Las tutelas diferenciadas y su tensión con el debido proceso

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LAS TUTELAS DIFERENCIADAS Y SU TENSION CON EL DEBIDO PROCESO.
I. EL FENOMENO.
Es bien sabido que en un litigio judicial, las distintas partes en conflicto se
adjudican la plenitud de la razón, dejando poco –o ningún- margen a la posibilidad de
componer derechos e intereses, por lo menos, al inicio del proceso. A tal circunstancia, cabe
agregar que, en virtud de los principios constitucionales que informan la discusión judicial, la
controversia debe ser conducida por cursos que aseguren la observancia del debido proceso y
los derechos de igual jerarquía que aparecen asociados a aquellos como el derecho de defensa
en juicio, so riesgo de incurrir en defectos que autoricen soluciones que acarrean graves
consecuencias como la nulidad de lo actuado, con el consiguiente costo económico y
temporal, sin perjuicio del netamente social, por defraudación de las expectativas de tal
naturaleza, referidas a la solución del conflicto.
A su vez, la cuestión adquiere otros ribetes de mayor dificultad cuando el
derecho que se pretende asegurar, ora por su naturaleza, ora por su entidad, sea por la
gravedad de la amenaza que sobre él se cierne, por la inminencia del daño sobreviniente, por
la irreversibilidad del agravio, o bien por la evidencia de su producción, exige ser preservado
de manera ineludible y urgente. En tales supuestos, el derecho invocado por el actor aparece
dotado de una envergadura tal que cualquier negativa o demora en proveer lo solicitado
deviene lesiva porque, de ese modo, autoriza la producción del daño o, en su caso, su
agravamiento.
Mas, del otro lado, se encuentra el demandado, a quien se reclama el
cumplimiento de la pretensión titularizada por el actor y a quien le asiste, también, el derecho
de resistir eficazmente la acción.
Es precisamente éste el punto nodal del problema a examinar, consistente en
la tensión que emerge entre el derecho del actor a obtener una tutela rápida y eficaz frente a la
afrenta que se afirma inferida o amenazada y el derecho del demandado a oponerse a ella y
rechazarla exitosamente. En otras palabras, el dilema se resume en el enfrentamiento que
media entre el derecho a la protección, esgrimido por el actor, y el derecho de defensa, en
tanto integrante del derecho al debido proceso, que titulariza el demandado. Tanto uno como
otro merecen protección, quedando ambos subordinados a las reglas del proceso que aseguran
que todos los intervinientes deben tener la oportunidad de ser oídos.
Entonces, cabe inquirir cuál es el punto de equilibrio ante semejante
controversia, que involucra cuestiones íntimamente ligadas a los principios constitucionales.
1
Ciertamente que puede afirmarse que, en términos generales, cuando una
persona interpone una demanda en contra de otra lo hace con el convencimiento de ser titular
de un derecho a que el reclamado le dé algo, haga o no haga algo a su favor. Por su parte, el
demandado resiste la pretensión del actor en la medida en que cuenta con buenas razones para
entender que éste carece de derecho para interpelarlo. Si ambos agonistas llegaron a este
punto es porque, antes de promover la demanda, no alcanzaron a ponerse de acuerdo en las
prestaciones que involucraban sus respectivos derechos, ya sea que se trate de su existencia y
exigibilidad o de su oportunidad, de su magnitud o de su entidad.
Se preguntaba Platón si “¿Podrá, pues, haber un mejor testimonio de la mala
y viciosa educación de una ciudad que el hecho de que no ya la gente baja y artesana, sino
incluso quienes se precian de haberse educado como personas libres, necesiten de hábiles
médicos y jueces?¿Y no te parece una vergüenza y un claro indicio de ineducación el verse
obligado, por falta de justicia en sí mismo, a recurrir a la ajena, convirtiendo así a los demás
en señores y jueces de quien acude a ellos?”1.
Con ello queda desnudada la necesidad de que las partes, incapaces de
solucionar por sí el conflicto, así como inhibidas de echar mano de la fuerza, deban acudir a
un sujeto distinto de los contendientes para que dirima el entuerto suscitado con la autoridad
de que lo inviste el Estado para cumplir tal cometido.
Cuando del tenor de los derechos en colisión esgrimidos por actor y el
demandado surge la equivalente entidad de los derechos de ambos, a lo que se suma la
urgencia del reclamo de protección de aquel, el dilema del juzgador se patentiza entre acceder
de plano y ab initio a lo primero, privando –o difiriendo- del ejercicio del derecho de defensa
al segundo o rechazar la pretensión promovida, arriesgando a que el derecho que titulariza el
actor se torne ilusorio.
Éste punto sensible será el centro de nuestra indagación.
II. RECONOCIMIENTO DE UNA REALIDAD: LA DIMENSION TEMPORAL DEL
PROCESO
El proceso no tiene una existencia que se justifique por sí misma y se agote
en sí misma, sino que su noción se vincula histórica y lógicamente con la necesidad de
organizar un método de debate dialogal y si se recuerda por qué fue menester ello, surge claro
1
Platón, La República, ed. Altaya, Barcelona, 1997, p. 140.
2
que la razón de ser del proceso no es otra que la erradicación del uso de la fuerza en el grupo
social para asegurar el mantenimiento de la paz y de normas adecuadas de convivencia2.
Sabido es que el proceso consume más o menos tiempo; su
desenvolvimiento se cumple en un lugar pero también en un tiempo dado a través del cual
discurre. Es por ello que la compatibilización del tiempo y el proceso se ha tornado en una
preocupación constante en la doctrina.
El problema a resolver consiste en que el tránsito de una pretensión por el
proceso no agrave, precisamente por el simple transcurso del tiempo que requiere a los fines
de la sustanciación de las pretensiones, de la producción de la prueba y del dictado de la
sentencia que le ponga fin, el daño que se persigue reparar o la situación de amenaza que se
trata de evitar o superar.
En términos generales, en un proceso judicial se busca la recomposición del
pasado pero con miras a instalar la solución que de ello sobrevenga, en el futuro.
La cuestión se asocia al carácter inasible que tiene el presente, dimensión
temporal en la que se produce el debate judicial, pero en la que se trata de fijar el pasado, en
el que se sitúa el hecho causa de la controversia mediante su postulación y el aporte de la
prueba, y el futuro, en el que se dirimirá el conflicto con vistas a su reparación, reintegro o lo
que en definitiva corresponda, con miras a lo ya sucedido. Es allí donde se produce el quiebre
entre las expectativas del justiciable y las singularidades que presenta el sistema judicial pues
el operador trata de conformar ese presente a través de formas que resulten adecuadas para
hacer realidad el pasado que se debe valorar, sin la cual puede desaparecer, pero siempre en
relación a un futuro que es aun inaccesible. Esta circunstancia, de por sí compleja cuando del
daño pasado se trata, se torna todavía más difícil de ponderar cuando el perjuicio que se
persigue evitar ni siquiera se ha producido pues se predica la posibilidad de su producción
hacia el futuro, de modo aproximativo, conjetural e incierto.
En rigor, la relación que media entre el par proceso/tiempo es de tanta
relevancia que ha merecido su reconocimiento en los instrumentos internacionales en materia
de derechos humanos, a título de derecho, a obtener un pronunciamiento judicial en un plazo
2 Alvarado Velloso, Adolfo, Sistema procesal. Garantía de libertad, T. I, p. 35, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, p. 2009.
Desde luego que, como lo advierte también este autor, “la idea de fuerza no puede ser eliminada del todo en un tiempo y
espacio determinado, ya que hay casos en los cuales el Derecho, su sustituto racional, legaría tarde para evitar la
consumación de un mal cuya existencia no se desea: se permitiría así el avasallamiento del atacado y el triunfo de la pura y
simple voluntad sin lógica”. Ello hace posible que “en algunos casos, la ley permita a los particulares utilizar cierto grado de
fuerza que, aunque ilegítima en el fondo, se halla legitimada por el propio Derecho”.
3
razonable3. En este sentido, adquiere relevancia lo expresado por el Dr. Lorenzetti, en su
disidencia parcial en “Arisnabarreta”, al decir, en el considerando 15 de su voto que “el
derecho humano a un procedimiento judicial gobernado por el principio de celeridad, sin
dilaciones indebidas, está íntimamente vinculado con el concepto de denegación de justicia
que, como lo ha destacado esta Corte, se configura no sólo cuando a las personas se les
impide acudir al órgano judicial para la tutela de sus derechos —derecho a la jurisdicción—
sino también cuando la postergación del trámite del proceso se debe, esencialmente, a la
conducta negligente del órgano judicial en la conducción de la causa, que impide el dictado de
la sentencia definitiva en tiempo útil (Fallos: 244:34; 261:166; 264:192; 300:152; 305:504;
308: 694; 314:1757; 315:1553 y 2173; 316:35 y 324:1944)”4.
De ello se desprende la necesidad de comprender que el proceso no es ajeno
al transcurso del tiempo y que autoriza a decir que el proceso equivale, existencialmente, a
tiempo5; pero que, a su vez, este tiempo debe estar acotado a las exigencias inherentes a los
plazos que corresponden en orden a la formulación de las respectivas postulaciones, el
ofrecimiento y producción de prueba y, finalmente, al dictado del pronunciamiento que lo
dirima.
Habida cuenta que la realidad jurídica indica la imposibilidad de sortear el
tránsito de lo que significa el proceso y, por ende, el tiempo que ello insume, por lo menos
debe verificarse la posibilidad de disminuir el impacto lesivo que conlleva la demora para
proveer a la tutela que se demanda.
A estos fines, el proceso proporciona remedios cautelares o anticipatorios
para aventar algunos de estos riesgos de causación o agravamiento de daños a la espera de la
decisión final a recaer. Empero, esta solución no siempre resulta exitosa, a veces como
resultado del rigorismo formal que predomina en algunos ámbitos forenses y en otras
oportunidades por su desvirtuación, cuando no de la ineficacia de la postulación articulada.
Folco, Carlos María, Apuntes sobre derechos humanos, celeridad procesal y la doctrina prospectiva en la jurisprudencia de
Corte, Rev. LL, 31/8/2009, p. 1.
4 CSJN, “Arisnabarreta”, 6/10/2009, LL, 2009-F, 371.
5 Indica Stephen Hawking, Historia del tiempo, p. 191, ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1992, que hay, al menos, tres
flechas del tiempo distintas: la flecha termodinámica, que es la dirección del tiempo en la que el desorden o la entropía
aumentan; la flecha psicológica, que es la dirección en la que nosotros sentimos que pasa el tiempo, la dirección en la que
recordamos el pasado pero no el futuro y, por último, la flecha cosmológica, que es la dirección del tiempo en la que el
universo está expandiéndose en vez de contrayéndose. Sobre ello, cabe tener presente que ese discurrir continuo que es el
tiempo, en tanto dimensión existencial inherente al hombre y a su entorno, crea expectativas igualmente relevantes –y
ciertas- de la persistencia en el devenir humano.
Es, sin dudas, el tiempo existencial el que prima en el transcurso del proceso y con ajuste a él es que los agonistas
planifican sus expectativas y sus estrategias, destinadas a acortarlo o a alongar sus plazos, conforme sus respectivas
pretensiones. Esta circunstancia transforma el tiempo en el proceso en un protagonista fundamental del debate judicial y no
solamente en una dimensión por la cual discurre.
3
4
De este modo es como el pensamiento jurídico ha alumbrado fórmulas
novedosas, pretendiendo arrimar lo más temprano en el tiempo las respuestas para el caso, en
orden a evitar o a disminuir los efectos dañosos de la injuria que se denuncia como actual o
futura pero inminente.
Ese adelantamiento para producir una resolución más temprana, con efectos
definitivos o provisorios, según sea el caso, constituye un remedio eficaz para dar respuesta a
situaciones acuciantes y graves en cuanto al perjuicio que representan. Sin embargo, ese
mismo anticipo de solución conlleva la necesidad de soslayar el derecho de resistencia que le
asiste a aquel de quien se predica que es el autor de la ofensa o de la amenaza, con lo que esa
prerrogativa constitucional experimenta un sensible adelgazamiento frente al reclamo judicial
de quien se dice afectado.
El punto crítico se sitúa, entonces, en constatar las exigencias que deben ser
satisfechas por la demanda de tutela cautelar, anticipada o de fondo que, por su evidencia,
naturaleza, entidad, importancia, gravedad, urgencia e irreparabilidad, justifiquen omitir
totalmente o disminuir de modo relevante el derecho de defensa del destinatario de la medida
de protección que se impetra.
III. UN PRIMER ACERCAMIENTO PARA RESOLVER EL DILEMA CREADO POR LA
ECUACION TIEMPO/EFICACIA: LAS MEDIDAS CAUTELARES
Las medidas cautelares fueron los primeros remedios de naturaleza procesal
que pusieron a los jueces ante aquella disyuntiva de hierro que les imponía decidir con pocos
–o ningún- elemento probatorio decisivo a la vista.
Las medidas cautelares consisten en una actividad preventiva que,
enmarcada en una objetiva posibilidad de frustración, riesgo o estado de peligro, a partir de la
base de un razonable orden de probabilidades acerca de la existencia del derecho que invoca
el peticionante, según las circunstancias, y exigiendo el otorgamiento de garantías suficientes
para el caso de que la petición no reciba finalmente auspicio, anticipa los efectos de la
decisión de fondo ordenando la conservación o mantenimiento del estado de cosas existente o,
a veces, la innovación del mismo según sea la naturaleza de los hechos sometidos a
juzgamiento6.
En orden a determinar los presupuestos que la tornan procedente, debe
indicarse un razonable orden de probabilidades sobre la existencia del derecho que puede
6
De Lázzari, Eduardo, Medidas cautelares, T. 1, p. 6, ed. Platense, La Plata, 1984.
5
asistir al peticionante, según las circunstancias del caso concreto, extremo que habitualmente
se conoce bajo la denominación de verosimilitud del derecho, también conocido como el
“humo del buen derecho”. También debe contarse con una objetiva posibilidad de frustración,
riesgo o estado de peligro de ese derecho esgrimido por el demandante, usualmente conocido
como peligro en la demora. Por último, se requiere el otorgamiento de garantías suficientes
para el supuesto de que la solicitud no resulte procedente, consistente en la prestación de una
adecuada contracautela.
Con arreglo al actual estado de la evolución del pensamiento y de las
prácticas procesales, debe decirse que si bien los dos primeros requerimientos continúan
vigentes en cuanto hace a su exigibilidad, los tribunales se han mostrado proclives a
prescindir del tercero, en orden a no frustrar la admisibilidad de la pretensión y siempre que la
entidad que representen la verosimilitud del derecho y el peligro que se desprenda de la
demora en despachar la medida impetrada así lo aconseje.
Las cautelares no constituyen un fin en sí mismas, no agotan la pretensión
material del solicitante, constituyendo, por ende, un accesorio o instrumento al servicio del
objeto de otro proceso, siendo otorgadas en consideración al derecho que ha de esclarecerse o,
en su caso, a actuarse, mediante las formas regulares que aseguran la defensa en juicio. De
ello se infiere la merma en el ejercicio de esta garantía que representa para quien resulte
cautelado.
Se proveen inaudita parte, toda vez que si se cursara notificación al afectado
se le otorgaría la posibilidad de frustrar el objeto buscado, aunque ello signifique también
suprimir su capacidad de respuesta oportuna.
Asimismo, el conocimiento jurisdiccional sobre la reunión de sus
presupuestos es sumario, alcanzando una cognición sólo en grado de apariencia y no de
certeza.
Cabe consignar su carácter provisional, habida cuenta que mantienen su
vigencia sólo en la medida en que subsistan las circunstancias que las motivaron. De ello se
deriva que, si resultan denegadas, nada obsta a que puedan ser nuevamente peticionadas en
tanto se haya modificado la situación de hecho o de derecho que le sirven de sustento. Por la
misma razón, son mutables, en pos de evitar perjuicios innecesarios a quien debe sufrirlas,
siendo ello ponderado de modo proporcional a la importancia del derecho que se intenta
proteger. En virtud de este carácter, las medidas cautelares no hacen cosa juzgada material ni
implican prejuzgamiento.
6
Por último, encierran un carácter de urgencia que emerge de su propia
naturaleza y finalidad, en virtud de que, como se ha dicho, requieren que medie, a los fines de
su andamiento, peligro en la demora.
De igual manera, deviene menester señalar que las medidas cautelares
carecen de autonomía y permanecen subordinadas, a lo largo de su existencia, a la posibilidad
de que se decrete su caducidad, con sujeción a la suerte de la pretensión de fondo.
IV. UN PASO ADELANTE EN LA EVOLUCION: LA TUTELA INHIBITORIA.
Señala Osvaldo Alfredo Gozaíni7 que el paso de la reparación ex post facto
a la prevención del daño, supuso modificar el eje de atención normativo pues mientras en un
principio se buscó castigar al autor del ilícito, actualmente se atiende la situación de la
víctima. En este orden de ideas, postula Carlos Ghersi8 que el daño es una de las tantas formas
en que se materializa el estallido de ingobernabilidad del sistema de previsión, dando cuenta
de las razones que abonan este cambio de mirada. De esta suerte, el derecho a la
indemnización, que constituía un valor equivalente a la ponderación del daño sufrido, ahora
se convierte en un derecho creditorio que persigue garantir en su integridad al derecho en sí
mismo, toda vez que se dirige claramente a reclamar la evitación de los daños susceptibles de
producirse en un futuro probable.
El carácter de mandamiento de abstención o la orden de no hacer que con la
inhibitoria se busca conlleva un conflicto natural con la noción reparatoria sin que medie
causación de daño, toda vez que la decisión judicial que en tal sentido pudiera ser dictada,
tendría que asentarse en un fundamento diferente a la definición clásica del hecho ilícito
contractual, delictual o cuasidelictual.
La relación que media entre el daño efectivamente sufrido como igual al
derecho a la reparación, pierde consistencia en este fenómeno que advierte la asignación de
responsabilidad allí donde haya la probabilidad de un daño injusto, difuminando el sentido
objetivo antes consagrado. En consecuencia, en palabras de Lorenzetti "todas las
responsabilidades son objetivas, todos los daños son resarcibles", pero la precisión conceptual
impone modificar los argumentos.
La transformación del derecho sustancial se evidencia en la innovación que
sobreviene al pensar en el hombre como tal, antes que en la riqueza frustrada por el daño
7
8
Gozaíni, Osvaldo Alfredo , “El amparo como vía de prevención del daño”, LL, 2000-F, 1105.
Carlos Ghersi, “Teoría general de la reparación de daños”, Ed. Astrea, p. 63.
7
ocasionado9.
