Capítulo 3

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Cristianismo primitivo y patrfstica
262
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Capítulo 3
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1. Vida y obras de San Agustin.-2. La ley eterna y la ley natural.-J. Las
leyes humanas.-4. Su pensamiento político: modernas interpretaciones del mismo.5. La perspectiva filosófico-social y la teológico-histórica.--6. Civilas Dei y Civilas
terrena.-7. Sociedad política y justicia.--8. La república cristiana: el agustinismo
político.-9. Teoría de la guerra justa y de la convivencia entre los puehlas.10. Propiedad, esclavitud, familia.
1. Por su padre, pagano, y su madre, cristiana, participaba San Agustín (354-430) de las dos tradiciones en lucha. Natural de Tagaste, en el
norte de Mrica, recibió su primera educación en su ciudad natal y en
Madauro. Estudió luego retórica en Cartago, en cuyo ambiente frívolo
la lectura del hoy perdido Hortensia ciceroniano despierta en él una inquietud espiritual que ya no se extinguirá. Su primer contacto con la
Biblia no satisface sus ansias religiosas, que le hacen adherirse a la secta
de los maniqueos. Parte para Roma, donde el escepticismo le atrae algún
tiempo. Obtiene finalmente una cátedra en Milán. Allí conoce a San
Ambrosio, cuya predicación, unida a la lectura de Plotino, logra en Agustín la superación del materialismo, preparando el camino que en agosto
del 386 le conduce a la conversi6n. Desde entonces dedicará su vida y sus
dotes intelectuales a la defensa de su fe contra el paganismo por un lado
y las herejías por otro. Ordenado sacerdote, y poco después obispo de
Hipana, muere en esta ciudad cuando estaba asediada por los vándalos.
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264
Cristianismo pri.m.itivo y patrística
El itinerario espiritual de San Agustín, por él mismo descrito con indelebles rasgos en sus Confesiones, explica la intensidad humana de ~u
pensamiento, y al mismo tiempo el radicalismo de algunas de SilS fórmulas, surgidas al calor de una polémica constante con las principales herejías de su tiempo. Su obra remata en majestuosa bóveda la especulación
patrística. Ofrece la primera gran síntesis de la filosofía griega (en sus
direcciones platónIca y neoplatónica) y el cristianismo, y determinó la
orientación de la especulación medieval hasta San Alberto Magno y Santo
Tomás de Aquino.
De sus numerosos escritos nos interesan principalmente, además de
las Confesiones, algunos diálogos de juventud (De libero arbitrio, De
ordine), y sobre todo su obra maestra, De civilale Dei (413-26). Pero es
de advertir que valiosos elementos de las doctrinas jurídicas y políticas del
obispo de Hipana se hallan dispersos e.o el conjunto de su produccÍón literaria; así, en Contra Faustum manichaeum, los Comentarios a los Salmos,
las Epistolar, los Sermones y otras obras.
2. San Agustín incorporó al cristianismo la teoria platónica de las
ideas, haciendo de éstas los modelos eternos de las cosas en la mente
divina. De igual manera integró en la nueva concepción del mundo la
noción heraclitea y estoica de una ley universal cósmica, en su doctrina de
la ¡ex aeterna. La ley natural, de que se habian ocupado San Pablo y los
Padres anteriores, se enmarca en una conexión mayor, por cuanto aparece
como un aspecto particular de la ley eterna, que San Agustín define como
«la razón divina y la voluntad de Dios (ratio divina vel voluntas Dei),
que manda respetar el orden natural y prohfbe perturbarlo» . El mismo
Dios que creó las cosas les dio un principio regulativo, una ley, que si
en los seres irracionales obra de manera necesaria, debe ser acatada libremente por el hombre, criatura racional. La ley natural que en la conciencia se expresa, no es, pues, sino la participación de la criatura racional en
el orden divino del universo, referido ahora a un Dios personal y trascendente. Con ello supera San Agustín el panteísmo de Heráclito y de
los estoicos, y sustituye su iusnaturalismo cosmológico por un iusnaturalismo teocéntrico que ha de ser la base de todas las ulteriores concepciones cristianas.
La ley eterna se refleja, pues, en la conciencia humana como ley ética
natural, y San Agustín ha sabido evocar la realidad de este orden moral
objetivo en nosotros mediante fórmulas de insuperable vigor. No hay
perversidad capaz de borrar la ley impresa en nuestro corazón. Fiel al
esquema paulina, ve San Agustín en la ley natural de los gentiles la norma
equivalente a la ley divina positiva de los judíos; los hombres, por caídos
3. San Agustín
26.5
que estuvieran, conservaban la facultad de distingtili el bien del mal , lo
justo de ]0 injusto. La ley natural es, ASÍ, la del hombre en ruanto tal,
del «hombre natural», y, como la misma ley mosaica, está llamada a culminar y perfeccionarse en la lex veritatis de la revelación cristiana. La ley
n~t~ral prepara y sustenta. a la vez la ley cristiana, así en el aspecto rustonco como en el ontológICO . De esta suerte se inserta la ley natural en
el marco de la teología cristiana de la historia, que San Agustín precisamente expondrá por vez primera en grandioso conjunto.
