LA DESDEMOCRATIZACIÓN DE LAS RELACIONES LABORALES

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LA DESDEMOCRATIZACIÓN DE LAS RELACIONES LABORALES EN LOS
ENCLAVES GLOBALES DE PRODUCCIÓN AGRÍCOLA1
Carlos de Castro (UAM)
Elena Gadea (UMU)
Natalia Moraes (UMU)
Marta Latorre (UMU)
Resumen:
Esta comunicación sostiene, por un lado, que en los nuevos enclaves globales
de producción agrícola se está configurando una norma específica de empleo y, por
otro lado, que la consolidación de esta norma de empleo está debilitando el vínculo
entre el trabajo y la ciudadanía. Para demostrarlo se analizan las condiciones de
trabajo de diversos enclaves de producción agrícola en España y en América Latina
en los que predominan los siguientes rasgos: un elevado grado de trabajo informal,
alta temporalidad y estacionalidad del trabajo, jornadas variables e intensas, salarios
bajos, ausencia de negociación colectiva y flexibilidad extrema que ponen en peligro
las condiciones de reproducción social de los trabajadores. Bajo estas circunstancias,
los trabajadores agrícolas de los nuevos enclaves tienen mayores dificultades para
acceder a los derechos sociales vinculados al trabajo y carecen de un mínimo grado
de control sobre sus condiciones de trabajo.
Abstract:
Palabras clave: Trabajo agrícola, ciudadanía, enclaves globales de producción
agrícola,
Key Words:
1
Este artículo se enmarca en el proyecto SOSTENIBILIDAD SOCIAL DE LOS NUEVOS
ENCLAVES PRODUCTIVOS AGRICOLAS: ESPAÑA Y MEXICO (ENCLAVES) financiado por
el Ministerio de Ciencia e Innovación (2012-2014, CSO2011-28511) dirigido por Andrés
Pedreño Cánovas
2
1. Introducción
El sector de la agricultura ha presenciado importantes transformaciones en las
últimas décadas. La globalización del sistema agroalimentario ha dado lugar al
surgimiento a lo largo y ancho del planeta de nuevos enclaves de agricultura intensiva
(Friedland 1994). La expansión de la agricultura industrial en estas áreas geográficas
está estrechamente vinculada a una nueva división internacional de trabajo en el
marco de la restructuración de la economía global (Sassen 1993; 2001). El resultado
de ello ha sido la configuración de un sistema global de frutas y hortalizas frescas en el
que participan numerosos países de distintos continentes en una red mundial de
producción y consumo y en el que los países desarrollados son los principales
consumidores y los países subdesarrollados son los principales productores
(McMichael 1994). No obstante, se trata de una división Norte/Sur que también se
reproduce en el interior de la UE (Pedreño 2003) y en razón de la cual las regiones
agroindustriales del Mediterráneo se han convertido en lo que se ha llamado la “huerta
de Europa” (Pedreño 2005).
Estos enclaves de producción agrícola comparten algunos rasgos: desarrollan
una actividad agrícola orientada a la exportación, se encuentran dominadas por las
grandes cadenas de distribución de los países desarrollados, están orientadas a
responder los nuevos hábitos alimentarios de las clases medias de los países
desarrollados, registran un elevado grado de industrialización y de tecnologización de
varias de las fases de los procesos productivos, se basan en el uso intensivo de mano
de obra femenina e inmigrante bajo condiciones de precariedad y, por último,
fomentan un elevado grado de segmentación étnica y sexual del mercado de trabajo
agrícola.
Una de las tendencias que encontramos en las cadenas globales de
producción agrícola es la exigencia de disponibilidad y adaptabilidad de la mano de
obra a una norma de producción regida por la discontinuidad temporal de los cultivos y
por las demandas cambiantes de los mercados, lo que se ha traducido en unas
relaciones de empleo que exigen al trabajo una alta flexibilidad.
El funcionamiento óptimo y la competitividad de los enclaves de agricultura
intensiva dependen, por tanto, de la disponibilidad de fuerza de trabajo flexible y móvil,
y de la producción y reproducción de sujetos sociales vulnerables que se muestren
disponibles para ocupar los puestos de un mercado de trabajo cada vez más
precarizado. Por otra parte, la profunda restructuración de la producción
agroalimentaria se sostiene sobre una sofisticada organización del trabajo. La llamada
“taylorización” de los procesos productivos agrarios ha endurecido significativamente
las condiciones del trabajo agrícola. Considerada como una estrategia orientada a
responder con agilidad a la demanda, la creciente coordinación entre las diferentes
3
fases productivas se traduce en un incremento de la adaptabilidad y de la flexibilidad
de los trabajadores en varios sentidos: flexibilidad salarial (contención salarial y salario
a destajo), flexibilidad horaria (prolongación e intensificación de la jornada), flexibilidad
funcional (realización de múltiples tareas no especializadas), flexibilidad geográfica
(movilidad entre diferentes territorios). Unas exigencias de flexibilidad que, en este
caso, han contribuido a empeorar significativamente las condiciones de trabajo
agrícola y que han recaído sobre los grupos sociales más vulnerables.
Este texto toma como punto de partida la idea de que la similitud de las
condiciones de trabajo de algunas de las principales áreas de la agricultura industrial
permiten que pueda hablarse de la configuración de una norma de empleo agrícola
(Moraes et al. 2012) y defiende la hipótesis de que dicha norma ha conducido al
deterioro de la condición de ciudadanía de los trabajadores agrícolas. Nuestra idea es
que el desarrollo de una norma de empleo lleva consigo cambios en el vínculo entre el
trabajo y la condición política de los trabadores debido a que la norma de empleo
constituye uno de los pilares del modelo de ciudadanía social junto con las redes
estatales de protección social.
En la mayoría de los países, el sector agrícola no ha estado incluido de una
manera directa en la normalización fordista de las relaciones laborales iniciada en los
años de posguerra (Topalov 2000). De hecho, en el caso de España, ha estado
incluido en un régimen especial de la Seguridad Social hasta el año 2011. No
obstante, al constituirse el sistema global de producción agrícola ha participado
enteramente en la dinámica de flexibilización del empleo iniciada en los años 1970
(Miguélez and Prieto 2009). Una flexibilización que supuso un abierto cuestionamiento
de la centralidad social y política del empleo, lo cual implicaba cuestionar las bases
constitutivas del modelo de ciudadanía social: la norma salarial de empleo y los
derechos sociales (Alonso 2004; Rodríguez 2006; Wilson 2004).