Teniendo en cuenta esta dimensión constitucional, las posibilidades de
actuación en referencia a la tutela inhibitoria, pueden impedir la práctica de un hecho ilícito o
bien impedir la continuación o repetición del hecho ilícito. En ambos supuestos, el objeto de
la tutela inhibitoria se asemeja a las medidas cautelares del derecho procesal, aunque
exteriorizan algunas diferencias.
En lo que respecta a su mayor proximidad conceptual, esta se produce con
los mecanismos procesales de urgencia entre los que se cuenta la tutela anticipada (también
llamada, cautela material, o tutela urgente) y las medidas autosatisfactivas.
Sobre la tutela jurisdiccional y las técnicas de protección anticipada, deviene
menester indicar que, así como el derecho de fondo exige la revisión de sus criterios, lo
mismo sucede en el derecho procesal cuando persigue abandonar su condición de técnica pura
para fomentar un sistema de discusión y debate más afín con la realidad del conflicto y con un
lenguaje más apropiado a lo cotidiano10.
La urgencia cobra vida en el proceso desde diversas manifestaciones, donde
especialmente se mencionan las medidas cautelares; sin embargo no es igual la tutela cautelar
que la urgencia de tutela. Ello es así pues mientras lo cautelar exige la apariencia del derecho
invocado, el peligro en la demora y la prestación de una contracautela; lo urgente, si bien
requiere el peligro en la demora, no precisa de la verosimilitud sino de una fuerte probabilidad
para que sean atendibles las pretensiones deducidas en juicio11. Por otra parte, el proceso
9 Gozaíni, Osvaldo Alfredo, ibid, 1105, citando a Aída Kemelmajer de Carlucci, “El daño a la persona ¿Sirve al derecho
argentino la creación pretoriana de la jurisprudencia italiana?”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, N° 1, Ed.
Rubinzal Culzoni, Santa Fe - Buenos Aires, 1995.
Si la dimensión moderna enfatiza el respeto por la persona evitando la indigna relación con su capacidad de producir como
sujeto económico, esta mutación supone otorgar un alcance más genérico al derecho otorgado. No se trata ya de la
reparación única, o de la satisfacción económica integral; ahora, el punto sustancial se sitúa en la vida humana, como una
manifestación vital para la sociedad y esencia de sus semejantes.
En una sociedad cuyos fundamentos se inspiran en los réditos económicos del trabajo, en cambio, la invalidez para su
desarrollo comporta consecuencias patrimoniales enormes, tanto para la víctima cuanto para los que le sobreviven en caso
de muerte, así como para la sociedad que lo valora en tanto sujeto productivo. El daño, entonces, no se ubica en la pérdida
de la vida o en la lesión en sí misma, sino en sus consecuencias patrimoniales negativas determinadas sobre la base de la
incapacidad laboral del sujeto, mientras que las demás afecciones, entran en el daño moral.
10 En orden a ello, señala Gozaíni que el proceso latinoamericano, y particularmente el argentino, se caracteriza, desde una
perspectiva clásica, por representar un conflicto de intereses suscitados entre dos partes, que el Juez presencia sin tener
posibilidad de instruir oficiosamente, dado que de admitirse, quebraría el juego limpio que supone otorgar disponibilidad a
los litigantes para confirmar cada uno el aserto que porta su pretensión. Algunos sostienen que de tolerarse el activismo
judicial, se violarían las reglas de bilateralidad y contradicción.
Esta idea resume un pensamiento decimonónico en el que se creía encontrar la eficacia del proceso civil en la glorificación
del proceso acusatorio. En éste la dinámica procesal quedaba abandonada a la iniciativa de las partes y donde el juez
intervenía no tanto para dirigir el debate como para determinar el vencedor del mismo como si fuera un árbitro encargado de
designar un ganador pero sin participar en el juego.
11 Peyrano, “Lo urgente y lo cautelar”, JA, 1995-1, 889, citado por Gozaíni, Osvaldo Alfredo en “El amparo como vía de
prevención del daño”, LL, 2000-F, 1105.
8
cautelar es "abierto", dado que, cualquiera fuere la coyuntura correspondiente -si están
reunidos los recaudos referidos-, el interesado podrá postular exitosamente que se despache
en su favor una diligencia cautelar, y "sirviente", en virtud de que sólo puede existir en
función de asegurar las eventuales resultas de un proceso principal del cual es accesorio;
mientras que el proceso urgente es "autónomo" en el sentido que no es accesorio ni tributario
respecto de otro, agotándose en sí mismo12.
En su mérito, la actuación judicial permite resolver cuestiones de urgencia
sobre la base de lo cautelar o anticipándose a la sentencia definitiva, en cualquiera de las
formas de tutela, ora como medidas autosatisfactivas, ora medidas provisionales, logrando
autonomía respecto al modelo clásico de confrontación entre partes.
En tanto lo cautelar requiere de un proceso principal al que se subordina,
donde las partes sustancien el conflicto que los enfrenta en la actuación urgente, la
bilateralidad es contingente, porque puede el juez, frente a lo manifiesto del caso, resolver de
inmediato.
En materia civil, la tutela inhibitoria está diseñada para el primer caso, pero
no es una actuación cautelar propiamente dicha13, tampoco es un amparo por su propia
naturaleza pues la tutela inhibitoria no es un proceso constitucional; puede o no ser una
medida autosatisfactiva, con lo que resta determinar qué es la tutela inhibitoria.
En el derecho argentino encontramos que, sin presentarse como inhibitorias,
el Código Civil contiene numerosas disposiciones que procuran la cesación de daños inferidos
o evitar su reiteración14.
Vargas, Abraham L., "Estudios de Derecho Procesal" , t. I, Ed. Cuyo, 1999, citado por Gozaíni, Osvaldo Alfredo en “El
amparo como vía de prevención del daño”, LL, 2000-F, 1105.
13 Mosset Iturraspe, Jorge, “Daño ambiental”, Hutchinson, Donna y Mosset Iturraspe, T. I, p. 159, ed. Rubinzal-Culzoni,
Santa Fe, 1999, manifiesta, empero, que “la tutela inhibitoria se inscribe dentro del muy amplio panorama de las ‘medidas
cautelares’, con la finalidad de asegurar la eficacia práctica de la sentencia que debe recaer en un proceso de daños
ambientales”. Añade este autor que la tutela inhibitoria equivale “a una ‘medida de no innovar’, no proseguir o continuar en
un quehacer determinado, en atención a los riesgos o peligros que del mismo se originan”.
14 En este orden de ideas, cabe mencionar:
a) La intimidad: El art. 1071 bis establece la obligación de cesar en actividades lesivas de la intimidad ajena. ("El que
arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena, publicando retratos, difundiendo correspondencia, mortificando a otro en
sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad, y el hecho no fuere un delito penal será
obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubiere cesado, y a pagar una indemnización que fijará equitativamente el
juez, de acuerdo con las circunstancias: además, podrá éste, a pedido del agraviado, ordenar la publicación de la sentencia
en un diario o periódico del lugar, si esta medida fuese procedente para una adecuada reparación").
Como expansión de esta forma de tutela se ha admitido la prohibición de circulación de la publicación lesiva, la supresión de
párrafos o textos agraviantes, la autorización de diligencias para impedir la identificación de una persona fotografiada, o la
publicación de avisos en varios diarios (cfr. Rivera, Julio César, "Derecho a la intimidad", en "Derecho de Daños", libro
homenaje a Jorge Mosset Iturraspe, Ed. La Rocca, Buenos Aires, 1991).
b) La propiedad intelectual: La ley 11.723 (art. 79) (Adla, 1920-1940, 443) tiene previstas medidas de carácter preventivo de
protección a los derechos que reglamenta; ellas permiten suspender un espectáculo; decomisar obras antes de su
distribución; embargar recaudaciones, etc.
12
9
Cabe indicar que la acción inhibitoria es de naturaleza eminentemente
preventiva; su admisión depende del peligro actual o inminente que tenga el acto o la
c) Derechos reales: Se trata de derechos vinculados con peligros inminentes o restricciones continuas al ejercicio del
dominio o el restablecimiento de derechos acordados.
Por ejemplo, el art. 2499 párrafo segundo dice: "Quien tema que de un edificio o de otra cosa derive un daño a sus bienes
puede denunciar el hecho al Juez a fin de que se adopten las oportunas medidas cautelares" . El art. 2500 agrega que, en
tal caso, la acción tiene por objeto "que la obra se suspenda durante el juicio, y que, a su terminación se mande a deshacer
lo hecho" .
El art. 2618 faculta al afectado a iniciar juicio sumario por la perturbación que le ocasionen los ruidos molestos, el humo,
calor, vibraciones o cualquier hecho generador de daños.
Este aspecto, antes considerado una típica expresión del derecho de propiedad, de carácter sustancial, modifica su calidad
para encontrar en la calidad de vida, el sustento constitucional que, eventualmente, admite encausar la pretensión a través
del amparo.
Las acciones reales (confesoria y negatoria) propician restaurar aquellos derechos afectados por actos de otros que impiden
la plenitud de su utilización efectiva (arts. 2795 a 2799 y 2800 a 2804).
d) Derechos patrimoniales: El acreedor hipotecario cuenta con la posibilidad de ejercer medidas de protección de su crédito
contra aquellos actos de disposición que "directamente tengan por consecuencia disminuir el valor del inmueble hipotecado"
(art. 3157 y 3158).
e) Leyes específicas: A su tiempo existen leyes que reglamentan medidas preventivas o restitutivas adecuadas al caso que
tienden a tutelar. Entre otras, la ley 23.592 (Adla, XLVIII-D, 4179) (trato discriminatorio) establece que "quien arbitrariamente
impida, obstruya, restrinja o de algún modo menoscabe el pleno ejercicio sobre bases igualitarias de los derechos y
garantías fundamentales reconocidos en la Constitución Nacional, será obligado, a pedido del damnificado, a dejar sin
efecto el acto discriminatorio o cesar en su realización..." .
En materia de propiedad horizontal (ley 13.512 - Adla, VIII-254 -), se prohíbe a los propietarios u ocupantes asignar un
destino diferente al que corresponde a la unidad funcional, como a realizar dentro del mismo actos que atenten contra la
tranquilidad de los vecinos o la seguridad del edificio. En cada caso, el juez puede tomar las medidas preventivas
correspondientes.
La ley del nombre (ley 18.248 - Adla, XXIX-B, 1420 -) establece acciones que reconocen la elección del nombre, su uso y
aplicación, evitando que otros lo usen en su provecho.
La ley 22.262 (Competencia desleal - Adla, XL-C, 2521 -) permite adoptar medidas de no innovar, o el cese o abstención de
conductas, cuando éstas puedan causar daños o perjuicios irreparables.
Afirma Lorenzetti que también en este caso es la vía amplia del amparo referido a la defensa de la competencia, el que
permitirá a un empresario atacar normas que afecten el funcionamiento del mercado en condiciones no monopólicas.
La ley de defensa del consumidor (ley 24.240) (Adla, LIII-D,4125) (*) admite que tanto el usuario como el consumidor
puedan demandar por sus intereses afectados o simplemente amenazados, a través del proceso que sea más rápido y
abreviado en la jurisdicción pertinente (arts. 52 y 53). Ello, frente a la dificultad de fórmulas simples y sencillas del proceso
ordinario, lleva a repensar el amparo como la vía judicial más idónea.
La ley 23.551 (actividad sindical - Adla, XLVIII- B, 1408 -) tipifica la práctica desleal, como son las conductas contrarias a la
ética de las relaciones laborales, sean éstas ejecutadas por los empleadores o sus asociaciones. La medida que se permite
radica en un procedimiento particular que busca la decisión judicial de cesar inmediatamente en dicha práctica nociva (art.
55 inc. 4°).
En materia ambiental algunas de las acciones especialmente relacionadas con la de daño temido encuentran posibilidades
de aplicación, que además, han sido respaldadas por la doctrina, como surge de las conclusiones del XI Congreso Nacional
de Derecho Procesal, celebrado en la ciudad de La Plata, en 1981, que sostuvo que "Debe reconocerse la procedencia de
una acción preventiva de toda manifestación que al producir daños, por ejemplo, al medio ambiente o a la ecología, requiera
la enérgica y perentoria neutralización de sus efectos negativos".
Sostiene Bustamante Alsina, Jorge, en “Responsabilidad civil por daño ambiental”, LA LEY, 1994-C, 1052, que, en
consecuencia, ante la instalación de una industria que elimine desechos o efluentes que puedan ser contaminantes del
ambiente, ante el solo peligro de que ello se produzca, cualquiera que se halle expuesto a sufrir el perjuicio, puede ejercer la
acción denunciando los hechos al juez, a fin de que éste adopte las oportunas medidas cautelares, ya sea disponiendo la
suspensión de las obras, o de la actividad que se propone realizar, hasta comprobar pericialmente que se ha instalado un
eficiente sistema de antipolución que garantice en los hechos la no contaminación del ambiente.
Esta posición consolidó en las conclusiones de la XIII Conferencia Nacional de Abogados (Reforma del derecho privado.
Homenaje al 200° aniversario del nacimiento de Dalmacio Vélez Sarsfield) celebradas en el Colegio de Abogados de San
Salvador de Jujuy del 6 al 8 de abril de 2000. Allí se dijo que: La tutela inhibitoria es un eficaz medio de evitación, tanto
desde el derecho sustancial como desde el procedimental. Tiene sustento constitucional (art. 43, Constitución Nacional),
puede aplicarse tanto a las partes en un juicio como a un tercero, consistiendo en una orden de hacer o de abstenerse. Más
allá de su reconocimiento de lege ferenda, son numerosos los supuestos ya existentes de lege lata.
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amenaza, respectivamente considerados.
La amenaza de daño debe ser demostrada sin que se requiera forzar el
proceso de prueba, pues debe ser manifiesta la gravedad del hecho o estar apoyada en una
fuerte probabilidad para que suceda. Para Lorenzetti, tratándose de una norma genérica de la
responsabilidad por daños, resulta aplicable el régimen de la causalidad adecuada. Por ello
debe acreditarse que el perjuicio es una consecuencia inmediata o mediata previsible de un
acto ya sucedido y que puede repetirse, o que persiste en sus consecuencias o bien que puede
ocurrir en forma previsible. De esta manera se advierte que el elemento a acreditar es la
amenaza de daño.
El objeto propio de la condena inhibitoria es conseguir que el sujeto
accionado se abstenga o cese en la violación de un interés simple patrimonial o
extrapatrimonial. El objeto mediato de la inhibitoria son los intereses simples, lo cual supone
incluir los denominados "intereses difusos".
La tutela inhibitoria, finalmente, se resuelve sin oír a la otra parte, lo que
produce algunas reservas para ubicarla estrictamente en el terreno del proceso, toda vez que
una de las características esenciales es la bilateralidad y la contradicción, que en el caso,
quedan postergadas. Es que la pretensión se deduce para que se dirima rápidamente porque el
daño es inminente. El juez analiza los hechos, la verosimilitud del derecho, e inmediatamente,
decide. Por ende, la finalidad procesal perseguida queda satisfecha con el decisorio que
ordena el cese del daño u obstruye con la decisión el peligro que acechaba15.
La tutela inhibitoria, que supone encontrar una vía procesal por la que un
juez pueda ordenar medidas inmediatas que eviten la producción de daños o impidan su
continuación, puede exhibir alguna de estas variables:
a) Protección inmediata a través de una medida provisional o definitiva,
pero donde el proceso continúa;
b) Protección inmediata que satisface plenamente la pretensión y, como tal,
termina el procedimiento con la sentencia.
En el primero de los supuestos enunciados, la tutela opera como medida
cautelar dictada en un proceso en trámite, que puede tener cualquiera de las características de
la actualmente denominada tutela de urgencia; en el segundo, en cambio, la protección se
Por eso, si el sujeto del interés protegido pretende, además, la reparación del daño sufrido, sale de la órbita de la
inhibitoria y se introduce en el ámbito de las acciones indemnizatorias. A su vez, debe considerarse que, como la
procedencia de la inhibitoria se subordina simplemente a la existencia de un peligro de daño o de su agravación, no es
imprescindible el ejercicio conjunto de una pretensión resarcitoria pues el perjuicio puede ser inexistente o bien, cabe que el
interés del damnificado se ciña a que no aumente o a que no prosiga el perjuicio ya sufrido.
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otorga inaudita parte y con una providencia asimilable a los efectos de la cosa juzgada formal
en razón de que su característica es la provisionalidad y la consecuente posibilidad de revisión
en un juicio pleno.
La tutela final -sostiene Lorenzetti- está relacionada no tanto con el peligro
en la demora sino, antes bien, con la amenaza de daño, en virtud de lo cual se puede discernir
entre un perjuicio derivado del transcurso del tiempo del proceso, que autoriza la cautelar, y
otro derivado del hecho ilícito. En este último caso, el tiempo del proceso no es relevante, no
es una variable con aptitud para distorsionar el resultado final.
Cuando la pretensión se sustenta dentro de un proceso en trámite, la tutela
se puede deducir tanto como una medida de no innovar o de innovar. La inhibitoria constituye
siempre la conclusión de un proceso de características singulares, pues se tramita sin
audiencia de la parte demandada, pudiendo participar de la naturaleza de un proceso judicial o
de un trámite administrativo.
Otra variable susceptible de ser aplicada a la tutela inhibitoria consiste en
plantear la medida de prevención como pretensión autónoma, en cuyo caso la decisión
judicial agota la instancia y termina el proceso, habida cuenta que se satisface el objeto
procesal.
También suele mencionarse como una alternativa al uso de la tutela
inhibitoria, las acciones llamadas "negativas" y "positivas".
Son los casos en los que la medida se confronta con las denominadas
injuction del derecho anglosajón, donde el juez puede ordenar que un acto se produzca con el
fin de evitar un perjuicio (mandatory injuction), o bien prohibir la ejecución de otro con
idéntica finalidad (prohibitory injuction). Se trata de supuestos en los cuales el ilícito se puede
concretar a través de una conducta o mediante la omisión. Asimismo, la orden de no hacer
también se puede aplicar cuando se pretende impedir la reiteración de actos perniciosos o
nocivos.
La actitud preventiva puede llegar a instancia del juez que resuelve en una
causa común, tal como ocurre cuando advierte, a la luz de los hechos juzgados, la posibilidad
de causar daños a terceros y ordena, respecto a éstos, medidas que impidan esa probabilidad,
sin caer en el riesgo de la sentencia extra petita o en el llamado obiter dictum. Ello no
significa desconocer que esta medida adoptada de oficio es resistida por la doctrina que apoya
a pie juntillas el principio ne procedat iudex ex oficio. Es decir, no puede el juez actuar allí
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donde las partes no lo pidan16. Desde luego que no resulta difícil advertir que éste es,
precisamente, el nudo central del problema que suscita la adhesión a la procedencia de las
tutelas diferenciadas, pues develan el cruce entre el derecho del actor a obtener una rápida
protección de sus derechos y el derecho del accionado a resistir la reclamación de la que es
objeto.
