Diagonal - Natxo Arregi

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Diagonal europea
Texto : Natxo Arregi
Fotos : Karmele Baelo
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Índice
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Poitiers
Arras y Lille
Poznan
Warszawa
Bialystok y Suwalki
Lituania
Vacas
Klaipeda y Neringa
Kaunas, Trakai y Vilnius
Países Bálticos
Igualación por arriba
Krizyu Kalnas y Jelgaya
Riga
Riga
Sigulda y Jurmala
De Riga a Tallinn
De Tallinn a Kaunas pasando por Riga
Países Bálticos
Economías en transición
Gicycko y Olsztyn
Gdansk
La ciudad resuucitada
Gdansk
La calle Dluga es plaza
Sopot y Slupsk
Kotsalin y Szczecin
Greifswald, Stalsund y Rostock
Warnemünde, Bad Doberan, Wismar y Lübeck
Hamburg
Bremen
Groningen, Leeuwarden, Hoorn, Volendam, Monickendan y Marken
Ämsterdam
¿Qué tiene Ämsterdam?
Ämsterdam
Descubrir, perderse, reencontrarse
Haarlem, Leiden y Delft
Scheveningen
Puerto de Rotterdam, el Delta y Vlissingen
Gent y Amiens
Rouen y Nantes
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Poitiers
10 de julio de 2004
El Tour de France es una propuesta extrema para ciclistas: 3.360 kilómetros el de este año, distribuidos en 21 etapas. Y el Diagonal europea que hoy emprendemos una propuesta razonable para automovilistas: 8.000 kilómetros, que luego serán 9.000, en 23 etapas. El premio del ciclista es la paga, la
fama y la gloria deportiva, en su caso. El premio del automovilista-turista es el conocimiento, la vivencia de experiencias nuevas y tal vez insólitas, el disfrute y el placer, la holganza y una buena ración de
evasión. Todo ello es posible porque mientras el coche trabaja, tu descansas y miras, y ves. Y cuando
llegas donde te propusiste, el cuerpo te pide transformar la visita a 100 por hora en el registro pormenorizado, a 3 por hora, paso sobre paso, de los recovecos de calles y plazas, los perfiles de gentes y
monumentos, los colores y olores, los aires y luces de las tiendas, restaurantes, iglesias, jardines y
tranvías poblados.
La Europa que nos proponemos ver es la más lejana de donde estamos y también de la más periférica: Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, recién incorporados a la UE. El recorrido a 100 por hora es,
a pesar de todo, lento, pues lo hemos trazado por la Europa atlántica, inmensa llanura de paisajes dulces y repetidos a través de esas vertientes francesas, belgas, holandesas y alemanas. Es la Europa del
viaje a 800 por hora de los aviones. Aún la velocidad de autopista se le queda corta al paisaje monótono. Pero los 100 por hora dan para pararse donde uno quiera, cuando uno quiera y como uno quiera,
ventaja incomparable que no ofrece el avión.
Vamos a ver cómo se las apañan algunos de nuestros recientes compañeros de viaje europeo:
cuatro de los diez países recién integrados en la Unión. Tres de ellos, los Bálticos, nos son desconocidos. Quisimos visitarlos hace muchos años, en pleno periodo soviético, pero una apendicitis de la copiloto que llevo a mi lado nos retuvo en Moscú. Han debido esperar hasta hoy.
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Hemos adelantado el viaje medio día, para hacer más llevaderas las dos primeras y maratonianas
etapas. Así que la vista descansa una vez más sobre la cinta asfáltica en el paisaje verde y sobre los
nombres archiconocidos de una de las autopistas que más veces he recorrido en mi vida. Hemos salido
después de comer y acabaremos en Poitiers. Allí nos espera la ciudad ya apagada, el bellísimo románico de Notre Dâme la Grande, las calles vacías tras el cierre de las tiendas, la catedral cerrada y algunas
terrazas donde cenan pocos comensales. El cielo está gris oscuro pero un extraño efecto sobre la caliza
limpia de Notre Dâme le confiere luz interior. ¿Reflejo de su alma? ¿O será que la belleza siempre irradia?.
Me doy cuenta de que esta rápida visita, este agradable estirar las piernas, nos depara el primer
tres estrellas de un viaje en el que no abundarán los grandes monumentos. No se trata de un periplo
por el extraordinario patrimonio artístico de la Europa central, sino una incursión por las sencillas propiedades y culturas de sus pueblos periféricos. Pero estoy seguro, o mucho me equivoco, que contemplaremos la dignidad. Eso es al menos lo yo que busco por el allá arriba y el allá a lo lejos de Europa.
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Arras y Lille
11 de julio de 2004
Las autopistas nos llevan hacia el norte. Pero Arras no se escapa esta vez. Una pequeña, activa y
sobresaliente pequeña ciudad francesa que se nos había resistido hasta ahora. Es domingo y podemos
incluso aparcar en la Grande Place. Se trata de un inmenso rectángulo bordeado por multitud de mansiones de ladrillo y piedra que sustituyeron a partir del siglo XVII la madera de las estructuras medievales. Pues la plaza-mercado permanece desde hace más de mil años. Es la vocación de eternidad de la
institución más unida al quehacer humano: el intercambio de mercancías.
La plaza es grandiosa y preciosa. Regular, bordeada sistemáticamente de arcadas, como un enorme claustro que arropa sin cerrar, coronada por una uniforme y dinámica sucesión de frontones triangulares más o menos esculpidos y adornados. Se me ocurre pensar en los eventos que habrán podido
ser contemplados en este impresionante escenario: toda clase de mercados, entradas triunfales, paradas militares, festejos populares, mítines y revoluciones, espectáculos grandiosos, finales de etapa del
Tour, .., antes del inmenso aparcamiento actual. Reconozco en el lugar el hálito de la historia concentrada y escribiría al alcalde conminándole para que entierre bajo tierra el aparcamiento.
La respuesta del alcalde la encuentro inmediatamente en la place des Héros, comunicada con la
anterior, más pequeña pero grande también, y aún más bella. El Claustro es ahora más rico y el mercado que sugiere más especializado, en la plaza coronada por la torre y cerrada por el ayuntamiento
gótico. “Ya hemos librado de coches la Plaza de los Héroes. No podemos evitarlos en todo el centro”,
me diría el alcalde. “Pero sí enterrarlos. Azkuna lo haría si tuviera un centro así”, contesto airado y
presuntuoso.
Ella se me suelta de la mano y, de espaldas a la plaza, dispara la foto contra el cristal-espejo de la
vulgar tienda cerrada. Otros turistas y lugareños la miran extrañados e investigan sus gestos hasta que
comprenden. El espejo refleja la mejor imagen de la plaza y en ella queda incluida la fotógrafa. Entonces los lugareños sonríen y los turistas imitan la hazaña. Allá quedan varios de ellos, fotografiando la
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plaza autorretratándose, tras dar muestras de gran aprobación por el descubrimiento en varios idiomas.
Bien comemos y corremos a la Lille que nos espera. Quiero recordarla y ver las novedades introducidas tras su capitalidad cultural europea de hace poco. Está de domingo a la tarde, pero con las
bellas casas de ladrillo y piedra esculpida de siempre, ahora más limpias y adecentadas. La parte vieja
y el centro acaban haciéndose bulliciosos a pesar del día y la hora, pero no conviene salir de él, porque
el resto de la ciudad, salvo las grandes estaciones, está desierta.
Simpatizo con esta gran ciudad que ha sufrido crisis tan profundas como la mía, de las que ha
querido levantarse a base del High-Tech de su Euralille, moderno y gran barrio de resultados inciertos
y desiguales, no despreciables sin embargo, donde todo es Lille: Lille-Europe y Lille-Flandres, Gare Lille,
Tour Lilleurope, Centre Euralille, Lille, Lille, Lille.
La ciudad está llena de unos armatostes raros y complejos, dentro de enormes cajas, donde las
máquinas simulan cobrar vida de forma artificiosa y onomatopéyica. Un manierismo lerdo de algún
artista soso que ha tenido una enorme financiación para plagar de feos artefactos las calles de la ciudad.
Agur Lille. Elige otro año mejor a quien financias para estimular el paseo ciudadano.
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Poznan
12 de julio de 2004
Hoy nos toca hacer kilómetros. 1.150 exactamente. Atravesar Bélgica, un trozo de Holanda, toda
Alemania y otro trozo de Polonia. Lo hacemos bajo el cielo gris, las tormentas y la lluvia, pasando no
lejos de ciudades donde sería magnífico detenerse. Pero serán solamente las salchichorras, las kartoffel y el pastel de carne de la Gasthaus de la autopista quienes logren parar nuestro frenesí kilométrico.
Polonia acaba con las autopistas gratuitas que no hemos abandonado desde Lille. Comienza entonces el trágico tramo final de nuestra etapa, una carrera de obstáculos por la transitada carretera
que une Berlín y Warsovia, colas y atascos, donde podemos ver, casi en nuestras narices, dos terribles
accidentes con numerosos muertos anónimos y arrugadas chatarras espectaculares y singulares. Un
espanto que nos hace llegar sobrecogidos a nuestro destino: Poznan.
Esta es una ciudad nueva para nosotros. Grande. No se ha desembarazado aún de su gris sovietismo. Produce, bajo el cielo oscuro, lluvioso y frío, entre la herrumbre de sus casas de barrio y el musgo negro de las fachadas norte, la triste impresión de la decadencia.
Sin embargo, Poznan tiene plaza. Y no sabes lo que eso alegra. No bailo porque no sé, pero salto
sin querer, y aprieto la mano y abrazo el hombro de ella, entre las casas barrocas pintadas de colores
pastel del inmenso cuadrado, donde en la mitad cabe un gran edificio renacentista que podría estar en
la misma Venecia, si le pluguiera. ¿Cuántas vueltas le damos? Varias, bastantes, muchas, todas. No es
fácil irse de aquí, de la alegría si está rodeada de tristeza, del color de la plaza si está rodeado del polvo
viejo de los entornos.
Exagero para destacar que la plaza es una delicia, porque los alrededores se degradan poco a poco, pero no de pronto, y siempre hay un hermoso parque donde descansar la vista del gris reinante.
Prefiero este Poznan con su bella plaza que hace ciudad a las ciudades que no lo son, acumulaciones anodinas sin corazón. Además, al fondo de la calle hay una hermosa iglesia barroca que nos llama
porque expide música. Al entrar la vemos llena hasta los topes de público y de su coro superior surgen
notas y más notas de violines extraordinarios que vuelan por todos los confines hasta llegar a nuestros
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tímpanos. No nos atrevemos a traspasar el dintel de la puerta abierta, por no molestar y porque no
vemos asiento libre por ningún lado. Pero en la triste Poznan hay bellas muchachas alegres que nos
sonríen desde un lateral y nos invitan a sentarnos, apretándose ellas en el único banco posterior que
queda con algún huequillo libre. No sólo eso, sino que se levantan y nos traen sendos programas del
concierto de unos jóvenes violinistas que tocan conocidas piezas bellísimas.
Digo la verdad si digo que no puedo mas de gozo y de agradecimiento. Se me junta la maravilla de
la música con el milagro de la simpatía de esas tres jóvenes que nos han dedicado unas sonrisas infinitas de acogida, chicas de Poznan que han querido complacernos, felices de poder hacerlo al ofrecernos, gratis, concierto, espectáculo, pues la iglesia tiene un interior extraordinario que supera en mucho a su exterior, programas, asiento y sentimiento.
No te olvidaré nunca Parish Church, que así te llamas, iglesia, ni las tres bellas sonrisas sin nombre.
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Warszawa
13 de julio de 2004
Me encanta Varsovia. Capital del gran país de las derrotas. Rebelde ciudad que siempre fracasó en
sus sublevaciones frente a los opresores, destruida por tanto tantas veces cuantos fracasos. Pero corajuda ciudad especializada en la reconstrucción tras las cenizas. En la última ocasión en que debió
hacerlo, cuando el ejército rojo la liberó en 1945 de los nazis, quedaban cuatro supervivientes famélicos, y no quedaba el 84% de los edificios destruidos, ni el 90% del casco antiguo, ni el 100% del barrio
judío.
Polaco es el pueblo que mejor sabe responder a la pregunta: ¿Qué hacer con el ingente montón
de ruinas?. En la plaza del Mercado de la Ciudad Vieja hay un museo emocionante que lo explica. Es
donde ella lloraba como una Magdalena cuando lo visitamos hace cuatro o cinco años. Es muy sencillo:
arriba una imagen de un montón de ruinas, inmediatamente abajo la misma foto con todos los edificios reconstruidos, tal cual eran, una vez recuperado su mejor semblante. Al lado, una explicación de
los esfuerzos de la reconstrucción. Repite esta misma presentación decenas y decenas de veces, correspondientes a otras decenas y decenas de lugares singulares de la ciudad y tienes un museo que va
atrapando inexorablemente tu corazón y tus neuronas hasta volcarlas en admiración y en profunda
emoción por el coraje humano que expresa tanto de amor, de orgullo y de dignidad. Este museo es
uno de esos lugares del mundo donde uno se reconcilia con la humanidad.
El caso es que, por esta indomable fuerza de la derrota, tanto más potente que la que produce la
victoria, Varsovia es una ciudad con un casco antiguo extraordinario, extenso, pintoresco y lleno de
vida, que se continúa en una larga y bella calle comercial que lo comunica con el centro moderno. Po10
cas ciudades pueden ofrecer tan hermoso y conexo callejear entre singularidades juntas. Hoy, día gris
y sirimiroso, tiene, a pesar de la gente, no abundante pero suficiente, un aire melancólico. Es que el
admirable conjunto barroco está coloreado de tonos fríos, que los grandes árboles de sus pequeños
parques dejan entrever, tras las umbrosas sombras de día sombra, las aguas del gran Vistula, allá abajo, que los músicos callejeros expanden notas íntimas, que las conversaciones de la infinidad de terrazas son privadas y que los caballos trotan tranquilos arrastrando pulidos carruajes que producen ecos
de otros tiempos sobre los adoquinados.
Fuera del centro histórico la ciudad se extiende en amplísimas avenidas soviéticas que dejan gigantescas manzanas de viviendas vulgares sin solares comerciales y con parques interiores. Uno de los
peores urbanismos. Corrigiendo este gran despropósito emergen hoy, como setas, edificiotes enormes, rascacielotes espectaculares, hotelazos impresionantes y centrazos comerciales. Una ciudad se
construye a lo largo de décadas y siglos. Hay muy pocas ciudades en el mundo que estén acabadas
como el centro de París o como Londres. Varsovia debe aún esperar varias décadas a ver qué resulta
de todo esto. Por ahora consigue sólo dar aires de GranCapital, indicios de DinámicaMetrópoli, NuevaRica que muestra los billetes gordos como carta de presentación. Nada más, porque no hay conjuntos acabados, todavía. En las afueras se extienden, al lado de los novísimos centros comerciales, las
filiales de las multinacionales, modernísimos concesionarios del gran objeto de deseo que es el automóvil, fábricas de montaje de artículos conocidos, grandes almacenes y toda la parafernalia del desarrollo occidental.
