácter de principios (...) existirían entre las
normas de derecho fundamental tanto algunas que son principios como otras que son reglas” (TDF, 79).
Dos comentarios revisten interés en este punto. El primero, que resulta muy discutible que la regla adscrita C1 y
C2 y C3 → OF rija con carácter general, pues sería sólo la
expresión de la regla decisoria de ese caso en el que se da el
conflicto entre P1 y P2. Si el conflicto es, por ejemplo, entre P1
y P3, aunque se den íntegramente C1, C2 y C3, puede haber
otras circunstancias que determinen un resultado diferente de
la ponderación. Además, aunque en un nuevo caso el conflicto
siga siendo entre P1 y P2, la concurrencia de una nueva circunstancia C4 puede hacer variar también el resultado de la
ponderación, con lo que no se mantendría la implicación de
que siempre que se den las circunstancias C1 y C2 y C3 se siga
la consecuencia R, pues tendríamos que
321
Juan Antonio García Amado
C1 y C2 y C3 y C4 → ⌐OF
Pero lo que, en segundo lugar y sobre todo, importa destacar es que la situación descrita por Alexy sería exactamente
la misma cuando un tribunal interpreta una norma, pues la regla que aplica para la decisión final del caso no es el enunciado originario, sino que sería una norma adscrita con idéntica
estructura: dadas las circunstancias C1...Cn, debe aplicarse la
consecuencia F.
1.3. ¿Cómo mandan las reglas y los principios?
Nuestro autor atribuye distinto carácter prima facie a las
reglas y a los principios. Al respecto, de los principios dice
que “ordenan que algo debe ser realizado en la mayor medida
posible, teniendo en cuenta las posibilidades jurídicas y fácticas. Por lo tanto, no contienen mandatos definitivos sino sólo
prima facie (...) Los principios presentan razones que pueden
ser desplazadas por otras razones opuestas” (TDF, 80). En el
caso de las reglas, su carácter prima facie se deriva de que
casi siempre “es posible, con motivo de la decisión de un caso,
introducir en las reglas una excepción” (TDF, 80). La introducción de una cláusula de excepción para una regla “puede
llevarse a cabo en razón de un principio” (TDF, 80).
Si acertamos a reconstruir bien el planteamiento alexyano, las reglas y los principios rigen prima facie7, pero de distinta manera. Las reglas contienen mandatos que o se cumplen
o no se cumplen, en términos de todo o nada, pero pueden no
cumplirse porque se introduce para ellas una excepción en un
caso, ya sea esa excepción proveniente de otra regla o de un
principio. En cambio, cuando un principio no se aplica, aunque
ante unos hechos venga al caso, no es porque se excepcione
desde otra norma, sino porque cede ante el mayor peso de
otro principio. Las reglas vendrían a decir, por ejemplo, “En la
situación S, obligatorio hacer X”, pero cuando se da la situación S, y X no se hace, no es porque la regla no gobierne, sino
porque rige para el caso una excepción a la regla. En otros
7. Salvo las reglas que no admitan excepción, que no puedan en ningún caso ser desplazadas ni restringidas.
322
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
términos, en nuestra opinión e interpretando a Alexy, la regla
no se incumple propiamente, porque en realidad la situación
no sería S, sino S´, y S´ constituye el supuesto de otra regla,
la que rige para el caso excepcionando la regla primera. Esto
se debería al carácter terminante de las reglas. En cambio,
con los principios las cosas no funcionan así, una vez que han
sido definidos como mandatos de hacer algo “en la mayor medida posible”. El principio vendría a decir: “En la situación S,
hágase X en la mayor medida posible”. Por tanto, si rige el
principio y se da la situación S, la inaplicación del principio
no se explica como introducción de una excepción al mismo,
sino como imposibilidad, se explica porque esa mayor medida
posible no ha tenido cabida. Por razones estructurales las reglas son derrotables, y son derrotadas cada vez que “pierden”
porque se les hace una excepción desde otra norma, mientras
que los principios también “pierden” ante otras normas8, pero
no son derrotables, ya que la posibilidad de su inaplicación les
es inmanente en razón de su cláusula “en la mayor medida
posible”.
Sean el principio P1, según el cual “Todos tienen derecho
a la libertad de expresión”, y el principio P2, a tenor del que
“Todos tienen derecho al honor”. Sean los hechos de un caso
que Juan dijo en público de José que es un idiota malnacido.
Asumamos que en principio o prima facie, P1 y P2 colisionan
en el caso. El tribunal establece que a) la expresión pública de
Juan al decir que José es un idiota malnacido es un insulto; b)
que el insulto atenta contra el derecho al honor y c) que , en
consecuencia, la expresión de Juan no está amparada por P1
y vulnera P2. Esto puede explicarse de dos maneras: o como
que con base en P2 se ha introducido una excepción a P1, o
como que en el caso las razones de P1 han sido desplazadas
por las razones opuestas de P2. Esta segunda es la versión de
Alexy.
Ahora volvamos a nuestro anterior ejemplo del robo. Teníamos una regla (art. 242.1) CP según la cual “El culpable
8 Ante otros principios o ante reglas inderrotables.
323
Juan Antonio García Amado
de robo con violencia o intimidación en las personas será castigado con la pena de prisión de dos a cinco años”, y otra
(art. 242. 2) conforme a la que “La pena se impondrá en su
mitad superior cuando el delincuente hiciere uso de las armas
u otros medios igualmente peligrosos que llevare...”. Recordemos que en el caso tomado como muestra el delincuente había
empleado un grueso palo que halló en el lugar del delito y en
el momento mismo de perpetrarlo. Prima facie son aplicables
las dos reglas, con su diferente medida posible en cuanto a la
consecuencia. Al interpretar que “llevar” significa meramente
portar al consumar el robo, la segunda regla se impone sobre
la primera, lo cual puede ser explicado de dos formas: o que
con base en la segunda regla se introduce una excepción a la
primera o que en el caso las razones de la regla primera han
sido desplazadas por las razones opuestas de la segunda.
¿Hay realmente diferencia en este punto entre reglas y
principios? ¿Convertimos esas dos reglas en principios por el
hecho de optar por la segunda interpretación? ¿Transformamos en reglas los dos principios del ejemplo del párrafo anterior si elegimos la explicación primera? De nuevo se podría
repetir la objeción ya conocida: en el caso del ejemplo de las
reglas, la decisión no depende de la ponderación de las razones subyacentes a esas normas, sino de la interpretación de
“llevar”, a fin de ver si el palo fue “llevado”. Pero no parece difícil responder que en el caso del conflicto entre los supuestos
principios también es del mismo modo dirimente la interpretación de “honor”, a fin de ver si el insulto en cuestión atentaba
o no contra el honor de José.
Ya sabemos que, según Alexy, “[U]n principio es desplazado cuando en el caso que hay que decidir, el principio opuesto tiene un peso mayor. En cambio, una regla todavía no es
desplazada cuando en el caso concreto el principio opuesto tiene un mayor peso que el principio que apoya la regla. En este
caso, además tienen que ser desplazados los principios que
establecen que deben cumplirse las reglas que son impuestas
por una autoridad legitimada para ello y que no es posible
apartarse sin fundamento de una práctica que proviene de
324
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
la tradición. Estos principios deben ser llamados <<principios
formales>>. Cuanto más peso se confiera en un ordenamiento jurídico a los principios formales, tanto más fuerte será el
carácter prima facie de sus reglas” (TDF, 81).
El anterior fragmento merece algún comentario incidental
y otros comentarios de fondo. El comentario incidental se refiere a la superpoblación normativa de los sistemas jurídicos,
pues vemos que como principios con plena juridicidad los hay
que mandan cosas tales como que “no es posible apartarse sin
fundamento de una práctica que proviene de la tradición”. ¿Es
un principio positivo, contenido en algún enunciado normativo,
o se trata de un principio jurídico suprapositivo? ¿Cuántos más
de esos principios de incierta naturaleza existen en el cosmos
jurídico de Alexy?
Pero vayamos con los aspectos más sustanciales. Vemos
en ese párrafo de Alexy reflejados tres datos importantes. Uno,
que a las reglas las pueden desplazar los principios. Dos, que
cuando un principio desplaza a una regla, en el fondo lo que
está desplazando antes que nada es el principio que subyace a
tal regla. Y tres, que cuando un principio desplaza a una regla
es por razón de una ponderación más compleja que cuando un
principio desplaza a otro principio. Revisemos todo esto.
El desplazamiento de una regla sólo superficialmente es
tal, pues en el fondo se tratará siempre de un conflicto entre
principios. Por tanto, en última instancia, todo conflicto entre
reglas y principios será un conflicto entre principios, si bien en
el nivel más inmediato el conflicto puede presentarse en dos
variantes:
a) Como conflicto entre reglas. Pero si bajo toda regla
late un principio que es su razón de ser y que le da su sentido,
¿no cabría entender que cualquier conflicto entre reglas no es
más que un conflicto entre principios y como tal debe ser resuelto, mediante la ponderación de esos principios?
b) Como conflicto entre reglas y principios. Pero acabamos de ver que, para Alexy, la regla puede ser desplazada por
325
Juan Antonio García Amado
un principio cuando éste pesa más que el principio subyacente
a la regla, sumado a los principios “formales”. Como todo son
principios, tanto el sustantivo subyacente a la regla, como los
“formales”, lo que se dirime en el enfrentamiento entre reglas
y principios es una pugna entre principios.
Tomemos una regla, que dice “Obligatorio X”. Por debajo
de esa regla, como su razón de ser y de sentido, estaría un
principio que establecería que “Y debe ser realizado en la mayor
medida posible”9. Y la relación entre X e Y es necesariamente
una relación de inclusión: X es un supuesto o elemento de Y.
Por tanto, si X es obligatorio, según la regla, porque Y debe
ser realizado en la mayor medida posible -según el principio
subyacente-, deberíamos concluir que X debe ser realizado en
la mayor medida posible. O sea, toda regla es en realidad un
principio en lo que más importa.
Lo que parece que, según Alexy, diferenciaría el caso en
que compiten reglas y principios es la mayor complejidad de la
ponderación, pues no se pondera uno contra uno, un principio
contra otro, sino uno contra varios: un principio opuesto a la
regla contra el principio subyacente a la regla más el principio o los principios “que establecen que deben cumplirse las
reglas que son impuestas por una autoridad legitimada para
ello”10. Pero la especificidad de este conflicto entre reglas y
principios desaparece en cuanto se tiene presente que también caben casos en los que directamente, y sin mediación de
reglas, compita un principio que propone una solución contra
varios que avalan conjuntamente otra solución; o varios contra varios.
Ya se ha indicado anteriormente que, para Alexy, es distinto el carácter prima facie de los principios y de las reglas.
El carácter prima facie de éstas se desprende, repetimos, de
que casi siempre “es posible, con motivo de la decisión de
un caso, introducir en las reglas una excepción”. Esa cláusula
9 ¿O acaso no debe ser entendido todo principio así, como mandato de optimización?
10 Habrá que pensar que se refiere a principios como el principio de legalidad, el de seguridad jurídica, el democrático y el de soberanía popular, por lo menos, a todos los cuales -si es que son ésos- Alexy los está tildando
de principios “formales”.
326
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
de excepción para el caso “puede llevarse a cabo en razón
de un principio” (TDF, 80). Pero luego, a la hora de tratar de
las reglas y los principios “como razones”, nos dice Alexy que
“Los principios son siempre razones prima facie; las reglas, a
menos que se haya establecido una excepción, son razones
definitivas” (TDF, 82). Resulta muy curioso todo este razonamiento. Desde luego, razones definitivas serían en todo caso
las reglas de validez estricta, pero Alexy no menciona tal cosa
en este punto11. ¿Qué otras reglas pueden ser razones definitivas? Solamente aquellas para las que otra regla o un principio
no introduzca una excepción para el caso. Ya sabemos que,
puesto que por detrás de cada regla hay, según Alexy, un principio, el principio de cada regla podría introducir en cualquier
caso una excepción a otra regla (aunque no una excepción
a su principio, pues los principios sabemos que, para Alexy,
no tienen excepciones). Pero, además, una regla puede en
el caso ser excepcionada directamente con base en un principio. Si eso es así, y en Alexy lo es, cabe alguna pregunta:
¿cuándo es definitiva una regla? ¿Cuando se ha establecido
que los posibles principios concurrentes no pesan tanto como
para excepcionarla o en sí y antes de que se mida con ningún
principio concurrente? Si se trata de lo segundo, serían sólo
las reglas de validez estricta las que constituyen razones definitivas; si es lo primero, las reglas sólo son razones definitivas
cuando mediante una ponderación se ha establecido que son
definitivas, no antes y en cuanto reglas en sí. Da la impresión
de que las reglas son razones definitivas prima facie, lo cual es
perfectamente incongruente.
Por otro lado, si las reglas son razones definitivas cuando
resulta que para el caso se ha afirmado previamente que no
son objeto de excepción, ¿qué ocurre si en un caso concurre
11 Aunque poco después, tras señalar que tanto reglas como principios son “razones para normas” (TDF, 82),
nuestro autor explica que “Cuando una regla es una razón para un juicio concreto de deber ser que hay que
pronunciar, como ocurre cuando ella es válida, es aplicable y no admite ninguna excepción, entonces es una
razón definitiva. Si ese juicio concreto de deber ser tiene como contenido el de que a alguien le corresponde
un derecho, entonces ese derecho es un derecho definitivo” (TDF, 83). Al referirse a las reglas que son válidas,
aplicables y que no admiten excepciones, ¿está aludiendo solamente a las reglas de validez estricta? Si es así,
¿por qué no dice que se refiere sólo a las reglas de validez estricta, en lugar de insistir en la afirmación general
de que las reglas son razones definitivas?
327
Juan Antonio García Amado
como única norma aplicable un principio? Habría que concluir
que, entonces, un principio puede ser razón tan definitiva como
una regla, aunque Alexy insiste en que “Los principios no son
nunca razones definitivas” (TDF, 83-84). ¿Por qué no lo son
cuando sólo uno resulta aplicable a un caso? ¿Está Alexy insinuando que para cada caso siempre van a comparecer varios
principios, como consecuencia de que entre los principios iusfundamentales hay contradicciones esenciales y constantes?
Lo que parece claro en Alexy es que la regla adscrita que
resulta de la ponderación de dos principios concurrentes para
el caso es una regla definitiva12. Como esas reglas son las que
deciden el caso concreto, la regla que decide el caso concreto
es razón definitiva de la resolución del caso concreto. Pero,
entonces, ¿qué diferencia existe entre regla a secas y reglas
adscritas -resultantes de la ponderación para el caso- que deciden el caso concreto? A ambas las está caracterizando Alexy
como razones definitivas. ¿Son igual de definitivas, o cuando
dice que las reglas son razones definitivas está cayendo en la
tautología de que son razones definitivas las reglas que son
razones definitivas? Porque, al tiempo, afirma que “[t]ambién
las reglas puede ser razones para reglas” (TDF, 83). ¿Una regla que es razón para una regla, sigue siendo una razón definitiva? ¿Cuál es la razón definitiva, la regla primera, que es
razón para la otra, o esta otra? ¿Tal vez las dos? Y, sobre todo,
¿cómo se produce el paso de la regla que es definitiva y razón
para la otra regla, a ésta que también es razón definitiva?
Veamos cómo lo ilustra con un ejemplo: “Quien acepta como
inconmovible la norma según la cual no se puede lesionar la
autoestima de cada cual, ha aceptado una regla. Esta regla
puede ser la razón para otra regla según la cual a nadie debe
hablársele de sus fracasos” (TDF, 83). Ahora examinemos con
algo de detenimiento dicho ejemplo.
12. “El camino que conduce desde el principio, es decir, desde el derecho prima facie, hasta el derecho definitivo, transcurre por la determinación de una relación de preferencia. Sin embargo, la determinación de una
relación de preferencia es, de acuerdo con la ley de colisión, el establecimiento de una regla. Por ello, puede
decirse que siempre que un principio es, en última instancia, una razón básica para un juicio concreto de deber
ser, este principio es una razón para una regla que representa una razón definitiva para este juicio concreto de
deber ser” (TDF, 83).
328
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
En primer lugar, otra vez da la impresión de que el estatuto que como regla o principio tenga una norma no depende
de propiedades estructurales de la misma, sino de lo que en
ella quiera ver o aceptar el intérprete de turno. Si Alexy dijera que estamos ante una regla cuando según la misma algo
es inconmovible, sería distinta tal impresión, pero resulta que
sostiene que para que una norma sea una regla alguien ha
de aceptar como inconmovible lo que ella establece; es decir,
la condición de regla queda constituida por el tipo de acto de
aceptación que de su contenido se hace.
En segundo lugar, y yendo a lo que ahora estábamos tratando, la pregunta decisiva es ésta: ¿qué tipo de relación existe entre la regla primera o antecedente, que dice que no se
puede lesionar la autoestima de cada cual, y la regla de la que
la anterior es razón y que establece que a nadie debe hablársele de sus fracasos? ¿Existe una implicación lógica entre esos
dos contenidos? En modo alguno, salvo que presupongamos
una premisa no enunciada que diría así: “hablarle a alguien de
sus fracasos es lesionarle la autoestima”. Aunque parece más
que obvio lo que decimos, detengámonos a aclararlo aún más.
¿Sería una inferencia correcta la contenida en el siguiente razonamiento?
1. No se puede lesionar la autoestima de X
2. A habló a X de sus fracasos
--------------------------------------3. A lesionó la autoestima de X
Es evidente que este razonamiento sólo puede entenderse como entimemático y que sólo es correcto explicitando la
premisa oculta:
1. No se puede lesionar la autoestima de X
2. Hablar a X de sus fracasos es lesionar la autoestima
de X
329
Juan Antonio García Amado
3. A habló a X de sus fracasos
--------------------------------------4. A lesionó la autoestima de X
¿Por qué Alexy no lo explica así? Quizá por la escasísima importancia que da a la interpretación propiamente dicha,
consecuencia probablemente de que en su visión del Derecho,
éste no se compone de enunciados con determinada carga semántica más o menos precisa, sino de algún género de entidades axiológicas entre las que las relaciones de implicación no
son lógico-formales, sino materiales, de algún tipo de extraña
y muy curiosa “lógica material”.
1.4. ¿Existen las reglas?
La extrema dificultad de dar entre las normas -o aunque sólo sea en las normas iusfundamentales- con un criterio
de identificación de reglas y principios se vuelve a manifestar
cuando Alexy insiste en que no es el grado alto de generalidad
de la norma lo que determina la condición de principio, pues
existen “normas de alto grado de generalidad que no son principios” (TDF, 84), y pone como ejemplo de esto la norma del
art. 103, párrafo 2, de la Ley Fundamental de Bonn, que sería
una regla: “Un hecho puede ser penado sólo si la punibilidad
del acto estaba establecida por ley antes de la comisión del
acto”.
Sostiene que dicho “enunciado normativo” “formula una
regla” al margen de que pueda presentar “una serie de problemas de interpretación y detrás de él se encuentra un principio
al que puede recurrirse para su interpretación” (TDF, 84). ¿Por
qué se trata de una regla, aunque suela denominarse principio? Respuesta de Alexy: porque “lo que exige es algo que
siempre puede sólo ser o no ser cumplido” (TDF, 84). No nos
libramos de los enigmas. Veamos unas pocas dudas.
Primera. Si esa norma es una regla porque su mandato
“puede sólo ser o no ser cumplido”, qué sucedería por ejemplo
330
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
con la norma que dijera “El domicilio es inviolable”? ¿Y con la
que dijera “Todos tienen derecho a la intimidad”? ¿También
serían reglas? Y, si no lo son, dónde se encuentra la diferencia
entre estas normas y la del 103,2 LF?
Segunda. ¿Qué categorías intermedias existen entre “ser
o no ser cumplido”? ¿Tal vez ser cumplido a medias? ¿Lo que
diferencia la norma del 103, 2, regla, de la de la inviolabilidad
del domicilio, que seguramente sería un principio en Alexy, es
que la inviolabilidad del domicilio puede ser cumplida a medias
o en dos quintos? ¿Alexy o alguien ha visto alguna vez una
sentencia en la que se diga que el domicilio es inviolable sólo a
medias o en dos quintos y que por eso es un principio?
Tercera. ¿Qué tipo de regla es ésa del 103, 2 LF, una regla de validez estricta o una regla de validez no estricta? Si es
lo primero, conviene aclararlo expresamente, para no correr
ciertos riesgos. Pues, si se trata de una regla de validez no
estricta, puede ser derrotada por un principio, como ya sabemos. Y si puede ser derrotada por un principio, llegamos a
dos conclusiones nuevamente sorprendentes. En primer lugar,
que el llamado principio de legalidad penal, en este aspecto
de “principio” de tipicidad, sólo protege relativamente, pues
cuando un principio pese más, podría ser excepcionado por él.
Y, en segundo lugar, que, si toda regla lo es porque “exige algo
que siempre puede sólo ser o no ser cumplido”, toda regla,
como ésta misma del ejemplo, tiene detrás de sí un principio,
y toda regla -de validez no estricta- puede ser derrotada por
un principio opuesto en el caso -es decir, puede ser derrotado
su principio de fondo, sumado al principio de que las reglas
conviene que se cumplan-, entonces tendríamos que, según
Alexy, toda regla lo es porque “lo que exige es algo que siempre puede sólo ser o no ser cumplido”, pero ese cumplimiento
dependerá de lo mismo que el de los principios: de que venza
en la ponderación cuando hay un principio enfrente.
Además, y para colmo, si ya sabemos que toda regla se
puede inaplicar en el caso en que un principio gane en la ponderación y justifique la introducción de una excepción a dicha
331
Juan Antonio García Amado
regla, nos topamos con la conclusión preocupante de que la
regla de este ejemplo de Alexy, que es nada menos que la regla que establece una de las manifestaciones del principio de
legalidad penal, no se impone taxativamente y sin vuelta de
hoja, sino sólo cuando no haya buenas razones en algún otro
principio para dejarla sin efecto. Aviados estamos en nuestra
seguridad ante el Derecho penal.
Pero reparemos en otro detalle del juego conceptual de
Alexy. Una regla, nos dice, lo es porque sólo puede cumplirse
o no cumplirse. Pero cuando a una regla como esta se le introduce con base en un principio una excepción, Alexy no va a
decir que la regla se incumplió, sino que a la hora de la verdad
no regía para el caso. Por tanto, el incumplimiento de las reglas es imposible, pues no se incumplen, sino que se inaplican
cuando no deben aplicarse y esa inaplicación no es incumplimiento de tal regla, sino aplicación de otra regla que viene al
caso y que se fundamenta en un principio.
Y una secuela más de todo este galimatías desconcertante. Alexy nos había dicho que el conflicto entre reglas sólo
puede resolverse en el terreno de la validez, es decir, entendiendo que una de ellas es inválida. Veamos como queda aquí
el asunto. Llamemos R a esa regla del art. 103.2 de la Ley
Fundamental que dispone que nadie puede ser castigado sin
ley previa que tipifique expresamente el comportamiento en
cuestión como delictivo y prevea para él una pena (nullum
crimen sine lege). Con R (y sus principios de apoyo) puede
enfrentarse para el caso un principio P y en tal caso habrá que
ponderar. Supongamos que de tal ponderación resulta el mayor peso en el caso de P que de R (que los principios de apoyo
de R). Entonces, el caso se decidiría, como ya sabemos, a partir de la regla resultante de esa ponderación en esas circunstancias, R´. ¿No estaríamos ante un conflicto entre reglas, R
y R´ que habría que entender resuelto en clave de validez y
afirmando, conforme a lo antes expuesto por Alexy para tales
enfrentamientos de reglas, que R es inválida? ¿Puede ser inválida aquella regla del art. 103.2 de la Constitución alemana?
332
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
De tamaño laberinto únicamente se puede salir mediante
prestidigitación conceptual. En realidad, lo que está suponiendo Alexy es que no hay tal conflicto entre R y R´, pues si en la
ponderación P ganó a R, quiere decirse que R no es aplicable
al caso y, por tanto, no hay para el caso pugna entre R y R´.
Como el conflicto entre normas sólo es prima facie, no tiene
por qué sufrir la validez de ninguna de ellas. Pero, entonces,
¿por qué nos había dicho Alexy que el conflicto entre reglas se
solventa en el terreno de la validez? En todo caso, tranquilos
todos: la “regla” del nullum crimen sine lege puede inaplicarse, pero cuando se inaplica por razones “de principio”, no se
incumple, simplemente no tocaba aplicarla. ¿Será ése consuelo bastante?
1.5. ¿De dónde vienen los principios?
La siguiente razón para nuestra desorientación en el proceloso mundo de las reglas y los principios nos la da Alexy
cuando nos indica otras dos llamativas características que
pueden adornar los principios: que puedan “surgir naturalmente” y que no necesiten ser “establecidos explícitamente”:
“el hecho de que como normas <<surgidas naturalmente>>
puedan ser contrapuestas a las normas <<creadas>> se debe
al hecho de que los principios no necesitan ser establecidos
explícitamente sino que también pueden ser derivados de una
tradición de expedición detallada de normas y, de decisiones
judiciales que, por lo general, son expresión de concepciones
difundidas acerca de cómo debe ser el derecho” (TDF, 84-85).
Busquemos una norma iusfundamental de las que, por lo que
dice Alexy y los ejemplos que suele dar, sería sin duda un principio, la libertad de expresión. ¿Quiere decirse que esa norma
no es una norma que sea tal porque haya sido creada por
el constituyente, sino que éste propiamente no la creó, dado
que ya existía antes y en sí, como norma iusfundamental, y
el constituyente se limitó a reconocerla y transcribirla? ¿O es
que hay unos principios que son creados y otros que surgen
naturalmente, aunque no sean explícitamente establecidos?
¿Cómo se reconocerían esos últimos? Puesto que, al parecer,
333
Juan Antonio García Amado
esos principios que son Derecho, normas jurídicas, aun cuando
no estén explicitados, tienen tal condición en razón de “concepciones difundidas acerca de cómo debe ser el derecho”,
¿cuánto de difundidas y entre quiénes han de estar dichas
concepciones engendradoras por sí de principios que son Derecho aunque no se hallen mencionados en ningún enunciado
jurídico? Esto no será iusnaturalismo del de toda la vida, pero
a ratos se le parece, reconozcámoslo.
1.6. ¿Hay principios absolutos e imponderables?
Se enfrenta Alexy con la cuestión de si pueden existir
principios absolutos, es decir, “principios que, en ningún caso,
pueden ser desplazados por otros” (TDF, 86), de modo tal
que para esos principios no funcione la llamada ley de colisión, pues no serían mandatos de optimización, sino mandatos
absolutos. El candidato que menciona es la norma del art. 1
párrafo 1 frase 1 de la Ley Fundamental de Bonn, a tenor de la
cual “La dignidad humana es intangible”. Y aquí vemos a Alexy
realizar un extraño quiebro. Ahí no habría una norma, regla o
principio, sino dos: una regla y un principio. En lo referido a los
componentes esenciales de la dignidad humana, se trataría de
una regla. En lo referente a los casos que caigan en la zona de
penumbra o ámbito de vaguedad de la expresión, estaríamos
ante un principio. Habrá que suponer, en lo referente a la parte
en que se trata de una regla, que es una regla de validez estricta, pues en caso contrario se admitiría que también puede
perder frente a un principio que le introduzca una excepción,
aunque esto no lo menciona así Alexy. Viene a decirnos que el
contenido de la regla queda plasmado por la preferencia que
se disponga al ponderar el principio de dignidad humana con
otros principios, de forma que en lo que el principio de dignidad humana gane siempre, estaríamos ante la regla de la
dignidad humana. ¿Se trata entonces de reglas adscritas que
configuran la regla de la dignidad humana? No lo explica nuestro autor de esta manera, curiosamente. Más bien da la impresión de que en esos casos en que la dignidad humana vence
siempre sobre otros principios, es porque se trata de la parte
334
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
de regla de esa norma, mientras que cuando puede ganar o
no, nos hallamos ante la parte del principio. Por tanto, lo que
la norma de la dignidad humana tenga de regla no resulta de
la ponderación, sino que condiciona la ponderación y hace que
le regla gane siempre. Pero, entonces, ¿cómo podemos saber
cuál es el contenido de la regla de dignidad humana como distinto del contenido del principio de dignidad humana?
Una explicación alternativa a la de Alexy podría consistir
en sostener que toda norma de derecho fundamental tiene un
núcleo esencial o que todo enunciado de derechos fundamentales tiene un núcleo de significado en el que la protección del
respectivo derecho prima siempre, mientras que el alcance del
derecho en lo que sea zona de penumbra queda al resultado
de la interpretación. Esto sería común para cualquier norma
de derecho fundamental, y el mismo Alexy reconoce que la tesis relativa a “la posición nuclear” de la dignidad humana “vale
también para otras normas de derecho fundamental”. Pensemos nosotros en otro posible ejemplo. La norma que prescribe
la inviolabilidad del domicilio tendría un núcleo de significado
en lo referido a lo que indiscutiblemente es el domicilio de
una persona, mientras que habría que delimitar a través de
la interpretación si bajo la noción de domicilio también caen
a esos efectos cosas tales como las habitaciones de hotel. En
el Derecho constitucional español queda fuera de duda que el
domicilio en sentido estricto no puede ser violado fuera de los
casos que la Constitución expresamente prevé (mandamiento
judicial, autorización del titular y flagrante delito), lo que significa que ninguna ponderación con otro derecho fundamental
puede legitimar la violación del domicilio fuera de esos supuestos. En cambio, en la Sentencia 10/2002, de 17 de enero,
tuvo el Tribunal Constitucional que decidir si las habitaciones
de hotel también era, a efectos de ese derecho, domicilio, y lo
hizo extendiéndoles la protección mediante una interpretación
extensiva de la noción de domicilio. Una vez recaída esa interpretación, y en razón de los efectos vinculantes de las interpretaciones del Tribunal Constitucional, queda desterrado que
pueda haber ningún tipo de justificación constitucional para
335
Juan Antonio García Amado
que se considere constitucionalmente legítima la violación de
las habitaciones de hotel fuera de los casos constitucionalmente previstos como excepciones a la inviolabilidad del domicilio. Además, en dicha Sentencia del Tribunal Constitucional se
aprecia perfectamente que el Tribunal no ponderó ese derecho
contra otros posibles principios que pudieran justificar la opción contraria, sino que simplemente realizó un razonamiento
interpretativo. Creemos que así ocurre siempre en realidad.