Al respecto, destaca Jorge L. Kielmanovich que si bien la tesis que
considera a las medidas anticipadas y urgentes con presupuestos diferentes a los de las
medidas cautelares parecería haber ganado rápida adhesión en la doctrina, le parece que esa
concreta inclusión o exclusión habrá de depender y resolverse a partir de los esenciales
caracteres que son propios de las cautelares - en el caso, de su instrumentalidad,
provisionalidad y flexibilidad -, y su eventual presencia en las mentadas cautelas materiales17.
En suma, la tutela inhibitoria no es más que una forma rápida y expedita de
proteger un derecho amenazado a través de alguna de las modalidades procesales que facilitan
los procesos urgentes. Se prefiere hablar de una protección sustancial como una manera de
ampliar el horizonte de lo estrictamente civil, y alcanzar así, la tutela constitucional de los
derechos, pero ello no altera esta conclusión18. Ahora bien, este emplazamiento agiliza las
facultades del juez en orden a la eficacia del servicio que presta; admite el criterio de la
urgencia como pauta que fundamenta la postergación del contradictorio; pero no tiene en
cuenta que las formas procesales se corresponden con procedimientos adecuados para cada
pretensión en particular, y la amenaza de producir un daño o impedir su agravamiento, puede
o no lesionar, alterar, modificar o restringir, con arbitrariedad o ilegalidad un derecho
subjetivo o de incidencia colectiva.
Recuerda Gozaíni, Osvaldo Alfredo en “El amparo como vía de prevención del daño”, LL, 2000-F, 1105, citando a Matilde
Zavala de González, que si la amenaza es actual o inminente y enervarla no admite dilaciones, la inhibitoria es factible aun
cuando, por defecto de petición de la víctima o porque quien debe cumplir la medida no ha comparecido a la causa; éste no
haya podido ejercer su derecho de defensa. Por sobre la preservación de este derecho debe conferirse primacía, como
imperativo de seguridad jurídica; la tutela urgente de intereses fundamentales (como son los que atañen a la existencia y a
la salud de la personas). Por otro lado -agrega-, la oportunidad defensiva se salvaguarda mediante resorte recursivos que
no obsten, entre tanto, la vigencia de las medidas de seguridad ordenadas.
El aspecto cuestionable - sostiene Lorenzetti - es que el juez disponga de oficio estas medidas respecto a terceros que no
han comparecido juicio y que no han tenido oportunidad de defensa. Es probable que si el obligado hubiera planteado la
cuestión constitucional habría tenido un resultado favorable a tenor del claro texto del artículo 18 que consagra el derecho a
la defensa en juicio.
Inclusive, otros argumentan que se puede ir mi, allá de la pretensión deducida y declarar la ir constitucionalidad de la norma
en que se funde el acto o la omisión lesiva, permitiendo así - como afirma Lorenzetti - que la tutela inhibitoria desmonte el
andamiaje legal que funda la amenaza de daño.
17 Kielmanovich, Jorge, “La cautela material”, JA, 28/6/2000.
18 Por cierto que esta protección sustancial reclama un enriquecimiento de las técnicas procesales, en aras de que la
protección sea eficaz y oportuna y, en ocasiones, enérgica y perentoria. Esas vías son las siguientes: a) las medidas
cautelares; b) las medidas autosatisfactivas; c) las acciones de amparo y de hábeas data y d) los procesos inhibitorios
comunes (por lo general, sumarios o abreviados).
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En consecuencia, y a guisa de conclusión, debe decirse que la tutela
inhibitoria es la pretensión que persigue evitar un daño inminente que se funda en una
manifiesta probabilidad de producción. Esa tutela reclamada no exige de modo ineludible
verosimilitud en el derecho del que lo invoca, bastando el peligro en la demora en
pronunciarse para acordarla de inmediato, siendo facultativo del juez oír al sujeto pasivo del
hecho ilícito denunciado.
V. EL AMPARO
La consagración constitucional de un "derecho a la tutela judicial efectiva"
muestra el nacimiento de un derecho propio, no asistencial, que radica en la persona y en la
que el Estado, a través de los jueces y sus instituciones procesales, está obligado a contribuir
al afianzamiento de ambas garantías. Estas, no son otras que un derecho al servicio judicial
efectivo, donde la herramienta técnica debe ser un procedimiento rápido y expedito. Así
aparece el amparo, no ya como instrumento técnico (es decir, como proceso), sino como un
derecho garantista de la persona, resultando de la mayor relevancia recordar que su origen fue
jurisprudencial antes que normativo.
La síntesis entre ambas proyecciones del amparo (como derecho y como
garantía) permite observar a este proceso como el más importante en la defensa y promoción
de los derechos humanos, y fundamenta las razones por las que deben encontrarse
mecanismos constitucionales y procesales que aseguren su eficacia antes que su restricción.
La Carta Magna conceptualiza al amparo poniendo énfasis en una de sus
mayores ventajas, a saber, la celeridad, en cuanto se refiere a él como una acción rápida y
expedita, aunque menciona también la necesidad de confrontar la vía con otro medio
judicial19. La subsidiariedad, derivada de la expresión “siempre que no exista otro medio
judicial más idóneo”, es conteste con la consagrada en el art. 1º de la ley 16.986, pero, al
incluir en el espectro normativo de protección a los tratados y leyes que aquella ley no
mencionaba, obliga a tener en cuenta la influencia que esta alusión tiene en el mentado
remedio procesal.
El amparo, en su nuevo modelo constitucional, concreta un derecho de
acceso directo a la jurisdicción que impide controvertir la existencia de la vía; pero esta
objeción puede producirse si existen otras vías más idóneas que mejoren la calidad procesal
de la acción directa. La condición antes contenida en el art. 2º, inciso a, de la ley 16986, fue
19
Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 313, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
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eliminada, suministrando un acceso directo facultativo al amparo cuando no existan procesos
que soporten idénticas cuestiones planteadas. De este modo, teniendo en cuenta la celeridad
que autoriza a priorizar el sometimiento a las reglas del amparo, cualquier proceso ordinario
que tenga igual o similar aptitud para resolver la crisis constitucional desplaza la procedencia
de la acción constitucional si satisface la exigencia de rapidez y eficacia que lo habilita como
proceso corriente20.
La idoneidad se refiere al proceso total y no a etapas o incidencias
susceptibles de resolver provisoriamente el gravamen denunciado, a tenor de lo cual, las
cautelares no revisten entidad suficiente para erigirse en el medio apto que obste a la
promoción del amparo, habida cuenta que no sirven para resolver sobre la materialidad del
derecho agraviado. Tampoco implica la existencia de un proceso concurrente, sino de que éste
consista en una efectiva protección, e inspirado en una perspectiva de razonable certeza
acerca de su eficacia. En presencia de un acto u omisión que lesione o restrinja, con
arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, derechos reconocidos por la Constitución, un tratado o
una ley, y siempre que tales circunstancias sean alegadas y acreditadas por el interesado
siquiera prima facie, el proceso ordinario no puede ser considerado un remedio judicial más
idóneo que el amparo, con ajuste al texto constitucional vigente; la admisibilidad de la
pretensión de amparo, siempre que concurran los presupuestos que la condicionan, comporta
una alternativa principal, sólo susceptible de desplazamiento por otras vías más expeditas y
rápidas. De acuerdo con ello no parece dudoso que ésa sea la más razonable interpretación de
la norma constitucional, aunque un examen global de la legislación procesal argentina
corrobora la conclusión de que no se hallan regulados procedimientos judiciales que ostenten
la referida condición, es decir, que exhiban, a causa de su simplicidad y correlativa celeridad,
mayor idoneidad que el proceso de amparo21. En sustento de esta tesis, debe recordarse que
cuando la Constitución dice que la acción de amparo “es expedita y rápida”, siempre que no
exista otro medio judicial más idóneo’, no quiere decir que la idoneidad del proceso judicial
pueda ser un juicio más lento, como lo es nuestra jurisdicción ordinaria, sino más rápido aún
que el trámite legal de la acción de amparo. Y esto no debe ser probado por el accionante. Si
tiene conocimiento de que hay una vía procesal más rápida (idónea) que el amparo, solicitará
su utilización por el juez interviniente, y éste lo aceptará o no. Y podrá hacerlo de oficio,
obviamente22.
Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 315-316, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 322, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
22 Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 323, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
20
21
15
Gozaíni cree “que el amparo constitucional es un derecho directamente
operativo que tiene en cuenta el derecho que se protege antes que la eficacia de la senda
seleccionada. Es una vuelta por sus fueros de la prosapia elaborada en los precedentes de
‘Siri’
(1957) y ‘Kot’ (1958) y una esperanza de lograr la tan ansiada tutela judicial
efectiva”23.
El art. 43 expresamente habilita el carril amparista como forma "rápida y
expedita", que supone actuar un proceso sin dificultades de admisión formal y de la manera
más urgente, porque la pérdida de tiempo puede frustrar el objetivo tutelar buscado; en
consecuencia si el daño inminente actúa como amenaza que solamente puede evitarse cuando
se tenga un proceso tan rápido y expedito como aquél, pareciera que no hay más remedio que
aceptar al amparo como instrumento de satisfacción para la tutela inhibitoria24.
La inminencia supone proximidad, cercanía o inmediatez con la producción
del acto lesivo, que se funda en algo más que una mera conjetura. De ello se deriva que el
proceso de amparo no está para dar explicaciones de carácter dogmático o esclarecedor de
situaciones ambiguas en la inteligencia de un derecho o garantía previsto en la Ley Suprema,
sino que se requiere de quien ejerza la función jurisdiccional el estudio previo de las
circunstancias y su actualidad. Lo expuesto indica porqué a través del amparo no se persiguen
beneficios restitutivos, sino en la medida de la subsistencia de las conductas arbitrarias o
ilegítimas.
Interesa enfatizar que la alegación y demostración del peligro inminente de
daño corre a cargo del promotor del amparo25. La presunción no basta para fundamentar la
operatividad del amparo, pues los hechos inciertos o eventuales no tienen la fehaciencia
necesaria que acredite la producción del acto que se pretende evitar. Finalmente, cabe apreciar
este recaudo con la misma amplitud que han de tener todos los presupuestos de admisibilidad
del amparo, actuando más con sentido común que con rigorismo técnico.
Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 323, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
Falbo, Aníbal, ibid, p. 260. Este autor cita en abono de su posición, las decisiones adoptadas por la Corte Suprema de
Justicia de la Nación en la causa “Comunidad Indígena Wichi Hoktek T’Oi c/ Secretaría de Ambiente y Desarrollo
Sustentable”, LLNOA, 2002-1294.
Quiroga Lavié, Humberto, “Constitución de la Nación Argentina comentada”, Ed. Zavalía, tercera edición, Buenos Aires,
2000, interpreta que la exigencia de que "no exista otro medio judicial más idóneo", para que pueda proceder el amparo,
implica que, no obstante la amplitud con que ha sido constitucionalizado, no puede sostenerse que se ha ordinarizado un
trámite procesal tradicionalmente sumario o de excepción. En este sentido la regla constitucional no ha cambiado en
absoluto las prácticas judiciales que han regido en nuestro país hasta el presente. Pero ello únicamente acontecería de este
modo cuando las medidas que se pueden lograr a través de la tutela de urgencia, sea que se trate de medidas
autosatisfactivas o de sentencias anticipatorias, no sean aceptadas con autonomía e independencia de tramitar un proceso
subsidiario. De resultar así, y ser contempladas como proyecciones de las resoluciones cautelares típicas, evidentemente
sería inapropiado y hasta incongruente exigir un proceso adicional. En su caso, podríamos aceptar que sea éste el amparo.
25 Sagüés, Néstor Pedro, “Derecho Procesal Constitucional, Ley de Amparo”, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1997.
23
24
16
La otra cara del acto lesivo que sirve de presupuesto al amparo consiste en
la amenaza; así como de una parte se exige en quien reclama que acredite el daño sufrido a
través de la ejecución del hecho ilegítimo o inconstitucional, en la especie se trata de ver, en
forma clara e inequívoca, la misma crisis pero aún no concretada. Esto quiere decir que la
amenaza ilegal, a los fines de habilitar la acción amparo, debe ser de tal magnitud que pusiera
a los derechos en juego en peligro efectivo e inminente.
También, es posible plantear el amparo como respuesta a una amenaza
basada en una fuerte probabilidad de concreción, aun sin mediar el acto lesivo concreto. En
los derechos de incidencia colectiva el concepto de amenaza encuentra mayores posibilidades,
porque se desplaza la noción de afectación directa por la de derechos colectivos amenazados
que se deben resguardar en la acción tutelar prevista.
Desde luego que no nos son ajenas las críticas levantadas en contra de lo
que –se considera- consiste en una ampliación indebida del espectro de protección que genera
el amparo. Se trata, una vez más, de la vieja discusión que se suscita entre quienes pretenden
expandir la tutela amparista, ordinarizándola, y quienes buscan circunscribirla a supuestos
excepcionales, delimitados legalmente.
En términos generales, es posible sostener que el amparo crea una tutela
diferenciada a favor de aquel que invoca una lesión o amenaza a un derecho constitucional,
radicando la distinción en la jerarquía del procedimiento instaurado a ese fin protectorio, así
como en sus efectos. Es por tal razón que es nuestro interés despejar también esta materia.
Se debe admitir que los procesos constitucionales en general, y el amparo en
particular, se diferencian de los procesos ordinarios por la finalidad que persiguen y la materia
tratada, y porque constituyen instrumentos procesales diseñados para garantizar la supremacía
constitucional y proteger de manera sencilla, rápida y eficaz los derechos del hombre
consagrados en las cartas fundamentales y en las convenciones internacionales. Por todas
estas razones, concluye Gozaíni que “el amparo no es una vía subsidiaria o indirecta, sino la
garantía por antonomasia; la única herramienta disponible para actuar los derechos
fundamentales de inmediato26.
Sin embargo, fue Agustín Gordillo27 quien ha proporcionado la más aguda y
completa réplica a los partidarios de la tesis de la excepcionalidad del amparo.
Gozaíni, Alfredo, Amparo, p. 251, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
Gordillo, Agustín, Derechos Humanos, XVII-22 y siguientes, AAVV, ed. Fundación de Derecho Administrativo, quinta
edición, dirigida por Agustín Gordillo, Buenos Aires, 2005.
26
27
17
En contra del argumento que predica que expandir el ámbito de aplicación
del amparo abroga la parte dogmática de la Constitución, aduce que los tratados
internacionales de derechos humanos no derogan ni deniegan derechos reconocidos en la
parte dogmática, sino que los amplían y complementan tan sólo en cuanto a la garantía de su
implementación o cumplimiento, lo que revela que no hay contradicción alguna entre ambos.
Asimismo, este autor contesta la pretensión de introducir una interpretación
constitucional ajena al texto expreso. Asegura que los textos se despersonalizan y desprenden
de sus autores, y que las razones que los convencionales hayan expresado para dar su voto
unánime a la incorporación de los tratados, no altera lo que éstos dicen. El hecho de que la
mayoría de la Convención Constituyente haya apoyado su postura en un precedente
jurisprudencial en el cual se condicionó la procedencia del amparo a la ausencia de remedios
administrativos no modifica la conclusión expuesta, toda vez que el texto constitucional no
receptó, en definitiva, esa postura, por cuanto el art. 43, únicamente señala como requisito de
procedencia la ausencia de otro medio judicial más idóneo28. Gordillo enfatiza que no es ese
el nudo de la cuestión, como jamás lo fue la discusión parlamentaria de norma alguna, sino
que reside en lo que dicen los pactos internacionales que el país ha suscripto y debe cumplir
de buena fe.
Sobre la calificación doctrinaria de este remedio como excepcional, indica
que es un argumento de autoridad, citado por el miembro informante al efectuar el racconto
histórico previo a la constituyente, pero es replicable con la mayor autoridad de los tratados
posteriores que él mismo dejó a salvo. Los tratados vigentes no dicen que sea un remedio
excepcional, sino al contrario indican que es normal. Frente a la letra expresa de los tratados,
la vieja doctrina y jurisprudencia no hace sino probar su propio error en predecir el desarrollo
futuro del derecho; más aún, es la causa eficiente de ese nuevo derecho.
Salgado, Alí Joaquín y Alejandro César Verdaguer, Juicio de amparo y acción de inconstitucionalidad, 133, ed. Astrea,
Buenos Aires, 2000. De todos modos el convencional informante del dictamen de mayoría, si bien recuerda la jurisprudencia
que consideraba que el amparo es una vía excepcional, también declara que “El amparo es una institución central de la
mecánica de garantías que establece la Constitución Nacional” y en todo caso aclara que la jurisprudencia de la Corte sufre
“innovaciones” en el texto propuesto, entre las cuales se encuentra precisamente lo referido al “dictamen de la Comisión de
Tratados Internacionales”. El mismo convencional informante concluye que “el desarrollo científico de estos nuevos temas
no está terminado ni maduro”, pero que la fórmula propuesta es “un avance importante en la constitucionalización de la
tutela. No limita las posibilidades sino que expande de un modo determinado y específico la oportunidad de acceder a esta
tutela”.
En todo caso, también el Presidente de la Convención Constituyente ha dicho que con la reforma el amparo “Ha dejado de
ser el remedio de excepción, para convertirse en un medio procedimental ordinario”; y esa era la interpretación de García
Lema previa a la reforma respecto del acuerdo programático.
28
18
Desde el punto de vista funcional, se ha objetado al criterio extensivo del
amparo que los tribunales se abarrotarían de juicios29. En cualquier caso, no puede ignorarse
que no todo el que es derrotado en un amparo inicia el juicio ordinario, y ésta es también una
verdad universal. De ello es postulable que admitir el juicio de amparo en forma amplia como
lo exigen los tratados no implica llevar más juicios a tribunales, sino menos y de menor
duración; también, de menos esfuerzo tribunalicio, salvo el compromiso de la justicia de
decidir en fecha cercana a los hechos, que no significa agravio. De cada amparo resuelto en
cuanto al fondo —denegado o admitido— no nace un juicio ordinario posterior. El amparo
aligera la carga tribunalicia mientras aumenta las chances de los justiciables.