Polonia es un país ex-soviético que ha sufrido relativamente menos que sus vecinos la terrible
conmoción de su transición al capitalismo. Hoy va bien si no fuera por el paro, la misma tragedia en
todos los ex de la URSS. ¿A qué hay que achacarla? ¿A la ineficiencia soviética? ¿A la brutalidad capitalista?. A las dos, desde luego. Ahora bien, lo que yo me pregunto es por qué no llamamos también “ineficiencia capitalista” la de un sistema que hace entrar en regresión económica aguda a una partida
ingente de países durante más de una década y que es incapaz de dar trabajo durante las siguientes a
sus poblaciones.
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Bialystok y Suwalki
14 de julio de 2004
Salimos de la capital de las derrotas y me pregunto si será por eso que se muestra como la mejor
aliada de la capital de las victorias, Washington. Polonia, y con ella todos los países ex-soviéticos de la
Europa oriental, se desvivieron por entrar en la OTAN en cuanto pudieron, es decir, en cuanto Rusia
consintió. Polonia lo consiguió pronto y las repúblicas bálticas a las que mañana entraremos alcanzaron tan deseada meta hace bien poco, en la última gran ampliación, junto con Rumania, Bulgaria, Eslovenia y Eslovaquia. De tal manera que ya, de los 25 miembros actuales de la UE, sólo Suecia, Finlandia,
Austria, Malta y Chipre no pertenecen a la organización atlántica. Polonia, además, ha sido y es, junto
con la España de Aznar y el Reino Unido, el principal baluarte de la política agresiva de EEUU en Irak.
Polonia se apresuró a dividir Europa a favor de Washington y su guerra de Irak en la Carta de los Ocho
(junto con Chequia, Hungría, España, Portugal, Italia, Reino Unido y Dinamarca). Polonia impulsó y
firmó la Declaración de los Diez países de la Europa Oriental (de Estonia a Albania) a favor de una política defensiva atlantista y proestadounidense. Todo ello es la política reciente de Polonia, cuyo presidente la expuso mejor que nadie en enero de 2003: “Si este es el punto de vista del presidente Bush,
es también el mío”. Exactamente igual que Aznar, aunque nunca éste fue tan explícito en su postura
de sumisión total a la potencia hegemónica.
Además de la explicación obvia de que Europa no tiene política de defensa, ni común ni fiable, todavía, a la que los países débiles o medrosos acogerse; además del miedo al Este, a esa amenazadora e
inmensa Rusia que los oprimió, cuyo aliento sienten tras la frontera común de todos esos países con
ella; ¿no habrá una atracción fatal entre perdedores y ganadores?. Es la pregunta que me hago en este
momento. No sé responderla. Lo que sí sé es que esa alianza agresiva me reafirma en la apuesta por
los que saben las dos cosas, tanto ganar como perder. Esa virtud que define a Europa como potencia
ganadora-perdedora, es tal vez la que la hace prudente y líder a la vez, la que gana ascendiente en el
mundo como potencia serena y activa.
Pero ahora estoy de viaje, así que prefiero recordar y recrear la Varsovia renaciente que me ha
inspirado la noción de fortaleza-de-la-derrota y del coraje-del-fracaso, que tan magníficos frutos produce. Y me encamino hacia el noreste, rodando no demasiado distante de la frontera bielorrusa.
Paramos en Bialystok, una ciudad poco desarrollada donde paseamos, lo miramos todo, compramos fruta y verdura muy barata y comemos. Luego el mapa de carreteras antiguo nos juega una mala
pasada al nombrar una carretera con la apelación de otra. No caemos en la cuenta hasta que una larga
cola en la frontera bielorrusa nos explica mejor que nada donde estamos, muy lejos de donde queríamos. Para mi ego es todo un golpe un error tan notable en la que creía mi especialidad para detectar
geografías, orientaciones y paisajes.
Bien, eso nos permite corregir la pifia trazando infinitas carreteritas secundarias, pasar por aldeillas minúsculas, oler los campos, las setas de los bosques, los niños jugando, los hombres arreglando
porches, las mujeres atando gavillas y el estiércol en los arcenes, ayudar a algún labriego a trasladarse,
preguntar al del tractor si es por aquí o por allá, según nos vamos adentrado en la región de los lagos.
Por tanto, llegamos tarde a Suwalki, en teoría un polo turístico interno, en pleno corazón de esa
región lacustre fronteriza con Lituania y con el enclave ruso en el Báltico de Kaliningrado. Pero Suwalki,
su centro al menos, está de capa caída. Hace frío y viento y no le encontramos la gracia por más que se
la buscamos.
A cenar y a dormir, por consiguiente.
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Lituania - Vacas
15 de julio de 2004
Lituania es la mayor (el doble de Catalunya), la más poblada (3,6 millones) y la más densa (55
habitantes por km2, el doble de Castilla y León, aunque menos de la quinta parte de Euskadi) de las
naciones bálticas. Es también la que tiene una población más homogénea, lo que en estos países significa un menor porcentaje de rusos.
No es más rica que Polonia, pero nada más traspasar la frontera notamos el cambio: las carreteras
están excelentes, reina la limpieza y las cosas bien terminadas.
La campiña está de todos los verdes y es llana con muy suaves y deliciosas ondulaciones. Los lituanos desbrozaron los bosques quizás en demasía, porque la población rural no da, según la vemos,
para trabajar todos los campos. Hay mucho cereal y mucha pradera, pero también bastante campo en
barbecho y no recientemente cultivado. Para el automovilista es mucho más agradable correr entre
campos abiertos que entre bosques cerrados. La vista para ver encuentra mucho más. Así que vamos
un tanto extasiados, porque el día se ha aclarado y produce bellos efectos entre los diversos verdes.
Hay extensos campos de colza intensamente amarillos, azules de lino, otros que parecen también
cereales intensamente blancos y otros más de todos los verde dorados. Porque aquí, en este mundo
báltico, el cereal permanece sin recoger a mediados de julio. Los campos en barbecho no les van a la
zaga en hermosura, pues en ellos crecen altas hierbas con todo tipo de flores: naranjas, violetas, azules y blancas, sobre todo blancas.
En las grandes praderas hay vacas bien alimentadas que me hacen pensar mucho. Los rebaños no
son grandes y las 10 o 20 vacas en la inmensa pradera se disponen bien separadas unas de otras, sin
formar piñas. Están tan sumamente bien alimentadas y tranquilas que la mayoría yacen plácidamente
sentadas, mirando todo sin ver nada. ¿Será que las vacas lituanas son menos sociables que las nuestras?, me pregunto. Mañana saldré de dudas, porque mañana veré rebaños grandes. Comprobaré que
la disposición cambia cuando el número aumenta al centenar. Entonces es como aquí, la mayor parte
de ellas se apiñan muy cerca unas de otras, hay otros pequeños grupos algo separados y algunas individualidades más aún. Entiéndase, se apiñan no porque tengan necesidad de ello, pues el prado es
inmenso, sino porque les da la real gana hacerlo así. Me pregunto entonces si la distinta disposición
espacial, que interpreto en clave de sociabilidad vacuna, depende de lo que parece: que tal sociabilidad aumenta con la cantidad de unidades: si son pocas se dispersan, si son muchas se juntan. Y pienso
en las sociedades humanas.
A mí, sin embargo, no me gusta el modelo social vacuno, ni el disperso ni el concentrado, tan
estático. Mi modelo preferido es el pelotón ciclista: muchedumbre en movimiento. Algún día escribiré
algo sobre la maravilla de la serpiente multicolor cuando corre un tour por etapas, dividido en equipos, salpicado de individualidades, líderes y gregarios, aventuras y sucesos, peligros y contingencias,
pero también certezas y verdades, planes y programas. A veces, cuando oigo los comentarios expertos
e inteligentes, aunque limitados, de un Perico Delgado siguiendo cualquier etapa ciclista, me parece
estar siguiendo las cavilaciones del más profundo de los filósofos cuando las reinterpreto en otras claves sociales y humanas.
Hermosas vacas lituanas que punteais de blanco y negro los verdes que te quiero verdes de la tierra húmeda. Amigas de siempre, os he mirado muchas veces una a una a los ojos vacíos, pues siempre
os he tenido cerca en mi tierra, pero en Lituania doy en observaros como grupo y mi pensamiento es
ahora sobre lo que me podríais enseñar si os pusiéramos de pronto a todas encima de una bicicleta y
organizáramos el Tour Vacuno de Lituania en 15 etapas.
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Klaipeda y Neringa
15 de julio de 2004
Ella ha dicho que qué es eso de llegar hasta aquí y no ver el Báltico y los larguísimos diques de dunas que los limitan. Por consiguiente, caminamos raudos por la autopista hacia el oeste, dispuestos a
hacer bastantes centenares añadidos de kilómetros sobre los previstos, para satisfacer el mejor de los
vicios, la curiosidad.
El sol que se asomó hace poco ha vuelto a desaparecer. Mientras ella dormita a mi lado yo comienzo a comprender las infinitas variedades del gris. Recapacito que vemos una ínfima parte de lo
que se nos muestra, que es, a su vez, una ínfima parte de lo que hay. Y que la ciencia está para llenar
tanta ceguera. No es científico, pero si que considero un descubrimiento este otro gris, distinto al del
mar y el cielo de aceros de mi tierra, lo que ahora veo. He de decir que llevamos con cielos cubiertos
desde que salimos de Bilbao, así que la luz, que ya se fue, de esta mañana, ha sido recibida como una
bendición. Y el gris de ahora como si la alegría del cielo se hubiera torcido tras un gran disgusto. Pero
he de añadir que nunca han sido grises plomizos, como esos del invierno centroeuropeo, sino grises
tormentosos y variados. Ahora alcanzan, para compensar que ocultan el sol, una especie de paroxismo
de variedad y de luminosidad: hay mil grises en el cielo, destellantes y sombríos, claros y oscuros, tramados y limpios, estirados y boludos, esplendorosos y lumínicos, que forman figuras abstractas y cuadros vigorosos. Cuando ella despierta da en identificar figuras que yo no veo pero si escucho, que no
es lo mismo pero es igual.
El gris se asienta sobre la llanura verde, pero la traspasa de vez en vez cuando aparece un pueblo.
Las casas son de madera y los tejados de uralita. Y la madera acaba gris y la uralita de los tejados, lo
que más se ve en la lejanía, se llena de solera gris, musgos y líquenes grises, décadas y siglos de gris
que ensaya todos los matices. El conjunto del pueblo es una pintura gris llena de trazos finos en la verdura, bajo el techo gris del cielo lleno de trazos gruesos. Y debes creerlo, toda la luz del cielo se concentra en los pueblos, como si el resto de la tierra no la mereciera, como los focos sobre las joyas en el
escaparate.
Así llegamos a Klaipeda, tercera ciudad lituana, el único puerto del país que merece este nombre.
Deslabazada ciudad con un centro histórico limitadito pero agradable. La tarde la dedicamos a la
península de Neringa. Se trata de una cinta litoral, un gran dique de dunas naturales de 100 kilómetros
que va desde Klaipeda hasta Kaliningrado, el enclave ruso. De estos 100 kms. la mitad son de Lituania y
la otra mitad de Rusia. Deja en el interior
una inmensa laguna salina, donde se asientan los puertos y los pueblos de veraneo.
Nosotros hacemos los 50 kilómetros lituanos por los bosques de coníferas tras las
dunas, haciendo incursiones a varios pueblos lujosos al interior, a las altísimas dunas
y a la interminable playa de 100 kilómetros
del exterior.
He sostenido muchas veces la teoría de
que los pueblos estadounidenses son un
trasunto de los escandinavos y de que no se
ha investigado a fondo estas concomitancias
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americano-escandinavas. La vuelvo a ratificar ahora que veo estos pueblos de Neringa, sus casitas de
madera perfectamente repintadas, tras y dentro de los bosques de abetos y pinos, y me parece estar
viendo, tal cuales, algunos pueblos del Pacifico americano, u otros suecos y noruegos.
El día se ha puesto tormentoso y la gran playa exterior, de espléndidas arenas, enseña un Báltico
tenebroso y agitado, ventoso y furibundo, muy bello.
Subir a las grandes dunas es casi como subir a Artxanda. El ejercicio se agradece, el ecosistema
dunar tiene particularidades increíbles, tapices
tupidos de flores azules
incluido, y la cumbre
permite descubrir la
geografía, todo lo que
los bosques habían impedido ver hasta ahora.
Así, colmados de
placeres, a gusto, tranquilos, el coche nos devuelve durante el larguísimo crepúsculo y el
primero trozo de noche
hasta nuestro destino
final en Kaunas.
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Kaunas, Trakai y Vilnius
16 de julio de 2004
Uno de los principales atractivos de los viajes con ella son las manos que no soltamos. Son muy
útiles a las personas de poco hablar, pues las hacemos sustitutas de la lengua. Para ello necesitan estar
unidas, así que, cuando ella la suelta durante interminables momentos para hacer la foto, la impaciencia recorre todo mi brazo derecho desde el hombro hasta la punta de los dedos. La reanudación del
contacto es una operación compleja que requiere un largo ensayo y error en el acomodo de los dedos
y las palmas, delicia que alargamos tanto como podemos. Luego, yo no señalo con mi izquierda libre
sino con la derecha atada, ella no me responde con palabras, sino con apretones y caricias, y ambos
chapurreamos el balbuciente lenguaje de la piel con la más compleja de las extremidades humanas:
muñeca, palma, dedos, falanges, nervios, músculos y tendones de enorme versatilidad y ductilidad,
unidos al más complejo cerebro de los primates y conectados por internet al corazón. He dicho chapurrear y lenguaje balbuciente, pero a veces parecen discursos de cátedra lo que hacemos con estos instrumentos de cinco dedos e increíbles prestaciones.
Es así como hacemos la placentera visita de Kaunas, una ciudad
agradable, extendida entre los meandros del Nemunas y el Neris, los
grandes ríos lituanos. Vastos barrios
soviéticos se extienden por las colinas adyacentes y el centro tiene su
ciudad vieja y su ciudad nueva, como
toda urbe que se precie, Casco Viejo
y Abando de Bilbao. Nosotros recorremos la Kaunas “Zaharra” con detalle y repasamos la Gran Vía “Berria”,
que se llama Laisves, de un extremo a
otro.