Pero Alexy no puede admitir que las cosas sean de tal
manera, sino que tiene que retorcer la naturaleza de las normas y explicar en términos mucho más oscuros el razonar de
los tribunales, pues, de no hacerlo así, tendríamos que desaparece la diferencia entre reglas y principios y que todas las
normas de derechos fundamentales (y todas las del ordenamiento jurídico) tienen idéntica estructura básica: son enunciados normativos con un núcleo de significado y una zona de
penumbra, y rigen sin excepción en lo referente al núcleo de
significado y son interpretadas en su zona de penumbra; y
dicha interpretación delimita con carácter general el alcance
de la norma, sin espacio para más ponderación que la simple
valoración de las razones en pro de una u otra de las interpretaciones posibles.
2. Algunas dudas esenciales sobre el constructivismo de
Thomas Bustamante.
Al cabo de tantas vueltas, lo que comprobamos es que la
teoría de las normas de Alexy es un sofisticado artilugio para
fundamentar la penetración de la moral en el sistema jurídico y
el condicionamiento de la validez o aplicabilidad de las normas
jurídicas por su compatibilidad con las normas morales, o con
ciertas de ellas. Quizá para ese viaje no hacía falta tanta alforja, pero si lo decimos así, obviamos lo más sutil de la teoría
iusmoralista de Alexy. En efecto, el iusmoralismo tradicional
arranca de la afirmación abrupta de que la moral verdadera es
más importante y de más alto valor que el Derecho. A partir de
esa afirmación inicial, al iusmoralismo poco le importa cuáles
sean los tipos de normas jurídicas, pues todas ellas están so336
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
metidas a ese condicionamiento común. En cambio, la estrategia de Alexy sigue un camino inverso. Alexy parte de que en
el sistema jurídico comparecen siempre dos tipos de normas,
las reglas y los principios, y se dedica a glosar tal distinción
con un método analítico, al menos en apariencia, si bien hemos visto que no consigue mostrar una diferencia estructural
o propiamente analítica entre esas dos variantes de normas.
Reglas y principios lo son por el modo como se aplican, y no
al revés, no se aplican de una forma u otra por razón de su
modo de ser. Es la decisión de someter la aplicación de una
norma a ponderación lo que la vuelve principio, y no es que
un principio, por ser tal estructuralmente, se tenga que aplicar
mediante ponderación. Pero, más allá de esa carencia crucial
de la teoría alexyana de las normas, lo decisivo aquí es que los
principios tendrían una naturaleza esencialmente moral, puramente axiológica, por lo cual la presencia de la moral como
condicionante de la aplicación de las normas jurídicas, o al
menos de la de los principios, no se presenta como postulado
de partida, sino como consecuencia inevitable del modo de ser
de las normas, al menos de esas normas que son principios.
El Derecho no estaría impregnado de moral porque se afirme
que así ha de ser, como hace el iusmoralismo tradicional, sino
que no puede ser de otra manera, para Alexy, porque así está
configurada buena parte de sus normas jurídicas, las que son
principios.
Mas al hacer de la decisión aplicativa de los principios jurídicos una decisión esencialmente moral, llegamos a la cuestión decisiva en la discusión que Thomas Bustamante hace
de las tesis que mantengo en el trabajo sobre derrotabilidad
que figura en este volumen y en otros anteriores. Yo sostengo
que no tiene sentido someter la validez o aplicabilidad de las
normas jurídicas a un condicionamiento por la moral que no
sea un condicionamiento por la moral (tenida por) verdadera.
Parece absurdo postular, en los rotundos términos de Alexy,
el sometimiento de la vigencia de una norma jurídica en cada
caso a su compatibilidad con una moral perfectamente subjetiva, personal, relativa a las meras preferencias del sujeto que
337
Juan Antonio García Amado
decide. La teoría positivista afirma la existencia de amplios espacios para la discrecionalidad decisoria del juez, consecuencia
de la indeterminación semántica inevitable de los enunciados
legales, de la existencia de antinomias no resolubles con pautas normativas objetivas y externas (como el criterio temporal
o el jerárquico) y de la existencia de lagunas. Y el positivismo,
por lo común, afirma que esos espacios de discrecionalidad
insoslayable los colma el juez mediante sus personales valoraciones o, si se quiere hablar de moral o razón práctica, desde
el sistema moral y la idea de razón práctica a la que cada juez
se acoge. Mas no puede ser ésa la visión de Alexy pues, entre
otras cosas, nos haría pensar que lo que llama ponderación no
es más que sinónimo de valoración personal del juez al optar
entre alternativas. Entonces sí que no tendríamos más que un
cambio puramente terminológico, cosmético, y que vendría a
cuento lo de que para ese viaje no hacían falta alforjas.
No, Alexy concede muy escaso espacio a la discrecionalidad judicial y está dando por sentado que aun en los casos
en que la dicción de las normas deja la solución abierta, cabe
que el juez halle la solución correcta para el caso. El método
de ponderación sería, precisamente, un camino para encontrar
esa solución correcta para el caso. No puede ser la ponderación de Alexy una simple manera de explicar que el juez pesa
como mejor le parece, en razón de su ideología y sus personales preferencias, ni siquiera un simple esquema que se
ofrece al juez para que, a la hora de argumentar la preferencia que ha puesto, lo haga de modo más completo y preciso.
No, Alexy está presuponiendo, lo quieran sus exégetas admitir
o no, que desde la razón práctica se proporciona al juez la
solución correcta para todos o la mayor parte de los casos
dudosos, y por eso el de la ponderación no es un mero método simplemente argumentativo o de mera explicitación de las
premisas decisorias, sino un método de razón práctica para
el hallazgo y la fundamentación de la decisión objetivamente
correcta. De ahí que las ponderaciones realizadas por un tribunal sean calificadas por Alexy y los alexyanos de correctas o
incorrectas en sí, y que no se limiten Alexy y los alexyanos a
338
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
decir algo como esto: “está bien ponderado y, en consecuencia, bien decidido, pero yo habría ponderado de otra manera
y llegado a un resultado diferente del pesaje”. Eso lo dirá de
esa forma el positivista, pero no puede afirmarlo así el iusmoralista congruente. El iusmoralista congruente nunca duda de
que sus ponderaciones son las verdaderas y desde ellas juzga
el acierto o yerro de las ponderaciones ajenas, incluidas las
de los jueces. Por eso suelen los iusmoralistas ser previsibles:
conozca usted cómo piensan y cuál es su ideología, y sabrá lo
que les va a salir de la balanza cada vez que sopesen normas
o derechos en conflicto. Ellos podrán replicar que otro tanto
pasa cuando conocemos la ideología de ese positivista que va
a decidir discrecionalmente; muy cierto, pero con una sutil
diferencia: el positivista no niega que la decisión es suya, no
la atribuye a una misteriosa balanza constructivista ni presume de haber dado con un método para trasmutar lo subjetivo
en objetivo y lo discutible en demostrado por merecedor del
consenso de todos.
Lo que el profesor Bustamente me critica es esa atribución a los iusmoralistas en la órbita de Alexy de la fe en la existencia y operatividad de la moral verdadera, de una moral con
contenidos objetivos preordenados. Según Bustamante, no es
necesario acogerse a ese objetivismo moral, sino que basta
confiar en las virtualidades de una ética de corte constructivista. ¿Qué es ese constructivismo ético y qué nos aporta aquí?
Una ética o una concepción de la razón práctica de índole
constructivista, del tipo de la que subyace a Rawls o a Habermas, y, en opinión de Bustamante, también a Alexy, se podría
caracterizar de la siguiente manera. Para los problemas morales o de razón práctica en general, para aquellos asuntos en
los que se ha de optar entre cursos de acción alternativos, se
puede confiar en la existencia de soluciones objetivamente correctas aun cuando éstas no estén preestablecidas en un sistema moral que contenga por adelantado, en sus normas, las
soluciones verdaderas para cada caso. No hace falta suponer
una ética material predeterminada en sus contenidos o cabe
339
Juan Antonio García Amado
desconfiar de que tal ética material exista o sea cognoscible
en sus normas. Lo que sí existiría es un procedimiento racional para la correcta decisión de cada caso de razón práctica.
Decisión correcta de cada caso será la que se atenga a dicho
procedimiento. ¿Por qué? Porque la decisión que se alcance
con pleno respeto a tales requisitos procedimentales podría y
debería disfrutar del acuerdo de todo sujeto racional, ya que
esos procedimientos garantizan la imparcialidad del resultado
y lo hacen fruto de la razón común a todos y no de los intereses personales, las ideologías o las preferencias subjetivas de
sujetos o grupos particulares. En un contexto ideal de decisión
práctica, todos los interesados deberían poder argumentar sus
puntos de vista y el acuerdo de todos sería viable desde el
momento en que los intereses egoístas o los prejuicios de cada
uno quedan contrapesados por la fuerza de las razones que
todos habrán de atender si se avienen a conducirse argumentativamente como sujetos racionales y no como individuos puramente egoístas o con su visión de las cosas deformada por
la subjetividad y el prejuicio.
Las éticas de corte constructivista proponen modelos
ideales para medir el grado mayor o menor de racionalidad
de las decisiones colectivas: una tal decisión será tanto más
racional, cuanto más se acerque el procedimiento discursivo
en que ha sido tomada a ese patrón ideal de debate colectivo
no contaminado. Por eso estos modelos constructivistas tienen
utilidad para el análisis crítico, por ejemplo, de las decisiones
que en una comunidad política se tomen sobre los contenidos
de la ley. Una norma legal será tanto más racional y legítima,
cuanto más depurado sea el procedimiento democrático que
ha llevado a su adopción, y la democracia se interpreta, desde
tales parámetros, como democracia deliberativa, como democracia de libre argumentación.
Ahora bien, ¿sirve este modelo como canon de racionalidad de la decisión judicial? Supongamos un caso. En un país
está reconocido el derecho de la embarazada a abortar libremente dentro de un determinado plazo, pero sólo dentro de
340
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
ese plazo. Al día siguiente de cumplirse tal plazo, se descubre
que la señora X, encinta, tiene una enfermedad que hará que,
en caso de que continuar con la gestación, muera al dar a
luz con altísima probabilidad. El conflicto entre el derecho a
la vida del feto y el derecho a la vida de la madre es claro.
Ahora pongamos que un tribunal ha de decidir cuál de esos
derechos enfrentados tiene que prevalecer en esta oportunidad. Valorará o ponderará, como queramos decirlo, y tomará
una decisión, la que sea. ¿Qué nos aportaría la teoría ética
constructivista, como la que goza del favor del profesor Bustamante? En mi opinión, nada más que esto: se le pide a los
jueces que razonen del modo más objetivo e imparcial posible; es decir, que adopten aquella decisión que consideren que
tomaría cualquier ser humano racional que se hallara en su
posición, la de juez, y que argumenten su fallo como si con él
hubieran de convencer honestamente a todo observador imparcial que examine críticamente su sentencia. Eso, por cierto,
es lo mismo que a esos jueces les solicitaría un positivista no
perfectamente cínico y no absolutamente escéptico respecto
de la posibilidad de limitar en algo la arbitrariedad judicial. No
en vano para los positivistas no son sinónimas discrecionalidad
y arbitrariedad.
Pero una cosa son las actitudes y los propósitos y otra,
bien distinta, los resultados. Ese juez decidió lo que de buena
fe le parece que cualquier ser humano racional y razonable
decidiría si estuviera en su lugar, decidió convencido de que
sus razones eran las mejores y más merecedoras de general
acuerdo. Pero no por eso su decisión será objetivamente correcta, pues igual de correcta y acorde con esos postulados
formales y argumentativos puede resultar la resolución contraria alcanzada por un juez que mantenga las convicciones
opuestas con la misma buena fe. En el ejemplo anterior, un
juez de ideología abortista y uno de ideología opuesta al derecho al aborto van a decidir de modo opuesto, y probablemente
ambos lo harán con el convencimiento de que su punto de
vista es el objetivamente acertado, de que cualquiera en sus
cabales o no contaminado de malos prejuicios decidiría igual,
341
Juan Antonio García Amado
y de que, por tanto, un auditorio universal comme il faut les
daría la razón sin dudarlo, pues, entre personas racionales, la
verdad no tiene más que un camino. El constructivismo viene
a decirnos que en nuestras decisiones prácticas debemos inclinarnos por aquellas alternativas que nos sintamos capaces
de defender ante el auditorio universal y que nos parezca que
serían aprobadas por todos en la situación ideal de diálogo. Así
que tal parece que para echarse confiadamente en brazos del
constructivismo ético hace falta ser o algo crédulo o bastante
soberbio13, pero, desde luego, nada modesto.
Así pues, el constructivismo, aplicado a la decisión judicial, o es poco menos que trivial o es engañoso. Es trivial si
se reduce a solicitar que el juez decida y argumente como si
tuviera que convencer al auditorio universal. En ese caso, se
limita a solicitar del juez una actitud subjetiva de profunda honestidad, pero nada avanzamos sobre la posible corrección objetiva de la decisión. El juez ponderó desde las circunstancias
del caso y decidió que pesaba más el derecho a la vida del feto
o el de la madre, pero su decisión seguirá siendo su decisión
discrecional y movida por sus convicciones personales, por
mucho que él las entienda como perfectamente universalizables. Yo estoy convencido de que algunas de mis convicciones
son las justas, verdaderas y universalizables, pero no por ello
puedo pretender que todos acepten que las decisiones que yo
tomo en aplicación de esas convicciones mías son las objetivamente correctas y verdaderas. Salvo que yo sea un descarado
y piense que mi método es perfectamente “constructivista” y
que si los demás no prestan su consenso a mi decisión no es
porque el constructivismo no sirva para nada, sino porque los
demás se empecinan en el error y no son, ellos, tan constructuvistas como deberían.
El constructivismo, por otra parte, es engañoso si lo que
hace es camuflar un objetivismo moral no confeso. Estamos
ante un objetivismo moral disfrazado de constructivismo cuan13 Calificativos que, desde luego, no son aplicables a mi buen amigo Thomas Bustamante, y por eso vale la
pena seguir debatiendo.
342
Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico
do vemos a un sujeto razonar siguiendo estos dos pasos: a)
para el caso C la solución opbjetivamente justa es la solución
S, no la S´; b) la prueba de que la solución justa de C es S es
que si todos fuéramos racionales y abiertos a los argumentos
debidos y a su adecuada ponderación, todos estaríamos de
acuerdo (todos estarían de acuerdo conmigo) en que S y no
S´es la solución justa de C. El constructivista así tiene la fea
costumbre de considerar que los que no coinciden con sus preferencias morales yerran por no saber argumentar y atender
argumentos como es debido o porque no se colocan adecuadamente el velo de ignorancia.
343
La génesis de un juez de las leyes:
La Corte Costituzionale1
Roger Campione
Universidad Pública de Navarra
1. El debate teórico sobre el juicio de constitucionalidad
Enrico de Nicola, quien fuera primer Presidente de la República italiana y también de la Corte costituzionale, explicaba
en 1956 ante la prensa que la famosa tripartición de poderes
de Montesquieu ya no era suficiente para caracterizar los ordenamientos estatales de la época; y al referirse a la actividad
del incipiente –en Italia– Tribunal Constitucional, lo definía
como un órgano que no pertenece a ninguno de los tres poderes pero colabora con todos. Conectado con esta función estaría el sistema de elección de sus miembros: cinco nombrados
por el Presidente de la República, cinco por las Cámaras reunidas y cinco por las magistraturas supremas, ordinaria y administrativa; de este modo, los constituyentes italianos pretendían “crear un órgano de síntesis respecto a los tres poderes
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”.
345
Roger Campione
de Montesquieu”, aunque en la realidad no será así pues los
miembros nombrados por el Jefe del Estado no son designados
por el Gobierno (poder ejecutivo) (Rodotà 1999: 28, 12). Aún
así puede decirse que la Corte costituzionale encarna un “poder” que en cierta medida participa de los demás y que por su
papel y colocación institucional engrasa los mecanismos de conexión entre los tres poderes clásicos; una especie de válvula
que permite, la alimentación recíproca de todo el entramado
constitucional. Y a cualquier estudiante de primero de derecho
se le explica que, efectivamente, la introducción del “juez de
las leyes” en los ordenamientos constitucionales cierra aquel
“circuito democrático” conforme al cual ningún poder del Estado tiene un alcance ilimitado.
Esta sencilla noción de derecho constitucional puede evocarnos el póquer de cinco cartas donde, en teoría, la escalera
mínima de picas es la única puntuación del juego que gana
a la escalera real máxima de corazones. ¿Por qué un punto
como la escalera mínima de picas, vencida por cualquier otra
escalera de color de cualquier tamaño, derrota a la jugada
más alta del póquer? Muy simple, para evitar que un jugador
tenga la seguridad de ganar al cien por cien y pueda apostar
sin límite sabiendo de antemano que esa apuesta no conlleva
en realidad ningún riesgo. Disfrutaría, por así decirlo, de un
poder absoluto en cuanto imbatible.
Algo así ocurre con el circuito democrático y la función
de la justicia constitucional. Como es conocido, cuando, en
1885, Jellinek proponía la institución de un verdadero Tribunal
Constitucional para Austria –que fuera más allá del Tribunal
del Imperio (Reichsgericht) instituido con la Ley fundamental
de 1867 (cfr. Cruz Villalón 1987: 240-241)2 – estaba planteando una cuestión lógicamente parecida. Jellinek sugería
que se atribuyera a tal instancia la competencia para enjuiciar
la constitucionalidad de las leyes federales y las leyes de los
Länder porque destacaba que el Parlamento era el único poder
no sometido a un control de tipo externo.
2. Hay quien ha considerado el Tribunal del Imperio como el primer intento de institucionalización de un Tribunal Constitucional (Battaglini 1957: 159).
346
La génesis de un juez de las leyes
Podría parecer normal que ciertas exigencias se manifestaran de forma tan clara durante el siglo XIX: el siglo liberal y
constitucionalista, pero a la vez aún marcado en Europa por
los principios absolutistas, con su fe en la ley y en la necesidad
de independizar al juez del soberano pero, al mismo tiempo,
anclándolo firmemente a la letra de la ley. También por ello el
XIX sería el siglo positivista en el que, cabría suponer, no podía
hallar buena acogida el retrógrado principio de control de las
normas jurídicas que Tomás de Aquino implantó definitivamente en la Edad Media: una ley injusta no es una verdadera ley
y, por tanto, carece de vigor normativo. Sin embargo, incluso
la invocación del derecho natural en la formulación tomista ha
sido considerada como un intento de “construir un parámetro
de orden superior al que vincular la vigencia de la producción
normativa ordinaria” (Grossi 2002: 416). En efecto, la idea de
la existencia de principios superiores a los que la ley debe uniformarse forma parte de la tradición iusnaturalista, sobre todo
si nos referimos al control “difuso” del modelo americano de
judicial review (Pizzorusso 1981: 5). Si nos colocamos en esta
tesitura es cierto que las instituciones y las prácticas dirigidas
a enjuiciar la “constitucionalidad” de las leyes se remontan
al derecho romano e incluso a la antigua Grecia: aquí la Graphe Paranomon (γραφή παρανόμων) permitía denunciar los
decretos (psefismata) para verificar si contradecían las leyes
(nomoi). En el momento de la impugnación se suspendía la
eficacia del decreto y, si el tribunal popular lo consideraba dañino para el bien de la polis o aprobado en beneficio de quien
lo había propuesto, se anulaba definitivamente. Por no hablar
de otros antecedentes más recientes, ya que se mencionaba el
modelo anglosajón, como el caso del doctor Bonham que, en
1606, fue encarcelado, tras ser requerido por el “Royal College
of Physicians”, por haber ejercido la medicina sin la oportuna
licencia y haber hecho caso omiso de la prohibición. En la sentencia, de 1610, que resolvió el recurso del doctor Bonham,
sir Coke, presidente de la Corte, fundamentó su estimación
entendiendo que el Royal College no tenía jurisdicción sobre
ese caso y que, si existía una ley que le otorgaba tal competencia, esa ley tenía que ser considerada nula, pues “cuando
347
Roger Campione
un acto del Parlamento va contra el sentido común y la razón,
o es repugnante, o imposible de llevar a cabo, la Common
Law tendrá que examinarlo y declararlo sin efectos”3. Que esta
afirmación haya sido o no un obiter dictum en el Bonham’s
Case no resta valor a su alcance político: junto a su carácter
novedoso y atrevido, despunta un mensaje desafiante respecto a las prerrogativas del monarca –así, en 1616, Coke contestará a Jacobo I que la función judicial es cosa de magistrados y
no ejercicio personal del Rey– y a la autoridad del Parlamento
–reafirmando la primacía tradicional del common law sobre los
actos legislativos–. En todo caso, los propios acontecimientos
políticos posteriores provocaron el abandono de este planteamiento, cuando la “Gloriosa Revolución” selló la superioridad
definitiva del Parlamento (Grossi 2002: 421-422; Fernández
Sesgado 1997: 51-52).
Así pues, se comprende cómo la génesis del control de
constitucionalidad en los ordenamientos modernos es política antes que jurídica. Político es el presupuesto contenido en
las constituciones revolucionarias que sellan el pacto social,
adquiriendo el significado de normas constitutivas. Política
es su necesidad teórica de controlar, por parte de un órgano independiente de las fuerzas partidistas, que los poderes
ejercidos por las asambleas parlamentarias sean conformes a
la Constitución, como queda reflejado en las propuestas que
Sieyés formuló en 1795 al régimen de Termidor en favor de
la institución de un jury constitutionnaire, destacando que la
Constitución no es nada si no se la convierte en un cuerpo de
leyes obligatorias (Celotto 2004: 10). Y políticas son las circunstancias que acompañaron los acontecimientos que dieron
lugar al “nacimiento” del juicio de constitucionalidad, el famoso caso Marbury VS Madison en 18034. La previsible victoria
3. “And it appeareth in our Books, that in many Cases, the Common Law doth controll Acts of Parliament, and
somtimes shall adjudge them to be void: for when an Act of Parliament is against Common right and reason, or
repugnant, or impossible to be performed, the Common Law will controll it, and adjudge such Act to be void”
(Sheperd 2003).
4. Sin embargo, no faltan análisis dirigidas a demostrar que, en contra del extendido lugar común, la sentencia
Marbury no se caracterizó por la absoluta novedad de los conceptos que introdujo sino más bien por el modo
en que expresó la reflexión acerca del judicial review. En resumidas cuentas, el principio expuesto por el Chief
Justice Marshall en la sentencia (tertium non datur: o la Constitución es una norma superior respecto a cualquier
otra y por tanto el legislador no puede modificarla, o se coloca en el mismo nivel y, por consiguiente, el poder
348
La génesis de un juez de las leyes
del partido republicano en las elecciones de 1800, después
de tres mandatos presidenciales federalistas con Washington
y Adams, llevó al Congreso a aprobar algunas leyes, como
el Alien Act y el Sedition Act, consideradas por la oposición
contrarias a la Constitución. En este clima, acompañado por
la vigente tensión entre federalismo y confederalismo, el Presidente saliente Adams, tras haber perdido las elecciones pero
antes de ceder el testigo a Jefferson, nombró a los famosos
“jueces de medianoche” –los nombramientos judiciales que el
presidente efectuaba justo antes de que finalizara su mandato– y entre ellos al juez de condado Marbury, además de su
secretario de Estado Marshall a la presidencia de la Corte Suprema. Algunos de los decretos de nombramiento no llegaron
a tiempo y el nuevo secretario de Estado, Madison, atendiendo
a la orden del nuevo presidente no los envió. Al cabo de unos
meses, algunos de estos jueces recurrieron ante la Corte Suprema pidiéndole que obligara a Madison a notificar los nombramientos, en virtud del Judiciary Act.
Las circunstancias políticas marcan toda la dinámica del
caso Marbury: considérese, por ejemplo, que Marshall participó en el juicio como Chief Justice de la Corte Suprema aún
habiéndose ocupado de la cuestión como anterior Secretario
de Estado o que Batterson, uno de los componentes de la Corte, había sido el ponente de la ley (el Judiciary Act ) declarada
inconstitucional y, sin embargo, se abstuvo de presentar una
dissenting opinión. En efecto, en estos acontecimientos se vislumbra la intención de contener los primeros síntomas de evolución del sistema constitucional en sentido presidencialista,
agudizados por la fuerte personalidad y el consistente apoyo
electoral de Jefferson. Para justificar que el Jefe del Estado y
las asambleas representativas no debían mantener un control
y un dominio absolutos sobre el Estado era necesario que los
legislativo puede cambiarla cuando le plazca) no es en absoluto revolucionario en cuanto ya presente en la
jurisprudencia anterior. Así pues, la innovación aportada por la celebérrima sentencia habría sido “de método y
no de ideas” y posteriormente habría satisfecho la “exigencia de «inventar una tradición» desde que la Corte Suprema advirtió la necesidad de justificar su jurisprudencia”. En todo caso, esto no excluye, si acaso el contrario,
el carácter político de las circunstancias de cristalización del control de constitucionalidad: “como federalista
moderado, para Marshall era importante no enfrentarse con los Republicanos; sin embargo, deseba asestarles un
golpe y así intentó hacerlo sin poner en riesgo la autoridad de la Corte” (Barbisan 2008: 182, 238 y 242).
349
Roger Campione
ciudadanos aceptaran la idea –y con habilidad buscó tal consenso Marshall en la sentencia– de que si no se contemplaba
la sumisión de las leyes ordinarias al control judicial de legitimidad, éstas podrían derogar la Constitución (Grossi 2002:
434-442).
Y, por supuesto, está impregnado ideológica y políticamente el debate teórico que acompaña el surgimiento de la
justicia constitucional en Europa y que tiene como protagonistas a Hans Kelsen, el “padre” del Tribunal Constitucional
austriaco y más en general del control de constitucionalidad
concentrado, y Carl Schmitt5. Las discrepancias arrancan de
la distinción entre función “política” y función “judicial”: para
Schmitt los tribunales que ejercen la jurisdicción civil, penal o
administrativa no pueden ser “guardianes” de la Constitución
en sentido estricto, pues el control de constitucionalidad es
un acto político y el centro de gravedad de la decisión política ha de quedar reservado a la legislación (Schmitt 1981:
27, 40)6. Para Kelsen, en cambio, no hay tal incompatibilidad entre las dos funciones porque la jurisdicción tiene una
condición política, tanto más marcada cuanto más amplio sea
el poder discrecional que la legislación le deja. Ahora bien,
desde este punto de vista un tribunal constitucional tiene un
carácter político mucho más perceptible que los demás tribunales pero, de todos modos, las diferencias entre la actividad
legislativa y la jurisdiccional son, en términos de dimensión
política, puramente cuantitativas. De ahí que, según Kelsen,
se acabe desmoronando la argumentación conforme a la cual
el control de constitucionalidad no sería un acto de jurisdicción
debido a su carácter político. Para el autor de la Teoría pura
la doctrina schmittiana proviene del sistema ideológico de la
monarquía constitucional, para el que la decisión judicial es
subsumida mediante una operación lógico-deductiva: aquí, el
juez no debe ser consciente del poder que la ley le otorga y
debe considerarse a sí mismo como un simple autómata que
5. Se acaba de editar en España la polémica entre Schmitt y Kelsen (Schmitt, C/Kelsen, H. 2009).
6. Según el editor de la obra, “no se le escapaba a la inteligencia política de Schmitt el hecho de que otorgar a la
magistratura alemana la función de guardián de la Constitución habría conllevado en la situación concreta de la
república de Weimar un continuo y contradictorio condicionamiento por parte de los partidos políticos, que de
hecho desgarraban el Estado y el tejido social” (Caracciolo 1981: XIX).
350
La génesis de un juez de las leyes
no crea sino halla el derecho ya plasmado en la norma. En resumidas cuentas, la de Schmitt sería una tesis que refleja “la
típica mezcla entre teoría del derecho y política del derecho”
(Kelsen 1981: 249-256).
En el fondo de la diatriba, sin embargo, reposa una divergencia que para ninguno de los dos está exenta de inclinaciones
ideológicas, pues tampoco la postura de Kelsen es descriptiva
en el sentido por él pretendido en el ámbito de la ciencia del
derecho, empezando por la tesis de la necesidad de que exista un control de constitucionalidad (Troper 1995: 309). Para
Kelsen la “función política de la Constitución es la de poner
límites jurídicos al ejercicio del poder y garantía de la constitución significa que estos límites no serán sobrepasados”. Por
esta razón, la tarea de anular los actos inconstitucionales debe
ser confiada a un órgano distinto e independiente de cualquier
otra autoridad estatal. Y si se quiere circunscribir el poder de
los tribunales y, por tanto, su carácter político, hay que limitar
lo más posible su ámbito de discrecionalidad. En este sentido,
la diferencia entre un tribunal constitucional y un tribunal ordinario es que el segundo produce tan sólo normas individuales
mientras que el primero no produce sino anula una norma
general; actúa, según la expresión kelseniana, como un “legilador negativo” (Kelsen 1981: 232)7. En cambio, basándose en
la distinción entre Constitución (Verfassung) y ley constitucional (Verfassungesetz), Schmitt entiende la Constitución como
expresión de la unidad homogénea del pueblo, un acto político
consciente que trasciende los intereses particulares y decide
sobre el modo y la forma de la unidad política (Schmitt 1989:
7. Se mueve en esta línea el propio Tribunal Constitucional italiano en la sentencia n. 13/1960: “en los casos
en que la cuestión de inconstitucionalidad se plantea en relación con una controversia concerniente a sujetos
particulares, el órgano jurisdiccional competente para resolverla conserva el poder de decidir sobre todas las
demás cuestiones y también el de valorar la relevancia de la cuestión de inconstitucionalidad respecto de tal
controversia; en cambio, el Tribunal [Constitucional] está llamado a resolver la cuestión de legitimidad prescindiendo de sus relaciones con la controversia principal e incluso de sus posteriores efectos procesales (extinción
del juicio por renuncia aceptada, fallecimiento del imputado, etc.). Su decisión, al afectar a la norma en sí, atañe
no tanto a la interpretación y a la aplicación sino a la verificación de la validez de las normas del ordenamiento y,
cuando declara su inconstitucionalidad, tiene –como es sabido– eficacia erga omnes”. Zagrebelsky destaca que
la justicia constitucional es una función de la república, entendiendo por república una forma de organización de
la vida colectiva, y la legislación es una función de la democracia, entendiendo por democracia una concepción
del gobierno. Fijado este principio, deduce que la legislación es función de algo sobre lo cual “se vota” mientras
que la justicia constitucional es función de algo sobre lo cual “no se vota” (Zagrebelsky 2006).
351
Roger Campione
21): la “constitución vigente del Reich –escribe Schmitt– se
ciñe a la idea democrática de la unidad homogénea, indivisible
de todo el pueblo alemán, que se ha dado por sí mismo esta
constitución, en virtud de su poder constituyente, a través
de una decisión política positiva, es decir, mediante un acto
unilateral” (Schmitt 1981: 98). Sin embargo, para el jurista
alemán, existe un factor de degeneración en la constitución
de Weimar representado por el carácter pluralista del Estado.