Por un lado, la norma social de empleo consiste en el conjunto de regulaciones
sociales y políticas del trabajo y pueden distinguirse dos tipos: la salarial y la flexible
(Prieto 2002). En cada una de ellas, la regulación política contribuye a configurar la
condición política del trabajo y a convertir al trabajador en ciudadano, esto es,
considera al trabajador como un sujeto inscrito en el marco de un conjunto de
derechos que participa en el proceso de producción no en calidad de individuo
portador de habilidades comercializables sino como miembro de una comunidad
política más amplia que regula las condiciones de los procesos de trabajo.
En la norma salarial de empleo la participación en el trabajo asalariado se
constituye como la fuente primordial de ciudadanía y de acceso a un amplio abanico
de derechos sociales. El empleo dentro de esta norma es un empleo estable en el que
las jornadas son regulares y el salario varía según la cualificación y se actualiza según
el coste de la vida, en el que jornadas y salarios se fijan por medio de la negociación
colectiva, en el que se reconoce a los trabajadores el derecho a organizarse y a ser
representados, en el que se establecen algunas limitaciones a las decisiones
empresariales con respecto a la asignación de tareas según la cualificación y en el que
se reconocen y se amplían los derechos de los trabajadores a la protección social y
económica.
4
En las últimas décadas se ha producido una tendencia general hacia una
norma flexible de empleo (Miguélez and Prieto 2009; Prieto 2002) que se ha
manifestado de formas distintas en cada país y en cada sector (Doogan 2009; Fevre
2007). Dentro de esta norma flexible, el empleo es inseguro e inestable, las jornadas
son irregulares y las remuneraciones se han dispersado debido a que se negocian
individualmente por lo que el poder de negociación de los trabajadores ha disminuido.
Esta dinámica de flexibilización del empleo ha contribuido a que se haya deteriorado la
participación en el trabajo asalariado como acceso a derechos sociales y a un
reconocimiento pleno de la ciudadanía. En términos generales, suele afirmarse que la
flexibilización del empleo ha conducido hacia un debilitamiento de la ciudadanía
(Alonso 1999; 2007).
Por su parte, la incorporación de los derechos sociales al estatus de ciudadanía
llevada a cabo tras la Segunda Guerra Mundial implicaba no sólo el establecimiento de
criterios no productivistas en la organización de la vida económica, tales como la
democratización socio-económica o la justicia social como vía para la eliminación de la
desigualdad social, sino también una radical ampliación de la ciudadanía más allá de
la esfera productiva y hacia la esfera de la reproducción social. Esta ampliación del
horizonte de la ciudadanía suponía, además, una socialización parcial de la
responsabilidad por la reproducción social, en la medida en que se asignaba a las
instituciones estatales la responsabilidad para garantizar su cumplimiento. El Estado
de Bienestar surgiría, por tanto, para garantizar y proveer ese nuevo conjunto de
derechos sociales ligados a la esfera de la reproducción social (Doogan 2009; Esping
Andersen 2000; Mingione 1994).
La articulación entre la ciudadanía y el trabajo dependía, por tanto, del modo en
que se articulara la esfera productiva y la esfera reproductiva y de que el Estado se
constituyera en el responsable de la prestación de una serie de servicios
indispensables para la participación del trabajo en los procesos productivos
mercantilizados y, en general, para la reproducción en conjunto de la vida social. De
esta forma el Estado garantizaba, por un lado, la disponibilidad de la mano de obra
“adecuada” para los empresarios y, por otro lado, garantizaba la estabilidad y la
seguridad del empleo para los trabajadores. La ciudadanía social reflejaba, por tanto,
una relación de interdependencia entre capitalistas, estado y trabajadores, que
constituía las bases del llamado pacto keynesiano.
No obstante, una relación de interdependencia no tiene por qué ser una
relación de igualdad (Ingham 2010). De hecho, en el desarrollo del capitalismo y de la
economía de mercado de las sociedades modernas esta separación entre lo
productivo y lo reproductivo, entre instituciones económicas y no económicas, ha
conducido a una subordinación de la esfera reproductiva a la productiva (o de las
instituciones sociales no económicas a las económicas) (Castel 1997; Polanyi 1989).
Los derechos sociales, que se mueven dentro de la esfera reproductiva, se encuentran
en una relación de subordinación con respecto al empleo en al menos dos
dimensiones. En primer lugar, sólo aquellos que ocupan un empleo se constituyen en
titulares directos de los derechos sociales. El modelo de trabajador con el que se
diseñó el EB era un trabajador asalariado, del sector industrial, varón, nacional,
5
cabeza de familia. Algo que excluía de una condición plena de ciudadanía a
numerosos sujetos como las mujeres, los extranjeros, trabajadores no asalariados,
trabajadores de otros sectores como la agricultura y los servicios, etc… Por lo que
todo el trabajo y los servicios de reproducción social necesarios para que los
trabajadores puedan participar en el mercado de trabajo proceden no sólo del EB sino
también de las familias, más concretamente de las mujeres.
En segundo lugar, la cobertura de los derechos sociales se basa en que el EB
obtenga los recursos económicos derivados de las actividades económicas de la
esfera productiva. De ahí que muchos hayan señalado que el modelo de ciudadanía
social incorpora lógicas incompatibles: la lógica de acumulación del capitalismo y la
lógica de redistribución del estado de bienestar (Alonso 2007; Gorz 1998; Standing
2009).
La flexibilización del empleo y la restructuración del EB iniciadas en los años
1970 han supuesto un incremento de la subordinación de la esfera reproductiva a la
esfera productiva. El resultado ha sido tanto una atenuación del conjunto de los
derechos sociales como una reducción de los derechos sociales a los que se puede
acceder por la participación en el trabajo y, por consiguiente, un debilitamiento del
modelo de ciudadanía social
Este artículo pretende demostrar que el deterioro extremo que han sufrido las
relaciones laborales en el sistema global de la industria agroalimentaria ha provocado
un severo debilitamiento de la condición de ciudadanía de los trabajadores. Es decir,
los cambios en la norma de empleo y en las redes de protección social están
recomponiendo radicalmente el vínculo entre el trabajo y la ciudadanía, en el sentido
de que los trabajadores tienen cada vez un menor control sobre la organización del
ámbito productivo y reproductivo. El menor control sobre el ámbito reproductivo se
manifiesta en la mercantilización, individualización y familiarización de los servicios de
reproducción social. No obstante, nosotros no nos ocuparemos aquí de esto sino del
modo en que las nuevas formas de empleo impiden a los trabajadores cualquier tipo
de control sobre el ámbito productivo, debilitando así su condición de ciudadanos.