Luego, de camino hacia la capital, nos detenemos en Trakai, un
punto donde se unen varios lagos, se
alza un magnífico castillo y un pueblo
de madera. El lugar es espléndido y lo
paseamos mientras podemos, es decir, hasta que un chaparrón frena tras
la cortina de agua los impulsos que
recibimos de los paisajes románticos,
los envites de los planos de agua plateada enmarcados por horizontes de
bosques y la tracción del rojo, armónico y bello castillo que surge vertical
de las aguas y compone un categórico cuadro con los bosques. Aprovechamos el parón para comer en
un restaurante con buena pinta. Yo he visto en el mercado de Kaunas tremendos solomillos y chuletas
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a precios bajísimos e intento pedir lo que en la carta lituana creo un chuletón de manda madre. Luego
resulta una especie de hamburguesa no muy bien preparada con quesos y chanfainas.
En todo Lituania
proliferan los troncos
esculpidos,
grandes,
medianos y pequeños,
que se colocan como
totems africanos en la
entrada de las casas, de
los parques, de las terrazas y de los monumentos. Representan
muchos de ellos un personaje repetido, evidentemente
popular
como Cristo o la Virgen
María. Aquí en Trakai
abundan por todas partes.
Vilnius es la única capital báltica que está en el interior, más dedicada a comerciar con Bielorrusia
y Polonia que con los países nórdicos por el Báltico. Está constituida, como Kaunas, por el centro viejo
y nuevo y por enormes barrios ex-soviéticos relegados en las afueras por ríos y colinas, bastante arreglados a estas alturas. El que está muy arreglado es el centro viejo, con sus casas barrocas pintadas en
tonos claros apastelados, beiges, vainillas,
aceitunados claros, azulones celestes, blancos,
... Las tiendas son buenas y todo está muy
limpio, las coloristas
terrazas animadas alegran una unidad estilística muy grata. La limpieza y la categoría de
las tiendas, unida a los
colores y el aire, hace a
veces dudar de si nos
encontramos aquí, en
Lituania, o en cualquier
ciudad escandinava casi
siete veces más rica.
Recibimos, por tanto,
una inmejorable impresión. Todo resulta agradable.
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Países Bálticos – Igualación por arriba
17 de julio de 2004
Nos dirijimos ya hacia el norte, a Letonia, por carreteras siempre de buen aspecto. Por ellas circulan coches casi siempre cochazos, BMWs, Mercedes, Volvos y demás, tal como en los países escandinavos que me son recordados continuamente. Es algo que ha cambiado al traspasar la frontera polaca,
donde todas las categorías de coches, baratos y caros, pequeños, medianos y grandes, se presentaban
por igual. Con esto queda en Europa ya sólamente Francia como país que mantiene la preferencia por
los coches pequeños y por hacer durar a los viejos.
Los BMWs, Mercedes y Volvos de Lituania, como los que luego veremos en Letonia y Estonia, no
suelen ser, sin embargo, últimos modelos, sino de los años 90. Parece entonces que el mercado automovilístico en los países bálticos, así como en Polonia, Chequia, etc. es el mercado de los cochazos de
segunda mano de la Alemania y de la Escandinavia fronterizas. Recuerdo que en los años 90 todo coche que se preciara debía ser portador de una alarma escandalosa, y recuerdo que esa molesta moda
se superó en los 2000. Pues bien, en los países bálticos, con sus relucientes y como nuevecitos coches
de segunda mano de los años 90, es frecuente tener que caminar haciendo esfuerzos por abstraer la
correspondiente sirena de la alarma caprichosa y malcriada.
Me da qué pensar esta cultura del coche grande en los países más igualitarios del mundo, como
son los escandinavos a los que estos bálticos se asemejan. Yo prefiero el coche pequeño, que puede
ser de buena calidad, pero en la simbología jerárquica el grande ocupa todavía la cúspide. Desgraciadamente, pero esa es otra cuestión. En los países bálticos se produce la cultura del coche grande, que
es también la cultura de la tienda renovada de calidad contrastada, la ventana nueva de primera, los
edificios nuevos que podrían estar en California o Estocolmo prácticamente todos ellos, espléndidos,
la ropa buena, etc. Es una igualación que se produce por arriba, distinta de la pretendida igualación
por debajo de los barrios soviéticos, de poca calidad constructiva casi todos ellos. No se trata de que
sean países ricos. Aunque estoy seguro de que poseen casi todos los ingredientes para aumentar sus
rentas al nivel europeo en una década (si resuelven los contenciosos de sus poblaciones rusas), todavía son relativamente pobres, menos de la cuarta parte de renta por persona para algo menos de la
mitad de capacidad de compra que nosotros, los hispanos. Diferencias bien notorias que se perciben
menos de lo que correspondería a las cifras cuando uno pasea por sus pulcras ciudades rodeado de
tiendas buenas y cochazos relucientes.
Cuando pienso en esto de la igualación por arriba o por debajo, me acuerdo de una directora de
escuela pública, llena de celo caritativo hacia los pobres y el vulgo, que no comprendía que se reivindicara un salón de actos comparable al del colegio de pago. “Esto es una escuela pública”, decía, y “por
tanto sus dotaciones deben permanecer de bajo nivel para servir a todos”, le continúo yo el pensamiento. En los países escandinavos parece funcionar la cosa un poco al revés. Se reconoce que todo
pichi tiene derecho a lo mejor, no sólo a lo peor. Y eso debe constituir un acicate para los que no disfrutan de lo mejor y un argumento para aceptar los impuestos aplicables a los que ya lo disfrutan. El
caso es que logran así los mejores récords mundiales en la superación de las desigualdades. Siempre
recuerdo que, en los momentos más excelsos de socialismo soviético, cuando el guía nos informaba en
Moscú, de forma triunfalista, que los sueldos rusos se habían igualado hasta la proporción ocho a uno,
leí en la prensa, a la vuelta del viaje en Bilbao, que los suecos discurrían en un rango de seis a uno, un
rango semejante al de las cooperativas vascas.
Hoy se ha deteriorado esa relación, pero aún siguen siendo los mejores.
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Yo sé bien que la sociedad y la economía no pueden funcionar sino con desigualdad. Pero también es comprobable que el grado de desigualdad necesario para que la sociedad y la economía funcionen es distinto de unas sociedades a otras, lo q ue permite considerarlo modificable. Yo afirmo que
no hay nada más interesante ni más apasionante que reducir ese grado de desigualdad necesario, admito que es posible y complejo hacerlo y sostengo que las mentalidades y la sociedad subyacente
pueden evolucionar en este sentido, hacia un lado y hacia el contrario. Y por eso intento fijarme en
cómo son, entre las sociedades que funcionan, las más igualitarias, por descubrir sus soluciones y
acercarme a ellas. Y también en las más desigualitarias, EEUU por ejemplo, para reconocer sus claves y
apartarme de ellas.
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Krizyu Kalnas y Jelgaya
17 de julio de 2004
En Polonia, después de Bialystock, camino de la frontera bielorrusa, vimos una colina sembrada
de muchísimos millares de cruces. Esta otra que visitamos ahora en Lituania, la Krizyu Kalnas, cerca de
Siauliai, las tiene a millones. Es una costumbre de por aquí la de completar los festejos acudiendo a
plantar una cruz en la colina. Una costumbre religiosa, que ha dado en dotarse de un valor reivindicativo y nacionalista, debido a que el zarismo ortodoxo, primero, y la ortodoxia soviética después, intentaron repetidamente acabar con esta práctica, arrasando la colina, sin lograr otra cosa que alimentar
la rebelión popular en forma de irredentismo católico-nacionalista. La colina se volvía a poblar de cruces cada vez que era arrasada.
El lugar tiene un recogimiento innegable. Lo proporciona el espectáculo cultural de tan impresionante acumulación de cruces de todas clases, muy feas en general, y el notable silencio en el que se
desenvuelven todos los visitantes y los que ahora mismo plantan su cruz entre rezos y fervores. A ella
le impone, me dice, y a mi no, sea dicha la verdad. Estos soplos populares de religiosidad, casi siempre
de mal gusto, (pienso en Lourdes, en La Meca, en el Rocío, en Guadalupe, ...), tan masivos y adoctrinantes, me refrescan más las neuronas que la piel, me da por pensar más en totalitarismos mentales
que por sentir hálitos religiosos. Ya he dicho que mi modelo de sociedad es el pelotón ciclista en carrera, no la manada concentrada de vacas. Los aires religiosos, reinterpretados a mi manera, me llegan en
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las catedrales y mezquitas, los museos y las plazas, así como en los muelles y las montañas, es decir,
allí donde se produzca belleza, que es, creo, el auténtico aliento espiritual de la religiosidad.
Pasamos ya a Letonia, 2,3 millones de personas, poco más que Euskadi, y 37 habitantes por kilómetro cuadrado, más que Castilla León o Extremadura. Nada más hacerlo la carretera empeora, hay
menos coches y aumentan los bosques. Letonia, menos poblada, ha talado menos árboles para hacer
campos de cultivo y la llanura no deja ver otra cosa que los árboles de la primera fila del bosque. Más
aburrido, por tanto.
Camino de Riga paramos en Jelgava para comer. Es el ejemplo perfecto del imperfecto urbanismo
soviético de ciudad media (70.000 habitantes). Grandes barrios de viviendas sin solares comerciales
con jardines interiores que separan, grandes avenidas vacías, muchos parques para aislar y un centro
donde no se han estrujado las meninges para configurar una sucesión lineal de almacenes y tiendas
sólo a un lado de la avenida donde se ubica. Así que todo aparece como vacío, sin pulso, como un intento de limitación de la vida social reduciéndola al ámbito familiar y al trabajo. Porque, eso sí, ahí
están los autobuses y los tranvías para unir la fábrica y la casa, los dos únicos recintos vitales.
Letonia es la república báltica con más problemas. El principal es que sólo el 52% son letones. El
34% son rusos y hay también buenos porcentajes de bielorrusos y ucranios. Las ciudades del este son
mayoritariamente rusas, pero los rusos no tenían reconocida la nacionalidad letona ni derechos políticos como el del voto, sino tras cumplir demasiados requisitos: saber letón, residir en Letonia desde
hacía una pilonada de años, etc. Sólo en 1998 y tras muchos avatares, se aprobó en Referéndum la
nueva ley que liberalizaba los derechos de ciudadanía. A partir de entonces se admite que los hijos de
los rusos sean ciudadanos letones de pleno derecho -¡hasta entonces, no era así!- y se han amortiguado las exigencias para que los adultos rusos –y otras etnias- adquieran la nacionalidad: menos años de
residencia, no hace falta que los viejos sepan letón, etc. La UE dio el visto bueno a estas reformas y a
partir de entonces adquirió el pedigrí de país democrático que garantiza los derechos a todos.
Uhmmm!, no las tengo todas conmigo. En Riga nos ha parecido detectar que los mendigos y los que
ocupan los trabajos inferiores son rusos. Pero nuestra observación tiene muy poco valor, se sobreentiende.
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Riga
17 de julio de 2004
De los 2,3 millones de letones, 800.000 viven en Riga. Una hermosa ciudad destinada, creo, a ser
la gran capital báltica, junto a San Petersburgo, de parte rusa, y Estocolmo y Copenhague, de parte
Escandinava. Las otras capitales, Helsinki, Vilnius y Tallin, no tienen la solvencia metropolitana de Riga.
Además de ser mayor, tiene algo que las otras dos no tienen: un centro burgués de casas modernistas
y eclécticas, grandes calles de edificios notables de inspiración clásica y decoración barroca las más
ricas, típicas de los comienzos del siglo XX. Vilnius y Tallin pasaron del XIX al sovietismo, y luego al occidentalismo actual, sin ser tocadas por la época dorada de los comienzos de siglo XX. Riga fue un centro comercial importante en esta época y se cuajó en gran ciudad entonces. Las tres conservan relativamente bien su ciudad vieja barroca de trazado medieval, (un mérito soviético, por cierto) pero sólo
Riga tiene un gran centro moderno (que no contemporáneo). Tiene condiciones para ser la metrópoli
báltica. Está, además, en el centro de las tres repúblicas.
Yo he disfrutado cual camello en el oasis, bebiendo lo que necesitaba, movimiento de gentes y
pálpito de ciudad. Una calle, la Kalku, divide en dos la ciudad vieja y une ésta con la moderna. En su
trayecto se abre en plazas diversas y en ella se concentra tanta movida como cabe. No he hablado hasta ahora de las walkirias bálticas para no repetirme, pero es necesario mencionarlas, siquiera ahora,
en Riga. Se trata de un pelo rubio, una tez blanca, un cuerpo alto, esbelto y bien formado y unas larguísimas piernas, montadas sobre un pedestal elevado en forma de tacones puntiagudos. O sea, estupendas mujeres altas sobre tacones más altos todavía. No necesariamente tan guapas como las eslovenas y las croatas, otean el horizonte desde el faro. El despliegue de coquetería se completa con ropita recién estrenada, ceñida y escasa, se sobreentiende, minifaldera, escotera y ombliguera, que deja
asomar la tanga, faltaría más. Todo normal salvo la proliferación del modelo, tal vez el resultado de
una competición femenina que les ha llevado a doparse con los taconazos. Si todas se los ponen nadie
puede dejar de ponérselos, si nadie se los pusiera se adelantaría lo mismo, pero … En fin, un alegre
espectáculo.
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En la calle Kalku, además, funciona el paseillo triunfal del sexo triunfador. El de los toreros en la
plaza es mucho menos eficaz, porque las moléculas toreras no son como las sexuales, que vuelan alborotadas por el aire desde los movimientos del cuerpo de quienes las generan hasta los minglanillos de
quienes las observan, volviendo a su punto de origen para llenar de gloriosa satisfacción a las emisarias. O emisarios, que en la calle Kalku también los hay. Este paseillo, que revuela todo el contertulio
ciudadano de los paseantes y de los que abarrotan las numerosas terrazas y cervecerías, lo provocan
individualidades que practican el exhibicionismo en pasarelas de ida y vuelta, y vuelta a ir y venir por la
calle de principio a fin. De modo que no hay más que sentarse y abrir las antenas a las moléculas alborotadas que pueblan la atmósfera de olores sexuales.
En las cervecerías la cerveza es excelente y barata, los corros de las mesas de madera están animados y el ruido de las gentes es una música enérgica y bien trabada. Lo acompaña la del grupo y el
cantante al micrófono, de más categoría de la que pudiera suponerse y los espectáculos callejeros que
se producen por aquí y por allá. Por ejemplo, el de un pueblito alemán entero que decide deleitarnos
con sus canciones populares, así, porque sí, sin pedir ni aceptar nada a cambio. No son muy buenos,
sin embargo, pero sí muchos y grande la unción con que los numerosos viejos, bien magullados por la
vida, se emplean para explotar con emoción todas las pocas energías que les quedan en los crescendos y conseguir sobresalir por encima del alboroto ambiental de la plaza.