Se ha reprochado a la postura amplia que el amparo carece de
procedimiento, a tenor de lo cual crea inseguridad jurídica. Por ello, la ley habrá de limitarlo,
introduciendo una reforma al sistema. Esta observación sólo implica que la jurisprudencia
debería actuar como en los casos Kot y Siri, o aplicar analógicamente el procedimiento (no las
restricciones) del amparo de la ley 16.986. Dentro de esta perspectiva, existe una variante
argumental que afirma que la falta de procedimiento crea inseguridad jurídica. En rigor, la
mentada “inseguridad” debe recaer sobre el autor de las violaciones que dan lugar al amparo,
mas no sobre quienes ven sus derechos violentados por el poder público. Otro enfoque de la
misma crítica estriba en afirmar que si el juicio ordinario no sirve, no hay que extender el
amparo sino que hay que reformar el sistema, sin advertir que los tratados previeron como
solución precisamente la reforma del sistema: haciendo el amparo accesible a todos.
Finalmente, en lo que respecta a la crítica inspirada en que el legislador
limitará nuevamente el amparo, se olvida que ahora hay un texto supranacional que determina
obligaciones al Estado Argentino frente a la comunidad internacional por su inobservancia y
que, a esos fines, existe previsto el recurso por ante un Tribunal supranacional y que el
legislador no es de facto como en la ley 16.986.
En relación a la crítica conforme a la cual la implementación del amparo
como remedio judicial ordinario importaría la desprotección de quienes ven lesionados sus
derechos, niega Gordillo que ello sea así porque no pierde la vía ordinaria, si es que se supone
que ella es más apta. Para el actor, la vía del amparo es óptima: permite conocer de inmediato
la posición de la administración, acceder a la documentación de que ésta se haya intentado
29 Sobre este punto, destaca Lorenzetti (2006:299) que, si bien “la situación ideal es garantizar el acceso masivo a los
bienes en condiciones de igualdad”, en rigor, “cuando una técnica pensada de este modo se generaliza, entra en crisis, y
pareciera tornarse inútil o poco eficaz”, con lo que el problema se traduce en lo que llama “saturación”, y entre los derechos
que resultan afectados por ella se cuenta el acceso a la justicia. Es este el punto de tensión a resolver, producido entre la
amplitud de la protección y la exigüidad de los recursos humanos y materiales para proveerla.
19
valer, contestarla y quedar luego en condiciones de iniciar la vía ordinaria con mejor
conocimiento de causa, si el pronunciamiento en el amparo le es adverso. Es especialmente
apta para la defensa de los derechos de los ciudadanos y particulares en general. Quizás por
eso desde el ángulo del poder se lo ve con disfavor. Pero es el poder quien pierde protección;
el individuo la gana.
En relación al efecto desnaturalizador del amparo que tendría su extensión,
la esencial mutabilidad de las instituciones significa el cambio fundamental producido por la
introducción de un orden jurídico supranacional que debe cumplirse en el orden interno.
También se ha sostenido que la amplificación del amparo lo “devalúa”, lo que supone que en
lugar de ser una medida excepcional, pasaría a ser moneda corriente. Más aún, se asevera que
se “ordinarizaría” el amparo, olvidándose que, con frecuencia, un juicio iniciado como
amparo efectivamente se ordinariza a instancias del actor, a lo que mal puede oponerse el
demandado pues teóricamente le ofrece mayor amplitud de defensa y prueba. Si la crítica es
que el amparo se torna en vía común, entonces el argumento está en un círculo vicioso: según
las normas supranacionales, es la vía ordinaria, para la primera defensa de derechos y
libertades fundamentales. Lo que no excluye la ulterior defensa en juicio ordinario.
Con la misma finalidad, se afirma que se “amparizaría” el juicio ordinario.
Este argumento soslaya que el juicio ordinario de puede hacerse luego y que también un
juicio ordinario puede perder sentido como tal, por ejemplo cuando se declara la cuestión de
puro derecho, o no hay pruebas de importancia como es frecuente en el caso de la
administración pública que ya ha tramitado largos expedientes de los cuales surge la verdad o
falsedad de los asertos de cada uno. En estos supuestos es el ordinario que se ha
desnaturalizado. Asimismo, la afectación de derechos constitucionales se ve incrementada
cuali-cuantivamente, a tal punto que exige un correlativo aumento de las pretensiones
judiciales enderezadas a conjurarla, por lo que no puede predicarse “ordinarización” de un
remedio destinado a tutelar derechos persistentemente lesionados o amenazados, so pretexto
de su sola reiteración.
A la luz de estas consideraciones, a las que juzgo ajustadas a la verdadera
naturaleza y objeto del amparo, estimo que es posible advertir su semejanza con las tutelas
diferenciadas, a la vez que también su especial entidad protectoria.
VI. LOS PROGRESOS: LAS MEDIDAS AUTOSATISFACTIVAS Y LAS SENTENCIAS
ANTICIPADAS.
20
La tutela anticipada se manifiesta como “un sistema cautelar en virtud del
cual la jurisdicción a través de una actuación asegurativa o protectoria resguarda –
manteniendo o alterando- una determinada situación de hecho o de derecho, propendiendo a
la eficacia del proceso y la utilidad de la sentencia definitiva, a través de una inmediata
actuación de la ley que evite un daño, o los riesgos de un menoscabo que resultan evidentes o
inminentes”30
Existen tres modalidades básicas bajo las cuales puede presentarse la tutela
urgente. Una tutela propiamente cautelar, otra concedida por medio de preliminares
satisfactivas bajo la forma de medidas provisionales de tipo interdictal para ser confirmadas o
revocadas con posterioridad y, por último, la tutela satisfactiva autónoma, en la que se
dispensa la promoción de una demanda plenaria subsiguiente31.
Según la definición proporcionada por Peyrano, la medida autosatisfactiva
es un requerimiento urgente formulado al órgano jurisdiccional por los justiciables, que se
agota –de ahí lo de autosatisfactiva- con su despacho favorable, no siendo, entonces, necesaria
la iniciación de una ulterior acción principal para evitar su caducidad o decaimiento.
La medida autosatisfactiva no es una cautelar, tramita inaudita parte y se
diferencia de estas porque su despacho requiere una fuerte probabilidad de que lo pretendido
por el requirente sea atendible y no la mera verosimilitud con la que se contenta la medida
cautelar; su dictado acarrea una satisfacción definitiva de los requerimientos del postulante y
considera que el detalle más importante es que se genera un proceso que es autónomo en el
sentido de que no es tributario ni accesorio respecto de otro, agotándose en sí mismo32.
La procedencia de las medidas autosatisfactivas está subordinada a la
concurrencia simultánea de circunstancias infrecuentes, derivadas de la urgencia
impostergable en la que el factor tiempo y la prontitud aparecen como perentorios; de la fuerte
verosimilitud sobre los hechos, con grado de certidumbre acreditada al inicio del
requerimiento o, en su caso, de sumaria comprobación; la superposición o coincidencia entre
el objeto de la pretensión cautelar, provisional o preventiva con la pretensión material o
sustancial, de modo que el acogimiento de aquélla torne generalmente abstracta la cuestión a
resolver porque se consumió el interés jurídico del peticionante33.
Rojas, Jorge, Sistemas cautelares atípicos, , p. 150, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2009.
Vargas, Abraham Luis, Teoría general de los procesos urgentes, publicado en Medidas Autosatisfactivas, AAVV, Jorge W.
Peyrano (Director), p. 80, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, citando a Giovanni Arieta.
32 Rojas, Jorge, op. cit., p. 218.
33 Galdós, Jorge Mario, El contenido y el continente de las medidas autosatisfactivas, publicado en Medidas
Autosatisfactivas, AAVV, Jorge W. Peyrano (Director), p. 61, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe.
30
31
21
Esta autonomía, que reside en las medidas autosatisfactivas, revela un
verdadero avance en materia de tutela de derechos, pues al autorizar la provisión protectoria
temprana, rápida, económica y eficaz, conlleva también la posibilidad de restablecer el
equilibrio que el daño o la amenaza distorsionaron a favor del ofensor.
Va de suyo que, como bien se encarga de señalarlo Jorge Peyrano, estas no
son –ni parece que serán- los últimos adelantos en materia de pronunciamiento judiciales
protectorios de derechos, a los que llama genéricamente “resoluciones judiciales diferentes”,
sino que no representan más que un nuevo capítulo de la evolución del pensamiento procesal
enderezado a revelar que “el Derecho Procesal Civil ha dejado de ser el mecanismo tosco y
carente de refinamiento de otrora”34.
VII. LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES PUESTOS EN CRISIS: EL DEBIDO
PROCESO Y LA DEFENSA EN JUICIO
Como lo afirma Alvarado Velloso, el concepto de debido proceso encierra
dificultades que han favorecido la ambigüedad a la hora de definirlo. Empero, puede decirse
de él que “no es ni más ni menos que el proceso que respeta sus propios principios”35, esto es,
la imparcialidad del juzgador, la igualdad de las partes litigantes, la transitoriedad del proceso,
la eficacia de la serie procedimental y la moralidad en el debate36.
Ciertamente que el derecho de defensa en juicio se aloja en el principio de
igualdad de las partes, toda vez que éste representa la paridad de oportunidades y de
audiencia, de suerte tal que las normas que regulan la actividad de una de las partes
antagónicas no pueden constituir, respecto de la otra, una situación de privilegio y el juez
debe otorgar un tratamiento similar a ambos agonistas. La consecuencia de este principio no
es otra que la regla de la bilateralidad o contradicción, con ajuste a la cual cada parte titulariza
el irrestricto derecho de ser oída respecto de lo afirmado y confirmado por la otra.
Este derecho se encuentra contemplado en el art. 18 de la Constitución
Nacional, en referencia al derecho al debido proceso adjetivo, es decir, al que exige
cumplimentar ciertos recaudos formales, de trámite y de procedimiento para llegar a una
definición de una litis, mediante el dictado de una sentencia. Se enmarca dentro de una
perspectiva mucho más comprensiva, en los llamados derechos a la jurisdicción, que tienen
como objeto garantizar a los ciudadanos el acceso a una decisión justa, fundada, oportuna,
Peyrano, Jorge W., Las resoluciones judiciales diferentes. Anticipatorias, determinativas, docentes, exhortativas e
inhibitorias, LL, 5/11/2011, p. 1.
35 Alvarado Velloso, Adolfo, op. cit., p. 331.
36 Alvarado Velloso, Adolfo, op. cit., p. 339.
34
22
dictada con ciertos recaudos formales, que se convierten en conditio sine qua non para la
validez del pronunciamiento y por el órgano jurisdiccional habilitado para ello, a fin de
resolver sus conflictos interpersonales37.
También encontramos, en su opuesto, a quien resiste la pretensión del
demandante o, al menos, aquel en contra de quien se endereza la petición protectoria porta el
derecho de defensa, comprensivo de los derechos a ser oído y a cuestionar (el contradictorio)
la pretensión entablada38. Es precisamente, el derecho a contradecir eficazmente la pretensión
deducida por el promotor de la acción el que experimenta una sensible afectación, toda vez
que la estructura de los procesos judiciales se vale de dos paradigmas, a saber, que el proceso
se entabla entre dos partes frente a un tercero imparcial y, además, que en el debate dialéctico
se debe oír a ambos contendientes39.
VIII. LA CRITICA
Entiendo que sería intelectualmente deshonesto desatender, en este sentido,
las agudas críticas formuladas por Alvarado Velloso a los remedios en estudio. Siendo ello
así, cabe recordar que, en relación a las medidas de no innovar –con la que inicia su
cuestionamiento-, recrimina que se le exija a su postulación una verosimilitud en grado mayor
que en las medidas cautelares ordinarias, toda vez que la prueba para conseguir la convicción
en el juzgador se ha aportado sin audiencia ni control de la contraparte que ha de soportar sus
consecuencias. Asimismo, reprocha que se requiera una urgencia impostergable tal que si la
medida anticipatoria no se adoptare en el momento, la suerte de los derechos se frustraría pues
sostiene este autor que ello no puede justificar el ejercicio del derecho de defensa. De igual
manera, cuestiona la exigencia de una contracautela suficiente, habida cuenta que ello revela
la confusión que media entre la naturaleza cautelar de una medida y la anticipación del
resultado de un litigio. Con idéntica orientación, critica que se predique que la anticipación no
produzca los efectos irreparables de la sentencia definitiva, en virtud de juzgar que ello es
imposible pues no es otra cosa la que se busca a título de objeto de la pretensión. Por último,
resalta que es un desatino considerar que la decisión a recaer no configura prejuzgamiento,
toda vez que un juez que, valorando la verosimilitud de un derecho, al que ha calificado de
Peyrano, Marcos L., La medida autosatisfactiva y el derecho de defensa, publicado en Medidas Autosatisfactivas, AAVV,
Jorge W. Peyrano (Director), p. 228, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe.
38 Gardella, Luis Luciano, op. cit., p. 261.
39 Gozaíni, Osvaldo, comentario al art. 18 de la Constitución Nacional en Constitución Nacional y normas complementarias.
Análisis doctrinal y jurisprudencial, T. 1, p. 761, AAVV, dirigido por Daniel Sabsay y coordinado por Pablo Manili, ed.
Hammurabi, Buenos Aires, 2009.
37
23
extrema, así como ha tenido por impostergable la urgencia al resolver un caso, lo ha hecho a
voluntad y oyendo a una sola de las partes40.
Similar reproche se extiende a las sentencias autosatisfactivas, interpretando
que lo que se busca con ellas es “la eliminación del proceso mismo, como método de
discusión, y su reemplazo con la exclusiva y solitaria decisión de un juez tomada a base de su
mera sagacidad, sapiencia, dedicación y honestidad. En tal tesitura, postulan entregar a ese
juez –en rigor, a todos los jueces- la potestad necesaria para lograr autoritariamente lo que
estiman es la justicia del caso dentro de los márgenes de su pura, absoluta y exclusiva
subjetividad”. La consecuencia de tal solución implica la invasión de la esfera de libertad del
afectado “pero sin darle la más mínima audiencia previa, pues se actúa en sede puramente
cautelar”, so pretexto de paliar la morosidad judicial41. Es por ello que el autor citado califica
de inidóneas a las medidas autosatisfactivas, aún reconociendo que en algún caso puedan
resultar intrínsecamente justas, en una suerte de fin que justifica los medios. La gravedad del
problema estriba, a su modo de ver, en que este proceso “no exige la existencia y subsistencia
de un proceso principal al cual acceder sino que, prescindiendo de él, agota el tema con el
dictado de la sentencia ‘cautelar’ que soluciona definitivamente la pretensión de la actora y
coloca al perjudicado por ella en la carga de impugnar dicha ‘sentencia’, como si fuera igual
contestar una demanda que expresar agravios”42.
Ello provoca, entonces, una “grosera violación del orden constitucional”. Es
que “es claro que este sistema procesal con el que contamos es pesado y lento. Mas sucede
que a cambio de la moneda tiempo (‘oro’, como expresaba Couture) estamos garantizando la
audiencia, el debido proceso y el derecho de propiedad. De modo que la eventual condena
aparece sólo como el fruto final del pleno ejercicio del derecho de defensa en juicio”. Tal es la
razón por la cual “la aceptación legislativa de las denominadas medidas autosatisfactivas, nos
aleja de la estructura de ese sistema procesal que, no obstante todos los males que le
achacamos, tiene su anclaje en el debido proceso constitucional, preciosa e insuprimible
garantía para todos los justiciables…”43.
Estas circunstancias controversiales autorizan a pensar en el considerable
margen de falibilidad que se cierne sobre las medidas urgentes. Así, por ejemplo, atentan
contra el regular ejercicio de las medidas autosatisfactivas, como el supuesto derecho del
40 Alvarado Velloso, Adolfo, Sistema procesal. Garantía de libertad, T. II, p. 576, notas 231 a 236, ed. Rubinzal-Culzoni,
Santa Fe, p. 2009.
41 Alvarado Velloso, Adolfo, op. cit., p. 579.
42 Alvarado Velloso, Adolfo, op. cit., p. 586.
43 Alvarado Velloso, Adolfo, op. cit., p. 590.
24
socio a exigir la exhibición de los libros sociales cuando se demuestra que al ejercitar dicha
pretensión no se contaba con la alegada calidad, omitiéndose una información amplia de la
actual modificación44.
Va de suyo que, conforme este reproche, la situación se resume en sostener
que la admisión de los remedios anticipatorios de tutela conllevan implícitos la violación del
derecho de defensa de quien debe soportar los efectos de la medida que en su consecuencia se
emita.
IX. EL DERECHO DEL ACTOR Y DEL DEMANDADO COMO LAS DOS CARAS DE
LA MISMA MONEDA: EL DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA.
El problema encierra tensiones evidentes entre el derecho del actor a tener
una respuesta eficaz de parte de la jurisdicción respecto de su pretensión y el derecho de
defensa del accionado. La complejidad reside en que ambas partes, actor y demandado,
participan por igual del mismo derecho, a saber, a la tutela judicial efectiva, tratándose de un
derecho expresamente consagrado en el primer apartado del art. 25 de la Convención
Americana de Derechos Humanos45.
Es que este derecho no puede ser interpretado unidireccionalmente, esto es,
en el único sentido representado por el derecho del demandante a conseguir la protección para
un determinado derecho o interés particular que reposa en su cabeza o del cual participe, ni
tampoco en el sentido titularizado por el demandado, consistente en que se le permita resistir
idóneamente el embate a que es sometido. He allí la raíz del problema que inspira la discusión
y que, por esa misma singularidad, a saber, que puede ser invocado por ambos agonistas,
torna todavía más difícil arribar a una solución pues es sabido que ello se produce cuando
existe paridad entre la naturaleza e importancia de los derechos en conflicto.
En España se viene reelaborando el concepto de "tutela judicial"
adicionando la condición de "efectiva". Esta orientación acentúa la eficacia de la tarea
jurisdiccional diseñando un proceso menos formalista y más certero, porque el derecho a
sentirse protegidos y amparados no resulta bastante si la sociedad no confía en los métodos,
no conoce sus condiciones ni respeta sus procedimientos. Ciertamente que ésta parece ser la
orientación interpretativa que debe derivarse de la previsión contenida en el art. 25 de la
Carbone, Carlos, Abuso del proceso en las medidas cautelares y en los procesos diferenciados: sentencia anticipada y
autosatisfactiva, en Abuso procesal, p. 355, AAVV, dirigido por Walter Peyrano, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999.
45 Dicha norma reza de la siguiente manera: “Toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro
recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos
fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención, aun cuando tal violación sea cometida por
personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales”.
44
25
Convención Americana de Derechos Humanos.
No se trata de utilizar la expresión "tutela" por una predilección conceptual,
o lo que es peor, como simple referencia terminológica, sino de intentar elaborar una
construcción dogmática capaz de contar con diferentes necesidades para la adecuada tutela de
los derechos, tomando en consideración sus peculiaridades y características y, principalmente,
el papel que tiene destinado cumplir en la sociedad46.