3. l,a ley eterna, que tiene a Dios por autor y se manifiesta en la
jntimidad de la conciencia humana como ley ética natural es el funda'mento de las leyes humanas o temporales, de tal suerte, que' nada en éstas
·'es justo y legitimo, que no se derive de aquélla. En una palabra : el derecho positivo se basa en el derecho natural, que a su vez es un aspecto
de la ley ~terna. Pero, lejos de contentarse con esa fórmula general, subraya San Agustín que, exigiendo la misma ley natural una ordenación
distinta . de las cosas humanas para circunstancias distintas, las leyes humaDas variarán a tenor de las exigencias rustóricas, CalDO variarán las formas de gobierno. Un pueblo disciplinado podrá tener una mayor intervención en la cosa pública que otro entregado a la violencia de las pasioD:S. Podrá modificarse la legislación del mismo modo que la medicina, por
ejemplo, altera el régimen de comida según se trate de una persona sana
o de un enfermo.
Por otra parte, el legislador humano no ha de considerar como mi.
sión suya el imponer todo lo que la ley eterna impone, ni tampoco prohibir
todo 10 que ésta prohlbe. Su finalidad esencial consiste, en efecto, en asegur~r la paz y. el orden en la socíedad, para que los hombres puedan
realizar converuentemente su fin, temporal y eterno. Si antes concilió San
Agustln la inmutabilidad de la ley eterna y la ley natural con la mutabilidad del derecho positivo, ahora limita el ámbito de lo jurídico-positivo
con respecto a lo ético y lo jurídico-natural, reduciéndolo a las relaciones
que ~enen un alcance social más relevante. Esta doctrina encierra un punto
de VIsta certero para una ulterior y más precisa distinción entre el derecho y la moral.
Ahora bien: Sao Agustín profesa un pesimismo antropológico que le
conduce a acentuar los efectos del pecado original en el sentido de una
cor~upción de la naturaleza misma. Perdida su integridad originat sólo
débilmente puede la naturaleza racional servir de norma de acción. De ahí
q~~ San Agustín subraye la necesidad de su estrecha subsunción en la ley
divJDa revelada, y también, en el mismo orden de ideas, que acentúe el
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Cristianismo primitivo y patrística
papel coercrtlvo y represivo de! derecho humano en la vida concreta de
la sociedad.
4. El pesimismo antropológico de San Agustln se manifiesta también
en su pensamiento político y social. No en el sentido de que los vínculos
sociales, y sobre todo el vinculo político, sean fruto de! pecado y carezcan
así de un fundamento natural propiamente dicho, como pretende una in·
terpretación aún ampliamente extendida que podemos calificar de «pesimista» (O. von Gierke, G. Jellinek). Tampoco en e! sentido de que las
instituciones sociales y políticas sean un remedio contra el pecado para
atenuar sus consecuencias, según otra interpretación que, sin renunciar a
su motivación pecaminosa, pone a salvo, sin embargo, su intrínseca vallosidad (E. Troeltsch, A. J. Carlyle). Antes bien, el pensamiento social y
político de San Agustín, en cuanto tal, se sitúa en la linea de Aristóteles,
los estoicos y Cicerón, que fundan la sociedad en la naturaleza misma del
hombre, y con razón se ha abierto paso en la historiografía política y social
una interpretación que podemos llamar «optimista» (J. Mausbach, O. Schilling, E. Gilson, A. Dempf, G. Holstein), pero que requiere, a nuestro juicio, ser matizada, por cuanto hay en la filosofía social y política del obispo
de Hipona una interferencia entre la consideración filosófico-social y la consideración filosófico-histórica, o mejor aún, teológico-histórica de las sociedades humanas. Como en Platón, se da en San Agusúo una tensión entre
idea y realidad, que se manifiesta aquí de la manera más tajante, ya que el
pensamiento social y político se enmarca en San Agustín en una teología
de la historia cuyas magnas perspectivas nos abren los veintidós libros De
civitate Dei.
5. La filosoHa social y política de Sa!> Agustín arranca del príncipio
aristotélico, estoico y ciceroniano de la sociabilidad natural del hombre, al
que el dogma cristiano de la unidad de origen de la especie humana confiere su auténtico valor. Esta sociabilidad natural da lugar a la constituci6n
de la familia, instituida por Dios en el Paralso terrenal antes del pecado, y
conduce luegc a la dudad, caracterizada por la mayor complejidad de su
fin, en cuanto que abarca una multitud de seres racionales unidos por la
comunidad de los objetos que aman. El mandato, dado por Dios a la primera pareja, de crecer y multiplicarse, es prueba inequívoca de la vocaci6n
original dd hombre a la vida social; y como toda sociedad, incluso la de
seres perfectos, requiere una autoridad, síguese de ello que son de carácter primario ciertas relaciones de subordinación, y que el pecado sólo
podía significar, así en la familia como luego en la ciudad, una agravación de las mismas en el ~entido de convertir en coactivo el poder, que
sin el pecado sería libre y espontáneamente acatado.
3. San Agustín
267
La sociedad politica, como tal, responde, pues, a una inclinación natural del hombre, sea santo o perverso, y su función primordial consiste
en asegurar la paz y realizar la justicia dentro de los límites del orden
natural. En este aspecto, no nos parece ofrecer serias dudas el pensamiento de San Agustln. El hecho de que la paz que asegura la sociedad
política y la justicia que realiza sean de suyo imperfectas, no invalida
esta fundamentación iusnaturalista; se trata de una simple consecuencia
de un hecho más general, que en medida mayor o menor a6.rma todo
pensador cristiano: la insuficiencia de la naturaleza, abandonada a sus
solas fuerzas; su necesidad de perfección por la sobrenaturaleza, a la
que está ordenada. Lo que ocurre es que en San Agustín esta insuficiencia
e's sentida con mayor angustia que, por ejemplo, en Santo Tomás.