Más allá de la estructura federal, se trata del desarrollo de una
variedad de grupos sociales estructurados, partidos políticos y
otras organizaciones, que representan intereses contrastantes
y, con sus métodos de negociación, transforman el Estado en
una formación pluralista donde “el Parlamento se reduce a un
escenario de luchas y repartición que ya no garantiza la unidad de la voluntad del pueblo” (Herrera 1994: 211). De forma
directa, Schmitt se refiere a Kelsen cuando afirma que en “la
literatura teorética ya se ha proclamado con mucha superficialidad teórico-constitucional la tesis de que el Estado parlamentar es fundamentalmente, en su esencia, un compromiso”
(Schmitt 1981: 99).
Precisamente este concepto unitario de la voluntad de un
pueblo, este traspaso al “Estado total” schmittiano del siglo
XX, en el que desaparece la contraposición entre Estado y sociedad en virtud de esa homogeneidad, se manifiesta incompatible con el relativismo liberal-democrático kelseniano. En
este sentido, para Kelsen, hablar de un poder unitario de todo
el pueblo serviría para ocultar el pluralismo político y los conflictos de clase que atraviesan las sociedades (Ferrajoli 2003:
237).
Si para Schmitt el formalismo de Kelsen no distingue
entre normas jurídicas y existencia política del Estado, entre
Constitución y ley constitucional, creando una ficción monista
típica del horizonte metafísico del liberalismo, para Kelsen es
el “Estado total” de Schmitt, contrapuesto al “sistema pluralista”, el que está basado en la ficción de un interés común
del pueblo que enmascara la real contraposición de intereses
352
La génesis de un juez de las leyes
presente en la sociedad. De hecho, incluso la decisión de un
tribunal, y en particular de un “guardián de la constitución”,
sirve positivamente para sacar a la luz la “situación efectiva de
los intereses” (Kelsen 1981: 260). Para Kelsen, la que califica
el actual como “Estado total” no sería sino una ideología burguesa que afirma una unidad entre Estado y sociedad que no
existe y que esconde la situación de oposición violenta que enfrenta gran parte del proletariado con el Estado legislativo de
la democracia parlamentaria. Y no es casual que Kelsen acuda
a argumentos marxistas para ahondar en la crítica recordando
que un Estado cuyo ordenamiento jurídico garantiza la propiedad privada de los medios de producción no puede ser “total”
porque deja la que quizá sea su función más importante a un
sector distinto del Estado (Kelsen 1981: 264-265).
La disparidad de visión acerca de la configuración del Estado repercute en el papel del control de constitucionalidad: lo
que para Schmitt representa el problema en las controversias
constitucionales –el carácter pluralista del Estado, que impide
la defensa unitaria de la Constitución– para Kelsen encarna
una dimensión esencial de la democracia, es decir, el constante compromiso entre los grupos representados en el Parlamento, y la garantía de la fuerza normativa de la propia
Constitución8.
Si se siguiera la línea kelseniana, en opinión de Schmitt,
la Constitución dejaría de ser considerada como decisión política del pueblo unido; los llamados órganos del Estado podrían
considerar sus atribuciones como si se tratara de derechos
subjetivos y, por ende, la formación de la voluntad estatal se
convertiría sustancialmente en el resultado de una transacción.
La “homogénea, indivisible unidad de todo el pueblo alemán”,
proclamada en el Preámbulo de la Constitución de Weimar, es
el argumento principal que sustenta la tesis schmittiana del
presidente del Reich como “guardián de la constitución”9. La
8 Escribía Kelsen en 1928 que una “Constitución que carece de la garantía de la anulabilidad de los actos inconstitucionales no es plenamente obligatoria” (Kelsen 1928: 197).
9. “Si se asume que la constitución de Weimar significa una decisión política del pueblo alemán unido como
titular del poder constituyente y que en virtud de esta decisión el Reich alemán es una democracia constitucional, entonces a la cuestión del guardián de la constitución se puede contestar de modo distinto que con formas
jurisdiccionales ficticias” (Schmitt 1981: 109); Kelsen 1981: 274.
353
Roger Campione
teoría del presidente como defensor de la Constitución es justificada, desde el punto de vista legal, con una interpretación
extensiva de las atribuciones del Jefe del Estado contempladas
en el segundo apartado del art. 48 de la Constitución10; desde
el punto de vista histórico, se apoya en la inestabilidad del
Parlamento de Weimar que, paralizado por las luchas partidistas, se muestra incapaz de garantizar la unidad del pueblo
alemán; y, desde el punto de vista teórico, acude a la doctrina
del povoir neutre, intermédiaire et régulateur, desarrollada en
el siglo XIX por Benjamin Constant, para ilustrar un poder que
no está por encima sino al lado de los demás poderes constitucionales y cuya tarea es la de garantizar el funcionamiento de
los distintos poderes y defender la constitución (Herrera 1994:
213). Para Schmitt es el Jefe del Estado quien “representa la
continuidad y la permanencia de la unidad estatal y de su funcionamiento unitario” (Schmitt 1981: 209). Y de nuevo Kelsen
arroja el hachazo ideológico atacando la adaptación de la doctrina del “poder neutro” que, en la argumentación de Schmitt,
sirve para encubrir el conflicto de clase que hay detrás de los
intereses sociales y políticos contrapuestos. Además, anota
Kelsen, no se precisa en qué consiste esa “unidad” que el presidente del Reich ha de preservar; por tanto, puede tratarse
tan sólo de una aspiración política: de “concepto constitucional
positivo, esta «unidad» se convierte en un ideal iusnaturalista”
(Kelsen 1981: 288)11.
El de las concepciones políticas es sin duda el terreno en
el que se libra la batalla dialéctica entre Kelsen y Schmitt sobre el “guardián de la Constitución”, abonada por el contexto
weimariano de los años veinte y la aparición de la alternativa
bolchevique12.
10. En 1932 Schmitt tuvo ocasión de defender su tesis asistiendo como letrado al Presidente del Reich Hindenburg y al canciller von Papen, demandados por el destituido gobierno en funciones del Länder de Prusia, en un
juicio ante el Tribunal constitucional alemán. Para los detalles, vid. Lombardi 2009: LXII-LXV.
11. Por otro lado, alega que los órganos jurisdiccionales son más neutrales e independientes que el jefe del Estado, manifestando cierta contradicción con su propia tesis inicial acerca del carácter político de la función judicial
(Troper 2003: 327; Kelsen 1981: 278.)
12. Está en lo cierto Herrera cuando destaca que “no estamos tanto frente a una polémica de derecho constitucional como ante una discusión de teorías políticas” (Herrera 1994: 223).
354
La génesis de un juez de las leyes
2. El tránsito de la Corte Costituzionale por el proceso
constituyente
Sin embargo, en el seno de la Asamblea Constituyente italiana, el interés hacia el debate entre Kelsen y Schmitt
e incluso hacia el modelo teórico kelseniano reflejado en las
Constituciones de Austria y Checoslovaquia, es más bien escaso; tal vez, la propia institución de la Corte costituzionale no
suscita un gran interés porque en el fondo no se comprende
cabalmente su potencial innovador (Bonini 1996: 16; Rodotà
1999: 12; Pizzorusso 1981: 72)13.
Aún así, el debate político y doctrinal se enciende durante
las distintas fases del proceso constituyente y gira alrededor
de tres cuestiones fundamentales (referidas básicamente al
problema del control de constitucionalidad de las leyes), en
realidad no escindibles, cuya separación artificial y analítica,
sin embargo, puede favorecer una comprensión cabal de los
términos del debate político14: a) la elección relativa a la existencia de la Corte, es decir, si debe ser instituido un órgano
básicamente dotado de un poder de control de las leyes; b) en
caso de respuesta afirmativa, el problema de si este órgano
debe presentar un carácter técnico-jurisdiccional o políticolegislativo, es decir, la decisión relativa a su composición; c) el
nudo concerniente a sus poderes y a la eficacia de sus decisiones, esto es, la configuración específica de sus mecanismos de
funcionamiento y sus competencias.
2.a. ¿Corte sí o Corte no?
La afirmación del modelo kelseniano en Europa en la época de entreguerras no impedirá el desmoronamiento del Estado liberal. Si ya después de la Primera Guerra Mundial la crisis
del Estado parlamentario, con la utilización repetida por parte
del ejecutivo del instrumento del decreto ley, llevaba a jueces
13. Por otra parte Calamandrei, en una obra de 1950, definirá “fundamental” el artículo de Kelsen sobre el guardián de la Constitución (Calamandrei 1950: XIX).
14. De hecho, Pizzorusso apunta que muchos elementos de confusión en el debate se debieron a que “la discusión acerca del an se desarrollaba al mismo tiempo que la discusión sobre el quomodo, así que los que se oponían
al control replegaban con frecuencia hacia soluciones favorables a ello que, sin embargo, alteraban de manera
profunda las concepciones de sus promotores originarios” (Pizzorusso 1981: 65).
355
Roger Campione
(como el Fiscal General de la Corte di Cassazione Appiani) y a
destacados políticos de la época (como el líder socialista Turati
y el liberal Amendola) a advertir públicamente la exigencia de
introducir en el ordenamiento un órgano de justicia constitucional15, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota
del régimen fascista, la discusión sobre la necesidad de una
institución de garantía volverá a plantearse durante el intento
de construcción del Estado democrático. Se va abriendo paso
la exigencia de crear un dique estructural que haga más resistentes las instituciones frente a nuevos, eventuales, impulsos
antidemocráticos.
En 1945 el Ministerio para la Constituyente encarga a la
Comisión Forti el estudio de la reorganización del Estado. Al
principio, en su seno, se manifiestan dos actitudes hacia el
tema del control de constitucionalidad; una dirigida a la tutela
de los derechos de los ciudadanos y otra orientada a poner
límites al poder legislativo. Se elige la segunda. Dentro de
la Comisión Forti, se ocupa de forma específica del “Control
constitucional de las leyes y las garantías de la Constitución”
el II Comité de la I Subcomisión “Problemas constitucionales”, desde el 8 de enero al 2 de febrero de 1946, sobre la
base de una Ponencia presentada por el jurista liberal Vincenzo Gueli, con la colaboración del Presidente de la Corte di
Cassazione, Gaetano Azzariti y el Abogado Giovanni Selvaggi.
En la Ponencia, tras un somero análisis comparativo entre los
ordenamientos que incluyen formas de control de constitucionalidad (como Austria y Estados Unidos) y los contrarios a tal
instrumento (como Francia), se manifiesta la preferencia por
el modelo difuso americano. Esta tesis es sostenida, en particular, por Azzariti; sin embargo, ya desde la primera sesión de
la Subcomisión Calamandrei plantea serias dudas hacia esta
opción: los problemas principales se deben a la imposibilidad
de confiar en la sensibilidad constitucional de una magistratura, sobre todo la superior, que encarnaba la continuidad con el
15. En realidad, estas tomas de posición no parecen representar un autentico precedente doctrinal en la tradición
publicista italiana sobre el control de constitucionalidad. Se trataría, más bien, de utópicas ilusiones: solicitaban
en 1925 la introducción de un control de legitimidad sobre los actos del poder ejecutivo y del Parlamento al mismo tiempo en que, con el giro fascistissimo, se aniquilaba la función del control legislativo (Bonini 1996: 29).
356
La génesis de un juez de las leyes
ordenamiento anterior más que un elemento de ruptura con el
régimen. Por tanto, la única vía, en opinión del jurista florentino, que finalmente recibió un apoyo transversal en la Subcomisión –en la segunda sesión se afirma de forma unánime la
necesidad del juicio de constitucionalidad–, era la institución
de una jurisdicción nueva y especial (Volpe 2006: 6).
La Asamblea Constituyente, elegida el 2 de junio de
1946, será la encargada de escribir la nueva Constitución. La
tarea de redactar el proyecto recae en la Comisión de los 75,
representativa de todas las fuerzas políticas, y el debate específico sobre la Corte costituzionale inicia en la II Sección de
la II Subcomisión el 13 de enero de 1947, a partir de tres ponencias presentadas por los diputados Piero Calamandrei, Giovanni Leone y Gennaro Patricolo16. Ninguna de ellas ponía en
duda la institución de un Tribunal Constitucional pero los representantes de los distintos partidos –e incluso dentro de los
mismos grupos– manifiestan discrepancias al respecto, hasta
que el presidente de la Sección Conti se ve obligado, el día
siguiente, a plantear la cuestión prejudicial acerca de la oportunidad de la propia institución. Del examen de la Subcomisión
sale un proyecto de compromiso que representa el intento de
compaginar los distintos equilibrios políticos. Al comienzo de
los trabajos de la Comisión de los 75, se muestran favorables
a la institución de la Corte como garantía suprema del régimen democrático parlamentario sobre todo los pequeños partidos laicos, como el Partido de acción y el Partido republicano.
También la Democracia cristiana lo ve con buenos ojos, para
defender la Constitución de los abusos de los poderes públicos
y los partidos (sin un Tribunal Constitucional la Constitución
sería como una casa sin tejado, dirá Giorgio La Pira) y porque
los democristianos localizan en el Tribunal Constitucional la
“barrera extrema” contra la violencia revolucionaria del movimiento obrero. Aunque no faltan voces discordantes dentro
16. Cfr. Atti della Commissione per la Costituzione, II, pp. 200 y siguientes. Comparada con las otras dos, no
considera relevante ni significativa la ponencia de Patricolo, por ser muy genérica y sintética, Volpe 2006: 10.
Señala el papel predominante representado por las intervenciones de Calamandrei en la Subcomisión Pizzorusso
1981: 70.
357
Roger Campione
del partido, como la de Gaspare Ambrosini, futuro presidente
de la Corte, quien recuerda como en el caso de la Constitución
de Weimar las garantías constitucionales no han dado buenos
resultados de cara a la defensa de las instituciones democráticas. Por su parte, tanto en la Comisión como en la discusión
en el seno de la Asamblea Constituyente, los grandes partidos
de izquierdas, el Partido comunista y el Partido socialista, declaran abiertamente su desconfianza y escepticismo ante el
nuevo órgano sobre el que se debate. La suspicacia deriva del
temor de minar el principio de legitimación popular del poder
y, por tanto, la supremacía del Parlamento; además, Palmiro
Togliatti, que define la planeada Corte una “extravagancia”,
declara que semejante instrumento podría constituir un freno
para el empuje innovador de la clase trabajadora que busca
la emancipación a través de una profunda transformación de
las estructuras económicas, políticas y sociales17. En definitiva,
la introducción de la Corte representaría un atentado a la soberanía democrática del sistema parlamentario y constituiría
un peligro para la convivencia social. También se muestran
contrarios al control de constitucionalidad los representantes
más destacados del liberalismo pre-fascista, como Francescdo
Saverio Nitti o Vittorio Emanuele Orlando, por considerar incompatible con en el Estado de derecho la extraña mezcolanza
de jueces y políticos, mientras que Luigi Einaudi, posteriormente elegido Presidente de la República (el primero elegido
bajo la vigencia de la Constitución de 1948), desde el principio
expresa su conformidad con el modelo estadounidense “difuso” del judicial review confiado a los jueces ordinarios (un
aspecto que remite a este modelo confluirá en el proyecto de
la Comisión a través de la conexión del juicio de constitucionalidad con el juicio y el juez a quibus).
17. Togliatti, que ya se había declarado radicalmente contrario a la institución de un Tribunal Constitucional ante
el quinto Congreso Nacional del Partido Comunista Italiano el 29 de diciembre de 1945, se pregunta de dónde
sacarían estos jueces la legitimidad para juzgar el sistema parlamentario si no habían sido elegidos por el pueblo
y también Nenni, líder del Partido socialista, subraya como por muy ilustres que sean estos hombres, el hecho de
no ser elegidos por parte del pueblo impide que tengan el derecho de enjuiciar los actos del Parlamento (Palmiro
Togliatti en la sesión de la Asamblea Constituyente del 11 de marzo de 1947 y Pietro Nenni en la sesión del 10
de marzo de 1947, en La Costituzione della Repubblica nei lavori preparatori dell’Assemblea Costituente, vol.
VIII, Roma, Cámara de los Diputados, 1971, pp. 330 y 305; cfr. Rodotà 1999: 9; Ferioli 2007: 272).
358
La génesis de un juez de las leyes
En cualquier caso, como se recordaba antes, en el curso
de las discusiones sobre el proyecto de Constitución no se vive
con particular pasión la temática relativa a la Corte. Finalmente los comunistas y los socialistas no se oponen a condición de
mantener la designación parlamentaria de todos los jueces de
la Corte. El punto en que se registra una amplia convergencia
es el de no confiar la vigilancia sobre las normas y los principios constitucionales a los jueces ordinarios y administrativos, formados en su mayoría durante el fascismo y, por tanto,
sospechosos de escasa sensibilidad hacia los nuevos valores
constitucionales, con el riesgo consiguiente de que se mantuvieran vigentes las normas fascistas y pre-fascistas. Prueba del fundamento de la sospecha lo encontramos en varios
ejemplos judiciales que se dieron entre la entrada en vigor del
nuevo ordenamiento constitucional y el comienzo efectivo de
la actividad de la Corte costituzionale, es decir, entre 1948 y
1956, así como en el argumento jurídico de la distinción entre
normas constitucionales “programáticas” y “preceptivas” (rechazado con decisión por la Corte costituzionale en su primera
sentencia, la n.1 de 1956), utilizado para no aplicar la nueva
Constitución18. En esta fase, la demora en la puesta en marcha
de un tribunal constitucional se debió a que el desacuerdo político y la poca disposición de algunas partes a la activación de
la Corte provocaron la introducción de enmiendas y propuestas dilatorias que remitían a leyes de actuación para su puesta
en funcionamiento y que implantaron un régimen transitorio
de control difuso. El aplazamiento de la Corte estuvo ligado a
la situación de “democracia bloqueada” producida por el estallido de la Guerra Fría en 1947 (Pizzorusso 2007: 141-142). A
la ruptura de la coalición entre democristianos, comunistas y
socialistas le sigue la quiebra de la unidad sindical y, en 1949,
la entrada de Italia en la OTAN, agudizando el proceso de polarización política. La perspectivas, entonces, varían: el Gobierno empieza a considerar útil el mantenimiento de las leyes
18. Sólo para poner un par de ejemplos, en 1953 la Corte di Cassazione estimó compatible con el principio de
igualdad establecido en el art. 3 de la Constitución y con el de igualdad entre sexos en el acceso a los cargos
públicos contenida en el art. 51 de la Constitución la normativa que limitaba el desempeño de la profesión de
juez a los ciudadanos varones; y el Consejo de Estado consideró legítimas en varias ocasiones las normas que
permitían el despido automático de las trabajadoras que se casaban (Celotto 2004: 44-45).
359
Roger Campione
que refuerzan sus poderes, aunque provengan del período fascista. Activar un tribunal constitucional significaría arriesgarse
a anularlas. Por el otro lado, también la izquierda cambia de
actitud y comienza a ver con buenos ojos la instauración de un
juez constitucional capaz de imponer al Gobierno y al Parlamento el respeto de las normas constitucionales. Este conflicto
político es lo que provoca la “hibernación” de la Corte costituzionale hasta la primavera de 1956, y el intento inmediato
del Gobierno, en la primera sentencia, de limitar su poder a las
leyes sucesivas a la Constitución (Rodotà 1999: 19-20).
2.b. ¿Órgano técnico o político?
Durante el proceso constituyente se nota la profunda preocupación por compaginar los aspectos indudablemente políticos del nuevo órgano con su función jurisdiccional; el complejo debate vivido en las diversas fases del proceso muestra la
laboriosa afirmación de este “tercer incómodo” entre el poder
legislativo y el judicial (Bonini 1996: 10). De ahí la relevancia
del tema relativo a su composición, un tema que terminará
absorbiendo todos los demás y se convertirá en la cuestión
dominante del debate.
Una vez resuelta la duda sobre la oportunidad de instituir
una jurisdicción constitucional, el mecanismo de designación
de sus miembros configurará el carácter técnico o político del
órgano. Y el debate alrededor de la composición de la Corte
es donde se manifiesta con mayor evidencia la contraposición
entre quienes pretenden un órgano legislativo y quienes desean uno jurisdiccional. En la Comisión Forti se aprueba por
una escasa mayoría una fórmula según la cual este tribunal
será constituido tan sólo por miembros elegidos por la Corte
di Cassazione entre sus propios magistrados y, en una proporción gradualmente menor, por el Consejo de Estado, el Tribunal de cuentas, las Facultades de Derecho y los Colegios de
abogados.
En la ponencia presentada ante la Subcomisión, Calamandrei proponía que la Corte estuviera compuesta por una mitad
360
La génesis de un juez de las leyes
de magistrados de la Cassazione elegidos por los jueces y, por
la otra, de profesores de derecho o abogados elegidos por la
Cámara de los Diputados, y por un presidente primero más
tres presidentes de sección nombrados por el Presidente de la
República. Leone, por su parte, en su ponencia planteaba un
Tribunal de justicia constitucional compuesto por un presidente, ocho miembros titulares y cuatro suplentes, elegidos por
el Parlamento reunido e integrado con delegados regionales,
de modo tal que al menos tres miembros fueran seleccionados
entre jueces de la Corte di Cassazione y dos entre profesores de universidad; más un fiscal elegido por el Parlamento.
Insistía también en el carácter jurisdiccional de la Corte pero
sin incluirla en el poder judicial, subrayando que era preferible
una institución colocada fuera de los tres poderes tradicionales. Finalmente, Patricolo preveía un Tribunal constitucional
supremo compuesto por quince miembros (un presidente, dos
vicepresidentes y doce consejeros) de los cuales cinco magistrados –tres de Casación, dos del Consejo de Estado y uno del
Tribunal de cuentas–, cinco profesores de materias jurídicas
y cinco abogados, más un fiscal. Las tres ponencias daban
por descontada la naturaleza jurisdiccional del nuevo órgano
especial, pero los representantes de los distintos partidos no
eran todos de la misma opinión. Aún así, desde el principio
aparece una perspectiva distinta de la vista en la Comisión
Forti, más orientada hacia la vertiente político-constitucional
que jurisdiccional19.
Como cabía esperar, en la Comisión de los 75 la reacción
de quien es contrario a la institución de la Corte afecta también a este punto. Einaudi, por ejemplo, argumenta su rechazo al órgano propuesto alegando que un tribunal nombrado
por el Parlamento no podría garantizar la tecnicidad jurídica
del juicio de constitucionalidad, que sólo los jueces ordinarios pueden asegurar. Pero la mayoría de las fuerzas políticas,
incluso de orientación opuesta, desestima la propuesta y co19. Según el democristiano Cappi, futuro presidente de la Corte, la institución del nuevo órgano es una directa
consecuencia de la adopción de una Constitución rígida; por ello, debería tratarse de un órgano político además
de técnico (vid. Bonini 1996: 36). Calamandrei también subraya que el control de constitucionalidad está ligado
a la rigidez de la Constitución.
361
Roger Campione
incide, en las palabras del comunista Laconi, en otorgar a la
Corte un “alto valor político” (Volpe 2006: 15). El proyecto
que sale de la Subcomisión es una señal de los mutados equilibrios políticos a juzgar por la composición mixta de la Corte
que tal vez sea la novedad más relevante con respecto a la
Comisión Forti. Así, la propuesta de la Comisión de los 75 a la
Asamblea Constituyente otorga al Parlamento la competencia
para elegir todos los jueces de la Corte (mitad magistrados,
un cuarto entre docentes y abogados, y un cuarto entre ciudadanos elegibles para cargos públicos). En este proyecto se
ven reforzadas, respecto a la Comisión Forti, las prerrogativas
del poder legislativo. (después, la exacta identificación de los
componentes institucionales llamados a elegir los jueces será
debatida y revisada por la Asamblea). En realidad, tanto en la
Comisión como en la Asamblea Constituyente, el mayor contraste es el papel que este nuevo organismo cumple respecto
a los demás órganos del Estado. Y la batalla sobre la composición y el nombramiento de los jueces terminará siendo la más
áspera, hasta el punto de que acabará marginando cualquier
otro tema. De hecho, ya desde los trabajos de la Comisión de
los 75, ante el caótico y abigarrado escenario político, se hace
amplio uso de la remisión a leyes posteriores para la composición y el funcionamiento de la Corte.
Una vez rechazado el modelo del judicial review por el recelo hacia la magistratura de la época, entre los Constituyentes tampoco encontraron éxito las tendencias a dibujar la Corte como una especie de tercera Cámara política contrapuesta
a los partidos y a las mayorías parlamentarias. La postura de
los exponentes democristianos y liberales, que manifestaban
explícitamente la exigencia de que la Corte fuera un órgano
técnico y no político, se decanta por su naturaleza jurisdiccional. Los conservadores apostaban por la presencia de técnicos
–magistrados elegidos por magistrados– de cara a una mayor
estabilidad del sistema. En cambio, las fuerzas de izquierdas
querían que todos los jueces, entre los cuales debían estar incluidos no-técnicos, fueran nombrados por el Parlamento.
362
La génesis de un juez de las leyes
En la Asamblea Constituyente, en la sesión del 28 de noviembre de 1947, La Pira afirma que, en aplicación del principio de la división de poderes, la Corte no puede ser generada
por el poder legislativo pues su cometido es controlarlo y, por
tanto, el nuevo órgano debería mantenerse lo más posible en
el ámbito jurisdiccional. También es rechazada una cuestión
prejudicial planteada por los socialistas y dirigida a otorgar al
Parlamento la elección de los jueces; de este modo se daba
un vuelco al principio aceptado en la Comisión de los 75, que
la izquierda consideraba esencial, y que había representado
la bóveda del compromiso político. Cuando se llega a debatir el art. 127 del proyecto de Constitución, que disciplina la
composición de la Corte, es patente el endurecimiento de la
contraposición política. En los tensos debates de la Constituyente sobre la composición y la naturaleza del Tribunal Constitucional se mide la alta temperatura del conflicto ideológico en
proximidad de las elecciones generales. En la sesión siguiente,
el 2 de diciembre, se perfila la solución que la Asamblea aprobará –un Tribunal Constitucional compuesto por quince jueces
de los cuales cinco elegidos por el Parlamento reunido, cinco
por las supremas magistraturas ordinarias y administrativas y
cinco por el Presidente de la República– pese a los intentos de
las fuerzas de izquierdas que pretendían potenciar el papel de
las Asambleas20.
Finalmente, la solución adoptada por los constituyentes
representa un compromiso entre el modelo político y el jurisdiccional, aunque formalmente parece prevalecer el segundo
(si bien ya se ha visto que muy pronto, en la Sentencia n. 13
de 1960, la misma Corte lo negará). A las evidentes características propias de un órgano técnico se acompañan aspectos
políticos expresados en la construcción de un órgano concentrado de derivación parcialmente parlamentaria. En la misma
sesión del 2 de diciembre se aprueba la remisión a la ley ordinaria en lo referente a la composición de la Corte.
20 El ambiente políticamente conflictivo en el que se gesta la cuestión provoca que entre
las fechas de las dos sesiones hubo que suspender la discusión porque, a raíz del rechazo
de la propuesta socialista, vino a faltar el número legal en repetidas ocasiones (cfr. Volpe
2006: 20-21).
363
Roger Campione
Tras la entrada en vigor de la Constitución, la primera
cuestión política debatida en el Parlamento es la forma de elegir a los cinco jueces de su competencia. El Senado había optado por la representación proporcional de los grupos parlamentarios pero en la Cámara de los diputados, durante la sesión
plenaria, se presentan dos enmiendas (una del democristiano
Riccio, otra del liberal Martino y el social-democrático Rossi)
dirigidas a reservar todos los jueces a la mayoría parlamentaria. Las razones técnicas aducidas, sosteniendo que si la Corte
es un órgano jurisdiccional no tiene sentido distinguir mayoría
y minoría, son muy endebles; es el anciano líder democristiano Luigi Sturzo quien aclara explícitamente los verdaderos
motivos de tales propuestas, explicando la necesidad absoluta
de evitar acuerdos con el partido comunista que, dadas sus
relaciones internacionales, no tiene derecho a participar en
la administración del Estado. Los partidos laicos menores no
comparten la postura de la Democracia cristiana y finalmente
prevalece la previsión de mayorías cualificadas para la elección de los jueces constitucionales: tres quintas partes de los
componentes del Parlamento reunido en el primer escrutinio y
los tres quintos de los votantes a partir del segundo.
Pasan más años antes de que las fuerzas políticas alcanzaran un acuerdo para la elección parlamentaria de los jueces
constitucionales. Ya casi dos, desde marzo de 1951 hasta febrero de 1953, dura la discusión relativa a las relaciones entre
el Gobierno y el Presidente de la República acerca del nombramiento de los jueces que éste ha de designar. La Democracia
cristiana propone que el poder efectivo de elección de tales
jueces recaiga en el Primer Ministro o el Ministro de Justicia.
Con tan sólo el apoyo del Partido social-democrático consigue
que la propuesta se apruebe en la Cámara pero el debate en
el Senado y la nueva discusión en la Cámara conducen a la
eliminación de la propuesta ministerial.
Una vez superados estos obstáculos formales, en octubre
de 1953 arranca la querelle sobre la composición de la Corte.
La Democracia cristiana veta al candidato designado por el
364
La génesis de un juez de las leyes
Partido comunista, Vezio Crisafulli y las votaciones se repiten
durante dos años, hasta noviembre de 1955. Finalmente, tras
muchas negociaciones, se llega a una solución de compromiso en la que el Partido comunista renuncia a Crisafulli e
indica a Nicola Jaeger que, durante su mandato, se alineará
frecuentemente con los conservadores pese a ser considerado
de izquierdas (Rodotà 1999: 20-25)21. Crisafulli será nombrado magistrado constitucional por el Presidente de la República,
Giuseppe Saragat, muchos años después, en 1968, cuando
cambió su postura política (Pizzorusso 2007: 136).
2.c. Las competencias
Los constituyentes dedicaron mucho tiempo a discutir
la alternativa entre la Corte como órgano legislativo o como
órgano jurisdiccional sin tener del todo claro que el carácter
jurisdiccional o legislativo de la Corte derivaba principalmente
de la decisión acerca del modo en qué se le iban a someter las
cuestiones, es decir, de la elección entre el modelo del judicial review y la Verfassungsgerichtsbarkeit (Pizzorusso 1981:
75).