El derecho a la tutela judicial efectiva se inscribe en la constelación de
derechos fundamentales y se complementa con el derecho al acceso a la jurisdicción. Este
último, a su vez, no implica la sola posibilidad de peticionar ante la judicatura una medida
determinada, sino que comprende, además, la posibilidad de desarrollar todas las actividades
necesarias para obtener un pronunciamiento, no sólo para el reconocimiento de los derechos
que estuvieron en disputa, sino también la protección de aquellos derechos que fueron
vulnerados o desconocidos, o en ciernes de ser lesionados, con lo que significaría el acceso a
solicitar el amparo correspondiente. Se trata de un derecho fundamental de carácter
instrumental, que participa de las notas caracterizantes de los derechos de libertad, porque
crea una esfera para los titulares libre de ingerencias estatales a la vez que establece derechos
de prestación porque obliga al Estado a asegurar –garantizar- ciertas condiciones en todo
proceso47.
Quien deduce un reclamo por ante un tribunal judicial titulariza el derecho a
la jurisdicción, traducido en la posibilidad de acudir al órgano jurisdiccional en procura de un
pronunciamiento útil que resuelva oportunamente el reclamo formulado; al acceso a la
Justicia, que contiene sendas pretensiones a la tutela jurídica y a la razonabilidad técnica y
axiológica de la solución que se imprima al conflicto, así como el derecho a una justicia
pronta, tributario de los principios de economía procesal, de humanización de la justicia y de
eficacia48. El derecho a la tutela judicial efectiva se configura, según lo refiere Augusto
Morello, “como la garantía de que las pretensiones de las partes que intervienen en un proceso
serán resueltas por los órganos judiciales con criterios jurídicos razonables”49, satisfaciendo
exigencias de seriedad, plenitud y motivación.
46 Gozaíni, Osvaldo Alfredo en “El amparo como vía de prevención del daño”, LL, 2000-F, 1105, citando a Luiz Ghilerme
Marinoni, Tutela específica (arts. 461, CPC e 84, CDC), Ed. Revista Dos Tribunais, 1999, San Pablo, Brasil.
47 Rojas, Jorge, Sistemas cautelares atípicos, p. 543, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2009.
48 Gardella, Luis Luciano, Medidas autosatisfactivas: principios constitucionales aplicables. Trámite. Recursos, publicado en
Medidas Autosatisfactivas, AAVV, Jorge W. Peyrano (Director), p. 260, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe.
49 Morello, Augusto M., “La tutela judicial efectiva en los derechos español y argentino”, El proceso justo, LexisNexis
Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2005.
26
De su lado, Osvaldo Gozaíni entiende incorporado este derecho en el
contexto del derecho constitucional a ser oído, significando esto último, tener el derecho de
acceder a la justicia. Ello es así por cuanto las garantías constitucionales en el proceso civil
comienzan a operar con el primer movimiento que inicia la actividad judicial50.
La evolución del pensamiento jurídico sobre la materia demuestra que las
dificultades que representa el acceso a la tutela judicial efectiva fueron mejor comprendidas
por la doctrina y la jurisprudencia a la luz del reclamo por la protección de los derechos
económicos, sociales y culturales, toda vez que los derechos civiles y políticos no guardaban
idéntica resistencia51.
Como parte del reconocimiento que merece el acceso a la Justicia, se ha
despertado todo un movimiento enderezado a consagrarlo, y que ha adoptado ese nombre para
identificarse. Apunta Lorenzetti que “el movimiento de acceso a la justicia se concentró en los
problemas derivados de las dificultades que presenta la posibilidad de llegar a la justicia para
grandes grupos poblacionales excluidos de la misma. De tal modo, no sólo se examinó la
dogmática del procedimiento, sino su duración, la influencia de las costas, del tiempo, el
impacto sobre los individuos, los grupos y la sociedad”52. Por otra parte, no debe olvidarse
que, en virtud de lo que Roberto Berizonce llama “encumbramiento en el vértice de la escala
valorativa del derecho a la tutela judicial efectiva”, se ha producido un significativo impacto
en el derecho procesal, habida cuenta que se le reconoce que “no sólo es un derecho
fundamental –la eficaz prestación de los servicios de justicia (art. 114, párrafo tercero, apart.
6, CN) o la tutela judicial continua y efectiva (art. 15, CProv. Bs. As.)-, sino uno de los más
trascendentes, por constituir el derecho a hacer valores los propios derechos”. De allí,
entonces, es que “integra los genéricamente denominados derechos o garantías fundamentales
50 Gozaíni, Osvaldo, comentario al art. 18 de la Constitución Nacional en Constitución Nacional y normas complementarias.
Análisis doctrinal y jurisprudencial, T. 1, p. 759, AAVV, dirigido por Daniel Sabsay y coordinado por Pablo Manili, ed.
Hammurabi, Buenos Aires, 2009.
Agrega este autor que “acceder a los jueces supone incitar la actuación del Poder Judicial, siendo entonces la acción,
además de un acto de contenido estrictamente procesal que compromete la intervención de partes y de un juez, una
manifestación típica del derecho constitucional de petición. Para obrar así basta presentar la demanda, se tenga o no razón,
o respaldo normativo alguno, el Estado debe garantizar el acceso”.
51 Abramovich, Víctor y Courtis, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, p. 37 y siguientes, bajo el título
La justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales, ed. Trotta, Madrid, 2004.
52 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006, p. 282. Agrega este autor
que, en base a estos instrumentos analíticos, “se han identificado ‘obstáculos’: a) el económico, por el cual muchas
personas no tienen acceso a la justicia en virtud de la escasez de sus bajos ingresos; b) el organizativo, por el cual los
intereses colectivos o difusos no son eficazmente tutelables en un proceso pensado para conflictos bilaterales; c) el
procesal, por el cual los procedimientos tradicionales son ineficaces para encauzar estos intereses”.
27
materiales y formales de la organización y del procedimiento, destinadas a la realización y
aseguramiento de los (demás) derechos fundamentales”53.
El derecho a la tutela judicial efectiva implica, entonces, tanto la posibilidad
de acudir por ante los tribunales en orden a obtener la protección de un derecho determinado,
como también encontrarse en posición de acceder libremente a la jurisdicción y, además,
obtener una sentencia oportuna y debidamente fundada que zanje el litigio con justicia y
razonablemente. En el campo de las tutelas diferenciadas es donde mejor se aprecia la
importancia de la operatividad de la tutela judicial efectiva, consagrada en la Carta Magna
Nacional como en ámbito convencional, incorporado a ella, “en el marco de un deber
genérico de aseguramiento positivo (art. 75, inc. 23, CN y disposiciones concordantes en el
derecho internacional de los derechos humanos)”, mostrándose con mayor evidencia en
materia de derechos sociales derivados del trabajo, en materia de seguridad social o en
relación a la flexibilización de la admisibilidad recursiva54.
X. UNA LECTURA DESDE LOS PRINCIPIOS COMO POSIBLE RESPUESTA A LAS
TENSIONES EMERGENTES.
Si ambos derechos, a saber, el de accionar, que compete al actor, y el de
defenderse, que titulariza al reclamado, son dos vertientes del derecho a la tutela judicial, por
lo que participan de idéntica naturaleza jurídica, el acudir a los principios surge como el
camino más eficaz en orden a zanjar el aparentemente indefinible problema que conlleva la
confrontación entre dos derechos de idéntica jerarquía o, si se prefiere, el mismo derecho
titularizado por dos agonistas, aunque expresados de modo distinto, en cada caso, el primero,
como derecho a obtener la rápida respuesta a su pretensión y el segundo, como derecho a
defenderse eficazmente.
No escapa a mi criterio que propiciar una solución semejante puede aparecer
como una propuesta que, en rigor, no pretende solucionar nada, habida cuenta de que la
invocación de principios puede servir para justificar las más dispares respuestas. Sin embargo,
no es menos cierto que la aspiración postulada es susceptible de encontrar su utilidad si se
adopta un método de análisis riguroso que vaya despejando las áreas grises que el problema
presenta hasta desentrañar su núcleo duro y, por consiguiente, sus aspectos verdaderamente
irreductibles.
Berizonce, Roberto O., El principio de legalidad bajo el prisma constitucional, LL, 5/10/2011, 1.
Berizonce, Roberto O., El principio de legalidad bajo el prisma constitucional, LL, 5/10/2011, 1. A estos ítems,
enumerados por Berizonce, me parece atinado añadir los conflictos inspirados en vulneraciones de derechos ambientales o,
como hoy se acepta, de derechos a la sustentabilidad.
53
54
28
Sabido es que, desde el punto de vista de las teorías de la función judicial,
los jueces han de aplicar el derecho promulgado por otros departamentos del Estado,
absteniéndose de hacer leyes nuevas, aunque debe reconocerse que, por diferentes razones,
este objetivo no puede ser plenamente satisfecho en la práctica. En términos generales, las
leyes y normas de derecho suelen ser vagas, tornando necesario interpretarlas antes de que se
las pueda aplicar a casos nuevos. De igual manera, algunos casos plantean problemas tan
novedosos que no resulta asequible resolverlos ni siquiera forzando o volviendo a interpretar
normas ya existentes, por lo que en ocasiones los magistrados deben legislar, sea de modo
encubierto o explícito.
Si el caso de que se trata es uno de los que Dworkin55 califica como
“difíciles”, que se caracterizan por carecer de una norma establecida que dicte una decisión en
ningún sentido, entonces, podría parecer que la decisión adecuada podría generarse en la
directriz política o en el principio. Para entender ello, deviene menester recordar que, según el
autor seguido, “los argumentos políticos justifican una decisión política demostrando que
favorece o protege alguna meta colectiva de la comunidad en cuanto todo”, mientras que “los
argumentos de principio justifican una decisión política demostrando que tal decisión respeta
o asegura algún derecho, individual o del grupo”.
Ante esta aparente vacuidad normativa o ante la inadecuación de los hechos
al presupuesto consagrado en la legislación, “cuando un determinado litigio no se puede
subsumir claramente en una norma jurídica, establecida previamente por alguna institución, el
juez –de acuerdo con esta teoría- tiene ‘discreción’ para decidir el caso en uno u otro sentido”.
Agrega Dworkin críticamente que, con arreglo a esta opinión, alguna de las partes tendría un
derecho preexistente a ganar el proceso, constituyendo tal creencia nada más que una ficción,
siendo que “en realidad, el juez ha introducido nuevos derechos jurídicos que ha aplicado
después, retroactivamente al caso que tenía entre manos”. Lo cierto es que, en cualquier
supuesto, la norma ha resultado ineficaz, por insuficiente, para fundamentar la solución que
corresponde proporcionar a la demanda promovida.
Esta nueva realidad, que parte de la base de reconocer el problema
hospedado en el seno del método de resolución del caso, conduce a admitir, por esa misma
razón, la necesidad de explorar una nueva forma de análisis, que permita superar el escollo
planteado. Ciertamente que resulta inútil predicar la ciega adhesión a la norma cuando ésta ha
Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, p. 147, ed. Planeta-Agostini, Colección Obras Maestras del Pensamiento
Contemporáneo, Barcelona, 1993.
55
29
exhibido sus falencias para contener todo el espectro de las pretensiones de los agonistas y la
realidad en la que éstas se contextualizan.
Por esta razón, resulta de vital importancia la función judicial, que debe
reflejar la balanceada ponderación de derechos en pugna y proporcionar, en su mérito, una
solución justa, con arreglo a las circunstancias especiales del caso.
A mi modo de ver, es precisamente en este punto en el que adquiere
relevancia asumir un método de resolución, con base en los principios. En orden a
conceptualizar lo que debe entenderse por principio, señala Lorenzetti que se trata de una
noción que encierra muchos usos, aunque remarca que “en la jurisprudencia el principio es
concebido como una regla general y abstracta que se obtiene inductivamente extrayendo lo
esencial de las normas particulares; o bien como una regla general preexistente”56. Lo
relevante consiste en considerar al principio como “un enunciado normativo amplio que
permite solucionar un problema y orienta un comportamiento, resuelto en un esquema
abstracto a través de un procedimiento de reducción a una unidad la multiplicidad de hechos
que ofrece la vida real”57.
Atento a sus características, el principio no puede ser directamente aplicado
por el juzgador, como regla jurídica, pues no expresa una idea objetiva, certera, que inspire un
juicio silogístico. Su contenido se establece a través de un juicio de ponderación comparativa
con otros principios. En aras de completarlo se torna imprescindible acudir a otros principios
que obren en tal sentido así como a reglas, resultando claro que “son máximas derogables,
dispuestas a ceder frente a precisas reglas contrarias”, lo que explica que los ordenamientos
jurídicos los hayan concebido como fuentes subsidiarias, de segundo grado, que actúan luego
del fracaso de otras58.
Por otra parte, es perfectamente posible la colisión entre principios. En estos
supuestos, el juzgador debe resolver el conflicto estableciendo una relación de precedencia
entre dos o más principios relevantes, condicionada a las circunstancias del caso concreto. Por
ello, predicar que un derecho fundamental dado tenga prioridad significa que debe aplicarse la
consecuencia jurídica prevista por él, lo que implica que la satisfacción de las condiciones de
56 Ricardo Luis Lorenzetti, Teoría de la decisión judicial, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006, p. 136, aclara que “para
algunos son normas jurídicas, para otros reglas de pensamiento; para algunos son interiores al ordenamiento, mientras que
para otros son anteriores o superiores al sistema legal”.
Asimismo, queda establecida la dificultad que representa determinar su individualización, su cuantificación y cómo están
ubicados jerárquicamente.
57 Ricardo Luis Lorenzetti, op. cit., p. 138.
58 Ricardo Luis Lorenzetti, op. cit., p. 141, citando a Manuel Albaladejo y a Lasarte.
30
prioridad lleva consigo la aplicación de las derivaciones jurídicas asociadas al principio que
prevalece59.
Desde otra perspectiva, pero siempre en referencia a la necesidad de señalar
un criterio de aplicación selectiva de principios para resolver el caso concreto, es de
observancia el principio de proporcionalidad, el que, a su turno, se presenta acompañado por
tres subprincipios, a saber, el de idoneidad, el de necesidad y el de proporcionalidad en
sentido estricto. En su mérito, el debate sobre la teoría de los principios admite reformularse
como el debate sobre el principio de proporcionalidad o, si se prefiere, como la discusión
referente al equilibrio que debe mediar entre los derechos de quien reclama un adelantamiento
de protección judicial y quien predica su derecho a resistirse a dicha pretensión.
Los principios tienen una función eminentemente integrativa, pues
constituyen un instrumento técnico para llenar una laguna del ordenamiento jurídico; una
tarea interpretativa, pues coadyuva a subsumir el caso en un enunciado amplio, motivando al
intérprete a orientarse en la lectura correcta, adecuándola a los valores fundamentales; una
labor finalística, toda vez que autoriza a orientar la interpretación hacia fines más amplios,
inherentes a la política legislativa; una función delimitadora, habida cuenta que impone un
límite al actuar de la competencia legislativa, judicial y negocial, incorporando lineamientos
básicos que permiten establecer fronteras a las bruscas oscilaciones de las reglas y, por
último, cumplen una función fundante, pues ofrecen un valor para justificar internamente el
ordenamiento y proporcionar pautas para creaciones pretorianas.
En consecuencia, resulta evidente que el remedio más propicio y saludable
para dirimir los serios conflictos que emergen de la tensión que emerge entre los derechos
titularizados por actor y demandado proviene de la interpretación y aplicación de los
principios que gobiernan no sólo al derecho procesal, en particular, sino al derecho en general.
XI. PRECISIONES NECESARIAS: LOS CRITERIOS QUE AUTORIZAN LA SOLUCIÓN
TEMPRANA.
A tenor del desarrollo que merecieron los criterios que oportunamente
informaron las medidas cautelares y el amparo y, ahora, otras tutelas diferenciadas, como las
inhibitorias y las medidas autosatisfactivas, entre otras, corresponde despejar algunas
cuestiones conceptuales que permitan esclarecer su procedencia.
59
Robert Alexy, op. cit., p. 99.
31
XI.1. LA EXCEPCIONALIDAD
Bajo el ropaje de la excepcionalidad de las circunstancias que justifican el
reclamo se ubica la idéntica excepcionalidad de la protección. Predicar dicha excepcionalidad
implica también decir que no es una medida que se adopte a título de regla o principio
general, con lo que se persigue generar una atmósfera tranquilizadora a la hora de su
aplicación.
Con ello se tienta situar el ámbito de actuación de este tipo de medidas en
un lugar sumamente reducido del espectro de respuestas procesales posibles, en vinculación
proporcional al daño o riesgo que se busca conjurar. Empero, al aludir también a la necesaria
actuación del derecho a la tutela judicial efectiva, así como al enfatizar su titularidad en
cabeza de aquel que formula el reclamo, se pretende ampliar aquello que, al principio, se dijo
que era limitado, excepcional o restringido.
En su mérito, debe decirse que la mentada excepcionalidad versa sobre las
circunstancias que informan y autorizan objetivamente la solución impetrada y no respecto de
la posición original del postulante.
XI.2. CONSECUENCIA: EL DIFERIMIENTO DEL DERECHO DE DEFENSA
La derivación que se produce al admitir una pretensión de tal naturaleza es
la disminución sensible de la capacidad de respuesta procesal del reclamado, difiriéndose el
ejercicio del derecho de defensa para una oportunidad posterior, sea por ante la misma
instancia o por ante otra superior, del mismo proceso.
Desde luego que este diferimiento trae aparejada la consiguiente
relativización de la efectividad del ejercicio de ese derecho de defensa, en su calidad de
expresión del derecho a la tutela judicial que tiene el demandado, toda vez que uno de sus
elementos relevantes se vincula con su actuación oportuna. Prueba de ello es que éste es uno
de los argumentos fundamentales, junto a la gravedad del probable daño, que justifica la
admisión y acogimiento de la protección temprana pedida por el actor.
XI.3. UNA CONCLUSION QUE DEJA SINSABORES
Dos son los aspectos críticos cuya permanencia sigue causando escozor, aún
entre quienes militamos a favor de la opción que consagra el activismo judicial, como
paradigma de actuación judicial60.
60
Kamada, Luis Ernesto, El Poder Judicial en la Constitución Nacional, p. 156 y siguientes, ed. Nova Tesis, Santa Fe, 2008.
32
Es claro que propender a un proceso que garantice la actuación concreta de
los derechos de su promotor, preservando su indemnidad o, en su caso, evitando males
mayores que los que pudo ya haber experimentado, implica un consiguiente adelgazamiento
del derecho de defensa en juicio del demandado.