Tras las cervecerías se esconden casas barrocas, callejuelas mágicas e iglesias hermosas. En particular, la iglesia de San Pedro. Entre el limitado patrimonio monumental de los países bálticos, la torre
de esta iglesia me parece de lo más bello que pueda hacerse en torre, flecha armónica sobre el cielo.
Lejos de ella, al otro lado del Daugava, el gran río-puerto sobre el que se asienta Riga, la gigantesca y
bellísima torre de la televisión compite contra el barroco de San Pedro, en la liga mundial de las torres
bellas.
Riga, te has metido en mi corazón.
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Riga - Sigulda, Jurmala
18 de julio de 2004
Hoy es domingo en Riga y luce un día espléndido. Hacemos como los que viven en esta ciudad, salir fuera. Vamos primero a Sigulda, un pueblo residencial, con palacios y castillos, entre colinas de
hermosos bosques y ríos briosos que han excavado cauces en la roca. Estamos en el parque nacional
de Gauja, que toma el nombre del río. Es la única zona de colinas minúsculas, pero que en el llanísimo
país dan para nombrarla como la “suiza letona”. Nos damos un paseo por el bosque y los jardines de
un palacio, primero, y por los de otra fortaleza-castillo, después. Los prados ondulados de este último,
sembrados de numerosísimas esculturas de gran expresividad y enmarcados por los soberbios bosques y la pereza del calorcillo, invitan a tumbarse en el césped, bajo la sombra, fundirse con la tierra y
el astro, dejarse acariciar por el aire cálido y mandar a paseo el programa previsto.
Pero somos unos turistas formales, así que desandamos los kilómetros hasta Riga, la atravesamos,
y nos dirigimos a la larguísima franja litoral festoneada por una playa eterna tras cuyas dunas se encuentra el bosque y las dachas de Jurmala, una ciudad larguísima entre los árboles, quizás la estación
de veraneo más importante de todos los países bálticos. Sorprenden muchas cosas en Jurmala. Una,
no hay centro, sino centritos irreconocibles como tales; Dos, las dachas de los oligarcas soviéticos son
unas casas de madera impresionantes, que no desmerecerían en Connecticut o en Atlantic City. Hoy
están descuidadas y viejas, la mayoría, pero la concentración de lujo constructivo es evidente; Tres, a
la nomenclatura soviética le gustaba la soledad y no era amiga de las mezclas. Las juergas, o eran
místicas o se producían en el interior de las dachas. No aparecen servicios típicos de ocio, ni de hostelería y restauración; y Cuatro, o el sentido ecológico de los soviéticos estaba a un nivel extraordinario,
lo que sabemos que no es verdad, o su individualismo, su amor al bosque o las dos cosas llegaba a extremos inenarrables. Me explico.
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Jurmala es una franja de bosque de 20 a 30 kilómetros entre la duna litoral y los meandros del
Lietuva, el otro río que desemboca en el estuario de Riga. Dentro de él hay una enorme cantidad de
dachas y de chalecitos, hoy día, la mayoría con décadas de antigüedad. Hoy domingo hay una impresionante cantidad de gente en la playa interminable. Todo Riga. Yo he de suponer que, si Rusia y Letonia están plagados de bosques tremendos, las dachas se construían aquí porque aquí había una atracción añadida: el mar en la linde del bosque. Pero, sin embargo, los 30 kilómetros de playa son de playa
completamente salvaje, quiero decir, que no se ve otra cosa que mar, el arenal, y el bosque. Ni una
sola edificación a la vista desde la playa. Miento, una, sólo una, allá, en lontananza. Pienso en Isla Cristina o Punta Umbría, en Huelva, bosque tras la playa, pero repleto de urbanizaciones al pié del arenal.
Pienso en las Landas francesas donde los pueblos tienen su comunicación con el océano, aunque se
desplieguen en su mayoría tras la gran duna litoral, que aquí no es tan alta, ni mucho menos. Aquí no,
aquí la urbanización no se acerca al mar, sino que le da la espalda en el bosque, aunque sea el mar la
razón de su ubicación. Un misterio.
Nos sentamos a tomar un café en un chiringuito playero. Tal como nos hemos colocado yo veo el
mar y ella la barra del chiringuito. Llega una parejita joven y observo que un grupo de ocho muchachotes que toman cerveza cerca nuestro no quitan el ojo de la barra que yo no veo. Ella me dice: “vuelve
la cabeza con disimulo”. Obedezco y veo un culo extraordinario que supongo esconde una tanga invisible. Goloso y espectacular, de verdad. Ella, que lo tiene enfrente, me describe cómo el culo toma
dimensiones apocalípticas cuando es acariciado y palmeado por su acompañante, cómo lo hace notorio, gala de la ceremonia playera, espectáculo y demostración de poder sexual. Esto me queda a mí
clarísimo porque los muchachotes que observo con detalle están que revientan, y, aunque disimulan
con chistes y gracias, no evitan la fijación de sus miradas en la función que se representa en la barra.
Yo la tengo radiada por ella y reflejada en la avidez de los rostros masculinos.
¡Qué poder!
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De Riga a Tallinn
19 de julio de 2004
La tarde nos devuelve a Riga. Vemos ahora su sorprendente barrio Art Nouveau y las grandes plazas de la ciudad moderna. Yo me doy una vuelta por mi cuenta por la ciudad vacía, mientras ella descansa en un parque. Sólo la estación está abarrotada. Es la gente que vuelve de la playa donde hemos
estado. Luego acabamos donde siempre, revoloteando en la ciudad vieja y en la Kalku Iela. Pero esta
tarde de domingo no es como la de ayer, aunque sí la cerveza en la plaza. El tramo final del día, sin
embargo, nos despide con otro tipo de emoción. En un callejón de extraordinaria sonoridad, bien cerca de la torre de San Pedro, dos músicos de verdad, un violoncello y un contrabajo, desgranan para
nosotros cuanta intensidad y sensibilidad pueden albergar las notas, toda la competencia que puede
ofrecer la interpretación y la vibración que guardan el silencio y la serenidad. Así nos acoge la noche,
con el pecho en un sollozo y el alma agradecida, tras el buen rato estancados como estatuas, solamente nosotros y otra señora, en el callejón de la torre de San Pedro, en el concierto más minoritario y
elitista que nunca haya disfrutado.
El mercado nos retiene en Riga a primeras horas del lunes, antes de partir para Tallin. Mira que he
visto mercados de grandes ciudades, pero he de decir que este es el mayor que recuerdo. Pabellones
inmensos de productos muy baratos. Fuera de los grandes complejos, una interminable sucesión de
puestos de aldeanos que venden sus frutas y hortalizas, hacen calles y más calles. Junto con los chiriguitos que los prolongan, las estaciones cercanas, las galerías y los centros comerciales modernos de
los alrededores, constituyen una ciudad dentro de la ciudad. El gran mundo del comercio concentrado,
esplendoroso y divertido, interesante como el centro de la capital o su orgullosa ciudad moderna.
La entrada en Estonia marca de nuevo
algunas diferencias en la carretera, a favor de
esta última. De las tres repúblicas bálticas, es
Letonia la de menos renta y Estonia la de mayor, y a fe que se hace notar en las cintas de
asfalto, por mucho que las cifras marquen
diferencias poco importantes.
Tallin es la capital más turística y el punto más alejado de nuestro viaje. Aquí llegan
los grandes trasatlánticos y ferrys fineses y
suecos. Hace buen día y está abarrotada.
Conserva como un tesoro el centro de la ciudad vieja, el trazado medieval, las apasteladas
casas barrocas, las murallas y las torres defensivas; y las rodea de bellos parques. Tiene
el atractivo de la colina desde cuyos miradores se abarca la ciudad entera, pues los hay
varios dirigidos en todas las orientaciones. Las
calles del centro están colmadas de terrazas y
restaurantes, llenos a rebosar de escandinavos y rusos ricos. Los precios van en consonancia y comer y beber ha dejado de ser la
barata maravilla de Polonia, Lituania y Letonia. La capital estonia brilla limpia y pintadita
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como ninguna otra.
Ahora bien, a mí me ha sorprendido algo que me admira. Sucede en las tres capitales bálticas, pero en Tallin es todavía más notorio. El nivel de diseño de las tiendas y los edificios modernos es buenísimo. No corresponde de ninguna manera a la renta. Ya sé que la renta no lo es todo y por eso gusto
de destacarlo cuando se demuestra que el desarrollo consiste en algo más. Aquí es patente. Estos
bálticos ex-soviéticos han asimilado el diseño contemporáneo de la noche a la mañana, lo que a los
españoles nos ha costado muchas décadas y aun pecamos de la vulgaridad más alarmante en muchas
moderneces recién construidas. ¡Con lo que nos gusta construir!. No ocurre lo mismo aquí, donde
asombra el nivel medio de lo nuevo. La entrada y salida a Tallin rodeado de centros comerciales, pabellones expositores, edificios contemporáneos para los nuevos servicios que asoman en la estructura
económica es un despliegue de arquitectura de una calidad más que notable. Calidad inmaterial del
diseño y calidad de la construcción y de los materiales. Los bálticos adoptan con claridad la máxima de
reparar y construir bien lo que la economía les da para construir y reparar, que no es todo, ni mucho
menos. Pero lo que es, es bueno.
La calidad de los materiales es sobre todo dinero, vale, pero la calidad de la construcción y la del
diseño es más. ¿Qué es?. Leo las cifras y al menos encuentro una causa: todos los países bálticos dedican una fuerte cantidad de su PIB a educación. Y la educación, cuando es buena, sirve para muchas
cosas, pero sobre todo para estar conectado al mundo. Los bálticos lo están, ya lo creo que lo están.
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De Tallinn a Kaunas, pasando por Riga
Delicias viajeras - 225
20 de julio de 2004
Hemos llegado al punto más lejano y nos toca volver. Estamos a 300 kilómetros de San Petersburgo y es una auténtica barbaridad no llegarse hasta esa hermosísima ciudad. El plan original era tomar
en Tallin un ferry escandinavo, visitar unas horas Helsinki, que está ahí cerca, y la capital de los zares,
un par de días, para volver a Tallinn. Sin embargo, las increíbles dificultades para obtener los visados
rusos o, en su defecto, los escandalosos precios que había que pagar por las gestiones y los hoteles,
nos llevó a mandar a paseo tanta estupidez turística como estilan los rusos.
Nos volvemos con esa pena, que ya remediaremos de alguna forma en el futuro. Atravesaremos
las tres repúblicas bálticas de un tirón, hasta Kaunas, que está cerca ya de la frontera polaca, comeremos y haremos unos horitas de descanso en Riga y los últimos honores a la gran ciudad. Es un buen
momento para resumir la impresión global de estas tres repúblicas.
Venía a estos lugares en busca de dignidad, de gentes aún no ricas como nosotros, pero desarrolladas, igualitarias, cívicas, orgullosas y políticas, en el sentido de respetuosas y activas ante los acuerdos que permiten que las sociedades funcionen. Pues bien, si es verdad, como ha sancionado la UE,
que han alcanzado, por fin, un acuerdo satisfactorio e igualitario en el tema de las minorías rusas, poco
tengo yo que añadir sino que sería deseable que las mujeres llegaran al acuerdo general de suprimir
los taconazos, lo que les permitiría de todas maneras seguir compitiendo la Liga de la Coquetería Báltica, pero sin destrozarse los pies. El tema de las minorías rusas era escandaloso en Letonia (34% de
rusos), en Estonia (29 %), e incluso en Lituania (9 %), y afectaba, como se ve, a muchísimas personas.
Me gustaría ser un experto en el tema, pero no lo soy. Sólo alcanzo a dudar de que sean los más correctos debido a las idas y venidas de la tramitación de esos acuerdos, a las arduas negociaciones que
llevaron a ellos entre derecha e izquierda, entre minorías y mayorías étnicas, a los justitos resultados
que arrojaron los referendums que sancionaron las nuevas leyes, y a que, en estos, no pudieron votar
los más desfavorecidos, es decir, muchos rusos. Me temo que, en la disyuntiva que plantean los vectores ciudadanía y patriotismo, cuando no van juntos, como en Letonia, Estonia y mi propio país, pese el
patriotismo más de lo que debe en contra de la ciudadanía. Pues yo entiendo que es el patriotismo el
que debe caber dentro de la ciudadanía y no al revés.
Por lo demás he encontrado lo que buscaba en buen grado. Por las carreteras circulan grandes
coches a velocidades que nunca –casi nunca- rebasan los límites establecidos, las ciudades están limpias y los barrios populares, que vienen del periodo soviético, son tan dignos como lo eran entonces,
aunque sólo han sido remozadas las ventanas y no en todos los casos. Las gentes visten bien, son
amables, descansan plácidamente en las terrazas, toman el sol en las playas y hacen picnic en los lagos.
Hemos visitado las capitales y circulado más por la vertiente báltica que por la continental. Por
tanto, no hemos visto las ciudades más pobladas de rusos y bielorrusos, algunas donde son mayoría e
incluso alguna donde son casi la totalidad. Para empezar, ni siquiera las guías turísticas las proponen
como visitables. Sospecho, por tanto, que nos hemos quedado con la impresión de lo mejor de los
respectivos países. Ese mejor es bueno, muy bueno si lo comparamos con su renta, mejor que en Polonia, pongamos por caso, a pesar de que la renta polaca supera, en muy poco, las de las repúblicas
bálticas. Los parados que ha producido en demasía la durísima transición se ven en forma de mendigos
y de vendedores de minucias, pero yo esperaba ver bastantes más. Nada parecido a los mercados rusos de hace 10 años, impresionantes concentraciones de indigentes, que me gustaría saber como
están hoy, ahora que la economía rusa ha acabado también por despegar.
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Me voy de las repúblicas bálticas con buen sabor de boca. Me ha admirado, como me admiran los
países escandinavos, lo rápidamente que unos pueblos con poca historia son capaces de hacer para
entrar en ella a velocidades extraordinarias e incluso, como en el caso escandinavo, para colocarse a la
cabeza del mundo en no sé cuantas cosas. En este caso, además, tras la rémora de una transición catastrófica del socialismo al capitalismo que llenó toda una década regresiva.