Ahora bien, con la perspectiva @osófico-social incide en la mente de
San Agustín la perspectiva teológico-histórica. Es ya significativa la circunstancia de que los textos citados en apoyo de la interpretación pesimista de la política agustiniana pertenezcan generalmente al De civitate Dei.
6. Históricamente, la sociedad política aparece inserta en la irreductible lucha que entre sí sostienen la civitas Dei o civitas coelestis y la
avitas terrena, llamada también civitas diaboli. Ambos sujetos de la his·
toria universal son sociedades en sentido místico : las integran respecti.
vamente los ángeles buenos con los hombres santos de todos los tiempos, y los ángeles malos con los hombres perversos de todos los tiempos
-seres racionales, unos y otros, unidos entre sí por dos amores de signo
opuesto: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, los segundos, y
el amor de Dios hasta el desprecio propio, los primeros. Son sociedades supratemporales, pues nacieron con la caída de los ángeles rebeldes
y su antagonismo durará hasta el día del Juicio Final. Pero ambas ciu·
dades tienen en todo momento una dimensión temporal y terrena, en
cuanto que se dividen el linaje humano. San Agustín aplica los términos
«ciudad de Dios» y «ciudad terrena», indistintamente, a la totalidad de
ambas sociedades, o a esta dimensión temporal de las mismas : en la
tierra, las dos tienen en Adán su común origen, produciéndose la separación en Abe! y Caln.
Para la filosofía política es esta dimensión temporal de la ciudad de
Dios y de la ciudad terrena la que importa examinar, porque en contacto
con ella se desarrolla la vida de la sociedad política. Y aquí tropezamos
de lleno con la peculiar interferencia de la perspectiva teológico-histórica
en la filosofía social, antes señalada. La sociedad política y la ciudad
terrena, consideradas en sí mismas, se diferencian claramente, como se
diferencian claramente la ciudad de Dios y la Iglesia. La civilas terrena
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Cristianismo primitivo y patrística
no se identifica con la sociedad política, puesto que en ésta conviven
hombres justos y perversos, y la ciudad terrena permanece una, a pesar
de la multiplicidad de las sociedades políticas. Tampoco cabe confundir
la civitas Dei con la Iglesia, pues la pertenencia externa a la Iglesia no
supone necesariamente la pertenencia a la dudad de Dios: hay «(hijos de
la Iglesia ocultos ehtre los impíos» y «falsos cristianos dentro de la
Iglesia)}.
Sin embargo, San Agustín desdibuja, y por ende atenúa, con freOlenda, esta clara distinción. Por una parte, en la era cristiana la Iglesia es
el núcleo esencial de la ciudad de Dios, equiparándose prácticamente a
ésta en muchos pasajes. Por otra, San Agustín aplica en reiteradas ocasiones la expresión «ciudad t~rena» a la sociedad política propiamente
dicha. Y ello ocurre por dirigir San Agustín su asombrada mirada de
cristiano hacia los grandes imperios cuya dramática sucesión llena la historia del antiguo Oriente y de la Antigüedad grecorromana.
Cierto es que, en principio, la posición de la sociedad política en la
lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena es una posición neutral, en cuanto que asegura a los miembros de ambas una zona común
de convivencia relativamente pacífica y relativamente justa. Pero también
puede la sociedad política, en sus formas históricas concretas, ponerse
al servicio de cua.lquiera de las dos ciudades, haciendo suyos sus fines.
E incluso debe, para alcanzar la plenitud ética que el orden natural no
puede darle, convertirse en sociedad política cristiana. Sin embargo, su
carácter puramente temporal la expone a inclinarse hacia la ciudad terrena. De hecho, los grandes imperios del mundo antiguo se convirtieron
demasiadas veces, según San Agustín, en instrumentos de la ciudad terrena, hasta el punto de que la historia de la misma se identifica, en un
amplísimo sector de su desarrollo, con la historia de Asiria y de Babilona, de Egipto, de Grecia y de Roma. Adquiere en este sentido valor
simbólico el que, por ejemplo, la historia de Roma se iniciara bajo el
signo dd fraticidio.
L
7. Esta diversidad de planos en que constantemente se mueve el
pensamiento agustiniano, resulta patente también en la cuestión relativa
a la relación entre la sociedad poIíúca y la realización de la jusÚcÍa. Partiendo de la definición ciceroniana de la república como reunión de muchos hombres unidos por su concordancia acerca del derecho y su común
utilidad, cree San Agustín deber desecharla, porque, siendo la justicia,
según la fórmula consagrada, aquella virtud que da a cada cual lo suyo, y
. no dando la sociedad política pagana lo suyo al Dios verdadero. resultaría
que no podría aplicársele tal definición. De ahí que San Agustín cambie
3. San Agustín
269
la definición ciceroniana, excluyendo de ella la referencia a la jusúcia: la
dudad o república es una congregación de hombres unidos en tre sí por
la comunión y conformidad de los objetos que aman. Ya hemos visto la
aplicaci6n de esta definición a la ciudad ~eleste y a la ciudad terrena. Pero
en otro lugar dice que, sin la justicia, los reinos no son otra cosa que
grandes latrocinios. Ello se debe a que San Agustin maneja un doble
concepto de justicia: si la «verdadera» justicia sólo se da en el cristianismo, haya su lado una justicia menos plena, la justicia natural, que
asegura un mínimum de moralidad: faltando ésta, la ciudad o república no
se distingue de una cuadrilla de malhechores, no hay diferencia alguna
cnt,re Alejandro Magno y un pirata cualquiera. Demasiadas veces ha
faltado en los pueblos esta justicia mínima que en última instancia integra
er'"concepto de ciudad o república. Tenemos, de nuevo, la incidencia de
la realidad en la idea, y asimismo la tendencia a subsumir lo natural en
10 sobrenatural: la república sólo realiza plenamente su esencia como república cristiana.