Así pues, en primer lugar se mostrarán los principales rasgos de la norma de
empleo de los enclaves agrícolas a partir de la información empírica procedente de
varias regiones geográficas2 y, en segundo lugar, se dará cuenta de su impacto sobre
la condición ciudadana de los trabajadores agrícolas
2. La norma de empleo y las redes de protección social en los nuevos enclaves
de producción agrícola
2
Este material empírico procede del proyecto mencionado anteriormente y del proyecto
MIGRACIONES, CADENAS GLOBALES AGRÍCOLAS Y DESARROLLO RURAL. UN
ANÁLISIS COMPARADO ENTRE ESPAÑA, MÉXICO, ARGENTINA Y URUGUAY financiado
por la Fundación Carolina (2011-2012, CeALCI 11/10), también dirigido por Andrés Pedreño
Cánovas. Los casos de estudio que abarcan ambos proyectos son los siguientes: industria
frutícola en Neuquén, Argentina; la actividad olivícola en Catamarca, Argentina; la industria del
Arándano en Salto, Uruguay; la industria de uvas y mangos en el valle de San Francisco
(Sergipe, Bahía y Pernambuco), Brasil; la industria hortifrutícola en Morelos y Sinaloa, México;
y la industria frutícola en Andalucía, Alicante y Murcia, España.
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A continuación exponemos brevemente las principales dimensiones de la norma
de empleo que está emergiendo en los enclaves de producción agrícola intensiva para
después, en el siguiente apartado, explorar cómo afecta al vínculo entre el trabajo y la
condición política del trabajador agrícola. Los enclaves de los que se ha obtenido la
información son los siguientes: industria frutícola en Neuquén, Argentina; la actividad
olivícola en Catamarca, Argentina; la industria del Arándano en Salto, Uruguay; la
industria de uvas y mangos en el valle de San Francisco (Sergipe, Bahía y
Pernambuco), Brasil; la industria hortifrutícola en Morelos y Sinaloa, México; y la
industria frutícola en Andalucía, Alicante y Murcia, España.
No obstante, hay que tener en cuenta la posición marginal que tradicionalmente
ha ocupado el empleo agrícola en la norma salarial de empleo. Por su estacionalidad,
por la inestabilidad, por el tipo de sujetos que lo realizaban (familiares y, en menor
medida, jornaleros),… no eran actividades equiparables a un “empleo normal”. Sin
embargo, en las últimas décadas la aparición de los nuevos enclaves de producción
agrícolas ha traído consigo importantes cambios en las relaciones laborales y en los
tipos de trabajadores que participan en ellos. En los diferentes enclaves puede
observarse unas condiciones de trabajo similares, lo que hace que nos preguntemos si
está constituyéndose en ellos una norma de empleo. En otras palabras, ¿qué norma
social está constituyéndose como referencia para la gestión formal o informal de los
conflictos y para la regulación (formal o informal) de las relaciones laborales?
En nuestra opinión, se está formando una norma de empleo agrícola en la
medida en que las condiciones similares de trabajo de estos enclaves estarían
apuntando a un deterioro de la condición política de los trabajadores y de la propia
reproducción social de los trabajadores. Lo más importante es que la tendencia hacia
el debilitamiento de la condición ciudadana de los trabajadores se agudiza en el caso
de los trabajadores migrantes agrícolas puesto que, en razón de su extranjería, no se
les reconocen numerosos derechos sociales, económicos y políticos.
Relación contractual, estabilidad y seguridad en el empleo: asalarización,
intermediación, temporalidad, informalidad e inestabilidad
La creciente mecanización de los procesos productivos agrarios, el predominio
de las grandes empresas de producción y de distribución y la orientación de la
producción hacia el abastecimiento de grandes mercados externos (nacionales o
internacionales) se han apoyado en el uso de grandes cantidades de trabajo
asalariado extra-local, rompiendo así con otras etapas de la producción agrícola en
las que predominaban las pequeñas explotaciones familiares y en las que el trabajo
procedía principalmente del entorno familiar y ocasionalmente de jornaleros. No
obstante, la mayoría de las empresas agrícolas no gestionan directamente la relación
salarial sino que han externalizado esa gestión a los intermediarios. Ha sido esta
externalización de la gestión de las relaciones laborales por parte de las empresas
agrícolas y, por consiguiente, el papel de los intermediarios laborales lo que ha
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contribuido a re-definir radicalmente los rasgos de las relaciones laborales en los
nuevos enclaves agrícolas (Sánchez 2012).
Lo más llamativo en todos estos enclaves es que la proporción de trabajadores
contratados directamente por las empresas agrícolas es muy reducida si se tiene en
cuenta que una buena parte de ellos son contratados por los intermediarios de manera
temporal para las cosechas y otra parte trabajan sin contrato apoyándose en las redes
comunitarias y de paisanaje. De esto se deduce que tan sólo una mínima parte de los
trabajadores posee un contrato estable. Junto con la creciente asalarización, la
intermediación, temporalidad e informalidad son, por tanto, las principales
características de las relaciones laborales en los nuevos enclaves de producción
agrícola global. Veámoslo con más detenimiento.
Intermediación laboral. El papel de los intermediarios laborales es cada vez
más importante y las empresas agrícolas dependen cada vez más de ellos. La figura
del intermediario laboral tiene una larga historia en la actividad agrícola aunque haya
ido complejizándose en las últimas décadas. El intermediario puede ser una empresa
de trabajo temporal o un contratista individual de mano de obra (enganchador, capitán,
furgonetero, etc…) o una cuadrilla (aunque gestionada por un contratista)3. La función
principal de los intermediarios consiste en coordinar espacial y temporalmente la oferta
y la demanda del mercado de trabajo. Se trata de una función crucial en un sector en
el que, a pesar de la atenuación de la estacionalidad, la necesidad de mano de obra
se incrementa enormemente en las épocas de cosecha. La inexistencia de una mano
de obra local que cubra esa demanda estacional pone a las empresas en manos de
los intermediarios que son quienes se encargan de garantizar la afluencia de
trabajadores extra-locales, migrantes durante esas temporadas. Lo habitual es que la
relación entre la empresa y el intermediario sea una relación comercial (formal o
informal) por la que empresa paga una cantidad global al intermediario por el trabajo
de un determinado número de trabajadores durante un periodo de tiempo determinado
y en una finca concreta.
Hay muchas formas de intermediación laboral pero lo más sustantivo de todas
ellas es que la negociación de las condiciones de trabajo no se realiza directamente
entre la empresa agrícola y los trabajadores sino a través del intermediario, quien se
hace responsable de la situación legal de los trabajadores. No existe, por tanto,
ninguna vinculación jurídica de la empresa con el trabajador sino con el intermediario.
Por ejemplo, en Neuquén (Argentina), al igual que en Murcia (España), conviven las
formas tradicionales de intermediación (cuadrilleros, transportistas) con otras nuevas
como: cooperativas regionales de trabajo, sindicatos agrarios y empresas de trabajo
temporal (Bendini and Steimbreger 2011; Segura, de Juana, and Pedreño 2002). En
Catamarca (Argentina) y en Salto (Uruguay) es habitual que se contrate laboralmente
a algún intermediario para asegurarse el acceso a las redes familiares y comunitarias
qué este pueda controlar (Cruz and Quaranta 2011; Riella, Tulio, and Lombardo 2011).