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Países Bálticos – Economías en transición
20 de julio de 2004
Los países bálticos son economías en transición del socialismo al capitalismo. Eso quiere decir que
llevan ya muchos años privatizando empresas públicas y reestructurando las instalaciones industriales
y la economía. Cuatro efectos nocivos son evidentes e imparables a juzgar por la historia repetida y
contrastada por igual en todas las economías en transición tras el imperio soviético. Uno, la reestructuración industrial consiste en abandonar las fábricas obsoletas y renovar y aumentar la productividad
de las pocas rentables. Es decir, produce un enorme coste en forma de paro y también en forma de
disminución de la producción, ya que se reforman menos de las que se abandonan. Dos, la reestructuración de la economía bajo el faro de la occidental, lleva al cambio radical de los proveedores y los
clientes (Rusia, Bielorrusia y Polonia son sustituidos, en el caso báltico, por los países escandinavos y
Alemania), al cambio substancial de la producción hacia un modelo de sociedad de consumo, y a la
tendencia a reducir el peso de la agricultura y la industria en beneficio de los servicios. Tres, hay una
tendencia al desmantelamiento de las garantías sociales en el terreno de la seguridad social, e incluso
en el de la sanidad y la educación. Cuatro, sobreviene la aparición de la buitrera capitalista y de las
formas más escandalosas de corrupción, mafia y mercantilismo extremo.
Las impresiones que recojo en los países bálticos son las siguientes: Una, han superado claramente la fase regresiva de la transición y están rebotando para arriba. Es decir, han vuelto al crecimiento.
Dos, la reestructuración industrial es menos aparente que en Polonia, donde se ven más instalaciones
industriales nuevas de empresas occidentales en las afueras de las ciudades. Se siguen viendo algunos
oscuros mamotretos de antiguas fábricas semiocultos entre la vegetación, pero pocas fábricas modernas. Se deja ver mucho más una reestructuración de los sectores económicos. En concreto, un mayor
hincapié en las infraestructuras y los servicios, turísticos y comerciales, sobre todo. Admira, ya lo he
comentado, el nivel y la profusión de terrazas y restaurantes, centros comerciales y tiendas buenas.
Tres, la agricultura no da la impresión de despegar. Me he pasado el viaje buscando grandes granjas,
instalaciones de industria agrícola y tractores y he visto poco de todo ello, aunque las condiciones del
terreno, llanísimo y fértil, son todas para el despegue agrícola y forestal. Cuatro, el cambio de los partenaires comerciales es notable. Aunque se ven camiones polacos y rusos, aunque, en particular, sigue
la dependencia energética de Rusia, resulta evidente que casi todo es occidental, incluido el turismo,
masivamente escandinavo. Ha de esperarse mucho, creo, de la nueva fase de cooperación báltica dentro de la cooperación europea. Cinco, la propiedad y la dignidad de los barrios, la ausencia de marginación masiva y el buen nivel general, así como los datos de que dispongo, dan para inducir que no se
ha producido desmantelamiento de la educación ni de la sanidad y, supongo, las garantías sociales
frente al fenómeno del paro deben funcionar en algún sentido, pues no se ve mucha más marginación
que en mi país, por ejemplo. Seis, los países bálticos eran en la época soviética zonas adelantadas en la
URSS, que recibían turismo de lujo de la Nomenclatura y oleadas masivas de inmigración rusa para las
industrias. Lo segundo no ha producido ninguna ventaja comparativa, creo, incluso todo lo contrario,
pero si que tienen terreno ganado por lo que corresponde al turismo: no sólo hay dachas en los bosques, sino que las ciudades fueron bien cuidadas en el periodo soviético. Siete, no da la impresión de
que el capitalismo salvaje, corrupto y mafioso se haya adueñado de la economía, como en Rusia, Bulgaria o Rumania. Este, el capitalismo, necesita, para funcionar adecuadamente, de unas legislaciones
positivas y de unas normatividades morales que las sociedades bálticas dan la impresión de poseer por
encima de las crisis y de la disolución de los valores socialistas.
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Gicycko y Olsztyn
20 de julio de 2004
Muchos kilómetros nos quedan hasta Gdansk, desde la Kaunas lituana. El plan es pararse en Gicycko, la capital de la región de los lagos en la Mazuria, y llegarnos a la gran ciudad polaca del norte
báltico. Podríamos hacer un recorrido mucho más corto y racional, sin repetir a la vuelta parte del trayecto de la ida, si pudiéramos atravesar por el enclave ruso de Kaliningrado, un pegote militar en el
Báltico, entre Lituania y Polonia, que Rusia no ha querido ceder ni a una ni a otra, como el Reino Unido
no quiere ceder Gibraltar o España Ceuta y Melilla. Lo siento, me hubiera apetecido un montón pasar
por Kaliningrado, hacer las oportunas comparaciones y recordar a Kant, el filósofo de Könisberg, que
así se llamaba esta ciudad cuando era de la Liga Hanseática, léase alemana, que es el filósofo que más
admiro sin haberlo leído –sólo lo conozco de las referencias que hacen de él otros muchos autores y
los libros de texto de los alumnos que ojeaba mientras cuidaba exámenes-, y una de cuyas anécdotas
en relación al cálculo y las matemáticas me ha servido para entretenerlos -a mis alumnos, digo- en
muchas ocasiones.
En Gicycko podemos ver cómo es el veraneo de los polacos. Está al pié de un lago y otros bastantes se esparcen por los alrededores. Tiene playa y puerto y el sol hace relucir el blanco de las velas que
navegan por las aguas. Damos un paseo y nos sentamos en un banco viendo los bañistas, las gaviotas,
pescar a los charranes, y navegar los barcos de recreo. Se está tan a gusto que ella se duerme echada
sobre mí, que pago esta oferta excelente con la mayor de las quietudes. Gicycko no es Benidorm, ni
siquiera Castro, ya que se puede aparcar en cualquier sitio sin dificultad y hay pocos servicios, pero en
cuanto a oferta de playas de
césped, de juegos deportivos de
todas clases para jóvenes y niños,
de carpas e instalaciones para
espectáculos masivos, los prados
al borde de la playa los ofrecen
en cantidad y variedad. Aquí comemos pescado de lago y río.
El trayecto hacia Gdansk es
largo y lento, por los atascos circulatorios. Pero nos depara el
gustazo de descubrir una estupenda ciudad, Olsztyn, a la que la
guía de 300 páginas polacas ni
siquiera cita. Nosotros si que paramos, encantados, la recorremos y la disfrutamos. Una potxolada. Está como de fiestas y una divertida banda municipal de
viento interpreta de todo, hasta el Danubio Azul. Cómo lo hace
es otra cosa. El director es un chirene gordote y tieso de artrosis,
con menos movimientos que un robot de tercera y una enorme
sonrisa con la que busca la complicidad del público. El público
soy yo, sentado a cuatro metros a un lado y detrás suyo tomando una cerveza. Vuelve la cabeza hacia mí tras cada estrofa musical y le respondo animándole con mis puños y brazos siguiendo
31
el compás, como si estuviera disfrutando las delicias del cielo.
Los kilómetros hacia
Gdansk nos van convenciendo que entramos en una
zona de Polonia más rica y
desarrollada de la que nos
despidió cuando entramos
en Lituania o de la que nos
recibió –zona de Poznancuando entramos desde
Alemania. Los pueblos están
un poco más adecentados y
las ciudades no son la Bialystock cercana a Bielorrusia.
Todo va mejorando cuanto
más tiramos al norte y al
oeste. Esta es una Polonia a
lo Varsovia, a lo Cracovia o a
lo Wroclaw, una hermosa
ciudad cercana a frontera de
la Dresde alemana.
Llegamos a Gdansk ya tarde, llenos de expectativas que no serán defraudadas.
32
Gdansk – La ciudad resucitada
22 de julio de 2004
Gdansk, la antigua y hanseática Danzig, es una maravilla de ciudad. Probablemente contribuye a
ello que una buena parte de la población, no la más afortunada, se asienta en la cercana ciudad de
Gdynia, la margen izquierda de Bilbao, aunque Sopot, el Neguri de Gdansk, le quita también parte de
lo más rico, igual que en mi ciudad. El caso es que aparece como un recinto perfectamente enmarcado
por un brazo del Vístula, por un lado, las grandes vías rápidas y las vías férreas, por otros dos, y el gran
puerto, por el cuarto. Fuera de este perímetro, los barrios tienen buena pinta, así como los parques,
aunque no las grandes extensiones de terrenos en desuso, que esperan su reconversión tras la debacle
de sus industrias y tinglados en ruinas. Ahora bien, dentro del perímetro cuadrangular es de las ciudades más homogéneas y atractivas con que uno puede toparse.
Quedó casi totalmente destruida tras la guerra, de forma impresionante y escultórica, según podemos comprobar en el museo del ayuntamiento. La reconstrucción siguió el ejemplo de Varsovia:
piedra a piedra, reedificando los edificios tal cuales eran, barrocas con frontones triangulares más o
menos decorados las viviendas, y manteniendo los trazados, las calles, los puentes y el urbanismo. En
el museo al que aludo no hay tantas fotografías del antes y después de la reconstrucción, como en el
magnífico de Varsovia. En realidad sólo hay tres, pero son bastantes para dar una idea del titánico esfuerzo, suficientes para volver a emocionarnos.
Por cierto, las ruinas de guerra, atroces, tienen un atractivo innegable. Yo lo sé desde que descubrí Belchite, décadas hace, que es desde entonces un punto a donde acudir para ver y para comprender la brutalidad humana. Luego lo he seguido comprobando en la realidad de Bosnia y en cuantos museos enseñan la saña del hombre para con sus ciudades. No son como las ruinas provocadas por
los bulldozers judíos en Palestina, que lo tumban todo. Los muy torpes derriban, no destruyen. Las
bombas y los morteros son escultores que dejan paredes en pié, estructuras que se mantienen o que
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se tuercen o cuelgan, pero que dejan traslucir lo que fue. Son deconstrucción, más que destrucción,
algo opuesto a construcción pero que tiene algunos de los ingredientes de ésta. Que denotan la huella
de lo que fue, lo mismo que el proceso de construcción prefigura lo que será. Que me lo digan a mí
que disfruté como un enano durante casi todos los días de los cuatro años que duró la construcción
del Guggenheim.
Nada comparable a la muerte, que es la desintegración de la persona humana, que deja de serlo.
Los museos de las guerras, como estos de Polonia, no enseñan muertos, sino ciudades destruidas, por
mucho que lo más grave sean aquellos. Es que los muertos no son escultóricos, ni siquiera denotan
ninguna huella de las personas que fueron. El mundo orgánico es tal que los individuos desaparecen
con la muerte, sólo permanecen las especies. Aquellos pierden todo valor. No se desvalorizan, sino
que su valor se desintegra. Por eso los hombres nos empeñamos en embalsamarlos, en hacer tumbas
y pirámides, en adecentarlos, vestirlos y maquillarlos para los funerales de cuerpo presente, etc. Porque de por sí han perdido todo, se han disuelto. No son como Belchite, que puede permanecer tal cual
fue destruido por muchas décadas, enseñándonos siempre, a pesar de muerto, el pueblo que fue, así
como la atrocidad de la guerra. A nadie se le ha ocurrido dejar su cuerpo tal como quedó tras sufrir el
infarto para recordar las proezas y la gloria de la Heroína o del Gran Hombre. Se le hace un monumento en piedra, como mínimo. Escritores y pensadores, cineastas como Spielberg en la lista de Schindler,
han investigado en qué se transforma la naturaleza del hombre para el asesino en serie de la guerra.
Mi diagnóstico es que se transforma en muerto antes de serlo. Los judíos que el comandante nazi mataba para ejercitar el tiro no eran vivos, sino muertos, es decir, carentes de valor humano. ¿Qué mas
daba ensayar el tiro en ellos?
Pues bien, las escultóricas ruinas de Gdansk revivieron en gloriosa resurrección -ésta si que es
auténtica- en el Gdansk vivo actual. Visto desde el corredor superior de la altísima torre del ayuntamiento es un vivísimo, dinámico y rítmico pelotón ciclista, un corredor por cada uno de los miles de
tejados puntiagudos a dos aguas alineados, que vuelan hacia el mar por la llanura, arropados y juramentados contra el viento.
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Gdansk – La calle Dluga es plaza
23 de julio de 2004
En el entramado de calles y altas casas estrechas y puntiagudas de Gdansk destacan aquí y allá
numerosas puertas monumentales, algunas majestuosas, otras curiosas, y bellas las más, que se abren
en el perímetro para dar comienzo y fin a las calles más importantes. Sobresalen aquí y allá iglesias,
palacios, la maciza catedral, el esbelto ayuntamiento, etc. Pero lo que destaca sobre todo es el despliegue de fachadas barrocas semejantes en la calle estirada, cada una guardando su individualidad
pero formando todas un conjunto, de nuevo el pelotón ciclista, lleno de dinamismo y color. Este espectáculo podemos verlo repetido con diversas variantes en muy numerosas calles.
Ya sabes que hay plazas de muchas clases en el mundo, extraordinarias plazas que son lo mejor
que los pueblos saben hacer para dotarse de corazón y cerebro. Entre esos tipos de plazas están las
calles-plaza o plazas-calle. Esto es, una estirada plaza en forma de calle, o una engrosada calle en forma de plaza. En todo caso, una plaza que sirve para transitar, ir de un sitio para llegar a otro, además
de plaza para mercadear, deambular o atravesar. Un lugar que sirve tanto de calle como de plaza, vaya. Ese es el caso de la plazacalle Dluga, compendio del mejor urbanismo mundial. Esta maravilla y el
largo frente de la ciudad en la ribera-muelle del Vístula, con sus puertas, embarcaderos, restaurantes,
terrazas, barcos y puentes, es lo mejor. Es donde vuelves tantas veces como te dé el tiempo, siempre
con las mismas ganas. ¿Cuántas veces hace falta recorrer los 600 metros de una plazacalle para que un
chinao como yo cuente en una de ellas el número de estrechas casas (la mayoría de sólo tres huecos,
algunas de cuatro y muchas de dos) de cuatro y cinco pisos con altos frontones esculpidos que componen cada uno de sus flancos? Muchas, incluso en el caso de un pirao como yo. Son, sino he contado
mal, 62 casas semejantes por cada lado, viviendas elegantes de los mercaderes que fueron los más
ricos de la ciudad.