8. El gobernante perfecto será, por consiguiente, el gobernante cristiano. La imagen que de él esbozó San Agustín (De ciu. Dei, V, 24) inspiraría innumerables espejos de príncipes hasta la época moderna. Sabida
es, por otra parte, la veneración que Carlomagno sentía ante aquella semblanza, y se ha dicho con razón (J. Brycc) que la teoría del Sacro Romano
Imperio se basó en la Ciudad de Dios.
Pero no siempre fue entendido el pensamiento agustiniano en toda su
complejidad por los epígonos medievales. Lo que, después de H.-X. Arquilliere, se llama hoy comúnmente el «agustinismo politico», ha sido una
interpretación de la Ciudad de Dios en el sentido teocrático de una jurisdicción directa de la Iglesia en lo temporaL Esta interpretación, si bien fue la
preponderante en la Alta Edad Media, dio luego paso a la teoría de la jurisdicción indirecta, precisada y desarrollada por la escolástica renacentista.
9. La filosofía política de San Agustín desemboca finalmente en una
teoría de la guerra justa llamada a inspirar toda la doctrina cristiana posterior. Contra quienes (como Tertuliano y algunas sectas) pretendían fund3r en la Sagrada Escritura un pacifismo absoluto, sostiene San Agustín la
licitud del servicio de las armas y de la guerra, si ésta es justa; es decir,
si no tiene otro fin que deshacer una iniuria. La guerra sólo es legítima en
tanto en cuanto es el único medio de hacer frente a la injusticia entre los
pueblos. El derecho a la guerra es así una manifestación del derecho de
castigar, que corresponde a la autoridad, y en este caso se ejerce contra los
enemigos exteriores. Pero la necesidad, si legitima la guerra, le pone tam-
l\
/
Cristianismo primitivo 'f patrística
270
bién límites, pues sólo estará permitido )0 que estrictamente resulte impuesto por la finalidad perseguida de restaurar el derecho. Por último, el
beligerante justo ha de tener recta intención, actuando como juez y 110
como ofendido. Santo Tomás y los teólogos-juristas esp3ñoles del Siglo
de Oro no harán sino desarrollar estos principios, adaptándolos a las
nuevas condiciones políticas
a la mayor complejidad de las guerras de
su tiempo.
En San Agustín, esta teoría de la guerra justa se integra en una concepCl0n de la vida internacional fundada en la convivencia pacífica de
pueblos pequeños sin otra ambición que el goce de una «concorde vecindad», y así hubiera en el mundo muchísimos reinos de gentes, como
hay en la ciudad muchísimas casas de ciudadanos (<<et ita essent in mundo
regna plurima gentium, ut sunt in urbe domus plurimae civium»). Este
texto del De civitate Dei (IV, 15) postula, pues, un pluralismo jurídico.
internacional (si se nos permite la expresión), que resulta preferible, se·
gún el Doctor de Hipona, a un imperio universal bajo la dominación de
un solo pueblo. Ello implicaba (e insistiremos en ello en el próximo ca·
pítulo) la caducidad del Imperio romano y una revisión de su misión rus·
tórica. Una vez más, hemos pasado del plano filosófico-social al filosóficohistórico.
271
3. San Agustín
BIBLIOGRAFIA
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Madrid, B. A.
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10. En lo que atañe a la propiedad, ocupa San Agustín una poslclOn
media entre el rigorismo de un Ambrosio o un Juan Crisóslomo y la ma·
yor laxitud de un Clemente de Aleíandría. Los bienes de este mundo,
creados por Dios, no pueden ser malos de suyo, y sólo llegan a ser tales
por el uso que de ellos haga el hombre. No hemos de considerarlos comQ
fines, sino como medios ordenados a nuestro perfeccionamiento. La propiedad se califica moralmente por el espíritu de quien ha sido favorecido
por la Providencia. De ahí en primer término el deber de la limosna, que
transforma la riqueza material en riqueza espiritual. Como para los de·
más Padres, la esclavitud es para San Agustín una consecuencia del pecado
y debe ser superada en el espíritu de caridad. También queda enaltecido
el trabajo en las diversas actividades humanas, aunque dentro de una je·
rarquía. San Agustín repudia la usura. Es menos riguroso que otros Padres con respecto al comercio, siempre que éste no se lleve a cabo con
detrimento de la justicia.
La doctrina de San Agustín sobre el ma trimonio se halla recogida
principalmente en el opúsculo De bono coniugali. Destaca como bienes del
matrimoruo, además de la perpetuación de la especie, la unión espiritual,
la fidelidad, la ayuda mutua de los esposos.