Los casos de Sinaloa y de Morelos nos permiten observar que la intermediación va
más allá de la mera contratación de trabajadores en otras regiones. Por un lado,
3
Otra estrategia para cubrir esa demanda estacional de trabajo es la contratación en origen
(Reigada, 2011, 2012)
8
garantizan su transporte hacia las zonas de trabajo así como su alojamiento durante la
temporada y supervisan el trabajo en los campos y su vida en los campamentos. Por
otro lado, es muy importante no sólo su función económica sino también su función
social y cultural dado que el intermediario suele ser una figura de referencia en las
comunidades de las que proceden los trabajadores (Lara, Sánchez, and Saldaña
2011; Sánchez 2012).
Temporalidad. La externalización de la gestión de las relaciones laborales
convierte al intermediario en el principal empleador y, al igual que la empresa, éste
combina contrataciones formales y contrataciones informales. Cuando hay
contrataciones formales, las más frecuentes son las contrataciones temporales que se
realizan a los trabajadores estacionales, quiénes puede llegar a firmar varios contratos
temporales a lo largo del año gracias al encadenamiento de campañas. El elevado
grado de contrataciones temporales está vinculado en parte con el carácter estacional
de la actividad agrícola. A pesar de que la modernización tecnológica de la producción
agraria ha permitido atenuar la estacionalidad, todavía pueden detectarse grandes
diferencias en la necesidad de mano de obra en cada época del año. En el caso de
Neuquén (Argentina) en la temporada 2010-2011 tres cuartas partes del total de
trabajadores contratados en la actividad frutícola eran trabajadores estacionales
(Bendini and Steimbreger 2010). En Salto (Uruguay) las dos empresas más
importantes del sector tienen entre 32 y 45 trabajadores permanentes y en las épocas
de cosecha contratan entre 1100 y 1500 trabajadores, principalmente a través de los
intermediarios pero también de manera directa (Riella, Tulio, and Lombardo 2011). En
el caso de Valle de San Francisco, la actividad agropecuaria de un municipio del
Estado Pernambuco es la responsable de la creación de 121.000 empleos sobre un
total de 222.681 empleos creados en el periodo 2000 a 2009. Pues bien, 118.000 de
los 121.000 eran empleos estacionales (Britto 2011). Lo mismo ocurre en el caso de
México (Lara 2008) y España (Reigada 2012; Segura, de Juana, and Pedreño 2002).
Informalidad del trabajo. En todos los casos de estudio es muy frecuente, sin
embargo, que los acuerdos entre intermediarios y trabajadores sean informales y se
asienten en las redes de parentesco y paisanaje. En consecuencia, el trabajo informal
se encuentra muy extendido en estos enclaves agrícolas. Se trata de una situación
que es difícilmente mensurable debido a su ocultamiento. Según una encuesta
realizada en el año 2000 a 204 trabajadores agrícolas en uno de los más importantes
enclaves de la agricultura intensiva en Europa, trabajaban sin contrato el 83,1% de los
trabajadores inmigrantes en situación ilegal y el 24,8% de los que estaban en situación
legal (Ces 2001). Por su parte, en Neuquén, a pesar de la creciente transparencia
sobre la cantidad de trabajadores, se estima que una parte significativa de los
trabajadores estacionales, migrantes o no, carecen de contrato (Bendini and
Steimbreger 2011). En Catamarca se recurrió masivamente al trabajo informal en la
primera etapa del desarrollo de la actividad olivícola en los noventa (Cruz and
Quaranta 2011). En una relación laboral informal no hay nada que asegure que los
trabajadores no se vayan a otro campo o a otras cuadrillas, lo que pone en peligro la
cosecha y la contratación del intermediario por parte de la empresa. En el caso de
9
Morelos y Sinaloa, donde el grado de informalidad es mayor que el resto de enclaves,
se trata de estabilizar la relación ofreciendo otro tipo de servicios (transporte,
alojamiento) y, sobre todo, más trabajo por medio del encadenamiento de cosechas
(Lara, Sánchez, and Saldaña 2011).
Inestabilidad e inseguridad del empleo. De todo ello se deduce que lo
menos frecuente es la contratación estable o indefinida, la cual queda reservada a
familiares y personas de confianza, para puestos que requieren una elevada
cualificación técnica y para puestos de administración y gestión económica. Así pues
otra de las características básicas de las relaciones laborales en los enclaves de
producción agrícola es la inestabilidad del empleo.
Estacionalidad, jornadas y horarios
La norma salarial de empleo del periodo fordista aseguraba un trabajo a tiempo
completo durante todo el año, algo que es difícilmente compatible con el carácter
estacional, aunque rebajado y de diferente grado en cada enclave, de la actividad
agrícola. Esta insuficiencia económica del empleo eventual se compensa parcialmente
con el encadenamiento de campañas y con el acceso a prestaciones por desempleo,
cuando existen. No obstante, los trabajadores agrícolas pueden llegar a trabajar entre
6 y 10 meses al año como se refleja en los casos de Sinaloa y Morelos en México, en
Murcia y Huelva en España, en Neuquén y Pomán en Argentina y en el Pernambuco
en Brasil (Cavalcanti 2011; Ces 2001; Cruz and Quaranta 2011; Lara 2008; Lara,
Sánchez, and Saldaña 2011; Reigada 2012). Por otra parte, en el caso de Salto la
duración de la cosechas tan sólo es de dos meses (Riella, Tulio, and Lombardo 2011).
Además, las jornadas de trabajo durante los periodos de actividad han
registrado una importante extensión e intensificación (Lara 2012; Segura, de Juana,
and Pedreño 2002). Es difícil determinar con exactitud la duración efectiva de las
jornadas de trabajo de los trabajadores agrícolas en estos enclaves. No obstante
puede estimarse que sean de más de 8 horas por dos motivos. En primer lugar,
porque los trabajadores necesitan aprovechar los periodos de máxima actividad para
compensar con un incremento de salario los meses que no trabajan. Así pues, suelen
estar dispuestos a trabajar horas extras aunque en ocasiones no se las paguen o se
las paguen a precio de la hora ordinaria. En segundo lugar, la necesidad de los
empresarios de llevar a término lo más rápido posible las campañas de recogida para
comercializar sus productos actúa como un factor esencial de intensificación del
trabajo. Por otra parte, se trata de una jornada que aumenta debido a los largos
desplazamientos que han de realizar los trabajadores para llegar a la explotación
agraria. Por ejemplo, para el caso de la región de Murcia, la encuesta citada
anteriormente parece corroborar estas estimaciones al señalar que el 62% de los
trabajadores tiene una jornada de entre
9 y 10 horas, sin contar con el
desplazamiento diario (Ces 2001). Por otra parte, en los casos de Sinaloa (México),
Pomán (Argentina) y Salto (Uruguay) la jornada suele ser de 8-9 horas más un par de
10
horas, en ocasiones más tiempo, de desplazamiento (Cruz and Quaranta 2011; Lara,
Sánchez, and Saldaña 2011; Riella, Tulio, and Lombardo 2011).