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Esta Dluga magnífica está siempre, como puedes imaginar, abarrotada de personas y espectáculos, no coches. He de contar uno que me ha impresionado. Se trata de cinco chicas jóvenes rubitas, la
mayoría escuchimizadas, enormemente simpáticas e inteligentes, que forman un asombroso conjunto
vocal. No puedo comprender de qué pulmones, o de qué estómagos, pues creo que las voces de ultratumba proceden de ahí, pueden salir esos hermosos vozarrones que atruenan la calle-plaza. En todo
caso resuenan poderosos, conjuntados y de una rara perfección. Se trata de una música fónica, ruidomúsica, de marcado ritmo y elemental melodía, que se despliega en piezas cortas de gran intensidad
de principio a fin. Un mínimal intenso de color medieval y ruido de caverna. Y de extraordinaria calidad
que me ha dejado prendado de alegría. Qué quieres, me emocionan las cosas bien hechas y trabajadas. Y me derriten si las hacen chicas escuchimizadas de una simpatía arrolladora y con una energía
desbordante.
Una actividad del día es tomar un barco y visitar el inmenso puerto donde vemos los astilleros que
han derrotado a los nuestros en la competición europea por hacerse con “carga de trabajo”. El fin del
largo e interesante trayecto es un cabo donde hay un monumento horripilante de la guerra y un memorial interesante que consiste en una gran ruina adecentada, de innegables valores escultóricos. Es
un dato que ya no me sorprende, como comprenderás, en la ciudad que me ha hecho comprender el
valor de la destrucción de ciudades por contraposición a la inutilidad e insignificancia de la destrucción
de hombres. Ahora ya sé que las ciudades pueden y saben resucitar, lo que no sabemos ni podemos
las personas, porque es la especie la que muere y resucita a cada instante.
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Sopot y Slupsk
24 de julio de 2004
Hoy toca descender, en paralelo a la costa báltica, hacia la frontera alemana, recorriendo la Pomerania polaca. La primera parada es Sopot, el Neguri de Gdansk, ya he dicho. Es pronto a la mañana y
no hace buen tiempo, así que las calles comerciales, la playa, el casino, los hotelazos, el parque lujoso
y el gran espigón enfilado al corazón del mar, están poco animados. Pero Gdansk nos ha dejado de
buen humor, de modo que todo nos resulta agradable.
Luego hacemos paradas cortas en dos pequeñas ciudades del trayecto, Slupsk y Koszalin, para observar, otra vez, que esta zona
nor-occidental de Polonia tiene
una pinta más arreglada y desarrollada. Nuestras observaciones
se dirigen a las tiendas, las carreteras, los coches y sus concesionarios, los centros comerciales,
los barrios, las casas y las ventanas, en las ciudades, y a las casas,
los bordillos, las aceras y los tractores en los pueblos... El paso por
Polonia, las repúblicas bálticas, y
la que fue Alemania Oriental en la
reunificada actual, nos dan para
establecer, sin ningún género de
dudas, cuáles son los hitos de
consumo y de inversión, y en qué
orden de prioridad se producen. Es decir, de qué manera conducen los esfuerzos económicos de la
gente en el llamado progreso. Son así:
Prioridades
Consumo
Inversión
Primero
Coche
Concesionarios y carreteras
Segundo
Ropa
Tiendas y centros comerciales
Tercero
Ventanas
Equipamiento de viviendas
Cuarto
Casas
Construcción
Quinto
Restauración y turismo
Hostelería
Ha de entenderse que la superación de cada peldaño en la escalera del progreso, no supone que
el producto deje de interesar a partir de entonces, sino que, además de él, se intenta llegar al siguiente. Esto es, si un polaco ya tiene coche intentará mejorar el coche y acceder al estándar occidental en
la ropa. Cuando tenga coche y ropa nuevas, intentará mejorar coche y ropa, pero también cambiará
las ventanas y los electrodomésticos. Cuando tenga coche, ropa y ventanas nuevas, intentará mejorar
la casa, etc.
No sé por qué imagino que el sexo macho se hace de nuevo con la victoria en la lucha a muerte
por las prioridades de consumo y de inversión. ¿Ha investigado alguien si las mujeres están conformes
con este orden prioridades? ¿Habremos de calificarlo de machista?
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Kotsalin y Szczecin
24 de julio de 2004
Estamos haciendo miles de kilómetros por Polonia y las repúblicas bálticas y hay un elemento que
falta sistemáticamente en el paisaje: las grúas de construcción, las maravillosas “plumas” que nunca
acabaré de admirar como se merecen. Esto nos resulta tanto más extraño cuanto que procedemos del
país que más construye de toda Europa, con mucha diferencia sobre todos los demás. Así, tal como en
España es patente la proliferación de grúas y edificios en construcción o recién estrenados, aquí resulta notorio la falta de ellas y de construcciones nuevas que no sean servicios comerciales. O bien el socialismo soviético construyó unas casas maravillosas y eternas, o bien las prioridades de la gente van
por otro sitio. Como ya conozco las casas soviéticas, puedo afirmar rotundamente que se trata de lo
segundo. Lo primero por lo que la gente lucha es por el coche. El coche grande en Lituania, Letonia y
Estonia, de todas las categorías en Polonia. Al coche van unidos unos concesionarios esplendorosos en
las afueras de las ciudades, auténticas obras de arte de la arquitectura del vidrio y el acero, muchos de
ellos, que, cuando se instalan al lado de las casas viejas y sórdidas, marcan perfectamente el objeto de
deseo más primario. Y con el concesionario, la mejora paulatina de las infraestructuras viarias, esfuerzo que llevará varias décadas.
Pues bien, los cuatro países han llegado al coche y al concesionario lujoso, y, por descontado,
también la antigua Alemania Oriental. En algunas zonas de Polonia, como la oriental Podlaquia, no han
pasado aún de este estadio. En la mayoría sí, y desde luego también en las Repúblicas bálticas, donde
ya la gente viste moderno, proliferan las boutiques chulas, las marcas occidentales invasivas y se marcan unos centros comerciales de aquí te espero.
Ahora estamos pasando por una zona que está en el estadio Tercero, como las tres bálticas, de
modo que se ven ventanas relucientes en edificios desconchados y los primeros pinitos de adecentamiento de las construcciones.
Así llegamos a Szczecin, una gran ciudad sorprendente. Está en la desembocadura del Oder, casi
en la frontera con Alemania. La encontramos vacía, señal de que la gente empieza a tener dinero para
veranear, y con casas y centros comerciales espléndidos y barrios bastante adecentados. Yo la situaría
en el estadio Cuarto. Casi por primera vez después de miles de kilómetros, vemos grúas arreglando
urbanizaciones soviéticas enteras y algún barrio de casas elegantes en construcción.
El centro de la ciudad tienen trazado parisino y edificaciones vienesas. Notable.
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Greifswald, Stralsund y Rostock
24 de julio de 2004
Estamos a poco más de 100 kilómetros de Berlín y estuvimos a menos de 50 al comienzo del viaje.
Pero hemos resistido la tentación de variar el viaje programado. No acudiremos a la gran ciudad juramentada para ser capital mundial, empeñada en reproyectarse a base de grúa, acero, cristal y hormigón, para el continente, y cultura y economía, para el contenido. No sé bien por qué, desde hace
muchos años tengo el antojo de Rostock, gran puerto que fue de la Alemania oriental, allí nos habíamos propuesto acudir y allí vamos. Seguiremos cerca del Báltico por la Pomerania alemana, sin cambiar de región histórica aunque sí de país. Este es un viaje por las periferias bálticas y nos atenemos al
guión establecido. Pero no sin pena: a estas alturas del viaje, tras tantas ciudades medianas visitadas,
no vendría nada mal refocilarse en una metrópoli comme il faut.
A pesar de que venimos de la mejor zona polaca, la diferencia salta a la vista en cuanto cruzamos
la frontera. Aquí estamos en el peldaño Cinco. Carreteras perfiladas, ensalada de coches, casas arregladísimas, barrios enteros en reformas, con grúas a la vista, barrios ex-soviéticos enteros vestidos con
fachadas completamente nuevas pero manteniendo la estructura, restaurantes a tutiplén, enorme
cantidad de barcos de recreo en los puertos, etc. Esto no es aún Lübeck o Hamburgo, pero tampoco
Polonia, ni siquiera lo más rico de Polonia. En el periodo soviético, quizás Alemania Oriental llevaba ya
a sus vecinos Polonia, o Chequia, o Hungría, alguna ventaja en el desarrollo, pero dentro del mismo
tramo de la escalera. La ventaja hoy día se ha agrandado de forma muy considerable y está ya en otro
peldaño. Quiere decirse que los efectos terribles de la transición en todo el ámbito soviético se superan más rápidamente bajo el manto de un estado poderoso como Alemania. Y como esta transformación, todavía en curso, se ha producido en poco más de una década, se puede creer en los milagros de
la economía. Y constatar que el estado sigue siendo un instrumento eficaz aún en el mundo actual. Por
eso la Unión Europea quisiera hacerse estado también ella. Y ¡qué bien les vendría a los países que
acabamos de visitar!. Espero, de todas maneras, que les baste con la fórmula actual.
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Visitamos las pequeñas ciudades de Greifswald y Stralsund.
Hermosas y cuidadas, con mercados y festejos en sus grandes plazas. El delicioso pueblito pesquero
de Wieck. Es sábado y las carreteras, que aún no son las autopistas
que se construyen a toda marcha
por aquí y por allá, están demasiado llenas de coches con familias
que van a la península de Rugen, a
las playas y a los parques nacionales. Eso nos retrasa más que lo suyo la llegada a Rostock. Estos atascos forman parte también del progreso, maldita sea. Luego resulta
que Rostock, el gran puerto
alemán en el Báltico, el que tenía
entre ceja y ceja, es menos cosa de la que creía. Un sábado a la tarde esta vacío, muy vacío, quiero
decir. Con todo, no podemos dejar de admirar la gracia y el primor de la reconstrucción de céntricos
barrios enteros y de cómo han conseguido reintegrarlos a la ciudad.
Nunca hasta hoy he sabido nada de Rostock más allá de su nombre y de dónde está en la red geográfica. La querencia por verlo venía de ahí, de su colocación en el nudo geográfico de la red báltica
europea. Yo creo en las redes geográficas e históricas y sé, o me entretengo en imaginar que sé, que
esa o aquella ciudad que están ahí en el mapa han de tener entre tantos y tantos miles de habitantes,
han de ser de este estilo urbanístico o de este otro, cumplir tales o cuales funciones, bonitas o feas,
vitales o dormidas, etc. Me entretengo en imaginar lo que voy a ver antes de hacerlo y saco los datos
del mapa, mira tú, y de lo poco que sé de historia. Rostock, a 100 kilómetros de Lübeck, de la misma
liga hanséatica que ésta, en la misma histórica Pomerania, debía ser, me había imaginado yo, si no un
Gdansk, un intermedio entre Gdansk y Kiel, con toques de Szczecin. Es decir, una ciudad-puerto de
gran atractivo.
Bueno, a veces los hombres
hacen que la geografía falle.
Aunque no sé bien si he de celebrar que la Geografía y la Historia
no determinen por entero la ciudad o si es lo poco que sé de
Geografía e Historia lo que hace
que mis predicciones fallen. Preveía un Rostock más atractivo,
pero Rostock ha preferido no
serlo!
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Warnemünde, Bad Doberan, Wismar y Lübeck
25 de julio de 2004
Warnemünde es un pueblo de pescadores al que aún le restan barcos de pesca entre la infinidad
de barcos de recreo, en la desembocadura de la gran ría en
cuyo fondo se asienta Rostock.
El cielo está gris, la ría gris, el
mar gris, los muelles grises y gris
la madera de los paseos litorales. El gris que nos abraza nos
lleva en nube hasta el final del
largo espigón. Aquí el Báltico
profundo ha hecho una playa
blanca, hay un trasatlántico
blanco que entra en la ría y la
vuelta se nos llena de embarcaciones blancas, faros blancos y
casas blancas. El blanco que nos
acaricia estimula el amoroso y
dulce contacto con este pueblo
tranquilo.
Bad Doberan en un pueblo bonito con una
colegiata gótica en ladrillo rojo –lo más común
en estas latitudes- de bellas proporciones, demasiado sobria para nosotros, acostumbrados al
gótico florido. Lo más precioso es el cuadro de la
iglesia levantada en el césped rodeada de magníficos ejemplares de abetos y hayas. Es el rojoLúbeck, rojo-teja que llamamos aquí, asentando
sus reales en el verde húmedo, rodeado de verde
oscuro de los árboles bajo el cielo encapotado
negro. La recta frente a la curva, el orden gótico
frente al tumulto del bosque, la vertical frente a
la horizontal, la piedra roja frente a la piel verde,
la pétrea ambición humana frente a la dúctil apetencia natural. Pero estos contrastes no hacen
del lugar un teatro de contiendas sino, quizás lo
contrario, una oportunidad de entendimientos.
Un lugar de diálogos inteligentes y sensibles, aquí
preñados de una suave melancolía.
Wismar es una ciudad mediana al fondo de
un gran golfo. Está de fiestas, plagada de esos tinglados festivaleros tan alemanes, sólidamente construidos con fornidas vigas de madera, techos de madera, remaches y ensambles de precisión suiza,
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adornos de colores de pinturas que son pinturas y no hules ni plásticos, pilares de madera que condenan el mecanotubo al edificio en construcción, excluyéndolo de la arquitectura que no ha de dejar de
serlo por muy efímera que se plantee.
Wismar tiene esas plazas y calles bien cuidadas y adornadas de flores, esos rincones tranquilos de
parques, canales, iglesias recoletas y puentecitos, esas tiendecitas de siglos renovadas anteayer y esas
oscuras tabernas de puerto reconvertidas en restaurantes de platos contundentes. En el puerto, una
sucesión de barcos pesqueros han sido también reconvertidos en barcos-tienda y venden pescados y
mariscos, bocatas de gambas, asados de salmón, ahumados de arenque, pinchos de calamar y brochetas de langostinos. A su lado descansan los barcos pesqueros que aún se dedican a pescar.
Así entre paradas y paraditas llegamos a Lübeck. Acabamos de atravesar la frontera que ya no lo
es de la Alemania dividida y eso se nota en los arrabales de esta ciudad magnífica. Sus arboladas calles
contienen edificaciones ricas de ahora y de décadas, mansiones bien nutridas de solera y bien mantenidas de cuidados. Patrimonio y riqueza o riqueza antigua y riqueza actual. Llueve sin parar a lo sirimiri. Es domingo a la tarde y el centro, la culminación de la estética ladrillo-Lübeck como se sabe, está
vacío. Me sorprende ver así lo que otras veces he visto abarrotado de turistas y de sol, y casi lo prefiero. Atados del brazo bajo el paraguas, caminamos los rincones, las perspectivas, los detalles, las cornisas y las torres, las iglesias y las puertas, los patios y las plazas, buscando las esquinas y los escondites
de la bella ciudad, investigando, ahora que podemos y que ningún ruido molesta la mediación entre
ella y nosotros, las posibilidades de adhesión entre el ojo que ve y el ladrillo que se deja ver, entre el
paso que recorre y el empedrado que se deja recorrer, entre el cerebro que orienta y el dédalo de calles y plazas que deja ser orientado, entre los sentidos que sienten y la arquitectura que deja sentirse,
entre nosotros que conocemos y la ciudad que deja conocerse. No sé si esa adhesión puede llamarse
amor o debe llamarse comunión. Lo que sí sé es que, cuando escribo esto, aún tengo pegado a mi espalda el invisible polvo de ladrillo rojo de Lúbeck. Y cuando lo restriego contra el respaldo de la silla en
la que me siento hay un calor que me sube al cerebro y me lo colma de imágenes.