Cuando, al comienzo de los trabajos constituyentes, se
opta desde un principio por un control de legitimidad que marque los límites del poder legislativo frente a la tutela de los
derechos de los ciudadanos, a continuación se propone un mecanismo de activación del control impulsado por la iniciativa
popular en un plazo sucesivo a la aprobación de la ley de la
que se pide la anulación por contradecir la Constitución. Además, la nueva Constitución introduce una importante novedad
en el ordenamiento desde el punto de vista de la configuración territorial, pues otorga una parte de las competencias a
las Regiones. Obviamente, esta novedosa articulación precisa
de algún dispositivo capacitado para regular los eventuales
21. Conforme a los plazos establecidos en la Ley 87/1953 a este respecto la Corte debería haberse reunido por
primera vez en mayo de 1953: los nombramientos a cargo de las magistraturas suprema tenía que realizarse en
el plazo de un mes desde la publicación y los de competencia del Parlamento en el plazo de cuarenta y cinco
días. Mientras que los primeros fueron llevados a cabo con mucha celeridad, los segundos no corrieron la misma
suerte. En la primera sesión de las Cámaras reunidas, el clima político impedía el logro de las mayorías cualificadas requeridas (Ferioli 2007: 274-275).
365
Roger Campione
conflictos que pueden surgir entre el Estado y las Regiones.
Ya desde la Comisión Forti se va delineando un modelo orgánico de control concentrado y de tipo “político” en el sentido
de otorgar a la institución no sólo una facultad de control legislativo sino también la condición de sujeto regulador de los
conflictos entre poderes y de sus abusos. Una cuestión que se
plantea desde el principio es la eficacia de las decisiones del
juez de las leyes, es decir, si han de tener una eficacia limitada
a la controversia de la que surgen de manera incidental o si, en
cambio, deberían tener efectos erga omnes y ex tunc. Aunque
en un primer momento se vota el principio del efecto limitado
al caso, conforme al modelo americano, las deliberaciones siguientes van hacia la segunda hipótesis22. En la última sesión
se aprueba una Resolución que ilustra el camino emprendido,
cercano al modelo austriaco y muy distante del americano:
las leyes pueden ser impugnadas por inconstitucionalidad. Un
órgano ad hoc se encargará de los jucios. Cualquier ciudadano
puede plantear el recurso, dentro de un plazo desde la publicación de la ley. La ley anulada es como si no hubiera existido
nunca23.
En las ponencias presentadas ante la Subcomisión, Calamandrei, además de prever un doble control de constitucionalidad de las leyes –incidental, ejercido de modo “difuso” por
los jueces ordinarios (con posibilidad, en última instancia, de
recurrir a la Corte costituzionale), con eficacia limitada al caso
concreto, y principal, ejercido por el nuevo Tribunal Constitucional en sesión plenaria, con eficacia general y abstracta– y
la competencia de la Corte para juzgar los conflictos entre Estado y Regiones y entre los poderes del Estado, proponía que
este órgano también tuviera poderes de vigilancia sobre los
partidos políticos y la prensa, además de la competencia para
juzgar los delitos presidenciales y de los ministros. Las decisio22 Se establece que si la cuestión no es planteada por la vía incidental, sino como objeto
autónomo, la decisión tiene eficacia general. Se trataría del primer e incoherente compromiso entre dos modelos, que anticipa el fluctuante camino seguido en todo el proceso
constituyente (Bonini 1996: 19).
23 Como afirmó Sorrentino, “una ley inconstitucional, en realidad, no es una ley y por
tanto no se puede hablar en ningún caso de su derogación” (D’Alessio 1980: 190).
366
La génesis de un juez de las leyes
nes de inconstitucionalidad adoptadas por la Corte debían ser
remitidas al Parlamento que optaría bien por la modificación
de la ley inconstitucional, bien por la revisión constitucional
de la ley impugnada al fin de recobrar la legitimidad. Leone,
por su parte, proponía que la acción de inconstitucionalidad
pudiera ser planteada en vía incidental por algunos órganos
constitucionales (el Presidente de la República, el Presidente
del Gobierno, los ministros, el Gobierno, el Presidente de una
Junta regional, un Consejo regional, el fiscal de la Corte, un
órgano del poder judicial) y por los ciudadanos o las entidades
que tuvieran un interés legítimo para recurrir, para satisfacer
una exigencia del principio democrático y para desvincular la
tutela de los derechos de la valoración de un órgano que podría sacrificarlos si no ejerciera el poder de iniciativa (Bonini
1996: 23). Va más allá de Calamandrei al afirmar la entrada
en vigor inmediata de la declaración de nulidad de la ley. Finalmente, para Patricolo, el control podía ser activado de oficio o a petición de un miembro Gobierno, de un diputado, del
poder judicial, de una Región o de quinientos ciudadanos, y
las decisiones tendrían eficacia erga omnes24. En todo caso, ya
antes de la presentación de las tres ponencias, la Subcomisión
había sentado ciertos principios relativos a la función de la
Corte como sujeto encargado de dirimir los conflictos entre el
Estado y las Regiones, según el modelo austriaco, atribuyendo
la facultad de recurrir también al Gobierno, por motivos de
inconstitucionalidad o incompetencia regional.
Además de su naturaleza de compromiso entre el carácter legislativo y el jurisdiccional, los trabajos, en esta fase del
proceso constituyente, parecen haber logrado cierto grado de
resolución en lo referente a las competencias: control de las
leyes, conflictos de poderes entre determinados sujetos y órganos, juicios sobre la responsabilidad penal del Presidente de
la República y de los ministros25. La declaración de inconstitu24. El modelo de Patricolo es tildado como “extravagante” por Ferioli (Ferioli 2007: 271). Según la propuesta el
Tribunal Constitucional, además, habría enjuiciado la responsabilidad política y penal del Jefe del Estado y de no
especificados “altos cargos del Estado”, los conflictos entre poderes y entre el Estado y las Regiones, y también
debería haberse encargado de la tutela del “orden interno del Estado en caso de carencia del poder ejecutivo”.
25. En concreto, el control en vía incidental se aprobó en la Comisión sin problemas; sin embargo, la acción
en vía principal fue muy debatida ya que una parte (básicamente de centro-derecha) abogaba por conceder la
367
Roger Campione
cionalidad adquiere el efecto de suspender la eficacia de la ley
hasta la derogación o revisión parlamentaria. Cuando, el 28 de
noviembre de 1947, se aprueba en la Asamblea Constituyente
–tras la presentación de una nueva enmienda dirigida a suprimir toda la sección relativa a la Corte costituzionale– el art.
126 del proyecto de Constitución, que luego se transfundirá en
el definitivo art. 134, las funciones de la Corte están definidas
en el sentido descrito.
No tan definitivas, sin embargo, resultan las propuestas
relativas a las modalidades y los términos del acceso a la Corte. El paso de la Subcomisión a la Comisión de los 75 provoca
ciertas modificaciones significativas en relación con el acceso
a la Corte que producen una mayor amplitud del juicio incidental y un margen menor para el recurso en vía principal: el
primero, por un lado, pierde la previsión del plazo de dos años
desde la entrada en vigor de la ley para ser impugnada y la
valoración, también prevista en el proyecto de la Subcomisión,
por parte del juez a quo de la “correlación” (pertinenza) del
caso concreto con el vicio de inconstitucionalidad; por otro
lado, desaparece del segundo la impugnación directa por parte
del ciudadano. Varía también el efecto de la declaración de inconstitucionalidad que ya no conlleva sólo la suspensión vista
antes sino la cesación de eficacia de la ley.
En el clima de creciente tensión debida a la actualidad
política, más que a los temas constitucionales, y atestiguada
también por la dificultad de alcanzar en varias ocasiones el número legal en la Asamblea Constituyente, el 2 de diciembre de
1947 se aprueba la famosa enmienda del social-democrático
Arata que remite a la ley ordinaria (el Comité de redacción
reformulará la previsión introduciendo la naturaleza constitucional de tal normativa) la disciplina del acceso (y también se
aprobará en la misma sesión la remisión a la ley ordinaria de
posibilidad de impugnar las leyes a la minoría parlamentaria o al pueblo; otro sector (sobre todo en el Partido
comunista) se manifestaba claramente en contra de este tipo de control en vía principal, para no fraccionar y
deslegitimar el Parlamento en el primer caso y para no provocar una excesiva carga de trabajo en el segundo;
y otros sostenían que la impugnación en vía principal se redujera al ciudadano lesionado en un derecho fundamental (Volpe 2006: 13).
368
La génesis de un juez de las leyes
la normativa sobre los conflictos, la composición y el funcionamiento de la Corte). El objetivo de este enmienda, favorecida por la actitud obstruccionista de los sectores hostiles a
la Corte después de que el Parlamento ha sido despojado de
la designación en exclusiva de los jueces constitucionales, se
dirige especialmente contra el recurso en vía principal, considerado como el más invasivo respecto al poder legislativo
(Volpe 2006: 22-23). De hecho, antes de la aprobación de la
enmienda Arata había sido rechazada una enmienda presentada por el comunista Gullo que solicitaba la supresión del
recurso incidental. El significado político de la remisión a la ley
producida por la enmienda Arata se concreta en un obstáculo
decisivo a la entrada en función del nuevo órgano. Especialmente después de haber sustraído al Parlamento el poder de
designación exclusiva, se había agudizado la idea de la Corte
como freno a las iniciativas parlamentarias (Bonini 1996: 5657). Como consecuencia, la titubeante puesta en marcha del
Tribunal Constitucional iba a ser suplida por un régimen transitorio de control “difuso” (respecto a los conflictos de poderes,
seguiría siendo competente la Cassazione conforme a la Ley
3761/1877), con todas las dudas y los problemas que se han
visto ya en este punto, desembocando en la VII disposición
transitoria de la Constitución, propuesta por el repubblicano
Perassi y el democristiano Mortati para evitar la suspensión de
algunas garantías previstas en la nueva Constitución hasta el
efectivo funcionamiento de la Corte26.
Un paso en esta dirección, para llenar la laguna abierta por la enmienda Arata, será la Ley Constitucional 1/1948
(“Normas sobre los juicios de inconstitucionalidad y sobre las
garantías de independencia de la Corte costituzionale”) en la
que se nota una tendencia a la valorización del control incidental: el único filtro que introduce es que el juez a quo no consi26. El segundo apartado de la VII disposición transitoria establece lo siguiente: “hasta que entre en función la
Corte costituzionale, la resolución de las controversias indicadas en el art. 134 se realizará en las formas y los
límites de las normas preexistentes a la entrada en vigor de la Constitución”. Había otro sujeto habilitado al
control de constitucionalidad, aunque limitado a las leyes regionales sicilianas: la Alta Corte per la Sicilia, una
aplicación de modelo concentrado austriaco que ejerció sus funciones hasta que la Corte costituzionale, con la
Sentencia 38/1957, absorbió definitivamente sus competencias.
369
Roger Campione
dere la cuestión “manifiestamente no fundada”; por tanto se
recupera bajo otra formulación el requisito de la pertinenza
previsto por la Subcomisión. Esta elección por parte del legislador introduce un elemento de aproximación al modelo del
judicial review estadounidense27. La aprobación de la ley es la
última votación de la Asamblea Constituyente que esa misma
noche del 31 de enero de 1948 termina sus trabajos.
Para la puesta en marcha de la nueva institución habrá que esperar cinco años más con la aprobación de la Ley
Constitucional 1/1953 (“Normas integrativas de la Constitución concernientes a la Corte costituzionale”) y la Ley 87/1953
(“Normas sobre la constitución y el funcionamiento de la Corte costituzionale”). Tras los recordados avatares políticos que
retrasaron el nombramiento de los miembros de la Corte, los
jueces juraron el cargo en diciembre de 1955 y la primera sesión se celebró el 23 de enero de 1956 (273-275).
Tal retraso se debió a que, tras las elecciones de 1948,
en el clima de contraposición ideológica de la recién estrenada “guerra fría”, la aplicación concreta de la Constitución
se reveló políticamente difícil. Ahora cambian las tornas y el
nuevo Gobierno filoamericano no quiere arriesgarse a que la
nueva institución de la Corte costituzionale pueda invalidar leyes de la época fascista que refuerzan sus poderes. Al mismo
tiempo, también varía la actitud de la izquierda filosoviética,
antes contraria a la jurisdicción constitucional, que frente a
los nuevos escenarios políticos, empieza a ver en la Corte un
recurso imprescindible para limitar los excesos de poder del
Gobierno. Así pues, en un sentido o en otro, se mantiene una
dura contraposición. E incluso de un examen tan resumido y
esquemático del debate constituyente, como el que se acaba
de esbozar en sus líneas esenciales, resulta patente, como
ha anotado con razón Pizzorusso, la confusa sucesión de los
acontecimientos que cristalizaron en una solución que, lejos de
ser el resultado acabado de una proyecto homogéneo, repre27. Como ha señalado Pizzorusso, en el sistema italiano de control de constitucionalidad funciona según un
sistema de reglas que mezcla elementos típicos del judicial review estadounidense con otros característicos de la
Verfassungsgerichtsbarkeit austriaca (Pizzorusso 1981: 3).
370
La génesis de un juez de las leyes
senta “el fruto de la combinación de fragmentos separados de
propuestas inspiradas por planteamientos fundamentalmente
distintos” (Pizzorusso 1981: 75).
371
Roger Campione
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373
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos
de tráfico de drogas
Crítica a la jurisprudencia de la
excepcionalidad1
Jacobo Dopico Gómez-Aller
Universidad Carlos III de Madrid
1. INTRODUCCIÓN
a) La necesidad de “supuestos de atipicidad jurisprudenciales”, consecuencia de una regulación legal inadecuada
La opinión más extendida y autorizada en la actualidad
es que las pequeñas transmisiones gratuitas de drogas que
tienen lugar en el ámbito del consumo —invitaciones, donaciones compasivas a adictos, actos de “compra compartida”
o “consumo comparti-do”, etc.—, no han de ser consideradas
delictivas. A diferencia de las que tienen lugar en el ámbito de la oferta criminalizada, carecen de capacidad difusora
del consumo de drogas y de trascendencia social. Sería hoy
un absurdo insostenible pretender aplicar el régimen punitivo
previsto para los distribuidores ilegales de droga, a los consu1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la
decisión judicial.”.
375
Jacobo Dopico Gómez-Aller
midores que se organizan para la adquisición y el uso colectivo
de drogas tóxicas, o a los allegados que las adquieren por ellos
(DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 393).
Como se ha dicho tantas veces, la redacción del tipo básico de tráfico de drogas es un paradigma de técnica legislativa
inadecuada. Su evolución nos muestra un Legislador que no
está tan preocupado por la definición adecuada del comportamiento típico como por lograr que no quede fuera de su alcance ninguna conducta de algún modo relacionada con el consumo ilegal de drogas, aunque sea a costa de abarcar también
multitud de comportamientos irrelevantes (DÍEZ RIPOLLÉS
1987: 400; EL MISMO 1989: 58 y ss.; VALLE MUÑIZ/ MORALES GARCÍA 2007: 1395). Así, conductas no sólo de escasa o
nula lesividad social, sino incluso en ocasiones compasivas o
humanitarias, se encuentran formalmente incluidas en el tenor literal de un tipo penal de perfiles borrosos y extensión
tendencialmente ilimitada2 .
Ante tipos penales tan indeterminados como el del art.
368 CP, un Tribunal debe optar entre una lectura literal y formalista, que conduzca a la punición de conductas inocuas o
hasta benéficas; o una lectura restrictiva de su ámbito típico3 .
La Jurisprudencia ha seguido esta segunda vía4 , y ha ensayado una pequeña tipología de supuestos de atipicidad, una casuística de los supuestos que, pese a ser incardinables formalmente en las lecturas más extensivas del tipo del art. 368 (o
incluso, en ocasiones, en las modalidades agravadas del art.
2. Es el propio Tribunal Supremo el primero en denunciar “la excesiva amplitud con que se describe la conducta
típica”, que exige de los jueces una importante labor de interpretación para limitarla (recogen esta expresión las
SSTS 33/1997, de 22 de enero, y 772/1996, de 28 de octubre).
3. Se suele hablar de una reducción teleológica o interpretación teleológica restringida (DEL RÍO FERNÁNDEZ
1996: 153; FEIJOO SÁNCHEZ 1997: 1015; MAQUEDA ABREU 1998: 1 y ss.). La STS 1236/1993, de 29 de
mayo, sostenía: “esa finalidad de la prohibición impuesta por la norma debe ser un elemento interpretativo de
la misma”.
4. Abonada, además, por la doctrina del Tribunal Constitucional. La controvertida STC 136/1999, de 20 de julio,
establece la necesidad de tomar en cuenta la sanción típica a la hora de perfilar el ámbito de conductas que realizan el tipo. Sobre esta Sentencia, ver por todos ÁLVAREZ GARCÍA 1999: 1 y ss.; RODRÍGUEZ MOURULLO
2002: 71 y ss.; MIR PUIG: 2002: 358 y ss. Aunque cabe un cuestionamiento de la constitucionalidad de normas
como ésta, de dudosa compatibilidad con el mandato de taxatividad, los tribunales constitucionales de nuestro
entorno jurídico rara vez llegan a una declaración de inconstitucionalidad de la norma indeterminada sino, a lo
sumo, a sentencias interpretativas (ver GARCÍA RIVAS 1992: 80) que restrinjan su ámbito típico en el concreto
caso y proporcionen criterios para su restricción en ulteriores aplicaciones.
376
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
369), sin embargo deben entenderse atípicas (REY HUIDOBRO
1994: 633 y ss.). El Tribunal Supremo en ocasiones efectúa
breves sumarios de esta tipología, que suelen contener los
siguientes grupos de casos:
a) Los supuestos de compra compartida o con bolsa común.
b) Las invitaciones en el momento del consumo y otros
supuestos de invitación socialmente adecuada.
c) Los de consumo en pareja u otros casos de convivencia estrecha.
d) Las llamadas donaciones compasivas o altruistas, en
las que se dona droga a alguien para librarle del síndrome de
abstinencia u otros males relacionados con su adicción.
En todo caso la indeterminación de este tipo deja la definición de no pocos de sus rasgos básicos en manos de los
aplicadores. Por supuesto que es saludable (e inevitable) una
razonable colaboración entre Legislador y aplicador. Pero esta
colaboración no puede llegar hasta la delegación en el aplicador de un margen de decisión tan amplísimo, máxime en
una materia como ésta, que genera un número tan alto de
condenas5 .
Por esta inconcreción legal la delimitación judicial entre
conductas típicas y atípicas ha dado lugar a una Jurisprudencia
no ya heterogénea sino incluso frecuentemente contradictoria.6 Por ello se hace imprescindible un análisis casuístico de
los requisitos que exige la Jurisprudencia más reciente, para
la declaración de atipicidad de estas conductas; una labor que
exige una constante actualización, pues se da aquí una persistente dialéctica entre las líneas más represivas y las menos
intervencionistas. Las páginas que siguen, pues, no deben interpretarse como una toma de posición personal, sino como
5. Los condenados por delitos contra la salud pública suponen más de un 25% de la población penitenciaria
(fuente: Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior: http://www.mir.es/INSTPEN/
INSTPENI/Gestion/Estadisticas_mensuales/).
6. “[Es] una jurisprudencia abundantísima [y] bastante contradictoria” (MUÑOZ CONDE 2007: 651).
377
Jacobo Dopico Gómez-Aller
un modesto intento de leer del modo más racional posible esta
tópica de la atipicidad en materia de drogas tóxicas.
b) Fundamento de la atipicidad: ausencia de riesgo típico y de intención de difusión del consumo ilegal
Existe amplio consenso jurisprudencial en entender que
estos supuestos (compra y consumo compartido, invitación
socialmente adecuada, donación compasiva) son atípi-cos
porque no suponen un riesgo para el bien jurídico protegido
“salud pública”, al ser contactos que tienen lugar entre consumidores —o entre éstos y su entorno inmediato— y carecer de
trascendencia ante la colectividad de los consumidores. Así,
la Jurisprudencia ha dicho que no suponen un peligro de consumo general o indiscriminado, no promueven la difusión del
producto ni lo facilitan a personas indeterminadas, implican un
peligro meramente individual, etc.7 .
Para distanciarse del tenor literal tan expansivo de los tipos que nos ocupan, el Tribunal Supremo ha afirmado siempre
la necesidad de una restricción teleológica: “esa finalidad de
la prohibición impuesta por la norma debe ser un elemento interpretativo de la misma” (STS 1236/1993, de 29 de mayo; en
sentido similar, las SSTS 14/1996, de 16 de enero y 72/1996,
de 29 de enero; también las SSTS 715/1993, de 25 de marzo, 2015/1993, de 16 de septiembre, y 2079/1993, de 27 de
septiembre; en un sentido más subjetivo puede verse la STS
25-5-1993).
Con claridad lo ha expuesto el Tribunal Supremo en
el siguiente texto (recogido en resoluciones como las SSTS
1441/2000, de 22 de septiembre, y 1439/2001, de 18 de julio,
y el ATS 390/2005, de 3 de marzo) 8:
7. Recoge estas expresiones de la Jurisprudencia DEL RÍO FERNÁNDEZ 1996: 156. Ver también, entre otras
muchas, las SSTS 1072/2005, de 19 de septiembre, 775/2004, de 14 de junio, y 789/1999, de 14 de mayo; así
como las recogidas infra, al analizar los distintos grupos de supuestos.
8. Este texto es citado profusamente en la Jurisprudencia de las Audiencias Provinciales. Por todas, ver las
siguientes resoluciones: SSAP Santa Cruz de Tenerife, 2ª, 222/2007, de 23 de marzo; Girona, 3ª, 173/2007, de
19 de febrero; Badajoz 44/2006, 1ª, de 21 de noviembre; Barcelona, 9ª, 29/2006, de 12 de enero; Islas Baleares,
1ª, 122/2005, de 26 de octubre; Madrid, 17ª, 404/2005, de 19 de abril; Cádiz, 8ª, 437/2004, de 2 de diciembre, y
Valencia, 2ª, 263/2003, de 16 de mayo.
378
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
“Pese a la amplitud de los términos utilizados por el art.
368 CP… la jurisprudencia de esta Sala, de modo muy reiterado a partir del año 1993, viene considerando la inexistencia
de delito en determinados supuestos en que concurren particulares circunstancias relacionadas con la mínima cuantía de
la droga, con la adicción de todos los implicados y con las
relaciones personales entre quien la suministra y quien la recibe, por razones que se vienen expresando con argumentos
diferentes que podríamos reducir a dos:
1ª. La insignificancia del hecho que se traduce en la irrelevancia de la conducta en cuanto al bien jurídico protegido,
la salud pública.
El Derecho Penal actual ya no admite la existencia de
delitos meramente formales o de simple desobediencia a la
norma. Ha de existir necesariamente una lesión o un peligro
respecto del bien jurídico protegido.
Esta infracción del art. 368 CP es un caso más de delito
de peligro y de consumación anticipada en que el Legislador…
Pero esta configuración legal del delito no excusa la necesidad
de tener en cuenta el mencionado bien jurídico como límite de
la actuación del Derecho Penal: aunque parezca una obviedad,
hay que decir que los delitos de peligro no existen cuando la
conducta perseguida no es peligrosa para ese bien jurídico
protegido o cuando sólo lo es en grado ínfimo. Tal ocurre en
estos delitos relativos al tráfico de drogas cuando el comportamiento concreto no pone en riesgo la salud pública (o sólo lo
hace de modo irrelevante).
2ª. Entendiendo, desde una perspectiva subjetiva, que
el delito del art. 368 CP, aunque ello no aparezca en su texto,
exige, además del dolo necesario en toda infracción dolosa,
un especial elemento subjetivo del injusto consistente en la
intención del autor relativa al favorecimiento o expansión del
consumo ilícito de la sustancia tóxica, intención que queda
excluida en estos supuestos en que el círculo cerrado en que
se desenvuelve la conducta, o la mínima cuantía de la droga,
así lo justifica.
379
Jacobo Dopico Gómez-Aller
Aunque es difícil decir en síntesis cuáles son estos casos,
podemos hacer los siguientes grupos de supuestos en que la
doctrina de esta Sala viene pronunciando sentencias absolutorias:
1º. El suministro de droga a una persona allegada para
aliviar de inmediato un síndrome de abstinencia, o para evitar
los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones
de salubridad, o para procurar su gradual deshabituación, o en
supuestos similares.
2º. La adquisición para un grupo de personas ya adictas
en cantidades menores y para una ocasión determinada, o el
hecho mismo de este consumo compartido en tales circunstancias: son modalidades de autoconsumo impune.
3º. Los casos de convivencia entre varias personas ya
drogadictas (cónyuges, amigos, padres o hijos) en que alguno
de ellos proporciona droga a otro, produciéndose también un
consumo compartido.
4º. Aquellos otros supuestos en que por la mínima cantidad o por la ínfima pureza en dosis pequeñas, siempre a título
gratuito y entre adictos, es de todo punto evidente que no ha
existido riesgo alguno de expansión en el consumo ilícito de
esta clase de sustancias9 ”.
Nótese cómo el Tribunal Supremo da dos fundamentos de
atipicidad (ausencia de riesgo típico y ausencia de un ánimo de
difundir el consumo ilícito) y, a continuación, se ocupa él mismo de concretar en qué casos concurren dichos fundamentos,
que cabe denominar “objetivo” y “subjetivo”.
1º Vertiente objetiva: hablar de “ausencia de riesgo típico” no es lo mismo en relación con delitos contra la salud pública o con delitos contra bienes jurídicos más tangibles como
la vida o la integridad física. La salud pública es una construc9. Las consideraciones aquí vertidas se refieren a los supuestos de atipicidad en sentido estricto (invitaciones
socialmente adecuadas, compra y consumo compartido, donaciones compasivas, etc.), y no a los de cantidad
insignificante que, en puridad, tienen que ver con el umbral de relevancia de la conducta típica (dicho en otros
términos: se trata de una cuestión cuantitativa y no cualitativa).
380
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
ción ideal, cuya única referencia legal está precisamente en
los tipos que pretendemos interpretar. Por ello, las diferentes
concepciones que cabe sostener sobre cuándo concurre riesgo
para la salud pública pueden variar enormemente. Sin embargo, parece pacífica la consideración de que el factor esencial
de peligro para la salud pública es la posibilidad de difusión del
consumo de drogas tóxicas.
2º Vertiente subjetiva: parecería que la formulación técnicamente más razonable del elemento subjetivo “intención de
difusión del consumo ilegal” sería la conciencia de riesgo típico
de difusión (algo que, en puridad, está abarcado por el dolo
en un delito de peligro). Así reformulado, lo que afirmaría el
Tribunal Supremo sería que en estos supuestos de atipicidad
no ha de concurrir el riesgo típico en sus vertientes objetiva y
subjetiva.
c) Una sencilla regla de prudencia: ¿oferta criminalizada o consumo organizado?
Una regla de prudencia sencilla nos lleva a considerar que
en este ámbito sólo las conductas que tienen lugar en el lado
de la oferta y distribución criminalizada pueden ser típicas,
mientras que las que tienen lugar en el lado de los consumidores no. Quien adquiere droga con un “fondo común” para
luego consumirla con los que aportaron el dinero, no participa
en la distribución criminalizada de drogas, sino que toma parte
en un acto colectivo que se organiza del lado de los consumidores. Lo mismo ha de decirse de invitaciones atípicas, donaciones altruistas o compasivas por parte de allegados, etc.
Este punto de vista es el que mejor se compadece con
la línea político-criminal básica de nuestro sistema, que criminaliza la oferta y no la demanda de drogas tóxicas. Y es,
además, la perspectiva que permite un análisis menos forzado
de uno de los elementos más perturbadores del debate sobre
la atipicidad: el de la relevancia típica del precio. En los casos
de transmisión compasiva, consumo compartido, etc., la Jurisprudencia considera que la ausencia de contraprestación es un
381
Jacobo Dopico Gómez-Aller
requisito imprescindible para la atipicidad. Sin embargo, esto
no se compadece con la inalterable posición jurisprudencial
que considera que la salud pública resulta dañada tanto por
la transmisión onerosa como por la transmisión gratuita de
droga10 . Desde el criterio aquí apuntado, el precio sería un
indicador claro de que la conducta no tiene lugar entre consumidores sino en una relación entre distribuidor y consumidor y
que, por ello, de darse los demás requisitos típicos, comporta
riesgo para la salud pública.
d) Contexto: la “Jurisprudencia de la excepcionalidad”
Es ya un lugar común en la Jurisprudencia española que
la impunidad de los supuestos de consumo compartido, donación compasiva, etc., es excepcional:
“Sin embargo, hay que advertir sobre la excepcionalidad
de estos supuestos de impunidad, sólo aplicables cuando no
aparezcan como modo de encubrir conductas que realmente
constituyan una verdadera y propia expansión del tráfico ilegal
de estas sustancias” (SSTS 1441/2000, de 22 de septiembre,
y 1439/2001, de 18 de julio; también AATS 390/2005, de 3 de
marzo, y 18 de julio y 13 de junio de 2002).
La consideración del carácter excepcional de la impunidad
está extendidísima en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo.
Por todas, hablan recientemente de excepcionalidad las SSTS
718/2006, de 30 de junio; 873/2005, de 1 de julio; 1222/2004,
de 27 de octubre; 857/2004, de 28 junio; 638/2003, de 30
de abril; 436/2003, de 20 de marzo; 919/2001, de 12 septiembre; 1468/2000, de 26 septiembre, y 846/1999, de 25
de mayo; de “rigurosa excepción” las SSTS 632/2006, de 8
de junio; 234/2006, de 2 de marzo, y 1429/2002, de 24 de
julio; según la STS 1981/2002, de 20 enero, se trata de una
“doctrina excepcional” (?), y la aplicación de la atipicidad debe
hacerse de manera “excepcional y restrictiva”; esta última
afirmación la sostiene también la STS 887/2003, de 13 junio,
y, con otros términos, las SSTS 1704/2002, de 21 octubre, y
401/2002, de 15 abril.
10. Fundamental a este respecto, MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2003: 7.
382
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
“La misma Jurisprudencia ha alertado insistentemente
advirtiendo que la citada impunidad sólo puede ser reconocida
con suma cautela para que en ningún caso quede indefenso
el bien jurídico que se quiere proteger” (SSTS 632/2006, de 8
de junio; 234/2006, de 2 de marzo; 1991/2002, de 25 de noviembre; 1429/2002, de 24 de julio; y AATS 817/2004, de 27
de mayo, y 1866/2003, de 13 de noviembre, entre otras resoluciones; con mínimas variaciones en la redacción, las SSTS
1429/2005, de 12 de diciembre; 401/2005, de 21 de marzo, y
1306/1999, de 21 de septiembre).
Temeroso de que las alegaciones de atipicidad abran una
grieta por donde puedan eludir la punición los verdaderos casos de tráfico de drogas, el Tribunal Supremo ha reaccionado
en los últimos años sosteniendo que debe afirmarse la atipicidad de esas conductas con suma cautela y de modo excepcional, frente a la regla que sería la tipicidad, cautela que alcanza
un grado paroxístico en los últimos años.
Con llamativa explicitud lo expone la STS 559/2005, de
27 de abril:
“[L]o excepcional en esos casos ha de ser la atipicidad,
requiriéndose para la misma una exclusión radical de todo peligro para el bien jurídico protegido”.