Nivel y estructura salarial: retribuciones insuficientes y variables
Un estudio de la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida
y de Trabajo sobre las relaciones laborales en la agricultura en Europa realizado en
2006 concluía que la agricultura es un sector en el que la media salarial se sitúa por
debajo de las media comunitaria4. Para el caso de España, resulta muy difícil
encontrar información sobre los salarios en el sector de la agricultura puesto que la
Encuesta trimestral de salarios del INE, la encuesta salarial más importante en
España, no incluye las retribuciones de este sector de actividad. Algo similar ocurre en
México (Lara 2008; 2012). Una dificultad añadida procede del hecho de que gran parte
del empleo se realiza dentro de la economía sumergida o a través de intermediarios.
No obstante, si nos guiamos por la información que aparece reflejada en los
estudios de caso, y en algunos estudios sobre los enclaves de la agricultura intensiva,
puede señalarse que los salarios son por término medio menores que en otros
sectores de actividad. Cuando existe convenio, éste suele reflejar un salario mínimo
bajo y tiende a respetarse (Segura, de Juana, and Pedreño 2002). Por otra parte, hay
que destacar que el sistema de retribución salarial más frecuente en estos enclaves es
el salario a destajo (Ces 2001; Lara 2012). En Pomán la remuneración depende del
valor asignado a cada caja de aceitunas cosechadas, el cual se negocia con el
empresario o con el intermediario. El salario diario puede alcanzar en torno a los 150
pesos (27 euros) (Cruz and Quaranta 2011). En Pernambuco se paga entre 0,10 y
0,50 centavos por cada planta de maíz (Cavalcanti 2011). Por su parte, en Morelos en
Sinaloa también se asigna un valor a la cantidad de producto cosechado pudiendo
obtener 134 pesos al día (aprox. 8 euros) (Lara, Sánchez, and Saldaña 2011).
Este sistema de remuneración produce una intensificación de la jornada de
trabajo puesto que el trabajador tratará de aprovechar para obtener la mayor cantidad
de dinero posible. Por otro lado, este sistema de remuneración hace que el salario sea
más variable puesto que en el caso de que la jornada se vea reducida por
circunstancias climáticas o cualesquiera otras la remuneración se verá reducida
igualmente. Además, hay que destacar que en estos enclaves los intermediarios
suelen apropiarse de una parte de los salarios que pagan las empresas por diferentes
conceptos (gastos de intermediación, transporte, alimentación, alojamiento) (Ces
2001; Lara 2012; Pedreño 1998; Sánchez 2012).
Como contrapunto, hay que señalar que en Salto, Uruguay, se da el caso más
formalizado y el salario rural depende del salario mínimo fijado por el gobierno y del
salario mínimo por sector y categoría negociado por convenio (Mascheroni, 2011).
Unos salarios que son bajos (aprox 700 dolares al mes) debido a la tradicional
debilidad de los sindicatos de trabajadores agrarios pero las temporadas tan sólo
suelen durar dos meses (Riella, Tulio, and Lombardo 2011).
4
http://www.eurofound.europa.eu/eiro/2005/09/study/tn0509101s.htm
11
En resumen, si se tiene en cuenta que los salarios son menores que la media,
que se remuneran a destajo en vez de por jornadas y que trabajan entre 6 y 10 meses
al año, puede deducirse la precariedad de las condiciones de trabajo en estos
enclaves agrícolas.
Descualificación formal y cualificaciones tácitas
La incorporación de innovaciones tecnológicas a los procesos agrícolas de
estos enclaves no ha eliminado la necesidad de cualificaciones y competencias
tácitas. De hecho, una de las estrategias empresariales de selección de personal más
extendida en estos enclaves agrícolas consiste en atribuir ciertas cualidades y
habilidades “naturales” a algunos colectivos (la delicadeza de las mujeres y la
disciplina o el buen comportamiento de los ecuatorianos) (Cavalcanti 2011; Lara,
Sánchez, and Saldaña 2011; Lara 2012; Reigada 2010; Reigada 2012) y
seleccionarles en razón de ellas. Se trata de una estrategia que tiene al menos dos
efectos sobre la relación laboral. Por un lado, no reconoce ni contractual (si existe
contrato) ni salarialmente unas competencias definidas como “naturales” lo que
contribuye a una desvalorización del trabajo (es decir, del salario) de estos grupos. Por
otro lado, esta estrategia de selección también puede convertirse en una estrategia de
eliminación de conflictos laborales. Se han dado varios casos de sustitución étnica.
Los ecuatorianos sustituyeron a los marroquíes en el Campo de Cartagena puesto que
éstos se convertían en “conflictivos” al reclamar mejores condiciones de trabajo
(Castellanos and Pedreño 2001). Por su parte, las mujeres de los países del Este con
hijos han sustituido a las mujeres marroquíes puesto que según algunos empresarios
son más disciplinadas y responsables, encubriendo la verdadera razón que no es otra
que las cargas familiares suponen una garantía de regreso (Reigada 2010).
Salud, seguridad e higiene en el trabajo: dolencias, afecciones y accidentes
En un estudio ya clásico sobre los accidentes de trabajo, Andrés Bilbao
vinculaba los problemas de salud laboral con las condiciones del entorno de trabajo.
Señalaba que las afecciones físicas y psicológicas no son más que “el final visible de
una sucesión de acontecimientos que describen un entorno penoso para determinados
individuos” (Castellanos and Pedreño 2001). La sucesión de acontecimientos para la
mayoría de los trabajadores agrícolas son la prolongación e intensificación de las
jornadas de trabajo en periodos de máxima actividad, los movimientos monótonos y
repetitivos que requieren casi todas las tareas, la repetición de posturas de alto riesgo
(estar siempre de pie o estar siempre agachado o en cuclillas), trabajar al aire libre a
temperaturas extremas o en centros de trabajo con alto grado de humedad, poco
ventilados y con temperaturas extremas (exceso de frío o exceso de calor), etc…
Estos son, por tanto, los “acontecimientos” que constituyen el entorno de trabajo de los
12
enclaves de la agricultura intensiva y que son los responsables de dolencias crónicas,
afecciones y enfermedades. Por ejemplo, en Salto la exposición a temperaturas de 40
grados durante el periodo de cosecha produce problemas en la piel, deshidratación y
desmayos (Riella, Tulio, and Lombardo 2011). En Pomán son frecuentes lesiones
óseas por malas posturas y por caídas de la escalera así como picaduras de serpiente
y deshidratación (Cruz and Quaranta 2011). Por otra parte, los desplazamientos que
tienen que realizar los trabajadores también constituyen una fuente de riesgo de
accidentes laborales. Castellanos y Pedreño (2001) describen un trágico accidente
que se produjo en una ciudad de la Región de Murcia - en el que fallecieron doce
trabajadores ecuatorianos al ser arrollados por un tren la furgoneta, con capacidad
para siete personas, en la que viajaban – como una consecuencia “lógica” de la
externalización de las relaciones laborales por parte de las empresas. Los
intermediarios suelen encargarse también del transporte de los trabajadores a los
distintos campos. Los desplazamientos no suelen hacerse bajo condiciones de
seguridad – ya sea por sobrecarga, por exceso de velocidad o por circular por
carreteras secundarias en mal estado – por lo que los accidentes se han convertido en
una rutina en estos contextos productivos.