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Hamburg
26 de julio de 2004
Hamburgo es una ciudad grande y rica, alemana de pies a cabeza. En Francia conservan los centros y los conjuntos; en Alemania sólo los edificios singulares. El resto todo es moderno de este siglo,
Bauhaus por todas partes, funcionalismo que me niego a llamar racionalismo, porque es con frecuencia mucho más frío que la razón. El paradigma de este modo alemán de entender la conservación es
Magdeburgo, una ciudad media entre Berlín y Hannover, con cuatro o cinco buenas y grandes iglesias
perfectamente aisladas en un mar de moderneces. Extraños dinosaurios oscuros plantados en medio
de las calles claras y los edificios limpios, a los que nadie hace caso por mucho que se trate de construcciones notables.
En Hamburgo ocurre algo parecido. Si lo miramos desde el puente-canal-parque que atraviesa el
gran estanque-lago que llega al corazón de la ciudad, aparecen las puntiagudas y aisladas torres de las
iglesias olvidadas y del ayuntamiento, sobresaliendo aquí y allá por encima del moderno caserío. Esta
visión es preciosa y se graba bien en la retina. Pero cuando luego nos acercamos a alguna iglesia tenemos aquella misma impresión de dinosaurio perdido en la modernidad, como el salvaje de Nueva
Guinea en el Times Square newyorquino. Sólo se salva el esplendoroso ayuntamiento neorrenacentista, al que le han conservado al menos su plaza. Así que todo requiere su entorno para vivir, me digo,
pero incluso para sorprender, especulo. Las iglesias de Magdeburgo sorprenden, no digo que no, pero
si se las mira. Lo difícil es que se las mire, una vez muertas de entorno, sin raíces o savia alguna. Las de
Hamburgo es casi imposible mirarlas. A nadie le gusta reanimar cadáveres con su mirar. Nosotros no lo
hemos hecho, ni ahora de visita rápida, ni tampoco de visita larga. Y pienso en cómo las piedras extinguen su espíritu si se les corta la manutención del medio. Igual que los hombres, casi como los animales.
No, a Hamburgo no se va a visitar iglesias aunque las tenga. A Hamburgo se va a ver calles modernas bordeadas de consistentes edificios funcionales, con huecos regulares desplegados en los caros
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materiales de sus limpias fachadas. Se va a ver tiendas tremendas y lujosas al lado de grandes almacenes, a oír la respiración de las gentes y el latir de sus ejecutivos, a ver cómo se las apaña el racionalismo para no dejarse destrozar por el funcionalismo, más pseudo que funcional. Pues, si Hamburgo ha
tenido la tentación de Birminghan o de Bilbao, de meter la autopista en la ciudad, para que funcionen
los coches en vez de los hombres, si a Hamburgo le vienen el puerto y sus bocas voraces a desmembrar sus barrios, ha sabido al menos confirmar un centro potente y desigual, en permanente e incierta
lucha por resurgir o morir. La incertidumbre le viene de que los edificios están perfectamente planificados y pensados, pero no la ciudad. Hay demasiadas calles que no acaban o acaban mal y demasiadas
plazas que no existen porque son sólo cruces. Así, todo está acabadito y nuevo pero todo sigue por
hacer y, en efecto, no verás nunca Hamburgo sin obras. Las iniciativas y el dinero corto han podido
sobre la planificación larga. ¿Un contrasentido en el país del capitalismo ordenado y largoplacista, aquí
sustituido por el urbanismo cortoplacista?. No, es probable que se trate más bien de un exceso de no
aciertos, quizás por no saber ver los aciertos precedentes, una especie de soberbia de la modernidad.
Hamburgo es un gran puerto de esos que hacen las delicias de los guías y los turistas porque todo
es asombroso, desde las cifras hasta los hitos industriales y tecnológicos. Y a los puertos les corresponden, dicen, barrios golfos. Y Sant Pauli el barrio golfo de los barrios golfos. Pero esos atractivos no
son para hoy, de visita rápida. Hoy el centro y un poco de los antiguos muelles-depósitos del puerto,
los doks. Inmensos tinglados de ladrillo, desarrollaron el concepto de muelle de carga en vertical, en
vez de horizontal. Del primer piso sobresale una grúa, otra del segundo, otra del tercero, etc. De modo
que las cargas de los barcos se depositaban por pisos. ¿Inventará el Athletic un campo de fútbol en
vertical, para no condicionar el desarrollo de mi ciudad? O, ¿cómo y dónde lo haremos?
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Bremen
26 de julio de 2004
Después de pagar el escandalosamente caro parking del centro de Hamburgo, nos presentamos
en la ciudad de Bremen. La suerte le sonrió a esta ciudad, pues a sus edificios notables les dio por alzarse muy próximos unos de otros, de modo que el entorno de uno es el otro, el del otro el uno, y juntos todos ellos, conservan varias plazas unidas y calles conjuntas. Así, la hégira modernizadora del
bauhausianismo que, como he dicho, arremetió con todo menos con los edificios singulares, tropezó
esta vez con esta configuración, de modo que no pudo dejar construcción notable sin el entorno que
le mantiene vivo.
Por tanto, las plazas centrales, unidas unas con otras, que albergan varias iglesias góticas, el ayuntamiento renacentista y varios edificios sobresalientes, se lo montan en un conjunto excepcional.
Aunque media Alemania está en Mallorca y la otra media en Croacia, aún quedan personas vivas por
aquí, tiendas a las que les cuesta cerrar y terrazas que no quieren vaciarse. Mientras al crepúsculo
apuro la cerveza sentado en la terraza, el sol que se acuesta todavía ilumina las crestas de la catedral y
los picos del ayuntamiento, ajenas a las sombras que se apoderan por completo del suelo y los bajos.
Sin querer, la vista se eleva y saco fotografías imaginarias con toda clase de encuadres. Mi objetivo es
captar la hondura tenue del cielo, azul camino de violeta, hendido por los pilares del hombre que son
esas crestas, pardorojizas camino de negras. Pues lo veo al revés, como si la gravedad estuviera en el
cielo y la atmósfera en la tierra, como si los edificios se asentaran en el cielo para elevarse sobre la
tierra. Y es que hay una atracción gravitatoria, montón de masa material arrastrando con fuerza, y otra
atracción elevatoria, cúmulo de idea incorpórea empujando con suavidad. De dónde estoy y con la
vista cada vez más hacia donde arriba atrae, se me trastocan las cosas: la idea incorpórea arrastra con
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fuerza hacia abajo en el cielo mientras la masa material empuja con suavidad hacia arriba en la tierra.
Es el hombre quien idea hundirse en el cielo, me aclaro, mientras la materia propone elevarse a la tierra, por qué no. Son los prodigios de la arquitectura gótica en la plaza y de la mente humana, ausente
de gravedad pero no de atracción, cuando el tiempo transcurre dando al sol la oportunidad de hacer
del día noche. Es decir, tiempo al sol para ocultarse de la tierra desapareciendo en el cielo, y tiempo
para mí para viajar con las arquitecturas, hacia el tenue cielo que me arrastra desapareciendo de la
negra tierra que me empuja.
La dulce piel de la mano a la que estoy agarrado y el escalofrío que la recorre me devuelven a la
realidad, que ahora consiste en volver al hotel. Como no hay sitio mejor para colocar un hotel en Bremen que donde el Ibis al que la suerte nos ha llevado hoy; como está fuera del centro, tras el parque y
los canales que lo circundan, suficientemente cerca pero no tanto como para impedir recorrer alguna
calle del anillo inmediatamente conexo; como el parque y los árboles componen bellísimas elipses
visuales con el anochecer y el agua; como las calles que recorremos contienen tiendas que son como
museos; como esa vuelta es la más gozosa de las vueltas que fueron idas; no me es nada difícil volver
otra vez al cielo de donde vengo hace poco, ya violeta, al sol del principio, ya oculto en final, y al día
alfa, ya noche omega. Ya puedo otra vez trastocar los nombres de las realidades para crear otros artificios.
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Groningen, Leeuwarden, Hoorn, Volendam,
Monickendam y Marken
27 de julio de 2004
Hoy vamos a Amsterdam por Frisia, el norte de Holanda. Vamos al país más denso de Europa (la
mitad de todos los españoles menos los catalanes concentrados en Extremadura), también el más llano y el más acuoso de todos, a pesar de los pólderes ganados al mar, que suman una superficie como
la de Euskadi. Sin embargo, no hay sensación de apelotonamiento por ningún lado. Todo lo contrario.
Sus ciudades son medianas y extensas, no hay casi rascacielos, ni gigantescas urbanizaciones de bloques de viviendas. Lo gigantesco en Holanda son los pólderes, el puerto de Rótterdam y la red de autopistas. Las casas amplias son casitas de pocos pisos en el centro de las ciudades y de menos en los
alrededores.
La Frisia por donde entramos nos recibe desde el principio con todos los encantos de Holanda.
Son los hechizos del dinero, del trabajo y del gusto por la luz y el aire. Todo aparece limpio y claro, incluso el cielo, parece que friegan las autopistas, las perfilan como si fueran obras de museo, las señales
relucientes, los camiones recién salidos de fábrica, los coches brillantes de colores claros, los grandes
prados de verde mullido rematados por canales ajardinados nutren pacíficas vacas y caballos frisones
salidos de la ducha, los pueblos tienen calles templadas bordeadas de casitas blancas con amplios ventanales llenos de adornos, siempre rodeados y atravesados por canales caprichosos, invariablemente
acicalados con jardines, árboles y flores, las placitas del centro repletas de terrazas de colores, mercados de colores, letras de colores, gente de colores, ayuntamientos e iglesias de ladrillo y piedra esculpida, tiendas diáfanas, gente limpia, bicicletas silenciosas y tres millones de puentecitos pintaditos de
todos los ingenios imaginables, levadizos, giratorios, plegables, colgantes y de bolsillo, bajo cuyas barandas los cisnes y los patos navegan junto a los nueve millones de blancos barcos, barquitos, motoras
y veleros.
Paramos en Groningen y en Leeuwarden, ciudades medias donde respiramos la brisa fresca de esta perpetua primavera holandesa sin polvo.
Pasamos por los más de 30 kilómetros del gran dique de cierre de los mares interiores, lagos más
bien, de Ijssel y de Marker,
que llega hasta Ámsterdam,
cercados a su vez en sus
costas interiores por miles
de kilómetros de diques que
protegen las tierras llanas y
crean los pólderes.
Paramos en Hoorn, precioso pueblo que da nombre
al Cabo de Hornos, tan lejano y tan terrible, tan distinto
de esta delicia suave, tan
formidable, tan antártico y
patagónico, tan atlántico y
pacífico, que aloja en su seno los centenares de barcos
hundidos por la furia de las
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tempestades y las corrientes, aquí domeñadas hasta la completa apacibilidad por el hombre, tan
técnico, tan fuerte e ingenioso, tan trabajador y ambicioso.
Y en Volendam, casitas
de pescadores repintadas,
flores, puertecito, barcos
pesqueros, ferrys blancos,
gente guapa, mar infinitamente plácido, mar protegido que se hiela en invierno,
garzas y gaviotas, casitas y
jardines, tabernas y terrazas.
Y en Monickendam, casitas y puentecitos.
Y en Marken, al final del
dique, al final del pólder, al
final de la línea blanca de la
carretera trazada con tiralíneas y compás, al final de los
campos de cultivos, al final
del camino de las bicicletas,
los patinadores y los corredores, tic-tic-tic, casitas de un color en el puertín, toc-toc-toc, casitas de otro
color en el mismo puertín, agrupadas por colores, brillantes de pintura lavada, muellecitos sobre el
mar, palos de veleros y más gaviotas. Y las flores.
Paramos y paseamos,
vemos y percibimos,
abrimos los brazos y levantamos las piernas,
hinchamos el pecho y
estiramos el cuello, aumentamos tanto como
podemos la superficie de
nuestro cuerpo donde se
posa el aire, el sol, la luz y
la delicia holandesa.
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Ámsterdam – ¿Qué tiene Amsterdam?
27 de julio de 2004
Amsterdam debe tener
un atractivo completamente
excepcional si juzgamos por
la ingente cantidad de turistas que la visita. Sin embargo,
no tiene grandes monumentos, ni espléndidas plazas, ni
calles fastuosas, ni perspectivas especiales. Cuando la
guía le pone tres estrellas a
cualquier canal de los muchos que la estructuran, está
poniendo tres estrellas a los
trillones de turistas que lo
recorren, no a las bonitas
casas que lo flanquean, que
se bastarían con una o dos
estrellas, lo que no está nada
mal. Los magos me han enseñado que la magia tiene truco, así que no diré que Amsterdam tiene magia, porque no es una ciudad
falsa. Bien al contrario, es auténtica e íntegra, libre y honrada. Entonces, ¿qué tiene Amsterdam?
Tiene turistas, pescadilla que se muerde la cola, y, por tanto, restaurantes y tiendas. Pero, si no
hacemos trampa, hemos de preguntarnos ¿por qué tiene turistas, restaurantes y tiendas?
Tiene droga y coffee shops. Eso atrae mucho, está claro.
Tiene barrio rojo y sexo en vitrina. Eso atrae mucho, sí.
Tiene puerto.
Tiene flores.
Tiene canales y puentes. Muchísimos canales y puentes.
Tiene bicicletas y tranvías
Tiene que no tiene coches
Tiene barcos y motoras. Casas barco y chalupas.
Tiene museos decentes e indecentes.
Tiene artistas callejeros.
Tiene razas.
Tiene una arquitectura magnífica en muchos de los barrios del extrarradio. Pero esto a nadie le
importa un bledo.
¿Qué tiene Ámsterdam?
Es la misma pregunta que me vengo haciendo tras la sexta o séptima vez que pateo esta ciudad
enigmática.
¿Qué tiene Amsterdam?
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Ámsterdam – Descubrir, perderse, reorientarse
27 de julio de 2004
En esta ocasión he descubierto algunas cosas más. Contaré una sola y me reservo las otras para
cuando vuelva y lo confirme.