Esta posición del Tribunal Supremo, plasmada en las citas recogidas, refleja una llamativa inversión valorativa acerca
de las relaciones entre criminalización y atipicidad (es decir:
acerca de qué es más grave, si emitir absoluciones erróneas
o condenas erróneas11 ). Es esta inversión valorativa la que
ha llevado al Alto Tribunal a generar una Jurisprudencia de la
excepcionalidad, con la que se argumenta de modo sencillo y
rápido el rechazo de la mayoría de las alegaciones de atipicidad 12.
11. Es fundamental en nuestra cultura jurídica la afirmación de que es “menos gravoso a las estructuras sociales
de una país la libertad de cargo de un culpable que la condena de un inocente” (SSTS 168/2008, de 29 abril;
919/2007, de 20 noviembre, y 673/2007, de 19 julio; estrictamente relacionada con delitos contra la salud pública, vid. STS 1317/2005, de 11 noviembre).
12. Esto debe relacionarse con la sensación de inundación que el Tribunal Supremo muestra ante el aluvión de
recursos en materia de salud pública, hasta el punto que el Acuerdo del pleno no jurisdiccional de la Sala 2ª de
25 de mayo de 2005 decide formular una propuesta sobre la “penalidad máxima que determine que estos casos
383
Jacobo Dopico Gómez-Aller
Como se analizará más adelante, los dos rasgos esenciales de esta Jurisprudencia de la excepcionalidad son:
• un manejo cuestionable de la carga de la prueba (pues
cuando ha de decidir entre una hipótesis de cargo y una absolutoria, opta por la de cargo si no se demuestra con plena
certeza la hipótesis de descargo —el destino de la droga a consumo compartido o a uso compasivo; o, con otras palabras, la
citada prueba de “exclusión radical de todo peligro para el bien
jurídico protegido”); y
• la tasación de la prueba de descargo, de modo que esa
“exclusión radical de todo peligro” debe probarse mediante determinados requisitos objetivos fijados juris-prudencialmente
y no otros13 ; requisitos objetivos que, además, en ocasiones
son difícilmente dables.
Esta rechazable línea jurisprudencial no es, sin duda, la
única. Ciertamente, desde el propio Tribunal Supremo y ciertas Audiencias Provinciales ha habido una sólida y razonada
oposición a ella. Sin embargo, se puede decir que ha desplegado un influjo notabilísimo en los últimos años, que debe ser
analizado y criticado.
2. CONSUMO COMPARTIDO
a) Concepto y fundamento de la atipicidad
Bajo la denominación “consumo compartido” (o “autoconsumo compartido”) se agrupan diversas conductas que suelen
considerarse atípicas. Básicamente se trata de los siguientes
grupos de supuestos:
–La compra compartida o “con fondo común”.
sean susceptibles de casación ante el Tribunal Supremo”.
13. Esto es similar a lo que ocurre con frecuencia en relación con las cantidades indiciarias de la finalidad de la
posesión (“si se posee más de la cantidad X, es que existe ánimo de traficar”). Se trata del eterno peligro de la
Jurisprudencia en materia de drogas: el “uso excesivamente mecánico de datos objetivos de cara a la conclusión
por los tribunales de que la posesión era con ánimo de traficar” (DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 384).
384
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
–La permuta e invitación mutua.
–Ciertas invitaciones socialmente aceptadas; y
–Otros supuestos en los que las adquisiciones y consumos de la droga en un pequeño círculo de personas se realizan
en un cierto régimen de comunidad (por ejemplo: parejas de
consumidores, compañeros de piso, etc.).
En la Jurisprudencia española, el más importante de estos supuestos de atipicidad es el de la “compra compartida”
(ORTS BERENGUER 2004: 801-802). Se trata de los supuestos
en los que varias personas aportan dinero a una bolsa común
a fin de adquirir droga para consumo común, y una de ellas se
encarga de adquirirla para todos y hacérsela llegar 14.
Como se ha apuntado, se suele fundamentar la atipicidad
de estos supuestos en la ausencia de peligro para el bien jurídico: como la droga no se va a destinar a su difusión sino a su
consumo por parte de los que la aportan, no se atenta contra
la salud pública15 . Esto se ejemplifica mediante la comparación
con el caso claro de atipicidad del consumo propio (y posesión
a tal fin): así, en muchas ocasiones el Tribunal Supremo habla
de “consumo compartido como modalidad del autoconsumo no
punible” 16. En efecto, desde la perspectiva de la salud pública
no hay diferencia entre un caso de “compra y autoconsumo
compartido” por el hecho de que el dinero común lo lleve al
vendedor uno de lo han aportado o todos ellos, y que la droga
la traiga de vuelta uno de los sujetos o cada uno la suya. Por
ello, parecería infundado establecer entre ambos supuestos
una diferencia a efectos penales.
14. Llama la atención cómo se ha extendido el uso del término “autoconsumo compartido” para referirse a estos
supuestos: tanto por lo forzado del calco lingüístico (partículas como “self-” en inglés o “Selbst-” en alemán deben traducirse más correctamente en este contexto como “propio/a” o “individual”), como porque lo que caracteriza a estos casos no es que se “consuma” droga [¡el “(auto)consumo”, compartido o no, es siempre atípico!],
sino que alguien adquiera droga para varias personas con dinero común y se la traslade.
15. Por todas, ver SSTS 1072/2005, de 19 de septiembre, y 775/2004, de 14 de junio. Ver también JOSHI JUBERT 1999: 3.
16. Por todas, ver SSTS 165/2006, de 22 de febrero; 1312/2005, de 13 de noviembre; 1194/2003, de 18 de septiembre; 1585/2002, de 30 de septiembre, y 1468/2000, de 26 de septiembre.
385
Jacobo Dopico Gómez-Aller
SSTS 281/2003, de 1 octubre; 424/2003, de 1 septiembre, y 216/2002, de 11 mayo: “La valoración social de esos
actos de consumo compartido entre adictos, siempre con carácter gratuito, es la misma que la que pueden tener los actos en que esas personas pudieran consumir aisladamente.
(…). Nada valorable como antijurídico tienen los supuestos
aquí examinados que no tengan los casos paralelos de consumos aislados, y si éstos son impunes también habrán de serlo
aquéllos”.
Conforme a lo expuesto supra, se trata claramente de
una conducta que no tiene lugar del lado de la oferta criminalizada, sino del de la demanda: estamos ante una conducta
colectiva de consumidores que se distribuyen las funciones de
adquisición y transporte, y no ante una especie de distribución
minorista17 .
b) La tesis inicial: la “posesión de droga en nombre de
los demás” (el “servidor de la posesión”)
Desde una interpretación literal del tipo penal, hoy insostenible, se interpretaba hace tiempo que estos supuestos
de compra compartida eran casos típicos de promoción, favorecimiento o facilitación del consumo, ya que el encargado
de la bolsa común adquiría con ella una droga que luego daba
a otros.
Pero desde principios de los años 80 del pasado siglo se
fue abriendo paso una visión más razonable18 . La STS de 25
de mayo de 1981 conoció de un caso en que 16 personas pusieron dinero en una bolsa común para comprar hachís para
una fiesta; el encargado de la compra fue detenido portando
unas 16 barritas y media de hachís.
“La tenencia de la droga por el acusado en el momento
de su detención por la policía no era ostentada sólo en propio
nombre sino en nombre y al servicio de los demás —en la par17. “Figura que la doctrina y la Jurisprudencia denominan «consumo colectivo o compartido» o «cooperativa
para el consumo»” (STS 1244/1993, de 29 de mayo).
18. Una breve referencia de la evolución desde los inicios hasta este primer estadio la expone CALDERÓN
SUSÍN 2000: 40 y ss.
386
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
te que había sufragado—, los cuales venían a ser poseedores
aunque no tuvieran una relación de contacto material, y como
todos eran futuros consumidores puesto que la adquisición se
hacía para «fumar la droga ellos mismos» (…) es llano que
estos hechos (…) perfilan o conforman la posesión de droga
para el propio consumo que queda excluida del área penal por
no concurrir el factor tendencial o finalístico de favorecimiento
o difusión”.
Esta tesis de la “posesión en nombre y al servicio de los
demás” tiene el efecto de considerar que esa cantidad de droga es poseída por todos los cotizantes al fondo común en proporción a su aportación, de modo que la cantidad poseída por
el portador en su propio nombre ya no supera la destinada al
propio consumo; y no se afirma que esté facilitando el consumo ilegal de otros.
Esta línea fructifica una década después, en sentencias
como las SSTS 2750/1992, de 18 de diciembre, 216/1993, de
4 de febrero y 323/1995, de 3 de marzo (que habla expresamente del “servidor de la posesión”) 19; así como en las SSTS
1345/1993, de 7 de junio y 2265/1993, de 18 de octubre, que
afirman con rotundidad que “el tenedor temporal es un mero
mandatario o instrumento del ejercicio de la posesión de los
otros”)20 .
Los requisitos que estas sentencias exigen para la atipicidad son:
• Que la droga se destine sólo al círculo cerrado de los
que aportaron al fondo (pues se posee sólo en su nombre).
Esto se acompaña en ocasiones de referencias a que el consumo tenga lugar en un espacio físico cerrado.
• Que la cantidad sea escasa, tomando como referencia
la dosis medias de consumo habitual.
19. Esta STS 323/1995, de 3 de marzo, apunta a una apertura de los supuestos de atipicidad conforme a un
criterio de irrelevancia material basado en las cantidades de droga transmitidas.
20. La tesis del “servidor de la posesión” sigue viva en la Jurisprudencia de las Audiencias Provinciales: baste
citar las SSAP Islas Baleares, 1ª, 41/2006, de 30 de mayo, y 28/2003, de 5 de marzo; Tarragona, 2ª, de 27 de
mayo de 2004; Castellón, 1ª, 105-A/2002, de 18 de abril; Valencia, 4ª, 145/2000, de 30 de mayo, y Barcelona,
9ª, de 7 de febrero de 2000.
387
Jacobo Dopico Gómez-Aller
• Que sea consumida de modo conjunto e “inmediato” o
“en tiempo próximo” (término este último que, por su indefinición, ofrece algunas dificultades, como veremos más adelante).
• Que no exista contraprestación.
Si bien la comprensión de estos requisitos no era la misma en todas las resoluciones, sí cabe apreciar una tendencia a
interpretarlos en un sentido flexible, como indicios que, ponderados conjuntamente, abonan la idea de que la droga no va
destinada a su difusión sino al consumo de quienes han aportado dinero al fondo. Si a la hora de analizar la posesión de
drogas tóxicas es fundamental probar cuál es el destino que se
va a dar a las drogas, los indicios de que se destinaba a (auto)
consumo colectivo fundamentan una hipótesis de descargo.
c) Una evolución problemática: la “objetivación” de los
indicios (de indicios a “requisitos para la atipicidad”)
1º. La formalización de los requisitos: “droga destinada
al consumo inmediato de un número determinado de adictos
en lugar cerrado”.
Desde este punto de partida inicial se ha ido consolidando una visión mucho más restrictiva de lo que en principio
pudiera parecer, puesto que el TS ha adoptado una posi-ción
de extrema cautela a la hora de admitir estos casos, tasando
una serie de requisitos formales que suelen exponerse como
sigue:
“a) Los consumidores que se agrupan han de ser adictos,
ya que si así no fuera, el grave riesgo de impulsarles al consumo o habituación no podría soslayar la aplicación del artículo
368 del Código Penal ante un acto tan patente de promoción
o favorecimiento.
b) El proyectado consumo compartido ha de realizarse en
lugar cerrado, y ello en evitación de que terceros desconocidos
puedan inmiscuirse y ser partícipes en la distribución o consumo; aparte de evitar que el nada ejemplarizante espectáculo
388
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
pueda ser contemplado por otras personas con el negativo
efecto consiguiente. La referencia a lugar cerrado es frecuente
en la Jurisprudencia.
c) La cantidad de droga programada para la consumición
ha de ser insignificante.
d) La coparticipación consumista ha de venir referida a
un pequeño núcleo de drogodependientes, como acto esporádico e íntimo, sin trascendencia social.
e) Los consumidores deben ser personas ciertas y determinadas, único medio de poder calibrar su número y sus
condiciones personales.
f) Ha de tratarse de un consumo inmediato de las sustancias adquiridas”21.
Esta fijación jurisprudencial de los requisitos, pese a dar
cierta seguridad jurídica, ha generado un problema interpretativo de no poca importancia.
• En puridad, la doctrina de la “posesión en nombre de
los demás” trata de dilucidar, únicamente, si el sujeto poseía la
droga para destinarla a los fines ilícitos del art. 368 (hipótesis
de cargo) o, por el contrario, si la poseía para un fin distinto
como el autoconsumo colectivo (hipótesis de descargo, que
podría probarse por cualquier medio válido). La impunidad del
consumo colectivo derivaría simplemente de la impunidad del
consumo individual: el “servidor de la posesión” no era considerado verdadero poseedor de toda la droga, sino que sólo
poseía “en su propio nombre” una pequeña porción (la que iba
a consumir). El resto era poseída por los futuros consumidores
a través de él. Por ello, los requisitos fundamentales eran que
la droga hubiese sido adquirida con el dinero de los cotizantes
y que se destinase al consumo de éstos.
21. Reproducen este texto, entre muchas otras, las SSTS 765/2007, de 21 de septiembre; 1052/2006, de 23 de
octubre (con una importante matización relativa al concepto de “adicto” que se verá infra); 1038/2006, de 19
de octubre; 718/2006, de 30 de junio, y 378/2006, de 31 de marzo. Algo más restrictiva es la STS 1074/2005,
de 27 de septiembre. Exponen los criterios más escuetamente las SSTS 680/2006, de 23 de junio, y 326/2005,
de 14 de marzo.
389
Jacobo Dopico Gómez-Aller
• Sin embargo, bajo el prisma de la rigorista “Jurisprudencia de la excepcionalidad” no basta con probar que se ha
comprado droga con un fondo común, sino que además es necesario dar adicionales garantías que demuestren más allá de
la duda razonable la inocencia del poseedor. Garantías acerca
de las condiciones del futuro consumo, como son:
–lugar (en local cerrado),
–características de los destinatarios (adictos, y en número determinado), y
–modo (de manera íntima, inmediata y sin trascendencia social; llegándose, en el colmo, a hablar de cuándo ese
consumo puede ser poco ejemplarizante, como si ello pudiese
conceptuarse como un elemento del daño típico a la salud pública 22).
Ello, como veremos a continuación, plantea no pocos
problemas.
2º. ¿Una causa de atipicidad “excepcional”? Los requisitos objetivos y la inversión de la carga de la prueba.
Así, pues, la línea jurisprudencial más restrictiva ha ido
administrando la atipicidad de estos supuestos “con cuentagotas”, con declarado temor a “abrir demasiado la mano” y
partiendo de una inaceptable inversión valorativa conforme a
la cual es necesario dar absolutas garantías de inocencia para
evitar la condena por posesión preordenada al tráfico.
Pues bien, debe rechazarse esta interpretación restrictiva
de los requisitos expuestos como auténticas condiciones de
la atipicidad. No corresponde a los órganos jurisdiccionales
determinar las condiciones bajo las cuales el consumo compartido de drogas —o la posesión a tal fin— son jurídicamente
admisibles, al modo de los requisitos para un permiso administrativo. Su tarea a este respecto consiste en constatar si,
con probabilidad más allá de la duda razonable, el sujeto ha
22. Con razón se muestra crítica ACALE SÁNCHEZ 2002: 54.
390
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
creado el riesgo típico para la salud pública o no23. Si no lo ha
creado, no existe posibilidad alguna de añadir requisitos adicionales relativos al carácter ejemplarizante o a las condiciones en que cada uno debería consumir su propia droga.
Por ello, si los casos de “fondo común” son casos de atipicidad, ello significa que son casos no delictivos por no estar
abarcados por un tipo penal. Desde un punto de vista probatorio, ello implica que si unos hechos pueden ser considerados
posesión para el tráfico o posesión para (auto) consumo colectivo, sólo cabrá condenar si se prueba más allá de la duda
razonable la primera de las hipótesis, quedando la segunda
como una posibilidad improbable24 .
Esto, que no es sino el catón del juego probatorio en
el proceso penal, sin embargo resulta contradicho por la Jurisprudencia del Tribunal Supremo con base en la supuesta
excepcionalidad de esta causa de atipicidad. Así, en ocasiones
la Jurisprudencia afirma que para declarar la atipicidad debe
haber quedado plenamente asegurado que no hubo riesgo de
difusión de la droga a personas que no hayan hecho aportación al fondo:
“El relato histórico no contiene datos que permitan admitir que estaba plenamente asegurada la exclusión de personas
ajenas al grupo en el consumo de las drogas” (STS 632/2006,
de 8 de junio).
“Lo excepcional en esos casos ha de ser la atipicidad,
requiriéndose para la misma una exclusión radical de todo peligro para el bien jurídico protegido” (STS 559/2005, de 27 de
abril).
23. Ni siquiera se trata de decidir cuál de las dos hipótesis es más plausible, sino de dilucidar si la de cargo es tan
plausible que la de descargo no llegue a aparecer siquiera como una posibilidad razonable. En la literatura anglosajona se denomina al primer baremo de prueba “preponderance of evidence”, y es el que rige habitualmente
en el proceso civil; y se emplea la expresión “beyond a reasonable doubt” (más allá de la duda razonable) para
referirse al segundo, que es el necesario para una condena penal, como acoge la doctrina del Tribunal Constitucional. Sobre ambos baremos (y con una concepción muy rigurosa del segundo), ver en español FLETCHER
1997: 36-37.
24. Todo lo cual, por cierto, restaría no poca tarea al Tribunal Supremo en esta materia (como viene solicitando
desde el Acuerdo del Pleno No Jurisdiccional de 25-5-2005), ya que si hablamos de valoración de la prueba, la
inmediación del juez de instancia sería decisiva.
391
Jacobo Dopico Gómez-Aller
En resumidas cuentas, resoluciones como éstas fundamentan la condena en que fue posible que la droga llegase a
terceros ajenos al grupo de cotizantes. No porque el acusado
dolosamente hubiese destinado la droga a esos terceros, sino
sólo porque cupo esa posibilidad (rectius: porque la defensa
no ha demostrado que no cupo). No es fácil encontrar en otros
ámbitos una deformación jurisprudencial tan flagrante de una
figura delictiva, que pasa de ser un delito doloso de peligro a
un tipo de peligro remoto (o peligro de peligro) sin elemento
subjetivo.
Es inadmisible interpretar que el riesgo típico del art. 368
CP (sancionado con penas altísimas) se da cuando se realiza
compra común de droga para varias personas, en cantidades
que hablan de un consumo inmediato e individual, pero no se
vigila que el adquirente la consuma en el acto ni se excluye
toda posibilidad imaginable de que la transmita a un tercero.
Esto sería tanto como transformar el riesgo típico para la salud pública en una “(remota) posibilidad de riesgo típico” para
la salud pública, incurriendo en una interpretación extensiva
que desfigura el tipo penal y atenta contra los principios de
legalidad y el de proporcionalidad. Si el consumo ostentoso
individual es atípico, también lo será el consumo ostentoso
colectivo.
Esta argumentación debe ser rechazada, además, porque desplaza indebidamente la carga de la prueba. No es la
defensa la que ha de probar si está o no plenamente excluida
la posibilidad de que la droga pudiese llegar a personas ajenas
al grupo; por el contrario, es la acusación la que ha de probar
la hipótesis de cargo con una certeza tal que no quepa margen de duda razonable para la hipótesis de descargo. Por el
contrario, cuando los hechos probados sean razonablemente
compatibles con la hipótesis de descargo debe absolverse sin
más: no cabe exigir a la defensa que pruebe la certeza de dicha hipótesis. Basta con que tenga la consistencia de una duda
razonable para que proceda desde luego la absolución pues,
como ha manifestado el Tribunal Constitucional, el derecho a
392
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
la presunción de inocencia supone el “derecho a no ser condenado por hechos que no queden constatados más allá de toda
duda razonable” (STC 70/2007, de 16 de abril; con pequeñas
variaciones, también la STC 157/1998, de 13 de julio). Así es
como, con razón, entiende la cuestión la STS 281/2003, de 1
de octubre, que expone:
“Partiendo de los datos fácticos expuestos, el Tribunal
enjuiciador entiende que existe un solo dato —el de la posesión de la droga— indiciario de la finalidad de traficar, por lo
que se crea un margen de duda sobre tal finalidad, que debe
determinar la impunidad de la conducta del Sr. Jesús María.
Entiende la Audiencia que la cantidad de droga ocupada era
tan pequeña que había de admitirse como adecuada para el
consumo propio, y que si estaba destinada a una despedida de
amigos, no afectaría a la salud y a la dependencia a las drogas
de los partícipes”.
En este caso, el Ministerio Fiscal recurrió la sentencia absolutoria por inaplicación del art. 368 CP. El Tribunal Supremo
afirma que se trata de dilucidar, mediante prueba indiciaria, el
destino que el acusado pretendía dar a la droga; y tras analizar la cuestión, concluye:
“[D]ebe desestimarse el recurso del Ministerio Fiscal, por
no repugnar a la razón ni a la lógica los argumentos de la
Audiencia por lo que, con apoyo en los datos indiciarios apreciados, entiende que surgen dudas acerca de que Jesús María
detentase la droga que se le ocupó con finalidad de tráfico”.
3.º Otras manifestaciones de este problema: “consumo
en lugar cerrado” y “consumo inmediato”.
Esta inversión de la carga de la prueba adopta una forma
más indirecta en la interpretación de los citados requisitos de
“consumo en lugar cerrado” y “consumo inmediato”, entendidos como requisitos objetivos para la impunidad de los casos
de compra compartida. Efectivamente, el requisito de que la
droga deba “consumirse en un lugar cerrado”, puede ser objeto de diversas interpretaciones.
393
Jacobo Dopico Gómez-Aller
A) La postura más razonable ha de partir de que el consumo propio (individual o colectivo) es igualmente atípico si
se realiza en público o en privado25 . Si, como hemos di-cho,
el fundamento de la atipicidad de la compra compartida reside
en la atipicidad de la compra individual, entonces requisitos
como el de que su consumo ha de ser “inmediato” y “en lugar
cerrado” no deberían entenderse sino como indicios de que
la droga, en efecto, no va a llegar a personas distintas de los
que aportaron el dinero (y de que el poseedor así lo sabe). Así
es como lo interpreta la línea jurisprudencial más razonable,
como se verá más adelante (por todas, ver la STS 718/2006,
de 30 de junio).
Así, en casos en que alguien posee droga para dársela a
unas personas que no lo van a consumir conjunta ni inmediatamente, será menos creíble la hipótesis de que se trate de un
“servidor de la posesión”, y ser más verosímil la de que sea un
minorista.
B) Sin embargo, la línea más represiva supedita la atipicidad a que el consumo tenga lugar en lugar cerrado por los
siguientes motivos26 :
–para “evitar que el nada ejemplarizante espectáculo
pueda ser contemplado por otras personas con el negativo
efecto consiguiente”.
–y “en evitación de que terceros desconocidos puedan
inmiscuirse y ser partícipes en la distribución o consumo”;
El primer requisito debe ser rotundamente criticado. De
modo general, el consumo individual en un lugar público no
puede ser considerado una conducta típica de “promoción del
consumo por el mal ejemplo”. Por ello, no puede convertirse la
compra compartida en “promoción del consumo ilegal” por el
mero hecho de que su consumo tenga lugar en un lugar públi25. Sí puede haber, empero, diferencias en el plano del Derecho Administrativo Sancionador, que no afectan a
lo aquí expuesto.
26. Recogidos en su literalidad en multitud de sentencias; por todas, ver las recientes SSTS 765/2007, de 21 de
septiembre; 1052/2006, de 23 de octubre; 1038/2006, de 19 de octubre; 718/2006, de 30 de ju-nio, y 378/2006,
de 31 de marzo.
394
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
co y sea “no ejemplarizante”. Hoy no existe hipótesis razonable bajo la cual el rasgo “dar mal ejemplo” sea lo que distinga
la conducta atípica de la conducta castigada con una pena
que puede alcanzar los nueve años de prisión. Si “dar mal
ejemplo” no es un elemento de la conducta típica 27, no puede
tomarse como elemento objetivo para distinguir la conducta
atípica de la típica.
Respecto del segundo de los motivos debe reiterarse lo
siguiente: si la cuestión es determinar si el sujeto posee la
droga para el tráfico o simplemente se hace cargo de una “bolsa común”, ha de ser posible demostrarlo con cualquier medio
de prueba. El “lugar cerrado” puede ser un indicio importante,
pero no imprescindible: también es posible probar que los únicos destinatarios de la droga eran los que aportaron el dinero,
incluso cuando la fuesen a consumir en un lugar abierto o
público. Sin embargo, y como hemos visto, la doctrina de la
excepcionalidad ha estandarizado la prueba de inocencia: sólo
cabe probar que se trata de consumo colectivo atípico si va a
tener lugar en un lugar cerrado:
• STS 776/2004, de 16 de junio: “En efecto, entre otros
elementos no concurría el lugar cerrado o reservado pues la
droga debía consumirse según el acusado en una discoteca,
que no iba a cerrarse para ellos, siendo éste lugar propicio de
reunión de jóvenes, en el que es frecuente suministrarse o informarse sobre posibilidades de suministro del ilícito producto.
El consumo no era inmediato, ya que (…) la droga la adquirió
el miércoles para consumirla el sábado siguiente. (…) El decurso de un tiempo valorable, intermedio entre la adquisición
de las sustancias y su puesta a disposición de los copartícipes,
resta garantías en orden a que aquélla no llegue en algún momento a manos de terceros”.
• STS 1105/2003, de 24 de julio: “Uno de los requisitos,
cual es el de que el consumo tenga lugar en lugar cerrado,
tampoco concurre indiscutiblemente, en tanto la fiesta donde
27. Así lo consideraba, no obstante, la ya obsoleta STS de 6 de abril de 1989 (“la promoción y difusión del
consumo puede hacerse provocando la imitación”). Si en la actualidad se ha abandonado la idea de que el consumo individual público sea un modo típico de promoción del consumo ilegal, debe abandonarse también esta
exigencia para la atipicidad del consumo compartido.
395
Jacobo Dopico Gómez-Aller
se iba a compartir el consumo se celebraba en una carpa del
Ayuntamiento, abierta al público, fiesta que es calificada por la
Sala sentenciadora como de «multitudinaria», lo que produce,
como también se expone, que «nada garantizaba, en absoluto, que terceros ajenos a quienes proyectaron el consumo
pudieran ser finalmente copartícipes en el mismo»”.
El argumento puede resumirse, pues, del siguiente modo:
en lugares abiertos como fiestas o discotecas se trafica; por
ello, si el acusado aduce que iba a uno de estos lugares abiertos a consumir y no a traficar, no es creíble. Sin embargo, esto
dista muchísimo de acreditar más allá de la duda razonable la
hipótesis de cargo (pues en lugares abiertos no sólo se trafica:
¡también se consume!). Por más que estemos interpretando
delitos de peligro, nunca puede ser prueba de cargo suficiente
el que haya existido la mera posibilidad de que haya tenido
lugar el hecho típico (“peligro de peligro”).
Sin embargo, y como se expondrá con detalle, la Jurisprudencia más razonable interpreta estos requisitos como meros indicios del destino que se le va a dar a las drogas; y en
presencia de otros indicios que apoyen la hipótesis de descargo, considera que también cabe apreciar la atipicidad en supuestos de consumo colectivo en lugares abiertos (“poco frecuentados”: SAP Alicante, 3ª, 697/2007, de 5 de diciembre),
en discotecas (SAP Girona, 3ª, 506/2004, de 10 de junio) y
bares (STS 718/2006, de 30 de junio), fiestas multitudinarias
en carpas (SAP Zaragoza, 3ª, 76/2007, de 26 de noviembre),
etc.
También en relación con el requisito del consumo inmediato28 nos encontramos con dos líneas jurisprudenciales:
–La más punitiva, que niega la atipicidad si la defensa no
logra probar la inmediatez del consumo colectivo;
28. La Jurisprudencia ha sido aquí confusa: en algunas resoluciones se afirma que la inmediatez tiene que tener
lugar entre la adquisición y el consumo, y otras entre la entrega a los copartícipes y el consumo. En este punto,
si la idea es “garantizar” que la droga va a ser consumida por los cotizantes y que no la van a vender a terceras
personas (o dar indicios acerca ello), lógicamente la inmediatez temporal debe-ría tener lugar entre la entrega a
los copartícipes y el consumo.
396
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
–La flexible, que concibe dicha inmediatez como un indicio más del destino que se le va a dar a la droga, pero no la
exige como requisito objetivo; así, se acepta la atipicidad en
casos en que el consumo iba a tener lugar días después (STS
718/2006, de 30 de junio, y SAP Alicante, 3ª, 697/2007, de
5 de diciembre) o incluso dos semanas después (SAP Madrid,
16ª, 23/2007, de 6 de marzo).
Y también aquí la línea jurisprudencial más restrictiva ha
elevado irrazonablemente al rango de requisitos objetivos lo
que, a lo sumo, sólo podían ser indicios de si la droga se posee para la distribución o procede de un fondo común. Pero
el consumo propio, individual o colectivo, privado o público,
inmediato o diferido, es impune. Que se haga antes o después,
con ostentación o discretamente carece de relevancia jurídicopenal, y no puede convertir lo típico en atípico ni viceversa.
Por ello, la Jurisprudencia no puede establecer diferencias con
esta base, como si administrase una excepcional gracia judicial. El propio Tribunal Supremo ha reconocido que “podría
reputarse excesiva tanta cautela” en la declaración de la atipicidad (STS 98/2005, de 3 de febrero). No cabe sino darle la
razón.
Por ello, resulta más correcta la posición jurisprudencial
que relativiza estos requisitos y les da la dimensión adecuada:
la de indicadores de la atipicidad de la conducta.
d) Una línea más razonable: comprensión flexible de estos requisitos como indicios
En efecto, resulta más razonable la línea jurisprudencial
que considera que nos hallamos sólo ante una cuestión probatoria: la determinación de cuál era la intención con la que se
poseía la droga: si el (auto) consumo colectivo o el tráfico. En
esta tarea habrán de regir las reglas generales de valoración
de la prueba, sin excepcionalidades que no tienen el más mínimo sustento legal. Á esta línea apuntan resoluciones como
la STS 775/2004, de 14 de junio:
397
Jacobo Dopico Gómez-Aller
“[L]os indicadores citados deben de valorarse desde el
concreto análisis de cada caso, ya que no debe olvidarse que
todo enjuiciamiento es un concepto esencialmente individualizado y que lo relevante es si del análisis del supuesto se objetiva o no una vocación de tráfico y por tanto un riesgo para
la salud de terceros. Se expresa, asimismo, en Sentencias de
esta Sala, que no se puede exigir, para la atipicidad, que el
consumo sea exclusivamente en domicilios particulares ya que
lo relevante en este aspecto es evitar la ostentación del consumo.