Límites del control empresarial y estructura de la negociación colectiva:
conflictividades difusas
En un contexto donde predomina la informalización del trabajo y la contratación
temporal, el poder de negociación de los diferentes actores está desigualmente
distribuido. Empresarios e intermediarios poseen mayor capacidad de negociación que
los trabajadores, lo cual implica que es muy complicado para los trabajadores
establecer límites a la gestión laboral de los empresarios e intermediarios. En la norma
salarial de empleo, señala Prieto (2002), la legislación imponía límites al poder de
decisión empresarial con respecto a la gestión de la producción y de las relaciones
laborales. En esta norma apenas pueden distinguirse límites más que los corporales y
los que se autoimpongan empresarios e intermediarios. Esta ampliación del poder
sobre el trabajo ha intensificado las formas de control sobre los trabajadores.
Por otra parte, estas condiciones de informalidad y de temporalidad suponen
que un grave deterioro del poder de negociación de los trabajadores. Por un lado, la
dependencia del trabajador con respecto al empresario es muy elevada puesto que
prácticamente sólo a través de él puede conseguir un trabajo temporada tras
temporada. Por otro lado, el intermediario tiene un cierto grado de control con respecto
al empresario puesto que éste depende del primero para lograr reunir la mano de obra
suficiente en el periodo de cosecha. No obstante, el intermediario está obligado a no
abusar de su posición hegemónica durante la cosecha puesto que el empresario
podría prescindir de sus servicios para la temporada siguiente, lo que rompería su
posición hegemónica en su comunidad o región de origen. Por lo tanto, existe un
equilibrio entre ambos.
La temporalidad de los contratos y la informalización de las relaciones laborales
dificultan que se desarrollen mecanismos de negociación colectiva de ahí que
13
predomine la gestión individualizada de los conflictos, situación en la que el poder de
negociación de los trabajadores es muy débil.
Los conflictos más frecuentes tienen que ver no sólo con el nivel salarial (la
negociación del destajo), con la duración de la contratación y el tipo de contrato
(formal o informal), con la adecuación de la cualificación y con la intensidad del trabajo
sino también con la falta de disciplina laboral, con el absentismo no justificado y con la
prolongación injustificada de las jornadas así como la reducción de los periodos de
descanso.
La negociación colectiva está muy poco desarrollada en estos enclaves. En
ocasiones se recurre al convenio colectivo o a otra regulación superior para fijar el
salario (Cruz and Quaranta 2011). Lo habitual, sin embargo, es que la gestión de los
conflicto se realice de una manera coercitiva y por medio de diversos mecanismos de
control. Uno de los mecanismos de control más directos es el despido ya sea por
indisciplina o falta de productividad. En Salto aquellos que no llegan a la productividad
mínima el tercer día no son vueltos a contratar (Riella, Tulio, and Lombardo 2011). En
otros casos los trabajadores siempre están expuestos a no ser contratados para la
temporada siguiente (Cruz and Quaranta 2011; Lara, Sánchez, and Saldaña 2011).
Por otra parte, los intermediarios suelen controlar la productividad, la duración de los
descansos, las idas y venidas al baño (Bendini and Steimbreger 2011; Riella, Tulio,
and Lombardo 2011) así como los comportamientos y hábitos fuera del trabajo, en los
campamentos. Especialmente se controla a los trabajadores conflictivos y a aquellos
que intentar sindicalizar las relaciones laborales. Por otra parte, en Sinaloa existe una
figura, “las trabajadoras sociales”, encargadas de que se hagan cumplir ciertas normas
como la de no consumir los productos que se cosechan o empaquetan mientras
trabajan, no llevar auriculares con música, no defecar al aire libre, llevar camisas de
manga larga, etc… (Lara, Sánchez, and Saldaña 2011). Además, en gran parte de los
enclaves de agricultura se han podido identificar estrategias empresariales de
sustitución (étnica o de género) de trabajadores a medida que los trabajadores
inmigrantes mejoran su posición legal y reivindican el reconocimiento de derechos
(Castellanos and Pedreño 2001; Segura, de Juana, and Pedreño 2002).
Todo esto ha provocado una tendencia hacia la individualización de la
negociación de los conflictos. Los trabajadores son forzados a negociar
individualmente sus condiciones de trabajo principalmente con el intermediario. Esto
evidentemente debilita la posición negociadora de los trabajadores. En Pomán, por
ejemplo, las reivindicaciones de aumento salarial recorren un largo camino antes de
llegar al empresario. Primero el trabajador lo solicita el jefe de la cuadrilla, éste al
contratista y éste al empresario (Cruz and Quaranta 2011). Esto puede variar según el
tipo de acuerdo que empresarios e intermediarios tengan sobre la responsabilidad con
respecto a los trabajadores. No obstante, lo importante es observar cómo se difumina
uno de los polos del conflicto. En el caso de la externalización de la gestión de las
relaciones laborales, la empresa traspasa la responsabilidad del conflicto al
intermediario lo que genera confusión entre los trabajadores (Lara 2012; Sánchez
2012), algo que, como luego veremos, tendrá importantes consecuencias sobre la
potencial articulación de una movilización colectiva por parte de los trabajadores.
14
Por otra parte, la debilidad negociadora de los trabajadores es aún mayor si se
toma en consideración que la mayoría de ellos son inmigrantes y que su situación
legal les hace aún más vulnerables en términos jurídicos (Gil Araujo, 2010). Ello se
debe a que el permiso de residencia está ligado al contrato de trabajo lo cual concede
al empresario o al intermediario un desmesurado poder de negociación. Esta relación
de subordinación alcanza cotas superiores en el caso de que los trabajadores
inmigrantes se encuentren en situación irregular.