Por otro lado, las decisiones que se adopten en el marco de un proceso
cautelar atípico o bien como resultado de una medida de fondo como las que representan las
autosatisfactivas o los despachos de sentencia anticipada, importan adelantar la solución
material de la controversia. Con ello, también debe aceptarse que la capacidad y oportunidad
de ejercicio del derecho de defensa del reclamado se circunscribe al mínimo indispensable
para obtener una revisión posterior de lo decidido. Es decir que en estos supuestos, se suprime
prácticamente el ejercicio del derecho de respuesta, dejando librada cualquier discusión
ulterior a instancias mayormente recursivas, con las limitaciones por todos conocidas respecto
de lo que puede ser el thema decidendum en esa instancia de revisión.
Es que un proceso en el que sea posible estrechar el margen de reacción del
demandado, ofrece aristas de verdadero peligro no sólo para el derecho de éste, sino también
para la seguridad jurídica en general y para una perspectiva constitucional del proceso.
La amenaza más severa que se debe enfrentar consiste en que las partes
incurran en un verdadero abuso procesal.
Sabido es que abusar es usar mal, excesiva, injusta o indebidamente de algo
o de alguien. En nuestro ordenamiento jurídico, el art. 1071 del Código Civil proporciona una
conceptualización fuerte de la expresión, al disponer que se considerará ejercicio abusivo del
derecho al que contraríe los fines que la ley tuvo en miras al reconocerlo o al que exceda los
límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres.
Ahora bien, traducido ello al plano procesal, el ámbito de los procesos
urgentes proporciona un contexto proclive a facilitar el abuso. Ello es así pues la emergencia
que se invoca como fundante del pedido, la inminencia del daño o de su agravamiento, la
sumariedad con la que se tramita la pretensión, la cortedad temporal en el que se exige al
magistrado expedirse, la escasa posibilidad de acceder –por parte del juzgador- a elementos
de juicio que proporcionen una idea acabada de lo acertado de la solicitud, de su
proporcionalidad y del derecho en que se inspira, aumentan sensiblemente el margen de error
en la decisión. De manera sumamente ilustrativa, recuerda De Lázzari las palabras de
Calamandrei al decir, si bien en relación a las medidas cautelares pero cuyo sentido,
igualmente, es de aplicación a las pretensiones urgentes en general, que en manos de un
litigante astuto vienen a ser en realidad un arma a veces irresistible para constreñir a su
33
adversario a la rendición, y obtener así en el mérito una victoria que, si el contradictor hubiera
podido defenderse, sería locura esperar. Agrega que “gráficamente las describe como un
medio expeditivo para agarrar al adversario por el cuello”61. Este diagnóstico aparece
corroborado por la experiencia judicial, en la que no son pocos los casos en que los
accionantes deducen pretensiones cautelares extorsivas destinadas a doblegar la eventual
resistencia del demandado, privándolo de liquidez, al perseguir el despacho de embargos o
inhibiciones desproporcionadas en relación a la entidad de su acreencia.
XII. EL SIGNIFICADO DE LA DECISION ANTICIPADA
El adelantamiento de la decisión, que se hace sobre la única base de los
elementos y argumentos que suministra quien impetra la medida, se asoma claramente a los
lindes del prejuzgamiento pues qué otra cosa hace un magistrado en esos casos que anticipar
el criterio que fijará en definitiva y que, si no se mantiene en la decisión final, significaría la
admisión de que se pronunció antes en un sentido equivocado. Ciertamente que, a los fines de
ahuyentar el fantasma del prejuzgamiento se ha planteado la sutil diferencia que media entre
ese concepto y el “conocimiento preliminar”, que es lo que se sostiene que se hace y que, por
ser tal, puede ser revocado en la sentencia final62. El punto en disquisición estriba en el grado
de cognición necesario y suficiente en orden a autorizar el andamiento de la medida, cual es la
“certeza suficiente”.
El primer inconveniente que se avizora en la cuestión en examen estriba en
que la certeza, como categoría cognoscitiva específica, exige, desde un punto de vista
eminentemente procesal, un cierto vínculo de estrechez con la verdad del derecho postulado.
Y a esta última no hay otra forma de aproximarse que no sea mediante el enfrentamiento
dialéctico entre las partes y la valoración integral de la prueba ofrecida por ellas, extremo que,
atento a la naturaleza de las medidas de tutela urgente o anticipada, no se produce toda vez
que se resuelven inaudita parte. Por ello, la certeza procesal, a la sazón, la única posible en el
contexto del conflicto judicial, no existe, despojando al requisito de certeza exigido por estos
remedios de uno de sus componentes sustanciales para predicar su presencia.
Otro problema consiste en que si se afirma que, a los fines del andamiento y
consecuente despacho de la medida urgente solicitada, se requiere un grado de probabilidad
del derecho invocado tan fuerte que se asemeja materialmente demasiado a la certeza, la única
De Lázzari, Eduardo, Medidas cautelares, T. 1, p. 19, ed. Platense, La Plata, 1984, citando a Calamandrei en Estudios
sobre el proceso civil..
62 Carbone, Carlos, op. cit., p. 358.
61
34
interpretación posible es que se ha anticipado la decisión final. Digo esto a poco que se
advierta que, en rigor, nada más queda para agregar –ni siquiera en materia probatoriacuando de lo que se habla es que existe certeza en el ánimo del juzgador para decidir la
procedencia de la medida que se le solicita.
De otro lado, si se admite que, a pesar de la importancia y entidad del grado
de probabilidad requerido, éste no llega a adquirir el carácter de certeza, se puede afirmar
también que el pronunciamiento judicial es susceptible de ser emitido sin la debida autoridad
que, a la vez que satisfaga la pretensión del promotor de la medida, preserve el derecho de
quien deba soportarla.
Entiendo que sostener que, a los fines del favorable acogimiento de la
petición, debe existir una fuerte probabilidad, implica situar al juzgador en la difusa frontera
de un convencimiento tal que mucho se asemeja a la certeza. Y si hay certeza, pues nada más
debe discutirse, ulteriores alegaciones y medidas probatorias resultarían sobreabundantes y el
litigio debe darse por finiquitado. Por otro lado, otorgarle a una decisión tal el carácter de
provisoria tampoco parece resolver adecuadamente la cuestión a poco que se advierta que, por
identificarse con el fondo de la discusión, el pleito ya está materialmente dirimido, deviniendo
irrelevante pretender que el debate continúe sobre lo ya resuelto. En este sentido, tan contrario
al principio de economía procesal resulta perseguir la dilapidación de esfuerzos en materia
probatoria en un proceso común como insistir en la producción de alegaciones y hasta de esa
misma prueba cuando sobre la cuestión ya se ha pronunciado sentencia sobre el fondo del
entuerto, no resultando procedente volver sobre ello.
Por esa misma razón cabe señalar que lo único provechoso para el
accionado, sea en su condición de cautelado o de condenado anticipadamente, resulta ser
acudir en recurso, toda vez que la decisión adoptada en primera instancia no aparece
modificable en ella. Desde luego que a ello corresponde añadir la dificultad que se presenta
para quien busca impugnar en alzada una decisión adversa con la poca o ninguna prueba
producida en la etapa procesal anterior por haberse prescindido de ella, habida cuenta que la
petición original fue decidida mediando “fuerte probabilidad”.
En consecuencia, deviene sencillo advertir de qué manera se adelgaza
peligrosamente el derecho de defensa del accionado frente a una pretensión de tutela
diferenciada y a cuyos fines se esgrime la existencia de un grado de convencimiento muy
próximo a la certeza y que impregna a la decisión judicial de definitividad material.
XII.1. URGENCIA
35
El primero de los elementos que considero necesario examinar en aras de
determinar su significado respecto de la materia en estudio es, sin lugar a dudas, la urgencia
requerida a fin de ponderar la procedencia de la pretensión de tutela anticipatoria.
La urgencia, a mi modo de ver, se exterioriza en dos aspectos esenciales.
Con arreglo al primero de ellos, la urgencia tiene vinculación, naturalmente,
con el tiempo, con la premura con la que la cuestión problemática debe ser resuelta en pos de
conseguir que la protección resulte efectiva, resultando un aspecto de corte eminentemente
cuantitativo que responde a la ecuación “a menor tiempo, mayor eficacia”. Este sensible
acortamiento del tiempo no constituye, tal como lo advierte Alvarado Velloso, un elemento
esencial per se para justificar la procedencia de la petición.
Pero, desde otro punto de vista, también se relaciona con la inminencia del
daño, esto es, con la proximidad temporal de la lesión que se estima que habrá de producirse y
que sólo puede ser ponderada, subjetivamente, por aquel que predica su existencia y,
objetivamente, por quien tendrá a su cargo juzgarla.
La urgencia, con ser un extremo relevante, no es, sin embargo, definitorio,
pues, en verdad, todos los actores buscan que sus derechos sean satisfechos en el menor
tiempo posible, sin parar mientes en el escollo que pueda representar el derecho de defensa
del demandado.
XII.2. LA MAGNITUD DEL DAÑO O LA AMENAZA.
La magnitud del daño encierra también algunas variantes interpretativas que
requieren precisión.
Así, esta característica de la injuria –producida o amenazada- puede
vincularse al grado de afectación susceptible de provocar en los derechos de la víctima o el
damnificado como, a su turno, a su irreversibilidad, esto es, a la imposibilidad de retornar las
cosas a su estado anterior, una vez producido el agravio temido.
También surge como de importancia primordial la consideración de la
cantidad de personas posiblemente afectadas por la actividad que se pretende enervar a través
de la instauración de la medida judicial. No dejo de tener en cuenta que se trata de un criterio
cuantitativo, respecto del cual, por esa misma razón, deben guardarse algunas reservas pero,
no es menos cierto, que la cantidad de sujetos involucrados, en calidad de actores o
demandados, al menos sirve para dar cuenta de la magnitud del derecho en juego. A pesar de
que no se puede establecer una relación directa entre el número de pretensores y la
importancia efectiva del derecho que se busca proteger, sí es posible admitir que ello
representa un indicador del grado de significación social que el derecho representa.
36
XII.3. LOS DERECHOS EN CONFLICTO.
El elemento que juzgo central a la hora de establecer un criterio de decisión
en materia de tutelas diferenciadas consiste en la ponderación de la naturaleza y entidad de los
derechos en pugna. A estos fines el derecho del reclamado a ser oído debe ser adecuadamente
valorado con respecto al derecho invocado por el promotor del pedido. Ello es así porque si,
como se ha dicho, se intentara resolver la cuestión desde la perspectiva de que tanto el
derecho del actor como el del demandado se identifican por igual con el derecho a la tutela
judicial efectiva, el conflicto es irresoluble, lo que deviene inadmisible. Es ésta la orientación
que, según la interpretación propiciada por Berizonce, fue adoptada por la Corte Suprema de
Justicia de la Nación en los casos “Strada” y “Di Mascio”, al poner en primer plano la
necesidad de allanar el camino para la admisibilidad recursiva, privilegiando el contenido y
sentido de la pretensión antes que el nomen iuris equivocadamente invocado o bien la vía
erróneamente seleccionada63.
En consecuencia, el debate debe ser ubicado en un plano diferente, que
soporte la confrontación entre derechos, de modo tal que, de su cotejo, autorice a proporcionar
una respuesta adecuada. En este orden de ideas, considero que no se resuelve la cuestión
acudiendo a fórmulas vacías, expresadas al sólo y único efecto de graficar las dificultades a
las que se debe enfrentar el juzgador mas no para resolver correctamente el entuerto que se le
plantea. Así, es necesario señalar que el mayor peso y responsabilidad en la materia le cabe al
promotor de la tutela, habida cuenta que si lo que persigue es acceder a una protección
judicial maximizada y anticipada, toda vez que está pidiendo que al accionado no se le
permita defenderse, debe aportar elementos de convicción suficientes, tanto en lo relativo a la
existencia del derecho que dice titularizar como a los hechos en los que se éste se inspira,
como para sustentar el pedido formulado. De ello se deriva la necesidad de que el promotor
de la pretensión entienda que no basta con la mera invocación del derecho que afirma
titularizar, así como del peligro que denuncia en ciernes, sino que debe satisfacer también, un
alto estándar probatorio que autorice a nutrir la fuerte probabilidad requerida a los fines del
andamiento de su petición.
63 Berizonce, Roberto O., El principio de legalidad bajo el prisma constitucional, LL, 5/10/2011, 1, sostiene que “parece claro
el mensaje del Alto Tribunal: cuando están en juego derechos fundamentales ‘sensibles’ con anclaje directo en la
Constitución y los tratados de derecho comunitario –derechos y situaciones de tutela diferenciada-, y planteada oportuna y
suficientemente la cuestión federal, se reserva la CSN la potestad de decir la última palabra al respecto, para asegurar las
finalidades públicas de su cometido”. Agrega que la frustración de ese iter no puede nunca sustentarse en razones
puramente formales, no sólo porque se incurre en manifiesto exceso ritual, sino, principal y decisivamente, porque se impide
el conocimiento de la Corte y, con ello, el ejercicio de sus misiones político-institucionales que reivindica como verdadero
poder de Estado.
37
Asimismo, no puede serle admitido que, so pretexto de urgencia, no ofrezca
o acompañe tales extremos porque, en ese caso, está solicitando al magistrado que se
pronuncie, de modo definitivo –pues no debe soslayarse que un decisorio de este tipo, en las
condiciones apuntadas, lo es- sin cumplimentar cabalmente los requerimientos para el
despacho de la medida.
XII.4. LA FUERTE PROBABILIDAD
Es éste, quizás, uno de los puntos que más discusiones ha levantado en
relación a tutelas diferenciadas, toda vez que exige poner el convencimiento del juzgador en
un plano o grado superior al que tradicionalmente se le ha asignado en materia de medidas
cautelares.
Por ello es que se ha dicho que lo que debe mediar en orden a proveer
favorablemente la protección anticipada o la medida autosatisfactiva es una fuerte
probabilidad.
Para llegar a determinar lo que significa la probabilidad y su calificación de
“fuerte”, conviene, antes, recordar que, en materia procesal no es posible alcanzar la verdad
ontológica, la verdad absoluta o, como se predicara en algún momento histórico, la verdad
“real”. En este aspecto, deviene de toda justicia reconocer a los penalistas y a los procesalistas
penales el haber profundizado en el estudio de la cuestión, habida cuenta que, atento a las
exigencias de certeza que establece el juzgamiento punitivo, se tornó indispensable para
aquellos determinar con precisión el alcance de lo que se puede conocer y lo que no se puede
conocer como resultado del proceso.
En este orden de ideas, dice Maier que la verdad es “un juicio sobre una
relación de conocimiento, esto es, el juicio de que esa relación de conocimiento entre el sujeto
que conoce y el objeto por conocer ha culminado con éxito, conforme a su finalidad, pues
existe identidad, adecuación o conformidad entre la representación ideológica del objeto por
el sujeto que conoce y el objeto mismo, como realidad ontológica”64.
Sin embargo, en el proceso goza de ciertas características que vuelven
inasequible la verdad, concebida en términos absolutos. Digo ello toda vez que resulta
evidente que la verdad emergente del proceso no puede ser obtenida en base a observaciones
directas; además, la verdad procesal es sólo un tipo de verdad histórica, relativa a
proposiciones que se refieren a hechos pasados, inaccesibles a la experiencia; es clasificatoria,
pues comprende sólo los hechos históricos comprobados, que se resuelve en base a una
64
Maier, Julio, Derecho procesal penal. I. Fundamentos, ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 842.
38
correlación entre los hechos pasados probados y los hechos probatorios presentes,
representada como una inferencia inductiva. Por otra parte, la verdad que puede ser obtenida
en el proceso está sometida a distintas limitaciones, a saber, el reconocimiento del carácter
irreductiblemente probabilístico de la verdad fáctica y el inevitablemente opinable de la
verdad jurídica consagrada en las tesis judiciales y, desde otro punto de vista, las fronteras
que necesariamente le impone la observancia de las reglas constitucionales y legales para
llegar a la verdad pues, es sabido, que no todo se prueba de cualquier manera.
A tenor de estas particularidades que se presentan a la hora de pretender
alcanzar la verdad en el proceso y, admitiendo las serias limitaciones que se levantan para
ello, corresponde inquirir acerca de qué es la fuerte probabilidad.
Puede ser traducida como un interés tutelable cierto y manifiesto,
excediendo el ámbito de la fuerte apariencia65. Ello también excluye el concepto de
posibilidad y, con mayor razón aún, la clásica verosimilitud del derecho.
En términos positivos, puede decirse que hay probabilidad cuando existe
mayor posibilidad o se trata de una posibilidad próxima.
Este sensible aumento requerido en la entidad de la acreditación del derecho
sustancial obedece al carácter de definitividad que acompaña a las medidas autosatisfactivas,
lo que las diferencia de las medidas cautelares. En su mérito, también, se exige que el pedido
formalizado por la actora se encuentre respaldado en prueba suficiente e idónea para
demostrar una probabilidad cierta de que lo postulado resulta atendible.
Por otro lado, entiendo que en el caso de tutelas diferenciadas se torna
artificioso hablar de grados de probabilidad pues es precisamente este punto el que mayor
vulnerabilidad ofrece a la crítica. Este tópico demanda que se haga una referencia a la
probabilidad. Para ello, debe advertirse, tal como lo propone Taruffo, que “el concepto de
verosimilitud a menudo es confundido, en el discurso corriente y también en el discurso
jurídico, con el de probabilidad: se tiende a pensar que si un enunciado es verosímil, entonces
Carbone, Carlos Alberto, Consideraciones sobre el nuevo concepto de “fuerte probabilidad” como recaudo de las medidas
autosatisfactivas y su proyección hacia un nuevo principio general de derecho de raíz procesal, publicado en Medidas
Autosatisfactivas, AAVV, Jorge W. Peyrano (Director), p. 173, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, citando a Morello, Arazi y
Kaminker.
En lo que a la apariencia se refiere, siempre he tenido para mí que encierra un alto contenido subjetivo, insusceptible del
debido control. Parece obvio que lo que aparenta verosímil para unos no lo será para otros, resultando los parámetros
destinados a mensurar esos criterios sumamente laxos e imprecisos. Esta dificultad, en parte aventada por la asunción de
pautas vinculadas a la probabilidad en sus distintos grados, esto es, a su vinculación con la prueba y con el orden natural de
las cosas, resulta mucho más atinado procesalmente aunque la certeza que de ellos emana no sea plenamente
convincente.
65
39
también es probable”, indicando con ello que se “tiende a pensar que es probablemente
verdadero”66.