En relación a la inmediatez se dice que ésta no desaparece porque no se consumiera toda la droga comprada; lo relevante es determinar si por la cantidad de la restante pue-de
establecerse un razonado juicio de inferencia de estar destinada al tráfico; y, finalmente sobre la condición de consumidores, es la figura del consumidor esporádico de fin de semana la
más típica y usual de los casos de consumo compartido”.
El método es radicalmente diverso. No se trata de probar
sin fisuras que nos hallemos ante un caso de atipicidad; por
el contrario, lo que se ha de probar suficientemente es que la
droga está destinada al tráfico (las hipótesis de descargo operan como versiones alternativas posibles). Si esa prueba de
cargo más allá de la duda razonable no tiene lugar, no podrá
considerarse desvirtuada la presunción de inocencia.
Esa es la línea que señalan con rotundidad resoluciones
como las siguientes:
• STS 857/2004, de 28 de junio (en relación con otro de
los supuestos de atipicidad, la “donación compasiva”): “[N]
o puede descartarse que estemos ante uno de los supuestos
excepcionales de entrega altruista y compasiva de sustancias
estupefacientes sin contraprestación económica, por lo que
procede estimar el recurso y dictar una sentencia absolutoria”.
• SAP Madrid, 2ª, 521/2007, de 22 de noviembre: “No
hay datos que permitan contradecir la versión del acusado”
398
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
[scil. la de que la droga estaba destinada a consumo de los
aportantes a una bolsa común].
• SAP Sevilla, 3ª, 230/2007, de 11 de mayo: “no se han
acreditado con la certeza que toda condena penal exige, los
hechos que sirvieron de base a la acusación del Ministerio Fiscal, hasta el extremo de crear dudas racionales en el ánimo del
Tribunal, dudas que, por imperativo del principio in dubio pro
reo, determinan que deba dictarse sentencia absolutoria”.
• SAP Madrid, 16ª, 57/2007, de 8 de mayo: “el acusado
se había comprometido a adquirir la sustancia, que habitualmente consumen todos ellos, y simplemente el intercambio
obedecía al pago de la parte que correspondía a sus amigos
por Jesús Manuel. Dicha versión de los hechos goza (…) de
presunción de inocencia, correspondiendo a la parte acusadora la prueba de que la finalidad del intercambio era otra
(…) Sencillamente este Tribunal tiene dudas sobre el alcance
y finalidad del intercambio realmente producido, pasando a
exponer tales dudas y su fundamento para mayor claridad.
A favor de la versión mantenida por el acusado tenemos: (...) [sigue una enumeración de 9 razones que abonan la
hipótesis de descargo]. Frente a tales elementos probatorios
que inclinan la balanza a dar por acreditada la existencia de
un consumo compartido, contamos con otros elementos, que
hacen sembrar cierta sombra de duda [sigue una enumeración
de motivos que abonan la hipótesis de cargo].
En todo caso este Tribunal, aún con las dudas que se
expresan en los párrafos inmediatamente anteriores, se inclina por no considerar acreditado (…) que estemos ante un
acto de favorecimiento del tráfico ilícito de sustancia prohibida
(cocaína), por el mayor número y coherencia de los elementos
probatorios que refuerzan la versión del “consumo compartido” (…).
En definitiva existe una duda razonable (…) sobre el extremo concreto de si la droga incautada, era para consumo
compartido de varios o para venta a terceros y ante la exis399
Jacobo Dopico Gómez-Aller
tencia de una duda razonable y razonada no pueden darse por
acreditados hechos con trascendencia penal”.
• SAP Barcelona, 5ª, 240/2007, de 27 de marzo: “la controversia probatoria se centra en determinar si las sustancias
psicotrópicas intervenidas al acusado se hallaban preordenadas al tráfico ilícito (…) o si, por el contrario, se trataba de sustancias destinadas al consumo compartido (…). Este Tribunal,
tras haber podido valorar la concreta prueba practicada en el
Plenario con una privilegiada inmediación procesal, se inclina
por considerar probada la tesis fáctica sustentada por la parte
acusada, y ello por los motivos que siguen (…).
No se le escapa a esta Sala el valor incriminatorio que
posee la cantidad de sustancia psicotrópica intervenida (…);
no obstante (…) no puede dejar de ponderar tanto los sólidos
contra indicios obtenidos a través de la prueba practicada que
refuerzan la versión exculpatoria del acusado”.
• SAP Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 marzo: a pesar de que
la cantidad poseída era importante, las drogas eran variadas,
el número de participantes no era claro y la fiesta en la que se
iba a consumir iba a tener lugar 15 días después, considera en
virtud del resto de los indicios que es más plausible la hipótesis de descargo.
• SAP Madrid, 16ª, 5/2007, de 26 enero: “Se trata por
tanto de determinar si concurre en el actuar de Arturo el elemento subjetivo del delito que nos ocupa, esto es, la intención
de destinar al tráfico la sustancia incautada (…). El acusado
ha negado que la droga fuera destinada a terceras personas,
ofreciendo una versión aceptable o creíble (…) para justificar
el destino personal que pensaba darle, esto es su autoconsumo junto con un grupo de amigos. …
[Los indicios de cargo] son manifiestamente insuficientes
para basar en ellos el hecho consecuencia de la intervención
del acusado; insuficiencia que resulta incompatible con el exigible grado de certeza que debe presidir toda sentencia con400
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
denatoria, al permitir tales datos alcanzar otras valoraciones
alternativas igualmente racionales pero de signo contrario”.
• SAP Barcelona, 2ª, 988/2006, de 20 de diciembre: “Los
hechos objeto de enjuiciamiento no son constitutivos de un
delito de tráfico de drogas, ni de ningún otro delito. El fundamento en el que se apoya esta conclusión es sencillo. En el
acto del Juicio Oral, el acusado (…) sostuvo una versión de los
hechos exculpatoria [scil. que poseía la droga para autoconsumo colectivo]. No habiendo sido desvirtuada dicha versión de
forma suficiente como para entender enervada la presunción
de inocencia que alcanza al acusado, la única alternativa posible consiste en acordar la absolución del acusado, con todos
los pronunciamientos favorables”.
• Ver también en idéntico sentido las SSAP Las Palmas,
6ª, 6/2008, de 21 de enero; Madrid, 3ª, 570/2007, de 30 de
noviembre; Santa Cruz de Tenerife, 2ª, 303/2007, de 27 de
abril.
Esto implica una comprensión más flexible de estos indicadores. Es perfectamente posible afirmar que en un determinado caso la droga iba destinada a consumo colectivo aunque
éste no fuese inmediato, o aunque los destinatarios no fuesen
consumidores habituales, etc., siempre que el resto del material probatorio sostenga la verosimilitud de la hipótesis de
descargo.
Es rotunda en este sentido la STS 718/2006, de 30 junio (que ha tenido importante repercusión en la reciente jurisprudencia de las Audiencias Provinciales)29 . El tribunal de
instancia había rechazado la alegación de consumo compartido porque no concurrían algunos de los indicadores: los consumidores eran esporádicos y no habituales, el encargo tuvo
lugar en un bar, a la vista del público; y el consumo no iba a
29. Ver las SSAP Madrid, 2ª, 521/2007, de 22 de noviembre, y 448/2007, de 22 de octubre, y Barcelona, 2ª,
988/2006, 20 de diciembre. La SAP Barcelona, 10ª, de 12 enero de 2007, cita esta sentencia en términos confusos: primero afirma en su F. D. segundo que “cada uno de los requisitos que se establecen para la declaración
de concurrencia no pueden ser examinados en su estricto contenido formal, a manera de test de concurrencia”,
pero a inmediata continuación, en su F. D. tercero, añade: “Estos indicadores son, realmente requisitos jurisprudenciales sobre el denominado consumo compartido, por el que esta Sala ha declarado la atipicidad del consumo
compartido, destacando su excepcionalidad, y enmarcando esta figura en los siguientes requisitos…”.
401
Jacobo Dopico Gómez-Aller
ser inmediato, sino que iba a tener lugar días después. Pese
a todo, el Tribunal Supremo admite la atipicidad, pues no nos
hallamos ante un “test de concurrencia” cuyos requisitos determinen la licitud del consumo, sino sólo ante un conjunto de
indicadores que han de valorarse caso a caso:
“La doctrina de esta Sala, partiendo de la concepción de
los delitos contra la salud pública como de infracciones de peligro en abstracto, tiene establecido que pueden existir supuestos en los que no objetivándose tal peligro se estaría en una
conducta atípica, evitándose con ello una penalización sic et
simpliciter (…) y en la que no estuviese comprometido el bien
jurídico (…)
Abonarían tal atipicidad los [indicadores] acabados de
exponer, en los que se trata de verificar si en el presente caso
se está en un supuesto de los comprendidos en la doc-trina
de la Sala expuesta, debiendo añadirse que en todo caso, los
indicadores citados deben de valorarse desde el concreto análisis de cada caso, ya que no debe olvidarse que todo enjuiciamiento es un concepto esencialmente individualizado y que
lo relevante es si del análisis del supuesto se objetiva o no
una vocación de tráfico y por tanto un riesgo para la salud de
terceros. Cada uno de los requisitos que se establecen para la
declaración de concurrencia no pueden ser examinados es su
estricto contenido formal, a manera de test de concurrencia
pues lo relevante es que ese consumo sea realizado sin ostentación, sin promoción del consumo, y entre consumidores que
lo encarguen, para determinar si por la cantidad puede establecerse un razonado juicio de inferencia de estar destinada al
tráfico o de consumición entre los partícipes en la adquisición.
Ha de tenerse en cuenta además, que la condición de consumidores esporádicos es precisamente la figura que se comenta
del consumidor esporádico de fin de semana la más típica y
usual de los casos de consumo compartido” 30.
30. Esta sentencia llega incluso a prescindir del requisito de que la droga compartida se haya adquirido con una
bolsa común (como también las SSAP Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 marzo, y Girona, 3ª, 506/2004, de 10 de junio).
La SAP Madrid, 16ª, 57/2007, de 8 de mayo, plantea a modo de hipótesis la posibilidad de que el adquirente
adelante el pago de toda la droga y posteriormente los demás consumidores se la reintegren.
402
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
e) Otras cuestiones: “adictos” o “consumidores ocasionales o de fin de semana”
Pese a que algunas sentencias han limitado la atipicidad a
los casos en que los que aportan al fondo común fuesen adictos, en la línea actualmente dominante se admite la atipicidad
también cuando sean meros consumidores ocasionales o de
fin de semana (STS 775/2004, de 14 de junio).
Si el “autoconsumo colectivo” es impune por ser una versión colectiva del consumo individual, debe destacarse que el
consumo individual es impune tanto para consumidores adictos como para consumidores ocasionales. La explicación que
da el TS (sería típico por el riesgo de colaborar en la adicción
de alguien todavía no adicto) supone ignorar que nos hallamos
ante un caso de posesión en nombre del resto destinada al autoconsumo colectivo impune31 .
Limitar la atipicidad a los casos de cotizantes “adictos”
supondría criminalizar los casos de bolsa común en los muy
abundantes supuestos de drogas de consumo recreativo semanal, por ejemplo 32. Precisamente para evitarlo, la Jurisprudencia ha ido incluyendo el consumidor ocasional o “de fin de
semana”.
Algunas sentencias distinguen al consumidor “de fin de
semana” del “ocasional”, considerando que esta “causa de atipicidad” no es aplicable a los casos de consumidores “ocasionales o esporádicos”:
• STS 286/2004, de 8 de marzo: “Excluidos los consumidores ocasionales o esporádicos, en esta Sala se va abriendo
paso una tendencia jurisprudencial en la que, a efectos de
consumo compartido, reputa adictos o drogodependientes a
los habituales de fin de semana”.
• STS 776/2004, de 16 de junio, aduce para fundamentar la condena que los integrantes del círculo de consumidores
31. Crítica de modo general, ACALE SÁNCHEZ 2002: 53.
32. Así como en drogas blandas donde las pautas de consumo son radicalmente distintas (QUERALT JIMÉNEZ
2008: 722). Interpreta este autor el concepto de consumidor en relación con la clase de droga, interpretándolo
del modo más extenso cuando se trata de drogas blandas.
403
Jacobo Dopico Gómez-Aller
“sólo consumían esporádicamente, como por ejemplo una vez
cada 15 días, o una vez al mes, o incluso más tiempo”33 .
Probablemente debido a las pautas de consumo de las
drogas sintéticas, en las que el consumo esporádico o no periódico es muy abundante, la evolución jurisprudencial más reciente tiende a admitir la atipicidad aunque los hayan aportado
dinero sean meros consumidores esporádicos.
• STS 1052/2006, de 23 de octubre: “Debiéndose matizar
—como hacen las SSTS 983/2000, de 30 de mayo; 237/2003,
de 17 de febrero; 286/2004, de 8 de marzo, ó 225/2006, de
2 de marzo—, que dentro de la condición de «drogodependientes», debe incluirse a aquellas personas que puedan responder al patrón de «consumidor de fin de semana», es decir,
consumidores no diarios, aunque sí puedan ser habituales de
fin de semana, días festivos o acontecimientos semejantes”.34
• STS 718/2006, de 30 de junio: “Ha de tenerse en cuenta además, que la condición de consumidores esporádicos es
precisamente la figura que se comenta del consumidor esporádico de fin de semana la más típica y usual de los casos
de consumo compartido”.
• SAP Zaragoza, 3ª, 76/2007, de 26 de noviembre:
“consumidores esporádicos en grandes fiestas 2 ó 3 veces al
año”.
• También en la misma línea, las SSAP Alicante, 3ª,
697/2007, de 5 de diciembre; Madrid, 16ª, 23/2007, de 6
marzo, y Sevilla, 1ª, 36/2007, de 23 de enero, etc.
La progresiva equiparación en efectos jurídicos del consumo individual y estas conductas de colaboración organizada
33. El argumento es insostenible. ¿La atipicidad sólo regiría para consumidores de ritmo semanal pero no de
ritmo quincenal o mensual?
34. A este respecto llama la atención que una Sentencia del Tribunal Supremo del mismo ponente que la citada
STS 1052/2006, de 23 de octubre (que admitía consumo en “festivos o acontecimientos semejantes), dictada
cuatro días antes, rechace la aplicación de la tesis del “consumo compartido” porque los que aportaron al fondo
no consumían los fines de semana sino en cumpleaños o fiestas sin periodicidad (STS 1038/2006, de 19 de octubre). Si se admite la atipicidad cuando los que aportan son adictos o consumidores esporádicos de fin de semana,
es irrazonable supeditar la atipicidad al requisito de que ese ritmo esporádico fuese rítmica e invariablemente
semanal.
404
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
para el consumo colectivo, debería razonablemente concluir
en negar cualquier exigencia en relación con el grupo de consumidores (siempre que sean mayores de edad y capaces de
comprender las implicaciones del consumo). No tiene sentido
declarar la impunidad cuando todos los destinatarios ya son
iniciados en el consumo de MDMA, por ejemplo, pero imponer
una pena de 3 a 9 años de prisión si alguno de ellos nunca lo
había probado y el sujeto activo lo sabía.
3. LA INVITACIÓN O DONACIÓN A SUJETO DETERMINADO
Pese a la insistencia de la Jurisprudencia en señalar que
la donación de droga también es una conducta típica del delito
del art. 368 CP (de modo especialmente empecinado, incluso
cuando consiste en una invitación ocasional a una sola dosis),
el Tribunal Supremo ha aceptado en algunas ocasiones la idea
de que la simple donación o invitación entre consumidores,
“por solidaridad o cortesía”, es atípica.
Se trata de conductas socialmente adecuadas por su evidente falta de lesividad a la salud pública (MANJÓN-CABEZA
OLMEDA 2003: 77). El sujeto activo no difunde el consumo de
drogas ni las distribuye en el sentido expuesto supra, sino que
sólo las consume conjuntamente con otra concreta persona.
• SSTS 14/1996, de 16 de enero, 72/1996, de 29 de
enero y 715/1993, de 25 de marzo: “una cosa es que la donación como acto de difusión de la droga, con el ánimo de
promocionar, favorecer o facilitar su consumo, constituya una
acción subsumible en el tipo del art. 344 y otro que el drogadicto que posee o adquiere una pequeña cantidad de droga
para su propio uso haga partícipe de ella o la comparta de
un modo ocasional y en el momento de su consumo, ya por
solidaridad ya por cortesía, con otros consumidores como él,
pertenecientes a un reducido círculo íntimo o marginal. No hay
en tal comportamiento un verdadero ánimo de promocionar
o favorecer el consumo y sólo en una estricta interpretación
literal, desconectada del «telos» de la Ley, puede hablarse de
«facilitación»”.
405
Jacobo Dopico Gómez-Aller
• SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26 de febrero: “la
modalidad de la acción descrita en el tipo del articulo 368 y
concretada en la conducta de “facilitar” sustancia tóxica o estupefaciente debe ser rigurosa y estrictamente interpretada,
no pudiéndose asimilar sin mas a la misma y sobre la base de
un interpretación meramente literal (…) todo acto de ofrecimiento o invitación al consumo de las sustancias prohibidas
sino que tal ofrecimiento debe ser evaluado en el contexto y
con las circunstancias en que tiene lugar. Y así, el simple hecho de invitar a terceros a consumir sustancia adquirida para
el propio consumo y consumirla conjuntamente, de común
acuerdo en el marco de un jolgorio o festejo y conociendo la
persona invitada la naturaleza de la sustancia, (…) no puede
in-tegrar la materia de prohibición del delito contra la salud
pública”35 .
Las sentencias citadas someten la atipicidad de estos supuestos a los siguientes requisitos:
• cantidad mínima: se trata de una invitación a un acto
de consumo.
• carácter esporádico (si fuese constante en el tiempo,
nos hallaríamos ante un caso de suministro estable de droga;
a menos que hablemos de posesión conjunta en la pareja o
supuestos similares: vid. infra).
• que el invitado sea determinado (pues así “ni existe
difusión de la droga en estrictos términos penales ni, en consecuencia, riesgo o peligro para la salud”).
• que el invitado sea adicto a dicha droga (o consumidor
de ella; infra se analizará esta diferencia).
• la gratuidad de la transmisión. Con este requisito, la
Jurisprudencia busca acreditar que no nos hallamos ante un
suministrador integrado en una red de distribución (con otras
palabras: el precio sería un indicio de que la conducta no tiene
35. Ver también las SSAP Alicante, 2ª, núm. 40/2006, de 26 enero, y 660/2005, de 18 noviembre; Granada, 2ª,
710/2001, de 22 diciembre; Cádiz, 8ª, 60/2001, de 2 febrero, y Zaragoza, 1ª, 96/2000, de 6 marzo.
406
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
lugar entre consumidores sino en una relación entre distribuidor y consumidor).
• se requiere también que se trate de un acto de consumo común; esto significa no sólo que el consumo haya sido
a presencia del que realiza la invitación, sino que, siendo el
donante “a la vez consumidor” 36, ello dota al acto de un significado socialmente aceptado (“ofrecer” al consumir) que lo
distingue con claridad de un acto de tráfico37 .
No debería exagerarse la importancia de este último requisito (SEQUEROS SAZATORNIL 2000: 116), que es sólo indiciario de que la conducta se desarrolla en el ámbito de los
consumidores y no de la oferta criminalizada (¿acaso sería
más dañosa la conducta si el que invita no consumiese? ¿sufriría más daño la salud pública si la droga la consumiese una
persona menos?). Sobre ello volveremos más adelante.
Existe una cierta volubilidad en la Jurisprudencia señalada a la hora de exigir que nos encontremos entre adictos o
entre meros consumidores.
A) La versión más restrictiva, cada vez con menor presencia jurisprudencial, suele aducir que si se admitiese la atipicidad en los casos de invitación a meros consumidores no
adictos, se declararían impunes conductas que pueden terminar generando una adicción a quien no la sufre38 .
B) Una concepción más moderna y flexible atiende a la
irrelevancia típica de estas conductas entre meros consumidores (incluso consumidores ocasionales): “no es constitutivo
de ese delito la entrega de drogas a una persona concreta ya
36. SSTS 581/1999, de 21 abril, y 1088/1996, de 26 de diciembre.
37. En efecto, nadie diría que quien al fumar ofrece un pitillo a los concurrentes es un distribuidor de tabaco
(a diferencia, por ejemplo, de la donación de muestras por parte del estanco o la empresa tabacalera). No toda
donación es un acto de distribución típico; a este respecto, ver GARCÍA PABLOS 1986: 366-367; BOIX REIG /
MIRA BENAVENT 1986: 39; DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 382, 394; EL MISMO, 1989: 60-61; REY HUIDOBRO
1999: 67; ACALE SÁNCHEZ 2002: 51-52.
38. STS 1657/1998, de 22 de diciembre (que precisamente apoyaba el fallo condenatorio en que una de las personas invitadas era mera consumidora, pero no adicta); STS 1088/1996, de 26 de diciembre. En la misma línea
está la SAP Barcelona, 7ª, 139/2002, de 14 de febrero.
407
Jacobo Dopico Gómez-Aller
consumidora de las mismas, por no constituir una conducta
típica esa entrega cuando no existe el peligro de facilitación o
promoción del consumo por personas indeterminadas” 39.
Al hablar de los supuestos de invitación en el momento
del consumo común, hemos relativizado la importancia de la
exigencia de que la invitación sea para consumir conjuntamente con el que realiza la invitación. ¿Cómo enjuiciar los
supuestos en los que no concurre ese elemento? Con otras
palabras: ¿es atípica la invitación simple cuando el que invita
no consume —es decir: cuando no nos hallamos ante un caso
de consumo compartido?
Se trata de supuestos que no deben considerarse típicos,
por carecer de la más mínima trascendencia social (y, por ello,
de lesividad para la salud pública), y que además con frecuencia tienen lugar en la intimidad de una relación personal. Los
consumidores de drogas —y su entorno— se organizan de muy
diversas maneras en la gestión de su consumo propio, y todas
ellas han de reputarse atípicas. Este caso no muestra diferencias relevantes con los de servidor de la posesión para un autoconsumo colectivo (ACALE SÁNCHEZ 2002: 63-64).
Sin embargo la línea jurisprudencial más represiva, predominante en este punto, reitera empecinadamente que “la
invitación gratuita al consumo sigue siendo delictiva”, salvo
en los específicos casos de donación compasiva, autoconsumo
compartido, etc. (ver MENDOZA BUERGO 1998: 667-668) 40 .
Ahora bien: como se ha señalado, lo cierto es que en
muchísimos de los casos en que la Jurisprudencia ha conde39. SSTS 1375/1999, de 27 de septiembre, y 543/1994, de 3 de marzo; SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26
febrero (“la persona con la que se comparte la sustancia consume, aún esporádicamente, droga”). Esta es la
concepción más razonable. Amén de que el riesgo de adicción no puede afirmarse de modo general de un solo
consumo, ni es igual en todas las drogas tóxicas, la eventual existencia de un riesgo para la concreta salud de
un consumidor (que, además, consiente en ese riesgo) no es lo que determina la antijuridicidad material en los
delitos contra la salud pública.
40. Se trata de Jurisprudencia pacífica, y, sin embargo, en no pocas ocasiones los comentaristas citan resoluciones del Tribunal Supremo (¡a veces, incluso abundantes!) en las que supuestamente se ab-suelve a quien realiza
una donación o invitación simple. Lamentablemente, se trata de una cierta con-fusión conceptual: las sentencias
citadas son, casi invariablemente, casos de invitación en el momento del consumo (¡es decir: una modalidad
de consumo compartido!), cuando no de “bolsa común” o de droga compartida en la pareja. Véanse las SSTS
165/2006, de 22 de febrero; 1312/2005, de 7 de no-viembre; 1194/2003, de 18 de septiembre; 2032/2002, de 5 de
diciembre; 2010/2002, de 3 de diciem-bre; 1585/2002, de 30 de septiembre; 658/2002, de 12 abril, y 1468/2000,
de 26 de septiembre.
408
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
nado las invitaciones, una mirada más atenta al factum de la
sentencia nos revela que nos encontramos ante ventas mal
probadas, suministro de droga a menores (donde la ratio de
la sanción es otra) o supuestos en los que la invitación es
un medio para el abuso sexual del receptor de la invitación,
más joven que el donante o incluso menor de edad, como se
insinúa (y hasta se llega a afirmar expresamente) en resoluciones como en las SSTS 1312/2005, de 7 de noviembre, y
538/2003, de 14 de abril 41.
4. POSESIÓN Y CONSUMO COMPARTIDOS EN LA PAREJA
Y CASOS SIMILARES
Un patrón similar de atipicidad, aunque con una mayor
flexibilidad y con mucha mayor aceptación en la Jurisprudencia, se aplica a otros casos de droga compartida, “invitación
recíproca” 42 y pequeñas donaciones o invitaciones en el ámbito de la pareja43 (donde la existencia de esa relación excluye
razonablemente la hipótesis de una relación entre distribuidor
y consumidor) y supuestos análogos44 .
STS 1709/1993, de 2 de julio: “Cuando en el domicilio o
ámbito de convivencia de dos personas se encuentra depositada o guardada droga en cuantía que no excede de los niveles
de un normal consumo, de la cual hacen uso uno de los convivientes, por ser consumidor habitual, y, esporádicamente, su
consorte, ejercen una posesión compartida de la droga, en la
que es muy difícil apreciar una conducta de facilitación o menos aún de disposición por parte del introductor de la droga,
y estas razones —para excluir los hechos de las tipicidades
penales— suben de punto cuando se advierte que no existe
en tal comportamiento peligro común y general para el bien
41. Más razonable es, pues, el proceder de resoluciones como la SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26 de febrero,
que absuelve del delito contra la salud pública por la invitación pero condena por el delito de abusos sexuales a
persona inconsciente. La STS 102/1998, de 3 febrero, condena la invitación a menores sin necesidad de referencia a la intención lúbrica del donante.
42. Ya hace dos décadas, con referencia jurisprudencial, DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 382; recientemente, MUÑOZ
SÁNCHEZ/ SOTO NAVARRO 2001: 66.
43. Ver las SSTS 1090/1994, de 27 de mayo, y 1709/1993, de 2 de julio; y las SSAP Zaragoza, 3ª, 68/2007, de
30 de octubre, y Madrid, 5ª, 1508/2002, de 11 de junio.
44. Ver JOSHI JUBERT 1999: 215 y ss., con extensa referencia jurisprudencial y con detallado análisis de
la compleja cuestión de la atribución de la posesión de la droga incautada en viviendas habitadas por varias
personas.
409
Jacobo Dopico Gómez-Aller
jurídico colectivo de la salud pública, ya que se realiza por los
cónyuges como un acto más de su ordinaria convivencia en el
domicilio común”.
Esos supuestos son denominados en ocasiones “autoconsumo compartido”, y son casos híbridos, similares a la invitación pero en los que se da un rasgo adicional (la estabilidad,
frente al carácter esporádico de la invitación atípica)45 . Muy
probablemente un factor relevante es que hablamos de conductas que tienen lugar en un ámbito de intimidad mucho más
protegido que el de otras relaciones personales, donde la injerencia estatal es mucho más problemática.
5. LAS “DONACIONES ALTRUISTAS O COMPASIVAS”.
ESPECIAL ATENCIÓN A LAS DONACIONES A PERSONAS
PRESAS
a) Concepto
La Jurisprudencia española conoce desde hace décadas
supuestos en los cuales alguien, sin colaborar en la oferta criminalizada de drogas, donaba una pequeña cantidad a alguien
por puro altruismo, para lograr un beneficio para él o para
evitarle un perjuicio. Así, el Tribunal Supremo (Sentencias
1439/2001, de 18 de julio, y 1441/2000, de 22 de septiembre,
y Auto 390/2005, de 3 de marzo) ha considerado atípico:
“El suministro de droga a una persona allegada
– para aliviar de inmediato un síndrome de abstinencia,
– o para evitar los riesgos de un consumo clandestino en
malas condiciones de salubridad,
– o para procurar su gradual deshabituación,
– o en supuestos similares
”.
46
45. Ciertamente la estabilidad del consumo en pareja es incompatible con el carácter esporádico que se exige
en la invitación simple. Sin embargo, cada uno de esos elementos opera por separado como un indicio de que
la transmisión no es un acto de distribución de drogas tóxicas, sino una conducta en el ámbito de los consumidores.
46. El texto originariamente constituye un solo párrafo; aquí se ha estructurado en varios párrafos a efec-tos de
énfasis.
410
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
Esta es una formulación razonablemente amplia del ámbito de atipicidad, coexistente con otras mucho más restrictivas
emanadas de la misma Sala de lo Penal del Tribunal Supremo
que sólo admiten una única finalidad altruista: la de evitación
del síndrome de abstinencia; y únicamente permiten la donación de la llamada dosis terapéutica, mucho más baja que la
dosis individual de abuso. La coexistencia de líneas opuestas
llega hasta el punto que, como veremos, el Alto Tribunal llega
a aplicar, con diferencia de meses, argumentaciones idénticas
a casos idénticos para concluir resoluciones diametralmente
opuestas (absolución o condena por delito de tráfico de drogas). Por ejemplo:
• La SSTS 985/1998, de 20 de julio absuelve, tras 6 párrafos de extensa y ponderada motivación, a quien hace llegar
a su hermano encarcelado 10 pastillas de Tranxilium y 20 de
Rohipnol, apelando a que se trata de una “situación límite”.
• La STS 789/1999, de 14 de mayo, acude a la misma argumentación —reproduce literal-mente los citados seis párrafos de la anterior sentencia—, apela igualmente a que se trata
de una “situación límite”, pero condena a 3 años de prisión a
quien hace llegar a sus tres hijos heroinómanos encarcelados
1’4 g. de heroína (es decir, menos de 0’5 g. a cada uno).
Esta incoherencia hace imposible concretar en muchos
casos cuándo estas donaciones compasivas son atípicas y
cuándo típicas: se repite aquí, pues, el mismo problema básico de la interpretación de estos delitos. Y también aquí nos
encontramos con dos corrientes jurisprudenciales como las
señaladas en los grupos de casos anteriores: una, más razonable, que elabora un catálogo de posibles indicadores de si
nos encontramos ante una donación altruista o ante un vulgar
acto de menudeo de drogas tóxicas, y otra, más rigorista, que
toma lo que a lo sumo sólo pueden ser indicios de que el sujeto no actúa como distribuidor ilegal de droga, y los convierte
en requisitos objetivos para merecer la declaración de atipicidad (a lo que se añade la ya denunciada inversión de la carga
de la prueba que obliga al acusado a demostrar con absoluta
411
Jacobo Dopico Gómez-Aller
certeza la hipótesis de descargo). Analizaremos a continuación
esas dos líneas jurisprudenciales.
b) Una importante consideración fáctica: la represión
selectiva de la donación compasiva penitenciaria
En principio cabe afirmar que, en la realidad cotidiana, la
llamada “donación altruista o compasiva” no es apenas perseguida policialmente ni condenada judicialmente. La donación
habitualmente es realizada por otra de las principales víctimas
de la toxicomanía del adicto (su madre, su padre, su pareja…),
que suele padecerla a través de él y que por ello se compromete en la empresa costosa, poco agradable o incluso arriesgada de lograr para él una dosis de droga. En este sentido, su
conducta es, como veremos a continuación, en gran medida
la de un servidor de la posesión, como en el llamado “autoconsumo compartido”: compra y traslada droga en nombre e
interés del adicto.