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M. STRATMANN, Die Heiligen und der Slaal, vol. lII, cit. en el capítulo anterior.
TRUYOL y SERRA, El derecho y el Estado en San Agustín, Madrid, 1944.
WACHTEL, Beitriige zur Geschichlslheologie des Aurelius Augustinus, Bonn,
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BIBLIOGRAFIA ADICIONAL
R.
La ley eterna en la historia. Sociedad y derecho según San Ag/IJlÍlJ,
Pamplona, 1972.
G6MEZ PÉREZ,
Capítulo 4
FIN DEL PERIODO PATRISTICO
Las enseñas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía
murieron, y pasaron sus carreras.
(Anónimo sevillano, siglo XVI.)
EL CRISTIANISMO EN LA CAlDA DEL IMPERlO ROMANO
1. El providencialismo de San Agustín, Otosio y Salviana.
SAN ISIDORO DE SEVILLA Y LA TRANSMISION DE LA CULTURA ANTIGUA
2.
La cultura en la época de las inv3siones.-3.
San Isidoro de Sevilla.
IGLE.SIA y REALEZA. LOS ESPEJOS DE PR!NCIPES
4. Gelasio 1 y la teoría de las dos espadas.-5. Hincmaro de Reims. Los espejos de príncipes del período carolingio.
El cristianismo en la ca/da del Imperio romano
1. La muerte de San Agustín en Hipona, asediada por los vándalos,
tiene el valor de un símbolo. El poderío romano se derrumbaba, y pronto
no cabría duda, ame la magnitud del desastre, de que un ciclo histórico se
estaba cerrando. Si dIo no significaba el fin del mundo, como muchos temieran, se abría un fututo imprevisible y, por ende, inquietante. San Agustín pudo vacilar en su apreciación del alcance inmediato de los hechos; sin
embargo, la perspectiva universal de su Ciudad de Dios daba pie para una
interpretación a largo plazo de los acontecimientos, y en particular para
una teoría del gobierno providencial de las sociedades políticas que las tribulaciones de la época reclamaban.
Hemos visto que la teología de la historia de San Agustín implicaba el
abandono de la idea de Roma como defensora única y perpetua de la paz
273
274
Cristianismo primitivo y patrística
y la justicia, que había pasado de los panegiristas del siglo de Augusto a
autores cristianos, entre ellos Prudencio. Abandonó San Agustín también la
tesis según la cual el Imperio era el necesario protector de la Iglesia. El
destino del cristianismo no está vinculado al predominio del poderío romano
en el mundo. Nin.gún gobierno humano es eterno. Roma, cuya dominación
temporal sobre tantos pueblos fue el premio dado por Dios a sus virtudes
naturales, que San Agustín supo reconocer, decaía ahora, víctima de sus
vicios. Pero la Providencia asegura, a través de la sucesión de los reinos
terrenales, la continuidad de su acción. Al orden providencial obedece también la elevación y la caída de los titulares concretos del poder en cada
circunstancia histórica.
Este providencialismo hist6rico y político fue desarrollado, por encargo del propio San Agustín, por Pablo Orosio, sacerdote de Hispania,
de quien se ignoran las fechas de nacimiento y de muerte, e incluso de
qué región de la Península procedía (Braga y Tarragona lo reclaman para
sí). En los siete libros de sus Historias (Historiae adversus paganos, 417~
418), muy leídos en la Edad Media, es Orosio ya, ante el drama romano
un espectador cuya fe en una continuidad eclesiástica independiente de
las vicisitudes político.temporales le infunde serenidad. Roma, con su or·
den y su paz, había ciertamente preparado y favorecido la difusión del
cristianismo. como sus tuviera Prudencia. Pocos autores supieron incluso
dar tanto relieve a la realidad social de la unidad romana, cuyos beneficios refiere a su experiencia personal cotidiana de hombre que, al tener
que huir de su patria, tuvo todo un mundo donde refugiarse. Como otros
apologistas cristianos del Imperio, subraya asimismo Otosio la coincidencia del advenimiento de la paz de Cristo y la instauración de la paz
romana por Augusto. Pero no olvida el precio que los demás pueblos
tuvieron que pagar para ello, perdiendo su independencia. Sobre todo,
pone fin a la posición privilegiada de Roma como pauta de la felicidad
terrenal (su fortuna implicaba para otros la desgracia) y como infraes~
tructura política del cristianismo. Cumplido su papel providencial y víc~
tima de su flaqueza moral. no se ve por qué razón no podrán sucederle
otros pueblos en el gobierno temporal del mundo. El orbe romano, que
Orosio designa con el nombre, nuevo y sugestivo, de Romania~ puede
dar paso a un orbe gótico, a una Gothia como la que algún tiempo con~
cibiera Ataúlfo. no sólo sin peligro alguno para la expansión y el fortalecimiento del cristianismo, sino incluso en beneficio de éste (las invasiones, por ejemplo, pusieron a los bárbaros en contacto con el cristianismo,
dando ocasión a la propagación de la fe entre ellos), si así corresponde a
los ulteriores designios de la Providencia. Esta es la que sabiamente da y
quita el poder a los hombres y a los pueblos.