Protección social y económica: hacia un nuevo paternalismo rural
En los nuevos enclaves se ha detectado la presencia de unos servicios del
intermediario (adelanto de dinero, alojamiento, transporte, información sobre
campañas, etc…) que tienen un fuerte carácter paternalista. Las condiciones de
informalidad y la temporalidad conducen a que la cobertura de servicios públicos sea
muy reducida. Además, algunos de estos contextos productivos se encuentran en
países en los que se ha desarrollado una débil red de servicios públicos con escasa
capacidad de penetración en todo el territorio. Todo ello dificulta el acceso a ese
conjunto de servicios de protección social y económica que, bajo la norma salarial del
fordismo, los trabajadores poseían. Se trataba de servicios sanitarios, de desempleo,
de enfermedad, de jubilación que trascendían la relación laboral y que daban grosor a
la condición de ciudadanía en la medida en que eran considerados como derechos
sociales y económicos.
Hasta ahora hemos visto cómo la norma de empleo agrícola se refiere a las
condiciones bajo las cuales se realizan las actividades, ahora hay que señalar qué tipo
de condición política fomenta entre los trabajadores, esto es, de qué manera la norma
de empleo agrícola contribuye a construir un vínculo débil entre la ciudadanía y el
trabajo agrícola. No es de extrañar que los enclaves productivos agrícolas se hayan
alimentado principalmente de trabajadores migrantes para cubrir sus necesidades de
mano de obra ante la escasez de la mano de obra local. El recurso a sujetos cuyos
derechos no se equiparan con los derechos de los autóctonos no ha hecho más
multiplicar la tendencia hacia el debilitamiento de la condición ciudadana de los
trabajadores agrícolas y las dificultades de reproducción social de estos colectivos.
3. La desdemocratización de las relaciónes laborales
A continuación este artículo explora el tipo de condición política que fomenta entre
los trabajadores la nueva norma de empleo agrícola. Lo que se plantea es que se ha
producido una des-democratización de las relaciones laborales, lo cual quiere decir no
tanto que se haya producido una despolitización del trabajo sino que más bien se ha
producido una casi absoluta subordinación de la condición política de los trabajadores
a las necesidades de flexibilidad y movilidad del mercado de trabajo. Como
consecuencia de ello, los trabajadores agrícolas carecerían de cualquier tipo de
mecanismo democrático de control sobre la esfera productiva.
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La desdemocratización es un concepto acuñado por Charles Tilly (2010) para
explicar el carácter dinámico de las democracias, en el sentido de que los regímenes
políticos pueden mejorar o empeorar su contenido democrático. Aquí se utiliza este
concepto de una manera más libre por su expresividad. Sostenemos que la última
oleada de re-mercantilización iniciada en los años 1970 (Harvey 2007; Sassen 2010 a)
puede interpretarse, siguiendo a Polanyi (1989), como un proceso de
desdemocratización, en el sentido de que lo político se desintegra de, separa de, o se
subordina a, lo económico. Durante este periodo de mercantilización las reformas del
estado han contribuido a atenuar el contenido democrático de las constituciones de los
estados (Pisarello 2011). Sostenemos, por tanto, que el Estado ha iniciado un proceso
de reformas y ha desarrollado nuevas formas de intervención sobre la vida económica
y social que han puesto en marcha una dinámica de desdemocratización de la
sociedad (Tilly, 2010). Desdemocratización en el sentido de que tales reformas han
supuesto una creciente subordinación de los procedimientos democráticos de las
instituciones estatales y de sus formas de intervención a las necesidades de la
economía, del crecimiento y de la competitividad. Se trata, por tanto, de ir más allá del
deterioro de las condiciones de trabajo y de vida derivado de los procesos de
remercantilización y de ubicar éstas en un proceso de pérdida de derechos de
ciudadanía, de destrucción de comunidades locales e, incluso, de destrucción del
equilibrio ecológico que toda forma de vida requiere.
La idea de la desdemocratización puede aclararse tomando en consideración
las principales y tradicionales áreas de intervención del Estado en la vida económica
que distingue Ingham (2010): orden social, seguridad jurídica y participación
económica directa. En primer lugar, el orden social está muy vinculado con la
legitimidad. Las elecciones libres, los procedimientos de control sobre los gobiernos, la
efectiva separación de poderes y el equilibrio entre sus funciones son tan sólo algunos
de los principales instrumentos por los que se construye la legitimidad no sólo del
sistema político sino también del sistema económico. En segundo lugar, la seguridad
jurídica se refiere a la capacidad del estado para garantizar normativamente la
propiedad privada, la libertad de comercio (libertad económica) y la competencia. En
tercer y último lugar, la participación económica directa se orienta hacia la provisión de
bienes y servicios públicos, y hacia la estabilización macroeconómica.
La última oleada de mercantilización iniciada a finales de los setenta sólo fue
posible no eliminando sino reorientando la intervención del estado en estas tres
dimensiones. Por un lado, se ha producido una desequilibrio entre los tres poderes en
favor del poder ejecutivo y del judicial y en detrimento del parlamento (Sassen 2010 b).
Por otro lado, se ha enfatizado el protagonismo de la propiedad privada limitando el
desarrollo de otras formas de propiedad colectiva y social; se han eliminado o
atenuado todas aquellas normas que pudieran restringir la libre competencia,
convirtiéndose esta en una referencia indiscutida para la vertebración de las
sociedades; y se han abierto nuevos espacios económicos en los que sólo rige la ley
de la oferta y la demanda (liberalización, libre mercado) en detrimento de otros
criterios no económicos de gestión de las actividades productivas (Pisarello, 2011). Y,
por último, las políticas de privatización y el giro anti-inflacionista de las políticas
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económicas han transformado radicalmente la participación directa del Estado en la
economía (Ingham, 2010).
En el ámbito del trabajo, la desdemocratización de las relaciones laborales está
relacionada con las numerosas reformas laborales que se han realizado en los países
desarrollados en las últimas décadas. El objetivo de las reformas laborales consistía
en eliminar o “flexibilizar” todo el conjunto de derechos sociales y laborales que
configuraban el modelo de ciudadanía social de posguerra y que había
“desmercantilizado” parcialmente el trabajo pero que, sin embargo, eran poco
sostenibles de cara a la mejora de la competitividad en un mercado global. El espíritu
de las reformas apuntaba, por tanto, a una progresiva subordinación del control
político a la eficacia del mercado. Así pues, la devaluación competitiva vía precios y
salarios también es una devaluación democrática.
En consecuencia, la pretensión de adaptar los mercados de trabajo a un nuevo
escenario de la competencia global ha obligado a varios países, principalmente
europeos, a la realización de numerosas reformas de las legislaciones laborales y de
la prestación de servicios públicos como la seguridad social, sanidad, educación, etc…
El caso de España es paradigmático tanto por el espíritu de las reformas como por
la cantidad de reformas que se han realizado: 53 reformas laborales desde 1984 hasta
la actualidad (Aragón 2012), algo que da cuenta de la extrema implicación de los
estados en los procesos de remercantilización del trabajo.