Hoy está extendida la aceptación social de estas conductas, y la idea de que reprimir penalmente la conducta de estas
personas es tan inadmisible como puede serlo reprimir al propio adicto47. En la valoración social este caso es mucho más
claro que el de la invitación simple: no resulta admisible penar
a quien, para ahorrarle padecimientos a un hijo, le compra
droga. Por ello, también la praxis policial tolera razonablemente estos supuestos con muchas menos dudas que en los casos
de invitación simple.
Sin embargo, existe un ámbito en el que estas donaciones son perseguidas y llevadas ante los tribunales; y esos
tribunales que en ocasiones absuelven, pero en no pocas condenan estas conductas. Se trata de los supuestos de donación
compasiva penitenciaria 48, que son prácticamente los únicos
“verdaderos” casos de donación compasiva que llegan a los
47. O aún más, pues alguien como la madre o el padre del adicto se ve inmerso en una situación enormemente
conflictiva y dolorosa sin haber tenido habitualmente nada que ver en ella.
48. Entiéndase en sentido amplio: habitualmente se tratará de donaciones a un interno en un centro penitenciario,
pero en otros casos se trata de personas internadas en un depósito de detenidos, o de personas presas en tránsito,
etc.
412
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
tribunales. Casi toda la doctrina jurisprudencial se refiere a
estos casos 49.
No es que la Jurisprudencia dé una respuesta especial a
los supuestos de donación compasiva penitenciaria, sino que
estos casos, como se verá, no encajan bien en la definición del
ámbito de atipicidad que de modo general para las donaciones
“compasivas” hace la línea más represiva de la Jurisprudencia
española.
En esta selección concurren circunstancias variadas:
• Por una parte, se trata de casos en que la denuncia es
casi ineludible: la donación es aquí detectada por funcionarios
penitenciarios que están obligados, sin margen alguno de discrecionalidad, a dar parte, sin margen de discrecionalidad. Por
ello, estos casos de donación compasiva son casi los únicos
que llegan a los tribunales.
• En segundo lugar, son casos que, a diferencia de los
anteriores, implican cierta antijuridicidad material o lesividad
objetiva: la derivada de la introducción de droga en un centro
penitenciario50.
Ahora bien: este daño al orden interno penitenciario podría justificar la existencia de una sanción administrativa específica51, pero no como respuesta a un daño a la salud pública, pues no se trata de participar en la distribución o difusión
de droga sino de una donación a persona concreta que ya es
adicta. Responder a una cuestión de mero orden interno penitenciario, como si se reaccionase a un atentado grave con49. O a casos muy similares, en los que el destinatario en vez de estar encerrado en una prisión, está:
-detenido en un juzgado (SAP Valencia, 3ª, 102/2005, de 21 de febrero);
-o en un hospital (SAP Sevilla, 4ª, 60/2002, de 15 de octubre);
-o en un Centro de Internamiento de Extranjeros (SSAP Madrid, 6ª, 186/2003, de 8 de abril, y 23ª, 245/2003,
de 21 de marzo). También se vierten consideraciones en obiter dicta, al fijar la doctrina sobre otros casos de
donación atípica (autoconsumo compartido, invitación simple, etc.); y por supuesto también casos en los que el
Tribunal deduce de las pruebas presentadas, que la alegación de donación altruista es una mera pantalla argumental de descargo, para evitar ser penado por un acto de tráfico normal y corriente.
50. Esa lesividad es la que explica, por ejemplo, la existencia de la agravante del art. 369.1.8 (sobre este extremo
volveremos al final del epígrafe).
51. Fundamentada, en palabras de DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 385), en la necesidad del “mero mantenimien-to de
la disciplina”.
413
Jacobo Dopico Gómez-Aller
tra la salud pública, con una pena de más de tres años (¡o
incluso, como veremos, de más de nueve años, de apreciarse
la agravante del art. 369.1.8ª!52), no supone una razonable
protección de bienes jurídicos sino una respuesta a todas luces
desproporcionada. En el ámbito que nos ocupa, lo que es atípico fuera de prisión debe serlo también dentro de ella (o en sus
cercanías). En estos casos no concurre peligro para la salud
pública por más que suponga introducir una pequeña cantidad
de droga en una prisión.
c) ¿Atipicidad, justificación, exculpación?
Desde hace años que el Tribunal Supremo afirma pacíficamente que estos supuestos son casos de atipicidad por
ausencia de lesividad o antijuridicidad material53. También en
ocasiones, como hemos visto, apunta a la vertiente subjetiva
de la atipicidad por falta de riesgo típico:
• STS 1441/2000, de 22 de septiembre: “desde una
perspectiva subjetiva,… el delito del art. 368 CP…exige, además del dolo necesario en toda infracción dolosa, un especial
elemento subjetivo del injusto consistente en la intención del
autor relativa al favorecimiento o expansión del consumo ilícito de la sustancia tóxica”.
Así comprendida, la donación compasiva debería ser entendida como una modalidad de la invitación atípica, pero, por
así decirlo, “con mejores motivos”54 . Ahora bien: esos “mejores motivos” también podrían contemplarse desde el prisma
de las ideas de justificación y exculpación 55.
Una eventual alegación de justificación se estructuraría
sobre la idea de estado de necesidad, como producción de un
52. La introducción de droga en prisión, incluso de cantidades relativamente pequeñas, lleva aparejada una pena
de 9 a 13 años y 6 meses; una pena tan insosteniblemente desproporcionada que con frecuencia la condena penal
lleva aparejada una petición de indulto parcial; ver recientemente la STS 608/2007, de 17 de julio.
53. STS 789/1999, de 14 de mayo.
54. Señala MANJÓN-CABEZA OLMEDA (2003: 48) cómo en la motivación de alguna sentencia absolutoria
se destaca más el carácter de entrega sin difusión que el contexto compasivo (destinatario adicto, síndrome de
abstinencia, etc.).
55. La STS 570/2002, de 27 de marzo, menciona obiter dictum la posibilidad de justificar o exculpar estas
conductas (con cierta confusión terminológica). Mucho más confusa es a este respecto la STS 887/2003, de 13
de junio.
414
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
mal menor: se pone en peligro la salud pública para evitar los
graves padecimientos de una persona concreta. Sin embargo,
hablar de justificación supone admitir la tipicidad de la conducta; es decir, aceptar que invitar a un adic-to abstinente a
una dosis mínima pone en peligro la salud pública, algo que,
como hemos visto, debe rechazarse (ACALE SÁNCHEZ 2002:
57). Tal como aquí se ha expuesto, se trata de conductas que
no tienen lugar del lado de la oferta criminalizada de drogas
tóxicas, sino del lado del consumidor y en su interés: entrega
de escasas dosis a concreto adicto sin difusión).
Lo cierto es que el Tribunal Supremo no acepta aquí nunca la plena justificación por estado de necesidad56. Los motivos
para esa negativa seguramente tienen que ver con el carácter
situacional del estado de necesidad justificante, que afectaría
a todo aquél que suministrase droga al sujeto con síndrome de
abstinencia… incluso si fuese por precio57 (lo que llevaría a la
indeseada conclusión de la atipicidad del suministro comercial
de droga a personas con síndrome de abstinencia58).
Algo distinta sería la cuestión en el caso de las llamadas
causas de exculpación. La concepción tradicional admite que
el estado de necesidad exculpante a favor de tercero sólo exonera al círculo de allegados de ese tercero. Esa restricción es
la que parece plasmarse en la exigencia jurisprudencial de que
el que suministre la droga sea familiar o allegado del drogadicto donatario. Subsiste, no obstante, la objeción citada supra:
se habla de exculpación cuando existe una conducta típica y
antijurídica, y no parece razonable calificar así la conducta de
estos auténticos “servidores de la posesión”.
Pero es que, además, el Alto Tribunal señala con frecuencia un obstáculo que plantea problemas tanto a la argumenta56. Sin embargo, parece que esa es la perspectiva de alguna resolución aislada, como la SAP Alicante, 1ª,
654/2002, de 20 diciembre, que niega el carácter delictivo de la entrega de 428 mg. de heroína a una allegada con
síndrome de abstinencia por ser escasa la cantidad y porque “la destinataria se encontraba en una situación de
necesidad, determinante, a su vez, del comportamiento de la acusada quién infringió una norma (la del art. 368
párrafo 1° del CP.) con objeto de paliar la causación de un mal mayor (la propia salud de Juana)”.
57. En efecto: el estado de necesidad justifica a quien cometa daños en propiedad ajena para salvar la vida de
quien está a punto de perecer en un incendio… aunque lo haga por precio (como, por ejemplo, en el caso de los
bomberos, que cobran por su trabajo).
58. Lo cual podría orientar la oferta minorista de droga: sólo se vendería a personas que esperasen a sufrir el
síndrome de abstinencia. Con ello se reduciría la represión a costa de aumentar el sufrimiento de los adictos.
415
Jacobo Dopico Gómez-Aller
ción de la justificación como a la de la exculpación: que cabría
evitar ese mal a través de otra vía menos lesiva para la salud
pública. Por ejemplo: cabría remitir al preso con síndrome de
abstinencia a los servicios de desintoxicación de la prisión o
al médico penitenciario, para un tratamiento deshabituador o
sintomático59. Todo ello subraya la necesidad de tratar estos
casos como supuestos de atipicidad.
Probablemente en la posición del Tribunal Supremo se
traslucen elementos tanto de la perspectiva de la atipicidad
como del pensamiento de la exculpación. Dicho llana-mente: si
cada vez se admite más la atipicidad de la invitación, ¡cómo no
admitirla cuando el agente actúa con estos buenos motivos!60
En cualquier caso, la Jurisprudencia que no sanciona estos casos casi siempre afirma (con razón) que nos hallamos ante
ca-sos de ausencia de tipicidad, y no estima necesario llegar
a hablar de causas de justificación o exculpación. Si para afirmar la impunidad hubiese que acudir a la lógica del estado de
necesidad, ésta habría de supeditarse a requisitos como el de
ausencia de otro modo menos lesivo de resolución del conflicto
(como “participar en un programa de desintoxicación” o “acudir a los servicios sanitarios de la prisión”, por ejemplo), lo que
restringiría aún más su ámbito de aplicación.
d) Rasgos definitorios del ámbito de atipicidad en la Jurisprudencia reciente
En la Jurisprudencia, como venimos diciendo, se alternan
dos líneas distintas respecto de estos supuestos:
–La línea más punitiva, que limita enormemente —a veces, hasta extremos incomprensibles— la posibilidad de admitir la atipicidad de la conducta. Como se verá, esta visión incurre en la ya señalada inversión de la carga de la prueba que
obliga al acusado a demostrar con total certeza que la droga
no podía haber llegado a terceros distintos de su familiar o
allegado.
59. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 1981/2002, de 20 de enero; 1876/2002, de 15 de noviembre, y
1704/2002, de 21 de octubre; véase también ATS 9 de junio 1999; asimismo la exageradamente rigorista STS
14/1996, de 16 de enero.
60. Entiéndase en un sentido objetivo, como el objetivo perseguido, y no como la mera motivación subjetiva;
mezcla ambas perspectivas la STS 2015/1993, de 16 de septiembre.
416
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
–Una línea político-criminalmente más flexible, que admite un cauce de atipicidad razonable para estos supuestos,
en especial para los de donación penitenciaria y que aborda la
cuestión probatoria en términos más admisibles.
Para intentar una aproximación comprensible a este grupo de supuestos, a continuación se propone un sencillo esquema con sus rasgos definitorios: los que permanecen más o
menos estables en la Jurisprudencia y los que varían de una a
otra línea jurisprudencial.
1º. Gratuidad: ausencia de contraprestación.
Como hemos visto, se trata de una constante invariable
en la Jurisprudencia española61. Con este requisito se busca
acreditar que el sujeto no se encuentra en el lado de la oferta
ilegal, sino que actúa en interés del toxicómano. Con otras
palabras: que no se trata de actos de un minorista ilegal de
drogas tóxicas, sino de actuaciones que tienen lugar en el ámbito de los consumidores.
Como se ha expuesto supra, lo máximo que debe poder
esperarse de este requisito es una función indiciaria (la ausencia de precio como indicador de que no nos hallamos ante
un acto de tráfico ilegal), pues el precio no es un elemento
objetivo del tipo.
2º. Sujeto activo “familiar” o “allegado”.
Nuevamente nos encontramos ante un elemento indiciario de que el contacto no es un acto de distribución, sino un
acto en interés del adicto. Una actuación altruista es verosímil
en el contexto de una relación familiar o de afecto. Sin embargo, entre sujetos desconocidos las transmisiones de drogas
generalmente no son altruistas, sino que se corresponden con
actos de tráfico ilícito.
Así, aunque aún sin mencionar a los “allegados”, habla
el ATS de 9 de junio de 1999 de “una relación estrecha de
61. Es Jurisprudencia unánime. Por todas ver las SSTS 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio;
1981/2002, de 20 de enero; 1704/2002, de 21 de octubre; 1212/2002, de 29 de junio; 401/2002, de 15 de abril;
919/2001, de 12 de septiembre, y 881/2000, de 19 de mayo.
417
Jacobo Dopico Gómez-Aller
parentesco o de convivencia entre donante y donatario, que
determine que la entrega se haga por móviles altruistas y humanitarios y no por lucro”.
Por ello, tampoco este vínculo debe interpretarse como
un “requisito objetivo de atipicidad”, sino como mero indicio de
que no nos hallamos ante un acto de oferta criminalizada de
drogas. Resoluciones como la STS 985/1998, de 20 de julio,
con razón prestan menos atención al dato formal de la clase
de relación entre los sujetos y más al significado altruista de
la transmisión, que revele que el sujeto no se encuentra del
lado de la oferta criminalizada de drogas, sino que actúa de
parte del adicto y en su interés (independientemente de si su
actuación resulta ser terapéuticamente adecuada o no).
La Jurisprudencia inicialmente se limitaba a mencionar
como posibles sujetos activos de la donación atípica a los familiares62, si bien poco a poco fue ampliando el ámbito a meros convivientes63 hasta incluir, de modo general, el círculo
más amplio de los “allegados”64 .
3º. La “concreta” finalidad altruista o compasiva. En especial: el síndrome de abstinencia.
3.1. Las posibles “finalidades altruistas” en la Jurisprudencia.
Éste es uno de los elementos que más varían de una a
otra sentencia, y que marcan una diferencia mayor entre la
línea más punitiva y la aperturista.
–En principio, la Jurisprudencia mayoritaria se limita a
mencionar la evitación de los padecimientos originados por el
síndrome de abstinencia; y aunque, como se verá a continua62. Es una posición que halla escaso reflejo en la Jurisprudencia reciente. Residuos aislados en la Jurisprudencia
reciente son las SSTS 1453/2001, de 16 de julio, 881/2000, de 19 de mayo.
63. SSTS 1653/1998, de 22 de diciembre, y 1032/1997, de 14 de julio, y ATS 9-6-1999.
64. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre (que sin embargo parece interpretar el término “allegado” de modo
muy estricto, excluyendo a “un mero conocido o amigo”); 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio;
1876/2002, de 15 de noviembre; 1704/2002, de 21 de octubre; 1212/2002, de 29 de junio (con la extensa formulación “conviviente, pariente o persona muy cercana”); 401/2002, de 15 de abril; 570/2002, de 27 de marzo;
186/2000, de 9 de febrero; 789/1999, de 14 de mayo, y 985/1998, de 20 de julio.
418
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
ción, el Tribunal Supremo ha admitido en no pocas sentencias
otras posibles finalidades, ha habido y sigue habiendo resoluciones en las que ésta es la única finalidad mencionada a los
efectos de estimar la conducta atípica65 .
–Otra de las finalidades más mencionadas es la de “propiciar la deshabituación”66. Las posibilidades son tan variadas
como las distintas clases de drogas y las diferentes características de las adicciones: suministro controlado de dosis decrecientes para deshabituar al adicto67, ofrecimiento de últimas
dosis condicionado a que el adicto ingrese después en un programa de desintoxicación68 , etc. Independientemente de lo
correcto o incorrecto de estas conductas desde la perspectiva
terapéutica, es claro que no se trata de actuaciones que se
realicen en el lado de la distribución ilegal, sino que tienen lugar en el lado de los consumidores (y en interés del adicto).
–Las sentencias más flexibles en este punto admiten
también la finalidad de “evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad” 69 . Aquí nos encontramos con alguien que suministra la droga al adicto (incluso pa-gándola por él) para evitar que éste se la procure por sí
mismo, ya que ello supondría exponerle a un consumo en peores condiciones. Esto es una coherente aplicación del ya mencionado pensamiento del “servidor de la posesión”, aunque sin
siquiera exigir que la droga sea pagada en último extremo por
65. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio; 1981/2002, de
20 de enero; 1876/2002, de 15 de noviembre, y 1653/1998, de 22 de diciembre. Véase también ATS de 9 de
junio de 1999.
66. SSTS 1439/2001, de 18 de julio; 1468/2000, de 26 de septiembre; 1441/2000, de 22 de septiembre; 186/2000,
de 9 de febrero; asimismo ATS 390/2005, de 3 de marzo.
67. STS 1799/1993, de 15 de julio (“lo recogió en su propia casa, le dio trabajo y le vigiló constantemente,
dándole pequeñas dosis de heroína cuando la crisis de abstinencia era muy fuerte, las que iba distanciando en el
tiempo y disminuyendo paulatinamente. Indudablemente, dicha conducta…no puede integrarse en el tipo contra
la salud pública por el que viene condenado por el Tribunal Provincial. Ni la posesión… [estaba] destinada al
tráfico, ni la entrega de las pequeñas dosis de la misma a su her-mano iba dirigida a «promover, favorecer o
facilitar el consumo ilegal de la «heroína», sino todo lo contrario”).
68. STS 1236/1993, de 29 de mayo (la droga no estaba “destinada al tráfico, sino que se poseía para «suministrársela en pequeñas dosis a su hija … mayor de edad y adicta a la heroína desde dos años antes, siguiendo con
ello los consejos que le había dado Antonio C. P., Secretario de la Junta Directiva del Grupo de Autoapoyo a
portadores y enfermos del virus de inmunodeficiencia humana quien, sin tener título de médico, cosa sabida por
la acusada, le había indicado que hasta que su hija Rocío fuera ingresada en un centro de rehabilitación de drogadictos, lo que él estaba tramitando, convenía le suministrara heroína en dosis cada vez más pequeñas”).
69. ATS 390/2005, de 3 de marzo. Véanse también SSTS 1439/2001, de 18 de julio, y 1441/2000, de 22 de
septiembre.
419
Jacobo Dopico Gómez-Aller
el consumidor. Claramente se trata de alguien que no actúa
del lado de la distribución, sino en interés del consumidor.
–Finalmente, señalar que en escasas sentencias hallamos
una cláusula abierta referida a otros “supuestos similares”70 ,
que permite incluir supuestos que no encajen exactamente
en ninguno de los casos citados. El requisito central que deben cumplir estos casos es que se trate de evitar al sujeto un
mal que padecería en el caso de no suministrarle la droga (de
modo similar a los casos de síndrome de abstinencia). Pueden
ser daños a la salud, como los citados (por ejemplo, suministrársela a alguien enfermo a quien supondría un quebranto de
salud salir a buscarla por sí mismo), pero no necesariamente
puesto que también pueden ser de otro tipo (por ejemplo:
para evitar que tenga que salir por ella un adicto que está
amenazado; para retener al adicto en el entorno más seguro
de la casa familiar y que no salga a buscársela por su cuenta,
lo que podría suponer delinquir, etc.).
Una cuestión adicional que se plantea en estos dos últimos supuestos es si ahí la donación compasiva sigue siendo
atípica si es sostenida en el tiempo. Algunas sentencias, como
la STS 570/2002, de 27 de marzo, introducen expresamente
el requisito de que la donación no sea permanente.
“No se acredita que sus hijos fueran drogodependientes
(…). Pero aunque diéramos por cierto tal aserto, no se justificaría la conducta de suministrarle permanente e indefinidamente
la droga, para que no robasen cuando quisieran obtenerla”.
En cualquier caso debe advertirse que en la mayoría de
las sentencias de la línea más represiva se admite como única
finalidad paliar los rigores del síndrome de abstinencia (o, a lo
sumo, acompañada de vagas menciones a favorecer la deshabituación); y que ello le lleva, como veremos, a deducir una
serie de cuestionables conclusiones en relación con la cantidad
máxima susceptible de donación.
70. Ver las SSTS citadas en la nota anterior, y asimismo la STS 423/2004, de 5 de abril, que se refiere a la evitación de “un malestar sin duda relevante” derivado de la carencia de droga.
420
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
3.2. En concreto: la prueba del síndrome de abstinencia
en la donación compasiva penitenciaria.
En relación con la donación penitenciaria, la línea jurisprudencial más punitiva del Tribunal Supremo rechaza en innumerables ocasiones la tipicidad de la conducta afirmando
que no se ha probado que el sujeto estuviese sufriendo el síndrome de abstinencia en el momento de la donación (a veces
se añade: “o en días anteriores”). Este argumento se emplea
incluso en casos en que se ha probado que el destinatario padecía una adición activa a la heroína71 .
Independientemente de las cuestiones relativas a la carga de la prueba (que veremos más adelante), esta rigidez es
difícilmente aceptable. Cuando hablamos de personas que padecen una adicción activa a drogas como la heroína 72, el síndrome de abstinencia es casi una certeza: lo que puede ser
más o menos incierto desde el exterior es precisamente el
momento en el que se manifestará (i.e., el momento en que el
sujeto deberá entrar en abstinencia). Exigir a los padres de un
recluso toxicómano que sepan decir con la antelación necesaria cuándo tendrá lugar la forzosa abstinencia de su hijo (por
ejemplo, cuándo dejará de poder conseguir droga en prisión)
y cuándo surgirán los síntomas, sólo tiene sentido si lo que se
desea es negar siempre la atipicidad de estos casos.
Así, pues, debe considerarse más correcta la línea jurisprudencial plasmada en resoluciones como la STS 423/2004,
de 5 abril, que admite como indicio razonablemente suficiente
—de que a ojos del donante el sujeto estaba en riesgo de padecer síndrome de abstinencia— la mera prueba de que sea
toxicómano activo, adicto a una droga cuyo consumo habitual,
seguido de abstinencia, genera el citado síndrome y sus gravosos efectos73 . La atipicidad de la donación para evitar el sín71. Por todas, ver las SSTS 1981/2002, de 20 de enero; 1704/2002, de 21 de octubre, y 1653/1998, de 22 de
diciembre. Véase asimismo ATS de 9 de junio de 1999.
72. Las cifras de personas presas con adicción activa son tradicionalmente altísimas; por todos, ver DE LA
CUESTA ARZAMENDI 1999: 126. Significativamente altas son las cifras en personas que sufren internamientos largos (ver el estudio de campo de ÁLVAREZ GARCÍA / DÍEZ GONZÁLEZ / ÁLVAREZ DÍAZ 2009).
73. La prueba de la toxicomanía debe manejarse con cuidado. En especial no es en absoluto prueba concluyente
de la no-toxicomanía la falta de constancia en el expediente penitenciario. Ello, sobre todo, porque con frecuen-
421
Jacobo Dopico Gómez-Aller
drome de abstinencia, no se limita a la donación que se hace
para evitar un síndrome que ya ha empezado a manifestarse,
sino también la hecha para evitar que siquiera inicie. No es posible fundamentar razonablemente una diferencia entre ambas
situaciones; la mención al tan traído, tan llevado y tan poco
explicado, “carácter excepcional” de esta atipicidad (¡cuando
lo excepcional es la criminalización!) es una mera pantalla argumental que no puede legitimar una solución distinta.
4º. Donatario adicto.
Aquí no se suscita como en los casos de autoconsumo
compartido o donación simple el debate sobre si el donatario
ha de ser adicto o basta con que sea un mero consumidor
ocasional (ACALE SÁNCHEZ 2002: 55). La propia estructura
del argumento apela a una adicción que requiere el auxilio del
donante para superar un síndrome de abstinencia (una secuela de la adicción) u otras consecuencias de la incapacidad del
sujeto para dejar de consumir 74.
5º. Cantidad mínima. Entre el (irrazonable) límite de la
“dosis terapéutica” y un escaso número de dosis de consumo.
El requisito de que se trate de una cantidad escasa de
droga es una exigencia básicamente orientada a descartar
alegaciones inverosímiles de “donación compasiva” que realmente encubriesen actos de tráfico relevante. La transmisión
de una pequeña dosis a un adicto por parte de un familiar, es
compatible con la idea de que se hace para evitarle males mayores, pero cuanto más aumente la cantidad aparece con más
fuerza, por diversos motivos y como hipótesis razonable, que
una parte se pretende destinar al tráfico.
Ahora bien: como se ha apuntado anteriormente en relación con otros requisitos, este dato debe entenderse en sentido indiciario. En efecto, transmitir una gran cantidad de droga
cia los presos negarán a la Administración Penitenciaria su toxicomanía, ya que la constancia de ser toxicómano
(o seguir siéndolo) condiciona en gran medida cuestiones como permisos (expresa previsión en la Tabla de
Variables de Riesgo, Instr. de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias 22/1996), progresiones, etc.
74. Es Jurisprudencia unánime, y se recoge en todas las sentencias citadas.
422
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
a otra persona puede ser un indicio, entre otros, que apunte
a que nos hallamos ante actos de tráfico, pero ello no necesariamente habrá de ser así. Existen supuestos, como veremos,
en los que hablaremos de “donación compasiva” atípica pese
a que el sujeto transmite una cantidad equivalente a 10 días
de acopio abundante de droga (SAP Madrid, 17ª, 404/2005,
de 19 de abril).
Así, afirman el ATS de 28 de mayo de 2001 y la STS
789/1999, de 14 de mayo: “en estos topes cuantitativos no
quepa establecer reglas rígidas que puedan degenerar en solu-ciones o agravios totalmente injustos” 75.
También a este respecto nos encontramos con una Jurisprudencia dividida en dos líneas: una más razonablemente
aperturista y otra exacerbadamente punitiva:
• La línea más razonable entiende que la donación compasiva-tipo debe medirse en atención al baremo de las dosis
medias diarias de consumo (MANJÓN CABEZA OLMEDA 2003:
78) (la cantidad de droga media que consume un adicto en un
día), pues lo fundamental es que no haya difusión de droga,
es decir: que ésta sea efectivamente consumida por el sujeto.
Ello no significa que el límite haya de estar en una dosis de
consumo diaria, sino que dicha dosis es el baremo de medición. De hecho, no es infrecuente que el Tribunal Supremo
admita la atipicidad de donaciones notablemente superiores a
una sola dosis de consumo (incluso a una dosis de consumo
diario). Lo fundamental es para esta línea que la dosis, desde
el punto de vista de la prueba indiciaria76 , no desmienta la
hipótesis de la donación compasiva.
Por ejemplo, la STS 423/2004, de 5 de abril, admite
que la donación, por parte de su esposa, a un toxicómano con
20 años de dependencia de dos papelinas con un peso de 1’3 y
75 En la Jurisprudencia llamada “menor”, y por todas, ver las siguientes resoluciones:
SSAP, Barcelona, 6ª, 268/2008, de 26 de marzo; Cádiz, 8ª, 65/2006, de 9 de marzo;
Jaén, 1ª, 46/2006, de 16 febrero, y Córdoba, 2ª, 140/2005, de 13 junio.
76. Así, la STS 985/1998, de 20 de julio, por considerar que la cuestión de la cantidad es materia indiciaria,
otorga preferencia a la posición del órgano a quo por “la inmediación que a los jueces sirvió para llegar a la
conclusión absolutoria”.
423
Jacobo Dopico Gómez-Aller
1’2 g., más un trozo de heroína solidificada de 3’38 g. y un trozo de hachís de casi 16 g. “sí serían cantidades perfectamente
compatibles con la finalidad de mitigar un posible síndrome
de abstinencia o, en cualquier caso, un malestar sin duda relevante en el destinatario de las mismas”. La STS 1876/2002,
de 15 de noviembre, admite a contrario sensu la posibilidad de
que la donación atípica abarque varias dosis77.
• En el otro extremo, la Jurisprudencia más represiva limita la donación altruista no ya a una sola dosis de consumo,
sino más aun: a lo que llama una “dosis terapéutica”. Muy
pocas veces define el Tribunal Supremo la “dosis terapéutica”:
se trata de un concepto que se arrastra acríticamente desde sentencias anteriores. La cantidad que la Jurisprudencia
ha manejado como “dosis terapéutica” de heroína es de 0,01
gramos, bajísima en comparación con las cantidades de consumo moderado (0,100 gramos) y la de consumo alto (0,400
gramos) que manejaba el Alto Tribunal cuando nació esta línea
jurisprudencial 78.
Casi nunca cita la Jurisprudencia el origen de esta cifra:
se trata de una carencia muy grave, pues se maneja como un
concepto científico79. Y es difícil que lo haga, puesto que se
77. En efecto: rechaza la atipicidad porque la cantidad incautada (6 g. de heroína) es “muy superior a la que
puede ser consumida en una o varias dosis”.
78. Ver, por ejemplo, las SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 955/2003, de 26 de junio (obiter dictum);
884/2003, de 13 de junio; 1453/2001, de 16 de julio; 1653/1998, de 22 de diciembre; 1342/1997, de 3 de noviembre; en idéntico sentido, las SSTS 605/1996, de 20 de septiembre, y 2295/1992, de 30 de octubre (las cifras
se refieren a la droga con índices de pureza que oscilan entre el 25-28% y el 45-50%).