Sin embargo, en aras de delimitar correctamente la cuestión, corresponde
señalar que el juicio de verosimilitud, que adquiere una singular relevancia en materia de
medidas cautelares al punto de que su presencia o ausencia en el caso concreto sella la suerte
de la pretensión, no proporciona ningún dato cognoscitivo respecto de la verdad o la falsedad
de un enunciado, mientras que la noción de probabilidad concierne a la existencia de razones
válidas para juzgar como verdadero o como falso un enunciado. En consecuencia, “la
probabilidad aporta informaciones sobre la verdad o la falsedad de un enunciado, mientras
que la verosimilitud se refiere sólo a la eventual ‘normalidad’ de lo que el enunciado
describe”67.
Desde luego que también media una distancia apreciable entre la verdad y la
probabilidad, toda vez que la primera se subordina a la realidad del acontecimiento al que el
enunciado se refiere, mientras que la probabilidad de un enunciado es predicable si se dispone
de informaciones que autorizan a juzgarlo verdadero. Específicamente, en el marco del
proceso, “donde las informaciones disponibles son las que resultan de las pruebas, es posible
que ellas proporcionen un cierto grado de confirmación a algún enunciado sobre un hecho
relevante para la decisión. Se podrá decir, entonces, que ese enunciado es ‘probablemente
verdadero’, siempre que se entienda, bajo esa expresión, que las pruebas adquiridas en el
proceso proporcionan razones suficientes para considerar confirmada la hipótesis de que ese
enunciado es verdadero”68.
El juez, ante la postulación de una tutela diferenciada, se convence de la
existencia de probabilidad o no y el grado de convencimiento al que debe llegar el judicante
está dado por las probanzas con las que el actor nutra sus alegaciones. La aspiración de
conseguir una gradación de probabilidades encierra una imposibilidad teórica elemental cual
es la de resultar inasequible la fijación de una suerte de escala general –en abstracto y ab
initio- en tal sentido, en orden a determinar cuándo están satisfechos los extremos que tornen
posible el dictado de la medida solicitada.
Asimismo, guarda otro escollo, esta vez de índole práctico, consistente en la
enorme dificultad que significaría establecer, en la instancia recursiva, que es la única que le
Taruffo, Michele, Simplemente la verdad, p. 106, ed. Marcial Pons, Colección Filosofía y derecho, Madrid, 2010.
Taruffo, Michele, op. cit., p. 107.
68 Taruffo, Michele, op. cit., p. 107. De ello se sigue, dice este autor, que “un enunciado que parece prima facie verosímil
(…) podría ser en realidad ‘improbable’, porque no ha sido confirmado por las pruebas, y que, por el contrario, un enunciado
que parece prima facie inverosímil podría ser probablemente verdadero, si las pruebas han proporcionado razones
suficientes para considerar justificada la hipótesis de su veracidad”.
66
67
40
quedaría al reclamado, las deficiencias particulares de la prueba aportada respecto de la
justificación del dictado de la medida despachada en su contra pues su ponderación integral y
oportuna le cupo sólo al primer magistrado actuante. No se diga en contra de este argumento
que a la luz de los fundamentos consignados en la sentencia que acoja la pretensión inicial
deben estar todos y cada uno de los elementos tenidos en cuenta por el juez para decidir,
habida cuenta que es sabido que, ante situaciones críticas como las que importa el pedido de
una tutela anticipatoria como la solicitada, la presión del tiempo, con inspiración en la
urgencia, juega un rol importante en la psiquis del proveyente, quien debe limitarse, por
fuerza de la necesidad, a concentrarse en los aspectos que, en uso de su soberanía, selecciona
como los útiles para la procedencia de la protección pedida, desatendiendo o prescindiendo de
otros que juzga menos relevantes o innecesarios para dirimir la cuestión.
Ciertamente que ello atenta contra el derecho del accionado a ejercer
adecuadamente su derecho a defenderse, aún en la instancia revisora, siendo ésta la única que
le queda.
Por otra parte, los jueces de la alzada, a la hora de ponderar el sentido, la
fundamentación y la valoración efectuada por el inferior, no pueden perder de vista que lo que
están juzgando, ahora de manera sosegada y con plazos mucho más amplios, debió ser
ponderado y despachado por el proveyente de la cautelar bajo circunstancias mucho más
angustiosas. Este aspecto, generalmente no considerado al valorar la labor de los jueces
inferiores, estriba en la desatención de las cuestiones exógenas al judicante que, sin embargo,
inciden relevantemente en la decisión que se adopta.
Desde la perspectiva propuesta, entonces, la fuerte probabilidad requerida a
los fines del andamiento de las tutelas diferenciadas se traduce, en los términos materiales
requeridos para resolverlas, en certeza.
XII.5.LOS DISTINTOS CONFLICTOS
Ciertamente que la materia en examen provoca profundas fricciones entre
distintas categorías conceptuales, que se expresan en pares conflictivos. Su resolución exige
examinarlas y verificar la posibilidad de aunarlas en una síntesis superadora.
XII.5.1. Exceso ritual manifiesto vs. Informalismo.
La controversia se suscita toda vez que se identifica a quienes abogan por el
reconocimiento de las tutelas diferenciadas como quienes predican el informalismo en el
41
debate procesal, y se reprocha a quienes se resisten a prescindir de las formas como
sostenedores del rigor formal.
En general, la doctrina judicial argentina caracteriza al exceso de rigor
formal o exceso ritual como un fenómeno de abuso o desnaturalización de lo formal69. De su
lado, Pedro Bertolino lo ha conceptualizado como una exagerada sujeción a las normas
formales, las cuales abusivamente son mal o indebidamente utilizadas70.
La cuestión tiene un rancio abolengo en materia jurisprudencial, habida
cuenta de lo decidido por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el célebre precedente
“Colalillo”71.
De otro lado, el informalismo, propiciado como un criterio que permite
prescindir de las formas, en aras de satisfacer una hipervalorada economía témporoeconómica y en pos de buscar resultados más acordes con el valor justicia, no autoriza, sin
embargo, a dejar de lado todas las distintas formalidades que hacen al diálogo judicial, pues,
antes que servir a fines meramente rituales, pretenden garantizar que las partes cuenten con la
oportunidad de ejercer sus derechos.
La síntesis: instrumentalidad de las formas
El principio de instrumentalidad o finalismo de las formas enfatiza la
premisa de que las formas no constituyen un fin en sí mismas. Es por ello que el
cumplimiento de la finalidad del acto impide la declaración de su nulidad, no obstante su
irregularidad y aun cuando carezca de alguno de sus requisitos. En consecuencia, se lo juzga
válido en tanto se haya realizado de cualquier modo apropiado para la obtención de su
objetivo. Con ajuste a esta perspectiva, la finalidad no ha de interpretarse desde el punto de
vista subjetivo, sino objetivo, con relación a la función que cabe asignar a cada acto. Lo que
es fundamental es que las finalidades particulares se subsumen en la necesidad de asegurar la
inviolabilidad de la defensa, finalidad genérica de todos los actos del proceso72.
El formalismo constituye un elemento enervante de la iniciativa protectoria
cuando su único soporte es el texto de la ley y el intérprete la acompaña y pregona como
única respuesta. Hoy, decir el derecho (jurisdictio) no es bastante para conciliar la paz con la
seguridad jurídica. Gunther Teubner explica este fenómeno señalando que “con la llegada del
Estado social e intervencionista, se ha puesto un mayor énfasis en el derecho racional
69 Baudino, María Virginia y Araya, Romina Soledad, El excesivo rigor formal como manifestación del abuso del proceso. La
incansable lucha para lograr su exilio, ponencia presentada en el XXVI Congreso Nacional de Derecho Procesal, Santa Fe,
junio de 2011, elDial.com – DC16CF, 26/9/2011.
70 Bertolino, Pedro, El exceso ritual manifiesto, ed. Platense, La Plata, 1979, p. 39.
71 CSJN, 18/9/1957, Fallos: 238:550.
72 Berizonce, Roberto O., El principio de legalidad bajo el prisma constitucional, LL, 5/10/2011, 1.
42
material, i.e., en el derecho usado como un instrumento para intervenir en la sociedad de una
manera finalista, orientado hacia la consecución de fines concretos. Puesto que el derecho
racional material se elabora para la consecución de fines específicos en situaciones concretas,
tiende a ser más general y abierto, y al mismo tiempo más particularista, que el derecho
formal clásico”. Es por ello que los estudios europeos de la cuestión “han llamado a esta
tendencia a apartarse del formalismo ‘rematerialización’ del derecho”73.
En pos de lograr la preciada eficacia y la confianza de la sociedad, la
relación entre el derecho procesal y el derecho material deja de basarse en la pura aplicación
mecánica, donde el primero presta la herramienta para que el segundo trabaje con sus dogmas;
para argumentar sobre las necesidades inmediatas que requiere el derecho material.
XII.5.2. Simplificación del proceso vs. Debido proceso
La simplificación del proceso conlleva la posibilidad de prescindir de
aquellas formalidades que, lejos de aportar al normal y rápido discurrir del proceso, sólo
sirven para entorpecer su marcha. Empero, no todas las formalidades son prescindibles, sino
que debe distinguirse –y dejarse a salvo- aquellas que, por su entidad u oportunidad, son
necesarias para permitir que las partes en conflicto sean oídas y ejerzan su derecho a
contradecir la tesis de la contraria.
Frente a la pretensión de simplificar, se erige la idea de que toda
prescindencia de las formas implica una vulneración al debido proceso. No debe olvidarse que
el “debido proceso” no es, imperiosamente, el que marcan los códigos de rito, sino el que
impone la Constitución, a cuya concreción se consagran aquellos. En consecuencia, no puede
sostenerse seriamente que se viola sin más el debido proceso cuando se sortea una
determinada formalidad procesal sino sólo cuando, a la vista del resultado obtenido, se
soslaya un derecho constitucional preservado por aquella. En tanto ello no suceda, no es
posible predicar eficazmente la vulneración de este derecho, so riesgo de perseguir la
entronización de ritualismos estériles e insusceptibles de identificarse con la finalidad
reconocida en la Carta Magna.
Su síntesis: el respeto a la finalidad del proceso
Si bien es cierto que en referencia al derecho procesal penal, pero no por
ello sus palabras son menos relevantes en el ámbito del derecho procesal civil, alerta Alberto
Teubner, Gunther, Elementos materiales y reflexivos en el derecho moderno, publicado en La fuerza del Derecho, 85,
Pierre Bordieu y Gunther Teubner, ed. Siglo del Hombre, Universidad de los Andes-Facultad de Derecho-Ediciones
Uniandes, Pontificia Universidad Javeriana, Instituto Pensar, Bogotá, 2000.
73
43
Binder acerca de las distintas finalidades buscadas por la simplificación, entre las que se
cuenta la pretensión de aumentar la utilidad74.
A criterio de este autor es la que conlleva la verdadera esencia del sentido y
justificación de la simplificación, esto es, que debe ser un modo de redefinición de los
intereses en conflicto en el proceso: consensuar/reparar; recuperar la finalidad pacificatoria:
reinstalar el conflicto base para la sociedad y el Estado de Derecho y observar las formas
mínimas aunque indispensables para que los agonistas tengan resguardados sus derechos.
Ciertamente que el proceso se muestra inútil cuando el conflicto se ha
redefinido de un modo más violento, con lo que el sentimiento social de justicia no ha sido
confirmado; el interés estatal no fue beneficiado y se produce, como consecuencia de ello, un
debilitamiento del Estado de Derecho y de las garantías.
En su mérito, entonces, la simplificación procesal no debe ser propugnada al
solo y único efecto de acortar los tiempos del debate, pues una motivación tal la vacía de su
verdadero contenido y sentido, sino que, en todo caso, ello constituye una razón secundaria –
aunque no menos relevante- que debe estar al servicio de la actuación de los derechos de los
agonistas procesales. El centro de la escena, en cambio, debe estar ocupado por el objetivo
final del proceso que no es otro que resolver el conflicto con justicia y, para ello, sólo cabe
atender a la materialidad de la pretensión deducida.
El proceso es un instrumento pero un instrumento garantizador de derechos
y, con ese sentido debe ser interpretado y observado.
XII.5.3. Activismo vs. Garantismo
El activismo procesal confía en los jueces, se caracteriza por su creatividad
y se preocupa preeminentemente ante todo por la justa solución del caso y no tanto por no
contradecir o erosionar al sistema procesal respectivo. Parte de la premisa de privilegiar a
ultranza el proceso con resultado justo, en la medida en que la Justicia humana puede
lograrlo75.
Por su parte, el garantismo procesal consiste en una posición doctrinal que
propicia el mantenimiento de una irrestricta vigencia de la Constitución y, con ella, del orden
legal vigente en el Estado en tanto tal orden se adecue en plenitud con las normas de la Carta
Magna. El único compromiso de la Magistratura con la Constitución y las garantías que ella
consagra.
74
75
Binder, Alberto, Justicia penal y Estado de derecho, ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2004.
Peyrano, Jorge W., Los ‘ismos’ en materia procesal civil, LL, 6/7/2010, 1.
44
Su síntesis: un nuevo modo de ver al garantismo.
Aquí es necesario formular una discrepancia respecto del verdadero
significado que cabe asignar al garantismo procesal.
En efecto, el significado garantista debe ser puesto en su justo punto, a
saber, la garantización del derecho para todos los contendientes, con arreglo a la naturaleza,
entidad, magnitud y oportunidad de sus respectivas pretensiones.
Según lo tengo expresado en otro lado, la Constitución es simultáneamente
una norma jurídica de base y un proyecto político y, como tal, no prevée expresamente todas
las controversias susceptibles de producirse en un mundo vertiginosamente dinámico y
cambiante como el actual. Sin embargo, lo que sí puede hacerse desde la Judicatura, sin
desnaturalizar un ápice su función ni la letra o el espíritu constitucional, es la interpretación
de esos conflictos a la luz de las nuevas perspectivas de los mismos mandatos. Sólo de esta
forma podrán los jueces dar respuesta a las modernas demandas individuales que, por
repetidas, insistentes y de honda capacidad expansiva, se transforman en sociales76.
La lectura propiciada persigue dejar en claro que las garantías inherentes al
proceso, fuertemente consustanciadas con la tutela constitucional adoptada, deben funcionar
por igual para todos los agonistas, esto es, básicamente, para actor y demandado.
XIII. EL VALOR DE LA PRUDENCIA JUDICIAL
Es en este punto en el que estimo que desempeña un papel fundamental la
prudencia del proveyente, con especial relación al criterio de fuerte probabilidad requerido
para aconsejar el andamiento de la pretensión de tutela.
En efecto, como se ha visto, la fuerte probabilidad exigida tiende a
proporcionar una perspectiva de objetividad a la valoración de la procedencia de la solicitud
pero, a la vez, puede generar dificultades de difícil solución desde el punto de vista de la
práctica judicial, toda vez que, al propiciar la sensible reducción del ámbito probatorio y de la
discusión que ello permite, también estrecha el margen de ejercicio de los derechos del
accionado.
De otro lado, cabe decir que la argumentación que autoriza el andamiento de
la pretensión de tutela con base en la fuerte probabilidad, también arrima demasiado la
cuestión al borde del prejuzgamiento con lo que resulta poco posible que el demandado tenga
una alternativa de solución distinta a lo ya resuelto.
76
Kamada, Luis Ernesto, El Poder Judicial en la Constitución Nacional, p. 157, ed, Nova Tesis, Rosario, 2008.
45
Por ende, y a la luz de las dificultades que presenta el criterio de marras,
surge evidente que debe echarse mano de otro que, aún cuando se le pueda reprochar
subjetividad, es el que representa la mejor solución al entuerto que plantean tanto la necesidad
de autorizar la tutela anticipada como la de salvaguardar los derechos del accionado.
A fin de organizar adecuadamente el tratamiento de la cuestión entiendo que
resulta imprescindible hacerme cargo de la crítica aguda –y no desprovista de fundamentosformulada por Alvarado Velloso, en cuanto hace sentir su desconfianza respecto de la
posibilidad de dejar librada al solo criterio judicial la decisión en materia de tutelas
diferenciadas, y el peligro que representa la indefensión del reclamado.
Imagina Hart77 un ejemplo que demuestra la importancia de la función del
juez y ahuyenta los temores sobre su tiranía: “es posible, por supuesto, que escudados en las
reglas que dan a las decisiones judiciales autoridad definitiva, los jueces se pongan de acuerdo
para rechazar las reglas existentes, y dejen de considerar que las leyes del Parlamento, aún las
más claras, imponen límites alguno a sus decisiones”. Aclara que “ninguna regla puede ser
garantizada contra las transgresiones o el repudio, porque nunca es psicológica o físicamente
imposible que los seres humanos las transgredan o repudien, y si un número suficiente de
hombres lo hace durante un tiempo suficientemente prolongado, la regla desaparecerá”.
Finaliza admitiendo que “es lógicamente posible que los seres humanos pudieran violar todas
sus promesas, sintiendo al principio, quizás, que eso es incorrecto, y más tarde sin
experimentar tal sentimiento. La regla que obliga a cumplir las promesas dejaría entonces de
existir; pero esto sería un magro fundamento para sostener que esa regla ya no existe y que las
promesas no son realmente obligatorias. El paralelo argumento referente a los jueces, basado
en la posibilidad de que maquinen la destrucción del sistema en vigor, no tiene más fuerza”.
De lo dicho surge con toda evidencia la magnitud de la responsabilidad
atribuida a los jueces, que los trasciende pero que, a la vez, los obliga a circunscribir su
conducta personal y profesional a ámbitos estrictos, al servicio de la República y de sus
ciudadanos.
Conforme lo sugiere Carlos Ignacio Massini Correas, en relación a la
prudencia jurídica que titularizan los jueces, “el magistrado judicial establece, frente a un caso
concreto en que se controvierte cuál habría debido ser o deberá ser la conducta jurídica, la
medida exacta de su contenido; pero esta determinación por él establecida no está ya sujeta a
77
Hart, Herbert L. A., El concepto de Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 181 y siguientes.
46
revisión o interpretación sino que, para ese caso, su dictamen prudencial es el que configura
lo justo concreto que habrá de ponerse en la existencia”78.
Entiendo, a la luz del recorrido que ha tenido la evolución del pensamiento
jurídico en general, y judicial en particular, que la proverbial desconfianza en los jueces,
heredada de los revolucionarios franceses, no tiene, hoy, idéntico asidero. Ello, por cierto,
tampoco puede significar una entrega total e ingenua a los criterios de los jueces, toda vez que
se ha demostrado reiteradamente su falibilidad. De otro lado, tampoco puede soslayarse la
circunstancia de que, en términos generales, el Poder Judicial es uno de los poderes del
Estado que, por su escaso dinamismo funcional, constituye un baluarte significativo para las
preferencias conservadoras que, en tanto tales, suelen ser reactivas a abrir el abanico de
remedios procesales a veces no contemplados específicamente en las normas de rito.