4. Fi n del período patrístico
275
Esta perspectiva orosiana reaparece poco después, con m2yor radica~
lismo aún, en la obra De gubernatione Dei, escrita a mediados del siglo v
por Salviano (h. 40Q-h. 480), sacerdote oriundo de Tréveris o su región y
que se estableció en Marsella. Salvíano acentúa, en efecto, las culpas de
Roma, y, en contraposición il ellas, las virrudes de los bárbaros, por las que
merecieron la victoria. Destaca :lnte todo en ellos la pureza de costumbres y
la sobriedad, a la que confiere un valor político, sin contar su sincera re1i~
giosidad. También subraya su mayor sentido de la justicia tributaria, que hi~
ciera para muchos su dominio más llevadero que el romano propio. Por otra
parte las invasiones, con los contactos humanos que establecían entre el
mundo romano y el bárbaro, daban ocasión a que el cristianismo rebasara
. sus anteriores límites, prosiguiéndose así ahora, contra el Imperio romano,
la acción providencial de difusión de la Buena Nueva de la que él fuera
antes instrumento, pero que no dependía de su fortuna temporal.
Con esta transmutación de valores histórico·culturales culmina el relativismo del cristianismo primitivo ante las estructuras políticas, ya clara~
mente perceptible en la Carta a Diogneto. Ninguna comunidad terrenal
tiene un valor absoluto; ningún poder temporal es eterno; ,sólo el reino
de Dios no tendrá fin. Si Roma ha de subsistir basta. la consumacÍón de
los siglos, habrá de ser como capital religiosa del orbe, como sede de los
sucesores de Pedro y cabeza del mundo cristiano. El papel que dejó sin
cubrir la Roma imperial pasaría, de esta suerte, a ser asumido por la
Roma pontificia. Con 10 cual se produjo en muchos espíritus, princi~
palmente en los círculos eclesiásticos de las Galias (así en San Prós~
pero de Aquitania -h. 390-h. 463-), lo que un historiador de aquella
crisis histórica (]. Físcher) muy gráficamente ha llamado la Verkirchlichung
der Romidee, es decir, en fórmula inevitablemente menos recortada que
la original, la transposición de la idea de Roma a la esfera eclesiástica.
Esta transposición aparece ya consagrada con especial claridad por el Papa
San León 1 el Grande (440-461), cuando, al ensalzar la fortuna de Roma
en una homilía, la muestra más majestuosa todavía en su poderío espi~
ritual de 10 que fuera antes en grandezas de la carne.
San Isidoro de Sevilla y la transmisión de la cultura antigua
2. Mientras tanto, las condiciones producidas por la caída del Impe·
tia romano de Occidente no eran propicias a una labor especulativa crea·
dora. Al período de florecimiento intelectual que culminara con San Agus~
tin, siguen siglos de penuria, durante los cuales se interrumpe en gran me~
276
Cristianismo primitivo y patrística
.d.ida la comunicación espiritual entre las distintas partes del mundo roma·
no, ahora separadas políticamente. El saber se refugia en los monasterios,
en espera de fructificar de nuevo en cuanto la coyuntura histórica lo per·
mita. Entonces es cuando algunos varones ilustrados, como Boecio (h. 480"
524), Casiodoro (h. 490-d. de 580) e Isidoro de Sevilla, recogen para la
posteridad elementos dispares del gran naufragio de la cultura antigua,
reuniéndolos en compendios o en colecciones de índole enciclopédica. Su
obra mantuvo la continuidad necesaria a través de los siglos oscuros de transición hacia la nueva cultura. Poco después, el llamado «renacimiento carolingio» (siglos IX-X) será el primer intento consciente y organizado, aunque
prematuro, de restauración: precedidos por Beda el Venerable (674-735),
Alcuino (h. 732-804) Y Rábano Mauro (h. 776-856) proseguirán la labor de
salvamento en un ambiente ya más favorable.
Al primero de estos grupos hemos de adscribir el Papa San Gregario
Magno, primero de este nombre (590-604; nacido h. 540), que desempeñó
análogo papel histórico en el ámbito de la vida y la organización eclesiás·
tkas, Gran administrador y hombre de acción, nos interesa aquí esencial·
mente por su semblanza del príncipe cristiano adornado por la humilitas,
que ejercerá influencia sobre las teorías medievales de la realeza, y por el
peculiar vigor con que acentuó el primado de la sede romana como cabeza
de toda la Iglesia.
3. El más importante de estos hombres beneméritos es en nuestra
disciplina San Isidoro, nacido hacia el año 560 en Cartagena (donde su
padre fue gobernador) o en Sevilla, y que sucedió a su hermano mayor,
San Leandro, como obispo de Sevilla (h. 600). Murió en 636, después de
haber desempeñado un papel destacado en la vida religiosa, científica y po·
lítica de la España de su tiempo. Sus Orígenes o Etimologías y sus Senten·
cias han sido canteras de las más explotadas de la erudición medieval.
La relevancia de San Isidoro para la filosofía del derecho y del Estado
se debe ante todo a que dio cabida en su empresa recopiladora (especialmente en los libros V de las Etimologías y III de las Sentencias) a valiosos pedazos de tradición jurídica antigua.