79. Probablemente su origen se remonte al Anexo de la vieja Circular 1/1984 de la Fiscalía General del Estado
(“Interpretación del artículo 344 del Código Penal”); y esa circular parece tomarlo de un estudio de hace más de
un cuarto de siglo (AGUAR, Octavio. 1981. Drogas y fármacos de abuso, Madrid: Consejo General de Colegios
Oficiales de Farmaceúticos).Véase, por ejemplo, los datos relativos a la heroína contenidos en el Anexo de la
citada Circular FGE 1/1984 (disponible en http://www.pnsd.msc.es/Categoria2/legisla/pdf/c13.pdf):
Es evidente que esta limitación se inscribe en un contexto conceptual totalmente distinto al manejado
por el resto de la Jurisprudencia moderna del Tribunal Supremo (esa limitación no rige en otros supuestos de
atipicidad como el autoconsumo compartido, en los de convivencia entre adictos o relación de pareja, etc., donde
ni siquiera concurre esa finalidad altruista), y debería ser abandonada definitivamente.
424
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
trata de un grave error conceptual (SEQUEROS SAZATORNIL
2002). La dosis terapéutica es la prescrita por un médico con
finalidad paliativa, curativa, etc. Sin embargo, aquí no estamos
hablando de un tratamiento terapéutico o paliativo suministrado por un facultativo80 , sino del consumo abusivo de drogas
tóxicas por parte de personas adictas, y de su suministro por
parte de personas que carecen de conocimientos médicos,
pero que se ven empujadas a adquirir drogas y dárselas a su
familiar o allegado toxicómano para evitarle sufrimientos.
Pero es que, además, limitar en estos casos la cantidad
de heroína a una dosis de 0’01 grs., tan baja en comparación con la dosis de abuso, es absolutamente incompatible con
otras posiciones del Tribunal Supremo ya expuestas, que admiten como finalidades admisibles de la donación compasiva
no ya evitar los padecimientos del síndrome de abstinencia,
sino otras como “propiciar la deshabituación” (por ejemplo, la
deshabituación mediante suministro de dosis decrecientes y
cada vez más espaciadas81 ), “evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad” evitación
de otras clases de “malestar (…) relevante” o “supuestos similares”: ¿cómo lograrlo con cantidades cincuenta o cien veces
más bajas más bajas que las dosis de consumo?
Lo cierto es que en la realidad los casos de “donaciones
altruistas” de dosis tan absurdamente bajas son inexistentes.
Por ello, este umbral parecería diseñado expresamente para
impedir las absoluciones en estos supuestos.
En resumen: si de lo que se trata es de saber si estamos
ante una conducta de difusión o distribución ilegal de drogas
tóxicas (oferta criminalizada) con repercusión sobre la salud
pública; o ante una conducta que tiene lugar en el lado de la
80. Aunque ya han sido abandonados por la praxis médica, se han dado en el pasado usos terapéuticos de la
heroína como, p. ej., antitusígeno para casos severos en enfermos de tuberculosis.
81. ¡Y es que éste es el único “uso terapéutico” relevante que en la actualidad maneja la comunidad médica!
Ver tan sólo en España el Ensayo PEPSA (Proyecto experimental de Prescripción de Estupefacientes en Andalucía: http://www.easp.es/pepsa/); en Canadá el Proyecto NAOMI (North American Opiate Medication Initiative:
http://www.naomistudy.ca/); en Holanda el Proyecto del CCBH (Central Committee on the Treatment of Heroin
Addicts: http://www.ccbh.nl/); etc. Ver también BAMMER 1997; y recientemente HAASEN / VERTHEIN /
DEGKWITZ 2007: 55-62; AL-ADWANI ./ NAHATA 2007: 458; con opiniones encontradas, REHM / FISCHER, 2008:70 y MCKEGANEY 2008: 71.
425
Jacobo Dopico Gómez-Aller
demanda, realizada de parte del adicto y en su interés, lógicamente el módulo que debe emplearse como indicio es la dosis
de consumo abusivo de un adicto (más aún: la dosis abusiva
que consume ese adicto), y no una hipotética “dosis terapéutica”.
Las “dosis medias” o “estimadas” de consumo han de
tomarse con cautela, pues son únicamente indicativas: un heroinómano con un historial de consumo de veinte años tendrá
consumos medios más altos que el “adicto medio”, y viceversa.
A esta idea apuntan las SSTS 401/2002, de 15 de abril,
y 1704/2002, de 21 de octubre, que emplean como módulo la dosis de abuso habitual 82. Estas sentencias fijan dicha
dosis para la heroína en 0’150 g.: es una cifra escasa, si se
compara con las cifras de consumo abusivo que maneja el
Tribunal Supremo 83, pero en cualquier caso es 15 veces más
alta que la “dosis terapéutica”. No obstante, aunque estas dos
sentencias manejan un concepto mucho más aceptable de la
dosisbaremo, debe criticarse que condenen al donante porque
la droga transmitida superaba la cantidad de una sola dosis
(era suficiente para “tres tomas” —sic— de 0’150 g. en la STS
401/2002, de 15 de abril, y para “cinco tomas” en la STS
1704/2002, de 21 de octubre)84 . En efecto: como se acaba de
82. ¡Pese a que dicen aplicar el baremo de la dosis terapéutica! Se trata de un mero error terminológico: en
realidad, la cifra que manejan se corresponde con una cantidad estimada de consumo diario (ambas sentencias
se remiten aquí al afamado estudio de SEQUEROS SAZATORNIL, F. El tráfico de drogas ante el ordenamiento
jurídico…, ob. cit.; quien, precisamente, se ha manifestado en contra de la idea de dosis terapéutica en este ámbito: “hablar… de dosis terapéutica diaria, resulta inapropiado en el consumo de drogas de abuso”: SEQUEROS
SAZATORNIL, Fernando “La notoria importancia”, en El País, 26-1-2002).
83. Así, atendiendo a los datos del Acuerdo del Pleno No Jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supre-mo de
fecha 19 de octubre de 2003, una dosis atendiendo “el consumo diario estimado” contiene 0’600 g. (pues 500
dosis son 300 g.; así lo recogen resoluciones como la STS 423/2004, de 5 de abril: “el consumo medio diario
estimado de heroína puede llegar a los 600 miligramos de sustancia pura”; pero ya mucho antes, según las
cifras que manejaba el Tribunal Supremo en los años 80 y 90, la cifra de consumo abusivo alto era de 0’400 g.
(Circular FGE 1/1984).
84. La STS 401/2002, de 15 de abril, condena al donante por transmitir una papelina de heroína de 0,491 g. y
la STS 1704/2002, por transmitir 0’877 g. en 2 papelinas (con una pureza del 27’08 % en el primer caso y del
23’82 % en el segundo). Pero si atendemos a las cifras que maneja el propio Tribunal Supremo, una cantidad
de consumo alto es de 0’400 g. (y según el Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala 2ª de 19 de octubre
de 2001, la dosis de consumo diario estimado puede alcanzar los 0’600 gr.); por lo que estarían condenando
por donar a un adicto aproximadamente una cantidad de consumo diario en el primer caso y dos en el segundo.
¿Cómo argumentar que en estos casos hay un riesgo relevantemente alto de difusión? Nótese qué gran diferencia
determina el empleo de uno u otro baremo.
426
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
señalar, hablar de módulo o baremo no significa que a partir
de una sola dosis de consumo abusivo debamos presumir que
ya no estamos ante una donación altruista. El problema es
evidente en el ámbito de las donaciones altruistas penitenciarias, donde el donante cuenta con que no va a poder volver a
hacerle llegar droga al preso en un cierto período de tiempo,
por lo que sería irrazonable hacerle llegar una sola dosis para
retras-ar unas horas el síndrome de abstinencia. Razonablemente, para lograr su objetivo de actuar en interés del preso deberá suministrarle una cantidad algo mayor que en los
casos de donación compasiva en libertad, suficiente para un
pequeño número de dosis.
En estos casos, admitir que existen “donaciones compasivas” atípicas, pero limitar la afirmación a las que transmitan
una sola dosis es absolutamente contradictorio, pues supone
rechazar de facto casi toda posibilidad de admitir esa atipicidad que afirman en sede de principios. Si además esa dosis
fuese entendida como la absurda “dosis terapéutica”, la contradicción alcanzaría extremos inexplicables.
Son más correctas, pues, posiciones como la de la SAP
Madrid, 17ª, 404/2005, de 19 de abril, que declara la atipicidad
de una donación altruista cuantiosa con el siguiente razonamiento: “la suma de 60 ó 100 comprimidos [scil. de Trankimazín] (…) supondría un acopio para unos 6 ó 10 días, y dado el
lugar donde se hallaba Sebastián, Centro Penitenciario, donde
si bien —es conocido— hay droga, no la hay en abundancia, ni
de buena calidad, ni más barata que en el exterior”. Esta es la
opción más razonable, y la que sostiene, por ejemplo, la STS
423/2004, de 5 de abril: “Y si —como se sabe— el consumo
medio diario estimado de heroína puede llegar a los 600 miligramos de sustancia pura; y en el caso del hachís ese límite
se sitúa en torno a 5 gramos, lo que aquí se toma en consideración daría para dos días, en un caso, y para tres en el otro.
Por lo que, en contra de lo que concluye el Tribunal en este
aspecto, sí serían cantidades perfectamente compatibles con
la finalidad de mitigar un posible síndrome de abstinencia o,
427
Jacobo Dopico Gómez-Aller
en cualquier caso, un malestar sin duda relevante en el destinatario de las mismas”.
6º. Concreción del destinatario. Los requisitos de creación jurisprudencial para garantizar la ausencia de riesgo de
difusión a terceros.
La Jurisprudencia exige que la droga vaya destinada al
concreto adicto y no para la ulterior difusión a terceros. Se
trata, en principio, de la misma exigencia que se ha visto en
casos anteriores, y que busca probar que la conducta no es un
acto de distribución, sino que se mantiene en el ámbito de la
demanda de droga y se realiza en nombre e interés del adicto
familiar o allegado del donante.
Entendido como mero indicio el requisito es razonable.
Si se demuestra que el destinatario es adicto, que el suministrador no actúa como distribuidor de droga sino de parte del
adicto y en su interés, y que las circunstancias de cantidad,
modo de entrega y presentación sugieren que se destina al
consumo del concreto adicto y no al tráfico, etc., la conducta
debe considerarse atípica.
Sin embargo, nos encontramos aquí de nuevo con las dos
líneas jurisprudenciales mencionadas.
La línea más punitiva con frecuencia afirma expresamente que debe probarse la ausencia de riesgo de transmisión de
la droga a terceros distintos del familiar al que iba destinada85
(SSTS 1653/1998, de 22 de diciembre; 401/2002, de 15 abril;
1704/2002, de 21 de octubre; 1981/2002, de 20 de enero, y
857/2004, de 28 de junio; asimismo AATS de 9 de junio de
1999, 29 de septiembre de 2000, 3142/2000, de 20 de diciembre, y 858/2001, de 3 de mayo).
85. En el extremo más irrazonable de la línea más punitiva, la STS 570/2002, de 27 de marzo, considera que
incluso el destinatario adicto es uno de esos “terceros” a los que no se debe difundir la droga: “Cuando la Ley
penal habla del consumo o destino al consumo de la droga, no distingue, ni nosotros debemos distinguir, que
el consumidor sea o no un hijo. El tipo penal que se aplica, protege la salud de los terceros en abstracto. Pues
bien, la acusada ha ido más allá, y ha reconocido y aceptado que sus actos de tráfico, han pasado de la potencia
al acto (de lo abstracto a lo concreto), dañando la salud de sus hijos” (negritas añadidas). El razonamiento no es
sostenible. La doctrina del Tribunal Supremo distingue entre donante, destinatario y terceros (i.e., distintos del
donante y el destinatario). Si en la relación donante-donatario se identifica a los hijos donatarios con “terceros”,
con ello se introduce una variación clandestina de la propia línea jurisprudencial.
428
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
En otras ocasiones supedita la atipicidad de la donación
altruista a que el consumo sea inmediato y en presencia del
donante, pues sólo así puede asegurar que no haya riesgo
de difusión 86 . Este último requisito con frecuencia se ha relativizado (exigiéndolo “en la medida de lo posible”87 ). La línea jurisprudencial más flexible prescinde de él, al afirmar directamente que el
consumo ha de tener lugar “a presencia o no de quien hizo la entrega”88
, y que ese dato “carece de particular significación”89 .
Exigir que el consumo tenga lugar en presencia del donante conduce a la línea más punitiva a la negación de la atipicidad en casi todo
supuesto de donación altruista penitenciaria. En efecto, salvo que la
droga se transmita y consuma durante un encuentro vis à vis íntimo, lo
normal es que sea entregada (o enviada por correo) para que el sujeto
la consuma en un momento posterior y, lógicamente, sin la presencia
del donante, que no está encerrado en prisión.
Esta concepción, muy extendida en la Jurisprudencia reciente
—aunque no unánime, ni mucho menos—, debe ser criticada. Como el
propio TS ha señalado en otras senten-cias, deducir de la mera posibilidad de difusión que ha habido efectiva difusión (es más: ¡efectiva difusión dolosa!) es un inaceptable salto mortal probatorio90 . Precisamente
por eso, con razón la STS 98/2005, de 3 de febrero se distanciaba de
esa inaceptable presunción de culpabilidad y exigía que para hablar de
difusión típica debía probarse cuál es o iba a ser el destino de la droga91
86. Así, exigen este requisito e incluso condenan al donante porque no concurría las SSTS 1375/1999, de 27 de
septiembre, y 789/1999, de 14 de mayo, y los AATS 3142/2000, de 20 de diciembre, y 9 de junio de 1999. En
ocasiones, la exigencia de que el consumo sea “a presencia” del que realiza la entrega ha llegado a extremos
irrazonables. Así, en el ATS de 9 de junio de 1999 se afirma que si se envía 1g. de heroína por paquete postal al
marido heroinómano, no se realiza su consumo inmediatamente y en presencia del donante, sino que se envía “a
través del control de entregas del Centro Penitenciario [con lo que] no podría asegurarse por cuántas manos [scil.
¡de funcionarios penitenciarios!] iba a pasar el paquete”, por lo que niega la atipicidad.
87. SSTS 2152/2002, de 4 de julio; 1704/2002, de 21 de octubre, y 401/2002, de 15 de abril.
88. SSTS 789/1999, de 14 de mayo, y 132/1999, de 3 de febrero; asimismo ATS 28 de mayo de 2001.
89. STS 423/2004, de 5 de abril.
90. De este modo, como se ha señalado supra, el elemento típico del riesgo para la salud pública se convierte en
la (remota) posibilidad de riesgo para la salud pública; o, con los términos más duros del propio Tribunal Supremo: “no cabe confundir [el] peligro abstracto con un peligro presunto, pues ello vulneraría el esencial derecho
constitucional a la presunción de inocencia” (por todas, STS 715/1993, de 25 de marzo).
91. En la STS 98/2005, de 3 de febrero, el hermano del preso adicto le quiere hacer llegar dos papelinas (una de
¼ y otra de ½ g.) a través de la novia de aquél, pero ésta sólo le llega a entregar una. La sentencia de la Audiencia
incoherentemente había absuelto a la novia pero condenado al hermano por haber transmitido drogas en condiciones de difusión, refiriéndose a la papelina desaparecida. La Sentencia del Tribunal Supremo afirma que, a falta de
prueba de cuál fue el destino de la droga, no cabe entender probado que se haya difundido con riesgo para la salud
pública: “No aparece en el factum cuál fuera el destino del «medio» de droga; y no cabe inferir que ese destino
supusiera, a diferencia de lo ocurrido con el «cuarto», una afectación relevante del bien jurídico protegido”.
429
Jacobo Dopico Gómez-Aller
(y, debe añadirse, si ello está o no abacado por el dolo del donante).
Así, pues, es más correcta la línea que no contempla estas circunstancias como requisitos objetivos sino como indicios
de que la transmisión de droga no fue un acto de difusión o
distribución dañoso para la salud pública, sino una conducta
realizada en interés del adicto, irrelevante desde el punto de
vista de la salud pública. Y, en este sentido, no se trata de
requisitos imprescindibles, puesto que eso mismo puede ser
probado por otras vías:
STS 423/2004, de 5 de abril: “el consumo de la totalidad
de lo aprehendido no podría haber tenido lugar a presencia de
la donante. Pero a tenor de lo que acaba de exponerse esta
circunstancia carece de particular significación. Pues como explica con claridad la sentencia de esta sala de 22 de septiembre de 2000, lo que realmente importa es el grado de relevancia de la conducta en la perspectiva de la lesión del bien
jurídico. Y no cabe duda que el de la salud pública difícilmente
podría considerarse afectado por la simple auto administración de aquéllas dosis por un politoxicómano. Por lo demás,
es patente que en este caso tampoco habría concurrido en la
acusada la intención de favorecer la difusión del consumo ilícito de las referidas sustancias, dado el destino previsto para
las mismas”.
De un modo más general, y como ya se ha señalado,
debe criticarse que esta rígida línea punitiva proceda como si
pudiese establecer requisitos para un permiso administrativo:
los órganos jurisdiccionales no otorgan permisos ni fijan sus
condiciones. Su competencia en este punto se dirige a determinar si, con probabilidad más allá de la duda razonable, el
sujeto ha difundido droga —o pretendía hacerlo— con riesgo
para la salud pública o no. Si la respuesta es negativa, no hay
más requisitos que añadirle. Y la respuesta, en los casos de
pequeña donación compasiva —también en la donación penitenciaria—, es negativa.
430
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
Por todo ello, que exista o no exista un margen de riesgo
de difusión (permítaseme: un redundante “riesgo de que pudiera haber riesgo para la salud pública”) no puede ser “requisito formal para la legalidad de la donación” sino, a lo sumo,
prueba indiciaria del destino de la droga y de la intención de
quien la entregó. Esto significa que si de las pruebas se deduce
• que el destinatario es adicto;
• que la entrega la realiza un sujeto allegado al donatario
adicto (y no un distribuidor de droga);
• que la cantidad es compatible con la intención de que
el destinatario la consuma y no de que a su vez la difunda;
• y que esa posibilidad sea una hipótesis razonablemente
posible (no una posibilidad remota),
… en tal caso no es admisible que el juez exija “garantías
concluyentes” ni “certeza” de que no exista riesgo de difusión.
El órgano jurisdiccional ha de exigir altos grados de certeza a
la acusación: la certeza más allá de la duda razonable de que
la hipótesis de cargo acaeció (y, por ello, que la de descargo
aparezca como una hipótesis remota, no razonablemente posible). Y, por el contrario, ha de bastar con probar que la hipótesis de descargo aparece como una razonable explicación
de los hechos para determinar la absolución. Se trata, como
hemos dicho, de los requisitos básicos del juego probatorio en
Derecho penal.
Las sentencias de la línea punitiva habitualmente se limitan a afirmar que si existió riesgo de difusión, entonces la donación compasiva es típica. Con otras palabras: si la conducta
pudo ser una difusión típica de droga, entonces es que lo fue.
Así, para la STS 1981/2002, de 20 de enero, entregar al
marido heroinómano en prisión 4 papelinas de heroína y 1 de
cocaína “posibilitaba la difusión a terceros” y por ello es una
conducta de tráfico de drogas (¡sin considerar necesario dete431
Jacobo Dopico Gómez-Aller
nerse a probar si ese riesgo era remoto, medio o alto; o si la
droga iba dolosamente destinada a esa difusión!).
La STS 1490/2004, de 22 de diciembre, niega la atipicidad
porque si se entrega droga para su consumo en un momento
ulterior, eo ipso “no podía excluirse el riesgo de difusión”.
La STS 401/2002, de 15 de abril, la niega porque como la
cantidad es suficiente para “tres tomas” (!!!), no cabe excluir
el riesgo de difusión; idéntica argumentación, referida a “cinco
tomas”, hace la STS 1704/2002, de 21 de octubre92 .
El proceder es rechazable. La donación será típica si se
realiza dolosamente para que el preso adicto la distribuya en
prisión, en vez de consumirla. Pero probar que existe la posibilidad de que el preso la distribuya no es probar que ese riesgo
sea penalmente relevante, ni que la droga se le enviase con el
propósito de distribuirla. Esto sería tanto como condenar toda
donación altruista penitenciaria o considerar que si no se logra
evitar incluso el más remoto riesgo de difusión, es que existe
dolo de traficar.
Ya en el colmo, se ha llegado a considerar que la transmisión de una sola dosis de 240 mgr. no excluye el riesgo de
difusión porque podría “cortarse” y obtener de ella más dosis
(SAP Cádiz, 8ª, de 5 de abril de 2002)
En esa errada línea punitiva, algunas sentencias se aproximan a la exigencia de probatio diabolica de inocencia, rechazando la absolución porque no consta “que no haya difusión
de la droga entre algún sector de público” (STS 789/1999, de
14 de mayo).
Por ello, técnicamente más correcta que esta línea punitiva es la de las resoluciones del Tribunal Supremo que abordan
esta cuestión como lo que debe ser: como una consideración
92. Recuérdese, como se ha señalado, que estas sentencias consideran que cada toma es de 0’150 g. de heroína;
pero que el propio Tribunal Supremo ha afirmado con frecuencia que una dosis de consumo alto es de 0’400 g.;
y que la dosis de consumo diario medio es de 0’600 g. (Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala 2ª del
Tribunal Supremo de 19 de octubre de 2001).
432
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
de indicios para determinar la plausibilidad de la hipótesis de
cargo y la irrazonabilidad de la de descargo —o viceversa93 .
Así, con rotundidad declara la STS 857/2004, de 28 de
junio: “nos encontramos ante la entrega de una cantidad mínima de heroína, concretamente 0,044 gramos puros de dicha sustancia, que el acusado realiza a su esposa cuando
se encuentra detenida en dependencias policiales, habiendo
manifestado que lo hizo para aliviar la drogodependencia que
padecía, manifestación que no ha sido desvirtuada en las diligencias ya que ni siquiera se recibió declaración a la esposa
del acusado en el acto del plenario ni se le sometió a reconocimiento médico. Así las cosas, no puede descartarse que
estemos ante uno de los supuestos excepcionales de entrega
altruista y compasiva de sustancias estupefacientes sin contraprestación económica, por lo que procede estimar el recurso y dictar una sentencia absolutoria”.
De modo similar, la ya citada STS 423/2004, de 5 de
abril considera que procede la absolución cuando los hechos
son razonablemente compatibles con la hipótesis de des-cargo (“cantidades perfectamente compatibles con la finalidad de
mitigar un posible síndrome de abstinencia”).
e) Tipos agravados y circunstancias atenuantes: planteamiento
Ante lo inaceptable de las consecuencias jurídicas a las
que llegan, las sentencias de la línea más punitiva intentan con
93. La inseguridad jurídica en este punto es gravísima: no pocas sentencias del Tribunal Supremo condenan a largas estancias en prisión a quienes realizan lo que otras sentencias de la misma sala consideran atípico: donación
compasiva por encima de la “dosis terapéutica”, donación altruista penitenciaria, autoconsumo compartido entre
consumidores ocasionales no adictos, etc. Por ello, cuando esté suficientemente probado que nos hallamos ante
uno de los casos declarados atípicos por la línea aperturista del Tribunal Supremo, la defensa no debe descartar
la opción de aducir, además de la atipicidad, y para el caso de que no sea admitida, la creencia invencible del carácter atípico de la conducta: el sujeto actuó creyendo que su conducta no era una promoción típica del consumo
ilegal de drogas. Y la creencia sería invencible, pues (permítaseme) el sujeto estaría en la misma creencia que
un importante número de resoluciones judiciales actuales del Tribunal Supremo y las Audiencias Provinciales
[no sería un error de prohibición, en primer lugar, porque versa directamente sobre un elemento típico (si se da
o no el favorecimiento típico del consumo); y, en segundo lugar, porque en muchos casos el carácter prohibido
de la conducta está fuera de duda (la donación altruista penitenciaria es evidentemente contraria a la normativa
administrativa, pero bajo ciertas circunstancias es atípica; distingue también en este sentido las cuestiones de la
ilicitud y la atipicidad de la donación altruista MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2003: 77)].
433
Jacobo Dopico Gómez-Aller
frecuencia matizar sus conclusiones por diversas vías, más naturales o más forzadas94 . La mayoría de estas vías tienen que
ver con la aplicación de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal, aunque también en ocasiones el propio
Tribunal propone la aplicación de indultos parciales95 .
Esas inaceptables consecuencias jurídicas giran en torno
a dos elementos principales:
–Que las drogas de las que hablamos son habitualmente de las que causan grave daño a la salud (“drogas duras”),
por lo que el marco penal básico es de 3 a 9 años. En efecto,
las drogas cuya abstinencia produce un malestar más intenso
suelen ser “drogas duras”96 .
–Que en los casos de donación penitenciaria (en la práctica, los únicos “verdaderos” casos de donación altruista perseguidos y penados), la ley en principio obligaría a la apreciación de la agravante del art. 369.1.8ª (cuando “las conductas
descritas en el artículo anterior tengan lugar en… establecimientos penitenciarios…, o en sus proximidades”), lo que determina una pena de 9 años a 13 años y 6 me-ses.
f) Inaplicación de la agravante del art. 369.1.8ª
Lo primero que debe señalarse es que la Jurisprudencia
que condena estos supuestos no aplica la agravante de realización de la conducta en el establecimiento penitenciario o
en sus proximidades (ACALE SÁNCHEZ 2002: 58). En ocasiones, incluso insinuando que así la condena no es tan dura. En
cualquier caso, la inaplicación de una circunstancia que no es
facultativa requiere una fundamentación.
Esta fundamentación probablemente deba venir de la
mano de la ratio del tipo agravado97, que en la redacción ac94. De hecho, con frecuencia, mucho más forzadas que lo que sería más sencillo y natural: una interpretación del
art. 368 que excluyese de su ámbito estas conductas.
95. SSTS 98/2005, de 3 de febrero, y 1453/2001, de 16 de julio.
96. Sin embargo, esto no es necesariamente así. Para paliar el síndrome de abstinencia a la heroína, por ejemplo,
se pueden suministrar drogas de otra clase (derivados del cannabis, ansiolíticos sin receta, etc.), no necesariamente calificables de “duras”.
97. Propone un entendimiento teleológico de estas agravantes MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2005: 8-9. Re-
434
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
tual sigue teniendo que ver con la difusión de la droga en
la prisión (por más que ya no contemple expresamente esos
términos). El consumo ilegal de drogas en prisión no es más
grave que en el exterior desde el punto de vista de la salud
pública; pero sí concurre un plus de gravedad cuando se trata
de la difusión a gran escala dentro de la cárcel, pues plantea
serios problemas de orden interno penitenciario. Ese plus de
gravedad debe ser interpretado a la luz de la pena que supone, como indica la STC 136/1999, de modo que ha de ser de
una entidad importante. Por ello, entregas de unas pocas dosis
de droga no pueden considerarse abarcadas por el tipo agravado del art. 369.1.8ª, ya que no son suficientes para alcanzar
su umbral de relevancia.
En cualquier caso: si por mantener una de las posibles
interpretaciones del art. 368 —la más punitiva— el órgano jurisdiccional se ve obligado a bordear el principio de legalidad
eludiendo de modo forzado la obligatoria aplicación de una
agravante (que conduciría a penas exorbitantes), probablemente la solución menos forzada sea optar por la otra de las
posibles interpretaciones del art. 368, la aquí considerada más
razonable (la atipicidad de estas conductas).
g) Consideración del parentesco entre donante y donatario a efectos atenuatorios
Se trata de una cuestión debatida98. Por una parte, una
línea jurisprudencial hoy poco influyente ha cuestionado la posibilidad de aplicar la circunstancia mixta del art. 23 CP (que
habla del parentesco entre el sujeto activo y el “agraviado” 99).
En estos delitos, el agraviado no es el donatario, por lo que
en puridad la aplicabilidad de la circunstancia sería forzada y
debería venir por la vía de la interpretación extensiva del término “agraviado”.
cientemente, la STS 784/2007, de 2 de octubre, ha considerado que para aplicar esta agravante es necesario que
exista un riesgo concreto de difusión en el interior de la prisión; pues no se puede agravar un delito de peligro
abstracto atendiendo a un segundo peligro abstracto.
98. Sobre esta cuestión, ver DOVAL PAIS 2000: 31 y ss., con extensa referencia jurisprudencial.
99. STS 1627/1992, de 6 de julio, y AATS de 29 de noviembre de 1995 y 9 de junio de 1999.
435
Jacobo Dopico Gómez-Aller
Aún conscientes de lo forzado de la aplicación “por no
existir agraviado en tal tipo de delitos —que atenta contra un
colectivo indeterminado— y no poder apreciarse por tanto relación de parentesco o de otra naturaleza con el agraviado”, sentencias como las STS 401/2002, de 15 de abril, y 1704/2002,
de 21 de octubre, afirman que “lo que es indudable es que
en el supuesto de autos el acto de tráfico de drogas merece
menor reproche social por la relación de afectividad análoga a
la de matrimonio entre la donante y el donatario, por mover
a la primera una motivación altruista o humanitaria —aunque
mal entendida— de satisfacer el deseo de consumo de droga
de su allegado, y por haberse arriesgado por ello la donante a
ser detenida y sometida a proceso” (y llega a aplicarla como
muy cualificada).
Para suplir ese problema del tenor literal del art. 23,
con frecuencia acude la Jurisprudencia a la circunstancia atenuante de análoga significación (art. 21.6ª) al parentesco. No
obstante, esta conclusión halla en su camino un importante
obstáculo: que el tenor literal del art. 21.6ª habla de una “circunstancia de análoga significación que las anteriores”; y entre las anteriores no se encuentra el parentesco, que se halla
en el art. 23 CP (sobre las distintas posiciones al respecto, ver
por todos en la literatura reciente OTERO GONZÁLEZ 2003:
94-98).
Esta última cuestión trasciende el ámbito de este estudio
jurisprudencial. Baste apuntar los siguientes datos:
–La Jurisprudencia aplica con muchísima frecuencia la
atenuación con base en el parentesco entre donante y donatario, tanto directamente (SSTS 1981/2002, de 20 de enero;
1704/2002, de 21 de octubre, y 401/2002, de 15 de abril)
como a través de la atenuante “analógica” (SSTS 1032/1997,
de 14 de julio, y 837/1997, de 11 de junio); en ambos casos,
todas las sentencias la apreciaron como muy cualificada.
–Pero incluso desde la posición de quien considere inaplicable tanto el art. 23 CP como la circunstancia atenuante de
436
Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas
análoga significación en relación con él, cabe la posibilidad de
atender a la real situación en la que se encuentra el donante:
tanto en la consideración de la situación anímica en la que se
encuentra (STS 527/1998, de 15 de abril, desde la perspectiva
de la eximente incompleta por trastorno mental transitorio),
como en la apreciación de un estado de necesidad incompleto
(directamente o a través de la circunstancia atenuante de análoga significación, como las SSTS 1342/1997, de 3 de noviembre, y 1121/1997, de 18 de septiembre, que la apreciaron
como muy cualificada); vía que, por cierto, permite aplicar la
atenuación no sólo a los familiares, sino también a los “allegados” no familiares.
437
Jacobo Dopico Gómez-Aller
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