Los principales ejes sobre los que han girado las reformas laborales apuntan
claramente hacia una progresiva desdemocratización de las relaciones laborales. En
primer lugar, las reformas han enfatizado la reducción de las “barreras” de acceso al
mercado de trabajo, fomentando tipos de contratación temporal, a tiempo parcial, en
prácticas, y rebajando las cotizaciones empresariales a la seguridad social para la
contratación de determinados colectivos, así como la reducción de “barreras” de salida
del mercado de trabajo por medio de la reducción de los costes de indemnización por
despido y de la ampliación de los supuestos elegibles para el despido procedente. Las
consecuencias para la condición política del trabajo son claras puesto que la
flexibilización de las entradas y salidas desestabiliza el empleo y generaliza la
temporalidad quebrando así la base principal de la ciudadanía laboral-social de
posguerra.
En segundo lugar, las reformas ha pretendido modificar la estructura de la
negociación colectiva con el fin de fomentar la negociación individualizada de las
condiciones de trabajo, lo que en la práctica supone la eliminación, o al menos la
atenuación, de los procedimientos democráticos de gestión de conflictos dentro de las
empresas.
En tercer lugar, las reformas han modificado las prestaciones por desempleo tanto
en lo que respecta a las condiciones de acceso como a su cuantía, lo que no hace
más que incrementar la dependencia de los trabajadores con respecto a las fuerzas
del mercado.
En conclusión, la remercantilización del trabajo que ha sido impulsada por las
numerosas reformas legislativas ha desdemocratizado el mundo del trabajo al socavar
el marco legislativo en el que se sostenían los derechos sociales y laborales. De
17
hecho, la propia creación de empleo, base principal del modelo de ciudadanía social,
depende exclusivamente de la iniciativa privada, esto es, de que existan oportunidades
rentables de negocio y empresarios capaces de explotarlas en su favor. De tal manera
que el empleo queda despojado de su condición de derecho ciudadano.
La descripción que se ha realizado de las relaciones laborales apunta claramente
hacia un proceso de desdemocratización. Para empezar el elevado grado de trabajo
informal, deja fuera de todo marco jurídico a gran parte de los trabajadores. No
obstante, las relaciones de informalidad también están sujetas a compromisos por
ambas partes, compromisos que se apoyan en los lazos de parentesco y de paisanaje.
Además, la temporalidad y la estacionalidad del trabajo de la industria agraria
restringen significativamente la cobertura de sus derechos sociales como el seguro por
desempleo, la jubilación, seguro de accidentes y de enfermedad, etc…
Ya sea bajo condiciones formales o informales, el nivel salarial de los
trabajadores es reducido lo que hace que su dependencia del mercado de trabajo sea
más aguda, algo que, además, se acrecienta con la reducción de la cobertura de
derechos sociales y económicos.
A todo esto hay que añadir que no existe una estructura de negociación
colectiva de los conflictos y cuando existe los trabajadores tienen poco poder en ellas.
La introducción de la negociación colectiva supuso el esfuerzo más audaz en la
democratización de las relaciones laborales del capitalismo. Su aplicación en este
sector es muy problemática debido a la movilidad y a la vulnerabilidad de los
trabajadores agrícolas. En cualquier caso, su eliminación de facto en un contexto muy
informalizado o su severa reducción implica un claro retroceso en la resolución
democrática de los conflictos laborales y, en consecuencia, apunta hacia una clara
desdemocratización de las relaciones laborales.
Por otra parte, hay que señalar que la norma de empleo no sólo se refiere a la
regulación de la esfera productiva sino que también está relacionada con lo que
ocurría en la esfera reproductiva. La existencia de toda una gama de derechos
sociales garantizaban un ingreso a todos aquellos que no pudieran trabajar temporal o
permanentemente por diversos motivos (accidentes, enfermedad, discapacidad,
desempleo, jubilación) y facilitaban la realización del trabajo imprescindible para la
mantener el tejido social y comunitario del que se nutre el mercado de trabajo
(cuidados, sanidad, educación, etc…). Pues bien, en los enclaves agrícolas también
parece quebrantarse el vínculo con el exterior de la relación laboral y fuerza a los
trabajadores a que se muestren completamente disponibles para participar bajo
cualquier condición en el trabajo: cualquier tarea, a cualquier hora del día, en cualquier
época del año, en cualquier lugar, a cualquier precio, etc… Independientemente de
que tales flexibilidades funcionales, temporales, geográficas y salariales supongan
desatender sus responsabilidades sociales, comunitarias y familiares y, en
consecuencia, poner en peligro su propia reproducción social
4. Conclusiones: la doble paradoja de la ciudadanía laboral
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Este artículo ha demostrado, por un lado, que se ha configurado de una norma
nueva norma de empleo agrícola y, por otro lado, que ello ha conducido a una
desdemocratización de las relaciones laborales.
Todo ello nos lleva a señalar la doble paradoja de la ciudadanía laboral (Alonso,
2007). La primera paradoja subraya el hecho de que una participación cada vez mayor
y más intensa en el mercado de trabajo a nivel global no haya conducido hacia un
mayor protagonismo político de los trabajadores sino, todo lo contrario, hacia un
aumento de su relación de dependencia económica y política con respecto a los
empresarios. Algo que ha de interpretarse como una clara ruptura del pacto
keynesiano por la que se pierde la escasa capacidad de control democrático de las
condiciones de mercantilización que mantenían los trabajadores.
La segunda paradoja está relacionada con las fuentes de la ciudadanía. La
ciudadanía social era ciudadanía laboral en el sentido de que el acceso al conjunto de
los derechos sociales se basaba en el vínculo formal con el trabajo asalariado. Este
enfoque se ha criticado desde diferentes perspectivas feministas, étnicas, ecológicas,
entre otras. Estas críticas suponían la apertura de un interesante debate acerca de
qué es lo que nos convierte en ciudadanos y cuál es la extensión social de los
derechos. A pesar de todas estas críticas la participación en el mercado de trabajo
sigue siendo considerada el vehículo privilegiado para alcanzar un reconocimiento
mínimo de derechos políticos, sociales y económicos, aunque, como se ha podido
comprobar, la participación en el trabajo asalariado genera cada vez menos derechos.
Y es precisamente esto lo que llama poderosamente la atención. El proceso de
remercantilización de la sociedad no sólo ha debilitado el vínculo entre el trabajo y la
ciudadanía sino que, más importante aún, parece haber erosionado la legitimidad de
cualquier institución social que pretenda invertir la relación de subordinación de lo
político (de las instituciones políticas depositarias de la soberanía popular) y de todas
las instituciones no económicas con respecto a lo económico.
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