Recoge San Isidoro la idea, tomada de San Gregario Magno, pero ya
formulada por San !reneo, de que el poder de los reyes tiene esencialmente una función represiva, que hicieron necesaria los pecados de los hom·
bres. Estos son asimismo causa de la servidumbre. El uso bueno o malo
de tal poder por parte de los príncipes permite distinguir al rey, monarca
legítimo y padre del pueblo, del tirano, cuyo gobierno violento y opresivo
es propiamente ilegal. El rey ha de procurar con celo insobornable que
4. Fin del período patrístico
277
impere la justicia. Esta es, con la piedad, la virtud real por excelencia.
Mas la justicia exige que también el monarca se atenga a las leyes y las
respete, tanto más, cuanto que los reyes con sus ejemplos fácilmente edifican o destruyen la conducta de los súbditos. Como San Agustín, Orosio y
Salviano, ve Isidoro en los malos gobiernos un castigo de la Providencia,
Toda autoridad es de Dios: la buena, del Dios propicio; la mala, del Dios
iracundo.
Especial interés, por su posterior resonancia en la escolástica, ofrecen
las condiciones que podríamos llamar ético-religiosas, psicológicas y socio-lógicas, que el obispo de Sevilla, inspirándose en San Agustín, exige de
l~ ley para que logre a la vez validez y vigencia. La ley, que con la costumbre es expresión del derecho (iur), ha de ser honesta, justa, posible,
én conformidad con la naturaleza, en armonía con las costumbres del país,
conveniente por razón del lugar y del tiempo, necesaria, útil, clara, no sea
que en su oscuridad oculte algún engaño, y establecida no para fomento
de intereses privados, sino para utilidad común de todos los ciudadanos.
San Isidoro transmitió a la Edad Media una clasificación del derecho
llamada a ejercer la mayor influencia. El derecho se divide en derecho natural, derecho de gentes y derecho civiL El derecho natural, común a todos los pueblos (communis omnium nationum), está fundado en un natural instinto. independientemente de toda decisión humana. El derecho de
gentes se caracteriza por su contenido: «es ocupaci6n de lugares, la edifi·
cación, fortificaciones, guerras, hacer prisioneros, las servidumbres, restitución, alianzas de paz, treguas, inviolabilidad de los embajadores, prohibición de casarse con extranjeros» y 10 practican todas las gentes. El derecho
civil es el que cada ciudad establece para sí. Acaso 10 más importante de
la clasificaci6n isidoriana del derecho sea que en ella el ius genlium, por
la índole de la mayoría de sus instituciones. corresponde en el fondo implícitamente a 10 que en la terminología moderna entendemos por derecho
internacional.
Otra aportación de San Isidoro a la filosofía jurídica y política es finalmente la relativa a la doctrina de la guerra justa (en el libro XVIII de las
Etimologías), que entronca con la de Cicerón, a quien cita. De su definición de la guerra justa (<<la que se hace por acuerdo, a causa de hechos muy
repetidos, o para arrojar al invasor»), se desprenden dos condiciones para
la legitimidad del recurso a las armas: la declaración o notificación y la
existencia de ofensas graves. Distingue claramente la guerra propiamente
dicha, justa O injusta ((contra los enemigos», o sea, entre colectividades
políticas). de la guerra civil (bellum civde)' «(sedición y movimiento de
tumulto entre los ciudadanos». Aunque rudimentaria en la expresión, la
278
(:ristianísmo primitivo y patrística
4. Fin· del perfodo patrístico
279
e5piritualj ambos derivan de Dios su autoridad, y sólo a El están sometidos en el ámbito propio de su función, si bien el espiritual es más excelente, por cuanto habrá de rendir cuentas también por los reyes de los
hombres. T~nemos aquí el punto de partida de la famosa teoría de las dos
espadas, acerca de la cual se discutirá mucho en la Edad Media. Dos espadas simbolizan las dos autoridades supremas queridas por Dios para el gobierno del humano linaje, y no pueden estar unidas en una misma mano.
Esto era convicción común de todos. Pero en la determinación más precisa
de la relación entre ambas espadas discreparían mucho los tratadistas y
publicistas medievales.
definición isidoriana de la guerra justa será recogida por los au.tares medievales juntamente con la de San Agustín, llegando incluso a alcanzar mayor difusión que ésta.
Iglesia y realeza. Los espejos de príncipes
4. Con San Isidoro de Sevilla nos alejamos ya de la Antigüedad grecorromana para penetrar en el mundo germanorrománico que surge de la
paulatina fusión de los «bárbaros}) invasores con las poblaciones romanizadas de Occidente. Si tanto Boecio como Casiodoro pudieron indistintamente ser llamados «el último romano», Isidoro se siente ya miembro de
una nueva patria, la comunidad hispanogoda, cuya unidad religiosa se había sellado con la conversión de Recaredo al catolicismo. Idéntica fue la
evolución en los demás reinos germánicos. La consecuencia de la unidad
religiosa fue por doquier una íntima asociación de la Iglesia con la realeza
en el gobierno y la administración, de la que son expresión institucional,
en España, los concilios de Toledo. Sabido es el importante papel que San
Isidoro desempeñó en el tercero de ellos. También en el plano doctrinal
postulaba el autor de las Etimologías la más estrecha coordinación entre
la autoridad eclesiástica y el poder real. Difícil hubiera sido adoptar otra
posición en cristiandades nacionales que debían a la Iglesia, único factor
común de cohesión, los rudimentos de s_u cultura y aun la reordenación
de su estructura social y económica.