Ello, por otra parte, no puede permitirnos olvidar que, precisamente, fue el
Poder Judicial el que, primero, pergeñó y diseñó uno de los mecanismos protectorios más
relevantes que se conocen dentro del derecho argentino, cual es el amparo. En efecto, fueron
los precedentes “Siri” y “Kot”, los que permitieron consagrar la tutela efectiva de derechos
constitucionales hasta entonces desconocidos por los legisladores, recibiendo pretorianamente
lo que la norma legal aún ignoraba79.
En consecuencia, asumo que no es del todo justificado mantener una
perenne desconfianza hacia la judicatura, sobre todo ante la clara demostración de que fueron
los jueces quienes, de manera temprana advirtieron la necesidad de proveer a la protección de
derechos constitucionales con remedios idóneos, oportunos y eficaces pero que, también
demostraron el suficiente equilibrio para no quitar de madre la solución de conflictos
derivados de la necesidad de tutela urgente. Estimo que el grado de madurez de una sociedad
también es susceptible de ser medido por el grado de confianza que deposita en sus
magistrados, encargados últimos de velar por la vigencia de las garantías constitucionales que
asisten a todos los ciudadanos. Por ello, y sin perjuicio de saber que los jueces, como seres
humanos que son, pueden incurrir en errores, concluyo que es socialmente más saludable
confiar en su prudencia que limitar su margen de decisión con cortapisas impuestos por
quienes están más interesados en tener una Justicia dependiente y, en razón de ello, en
La prudencia jurídica. Introducción a la gnoseología del derecho, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2006, p.
46.
79 Resulta útil, a los fines de entender el nacimiento y la evolución de este remedio, la alusión histórica efectuada por Gelli,
María Angélica, Constitución de la Nación Argentina comentada y concordada, T. I, p. 605 y siguientes, ed. La Ley, Buenos
Aires, 2011, cuarta edición ampliada y actualizada, así como la crítica referencia realizada por Rivas, Adolfo en Constitución
de la Nación Argentina y normas complementarias. Análisis doctrinario y jurisprudencial, dirigida por Daniel Sabsay y
coordinada por Pablo MAnili, T. 2, p. 419 y siguientes, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2010.
78
47
obstaculizar su accionar. En todo caso, el peligro de los eventuales excesos que pudieran
cometer será pasible de oportuna corrección por las instancias pertinentes sin que jamás
lleguen, tal como lo advirtiera Hart, a convertirse en una amenaza al Estado de Derecho pues
ello no es materialmente posible, sino, antes bien, en su sostén.
XIV. ¿Y SI TODO SE TRATA DE IDEOLOGIA?
No dejo de advertir, asimismo, que ésta es una de las cuestiones más
controversiales y urticantes que pueden mencionarse en relación a la labor judicial. Mas estoy
convencido de que nada se gana con escabullir el bulto a su significado relativo al obrar
judicial sino que, por el contrario, resulta mucho más saludable exponer a la discusión este
tópico pues de su confrontación –pues estoy seguro que la cuestión no es para nada pacíficase alumbrará alguna propuesta superadora del problema que representan las tutelas
diferenciadas.
Duncan
Kennedy
define
una
ideología
“como
un
proyecto
de
universalización de una intelligentsia que considera que actúa ‘para’ un grupo con intereses
que están en conflicto con los de otros grupos”80. Esta particular toma de posición frente a
problemas determinados exige, a su vez, un sistema de pensamiento que proporcione una
justificación adecuada a sus propuestas, así como la legitimación dada por un sector social,
político, económico o etario que se identifique con ellas y con su modo de ver, analizar y
responder al desafío de que se trate.
En términos generales, todo intento de asociar la labor jurídica con la
ideología suele derivar en el reproche consistente en afirmar que se incurre en un verdadero
desatino, cuando no en una suerte de herejía científica. Habrá de notarse que el prurito no es
tan controversial en el área de la creación legal, habida cuenta que se da por sobreentendido
que el legislador está autorizado a hacer normas ideológicamente permeables. Esta tolerancia,
a su vez, resulta menor, aunque no por ello menos significativa cuando lo que resulta
impregnado por el halo ideológico es la opinión doctrinaria, toda vez que también resulta
comprensible que los autores estén imbuidos de una cierta orientación en este sentido que,
naturalmente, se contagia a sus expresiones académicas y a sus producciones literarias.
Dice al respecto Kennedy que, a la hora de verificar alguna distinción entre
la tarea legislativa y la tarea judicial, se ha difundido una visión, a la que denomina “liberal”
con arreglo a la cual la primera consiste en crear derechos, mientras que la segunda estriba en
80
Kennedy, Duncan, Izquierda y derecho. Ensayos de teoría jurídica crítica, p. 28, ed. Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2010.
48
aplicarlos81. Con arreglo a esta concepción normativa, el proceso de creación de derecho
requiere juicios de valor, que son inevitablemente subjetivos, y por lo tanto políticos. Siendo,
entonces, que la creación de derecho es política, debería estar a cargo de funcionarios electos,
que operen según una norma de responsabilidad hacia sus votantes. De otro lado, la decisión
judicial, conforme la perspectiva tradicional, no necesita ser política, porque involucra
cuestiones de significado y cuestiones de hecho que son independientes de los juicios de
valor, siendo, por lo tanto, objetiva. En su mérito, y toda vez que la determinación de las
cuestiones de derecho puede hacerse de modo objetivo y no ideológico, parece evidente que
así debería ser. Por ende, tendría que serle confiada a profesionales entrenados que operen
bajo una norma de fidelidad independiente al derecho, quedando excluidos los magistrados de
la función de legislar, por no haber sido designados mediante un proceso electoral82.
Frente a este panorama, sin embargo, se advierte que los jueces
constantemente son llamados a efectuar una tarea que se identifica más con una creación de
derecho que con su simple aplicación. Ello ocurre cuando los magistrados deben resolver
lagunas83, conflictos o ambigüedades del sistema de normas jurídicas. En algunos supuestos
ninguna reformulación basada en las definiciones subyacentes de las palabras que componen
la norma aplicable autoriza una resolución válida deductivamente. En estos casos, cuando se
identifica la tarea judicial con el contraste que media entre creación del derecho y aplicación
del derecho, la dicotomía legislación/decisión judicial parece no admitir términos medios. Sin
embargo, tan pronto como se pasa a la noción más amplia de interpretación jurídica, se sigue
que la decisión judicial implica tanto crear como aplicar84.
Tengo dicho que la sentencia trasluce siempre la personalidad de su emisor,
por lo que existirán perfiles y rasgos que quedan como impronta en cada decisión que se
Kennedy, Duncan, op. cit., p. 110, señala que “la distinción entre decisión judicial y legislación ha sido a menudo un
cimiento fundamental de la teoría normativa del Liberalismo (…). Con ‘Liberalismo’ quiero decir creencia en los derechos
individuales, regla de la mayoría e imperio de la ley. Las teorías liberales exigen del imperio de la ley requieren la
separación de poderes como un medio para proteger los derechos individuales en un régimen de gobierno de la mayoría. La
separación entre las instituciones legislativas y judiciales corresponde exactamente a la distinción entre legislación y
decisión judicial como métodos de decisión. Las legislaturas deberían legislar y sólo legislar; los tribunales deberían emitir
fallos y ninguna otra cosa, incluso si de hecho pueden violar estas restricciones vinculadas a su rol”.
82 Kennedy, Duncan, op. cit., p. 111.
83 En referencia a la posibilidad de que existan o no lagunas en el derecho así como respecto de las limitaciones judiciales
para resolver en consecuencia, entiendo de suma utilidad prestar atención a la enjundiosa polémica suscitada entre
Fernando Atria y Eugenio Bulygin en Lagunas en el derecho, AAVV, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005.
Esta cuestión asume ribetes de la mayor importancia a poco que se advierta que el argumento nodal empleado por los
jueces activistas estriba en la ausencia de disposición expresa enderezada a gobernar ciertos conflictos, lo que exige la
aplicación de soluciones no previstos o, en algunos casos, poco ortodoxas para el caso concreto. Estos vacíos normativos
conllevan, entonces, y desde esta perspectiva, la posibilidad de acceder a respuestas novedosas e imaginativas que, en
algunos supuestos, se tornan susceptibles de crítica cuando, como ocurre con las tutelas diferenciadas, permiten adoptar
decisiones cautelares, anticipadas o de fondo, sin conceder la correspondiente audiencia al demandado.
84 Kennedy, Duncan, o. cit., p. 112.
81
49
dicte, elementos que, en palabras de Bourdieu, constituyen su “habitus”85. Estas
características son consecuencia de construcciones subyacentes que se nutren en lo nuclear de
la personalidad del magistrado, con lo que resulta evidente que cada juez compromete su
integridad cuando resuelve un conflicto dado86.
Se ha sostenido que los jueces no deben dejar trascender en sus
pronunciamientos una determinada orientación ideológica. Pero también es sabido que el
principal objetivo de la magistratura es administrar justicia, con su implicancia de
conocimientos técnicos, inspirados por contenidos ideológicos de los que el juez no puede
desligarse87. Desde lo simbólico, el juez es el garante de la aplicación del derecho que hace a
la convivencia en paz, bajo las premisas de legalidad y legitimidad. El rol y la función de los
magistrados se traducen como de participación dependiente, se manifiesta por sus sentencias,
como partes del sistema, e intenta realizar la justicia en el caso concreto preservando los
valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores individuales88.
Señala Andruet (h) el rechazo que generan, “por ser una contradictio in
adjectus, los ensayos que afirman la existencia de una sentencia químicamente pura, sin
dichas penetraciones ideológicas”89. Más todavía, los aspectos ideológicos integran la propia
personalidad de los magistrados como los de cualquier persona, no obstante la imposibilidad
de señalar con precisión cuándo y cómo se han constituido, es posible indicar con certeza que
existen y que aparecerán en toda actividad humana, mostrándose con mayor facilidad según la
temática que le toque decidir al juez. En efecto, cuanto mayor sea la complejidad o la
gravedad del conflicto a dirimir, mayores serán las posibilidades para que se exteriorice la
impronta ideológica, en razón de que el sistema normativo se hace menos constringente para
el juzgador y, al hallar éste mayor libertad, se siente menos condicionado para consagrar su
propia orientación. Este proceso se torna todavía más evidente en la medida en que se
Pierre Bordieu, en El sentido social del gusto, p. 39, ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010, señala que debe reconocerse que
los individuos son también el producto de condiciones sociales, históricas, etc., “y que tienen disposiciones (maneras de ser
permanentes, la mirada, categorías de percepción) y esquemas (estructuras de invención, modos de pensamiento, etc.) que
están ligados a sus trayectorias (a su origen social, a sus trayectorias escolares, a los tipos de escuelas por los cuales han
pasado)”.
86 Kamada, Luis Ernesto, Elogio de la independencia (la metagarantía de la Justicia del Siglo XXI), publicado en
Proyectando la Justicia del Siglo XXI en el bicentenario de la Revolución de Mayo, colección Premios y Homenajes, nº 4, p.
75 y siguientes, Centro de Perfeccionamiento Ricardo Núñez, Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, Córdoba, 2010.
87 Luis Fernando Niño, Juez, institución e ideología, en La administración de justicia en los albores del tercer milenio ,
compilada por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas
fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o
político, no sólo reconozco que tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de
ser un impostor o un mentecato”.
88 Carlos Alberto Ghersi, “”El rol y la funciones del Poder Judicial”, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed.
Abeledo-Perrot, p. 798/799.
89 Armando S. Andruet (h), La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como
Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.
85
50
produzca una mayor juridización de ámbitos otrora no comprendidos en la actividad
jurisdiccional.
Este sentido revelador se encuentra en los llamados “casos difíciles”, en los
que no existe un criterio precedente que sirva de referencia para la decisión del magistrado, a
tenor de lo cual la respuesta jurisdiccional puede originarse a partir de una ausencia jurídica
que demanda una construcción definitoria por parte de aquel. Concluye Andruet (h) que no
hay procedimiento alguno, conviniendo en una militancia judicial coherente, que pueda
erradicar las influencias ideológicas provenientes de las cosmovisiones adquiridas por la
propia especulación teórica, pues “constituyen la misma naturaleza del magistrado”.
De igual manera, Perfecto Andrés Ibáñez dice que “la legitimación del juez
es legal, pero la forma necesariamente imperfecta en que se produce su sujeción a la ley, tiñe
de cierta inevitable ilegitimidad las decisiones judiciales (Ferrajoli), en la medida en que el
emisor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y que es de su propio
bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva responsabilidad”. En consecuencia, no
es exagerado decir “que en el ejercicio de la jurisdicción –como en el de otras funciones
estatales sujetas a la ley- hay siempre un componente fisiológico (en la medida que pertenece
a la naturaleza de las cosas) de poder personal”, por lo que “una última exigencia ética
dirigida al juez de este modelo constitucional es que debe ser muy consciente de ese dato,
para ponerse en condiciones de extremar el (auto)control de ese plus de potestad de decidir”,
constituyendo “una garantía cultural, no reclamada por ninguna ley escrita, pero cuyo
fundamento, a tenor de lo expuesto, está fuera de duda”90. Señala Kennedy que es común
responder que cuando el aplicador de la norma actúa, lo hace de acuerdo con algo distinto de
un proceso deductivo, confiando en la “razón práctica”, el consenso de la “comunidad
interpretativa”, o lo que fuere. Los críticos replican que cualquiera sea el método que uno elija
como solución para el “problema de la aplicación”, esto es, sea como sea que uno fundamente
la aplicación de normas, ese método no tendrá la cualidad de demostrable u objetivo que sería
necesaria para garantizar que la ideología de quien tomó la decisión no desempeñó rol alguno
en la elección de un resultado91.
Es en el marco de una definición ideológica que es posible ubicar la
cuestión relativa a la calidad de “activista” de los jueces. Indica Kennedy que debe ser así
calificado el magistrado que “tiene una motivación ‘extrajurídica’, a saber, el logro de una
Perfecto Andrés Ibáñez, Etica de la función de juzgar, Reelaboración del texto de la ponencia expuesta en el seminario
sobre “Ética de las profesiones jurídicas”, organizado por la Universidad de Comillas. Madrid, febrero de 2001, publicado en
Jueces para la Democracia. Información y debate nº 40/2001.
91 Kennedy, Duncan, op. cit., p. 117, citando a Owen Fiss y a Brest.
90
51
sentencia justa, para preferir un resultado en vez de otro a los largo de una amplia variedad de
casos, y trabaja para hacer que esos resultados sean derecho”. En este contexto, el juez se
enfrenta a una norma que considera injusta, pero se enrola en un proyecto identificable con el
propósito de cambiar una norma injusta por otra justa y, desde su punto de vista será una
derrota si no logra encontrar una manera de sortear la norma injusta.
En consecuencia, parece evidente que adoptar una postura respecto de la
admisibilidad y procedencia de las tutelas diferenciadas, en tanto implica privilegiar un
derecho sobre otro, a saber, el del actor frente al del demandado, conlleva la identificación
con una posición ideológica determinada, sin que ello vaya en desmedro del acierto
axiológico de la decisión que se adopte.
XV. CONCLUSION.
Luego del periplo recorrido, es posible determinar, a título conclusivo, que
las tutelas diferenciadas deben ser admitidas en el contexto procesal, como una respuesta
eficaz y oportuna a la demanda de protección por parte de quien alega y prueba la ocurrencia
de un daño actual o inminente, en orden a impedirlo o, en su defecto, a impedir su
permanencia o agravamiento.
Esta afirmación, empero, no puede permitirnos soslayar el reconocimiento
de que recibir este remedio conlleva también la vulneración del derecho de defensa del
demandado. No puede sostenerse que en estos casos, medie una probabilidad vulneratoria
sino, antes bien, que debe afirmarse que ello verdaderamente ocurre pues no otra cosa sucede
cuando a alguien, por cualquier motivo que sea y aún cuando la razón y el derecho invocados
participen de la más relevante naturaleza, se le impide el cabal y oportuno ejercicio del
derecho a responder la acción que contra él se entabla.
Ello demanda extremar los recaudos enderezados a garantizar que el
menoscabo que se le ocasiona al accionado se justifique, a la luz de seriedad del reclamo
formalizado.
En este orden de ideas, considero apropiado desechar el criterio de la “fuerte
probabilidad”, atento a las críticas de las que es susceptible, y pasar a exigir, lisa y
llanamente, la presencia de certeza proporcionada por el planteo. Se reprochará a esto que
digo –y quizás no sin razón- que ello implica tanto como pretender que el derecho esgrimido
sea indubitable y que las pruebas ofrecidas sean contestes con él pero, en rigor, si de lo que se
trata, en materia de tutelas diferenciadas, es de acceder a una protección temprana y eficaz,
52
postergando, cuando no suprimiendo, el derecho a contestar por parte del demandado, el
estándar de jurídico y fáctico que debe satisfacer el postulante debe ser el más alto posible.
Concedo, sin embargo, que a la certeza requerida debe desagregársele –por
fuerza- el valor que, a los fines de su consagración como fundante de verdad procesal, obtiene
en los juicios tradicionales por el vínculo dialéctico y adversarial trabado interpartes pues
éste, en la especie, no se produce. De allí, entonces, es que la unilateralidad merced a la cual
se le pide al juez que decida la cuestión, debe ser compensada con la importancia del derecho
invocado y el vigor de la prueba adjuntada a efectos de sostenerlo.
Ciertamente que ello permite ubicar el centro de la atención en la
importancia del derecho o bien jurídico que se pretende tutelar, con lo que se persigue poner
de manifiesto que el criterio que debe primar es cualitativo antes que meramente cuantitativo.
Nadie duda que, a la hora de interponer una acción cautelar, anticipada o definitiva, su
promotor aducirá la relevancia y jerarquía del derecho que titulariza y cuya vulneración o
amenaza predica. Será el juez, por ende, quien tendrá a su cargo –una vez más y como
siempre ha sido- enmarcar adecuadamente la cuestión y decidir en consecuencia.
LUIS ERNESTO KAMADA
DOCTOR EN CIENCIAS JURIDICAS
SAN SALVADOR DE JUJUY, SEPTIEMBRE DE 2013
Monografía de aprobación de la Carrera de Especialización en Derecho Procesal Civil, UNL,
dirigida por el Dr. Walter Peyrano, publicada en www.infojus.gov.ar, Id Infojus:
DACF130302
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