Tiene la posibilidad de perderse sin temor. Amsterdam es un abanico siempre abierto, pero bien
delimitado y definido. Los radios llevan todos al mismo sitio en un sentido –a la estación- y a lugares
completamente distantes en el gran canal de circunvalación o en la vía rápida que separa el centro del
extrarradio, en el otro. Los arcos cambian de dirección imperceptiblemente cada poco y ello hace que
sea fácil desorientarse, es decir, perder la dirección. El caserío es además muy semejante por todas
partes, no hay plazas ni grandes edificios de referencia. Por tanto, a poco que uno salga de las dos calles comerciales y del eje que une la estación y el Dam, se hallará seguramente perdido momentáneamente, pero con posibilidad de reencontrarse enseguida. En Ámsterdam la reorientación ocupa buena
parte del paseo. A la vez, el canal, la tienda especial, y todas las cositas que antes he citado tienen el
atractivo suficiente como para perderse por cualquier sitio, lo que ocupa el resto del tiempo. De modo
que tómese Ud. su tiempo en largo, salga, por favor, de las calles donde se concentra la vulgaridad de
las tiendas y la peña, piérdase cómodamente tras esta tienda singular, aquella casita con jardín en la
testa o ese puentecito por donde no se sabe si podrá pasar aquella gran motora, coseche los hallazgos
y ocúpese después en reencontrarse, con el mapa o trabajando el cerebro, para volverse a perder seguidamente. Mantendrá así unas horas placenteras entre pérdidas donde uno recolecta cosas y reencuentros donde uno encuentra nuevas direcciones donde perderse para recoger nuevas cosas.
Y de esta manera, el paseo por Ámsterdam es la miniatura del viaje opuesto al turismo, es decir,
una investigación urbanística plagada de descubrimientos ciudadanos. Indagación y hallazgo, sea.
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Haarlem, Leiden y Delft
28 de julio de 2004
A la hora en que llegamos, Haarlem está todavía desperezándose. Un camión cisterna con bomba
hidráulica lleva una grúa que eleva un operario con manguera hasta las grandes macetas que cuelgan
en mitad de la calle a 6 o 7 metros de altura. Desbordan de flores. Y seguirán haciéndolo si es por
cuestión de agua, ya que el susodicho descarga toneladas sobre cada maceta. El paseo por la grata
ciudad, agua de riego en las calles, sol y sombra de la mañana, furgonetas descargando mercancías,
tiendas arreglando sus escaparates, parquecitos e iglesias, ayuntamientos y plazas, se nos llena de
risas bobas. Como si el bienestar físico y psíquico tuviera algo que ver con el diafragma.
Los cultivos de flores descansan ahora en su mayoría, de modo que no hay el espectáculo de luz y
color que todos estos ”campos de flores” suelen ofrecer.
Leiden es otra ciudad encantadora, donde
las terrazas se asientan
siempre en los bordes
de los canales para convertir a las personas en
patos, cuá-cuá.
Digo
cuá-cuá porque el silencioso murmullo de color
que despiden tiene algo
de música impresionista.
Así me suena de alegre
en la cabeza el amable
tintineo de pinceladas
soleadas.
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Delft siempre me ha producido una honda impresión que se traduce en una especie de ensueño.
Es una ciudad acabadísima, no sobra ni falta nada en sus canales silenciosos ni en sus plazas bulliciosas. Los primeros tienen arbolitos que amortiguan aún más el susurro del agua negra, bellas fachadas y
tiendecitas encantadoras de las que hay que acercarse al cristal para ver el buen gusto que encierran:
no te llaman, sino que te esperan; pero, si acudes, te llenan. Las segundas tienen sus mercados, sus
terrazas, sus restaurantes, su gentío, su música, sus iglesias y sus ayuntamientos, todo tan bien puesto, tan amorosamente cultivado, que no parece, sino que es un museo vivo de ciudad.
Haarlem es la ciudad de Franz Hals, Leiden la de Rembrant y Delft la de Vermeer. Aquí las piedras
cuentan la historia de la pintura. No hemos visto, sin embargo, los correspondientes museos. Este no
es un viaje de museos sino un museo de ciudades. Con todo, no podemos sino recordar en Delft la
recién vista película “La muchacha de la perla” rodada en ella e inspirada en el cuadro del mismo título. Tenemos delante las referencias: el empedrado donde antes había barro, la que podría ser la casa
de Vermeer o la de su mecenas y la Puerta del Este, que está igualita igualita que en 1660, cuando
Vermeer pintó su “Vista de Delft”, “el cuadro más hermoso del mundo” en opinión de Proust.
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Scheveningen
28 de julio de 2004
Atravesamos La Haya y sus ricas mansiones, pero no paramos hasta Scheveningen, su playa en el
mar del norte. Hotelazos, casinazo y playa inmensa en día cálido y soleado. Está a rebosar. El largo
paseo marítimo llega hasta el puerto. A un lado de la carretera y del paseo, hoteles, restaurantes, casinos, salones de juego y discotecas. Al otro, en la playa, sucesión ininterrumpida de grandes y buenos
chiringuitos con sus sombrillas, sus tumbonas, sus mesas donde la gente come sin parar al aire libre o
bajo techo, los asadores, las cocinas, todo normal. Pero más: zona de masajes, duchas y piscinillas y
zona de camas, si, auténticas camas en la playa. No, no deben ser para hacer el amor en público, creo.
Conforme nos alejamos hacia el puerto los chiringuitos los llenan gentes de color y trabajadores
inmigrantes, donde impera la carne desbordada tras los sujetadores, los bañadores y las bragas. Los
había también, inmigrantes, he de decir, en los más céntricos y elegantes, y entonces eran de los cuidaban sus cuerpos, es decir, de los que han superado el peldaño del ingreso económico y de la integración social en una sociedad relativamente abierta como la holandesa. Pero la mayor parte de los no
europeos son gordos y son segregados y se segregan en las esquinas de la playa. Una vez más comprobamos dos cosas: Cómo, en nuestras ricas sociedades y siguiendo el excelso ejemplo de EEUU, los
pobres están gordos como focas y los ricos de gimnasio aprietan sus carnes; y cómo las segregaciones
se producen por esa especial combinación de ingresos y origen, de origen e ingresos.
Que si el siglo XX ha sido el de la Mujer, el XXI sea el del Emigrante. Amén.
Pues el tema de la amortiguación de la desigualdad de ingresos es del XX, del XXI, del XIX y del
XXII. Y espero que no más.
Scheveningen nos depara una gran sorpresa o decepción. La pulcra Holanda pintadita, la más pulcra y rica Den Haag de cuyo municipio esta playa forma parte, no puede con las aglomeraciones y el
apetito desbordante de sus números. Al caer la tarde y vaciarse la playa, las papeleras están desbordadas y el inmenso arenal se ha convertido en un gigantesco y sucio basurero.
Ay, ay, ay!
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Puerto de Rotterdam, el Delta y Vlissingen
29 de julio de 2004
La playa de Scheveningen que ayer quedó destrozada está otra vez reluciente a las 8 de la mañana. Bueno. Somos guarros pero podemos pagar servicios de limpieza para no parecerlo.
Rótterdam lo pasamos sin parar y nos dirigimos hacia el Europort cabalgando autopistas, kilómetros y kilómetros, aprovechando todas las elevaciones de los puentes y los nudos para otear el horizonte erizado de gigantescas instalaciones portuarias. Mi gran superpuerto de Bilbao, décadas construyéndose y décadas que le faltan para acabarse, se me ha quedado pequeño, de pronto, como una
esquina, una encía, de esta descomunal boca de Europa que expulsa y traga insaciable cuanto le cabe.
Impresionante. Me prometo a mí mismo que no dejaré de alquilar alguna vez alguna de las visitas en
barco a las fauces del puerto, que probablemente se ofrezcan en el mayor puerto del mundo, quizás
también el más tecnológico y eficaz.
Queremos esta vez palpar un poco este gran delta europeo, donde el Mosa, el Rhin, el Escalda y
otros afluentes abren enormes y profundas desembocaduras en la tierra y donde los hombres construyen, a un extremo y al otro, Rótterdam y Antwerpen, los dos mayores puertos europeos, centenares de kilómetros de muelles, millares de
diques, también millares de kilómetros
cuadrados de pólderes, esclusas, presas y
centrales que regulan las mareas y la salinidad de las aguas y protegen las tierras de
las furiosas embestidas del mar del norte.
Cuando uno atraviesa tantos países no
puede llevar plano detallado de todos ellos.
Y el general de Europa que ahora utilizamos nos lleva a engaño: ya no se atraviesa
la enorme boca del escalda Occidental en
ferry por Vlissingen, sino por un túnel larguísimo que han hecho 40 kilómetros más
abajo. Pero no importa, porque nos lo pasamos bomba en Vlissingen viendo funcionar las esclusas y pasar grandes y pequeños
barcos por ellas. Me asombra la facilidad
con que realizan las operaciones. Como si
tal cosa.
¡Qué cosas tan gigantescas puede
hacer un país tan diminuto!
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Gent y Amiens
29 de julio de 2004
La verdad, tenía ganas. Hemos visto ciudades muy hermosas, pero también es verdad que hemos
tenido que llegar a Gante para entrar en el reino de las maravillas arquitectónicas antiguas, que se
extienden de esta latitud para abajo y no para arriba.
Gante lleva décadas intentando renovar su aire decadente sin conseguirlo del todo, pero en muy
pocas ciudades del mundo se concentra tanto patrimonio de excepción. Bosques de torres y agujas,
bosques de casas bellísimas, bosques de murallas y castillos, sucesión de plazas, canales, puentes y
frentes. Un asombro. Otra dimensión.
Llegamos tarde a Amiens. Es de noche y ella me propone, después de instalarnos en el hotel y cenar tomate y pepino, salir a ver la catedral, a pesar de todo, que está a media hora. Cuando llegamos a
la plaza, una muchedumbre espera sentada en el suelo, en los bancos y en las aceras, a que comience.
Qué?. El espectáculo de la catedral iluminada con los colores que tuvo cuando se construyó en el siglo
XIII. Hay retraso pero nadie se mueve. No me extraña. La frente, la ropa, las piernas y los brazos, todos
los detalles de cada una de los centenares de esculturas y escenas de los pórticos y de la fachada de
una de las catedrales más bellas que existen –yo la tengo entre las tres mejores-, probablemente la
más homogénea y la mejor conservada, dada su antigüedad, se ilumina en la noche con el color que
tuvo, componiendo un caleidoscopio que es como el trasunto de toda la belleza que puede contener
el genio humano. Para colmo, una música medieval acompaña y realza. Yo no puedo conmigo. Que me
bañen las lágrimas y me ahogue el aire que me falta en los pulmones, qué mas da. Cuando se vuelven
a encender las luces de la plaza y ella y todo el personal rompe en aplausos de emoción sin otro destinatario que el ser humano creador, cuando me doy cuenta que se nos han disparado a todos las emociones, yo dedico mi cara húmeda y mi pecho dolorido a mis colegas de especie, a ella, a los que me
rodean, a los que construyeron la catedral y a los que la iluminaron de tal forma.
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Y, de paso, siento el profundo orgullo
de ser humano ser.
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Rouen y Nantes
30 de julio de 2004
A la gran ciudad en el Sena no le hace falta que el río le traiga nada de París. Lo tiene todo por sí
misma para chiflar. Lo que sí le traen es trigo, pero sólo para llevarlo inmediatamente a otros lugares,
pues su puerto fluvial es el primer exportador de Europa del cereal, que sale al mar desde Rouen por
Le Havre. El gótico flamígero de sus tres monumentales catedrales y basílicas, de las torres, campanarios y cruceros que sobresalen en el perfil de la ciudad, o de las fachadas que hechizaron a Monet y
que siguen haciéndolo a cuantos se atreven a mirarlas, el renacimiento de sus palacios, arcos y puertas, el caserío de entramados de madera y las calles animadas, se las queda, en cambio. El que quiera
verlas que venga, dice. Las ciudades son como las montañas, no vienen ni van, se quedan para que
vayamos y vengamos. Su único movimiento es en el tiempo, no en el espacio. Pero Rouen prefiere
mantener quietito su centro. Cuando un centro se acaba bien, manténgaselo, cuentan que dice, acicáleselo, púlaselo, insiste.
Eso creo que es lo que hacemos todos los que miramos embobados: mantener, acicalar y pulir las
piedras labradas hasta hartar. Pretendemos guardarlo en nuestra memoria o en nuestra cámara fotográfica pero lo que en realidad hacemos con nuestro interés es cuidar de que el patrimonio se guarde a sí mismo. No es sólo que nuestras miradas atónitas exijan a los responsables municipales que las
piedras se restauren, sino que son las mismas piedras –dicen que no sólo representan escenas escultóricas, hablan de que no sólo sostienen estructuras, apuntan que ocultan una forma de vida- las que se
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sienten aduladas. Y entonces deciden perpetuarse para que volvamos alguna otra vez a lisonjearlas
con nuestros ojos puestos en ellas. Reguapas, guapas reguapas. Sea como sea, es lo que consiguen.
Al final de cada gran río hay una gran ciudad con gran puerto fluvial. Al final del Sena, Rouen; al
final de Loira, Nantes. Pero si Rouen la tengo bendita, Nantes me tiene maldito. Siempre me la encuentro hueca. Quiero decir, sin gente. Ya se sabe: la falta de gente es la termita que roe la ciudad,
haciéndola como superflua –qué pintará aquí esta mona!, me digo- lo mismo que la abundancia de
gente roe la montaña, dejándola igualmente hueca –qué pintarán aquí estos monos!, me pregunto.
Pero es sábado, y a la noche, haciendo un considerable esfuerzo de concentración, no lo dudo, la
gran ciudad nos regala inopinadamente un centro simplemente abarrotado de restaurante tras restaurante y gente y gente que cena y cena en las terrazas y terrazas. Las cosas saben mejor cuando uno
tiene necesidad de ellas. Y esta repentina aparición de multitudes gozando y gozando, nos hace gozar
y gozar, después de tanto silencio y silencio, vacío y vacío de la industriosa ciudad. No sé de o desde
donde, pero se nos sube el contento por el cuerpo y el cuerpo y se nos abre el estómago de apetito y
apetito. Estoy hasta las narices de la cerveza magnífica que he consumido invariablemente en las ciudades del norte de Europa y nos apetece regalarnos una buena cena regada por cuanto vino y vino
podamos ingerir. Es nuestra despedida de este viaje que nos ha resultado amable y delicioso: una cenorra brutota y suculenta.
Brutote yo y ella, no los platos exquisitos que nos tragamos.
Y vino del Loira, zumo de la tierra, gloria para el gaznate.
¡Viva la cocina francesa!
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