Cuando Carlomagno restauró el Imperio en Occidente (800), el problema de la relación entre el poder temporal y el espiritual hubo de plantearse
con mayor rigor. De hecho, la estrecha cooperación entre el emperador y la
Iglesia tendía a desdibujar los limites de las respectivas esferas de acción.
Con Carlomagno, y más tarde con Otón el Grande y sus sucesores, los
fines del Imperio se identificaron al máximo con los de la Iglesia, integrándose conscientemente en ellos. Más adelante veremos los peligros que de
esa situación podían resultar para la Iglesia, a consecuencia del fortalecimiento del poder imperial, y que motivaron una reacción por parte de los
pontífices.
En el período patrístico, en todo caso, la teoría había ac~ntuado. m.ás
bien la dualidad, dentro de una concepción unitaria de la SOCiedad cristIana. La expresión clásica de este dualismo se debe a Gelasio 1, Papa del
492 al 496, que la condensó en una carta al emperador de Oriente, Anas·
tasio (494): el emperador es hijo de la Iglesia, y no cabeza suya (recuérdese la fórmula de San Ambrosio); pero el poder temporal es distinto del
5. La formulación más significativa de la teoría de las dos espadas
en la época de los carolingios es sin duda la de Hincmaro (h . 806-882),
arzobispo de Reiros. Perteneciente a una familia germánica instalada en el
noroeste de Francia. desempeñó en la vida eclesiástica y política del reino franco bajo los carolingios un papel comparable al de San Isidoro en
España, y se ha podido ver en él al primer «príncipe de la Iglesia» de la
Edad Media. En un rescripto sinodal del concilio de Fismes (881) establece nítidamente Hincmaro la distinción entre el poder espiritual y el temporal. Sólo Cristo pudo ser a la vez sacerdote y rey . Después de su muerte, las dos dignidades recaen en titulares distintos, sin que puedan confundirse. Ahora bien, por la índole de su respectiva vocación el sacerdocio es
superior a la realeza, y ello se pone de manifiesto en el hecho de que es
el sacerdote el que unge al rey en la ceremonia de la coronación. De ahí
que no pueda el monarca temporal inmiscuirse en los asuntos espirituales
y esté en cambio obligado a defender la Iglesia y a inspirarse. para su legislación, en los preceptos divinos.
En consonancia con este ideal político·ec1esiástico, era esencial una adecuada formación religiosa y moral de los llamados a gobernar. As¡ hubo
de florecer el género literario de los «Espejos de príncipes», cuya tradición
se perpetuará hasta el Barroco, sobre el modelo del príncipe cristiano de la
Ciudad de Dios de San Agustin. El propio Hincmaro redactó para Carlos
el Calvo un tratado De la persona y las funciones del Rey (De regis persona el regio ministerio), al que siguió más tarde su De ordine palatU.
Pero ofrecen no menor interés otros del mismo período. como los que poco
antes escribiera el aquitano Jonás, obispo de Orleans (De institutione regia,
814, y De institutione laicali), o el irlandés Sedulio Escoto (t h. 860), en
Lieja (De rectoribus christianis, 858-59; redescubierto por Angelo Mai ,
como la República de Cicerón). Lo mismo que en San Isidoro, se insiste en
todos ellos con fuerza en el principio de la sumisión del gobernante a
I
Cristianismo primitivo y patrística
280
las leyes, y por consiguiente en el límite que separa el rey del tirano.
Es notable en Sedulio, y más todavía en Hincm~ro, la referencia a ejemplos de la historia reciente, especialmente del reinado de Carlomagno,
pronto idealizado .
BIBLlOGRAFIA
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F. M. STRATMANN, Die Heiligen und der Sldat, vo1. IV, Von Leo dem Grossen bis
Nikolaus l ., FriUlcfort d. M., 1952.
Para San Agustm, véase además la bibliografía del cap. anterior .
Orosio y 5alvi~no
Adem:\s de P. DE LABRIOLLE y R. 1. P. MILBURN, obras cit. en la bibl. general
sobre la patrística, y COURCELLE y FISCHER, obras arriba cit. :
i
G. BOISSIER, El fin del paganismo, trad . cast. ya cit, n, 417·430.
G. FINK-ERRERA, «San Agustín y Orosio. Esquema para un estudio de las fuentes
del De civitate Dei», en Estudios sobre la «Citldad de Dios». cito en el capítulo anterior.
Z. GARCÍA VILLADA, Historia eclesiástica de España. 1, Madrid, 1920, pp. 256-266.
M. MARTINS, S. J.. Corren/es da filosofia religiora em Braga (século! IV-VII ), capítulos VI y VII, Porto, 1950.
I
G . BOISSIER, El fin del paganismo, trad. casto ya cit.,
1,
n,
431445 .
San Isidoro
Trad. cast. de las Etimologías, por 1. CORTÉS GóNGORA, Madrid, 19'1 (S . A. C.l.
Trad. casto de las Sentencias, por J. OTERO URUÑUELA, 2 vols., Madrid, 1947.
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drid, 1933.
S. MONTERO oíAZ, Introducción general a la traducción cast. de las Etimologías
de L. CORTÉS GÓNGORA, antes citada .
281
4. Fin del período patrístico
El gel4sianismo 'Y lar escritores carolingios
ARQUILLIERE,
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L. HALPHEN, «L'idée d'Etat saus les carolingiens», en su libro A tr4vers l'histaire
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193·214,
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